Capítulos 71 a 80
71. Literatura mexicana durante el siglo XVIII.
Por: Francisco Monterde.
La literatura mexicana recibe y amplía en el siglo XVIII el legado de los dos siglos precedentes: del XVI, la aportación de poetas e historiadores de origen hispano -López de Gómara, Díaz del Castillo-; de evangelizadores –Sahagún, Durán, Las Casas, Motolinía-; de cronistas indígenas y mestizos –Alvarado Tezozómoc, Alva Ixtlilxóchitl y Muñoz Camargo, entre ellos-; de autores y adaptadores de teatro medievalista, anónimo, en lenguas y dialectos locales; de algún latinista -Cervantes de Salazar-, y de los primeros dramaturgos mexicanos autores de comedias, coloquios y una tragedia clasicista.
Del siglo XVII hereda como influjo apreciable el de la poesía épica, dramática y lírica, procedente de sus mejores representantes en Nueva España -Balbuena, Ruiz de Alarcón, sor Juana Inés de la Cruz-, a los que se une el culterano Sigüenza y Góngora, con poemas de carácter sacro, además del profano, que frecuentemente supera a aquél.
La literatura mexicana en el siglo XVIII.
Como eco y prolongación del siglo de oro hispano, el siglo XVIII recoge en Nueva España su esplendor, que llegó hasta el siglo inmediato. A mediados del siglo XVIII, el humanismo cobra en Nueva España gran auge, gracias a los poetas y prosistas que sirven, didácticamente, a la historia.
El nuevo florecer de la poesía, que principió en el siglo XVI y alcanza su culminación en el XVII, con la lírica de sor Juana Inés de la Cruz, marca en el siglo XVIII novohispano un descenso equivalente al que ofrecía entonces en la literatura española.
El resultado es diferente si se abarcan la descriptiva y la narrativa, esto es, la épica, y se incluye el cultivo de la poesía clásica en lengua latina. En cuanto a la prosa, se adscribe al apogeo del humanismo cristiano, que preparan los dos siglos anteriores. El XVIII es, apreciado en conjunto, el siglo de oro de las letras mexicanas.
Lo mismo que acontece en otras etapas de apogeo, Nueva España no sólo atrae -y adopta- a algún ingenio procedente de España; hace lo mismo en relación con Centroamérica, y, alcanzada su madurez, pasará a otros países, no únicamente de habla hispana, e influirá en diversas culturas.
En Nueva España la retórica no fue tan ceñida como en Europa; distante la Academia, fundada en ese siglo en España, su influjo fue remoto; escaseaban los mecenas y no existía el público exigente ni la minoría culta entre los lectores. Por esta razón, sin escritores que fueran preferentemente eruditos, predomina el humanismo; dentro de él, los jesuitas, desde antes de su expatriación, defienden la libertad y, al impartir enseñanzas, difunden con sus métodos la filosofía moderna.
El teatro en México en el siglo XVIII.
De acuerdo con una ley de frecuencia iniciada en el siglo XVI y continuada en el XVII, el teatro en Nueva España había tenido siempre sus etapas culminantes, en cuanto a representaciones y autores dramáticos, antes de que finalizara el primer tercio y cuando principiaba el último en cada siglo.
En el siglo XVIII la primera etapa de auge teatral corresponde a las actividades del actor y comediógrafo Eusebio Vela, que había llegado de la Península en la segunda década del siglo; su existencia terminó poco después de haberse iniciado la cuarta década del mismo.
Hay en sus obras, como en las de algunos coetáneos españoles, cierta preocupación moral; se desea ver perfeccionado al hombre mediante el conocimiento, pero sin sacrificar, en perjuicio del equilibrio, el ingenio. Con el barroquismo comienza a prodigarse el adorno.
Debido a la extrema sencillez, la poesía cae a veces en el prosaísmo; los temas relacionados con lo mitológico no desplazan los asuntos cristianos, en los que puede advertirse un anuncio del romanticismo que se avecina.
Eusebio Vela y su obra teatral.
Eusebio Vela, con su obra apenas conocida en el presente siglo, ocupa en el XVIII un lugar equivalente al que Fernán González de Eslava ocupó en el tercio final del siglo XVI, por su trasplante y adaptación al medio mexicano, aunque no llegó a identificarse con él, como el primero lo hizo con sus coloquios.
Vela fue autor -en ambas acepciones de la palabra en aquella época- de unas veinte obras dramáticas. Vio representar, por lo menos, quince de ellas, si se otorga crédito a lo afirmado por Beristáin, según consta en la "Gaceta de México". La mayoría de esas obras. se puso en escena en el Coliseo, hacia fines de 1729.
Eusebio Vela (1688 - 1737), que era de Toledo y pertenecía a una familia de actores, actuó en Madrid antes de venir a Nueva España. En 1713 ingresó, como galán, en la compañía del Coliseo, de México, y fue empresario del mismo desde 1718. Víctima del contagio de un mal epidémico del cual pretendía huir, murió en Veracruz el 19 de abril de 1737; lo sepultaron con hábito lo que no era frecuente si se trataba de un actor en la iglesia de San Francisco de aquél puerto.
Originales o copia de dos de las obras de Vela estuvieron en la biblioteca de Osuna, de la que pasaron a la Nacional de Madrid; otra pertenece al Museo Británico. Aquéllas son las tituladas Apostolado en las Indias y Si el amor excede al arte; la otra es la comedia nueva La pérdida de España, que fue copiada en Zaragoza, porque era popular no sólo en la corte.
Considerada como drama, según el punto de vista actual, Apostolado en las Indias y martirio de un cacique tiene un tema conocido entonces por haberlo reflejado un pintor en un mural del convento franciscano, que sin duda Eusebio Vela había visto, y por haberlo tratado en sus historias Motolinía y Mendieta, entre otros cronistas evangelizadores; se trata del martirio del joven Cristóbal, a quien mandó matar su padre Axoténcatl, cacique de Tlaxcala, disgustado por la conversión al catolicismo de aquel vástago suyo.
La obra de Vela es importante, más que por su calidad y el desarrollo del asunto, por referirse a la cristianización de América, acerca de la cual no había antecedente alguno en la literatura dramática mexicana.
La comedia Si el amor excede al arte, ni amor ni arte a prudencia -título que alude al de otra comedia del mismo autor que se representó antes que ésta- se basa en Las aventuras de Telémaco escritas por Fénelon.
Trata del naufragio del hijo de Ulises en la isla de la ninfa Calipso. Enamorada ésta de Telémaco, el conflicto de la obra consiste en que él ama a Eucaris, pero Mentor, prudente consejero, lo salva del despecho de la ninfa.
La obra La pérdida de España (Por una mujer) está basada, como otra de Lope de Vega, en la Verdadera historia del rey don Rodrigo, de Miguel de Luna, y en la Crónica sarracina, de Pedro de Corral, según lo comprobó, al estudiar estas obras, el doctor J. R. Spell. Vela agregó lo referente al abandono de Sancho, cuando Florinda se enamora del rey don Rodrigo. Se aparta de El ultimo goda por este y otros detalles, como el referente al palacio encantado que Lope no incluye en su obra.
Vela figura entre los comediógrafos del siglo XVIII que imitan a Lope y a Calderón de la Barca. En sus comedias abundan los elementos sobrenaturales, que sin duda complacían al público de entonces, el cual ya se hallaba cerca de las obras de magia posteriores. En sus comedias prodiga los parlamentos de tipo oratorio y abusa de las metáforas y los retorcimientos barrocos de gusto calderoniano.
Prefiere Vela, en su métrica, el romance octosilábico, en que escribió la mayoría de las escenas, con calidad poética, sin duda, pues llega a hacernos recordar con frecuencia a su modelo cercano: Lope de Vega.
La división de cada una de esas obras en tres actos parece darles un carácter moderno; mas a los espectadores de ahora podrían parecer operetas en vez de comedias, ya que hace alternar las partes dialogadas con escenas en las que los intérpretes cantan. Por su sobriedad, en la que indudablemente hay influjo del medio mexicano, probablemente agradaría en el siglo XVIII, opuesto en parte a los excesos del precedente. Así se explica el juicio favorable de Beristáin, quien se apoyaba en juicios ajenos al expresar el suyo, pues seguramente no conoció las obras de Eusebio Vela.
La mencionada ley de frecuencia, dentro de la evolución del teatro en Nueva España, deja de cumplirse en el tercio final del siglo XVIII, quizá debido a la expulsión de los jesuitas, que por entonces alentaban el cultivo de la poesía dramática entre sus alumnos.
Es posible que algún día un investigador de los que se interesan en este aspecto de la literatura mexicana logre descubrir, en cualquier ignorado rincón de algún archivo de. los que existen por España o por México, la obra dramática, desconocida aún, del autor a quien probablemente habría correspondido representar el auge del teatro novohispano en ese momento.
Los jesuitas mexicanos, dentro y fuera.
Al sobresalir los jesuitas entre los educadores de las diversas órdenes religiosas que fundaron los primeros colegios en la América española, como orientadores de los indígenas y guías de los descendientes de conquistadores y colonos, funcionarios, comerciantes, hacendados y explotadores de minas, su prosperidad fue en aumento; pero, a la vez, atrajeron odios y envidias de los poderosos, que acabaron por conseguir la expulsión de los jesuitas de España y sus colonias, según el dominante influjo de Francia.
Desterrados por orden de Carlos III en 1767, los jesuitas mexicanos, al fijar su residencia en el extranjero, se consagraron a demostrar de qué modo la cultura de su país influiría más tarde apoyada en las tradiciones.
Entre quienes se dedicaron a investigar sobre el pasado indígena y la importancia de las civilizaciones extinguidas, a través de la historia de los pueblos prehispánicos, descolló el abate Francisco Javier Clavijero (1731 – 1787).
Clavijero aprovechó muy bien los documentos que había reunido Carlos de Sigüenza y Góngora, para realizar una obra con la que esclareció el pasado indígena. Nacido en Veracruz el 9 de septiembre de 1731, moriría en Bolonia, Italia, el 2 de abril de 1787. Como desde la infancia estuvo cerca de los naturales, en su tierra natal logró aprender lenguas y dialectos en varios lugares de la Huasteca veracruzana en los que su padre fue alcalde mayor. Estudió en la ciudad de Puebla antes de ingresar en el seminario de Tepotzotlán como novicio.
Había leído a Descartes y estaba enterado de las teorías de Newton. Descolló como alumno de latín, griego y hebreo y poseía más de veinte dialectos indígenas. Como lo nombraron prefecto del colegio de San Ildefonso, en México, se dedicó a leer obras de sus autores preferidos en la biblioteca del vecino colegio de San Pedro y San Pablo; gracias a su conocimiento del náhuatl, leyó los escritos que en esta lengua existían en la colección legada por Sigüenza y Góngora.
El 13 de febrero de 1748 ingresó en la Compañía de Jesús. Por documentos publicados en el siglo actual se sabe de sus vicisitudes: de México tomó a Puebla, enseñó después en Valladolid física, química y astronomía antes de ir a Guadalajara, donde le llegó la orden de expulsión dada por Carlos III. Para cumplirla pasó a su tierra natal y allí estuvo tres meses antes de embarcarse rumbo a Italia.
El viaje fue prolongado y doloroso; casi un año tardó en llegar a Bolonia, donde permaneció atraído por su bien dotada biblioteca. Mientras se disponía a escribir su historia del México antiguo, fundó con sus compañeros una academia literaria, que irónicamente llamaron Casa de la Sabiduría. Con el fin de consultar documentos y mapas, viajó por Italia y estuvo en Roma, Ferrara, Venecia, Milán, Módena y Florencia.
Su Historia Antigua de México y la Historia de California fueron escritas en castellano y después vertidas por él mismo al italiano. La primera, impresa en italiano de 1780 a 1781, fue dada a conocer en castellano, por José Joaquín de Mora, en 1824. La Historia de la Antigua o Baja California apareció después de fallecido Clavijero; su hermano Ignacio la publicó en Venecia, en daño 1789.
Dentro del grupo de jesuitas desterrados que trabajaron e investigaron en Italia a fines del siglo XVIII estaban los historiadores Francisco Xavier Alegre –que además fue poeta y tradujo a clásicos griegos y latinos-, Andrés Cavo, Pedro José Márquez, Juan Luis Maneiro -que también fue poeta y escribió en castellano sus poesías-, Manuel Fabri y los filósofos Agustín Castro, Andrés de Guevara y Barrazábal y José Rafael Campoy.
Francisco Xavier Alegre (1729 - 1788), veracruzano lo mismo que Clavijero, falleció también en Bolonia, cuando ya casi había terminado de escribir la historia de la Compañía en Nueva España. Carlos María de Bustamante la publicó en México, entre 1841 y 1843. En Bolonia escribió, al resumir lo que recordaba de aquélla, el compendio Memorias para la historia de la Provincia que tuvo la Compañía de Jesús en Nueva España, impresa en México, en dos volúmenes, entre 1940 y 1941.
Andrés Cavo (1739 - 1803), jalisciense, murió en Roma después de haber estado en otras ciudades de Italia, en donde escribió los Anales de la Ciudad de México desde la conquista española hasta el año de 1766. Bustamante los publicó en 1836 con el título de Los tres siglos de México, añadiéndoles un suplemento para hacerlos llegar a 1821.
En el grupo de jesuitas desterrados se contaban, además de Alegre, los poetas Diego José Abad, José Mariano Iturriaga y Andrés Diego Fuentes, de México, y Rafael Landívar, guatemalteco formado en Nueva España, a la que no olvidaría en el destierro.
Diego José Abad (1727 – 1779), nacido en Jiquilpan, estudió en el colegio de San Ildefonso y enseñó teología, derecho y filosofía en México antes de pasar a Querétaro, en donde estudió ciencias. Al marchar a Italia vivió en Ferrara, de la que se trasladó a Bolonia, para terminar allí su existencia.
Además de obras filosóficas, compendios y tratados científicos y una traducción de la égloga VIII de las Bucólicas de Virgilio, escribió el poema heróico teológico De Deo, Deogue Homine Heroica, por el que figura como el más importante de este grupo de poetas. Desde su mocedad había proyectado escribir esa obra, que realizó en Italia. Apareció en Venecia en 1773 y la reimprimieron dos veces: en Ferrara, 1775, y en Cesena, 1780. Menéndez y Pelayo opinó que había llegado a "merecer de los italianos mismos, tan ásperos jueces de toda latinidad que no sea la suya, el dictado de escritor terso y elegantísimo".
Rafael Landívar, oriundo de Guatemala (1734 – 1789), hizo estudios en México, donde estuvo diez años, y demostró hacia el país su gratitud al recordarlo durante el destierro en su Rusticatio mexicana, obra que le sitúa con honor en la literatura nacional, sin que por eso deje de pertenecer a la del país donde nació. Como rector del seminario de San F. de Borja, obedeció la orden de expulsión y marchó a Italia con los demás jesuitas.
En 1781 se publicó en Módena la primera edición de la Rusticatio, que se reimprimió en Bolonia al año siguiente. Landívar describe en ese poema aspectos de la naturaleza en México y Guatemala. Lo escribió en latín porque lo destinaba a lectores cultos y para librarse del prosaísmo con que se reaccionó contra los excesos del siglo precedente.
Fallecido Landívar en Bolonia, el 27 de septiembre de 1793, se le sepultó en la iglesia de Santa María Muratelli, de la cual fueron exhumados sus restos en 1950 para trasladarlos a Guatemala, en donde se erigió un monumento digno del poeta.
El historiador Fernández de Echeverría.
Entre los contados historiadores mexicanos que pudieron hacer sus investigaciones y escribir en Nueva España se cuenta Mariano Fernández de Echeverría y Veytia (1720 - 1778?), quien nació en Puebla el 16 de julio de 1720. Con su padre, José de Veytia, se trasladó a la cabeza del virreinato; hizo estudios en la Universidad Real y Pontificia, hasta concluir el bachillerato de Artes el 9 de marzo de 1733 y la carrera de leyes el 13 de julio de 1736.
Después de obtener el título de abogado partió para España. Principió su obra, en forma de diario, con Mis viajes -de la cual alguien se apoderó al morir el autor-; distribuida en dos tomos, no ha podido encontrarse.
En España fue a la villa de Oña, en donde tenía parientes por el lado materno, y recorrió la Península, incluido Portugal. Estuvo en Italia, de la que conoció Roma y Nápoles, y más tarde en Inglaterra y Francia; visitó Jerusalén y Marruecos; vivió en Malta y la defendió, como novicio, en tres encuentros con los moros. Fue caballero de Santiago. De regreso en América, recorrió Guatemala y conoció Nueva Galicia y Oaxaca.
Las notas y los documentos que recopiló en esos viajes le permitieron formar unos veinticuatro volúmenes, ahora igualmente perdidos. Además de su dominio del latín y el náhuatl, dominaba otras cinco lenguas. Por encargo de Carlos III laboró en los archivos de varios centros de enseñanza, en donde continuó sus investigaciones. Se le confió la biblioteca de los jesuitas desterrados, que pasó, ya ordenada por él, al seminario de San Juan; de las notas que tomó en ella resultaron siete gruesos volúmenes.
De todos sus escritos históricos se conoce únicamente la inconclusa Historia antigua de México, posterior a la de Clavijero, que sólo conoció por referencias esta obra. Boturini lo había orientado, con su Idea de una nueva historia de la América Septentrional, y le proporcionó sus colecciones de antigüedades, para que las estudiara. Su obra coincide en algunos puntos con la homónima de Clavijero, a quien menciona. Según Ortega, que dio a conocer esa historia en 1836, “su estilo es claro, fácil y natural, si bien algunas veces prolijo”.
La poesía en Nueva España a fines del siglo XVIII.
En la literatura mexicana a fines del siglo XVIII coexisten dos tendencias que luchan entre sí, aunque no de manera aparente. Contra el barroquismo de la centuria anterior reacciona la llaneza que en la poesía traerá el prosaísmo; a la vez, se insinúa con malicia lo popular, sobre todo en poesías anónimas anteriores a los primeros corridos.
Lo mismo que en la literatura española, persiste el culteranismo, con las imitaciones de Góngora, en la lírica mexicana de finales del siglo XVIII. El prosaísmo, por otro lado, comienza a aparecer en los últimos años de la misma centuria.
La literatura mexicana durante el decenio inicial del siglo XVIII.
Al iniciarse el siglo XIX, los poetas neoclásicos mexicanos caminan por sendas semejantes a las que habían seguido los hispanos, a los cuales se agrupa en la escuela salmantina, que refleja la sobriedad de Castilla, y en la sevillana, que resume la brillantez de Andalucía.
La escuela salmantina influye lejanamente en la lírica mexicana, en la cual los pastores simulados, que empleaba fray Diego Tadeo González, van a tener su equivalente en algunas de las poesías en que aparece ya el prosaísmo.
Muchos de los epigramas publicados por el "Diario de México" son eco de los que en España trazó José Iglesias de la Casa, y varios de los idilios mexicanos -anacreónticas- evocan también los de aquel poeta. Meléndez Valdés no deja de influir en los juguetillos y las odas de fray Manuel Martínez de Navarrete.
En los poetas neoclásicos de México influyen menos los sevillanos: Lista, Reinoso, Arjona; pero en alguno hay resonancias del primero, ya que muestra predilección por las obras de autores como Petrarca, a quien tradujo Lista.
A Luzán se le conoció tardíamente; por este hecho se diluyó su influjo más aún que en España.
Quevedo influyó, entre otros poetas hispanos, en la poesía satírica mexicana, que había entroncado con la poesía popular desde sus comienzos, en el siglo de la conquista, y que empieza a definirse claramente en el siglo inmediato.
La sátira anónima, en verso, no siempre alcanza una calidad poética. Al ensayar las formas habituales en ella -relato, diálogo-, se intercala en la prosa algo de poesía.
La poesía satírica anónima combina, dentro de lo popular, elementos culteranos y conceptistas; alternativamente gongorina y quevedesca, es barroca en las dos formas hispanas. Se debe esto a que una y otra son formas de concentración y elusión y, aunque siguen rumbos aparentemente opuestos, coinciden con frecuencia en su propósito de buscar disfraces adecuados para el pensamiento, cuando trata de encubrirse, al ir por caminos tan sinuosos como suelen ser los del anónimo literario.
Fray Manuel Navarrete.
Las tendencias renovadoras, importadas de Francia desde fines del siglo XVIII, trajeron después del neoclasicismo la simiente que iba a influir para que, al cambiar la sensibilidad con ejemplos de extraños, se iniciara el prerromanticismo en Nueva España. Lo anuncia, en el primer decenio del siglo XIX, el michoacano fray José Manuel Martínez de Navarrete (1768 - 1809), a quien se conoce en la literatura mexicana con el segundo nombre de pila y segundo apellido, con los que firmaba sus escritos cuando no usaba sólo sus iniciales: Manuel Navarrete.
Aunque desde las postrimerías del siglo circulaban entre sus amigos copias manuscritas de algunas composiciones de Navarrete, fue en 1806 cuando empezaron a aparecer en el "Diario de México", al que sus íntimos las enviaron.
Al principio Navarrete, bajo el influjo de poetas clásicos y neoclásicos, imita a través de ellos las anacreónticas de Villegas. Prefiere lo delicado y, como Meléndez Valdés, abusa del empleo del diminutivo, en México muy frecuente en labios de la gente menos culta.
Intérprete de amores ajenos, a la vez que de amoríos personales que mantuvo ocultos, llega a superarse como poeta elegíaco cuando se aparta de la poesía convencional y expresa sinceramente dolores propios, físicos o morales, en sus Ratos tristes, con los que, melancólico, se aproxima al poeta inglés Edward Young en sus meditaciones líricas nocturnas como la titulada Noche triste.
Navarrete pasó de la suave afectación de Meléndez Valdés al pesimismo de Cienfuegos, que en España precede a lo romántico. Coincide con el primero por el título de una poesía, La mañana, escrita en decasílabos; ésta lo coloca cerca de Rousseau, porque, como él, simpatiza con el hombre cercano a la naturaleza.
Esa poesía descriptiva lo sitúa como iniciador de la bucólica en la poesía mexicana, en la que anticipa la actitud de los románticos, siendo uno de los que contribuyen a acelerar la evolución que conduce del neoclasicismo al romanticismo.
Difundida la obra de Navarrete por el "Diario de México", los poetas de la Arcadia mexicana lo designaron su Mayoral. Una de sus composiciones fue premiada por la Universidad, que le concedió varias medallas de oro y de plata, las cuales no llegó a recibir el poeta debido a su fallecimiento, ocurrido en Tlalpujahua.
Otros poetas neoclásicos.
Cerca del Navarrete neoclásico se sitúan otros poetas en ese período de la literatura mexicana.
José Manuel Sartorio (1746 – 1829), censor, fue presidente de las academias de Ciencias Morales y de Humanidades y Bellas Artes. Escribió, entre sus libros y folletos, siete volúmenes de poesías.
Anastasio de Ochoa y Acuña (1783 – 1833), oriundo de Huichapan, perteneció a la Arcadia mexicana. Sus poesías, publicadas inicialmente en el "Diario de México", quedaron reunidas en dos tomos que contienen, además, traducciones de autores latinos, italianos y franceses, preferentemente.
José Agustín de Castro estuvo en Valladolid hacia 1786 y más tarde en Puebla. Llegado a México en 1809, publicó en los periódicos sus Poesías sagradas y humanas. De ellas habían aparecido dos tomos en Puebla en 1797; el tercero se imprimió en México el año de su llegada.
El prosaísmo en la poesía mexicana.
Aunque varios de estos poetas seguían siendo aficionados al culteranismo, su lírica se resiente del influjo contrario. El prosaísmo, que se advierte en la poesía mexicana desde fines del siglo XVIII, se acentúa al iniciarse el XIX.
Convencidos por los argumentos de Luzán, muchos de los que escriben composiciones en verso prefieren imitar a los llanos fabulistas españoles. Contribuyó a producir esta reacción la abundancia de anacreónticas y la excesiva dulzura de los idilios, que la prensa publicaba en sus páginas dedicadas a la poesía, a principios del siglo XIX.
Notas de nacionalismo en la lírica.
Entre los síntomas que anuncian la proximidad de la independencia, la lírica mexicana ofrece, aún dentro del neoclasicismo, en algunas anacreónticas, notas nacionalistas. Hay poetas que se entusiasman con la flora local, a pesar de que los nombres indígenas de algunas plantas no están de acuerdo con las normas del llamado buen gusto.
El nacionalismo va de lo popular a lo semiculto, antes de entrar en lo culto, en años que preceden a la llegada de José María Heredia, el poeta del teocali de Cholula, y antes de que Andrés Bello mencionara -sin haberlo probado- "el mexicano néctar".
No faltan autores de sonetos y anacreónticas en cuyas poesías el jugo procedente del maguey sustituya al clásico vino europeo.
La prosa y la oratoria sacra y política.
La obra que no llegó a terminar Eguiara y Eguren marcó la ruta que seguiría el doctor José Mariano Beristáin de Souza (1756 - 1817), oriundo de Puebla, al reunir datos para escribir su Biblioteca Hispano-Americana Septentrional.
Se publicó en México en tres volúmenes -el segundo y el tercero, póstumos- y contiene abundantes datos que la convierten en la única fuente en que pueden hallarse informes biobibliográficos sobre lo que salió a luz durante el virreinato en Nueva España.
El influjo culterano que de la poesía pasó a la historia en el siglo XVII, llegaría a la elocuencia en el XVIII, al aparecer en los panegíricos, elogios y oraciones fúnebres de predicadores que gozaron de prestigio en su tiempo.
Desde 1810 hubo oradores políticos, en uno y otro bandos, durante la lucha por la independencia. Entre los conservadores se encuentran el mismo Beristáin de Souza y el capellán del ejército realista fray Diego Miguel Bringas.
La prensa al iniciarse el siglo XIX.
Continuadora de las precedentes gacetas y coetánea de la “Gaceta de Literatura” (1788) del padre Antonio Alzate, la "Gaceta de México" salió de principios de 1784 a fines de 1809, y fue su director en la primera etapa Manuel Antonio Valdés. Le sucedió la "Gaceta del Gobierno de México" a partir de enero de 1810.
La "Gaceta de México" (1784 - 1809) contenía información local y noticias procedentes del extranjero. Al principio concedía un espacio limitado a la poesía. En sus últimos años, la publicación coincide con el "Diario de México", en cuyas columnas tenían más cabida los escritos literarios.
El "Diario de México", del que fueron fundadores los abogados Carlos María de Bustamante y Jacobo de Villa Urrutia, apareció en octubre de 1805. En sus páginas es posible seguir las alternativas de las tendencias políticas no sólo mexicanas, sino también europeas, por las repercusiones de los acontecimientos que se desarrollan en Europa en los mismos años.
El "Diario" dio generosa hospitalidad a la producción literaria, ya que alentó a los poetas de la Arcadia mexicana (1808) y reveló a Navarrete, a quien siguen más de dos centenares de poetas y prosistas.
Al desaparecer el "Diario", serían sucesoras del mismo periódico otras publicaciones, entre las que se cuentan las que lanzaba "El Pensador Mexicano".
Abundan también los folletos, en buena parte anónimos, salvo unos dos centenares y medio que desde 1810 autorizó con su nombre, iniciales o seudónimos José Joaquín Fernández de Lizardi.
Bibliografía.
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Alegre, F. X. Historia de la Compañía en la Nueva España (publicada por Carlos M. de Bustamante), México, 1841 - 1843.
Cavo, A. Anales de la Ciudad de México, desde la conquista española hasta el año de 1766 (publicado por Carlos M. de Bustamante con el título de Los tres siglos de México), México, 1836.
Clavijero, F.J. Historia antigua de México, Cesena, 1780 - 1781.
Historia de la Antigua o Baja California, Venecia, 1789.
Fernández de Echeverría y Veytia, M. Historia antigua de México (publicada por Francisco Ortega). México, 1836.
Landívar, R. Rusticatio Mexicana, Módena, 1781.
72. El arte en el siglo XVIII.
Por: Jorge Guerra.
De empresa difícil calificó Manuel Toussaint la tarea de clasificar las obras de las artes en el área limitada de los estilos. Más que difícil, resulta una aventura del intelecto tratar de ponderar la calidad estética de los citados testimonios de la actividad humana, encasillándolos en una clasificación con el particular defecto de aislar los monumentos de sus relaciones históricas, de los procesos formativos y de vivencias objetivas.
En el tiempo que surgen, en Nueva España, las manifestaciones de las formas denominadas "churriguerescas", continúa sin denotar el menor signo de agotamiento; la arquitectura del barroco clásico, o sea que a mediados del siglo XVIII conviven fábricas inspiradas en las ideas de Scamozzi y de Vignola con aquellas que parecen diseñadas por el maestro escultor o el carpintero de lo blanco.
No hay certeza de cómo y por qué aparecen en Nueva España los estilos de la última etapa del barroco, que en España se llamó churrigueresco. Inconsecuentemente se transmite la denominación y todos sus adjetivos; pero si bien se admite el homónimo por su eufonía, sonora y adecuada a la fantasía loca del arte dieciochesco, dice Toussaint, no todos los adjetivos, oscuros y subjetivos, son aplicables a este arte que debiera verse en México como una de las creaciones con mayor realidad en el horizonte de las expresiones estéticas.
Las riquezas, después de dos siglos de colonización, ofrecen una buena garantía para construir espléndidos edificios civiles y religiosos, sin olvidar, claro está, el esfuerzo colectivo y la experiencia y conocimientos de los grandes arquitectos del siglo XVII. Las imponentes fábricas de las catedrales de todo el virreinato requirieron fuertes sumas de dinero y mucha dedicación y trabajo. La catedral de Puebla se termina en 1649; la de México, muy adelantada hacia 1670, ya permite ser abierta al culto; la de Morelia se encuentra muy avanzada en 1674; Guadalajara termina su catedral en 1618, con sus castizas torres que derrumbará más tarde un terremoto, para ser reconstruidas en forma tan desproporcionada que el templo quedará reducido ópticamente a dos enormes cucuruchos. La de San Cristóbal las Casas, Chiapas, también pertenece al ciclo del XVII y la de Mérida es una preciosa joya del siglo XVI.
La riqueza económica y la vida ostentosa contribuyeron en gran manera a implantar el estilo churriguera, pero no pueden considerarse peculiares. Hubo un fenómeno en el orden social consistente en la aparición de los primeros frutos de nacionalidad, que es señalado por los historiadores José Rojas Garcidueñas y Gloria Grajales. La presencia activa de los criollos en la vida de la colonia, elementos que por su preparación tienen su momento histórico al mediar el siglo XVII y se desarrollan en su forma definitiva en el transcurso del XVIII.
A esto viene a sumarse el mestizaje de tipo étnico y, sobre todo, de tipo cultural, o sea, aquel modo de ser implícito del medio, que saborea sustancias, las selecciona y vierte en expresiones peculiares hasta el punto de hacerlas surgir como auténticas creaciones en todas las ramas de las bellas artes. Historiadores y críticos, como Lampérez y Romea, el marqués de Lozoya y Manuel Toussaint, señalan el carácter criollo del arte dieciochesco, es decir, indican uno de sus rasgos definitivos. Francisco de la Maza hace aparecer el estilo como la expresión de una nacionalidad, nueva y completa.
Jerónimo de Balbás es el probable introductor del estilo estípite, como forma sustancial de la arquitectura del XVIII. El estípite no es otra cosa que la columna o la pilastra abalaustrada de la arquitectura renacentista y elemento grato a los arquitectos fiel plateresco, que erigen excelentes muestras en todas las provincias del virreinato. El estípite del barroco mexicano del XVIII es al principio una forma geométrica simple; consiste en una pirámide truncada con la base menor hacia abajo, inspirada probablemente en los apoyos usados por los ebanistas del estilo llamado Luis XIV. Posteriormente, el estípite se compone de una pirámide invertida, a la cual se une por medio de cubos moldurados otra pirámide truncada derecha, o sea, con la base menor hacia arriba. En esquema podría ser una losange muy alargada en cuya parte media se introduce un juego de diversas formas de volúmenes. El erudito estudio de Víctor Manuel Villegas, "El gran signo formal del Barroco", demuestra la prosapia del apoyo estípite y señala el acontecimiento de que entre 1712 y 1718 se concluye la fachada del Colegio Chico de San Ildefonso, en una de cuyas portadas nace el estípite, en tímido bajo relieve, pero con su forma decisiva de pirámide.
Jerónimo Balbás talla su admirable retablo del altar de los Reyes entre 1718 y 1730. Por tanto, ya existían, antes de la llegada del escultor-arquitecto sevillano o gaditano, antecedentes muy notables en la germinación de la profusa flora barroca. Analizando a fondo la arquitectura churrigueresca de México o, como diría con agudeza Francisco de la Maza, "barroca mexicana" del siglo XVIII, no se puede señalar la presencia del estípite como la característica única y genuina de tal estilo; según las investigaciones de Manuel Romero de Terrenos, del marqués de Lozoya, del arquitecto Domingo García Ramos y del historiador Villegas, existen estípites en todas las latitudes geográficas y a todo lo largo de la historia. Así, en las composiciones del barroco mexicano, se utilizan otros recursos que no pueden considerarse ni como evolución de los estípites ni como sus variantes; son formas distintas y con un valor plástico propio. Un ejemplo es la portada le la fachada principal de la parroquia de Santa Prisca, en Tasco, en la que pueden admirarse columnas de orden barroco salomónico aéreas y ascendentes, que se elevan sobre una complicada estructura de orden compuesto. Otra solución posterior la constituyen la portada de la capilla del Pocito en la villa de Guadalupe y el imafronte de la iglesia de la Enseñanza en la Ciudad de México; ambas, proyectadas por Francisco Guerrero Torres, son representativas de la época final del barroco y se advierten en ellas sistemas decorativos cercanos a un purismo o a una tendencia a revalorizar las formas arquitectónicas de origen renacentista.
En estas obras singulares, totalmente dentro de la voluntad barroca, no es en los detalles, tallados como gemas, sino en el conjunto que "...se busca la esencia del efecto, la sal de la apariencia", escribe Enrique Wölfflin, refiriéndose a la composición de planos en la arquitectura barroca. De manera distinta al barroco mexicano del siglo XVIII no se contenta con el juego de planos y volúmenes para producir efectos de profundidad, sino que mueve y agita con trazos ascendentes el todo dinámico de la composición. Por lo mismo se emplean refinamientos en la arquitectura mexicana del XVIII en razón de aquella "esencia del efecto", pero aplicados a una totalidad, a una estructura concebida orgánicamente, como si se tratara de una escultura monumental.
Así se advierte en el gálibo de la torre de la iglesia de Tepozotlán, en la ondulante continuidad de la parroquia de Santa Prisca de Tasco, y en la composición ascendente del Sagrario Metropolitano.
Nota esencial del barroco mexicano es la presencia del color en todas sus posibilidades de expresión, desde el más puro realismo, producido por la policromía del azulejo, a la recóndita abstracción geométrica del cambio de tonos por la diversidad de formas; de lo primero son notables ejemplos las arquitecturas poblanas y la magnificencia del Santuario de Ocotlán en Tlaxcala, con "la gran pasión que tienen al color, hasta pintar las pocas figuras que tienen de mármol", observaría cien años después el escultor catalán Manuel Vilar cuando llegara a México. Es esta pasión por el color lo que lleva a matizar, mediante los relieves que aparecen en las numerosas ornamentaciones arquitectónicas, las fachadas de las mansiones, como la del conde de Heras Soto en la Ciudad de México, la Casa del Alfeñique en Puebla de los Angeles, etc., y los edificios religiosos, como los templos de San Francisco de México, la fachada inconclusa del segundo templo de San Felipe Neri, la delicada composición de las fachadas de la iglesia de la Santísima Trinidad en la Ciudad de México, la arquitectura florida de las portadas de la parroquia del Carmen en San Luis Potosí, etc.
Otros elementos singularizan la arquitectura del siglo XVIII. Tales son el empleo de materiales de construcción con propiedades de colorido y de textura particular, como el tetzontle y el recinto, los cuales aún tallados conservan una apariencia rugosa, contrastando con la chiluca de grano fino, en la que pueden labrarse delicadas decoraciones. Manuel Romero de Terreros dice: "Los materiales de construcción y el fuerte contraste entre las partes planas y las profusamente decoradas dieron un carácter único a la arquitectura de Nueva España". En su resumen, el contraste entre los paramentos lisos y los elementos decorados revelan una organización de conocimientos, heredados y transformados desde el siglo XVI, que incluso se llevan al campo de la proporcionalidad o modulación; es una mezcla de procedimientos empíricos tradicionales y de razonamientos o aplicaciones de las teorías del Renacimiento, hasta ahora poco estudiados, que da sentido a las proporciones en los elementos arquitectónicos. El ingeniero José R. Benítez inició algunos ensayos al respecto; empero el trazo es sumamente ostensible y prueba de ello es la claridad con que se han podido distinguir las creaciones del barroco mexicano, que pudieran designarse escolásticas o gremiales, de aquellas que fueron producto del genio del arte popular. Compárense, por ejemplo, las fachadas del templo de la Santísima de la Ciudad de México o de La Valenciana de Guanajuato con San Miguel de Atitalaquia, Hidalgo y la capilla de la Concepción, "La Conchita", en Coyoacán, D.F.
En las plantas de las construcciones religiosas se usa preferentemente la forma rectangular, tipo de salón en el cual se introducen modificaciones, como capillas y astiales cortos, para justificar la presencia, indispensable en la arquitectura mexicana, de la cúpula, de lo que se obtiene la planta de cruz latina. Pero el siglo XVIII se encamina a buscar soluciones diferentes y de aquí resultan plantas de cruz, con brazos iguales, cruz griega, como en el Sagrario Metropolitano; plantas circulares u ovales, como la desaparecida de Santa Brígida, en la Ciudad de México, y el más notable monumento -culminación de la última época del barroco mexicano-, la antes citada capilla del Pocito en la villa de Guadalupe.
Su planta elipsoidal se dice que fue proyectada inspirándose en alguna lámina de los Libros de Arquitectura, de Sebastián Serlio; es objetable afirmarlo totalmente, puesto que en Nueva España se podían consultar todos los tratados famosos impresos a partir del Renacimiento; en las obras de Palladio, de Scamozzi, etc., se graban plantas circulares y ovales, unas tomadas de los monumentos de la antigüedad romana, otras para edificaciones contemporáneas de los tratadistas.
El proyecto y dirección estuvo a cargo del arquitecto Francisco Guerrero y Torres, construyéndose, de 1777 a 1791, con el trabajo "en equipo" de los vecinos de la villa de Guadalupe y de la entonces lejana Ciudad de México. El original alzado está compuesto con las más dinámicas características del barroco mexicano del siglo XVIII: el contraste del muro liso y las portadas decoradas, el color armonizado con los materiales pétreos y la cerámica, la perspectiva ascendente a base de cúpulas y la traza de la molduración de ventanas e imafronte. De obra maestra del arte y la ciencia de entallar la piedra la calificó el arquitecto Francisco Centeno.
Como en todas las épocas del arte, se distinguen varios períodos según las diversas formas que van presentándose en los edificios; se pueden tomar como primeros ejemplos las fachadas, que menciona el historiador Villegas, en el Colegio Chico de San Idelfonso y las portadas de la iglesia del antiguo Colegio de Niñas en la Ciudad de México, que llevan una inscripción y la fecha de 1744, pero que probablemente fueron terminadas con anterioridad; el ejemplo más claro, en donde se define la forma del estípite y la composición barroca del XVIII, es en la portada del antiguo Palacio del Arzobispado, con inscripción de 1743 y que se levanta en la calle de la Moneda en la Ciudad de México. Data de los años comprendidos entre 1740 y 1745 la iglesia de Santa Brígida hoy destruida para abrir la calle de San Juan de Letrán. Por su parte, la fachada de la iglesia del antiguo convento de San Fernando curiosamente se compone con gran armonía de tres cuerpos,. el inferior es de columnas dóricas con fuste flamígero, nichos y arco de medio punto al modo barroco del siglo XVII; el segundo cuerpo está compuesto a base de pilastras estípite que enmarcan un bajo relieve con el santo de la advocación. Se termina en un tercer cuerpo con el óculo octogonal de la arquitectura del siglo XVII, y su fecha de terminación es aproximadamente del año 1753.; los ejemplos más brillantes que constituyen el apogeo del estilo y a la vez sus últimas muestras son el Sagrario Metropolitano, obra del arquitecto Lorenzo Rodríguez, quien lo realiza entre 1749 y 1768; la Santísima Trinidad, obra según parece del mismo arquitecto Rodríguez, empezada en 1755 y terminada en 1783, es decir, cuando ya se había fundado la futura academia de San Carlos; la fachada de San Francisco en México, conocida con el nombre de portada de la capilla de Balvanera, ha sido restituida recientemente a sus antiguas dimensiones, admirándose lo esbelto y elegantemente proporcionado de los elementos que la componen; la iglesia de la Santa Veracruz en la Ciudad de México, construida entre 1759 y 1764, es calificada por don Manuel Toussaint como de churrigueresco ingenuo en su portada Sur; en cambio la fachada poniente, que data de 1776, según el mismo autor es "fría y con estípites trazados a escuadra y compás". La fachada de la iglesia de la Enseñanza, atribuida al arquitecto Francisco Guerrero y Torres, se comienza en 1754. La parroquia de Santa Prisca de Tasco data de los años comprendidos entre 1751 y 1758 y representa otra modalidad avanzada de la arquitectura barroca. El templo de La Valenciana en Guanajuato se edifica entre 1765 y 1788 con una fecunda y armoniosa composición que la hace clásica en su estilo. En esta fecha ya se encontraba funcionando como institución oficial la Real Academia de San Carlos de Nueva España, con todos sus privilegios, deberes y derechos.
Arquitectura civil.
Los edificios más importantes construidos en el siglo XVIII para los Poderes Públicos poco se diferencian de los de la época anterior; se observa únicamente una mayor riqueza en las portadas y en los detalles de la decoración. El palacio del cabildo de México, actualmente uno de los edificios del Departamento central, data de los años que van de 1720 a 1724; severo y de líneas clásicas en sus orígenes, fue totalmente reformado en tiempos modernos, perdiendo todas las proporciones y características del barroco mexicano. El palacio de la Audiencia de Nueva Galicia en Guadalajara (1751 - 1775) fue construido por Nicolás Enríquez del Castillo y José Conique. El antiguo edificio del cabildo de Aguascalientes, después palacio del Gobierno, también es de esta época. En la Ciudad de México la Real Aduana, terminada hacia 1740, después de muchos usos fue finalmente destinada, según lo deseara Manuel Toussaint, a dependencias de la Secretaria de Educación Pública; se halla frente a la plaza de Santo Domingo. Un edificio curioso, por el estilo empleado en su construcción, es la denominada Casa de Moneda de la Ciudad de México, edificado en 1734 por Bernardino de Orduña, quien trazó una fachada de estructura barroca, pero dentro de un orden que hace presentir el neoclásico. En Morelia, el antiguo edificio del seminario de Valladolid, adaptado para dependencias del Gobierno, tiene como remates de su fachada unos macetones de sabor asiático. El palacio episcopal de Oaxaca, de grandes dimensiones, fue enmascarado con una fachada que pretende imitar el arte prehispánico, en el siglo XIX.
Un edificio destinado al poder eclesiástico fue el que ocupara el Tribunal de la Inquisición en la Ciudad de México. Se sitúa en un ángulo de la plaza de Santo Domingo y lo construye Pedro de Arrieta entre los años 1732 y 1736. Como elementos interesantes figuran su puerta principal sobre un muro ochavado puerta chata como se le denominó en la época de la colonia, su gran patio con arcadas y la escalera monumental. El detalle barroco de dejar aparentemente en el aire los arcos esquineros llama la atención en el hermoso patio. Nuevamente los deseos del maestro Toussaint se han visto colmados ante la restauración que se le ha hecho al viejo palacio, quitándole añadidos y devolviendo a su lugar el imponente remate que coronaba la famosa puerta chata.
Los edificios destinados a colegios toman en esta época su fisonomía peculiar de majestad y gran armonía; así es el de los jesuitas o colegio de San Ildefonso, en la Ciudad de México, terminado en 1749, cuyo arquitecto fue el padre Cristóbal de Escobar y Llamas. También los jesuitas construyeron en la ciudad de Morelia, con anterioridad, un gran colegio que todavía subsiste. Una institución que defendió celosamente su laicismo a través de los años de la colonia fue la que fundaron los españoles Meave, Aldaco y Echeveste para residencia de las huérfanas y viudas de origen vascuence, denominada Colegio de San Ignacio -después de las Vizcaínas- en la Ciudad de México; construida de 1734 a 1767, fue obra de varios arquitectos; se mencionan a don Pedro Bueno Basori y el maestro de arquitectura Miguel José de Quiera, quien probablemente la terminó. La portada de la capilla construida en 1786 es de Lorenzo Rodríguez. El bello patio principal con sus esbeltas arcadas es de sobria y delicada elegancia; hace pensar instintivamente en el destino de la escuela, cual es albergar y educar a niñas y a jóvenes de sexo femenino.
La Real y Pontificia Universidad fue reconstruida en esta época; de ella era famosa su fachada de tres cuerpos, decorada con prolijos follajes, estatuas, bustos, medallones y el escudo de las armas reales; la bella fachada se arrasó para alisar el edificio, poniéndola a “la moda”, como insensato homenaje al virrey Branciforte. El edificio continuó siendo fragmentado y así el arranque de la escalera se trasladó al convento de Churubusco, a principios de este siglo; una de sus portadas churriguerescas se trasladó al antiguo colegio de San Pedro y San Pablo y el resto fue desapareciendo piedra a piedra hasta no quedar nada.
A mediados del siglo XVIII se construye el edificio del colegio de Cristo de la Ciudad de México. Se edifican además hospitales, instituciones penales y hospicios, como el de Santo Tomás de Villanueva, en la avenida Hidalgo de la Ciudad de México, hoy convertido en hotel, dotado de una portada barroca con esculturas, que probablemente sean las del santo y sus milagros, las cuales el salitre y la corrosión borran paulatinamente. Anexo a la iglesia de la Santísima se fundó el asilo para sacerdotes dementes, de lo cual sólo queda un bellísimo patio semihundido, que espera que algún día se le dé un destino diferente a su actual función de bodega de fierros viejos.
Los Juaninos establecieron hospitales en todo el virreinato. El de México fue reconstruido en 1766. Subsisten los de Atlixco, con sus interiores revestidos de azulejos poblanos de Talavera, y el de Tehuacán. En Guadalajara se construye el hospital de Belem bajo los auspicios del obispo Alcalde, que no lo ve terminado, ya que se inaugura en 1797. Su planta en forma de cruz viene de la tradición establecida desde la época de los Reyes Católicos con el famoso hospital de la Santa Cruz de Toledo. De las bibliotecas solamente queda la más importante de todas ellas, la famosa Palafoxiana, edificio que construido ex profeso para este fin, se termina en 1773.
La casa habitación.
Este género de edificios, que naturalmente debió darse en mayor número que los anteriores, fue objeto de una clasificación por parte de Federico Mariscal. Recientemente, Domingo García Ramos en un breve capítulo resume las características y evolución de los diferentes tipos. A grandes rasgos se pueden dividir en viviendas colectivas, casas solariegas, citadinas, residencia o mansión en la ciudad y casas de recreo en los alrededores de las ciudades.
Poco variaron los tipos de habitación colectiva y familiar de la clase media. Al comenzar el siglo XVIII, las residencias de los señores van tomando la característica de mansiones para vivir con lujo y comodidad.
Quizá sea un poco exagerado clasificarlas como palacios, pero de todos modos al finalizar aquel siglo habían tomado unas dimensiones y una riqueza que sobrepasaban las de una residencia señorial.
Don Manuel Romero de Terreros refiere que, aproximadamente, cuarenta edificios deben considerarse con la categoría de mansiones; probablemente hayan sido más, pero a partir de la fecha que habla don Manuel Romero de Terreros cada día resultan menos. De todas formas las cuarenta casas, que se encuentran en una área muy reducida, dieron lugar a que don José María Roca Barcena la denominare “Ciudad de los Palacios”. La casa del conde de Miravalle se dice que fue la más antigua y se ubicó en el número 30 de la actual calle de Isabel la Católica.
La del marqués de Ciria, mariscal de Castilla, fue destruida a pesar de todos los títulos y valimientos de que gozó su dueño, el cual, afortunadamente, no llegó a ver su hermosa mansión convertida en puesto de fritangas. Igual suerte corrió la casa del marqués de Santa Fe de Guardiola frente al palacio de los Azulejos. Todavía en el siglo XIX se levantaban sus muros y su patio de arcadas, que fueron arrasados para levantar otra casa, quizá más lujosa, pero sin el carácter noble y recio de la antigua mansión. La lujosa vivienda fue vendida como ruina para dejar su lugar a uno de esos monumentos que actualmente levanta la civilización a sus héroes predilectos: los comerciantes y los banqueros.
La casa de los Azulejos era la mansión del conde del Valle de Orizaba; mucho más hermosos que las propias leyendas era su elegante patio y es su fachada. Aun cuando se ha respetado la fachada, el interior ha sufrido muchas modificaciones y el hermoso patio se encuentra cubierto por un precioso domo de plástico, que refleja un calor infernal o un frío polar, según la estación del año, incidiendo sobre los comensales que ingieren complicados platillos mexico-norteamericanos.
De las cuarenta casas, averiadas unas, arrasadas otras, quedan en pie, bastante bien conservadas, la del conde de Santiago de Calimaya, actualmente convenida en Museo de la Ciudad de México, que fue obra de Francisco Antonio Guerrero y Torres. Su puerta principal se encuentra flanqueada por dos órdenes de columnas superpuestas, clásicas en sus proporciones, que armonizan con dinteles movidos con impulso barroco. Los órdenes de columnas de la parte inferior descansan sobre unas bases, cuyos ángulos recuerdan a las patas de los muebles llamados de garra. Su escalera y los pisos alto y bajo tienen las proporciones y dignidad de un verdadero palacio. Fue terminada hacia 1779.
La casa que construyó el mismo Francisco Antonio Guerrero y Torres para los marqueses de San Mateo de Valparaíso se levanta en la esquina de Venustiano Carranza e Isabel la Católica. Se edificó entre los años 1769 y 1772. Fachada sobria con magníficas portadas de acceso contiene una doble escalera de caracol que tiene la particularidad de que, arrancando ambas rampas de un mismo lugar de su parte baja, conducen a sitios diferentes del piso superior.
La del conde Heras Soto, en la esquina de las calles de República de Chile y Donceles, es notable por sus relieves tallados en piedra, la balconería de bronce y el ángulo de sus fachadas, rematado por la figura de un niño de pie sobre un león. Del interior, hace algunos años, quedaba solamente el patio con sus columnatas y arquerías.
Las casas del mayorazgo de Guerrero se encontraban una frente a la otra en las esquinas de las calles de Moneda y Correo Mayor. "Con sus torreones, dice don Manuel Toussaint, parecen dialogar ahora acerca de las grandezas pasadas y miserias presentes. Una de ellas, la que se encuentra exactamente enfrente del antiguo Museo de Arqueología, hoy Museo de las Culturas, pertenece al Instituto Nacional de Antropología e Historia; su gemela de enfrente no tuvo la misma suerte y, al igual que otras muchas antiguas residencias virreinales, espera pacientemente a que se le levante el pesado castigo de estar sometida al dominio del lucro.
La casa del marqués de Jaral de Berrio y del marqués de Moncada, mal conocida por Hotel de Iturbide, se levanta a la mitad de la calle comprendida entre las de Gante y Bolívar. Es la más imponente y suntuosa de las mansiones coloniales que han llegado hasta nosotros; el arquitecto que tuvo mayor intervención en ella fue el tantas veces citado Guerrero y Torres. Ha sido reconstruida y da una idea bastante aproximada de lo que fue en sus tiempos de bonanza. El patio llama la atención por su armonía y sus proporciones, estas últimas un tanto diferentes de las usuales en los patios de las casas coloniales; hay quien dice que parece estarse en un patio de Italia radicado en Milán o en Florencia. En realidad da la impresión de que se está en México, pero en un México en el cual la vida transcurre serenamente con una intensa vida intelectual. Se dice, en la leyenda naturalmente, que para construir la mansión se aprovecharon las piedras labradas provenientes de las demoliciones que se hicieron en el transcurso del XVII para ampliar el convento de San Francisco, colindante en aquella época con las propiedades del marqués. Las proporciones y aspecto del patio, a propósito de su diferencia con la generalidad, recuerda el estilo plateresco. ¿Las columnas y sus arcadas serían acaso parte de la estructura de la Imperial Capilla de San José de los Naturales? Si de leyendas se trata, bien pudo haber sido.
Las casas de recreo, sin ostentación alguna en las afueras de la Ciudad de México, eran dignas de las mansiones urbanas. De éstas quedaban cuarenta en tiempos de don Manuel Romero de Terreros, pero de aquellas si permanecen tres en pie ya es mucho. En la Rivera de San Cosme, en el pueblo de Tacuba, en San Agustín de la Cuevas y en San Angel habían hermosas huertas y amplias residencias de recreo de buena arquitectura. Como recuerdo de esta buena arquitectura quedan los restos de la residencia campestre del conde del Valle de Orizaba; denominada casa de los Mascarones. Construida entre 1766 y 1771, quedó sin terminar. Pilastras estípites reciben juveniles atlantes que cargan las comisas y enmarcan las ventanas compuestas con una armoniosa combinación de partes arquitectónicas. Las bases de los estípites recuerdan el perfil de los muebles “bombé” de estilo Luis XV. En Tlalpan existió una casa chata. Pero a diferencia de aquella de los sombríos y lúgubres recuerdos, ésta sirvió para el recreo y distracción de los virreyes y sus alegres comitivas.
En las provincias de la colonia, se ha visto que abundan los ejemplos más perfectos de la arquitectura del barroco mexicano del siglo XVIII. En Aguascalientes se encuentran la iglesia de San Marcos y la catedral. Guanajuato posee, en la ciudad, La Valenciana, ejemplo citado anteriormente; en Acámbaro, Dolores Hidalgo y Comonfort (antes Chamacuero), monumentos que van señalando las diversas variantes del barroco, de lo clásico-barroco a la etapa del barroco-neoclásico, o sea, su última proyección estilística. En el estado de Hidalgo un maestro de arquitectura, el indígena Antonio Simón, construye, probablemente según propios proyectos, las portadas de la parroquia de Huichapan con modalidades de orden barroco que, sin llegar a lo popular, se apartan del formalismo propio del siglo XVIII. Del mismo artista es la iglesia del Calvario, con sus capillas y retablos. Zimapán, sufrida sede del feroz cacique Julián Villagrán, alias Julián I, ostenta como ejemplo la parroquia de San Juan Bautista, de vigorosa arquitectura con su portada de estípites en los que se encuentran, sin desvastar, complicadas decoraciones. El arco de acceso es de medio punto angrelado, trazo que se repite en la puerta del Baptisterio, también de vigorosa arquitectura. La iglesia se empezó a construir en 1773, después se interrumpió varias veces la obra y se terminó parcialmente, tal como hoy está, en 1822.
Jalisco cuenta con las fachadas de la iglesia de Santa Mónica y la portada de la iglesia de Santa Cruz de las Flores en la ciudad de Guadalajara, la gran parroquia de Lagos de Moreno y el santuario de la Virgen de San Juan de los Lagos, cuyos parentescos arquitectónicos corresponden a los sistemas de la zona de Guanajuato. La citada parroquia, comenzada en 1732, se termina entre los años 1785 y 1793. Su fachada es una de las composiciones más logradas del barroco mexicano. Dos altas y elegantes torres flanquean un imafronte compuesto por una serie de planos esviajados que dan la sensación de un nicho; en él se abren una esbelta puerta con arco de medio punto y una ventana enmarcada con las galas de un cortinaje plegado. La elegancia del conjunto se acentúa con el color rosado de la cantería en que se labró. Las bóvedas presentan una particularidad constructiva, propia de la zona, consistente en formar un elemento de ladrillo sobre las aristas, que para el caso se convierten en nervaduras. El sistema es tradicional y se asemeja a las soluciones mudéjares del siglo XVI.
Cerca de la población antes citada, se levanta el santuario de la Virgen de San Juan de los Lagos. Produce la sensación de ser hermano gemelo de la parroquia de Lagos de Moreno, pero, por el tiempo en que fue construido y por su estilo, denota ser menos representativo; en cambio es mucho mayor en proporciones, en la riqueza de su decoración interior, si bien no llega a superar la sobria elegancia de la parroquia laguense, que aún conserva su piso original de recios tablones de madera. En San Juan de los Lagos las bóvedas se resuelven en la forma descrita anteriormente. Con la arquitectura de este santuario se señala la presencia cada vez más cercana de las ideas neoclásicas.
En el estado de México anotamos la parroquia de Santiago Tianguistengo, con portada a base de un juego de columnas de diferentes alturas y estilos, de lo cual resulta una fachada muy movida, pero ya con un sentido decadente. En el pueblo de Tepotzotlán, la iglesia del convento jesuita, mencionada en diferentes ocasiones, bien pudiera decirse, si esto se permite con el arte barroco, que representa el más puro orden clásico en materia de arquitectura. En Querétaro abundan los ejemplos, pero basta con mencionar el claustro del ex convento de San Agustín, hoy destinado a dependencias del gobierno del estado.
En San Luis Potosí, Durango y Zacatecas todavía se guardan preciados monumentos del estilo.
El urbanbismo.
Con los virreyes Bucareli y Revillagigedo, la Ciudad de México se transforma mediante el trazado de calles empedradas, servicios públicos de agua, alumbrado y drenaje. Numerosos bandos y decretos reglamentan el abastecimiento y comercio de la ciudad. La Plaza Mayor es objeto de una limpieza general y al nivelarla se encuentra la famosa piedra prehispánica, denominada Calendario Azteca, que hoy es joya admirable de la cultura mexica, expuesta dignamente en el nuevo Museo de Antropología e Historia del legendario bosque de Chapultepec, que también fue objeto de cuidados y obras de conservación en tiempos de los ilustres virreyes antes citados.
La escultura.
El mayor timbre de gloria de los escultores del siglo XVIII, fue la vigorosa interpretación plástica que supieron dar a las expresiones decorativas de la arquitectura. Cediendo, en parte, ante la imaginación creadora de los arquitectos barrocos, alcanzan en cambio un puesto de tal importancia que transforman las construcciones en monumentales esculturas, tal como aparecen los templos y las fachadas de residencias y palacios.
Es ésta una época singular en la cual la escultura y la arquitectura integran un todo armónico, con sus bases, sus contrapuntos y el color utilizado para acentuar efectos y destacar los volúmenes. Puede ser que los retablos de los altares se hubieran proyectado hacia el exterior por la riqueza de la decoración y la audacia de los motivos, cuyos arabescos se recortan en perspectivas aéreas. Un análisis frío revela que más pudieron las fachadas querer repetir su mensaje en altares y muros interiores. Las cornisas con sus molduras, los frisos con sus motivos simbólicos y los elementos de apoyo son propios de las edificaciones exteriores. Por tal motivo puede pensarse que los maestros de retablos debieron de tener conocimientos para trazar como arquitectos, teniendo como principal motivo de inspiración las formas arquitecturales. También los carpinteros de lo blanco habían desarrollado notablemente su técnica. Las maderas producidas en América permitían todas las audacias y sutilezas de la talla barroca, las siluetas curvas, los ramajes y rocallas. Si en el retablo aparecen cornisas, estípites y pilastras, en las fachadas las bases de las columnas recuerdan las consolas "bombé" y reproducen taburetes con pies de garra; la molduración es fina y pronunciada, aprovechando hábilmente las propiedades de las piedras de labra. Dice Manuel Toussaint que "las piezas finamente talladas en madera de bálsamo, quizás asiáticas, semejan los remates de la incomparable parroquia de Santa Prisca en Tasco, tal si las hubiera traído a Acapulco la Nao de China".
El retablo, que debiera ser más conocido y respetado de México, es aquel que se encuentra en el altar de los Reyes de la Catedral Metropolitana. A Jerónimo de Balbás, personaje a quien se atribuyen una serie de retablos en España y que hacia 1718 se encontraba en México, se le encarga esta obra que termina aproximadamente en 1735 a 1736. El estofado y dorado se encomienda al pintor Francisco Martínez, que lo realiza de 1737 a 1758.
Jerónimo de Balbás ejecuta diferentes encargos: en la catedral de México se le atribuyen el altar del Perdón y el Ciprés en mármol y plata. Balbás, que también se titula arquitecto, y por lo tanto probadamente hábil, proyecta su obra (el Ciprés) teniendo en cuenta las funciones catedralicias y el papel que desempeñaría el monumento para ubicar el o los puntos de vista de su obra maestra: el retablo del Altar de los Reyes.
Un escultor y un arquitecto intervienen en la tribuna del coro de la catedral metropolitana; se trata respectivamente de Domingo de Arrieta y José Eduardo de Herrera.
Isidoro Vicente Balbás, descendiente de Jerónimo, deja en la parroquia de Santa Prisca de Tasco retablos que lo hacen digno del mérito artístico que alcanzara su antecesor. Concursó con un proyecto para la terminación de la fachada de la catedral de Mexico.
Felipe, José, Carlos e Hipólito Ureña tallan retablos; entre otros, el dedicado al apóstol Santiago en la capilla del tercer orden de San Francisco de la Ciudad de México, el de la sacristía de San Francisco, en Toluca, mencionado por el historiador Villegas a propósito de las láminas de la obra de fray José Cillero, "Mano Religiosa". Otra familia de escultores famosos son los Sáyagos, que realizan figuras y retablos.
Se pueden diferenciar varias escuelas según determinadas características, por ejemplo, la escuela de Talladores de México es de mucha perfección técnica en el tallado y mayor apego a alineamiento arquitectónicos. En Puebla existe también una familia de tallistas o, por lo menos, personas que llevaban el mismo apellido: Los Cora. El primero de ellos, José Antonio Villegas Cora, nace en 1713 y muere en 1785. Se dice que también se dedicó a la arquitectura, arte en el que llegó a ser maestro examinado. Se le atribuye una Purísima en el templo de San Cristóbal, una Santa Ana y un San Joaquín. José Zacarías Cora, sobrino del anterior, nace en Puebla el 9 de junio de 1752 y muere en la misma ciudad en 1816. Aprende el oficio que realiza con mucha perfección, pero ya trabaja en un estilo diferente; sus imágenes tienden del realismo hacia el neoclásico; su producción debe de haber sido numerosa; lo más valioso es el gran San Cristóbal en la iglesia de este mismo nombre. Las formas en general tienen el modelado del neoclasicismo, pero los paños están tratados en forma ágil y con el movimiento propio de las esculturas barrocas. Fue llamado a México como ayudante de Tolsá y cincela las esculturas de las torres de la catedral; de los demás Coras no se conoce ninguna obra.
La escuela de Querétaro cuenta con hábiles y elegantes escultores, con una ligereza más acentuada que los demás. Probablemente por haber actuado en una época final del barroco, en sus esculturas predomina la influencia francesa en el tratamiento de los paños; en la talla de sus retablos aparece como característica el empleo de la rocalla y un mayor alargamiento de las proporciones.
Ignacio Mariano de las Casas y Francisco Martínez Gudiño construyen muchas obras atribuyéndose a Casas el convento y el templo de San Agustín de Querétaro, obra de la que habló mal Tres Guerras por no ser del gusto neoclásico. El mismo Tres Guerras califica a Gudiño como un hombre entendido y hábil, al cual no le importaban desvaríos para superar a sus competidores. Se atribuyen a Gudiño los retablos de Santa Clara y de Santa Rosa.
Otro escultor famoso fue Bartolico, cuya actividad va de 1760 a 1775 aproximadamente; otros artistas fueron Zapari, probablemente italiano, García, Ortiz y Paz. Zapari trabaja en los altares laterales de la catedral de Morelia. En Mérida deja también algunas obras. Francisco Escobar, de Querétaro, parece haber sido maestro de los famosos Perrusquía y Montenegro, pero estos dos últimos maestros ya poco tienen de barrocos y se inclinan hacia el arte neoclásico.
La pintura.
De finales del siglo XVII a principios del XVIII se habían logrado en Nueva España dos maneras de pintar muy diferentes en la forma, pero sin variar los temas que continúan siendo religiosos y de retrato. Una de ellas fue como resultado del realismo barroco, afectado por el tenebrismo dramático de la pintura española del XVII, y la otra, mucho más cercana al modo de ser novohispano, de colores vivos, luminosa y de suaves claroscuros.
En el primer tercio del XVIII se abandona paulatinamente el sentido dramático y la manera suave se impone como característica definitiva hasta finalizar la centuria. Con la nueva modalidad pinta José de Ibarra, que nace en Guadalajara en 1688 y muere en México en 1756; no es el primero que se inclina a aquella tendencia, pues la habían trabajado con anterioridad Juan Correa, Cristóbal de Villalpando, Antonio de Torres y los hermanos Nicolás y Juan Rodríguez Juárez, con la única diferencia de que ellos pintaron indistintamente en las dos formas, pero marcaron una decidida preferencia por la manera luminosa ante las nuevas exigencias del estilo barroco. A José de Ibarra se deben varias series de pinturas que son elaboradas en sus talleres mediante un sistema de producción que permite realizar con rapidez gran cantidad de cuadros, cantidad que está en razón directa con la decadencia en el arte de pintar. Fue uno de los procedimientos utilizados por los grandes maestros del Renacimiento y del Barroco en academias o escuelas de Rafael y de Rubens, pero la grande potencialidad artística de los maestros salvó de la mediocridad a toda una época. Dentro de la copiosísima producción de Ibarra se conocen los cuadros de grandes dimensiones de Las mujeres dialogando con Jesús, la Resurrección, un Autorretrato de buena calidad, etc.
Poco después surge Miguel Cabrera, pintor nacido en Oaxaca en 1695, que aprende en dicha ciudad el arte y oficio de la pintura y llega a México en 1719. Nadie ha podido saber con quien trabajó en esta ciudad, si con Correa, Villalpando o los Rodríguez Juárez. Con Ibarra cultiva amistad. Lo más probable es que no haya sido discípulo de ninguno de ellos, pero con su innegable talento captó las corrientes estilísticas que por el momento eran acogidas por la sociedad como muestra del arte más moderno y elegante. Cabrera es una de las figuras que fueron tenidas en gran estima en su tiempo y aun recientemente, al grado de denominársele el Miguel Angel mexicano, pero le llegó su ocaso y hoy en día por aquella cosa de "a mayor producción menor precio", los traficantes de la pintura han hecho que la obra del gran pintor oaxaqueño sea vista a un bajo nivel que realmente no merece. Cabrera es el representante típico de la pintura afectada, dulzona y relamida hasta "aballarla", como diría Palomino, es decir, esfumarla, quitando toda la fuerza y vigor tanto al dibujo como al colorido. Ha de considerarse que el artista, para subsistir en la ostentosa vida de su tiempo, requería del dinero que podía procurarse en buena cantidad y en el menor tiempo posible, produciendo telas buenas, malas o pésimas, con tal de obtener alguna ganancia, supuesto que había compradores para todo y al precio que dieren.
Las cualidades de Cabrera, sin exageración de ninguna especie, lo pueden colocar en el sitio de los grandes pintores de la colonia. No son muchos los cuadros en los que brilla su genio; en la Virgen del Apocalipsis se revela el extraordinario dibujante, que maneja las proporciones y el movimiento con la habilidad del maestro; el colorido de suave entonación se compone con una rica variedad de pigmentos. El retrato de sor Juana Inés de la Cruz, que tuvo como fuente o documento un retrato pintado en la época de la Décima Musa por un pintor de tercera categoría, es un verdadero homenaje no tanto a la monja dulce y atormentada que muchos suponen fuera la de Asbaje, sino que revela, con poético realismo, un personaje dotado de una mente ágil, aguda y razonadora a juzgar por el gesto elegante con que hojea un libro y la mirada que anima la seguridad con que domina la escena. Don Manuel Toussaint, citando al crítico Louis Gillet, dice que Cabrera es todavía el decoroso pintor de retratos que conserva indemne la gran tradición del retrato español transferida a la colonia. En el peor de los casos el pintor barroco tuvo el don de hacer amables los rostros y las vidas de santos y mártires y hace olvidar por un momento las torturas y sacrificios de la vida terrena, colocando a sus personajes en un paraíso dorado y victorioso que se esfuma sobre fondos azules.
La fama de Cabrera, mayormente la ambición de los cabrerófilos, eclipsó a contemporáneos y posteriores a él; prácticamente condujo a desconocer otros pintores, de no escaso mérito. Manuel de Osorio nace en 1703 y de su actividad sólo quedan las referencias escritas por Bernardo Couto y Manuel G. Revilla. Pinta en forma parecida al maestro oaxaqueño, lo cual no era por copiarle, sino por coincidir con la época de pintura dulzona y desvalida; de aquí que los implacables comerciantes del arte le hicieran pagar su falta de originalidad, igual que a muchos de los pintores que se nombrarán más tarde, borrando su firma y estampando en las telas la de Cabrera. Juan Patricio Morlete Ruiz nace en 1715. Es el maestro que maneja las difíciles grises plateados, que funde, en delicada entonación, sobre fondos azulados. Es también el maestro de los San Luis Gonzaga. Pintó retratos de virreyes: el del magnánimo y liberal Agustín de Ahumada y Villalón, marqués de la Amarillas; del pasajero Francisco Cajigal de la Vega y su obra maestra, la del iracundo marqués de Croix.
Francisco Antonio Vallejo, si no el más fecundo, es, por lo menos, de quien se conocen mayor número de obras, salvadas del cabrerismo, probablemente por lo mediocre, flojo e impersonal de su manera de pintar. Lo mejor que realizó se encuentra en la iglesia de la Enseñanza, de la Ciudad de México.
José de Alcíbar se encuentra activo en 1751 y continúa pintando en 1801. Fue muy de su gusto pintar sobre lámina, seguramente porque sobre este material se pueden obtener calidades tersas y cloroscuros delicados. Su obra maestra es la Adoración de los Reyes, en la sacristía de San Marcos de Aguascalientes. Sin ser una obra genial, como pintura tiene cualidades por la riqueza de tonos y buen dibujo; se le critica que copió, amplificándolo, un cuadro de Orrente y al que aumentó en unas figuras tomadas de Rubens. Esta grave falta revela poco espíritu creativo, pero no es nada fácil de un pequeño cuadro obtener las proporciones y monumentalidad adecuadas para una tela de dimensiones parecidas al que pintara Alcíbar. Fue un retratista notable, tal como lo demuestra la figura de sor María Ignacia de la Sangre de Cristo, con su rostro de niña y la expresión de candor sutilmente captada. Alcíbar es maestro de la academia de San Carlos y el último superviviente de la escuela mexicana del siglo XVIII.
En Puebla los pintores que llevaron el nombre de Berrueco son varios. Salvador del Huerto, Manuel López Guerrero y José Joaquín Magón, éste, el mejor de todos fue considerado como el Cabrera poblano. Miguel Jerónimo Zendejas merecería con más tino el calificativo de Cabrera poblano, viendo que tan pronto le hicieron genio como le bajaron del altar de la fama. Fue un artista desigual. Pinta telas murales para la Virgen de los Dolores en Acatzingo, siendo notables la Calle de la Amargura, la Crucifixión, el Descendimiento y la Piedad. La pintura poblana tuvo su cronista, crítico e historiador en Francisco Pérez Salazar, quien nombra a un buen número de artistas y sus obras respectivas.
Juan Manuel Aguilar y Cabello, Francisco Báez, Miguel Ballejo y José García pintan en Querétaro en la misma forma que los anteriores. En Morelia y Pátzcuaro florecen muy buenos artistas. Manuel Xavier Tapia, Marcos Fernández, Manuel y Juan de la Cerda producen telas de mérito.
La arquitectura religiosa y civil, y la pintura de la primera mitad del siglo XVIII.
Un buen número de templos, monasterios, palacios y algunos edificios públicos se construyeron en la primera mitad del siglo XVIII, lo cual muestra que la sociedad novohispana prosperaba. La mayor actividad constructora la desplegaron los eclesiásticos. Abelardo Carrillo, estudioso del arte mexicano, compuso una lista de diecinueve templos, sin contar las capillas y ermitas que se realizaron en los primeros treinta años de este siglo. Eran construcciones, como las del siglo anterior, de tezontle (la piedra roja porosa mexicana de los cerros de Santa Marta en las cercanías de la ciudad), de cantera de los Remedios, de piedra de Iziluca y alabastro y jaspe blanco de Calpulalpan.
Los frailes agustinos completaron su hermoso convento con la capilla de tres naves del tercer orden. Esta fue inaugurada el 12 de diciembre de 1714. Los franciscanos se vieron en la necesidad de abrir casas para los misioneros de Propaganda Fide. En 1731 pidieron licencia al virrey Casafuerte para fundar un hospital en la capital, en el que generalmente se alojaban los frailes que llegaban destinados a las misiones. Obtenida sin dificultad, buscaron un sitio apropiado para construirlo. Eligieron una casa y huerta, propiedad de don Agustín Oliva, de entre las propiedades que los simpatizantes de su ministerio les ofrecieron. La compraron con los donativos de sus bienhechores. Pusieron su nueva morada bajo la protección de San Fernando. Mientras quedaba concluida la iglesia, que fue muy modesta al principio, iban a oír misa al cercano hospital de San Hipólito. Castorena y Ursúa, ya consagrado obispo, bendijo el templo en una solemne ceremonia a la que asistieron el provincial franciscano, muchos hermanos de religión, nobles, regidores y feligreses. Dos años después, el hospital se transformó en colegio de Propaganda Fide. Construyeron entonces un convento y una nueva iglesia en el mismo sitio. Ambos quedaron terminados en 1735. Para la última obra recogieron muchos donativos. Especialmente magnánimo y espléndido se mostró don Pedro Terreros, conde de Regla, quien daba fuertes cantidades para las misiones franciscanas de Texas. Además de proporcionarles la cantidad de 41.993 pesos costeó el altar mayor y el órgano de la iglesia.
Fuera de la ciudad, por el rumbo del oriente, existía un lazareto que administraba un patronato en el que figuraban los nietos del fundador. En 1721, el juez de hospitales y colegios, don Juan Oliván Rebolledo, en su visita de inspección, lo encontró tan deteriorado que los patronos, carentes de recursos para hacer el total de las reparaciones, decidieron entregarlo a los religiosos de San Juan de Dios para que ellos se encargaran de las reparaciones, con la ayuda de uno de los descendientes y luego de su administración.
Los juaninos se dedicaron con mucho entusiasmo a convertirlo en un moderno hospital. Construyeron un espacioso templo dedicado, como correspondía, a San Lázaro y puede decirse que levantaron el hospital desde sus cimientos. Las viviendas y oficinas del convento fueron grandes y amplias y la huerta, extensa. En el templo, los colaterales, las pinturas y escorzos del camarín fueron encargados al pintor Nicolás Rodríguez Juárez, que entonces gozaba de gran fama. El día 8 de mayo de 1728 fue inaugurada la iglesia.
Los jesuitas quizás hayan sido los que con mayor esplendor y riqueza reformaran y ampliaran sus casas e iglesias. Las capillas, que añadieron al convento de Tepozotlán, son ejemplo del fausto y ostentación con que los eclesiásticos revistieron, en esa época, el culto cristiano en Nueva España. En la capital la Compañía de Jesús mandó construir el elegante colegio de San Ildefonso.
Las catedrales de las provincias septentrionales se empezaron a construir en las últimas décadas del siglo XVII y se terminaron en el XVIII. La de Durango, en 1713; la de Valladolid (Morelia), en 1744; la de Zacatecas, en 1752. La de Chihuahua se empezó y terminó en la primera mitad del siglo XVIII.
El arzobispo de México tuvo casa nueva, a un costado del palacio virreinal, construida entre 1730 y 1747.
Algunas monjas también estrenaron convento. El primitivo de las capuchinas, que era muy conocido y en donde vivieron monjas famosas, sufrió modificaciones, porque la iglesia era estrecha y las religiosas quisieron agrandarla. Compraron unas casas contiguas para poderle dar las proporciones que deseaban. La ampliación terminóse en 1756.
Del siglo XVIII es otro convento de capuchinas, llamado Corpus Christi, edificado por iniciativa del virrey, marqués de Valera. Puso le primera piedra en 1720 y, ya terminado, se bendijo en 1724. En él entraron como fundadoras monjas de Santa Clara, San Juan de la Penitencia y Santa Isabel. Por bula de Benedicto XIII, este convento tuvo la particularidad, desde 1727, de recibir sólo a indias caciques y nobles. Ellas fueron muy celosas de su privilegio y siempre se opusieron enérgicamente a que profesaran en él mujeres españolas. Del convento de Santa Isabel salió otra monja capuchina, en 1737, a fundar un convento en Valladolid de Michoacán, también para monjas indígenas.
El colegio de las Vizcaínas y el real colegio de San Ignacio de México, en las cercanías de la fuente del Salto del Agua, donde terminaba el acueducto que traía el agua de Chapultepec, fueron construidos en los años 1734 a 1767, también de cantera de tezontle y dentro del estilo de la época, aunque para una función que apunta ya a la modernidad. El colegio era para mujeres, con el fin de capacitarlas para la vida diaria de trabajadoras; tenía un patronato de vizcaínos, en su mayor parte muy celosos de sus privilegios, y funcionaba con independencia del arzobispo y del virrey.
Entre las construcciones civiles del siglo XVIII están la Casa de Moneda y la Acordada, que ya se han mencionado. Es también de la primera mitad de este siglo el amplio edificio de la Aduana, frente a la plaza de Santo Domingo.
De la tercera década del siglo XVIII es la construcción del nuevo Coliseo. Además del teatro del palacio, para recreo de los virreyes y su corte, existía otro desde el siglo XVII, propiedad del hospital de Indios, pequeño y de madera, pero muy bien construido y proporcionado que se quemó, con parte del hospital, la noche del 19 de enero de 1722. Los cronistas que se ocupan de este suceso señalan la curiosa coincidencia de que la representación que había de efectuarse al día siguiente del incendio era una comedia titulada "Aquí fue Troya". Tres años después del siniestro, en 1725, los frailes hipólitos, encargados del hospital, vieron la conveniencia de reedificar el teatro a pesar de las críticas de la gente mojigata, que no veía con buenos ojos la conveniencia de los enfermos y el jolgorio de los cómicos. Pero los hipólitos necesitaban la renta que les producía el arrendamiento del local para los gastos del hospital.
El nuevo Coliseo no gustó tanto como el antiguo. Era, según se decía, de mala construcción y por este motivo, en 1749, se reparó y modificó. Se suprimieron las celosías de los palcos "y se separaron las cazuelas de hombres y mujeres". Tuvo mucho éxito, puesto que el público novohispano había adquirido una gran afición por las representaciones teatrales.
A un costado del palacio virreinal había quedado una plazuela, propiedad de los marqueses del valle de Oaxaca, llamada Plaza del Volador, quizá porque allí hablan efectuado su juego de volar los indios aztecas. Había tenido varios usos: sitio del famoso auto general de fe de 1649, de algunas corridas de toros y más a menudo mercado de frutas y legumbres, por llegar hasta ella la acequia que venía de Xochimilco. Según la costumbre se armaban y quitaban construcciones provisionales. En 1713 la plazuela estaba ocupada por un coso taurino, muy amplio y adornado. Servía para corridas de toros y también tenían allí lugar carreras de liebres y peleas de gallos.
La erección de tantos nuevos edificios dio ocasión para que los pintores, que eran llamados para decorados, estuvieran muy ocupados y prosperaran sus talleres. Dos hermanos, Juan y Nicolás Rodríguez Juárez, adornaron con sus cuadros las iglesias en las primeras décadas del siglo XVIII. Les siguieron, entre otros, José de Ibarra y Miguel Cabrera, este último criollo nacido en Antequera, en el valle de Oaxaca, probablemente en 1695. A pesar de que no todos los críticos están de acuerdo en la calidad de sus obras, una voz autorizada dijo "que no sabía qué magia hay en Cabrera que siempre se le ve con placer y siempre gusta". En lo que si hay consenso general entre los historiadores del arte en Nueva España es en que fue el más conocido y fecundo pintor del siglo XVIII.
Es posible que llegara a la Ciudad de México en 1719 ya como pintor, aunque no se han identificado los cuadros que pintó en los primeros años de su estancia en la capital. Los que llevan fecha más temprana son de 1740. Para entonces debió de haber sido ya pintor conocido, pues el arzobispo Rubio Salinas lo nombró su pintor de cámara. Fue artista que supo llevarse bien con otros pintores y que respetó, dio fuerza y honró al gremio. En 1753 se reunió con otros para fundar una academia de pintura, la primera de México, de la cual fue nombrado presidente perpetuo.
En muchos de sus óleos, los entendidos han distinguido la mano de sus discípulos. Pero aun con ayuda de otros pintores es asombroso el número de obras que ejecutó. La mayor parte tienen por tema la vida de santos o de la Virgen. La de San Ignacio de Loyola quedó reflejada en treinta y dos cuadros que ejecutó para el claustro del templo de la Compañía de Jesús, llamado la Profesa (hizo otros del santo guipuzcoano para el colegio de Tepotzotlan); la de Santo Domingo, en otros tantos cuadros para el claustro del convento de Santo Domingo; la de San Agustín, en tres cuadros de la sacristía del convento del Santo en México; la de la Virgen, en una serie para el templo de Santa Prisca en Tasco, Guerrero.
Fue especialmente devoto de la Virgen de Guadalupe. Parece que el pintor Juan Correa pudo sacar una copia del original para que otros pintores pudieran reproducir la imagen de la Guadalupana con exactitud, cosa que hasta entonces no se había logrado. En 1751, el cabildo de la colegiata de Guadalupe quería saber si el lienzo era de origen divino, para lo que convocó la emisión de opiniones autorizadas. Cabrera tuvo entonces oportunidad de ver el cuadro de la Virgen del Tepeyac sin el cristal que lo protegía. Luego de estudiado dio su opinión en el escrito Maravilla americana y conjunto de raras maravillas en la prodigiosa imagen de Nuestra Señora de Guadalupe de México.
No sólo examinó e inspeccionó la pintura, sino que hizo tres copias de ella: una para el obispo Rubio y Salinas, otra para un procurador de la Compañía de Jesús, que dejaba México y partía para España, y una tercera que conservó como modelo.
Con él, sus ayudantes en el taller pintaron otros cuadros de la Virgen, que entonces estaban en gran demanda. Pintó otro cuadro de la Guadalupana para los misioneros franciscanos del colegio de Zacatecas, llamada el Patrocinio de la Virgen de Guadalupe. También ejecutó cuadros para las iglesias de Zacatecas y de Querétaro.
Cabrera hizo asimismo algunos retratos, aunque quizás en esta especialidad fuera preferido Ibarra. Entre otros están los del primer conde de Revillagigedo; los de los arzobispos Rubio y Salinas y Francisco Antonio de Lorenzana; el del benefactor de la iglesia de Santa Prisca, en Tasco, don Manuel de la Borda, y el más famoso de sor Juana Inés de la Cruz, que fue copiado de uno que las religiosas jerónimas guardaban en su convento.
Miguel Cabrera casó y tuvo muchos hijos. Aunque pintaba incesantemente no gozó de gran fortuna. Con fama de gran pintor murió el 16 de mayo de 1768. Fue sepultado en el templo de Santa Inés, para el cual había ejecutado algunos cuadros, en el altar de los pintores.
(El texto de este inciso fue escrito por María del Carmen Velázquez).
La academia de San Carlos.
El Renacimiento fue fecundo en invenciones; una de ellas se refiere a una forma intelectual denominada academia, nombre tomado de las escuelas o reuniones de discípulos de los filósofos de la antigüedad clásica. En el dominio de las artes, mejor dicho de los artistas, se implanta rápidamente el nombre de academia para distinguirlo de los obradores o talleres de los maestros pintores medievales. Leonardo da Vinci si no es el primero en fundar una academia de pintura, es por lo menos el más importante; le siguen Rafael Sanzio y otros de menor interés. Pero el nombre y la forma desaparecen y se prefiere seguir denominando talleres, escuelas o estudios según la capacidad del maestro.
En la segunda mitad del siglo XVIII surgen nuevamente las academias, pero con una modalidad diferente de la que pensaran los humanistas del siglo XVI. Ahora se trata de reunir a un grupo de gentes que por sus conocimientos se sienten autorizados a dirigir las investigaciones científicas y la práctica de las profesiones o bien a revisar la forma de impartir la enseñanza.
En Nueva España, José de Ibarra y Miguel Cabrera dirigen academias fundadas por ellos. Los estatutos eran más bien una exageración de los reglamentos de las corporaciones que las bases de una nueva actuación intelectual. Es con la presencia de Jerónimo Antonio Gil, director de grabado de la Casa de Moneda de la Ciudad de México, cuando se establecen las fórmulas para fundar una verdadera academia, la cual llegaría incluso a tener autoridad para disponer los reglamentos a que deberían sujetarse los artistas en la construcción de sus obras. Estos reglamentos comprendían no solamente la arquitectura, sino también la pintura, la escultura y el grabado. En 1778 Jerónimo Antonio Gil funda y dirige una escuela de dibujo destinada a cumplir con los fines que requería la talla y acuñación de monedas. Aparentemente el éxito que tuvo la escuela promovió en e! intendente del establecimiento, don José Mangino, a instancias del propio Gil, a ampliar la escuela con la enseñanza de otras disciplinas.
La formación intelectual de ambos personajes no fue precisamente la que correspondiera al establecimiento de una pequeña o grande escuela. Sus ambiciones eran mayores, se requería una verdadera reforma y para ello solamente con la poderosa intervención de la monarquía sería posible respaldar los propósitos de salvar las artes de la decadencia que, según los críticos de la época, se acentuaba cada vez más.
Primeramente se presenta al virrey Martín de Mayorga un “proyecto para establecer en México una academia de Pintura, Escultura y Arquitectura”, con fecha 29 de agosto de 1781. El virrey lo aprueba inmediatamente y encomienda a una junta de personajes que organicen la institución. Entre los muchos hombres notables que se encargan del asunto figuran el administrador general de real tribunal de Minería, don Juan Lucas de Lasaga y don Joaquín Velázquez de León, director de dicho tribunal; el doctor José Ignacio Bartolache, que actúa como secretario, cede una buena parte de su biblioteca de arte para la naciente academia. El presidente de la academia fue José Mangino y el director general Jerónimo Antonio Gil. Las clases principian el 4 de noviembre de 1781 y se solicitan a España maestros capaces, “de reconocida habilidad y reputación", para que se encarguen de la enseñanza, además de instrumentos, libros y otros enseres que requería la escuela. El 1 de julio de 1785 por decreto del virrey, don Bernardo de Gálvez, se publican los estatutos de la academia con la aprobación del rey Carlos III que la toma bajo su protección.
En los estatutos se facultaba a la academia para. examinar y aprobar a los profesores que se nombraran para valuar obras de pintura, escultura, arquitectura y grabado; el establecimiento de la academia, pese a que era el resultado de un adelanto y se basaba en las ideas de la ilustración que por entonces estaban en boga en los medios políticos e intelectuales, tuvo muchos tropiezos, fundamentalmente porque chocó con los intereses de los mercaderes de las artes. Sin embargo, la energía y el talento de Jerónimo Antonio Gil llevó adelante los planes de fundación y desarrollo de la academia, que bien pronto se vio en la necesidad de cambiarse de local; se le había concedido el colegio de San Pedro y San Pablo, e incluso podía elegir entra algunos de los edificios vacantes que fueran ocupados por los jesuitas. Pero provisionalmente se instala desde 1791 en lo que fue el hospital del Amor de Dios, en donde permaneció hasta nuestros días.
Jerónimo Antonio Gil no sólo era un gran administrador y dinámico director; como artista ocupa un lugar destacado en la historia del grabado tanto español como novohispano. Su formación dentro de los cánones del arte del siglo XVIII tiene los caracteres de agilidad y soltura del barroco, pero la erudición y las nuevas formas que se imponían en la época lo presentan como un artista neoclásico.
En 186 llegan de Europa los maestros que habían sido solicitados. Andrés Ginés de Aguirre y Cosme de Acuña se encargan de la pintura; José Arias, de la escultura, y a Antonio González Velázquez se le encomienda la dirección de arquitectura.
Con la llegada de estos maestros surgen las mayores preocupaciones y problemas en el seno de la academia. El descontento se manifiesta particularmente en los del ramo de arquitectura, entre los que figuraban, como futuros académicos, nada menos que los grandes arquitectos Damián Ortiz de Castro, Francisco Guerrero Torres y otros, cuyas obras pueden considerarse como de maestros. Gil se da cuenta de que todo se debe a la mediocridad e ineptitud de los profesores europeos, cuya capacidad era inferior a la de los aspirantes al título de académico.
Se traen nuevos maestros de escultura y de pintura, quedando únicamente González Velásquez, que había podido asimilarse a los usos y costumbres del país. Se debe a González Velásquez el arreglo y probablemente el proyecto de la Rotonda, enrejada y abalaustrada, para el monumento a Carlos IV, obra de Tolsá en la Plaza Mayor de México.
El escultor Manuel Tolsá, excelente artista, tuvo la suerte o el don de ajustarse a las exigencias de Jerónimo Antonio Gil. A él se deben varias obras de mucha importancia: entre otras, el mencionado monumento ecuestre de Carlos IV; las estatuas que rematan la fachada principal de la catedral de México, y numerosas imágenes para las iglesias, de las que pocas se han podido identificar. Una de ellas, la Purísima, se encuentra en la iglesia de la Profesa; es una bella figura policromada, cuyos ropajes flotan con el dinamismo del arte barroco. Tolsá recibe de la Academia de San Carlos de México el grado de arquitecto. Sus obras de arquitectura son igualmente famosas y deben citarse, sobre todo, la terminación de la catedral de México, en la cual introduce modificaciones que han sido calificadas de afrancesamientos; la linternilla de la cúpula, con sus elegantes balaustradas y guirnaldas, y también los macetones que coronan los contrafuertes y pretiles de las bóvedas. Asimismo fue obra de Tolsá el despiadado arrasamiento de los altares barrocos para sustituirlos por unos fríos y baratos monumentos neoclásicos. Su obra máxima de arquitectura fue el proyecto y realización del palacio destinado al Real Tribunal de Minería. Se trata de una obra barroca, en la cual se maneja el claroscuro y la acumulación innecesaria de elementos arquitectónicos, pero que hacen un conjunto digno de figurar como una de las mejores obras que se produjeron en el siglo XIX. Se le atribuye el palacio de los condes de Buenavista, notable por su patio, rodeado de columnas y de planta oval.
Rafael Jimeno y Planes, valenciano al igual que Tolsá, había hecho una carrera brillante en España; fue discípulo de Mengs y de Bayeu. Estudia en Roma y a su regreso es designado teniente director en la academia de San Carlos de Valencia. El 3 de julio de 1793 se le nombra director de pintura en la academia de San Carlos de Nueva España y llega a México en 1794. Tan destacado artista no deja en México obras de importancia; en cambio, como director de pintura y posteriormente como director general de la academia, merece un lugar de honor ponía abnegación y esfuerzo que dedica a sus labores. Tal vez esta dedicación y esfuerza le robaron el tiempo que hubiera podido emplear en su obra personal. Decoró la capilla del edificio del Real Tribunal de Minería y la bóveda de la cúpula de la catedral de México, la cual a finales del siglo XIX había sido tan retocada que muy poco quedaba de su valor original. Una de las obras en la que con toda efectividad da muestras de su talento es el retrato de Jerónimo Antonio Gil; pintura en la que se siguen las directrices de la pintura neoclásica, si bien animada con un admirable conocimiento de la psicología del personaje.
Fueron discípulos de Tolsá -quien merece el honor de ser retratado espléndidamente por Jimeno y Planes-, Pedro Patiño Ixtolinque, Mariano Perusquía y Mariano Arce, originarios los dos últimos de Querétaro. Pedro Patiño Ixtolinque fue probablemente un allegado a los jefes insurgentes, pues a él se debe la mascarilla que se tomó al héroe José María Morelos y también las figuras que iban a adornar su monumento.
En pintura, José María Vásquez, discípulo de Rafael Jimeno y Planes, llega a dirigir la academia después de Patiño Ixtolinque. Siguen otros varios pintores de menor categoría: Juan de Sáenz, Francisco de Servín, José Ignacio Rubalcaba, que terminan el primer ciclo de alumnos de la academia.
Dos personajes importantes, relacionados con la academia, reciben enseñanzas de ella y son autorizados con grados. El primero de ellos es José Luis Rodríguez de Alconedo, pintor, grabador, platero, hombre político y héroe de la Independencia, del cual sólo se conocen unas cuantas pinturas. Don Manuel Toussaint considera que es el único representante en México de la manera goyesca aun cuando no es probable que haya tenido algún contacto con el artista español. El otro artista es el famoso Francisco Eduardo Tres Guerras. Dice el citado Manuel Toussaint que si sus pinturas nunca fueron excelentes, en cambio la universalidad de su talento le permitió opinar de muchas cosas y ser un buen arquitecto. Dada su condición de hombre de su época, inquieto y ávido por saber de todo, solicitó su ingreso a la academia de San Carlos, obtiene el grado correspondiente y realiza en todo el Bajío obras de arquitectura, como la famosa iglesia del Carmen, en la ciudad de Celaya, e interviene probablemente en la terminación de la parroquia de Lagos y del santuario de la Virgen de San Juan de los Lagos.
Se ha atribuido a la influencia de la academia la falta de valores en la pintura, escultura y arquitectura de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Pero, indudablemente, a mediados dei siglo XVIII tanto la pintura como la escultura habían caído en un proceso de academiscismo, consistente en trabajar por medio de recetas y fórmulas, que anquilosaron la inventiva. Al fundarse la Academia se tuvieron en cuenta las condiciones lamentables en que se encontraban la pintura y la escultura, y prueba de ello es que se establecen materias como el dibujo natural, la copia de estampas de excelente calidad, con objeto de formar artistas con los conocimientos y recursos indispensables para ser considerados capaces en su oficio.
En la arquitectura, no sucedía el mismo fenómeno que en las otras artes. Las quejas del ingeniero Constanzó probablemente se referían al ejercicio de aquel arte por gente inexperta. Los grandes maestros del barroco mexicano, Lorenzo Rodríguez, Francisco Guerrero Torres y José Damián Ortiz de Castro, demuestran en sus obras una probada capacidad; como artistas procedieron en la forma más adecuada a la época, dejando una arquitectura de gran calidad estética. Por lo que se refiere a sus conocimientos, las mismas obras demuestran sus grandes dotes como geómetras y dibujantes.
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73. Las ciencias y la historiografía en el siglo XVIII.
Por: Elías Trabulse.
Aspectos generales.
La difusión de la ciencia moderna en México tiene remotos orígenes que pueden rastrearse hasta el siglo XVII. Con la Ilustración, actitud frente a la vida más que sistema filosófico, cobran las ciencias y las humanidades nuevo impulso. La certidumbre que animaba a muchos espíritus novohispanos en el sentido de que la realidad material de su país podía ser transformada por medio de las ciencias fue un riguroso promotor de estas últimas. La avidez con que en ciertos círculos se leían los libros europeos de los autores más avanzados fue un claro síntoma de que la modernidad tanto filosófica como científica penetraba en Nueva España. Estas obras muchas veces entraban de contrabando, ya que estaban más allá de los límites que la ortodoxia religiosa permitía. A partir de 1764 es incluso posible percibir un sensible incremento en las denuncias hechas a la Inquisición tendentes a cortar la circulación de libros considerados como perniciosos. En suma, el hombre de ciencia novohispano del siglo XVIII no careció de los elementos necesarios para estar al corriente de las más modernas teorías científicas de su siglo.
Ahora bien, dentro de esta nueva actitud nos es posible percibir dos etapas, que, más que divisiones temporales propiamente dichas, son cortes metodológicos que nos permitirán enfocar con mayor comodidad el desarrollo de la ciencia ilustrada en nuestro país.
La primera etapa la podemos ubicar cronológicamente entre la cuarta y la octava décadas del siglo XVIII. La penetración de las ideas que esbozábamos más arriba sigue en este período un ritmo desigual que se hace patente en ciertas disciplinas más que en otras. La reforma principal se hace sentir ante todo en el campo de los estudios filosóficos. Es ahí donde primero se hizo evidente la abierta oposición que existía entre los partidarios de la vieja tradición escolástica y peripatética y los de las nuevas tendencias. Fueron los jesuitas y los filipenses los principales responsables de esta renovación filosófica. Simultánea a la actividad reformista de estas dos órdenes religiosas, podemos ver a un reducido grupo de científicos más bien polígrafos criollos que desarrollan su labor independientemente de aquéllos y que, en cierta manera, hacen germinar en suelo novohispano, por propio e independiente impulso, el estudio y la difusión de los métodos y las teorías de la ciencia moderna.
La segunda etapa corre desde mediados de la octava década hasta los albores de la guerra de Independencia y se caracteriza por la actitud vigorosa y eficaz de la corona, deseosa de difundir la nueva mentalidad en sus colonias de allende el Atlántico. La orientación pragmática de dichas reformas de origen oficial se hace patente en su preocupación por los asuntos económicos y sociales. La agricultura, la minería, el comercio, fueron orientados por la nueva mentalidad. En el campo de las ciencias propiamente dicho, cobran gran impulso la observación y la experimentación. Así, amparada por la política de Carlos III, la corriente ilustrada criolla de la primera etapa entroncará, insensiblemente casi, con la corriente oficial, preocupada de recuperar el tiempo perdido y ponerse al día con las nuevas tendencias. La convergencia de ambas desembocará plenamente en la revolución de Independencia.
Modernidad académica.
Fueron los jesuitas quienes intentaron las primeras reformas sustanciales a los estudios tradicionales que impartían en sus escuelas. La propagación de doctrinas filosóficas heterodoxas, tales como el atomismo, y la difusión de los nuevos descubrimientos científicos como la gravitación universal, la generación seminal, las dimensiones del cosmos, etcétera, caracterizaron buena parte de su labor pedagógica. Pero fue quizás en la crítica del argumento de autoridad, propio de la escolástica, donde los jesuitas lograron sus mejores y más trascendentes frutos. Frente a la autoridad de Aristóteles se colocaba a Bacon, Descartes, Galileo, Gassendi, Copérnico, Franklin, Nollet, Guericke, Lacaille y Newton, entre muchos otros.
Su tentativa fue ante todo conciliadora, ya que intentó conjugar el dogma religioso con la ciencia moderna; la medida en la que esto haya sido posible cae fuera de los límites de este estudio, pero sea de ello lo que fuere, es evidente que dicha actitud fue cortada definitivamente con la expulsión de la Compañía en 1767.
Cabría, por último, mencionar a los jesuitas más relevantes dentro de esta corriente de modernidad académica y filosófica. El movimiento estuvo en buena medida encabezado por el inquieto José Rafael Campoy (1723 - 1777), erudito humanista y científico que impartió sus cátedras en los colegios que la Compañía poseía en Puebla y San Luis. Sabemos que tuvo particular inclinación por las ciencias naturales y por la geografía, pero es indudable que su principal aportación fue pedagógica. Dentro de la misma línea, pero con una obra mucho más vasta, podemos mencionar también a Francisco Javier Alegre (1729 - 1788), historiador, filósofo y científico veracruzano y maestro de gramática, filosofía, retórica y derecho canónico. Fue, además, un aventajado poligloto. Sus principales obras científicas fueron: Elementorum Geometriae libri XIV; y dos tratados, uno sobre las secciones cónicas y otro sobre gnomónica. Elaboró también una Carta Geográfica del Hemisferio Mexicano. Sabemos que en sus cursos impartía nociones de física experimental, estática, hidráulica, mecánica, además de los sistemas de los filósofos modernos.
Mencionaremos por último a Francisco Javier Clavijero (1731 - 1787), paisano del anterior y como él historiador y humanista de amplia cultura, preocupado por él estudio de las ciencias exactas. Sus ideas astronómicas son particularmente sugestivas. Creía, por ejemplo, que podía considerarse el heliocentrismo como una "mera hipótesis", ya que si bien el sistema copernicano no concordaba con la Biblia, el tolemaico no concordaba con los fenómenos. Esta actitud dual de nuestro jesuita -que puede también percibirse en los otros autores anteriores- nos revela lo difícil de la lucha que entablaban con las creencias tradicionales y el temor que existía entonces hacia las nuevas ideas. Este "misoneísmo", que se patentiza con toda nueva idea, por moderada que fuere, nos pone de manifiesto lo difícil que debió ser para nuestros autores el luchar contra la corriente por primera vez y abiertamente. Por ello su mérito es incuestionable.
La obra del oratoriano Juan Benito Díaz de Gamarra puede considerarse en buena medida como una continuación de la labor de modernidad pedagógica emprendida por los jesuitas.
Díaz de Gamarra nació en Zamora, Michoacán, en 1745 y falleció en San Miguel Allende en 1783. Estudió en el Colegio de San Ildefonso y viajó por Europa, doctorándose en la Universidad de Pisa. Allá se empapó de las nuevas corrientes filosóficas y científicas, las mismas que, a su regreso a México, se empeñó en incorporar al plan de estudios del seminario de San Francisco de Sales que los oratorianos tenían en San Miguel el Grande. Esta institución educativa resultó así un nuevo núcleo de modernidad pedagógica. Gamarra mismo se encargó de la cátedra de filosofía moderna. Su obra Elementa Recentioris Philosophiae, que logró el elogio de censores tan connotados como Bartolache y Velázquez de León, es un completísimo tratado de filosofía, lógica, psicología, metafísica, ética, geometría, física y cosmología. Antes ya había publicado un breve esbozo de este tratado, al que denominó Academias Filosóficas y que versa sobre física, electricidad, óptica y el "alma de los brutos". También escribió una obra titulada Errores del Entendimiento humano, donde opta por un eclecticismo filosófico moderado entre la filosofía idealista de Descartes y el empirísmo inglés de Bacon. Su crítica de la escolástica le originó acerbas críticas de los tradicionalistas, pero logró el apoyo del ilustrado obispo de Michoacán don Luis Fernando de Hoyos y Mier. Inclusive cabe mencionar que a pesar de una denuncia ante la Inquisición, de la que Gamarra salió bien librado, y de persecuciones que ensombrecieron sus últimos años, el padre pudo ver sus Elementa aceptados y aprobados como texto de la Real y Pontificia Universidad.
La corriente académica renovadora que vimos iniciarse con los jesuitas logró otros frutos en diversas instituciones educativas. En el Seminario Palafoxiano de Puebla, otro ilustre obispo, don Francisco Fabián y Fuero, introdujo reformas en los planes de estudio; en Oaxaca, el padre José Echevarría, y en Querétaro, fray José Soria, defendieron públicamente tesis de filosofía moderna. En suma, los brotes de modernidad académica, si bien mesurados, son evidentes antes de los años ochenta; la escolástica emprendía la retirada frente a los embates de Alzate y del doctor Montaña. La aceptación como texto en diversas escuelas -incluido el Seminario Pontificio- de las Institutiones Philosophicae de Francisco Jacquier da un índice de la difusión alcanzada por el nuevo espíritu.
Así, en la visita que el virrey Iturrigaray hizo a la Universidad en 1803 fue posible hacer una evaluación del grado de modernidad alcanzado por los estudios que tiene su origen en las reformas llevadas a cabo en los colegios de religiosos unas décadas antes.
La obra de los científicos criollos.
Paralela a esta labor pedagógica corre la llevada a cabo, prácticamente desde principios del siglo XVIII, por diversos hombres de ciencia preocupados por los nuevos descubrimientos y teorías de sus colegas europeos. Casi todos ellos son criollos, o como se les llamaba entonces, "españoles americanos", y, además, polígrafos con particular inclinación por la astronomía y las matemáticas, herencia indudable de los científicos americanas de la centuria anterior aunque, por otra parte, es evidente el carácter enciclopédico de sus trabajos, si bien en muchos aspectos adolecían de las limitaciones que les imponía la lejanía de los centros más avanzados de la actividad científica. Estas limitaciones son evidentes en ciertas ramas de la ciencia que entonces replanteaban en Europa los fundamentos de su método, tales como la botánica o la química.
Entre estos hombres de ciencia novohispanas los hubo proselitistas y combativos, cuya labor fue más o menos reconocida, como Alzate o Bartolache; aunque también los hubo marginados, como León y Gama. Se da también el caso de que hayan ocupado prominentes cargos administrativos, como fue el caso de Villaseñor y Sánchez o de Velázquez de León.
Resultado de los esfuerzos de esta selecta pléyade de autores fue la difusión de periódicos científicos, la mayoría de ellos de vida efímera, y la impresión de algunas, muy pocas, de sus propias obras. Incluso, como en el caso de Velázquez de León, su intervención fue definitiva para la creación de algunas instituciones de inspiración ilustrada, como veremos más adelante.
Su mismo carácter enciclopédico los hace también difíciles de clasificar, por lo que hemos intentado solamente dar una breve semblanza de algunos de ellos.
Fue don Cristóbal de Guadalajara un hábil geógrafo y matemático, colector de antigüedades mexicanas, que floreció a fines del siglo XVII y principios del XVIII. Entre otras obras sabemos que elaboró una Carta o mapa del lago mexicano. Geógrafo también y además cosmógrafo real fue don José Antonio de Villaseñor y Sánchez, quien fue incluso oficial mayor de la contaduría de tributos y contador general de azogues. Dejó varias obras impresas, entre las que cabe mencionar su enjundioso Teatro Americano, publicado en dos volúmenes en 1746 y 1748 y que viene a ser un valioso sumario geográfico del virreinato de Nueva España.
Dentro de esta línea de actividades geográficas y matemáticas podemos situar a José Francisco de Cuevas Aguirre y Espinosa, quien nació en México a principios del siglo y falleció hacia 1757. Fue abogado de la Real Audiencia, comisario, regidor y procurador de la ciudad, aunque todas estas actividades, más propias de un jurista, no le impidieron escribir una interesante obra sobre el desagüe del valle de México, asunto que, por otra parte, fue constante preocupación de casi todos los virreyes de la época colonial.
Contemporáneo del anterior fue el zacatecano José de Rivera Bernárdez, segundo conde de Santiago de la Laguna, quien, retirado al sacerdocio, escribió dos obras donde, describiendo su ciudad natal, nos da una pormenorizada relación de la situación que guardaba en ella la explotación minera. Esta rama de la actividad económica, tan cara a los economistas españoles de la época, fue a la que dedicó gran parte de su actividad Francisco Javier Gamboa, nacido en Guadalajara en 1717 y fallecido en 1794. En sus Comentarios a las Ordenanzas de Minas, publicados en el año 1761, propuso ingeniosas medidas para corregir los errores que propiciaban el atraso de la minería novohispana. Esta valiosa obra es un tratado completo de metalurgia que incluye además una interesante sección sobre geometría subterránea. Cabe mencionar que Gamboa ocupó importantes puestos administrativos en Santo Domingo y en México. Su obra fue un efectivo acicate para la creación del Tribunal de Minería.
Más abocado a las ciencias especulativas fue Agustín de la Rotea, quien redactó la sección de geometría de los Elementa de Díaz de Gamarra y que, al decir de sus biógrafos, fue un consumado latinista. Sabemos, además, que elaboró un tratado de geometría, lamentablemente perdido, donde hacía uso de principios no euclidianos. En 1773 inventó un juego en que hacia uso del cálculo de probabilidades. Otro matemático y además impulsor y "agrimensor titulado por el rey, de tierras, minas y aguas de la Nueva España" fue don Felipe de Zúñiga y Ontiveros, quien publicó varias Efemérides astronómicas y una obra sobre hidráulica.
Figura de relieve dentro de todo este grupo de científicos ilustrados criollos fue don Joaquín Velázquez de León, a quien ya hemos mencionado. Nació en la hacienda minera de Acebedocia, en Sultepec, en 1732 y falleció en la Ciudad de México en 1786. Fue un acucioso astrónomo y un destacado geómetra y matemático. Su mérito principal radica en que fue autodidacta, además de que, a semejanza de los astrónomos mexicanos del siglo XVII, muchos de sus instrumentos los fabricó él mismo. En 1768, en compañía del visitador José de Gálvez, viajó a California, en donde permaneció para observar el paso de Venus por el disco del sol. Ahí determinó, basado en un eclipse de luna, la longitud, con respecto al meridiano de París, del punto donde se encontraba, hecho que -a la postre- le permitiría obtener, con bastante exactitud, la verdadera longitud del valle de México. Realizó, además, una importante obra de triangulación del valle de México. Su obra científica quedó manuscrita y sólo hasta el siglo pasado se imprimió, incompleta, una parte de la misma. En contraste, su obra menos importante, la de poeta, sí logró ser impresa. De su obra científica cabe señalar, además de sus manuscritos astronómicos, geodésicas y geográficos, los de minería, donde propone ingeniosos métodos para la explotación minera.
A su iniciativa y a la de Juan Lucas de Lassaga se debe la Representación que los propietarios de minas elevaron a Carlos III en el año de 1774 y que condujo a la creación del Real Tribunal de Minería, del que fue director desde el año de su fundación, 1777, hasta su muerte. Las Ordenanzas de este tribunal, impresas en Madrid en 1783, se deben en buena medida a la inspiración y a los conocimientos de este valioso hombre de ciencia. Los elogios que le dirigieron el astrónomo Chappe d'Auteroche y el barón Alejandro de Humboldt dan cumplida nota del importante lugar que ocupa en nuestra historia de la ciencia.
Astrónomo como Velázquez y amigo de éste fue don Antonio de León y Gama, a quien debemos también varios escritos médicos y arqueológicos. Nació en la Ciudad de México en 1735 y falleció en 1802. Estudió gramática, jurisprudencia y filosofía y parece que fue condiscípulo de Alzate, con quien sostendría años después una agria polémica. Hacia 1756 logró un puesto burocrático en la Real Audiencia, el cual conservaría hasta su muerte, ya que era prácticamente la única fuente de ingresos que le permitía sobrevivir precariamente a él y a su numerosa familia. Sus observaciones astronómicas fueron bastante precisas. En 1771 estudió el eclipse de sol de ese año en un escrito que mereció los elogios del astrónomo francés J. J. de Lalande. En 1778 publicó, costeada por Velázquez de León, su obra Descripción ortkographica universal del eclipse de sol del día 24 de junio de 1778 con precisas observaciones de este fenómeno. Una nota irrisoria en la vida de este grave hombre de ciencia la pone su sonada e infructuosa polémica en torno a la curación del "cancro" o cáncer por medio de las lagartijas. La disputa giró en torno a las presuntas virtudes curativas del reptil, y León y Gama no pudo menos de intervenir en ella. Incluso uno de sus escritos (impreso) versa sobre tan discutible remedio medicinal.
Con motivo de la aurora boreal, fenómeno extraordinario en estas latitudes, observada en México el 14 de noviembre de 1789, León y Gama redactó varios escritos tendentes a dilucidar la naturaleza del vistoso fenómeno. Una acerba polémica se desató entonces entre el aguerrido don José Antonio Alzate y el más bien retraído León y Gama. Su Disertación física sobre la materia y formación de las auroras boreales vio la luz en 1790, e intentaba refutar algunas de las tesis de Alzate. Este reaccionó violentamente y en su Gaceta de Literatura publicó una acre censura de la obra.
Las habilidades matemáticas de nuestro autor se muestran en la brillante refutación que hizo en 1785, en la Gazeta de México, de una presunta solución al antiguo problema de la "cuadratura del círculo" hecha por un sujeto anónimo. Pero si los méritos científicos de León y Gama fueron altos, no corrió, sin embargo, con la suerte debida a estos merecimientos. La promesa que le hizo Velázquez de León de ocupar las cátedras de mecánica, aerometría y pirotécnica del Real Seminario de Minería no fue tomada en cuenta en el año de 1791 por su director Elhuyar, par lo que León y Gama no pudo impartir nunca una cátedra en dicha institución. Muchas de sus obras, sobre todo astronómicas y matemáticas, nunca fueron impresas, y si bien su labor le fue reconocida en el siglo siguiente, en vida pasó por penosos trances, uno de los cuales fue sin duda el de haber sido relegado de la cátedra, que seguramente merecía más que ningún otro. Su modernidad científica es evidente y su fe en el progreso logrado por obra de las ciencias, tan propio de la Época de las Luces, lo hacen ser un ilustrado pleno.
Propagandista incansable de las nuevas ciencias y virulento critico de las tradicionales fue don José Ignacio Bartolache. Nació en Guanajuato en 1739 y murió en 1790. Aunque su familia era de limitados recursos, logró graduarse de bachiller en artes, de licenciado y doctor en medicina y de doctor en teología y leyes. En una serie de brillantes actos universitarios logró obtener doce cátedras por oposición, tal era la capacidad intelectual de este criollo. En 1769 publicó sus Lecciones de Matemáticas, donde sostuvo que la lógica, la física y la medicina no diferían en cuanto a estructura y método. En 1772 publicó el Mercurio Volante, con noticias importantes y curiosas sobre varios asuntos de física y medicina, que fue la primera revista médica publicada en el continente americano. En ella aboga por la nueva física y embiste contra Aristóteles, de quien dice que "fue filósofo muy celebrado y muy digno de serlo, con tal que no se regule su mérito por sus ocho libros De Physica Auscultatione, que dejó escritos de propósito para que nadie los entendiera". Arremete contra la filosofía peripatética. En un brillante párrafo escribe lo siguiente, que nos parece positivamente revolucionario para la época en que fue escrito: "Es una gloria -nos dice- el filosofar con solidez y conocer la misma naturaleza que Dios creó sin atenerse a sistemas imaginarios: demostrar con evidencia la conexión de los efectos más admirables con sus respectivas causas, y hacerse dueño del mundo físico, como lo hizo Newton".
Por otra parte, su situación económica era precaria y el Mercurio resultó un desastre financiero para el editor. A pesar de ello, Bartolache continué en la universidad impartiendo sus cátedras. En el año de 1779; publicó la Instrucción que puede servir para que se cure a los enfermos de las viruelas; dividida en tres partes, a saber: "qué son las viruelas, cómo se curan las viruelas, cómo no deben curarse las viruelas" La causa de escribir este opúsculo médico lo dio la devastadora epidemia que azotó a Nueva España en 1779. Otros dos escritos médicos de Bartolache fueron la Instrucción para el buen uso de las pastillas marciales y el Netemachtiliztli, ambos del año 1774.
Astrónomo fue también nuestro autor, quien en compañía de Alzate y de Velázquez de León realizó varias acuciosas observaciones. Fue socio de la Academia de Ciencias de París y fundador de una efímera Academia de Ciencias Naturales. Bartolache fue un autor bastante representativo de la acción ilustrada criolla de Nueva España y un avanzado de la ciencia; ésta -escribe nuestro autor- "es un conocimiento cierto y evidente. Llámase también así una colección o conjunto de conocimientos metódicamente deducidos unos de otros, supuesto que se comenzara por algunos que sirvieron de principios o máximos fundamentales".
Colega y amigo de Bartolache fue José Antonio Alzate, seguramente el más prolífico y representativo hombre de ciencia de nuestra ilustración criolla. Nació en Ozumba en 1737 y murió en la Ciudad de México en 1799. Obtuvo los grados de bachiller en artes y teología. Estudió la carrera eclesiástica y se ordenó como presbítero, hecho que le permitió gozar de una capellanía que le proporcionaba los recursos para sus empresas editoriales y científicas. Su fecunda labor de investigación se pone de manifiesto en la variedad de publicaciones periódicas que publicó: en 1768, el Diario Literario de México; en 1772, los Asuntos varios sobre ciencias y artes; en 1787, las Observaciones sobre la Física, Historia Natural y Artes Útiles, y de 1788 a 1795, la más famosa de sus obras, las Gacetas de Literatura de México. Otros de sus trabajos científicos la mayoría de ellos breves opúsculos fueron impresos por separado. Gran parte de su ingente obra enciclopédica ha quedado manuscrita. Sus obras de difusión iban dirigidas a la gran mayoría de lectores novohispanos interesados en asuntos científicos; de ahí que la claridad y la consecuente superficialidad estén presentes en muchos de sus escritos. Casi no hubo tema relacionado con la ciencia que no tocara, desde el estudio de la transmigración de las golondrinas hasta un método fácil y barato para hacer papel jaspeado. Asuntos geográficos, astronómicos, botánicos, químicos, zoológicos y aun literarios e histéricos menudean en sus enjundiosas gacetas. Su labor le mereció ser nombrado miembro de la Academia de Ciencias de París, del Jardín Botánico de Madrid y de la Sociedad Vascongada.
Son dignas de mención sus observaciones astronómicas y geográficas, donde se nos revela más que en ningún otro caso al genuino hombre de ciencia despojado de la preocupación de vulgarizar los conocimientos científicos que lo animaba en la redacción de sus gacetas y diarios. Sus cálculos de la determinación de la longitud del valle de México (que le valieron una de sus acostumbradas polémicas, ahora con Velázquez de León) fueron realizadas con precisión. Sus estudios sobre la famosa aurora boreal de 1789, de la que ya hablamos, nos revelan el amplio conocimiento que tenía de las obras de los astrónomos europeos más avanzados de su época. Trazó en 1768, y basado en propias observaciones, un mapa de Nueva España al que denominó Nuevo mapa geográfico de la América Septentrional, que fue enviado a la Academia de Ciencias de París, la cual lo publicó. Son también dignos de mención sus trabajos sobre la población, la topografía y el desagüe de la Ciudad de México. En el campo de la física experimental, practicó multitud de observaciones barométricas, termométricas y topográficas. Incluso llegó, en uno de sus frecuentes viajes, a ascender al Ixtaccihuatl, donde realizó algunas mediciones. En sus gacetas aparecen descritas y grabadas máquinas útiles para la agricultura y la minería. En suma, casi no hay tema digno de un observador y experimentador ilustrado que no haya sido tocado por este enciclopedista. Incluso la arqueología y la historia merecieron su interés. Su postura frente a la tradición peripatética fue crítica y virulenta. "¿Hasta cuándo Aristóteles? -exclama en una de sus obras-. ¿ Hasta cuándo abandonaréis esa inútil jerigonza con que, bajo el pretexto de enseñar a los jóvenes los recónditos misterios de la naturaleza, les inspiráis, si no los más perniciosos errores, a lo menos los más extravagantes sueños y delirios de nuestra imaginación?"
Complementaria de esta actitud está su fe en la ciencia moderna tanto la especulativa como la experimental. Su creencia firme en el progreso del país se apoyaba en la idea de que un mejor conocimiento de nuestros vastos recursos y una inteligente explotación de los mismos propiciarían una nueva y mejor situación económica y social de los mexicanos. Para finalizar diremos que su obra, así como la de Velázquez de León, Bartolache y León y Gama, forma la gigantesca aportación criolla a la ilustración novohispana. Esta corriente convergerá, en el último cuarto del siglo XVIII, con la corriente emanada de las autoridades oficiales para hacer de Nueva España la región más adelantada e ilustrada de todo el continente americano.
La obra del Despotismo ilustrado.
La acción ilustrada de origen oficial se hizo sentir vigorosamente desde la octava década del siglo XVIII. Esto no quiere decir que antes no se hubieran llevado a cabo reformas de raíz y de inspiración ilustrada, pues es un hecho que desde aproximadamente mediados de siglo la actitud del rey hacia sus súbditos americanos fue sufriendo cambios que revelaban la nueva mentalidad oficial. Bajo el reinado de Carlos III (1759 - 1788) y sus ministros, se abren las compuertas del nuevo espíritu, que había ya invadido la corte y se vierte en las colonias ultramarinas. En el reinado de Carlos IV (1788 - 1808) llega a su clímax esta derrama. Los movimientos revolucionarios que sacuden a las colonias a partir de la última fecha en cierto sentido no son más que el resultado final del largo proceso ilustrado, proceso que dejó una honda huella en el espíritu y las mentes de los súbditos americanos.
La acción de la corona en Nueva España se manifestó en multitud de aspectos. Se dio un vigoroso impulso a la difusión de las ciencias y en general a todos los conocimientos, para lo cual se buscó ampliar el campo de las investigaciones con el acopio de multitud de obras y noticias científicas, de publicaciones periódicas, de datos geográficos e históricos, etcétera. Se realizan expediciones científicas, costeadas por el real erario, para reconocer las costas y las dimensiones y límites precisos del imperio colonial de ultramar. Se fundan y crean nuevas instituciones que recaban los frutos de las investigaciones y que introducen en esta región del planeta el estudio sistemático de ciencias hasta ahora casi desconocidas. Se conceden subsidios para que los estudiantes carentes de recursos puedan asistir a esas instituciones y para practicar investigaciones de diversa índole. Un selecto grupo de profesores europeos llegaron a las costas novohispanas a impartir sus enseñanzas y dirigir las instituciones recién fundadas. El elemento criollo resultó particularmente beneficiado con esta nueva política educativa. Las nuevas generaciones se abocaron al estudio de las ciencias apoyadas por la iniciativa oficial y junto a sus maestros europeos realizaron una ingente labor en todos los campos de la actividad científica.
Correlativo a este proceso vino el impulso que se le dio a la economía en sus diversos aspectos. Se implantaron nuevos métodos de explotación de los recursos naturales, para lo cual se estudiaron nuevas técnicas y maquinarias. La minería resultó particularmente beneficiada con estas innovaciones. Aparecen las Sociedades Económicas de Amigos del País, cuya labor fue decisiva en el nuevo enfoque ilustrado de la economía.
Los datos estadísticos cobran gran importancia; de ahí que se levanten censos y se redacten múltiples memorias, informes y relaciones que resultaron muy útiles para la corona, empeñada en llevar a cabo una adecuada política económica.
En suma podemos decir que la acción ilustrada oficial abarcó casi todos los campos de la actividad humana.
La fundación de instituciones.
En el año de 1768 se creó, por las gestiones de Antonio Velázquez y de Domingo Rusi, la Real Escuela de Cirugía, que inició sus actividades independientemente y con la oposición universitaria, en 1770. Los cursos que impartía exigían el aprendizaje práctico simultáneo, lo que resultaba muy útil. Se impartían cátedras de anatomía, fisiología, clínica quirúrgica y medicina legal.
La modernidad de los estudios médicos fue propiciada también por las academias organizadas en forma secreta por el doctor José Luis Motaña o, con plena autorización, por Daniel O'Sullivan. El tipo de enseñanzas que ambos impartían insistían particularmente en el aspecto práctico, aunque, ya desde 1768, había el rey ordenado que se estableciese, en el llamado Hospital de Indios, una cátedra de anatomía práctica.
En 1781 se fundó la Real Academia de las Nobles Artes de San Carlos para la enseñanza de pintura, escultura y arquitectura. Ahí impartió sus cátedras el insigne arquitecto y escultor Manuel Tolsá, autor del proyecto del Colegio de Minería y de la estatua ecuestre de Carlos IV.
El Jardín Botánico fue fundado en 1787 y estaba situado dentro del actual Palacio Nacional. Ahí se impartió un curso de botánica moderna, siendo el primer catedrático Vicente Cervantes. El curso duraba de cuatro a seis meses y constaba de una parte teórica y otra práctica. Esta última se llevaba a cabo en el propio Jardín o en el campo. La cátedra era obligatoria para médicos y farmacéuticos, pues se creía, y con razón, que éstos debían conocer las propiedades curativas de las plantas. La tradición de la práctica medicinal a base de remedios vegetales tiene larga tradición en nuestro país. En el siglo XVII, el Tesoro de Medicinas, de Gregorio López. y en el XVIII el Florilegio Medicinal, de Juan Steyneffer, fueron dos libros que tuvieron gran difusión por los remedios y recetas de origen vegetal que proponían.
El Jardín logró contar con varios miles de especies vegetales, pero su importancia le vino del interés que suscitó en los novohispanos por el estudio de las ciencias naturales. Ahí destacaron botánicos tales como Moziño, Maldonado y Larrategui, todos ellos criollos.
Posiblemente la institución científica de mayores alcances fundada por la corona en tierras de Nueva España fue el Real Seminario de Minería. Fue inaugurado por el virrey Revillagigedo en 1792, siendo su primer director el científico español Fausto de Elhuyar, graduado de la Academia de Minas de Freiberg y descubridor del elemento químico llamado tungsteno o wolframio. El Seminario había sido proyectado por Lassaga y Velázquez de León, los mismos que impulsaron la creación del ya mencionado Tribunal de Minería. El propósito de esta institución era el de formar técnicos e ingenieros metalurgistas que ayudasen a una mayor y mejor explotación de los minerales, particularmente los de plata. El plan de estudios, incluido en las referidas Ordenanzas, era el siguiente: el primer año llevaban aritmética, álgebra, geometría elemental, trigonometría plana y secciones cónicas; en el segundo año, geometría práctica, dinámica e hidrodinámica; en el tercero, química, mineralogía y metalurgia, y en el cuarto, física subterránea y laboreo de minas. Además, se daban clases auxiliares de dibujo y de francés. El Colegio de Minería tenía varios "gabinetes", lo que hoy llamaríamos laboratorios, para los estudios prácticos. Contaban estos laboratorios con hornos, máquinas y diversos utensilios para ilustrar los cursos de física, química y metalurgia. Esta parte práctica se complementaba con los ejercicios obligatorios que los alumnos debían hacer durante dos o tres meses en las minas.
El Colegio contó con meritorios hombres de ciencia en sus cátedras. Andrés del Río, encargado de la de química, escribió unos Elementos de Orictognosia o del conocimiento de los fósiles (minerales), impresa en 1795 y basada en las modernas teorías de Werner. Tradujo, además, y publicó en 1804, las Tablas Mineralógicas de Karsten. En 1797 fue publicada en México la primera traducción española del Tratado Elemental de Química de Lavoisier, hecha apenas unos años después de la edición francés. Todas estas obras servían de texto en los cursos de química que se impartían en el Colegio.
Fruto de las investigaciones mineralógicas fueron también las obras impresas en México de F. Sonneschmidt, Tratado de la Amalgamación de la Nueva España (1805), y de José Garcés y Eguía, Nueva teórica y práctica del beneficio de los metates por fundición y amalgamación (1802). En esta última, su autor propone el beneficio de los metales por medio del tequesquite, lo que resultaba una interesante variante del proceso acostumbrado.
Además de Del Río (quien descubrió el vanadio en 1802 basado en muestras de plomo pardo de Zimapán), el Colegio tuvo eminentes maestros, tales como Francisco Bataller y el alemán Luis Lidner, este último colaborador de Sonneschmidt y que ocupó las cátedras de química y metalurgia.
De esa escuela salieron avanzados alumnos, muchos de los cuales prestaron valiosa ayuda a Humboldt en el viaje que hizo a Nueva España entre 1803 y 1804. Algunos de dichos alumnos tuvieron un fin trágico, pues fueron fusilados por los realistas en la guerra de Independencia.
Expediciones y viajeros.
Una de las facetas más interesantes de la actividad ilustrada de la monarquía española la constituyen las diversas expediciones científicas realizadas bajo su iniciativa.
Grosso modo podemos distinguir cuatro tipos diferentes de expediciones: las propiamente geográficas, las botánicas, la de un viajero particular autorizado por la corona y la famosa expedición médica de la vacuna.
Las más abundantes fueron las primeras. En 1769 salió de La Paz, en la Baja California, la expedición de Miguel Constanzó, quien se reunió en Los Angeles con Juan Crespí y con el famoso misionero fray Junípero Serra. Los tres continuaron después su viaje hasta el actual puerto de San Francisco. Constanzó, en su carácter de cosmógrafo, levantó un preciso mapa de Sonora. Otras expediciones se llevaron a cabo en los años siguientes: en 1774 Juan Pérez salió de San Blas, llegando hasta los 55° de latitud; un año después, Francisco de la Bodega y Cuadra reconoció hasta los 49° de latitud; este último, en 1779, logró alcanzar los 57° de latitud. Los resultados obtenidos en estas expediciones permitieron levantar mapas precisos de la costa septentrional del océano Pacífico que iban de los 17° a los 58° de latitud. En 1779 el mencionado Constanzó levantó un plano completo de todo el territorio de Nueva España. Otras expediciones se sucedieron, lo que permitió un mayor acopio de datos geográficos. En 1788, Esteban José Martínez y Gabriel López de Haro llegaron a Onalaska y entraron en conocimiento de los establecimientos que los rusos poseían en esas latitudes. La expedición de Salvador Fidalgo, que partiera de San Blas en 1790, llegó a Nutka y, continuando más al norte, entró en contacto con una expedición de astrónomos rusos.
De particular interés resulta la expedición que en las dos corbetas "Descubierta" y "Atrevida" realizó Alejandro Malaspina. Partió de Cádiz el 30 de julio de 1789 y, pasando frente a la costa africana, descendió hasta el cabo de Hornos y recorriendo la costa del Pacífico tocó en El Callao, Guayaquil y Panamá. Ambas naves arribaron a Acapulco en diferentes fechas. El plan original era partir de este puerto hasta las islas Sandwich, en el Pacífico, reconociendo a continuación desde este punto hasta los 55° de latitud norte. Ordenes del rey hicieron cambiar el derrotero. Malaspina debía dirigirse desde las costas mexicanas hasta los 60° de latitud para localizar ahí el famoso y quimérico estrecho de Anián, que comunicaba (según los geógrafos de los tres siglos anteriores) los océanos Atlántico y Pacífico. Partieron de Acapulco el 1 de mayo de 1791 y arribaron a Nutka el 11 de agosto, después de haber alcanzado los 61° y haber contemplado el Monte San Elías en la llamada América rusa o Alaska. El 3 de septiembre -ya de regreso- tocaron el estrecho de Fuca y el 10 de octubre andaban en San Blas. Días después desembarcaban en Acapulco.
La expedición, que había logrado alcanzar latitudes no tocadas antes por ningún viajero de la costa del Pacífico, demostró la inexistencia del mítico paso de Anián y logró obtener las posiciones precisas del cabo San Lucas, Monterrey y Nutka, así como de los puntos intermedios.
El reconocimiento que en 1792 practicaron por el mismo litoral Dionisio Alcalá Galiano y Cayetano Valdez en las goletas "Sutil" y "Mexicana" no hizo sino confirmar la inexistencia del mencionado estrecho.
Los datos aportados por estas expediciones permitieron elaborar mapas más precisos del territorio novohispano. Conviene mencionar únicamente los de Velázquez de León, Pagaza y Urrutia De particular interés resulta, por otra parte, el viaje por tierra que hiciera a las provincias internas de 1767 a 1770 Nicolás de Lafora, ingeniero español que levantó, de acuerdo con sus propias observaciones, un mapa del territorio de Nueva España.
La costa del golfo de México fue también delineada en el mapa de Miguel del Corral y de Joaquín de Aranda. En 1769 Agustín Cramer había levantado un plano del istmo de Tehuantepec.
Otro resultado positivo de las expediciones, además de la mayor exactitud lograda en los mapas, era el de proponer las mejores rutas tanto terrestres como marítimas, lo que facilitaba las comunicaciones y los intercambios comerciales.
Una de las expediciones científicas de mayor trascendencia fue la que con fines botánicos realizó de 1787 a 1803 un selecto grupo de naturalistas encabezados por el español Martín Sesé y que contaba entre sus miembros a Diego del Castillo, José Longinos Martínez (quien fundaría en México un gabinete de historia natural) y el ya mencionado Vicente Cervantes. Iba como dibujante Juan Cerda y se incorporaría al grupo el botánico mexicano José Mariano Moziño.
En esos 16 años los frutos de la expedición fueron óptimos, pues cubrió todo el territorio novohispano desde California hasta la capitanía general de Guatemala. Fruto de esta gigantesca labor fue la clasificación de unas 4.000 especies y de más de 1.400 dibujos. Las obras Flora Mexicana y Plantae Novae Hispaniae, debidas primordialmente a la labor conjunta de Sesé y Moziño, no fue publicada sino hasta muy entrado el siglo XIX y en ella aparecen clasificadas con la nomenclatura moderna las especies recolectadas.
Una de las consecuencias inmediatas de esta expedición fue la fundación del Jardín Botánico que mencionábamos antes. La labor llevada a cabo por los botánicos Juan José Martínez de Lejarza (1775 - 1824) y Fabio de la Llave (1773 - 1833), y que se manifestó en diversas publicaciones, tiene como evidente antecedente la labor de Moziño y de Del Castillo.
Una excepción dentro de las expediciones fomentadas e impulsadas por la corona la constituye el viaje que por propia iniciativa y con recursos personales hiciera, autorizado por el rey Carlos IV, el barón Alejandro de Humboldt. La labor que realizó entre 1803 y 1804 bien puede ser considerada como una recapitulación y síntesis de la labor de los científicos mexicanos de casi cinco décadas. Acompañado por Aimé Bonpland, a quien debió multitud de sus observaciones, Humboldt realizó varios viajes por el territorio de nuestro país. En ellos realizó numerosas mediciones barométricas, termométricas y astronómicas.
Además de ello, recabó en la capital del virreinato una grandísima cantidad de datos, documentos, libros y mapas que le proporcionaron una visión general y congruente de la situación del país. Su Ensayo Político sobre el Reino de la Nueva España recoge toda esa información sobre asuntos geográficos, geológicos, orográficos, geognósicos, climatológicos, demográficos, etc., además de que dedica generosas porciones de la obra a tratar la economía de la colonia. Su estancia de un año en estas regiones le resultó sumamente fructífera, pues disfrutó de la colaboración de algunos de los científicos mexicanos, particularmente los del Colegio de Minería. Ahí contó también con la ayuda de algunos de los alumnos. Particular relación tuvo con el por muchos conceptos eminentísimo Andrés del Río, quien fuera su condiscípulo en Freiberg. La segunda parte de los Elementos de Orictognosia (1805) de este autor incluyen una Introducción a la Pasigrafía Geológica redactada por Humboldt durante su viaje por Nueva España.
El Ensayo Político resulta por muchos conceptos la magistral síntesis de la situación de la colonia en vísperas del movimiento insurgente. Su autor logró una obra insustituible en la cual han abrevado todos los estudiosos de nuestros asuntos durante el siglo y medio que va desde su publicación. A pesar de ello, hemos de reconocer que su autor emite a menudo juicios bastante severos sobre la población indígena, además de que hizo un uso bastante discutible de los mapas que le proporcionaron los científicos novohispanos en el viaje que emprendió a los Estados Unidos al finalizar su estancia en nuestro país.
A pesar de todo ello, la visión general que ofrece el Ensayo Político resulta veta insustituible para el estudio de Nueva España no sólo en los aspectos mencionados, sino también en el terreno social y político.
Para finalizar con esta recapitulación, conviene mencionar la expedición que para difundir la vacuna contra la viruela realizó entre 1804 y 1806 el doctor Francisco Javier Balmis, quién dio la vuelta al mundo con tan benemérita misión. Estuvo en nuestro país durante casi un año, recorriéndolo y estableciendo grupos vacunales. A su regreso a España habla vacunado a más de 200.000 personas. Retornó a México durante la guerra de Independencia y falleció, ignorado, el año de 1819.
Literatura e historia.
Las letras y la historiografía estarán también animadas de este “espíritu del siglo” que analizábamos más arriba y que propició toda esa difusión tanto de las ciencias como de las tecnologías.
Los escritores de esta época son conscientes de las nuevas corrientes que sacuden a los países de allende el Atlántico. Las teorías de los filósofos políticos (Locke, Montesquieu, Rousseau) van creando una nueva mentalidad que condena el despotismo, la esclavitud y el colonialismo. Las culturas prehispánicas son estudiadas con avidez cada vez mayor para mostrar al mundo los valores autóctonos y al mismo tiempo para ir fincando una conciencia nacional.
El clasicismo, o como se le denominó en el siglo XIX, la "restauración del gusto", marca con indeleble impronta muchas de las producciones literarias e históricas del siglo.
El periodismo logró poner al alcance de todos las nuevas ideas. Su labor de difusión no se restringió al campo de las ciencias, como ya vimos, sino que también abarcó la vida política y social. En 1722 aparecen las efímeras gacetas de Castorena y Ursúa y pronto las siguen las de Sahagún de Arévalo. La Gaceta de México, publicada por Manuel Antonio Valdés, publica ininterrumpidamente de 1784 a 1805 y este año aparece el Diario de México. Todos estos periódicos, aunque sometidos a la inevitable censura política y eclesiástica, fueron ágiles vehículos de la Ilustración.
La prosa contó, además de la forma periodística, con obras que están a medio camino entre la novela y la sátira moral y que ya anuncia los sarcasmos de Lizardi.
Pero donde las letras coloniales del siglo XVIII brillaron con luz propia fue en la historiografía.
Sobresaliente entre los historiadores de este periodo está el ya mencionado jesuita Francisco Javier Clavijero. Conocedor de varias lenguas aborígenes, redactó metódicamente una historia de la civilización prehispánica. Su Historia Antigua de México fue publicada en el exilio impuesto por la corona a la Compañía de Jesús. Esta obra, escrita con estilo claro, iba encaminada a defender la civilización y la naturaleza americanas de los errores de Buffon, Raynal, de Pauw y Robertson, a quienes justificadamente trata de "turba" de escritores mal informados y peor intencionados. Clavijero fue también autor de una Historia de la Antigua o Baja California.
Jesuita también fue el cronista de la época colonial, el padre Andrés Cavo. Su obra, expuesta en forma de crónica, es enjundiosa y amena, redactada en una prosa ligeramente arcaizante. La obra Historia civil y política de México fue vuelta a bautizar en el siglo XIX por don Carlos María de Bustamante, quien le puso una continuación (pues la obra de Cavo llega hasta el año de la expulsión) que resultó más voluminosa que la obra que la precede, y le cambió el título por el muy sugestivo de Los tres siglos de México.
Humanistas y biógrafos de sus correligionarios fueron Juan Luis Maneiro y Manuel Fabri, pulcros latinistas cuyas obras -sobre todo la de Maneiro, De Vitis aliquot Mexicanorum, etc.- forman una valiosa fuente de información sobre las vidas de los jesuitas expulsos. Cabria, por último, mencionar al padre Pedro José Márquez, esteta y erudito estudioso de las antigüedades mexicanas, cuyas obras fueron publicadas, como las de Maneiro y Fabrí, en Italia, donde permanecía después de la expulsión de la orden.
También interesados por la arqueología y las antigüedades fueron el ya mencionado astrónomo León y Gama y el enciclopedista Alzate. Del primero poseemos una obra titulada Descripción Histórica y Cronológica de las dos Piedras que con ocasión del nuevo empedrado que se está formando en la plaza principal de México, se hallaron en ella el año de 1790. El lacónico título no corresponde al interés del contenido y a la erudición que despliega su autor en la obra, ya que una de las piedras era nada menos que la Coatlicue y la otra la Piedra del Sol, conocida también como Calendario Azteca. Sobre esta última, Gama hizo una interesante disertación acerca de la cronología de los antiguos mexicanos. La segunda parte de esta obra no fue publicada sino hasta 1832. También nos ha quedado de este autor una interesante Descripción de la ciudad de México antes y después de la llegada de los conquistadores españoles, apenas publicada hace algunos años.
Alzate también tuvo inquietudes arqueológicas. La Descripción de las Antigüedades de Xochicalco apareció en su Gaceta y fue dedicada a los miembros de la expedición de Malaspina. Ahí Alzate diserta sobre la utilidad de estudiar las antigüedades de un país y en particular sus minas arqueológicas. “Un edificio –escribe- manifiesta el carácter y cultura de las gentes: porque es cierto que la civilidad o barbarie se manifiestan por el progreso que las naciones hacen en las ciencias y artes."
Cabe mencionar, por último, dentro de esta serie de estudios, al padre Benito María de Moxó y Francolí y al anticuario filipense José Pichardo. También digno de mención es José Granados y Gálvez, autor de una deleitosa e injustamente olvidada obra llamada Tardes Americanas, donde en forma dialogada y en estilo ameno nos da una historia del mundo prehispánico y colonial que bien puede ser la única síntesis histórica completa (ya que abarca los períodos indígena y colonial) que haya sido elaborada en el siglo XVIII por un solo autor.
Para finalizar mencionaremos que una de las principales disposiciones de Carlos III fue la dirigida a don Juan Bautista Muñoz, historiador español, para que preparase una historia general de las Indias. Una de las órdenes de la corona estipulaba la recolección de libros y documentos que pudiesen servir para la redacción de dicha abra. La disposición databa de 1780, y desde este año el franciscano mexicano Manuel de la Vega se puso a la ingente tarea de allegarse y copiar los materiales solicitados. Fruto de esta ingrata labor fueron los treinta y dos volúmenes de copias de documentos entregados después de doce años, y que bajo el título de Memorias para escribir la Historia Universal de la América Septentrional pudieron permanecer en nuestro país. Lo valioso de dichos papeles ha quedado plenamente comprobado por las publicaciones que se han hecho de los que se han salvado de la destrucción, de la polilla o de los ladrones. La preocupación por cuidar y custodiar los documentos que constituyen su historia no ha sido una de las actitudes más frecuentes en nuestro país, sino todo lo contrario.
El remedio de las lagartijas.
“El progreso que han tenido las ciencias ha sido sucesivo y lo más útil que en ellas se ha descubierto hasta el día no tiene más antigüedad que un siglo. Desde la mitad dei pasado se empezaron a perfeccionar la física y matemáticas. ¿Qué hubiera dicho Aristóteles si se le hubiera preguntado por la electricidad? ¿Qué, si hubiera visto que con una máquina neumática se extraían de mil partes de aire las noventa y nueve? En su tiempo y en el de Tolomeo y hasta la mitad del décimo séptimo siglo se tuvieron por meteoros aéreos los cometas hasta que Hevelio los declaró astros. El descubrió el movimiento de libración de la luna, formó de ella una perfecta Selenografía y dio otros descubrimientos útiles a la astronomía. ¿Quién halló la sucesiva propagación de la luz sino Römer? ¿Y cómo? Por accidente: observando los eclipses de los satélites de Júpiter, de lo que dedujeron Cassini, Halley y Bradley el tiempo que tarda la del sol en bajar a la tierra, que es el de ocho minutos. ¿La existencia de estos planetas secundarios por tanto tiempo ignorada, sus eclipses y el conocimiento de sus órbitas, a qué se deben sino al invento de los anteojos, que no ha dos siglos que se halló y que han llegado en el día a la mayor perfección con el descubrimiento de los vidrios acromáticos? Las materias luminosas y ardientes conocidas con el nombre de fósforo, ¿cuánto tiempo estuvieron ocultas en la física, hasta que a fines del siglo pasado las descubrió el fracaso de uno que buscaba en la orina la piedra filosofal? Pues, ¿qué prueba el que no se hubiera hallado en los tiempos de Hipócrates y Galeno el uso interno de las lagartijas, cuando aquél floreció cuatrocientos años antes del nacimiento de nuestro señor Jesucristo, y éste ciento y cincuenta después?”.
(El texto de este inciso se tomó de Antonio León y Gama: Instrucción sobre el Remedio de las lagartijas).
Noticia del meteoro observado en esta ciudad en la noche del 14 del corriente.
“Serían las 8 y media de la noche[2], cuando mi mozo advirtió se registraba en el cielo una luz particular por la parte del norte; al punto subí a mi pequeño observatorio, y registré una parte del círculo formada de una luz rojo obscura. La persuasión en que estaba de que las auroras boreales sólo son observables en las partes septentrionales o meridionales del globo, me tenía perplejo. A primera vista parecía que en la villa de Guadalupe había algún incendio; pero reconociendo que entre la luz y la ciudad se miraban bien claros los cerros que están contiguos a la villa, se me presentaba la idea de que acaso el pueblo de San Juanico o de San Cristóbal eran los que incendiados causaban aquella luz; pero también advertía que estos pueblos son pequeños para poder esparcir tanta copia de luz, a más de que en un incendio la luz se observa cónica y no circular como la de la ocasión; por lo mismo deseché la idea de que fuesen algunos campos incendiados, pues sólo en la primavera acostumbran quemarlos, a más de que en estas ocasiones no se registra semejante fenómeno, por lo que hube de reconocer que era una aurora boreal.
“Tampoco imaginé que otros pueblos situados al norte, como Zumpango. etc., fuesen los incendiados, porque en virtud de la curvatura del globo, y lo poco que puede elevarse la luz causada por un incendio, no se podían desde México registrar los efectos del estrago. Todo esto bien reflexionado, me determiné a creer era una aurora boreal. A lo mismo asintió D. Mariano de Castillejo que me acompañaba, en virtud de haber leído y meditado lo que es este meteoro, aunque ni él ni yo, ni creo que alguno en México lo haya registrado antes de esta vez que se nos ha presentado[3].
“Lo digno de notarse es que al paso que se iba desapareciendo el color rojo, le sucedía otro blanquecino semejante al que se registra por la parte del Norte cuando se prepara una fuerte helada.
“Como se escriben observaciones y no se debe omitir ninguna, aunque a primera vista se presente como de poco interés, debo advertir que a las nueve y cuarto el segmento se había inclinado algo hacia el Nordeste, respecto a lo que antes se verificaba, y que por entre la luz de la aurora se distinguían algunas estrellas. En él día 14 el termómetro expuesto al Norte estaba a las seis de la mañana en 7 grados, el barómetro señalaba 21 pulgadas 7 y media líneas, y el higrómetro 62 grados: el día fue muy sereno.
“¿Qué mucho que todo un público compuesto de más de 200.000 almas se conturbase, si sabemos que París, reputada por una de las cortes más sabias de Europa, no hace muchos años se consternó al saber que Saturno había desaparecido, entendiendo muy mal la expresión de uno de los primeros astrónomos de este siglo? La falta de conocimientos de la verdadera física ha hecho creer a los pueblos, sobrenaturales y espantosos los fenómenos raros que de tiempo en tiempo ofrece la naturaleza a indignación y entretenimiento de los sabios; y aunque el pueblo nunca será físico, si los muchos que estudiaron sus cursos de filosofía hubieran lo que es aurora boreal[4], habrían desde luego libertado al público de un temor[5], efecto sólo de su ignorancia en esta parte, así como desengañaron a muchos varios sujetos instruidos en las ciencias naturales.
“¿Se teme algún contratiempo cuando se ve el arco iris? No: pues éste es un fenómeno que se verifica en los límites de la atmósfera terrestre, y las auroras boreales se presentan a infinita distancia respecto de ella, como lo demuestra el sabio Mairan en su obra sobre la aurora boreal.
“Este sabio atribuye este meteoro a la luz zodiacal que se separa y por esto nos hace visible. Por lo que pueda contribuir respecto a los progresos de la física, expondré estas dos observaciones subalternas. En el sol, entre otras muchas manchas de que ha estado cargado, desde el día 7 se registran cinco de mucha magnitud, la menor de éstas excede dos o tres veces a la grandeza de la tierra, y anoche hora y media antes de que se observase la aurora boreal, la luz zodiacal se presentaba muy clara y se extendía del Oeste-Sudoeste al Nordeste, por más de cuarenta grados.
“Se dirá acaso que en los terremotos, los rayos son temibles no obstante de ser efectos naturales. Son temibles, sí: como lo es la picada de un insecto, la mordida de una víbora, y aun en esto se conoce la debilidad del hombre. Referiré la reflexión de Muschenbrock.
“Este sabio dice muy bien hablando de Leyden (y yo lo digo respecto a México): en cada año mueren por fiebres agudas mil o más personas, y apenas perece uno por el rayo; no obstante esto, se teme mucho más al rayo, menos destruidor de la especie humana, que a las fiebres agudas. El aparato con que se presentan algunos fenómenos los hace más temibles; no todos los meteoros son señales de la justicia divina, son efectos de la omnipotencia: Opera manuum tuarum sunt coeli.
“P. D. Esta aurora debió verse en Europa a la madrugada del 15: ya las noticias públicas nos describirán el fenómeno, que para esta parte del mundo debe haberse presentado muy brillante, como también a los habitantes de la Asia septentrional. En América septentrional, esto es, Nuevo México, Sonora, California, etc., debió registrarse con igual brillartez, salvo circunstancias locales. También debió observarse, débil y de corta elevación, en los obispados de Puebla, Oaxaca, Chiapas, Guatemala y en parte de Nicaragua[6]”.
(El texto de este inciso se tomó de José Antonio Alzate; Gacetas de Literatura de México).
Academias filosóficas.
“Ilustrísimo Señor:
“En los siglos de la brillante Antigüedad, dice un sabio Filósofo, era la filosofía la mas agradable ocupación de los hombres ilustres. La nobleza de su objeto, y la utilidad de sus conocimientos, la procuraron tantos discípulos, cuantos eran los genios adornados de singulares talentos. Ninguno se atrevía entonces a aspirar al título de hombre grande sin haberse adquirido el de Filósofo. En los siglos bárbaros subsistió la Filosofía, pero tan desfigurada, que no se podía conocer. No era ya aquella Reina majestuosa, cuyo estudio elevaba los pensamientos, cuyas luces aclaraban el espíritu, cuyas vigilias y trabajos eran tan provechosos a la humanidad. Era solamente una esclava abatida, que no se atrevía a pensar por sí, sino por otros: que no se ocupó por muchos siglos sino en fruslerías impertinentes: que envileció el corazón y abatió el ingenio, ocupándose en ridiculeses, y frívolas algaravías. Al estudio de la Naturaleza y de los entes reales, substituyó el estudio de los Hirco-ciervos y de los Entes de razón. Al estilo sencillo y nervioso con que ella adornaba sus ideas tan claras como sublimes, sucedió una confusa embrollata de términos bárbaros y pueriles anfibologías. La servil ciega deferencia a las preocupaciones de la Escuela dominante, sofocaron aquel ardiente amor de la Verdad, que formaba antes todo su carácter. Hablaba Aristóteles, y la Experiencia y la Razón no se atrevían a contradecirle. Este era la Filosofía antes de los Verulamios, Descartes, Wolffs, Desagüiliers, Muschembroecks. Comparecieron estos grandes hombres, y pelearon a favor de la Razón contra todo el Universo, que estaba sujeto al Peripatetismo. Los principios sólidos, las ideas claras y distintas, la hermosa luz de la experiencia, fueron las armas con que estos sabios Filósofos hicieron la guerra a la preocupación, y este fue el tribunal donde fueron citados y juzgados todos los conocimientos y opiniones humanas. La ignorancia se resistió y murmuraba; pero la preocupación vio caer por tierra sus edificios, y la Filosofía resucitada volvió a entrar en todos los derechos que la pertenecían, la tenía usurpados el Error. Victoriosa de la preocupación, despojada de la barbarie y de las fruslerías; fecunda en conocimientos útiles, ella hace en este siglo mas que en otros las delicias de los Príncipes, y de todas las Naciones cultas de la Europa.
“Nuestro Augusto y amado Soberano el Señor Don Carlos III (que Dios guarde) considerando como uno de los mas importantes objetos de sus paternales cuidados y solicitud la educación de sus vasallos jóvenes, y persuadido. que la piadosa y sabia instrucción de esta preciosa porción de la república, cuanto es necesaria para mantener en los pueblos la pureza de la religión, la rectitud de las costumbres, tanto es conveniente para preparar al Santuario ministros escogidos, a la Patria útiles ciudadanos, al Soberano súbditos fieles, al Estado fama y ornamento: se ha servido acordar con los sabios Ministros de su Real Consejo, que se introduzca en las Universidades y Estudios públicos este buen gusto de la útil y sensata Filosofía como se manifiesta en el Plan de Estudios de la Universidad de Salamanca, en los de la de Alcalá, Valladolid, y otras.
“Esto mismo, Ilustrísimo Señor, procuré poner en planta desde el año de 1771, en este muy Ilustre Colegio de San Francisco de Sales, que la piedad del Señor Don Fernando VI (que esté en gloria) confió a esta Congregación. Las utilidades y ventajas que logran los jóvenes en los Colegios de Italia con el estudio de la buena Filosofía (como yo mismo observé el tiempo que me detuve en aquellos países) me hicieron conocer que debía solicitar las mismas a la juventud de nuestra América, y con este intento he procurado, el primero de mis compatriotas, instruir a los jóvenes americanos en todo lo mejor que se encuentra en los mas célebres Filósofos, formándoles el gusto con una Filosofía. en cuanto me parece, clara, metódica, libre de aquellas vanas sutilezas de la Escuela, abundante en descubrimientos útiles, provechosa para defender las verdades de nuestra católica Religión contra el Ateísmo, y contra los infames discípulos de Espinosa, Hobbes, Bayle, y otros perniciosos Materialistas de este siglo: útil finalmente para formar ciudadanos instruidos, que puedan dar lustre esplendor al Estado.
“Estos son, Ilustrísimo Señor, los tales cuales servicios, que he procurado a la juventud Americana, no obstante las contradicciones que he tenido que sufrir de parte de aquellos, que bien hallados con la preocupación, y con el antiguo método, no quieren dar oído a la razón y a la experiencia, sospechando en esta Filosofía no sé que herejías, que no han reconocido hasta ahora las Academias y Universidades de París, Roma, Bolonia, Nápoles: Universidades muy católicas, y de las cuales ha muchos años que está desterrada la vulgar Filosofía de las aulas, como inútil para la buena instrucción de los jóvenes: herejías, que solo subsisten en el entendimiento de aquellos, que siendo maestros en las doctrinas del Peripato, se avergüenzan de estudiar en su vejgez, lo que saben hombres de pocos años: herejías finalmente, que no han podido descubrir tantos Reyes, Príncipes, y Magistrados católicos, los cuales, como dice un Soberano ilustre de Italia, han juzgado con razón tan útil la nueva Filosofía, que en cada Reino e Imperio con la restauración de las letras, se han visto renacer bajo su protección las Academias, las observaciones, las experiencias, por las cuales ha recibido tanto aumento, tanta claridad, la moderna Física.
“Estas Academias, que tengo el honor de dedicar a V. S. Illma. y comprenden algunas materias de la Física, me parecen muy útiles, para que los jóvenes traten en su lengua nativa las cosas mas bellas de la Filosofía, pues ya las han tratado muchas veces en latín en los actos públicos, y conferencias en que se han ejercitado. La singular protección que V. S. Illma. ha mostrado en este Colegio (aun prescindiendo de otras muchas razones) me obligan a ofrecerlas a V. S. Illma, cuya sabiduría, amor al buen método de estudios, y demás raras circunstancias que adornan su Persona, con tantas y tan notorias, que no pueden reducirse al corto campo de una Dedicatoria, ni necesitan expresarse, ni la singular modestia de V. S. Illma. permite el declararlas. Michoacán se ha dado con razón los parabienes de lograr un Príncipe como V. S. Illma. de quien espera, entre otros utilísimos reglamentos, este tan necesario para el buen método en los estudios de la abundante e industriosa juventud del Obispado. Quiera el Señor dilatar la importante vida de V. S. Illma. para que veamos efectuados sus nobles deseos, para bien universal de su Diócesis, amparo de este su Colegio”.
(El texto de este inciso se tomó de Juan Benito Díaz Gamarra: Academias filosóficas).
Dos fragmentos de Humboldt sobre Nueva España.
“Ninguna ciudad del Nuevo Continente, sin exceptuar las de los Estados Unidos, presenta establecimientos científicos tan grandes y sólidos como la capital de México. Citaré sólo la Escuela de Minas, dirigida por el sabio Elhuyar, y de la cual hablaré cuando trate del beneficio de los metales; el Jardín Botánico y la Academia de pintura y escultura conocida con el nombre de Academia de las Nobles Artes. Esta academia debe su existencia al patriotismo de varios particulares mexicanos y a la protección del ministro Gálvez. El gobierno le ha cedido una casa espaciosa, en la cual se halla una colección de yesos más bella y completa que ninguna de las de Alemania. Se admira uno al ver que el Apolo de Belvedere, el grupo de Laocoonte y otras estatuas aun más colosales, han pasado por caminos de montaña que por lo menos son tan estrechos como los de San Gotardo, y se sorprende al encontrar estas grandes obras de la antigüedad reunidas bajo la zona tórrida, y en un llano o mesa que está a mayor altura que el convento del gran San Bernardo. La colección de yesos puesta en México ha costado al rey cerca de 40.000 pesos. En el edificio de la Academia, o más bien en uno de sus patios, deberían reunirse los restos de la escultura mexicana y algunas estatuas colosales que hay de basalto y de pórfido, cargadas de jeroglíficos aztecas y que presentan ciertas analogías con el estilo egipcio e hindú. Sería una cosa muy curiosa colocar estos monumentos de los primeros progresos intelectuales de nuestra especie, estas obras de un pueblo semibárbaro habitante de los Andes mexicanos, al lado de las bellas formas nacidas bajo el cielo de la Grecia y de la Italia.
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“Los principios de la nueva química, que en las colonias españolas se designa con el nombre algo equívoco de Nueva Filosofía, están más extendidos en México que en muchas partes de la península. Un viajero europeo se sorprendería de encontrar en lo interior del país, hacia los confines de la California, jóvenes mexicanos que raciocinan sobre la descomposición del agua en la operación de la amalgamación al aire libre. La Escuela de Minas tiene un laboratorio químico, una colección geológica clasificada según el sistema de Werner, y un gabinete de física, en el cual no sólo se hallan preciosos instrumentos Ramsden, Adams, Le Noir y Luis Berthoud, sino también modelos ejecutados en la misma capital con la mayor exactitud, y de las mejores maderas del país.
“En México se ha impreso la mejor obra mineralógica que posee la literatura española, el Manual de Orictognosia, dispuesto por el señor Del Río según los principios de la escuela de Freiberg, donde estudió el autor. En México se ha publicado la primera traducción española de los Elementos de Química, de Lavoisier. Cito estos hechos separados, porque ellos dan una idea del ardor con que se ha abrazado el estudio de las ciencias exactas en la capital de la Nueva España, al cual se dedican con mucho mayor empeño que al de las lenguas y literatura antiguas”.
(ALEJANDRO DE HUMBOLDT: Ensayo Político sobre el Reino de la Nueva España.)
Bibliografía.
Arias Divito, J. C. Las expediciones científicas españolas durante el siglo XVIII, Madrid, 1968.
Bravo Ugarte, J. La ciencia en México, México, 1967.
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Memorias del Primer Coloquio Mexicano de Historia de la Ciencia. México, 1964.
Miranda, J. Humboldt y México, México, 1962.
Moreno, R. Ensayo bibliográfico de Antonio León y Gama, “Boletín de Investigaciones Bibliográficas”, U.N.A.M., México, 1970.
74. La cara oscura del Siglo de las Luces.
Por: Bernardo García Martínez.
Introducción.
El ultimo tercio del siglo XVIII es ciertamente un período de cambios profundos en México y en otras partes de la América española. Algunos de ellos se han estudiado en diversas secciones de esta investigación. En su mayoría, como en el caso de las reformas político-administrativas o en el de las modificaciones impuestas al sistema de comercio exterior, los cambios experimentados significaron entrar de lleno en algo novedoso y antes nunca visto. El régimen borbónico, actor principal en este teatro de mudanzas, aparecía en ocasiones como el joven modernista cuyo principal interés es acabar con el pasado. No quedaban atrás, a su lado, los filósofos, quienes, ávidos de salir de las garras de un viejo molde de pensamiento, estaban deseosos de caer en las de uno nuevo (aunque ellos no lo dirían desde luego de este modo) y lucharon por desterrar a la filosofía peripatética de las aulas y de los libros. Llegaron a ridiculizaría irrespetuosamente, representándola en un acto oficial -la visita del virrey a la Universidad en 1803- con la estatuilla de azúcar de una vieja "calva y arrugada, con tres verrugas negras y en ellas pelos blancos, repartidas en la nariz, cara y cejas, sus anteojos, un paño blanco corto suelto sobre la cabeza, túnica parda, encorvada sobre una muleta...". A su lado pusieron la figurita de una linda chica que representaba a la nueva filosofía natural. ¡Qué contraste! ¡Todo lo viejo iba caducando y por doquier plantaba sus reales la nueva mentalidad, la nueva filosofía, las nuevas costumbres, el nuevo gobierno y la nueva economía! Es natural que este gran concierto de novedades llamara la atención de quienes en lo sucesivo observaran la sociedad mexicana del alegre siglo XVIII. Y que casi nadie, ni aun entre los modernos historiadores, prestara atención a otros aspectos menos engolosinadores de esa época.
Debemos ser sensatos si queremos tener una imagen verdadera de la que el último tercio del siglo XVIII fue en realidad. Porque ser la ingenuo creer que se vivió entonces la gran conversión de nuestra historia. O que al finalizar el período, Nueva España hubiera resultado algo irreconocible para quien la había conocido cincuenta años antes. No olvidemos que detrás de todo el brillante y hasta escandaloso cuadro que nos dan las ciudades, los gobernantes, las universidades y los hombres cultos y culteranos, está la otra realidad de una sociedad predominantemente rural, indígena, aislada y paupérrima, que no fue completamente ajena a los cambios, pero en la que éstos se dejaron sentir casi siempre de modo indirecto y muy atenuados sus efectos, cuando no desvirtuados y convertidos más en una regresión que en un progreso.
Sería también tanto o más inexacto imaginarse a la sociedad de fines del siglo XVIII compuesta de sólo dos estratos sociales, de los cuales el superior es el único que conoció una vida de nuevo tono, pues la secularización de las costumbres, para tomar un ejemplo, tuvo muchas expresiones populares. También sería incorrecto imaginarse que la etapa en cuestión fue poco original o poco trascendente y pensar que los grandes cambios que dieron lugar al México actual deben buscarse exclusivamente en la Independencia, la Reforma, la Revolución o cualquier otro acontecimiento de los que se escriben con mayúscula. La realidad es que el siglo XVIII fue de sembradores, al que no le tocó vivir casi ninguna de las nuevas formas de vida que plantó, por el sencillo hecho de que le faltó tiempo y de que el terreno no fue fértil o no se abonó o tardó en dar su fruto.
El propósito de las páginas que siguen es el de hacer resaltar una serie de temas cuya tónica está no en las innovaciones y los cambios, sino en las supervivencias y en elementos que podríamos llamar constantes (pero que sería erróneo suponer estáticos) y no por ello dejan de ser propios y representativos del último tercio del siglo XVIII en Nueva España.
El estudio de una región en particular puede ayudarnos a comprender mejor algunos aspectos de esta última etapa del siglo XVIII. El enfoque local, si bien tiene sus limitaciones, tiene la ventaja de darnos una dimensión más humana de las cosas y también la de ponernos en guardia contra las generalizaciones.
Oaxaca en el último tercio del siglo XVIII.
Trasladémonos a una ciudad que parece reflejar la prosperidad de esta época. Antequera de Oaxaca era la única población que merecía tal título en todo el sur de Nueva España, donde la gente había vivido siempre muy dispersa y repartida en infinidad de pequeños pueblos. Por el número de sus habitantes, que fluctuaba entre los 18.000 y los 19.000, la ciudad ocupaba en 1790 el séptimo lugar, después de México, Puebla, Querétaro, Guanajuato, Zacatecas y Guadalajara.
Algo más de la mitad de esa población era española, criolla o mestiza, cosa que manifestaba los orígenes de la ciudad y se dejaba ver en el aspecto de sus edificios. Con el nombre de Antequera, que poco a poco caía en desuso, había sido fundada por españoles en los años inmediatos a la conquista, y su planta trazada con calles rectas tiradas a cordel conforme al sistema urbanístico que se volvió norma en algunas partes de América. La necesidad hizo que las construcciones fueran sólidas, pues los terremotos se sucedían con mucha frecuencia. En el siglo XVIII se renovaron muchos edificios y se construyeron más; por ejemplo, después de 1787, año memorable por haber ocurrido en él el recordado temblor de San Sixto. Cuarteaduras diversas y daños más o menos serios ofrecían la oportunidad de cambiar decoraciones o de incorporar alguna novedad, sobre todo en las iglesias, cuyo clero se contaba entre los principales beneficiarios de la prosperidad de esos años.
Política y economía.
Pero hay que considerar en su verdadera dimensión la riqueza de que gozaba Oaxaca en el último tercio del XVIII La ciudad, en lo particular, nunca había sido muy rica, y a principios del siglo difícilmente ha de haber contado los 5.000 habitantes. A su alrededor, la provincia de Oaxaca tenía una población de 400.000 almas, gente en su mayoría indígena, muy aislada y poco ambiciosa, a diferencia de las zonas centrales del país, donde predominaba una población mestiza y criolla con muchos recursos a su alcance y una mentalidad emprendedora, y cuyo desarrollo se toma comúnmente como ejemplo de las transformaciones que vivía por entonces Nueva España. En buena medida, la riqueza de la ciudad de Oaxaca se debía a un fenómeno en cierto modo externo. La industria textil europea, que estaba en pleno crecimiento, requería cada vez más colorantes y Oaxaca producía el carmín, la grana cochinilla, tinte obtenido de una variedad de cochinilla que se criaba en los nopales. La grana era, después de la plata, el principal y más valioso producto de exportación de Nueva España en el siglo XVIII. En 1771 alcanzó su precio más alto en la historia 32 reales la libra, que significó un ingreso de 4.200.000 pesos. Aunque tanto la producción como el precio bajaron después, su valor osciló normalmente entre uno y dos millones de pesos al año.
Por ese entonces la cochinilla se criaba exclusivamente en Oaxaca, y el secreto de la producción del colorante era algo que a los comerciantes de otras naciones les hubiera gustado mucho conocer. Un botánico francés, Thierry de Menonville, se aventuró a hacer un viaje a Oaxaca en 1777 para robar el secreto y unos ejemplares de nopales e insectos. Logró sacarlos del país, pero los perdió antes de llegar a su destino.
La cría de la cochinilla y la producción del colorante (que se obtenía matando, secando y exprimiendo los insectos) era una labor cien por ciento indígena. Eran contados los españoles o criollos que se dedicaban a ella. El paisaje rural de la provincia se había transformado radicalmente con la creciente demanda del producto, pues inmensas extensiones de tierra estaban sembradas de nopales. A principios del siglo, cuando empezaba el auge de la grana, el obispo fray Angel Maldonado había expresado su preocupación porque los indígenas dedicados a la cochinilla abandonaban el cultivo del maíz, que en cualquier momento podía escasear. En efecto, la crisis y el hambre se presentaron en 1779 - 1780 y sobre todo en 1785 - 1787. Pero no fueron ésas las peores plagas que sufrió la población indígena de Oaxaca: ya desde el siglo anterior era la principal víctima de uno de los peores vicios de la administración colonial.
Como en toda Nueva España, los gobiernos locales estaban a cargo de alcaldes mayores o corregidores (los términos eran sinónimos en el siglo XVIII), en su mayoría españoles peninsulares que, entre otras cosas, debían responder por la recaudación de tributos de las jurisdicciones a su cargo. Su salario era muy bajo y tenían que dar una fianza al tomar posesión. Esta la otorgaba generalmente un comerciante rico a cambio de la cual obtenía del funcionario local privilegios, ventajas y consideraciones. El resultado era un comercio ilegal y nada honesto, conocido con el nombre de repartimiento, una especie de monopolio en que se daba a los indígenas la mercancía que necesitaban a un precio muy alto y hasta se les obligaba a comprarla, recibiendo a cambio su dinero o sus productos. Dos circunstancias hacían particularmente apetecible y provechoso este comercio ilícito en tierras de Oaxaca: lo valioso de la producción indígena -grana y algodón- y el aislamiento que garantizaba la impunidad. Tal vez eso ayude a explicar por qué el territorio oaxaqueño se fragmentó en gran número de jurisdicciones, cada una con su propia autoridad local. A pesar de la fragmentación, muchas de las alcaldías mayores de esta provincia, Xicayán, Villa Alta, Cuicatlán, Teposcolula, Chichicapa, Oaxaca, Huajuapan y otras menores se contaban entre las más redituables del siglo XVIII. Y ciertamente los abusos y la impunidad habían sido tales, que a mediados del siglo anterior hicieron brotar en la vecina Tehuantepec un levantamiento indígena que se inició matando al alcalde mayor y se extendió al sur del virreinato.
Pero eran los comerciantes, más que los alcaldes mayores, quienes solían llevarse la parte del león, porque podían hacer muchas especulaciones provechosas con la grana y otros productos que obtenían a precios muy bajos. Unos eran de la Ciudad de México, poderosos miembros del Consulado de comercio que en ella estaba establecido, y otros de la propia Oaxaca. Pero no sólo ellos, también los conventos y otras corporaciones religiosas tenían tratos con los alcaldes mayores.
Los abusos y la corrupción de estos funcionarios eran ya tan evidentes y estaban tan extendidos por Nueva España, que las autoridades desde hacía mucho tiempo habían pensado en suprimir sus cargos. Ninguna de las medidas tomadas por la corona para evitar la explotación de los indígenas había resultado efectiva. Es cierto que el gobierno tampoco había hecho mucho por lograrlo. En su seno había grandes intereses encontrados. Después de todo, la grana constituía uno de los productos más valiosos del país, era producida por manos indígenas y prevalecía el criterio de que a la población nativa solamente se le podía inducir a trabajar por medio de la coacción y el látigo. Sin el repartimiento, se decía, decaería la producción, perderían los comerciantes y nadie querría hacerse cargo del gobierno de las jurisdicciones más remotas. Se le aceptó como un mal necesario y tuvo que ser reconocido oficialmente en varias ocasiones, particularmente en 1763.
El visitador José de Gálvez propuso en 1768 un plan de reorganización administrativa que suponía la implantación de Intendencias y la sustitución de los alcaldes mayores y los corregidores por subdelegados, responsables ante los intendentes y bien pagados, para que no tuvieran modo ni necesidad de dedicarse a ningún género de negocio. El proyecto, aunque inspirado en reformas administrativas llevadas a cabo en Francia y España, no parecía ser muy apropiado para México y así lo entendía el virrey Bucareli, para quien antes que hacer costosas innovaciones había que procurar que el gobierno fuera capaz de imponer sus principios. ¿No serían las autoridades reales tan incapaces de controlar a los subdelegados como lo habían sido ante los alcaldes mayores? El tiempo probó que Bucareli tenía razón, pues, cuando al fin se establecieron las Intendencias -especie de gobiernos provinciales- en 1786, las más altas autoridades del virreinato se vieron impotentes, como siempre, ante la magnitud del problema.
Para esto, la reforma sólo había podido llegar a promulgarse después de una larga serie de discusiones. Probablemente Gálvez, al planearla, subestimó el poder de quienes estaban más interesados en mantener el viejo sistema, los comerciantes, que tenían el apoyo del Consulado y la ventaja de formar parte, en su mayoría, de las milicias provinciales. Constituían, pues, un importante grupo de presión. Los mercaderes de Oaxaca y México anunciaron que sería inevitable la ruina del comercio y la industria de la grana si se ponían trabas a sus inversiones, aunque convinieron en que se debería depurar el control administrativo para evitar la corrupción. El poder de que gozaban se puso en evidencia en 1781, cuando lograron la abolición de un impuesto o alcabala al comercio interno de la grana que se había decretado apenas el año anterior.
El clero estaba también interesado en el asunto. El obispo don José Gregorio de Ortigoza se había colocado a la cabeza de la lucha contra los alcaldes mayores y sus abusos. Habiendo ocupado la mitra de Antequera en 1775, le tocó vivir los años en que la discusión estaba en su punto culminante, justo cuando también estaba en su cenit la producción del codiciado colorante. Al terminar la visita pastoral que hizo a su diócesis entre 1776y 1783 hizo público que el repartimiento era una verdadera peste de la cual lo único que se obtenía era la destrucción de los indios. Señaló que muchos naturales huían para escapar de los Corregidores y los alcaldes mayores y librarse de sus deudas, con lo que se perfilaba la desintegración de familias y pueblos enteros. La propia ciudad de Oaxaca estaba gobernada por oficiales corruptos y no había quien impidiera las injusticias, los abusos de los comerciantes y la delincuencia. Por su parte, los alcaldes mayores declaraban ser inocentes de todo... a la vez que el obispo no se abstenía de sostener una vieja pretensión de su iglesia, la de que los productores indígenas debían pagarle el diezmo de la grana recolectada. Alegando que la catedral no tenía con qué mantenerse y dispuesto a todo promulgó su terrible "Edicto sangriento" en 1780, excomulgando a todo aquel que no hiciese declaración jurada de su producción y no pagase el diezmo correspondiente. La supuesta pobreza de la catedral era totalmente imaginaria. El clero de Oaxaca, tanto el secular como el de los conventos, era de los más ricos de Nueva España, pues recibía cuantiosos diezmos de criollos y españoles por diversos conceptos y cantidades considerables como dotaciones y obras pías. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, el interés del clero oaxaqueño por adquirir tierras había ido en aumento y también empezó a hacerse de propiedades urbanas. Difícilmente podría recorrerse una legua de terreno en el valle de Oaxaca sin pisar una propiedad de la Iglesia, máxime que los propietarios laicos españoles eran cada vez menos. Sobre todo los conventos de Santo Domingo, Santa Catalina, la Soledad y la Concepción poseían muchas buenas haciendas. Los fondos de las fundaciones piadosas y las capellanías se invertían abiertamente en negocios de repartimiento. De ahí la magnificencia de los templos y el esplendor con que se mantenían.
Una vez implantado el nuevo sistema administrativo, en el que el repartimiento se suponía absolutamente prohibido, la imposibilidad económica de pagar salarios adecuados a los subdelegados dio finalmente al traste con los buenos propósitos de la corona. Se había pensado que dicha paga consistiera en el cinco por ciento de los tributos cobrados a los indígenas en cada jurisdicción. Pero el cobro de los tributos adolecía de muchos defectos. Por un lado, infinidad de personas evadían su pago y casi todos los gobernadores indígenas, que eran los responsables del pago de sus comunidades, arrastraban cuantiosas deudas. Por otro lado, se cometían con su cobro muchos abusos. El resultado era que el cinco por ciento de lo cobrado era demasiado poco para dejar satisfecho a cualquier funcionario, sobre todo si se ponía a comparar su paga con los pingües ingresos de sus antecesores, los alcaldes mayores, en las zonas productoras de grana. Para colmo, el hambre de 1785 - 1787 hizo bajar aún más la recaudación de los reales tributos y ocasionó confusiones en su administración. En consecuencia, los subdelegados se vieron en graves aprietos económicos y se embolsaron los tributos. No faltó quien abandonara el puesto, como el de Huajuapan, dejando una atenta nota y una deuda de más de 17.000 pesos que el gobierno tuvo que cobrar a su fiador. Porque los subdelegados, al igual que los alcaldes mayores, debían contar con un fiador que respondiera por ellos; pero ahora los comerciantes veían el poco provecho y el mucho riesgo que les iba en ello y se cuidaban muy bien de responder por nadie. Difícilmente encontraban los nuevos administradores locales quienes les dieran fianza y al fin, en algunas jurisdicciones, los antiguos alcaldes mayores quedaron ocupando el puesto de subdelegados.
La situación era tan delicada, que el virrey Manuel Antonio Flores, al entregar el gobierno en 1789, recomendó a su sucesor, el segundo conde de Revillagigedo, que procurara volver al viejo sistema. Los comerciantes oaxaqueños no cesaban de enviar testimonios e informes a las autoridades del virreinato pintando un negro cuadro de las consecuencias que acarrearían las reformas: los indígenas, libres de la obligación, se dedicarían a la ociosidad y a la embriaguez, Oaxaca perdería su prosperidad y toda la riqueza de la grana vendría por tierra. Con este punto de vista coincidían algunos subdelegados y el obispo Bergoza y Jordán. Otros funcionarios, entre ellos el intendente don Antonio Mora y Peysal, estaban convencidos de lo contrario y de que la libertad de comercio en los pueblos de indios favorecería los intercambios y beneficiaría a toda la población. Ambos partidos presentaban todo tipo de pruebas en apoyo de sus opiniones. Lo cierto es que la producción de grana, si bien hacía tiempo que había bajado de las impresionantes cifras de 1771, no experimentó con motivo de la implantación de las Intendencias una baja tan sensible como entonces se quiso hacer creer. A pesar de las protestas, que se levantaban en toda Nueva España, y de que era evidente que el nuevo sistema empezaba a corromperse como el viejo, Revillagigedo no introdujo ninguna novedad.
Fue su sucesor, Branciforte, quien aflojó el control, manteniendo una política neutral que dio pie a que los subdelegados se comportaran exactamente como antes los corregidores y los alcaldes mayores, entregados impunemente al comercio de repartimiento. En 1794 se acordó tolerarlo oficialmente, “siempre que no se cometieran abusos”, lo cual era dejarles la puerta abierta y dejar en letra muerta todas las reformas de la década anterior en lo referente a gobierno y administración local. El asunto se discutió todavía por mucho tiempo en México y en el Consejo de Indias, pero nunca se llegó a una decisión. Así, los comerciantes recobraron el dominio de la producción de grana.
Pero de cualquier modo la posición de muchos de ellos había cambiado substancialmente. Con la plena apertura de Nueva España al comercio libre en 1789, surgió en Veracruz un grupo pequeño pero emprendedor de comerciantes que entró en competencia con el de México. El nuevo grupo aspiraba más que nada a dominar el comercio de la grana y empezó a relacionarse con los subdelegados, sustituyendo a los comerciantes de México, y a relacionarse también con los mercaderes oaxaqueños. Tenían a su favor el hecho de que el comercio entre Veracruz y Oaxaca era directo y más fácil que el que esta última ciudad pudiera tener con México, y también una mentalidad comercial más moderna. Cuando lograron dar su más duro golpe a sus colegas de la capital, al fundar su propio Consulado en 1795, su dominio sobre Oaxaca había llegado a ser casi absoluto.
Tal era, pues, la compleja situación en que se desenvolvía Oaxaca en el último tercio del siglo XVIII. Muchos aspectos de su vida dependían estrechamente del juego político y económico que a grandes rasgos hemos explicado, pues la riqueza de la ciudad era la del lucrativo y poco honesto comercio de la grana. Años después, cuando el precioso Colorante se empezó a cultivar en Guatemala y en Africa, y cuando se logró obtener el mismo carmín con otros procedimientos, la ciudad presintió notablemente el fin de su comercio. Es interesante advertir que su extensión urbana a. fines del siglo XVIII era casi la misma que la que ocupaba en 1950. En el campo, marginado y pobre como siempre, la población indígena abandonó indiferente los nopales y se dedicó de nuevo al cultivo del maíz.
Oaxaca contaba también con otras fuentes de riqueza. Hemos mencionado la producción de algodón, que dependía fundamentalmente de las cosechas de Jamiltepec, en la región sudoccidental de la provincia, de la costa de Pacífico y de las tierras templadas del norte. En la ciudad había obrajes que mantenían una producción considerable, aunque técnicamente poco avanzada, y que funcionaban con la mano de obra de más de quinientas personas. Las telas de Oaxaca eran apreciadas y se vendían bien en la Ciudad de México, en las poblaciones de El Bajío y en los centros mineros del norte.
Por otra parte, no debe suponerse que la población indígena vivía homogéneamente sumida en la terrible situación de explotación que hemos estudiado. Un caso diferente, aunque en cierta medida excepcional, lo dan los pueblos indígenas del valle de Oaxaca, es decir, los que rodeaban a la ciudad de Antequera en una área de no más de treinta kilómetros a la redonda. La necesidad de abastecer a la ciudad les permitió dedicarse a la ganadería, la agricultura y las artesanías, en las que no era de esperarse que los comerciantes pusieran el interés que pusieron en la grana; y la proximidad al gran mercado de la capital provincial hacía imposible implantar el repartimiento forzoso de bienes entre ellos. A algunos indígenas benefició el hecho de estar sujetos a las autoridades del Marquesado del Valle, que tenían encargada la administración política de una parte de la región al poniente y al sur de la ciudad de Oaxaca; la jurisdicción llamada de las Cuatro Villas. El Marquesado era una institución que vivía en buena parte de los tributos de sus vasallos, y para tener seguro el cobro de los mismos le convenía mantener a su población libre de cargas ilegales y en plena posesión de sus tierras y bienes.
A diferencia de lo que sucedió en el centro de México, los pueblos del valle en general, y no solamente los del Marquesado, lograron conservar sus tierras a lo largo del período colonial y la nobleza indígena pudo mantener privilegios económicos considerables. La propiedad de los españoles no pudo expandirse porque las tierras que quedaron las tomó la Iglesia. Ya mencionamos que las ocupadas por particulares españoles o criollos eran cada vez menos en el siglo XVIII, y la razón es que las actividades más lucrativas para ellos eran el comercio y la administración.
Relacionada con las actividades económicas propias de la provincia estaba la del transporte de materias primas y productos elaborados de Oaxaca y hacia ella. Como la ciudad era la única población grande en medio de una inmensa región rural de casi cien mil kilómetros cuadrados, es natural que fuera un nudo importante de comunicaciones y un mercado interregional de primer orden. El comercio se hacía sobre gruesos trenes de mulas que recorrían los tres caminos principales: a Huajuapan, Puebla, Cuautla y México uno; a Tehuacán, Orizaba y Veracruz otro, y a Tehuantepec, Chiapas y Guatemala el tercero, amén de las rutas locales. Desgraciadamente nos son desconocidos muchos detalles de la organización de los caminos y de la arriería en esta parte de México. Es sabido que la ruta de Tehuacán, que pasaba por Cuicatlán y Teotitlán del Camino, se había convertido hacia el siglo XVIII en una de las más transitadas de Nueva España, y lo fue más a finales del siglo conforme los lazos mercantiles entre Veracruz y Oaxaca se fueron haciendo más estrechos. Por el camino del sureste, lo más traído era el cacao de Soconusco, de la costa de Chiapas, que era entonces una provincia de Guatemala. Este producto mantenía una de las más respetables industrias de la vieja Antequera, la del chocolate. "Hácese el mejor y más sazonado chocolate de toda Nueva España", decía el padre Florencia a fines del siglo XVII en su Historia de la Compañía de Jesús, y puede decirse todavía en nuestros días. El comercio con el resto de Guatemala era muy escaso, pero la comunicación estaba abierta y la situación de Oaxaca sobre el camino de México a la vecina Capitanía General, si acaso no benefició notablemente, sí es cierto que influyó en la vida de la ciudad. Las noticias de Guatemala llegaban a ella con prontitud. La naturaleza de las relaciones entre las dos ciudades se aprecia mejor si se piensa que al sobrevenir la guerra de Independencia y durante las campañas de Morelos, el obispo, el intendente, varios funcionarios y sobre todo algunas de las principales familias españolas de Oaxaca emigraron a Guatemala.
La sociedad.
Por los caminos llegaban también muchas de las novedades que tenían mucho éxito en diversas partes de Nueva España. Parece ser que el terreno de las costumbres era el más susceptible a los cambios, porque la austeridad tradicional era exagerada y tenía que ceder algún día. Testimonios que nos han quedado de muchos acres censores de la vida novohispana a fines del siglo XVIII nos hablan de una sociedad insufrible, depravada, lasciva, afeminada, relajada, desentonada, loca perdida, profana, apocada y corrupta, por no citar sino once de entre los numerosos conceptos semejantes expresados por dichos severos censores en documentos de la época. En Oaxaca, el escandalizado obispo Ortigoza se vio precisado a publicar el siguiente edicto en agosto de 1782: "Don José Gregorio Alonso de Ortigoza, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica obispo de esta ciudad de Antequera Valle de Oaxaca y su obispado, del Consejo de Su Majestad Católica:
"El desorden, que vamos a reprender y prohibir, ha sido siempre uno de los que más ha ejercitado la vigilancia y celo de los prelados de la Iglesia de Dios, a cuyo cargo ha puesto la salvación de las almas redimidas con su preciosísima sangre, y es de tanta gravedad, que da materia, no sólo para formar un edicto, como el presente, sino es para una pastoral muy dilatada.
"Con no poca amargura de nuestra alma hemos entendido por informes de personas graves, y celantes, que en esta ciudad, y obispado, entre nuestros súbditos se va introduciendo, o por mejor decir está ya introducida, la peste de las almas, y la ruina de la modestia, y pudor cristiano: Los bailes digo, y especialmente ciertos bailes lascivos, y llenos de abominación, indignos de nombrarse entre cristianos, por sus canciones, gestos, movimientos, horas, lugares, y ocasiones, en que se ejercen, y frecuentan.
"Para conocer que los bailes, como hoy se practican entre hombres y mujeres, son positivamente contrarios a la profesión del cristianismo que hicimos en el bautismo, no es necesario hacer reflexión a la doctrina, que en este punto nos dan las Santas Escrituras, en el Viejo y Nuevo Testamento, los sagrados Concilios, Santos Padres, y Doctores de la Iglesia; basta una razón bien ordenada, y un juicio no pervertido, para asentir a esta verdad, y confesarla, a pesar de la corrupción de los corazones de los hombres por perversos que sean. Si esto no es bastante para desvanecer la ilusión, y ceguedad, de muchos, creednos, creednos, que el mismo demonio padre de la mentira, se ha visto precisado a confesar que él es el autor de los bailes.
"Como nuestra intención, y el fin de este edicto, no es prohibir de un mismo modo, y con iguales penas, todos los bailes, exhortamos a todos nuestros súbditos, que se abstengan aun de aquellos, que pasan, y se estilan entre gentes honradas, como peligrosos, y lazos de la honestidad. Pero siendo, como son, no sólo ocasionados a pecar, sino pecaminosos en sí (sin que esto pueda ponerse en cuestión), los que llaman la llorona, el rubí, la manta, el pan de manteca, o de jarabe, las lanchas, el zape, la tirana, la poblanita, los temazcales, y otros, por lo lascivo de las coplas, por los gestos, y meneos, y desnudez de los cuerpos, por los mutuos recíprocos tocamientos de hombres, y mujeres, por armarse en casas sospechosas, y de baja esfera, en el campo y en parajes ocultos, de noche, y a horas en que los señores jueces no pueden celarlos, para no hacernos reos en el tribunal de Dios de un disimulo delincuente, siendo traidores a una de las principales obligaciones de nuestro sagrado ministerio, por las presentes, prohibimos, con grave, y formal, precepto, bajo la pena de excomunión mayor, trina canonica manitione en dro., praemisa labre sententiae con citación para la tablilla ipso facto incurrenda, los citados bailes de la llorona, el rubí, la manta, el pan de manteca, o de jarabe, las lanchas, el zape, la tirana, la poblanita, los temazcales, y otros cualesquiera lascivos, mandando, como mandamos, a todas, y cualesquiera personas de uno, y otro, sexo, vecinos, estantes y habitantes en esta ciudad, y obispado, que se abstengan de ellos, en público, o en secreto, en las casas, accesorias, zaguanes, en las calles, o en el campo. Y prometiéndonos de la vigilancia de los señores corregidor, y alcaldes ordinarios de esta ciudad, y demás justicias reales de la diócesis, que en cumplimiento de la obligación que les incumbe de extirpar estas abominaciones del pueblo cristiano, prestarán los auxilios convenientes, y contribuirán con su autoridad, al remedio de tan grave daño, los exhortamos, y pedimos en las entrañas de Jesucristo, con toda la eficacia que nos inspira nuestro fervor, y deseos de la salvación de las almas, a que celen estos desórdenes, y obscenidades. Y para que llegue a noticia de todos, y no tengan excusa, se fijará este edicto en nuestra Iglesia, y demás sitios que convenga, y se circulará en el obispado. Dado en nuestro Palacio Episcopal de Antequera, a veintiséis días del mes de agosto de mil setecientos ochenta y dos años.
"Quedándose con copia cada cura, para publicar este edicto, y fijando un tanto en la puerta de la iglesia, se enviará al curato siguiente.
"El obispo de Oaxaca".
Por otro lado, debemos reconocer que la mayor parte de los testimonios que nos hablan de una sociedad depravada y corrompida (aun tomando en cuenta lo que se entendía entonces por eso, que hoy no sería gran cosa) son ciertamente exagerados. El edicto del obispo Ortigoza pudiera parecernos también injusto, porque acusa solamente la deshonestidad y la desnudez de los pobres (que nunca estuvieron bien vestidos) y olvida que el afrancesamiento y la frivolidad fueron llevados primero que nada a los salones, a las tertulias, a los cafés y a los paseos por los virreyes y los altos funcionarios, que no hacían más que copiar la última moda europea. Pero no podemos acusarlo de parcial mientras no tengamos la seguridad de que en Oaxaca, en esa fecha –1782-, el relajamiento de las costumbres hubiese afectado a todos los niveles de la sociedad. Porque las costumbres populares tenían sus propios medios de difusión -arriería, ferias, peregrinaciones, etc.- que ni eran los mismos ni tenían que correr parejos con los que llevaban las costumbres de las clases media y alta. La mayor parte de los testimonios que tenemos referentes a las costumbres de éstas se refieren a la Ciudad de México, y el estado actual de nuestros conocimientos históricos no nos permite asegurar que en Oaxaca predominaran las mismas.
Pero hay razones para suponer que la vida de la ciudad no se modernizó mucho en esta época que estudiamos. A éste respecto es muy reveladora la historia del arte y en particular la de la arquitectura religiosa, que es una de las expresiones más acabadas de los gustos y las ideas estéticas de una sociedad. Se ha advertido por una parte que en Oaxaca fue poco socorrida la modalidad estípite del barroco mexicano, y en cambio rápidamente adoptada la neóstila, que puede situarse en términos generales entre 1770 y 1795 y que parece llevar consigo el deseo de renovar una tradición arquitectónica que, como la que dominaba hasta entonces en Nueva España, era fundamentalmente rígida y estática. Pero por otra parte, el neoclásico, que significa la renovación total del arte y su sujeción a principios académicos, que era entonces lo más moderno, casi no dejó huellas en esta ciudad durante la época colonial. En 1805 México y otras ciudades, desde Puebla hasta El Bajío, contaban ya con importantes construcciones neoclásicas, pero el ambiente barroco de la opulenta Antequera aún no había sido amenazado. El barroco neástilo parece corresponder a una etapa del siglo XVIII en que, con un nueva sentido crítico, se desconfía de los viejos valores y se está dispuesto a la apertura y el reformismo, pero sin llegar demasiado lejos. El neoclásico va más allá, a la negación de la propia cultura y a la búsqueda de una nueva, ilustrada y racional, y corresponde a una etapa inmediatamente posterior.
Es dudoso que la sociedad oaxaqueña haya alcanzado esta segunda etapa a finales del siglo XVIII y aun a principios del XIX. Los que han visto un siglo XVIII totalmente renovado, secularizado e ilustrado en Nueva España han calificado al conjunto con lo visto en algunas ciudades o dentro de algunos círculos. Pero tampoco debe negarse la modernidad de Oaxaca. Si es correcto derivar del arte una interpretación como la que hemos hecho, apoyada con los datos de este breve estudio de la ciudad y su región, es evidente que Oaxaca vivía la crisis de los valores tradicionales y estaba dispuesta a la apertura. Aunque no haya superado aquéllos ni logrado ésta, como sucedió en otros lugares de Nueva España, haberlo intentado es muestra suficiente de que vivía el espíritu del siglo.
Aspectos de la vida de una villa mexicana: Guadalupe a finales del siglo XVIII.
Las calamidades.
La plaga más terrible que asoló a la villa de Guadalupe durante varias centurias fueron las inundaciones a que se vio sujeta, algunas de las cuales, como las acaecidas en los años de 1756, 1763, 1767, 1795 y 1814, produjeron incalculables perjuicios.
Para comprender los temores que en la Ciudad de México se produjeron ante el peligro de verse inundada ella misma, es preciso tener una idea de las proporciones que este azote alcanzaba. Vamos, pues, a reproducir la descripción hecha por el escribano que pasó con el oidor Trespalacios a hacer un reconocimiento de los daños originados por la inundación que ocurrió, a causa de las copiosas lluvias, en la madrugada del 30 de septiembre de 1763.
Hemos de advertir que esta descripción fue formada no en el momento de máximo peligro, sino después de que se hubieron ejecutado algunas providencias para contener las aguas.
“Cuando llegó el oidor al santuario (de Guadalupe), nos dice el escribano, se vio venir tan excesiva abundancia (de agua) por la calle que nombran de Terrenate, y es la que va para a arquería, que estaban aislados los vecinos de las casas de uno y otro lado, por llegar la agua hasta las puertas, y salía con tal ímpetu para la Plaza, que formaba en toda ella un caudaloso río, y extendiéndose desde las faldas del puente hasta el cementerio de la iglesia. Y al pasar por ella daba el agua a los pechos de las mulas del coche en el centro de la Plaza. Y apeado Su Señoría en el cementerio, se reconoció que era poco lo que faltaba para que hubiese entrado a él el agua, que se percibía, por las señales de ésta, el que había bajado de la altura a que subió.”
Era, así, natural que la Ciudad de México mandara a sus maestros de arquitectura con toda presteza a averiguar las causas y a remediar los daños. En esta ocasión el maestro don Ildefonso de la Iniesta abrió un portillo al río de Guadalupe, en terrenos de la hacienda de Aragón, con lo que las aguas, saliendo de madre, inundaron entonces las tierras de los indios de la villa y de Zacualco y los sembradíos de la hacienda, y rebalsándose en la garita de Peralvillo, donde existía una especie de hoya, amenazaron inundar la Ciudad de México.
Con toda precipitación y ante tal amenaza, se cerró el 11 de octubre el portillo abierto; pero entonces se volvió a inundar la plaza del santuario y la iglesia sufrió serios desperfectos. Al día siguiente estaban tan anegados los caminos laterales de la calzada de piedra que sólo por canoas podían ser transitados.
Fue preciso ante todo levantar las duelas de la compuerta que estaba inmediata a la garita de Peralvillo, destruir una presa de piedra y un terraplén que habla hacia el rumbo del Peñón y abrir varios portillos, trabajos todos ellos que se tuvieron que ejecutar en canoas.
En el año de 1767, también a causa de las lluvias que cayeron, la capital del virreinato volvió a sufrir otra terrible inundación durante la cual los vecinos, para poder salir de sus casas, se vieron obligados a hacerlo por medio de puentes levadizos.
A veces, las inundaciones eran originadas por otras causas. Por ejemplo, la de 1795 y años siguientes se produjo porque el río de Guadalupe y la acequia de las canoas no estaban debidamente limpios y, al empezar a llover, como la calzada vieja servía de presa a las aguas, la tierra que había entre ambas calzadas se volvió una laguna intransitable.
Otra de las calamidades padecidas con frecuencia por la villa y los pueblos indígenas de los alrededores fueron las pestes.
En los años de 1806 y 1807 se desarrolló una que, por sus efectos, parecía que iba a desolar la región. Se caracterizaba por una fiebre maligna y muy contagiosa que, a los cuatro, siete o nueve días de adquirirla, provocaba la muerte.
En las afueras del pueblo de San Juan Ixhuatepec, en donde era mayor el número de apestados, se estableció un hospital que impartía todos los auxilios que el virrey había ordenado se prestaran. Las medicinas, los alimentos y los cuidados de los médicos enviados de la capital, unidos a un aseo escrupuloso, evitaron que la peste se extendiera. Con todo, el número de fallecidos en esta ocasión fue de 206, de los cuales más de la mitad eran vecinos de San Juanico.
Otra paste de terribles estragos fue la causada por una fiebre pútrida acaecida en 1810 y que también tuvo por principal asiento a Ixhuatepec.
La habitación.
La falta de edificios destinados para habitación en la villa provocó numerosisímas protestas desde que pasaron a residir a Guadalupe los capitulares. La escasez se fue acentuando por la ruina de los edificios antiguos y por el aumento de la población. Pero los clamores levantados por esta causa sólo fueron escuchados al trasladarse a la villa la fábrica de cigarros.
En la representación fechada el 26 de julio de 1784, el abad y el cabildo de Guadalupe solicitaron del rey que para incrementar la población ordenara que la fábrica de puros y cigarros de la Ciudad de México se trasladara a la villa, a fin de que los diez o doce mil individuos que en ella trabajaban, y que constituían cerca de tres mil familias, se avecindaran en este lugar.
El director del tabaco se mostró adverso a la idea del traslado expresando que la administración resentiría serios perjuicios y la villa en nada se beneficiaría en caso de realizarse esta medida, porque los operarios de la fábrica pertenecían a una clase social ínfima.
Pero el cabildo aseguró en otra representación dirigida al protector del santuario el 9 de febrero de 1787 que, habiendo menos escándalos y malos ejemplos en Guadalupe que en México, las costumbres de los cigarreros indudablemente mejorarían, y la administración del tabaco también percibiría considerables beneficios. Uno de ellos era la posibilidad de que se uniera el almacén con las oficinas, con el consiguiente ahorro de trabajo, reducción de expedientes y supresión de robos, lo cual no podía verificarse en México porque no había sitios disponibles tan extensos como se requería y, aunque los hubiera, su costo tenía que ser muy elevado. Otro de los beneficios era el ahorro de fletes del tabaco y del papel, pues, siendo la villa jornada obligada de las recuas que conducían estos productos, los arrieros podrían descargar allí las remesas y las mulas gozar de las ventajas que ofrecían los mejores potreros del rumbo y, para ofrecer un mayor número de ventajas, el cabildo se comprometía a vender las casas que la colegiata poseía en la Ciudad de México para el culto de la Virgen, obras pías y aniversarios, con el objeto de fabricar en la villa las casas de los operarios, conformándose con pedir una reducida cantidad por su arrendamiento.
La respuesta no se hizo esperar, pero en un sentido negativo: el rey dispuso que por entonces no se hiciera en este asunto ninguna novedad. Sin embargo, el cabildo insistió repetidas veces en su petición y, al fin, el virrey accedió a sus súplicas aprobando un proyecto que se refería a la subdivisión en varias de la fábrica de México, con el objeto de evitar los perjuicios dimanados de la reunión de tanta gente en un solo lugar.
La fábrica de cigarros se trasladó a la villa el 16 de agosto de 1799, alquilándose para ella y con carácter provisional mientras se obtenía la aprobación real, el mesón de San Antonio, que estaba situado en el paseo del Bosque y al cual se le hicieron rápidamente las adaptaciones necesarias. La real orden de 25 de enero de 1800 autorizó esta medida.
Pero la colegiata no consiguió vender tan prestamente como se lo había propuesto las casas que poseía en México, por lo que, con la llegada de los trabajadores de la fábrica, el problema de la habitación en Guadalupe revistió caracteres más agudos, puesto que los dueños de las fincas se negaron a reparar oportunamente los deterioros de sus casas, o si lo hacían, era con una lentitud desesperante a fin de no arrendarlas hasta que los cigarreros estuvieran en la villa y se vieran obligados a pagar subidos alquileres.
Varios bandos, que autorizaban la construcción de casas y prohibían la alteración de precios de las que estaban ya fabricadas, se habían publicado; pero no eran obedecidos por nadie, porque el justicia de México no había precisado con exactitud en cuáles sitios podía edificarse, ni tampoco había tomado en cuenta la condición de los solicitantes de casas, muchos de los cuales estaban reducidos a tan mísera situación que el magistral de Guadalupe, doctor Francisco Vélez, afirmaba que estaban imposibilitados tanto para labrar en lo eriazo como para reedificar lo arruinado.
La situación nos la expone el mismo magistral, quien afirmaba que había algunas casas “...en que han subido con exceso el arrendamiento, pero la orden de que se repongan a su antiguo precio se ha de entender con el juzgado. Y hay otras fincas de particulares engreídos que, aprovechándose de la ocasión, las han puesto en otro tanto más de lo que valían sin acordarse que ni sus casas han variado de situación, ni los que las pueden habitan del estado de pobres”.
El arcipreste no se limitaba a describir cuadros amargos. Concretamente, sugería las providencias que deberían tomarse respecto a estos propietarios voraces:
“... como a vecinos tiranos y no útiles a la república, el justicia debía notificarles en sus propias personas, hacerlos que obedecieran y que conocieran las obligaciones que tienen de servir a un público de quien sacan provecho”.
Y, desde luego, proponía que se recurriese a los caudales públicos y a los hombres ricos que pudieran otorgar fácilmente préstamos para edificar nuevas casas.
Ahora bien, en Guadalupe no existían casas de vecindad, que eran las que habitaban los individuos de las clases humildes a las que pertenecían los cigarreros. Estos, pues, se vieron obligados a continuar viviendo en la Ciudad de México y acudir diariamente a la villa. Y en la calzada de Guadalupe era un espectáculo obligado a todas horas del día el que presentaban los trabajadores de ambos sexos transitando velozmente para llegar a tiempo a sus labores.
Las penalidades de los operarios y el abuso de los caseros, junto con la falta de energía que demostraban las autoridades, hacían que se desbordara como un torrente la indignación del cura magistral, el cual interpelaba en una vibrante representación dirigida al virrey:
“¿Que hacen, Señor Excelentísimo, los ingenios patrióticos, los Amigos del País, los maestros de obras y nuestros Académicos de Artes Prácticas que no proponen a la Nobilísima ciudad ideas adaptables para fabricar en Guadalupe, cuando saben lo mucho que insta el Rey Nuestro Señor para que se pueble este Santuario que ha honrado con el título de Insigne, y cuando a todos oyen decir la necesidad que hay de casas en Guadalupe para los nuevos habitantes? Si a la Academia y a los maestros les toca proponer y al gobierno político y económico el instruirse para obrar, yo no sé a qué esperan para hacer sus oficios”.
Al fin, estas quejas encontraron eco. El protector del santuario ordenó al teniente de la villa que obligara a todos los dueños de las casas a que inmediatamente y sin aducir el menor pretexto dieran principio a las obras de reparación, y creemos que la Ciudad de México movilizó a todos sus maestros de obras, y la colegiata, una vez vendidas sus propiedades, edificaría las casas que había propuesto, porque las quejas sobre este punto no volvieron a presentarse nunca más.
(El texto de todo el inciso E se tomó de Delfina E. López Sarrelangue: Una villa mexicana en el siglo XVIII, págs. 116-130, México, 1957).
El Estado de los marqueses del Valle de Oaxaca en el siglo XVIII.
Se recordará que, pocos años después de la conquista de México, Hernán Cortés obtuvo de los monarcas españoles una serie de recompensas y privilegios entre los cuales había uno muy considerable: una especie de dominio señorial sobre ciertos territorios y sus habitantes. Es lo que se conoció como Estado del Marqués del Valle de Oaxaca, aludiendo con este nombre al título nobiliario que simultáneamente se concedió a su poseedor. En atención a este mismo título, se conocía también dicho señorío con el nombre de Marquesado. Se recordará también que éste era mucho más extenso de lo que su nombre sugiere, abarcando su territorio no sólo el valle de Oaxaca, Sino vastas regiones en los alrededores de Coyoacán, Cuernavaca, Toluca, Santiago Tuxtla, Tehuantepec y otras poblaciones más. Tal vez para evitar malos entendidos, en el siglo XVIII se generalizó la costumbre de llamar a este inmenso señorío, un poco ambiguamente, El Estado, o a mayor abundamiento, Estado y Marquesado del Valle.
Pero ¿cómo era posible que existiera aún, a finales del siglo XVIII en el seno de una sociedad tan moderna y tan cambiante, semejante institución feudal, propia de los tiempos caballerescos? El caso es que el celebre Estado estaba en pleno apogeo. Habrá que considerar que ni esa sociedad era tan moderna, ni semejante institución era tan puramente feudal.
El Marquesado contaba ya con una historia política bastante accidentada. En dos o tres ocasiones perdió el favor de los reyes de España y estuvo "secuestrado" y a punto de desaparecer, pero los marqueses fueron siempre hábiles para ganarse de nuevo la real protección. Para entonces, ya difícilmente se reconocería en ellos a los descendientes del gran conquistador, pues de herencia en herencia todas las prerrogativas y los bienes de éste habían ido a parar íntegros, a unos señores napolitanos que llevaban el apellido Cortés en quinto lugar y que jamás habían puesto, ni pusieron. un pie en la América.
Aquí en Nueva España, el Marquesado era toda una institución que tenía un gran número de funcionarios y a su cabeza un gobernador. Este era un personaje respetable, conocido e importante en la corte novohispana del siglo XVIII. Se rodeaba de un aparato oficial bastante llamativo, sobre todo en las grandes ocasiones, como las tomas de posesión de otros funcionarios o de los alcaldes mayores que iban a regir, en su representación, cada una de las siete jurisdicciones territoriales en que se dividía el Estado en esa época: Coyoacán, Cuernavaca, Toluca, Charo, Santiago Tuxtla, Cuatro Villas de Oaxaca y Jalapa de Tehuantepec. El gobernador manejaba también una cantidad considerable de dinero, cercana a los cien mil pesos anuales, producto de las rentas del Marquesado -impuestos y tributos- y de diversos negocios particulares de los marqueses. Disponía de los terrenos baldíos comprendidos dentro de su jurisdicción, e intervenía en diversos asuntos de las comunidades indígenas. Sobre todo, intervenía también en la administración de justicia al lado del Juez conservador, otro importante funcionario.
La lista de las atribuciones del gobernador define bastante bien lo que era el Marquesado del Valle en esa época: la administración autónoma de gobierno y justicia en un territorio determinado. El límite de esa autonomía estaba en el reconocimiento de la soberanía suprema del rey y en la irrestricta sujeción a las leyes del reino. El Marquesado carecía, por lo tanto, de poder político y de facultades legislativas.
La autonomía del Marquesado era respetada algunas veces por las más altas autoridades de la colonia, y violada muchas, cosa que daba lugar a complicados, enmarañados e interminables procesos legales. La audiencia de México no perdía ocasión de disputarle al Estado injerencia en cuestiones de justicia, y las autoridades marquesanas constantemente se quejaban de la mala voluntad que les mostraba. Los virreyes, en cambio, parecen haber sido mas condescendientes, o menos celosos, y rara vez intervinieron en el gobierno del Estado, como no fuese para confirmar alguna disposición en nombre del rey.
Así, en el siglo XVIII, el Marquesado constituía un gran aparato administrativo que nada tenía de feudal. El feudalismo supone una autonomía política y una verdadera autoridad frente al rey a menudo en pugna con éste. Bajo un régimen feudal es de esperarse una marcada diferencia entre las condiciones de vida de un vasallo del rey y las de un vasallo cualquiera de uno de esos señores bien armados y dueños de vidas y fortunas, a veces benevolentes y a veces tiranos. En cambio, en la Nueva España del siglo XVIII, ser vasallo del Marquesado -y así se llamaba aún a todo habitante de su territorio, fuese español, indio o mestizo- no significaba mayor cosa. En casi nada se diferenciaban las condiciones de vida de uno de éstos, de las de uno de sus semejantes vasallos directos de la jurisdicción real. Pagaban los mismos impuestos y tributos aunque el beneficiario fuera diferente, se regían por las mismas leyes, usaban la misma moneda y sufrían igual que todos de las carestías y las escaseces.
¿Quiere decir todo esto que el Marquesado carecía de personalidad e importancia? No. La simple supervivencia de este señorío es muy significativa. y su estudio nos ayuda a percibir algunos aspectos de la historia del siglo XVIII.
La vida en el Marquesado podía adquirir algunos matices locales. En otro lugar de este mismo artículo se advirtió que el interés que tenían sus autoridades en cobrar íntegramente el tributo indígena se traducía en una administración menos corrupta, y en la protección a la propiedad rural de las comunidades. Pero es un fenómeno que no se conoce lo suficientemente bien como para suponerlo constante o generalizado.
La supervivencia del Marquesado muestra que la política reformadora de los Borbones no fue muy radical. Quienes la dirigían estuvieron siempre dispuestos a aceptar casos de excepción y a atender a privilegios particulares o corporativos. Inclusive en un asunto que se había meditado tanto y se consideraba de capital importancia, el establecimiento de Intendencias que garantizaran un mejor control administrativo y anularan los vicios de las antiguas alcaldías mayores, se autorizó expresamente la supervivencia de las pertenecientes al Marquesado, que no quedaron sujetas a ninguna intendencia (cosa que debe tomarse muy en cuenta al trazar el mapa político de fines del siglo XVIII). En otra parre de este volumen, al hablar de la provincia de Oaxaca a fines de este siglo, se ha visto también cómo las excepciones y las fallas desvirtuaron totalmente el significado de las reformas. De este modo, se toleraron también excepciones en otros asuntos y en otras localidades. El caso de las encomiendas también es muy ilustrativo. Debe advertirse de paso que el Marquesado no fue una encomienda -institución ésta que afectaba exclusivamente a la población indígena- aunque en sus principios haya surgido de las encomiendas de Hernán Cortés y haya compartido rasgos de esas instituciones tan características y estudiadas ya. A pesar de que se ordenó la abolición de las encomiendas en 1718, la política borbónica de conceder excepciones permitió la supervivencia de muchas.
También es interesante constatar cómo el recuerdo de los tiempos de la conquista se dejaba sentir de vez en cuando. Durante los largos y frecuentes litigios entre la Audiencia y el Marquesado éste argumentaba siempre que sus privilegios eran intocables porque habían sido concedidos originalmente a Hernán Cortés, conquistador de Nueva España. La Audiencia, de suyo un organismo bastante anticuado, era muy sensible ante argumentaciones de este tipo, que tal vez resultarían anacrónicas en el contexto de otras esferas más modernas o ilustradas del gobierno. Los monarcas reformadores de esta última época colonial raramente se atrevieron a hacer desaparecer las viejas instituciones para dar lugar a las nuevas, sino que las dejaron convivir. Así, en España, se toleró que el torpe Consejo de Indias siguiera ocupando un lugar al lado de las flamantes Secretarías de Estado.
Pero no por esto debe suponerse que el siglo XVIII permanecía aún al borde de la Edad Media. Pensemos en la Europa de hoy, que no es menos moderna por contar entre sus estados a Andorra y San Marino. Debe comprenderse que una mentalidad moderna -como la que empezaba a surgir en Nueva España en el siglo XVIII- no tiene que llevar aparejado el repudio a supervivencias de otros tiempos.
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75. Nueva España a principios del siglo XIX.
Por: Ernesto Lemoine.
Escribe el historiador Ralph Roeder que ''en las vidas de las naciones se destacan ciertos años singularmente más importantes que épocas enteras, porque las sintetizan". Podría ser 1803 uno de esos casos. Tope convencional, pues en la evolución humana no se dan cortes, es útil para resumir la realidad geohistórica de una Nueva España que llevaba casi tres siglos de existencia. Por otro lado, nos sirve también como punto de partida para explicar el acelerado proceso a que se verá sujeta esa misma realidad en las dos décadas siguientes.
En efecto, 1803 es el año de la paz de Amiens; breve respiro de una prolongada y decisiva guerra internacional, cuyo desenlace (Waterloo, 1815) significará la sepultura del Antiguo Régimen y el inicio de una época, la contemporánea, modulada por el hecho irreversible de la revolución francesa. Es el año en que Estados Unidos adquiere por compra el inmenso territorio de la Luisiana. Suceso que comportó muy graves consecuencias para el equilibrio geopolítico de la América septentrional. El notable humanista y científico prusiano Alejandro de Humboldt visita en ese año Nueva España. Su obra clásica, el Ensayo político, producto de sus observaciones e investigaciones, colocaría a Nueva España (México), para bien y para mal, en la órbita mundial del conocimiento científico, revelador y profundo. Con la llegada de Humboldt coincide la del virrey José de Iturrigaray, cuyo mandato señala el final de un período de crecimiento económico y, en medida más amplia, el colapso del gobierno colonial, como instituto firmemente establecido, con don Antonio de Mendoza, en el lejano 1535. Por último, 1803 es el año de la inauguración, en la Ciudad de México, de la soberbia estatua ecuestre de Carlos IV, homenaje inmerecido a un monarca mediocre y ramplón, pero obra escultórica genial, sin parangón en el continente, y que culmina tres centurias de creación artística en el mundo americano.
A principios del siglo XIX el imperio colonial hispánico, muy próximo a saltar hecho pedazos, se dividía, a efectos de su administración interna, en cuatro grandes virreinatos y en varios otros dominios de importancia menor. Aquéllos eran los de Nueva España, Nueva Granada, Perú y Río de la Plata, con sedes, respectivamente, en las ciudades de México, Santa Fe de Bogotá, Lima y Buenos Aires. Por su extensión territorial, el más vasto era el del Río de la Plata; pero el más valioso para la metrópoli, así por su estratégica situación, como por su densidad demográfica, cultura y recursos económicos, era el de Nueva España. El fabuloso Perú de los siglos XVI y XVII, cercenado de las grandes jurisdicciones con que se integraron los otros dos virreinatos sudamericanos y disminuido en sus privilegios monopolistas por la ley de libre comercio (1778), había venido a menos, y por la época en que lo visitó Humboldt era tan sólo un pálido reflejo del esplendor que lo hiciera famoso durante la dinastía de los Austrias.
A partir de la espectacular conquista de Hernán Cortés, la evolución de Nueva España fue ciertamente lenta, pero firme y sistemática. Es a lo largo del siglo XVIII cuando consolida su nombre y renombre y forja definitivamente su peculiar rostro material y espiritual. Nada de extraño tiene que entonces se la distinga como "la joya más preciada de la corona española", ni que al evaluar la obra de virreyes tan capaces como Casafuerte, Bucareli o los dos Revillagigedo (padre e hijo), se evoque durante el XIX, y no sin nostalgia. "la época de los buenos gobernantes coloniales", ni que se hable del "siglo de oro" y del "optimismo nacionalista" para singularizar la moderna e ilustrada centuria novohispana.
En general, y a primera vista, todo el siglo muestra un panorama deslumbrador y promisorio. La agricultura, la ganadería, la industria (así la privada como la estancada por el gobierno) y, en especial, la minería disfrutan de un auge nunca visto. Aumenta la capacidad de compra, el dinero circula con profusión, la moneda es firme y el crédito público sólido. En 1794, Joaquín Maniau -nuestro Canga Argüelles- calculaba los ingresos anuales del virreinato en casi 20 millones de pesos (cifra que no volverá a alcanzarse sino hasta medio siglo después de consumada la independencia, incluso cuando el valor adquisitivo de la moneda había padecido un sensible descenso), siendo de tal cuantía el superávit con respecto a los gastos del país, que de las Reales Cajas de México salían todos los años, aparte los crecidos envíos a la Península, fuertes sumas de dinero en concepto de subsidios o "situados", a fin de cubrir el déficit de colonias cuyas tesorerías siempre estaban sobregiradas: Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo, Luisiana (en el tiempo que fuera española), Florida, Trinidad (perdida en 1797), Marianas, Filipinas. Más aún: nos informa Maniau que al encargado de negocios de España en Holanda "se remitían anteriormente cinco mil pesos anuales, pero últimamente se le han enviado cien mil por una vez, en virtud de real orden de 16 de julio de 1793". Poco después, casi todo el presupuesto de la costosa legación de España en los Estados Unidos corría por cuenta de las rebosantes cajas de México.
Unos ejemplos más, entre los muchos que se podrían aducir, serán suficientes para completar el rápido trazo de esta Nueva España borbónica satisfactora de carencias y lujos ajenos. Por cédula de 20 de diciembre de 1736, Felipe V mandó pedir con urgencia la cantidad de dos millones de pesos "para cubrir los gastos de construcción del Palacio Real de Madrid". El dinero fue remitido puntualmente, junto con otros valores, en la flota que salió de Veracruz "al mando del teniente general don Manuel López Pintado, conduciendo para el rey y particulares 14.635.015 pesos, fuera de oro acuñado, plata, oro labrado y demás mercaderías". En 1741 la semioficial Compañía Guipuzcoana de Caracas se hallaba al borde de la quiebra porque el monarca, en apuros para financiar la guerra con Inglaterra, había dispuesto del activo de la empresa. Ante el riesgo de que se disolviera, arrastrando a la ruina a los accionistas y al descrédito al propio Estado, el rey no tuvo otro recurso que acudir a la tesorería de México para que ésta reparara el descubierto de varios millones de pesos, lo que se logró en el término de un año. No menos gráfico es lo que escribe Antonio Sánchez Valverde en su Idea del valor de la Isla Española (Madrid, 1785), sobre que había llegado a tal grado de postración y miseria Santo Domingo, que "fue menester que el soberano comenzase a enviar anualmente de México caudales suficientes", siendo tanta la necesidad "y tal la escasez de moneda, que la mayor fiesta era la llegada del situado, a cuya entrada por las puertas de la ciudad se repicaban todas las campanas y causaba universal regocijo y gritería".
Por último, un minucioso informe económico referido al año en que se inicia la guerra de Independencia, proporciona las siguientes cifras: "El comercio total de Nueva España con la matriz y puertos de América, ascendió el año pasado de 1810 a 36.347.484 pesos, según consta en !a antecedente demostración. Así, resulta haber sido 12.360.555 menos que el año anterior, aunque se iguala con corta diferencia a los comunes de paz de 1803 y 1804."
Pero si los recursos económicos del país, que experimentaron un alza considerable después de las reformas fiscales implantadas por el visitador José de Gálvez (1766 - 1771), sirvieron para atender gran número de urgencias foráneas, de igual manera, y en primer lugar, se aplicaron para satisfacer necesidades materiales, sociales, culturales y hasta suntuarias del propio virreinato. Porque no nos cabe la menor duda de que el siglo XVIII novohispano fue un siglo eminentemente constructor: caminos, puentes, acueductos, fortificaciones, iglesias, hospitales, hospicios, cascos de haciendas, palacios públicos, mansiones privadas, fuentes, conventos, obras de ornato, etc., en cantidad que hoy todavía asombra. Se levantaron incluso en los rincones más apartados de la Colonia, durante esa adinerada, y a veces despilfarradora, centuria borbónica. Y el afán edificador, accionado por la abundancia de fondos disponibles y de mano de obra, fomenta la inversión de los particulares y contagia a todas las autoridades, desde un simple alcalde ordinario hasta un virrey, desde un modesto párroco hasta un obispo o arzobispo. Notables en esos empeños fueron, al finalizar el siglo, los obispos San Miguel, de Valladolid, y Alcalde, de Guadalajara. Este último es el promotor del primer conjunto habitacional para obreros (artesanos) de que se tiene noticia en la historia de las prestaciones sociales en México.
Siglo barroco por excelencia, terminará en neoclásico, incorporándose así Nueva España a la moda estética que impone el Viejo Mundo. A las euforias conceptivas de un Jerónimo de Balbás o de un Lorenzo Rodríguez sucede, merced al control de la Academia, el espíritu contenido y geométrico de un Damián Ortiz de Castro o de un Manuel Tolsá; pero, de cualquier manera, sin abandonar los propósitos de grandiosidad y magnificencia visibles en los remates de la catedral de México o en el majestuoso Colegio de Minería, signos consustanciales de la época.
Aunque en materia de ideas las aportaciones novohispanas distan mucho de aproximarse a los altos y audaces niveles a que había llegado el pensamiento europeo contemporáneo, sobre todo en Inglaterra y Francia, la Ilustración de acá obtendría unos logros, no por locales, menos significativos. Desde 1722 hubo prensa periódica, que garantizó su permanencia a partir de 1784 (Gaceta de México); y en forma cotidiana desde 1805, al fundarse el Diario de México. Data de 1755 el primer intento serio por inventariar, con un subyacente orgullo nacionalista, las aportaciones culturales de Nueva España: tal es la finalidad de la Biblioteca Mexicana, del sabio Juan José de Eguiara y Eguren, obra que concluye otro erudito, José Mariano Beristáin de Souza, con una Biblioteca Hispano-Americana Septentrional, impresa en los últimos años del virreinato (1816 - 1821) como si, a manera de testamento, su autor hubiera tenido el propósito de legarnos el balance de tres siglos de pensamiento novohispano.
Entre ambos extremos hay que traer a cuento a los jesuitas, humanistas admirables, expulsos en 1767 y que desde su destierro siguen enriqueciendo el patrimonio espiritual del solar patrio. También, por supuesto, al ingenio vernáculo de José Joaquín Fernández de Lizardí ("El Pensador Mexicano", seudónimo por él adoptado), que publica en 1816 su celébrrrimo Periquillo Sarniento, picaresca que brota de la entraña misma de la sociedad local y, al decir de Pedro Henríquez Ureña, “en realidad la primera novela de un escritor nacido en la América hispánica que se haya impreso de este lado del Atlántico”.
También se erigen nuevos institutos educativos para reforzar y modernizar la estructura tradicional de la enseñanza, en un loable empeño por abrir otros senderos a la juventud, como el Colegio de San Ignacio (laico y para señoritas), la Academia de Bellas Artes de San Carlos, el Real Colegio de Minería y el Jardín Botánico. En el campo de la ciencia, figuras tan ilustres como Carlos de Sigüenza y Góngora y José Antonio de Alzate, muertos en 1700 y 1799 respectivamente, parecen resumir un siglo de talento, de sufrida y a veces mal comprendida labor investigadora, de vocación al servicio de la cultura y del progreso de su país natal. Y, en no es ocioso recordar que en esta época se ubica toda una serie de notables exploraciones científicas, útiles por cuanto estimularon la afición al paisaje, a las antigüedades y a los fenómenos naturales del amplio y múltiple espacio novohispano: a Inguarán (Michoacán), para examinar los criaderos de cobre; a Cuincho (Michoacán), para analizar las aguas termales; al Jorullo (Michoacán) y a la sierra de San Martín (Intendencia de Veracruz), para estudiar un volcán en erupción; a Xochicalco (Intendencia de México), para describir una ruina arqueológica. Y, a la vuelta del siglo, Iturrigaray, seguramente impulsado por la curiosidad inquisitiva del barón de Humboldt, patrocina la más sistemática y bien planeada exploración arqueológica que se intentara en el virreinato, enviando en 1804 al capitán Guillermo Dupaix "a viajar por todo el reino, a fin de indagar y descubrir cuanto se encuentre digno de la posteridad, relativo a las antigüedades de estos dominios antes de su conquista, examinando para ello los palacios, pirámides, sepulcros y estatuas... para ilustración de la historia antigua de este país". La súbita caída del virrey (1808) frustró en su fase final los trabajos del explorador.
En el renglón de la integración territorial, el virreinato de Nueva España se extendía desde el istmo de Tehuantepec (incluyendo la península de Yucatán, pero no Chiapas, dependencia de la Capitanía de Guatemala) hasta no más al norte del paralelo 38°. En efecto, las expediciones marítimas del último tercio del XVIII plantaron el pabellón español en las heladas tierras de Nutka (Vancouver), en un desesperado y fallido intento por eliminar a Rusia e Inglaterra (y poco después también a los Estados Unidos) del litoral noroccidental americano. Pero, en realidad, el extremo septentrional de Nueva España, por lo que toca a soberanía y dominio efectivo del territorio, no iba más allá de la latitud en que se asentaban tres poblaciones a las que bien puede aplicárseles para esa época el carácter de fronterizas: San Francisco (Alta California), al noroeste; Taos (Nuevo México), al norte, y Nacogdoches (Texas), al noreste. La adquisición de Luisiana por los Estados Unidos engendró un delicado y vidrioso problema limítrofe, temporalmente resuelto, después de un largo y áspero forcejeo, en 1819 (vísperas del colapso colonial) y con el tratado Adams-Onís, que fijó la divisoria entre Estados Unidos y Nueva España (heredada por la República mexicana) en los ríos Sabina y Arkansas y en el paralelo 42°. Al sur de esta marca y hasta la no demasiado precisa frontera con la Capitanía de Guatemala se dilataba el virreinato, cuya área aproximada era de unos cuatro millones de kilómetros cuadrados.
El centro político, administrativo, eclesiástico, económico y cultural de tan enorme país era la Ciudad de México, urbe mestiza, así por ser versión españolizada de la antigua Tenochtitlan como por la mezcla racial de su vecindario. No había ninguna en el Nuevo Mundo que la igualara en riqueza, calidad edilicia y cifra demográfica. Alzate, en molesta polémica con el virrey Revillagigedo a propósito del censo de 1790, sostuvo que era más importante y poblada que Madrid y que, contra lo asentado en los datos oficiales, el número de sus habitantes no era menor de doscientos mil. Lo cierto es que Humboldt quedó deslumbrado por su categoría urbana y su movimiento social, intelectual y mercantil; y que un viajero posterior la distinguió con el mote de "Ciudad de los Palacios", forma que se ha hecho del dominio popular.
Pero había otras ciudades dignas de mención. Ya fuera por el rango de ser capitales provinciales o sedes de diócesis, o Reales de Minas en bonanza, o por estar en las líneas troncales de comunicación, o bien en medio de fértiles comarcas agrícolas, o incluso por ser importantes núcleos de trabajo artesanal e industrial. El caso es que durante el XVIII se advierte un indetenido progreso urbanístico de varias localidades que crecieron con rasgos propios e inconfundibles: Mérida, Oaxaca, Puebla, Guadalajara, Zacatecas, Valladolid, San Luis Potosí, Guanajuato, Querétaro, Durango, Chihuahua, etc. En cualquiera de ellas se construyeron edificios y obras públicas de mayor categoría técnica y artística que, digamos, en la capital de un virreinato como Buenos Aires. Casi todas las poblaciones importantes estaban ligadas con la capital por caminos más o menos transitables en cualquier época del año. El trazado entre México y Veracruz, que en buena parte seguía la antigua ruta de los aztecas, fue concluido en tiempos de Iturrigaray. Era una verdadera obra maestra de ingeniería, sin igual en el resto de la América española. Dos puertos claves bien fortificados, Veracruz y Acapulco, ponían a Nueva España en comunicación con Europa y Asia; mientras un largo camino real, auténtica espina dorsal del virreinato, situaba a la metrópoli mexicana en el centro de dos activas terminales: Santa Fe de Nuevo México y León de Nicaragua.
Las jurisdicciones provinciales, que hasta muy entrado el siglo XVIIJ se denominaron gobiernos, corregimientos y alcaldías mayores, fueron uniformadas en 1786, siguiendo el modelo de la Península, bajo el sistema de Intendencias. Hubo doce de ellas, que llevaban el nombre de su respectiva cabecera: Mérida, Veracruz, Oaxaca, Puebla, México, Valladolid,. Guanajuato, Guadalajara, Zacatecas, San Luis Potosí, Durango y Arizpe. Coexistió con esta división territorial, en la zona septentrional del país, por razones militares y de seguridad, otra, planeada por el visitador Gálvez, la Comandancia General de las Provincias Internas. Y sobre estos moldes se trazó, después de 1821, el cuadro de las divisiones políticas del México independiente.
Todo lo hasta aquí expuesto sobre el virreinato haría suponer a un observador superficial de la época de Iturrigaray que se hallaba frente a una realidad en proceso tan permanente como sostenido de perfección, al amparo de la "paz octaviana" que se disfrutaba. Pero muy otros serían los signos agoreros del hundimiento de aquel sistema, en apariencia inconmovible. Hacia los años del nacimiento de Miguel Hidalgo (1753), la población de Nueva España apenas llegaba a los cuatro millones de habitantes; medio siglo después, más o menos, por el tiempo de la visita de Humboldt, la cifra había aumentado hasta cerca de los seis millones. La heterogeneidad racial y mental, la escasa densidad por legua cuadrada, la irregular distribución sobre un territorio de geografía desarticulada y difícil, así como los más profundos desniveles sociales, económicos y culturales son los rasgos predominantes de tal conglomerado.
Se acepta en general para el siglo XVIII la proporción del 40 % de indígenas (con una minoría de negros), otro tanto de mezclas (mestizos y mulatos, con todas sus capas intermedias) y un 20 % de blancos (europeos y americanos). Los dos primeros grupos, el 80 % del total, componían la población inculta, paupérrima y explotada, con escaso influjo en el gobierno general (civil y eclesiástico), en la economía y en la cultura del virreinato. Se trata de sectores desplazados casi por completo de los mandos esenciales que regían la complicada máquina sociopolítica. El tercer grupo (en el que hay que incluir a los miles de individuos que, no siéndolo en su totalidad, podían pasar por blancos y obraban como tales), un 20 % de la suma, controlaba el poder y se imponía sobre los otros, llevándose la tajada del león en el reparto de dividendos que generaba la Colonia. Pero esta clase, dirigente y pensante, la más preparada para conservar el sistema o, en caso necesario, modificarlo a su arbitrio, no integraba un bloque compacto y armónico, ni sus dos vectores defendían los mismos intereses. El Atlántico, amplia divisoria geográfica entre el Viejo y el Nuevo Mundo, era también la grieta psicológica y mental que se interponía entre los blancos de allá y los de acá, entre los "peninsulares" y los "criollos", entre los americanos y los europeos. Insinuada ya desde las décadas que siguieron inmediatamente a la conquista, la fisura se profundizó tanto y acentuó de tal manera las incompatibilidades que a la vuelta del siglo XIX llegaba a su punto climático y hacía imposible la continuidad de ese frágil status. La grave crisis, gestada a lo largo de más de dos centurias, dividió al país en dos bandos antagónicos fundamentales, el español (realista) y el criollo (independentista), que arrastraron tras de sí, como cola incontenible e inevitable, a los otros núcleos: indios, negros, mestizos y mulatos.
Rivalidad vieja y dicotomía secular, diálogo de sordos sobre quién tiene más derecho a manejar el timón oficial y a dirigir el organismo social, querella subyacente que endosa sus rencores de generación en generación y que hará factible el clima violento de 1810. El asunto es pródigo en testimonios de primera mano y de muy desigual valor en cuanto al análisis y franqueza de sus argumentos, pero útiles para captar el problema en sus más trascendentales implicaciones. Aquí ofrecemos dos alegatos, uno por cada postura, del lejano siglo XVII, tan de actualidad entonces como pudieron serlo hacia 1803.
El primero, de 1619, corresponde al agustino fray Baltasar de Covarrubias, nativo de la Ciudad de México. En su calidad de obispo de Michoacán envió a Felipe III un informe sobre el estado de su diócesis, en el que consigna las siguientes quejas: "Un grave daño y cizaña se ha arraigado en todas las provincias de religiosos de la Nueva España, banderizando los castellanos contra los criollos, queriéndolos supeditar, como de hecho los supeditan, informando siniestramente a V. M. y a vuestro Real Consejo, pidiendo en todas ocasiones religiosos de esas partes (en lugar) de aquéstas, con títulos de lenguas, siendo así que, además de que los nacidos en esta tierra, por estar connaturalizados en ella, las hay muy buenas, los que de allá vienen mal podrán, siendo ya de edad, aprenderla". Más adelante agrega: "Es caso recio y de notable sentimiento, que hallando V. M. nacidos en estas partes dignos de mitras, gobiernos, dignidades y prebendas, no los hallen los provinciales de las órdenes por capaces para regir un convento de dos frailes, lo cual cesaría si de allá dejasen de venir religiosos que no sirven de más que de atizar la llama de este fuego". Como se advierte, el prelado criollo exige que, en razón de la familiaridad con la tierra, los puestos de Nueva España, de cualquier clase y condición, se otorguen a los nativos y no a los venidos de fuera, que sólo se ocupan de "atizar la llama" de la discordia entre unos y otros. Obsérvese, además, que Covarrubias escribe en una época tan temprana como la del reinado de Felipe III y, sin embargo, sus ideas y clamores parecen de la segunda mitad del XVIII, al grado de que fácilmente las pudieron haber suscrito un Clavijero, un Alzate o un Hidalgo.
La parte contraria también lanzó su cuarto a espadas. En 1666 el español Juan Enríquez remitió desde la Ciudad de México a la reina Mariana de Austria una amarga carta en la que leemos estos agravios: "Los padres y religiosos de la orden de San Agustín en esta Nueva España se han resuelto, por sus particulares intereses, a no admitir ni dar hábito de su religión a ningún español, sino sólo a los que dicen criollos, nacidos en las Indias, no habiendo causa para ello. No es justo que a los vasallos de esta Corona, por la contingencia de nacer en España, se les prive del santo propósito de recibir el hábito de San Agustín; ni en esta materia puede haber ley del reino ni estatuto en su religión para no admitir el hábito a los españoles, que llaman acá cachupines, cuando vemos que lo reciben mulatos y mestizos porque nacieron en las lndias". Y, acumulando puntos en pro de su clase social, el quejoso añade: "Fuera de que siempre la división es odiosa entre vasallos de una misma Corona, ¿por qué causa los nacidos en las Indias han de ser más dignos del hábito de San Agustín que no los limpios españoles nacidos en España? Porque son limpios será, que es una consecuencia que se sigue. Fuera de que soy de parecer que en todas las comunidades, tribunales y religiones importa muy mucho que haya españoles nacidos en España, que llaman cachupines, porque adonde no los hay ya vemos su mal gobierno, y adonde hay tales cachupines, ya experimentamos su gobierno y su fidelidad, así para con Dios como su Rey y Señor".
Trasládense los juicios de Covarrubias (1619) y Enríquez (1666) a otras esferas, en especial las de carácter polítio-civil, y a otro siglo, en particular el XVIII. Hallaremos uno de los motivos claves de la insurrección de 1810, donde Hidalgo machacará que es injusta e intolerable la exclusión de los "nacidos en estas partes, dignos de mitras, gobiernos, dignidades y prebendas", mientras el virrey Venegas sentenciará de infieles a aquél y a sus seguidores "así para con Dios, como para su Rey y Señor".
La situación límite de esta confrontación secular ocurre al final del gobierno de Iturrigaray, acelerada por la crisis española de 1808: caída de Godoy, abdicación de Carlos IV, invasión francesa, renuncias de Bayona, formación de Juntas populares de gobierno; en suma, la debacle del orden monárquico institucional. En medio de aquella tempestad, el virrey quiso seguir pilotando su propio navío, adecuándose, por consejo de un grupo selecto de criollos, a las coyunturas favorables que le ofrecía el mismo caos de la metrópoli. Los gachupines, -voz sustantiva, no adjetiva- de la capital, movidos por la Real Audiencia, se opusieron a la novedosa tesis que alentaba Iturrigaray: instaurar, por el voto de los ayuntamientos de Nueva España, una Junta Suprema de México, de la que él sería cabeza, que detentara la soberanía mientras durase la cautividad de Fernando VII. Tamaño paso -discurrieron los oidores- conducía sin remedio a la emancipación política total. Y no dejaron que se diera. En la noche del 15 de septiembre de 1808, trescientos españoles acaudillados por el rico comerciante Gabriel de Yermo asaltaron el Palacio y aprehendieron al virrey con sus principales asesores, estableciendo un gobierno militar cerrado a toda innovación. Aunque, por lo pronto, exitosa, la medida no hizo sino exacerbar los ánimos. La súbita muerte en prisión de uno de los criollos más renombrados, el síndico del Ayuntamiento Primo Verdad y Ramos, fue como un sombrío aviso del destino que les aguardaba a los que intentaran promover un cambio político en el virreinato. Pero la oposición a los golpistas peninsulares, antes que intimidarse, reagrupó sus filas e inició la estrategia de las conspiraciones, disponiéndose a tomar el poder a cualquier precio. La rebelión de las masas -que diría Ortega y Gasset- se oteaba a la vuelta del camino. Y en esa hora crucial, como si hubiera llegado a tiempo de su cita con la historia, emergió la figura insólita de Miguel Hidalgo y Costilla, cura de un pueblo de la intendencia de Guanajuato.
Bibliografía.
Méndez Plancarte, A. Poetas novohispanos (3 vols.), México, 1942 - 1945.
Pascual Buxó, J. Arco y certamen de la poesía mexicana colonial (siglo XVII), Jalapa, 1959.
Reyes, A. Letras de Nueva España. México.
Rojas Garcidueñas, J. El teatro en la Nueva España en el siglo XVI. México, 1973.
76. Hidalgo y los inicios del movimiento insurgente.
Por: Ernesto Lemoine.
Hidalgo nació el 8 de mayo de 1753 en un rancho adscrito a la hacienda de Corralejo, obispado de Valladolid y jurisdicción que más tarde quedaría incorporada a la intendencia de Guanajuato. Su familia (padre español, madre criolla), que nunca disfrutó de una boyante situación económica, puede considerarse dentro de la categoría de la clase media baja. Hidalgo y varios de sus hermanos emprendieron la carrera sacerdotal, menos por vocación que por necesidad, habida cuenta que el sacerdocio era una de las pocas profesiones que garantizaban empleo seguro y cierto rango social a los individuos que, teniendo aspiraciones, no pertenecían a la élite capitalista y aristócrata. El joven Miguel hizo sus estudios en la ciudad de Valladolid, importante centro episcopal, de impresionante señorío arquitectónico, cuyo inquieto ambiente social e intelectual predisponía a la formación de espíritus modernos y rebeldes en potencia, como el propio Hidalgo, José María Morelos, fray Vicente Santa María, José Mariano Michelena y muchos más.
Valladolid es el estímulo, geográfico y psicológico, que más condiciona la razón y la emoción de Hidalgo. Salvo cortos intervalos de ausencia, ahí vive y madura por espacio de más de un cuarto de siglo, desde 1765 hasta 1792 en que marcha a hacerse cargo del curato de Colima. Llega a la ciudad siendo casi un niño, y sale de ella cuando las primeras canas asoman en sus sienes. Valladolid, en consecuencia, lo forma y lo conforma, modula y precisa su carácter. Téngase presente, además, que ninguno de nuestros caudillos de la independencia, de Hidalgo a Guerrero, vivió la experiencia metropolitana, ni mucho menos la más aleccionadora de ultramar, que en cambio amplió en gran medida los horizontes de los más famosos revolucionarios de América del Sur, como Miranda, Bolívar, O'Higgins o San Martín. Los de México ni siquiera tuvieron la oportunidad de penetrar a fondo en el ambiente de la corte virreinal, ni conocer, para llegado el caso precaverse de ellos, los recovecos y reglas del juego en que se movían las instituciones gubernativas de la capital de Nueva España. De ahí que, siendo por necesidad su ámbito el regional y a veces el pueblerino o parroquial, una ciudad del tipo y las características de Valladolid de Michoacán, cabeza de obispado y de intendencia, asumiera, para individuos del talento y el talante de Hidalgo, un valor de excepción.
Que fue un estudiante aplicado, sobresaliente y, hasta donde el medio se lo permitió, heterodoxo, nadie lo ha puesto en tela de juicio. Sus condiscípulos en el Colegio de San Nicolás –ilustre instituto en donde el espíritu de su fundador, el imponderable Vasco de Quiroga, seguía incitando a crear nuevas utopías- le asignaron el mote de El Zorro, debido al rasgo de astucia que ya entonces proyectaba su personalidad. ("Zorro", sinónimo de "malvado", fue la conclusión a que llegó el sabihondo y original teólogo Manuel Flores, inquisidor fiscal del Santo Oficio, en el auto de acusación “contra el reo Miguel Hidalgo”, suscrito el 30 de enero de 1811: "Que sus astucias, ficciones y engaños, los ejerció en dicho Colegio, de manera que sus colegas le llamaban El Zorro, dando a entender en esta expresión que así como el zorro es el animal más taimado, astuto, fingidor y engañador, así este reo era un verdadero retrato e imitador del zorro en sus astucias, ficciones, mentiras y engaños, como se manifestará en esta acusación.").
En 1774 Hidalgo recibe las cuatro órdenes menores; al año siguiente se incorpora al claustro docente de su propio colegio y en 1778 obtiene, al fin, el presbiterado. Bajo la atmósfera benigna de la Ilustración, que en Valladolid, a nivel provincial, fue muy estimulante, el joven catedrático de San Nicolás se permite el lujo de hacer público su reformismo intelectual, prolegómeno de su futura insurgencia política. Escribió una Disertación sobre el verdadero método de estudiar teología escolástica que, por su novedad, le suscité elogios y recelos. Cada vez más divorciado de la rutina y la tradición, que embotaban las conciencias, promovió actos académicos en los que sutilmente inculcaba a los estudiantes ideas renovadoras. Hidalgo salta a "noticia" periodística por primera vez en 1785, cuando la Gaceta de México del 9 de agosto de este año inserta la reseña de uno de esos actos literarios. En 1790 es designado rector de San Nicolás.
Aunque el ilustrado obispo fray Antonio de San Miguel (1784 - 1804) lo tuvo en alto aprecio, no permitió que Hidalgo desarrollara todas sus capacidades e iniciativas como rector del prestigiado colegio. Empezaba a temerse su indocilidad, su criterio abierto, su afición a las letras francesas, su carisma e influjo sobre los jóvenes. Por ello San Miguel decidió, en 1792, removerlo de ese puesto clave, alejarlo de Valladolid y enviarlo de párroco a un lugar periférico de la diócesis. El golpe dado a su carrera, hasta entonces en ascenso, tendría consecuencias incalculables.
Dieciocho años será cura de pueblo, primero en Colima, luego en San Felipe y, desde 1803, en Dolores; los dos últimos ubicados en la intendencia de Guanajuato, centro geográfico de Nueva España. Por temperamento, educación y vitalidad no podía ser Hidalgo un párroco resignado, sufrido y mediocre. Tanto en San Felipe como en Dolores se las agenció para descargar en coadjutores las obligaciones rutinarias de su cargo, mientras él se dedicaba a menesteres más gratos y provechosos a su cuerpo y a su espíritu. Lee mucho, en especial a autores franceses, a quienes a menudo traduce. Impulsa el buen teatro y pone en escena, ¡en aquel medio raquítico!, no a Lope ni a Calderón, sino a Racine y a Moliére. Organiza una banda de música y dispone tertulias con cualquier pretexto, pero muy especialmente cuando hay visitantes cuyo trato y charla le interesan. La bulliciosa casa que el cura habita en San Felipe -años de la Asamblea Nacional, la Convención, el Terror y el Directorio- no tarda en hacerse famosa con el significativo nombre de "La Francia Chiquita". Es tanto el ruido en torno al cura de San Felipe, que a principios de 1800 el Santo Oficio, merced a dos o tres denuncias anónimas, toma cartas en el asunto y abre un juicio a Hidalgo por blasfemo, hereje, vida disoluta, etc., que don Miguel, hábil y con buenas relaciones, logra parar. Sobreseído de momento el juicio, se abriría después de septiembre de 1810, cuando el sacerdote, transformado en jefe de una tremenda rebelión, diera motivos más poderosos para ganarse una condena del obsoleto tribunal.
Dolores, el último curato que desempeñó Hidalgo, no era una feligresía miserable, como se la calificó después de 1821, para acentuar la tendencia discriminatoria e injusta de los gobiernos episcopales de la Colonia con los párrocos criollos y mestizos en los destinos que les asignaban. No era jauja, desde luego, pero el vecindario vivía con cierto decoro y podía cumplir más o menos sus obligaciones diezmales y fiscales. Por otra parte, de la potencialidad económica del curato da una ligera idea el programa industrial, artesanal y agrícola que impulsó Hidalgo. El cultivo de la vid y del gusano de seda, la fabricación de loza y tejas y el curtido de pieles, eran giros que, aunque en pequeña escala, implicaban la existencia de un potencial inversionista y un mercado consumidor regionales; el cura operaba a base de créditos de Dolores y poblaciones cercanas.
Para un individuo conformista y simple, el lugar hubiera sido casi ideal; pero Hidalgo era ambicioso y complicado. Él estaba varios codos por encima del nivel medio de la instrucción sacerdotal de la época. Dentro de los cuadros de mando del servicio público, él se consideraba superior a muchos subdelegados e intendentes; también en la esfera eclesiástica se creía superar a no pocos canónigos y mitrados; en los dos planos le asistía la razón. Cumplido el medio siglo de edad, no podía menos que sentir sobre su alma el peso de una frustración humillante e intolerable: ver bloqueada su carrera, iniciada con tan buenos auspicios, en un ignorado curato pueblerino. Por ello da rienda suelta a su desesperada ansiedad, movilizándose. Va a Guanajuato, a San Miguel el Grande, a Querétaro, a Valladolid. Dolores es su centro, su sedante, su forzado refugio. Desde ahí ata cabos, formaliza compromisos, tantea el terreno.
En el ínterin, año de 1808, cae la monarquía y se da en la capital del virreinato el primer golpe de Estado que registran nuestros anales: el grupo dirigente español derroca al virrey legítimo y desata una ola de represión contra los criollos. A fines de 1809 es denunciada una conspiración en Valladolid, la ciudad dilecta de Hidalgo. Éste, amigo o conocido de casi todos los comprometidos en ella, rehusa participar, advirtiendo su inmadurez y sus escasas posibilidades de éxito; pero, ya desde entonces, su mente gira en torno a la idea de ser miembro destacado de alguna asociación que trabaje para derribar al régimen. La oportunidad se la ofrece otro grupo de criollos que se organiza en la ciudad de Querétaro más cercana a Dolores, bajo la protección solapada del corregidor Miguel Domínguez y, sobre todo, de la esposa de éste, doña Josefa Ortiz de Domínguez.
Aparte de algunos civiles de la clase media de esa opulenta ciudad, la conspiración de Querétaro era impulsada de manera especial por un puñado de jóvenes oficiales del ejercito: Ignacio Allende, Juan Aldama, Mariano Abasolo, Joaquín Arias, Francisco Lanzagorta y otros. Allende, el mayor de todos, nacido en San Miguel el Grande, intendencia de Guanajuato, en 1769, era el promotor y el alma de la conspiración, cuyas motivaciones políticas pueden reconstruirse a través de los argumentos que expuso a uno de sus compañeros de armas para animarlo a participar. En efecto, durante los procesos de Chihuahua a que fueron sometidos los primeros caudillos, Aldama declaró que, a mediados de 1810, en charla con Allende, éste le dijo: "Que era constante que Godoy y la mayor parte de sus hechuras habían salido traidores; que lo mismo había sucedido con la Junta Central, como constaba de papeles públicos; que la Junta de Regencia se hallaba en Cádiz y, por consiguiente, la España más perdida que ganada; que en esas circunstancias tan críticas había resuelto el gobierno de México que todas las tropas que estaban sobre las armas se retirasen; que esto era decir que se trataba de entregar el reino a los franceses; que el comercio de México había sorprendido a Iturrigaray por sospechoso; que ¿por qué los americanos, siendo mucho más el número, no habían de hacer otro tanto con el presente gobierno de la capital, y habían de dejar perder este reino?; que todo México, todo Guanajuato, todo Querétaro, Guadalajara, Valladolid, etc., se hallaban en la mejor disposición para levantar la voz a fin de que se estableciese una junta, compuesta de un individuo de cada provincia de este reino, nombrado por los cabildos o ciudades, para que esta junta gobernase el reino, aunque el mismo virrey fuese el presidente de ella, y de este modo conservar este reino para nuestro católico monarca el señor don Fernando VII. En sustancia eran las mismas ideas que los criollos de la capital, con Primo Verdad a la cabeza, le habían aconsejado a Iturrigaray, y, más o menos, las que movieron a los conspiradores de Valladolid en 1809.
Allende, fogoso, impulsivo, de figura atrayente, hubiera podido dirigir la rebelión, como eran sus deseos, de haberse canalizado está en forma de movimiento de la clase media criolla, con el elemento militar en un primer plano.
Pero estos ingredientes solos no bastaban y así se demostró en los intentos de los dos años anteriores para asegurarle cierta viabilidad de éxito. Hacía falta otro factor esencial, temido por los conspiradores, que en el fondo eran clasistas, si se quería sacudir desde sus cimientos todo cl virreinato: el pueblo y la participación de las masas. Para mover a este nuevo y explosivo protagonista social, se requería un guía con suficiente carisma y prestigio regional, de modo que pudiera ser oído, aplaudido y seguido por la muchedumbre. Fue entonces cuando, no sin pesar de Allende, el cura Hidalgo fue llamado a Querétaro.
El "Grito" de independencia -un suceso que para los mexicanos ha quedado emocionalmente grabado con la misma fuerza que el de la toma de la Bastilla entre los franceses- se pronuncia, como lo saben hasta los niños, en la madrugada del domingo 16 de septiembre de 1810, en el atrio de la parroquia de Dolores y ante una concurrencia de un medio millar de individuos, hombres y mujeres de humildísima condición. El instante ha sido mil veces relatado. Horas antes, en la casa de Hidalgo, en donde estaban reunidos los principales conspiradores ya denunciados a varias autoridades, se había discutido, bajo una atmósfera tensa, la decisión extrema. Testigos e historiadores concuerdan en lo que ahí ocurrió: las nervios estaban alterados; el pánico y las soluciones más absurdas predominaban en ese reducido grupo de dirigentes descubiertos y contra los que ya se habían dictado órdenes de aprehensión. Hidalgo calla y los observa a todos. De pronto, asume una actitud resuelta, lúcida e implacable. A la algarabía sucede el silencio más absoluto. El hombre se pone en pie, sus ojos parecen arrojar flamas, levanta los brazos, cierra los puños, golpea con fuerza sobre la mesa, alza la voz y exclama: "¡Caballeros, somos perdidos; aquí no hay más recurso que ir a coger gachupines!". Un soplo helado cundió en el recinto. Aldama objetó con timidez y susto: "Señor, ¿qué va a hacer vuestra merced? Por amor de Dios, vea lo que hace". Pero Hidalgo reiteré su decisión y la junta se dio por terminada. Cuando ya clareaba el día, el grupo se encaminó al atrio de la parroquia. Un desacostumbrado e insistente repique de campanas llamaba al vecindario a algo más, en esta ocasión, que a la cotidiana misa dominical.
Lo que dijo el libertador a los azorados campesinos, arrieros, artesanos y pequeños comerciantes congregados en el atrio, ha llegado a nosotros cubierto por una tupida hojarasca de contradicciones, fantasías y arreglos a posteriori. Lo más cauto, sobre todo en lo que toca a credo revolucionario, es interpretar el acto del 16 de septiembre a través de los documentos que Hidalgo fue suscribiendo en los días inmediatos a aquella fecha memorable. Para abreviar, sólo se citan dos testimonios.
En la intimación que desde Celaya dirige, el 21 de septiembre, al intendente de Guanajuato, Juan Antonio Riaño, Hidalgo habla de la "humillante y vergonzosa" sujeción de los mexicanos a "la península por trescientos años"; más en concreto, señala el motivo capital del levantamiento: los "derechos sacrosantos e imprescriptibles de que se ha despojado a la nación mexicana, que los reclama y defenderá resuelta". Interesa subrayar el trascendental aporte que aquí hace Hidalgo, individualizando su país como una entidad autonóma, que no debe llamarse más Nueva España, sino Nación Mexicana; nombre que ya involucra la idea precisa de patria (territorio, población, gobierno propio) y anticipa la voz y el concepto político definitivo de México.
El otro texto que puede esclarecer el contenido ideológico del "Grito" es una proclama, de mediados de octubre, en la que Hidalgo se dirige a sus "amados compatriotas, hijos de esta América", les anuncia que "el sonoro clarín de la libertad política ha sonado en nuestros días", y les pide que acudan "a ayudarnos a continuar y conseguir la grande empresa de poner a los gachupines en su madre patria, porque ellos son los que con su codicia, avaricia y tiranía, se oponen a vuestra felicidad temporal y espiritual". Aquí el caudillo enfatiza el propósito de ruptura total: la "madre patria" es "su" de los españoles, no de los mexicanos; por más que luego incida en la ambivalencia de combinar la lucha por la libertad del pueblo con la conservación "a nuestro rey de estos preciosos dominios". Esta proclama concluye con un marcial exhorto que, justamente, debió haber sido idéntico al pronunciado el 16 de septiembre: “¡Viva la religión católica! ¡Viva Fernando VII! ¡Viva la Patria y viva y reine por siempre este Continente Americano nuestra sagrada patrona, la Santísima Virgen de Guadalupe! ¡Muera el mal gobierno! Esto es lo que oiréis decir de nuestra boca y lo que vosotros deberéis repetir”.
Sobre un ámbito geográfico, que le era muy familiar, y arrollándolo todo a su paso, la primera etapa de la insurgencia cubre los siguientes puntos: Dolores, Atotonilco, San Miguel el Grande, Chamacuero (hoy Comonfort), Celaya, Salamanca, Irapauto, Silao y Guanajuato. Fue una vuelta casi en círculo que duró menos de dos semanas y en la que Hidalgo logró reclutar una hueste turbulenta e indisciplinada de más de veinte mil hombres.
De la iglesia de Atotonilco sacó un lienzo con la imagen de la virgen de Guadalupe, que enarboló como estandarte: medida táctica, ya que era el símbolo religioso más venerado del pueblo. En la plaza mayor de Celaya, con el formalismo de un plebiscito tumultuoso, se asignaron los primeros grados, e Hidalgo fue aclamado como “Capitán General” o "Generalísimo de América" y Allende como “Teniente General". La jornada concluyó en la opulenta ciudad de Guanajuato, en medio de una saturnal, con el asalto a la casi fortaleza -era depósito de granos- de Granaditas, la muerte de muchos de los españoles defensores, incluyendo al intendente Riaño, y la posesión, por espacio de tres meses, de éste, el principal centro minero del virreinato.
La estrategia de Hidalgo consistió en moverse con rapidez para revolucionar la mayor extensión posible de Nueva España. Breve fue, por lo tanto, su residencia en Guanajuato. Nombró autoridades, reclutó más gente, hizo requisa de armas y dinero, ordenó fundir cañones y poco después salió por el sur en dirección a Valladolid, ciudad que tomó sin disparar un tiro el 17 de octubre. Ahí expidió, suscrito por uno de sus subordinados, José María de Anzorena, el primer bando en el que abolía la esclavitud y "la paga de tributos para todo género de castas". Política de radical sentido socioeconómico, tendente a solucionar carencias y a reparar injusticias seculares.
El día 20, a la cabeza de una trepidante multitud que algunos observadores calcularon en más de cincuenta mil hombre, Hidalgo abandona Valladolid, por la garita del oriente, rumbo a la capital del virreinato. En el camino se le incorporan dos valiosos auxiliares: el licenciado Ignacio López Rayón y el cura José María Morelos; el primero queda agregado a su equipo de colaboradores directos, mientras al segundo le asigna la comisión de insurreccionar el sur y tomar el puerto de Acapulco. Cuando Hidalgo sucumbió, ambos serían los principales jefes continuadores de su obra.
A medida que los insurgentes se acercaban a México, el pánico cundía en la gran ciudad. El virrey Venegas organizó una bien provista división, que puso a las órdenes del inepto coronel Torcuato Trujillo, con la mira de atacar y detener el avance de los rebeldes. Hidalgo no elude la acción. Fue el 30 de octubre, por la mañana, en medio de un soberbio paisaje alpino tapizado de todas las gamas del verde, cuando las "chusmas" -mote con que los españoles calificaban al adversario- destrozaron por completo al ejército profesional comandado por Trujillo; éste, seguido de unos cuantos fugitivos, regresó a la capital a darle la triste noticia al virrey. Un bolero popular de la época trovaba, con son de guitarra, lo enconado del combate:
Monte de las Cruces,
famoso puerto;
no me agrada, mujeres,
por tanto muerto;
pero sí quiero
hacer sepulcros
e ir al entierro.
Cuando el oscuro Monte
fui yo mirando,
lleno de muertos,
sangre estilando,
me consterné;
de tanto muerto,
uno enterré.
Con el gozo de su primera victoria militar en campo abierto, Hidalgo avanza hasta las goteras de la metrópoli, haciendo alto en el abrupto y pintoresco pueblo de Cuajimalpa. No se atrevió a seguir adelante y dar el gran golpe. Sabía que a marchas forzadas venía en auxilio del asustado Venegas, desde San Luis Potosí, un poderoso cuerpo de ejército comandado por el brigadier Félix María Calleja, el militar más capaz del virreinato; pulsando esta inminente amenaza con la probable hostilidad de las fuerzas vivas de la capital, temió que, aun apoderándose de ella, la Ciudad de México se le convirtiera en una verdadera ratonera. Por lo mismo, dio la orden de retirada. Cerca del pueblo de Aculco (7 de noviembre) sufrió una derrota parcial, propinada por el mismo Calleja a quien se trataba de evitar. Hidalgo y Allende se separaron: el primero partió hacia Guadalajara, la importante capital de Nueva Galicia que acababa de ser ocupada por un modesto jefe insurgente, de extracción rural, José Antonio Torres; el segundo retornó a Guanajuato, donde no tardaría en verse acometido por el ejército de Calleja.
Mientras desde la ciudad de México las principales corporaciones realistas (Universidad, Consulado, Arzobispado, Santo Oficio) lanzaban un diluvio de impresos para desacreditar y aplastar, en el terreno moral, religioso y político, a la revolución y a su primer caudillo, el movimiento se propagaba, como epidemia incontenible, por casi todas las provincias del virreinato. Brotaron guerrilleros como hongos después de un día de lluvia. El ambiente se saturó de olor a pólvora, de sangre, de violencia y destrucción, pero también de entusiasmo y esperanza, como se vio en la entrada de Hidalgo en Guadalajara.
Cual si fuese el ansiado Mesías, la ciudad lo aclamé con delirio. Una hoja volante, que circuló a millares, decía: "¡Salud al hombre de la revolución! ¡Salud al primer hijo de la Patria! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!". Pero es en la carta de un humilde soldado insurgente, dirigida a su esposa, donde mejor se refleja el ambiente que vivió Guadalajara durante el final de 1810 y el principio de 1811: “Mi vida: te mando también una proclama de la bienvenida de Su Alteza Hidalgo a Guadalajara. Léela y dásela a Nicolás para que la haga pública a sus amigos, haciéndoles saber el obsequio que nos han hecho en esta corte de Nueva Galicia... Consideramos entrar pronto a Querétaro y a México, según las disposiciones que hemos tomado y las tropas que están dispuestas, pues sólo indios de flecha hay veinte mil, y de caballería y de infantería de los que se han alistado por acá pasan de treinta mil, pues siendo tan grande esta ciudad, no cabe la gente ni en el llano ni en ninguna parte; que estamos como los panes de jabón en el guacal aprensados”. Ese era, cabalmente, el clima de una revolución de y por los de abajo, de raíz y esencia populistas.
Múltiple, febril, desesperada como si presintiera que no disponía de mucho tiempo, es la actividad de Hidalgo en Guadalajara. Despacha nombramientos y envía emisarios a las partes más remotas del país. De "Generalísimo" ha saltado a "Alteza Serenísima" y ello lo anima a ir eliminando los emblemas y las efigies de Fernando VII. Mas, para neutralizar esta cuasi monárquica debilidad, su Alteza propone una línea democrática de gobierno: "Establezcamos un Congreso Nacional que se componga de representantes de todas las ciudades, villas y lugares del reino, que teniendo por objeto principal mantener nuestra santa religión, dicte leyes suaves, benéficas y acomodadas a las circunstancias de cada pueblo". Dispone, por primera vez, del inapreciable recurso de la imprenta; bandos y proclamas, en crecido número, empiezan a derramarse por todos los ámbitos del virreinato. Edita El Despertador Americano, primer periódico insurgente, que tendrá una ilustre prosapia a lo largo de once años de guerra. Nombra dos secretarios de Estado, José María Chico e Ignacio López Rayón, y un agente diplomático -que no llega a su destino- cerca del gobierno de los Estados Unidos, el guatemalteco Pascasio Ortiz de Letona. Por último, sus medidas de tipo social: abolición de la esclavitud (refrendo del bando de Valladolid), supresión de tributos y estancos, un esbozo de reparto de tierras, garantías individuales (igualdad social, libertad de trabajo y de comercio), y otras radicales disposiciones, reafirman la orientación ideológica progresista y populista (Marx diría proletaria) del pensamiento revolucionario de Hidalgo.
Por desgracia, los hados militares le fueron adversos. Calleja, que había recuperado Guanajuato, se lanzó sobre Guadalajara, y en sus cercanías (Puente de Calderón), el 17 de enero de 1811, derrotó al grueso del ejército insurgente. La acción alcanzó proporciones de catástrofe y, de hecho, ahí concluye la primera etapa bélica de la guerra de independencia.
Abatidos, los caudillos marcharon hacia el norte. Cerca de Aguascalientes, la jefatura de la revolución se transfirió a Allende. En Saltillo, luego de designar a Rayón comandante del ejército que proseguiría la lucha en el centro del país, los principales dirigentes, con Allende e Hidalgo a la cabeza, decidieron pasar a los Estados Unidos con el fin de adquirir auxilios, sobre toda en armamento, para retornar después con mayores fuerzas y mejores posibilidades de triunfo. No lograron su intento. Cerca de Monclova, en las norias de Acatita de Baján, sitio que se haría tristemente célebre como sinónimo de tragedia y de traición, la columna insurgente fue sorprendida y hecha prisionera por un destacamento realista. Era el 21 de marzo, inicio de la primavera.
Conducidos a la villa de Chihuahua, capital de las Provincias Internas, ahí se les abrió el consabido juicio por delitos de "infidencia", cuya sentencia estaba fijada de antemano. Hidalgo, recluido en una pestilente cárcel, tratado a nivel de "un azote más terrible que todas las plagas que afligieron a Egipto", escarnecido por los comisionados de la mitra de Durango, sujeto a los más infamantes interrogatorios, compulsionado, cercado día tras día para que denostara a sus compañeros de infortunio y renegara de la causa por la que había luchado, resistió con entereza más de tres meses el acoso moral y mental a que fue sometido. No pareció entonces sino que todo el sistema colonial, representado por esos funcionarios menores de Chihuahua, era el verdadero fiscal que lo condenaba.
A su celda debieron llegar los ecos siniestros de las descargas que iban segando por turnos las vidas de sus capitanes y colaboradores, Allende, Aldama, Jiménez, Chico y muchos más, anuncios reiterados del destino que a él, Hidalgo, le aguardaba. Se dispuso a llegar a la hora final con la categoría con que se había distinguido durante su vida toda, haciendo honor al nombre y renombre que ya nadie le arrebataría jamás: hidalguía y hombría.
El dictamen del fiscal nominal, Rafael Bracho, extendido el 4 de julio, modelo de léxico ofensivo a la dignidad humana, da la tónica del trato recibido por Hidalgo a lo largo de los procesos de Chihuahua: "En cuanto al género de muerte a que se le haya de destinar, encuentro y estoy convencido de que la más afrentosa que pudiera escogitarse, aún no satisfaría competentemente la venganza pública; que él es delincuente atrocísimo; que asombran sus enormes maldades y que es difícil que nazca monstruo igual a él; que es indigno de su personal individuo". Mas, por su carácter sacerdotal, se hacía acreedor a cierta "gracia" y, no pudiéndole dar garrote, "por falta de instrumentos y verdugos", dictaminóse "que sea pasado por las armas en la misma prisión en que está y que después su cadáver se manifieste al público, para satisfacción de los escándalos que ha recibido por su causa.
Puntualmente, la ejecución se llevó a cabo el 30 de julio de 1811. Como las palabras "escarmiento" y "advertencia" estaban a la orden del día, los cuerpos de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez fueron decapitados, y las cabezas, conducidas a la ciudad de Guanajuato, quedaron clavadas en garfios y colocadas en los cuatro ángulos de la Alóndiga de Granaditas.
El asalto a la Alhóndiga de Granaditas, Guanajuato, por las fuerzas de Hidalgo.
Los españoles se defendieron esta vez desesperadamente. Ellos arrojaban los frascos de hierro colado en lugar de bombas, que hacían espantoso estrago. Mas, como notase el sargento mayor Berzabal que ya habían lanzado hasta quince de ellas, sin lograr que los asaltantes retrocedieran, comenzó a exhortar a los españoles a rendirse. Entonces, de éstos unos arrojaban dinero por las ventanas sobre la multitud; otros abandonaban las armas; otros querían morir antes que entregarlas; quién tiraba la casaca; quién se empeñaba en desfigurarse por no parecer soldado. Todo era entonces confusión y desorden: no había quien mandase ni quien obedeciese. Cesó, por tanto, la defensa del fuerte y a poco cayó muerto Berzabal de un balazo; desgracia que se atribuyó a uno de sus soldados, resentido porque lo había reprendido.
Con gran trabajo se izó entonces bandera de paz, bien que todavía no ardían las puertas del fuerte, en el que cesó el fuego de fusilería. Por tanto, se arrimaron a él los indios dándolo por rendido. Ignoraban los españoles de Dolores esto que pasaba en Granaditas, y continuaban disparando vivísimamente. El hijo del intendente (Riaño), sin poderlo contener, hacía por si mismo gran daño arrojando frascos. A vista de esto gritaron todos, como si los inflamase un mismo espíritu: "¡Traición! ¡Traición!", y los jefes dieron orden de no otorgar la vida a nadie. Arrimaron más ocote a las puertas, y las ganaron a viva fuerza a las tres y media de la tarde.
La algazara era espantosa y se oía en todo Guanajuato, multiplicándose su eco por las quiebras y cañadas. Esto, no menos que la humareda y alaridos de la multitud, acabó de acobardar a cuantos se hallaban dentro del fuerte. Abrazábanse unos a otros de los sacerdotes, puestos de rodillas, implorando inútilmente la clemencia de los vencedores; pero éstos, muy lejos de apiadarse, comenzaron a matar a cuantos encontraban. Arrancaban a tirones la ropa a los moribundos, o les echaban lazo al cuello con las hondas y remataban a no pocos con lanzadas, exhalando éstos sus últimos suspiros entre horribles gestos, mortales congojas y agudos alaridos. Algunos intentaron defenderse o vender a precio alto su vida, pero eran vencidos luego por la muchedumbre que los cargaba.
A las cinco de la tarde terminó la acción, en la que murieron 105 españoles y casi igual número de los oficiales y soldados del batallón. De los indios murieron muchos en casi cuatro horas de combate, que sufrieron con bastante cercanía del fuego. Ignórase el número, porque los enterraron en la caja del río durante la noche.
(Según Carlos María Bustamante, 1821).
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77. La revolución radical. José María Morelos y Pavón.
Por: Ernesto Lemoine.
La captura y muerte de los primeros caudillos no detuvo el proceso revolucionario. Antes de que cayeran Hidalgo y Allende, ya sus relevos estaban en funciones; el movimiento no sólo no declinó sino que tomó más fuerza y en el trienio que siguió a las ejecuciones de Chihuahua alcanzó su cota máxima, así en el aspecto militar como en el político. De un heterogéneo conjunto de jefes insurgentes, habitualmente guerrilleros que operaban a nivel regional y gustaban poco de someter su autoridad a un poder superior o “nacional”, sobresalen en esta época, por su amplitud de miras, las interesantes personalidades de Ignacio López y Rayón y José María Morelos.
Rayón (1773 - 1832) era un abogado criollo, originario del mineral de Tlalpujahua, Michoacán. Se incorporó a las filas de Hidalgo, como ya se ha dicho, cuando el libertador marchaba sobre la Ciudad de México. En Guadalajara desempeñó el cargo de ministro del Generalísimo; varios bandos y decretos que ahí se expidieron llevan su firma. Sin ser militar, y a falta de una autoridad de mayor jerarquía, acepta en Saltillo la jefatura del ejército, mientras durase la ausencia que sería definitiva de Allende e Hidalgo. A partir de ese momento, él llevara una de las riendas de la revolución.
Su primera hazaña justificó la confianza en él depositada. Al enterarse de la hecatombe de Baján, seguro de que las envalentonadas tropas realistas de Monclova cargarían sobre Saltillo para repetir el golpe, sacó a su reducido ejército -menos de mil hombres- de esa trampa mortal, marchó hacia el sur y, después de sortear infinidad de peligros en medio de un territorio dominado por el enemigo, lo condujo sano y salvo hasta la comarca, para él familiar, de la serranía oriental michoacana. Se acuarteló en la villa de Zitácuaro e hizo de ésta un centro aglutinador e irradiador del pensamiento político insurgente.
En Zitácuaro, el 19 de agosto de 1811, "por cuanto la universal aclamación de los pueblos insta por una cabeza que represente la autoridad" -según reza uno de los considerandos-, Rayón erige la Suprema Junta Nacional Americana, a nombre de Fernando VII, "para la conservación de sus derechos, defensa de nuestra religión santa e indemnización y libertad de nuestra oprimida patria". Cuerpo colegiado de cinco vocales, por lo pronto fueron designados tres de ellos: el propio Rayón y sus compañeros de armas José María Liceaga y José Sixto Berdusco, este último cura del cercano pueblo de Tuzantla. Apoyándose en los precedentes de la península ibérica y de algunas ciudades sudamericanas, Rayón se proponía con la junta, además de acreditar su posición personal, dar unidad a la causa revolucionaria, cuestionar la legitimidad del gobierno virreinal de la Ciudad de México y fortalecer un instituto que fijara, para evitar equívocos, la línea ideológica de toda la insurgencia. Sólo en mínima parte -pero eso ya fue ganancia- logró su cometido.
La junta se hizo oír, a lo menos en la zona central del país; atrajo a su seno a algunos jefes menores, reticentes a supeditar su autoridad; contó con el aval de Morelos; dispuso de imprenta para propagar sus ideas en vasta escala; emitió moneda nacional con los emblemas del "águila, nopal, arco, flecha y honda"; envió un comisionado a los Estados Unidos para gestionar su reconocimiento, por lo menos en calidad de beligerante; se benefició con los auxilios e informes que le proporcionaba desde la Ciudad de México una especie de quinta columna, organización secreta que se hizo famosa con el nombre de Los Guadalupes, y elaboró el proyecto, que no cuajó, de una Constitución Nacional. El balance, como se advierte, no podría acusar a Rayón de abulia y falta de acometividad. Sin embargo, tanto esfuerzo personal fue insuficiente para lograr imponer su autoridad, su gobierno y su pensamiento.
Para que la junta se consolidara y fuese obedecida por la mayoría de combatientes, necesitaba prestigiarse con una serie de victorias militares que le dieran el dominio efectivo de una buena porción del país; pero en ese aspecto la suerte le fue adversa. Calleja, al frente de su flamante división, tomó por asalto Zitácuaro, en los primeros días de 1812; Rayón no pudo ya rehacerse del golpe. La junta, perseguida metódicamente por diversas columnas realistas, anduvo a salto de mata. Luego, la unidad se quebrantó al separarse los vocales, que decidieron operar en áreas exclusivas: Rayón en la intendencia de México, Berdusco en la de Michoacán y Liceaga en la de Guanajuato. Como sea que cada uno pretendió tener la representación de la junta, el problema degeneró en una lamentable querella, en el descrédito de los tres fundadores y en la disolución de la propia junta, hacia el primer semestre de 1813.
En medio de esta triste secuela de percances, un hecho le otorga particular relieve al gobierno de la junta de Zitácuaro: el incalculable concurso del cura de San Cosme (Zacatecas), doctor en teología José María Cos, que fue uno de los más lúcidos cerebros de la revolución. La junta, expulsada por Calleja de Zitácuaro, se había refugiado en Sultepec, un mineral venido a menos, ubicado en un abrupto pliegue de la Sierra de la Plata. Ahí desarrolló Cos una intensa y heroica labor, en 1812, como publicista y politólogo de la insurgencia. Su "Manifiesto de la Nación Americana a los europeos de este continente", seguido de sus "Planes de Paz y de Guerra", que en marzo remitió al gobierno de México y que luego hizo reproducir por medio de la prensa, constituyen un modelo de prosa y doctrina, una clara y justa defensa del principio de autodeterminación y un noble empeño en conciliar los opuestos intereses de españoles y americanos, para que la violencia, el terror, la venganza y el derramamiento de sangre cesaran lo más pronto posible. Pero el adversario se negaba al diálogo: Venegas ordenó que los escritos del "infidente" fueran quemados, “por mano de verdugo”, en la plaza pública. También, Cos editó en Sultepec dos importantes periódicos, el Ilustrador Nacional y el Ilustrador Americano; luego colaboró en otro, patrocinado por Rayón y dirigido por Andrés Quintana Roo, el Semanario Patriótico Americano. Tres incisivos luchadores que en letras de molde libraron combates con más éxito que los que con fusiles y cañones emprendieron los vocales de la junta. Mérito grande del doctor Cos fue, además, haber fabricado con sus propias manos la prensa y los tipos e incluso la tinta de añil que se utilizaron en la impresión del primer Ilustrador. Eludiendo la vigilancia de la aduana de Veracruz, varios números de este admirable periódico llegaron a Europa; en Londres, Blanco White hizo un encendido elogio de él y del talento e ingenio de su autor. Por último, Cos siguió militando en las filas insurgentes hasta 1817, año en que se indultó; murió en la ciudad de Pátzcuaro (Michoacán) en 1819.
Si en el aspecto bélico Rayón fue poco afortunado -cada descalabro constituía una pérdida de prestigio ante sus compañeros de lucha-, a otra razón más profunda se debió la pérdida de su influjo y autoridad. El movimiento tendía a radicalizarse, mientras él se aferraba a la ya superada tesis de que la soberanía dimanaba del pueblo, pero "residía en la persona de Fernando VII". En 1813 el escaparate regio ya no funcionaba. Como entonces se alzaba con estrépito la fama militar de otro caudillo, sustentador de una ideología más avanzada, el consenso general de la insurgencia, relegando a Rayón, le otorgó a este nuevo mesías toda su confianza para que dirigiera la revolución. El hombre prepotente a quien se hacía depositario del legado de Hidalgo era Morelos.
Nacido en Valladolid -ciudad que en su honor trocó en 1828 su nombre por el más eufónico de Morelia- el 30 de septiembre de 1765, Morelos, mestizo de cuna humilde, pasó su niñez y juventud bajo el agobio de constantes privaciones. Un tío, maestro de escuela con escasa clientela, le enseñó las primeras letras; pero Morelos, de inteligencia vivaz, no tuvo por lo pronto la facilidad de seguir estudiando; desde la edad de once años, para subsistir y auxiliar a su madre y a su hermana que habían quedado desamparadas, se vio en la urgencia de ganarse el pan con el sudor de su frente. Durante una década trabajó en las faenas del campo y en la administración de una hacienda de la tierra caliente michoacana. Joven formal, metódico, ahorrador y con aspiraciones, reunió un pequeño capital y con él regresó a Valladolid, dispuesto a autofinanciarse una carrera profesional. La única viable en su ciudad natal, mitrada y repleta de sotanas, era la del sacerdocio; a ella se entregó Morelos frenéticamente -no por vocación igual que Hidalgo y tantos otros de sus contemporáneos-, sino por exclusión y por la necesidad de obtener empleo -eclesiástico, se entiende- lo más pronto posible. Estudió en el Seminario y en el Colegio de San Nicolás, cuando era rector de éste el cura Hidalgo. ¿Adivinarían ambos, maestro y discípulo, la excepcional coyuntura que los volvería a reunir? El caso es que mientras Hidalgo, de mala gana, emprendía el camino de Colima y San Felipe, Morelos daba cima a sus estudios y antes de que concluyera el siglo obtenía las órdenes sacerdotales.
Desempeñé el curato interino de Churumuco y, a partir de 1799 y con carácter de propietario, el de Carácuaro, ambos en la cuenca del río Balsas, en plena tierra caliente del obispado de Michoacán. Hombre práctico, se dedicó en Carácuaro al comercio y a otras diversas actividades económicas, amén de las parroquiales, con lo que pudo ir almacenando una regular fortuna. Compró casa de calicanto en Valladolid, donde instaló una tienda que cuidaban su hermana y su cuñado. Morelos no perdía ocasión de consolidar el seguro de su vejez, que intuía muelle y plácida, como cualquier buen burgués de los que más tarde haría Balzac radiografías geniales. Destino honesto pero, al fin y al cabo, grisáceo, mediocre, simplón. Así discurría su existencia, cuando un día, estando en Carácuaro, recibió la noticia del levantamiento de Hidalgo. Como si una descarga eléctrica sacudiera todo su cuerpo, se transformó al instante en otro hombre. Arregló rápidamente sus cosas y partió rumbo a Valladolid. Halló la ciudad en efervescencia: Hidalgo acababa de salir, con su nutrida hueste, en dirección a México. Morelos no se detuvo y fue tras el Generalísimo.
Lo alcanzó en el pueblo de Indaparapeo y lo acompañó hasta el de Charo, donde el libertador lo nombró jefe de la revolución "en el Sur y rumbo de Acapulco". Ahí se despidieron: nunca más volverían a verse.
Del eufórico y nervioso estado de ánimo que dominaba a este "nuevo" Morelos al marchar a la guerra, da idea la insólita petición que al día siguiente de su entrevista con Hidalgo presentó al secretario de la mitra de Valladolid: "Por comisión del excelentísimo señor don Miguel Hidalgo, hecha ayer tarde en Indaparapeo, me paso con violencia a correr las tierras calientes del Sur; y habiendo estado yo con el señor conde (de Sierra Gorda, gobernador de la diócesis en ausencia del fugitivo obispo electo, Manuel Abad y Queipo) para que se me ponga coadjutor que administre mi curato de Carácuaro, me dijo su señoría lo pidiese a usted, a quien no hallándole hasta las nueve de la mañana y siéndome preciso no perder minuto, lo participo para que, a letra vista, se sirva usted despachar el que halle oportuno, advirtiéndole me ha de contribuir con la tercia parte de obvenciones". Así, con un formalismo burocrático (insólita "licencia" para irse, como Mambrú, "a la guerra"), postrero acto de una cumplida y estricta carrera profesional inserta en el marco de una normalidad definitivamente irrecuperable, Morelos se despedía de Valladolid y de su pasado, para iniciar la fase no soñada de su vida, la de líder revolucionario, incubada, sin él saberlo, acaso desde los días de su lejana y sufrida adolescencia, que a la postre fue la que respondió mejor y con mayor autenticidad, a las exigencias de su temperamento, constitución y carácter.
Aparte la resonante magnitud histórica del "Grito" de Hidalgo y su inmediata consecuencia, las campañas de Morelos pueden interpretarse como la etapa más positiva de la guerra de independencia y la única en que dicho movimiento tuvo la posibilidad real de aniquilar al régimen colonial. En síntesis, discurren a lo largo de un lustro: desde el 25 de octubre de 1810, cuando Morelos inicia en Carácuaro (Michoacán) su "movilización" con un puñado de voluntarios, hasta el 5 de noviembre de 1815, en que es derrotado y capturado en la acción de Temalaca (lugar situado al noreste del actual estado de Guerrero). Con una precisa línea divisoria: antes y después de la Navidad de 1813, fecha del desastre de Valladolid. La primera instancia corresponde a las victorias y a la muy fundada confianza de lograr, en plazo no lejano, el triunfo decisivo; la segunda, a las derrotas escalonadas, a la desilusión casi total, y al convencimiento de que con sus solos recursos la insurgencia era impotente para clavar sus estandartes en el palacio virreinal.
Militar intuitivo e inspirado, la característica dominante de la estrategia de Morelos radica en que se desenvuelve atendiendo las lecciones inapreciables de la geografía. Al proyectar sus itinerarios, sus avances y retrocesos, lleva en la mente, antes que otra cosa, el mapa del país: las rutas naturales que le conviene seguir, los vados de los ríos que debe cruzar, los poblados de confianza y los que, por peligrosos, hay que evitar, las zonas de despensa garantizada y las de "tierras flacas", etcétera. Condiciona su guerra a una alianza vital: la del ámbito, físico y humano, de su teatro de operaciones. Hombre de temperamento tropical, familiarizado desde niño con la tierra caliente, "el horno" de Michoacán, su geografía será también tropical. Con un "norte" indefectible: el Sur, siempre el sur. Las cinco intendencias meridionales del virreinato fueron el escenario de sus hazañas: Michoacán, México, Puebla, Veracruz y Oaxaca. Los puntos extremos que alcanzó, formando un amplio arco, se localizan en la planicie de Apatzingán por el oeste, el valle de Orizaba por el oriente, el valle de Guayangareo (Valladolid) por el noroeste, el de Oaxaca por el sureste y la costa de Acapulco a Ometepec por el Sur. Su lugarteniente, el cura Mariano Matamoros, avanzó por el istmo de Tehuantepec hasta Tonalá (Chiapas), ya en la jurisdicción de la Capitanía General de Guatemala: el sector más alejado en que operaron tropas morelistas. De tal forma fue consistente y sistemático su empuje que, en el apogeo de su poder, a mediados de 1813, refiriéndose al dilatado territorio dominado por el caudillo, diría uno de sus adversarios, el comandante realista Pedro Antonio Vélez, al justificar su conducta por la capitulación del castillo de San Diego, Acapulco: "Desde las remotas fronteras del reino de Guatemala, hasta la destrozada provincia de Michoacán, y desde las aguas del Sur por este rumbo, hasta las goteras de la capital, solos 364 soldados y 47 paisanos marineros a mis órdenes, defendían a sangre y fuego el pabellón español y los derechos preciosos del rey benigno que nos manda." Vélez, militar pundonoroso, no mentía.
Morelos fue un buen organizador, quizás el más dotado que produjo la insurgencia. Al contrario de Hidalgo, se negó a conducir muchedumbres caóticas e indisciplinadas, cuya eficacia, en combates formales y frontales, era mínima cuando no nula. En sus reclutamientos, Morelos procuraba seleccionar a los más aptos; los distribuía en cuerpos sujetos a riguroso control; los dotaba de armas efectivas, como fusiles, sables y machetes, y les exigía un mínimo de instrucción militar. Redactó unas sencillas pero sensatas "ordenanzas" y sus libros de intendencia eran modelos de orden, claridad y experiencia administrativa. A su lado y siguiendo su ejemplo y directrices, se formó y fogueó una pléyade vigorosa de jefes insurgentes, algunos de los cuales fueron los continuadores de su obra: Hermenegildo y Pablo Galeana, Leonardo, Miguel, Víctor y Nicolás Bravo, Mariano Matamoros, Manuel de Mier y Terán, Valerio Trujano, Guadalupe Victoria, Vicente Guerrero y muchos más.
Pudiera pensarse que el acento nacionalista y la historiografía oficial han inflado la imagen de "genio" militar con que se recuerda, año tras año, a Morelos. Pero un solo hecho basta para consagrar sus capacidades: entre mediados de febrero y los primeros días de mayo de 1812, se encerró en la desprotegida villa de Cuautla, al sureste de la capital, con menos de cuatro mil hombres, su famosa hueste "suriana". Allí lo atacó y le puso sitio la más poderosa división que jamás pudo reunir el gobierno de México, mandada por "la mejor espada del virreinato", el brigadier Calleja. En cuanto a heroísmo y decisión de no dejarse vencer, los sitiados de Cuautla repitieron la hazaña de los de Zaragoza, en la guerra de la independencia española. Calleja, ufano de sus triunfos en Aculco, Calderón y Zitácuaro, había asegurado a Venegas que de Cuautla no saldrían vivas "ni las ratas"; sin embargo, cuando Morelos humanamente ya no podía resistir más, rompió el sitio con una operación maestra, dejó burlado al engreído Calleja y sacó lo que le restaba de su escuálida tropa (tres cuartas partes habían perecido) para reanudar sus campañas sobre Puebla, Veracruz y Oaxaca, ahora con mas energía y prestigio que nunca.
Numerosas fueron las acciones en que él y sus capitanes se mostraron superiores a los comandantes realistas, casi todos éstos militares de carrera. El último éxito notable fue la toma del puerto y fortaleza de Acapulco, a mediados del año 1813. Entonces, Morelos abrió un paréntesis a sus actividades guerreras, para dedicarse por entero a una obra que consideraba incluso más importante que la militar: constituir políticamente a la nación que desde septiembre de 1810 se venía liberando.
Morelos es el jefe de armas que más evoluciona en el renglón de las ideas y la política revolucionaria, y que mejor llega a plasmar y sistematizar un pensamiento liberal y progresista. Hidalgo, con mayor instrumental teórico, no tuvo tiempo de hacerlo; Rayón, por convicción, por limitaciones ideológicas o por prestigio personal, se aferró a la entelequia en que se había convertido su junta de Zitácuaro y, naturalmente, ahí se estancó. Por ello, el cura de Carácuaro, que en el giro militar fue el caudillo más destacado, también en los aspectos político, económico y social se colocó por encima de todos sus colegas, incluso de los que, a su muerte, le sucedieron.
En cada pueblo que ocupa, elimina a las autoridades tradicionales y ejerce actos de soberanía nacional. Durante sus dos primeras campañas, que concluyen con el rompimiento del sitio de Cuautla, se ciñe a las directrices (bandos, instrucciones, proclamas) de Hidalgo, aunque traduciendo ese dispositivo a un lenguaje sencillo, casi elemental, pues Morelos, buen psicólogo, sabe que trata con comunidades marginadas -en particular las del sur de la intendencia de México, hoy estado de Guerrero-, impermeables a los efluvios de la Ilustración y con un pavoroso índice de analfabetismo. Por ejemplo -y ésta es su tónica habitual-, a los vecinos del pueblo de Atenango los exhorta a que se reúnan en una especie de "cabildo abierto" para recibir explicaciones del cambio que se viene operando, "en inteligencia de que toda es a su favor, porque sólo se va mudando el bienio político y militar que tienen los gachupines, para que lo tengan los criollos, quitando a estos cuantas pensiones se puedan, como tributos y demás cargas que nos oprimían". En otra ocasión, excluyendo al enemigo español, pregona la igualdad social: "A excepción de los europeos, todos los demás habitantes no se nombrarán en calidad de indios, mulatos ni otras castas, sino todos generalmente americanos”. Y más adelante, muestra sus elevados principios morales en un hermoso mensaje dirigido a los pueblos oaxaqueños: "No se consentirá el vicio en esta América Septentrional. Todos debemos trabajar en el destino a que cada cual lucre útil, para comer el pan con el sudor de nuestro rostro y evitar los incalculables males que acarrea la ociosidad". Morelos pregonaba con el ejemplo: desde la tierna edad de once años, así se había ganado su pan. En fin, anuncia la necesidad de entregar las tierras de los pueblos "a los naturales de ellos para su cultivo". Si algo lo distinguió, fue la repugnancia que le inspiraba el latifundismo, engendrado por la vía del despojo de sus tierras a los indios.
Cuando se instaló la junta de Zitácuaro, Morelos la reconoció, sobre todo para proyectar la imagen de un gobierno revolucionario, unido y armónico. En el fondo disentía de la estructura limitativa de la junta y de su bandera ideológica: "soberanía a medias" y cuarentena al populismo. No tardaron en manifestarse sus diferencias con Rayón, por medio de enviados mutuos y de una tupida correspondencia que fue encrespando los ánimos. La dicotomía insalvable se da el 2 de noviembre de 1812, cuando Morelos, desde Tehuacán (Puebla), objeta uno de los puntos capitales del proyecto de constitución que Rayón le había turnado: "Que se le quite la máscara a la independencia, porque ya todos saben la suerte de nuestro Fernando VII". Por supuesto, Rayón insistió en la necesidad estratégica de la máscara.
Desfernandización y democratización del país son las divisas que a partir de entonces ya no suelta Morelos. En el mismo mes de noviembre, el caudillo da uno de sus golpes más espectaculares: toma por asalto la ciudad de Oaxaca, que retendrán los insurgentes hasta principios de 1814. Por primera y única vez, Morelos se hace con un importante centro urbano, con todas las ventajas que esto implica: cabecera de intendencia y obispado, nutridas bibliotecas, atmósfera politizada, imprenta, presencia de ideólogos y proyectistas, etc. Dos de ellos, José Manuel de Herrera y Carlos María de Bustamante, dirigen sucesivamente el periódico inspirado por Morelos, Correo Americano del Sur, que hará una eficaz propaganda de las ideas, cada vez más avanzadas, de la insurgencia; alguno de sus números se filtraran a la vecina Capitanía de Guatemala.
Es en Oaxaca donde Morelos, después de arduas consultas, incluso de consejeros emboscados en la Ciudad de México (miembros del grupo de Los Guadalupes) que por carta le transmitían sus pensamientos, decide transformar la Junta Gubernativa en un Congreso Nacional, electo, hasta donde se pueda, por el voto de los pueblos. Redacta la convocatoria correspondiente y fija el lugar y la fecha de la reunión: Chilpancingo, por ser, dentro del ámbito liberado, un punto céntrico, y el mes siguiente a la conclusión de la campaña sobre Acapulco. El castillo de San Diego se rinde en agosto de 1813 y el 14 de septiembre, en medio de una viva expectación, Morelos inaugura el Congreso con un discurso trepidante. Las sesiones de la asamblea, que son a puerta abierta, culminan el 6 de noviembre con la Declaración de Independencia, total y no mediatizada.
En Chilpancingo se opera, de una vez para siempre, la ruptura con el pasado, la desaparición del ente Nueva España y, en consecuencia, el alumbramiento del Estado mexicano. Tres ideas resaltan en el acta de Independencia -explica nuestro ilustre jurista Mario de la Cueva-: "primeramente, sus autores declaran que la soberanía corresponde a la nación mexicana y que se encuentra usurpada; en segundo término, que quedaba rota para siempre jamás la dependencia del trono español, y en tercer lugar que a la nación correspondían los atributos esenciales de la soberanía: dictar las leyes constitucionales, hacer la guerra y la paz y mantener relaciones diplomáticas". Ahí quedaba plasmado, sin disimulos, diáfano y comprensible hasta para las mentes e imaginaciones más rústicas, el principio cardinal de la nacionalidad mexicana.
El programa constitucional e institucional del Congreso, alentado por Morelos, encargado del poder ejecutivo y "Siervo de la Nación" -título que había preferido al de "Alteza Serenísima"-, se desarrolló en condiciones particularmente adversas. La luna de miel del movimiento con ''doña" victoria había concluido en el invierno de 1813. El nuevo virrey, Félix María Calleja, que por lo de Cuautla sentía tener una cuenta pendiente con Morelos, desató una bien planeada ofensiva contra el hombre que pusiera en entredicho sus capacidades y, militarmente, obtuvo un éxito superior incluso a sus previsiones.
Morelos fue derrotado con estrépito en Michoacán: primero frente a Valladolid y luego en la hacienda de Puruarán, donde cayó prisionero su segundo jefe, Matamoros, el cual, conducido a la capital provincial, fue fusilado el 3 de febrero de 1814. Luego, toda la línea defensiva suriana fue perforada y, en dramática secuela, los realistas se apoderaron de Chilpancingo, Acapulco, Oaxaca y casi todas las comarcas intermedias. La hecatombe insurgente no sería ya detenida y la directriz única de Morelos acabaría rompiéndose en multitud de guerrillas y pequeñas jefaturas, moviéndose con desesperado fervor patriótico, pero sin coordinación.
Los congresistas de Chilpancingo pudieron todavía emprender una obra heroica: la promulgación del Decreto Constitucional, efectuado en el pueblo de Apatzingán (Michoacán), el 22 de octubre de 1814. Carta magna que recogía, calificándolos con más precisión, los principios hechos públicos un año antes en Chilpancingo, pero de muy problemática práctica, dado que el movimiento iba perdiendo terreno a pasos agigantados. Morelos, hasta el final, no se apocó ni perdió fe en la lucha. A salto de mata, seguía protegiendo a la asamblea legislativa y animándola a continuar en sus tareas. Una saludable escala de reposo en la hacienda de Puruarán -la misma donde había sucumbido Matamoros- en el verano de 1815, les permitió a él y a los diputados del Congreso ambulante, reorganizar el gobierno, enviar una embajada a los Estados Unidos y publicar un extraordinario Manifiesto a las Naciones, que es quizás el texto justificativo de la independencia más inteligente y mejor fundamentado de cuantos se lanzaron entre 1810 y 1821. Poco después, por razones de seguridad, se decidió en el mismo Puruarán que el Congreso, escoltado por Morelos, se trasladara a Tehuacán. En la ruta, larga, difícil e interceptada por el enemigo, el jefe realista Manuel de la Concha atacó a Morelos, derrotándolo y haciéndolo prisionero. Los miembros del Congreso a duras penas lograron llegar a Tehuacán.
Calleja quiso dar un gran espectáculo al público de la capital, exhibiendo y humillando al gran caído, juzgado por la inquisición y por un tribunal militar, su suerte, al igual que la de Hidalgo y otros caudillos, estaba dictada de antemano. Se le sentenció a la pena capital, no sin antes degradarlo de sus órdenes sacerdotales. Miguel Bataller, el auditor de Guerra, pidió al virrey que fuese ejecutado "por la espalda como traidor al rey, y que separada su cabeza y puesta en una jaula de hierro, se coloque en la Plaza Mayor de esta capital, para que sirva a todos de recuerdo del fin que tendrán, tarde o temprano, los que se obstinen todavía en consumar la ruina de su patria, que es todo el fruto que pueden esperar, según la ingenua confesión del monstruo de Carácuaro". A Calleja, famoso por su crueldad y su propensión a "dar lecciones", no le disgustaba la idea de Bataller; pero temió que la ejecución de Morelos en la capital tuviera la virtud de provocar alborotos populares. Decidió, por lo tanto, que el reo fuese fusilado lejos de ella y sin publicidad.
En San Cristóbal Ecatepec, pueblo yermo y salitroso al norte de México, el 22 de diciembre de 1815, varias descargas segaron la vida de Morelos, el más grande campeón de la Independencia.
Táctica de Morelos para hacer prosélitos.
“...Hasta que llegaron a donde estaba Morelos. Este, un día llamó al soldado declarante y le dijo:
-Amigo de Jamiltepec, venga vuestra merced acá.
Le preguntó que si mucho haba robado en el puerto (Acapulco), y le respondió:
-Yo, señor, no sé robar, porque no es lícito robar, según nuestra ley.
-¿Cuál es tu ley?
-La cristiana.
-Eso no sabes tú y están engañados de los gachupines, que ni saben lo que les iba a suceder. Ahí tengo el fierro con que los iban a señalar para entregarlos a Pepe Botella, quien los había comprado, a los hombres a cuatro reales y las mujeres a uno y medio reales y los muchachos a dos reales. Esto es cierto y tengo cómo hacérselo bueno a los gachupines. Ahí tengo los papeles en que habla hecho la venta y yo los voy a defender. El rey Fernando es cierto que estuvo preso en Francia, pero los ingleses lo quitaron y lo trajeron a este reino. En Tierra dentro está bien cubierto hasta que ganemos todo el reino; que luego que quitemos a los gachupines ya está ganado, y entonces sale nuestro rey a gobernar y Nuestra Señora de Guadalupe, que es tan milagrosa, está en nuestra ayuda.
(Testimonio de febrero de 1871.)
(Según E. Lemoine, 1965).
Acta de declaración de independencia dictada por el Congreso de Chilpancingo.
“El Congreso del Anáhuac, legítimamente instalado en la ciudad de Chilpancingo de la América Septentrional por las provincias de ella, declara solemnemente a presencia del Señor Dios, árbitro moderador de los imperios y autor de la sociedad, que los da y los quita según los designios inescrutables de su providencia, que por las presentes circunstancias de la Europa, ha recobrado el ejercicio de su soberanía usurpado; que en tal concepto queda rota para siempre y disuelta la dependencia del trono español: que es árbitro para establecer las leyes que le convengan, para el mejor arreglo y felicidad interior: para hacer la guerra y la paz y establecer alianzas con los monarcas y república del antiguo continente, no menos que para celebrar concordatos con el Sumo Pontifice romano, para el régimen de la Iglesia católica, apostólica y romana, y mandar embajadores y cónsules; que no profesa ni reconoce otra religión más que la católica, ni permitirá ni tolerará el uso público ni secreto de otra alguna; que protegerá con todo su poder y velará sobre la pureza de la fe y de sus dogmas y conservación de los cuerpos regulares. Declara por reo de alta traición a todo el que se oponga directa o indirectamente a su independencia, ya protegiendo a los europeos opresores, de obra, palabra o por escrito; ya negándose a contribuir con los gastos, subsidios y pensiones para continuar la guerra, hasta que su independencia sea reconocida por las naciones extranjeras: reservándose el Congreso presentar a ellas, por medio de una nota ministerial, que circulará por todos los gabinetes, el manifiesto del que sus quejas y justicia de su resolución, reconocida ya por la Europa misma. Dado en el palacio nacional de Chilpancingo, a seis días del mes de Noviembre de 1813”.
Licenciado Andrés Quintana, vicepresidente.
Licenciado Ignacio Rayón.
Licenciado José Manuel de Herrera.
Licenciado Carlos María de Bustamante.
Doctor José Sixto Verduzco.
José María Liceaga.
Licenciado Cornelio Ortiz de Zárate, secretario.
Bibliografía.
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78. Declinación de la insurgencia.
Por: Ernesto Lemoine.
Los cinco años que siguen a la muerte de Morelos (1816 - 1820) empalman con el ocaso de la revolución, no tanto porque la lucha hubiera disminuido en volumen e intensidad, sino por haberse fragmentado en decenas de partículas inconexas, por la muerte, la prisión o el indulto de numerosos jefes. Faltó también la fuerza aglutinadora y el dirigente con el prestigio y carisma necesarios, a nivel nacional, para imponerse a los demás y conducir el movimiento, así en lo militar como en sus tesis doctrinarias, a la meta anticipada en Chilpancingo.
El virrey Calleja (1813 - 1816), a caballo entre el régimen constitucional y el absolutista, es el principal causante, sin moverse de su palacio, del desplome revolucionario. Sus medidas de terror, su estrategia política, su astucia para controlar a la casta militar, pero, sobre todo, la metódica y cuidadosa ofensiva que planeó en el otoño de 1813, fueron factores básicos de aquel derrumbamiento y de que al término de su mandato el gobierno de México se considerara más fuerte que nunca, desde 1810. Sin embargo Calleja, conocedor del medio en que actuaba, pues residía en Nueva España desde el año 1789, no se engañó en cuanto al desenlace inevitable del conflicto. Levantando patíbulos en todo el país, acometiendo a los rebeldes sin darles cuartel y aplicando procedimientos implacables de represión, había triturado a la insurgencia; pero ésta, aunque atomizada, no se extinguía, y el consenso general apuntaba, sin remedio, a la eliminación del sistema instaurado por Hernán Cortés. El propio Calleja hubo de reconocerlo en un detallado informe remitido a Madrid, al confesar que, por más victorias que obtuvieran los ejércitos realistas, el resultado final seria el mismo, desde el momento en que "seis millones de habitantes estaban decididos a la independencia". Era la pura verdad.
Llamado a España por Fernando VII, le sucedió en el gobierno del virreinato el teniente general de la Armada, Juan Ruiz de Apodaca (1816 - 1821), hombre de carácter opuesto al de Calleja, que, con medidas menos violentas y sanguinarias, continuó la obra de pacificación iniciada por aquél. En todo caso, con Calleja o con Apodaca, con medidas radicales o suaves y conciliadoras, lo cierto es que la revolución siguió adelante.
Reflejo del desaliento que cundió a la caída de Morelos es el pobre final del congreso de Chilpancingo. Sus miembros, perseguidos por los realistas, llegaron en desbandada a Tehuacán en noviembre de 1815; al mes siguiente el jefe de las armas de ese distrito, Manuel de Mier y Terán, disolvió la corporación, aduciendo que la causa necesitaba soldados, no leguleyos. Así se extinguió el centro político unificador por el que tanto abogara Morelos. En previsión de cualquier percance, el congreso había dejado en Michoacán una Junta Subalterna Gubernativa; pero sus integrantes, individuos de escasas luces y de muy poco influjo, casi no se hicieron obedecer de los jefes militares. Acosados por el enemigo, cambiaron varias veces de residencia, pernoctando en aldeas y rancherías, cuyos nombres apenas figuran en los mapas a gran escala: Taretan, Jaujilla, Zárate; en este último lugar, a orillas del Balsas, hacia 1819, la junta, formada por dos o tres miembros, se había convertido en auténtica ficción, tan inane como patética; sólo por cortesía y por su enorme calidad humana fue deferente y la protegió el caudillo Vicente Guerrero. Pero incluso esta ficción desapareció en 1820.
En cuanto a los jefes militares, fueron muchos y de muy variada talla los continuadores de la gesta de Morelos, pero casi todos acabaron en el campo de batalla, ante un pelotón de ejecución, fugitivos, en la cárcel, o libres y amargados, después de pagar el precio exigido por el realismo: repudio ruin a la revolución y loas amelcochadas y abyectas al absolutista y despótico Fernando -y, en su nombre, el virrey en turno-.
Aparecen a continuación los principales acontecimientos que se registran al final del gobierno de Calleja y a todo lo largo del de Apodaca.
Dos caciques indígenas jaliscienses, de origen tarasco, Encarnación Rosas y José Santa Ana, fortificaron la isla de Mexcala, en el lago de Chapala, y durante más de tres años mantuvieron a raya a los destacamentos que contra ellos enviaba el gobernador de Nueva Galicia, digno émulo de Calleja, José de la Cruz. La resistencia de este núcleo, formado en su mayor parte por indígenas puros, es uno de los hechos más sorprendentes de la revolución. A fines de 1816, diezmados por la peste, los cadáveres y el hambre, Rosas y Santa Ana, con unos cuantos supervivientes, capitularon en condiciones honrosas para ellos que Cruz no cumplió.
Por esa misma época se rindió también en Monte Blanco, cerca de la villa de Córdoba (Veracruz), el joven norteño Melchor Múzquiz, que de las aulas universitarias de México había salido para ir a prestar su concurso a la insurgencia. En 1817, en cadena interminable, ocurría el sometimiento de los jefes Mier y Terán, Ramón e Ignacio López Rayón, Nicolás Bravo, José Francisco Osorno, y de varios civiles que habían colaborado en el Congreso y contribuido con sus luces a la redacción del Decreto Constitucional. San Martín, Herrera, Sotero de Castañeda, Berdusco, Bustamante, etc. Guadalupe Victoria se sostuvo algunos años en el centro de Ve racruz, pero al final también se retiró de la lucha, en circunstancias raras, que años después propalaron la imagen de un personaje extraño y pintoresco. En efecto, hacia fines de 1819 Victoria desapareció; se internó en la selva veracruzana y, sin más compañía que las bestias montaraces, cual nuevo Robinson, llevó una vida de anacoreta a lo largo de año y medio. Cuando los vientos del país cambiaron, abandonó su refugio, volvió a la civilización y se incorporó, ya con un halo de leyenda popular, a las filas del Ejército Trigarante. Después sería el primer presidente de la República mexicana.
De todos los jefes que sucedieron a Morelos, quizás el más dotado no para la guerra de guerrillas, que no sentía y en la que desconfiaba, sino para organizar tropas de línea a nivel profesional, fue Mier y Terán. Ex alumno del Colegio de Minería, sus conocimientos en matemáticas y otras disciplinas científicas le permitieron destacar, a las órdenes de Morelos, en el ramo de artillería. Luego, obrando casi por cuenta propia, hizo de Tehuacán su centro de operaciones, armó y disciplinó a una excelente división y fortificó, en las cercanías de esa localidad y con todas las reglas del arte militar, el estratégico punto de Cerro Colorado. Con energía y dinamismo, Mier y Terán se sostuvo por más de dos años, dominando un amplio territorio, en el cruce de las intendencias de Puebla, Veracruz y Oaxaca. De ahí que Morelos decidiera, en la que sería su última jornada, trasladarse de Michoacán a Tehuncán para emprender nuevas campanas a partir de esta firme base y con respaldo del propio Mier y Terán. No logró su cometido.
El equivoco de Mier y Terán radica en que, siendo sincero insurgente, negara su adhesión al espíritu de Chilpancingo y Apatzingán. Una incurable manía clasista contradecía su presencia en ese pequeño mundo del valle de Tehuacán, indígena y mestizo, habitado por gente rústica, pobre y sufrida, pero fervorosamente revolucionaria y en el fondo admiradora del jefe de Cerro Colorado. Mier y Terán tenía más fe en los cañones que en las ideologías, no creía en la democracia ni en los gobiernos de extracción popular. Y así, cuando un brazo tan fuerte como el suyo hubiera podido tonificar al Congreso, desfallecido a raíz de la pérdida de Morelos, Mier y Terán no sólo no hizo eso, sino que, como ya vimos, lo disolvió a su llegada a Tehuacán. Acto de abuso de autoridad, manur militari, que los supervivientes de aquella ilustre corporación, uno de ellos el historiador Carlos María de Bustamante, no dejarían de reprocharle hasta el fin de sus días.
Finalmente, después de resistir hasta lo imposible, cercado de tropas enemigas y con las suyas muy mermadas, a principios de 1817, Mier y Terán capituló, rindiendo su fortaleza de Cerro Colorado. Las gacetas de México batieron palmas por ésta largamente esperada victoria. Apodaca, que sentía respeto por el vencido, le asignó como residencia la ciudad de Puebla, de donde Mier y Terán volvió a surgir, en 1821, para ocupar un primer plano en la vida política y militar del país. Hombre inseguro de sí mismo, nervioso y con su mente alterada, no soportó las desgracias que llovían sobre la República y, en forma horrible, se dio muerte a mediados de 1832.
En la primavera de 1817, Apodaca podía decir con optimismo que, rendido Mier y Terán, quedaban de hecho eliminados los más importantes focos revolucionarios de Nueva España. Subsistían en su labor de zapa varias guerrillas, principalmente en el sur, en Veracruz y en Guanajuato (comarcas del Bajío y Los Altos); pero el alto mando realista desestimaba su poder y las consideraba meras partidas de bandoleros, muy localizadas, que no tardarían en ser aniquiladas, si es que antes ellas mismas no se disolvían o autodestruían. Con tal margen de seguridad, el gobierno empezaba a trabajar sobre un programa de reconstrucción, cuando una noticia, llegada por el correo de la Huasteca, hizo trepidar, como una bomba, el palacio virreinal: el desembarco, en la costa de Nuevo Santander (hoy Tamaulipas), de la expedición libertadora conducida por el Joven español Xavier Mina.
Nacido en Navarra en 1789 -el año de la Revolución por antonomasia-, Mina estudió en Pamplona y Zaragoza la carrera de Jurisprudencia, que interrumpió a raíz de la invasión francesa. Organizó con su tío, Francisco Espoz y Mina, una guerrilla cuyas hazañas le dieron cierta celebridad, sobre todo en su provincia natal. Hombre de ideas liberales y muy en la línea política de la Constitución gaditana, Mina se volvió adversario feroz y apasionado del Fernando absolutista de 1814. Perseguido, tuvo que huir primero a Francia y luego a Inglaterra. En Londres conoció al mexicano fray Servando Teresa de Mier (el "otro" regiomontano ilustre, como decía don Alfonso Reyes), con varias cuentas pendientes contra el régimen opresor de los dos últimos Borbones. Mier, intelectual atrayente e inquieto, convenció a Mina de las bondades de una tesis peculiar: era legítimo combatir al absolutismo de Fernando en cualquier parte donde se luchara contra él, así en España como en las colonias; luego, el joven navarro podía ir a Nueva España a prestar su concurso a la causa insurgente. Mina quedó deslumbrado por esta idea.
Londres era en 1816 un semillero de exiliados, aventureros, agentes revolucionarios y financieros de empresas libertadoras. Asesorado por Mier, que tenía algunos buenos contactos, Mina consiguió créditos, armas y voluntarios, fletó un buque y salió rumbo a Estados Unidos, país vecino a Nueva España, donde pensaba redondear su expedición y completar el avío de la misma. De esos días febriles arranca una aclaración que, no sin algo de celo y envidia, hizo pública Espoz y Mina, y que mucho tiempo después explicó en sus Memorias. Vale la pena citarse, porque puntualiza las diferencias entre tío y sobrino y apenas el texto es conocido:
"En el mes de septiembre de 1816 -recuerda Espoz y Mina- tuve que estampar en los papeles públicos de Londres y París un artículo contradiciendo lo que se había dicho en los mismos sobre que el general español Mina había llegado a los Estados Unidos, porque no quería que mi nombre llevara el galardón o el vituperio que resultase de una expedición intentada por mi sobrino Javier Mina en el reino de México. Desde que la vuelta de Bonaparte de la isla de Elba nos obligó a separarnos de la Francia a mi sobrino y a mí, yo no había tenido noticia directa ninguna de éste ni nunca más la tuve ya. En Londres, adonde él se dirigió, halló buena acogida; de allí pasó a los Estados Unidos, y con su arribo la circulación de la noticia de la llegada del general Mina. Y como no había tal general, desmentí la noticia, diciendo que general español Mina no había otro que yo, que me encontraba en París; que el supuesto general que aparecía en los Estados Unidos no podía ser otro que mi sobrino del mismo nombre y que la graduación de éste no pasaba de teniente coronel". Concluye Espoz y Mina, con escasa simpatía y comprensión para el sobrino, que a su ligereza y aturdimiento, en el plan y desarrollo de la empresa mexicana, se debió su fracaso "y su inmediato castigo".
Mina, igual que lord Byron, era un romántico. Mil adversidades se conjugaron para hacer fracasar su noble empeño; las mismas que, años más tarde, llevarían al bardo inglés a su sacrificio en Grecia. Por principio, su información de Nueva España, de segunda mano, provenía de un testigo que había salido del país ¡el año 1795! El momento era poco propicio: la revolución mexicana languidecía, el gobierno nacional se había esfumado y el virreinal emergía con más fuerza que nunca. Por otra parte, el cuerpo de Mina estaba integrado por aventureros extranjeros, en especial angloamericanos, enrolados con el cebo de suculentos avances en un país afamado por sus riquezas metálicas; pocos, en realidad, contemplaron el aspecto idealista y político de la empresa. Al final, la expedición se preparó con tal aparato y publicidad, que antes de arribar Mina a las costas de Nueva España, ya se conocían hasta sus detalles, en Madrid, La Habana, Nueva Orleáns y otros lugares; de modo que a las autoridades de México les fue fácil tomar rápidas medidas para bloquearla y destruirla.
Les fue fácil, pero Mina resultó más astuto y experto en su plan de librarse del cerco y meterse en el centro neurálgico de Nueva España. Porque, aunque fuego fatuo cuya acción apenas dura un semestre, lo que sorprende de Mina es el impulso que logró darle a la revolución, a pesar de las condiciones adversas que se le interpusieron. Con poco más de trescientos hombres desembarcó en la barra del río Soto la Marina, el 15 de abril de 1817. En la población ribereña del mismo nombre dejó un corto destacamento al cuidado moral del padre Mier que, con una pequeña imprenta comprada en Baltimore, se encargó de imprimir proclamas y toda clase de propagada revolucionaria. Mina se internó hacia el occidente, en busca de la zona argentífera que lo dotara de dinero y de las partidas insurgentes más próximas con las que intentaba aliarse.
El ligeramente fortificado pueblo de Soto la Marina, en donde el padre Mier se hacía llamar monseñor obispo, fue descrito por un desertor de la expedición, a un funcionario subalterno de la comandancia de las provincias Internas de Oriente, con interesantes pormenores, en los que se alude a la bandera "que llaman mexicana, compuesta de un cuadrilongo de tricolor, orilla encarnada y en el centro pequeños cuadros de azul y blanco, con un óvalo en que está una águila que lleva una culebra en el pico y tiene alrededor una inscripción castellana que dice: independencia de México. Año de 1811". El escudo del óvalo provenía de la junta de Zitácuaro y la bandera del congreso de Chilpancingo: símbolos que patentizaban la mexicanización del español Mina. Por lo demás, Soto la Marina no resistió el primer ataque formal del brigadier Joaquín de Arredondo, comandante de las Provincias Internas de Oriente, que lo hizo capitular el 17 de junio. Mier fue conducido a México, procesado de nuevo por la Inquisición y puesto a buen resguardo, en diversas cárceles, hasta el fin de la guerra. Después de 1821, como diputado del Congreso pidió que la bandera que adoptara la República fuese la enarbolada por Mina, si bien la asamblea votó por la iturbidista (verde, blanco y colorado) de Iguala. En la plenitud de su fama y gloria populares, como huésped con residencia permanente en el palacio nacional del presidente Victoria, fray Servando Teresa de Mier murió en 1827.
En cuanto a Mina, es necesario registrar el fundamento político en que apoyaba su proceder. Desde Soto la Marina escribía a un rico hacendado de Nuevo Santander, buscando su concurso, y le explicaba: "Creía la nación que mientras más sangre derramaba para reconquistarse a Fernando, más forzaban la gratitud de Fernando a restituírselas. Cuando él reentró por Cataluña, en virtud de un tratado vergonzoso con Napoleón, que la nación triunfante recusó con razón, las Cortes dieron su decreto de 2 de febrero de 1814, de no reconocerlo por libre ni obedecerlo como rey hasta que no jurase la Constitución en el seno de las Cortes, conforme a su artículo 137. Pero él se rodeó de las bayonetas que le prostituyó Elío, y con el aparato de un conquistador entra en Madrid, ataca la representación nacional y encadena a sus más ilustres miembros, que habían salvado la patria y le habían conservado en el trono, cobardemente abandonado por él ¿Era honor unirnos a este tirano?". Concluye reafirmando su credo liberal y anticolonialista: "Conozcamos que ha llegado el tiempo de que las Américas se separen, como las separó de Europa con un océano la naturaleza, como toda colonia del mundo se separó de su metrópoli, luego que se bastó a sí misma; es dar coces contra el aguijón, obstinarse en impedirlo".
Con este atractivo programa ideológico-político, con su ya probada experiencia militar y en el apogeo de su fuerza viril, Mina, después de librar con éxito algunos encuentros en las intendencias de San Luis Potosí y Zacatecas, penetró en la de Guanajuato, donde operaban las guerrillas más consistentes de la región, una al mando de Pedro Moreno en las cercanías de la villa de León, y otra, que había fortificado el cerro de Los Remedios, en las vecindades del pueblo de Silao, dirigida por José Antonio Torres, presbítero de turbios antecedentes. Mina y Moreno se entendieron y unieron sus fuerzas para defender los parapetos que el segundo había levantado en el estratégico punto del cerro del Sombrero. Mina hizo algo más significativo todavía: bajó hasta la zona limítrofe de Michoacán para entrevistarse con los miembros de la junta de Jaujilla, y hacer un reconocimiento oficial de la autoridad de este órgano gubernativo. Así rendía homenaje al congreso desaparecido y a su insigne fundador, el gran Morelos; de paso, se adhería a los principios del Decreto Constitucional de Apatzingán, norma por la que continuaban rigiéndose los magistrados de Jaujilla.
Apodaca desplegó un formidable aparato bélico para detener la carrera triunfal de Mina en suelo mexicano. Al mando del recién llegado mariscal de campo Pascual de Liñán, salió de la capital en dirección al Bajío, un imponente cuerpo de ejército con más de dos mil quinientas plazas y un lucido tren de artillería. Mina y Moreno, que obraron prodigios en su táctica defensiva, no pudieron parar las cargas arrolladoras de Liñán. El Sombrero sucumbió a mediados de agosto; el jefe español, enardecido por la fuga de Mina y Moreno, se desquitó con furor pasando a cuchillo a más de doscientos prisioneros. Luego, levantó su campo, marchó hacia Silao y puso sitio a Los Remedios.
Lo que siguió después fue una resistencia desesperada y una persecución tenaz, cuyo resultado era previsible. Mina y Moreno, con una diminuta fuerza, intentaron dar todavía algunos golpes sorpresivos, sin mayor éxito; el último, un osado e imprudente ataque a la muy guarnecida ciudad de Guanajuato. Derrotados y en completa dispersión, seguidos de unos cuantos, se refugiaron en un rancho llamado El Venadito, donde los alcanzó, el 27 de octubre, un pelotón realista mandado por el coronel Francisco de Orrantia. Moreno, espada en mano, murió defendiendo su vida. Mina, capturado, fue conducido al campamento de Liñán, frente a Los Remedios. Apodaca, contra su habitual carácter, había ordenado que, de caer prisionero, se le diera a Mina un trato particularmente riguroso. Liñán le abrió una causa "por traición a la patria" y el joven navarro fue condenado, sin apelación posible, a la pena de muerte. Casi a la vista de los angustiados defensores del fuerte de Los Remedios, Mina fue fusilado por la espalda el 11 de noviembre de 1817. Luchador incansable contra el absolutismo y contra todo género de sistemas opresivos en Europa y en América, el idealista Javier Mina hizo cumplido honor a su renombre: ''héroe liberal de España y de México."
Justo cuando en el norte Liñán barría los últimos residuos de la insurgencia, el sur empezaba a sonar con un eco persistente y molesto a los oídos del pacificador Apodaca. El arquetipo revolucionario del agónico periplo que siguió a la muerte de Morelos no fue ni Ramón Rayón, ni Mier y Terán, ni Guadalupe Victoria, ni Mina, sino un hombre menos cultivado que todos ellos, pero más astuto, más capaz de resistir una guerra defensiva y de desgaste y más hábil para adaptarse a situaciones adversas y convertirlas, a largo plazo, en cartas de triunfo. Su nombre: Vicente Guerrero.
Nacido en 1782, en el pueblo de Tixtla, sitio que entonces era escala obligada de la ruta México-Acapulco, Vicente Guerrero procedía de una familia de mulatos, en la que padre, tíos y primos se ocupaban en el giro del transporte o arriería, conduciendo a lomo de mula, por veredas y caminos reales, mercancías de los centros de producción a los de consumo. Casi sin haber ido a la escuela, Guerrero, próximo a la adolescencia, empezó a acompañar a su padre en esta movible actividad, que ya no abandonaría hasta 1810.
La abrupta, complicada y nada idílica geografía del sur condiciona y modela su carácter. Cuenca del Balsas, Sierra Madre, Costas Chica y Grande: ámbito rural y rústico, en gran medida marginado, atrasado e incomunicado, con infinidad de resabios prehispánicos y en el que la fusión de razas y temperamentos y la desigualdad abismal de economías engendraban una explosiva problemática social y un adecuado campo de cultivo para todo género de rebeldías y violencias. En diaria familiaridad con ese mundo saturado de carencias y de pasiones elementales, Guerrero aprendió a entenderlo, a quererlo y, finalmente, a minarlo.
La arriería, practicada durante más de tres lustros, le proporcionó un conocimiento excepcional de la geografía, física y humana del sur, que después de 1810 le sería de una utilidad literalmente vital. Frugal, bien plantado, de salud de hierro, con duende para mandar, resistente a las peores calamidades, mente alerta y despejada, sensible al sufrimiento humano e identificado con los clamores de los explotados por el sistema colonial, Guerrero, al ingresar en la insurgencia, a fines de 1810, daba la medida de un conductor idóneo. Con dos requisitos esenciales que, por haberlos atendido, lo mantuvieron siempre en pie: no salir de la zona conocida y proceder de acuerdo a lo que mejor parecía ajustarse a sus capacidades y potencialidades: la guerra de guerrillas.
Hasta 1814 su papel fue secundario y poco relevante. Subordinado a otros jefes y fiel a las instrucciones de Morelos, no tuvo casi oportunidad de iniciativas ni de ensayar su propia estrategia. Cuando sobrevinieron los desastres de Valladolid y Puruarán y se evidenció la vulnerabilidad de las campañas frontales y masivas, Morelos mismo aconsejó la táctica de la guerrilla. Era la oportunidad que Guerrero esperaba. Tanto, que en el curso de los seis años siguientes la historia de la resistencia la escribe fundamentalmente este enorme suriano, digno de llamarse también "Empecinado". Participa en centenares de combates, de mayor o menor relieve, con un puñado o con miles de hombres, con palos y machetes o con fusiles y cañones, con éxitos y fracasos alternados, pero sin abatirse nunca. Desde la Mixteca hasta la tierra caliente de Michoacán, a lo largo del sinuoso Balsas, en el litoral palúdico y pantanoso o en las crestas de la cordillera, es increíble el tesón, la movilidad y las facultades casi sobrehumanas que manifiesta Guerrero, para mantener viva una revolución que desfallecía en todas partes, menos en el sur.
Su significado como defensor de la causa no se limitaba a los hechos de armas. Su ideario socio-político, muy consecuente, procedía en línea recta de Hidalgo y Morelos. Sustentaba la tesis, no frecuente en los militares afortunados, de que los movimientos se consolidan y se ganan menos en los campos de batalla que en el terreno de los principios. Defendió cuanto pudo, frente a las ambiciones de varios de sus colegas, la autoridad moral y legal de los supremos poderes electos en Apatzingán, de las juntas de Taretan y Jaujilla, y de la escuálida y perseguida junta de Zárate, a la que dio cobijo, recursos y protección. Cuando Mier y Terán disolvió brutalmente el Congreso, Guerrero no sólo se negó a secundarlo, sino que protestó y rompió con él. Creía, predicando con él ejemplo, en el gobierno civil, no en el castrense. Insistió repetidas veces en la necesidad de prestigiar la causa acatando las leyes emanadas de ella, en especial el Decreto Constitucional.
El norteamericano H. Davis Bradburn, náufrago de la expedición de Mina, llegó en julio de 1819 al cuartel general de Guerrero a ofrecer sus servicios. La impresión que le dejó el caudillo fue imborrable: "Me recibió con mucho gusto, manifestando lo adicto que es a todos los oficiales que venimos con el señor Mina. Sus ideas, muy liberales, bello carácter y una ciega adhesión por su patria. Yo soy testigo de sus tareas y me atrevo a asegurar que no hay ni ha habido otro jefe que trabaje por la patria como dicho señor. Ver sus hojas de servicio y del modo que les ha hecho la guerra a los enemigos, ni el gran Morelos. Este es el jefe que ha de dar la voz de la libertad".
Ahora bien. Suele usarse la voz de invicto para calificar al caudillo en su lucha contra el realismo; esto no puede aplicarse ni a Hidalgo ni a Morelos. Por supuesto, es correcta la atribución. Pero, ¿el término invicto significa a la vez el de vencedor? Claro que no. Guerrero, por imperativo vital, no rebasó su teatro de operaciones, dentro de unos límites que se ampliaban o estrechaban, de acuerdo con sus posibilidades de acción o sus urgencias de recesión. Pretender una ofensiva a otro nivel, dirigir sus huestes a una escalada y llevar la revolución al norte de su frontera convencional nunca se le ocurrió, pues fue consciente de que su fuerza estaba en sus dominios y su debilidad fuera de ellos. Criterio que explica el secreto de su éxito. Pero también el de sus evidentes limitaciones. Porque del lado contrario, ya que no se le podía destruir, la estrategia consistió en el cerco y el bloqueo a todas las posibles salidas. Así la lucha, interminable y agobiadora, llegó a ser tan regional y tan marginada con respecto a los centros vitales del virreinato, que Apodaca, con fines de propaganda personal y para tranquilizar a la opinión pública, pudo darse el lujo de declararla casi inexistente.
A principios de 1820 la guerra por la independencia había llegado al punto muerto, a un verdadero callejón sin salida. Entonces ocurrió lo inesperado: de ultramar a través de La Habana, se recibió la nueva, que cundió como reguero de pólvora, de una proclama suscrita por la majestad de Fernando VII, en la que se leía: "Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional".
El suceso haría girar en redondo la revolución de Nueva España. Al mismo ritmo giraría también su principal y casi único sostenedor: Vicente Guerrero.
La expedición de Xavier Mina.
“En esta desventurada época (1817) fue el desembarco del general Mina en Soto la Marina. Se conviene en México que si él hubiera desembarcado por la costa de Veracruz, donde le esperaba el general Victoria, toma a México; y aun lo mismo hubiera sido dondequiera que hubiese desembarcado con dos mil hombres, porque el amor de la libertad está en el corazón de todo americano y lo que ha faltado es un apoyo respetable a cuyo entorno reuniese y decidiese. Pero sólo desembarcó con 250 hombree a 200 leguas del teatro de la guerra. Por desiertos y ríos caudalosos él las atravesó, sin embargo, batiendo cuantas fuerzas superiores le opuso el virrey. Ganó cuantas batallas dio; destruyó cinco o seis regimientos enviados de la Península y derrotó al ejército vicerregio. Con esto los insurgentes se animaron y ya Apodaca temblaba en la capital. Pero Mina era en extremo confiado; el virrey compró a un coronel español europeo que Mina había admitido en su compañía y, estando de Jefe de día, lo entregó cuando Mina estaba separado de su tropa con sólo cuatro o cinco hombres en la cabaña de un indio.
“Su segundo, llamado Novoa, que estaba en el fuerte de San Gregorio, ofreció por su vida 35 oficiales y más de cien soldados, pero Apodaca lo fusiló, aunque Mina nunca había faltado al derecho de gentes”.
(Según fray Serrando Teresa de Mier, 1821).
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79. El liberalismo español y la independencia de México.
Por: Ernesto Lemoine.
El movimiento emancipador mexicano se desenvuelve en dos planos de importancia desigual, distintos, pero al fin complementarios en la evolución del proceso: el de la rebeldía armada, con todas sus gradaciones políticas, que trastorna el orden establecido, y el de la revolución ideológica y psicológica que, originada en España, contagia a la sociedad colonial de las vastas áreas no "insurgentizadas", contribuyendo a acentuar afinidades más que diferencias entre los dos campos, el sublevado y el fidelista, y a promover la interrelación de principios e ideas conducentes a una meta común, la independencia, por más que en los medios y procedimientos para llegar a ella disientan unos de otros.
En lo que toca a España y a sus posesiones ultramarinas podría aplicarse, al año de 1808, la frase apocalíptica que figura grabada en la portada dieciochesca del ex palacio del arzobispado de México: "He aquí que todo se hizo nuevo". El nombre de Cádiz y sus célebres Cortes saltan de inmediato en nuestra mente como la expresión máxima de ese nuevo hacer, o en palabras del doctor Gregorio Marañón, como el efecto de "la honda transformación, casi la resurrección, que la vida española necesitaba, porque el mundo entraba en una fase nueva". Con mayor razón, este imperativo renovador acuciaba a los americanos. Por entenderlo así, los politólogos de Cádiz invitaron también, aunque no con un criterio igualitario, a los ultramarinos. América, por lo tanto, tuvo su asiento en la impresionante asamblea.
La convocatoria a las Cortes, de fines de octubre de 1809, fijaba la instalación solemne para el 1 de marzo siguiente. Se estableció que mientras llegaban a España los diputados americanos, legítimamente electos, ocuparan su lugar veintiocho suplentes, seleccionados de la colonia americana residente en Cádiz. El decreto de la regencia, de 14 de febrero de 1810, que convocaba a la elección de las diputaciones ultramarinas, redactado por el poeta Manuel José Quintana, contenía un insólito párrafo cuya esencia da la medida del margen de apertura que se estaba fraguando en Cádiz: "Desde este momento, españoles americanos, os veis elevados a la dignidad de hombres libres: no sois ya los mismos que antes, encorvados bajo un yugo mucho más duro mientras más distantes estábais del centro del poder; mirados con indiferencia, vejados por la codicia y destruidos por la ignorancia".
Fuese palabrería circunstancial o afán de simple cortejo para obtener de los americanos su respaldo a las Cortes, próximas a instalarse, el caso es que los interesados tomando el concepto al pie de la letra lo esgrimirían, una y otra vez, con el fin de exigir de las Cortes mismas el trato de hombres libres que ofrecían los convocantes. Cuando el mencionado decreto se publicó por bando, en la Gaceta de México (16 de mayo), provocó una verdadera conmoción, un júbilo fuera de lo común y una expectativa optimista ante el hecho de que el propio gobierno peninsular franqueara el portillo de la democracia y la igualdad social a los novohispanos; "democracia y "libertad" muy entrecomillados; bastaba la sola insinuación oficial para que el ambiente se desperezara y el sector más politizado (clase media, intelectuales) tratara de aprovechar la ocasión con el propósito de no desperdiciarla.
En consecuencia, el año del "Grito" de Hidalgo coincide con el de las primeras elecciones de diputados que hubo en el país. Comicios sui géneris, pero, al fin y al cabo, comicios; los ayuntamientos de las capitales provinciales designaban una tema y de ella salía el diputado que llevaría la voz de la provincia respectiva en las Cortes. Es incorrecto afirmar que estas elecciones fueron meras designaciones, simples formalismos -dedazos desde arriba- y manipuleo completo del aparato estatal. Por supuesto, quedaron muy lejos de ser la expresión literal de la vox pópuli; pero algo tuvieron de ella y, en todo caso, significaron el comienzo de una prometedora perspectiva. Porque, en primer lugar, ha de recordarse que los ayuntamientos, en general, estaban dominados por los criollos; consecuentemente, de tal sector saldrían los miembros de las temas. Luego, hubo interés entre las fuerzas vivas de cada provincia por la composición de las ternas y muchos precandidatos fueron discutidos y analizados, incluso a nivel callejero, formándose bandos a favor o en contra de los nombres que sonaban. No pocos aspirantes montaron verdaderas campañas preelectorales, que, aunque hoy parezcan risibles -que no lo son-, sirvieron por lo menos para iniciar la concienciación política del mexicano medio. Al gobierno virreinal se le escapó de las manos el control de la diputación que marchó a España; cuerpo bastante más independiente de lo que se supone. Por lo tanto, dentro de las nuevas reglas del juego gaditanas, se dio en Nueva España el caso, por primera vez, de existir una oposición legal, un otro poder reconocido, confrontado con el tradicional virrey-audiencia.
Dieciséis diputados envió Nueva España a Cádiz, todos criollos y, con una sola excepción, nativos de las provincias que los eligieron. Los más notables, por su cultura, recursos forenses y participación en los debates fueron: José Beye de Cisneros, Antonio Joaquín Pérez (más tarde obispo de Puebla), José Miguel de Gordoa, José Miguel Guridi y Alcocer y Miguel Ramos Arizpe, este último el más brillante y activo del grupo. Empero, ninguno de los novohispanos alcanzó la fama oratoria y la popularidad del quiteño José Mejía, "el Mirabeau del Nuevo Mundo".
Cádiz quedaba muy lejos de Nueva España y las irradiaciones liberales de las Cortes, al cruzar el océano, recibían del otro lado un tratamiento especial, si es que no se las silenciaba de plano con ingeniosas o grotescas argucias. El virrey Venegas fue uno de esos picos saboteadores. Con el pretexto de la guerra de independencia, sostuvo que era indispensable gobernar bajo la ley marcial y que debía evitarse toda clase de concesiones políticas que, a su juicio, sólo servían para impulsar la sedición y beneficiar a los rebeldes. Ello se vio bien claro con la primera de las grandes medidas revolucionarias decretada por las Cortes: la libertad de imprenta. Votado el proyecto en la sesión del 17 de octubre de 1810, recuérdese, por cuanto tuvo de trascendente, el texto de su artículo 1°:
"Todos los cuerpos y personas particulares, de cualquiera condición y estado que sean, tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna, anteriores a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidades que se expresarán en el presente decreto."
Venegas, al recibirlo, no lo publicó y durante más de año y medio se pasó dando amañadas explicaciones a la Regencia para justificar su desacato a la orden de las Cortes. Pero es, justo ahí, donde se palpa la operancia de la diputación de Nueva España como contrapeso del poder virreinal. Ramos Arizpe, en nombre de sus compañeros, habló, gritó e interpeló denunciando las componendas de Venegas y pidiendo a las Cortes y a la Regencia que le exigieran el cumplimiento estricto de la ley de imprenta en Nueva España. Aunque el virrey, con sus acostumbradas moratorias, capeó la reprimenda, no pudo evitar dar cumplimiento al decreto del 17 de octubre de 1810 cuando se le remitió la Constitución, en la que quedaba incorporado.
Breve pero fructífera fue la luna de miel constitucional que disfrutaron los novohispanos. La siempre admirable Carta Magna de Cádiz, "en la que se fraguó la España contemporánea" (Enrique Tierno Galván), promulgada el 19 de marzo de 1812, fue recibida por Venegas en septiembre, con la orden terminante de publicarla y hacerla cumplir, lo que obedeció, temeroso y de mala gana. Comenzando con el suyo, los juramentos se iniciaron el día 30 en el palacio virreinal. Escribe el historiador Lucas Alamán:
"En la tarde del mismo día, el ayuntamiento se dirigió al palacio, de donde salió acompañando al virrey con toda la comitiva que en él estaba esperando, y todos se colocaron en un magnifico tablado, prevenido junto a la estatua ecuestre que adornaba el centro de la hermosa plaza circular que entonces existía, frente a la puerta principal del mismo palacio. Allí se leyó en voz alta la Constitución ante el inmenso concurso que se había reunido, el que manifestó su gozo por repetidos aplausos. El virrey y la Audiencia echaron dinero al pueblo, y el repique general, la salva de artillería y el fuego graneado de todas las tropas de la guarnición formadas alrededor de la plaza, aumentaron el regocijo público... El paseo, el teatro, la iluminación de las calles, en las que estaban repetidas las músicas militares, completaron este alegre día, que vino a hacer distracción e inspirar esperanzas, en medio del triste estado en que el país se hallaba".
En esos momentos el país vivía desdoblado: área realista y área insurgente; grandes contingentes de patriotas luchaban, armas al hombro, por la independencia; en el territorio fidelista se imponía la opresión y represión del gobierno, a contrapelo de una tendencia generalizada en pro de la libertad y una actitud de insurgencia vergonzante. Por lo tanto, Cádiz caía como anillo al dedo para hacer aflorar ideas precavidamente soterradas, para soltarse el pelo liberal y para tender un puente de unión salpicado de sutilezas, reservas y equívocos, pero puente al fin y al cabo entre el ámbito veneguista y el morelista, y también, no faltaba más, entre el mundo real y el utópico.
La Constitución gaditana, con su generosa y amplia visión sobre el papel del hombre, vino a abrir compartimentos no a cerrarlos; ahí radica su mayor mérito. Si su vigencia fue corta y mediatizada, por el miedo de mentes viejas, como las de Venegas y Calleja, ello no disminuye su significado: anticipo, precedente, punto de partida, conquistas que hay que seguir ganando todos los días. En lo que afectó a Nueva España, tres logros importantes deben consignarse: la instauración de la Diputación provincial, el proceso democrático para la elección de los ayuntamientos constitucionales y, aunque por breve tiempo, la libertad de imprenta.
Liberal y federal son dos posturas, mejor dicho, dos estados de ánimo que se deslizan a la vez hermanándose. En Cádiz predominó la tesis de que el régimen centralista era el más eficaz aliado del despotismo. Por lo tanto, las Cortes aprobaron (16 de marzo de 1811), sólo para la Península, un notoriamente federalista Reglamento de Provincias, que Mejía, el Mirabeau mestizo, pidió se hiciese extensivo "también a América, por el gran beneficio que reportaría al Nuevo Mundo si se adoptaba para aquellos países". Ramos Arizpe, con el pensamiento fijo en el suyo, amplió y desarrolló la propuesta de Mejía, en sesudos memoriales e intervenciones desde la tribuna, hasta lograr que, limitándose los poderes centralistas del virrey y las audiencias, se otorgara una buena dosis de autonomía a las provincias, a través de un cuerpo colegiado gubernativo, al que se le dio el titulo de Diputación provincial. La Constitución especificaba seis diputaciones provinciales, independientes política y administrativamente unas de otras, con residencia en las ciudades de México, San Luis Potosí, Guadalajara, Mérida, Monterrey y Durango.
Este nuevo órgano de Gobierno, que coadyuvaba con las autoridades locales en la dirección socio-política de una determinada en entidad, significaba no sólo el principio de un sistema muy próximo al clásico federal, sino además la irrupción de la ciudadanía como factor activo en la vida pública de su patria chica, habida cuenta que, tanto los diputados a cortes como los de provincia, debían ser electos, en comicios indirectos, por el propio pueblo.
Durante 1813 y los primeros meses del año siguiente, se volcó la pasión y el deseo de participar; en este lapso quedaron instaladas todas las diputaciones provinciales de Nueva España. Calleja, al primer aviso de que Fernando había restaurado el régimen absoluto, las suprimió de un plumazo. Pero la experiencia había sido tonificante y el virus democrático y federal, inoculado en el cuerpo de la nación, ya no pudo eliminarse. Ramos Arizpe -reflexiona la historiadora Nettie Lee Benson-, autoridad en la materia, "considerado generalmente como el padre del federalismo en México, bien puede reclamar también la paternidad de la diputación provincial". Se trataba de un político de nuevo cuño, revolucionario, que fue a Cádiz a abogar por su país (al que le chocaba citar con el nombre de Nueva España), pero más y con mayor calor por las libertades provinciales.
Las elecciones para integrar los nuevos ayuntamientos constitucionales mostraron el intenso grado de politización alcanzado, a dos meses escasos de haberse publicado la carta de Cádiz. En México, espejo del virreinato, el suceso alarmó a Venegas, entre otras cosas porque evidenciaba su impotencia para maniatar la voluntad popular, cuando ésta tenía ocasión de expresarse y neutralizar las maniobras del grupo de la oposición. Los comicios se llevaron a cabo el domingo 29 de noviembre para designar, por parroquias, a veinticinco electores, los cuales nombrarían a su vez a los miembros del ayuntamiento. El elector fue el verdadero leitmotiv, el foco de atracción y discusión de la junta electoral. Un selecto grupo de criollos, molesto por el recuerdo de la derrota de 1808 había organizado días antes, parroquia por parroquia, una bien orquestada campaña de propaganda, sobre todo entre el pueblo bajo, con el eslogan de “Ningún gachupín al Ayuntamiento”. El triunfo fue rotundo, pues no salió ni un solo elector europeo. Al conocerse el cómputo, "la alegría de los vencedores fue extremada; corrieron a las torres de la catedral y de las demás iglesias y soltaron un repique general, que vuelto a comenzar diversas veces, según llegaban los grupos de gente que en desorden recorrían las calles, duró gran parte de la noche". Algunos de los electores más populares, como Jacobo de Villaurrutia, José María Alcalá, Carlos María de Bustamante y José Manuel Sartorio, recibieron vítores y aplausos tumultuarios, entre los que se colaron -dato significativo- varios vivas a Morelos. Por eso, cuando los ufanos electores fueron a cumplimentar a Venegas, éste -dice Alamán- los recibió con desabrimiento.
El otro interesante capítulo de nuestro constitucionalismo doceañista corresponde al fugaz período de la libertad de imprenta. Apenas había publicado Venegas el bando respectivo (5 de octubre), cuando ya se estaban voceando en las calles "papeles, papelillos y papeluchos" de no muy ortodoxo contenido. El Diario de México, periódico muy acreditado, aunque siempre flagelado por la censura, tirada ya la mordaza, se desquitó publicando una serie de cáusticas críticas al sistema (como la de los militares que salían pobres a las campañas y regresaban ricos a México) y una sugerente traducción de la Constitución de los Estados Unidos. Circularon en esos días varias hojas volantes y cuadernillos, generalmente anónimos o suscritos con anagramas o seudónimos, cuyo objeto primordial era fustigar al gobierno o a determinados funcionarios y jefes militares, casi siempre en términos chocarreros y vulgares. Pero de todo el conjunto de "periodistas" capitalinos que, aprovechando la feliz coyuntura, se habían lanzado a la palestra, sólo dos lograron imponer su nombre y vender “como pan caliente” sus producciones: José Joaquín Fernández de Lizardi y Carlos María de Bustamante.
Lizardi publica, a partir del 8 de octubre, el periódico que más celebridad le ha dado, cuyo nombre acabó adoptando como seudónimo literario: El Pensador Mexicano. Estilo suelto, amenísimo y con frecuencia chabacano y populachero el de Lizardi, sobre todo en esta obra, causó un gran impacto, porque se aplicaba a problemas candentes de palpitante actualidad y porque el autor se comprometía. Incisivo, mordaz y profundo, pero sobre todo liberal, golpeó duro contra todo cuanto significaba opresión, injusticia, desigualdad. Su Pensador se lo arrebataban de las manos a los voceadores y era la comidilla y el suceso del día. Abrió su primer número con este saludo: "¡Gracias a Dios y a la nueva Constitución española que ya nos vamos desimpresionando de algunos errores en que nos tenían enterrados nuestros antepasados! Tal era la esclavitud de la imprenta; esclavitud la más tirana y, sin razón, la más patrocinada". En el número 9 y último de esta época (3 de diciembre), con pretexto de la onomástica del virrey, le pidió, casi le exigió, con aspereza que revocara un bando draconiano contra los eclesiásticos que militaban en las filas insurgentes. Aducía Lizardi que, al emitirlo, Venegas había sido miserablemente engañado por su camarilla de aduladores. "Hoy se verá vuestra excelencia -le decía El Pensador- en mi pluma un miserable mortal; un hombre como todos y un átomo despreciable a la faz del Todopoderoso." Y luego citaba, como para que se viera en esos espejos, los ejemplos de Nerón, Calígula, Fedro el Cruel, Calvino, Arrio, Lutero y otros heresiarcas, Enrique VIII, la impía Isabela y, en fin, viniendo más cerca, Napoleón. Realmente sorprende que en las mismas barbas del virrey y a la luz del día, Lizardi hubiera podido estampar semejante ataque: Cádiz se lo permitió, aunque a un precio muy alto. Ese mismo día, Venegas ordenó requisar el número 9 de El Pensador, que por fortuna ya había empezado a circular; dos días después, y contraviniendo flagrantemente a la Constitución, ordenaba la suspensión de la libertad de imprenta; y, horas después, sus polizontes prendían al autor de la ofensa. Lizardi se pasó ocho meses en prisión.
El Juguetillo, de Bustamante, fue la otra piedra de escándalo, coetáneo y competidor de El Pensador. Periódico divertidísimo, pero con mucha miga política, provocador y punzante, con espíritu de ahuizote, como decían los aztecas; "seis mil y más ejemplares se consumieron muy pronto de este papel", afirmó años después, no sin orgullo, el autor. En su primer número, como si intuyera la explosión biliosa de Venegas, inquiría: "Conque podemos hablar? ¿Estamos seguros?, preguntó doña Rodríguez a don Quijote... Pues a ello, Dios me guíe y la Peña de Francia y la Trinidad de Gaeta". En los únicos seis números que logró sacar, Bustamante se pitorreó de lo lindo de las fanfarronadas militares de Calleja (aún no virrey), criticó las lacras de la administración, insinuó la justicia de la insurgencia e hizo un espléndido elogio de Primo Verdad, una de las víctimas de la "cacería de brujas" de 1808. Como muestra de su estilo y carácter, he aquí un trozo del primer Juguetillo, en que le da la bienvenida periodística a Lizardi, no sin pasar por alto sus fallas: "Diríjome ahora a cierto Pensador Mexicano que se nos ha presentado hoy de patitas en México. ¡Buenos días, cara hermosa! Saludamos a usted con el ángel. ¿De cuándo acá le ha venido en gana pensar sobre diversas materias, y pensar bien? Cuidado, porque el que mucho habla, etcétera. Somos unos pobretes limitados y apenas podemos acertar en una cosa. Los omniscios como Leibniz son aves raras en el mundo. Ha empezado usted bien, aunque pudo omitir toda la historia de la inmoralidad de Witiza y don Rodrigo; en una foja de papel pudo decirlo todo. Ya sabemos las ventajas de la libertad de la imprenta y el uso moderado que debe hacerse de ella; pero, adelante, siga usted".
Bustamante, al enterarse de la suerte corrida por El Pensador, puso pies en polvorosa. Abandonó la Ciudad de México, adonde no retornaría sino hasta después de consumada la independencia. Marchó hacia los cuarteles de Morelos; en Oaxaca, el caudillo le encargaría la redacción del periódico revolucionario Correo Americano del Sur.
La apertura se cerró con el ucase de Venegas del 5 de diciembre de 1812. Otras conquistas constitucionales, siempre medio escondidas, perduraron hasta 1814. Cuando Calleja recibió la proclama absolutista de Fernando, expedida en Valencia, no le fue difícil abatir el sistema constitucional en Nueva España. Otra vez las sombras del despotismo, ahora vengativo, cubriendo al país entero; pero no anularon el espíritu liberal de cientos de miles de novohispanos que sólo aguardaban una nueva coyuntura para hacerlo renacer.
Tardó seis años en presentarse, lapso en el cual, tanto la insurgencia como el constitucionalismo, habían sido casi exterminados. Únicamente en las montañas del Sur el caudillo Vicente Guerrero proseguía, tenaz y solitario, enarbolando la insignia del cura Hidalgo. El virrey Apodaca, tranquilo, informaba a Madrid, una y otra vez, que Nueva España, pacificada, volvía a tomar su viejo rumbo, como en los días áureos y añorados de Carlos III. Ingenuo el gobernante no sabía que la historia es irreversible y que su propia silla estaba montada sobre un volcán próximo a estallar.
El catalizador, que daría un nuevo soplo de vida al país, vino, como en 1808 y 1812, de la Península. El 1 de enero de 1820, el comandante Rafael del Riego se "pronunciaba" -tiempo de un verbo que se haría de uso cotidiano en la España y el México del siglo XIX- en Cabezas de San Juan, Andalucía, proclamando la Constitución de Cádiz. La sublevación, victoriosa, se derramó por toda la piel de toro, al grado de hacer tragar el Trágala a Fernando, que el 7 de marzo se veía forzado a jurar la renaciente carta. El liberalismo, con más virulencia que antes, sentaba de nuevo sus reales en España para iniciar el saludable "Trienio". Días después cruzaba, con vientos de ráfaga, el Atlántico.
El nuevo rostro de Fernando, que el escalpelo de Riego le había diseñado, produjo en el virreinato una impresión de pasmo, seguida de otra de júbilo incontenible Apenas llegó la noticia al puerto de Veracruz, el pueblo, la gente de la calle, las bases -diríase hoy-, sin esperar instrucciones ni consignas de arriba, proclamaron la Constitución y obligaron al gobernador José Dávila a hacer otro tanto, el 26 de mayo; dos días después ocurría lo mismo en Jalapa y a lo largo del camino de México (la ruta del correo ultramarino); el entusiasmo por el cambio se generalizaba. El virrey, que se disponía a tomar providencias para tender un cordón sanitario en torno al pestífero Código, temió que el populacho de la capital, ya muy alterado, siguiese el ejemplo de Veracruz y le dictara la ley desde abajo, con lo cual su autoridad caería por los suelos; ante este peligro, nada hipotético, precipitó el juramento de la Constitución, el 31 del mismo mayo. A lo largo del mes de junio, casi todo el virreinato quedaba "constitucionalizado".
El cambio engendró una agitación política sin precedentes. Con el retorno de la libertad de imprenta, ahora ya imposible de silenciar, el experimento de octubre y noviembre de 1812 pareció en 1820 un juego de niños. Decenas de publicaciones brotaron de la noche a la mañana en México, Puebla, Veracruz y Guadalajara -centros que se podrían llamar editorales-, e incontables escritores, muchos improvisados, se animaron a abordar el género de la politología. Fue aquello, como rezaba un libelo gaditano del año 18t2, una verdadera "diarrea de las imprentas". Los títulos más extravagantes, pintorescos e intencionados se voceaban a diario por las calles de la capital: La chanfaina se quita, Juicio de los locos, Las zorras de Sansón, La balanza de Astrea, No importa que mudes mula si no mudas también cula, El limpio de corazón piensa que todos los son, Alerta a los mexicanos, Gaceta de Cayo Puto, etc. Alamán se horrorizó de la vulgaridad y peligrosidad de esta explosiva literatura; pero, como afirma Jesús Reyes Heroles, conocedor profundo del tema, si bien es cierto "que el lenguaje de los folletos era casi siempre chocarrero y muy frecuentemente zumbón", y que "mucho de su contenido fue transitorio y fugaz", también lo es que "estaban cargados de intención" y que las tendencias de muchos de ellos "cuajarán más tarde en nuestra evolución jurídico pólítica".
La tónica dominante de este diluvio de literatura política es el fervor a la Constitución. Una magnífica edición mexicana de ésta aparece en ese tiempo y el tiraje se agota rápidamente. Todo el mundo la lee, la glosa, la interpreta, la explica. Se vive, según palabras de Reyes Heroles, bajo la atmósfera de "la euforia constitucional". Incluso se transfiere a un segundo plano el antiguo problema del conflicto insurgencia-realismo. En 1820 la dialéctica es constitucionalismo-absolutismo; pero con un agregado que, travieso, se pasea entre los dos "ismos": independencia.
El efecto, distante en tiempo y en espacio, pero directo del pronunciamiento de Cabezas de San Juan, fue la independencia de Nueva España. Con dos vectores que esgrimían para justificarse el contrasentido de los dos rostros de Fernando: el anterior y el posterior al 7 de marzo.
Un grupo de peninsulares refractarios, salido de entre los que en 1808 habían derribado a Iturrigaray, empezó a reunirse en el oratorio anexo al templo de La Profesa, con el fin de tomar chocolate y discutir la situación. Este grupo, enemigo de la Constitución y cada vez más alarmado por la participación de la plebe en los asuntos políticos, pensó que Fernando, a fin de cuentas, había claudicado de sus regios principios, que se había aliado con la plebe y que, dentro del contexto mexicano, se había "insurgentizado". Ellos, los decepcionados y ofendidos, releyendo su curriculum, puntualizaban que durante doce años habían dado su dinero y su talento para luchar por la causa de su verdadero rey, no del falsificado de ahora. En consecuencia, no tenían por qué preservar sus dominios a quien se había pasado al otro bando, o sea al mismo que ellos siempre habían combatido. "Hagamos la independencia" concluyeron, "pero no para darle la libertad a un pueblo bajo y soez que no la merece, sino, precisamente, para conservar los valores y el poder de nuestra clase".
Los conspiradores de La Profesa, como es fácil advertirlo, se colocaban a la derecha del Fernando constitucional, que, por serlo, ya no les interesaba. Buscando la forma de dar realidad a este sueño, que era el del retroceso, iniciaron los contactos pertinentes, interesando incluso a Apodaca, prisionero cada vez más en las redes de una Constitución que lo disminuía y lo obstruía. Pero ellos necesitaban una espada fuerte, joven y ambiciosa, similar a la de Riego. Como el plan era peligroso, pues la euforia constitucional estaba en todo su apogeo, no les era fácil seleccionar el brazo ejecutivo idóneo y confiable. En ésas andaban cuando un día se apareció en La Profesa, para hacer unos ejercicios espirituales, un joven militar criollo, apuesto y marcial, con una larga hoja de servicios, pero, por malos manejos o calumnias de sus muchos enemigos, cesante en tal momento. A los conspiradores se les iluminó el cielo: habían dado al fin con su mesías.
El nombre del deseado era Agustín de Iturbide.
¿Qué es ser liberal?
“...Yo dije, entonces, a mi contradictor antiliberal:
“Para seguir discutiendo, es necesario que antes precisemos qué es ser liberal. Yo reconozco que lo que ustedes combaten como liberalismo, que lo que ustedes pretenden destruir, y no destruirán, tiene sus aspectos discutibles y algunos indefendibles. Pero son pecados de los fariseos del liberalismo y no de los verdaderos liberales. Lo importante de ser liberal es lo que no figura en sus anatemas. Ser liberal es, precisamente. estas dos cosas: primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo; y segundo, no admitir jamás que el fin justifica los medios, sino que, por el contrario, son los medios los que justifican el fin. El liberalismo es, pues, una conducta y, por lo tanto, es mucho más que una política. Y como tal conducta no requiere profesiones de fe, sino ejercerla de un modo natural, sin exhibirla ni ostentaría. Se debe ser liberal sin darse cuenta, como se es limpio, o como, por instinto, nos resistimos a mentir”.
(Según Gregorio Marañón, 1946.)
Bibliografía.
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80. 1821. Transacción y consumación de la Independencia.
Por: Ernesto Lemoine.
El filósofo Luis Villoro resume así el análisis de la porción de historia mexicana acotada entre los años de 1808 y 1824, entre el motín de Aranjuez y la batalla de Ayacucho:
"Pocas revoluciones presentan, a primera vista, las paradojas que nos ofrece nuestra guerra de independencia. Nos encontramos con que muchos de los precursores del movimiento se transforman en sus acérrimos enemigos en el instante mismo en que estalla; con que no consuman la independencia quienes la proclamaron, sino sus antagonistas; y, por último, con que el mismo partido revolucionario ocasiona la pérdida de los consumadores de la independencia". Penetrando más al fondo de la cuestión -añade el mismo autor-, se advierte que "las paradojas se disipan" si se detecta que no hubo una, sino varias revoluciones de independencia y el proceso fue múltiple, no unívoco.
La solución de 1821 es y no es paradójica, según la perspectiva en que uno se coloque, y no por razones de criterio superficial o profundo. La circunstancia de que a los propios contemporáneos que la capitalizaron les haya dejado un mal sabor de boca, y que siglo y medio después tal sensación perdure, así entre tirios como entre troyanos, indica que en ese movimiento, que tuvo la fortuna de darle la puntilla a tres siglos de dominio político español, algo defraudó a los participantes, lo cual sigue irritando a los historiadores, sea el que fuere el color de sus espejuelos. Se explica el fenómeno sin acudir a la metafísica social: la revolución de 1810 como todas las revoluciones mexicanas ulteriores acabó en una transacción en que todos ganaron y, a la vez, perdieron. Los dividendos compartidos siempre dejan ceños adustos y expresiones agrias. Por lo demás, ahondar en el qué y el porqué de la incurable manía mexicana a la transacción, tema de suyo sugestivo, ya es harina de otro costal.
Suele generalizarse la idea de que el retomo, en 1820, del sistema constitucional alteró el pulso de una Nueva España oficialmente pacificada y que de este impacto brotó y se desarrolló la tesis independentista de Iguala. Ello es verdad, pero no toda la verdad. Aunque minimizada, confinada y casi en absoluto negada, coexistía en las montañas y tierras calientes del sur una móvil República mexicana, que, con devoción apostólica, seguía la normativa de la ley hidalguista y morelista. Basándose en esa tangible realidad, se puede decir que también ahí el juramento constitucional de Fernando alteró el pulso; también ahí se vislumbraron las enormes perspectivas que abría la nueva coyuntura política; también ahí surgió, incluso anticipadamente, la línea que conduciría a Iguala. Veamos con algún detalle la cuestión.
Jefe supremo de la República -designación usada con cierta frecuencia, desde finales de 1815 hasta 1820- era el insurgente invicto Vicente Guerrero, sucesor de Morelos y molesto lobanillo que afeaba el rostro del virreinato. En 1814, Calleja había organizado una fuerte división a la que nominó "Del Sur y rumbo de Acapulco", con la mira de recuperar este puerto, expulsar al congreso insurgente de Chilpancingo y limpiar toda la zona comprendida entre el río Balsas-Mezcala y el litoral. El comando de dicha fuerza recayó en el coronel José Gabriel de Armijo, hombre de confianza de Calleja y su socio en más de un negocio turbio. Una serie de triunfos continuada, paralela al hundimiento gradual de Morelos, acreditaron la fama de Armijo, a quien el virrey cubrió de honores, ascensos y premios en metálico. Más tarde, Apodaca, sucesor de Calleja, confirmó el nombramiento y los poderes de Armijo, instándole, como tarea primordial, a destruir a Guerrero y liquidar el último foco importante de la rebelión que aún subsistía.
Fue, pues, Armijo el jefe realista de mayor graduación con el que Guerrero midió sus armas, durante un lustro de fatigante e indecisa lucha. Teniendo como eje el trozo meridional del camino de Acapulco y por centro Chilpancingo, a uno y otro lado de la Sierra Madre del Sur, de hecho, hacia 1820, se había estabilizado el frente. Ante la impotencia de ambos rivales de vencer al contrario, fue estimulándose una curiosa situación de relaciones personales, de un lado a otro, y entre tiroteo y tiroteo, al principio entre los individuos de tropa, luego entre los oficiales y por último, vía epistolar y a través de Comisionados de confianza, entre los más altos jefes. Surge así, mucho antes de la presencia de Iturbide en el Sur, el clima propicio a la transacción.
Un buen político es, no el intransigente, sino el hombre que sabe amoldarse a las realidades que le son impuestas y que humanamente él no puede variar. Guerrero lo fue, mucho más de lo que suponen los profanos, porque entendió a la perfección lo que estaba pasando a su alrededor y no perdió la brújula; con la insurgencia en punto muerto y, de pronto, la euforia constitucional desconcertando a la trinchera enemiga, es evidente se presentaba la oportunidad de torcer el rumbo, no por haberse extinguido la fe en los principios hasta entonces defendidos, sino para salvarlos, a largo plazo, aunque por lo pronto pareciera que se tiraban por la borda. La única estrategia posible, en esa instancia y en el sur, era la que contemplaba Guerrero: aliarse con el enemigo, a cuenta de ganar la partida más adelante.
Desde 1819 el virrey Apodaca, por su parte, insistía en mantener contactos con Guerrero para forzarlo a cambiar de postura. Sin embargo, el carácter inquebrantable del caudillo hizo fracasar aquel intento. Pero el conde del Venadito reincidió y en 1820, con el remolino constitucional sobre su cabeza, dio el imprudente paso de acercarse a Guerrero por una vía secreta, cuyos hilos él llevaba, sin interrumpir la oficial que se hacía a través del comando de Armijo. Guerrero no tardó en advertir las contradicciones en que caía el virrey. De un lado, Armijo, diciendo cumplir órdenes de México, le ofrecía el indulto, ciñéndolo a las cláusulas que obraban en los bandos respectivos. De otro, el Venadito, por intermediarios de su absoluta confianza, le pedía la sumisión (forma camuflada del indulto), pero en condiciones tan munificentes y atractivas, y tan desproporcionadas para lo que en esos casos se estilaba, que el caudillo no pudo por menos que suponer que algo raro estaba ocurriendo en México: un doble juego y un desacuerdo manifiesto entre el virrey y su comandante del Sur. Apodaca empezaba a dar muestras de inseguridad, de recelo hacia los militares, de que no las tenía todas consigo.
Misterios aparte, lo que en realidad ocurría y se traslucía era que la estructura fiel régimen se estaba resquebrajando. La maquinaria no funcionaba ya como en los tiempos de Calleja, porque los engranajes empezaban a desajustarse. De virrey abajo, todos desconfiaban de todos. El propio Apodaca, que se acostaba constitucional vergonzante y se levantaba constitucional exaltado, vivía con el temor de que le ocurriera (como así le ocurrió) lo que a Iturrigaray. Ello explica en parte el carácter de su diplomacia en el Sur, de la que el único beneficiado, si se manejaba con astucia, podía ser Guerrero.
Dándose cuenta, en un rápido golpe de vista, que el gobierno de México se debilitaba al perder confianza en sí mismo y en las fuerzas que lo sostenían, Guerrero decidió entonces seducir al más vulnerable por -conocido y por vecino- de los cuerpos en que se apoyaba el régimen. Su primer objetivo fue Armijo. La alta graduación que ostentaba, el considerable número de tropas a su mando y la fama de que gozaba desde 1814 en el sur lo hacían el candidato ideal para voltearse y proclamar, junto con el seductor, la. independencia. Pero Armijo, fiel al gobierno y falto de imaginación, dejó escapar la oportunidad de su vida. Visto lo cual, Guerrero, sin desanimarse, varió de blanca, dirigiendo su batería hacia el coronel Carlos Moya, subordinado de Armijo y jefe de una importante sección, con cuartel general en Chilpancingo. Después de algunos sondeos por medio de intermediarios, Guerrero le escribió una carta a Moya sobre la marcha, el 17 de agosto de 1820, cuya esencia política es suficiente para otorgarle a su autor el crédito de "inventor de la consumación de la independencia", entendiendo por inventar "hallar una cosa nueva", "crear por medio de la imaginación". Véase si no: "Como considero a vuestra señoría bien instruido en la revolución de los liberales de la Península, aquellos discípulos del gran Porlier, Quiroga, Arco-Agüero, Riego y sus compañeros, no me explayaré sobre esto y sí paso a manifestarle que éste es el tiempo más precioso para que los hijos de este suelo mexicano, así legítimos como adoptivos, tomen aquel modelo para ser independientes no sólo del yugo de Fernando, sino aun del de los españoles constitucionales. Sí, señor don Carlos, la mayor gloria de Guerrero fuera ver a V.S. decidido por el partido de la causa mexicana y que tuviera yo el honor de verlo, no de coronel de las tropas españolas (en donde se tienen muchos rivales), sino con la banda de un capitán general de las americanas, para decir por todo el orbe que yo tenía un jefe, un padre de mi afligida patria, un libertador de mis conciudadanos y mi director que con sus realzadas luces y pericia supliera guiarnos por la senda de la felicidad... Cuando se trata de la libertad de un suelo oprimido, es acción liberal en el que se decide a variar de sistema... Mis confidentes, así en México como en Ultramar, me aseguran que en octubre próximo debe arribar a la corte mexicana el excelentísimo señor capitán general de Navarra, don Francisco Espoz y Mina, a suceder al Venadito. El primero sé que conserva cierto resentimiento con los realistas (ignoro cuál sea la causa), y puede ser que nos resulten algunas ventajas".
En este texto excepcional se hallan prefiguradas las premisas sobre las que se desarrollarían los acontecimientos de los trece meses siguientes. Resumiéndolas:
Alianza de españoles (realistas) y mexicanos (insurgentes) para converger en la independencia con respecto a España, trátese de la absolutista (fernandista) o de la constitucionalista.
Tener fijo el precedente del general Riego en la Península.
Pronunciamiento del ejército de Nueva España.
Reconocer la posición subalterna del propio Guerrero, es decir, de la insurgencia.
Designar libertador al jefe del pronunciamiento.
Relevo de Apodaca por un sucesor probadamente liberal, con el que sea factible llegar a un acuerdo.
Todo esto, discurrido y programado con tan penetrante clarividencia por Vicente Guerrero, en un aislado campamento del Sur, el 17 de agosto de 1820, ¡a seis meses del plan de Iguala y a un año de la llegada del liberal O'Donojú y de la firma de los tratados de Córdoba! Y luego se afirma que Guerrero era un pobre iletrado, sólo hábil en el manejo del machete.
Carlos Moya rechazó, aunque no airadamente, la propuesta de Guerrero, que remitió a Armijo y éste, a su vez, al virrey. Lo extraño es que el Venadito no se escandalizara y no interrumpiera sus relaciones confidenciales con el jefe insurgente. ¿Se traía algo entre manos? Todo en Apodaca desconcierta, desde que se entera del triunfo de los liberales hasta su regreso a España. Una serie de equívocas, pasos en falso, dudas, tanteos y contactos peligrosos jalonan el período constitucional de su gobierno. Se ignora hasta dónde se comprometió con tal o cual facción o grupo. Lo cierto es que mantuvo la línea de acceso a Guerrero, que, estorbándole, forzó la renuncia de Armijo y, sin medir las consecuencias, nombró como jefe de la comandancia del sur a Agustín de Iturbide. Puesto que Guerrero, como el personaje de Pirandello, andaba en busca de libertador, al autoeliminarse Moya y Armijo, la opción quedó abierta al nuevo relevo. Apodaca, para no pecar de discreto, informó a Iturbide, antes de salir hacia el sur, de las extravagantes ideas del caudillo insurgente.
Mientras Guerrero elaboraba su plan y lo lanzaba al campamento de Armijo, en la Ciudad de México se cocinaba otro, sustancialmente idéntico en cuanto al logro de la independencia, pero con un matiz que acabó siendo su nota característica: hacer tabla rasa, en el nuevo orden que se proyectaba, de todo aquello que oliera a populismo, insurgentismo y constitucionalismo. "Conspiración de La Profesa" es el nombre de este conciliábulo, por la iglesia en que se llevaban acabo las juntas o tertulias de ese grupo, que deseaba independencia con reacción y conservación. El principal cerebro era el canónigo Matías de Monteagudo; tanto éste como la mayoría de los comprometidos, por su posición social y oficial tenían libre acceso al palacio virreinal; de ahí que cobrara fuerza el rumor de no ser ajeno Apodaca a lo que se tramaba en La Profesa.
Coincidiendo con Guerrero, los hombres de La Profesa, para evolucionar de la teoría a la praxis, necesitaban forzosamente de un pronunciamiento militar y, por supuesto, del jefe que lo encabezara. Fue entonces cuando casualmente se les presentó Iturbide, que con zalemas y estrategia psicológica atrajo el interés del grupo, sobre todo de Monteagudo. Como, poco después, se supo la renuncia de Armijo a la comandancia del Sur, Monteagudo convenció a Apodaca de asignarle la vacante a su protegido. Titubeó el virrey, entre otras cosas porque los antecedentes morales de Iturbide no eran muy limpios; pero, acosado por Monteagudo y por otros gestores o quizá debido a presiones y compromisos más complejos, se doblegó y el 9 de noviembre extendía el nombramiento de Iturbide. En ese momento, Apodaca se ponía la soga al cuello.
Agustín de Iturbide nació en Valladolid, "de antigua y noble familia" precisa Alamán, el 27 de septiembre de 1783, "día que en el curso de los sucesos había de ser tan glorioso para él". Siguió la carrera de las armas y al estallar la guerra de la independencia, afiliándose al bando realista, se le ofreció un campo propicio para desplegar sus habilidades, ambiciones y ruindades. Fue un militar capaz, que obtuvo varios y sonados triunfos, entre los que se cuenta el de su ciudad natal, de tan lamentables consecuencias para Morelos. Sanguinario, cruel y casi sádico, sobre todo con los prisioneros, su nombre acabó siendo uno de los más odiados por los insurgentes. Calleja, que se le parecía, lo colmó de ascensos y de mimos. Tenía la comandancia del ejército del norte (Guanajuato), cuando fue denunciado por una serie de extorsiones a varios comerciantes de aquel lugar; cargos que resultaron tan ciertos y graves, que el virrey todavía Calleja tuvo que suspenderlo del mando y llamarlo a México para aclarar judicialmente su conducta. Con la ayuda de amigos influyentes logró una sentencia favorable, pero de cualquier manera quedó cesante y el entredicho ya no se lo pudo sacudir. Vivía en la capital dándose tono y asistiendo a rumbosas fiestas (era hombre apuesto, buen conversador y favorito del bello sexo), con lo que conseguía paliar su desairada situación en el mundo oficial. La Profesa, cayéndole como una lotería, lo libró del olvido que le amenazaba.
Al aceptar la comandancia del sur, la misión aparente de Iturbide consistía así -se dijo en las gacetas- en aniquilar al núcleo de Guerrero, empresa que, por fracasada, le había costado el puesto a Armijo. Después se sabría que ese objetivo era secundario. Sin contar con que Guerrero, en su terreno, era un adversario de cuidado, para Iturbide no era ése su problema; primero, porque no ignoraba la diplomacia secreta del virrey en el sur y no estaba dispuesto a hacer el papelón de Armijo; segundo, porque llevaba el compromiso de los de La Profesa, y, tercero, porque muy reservado y meditado, cargaba con él su propio plan y su proyecto de ponerlo en marcha. Si el azar le permitía dar un golpe a Guerrero, no desaprovecharía la oportunidad: la insurgencia seguía repulsándole. Pero hacer de tal campaña el centro de su interés, ni lo tenía pensado ni le convenía; y, en todo caso, contemplaba como más práctica la opción de negociar, en lo que no ignoraba que Guerrero era materia dispuesta.
Iturbide llegó a Teloloapan (cerca de Iguala), cuartel general de la comandancia, el 1 de diciembre. Mientras afinaba su plan de independencia y establecía contactos epistolares con un gran número de presuntos aliados, civiles y militares, radicados en las poblaciones más importantes del virreinato, iniciaba una operación, sin mayores pretensiones, por la cercana serranía de Temascaltepec, para limpiar de "bandidos" la región. El más notable de éstos era un fabuloso guerrillero indígena, Pedro Ascencio, segundo en jefe de Guerrero. El 28 de diciembre, día de los Inocentes, cerca del pueblo de Tlatlaya, sorprendió a la retaguardia de Iturbide, propinándole tal descalabro, que casi todos sus componentes quedaron muertos en el campo de batalla. Cinco días más tarde, cerca de Chilpancingo, el propio Guerrero ganaba otro combate contra la sección subalterna de Carlos Moya.
Iturbide se alarmó. La insurgencia, en aquel rumbo, estaba más viva y fuerte de lo que se suponía en México y de lo que él mismo creía. Incluso como aliado, había desestimado a todo el sector rebelde suriano. Emprender una campaña en grande lo distraía de su objetivo principal, el político, por lo que el 10 de enero dirigía su primera carta a Guerrero, con encabezado “Muy señor mío”. El caudillo, taimado y a la expectativa, no respondió; sobrados motivos tenía para dudar de la sinceridad del otro. Iturbide, nervioso, vuelve a escribir, y, por fin, el deseado da señales de vida; el día 20, desde su campamento en la sierra de Jaliaca (al occidente de Chilpancingo), responde a su adversario, en términos comedidos pero recelosos.
Todavía hablaron los fusiles antes de llegarse a un entendimiento cabal. El 27 de enero, Guerrero batió a una columna enemiga en un sitio llamado Cueva del Diablo. Esta acción, insignificante en sí, marca una frontera histórica; fue la última que se dio entre insurgentes y realistas, después de más de diez años de lucha encarnizada. La dio y la ganó el más constante, valeroso y renombrado de los supervivientes de 1810.
Iturbide no esperó más. Volvió a escribir a Guerrero, la tercera y definitiva carta (Tepecuacuilco, 4 de febrero), más franca, más política, más concreta. Se dirige al invicto ya no en los términos urbanos de "Muy señor mío", sino en los más efusivos de "Estimado amigo", a los que añade: "No dudo darle a usted este título, porque la firmeza y el valor son las cualidades primeras que constituyen el carácter del hombre de bien, y me lisonjeo de darle a usted en breve un abrazo que confirme mi expresión". Le propone una entrevista, pues, agrega, "más haremos en media hora de conferencia que en muchas cartas".
La reunión personal fue pospuesta por Guerrero, pero al acuerdo, a través de emisarios, se llegó en el curso del mismo mes de febrero. Iturbide informó con detalle acerca de su plan y de los medios con que pensaba ponerlo en marcha. Sin citaría por su nombre de guerra, la insurgencia tenía cabida dentro del proyecto. Lo único que repugnó a Guerrero fue que la tentadora corona de México se le ofreciera a Fernando; pero es casi seguro que Iturbide lo tranquilizaría, asegurándole que ese punto era sólo una maniobra política para despertar confianza y cosechar una buena cifra de adhesiones, pero que en realidad no tendría cumplimiento. La alianza se formalizó con un ingrediente que sería vital para Iturbide: Guerrero y sus casi cuatro mil hombres se comprometían a cubrirle las espaldas, es decir, defender perfectamente toda la línea del sur, mientras el realista de ayer y hoy libertador abría su campaña por el centro y el occidente.
El golpe maestro de Iturbide lleva fecha de Iguala, a 24 de febrero de 1821, lugar y día en que suscribió su "Plan de Independencia", menos intolerante y más adecuado a la realidad de ese momento que el ideado por los canónigos de La Profesa. En 24 artículos (uno para cada día del mes alumbrador) desarrollaba Iturbide su programa liberador y de organización del nuevo Estado. Los puntos principales eran:
Religión católica, "sin tolerancia de otra alguna".
"La Nueva España es independiente de la antigua y de toda otra potencia".
"Su gobierno será monarquía moderada con arreglo a la constitución peculiar y adaptable al reino".
"Será su emperador el señor don Fernando VII" u otro miembro de la casa reinante española.
Provisionalmente gobernará una junta.
“Todos los habitantes de Nueva España, sin distinción alguna de europeos, africanos ni indios, son ciudadanos de esta monarquía con opción a todo empleo, según su mérito y virtudes”.
Personas y propiedades serán respetadas y el clero regular y secular “conservado en todos sus fueros y preeminencias”.
"Se formará un ejército protector que se denominará de las Tres Garantías: religión, independencia y unión íntima de americanos y europeos."
Las tropas "del anterior sistema de la independencia que se unan inmediatamente a dicho ejército, se considerarán como de milicia nacional".
El plan y su respectivo manifiesto (exposición de motivos) fueron leídos a la tropa y oficialidad acuartelada en Iguala (más de mil hombres), el 2 de marzo; entre vivas y aclamaciones todo el concurso juró defender la independencia. En un acto teatral, pero muy efectivo, "se arrancó de la manga y arrojó al suelo los tres galones, distintivo de los coroneles españoles", y en seguida aceptó el grado “nacional” que por aclamación le otorgó la tropa: "Primer Jefe del Ejército Trigarante". Igual que Riego, Iturbide oficializaba el pronunciamiento.
Como no disponía de imprenta, Iturbide habilitó a un diestro equipo de amanuenses que desde la última semana de febrero trabajaron día y noche para hacer cientos de copias del plan, que inmediatamente se enviarían, con correos especiales, a las principales localidades del virreinato, a nombre de las personalidades más destacadas e influyentes de cada lugar. El Venadito y el arzobispo de México recibieron sus respectivos ejemplares, así como los obispos, intendentes, comandantes militares, jefes políticos, ayuntamientos, oidores, etc. La diligencia de Iturbide fue, en verdad, pasmosa; sus desvelos se vieron coronados por el más completo de los éxitos. Pues, aunque Apodaca, tachándolo de traidor, decidió organizar una ofensiva para destruirlo, no contaba ya con la fidelidad garantizada del ejército, en tanto Iturbide empezaba a recibir adhesiones, cada vez más numerosas y significativas. Por ejemplo, el alto clero, con excepción del arzobispo de México, se le sumo. El obispo Cabañas, de Guadalajara, le remitió veinticinco mil pesos, y Pérez, prelado de Puebla, sin dar la cara, para no asustar a Apodaca, imprimió el plan de Iguala y facilitó la salida de una prensa, que con increíble rapidez fue transportada a Iguala. El 10 de marzo veía la luz el primer número de El Mexicano independiente, con lo que Iturbide podía iniciar en grande la campaña publicitaria de que tan urgido estaba.
El pivote del triunfo se localizaba en el propio ejército realista, que sólo de tropa de línea, derramada en todo el virreinato, contaba con cerca de treinta mil hombres. Para fortuna del seductor, buena parte de ese ejército soslayó a Apodaca: la tesis del pronunciamiento creaba escuela.
Asegurada su retaguardia del Sur, Iturbide inició su movilización, rumbo a las intendencias de Valladolid y Guanajuato, a mediados de marzo. Antes de partir, el día 14, tuvo lugar en el pueblo de Teloloapan su entrevista con Guerrero, el famoso abrazo que tan socorrido es por los manuales escolares de historia elemental. Ahí se ratificó la alianza y, de viva voz, Guerrero reconoció a Iturbide como primer jefe del Trigarante y de la independencia. Luego se separaron y no volverían a reunirse sino hasta después de la victoria definitiva.
El programa de Iguala, que por lo pronto pareció conciliar los intereses más encontrados, halló una acogida en la mayor parte de Nueva España, verdaderamente espectacular. Pueblos y ciudades lo proclamaban y a torrentes los soldados del ejército virreinal se pasaban a las filas trigarantes. El mismo Iturbide, que conducía la sección más fuerte del ejército, realizó una marcha triunfal, dando la vuelta desde Michoacán, por Guanajuato v Querétaro, hasta Puebla. En México, el pobre de Apodaca era impotente para contener la marea. Como trasto inútil, la propia guarnición de la capital lo destituyó del gobierno, designando en su lugar al mariscal Francisco Novella, individuo menor a quien le estaría reservado el triste papel de presidir los funerales del virreinato.
Estando en Puebla, Iturbide recibió la noticia de la llegada a Veracruz del último Virrey (de acuerdo con la Constitución, ese título se mudaba por el de jefe político superior) de Nueva España: Juan de O'Donojú. Masón, liberal y anticolonialista, O'Donojú sustituía a Espoz y Mina, el candidato imaginado por Guerrero un año antes. El cambio de personas no desautorizó los cálculos del antiguo insurgente; O'Donojú, espíritu abierto y hombre práctico, venía, no a imponerse, sino a entender una peculiar situación política y a facilitar su firmeza. Entró en contacto con Iturbide y ambos jefes, rodeados de lucidas escoltas, se entrevistaron en la villa de Córdoba, el 24 de agosto. Igual que con Guerrero, la diplomacia de Iturbide surtía buenos efectos, ahora con O'Donojú. Luego de una discusión, que nunca llegó a ser vidriosa, el español y el mexicano firmaban los tratados de Córdoba, en los que se reconocía la independencia de México y se ratificaba, con ligeras variantes, el plan de Iguala.
Lo que siguió después constituye la agonía realista de la capital. El ejército Trigarante, cada vez más engrosado e imponente, con Iturbide y O'Donojú a su cabeza, se acercó a los suburbios, estableciéndose el cuartel general en la villa de Tacubaya, desde donde se negoció la rendición de la metrópoli, que Novella regateó con pequeñeces indignas de la alta posición que ostentaba y de la trascendental hora histórica que vivía el país. De aquí proviene el acertado comentario del escritor Julio Zárate. "Hundíase la dominación española al estrépito de estos mezquinos altercados, y caía sin grandeza ese poder afirmado con trescientos años de mando absoluto".
Al fin, la Ciudad de México capituló, fijándose el 27 de septiembre de 1821 como el día de la entrada del Trigarante, lo que puntualmente se hizo. En medio de una multitud frenética y jubilosa, de arcos triunfales y banderas y gallardetes con los colores de la recién adoptada insignia nacional, desfilaron por las calles, hasta la Plaza de la Constitución, dieciséis mil hombres del ejército libertador. Iturbide, desde el balcón principal del palacio, dirigió una arenga al pueblo mexicano, representado por una inmensa multitud que vitoreaba a la independencia y al primer jefe de ella. Su mensaje terminaba con estas palabras: "Ya sabéis el modo de ser libres. A vosotros os toca el de ser felices".
Trescientos años, un mes y seis días después de que Cortés plantara el pendón de Castilla y León sobre las minas humeantes del teocali de Tenochtitlan, se arriaba para siempre del suelo mexicano.
Dos opiniones sobre Vicente Guerrero.
“Un hombre que se presenta en el teatro de la revolución y en un país cuyos recursos se hallan agotados por la guerra; que se ve rodeado de enemigos, tanto exteriores como interiores; que no lleva en su compañía más que uno o dos fieles amigos que le siguen en su desgracia, sin más armas que un fusil sin llave y dos escopetas; que con ellos da principio a la campaña, derrota varias divisiones parcialmente, sufre toda clase de trabajos y privaciones por espacio de seis años en los bosques y cañadas, siendo objeto de la más tenaz persecución de las mejores tropas y jefes del gobierno; que logra reunir una fuerza de cuatro mil soldados en la extensión de más de doscientas leguas; que los disciplina, arma, sitúa en los mejores puntos militares; que coadyuva con ellos eficazmente a hacer la independencia mexicana y que, por último, ocupa el asiento de la primera magistratura de la nación, es, sin duda, uno de aquellos fenómenos de política y que apenas se hace creíble aun a los mismos que los presenciamos. Tal fue el general don Vicente Guerrero”.
(De C. M. de Bustamante, Los tres siglos de México, 1838).
“¿Subordinarse a un odiado jefe realista? ¿Entregar la revolución a las manos de un Lutero cualquiera del siglo XIX? Depende del enfoque y del sincronismo o anacronismo con que se mire el asunto. Lo que no deja de ser cierto es que Guerrero lo vio bien y apuntó certeramente a su objetivo. Su sola fuerza, de cuatro a cinco mil hombres como máximo, excesivamente regionalizada, no podrá acometer tamaña empresa. Para que ésta adquiriera las proporciones de un movimiento nacional era indispensable que treinta o treinta y cinco mil soldados realistas se sumaran, mudando de partido, al llamado de un jefe de los suyos; y este jefe tendría que ser, lógicamente, el mismo que los condujera hasta la victoria, por el nuevo camino que habían adoptado. La argucia de Guerrero consistía precisamente en que tal cosa ocurriera: que el ejército realista (o buena parte de él) se pronunciara contra el gobierno de México a la voz de Independencia. No por blandengue humildad ni en un acto de cursi renunciación consistió -él mismo lo propuso- en ocupar un lugar secundario y subsidiario. Lo hizo a sabiendas, como lo más indicado, como el único recurso táctico y psicológico que podía llevar a su grupo al triunfo, aunque éste fuese compartido; más aún, aunque fuese desproporcionadamente compartido. Los que no advierten que para Guerrero y los suyos, en la crítica coyuntura de 1820-1821, cualquier abertura significaba ganancia y no pérdida es porque simplemente ignoran la circunstancia militar, social y política, especialísima de ese momento”.
(De E. Lemoine, Vicente Guerrero y la consumación de la independencia, 1971).
Iturbide, Guerrero y el desenlace de 1821.
“Para urdir la separación sólo faltaba un instrumento. Entre los asiduos del oratorio de La Profesa había un joven oficial de buena familia criolla, Agustín de Iturbide, que se había distinguido por la derrota que infirió a Morelos en el sitio de Valladolid en 1813. Desde entonces se había distinguido también por fraude a los proveedores del ejército, y fue gracias a ambas distinciones como consiguió su misión histórica.
“Citado por los proveedores defraudados para comparecer en su defensa, se valió de sus relaciones, frecuentó el oratorio y cultivó la amistad del doctor Monteagudo.
“El director espiritual de la sociedad aristocrática anuló la demanda, le inició en la cábala y le consiguió el mando de un ejército levantado por el virrey para acabar con el motín interminable de Guerrero en el sur.
“Iturbide no estaba a la altura del cometido; la victoria le eludía en el campo de batalla, pero alcanzó el resultado apetecido mediante la diplomacia. El vencedor de Morelos propuso a Guerrero la unión de sus armas en la causa común de independizar a la colonia y, aunque rechazadas al principio, los intermediarios insistieron y el adversario cándido, desconfiado, pero cansado por seis años de lucha infructuosa, accedió, al fin, a una transacción. Era el connubio de dos debilidades y la simbiosis se llamó el ‘Plan de Iguala’.
“Conforme a los términos del pacto, Guerrero e Iturbide se dieron la mano para proclamar la Independencia a base de tres garantías: unión de europeos y americanos, exclusividad de la religión católica y creación de una monarquía moderada con la denominación de Imperio Mexicano y la obligación de ofrecer el trono a Fernando VII o a uno de los príncipes de su casa.
“Los dos bandos se abrazaron en Iguala; y el 27 de septiembre de 1821, bajo la bandera de has Tres Garantías, el ejército hizo su entrada triunfante en la capital.
“El virrey desapareció, derrocado por sus tropas y relevado de toda responsabilidad por la llegada de su sucesor, que desembarcó oportunamente para presenciar el hecho consumado y ratificado por medio de un tratado.
“Así terminó una década de lucha. Once años después de iniciarse el movimiento, Iturbide realizó la independencia por una intriga. Nacía una nación nueva, pero en condiciones tales que engendró la duda de si era un alumbramiento o un aborto. Consumada la emancipación de la colonia por sus enemigos, las miras iniciales de los insurgentes quedaban frustradas, al fin, por las Tres Garantías: pactada por la primera la unión, en vez de la separación, de europeos y americanos; por la segunda, la reversión de la colonia a la corona; y entre las dos, enlazándolas e interpretándolas, el predominio de la Iglesia. Se había realizado, pues, la independencia, pero ¿independencia de qué? La respuesta fue la historia de México”.
(Según Ralph Roeder, Juarez and his Mexico. 1947).
Guerrero, Iturbide y la solución de 1821.
“Para que la grande obra se consumara, era necesario que ambas tracciones compusieran un todo, que la primera época cubriera a la segunda con el manto de la gloria, y que la segunda coronara a la primera con la aureola de la filosofía; porque los principios de entrambas combinados y sus elementos reunidos eran las gradas por donde a un mismo tiempo subía la nación y bajaba la colonia.
“Un hombre representaba la primera época. De origen humilde, como ella; era el tronco, no la rama, de una familia ilustre. Sencillo y puro como los primeros romanos, valiente y arrojado como los hijos de Esparta y constante y noble como él solo, era el reverbero donde se reflejaban las glorias de los antiguos patriotas y el espejo en que se veían los que aspiraban a ser inscritos en el brillante registro de la patria. Nunca quebrantado por la adversidad ni ensoberbecido con la fortuna, socavaba sin cesar al poder español, sirviendo de rémora al despotismo y de áncora a la libertad, y manteniendo con heroico aliento la hoguera que era indispensable apagar para que la noche de la esclavitud volviera a descoger su arrollado velo sobre el rebelde Anáhuac. El brillo de su espada difundía la esperanza y el temor. Ese hombre se llamaba Vicente Guerrero.
“Al frente de la segunda época se hallaba uno de aquellos seres privilegiados que, hermanando la apostura del cuerpo con los dones del alma, parecen formados en un tipo especial. La prudencia que mide el peligro y el valor que lo arrostra; la serenidad que calcula y la resolución que ejecuta; la firmeza que desafía las dificultades y la constancia que las vence; el talento que abraza al todo y escudriña los pormenores: tales eran las principales dotes de aquel hombre, relacionado con las primeras familias del país, amado en el ejército, temido por los que fueran sus contrarios y enorgullecido justamente con la conciencia de su superioridad. Educado en los reales de los españoles, conocía su táctica y el grado de capacidad de sus jefes. Su espada, forjada por el despotismo, había sido présaga fiel de males para la revolución; pero templada por la libertad, debía ser la que de un golpe cortara la argolla de la esclavitud; caballeroso y leal, arrancaba la confianza; enérgico y decidido, imponía el respeto; y generoso y afable, compraba la estimación de todos. Ese hombre se llamaba Agustín de Iturbide. Viendo desde muy arriba a los que habían figurado y a los que podan figurar en la revolución, conoció que su puesto era el primero, y con razón se colocó en él; porque a mi juicio, si pudo tener rivales y acaso superiores en la primera época, no puede comparársele en la independencia más que Guerrero; después de la independencia, ninguno.
“Estos dos hombres, representantes de la sociedad mexicana, eran absolutamente necesarios el uno al otro, porque el valor debía ser guiado por la inteligencia y la inteligencia defendida por el valor. Acatempan fue el anillo que enlazó a Dolores con Iguala. Un lago de sangre los separaba; la buena fe reúne las riberas, Iturbide y Guerrero se abrazan, y la patria entona el primer himno de su libertad. Iturbide, que nunca había capitulado con el honor, tiende la mano a Guerrero y Guerrero, que ignoraba lo que era doblez, estrecha aquella mano amiga y, depositando en ella el bastón de jefe, empuña la espada de soldado y rinde, el primero, obediencia y respeto al libertador de Análnuac”.
(Según José María Lafragua, Arenga cívica, 1843).
La entrevista de Guerrero e Iturbide.
“Ambos Jefes se acercaron con cierta desconfianza el uno del otro, aunque evidentemente la de Guerrero era más fundada. Iturbide había hecho una guerra cruel y encarnizada a las tropas independientes desde el año 1810. Los mismos jefes españoles apenas llegaban a igualar en crueldad a este americano desnaturalizado, y verlo como por encanto presentarse a sostener una causa que había combatido, parece que debía inspirar recelos a hombres que, como los insurgentes mexicanos, habían sido muchas veces víctimas de su credulidad y de perfidias repetidas. Sin embargo, Iturbide, aunque sanguinario, inspiraba confianza por el honor mismo que él ponía en todas sus cosas. No se le creía capaz de una felonía, que hubiera manchado su reputación de valor y de nobleza de proceder. Por su parte, muy poco tenía que temer del general Guerrero, hombre que se distinguió desde el principio por su humanidad y una conducta llena de lealtad en la causa que sostenía.
“La. tropas de ambos caudillos estaban a tiro de cañón una de otra; Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero se encuentran y se abrazan. Iturbide dice el primero:
“-No puedo explicar la satisfacción que experimento al encontrarme con un patriota que ha sostenido la noble causa de la independencia y ha sobrevivido él solo a tantos desastres, manteniendo vivo el fuego sagrado de la libertad. Recibid este justo homenaje a vuestro valor y a vuestras virtudes.
“Guerrero, que experimentaba, por su parte, sensaciones igualmente profundas y fuertes:
“-Yo, señor -le dijo-, felicito a mi patria porque recobra en este día un hijo cuyo valor y conocimientos le han sido tan funestos.
“Ambos jefes estaban como oprimidos bajo el peso de tan grande suceso; los dos derramaban lágrimas que hacía brotar un sentimiento grande y desconocido. Después de haber descubierto Iturbide sus planes e ideas al señor Guerrero, este caudillo llamó e sus tropas y oficiales, lo que hizo igualmente por su parte el primero. Reunidas ambas fuerzas, Guerrero se dirigió a los suyos y les dijo:
“-¡Soldados!: este mexicano que tenéis presente es el señor don Agustín de Iturbide, cuya espada ha sido por nueve años funesta a la causa que defendemos. Hoy jura defender los intereses nacionales; y yo, que os he conducido a los combates y de quien no podéis dudar que morirá sosteniendo la independencia, soy el primero que reconozco al señor Agustín de Iturbide como el primer jefe de los ejércitos nacionales. ¡Viva la independencia! ¡Viva la Libertad!
“Desde este momento todos reconocieron al nuevo caudillo como a general en jefe”.
(Según Lorenzo de Zavala, Ensayo, 1831).
La entrevista, en Córdoba, de Iturbide y O’Donojú.
Llegada de Iturbide a Córdoba. Acordada por este jefe la traslación del general O'Donojú a Córdoba y dadas providencias para que allí se le recibiese con el decoro correspondiente, para lo que se le mandó una lucida escolta de Puebla, comisionándose al coronel Villaurrutia, conde de San Pedro del Alamo y marqués de Guardiola, que entendiesen en su recibimiento, partió Iturbide para la villa de Córdoba, adonde llegó (el 23 de agosto de 1821) al ser de noche. A pesar de esto y de estar lloviendo salió mucha gente al camino a recibirlo, a cual quitó las mulas del coche ya brazo lo condujo hasta su posada, encontrándose iluminada la villa.
Aguardábalo en su misma habitación el señor O'Donojú. Ambos jefes, rodeados de un brillante concurso, se abrazaron y dieron muestras de un cordial cariño. Iturbide pasó a cumplimentar a la señora O'Donojú.
A la mañana siguiente, como día festivo, cada general oyó misa, que se dijo en el altar privado de su casa. En la mañana pasó Iturbide a la de O'Donojú y, antes de que se extendieran los Tratados y se tomasen los puntos, Iturbide dijo: "Supuesta a buena fe y armonía con que nos conducimos en este negociado, supongo que será muy fácil cosa que desatemos el nudo sin romperlo. Dados los puntos y encerrados en el despacho del señor O'Donojú dichos jefes con sus respectivos secretarios, el de Iturbide extendió el Tratado; llevóselo a O'Donojú, quien después, desde luego, aprobó la minuta y sólo tachó de mano propia dos expresiones que cedían en elogio suyo.
De este modo se terminó un negocio de tres siglos que decidió la suerte de la oprimida América.
(Según Bustamante, Cuadro histórico, 1827).
Justificación de O’Donojú ante el gobierno de Madrid.
“Villa de Córdoba, 31 de agosto de 1621.
“Excmo. Sr. Secretario de Estado y del Despacho de Ultramar.
“¿Quién ignora que un negociador sin fuerzas está para convertirse con cuanto le propongan y no para proponer lo que convenga a la nación que representa? Sin embargo, quise probar este extremo, y al efecto preparé los ánimos con mi proclama del 3 de agosto que hico correr venciendo dificultades. No se oyó con desagrado, aunque se satirizó mordazmente por algún periodista y, luego que me pareció habría circulado, envié al Primer Jefe del Ejército Imperial Iturbide dos comisionados con una carta en que le aseguraba de las ideas liberales del Gobierno, de las paternales del Rey, de mi sinceridad y deseos de contribuir al bien general e invitándole a una conferencia. Otra recibí del mismo Jefe, que al ver mi proclama me dirigía también comisionados para que nos viésemos. Repito que jamás pensé en que podría sacar de la entrevista partido ventajoso para mi patria; pero resuelto a proponer lo que, atendidas las circunstancias, tal vez se consiguiese; a no sucumbir jamás a lo que no fuese justo y decoroso, o a quedar prisionero en poder de los independientes si faltaban a la buena fe, como por desgracia es y ha sido siempre tan frecuente, salí de Veracruz para tratar en Córdoba con Iturbide.
“Ya éste estaba prevenido por sus Comisionados, que tuvieron cuidado de formar apuntes de mis contestaciones, de las bases en que era preciso apoyarse para que pudiésemos entrar en convenio. Habíalas examinado y consultado, tal vez, cuando llegó el caso de vernos. El resultado de nuestra conferencia es haber quedado pactado lo que resulta (de la adjunta) copia de nuestro convenio. Yo no sé si he acertado. Sólo sé que la expansión que recibió mi alma al verlo firmado por Iturbide en representación del Pueblo y Ejército Mexicanos, sólo podrá igualarla la que reciba al saber que ha merecido la aprobación de S.M. y del Congreso. Espero obtenerla cuando reflexiono que todo estaba perdido sin remedio, y que (hoy) todo está ganado, menos o que era indispensable que se perdiese, algunos meses antes o algunos después.
“La Independencia ya era indefectible, sin que hubiese fuerza en el mundo capaz de contrarrestarla. Nosotros mismos hemos experimentado lo que sabe hacer un pueblo que quiere ser libre. Era preciso, pues, acceder a que la América sea reconocida por nación soberana e independiente y se llame en lo sucesivo Imperio Mexicano”.
(Texto citado por Jaime Delgado, España y México en el siglo XIX, 1950.)
Bibliografía.
Alemán, L. Historia de México (5 vols.), México, 1973.
Bustamante, C. M. Cuadro histórico de la revolución mexicana, (3 vols.), México, 1961.
Cuevas, M. El libertador, México 1947.
Chávez Orozco, L. Historia de México: 1808 –1836, México. 1947.
Lemoine, E. "Vicente Guerrero y la consumación de la independencia”, México, 1971.
Martínez Báez, A. "El trasfondo constitucional del movimiento de Iguala", México, 1971.
Robertson, W. S. Iturbide of Mexico, Durham, 1952.
Villoro, L. El proceso ideológico de la revolución de independencia, México, 1967.
Zárate, J. México a través de los siglos, t. III, México, 1970.
Zavala, L. de, Obras, (2 vols.), México. 1966 1969.