Historias, Leyendas y Cuentos de México

Capítulos 71 a 80

71.            Literatura mexicana durante el siglo XVIII.

Por: Francisco Monterde.

 

La literatura mexicana recibe y amplía en el siglo XVIII el legado de los dos siglos pre­cedentes: del XVI, la aportación de poetas e historiadores de origen hispano -López de Gómara, Díaz del Castillo-; de evangelizadores –Sahagún, Durán, Las Casas, Motolinía-; de cronistas indígenas y mestizos –Alvarado Tezozómoc, Alva Ixtlilxóchitl y Muñoz Camargo, entre ellos-; de autores y adaptadores de teatro medievalista, anónimo, en lenguas y dialectos locales; de algún latinista -Cervantes de Salazar-, y de los primeros dramatur­gos mexicanos autores de comedias, colo­quios y una tragedia clasicista.

 

Del siglo XVII hereda como influjo apreciable el de la poesía épica, dramática y lírica, procedente de sus mejores representantes en Nueva España -Balbuena, Ruiz de Alarcón, sor Juana Inés de la Cruz-, a los que se une el culterano Sigüenza y Góngora, con poemas de carácter sacro, además del profa­no, que frecuentemente supera a aquél.

 

La literatura mexicana en el siglo XVIII.

 

Como eco y prolongación del siglo de oro hispano, el siglo XVIII recoge en Nueva Es­paña su esplendor, que llegó hasta el siglo inmediato. A mediados del siglo XVIII, el hu­manismo cobra en Nueva España gran auge, gracias a los poetas y prosistas que sirven, didácticamente, a la historia.

 

El nuevo florecer de la poesía, que principió en el siglo XVI y alcanza su culminación en el XVII, con la lírica de sor Juana Inés de la Cruz, marca en el siglo XVIII novohispano un descenso equivalente al que ofrecía enton­ces en la literatura española.

 

El resultado es diferente si se abarcan la descriptiva y la narrativa, esto es, la épica, y se incluye el cultivo de la poesía clásica en lengua latina. En cuanto a la prosa, se adscri­be al apogeo del humanismo cristiano, que preparan los dos siglos anteriores. El XVIII es, apreciado en conjunto, el siglo de oro de las letras mexicanas.

 

Lo mismo que acontece en otras etapas de apogeo, Nueva España no sólo atrae -y adopta- a algún ingenio procedente de España; hace lo mismo en relación con Centroamérica, y, alcanzada su madurez, pasará a otros países, no únicamente de habla hispana, e influirá en diversas culturas.

 

En Nueva España la retórica no fue tan ceñida como en Europa; distante la Acade­mia, fundada en ese siglo en España, su influjo fue remoto; escaseaban los mecenas y no existía el público exigente ni la minoría culta entre los lectores. Por esta razón, sin escritores que fueran preferentemente erudi­tos, predomina el humanismo; dentro de él, los jesuitas, desde antes de su expatriación, defienden la libertad y, al impartir enseñanzas, difunden con sus métodos la filosofía moderna.

 

El teatro en México en el siglo XVIII.

 

De acuerdo con una ley de frecuencia iniciada en  el siglo XVI y continuada en el XVII, el teatro en Nueva España había tenido siempre sus etapas culminantes, en cuanto a representaciones y autores dramáticos, antes de que finalizara el primer tercio y cuando principiaba el último en cada siglo.

 

En el siglo XVIII la primera etapa de auge teatral corresponde a las actividades del actor y comediógrafo Eusebio Vela, que había llegado de la Península en la segunda década del siglo; su existencia terminó poco después de haberse iniciado la cuarta década del mismo.

 

Hay en sus obras, como en las de algunos coetáneos españoles, cierta preocupación moral; se desea ver perfeccionado al hombre mediante el conocimiento, pero sin sacrificar, en perjuicio del equilibrio, el ingenio. Con el barroquismo comienza a prodigarse el adorno.

 

Debido a la extrema sencillez, la poesía cae a veces en el prosaísmo; los temas relacionados con lo mitológico no desplazan los asuntos cristianos, en los que puede advertirse un anuncio del romanticismo que se avecina.

 

Eusebio Vela y su obra teatral.

 

Eusebio Vela, con su obra apenas conocida en el presente siglo, ocupa en el XVIII un lugar equivalente al que Fernán González de Eslava ocupó en el tercio final del siglo XVI, por su trasplante y adaptación al medio me­xicano, aunque no llegó a identificarse con él, como el primero lo hizo con sus coloquios.

 

Vela fue autor -en ambas acepciones de la palabra en aquella época- de unas veinte obras dramáticas. Vio representar, por lo me­nos, quince de ellas, si se otorga crédito a lo afirmado por Beristáin, según consta en la "Gaceta de México". La mayoría de esas obras. se puso en escena en el Coliseo, hacia fines de 1729.

 

Eusebio Vela (1688 - 1737), que era de Toledo y pertenecía a una familia de actores, actuó en Madrid antes de venir a Nueva Es­paña. En 1713 ingresó, como galán, en la compañía del Coliseo, de México, y fue em­presario del mismo desde 1718. Víctima del contagio de un mal epidémico del cual preten­día huir, murió en Veracruz el 19 de abril de 1737; lo sepultaron con hábito lo que no era frecuente si se trataba de un actor en la iglesia de San Francisco de aquél puerto.

 

Originales o copia de dos de las obras de Vela estuvieron en la biblioteca de Osuna, de la que pasaron a la Nacional de Madrid; otra pertenece al Museo Británico. Aquéllas son las tituladas Apostolado en las Indias y Si el amor excede al arte; la otra es la comedia nueva La pérdida de España, que fue copiada en Zaragoza, porque era popular no sólo en la corte.

 

Considerada como drama, según el punto de vista actual, Apostolado en las Indias y marti­rio de  un cacique tiene un tema conocido entonces por haberlo reflejado un pintor en un mural del convento franciscano, que sin duda Eusebio Vela había visto, y por haberlo tra­tado en sus historias Motolinía y Mendieta, entre otros cronistas evangelizadores; se trata del martirio del joven Cristóbal, a quien mandó matar su padre Axoténcatl, cacique de Tlaxcala, disgustado por la conversión al catolicismo de aquel vástago suyo.

 

La obra de  Vela es importante, más que por su calidad y el desarrollo del asunto, por referirse a la cristianización de América, acerca de la cual no había antecedente alguno en la literatura dramática mexicana.

 

La comedia Si el amor excede al arte, ni amor ni arte a prudencia -título que alude al de otra comedia del mismo autor que se representó antes que ésta- se basa en Las aventuras de Telémaco escritas por Fénelon.

 

Trata del naufragio del hijo de Ulises en la isla de la ninfa Calipso. Enamorada ésta de Telémaco, el conflicto de la obra consiste en que él ama a Eucaris, pero Mentor, prudente consejero, lo salva del despecho de la ninfa.

 

La obra La pérdida de España (Por una mujer) está basada, como otra de Lope de Vega, en la Verdadera historia del rey don Rodrigo, de Miguel de Luna, y en la Crónica sarracina, de Pedro de Corral, según lo com­probó, al estudiar estas obras, el doctor J. R. Spell. Vela agregó lo referente al abando­no de Sancho, cuando Florinda se enamora del rey don Rodrigo. Se aparta de El ultimo goda por este y otros detalles, como el referente al palacio encantado que Lope no incluye en su obra.

 

Vela figura entre los comediógrafos del siglo XVIII que imitan a Lope y a Calderón de la Barca. En sus comedias abundan los ele­mentos sobrenaturales, que sin duda com­placían al público de entonces, el cual ya se hallaba cerca de las obras de magia posteriores. En sus comedias prodiga los parlamentos de tipo oratorio y abusa de las metáforas y los retorcimientos barrocos de gusto calde­roniano.

 

Prefiere Vela, en su métrica, el romance octosilábico, en que escribió la mayoría de las escenas, con calidad poética, sin duda, pues llega a hacernos recordar con frecuencia a su modelo cercano: Lope de Vega.

 

La división de cada una de esas obras en tres actos parece darles un carácter moderno; mas a los espectadores de ahora podrían pa­recer operetas en vez de comedias, ya que hace alternar las partes dialogadas con esce­nas en las que los intérpretes cantan. Por su sobriedad, en la que indudablemente hay in­flujo del medio mexicano, probablemente agradaría en el siglo XVIII, opuesto en parte a los excesos del precedente. Así se explica el juicio favorable de Beristáin, quien se apo­yaba en juicios ajenos al expresar el suyo, pues seguramente no conoció las obras de Eusebio Vela.

 

La mencionada ley de frecuencia, dentro de la evolución del teatro en Nueva España, deja de cumplirse en el tercio final del si­glo XVIII, quizá debido a la expulsión de los jesuitas, que por entonces alentaban el culti­vo de la poesía dramática entre sus alumnos.

 

Es posible que algún día un investigador de los que se interesan en este aspecto de la literatura mexicana logre descubrir, en cual­quier ignorado rincón de algún archivo de. los que existen por España o por México, la obra dramática, desconocida aún, del autor a quien probablemente habría correspondido repre­sentar el auge del teatro novohispano en ese momento.

 

Los jesuitas mexicanos, dentro y fuera.

 

Al sobresalir los jesuitas entre los educa­dores de las diversas órdenes religiosas que fundaron los primeros colegios en la Améri­ca española, como orientadores de los indí­genas y guías de los descendientes de con­quistadores y colonos, funcionarios, comer­ciantes, hacendados y explotadores de minas, su prosperidad fue en aumento; pero, a la vez, atrajeron odios y envidias de los poderosos, que acabaron por conseguir la expulsión de los jesuitas de España y sus colonias, según el dominante influjo de Francia.

 

Desterrados por orden de Carlos III en 1767, los jesuitas mexicanos, al fijar su resi­dencia en el extranjero, se consagraron a demostrar de qué modo la cultura de su país influiría más tarde apoyada en las tradi­ciones.

 

Entre quienes se dedicaron a investigar sobre el pasado indígena y la importancia de las civilizaciones extinguidas, a través de la historia de los pueblos prehispánicos, descolló el abate Francisco Javier Clavijero (1731 – 1787).

 

Clavijero aprovechó muy bien los docu­mentos que había reunido Carlos de Sigüenza y Góngora, para realizar una obra con la que esclareció el pasado indígena. Nacido en Veracruz el 9 de septiembre de 1731, moriría en Bolonia, Italia, el 2 de abril de 1787. Como desde la infancia estuvo cerca de los naturales, en su tierra natal logró aprender lenguas y dialectos en varios lugares de la Huasteca veracruzana en los que su padre fue alcalde mayor. Estudió en la ciudad de Puebla antes de ingresar en el seminario de Tepotzotlán como novicio.

 

Había leído a Descartes y estaba enterado de las teorías de Newton. Descolló como alumno de latín, griego y hebreo y poseía más de veinte dialectos indígenas. Como lo nom­braron prefecto del colegio de San Ildefonso, en México, se dedicó a leer obras de sus autores preferidos en la biblioteca del vecino colegio de San Pedro y San Pablo; gracias a su conocimiento del náhuatl, leyó los escritos que en esta lengua existían en la colección legada por Sigüenza y Góngora.

 

El 13 de febrero de 1748 ingresó en la Compañía de Jesús. Por documentos publi­cados en el siglo actual se sabe de sus vici­situdes: de México tomó a Puebla, enseñó después en Valladolid física, química y astro­nomía antes de ir a Guadalajara, donde le lle­gó la orden de expulsión dada por Carlos III. Para cumplirla pasó a su tierra natal y allí estuvo tres meses antes de embarcarse rum­bo a Italia.

 

El viaje fue prolongado y doloroso; casi un año tardó en llegar a Bolonia, donde perma­neció atraído por su bien dotada biblioteca. Mientras se disponía a escribir su historia del México antiguo, fundó con sus compañeros una academia literaria, que irónicamente llamaron Casa de la Sabiduría. Con el fin de consultar documentos y mapas, viajó por Italia y estuvo en Roma, Ferrara, Venecia, Milán, Módena y Florencia.

 

Su Historia Antigua de México y la His­toria de California fueron escritas en cas­tellano y después vertidas por él mismo al italiano. La primera, impresa en italiano de 1780 a 1781, fue dada a conocer en caste­llano, por José Joaquín de Mora, en 1824. La Historia de la Antigua o Baja California apareció después de fallecido Clavijero; su hermano Ignacio la publicó en Venecia, en daño 1789.

 

Dentro del grupo de jesuitas desterrados que trabajaron e investigaron en Italia a fines del siglo XVIII estaban los historiadores Francisco Xavier Alegre –que además fue poeta y tradujo a clásicos griegos y latinos-, Andrés Cavo, Pedro José Márquez, Juan Luis Maneiro -que también fue poeta y escribió en castellano sus poesías-, Manuel Fabri y los filósofos Agustín Castro, Andrés de Guevara y Barrazábal y José Rafael Campoy.

 

Francisco Xavier Alegre (1729 - 1788), veracruzano lo mismo que Clavijero, falleció también en Bolonia, cuando ya casi había terminado de escribir la historia de la Compañía en Nueva España. Carlos María de Bustamante la publicó en México, entre 1841 y 1843. En Bolonia escribió, al resumir lo que recordaba de aquélla, el compendio Memorias para la historia de la Provincia que tuvo la Compañía de Jesús en Nueva España, impresa en México, en dos volúmenes, entre 1940 y 1941.

 

Andrés Cavo (1739 - 1803), jalisciense, murió en Roma después de haber estado en otras ciudades de Italia, en donde escribió los Anales de la Ciudad de México desde la conquista española hasta el año de 1766. Bustamante los publicó en 1836 con el títu­lo de Los tres siglos de México, añadiéndoles un suplemento para hacerlos llegar a 1821.

 

En el grupo de jesuitas desterrados se contaban, además de Alegre, los poetas Diego José Abad, José Mariano Iturriaga y Andrés Diego Fuentes, de México, y Rafael Landí­var, guatemalteco formado en Nueva España, a la que no olvidaría en el destierro.

 

Diego José Abad (1727 – 1779), nacido en Jiquilpan, estudió en el colegio de San Ilde­fonso y enseñó teología, derecho y filosofía en México antes de pasar a Querétaro, en donde estudió ciencias. Al marchar a Italia vivió en Ferrara, de la que se trasladó a Bolonia, para terminar allí su existencia.

 

Además de obras filosóficas, compendios y tratados científicos y una traducción de la égloga VIII de las Bucólicas de Virgilio, es­cribió el poema heróico teológico De Deo, Deogue Homine Heroica, por el que figura como el más importante de este grupo de poetas. Desde su mocedad había proyectado escribir esa obra, que realizó en Italia. Apare­ció en Venecia en 1773 y la reimprimieron dos veces: en Ferrara, 1775, y en Cesena, 1780. Menéndez y Pelayo opinó que había llegado a "merecer de los italianos mismos, tan ásperos jueces de toda latinidad que no sea la suya, el dictado de escritor terso y ele­gantísimo".

 

Rafael Landívar, oriundo de Guatemala (1734 – 1789), hizo estudios en México, donde estuvo diez años, y demostró hacia el país su gratitud al recordarlo durante el destierro en su Rusticatio mexicana, obra que le sitúa con honor en la literatura nacional, sin que por eso deje de pertenecer a la del país don­de nació. Como rector del seminario de San F. de Borja, obedeció la orden de expulsión y marchó a Italia con los demás jesuitas.

 

En 1781 se publicó en Módena la primera edición de la Rusticatio, que se reimprimió en Bolonia al año siguiente. Landívar describe en ese poema aspectos de la naturaleza en México y Guatemala. Lo escribió en latín porque lo destinaba a lectores cultos y para librarse del prosaísmo con que se reaccionó contra los excesos del siglo precedente.

 

Fallecido Landívar en Bolonia, el 27 de septiembre de 1793, se le sepultó en la iglesia de Santa María Muratelli, de la cual fueron exhumados sus restos en 1950 para tras­ladarlos a Guatemala,  en donde se erigió un monumento digno del poeta.

 

El historiador Fernández de Echeverría.

 

Entre los contados historiadores mexicanos que pudieron hacer sus investigaciones y escribir en Nueva España se cuenta Mariano Fernández de Echeverría y Veytia (1720 - 1778?), quien nació en Puebla el 16 de julio de 1720. Con su padre, José de Veytia, se trasladó a la cabeza del virreinato; hizo es­tudios en la Universidad Real y Pontificia, hasta concluir el bachillerato de Artes el 9 de marzo de 1733 y la carrera de leyes el 13 de julio de 1736.

 

Después de obtener el título de abogado partió para España. Principió su obra, en forma de diario, con Mis viajes -de la cual alguien se apoderó al morir el autor-; distribuida en dos tomos, no ha podido encontrarse.

 

En España fue a la villa de Oña, en donde tenía parientes por el lado materno, y recorrió la Península, incluido Portugal. Estuvo en Italia, de la que conoció Roma y Nápoles, y más tarde en Inglaterra y Francia; visitó Jerusalén y Marruecos; vivió en Malta y la defendió, como novicio, en tres encuentros con los moros. Fue caballero de Santiago. De regreso en América, recorrió Guatemala y conoció Nueva Galicia y Oaxaca.

 

Las notas y los documentos que recopiló en esos viajes le permitieron formar unos veinticuatro volúmenes, ahora igualmente perdidos. Además de su dominio del latín y el náhuatl, dominaba otras cinco lenguas. Por encargo de Carlos III laboró en los ar­chivos de varios centros de enseñanza, en donde continuó sus investigaciones. Se le confió la biblioteca de los jesuitas desterra­dos, que pasó, ya ordenada por él, al semina­rio de San Juan; de las notas que tomó en ella resultaron siete gruesos volúmenes.

 

De todos sus escritos históricos se conoce únicamente la inconclusa Historia antigua de México, posterior a la de Clavijero, que sólo conoció por referencias esta obra. Boturini lo había orientado, con su Idea de una nueva historia de la América Septentrional, y le proporcionó sus colecciones de antigüedades, para que las estudiara. Su obra coincide en  algunos puntos con la homónima de Clavijero, a quien menciona. Según Ortega, que dio a conocer esa historia en 1836, “su estilo es claro, fácil y natural, si bien algu­nas veces prolijo”.

 

La poesía en Nueva España a fines del siglo XVIII.

 

En la literatura mexicana a fines del si­glo XVIII coexisten dos tendencias que luchan entre sí, aunque no de manera aparente. Con­tra el barroquismo de la centuria anterior reacciona la llaneza que en la poesía traerá el prosaísmo; a la vez, se insinúa con malicia lo popular, sobre todo en poesías anónimas anteriores a los primeros corridos.

 

Lo mismo que en la literatura española, persiste el culteranismo, con las imitaciones de Góngora, en la lírica mexicana de finales del siglo XVIII. El prosaísmo, por otro lado, comienza a aparecer en los últimos años de la misma centuria.

 

La literatura mexicana durante el decenio inicial del siglo XVIII.

 

Al iniciarse el siglo XIX, los poetas neoclá­sicos mexicanos caminan por sendas seme­jantes a las que habían seguido los hispanos, a los cuales se agrupa en la escuela salmantina, que refleja la sobriedad de Castilla, y en la sevillana, que resume la brillantez de Andalucía.

 

La escuela salmantina influye lejanamente en la lírica mexicana, en la cual los pastores simulados,  que empleaba fray Diego Tadeo González, van a tener su equivalente en al­gunas de las poesías en que aparece ya el prosaísmo.

 

Muchos de los epigramas publicados por el "Diario de México" son eco de los que en España trazó José Iglesias de la Casa, y va­rios de los idilios mexicanos -anacreónticas- evocan también los de aquel poeta. Meléndez Valdés no deja de influir en los juguetillos y las odas de fray Manuel Martínez de Nava­rrete.

 

En los poetas neoclásicos de México in­fluyen menos los sevillanos: Lista, Reinoso, Arjona; pero en alguno hay resonancias del primero, ya que muestra predilección por las obras de autores como Petrarca, a  quien tradujo Lista.

 

A Luzán se le conoció tardíamente; por este hecho se diluyó su influjo más aún que en España.

 

Quevedo influyó, entre otros poetas hispanos, en la poesía satírica mexicana, que había entroncado con la poesía popular desde sus comienzos, en el siglo de la conquista, y que empieza a definirse claramente en el si­glo inmediato.

 

La sátira anónima, en verso, no siempre alcanza una calidad poética. Al ensayar las formas habituales en ella -relato, diálogo-, se intercala en la prosa algo de poesía.

 

La poesía satírica anónima combina, den­tro de lo popular, elementos culteranos y con­ceptistas; alternativamente gongorina y que­vedesca, es barroca en las dos formas hispa­nas. Se debe esto a que una y otra son formas de concentración y elusión  y, aunque siguen rumbos aparentemente opuestos, coinciden con frecuencia en su propósito de buscar dis­fraces adecuados para el pensamiento, cuando trata de encubrirse, al ir por caminos tan si­nuosos como suelen ser los del anónimo li­terario.

 

Fray Manuel Navarrete.

 

Las tendencias renovadoras, importa­das de Francia desde fines del siglo XVIII, trajeron después del neoclasicismo la simien­te que iba a influir para que, al cambiar la sensibilidad con ejemplos de extraños, se iniciara el prerromanticismo en Nueva España. Lo anuncia, en el primer decenio del si­glo XIX, el michoacano fray José Manuel Martínez de Navarrete (1768 - 1809), a quien se conoce en la literatura mexicana con el se­gundo nombre de pila y segundo apellido, con los que firmaba sus escritos cuando no usaba sólo sus iniciales: Manuel Navarrete.

 

Aunque desde las postrimerías del siglo circulaban entre sus amigos copias manus­critas de algunas composiciones de Navarre­te, fue en 1806 cuando empezaron a aparecer en el "Diario de México", al que sus íntimos las enviaron.

 

Al principio Navarrete, bajo el influjo de poetas clásicos y neoclásicos, imita a través de ellos las anacreónticas de Villegas. Prefie­re lo delicado y, como Meléndez Valdés, abu­sa del empleo del diminutivo, en México muy frecuente en labios de la gente menos culta.

 

Intérprete de amores ajenos, a la vez que de amoríos personales que mantuvo ocultos, llega a superarse como poeta elegíaco cuando se aparta de la poesía convencional y expresa sinceramente dolores propios, físicos o morales, en sus Ratos tristes, con los que, melan­cólico, se aproxima al poeta inglés Edward Young en sus meditaciones líricas nocturnas como la titulada Noche triste.

 

Navarrete pasó de la suave afectación de Meléndez Valdés al pesimismo de Cienfue­gos, que en España precede a lo romántico. Coincide con el primero por el título de una poesía, La mañana, escrita en decasílabos; ésta lo coloca cerca de Rousseau, porque, como él, simpatiza con el hombre cercano a la naturaleza.

 

Esa poesía descriptiva lo sitúa como ini­ciador de la bucólica en la poesía mexicana, en la que anticipa la actitud de los románti­cos, siendo uno de los que contribuyen a ace­lerar la evolución que conduce del neoclasi­cismo al romanticismo.

 

Difundida la obra de Navarrete por el "Diario de México", los poetas de la Arcadia mexicana lo designaron su Mayoral. Una de sus composiciones fue premiada por la Uni­versidad, que le concedió varias medallas de oro y de plata, las cuales no llegó a recibir el poeta debido a su fallecimiento, ocurrido en Tlalpujahua.

 

Otros poetas neoclásicos.

 

Cerca del Navarrete neoclásico se sitúan otros poetas en ese período de la literatura mexicana.

 

José Manuel Sartorio (1746 – 1829), censor, fue presidente de las academias de Ciencias Morales y de Humanidades y Bellas Artes. Escribió, entre sus libros y folletos, siete volúmenes de poesías.

 

Anastasio de Ochoa y Acuña (1783 – 1833), oriundo de Huichapan, perteneció a la Arca­dia mexicana. Sus poesías, publicadas ini­cialmente en el "Diario de México", quedaron reunidas en dos tomos que contienen, además, traducciones de autores latinos, italianos y franceses, preferentemente.

 

José Agustín de Castro estuvo en Va­lladolid hacia 1786 y más tarde en Puebla. Llegado a México en 1809, publicó en los pe­riódicos sus Poesías sagradas y humanas. De ellas habían aparecido dos tomos en Pue­bla en 1797; el tercero se imprimió en Mé­xico el año de su llegada.

 

El prosaísmo en la poesía mexicana.

 

Aunque varios de estos poetas seguían siendo aficionados al culteranismo, su lírica se resiente del influjo contrario. El prosaís­mo, que se advierte en la poesía mexicana desde fines del siglo XVIII, se acentúa al ini­ciarse el XIX.

 

Convencidos por los argumentos de Lu­zán, muchos de los que escriben composi­ciones  en verso prefieren imitar a los llanos fabulistas españoles. Contribuyó a producir esta reacción la abundancia de anacreónticas y la excesiva dulzura de los idilios, que la prensa publicaba en sus páginas dedicadas a la poesía, a principios del siglo XIX.

 

Notas de nacionalismo en la lírica.

 

Entre los síntomas que anuncian la proxi­midad de la independencia, la lírica mexicana ofrece, aún dentro del neoclasicismo, en algunas anacreónticas, notas nacionalistas. Hay poetas que se entusiasman con la flora local, a pesar de que los nombres indígenas de al­gunas plantas no están de acuerdo con las normas del llamado buen gusto.

 

El nacionalismo va de lo popular a lo semiculto, antes de entrar en lo culto, en años que preceden a la llegada de José María Heredia, el poeta del teocali de Cholula, y antes de que Andrés Bello mencionara -sin haberlo probado- "el mexicano néctar".

 

No faltan autores de sonetos y anacreón­ticas en cuyas poesías el jugo procedente del maguey sustituya al clásico vino europeo.

 

La prosa y la oratoria sacra y política.

 

La obra que no llegó a terminar Eguiara y Eguren marcó la ruta que seguiría el doc­tor José Mariano Beristáin de Souza (1756 - 1817), oriundo de Puebla, al reunir datos para escribir su Biblioteca Hispano-Americana Septentrional.

 

Se publicó en México en tres volúmenes -el segundo y el tercero, póstumos- y contiene abundantes datos que la convierten en la úni­ca fuente en que pueden hallarse informes biobibliográficos sobre lo que salió a luz du­rante el virreinato en Nueva España.

 

El influjo culterano que de la poesía pasó a la historia en el siglo XVII, llegaría a la elo­cuencia en el XVIII, al aparecer en los panegíricos, elogios y oraciones fúnebres de pre­dicadores que gozaron de prestigio en su tiempo.

 

Desde 1810 hubo oradores políticos, en uno y otro bandos, durante la lucha por la in­dependencia. Entre los conservadores se en­cuentran el mismo Beristáin de Souza y el capellán del ejército realista fray Diego Mi­guel Bringas.

 

La prensa al iniciarse el siglo XIX.

 

Continuadora de las precedentes gacetas y coetánea de la “Gaceta de Literatura” (1788) del padre Antonio Alzate, la "Gaceta de México" salió de principios de 1784 a fines de 1809, y fue su director en la primera etapa Manuel Antonio Valdés. Le sucedió la "Gaceta del Gobierno de México" a partir de enero de 1810.

 

La "Gaceta de México" (1784 - 1809) contenía información local y noticias procedentes del extranjero. Al principio concedía un espacio limitado a la poesía. En sus últimos años, la publicación coincide con el "Dia­rio de México", en cuyas columnas tenían más cabida los escritos literarios.

 

El "Diario de México", del que fueron fundadores los abogados Carlos María de Bustamante y Jacobo de Villa Urrutia, apareció en octubre de 1805. En sus páginas es posible seguir las alternativas de las ten­dencias políticas no sólo mexicanas, sino también europeas, por las repercusiones de los acontecimientos que se desarrollan en Europa en los mismos años.

 

El "Diario" dio generosa hospitalidad a la producción literaria, ya que alentó a los poetas de la Arcadia mexicana (1808) y reveló a Navarrete, a quien siguen más de dos centenares de poetas y prosistas.

 

Al desaparecer el "Diario", serían sucesoras del mismo periódico otras publicacio­nes, entre las que se cuentan las que lanzaba "El Pensador Mexicano".

 

Abundan también los folletos, en buena parte anónimos, salvo unos dos centenares y medio que desde 1810 autorizó con su nombre, iniciales o seudónimos José Joaquín Fernández de Lizardi.

 

Bibliografía.

 

Abad, D. J. De Deo, Deoque Homine Heroica, Venecia, 1773.

 

Alegre, F. X. Historia de la Compañía en la Nueva España (publicada por Carlos M. de Bustamante), México, 1841 - 1843.

 

Cavo, A. Anales de la Ciudad de México, desde la conquista española hasta el año de 1766 (publicado por Carlos M. de Bustamante con el título de Los tres siglos de México), México, 1836.

 

Clavijero, F.J. Historia antigua de México, Cesena, 1780 - 1781.

Historia de la Antigua o Baja California, Venecia, 1789.

 

Fernández de Echeverría y Veytia, M. Historia antigua de México (publicada por Francisco Ortega). México, 1836.

 

Landívar, R. Rusticatio Mexicana, Módena, 1781.

 

72.            El arte en el siglo XVIII.

Por: Jorge Guerra.

 

De empresa difícil calificó Manuel Tous­saint la tarea de clasificar las obras de las artes en el área limitada de los estilos. Más que difícil, resulta una aventura del intelec­to tratar de ponderar la calidad estética de los citados testimonios de la actividad huma­na, encasillándolos en una clasificación con el particular defecto de aislar los monumen­tos de sus relaciones históricas, de los pro­cesos formativos y de vivencias objetivas.

 

En el tiempo que surgen, en Nueva Es­paña, las manifestaciones de las formas de­nominadas "churriguerescas", continúa sin denotar el menor signo de agotamiento; la arquitectura del barroco clásico, o sea que a mediados del siglo XVIII conviven fábricas inspiradas en las ideas de Scamozzi y de Vignola con aquellas que parecen diseñadas por el maestro escultor o el carpintero de lo blanco.

 

No hay certeza de cómo y por qué aparecen en Nueva España los estilos de la última etapa del barroco, que en España se llamó churrigueresco. Inconsecuentemente se trans­mite la denominación y todos sus adjetivos; pero si bien se admite el homónimo por su eufonía, sonora y adecuada a la fantasía loca del arte dieciochesco, dice Toussaint, no todos los adjetivos, oscuros y subjetivos, son aplicables a este arte que debiera verse en México como una de las creaciones con ma­yor realidad en el horizonte de las expresiones estéticas.

 

Las riquezas, después de dos siglos de colonización, ofrecen una buena garantía para construir espléndidos edificios civiles y religiosos, sin olvidar, claro está, el esfuer­zo colectivo y la experiencia y conocimien­tos de los grandes arquitectos del siglo XVII. Las imponentes fábricas de las catedra­les de todo el virreinato requirieron fuer­tes sumas de dinero y mucha dedicación y trabajo. La catedral de Puebla se termina en 1649; la de México, muy adelantada hacia 1670, ya permite ser abierta al culto; la de Morelia se encuentra muy avanzada en 1674; Guadalajara termina su catedral en 1618, con sus castizas torres que derrumbará más tar­de un terremoto, para ser reconstruidas en forma tan desproporcionada que el templo quedará reducido ópticamente a dos enormes cucuruchos. La de San Cristóbal las Casas, Chiapas, también pertenece al ciclo del XVII y la de Mérida es una preciosa joya del si­glo XVI.

 

La riqueza económica y la vida osten­tosa contribuyeron en gran manera a implan­tar el estilo churriguera, pero no pueden con­siderarse peculiares. Hubo un fenómeno en el orden social consistente en la aparición de los primeros frutos de nacionalidad, que es señalado por los historiadores José Rojas Garcidueñas y Gloria Grajales. La presencia activa de los criollos en la vida de la colonia, elementos que por su preparación tienen su momento histórico al mediar el siglo XVII y se desarrollan en su forma definitiva en el transcurso del XVIII.

 

A esto viene a sumarse el mestizaje de tipo étnico y, sobre todo, de tipo cultural, o sea, aquel modo de ser implícito del medio, que saborea sustancias, las selecciona y vierte en expresiones peculiares hasta el punto de hacerlas surgir como auténticas creaciones en todas las ramas de las bellas artes. Historia­dores y críticos, como Lampérez y Romea, el marqués de Lozoya y Manuel Toussaint, señalan el carácter criollo del arte dieciochesco, es decir, indican uno de sus rasgos definiti­vos.  Francisco de la Maza hace aparecer el estilo como la expresión de una nacionalidad, nueva y completa.

 

Jerónimo de Balbás es el probable introductor del estilo estípite, como forma sus­tancial de la arquitectura del XVIII. El es­típite no es otra cosa que la columna o la pilastra abalaustrada de la arquitectura rena­centista y elemento grato a los arquitectos fiel plateresco, que erigen excelentes mues­tras en todas las provincias del virreinato. El estípite del barroco mexicano del XVIII es al principio una forma geométrica simple; consiste en una pirámide truncada con la base menor hacia abajo, inspirada probablemente en los apoyos usados por los ebanis­tas del estilo llamado Luis XIV. Posterior­mente, el estípite se compone de una pirámide invertida, a la cual se une por medio de cubos moldurados otra pirámide truncada derecha, o sea, con la base menor hacia arriba. En esquema podría ser una losange muy alargada en cuya parte media se introduce un juego de diversas formas de volúmenes. El erudito estudio de Víctor Manuel Villegas, "El  gran signo formal del Barroco", demues­tra la prosapia del apoyo estípite y señala el acontecimiento de que entre 1712 y 1718 se concluye la fachada del Colegio Chico de San Ildefonso, en una de cuyas portadas nace el estípite, en tímido bajo relieve, pero con su forma decisiva de pirámide.

 

Jerónimo Balbás talla su admirable re­tablo del altar de los Reyes entre 1718 y 1730. Por tanto, ya existían, antes de la llega­da del escultor-arquitecto sevillano o gadita­no, antecedentes muy notables en la germina­ción de la profusa flora barroca. Analizando a fondo la arquitectura churrigueresca de Méxi­co o, como diría con agudeza Francisco de la Maza, "barroca mexicana" del siglo XVIII, no se puede señalar la presencia del estípi­te como la característica única y genuina de tal estilo; según las investigaciones de Ma­nuel Romero de Terrenos, del marqués de Lozoya, del arquitecto Domingo García Ra­mos y del historiador Villegas, existen estípi­tes en todas las latitudes geográficas y a todo lo largo de la historia. Así, en las composi­ciones del barroco mexicano, se utilizan otros recursos que no pueden considerarse ni como evolución de los estípites ni como sus variantes; son formas distintas y con un va­lor plástico propio. Un ejemplo es la portada le la fachada principal de la parroquia de Santa Prisca, en Tasco, en la que pueden admirarse columnas de orden barroco salo­mónico aéreas y ascendentes, que se elevan sobre una complicada estructura de orden compuesto. Otra solución posterior la cons­tituyen la portada de la capilla del Pocito en la villa de Guadalupe y el imafronte de la iglesia de la Enseñanza en la Ciudad de Méxi­co; ambas, proyectadas por Francisco Gue­rrero Torres, son representativas de la época final del barroco y se advierten en ellas sis­temas decorativos cercanos a un purismo o a una tendencia a revalorizar las formas arquitectónicas de origen renacentista.

 

En estas obras singulares, totalmente dentro de la voluntad barroca, no es en los detalles, tallados como gemas, sino en el conjunto que "...se busca la esencia del efecto, la sal de la apariencia", escribe Enrique Wölfflin, refiriéndose a la composición de planos en la arquitectura barroca. De manera distinta al barroco mexicano del siglo XVIII no se contenta con el juego de planos y volú­menes para producir efectos de profundidad, sino que mueve y agita con trazos ascenden­tes el todo dinámico de la composición. Por lo mismo se emplean refinamientos en la arquitectura mexicana del XVIII en razón de aquella "esencia del efecto", pero aplicados a una totalidad, a una estructura concebida or­gánicamente, como si se tratara de una escul­tura monumental.

 

Así se advierte en el gálibo de la torre de la iglesia de Tepozotlán, en la ondulante continuidad  de la parroquia de Santa Prisca de Tasco, y en la composición ascendente del Sagrario Metropolitano.

 

Nota esencial del barroco mexicano es la presencia del color en todas sus posibili­dades de expresión, desde el más puro realis­mo, producido por la policromía del azulejo, a la recóndita abstracción geométrica del cambio de tonos por la diversidad de formas; de lo primero son notables ejemplos las arqui­tecturas poblanas y la magnificencia del San­tuario de Ocotlán en Tlaxcala, con "la gran pasión que tienen al color, hasta pintar las pocas figuras que tienen de mármol", obser­varía cien años después el escultor catalán Manuel Vilar cuando llegara a México. Es esta pasión por el color lo que lleva a ma­tizar, mediante los relieves que aparecen en las numerosas ornamentaciones arquitectónicas, las fachadas de las mansiones, como la del conde de Heras Soto en la Ciudad de México, la Casa del Alfeñique en Puebla de los Angeles, etc., y los edificios religiosos, como los templos de San Francisco de Méxi­co, la fachada inconclusa del segundo templo de San Felipe Neri, la delicada composi­ción de las fachadas de la iglesia de la San­tísima Trinidad en la Ciudad de México, la arquitectura florida de las portadas de la pa­rroquia del Carmen en  San Luis Potosí, etc.

 

Otros elementos singularizan la arquitec­tura del siglo XVIII. Tales son el empleo de materiales de construcción con propiedades de colorido y de textura particular, como el tetzontle y el recinto, los cuales aún tallados conservan una apariencia rugosa, contrastan­do con la chiluca de grano fino, en la que pueden labrarse delicadas decoraciones. Manuel Romero de Terreros dice: "Los materiales de construcción y el fuerte contraste entre las partes planas y las profusamente decoradas dieron un carácter único a la ar­quitectura de Nueva España". En su resu­men, el contraste entre los paramentos lisos y los elementos decorados revelan una orga­nización de conocimientos, heredados y transformados desde el siglo XVI, que incluso se llevan al campo de la proporcionalidad o modulación; es una mezcla de procedimientos empíricos tradicionales y de razonamientos o aplicaciones de las teorías del Renacimiento, hasta ahora poco estudiados, que da sentido a las proporciones en los elementos arquitectónicos. El ingeniero José R. Benítez inició algunos ensayos al respecto; empero el trazo es sumamente ostensible y prueba de ello es la claridad con que se han podido distinguir las creaciones del barroco mexicano, que pudieran designarse escolásticas o gremiales, de aquellas que fueron producto del genio del arte popular. Compárense, por ejemplo, las fachadas del templo de la Santísima de la Ciudad de México o de La Valenciana de Guanajuato con San Miguel de Atitalaquia, Hidalgo y la capilla de la Concepción, "La Conchita", en Coyoacán, D.F.

 

En las plantas de las construcciones reli­giosas se usa preferentemente la forma rec­tangular, tipo de salón en el cual se introdu­cen modificaciones, como capillas y astiales cortos, para justificar la presencia, indis­pensable en la arquitectura mexicana, de la cú­pula, de lo que se obtiene la planta de cruz latina. Pero el siglo XVIII se encamina a buscar soluciones diferentes y de aquí re­sultan plantas de cruz, con brazos iguales, cruz griega, como en el Sagrario Metropoli­tano; plantas circulares u ovales, como la desaparecida de Santa Brígida, en la Ciudad de México, y el más notable monumento -culminación de la última época del barroco mexicano-, la antes citada capilla del Pocito en la villa de Guadalupe.

 

Su planta elipsoidal se dice que fue pro­yectada inspirándose en alguna lámina de los Libros de Arquitectura, de Sebastián Serlio; es objetable afirmarlo totalmente, puesto que en Nueva España se podían consultar todos los tratados famosos impresos a partir del Renacimiento; en las obras de Palladio, de Scamozzi, etc., se graban plantas circula­res y ovales, unas tomadas de los monumen­tos de la antigüedad romana, otras para edificaciones contemporáneas de los trata­distas.

 

El proyecto y dirección estuvo a cargo del arquitecto Francisco Guerrero y Torres, construyéndose, de 1777 a 1791, con el traba­jo "en equipo" de los vecinos de la villa de Guadalupe y de la entonces lejana Ciudad de México. El original alzado está compuesto con las más dinámicas características del barroco mexicano del siglo XVIII: el contraste del muro liso y las portadas decoradas, el color armonizado con los materiales pétreos y la cerámica, la perspectiva ascendente a base de cúpulas y la traza de la molduración de ventanas e imafronte. De obra maestra del arte y la ciencia de entallar la piedra la calificó el arquitecto Francisco Centeno.

 

Como en todas las épocas del arte, se distinguen varios períodos según las diver­sas formas que van presentándose en los edi­ficios; se pueden tomar como primeros ejemplos las fachadas, que menciona el historia­dor Villegas, en el Colegio Chico de San Idelfonso y las portadas de la iglesia del antiguo Colegio de Niñas en la Ciudad de México, que llevan una inscripción y la fecha de 1744, pero que probablemente fueron terminadas con anterioridad; el ejemplo más claro, en donde se define la forma del estí­pite y la composición barroca del XVIII, es en la portada del antiguo Palacio del Arzobispado, con inscripción  de 1743 y que se levanta  en la calle de la Moneda en la Ciudad de México. Data de los años comprendidos entre 1740 y 1745 la iglesia de Santa Brígida hoy destruida para abrir la calle de San Juan de Letrán. Por su parte, la fachada de la iglesia del antiguo convento de San Fernan­do curiosamente se compone con gran armo­nía de tres cuerpos,. el inferior es de colum­nas dóricas con fuste flamígero, nichos y arco de medio punto al modo barroco del siglo XVII; el segundo cuerpo está compuesto a base de pilastras estípite que enmarcan un bajo relieve con el santo de la advocación. Se termina en un tercer cuerpo con el óculo octogonal de la arquitectura del siglo XVII, y su fecha de terminación es aproximada­mente del año 1753.; los ejemplos más brillan­tes que constituyen el apogeo del estilo y a la vez sus últimas muestras son el Sagrario Metropolitano, obra del arquitecto Lorenzo Rodríguez, quien lo realiza entre 1749 y 1768; la Santísima Trinidad, obra según parece del mismo arquitecto Rodríguez, empezada en 1755 y terminada en 1783, es decir, cuando ya se había fundado la futura academia de San Carlos; la fachada de San Fran­cisco en México, conocida con el nombre de portada de la capilla de Balvanera, ha sido restituida recientemente a sus antiguas di­mensiones, admirándose lo esbelto y elegantemente proporcionado de los elementos que la componen; la iglesia de la Santa Veracruz en la Ciudad de México, construida entre 1759 y 1764, es calificada por don Manuel Toussaint como de churrigueresco ingenuo en su portada Sur; en cambio la fachada po­niente, que data de 1776, según el mismo au­tor es "fría y con estípites trazados a escua­dra y compás". La fachada de la iglesia de la Enseñanza, atribuida al arquitecto Francisco Guerrero y Torres, se comienza en 1754. La parroquia de Santa Prisca de Tasco data de los años comprendidos entre 1751 y 1758 y representa otra modalidad avanzada de la arquitectura barroca. El templo de La Valen­ciana en Guanajuato se edifica entre 1765 y 1788 con una fecunda y armoniosa compo­sición que la hace clásica en su estilo. En esta fecha ya se encontraba funcionando como institución oficial la Real Academia de San Carlos de Nueva España, con todos sus privilegios, deberes y derechos.

 

Arquitectura civil.

 

Los edificios más importantes construi­dos en el siglo XVIII para los Poderes Públi­cos poco se diferencian  de los de la época anterior; se observa únicamente una mayor riqueza en las portadas y en los detalles de la decoración. El palacio del cabildo de México, actualmente uno de los edificios del Departa­mento central, data de los años que van de 1720 a 1724; severo y de líneas clásicas en sus orígenes, fue totalmente reformado en tiempos modernos, perdiendo todas las proporciones y características del barroco me­xicano. El palacio de la Audiencia de Nueva Galicia en Guadalajara (1751 - 1775) fue cons­truido por Nicolás Enríquez del Castillo y José Conique. El antiguo edificio del cabildo de Aguascalientes, después palacio del Go­bierno, también es de esta época. En la Ciu­dad de México la Real Aduana, terminada ha­cia 1740, después de muchos usos fue final­mente destinada, según lo deseara Manuel Toussaint, a dependencias de la Secretaria de Educación Pública; se halla frente a la plaza de Santo Domingo. Un edificio curioso, por el estilo empleado en su construcción, es la denominada Casa de Moneda de la Ciudad de México, edificado en 1734 por Bernardino de Orduña, quien trazó una fachada de estruc­tura barroca, pero dentro de un orden que hace presentir el neoclásico. En Morelia, el anti­guo edificio del seminario de Valladolid, adap­tado para dependencias del Gobierno, tiene como remates de su fachada unos macetones de sabor asiático. El palacio episcopal de Oa­xaca, de grandes dimensiones, fue enmascara­do con una fachada que pretende imitar el arte prehispánico, en el siglo XIX.

 

Un edificio destinado al poder eclesiás­tico fue el que ocupara el Tribunal de la In­quisición en la Ciudad de México. Se sitúa en un ángulo de la plaza de Santo Domingo y lo construye Pedro de Arrieta entre los años 1732 y 1736. Como elementos interesantes figuran su puerta principal sobre un muro ochavado puerta chata como se le denominó en la época de la colonia, su gran patio con arcadas y la escalera monumental. El detalle barroco de dejar aparentemente en el aire los arcos esquineros llama la atención en el hermoso patio. Nuevamente los deseos del maes­tro Toussaint se han visto colmados ante la restauración que se le ha hecho al viejo pala­cio, quitándole añadidos y devolviendo a su lugar el imponente remate que coronaba la famosa puerta chata.

 

Los edificios destinados a colegios toman en esta época su fisonomía peculiar de majestad y gran armonía; así es el de los je­suitas o colegio de San Ildefonso, en la Ciudad de México, terminado en 1749, cuyo arquitecto fue el padre Cristóbal de Escobar y Lla­mas. También los jesuitas construyeron en la ciudad de Morelia, con anterioridad, un gran colegio que todavía subsiste. Una institución que defendió celosamente su laicismo a tra­vés de los años de la colonia fue la que funda­ron los españoles Meave, Aldaco y Echeveste para residencia de las huérfanas y viudas de origen vascuence, denominada Colegio de San Ignacio -después de las Vizcaínas- en la Ciudad de México; construida de 1734 a 1767, fue obra de varios arquitectos; se men­cionan a don Pedro Bueno Basori y el maes­tro de arquitectura Miguel José de Quiera, quien probablemente la terminó. La porta­da de la capilla construida en 1786 es de Lo­renzo Rodríguez. El bello patio principal con sus esbeltas arcadas es de sobria y delicada elegancia; hace pensar instintivamente en el destino de la escuela, cual es albergar y edu­car a niñas y a jóvenes de sexo femenino.

 

La Real y Pontificia Universidad fue re­construida en esta época; de ella era famosa su fachada de tres cuerpos, decorada con prolijos follajes, estatuas, bustos, medallo­nes y el escudo de las armas reales; la bella fachada se arrasó para alisar el edificio, po­niéndola a “la moda”, como insensato homenaje al virrey Branciforte. El edificio con­tinuó siendo fragmentado y así el arran­que de la escalera se trasladó al convento de Churubusco, a principios de este siglo; una de sus portadas churriguerescas se trasladó al antiguo colegio de San Pedro y San Pablo y el resto fue desapareciendo piedra a piedra hasta no quedar nada.

 

A mediados del siglo XVIII se construye el edificio del colegio de Cristo de la Ciudad de México. Se edifican además hospitales, instituciones penales y hospicios, como el de Santo Tomás de Villanueva, en la avenida Hidalgo de la Ciudad de México, hoy conver­tido en hotel, dotado de una portada barroca con esculturas, que probablemente sean las del santo y sus milagros, las cuales el sa­litre y la corrosión borran paulatinamente. Anexo a la iglesia de la Santísima se fundó el asilo para sacerdotes dementes, de lo cual sólo  queda un bellísimo patio semihundido, que espera que algún día se le dé un destino diferente a su actual función de bodega de fierros viejos.

 

Los Juaninos establecieron hospitales en todo el virreinato. El de México fue recons­truido en 1766. Subsisten los de Atlixco, con sus interiores revestidos de azulejos poblanos de Talavera, y el de Tehuacán. En Guadalajara se construye el hospital de Belem bajo los auspicios del obispo Alcalde, que no lo ve terminado, ya que se inaugura en 1797. Su planta en forma de cruz viene de la tradi­ción establecida desde la época de los Reyes Católicos con el famoso hospital de la Santa Cruz de Toledo. De las bibliotecas solamente queda la más importante de todas ellas, la famosa Palafoxiana, edificio que construido ex profeso para este fin, se termina en 1773.

 

La casa habitación.

 

Este género de edificios, que naturalmente debió darse en mayor número que los an­teriores, fue objeto de una clasificación por parte de Federico Mariscal. Recientemente, Domingo García Ramos en un breve capítu­lo resume las características y evolución de los diferentes tipos. A grandes rasgos se pueden dividir en viviendas colectivas, casas solariegas, citadinas, residencia o mansión en la ciudad y casas de recreo en los alrededores de las ciudades.

 

Poco variaron los tipos de habitación colectiva y familiar de la clase media. Al comenzar el siglo XVIII, las residencias de los señores van tomando la  característica de mansiones para vivir con lujo y comodidad.

 

Quizá sea un poco exagerado clasificarlas como palacios, pero de todos modos al finalizar aquel siglo habían tomado unas dimensiones y una riqueza que sobrepasaban las de una residencia señorial.

 

Don Manuel Romero de Terreros refiere que, aproximadamente, cuarenta edificios de­ben considerarse con la categoría de mansio­nes; probablemente hayan sido más, pero a partir de la fecha que habla don Manuel Ro­mero de Terreros cada día resultan menos. De todas formas las cuarenta casas, que se encuentran en una área muy reducida, dieron lugar a que don José María Roca Barcena la denominare “Ciudad de los Palacios”. La casa del conde de Miravalle se dice que fue la más antigua y se ubicó en el número 30 de la actual calle de Isabel la Católica.

 

La del marqués de Ciria, mariscal de Castilla, fue destruida a pesar de todos los títulos y valimientos de que gozó su dueño, el cual, afortunadamente, no llegó a ver su hermosa mansión convertida en puesto de fritangas. Igual suerte corrió la casa del marqués de Santa Fe de Guardiola frente al palacio de los Azulejos. Todavía en el si­glo XIX se levantaban sus muros y su patio de arcadas, que fueron arrasados para levantar otra casa, quizá más lujosa, pero sin el carácter noble y recio de la antigua man­sión. La lujosa vivienda fue vendida como ruina para dejar su lugar a uno de esos mo­numentos que actualmente levanta la civili­zación a sus héroes predilectos: los comerciantes y los banqueros.

 

La casa de los Azulejos era la mansión del conde del Valle de Orizaba; mucho más hermosos que las propias leyendas era su ele­gante patio y es su fachada. Aun cuando se ha respetado la fachada, el interior ha sufri­do muchas modificaciones y el hermoso pa­tio se encuentra cubierto por un precioso domo de plástico, que refleja un calor in­fernal o un frío polar, según la estación del año, incidiendo sobre los comensales que ingieren complicados platillos mexico-nortea­mericanos.

 

De las cuarenta casas, averiadas unas, arrasadas otras, quedan en pie, bastante bien conservadas, la del conde de Santiago de Ca­limaya, actualmente convenida en Museo de la Ciudad de México, que fue obra de Fran­cisco Antonio Guerrero y Torres. Su puerta principal se encuentra flanqueada por dos órdenes de columnas superpuestas, clásicas en sus proporciones, que armonizan con din­teles movidos con impulso barroco. Los ór­denes de columnas de la parte inferior descansan sobre unas bases, cuyos ángulos re­cuerdan a las patas de los muebles llamados de garra. Su escalera y los pisos alto y bajo tienen las proporciones y dignidad de un verdadero palacio. Fue terminada hacia 1779.

 

La casa que construyó el mismo Francisco Antonio Guerrero y Torres para los mar­queses de San Mateo de Valparaíso se levanta en la esquina de Venustiano Carranza e Isa­bel la Católica. Se edificó entre los años 1769 y 1772. Fachada sobria con magníficas portadas de acceso contiene una doble esca­lera de caracol que tiene la particularidad de que, arrancando ambas rampas de un mismo lugar de su parte baja, conducen a sitios dife­rentes del piso superior.

 

La del conde Heras Soto, en la esquina de las calles de República de Chile y Donce­les, es notable por sus relieves tallados en piedra, la balconería de bronce y el ángulo de sus fachadas, rematado por la figura de un niño de pie sobre un león. Del interior, hace algunos años, quedaba solamente el patio con sus columnatas y arquerías.

 

Las casas del mayorazgo de Guerrero se encontraban una frente a la otra en las es­quinas de las calles de Moneda y Correo Ma­yor. "Con sus torreones, dice don Manuel Toussaint, parecen dialogar ahora acerca de las grandezas pasadas y miserias presentes. Una de ellas, la que se encuentra exactamen­te enfrente del antiguo Museo de Arqueolo­gía, hoy Museo de las Culturas, pertenece al Instituto Nacional de Antropología e Histo­ria; su gemela de enfrente no tuvo la misma suerte y, al igual que otras muchas antiguas residencias virreinales, espera pacientemente a que se le levante el pesado castigo de estar sometida al dominio del lucro.

 

La casa del marqués de Jaral de Berrio y del marqués de Moncada, mal conocida por Hotel de Iturbide, se levanta a la mitad de la calle comprendida entre las de Gante y Bolí­var. Es la más imponente y suntuosa de las mansiones coloniales que han llegado hasta nosotros; el arquitecto que tuvo mayor in­tervención en ella fue el tantas veces citado Guerrero y Torres. Ha sido reconstruida y da una idea bastante aproximada de lo que fue en sus tiempos de bonanza. El patio llama la atención por su armonía y sus propor­ciones, estas últimas un tanto diferentes de las usuales en los patios de las casas colonia­les; hay quien dice que parece estarse en un patio de Italia radicado en Milán o en Flo­rencia. En realidad da la impresión de que se está en México, pero en un México en el cual la vida transcurre serenamente con una in­tensa vida intelectual. Se dice, en la leyenda naturalmente, que para construir la mansión se aprovecharon las piedras labradas prove­nientes de las demoliciones que se hicieron en el transcurso del XVII para ampliar el convento de San Francisco, colindante en aquella época con las propiedades del mar­qués. Las proporciones y aspecto del patio, a propósito de su diferencia con la generali­dad, recuerda el estilo plateresco. ¿Las columnas y sus arcadas serían acaso parte de la estructura de la Imperial Capilla de San José de los Naturales? Si de leyendas se tra­ta, bien pudo haber sido.

 

Las casas de recreo, sin ostentación alguna en las afueras de la Ciudad de México, eran dignas de las mansiones urbanas. De éstas quedaban cuarenta en tiempos de don Manuel Romero de Terreros, pero de aquellas si permanecen tres en pie ya es mucho. En la Rivera de San Cosme, en el pueblo de Tacuba, en San Agustín de la Cuevas y en San Angel habían hermosas huertas y am­plias residencias de recreo de buena arquitectura. Como recuerdo de esta buena arqui­tectura quedan los restos de la residencia campestre del conde del Valle de Orizaba; denominada casa de los Mascarones. Construida entre 1766 y 1771, quedó sin ter­minar. Pilastras estípites reciben juveniles atlantes que cargan las comisas y enmarcan las ventanas compuestas con una armoniosa combinación de partes arquitectónicas. Las bases de los estípites recuerdan el perfil de los muebles “bombé” de estilo Luis XV. En Tlalpan existió una casa chata. Pero a diferencia de aquella de los sombríos y lú­gubres recuerdos, ésta sirvió para el recreo y distracción de los virreyes y sus alegres comitivas.

 

En las provincias de la colonia, se ha vis­to que abundan los ejemplos más perfectos de la arquitectura del barroco mexicano del siglo XVIII. En Aguascalientes se encuentran la iglesia de San Marcos y la catedral. Guanajuato posee, en la ciudad, La Valenciana, ejemplo citado anteriormente; en Acámbaro, Dolores Hidalgo y Comonfort (antes Chamacuero), monumentos que van señalando las diversas variantes del barroco, de lo clásico-barroco a la etapa del barroco-neoclásico, o sea, su última proyección estilística. En el estado de Hidalgo un maestro de arquitec­tura, el indígena Antonio Simón, construye, probablemente según propios proyectos, las portadas de la parroquia de Huichapan con modalidades de orden barroco que, sin llegar a lo popular, se apartan del formalismo pro­pio del siglo XVIII. Del mismo artista es la iglesia del Calvario, con sus capillas y reta­blos. Zimapán, sufrida sede del feroz cacique Julián Villagrán, alias Julián I, ostenta como ejemplo la parroquia de San Juan Bautista, de vigorosa arquitectura con su portada de estí­pites en los que se encuentran, sin desvastar, complicadas decoraciones. El arco de acceso es de medio punto angrelado, trazo que se repite en la puerta del Baptisterio, también de vigorosa arquitectura. La iglesia se empezó a construir en 1773, después se inte­rrumpió varias veces la obra y se terminó parcialmente, tal como hoy está, en 1822.

 

Jalisco cuenta con las fachadas de la igle­sia de Santa Mónica y la portada de la iglesia de Santa Cruz de las Flores en la ciudad de Guadalajara, la gran parroquia de Lagos de Moreno y el santuario de la Virgen de San Juan de los Lagos, cuyos parentescos arqui­tectónicos corresponden a los sistemas de la zona de Guanajuato. La citada parroquia, comenzada en 1732, se termina entre los años 1785 y 1793. Su fachada es una de las composiciones más logradas del barroco me­xicano. Dos altas y elegantes torres flan­quean un imafronte compuesto por una serie de planos esviajados que dan la sensación de un nicho; en él se abren una esbelta puerta con arco de medio punto y una ventana enmarcada con las galas de un cortinaje plega­do. La elegancia del conjunto se acentúa con el color rosado de la cantería en que se labró. Las bóvedas presentan una particularidad constructiva, propia de la zona, consistente en formar un elemento de ladrillo sobre las aristas, que para el caso se convierten en nervaduras. El sistema es tradicional y se asemeja a las soluciones mudéjares del si­glo XVI.

 

Cerca de la población antes citada, se levanta el santuario de la Virgen de San Juan de los Lagos. Produce la sensación de ser hermano gemelo de la parroquia de Lagos de Moreno, pero, por el tiempo en que fue cons­truido y por su estilo, denota ser menos re­presentativo; en cambio es mucho mayor en proporciones, en la riqueza de su decoración interior, si bien no llega a superar la sobria elegancia de la parroquia laguense, que aún conserva su piso original de recios tablones de madera. En San Juan de los Lagos las bóvedas se resuelven en la forma descrita anteriormente. Con la arquitectura de este santuario se señala la presencia cada vez más cercana de las ideas neoclásicas.

 

En el estado de México anotamos la pa­rroquia de Santiago Tianguistengo, con por­tada a base de un juego de columnas de dife­rentes alturas y estilos, de lo cual resulta una fachada muy movida, pero ya con un sentido decadente. En el pueblo de Tepotzotlán, la iglesia del convento jesuita, men­cionada en diferentes ocasiones, bien pudiera decirse, si esto se permite con el arte barroco, que representa el más puro orden clásico en materia de arquitectura. En Querétaro abundan los ejemplos, pero basta con men­cionar el claustro del ex convento de San Agustín, hoy destinado a dependencias del gobierno del estado.

 

En San Luis Potosí, Durango y Zacatecas todavía se guardan preciados monumen­tos del estilo.

 

El urbanbismo.

 

Con los virreyes Bucareli y Revillagigedo, la Ciudad de México se transforma mediante el trazado de calles empedradas, servicios pú­blicos de agua, alumbrado y drenaje. Numerosos bandos y decretos reglamentan el abas­tecimiento y comercio de la ciudad. La Plaza Mayor es objeto de una limpieza general y al nivelarla se encuentra la famosa piedra prehispánica, denominada Calendario Azte­ca, que hoy es joya admirable de la cultura mexica, expuesta dignamente en el nuevo Museo de Antropología e Historia del legen­dario bosque de Chapultepec, que también fue objeto de cuidados y obras de conserva­ción en tiempos de los ilustres virreyes antes citados.

 

La escultura.

 

El mayor timbre de gloria de los esculto­res del siglo XVIII, fue la vigorosa interpre­tación plástica que supieron dar a las expresiones decorativas de la arquitectura. Cediendo, en parte, ante la imaginación creadora de los arquitectos barrocos, alcanzan en cam­bio un puesto de tal importancia que trans­forman las construcciones en monumentales esculturas, tal como aparecen los templos y las fachadas de residencias y palacios.

 

Es ésta una época singular en la cual la escultura y la arquitectura integran un todo armónico, con sus bases, sus contrapuntos y el color utilizado para acentuar efectos y des­tacar los volúmenes. Puede ser que los reta­blos de los altares se hubieran proyectado hacia el exterior por la riqueza de la decoración y la audacia de los motivos, cuyos ara­bescos se recortan en perspectivas aéreas. Un análisis frío revela que más pudieron las fachadas querer repetir su mensaje en altares y muros interiores. Las cornisas con sus molduras, los frisos con sus motivos simbóli­cos y los elementos de apoyo son propios de las edificaciones exteriores. Por tal motivo puede pensarse que los maestros de retablos debieron de tener conocimientos para trazar como arquitectos, teniendo como principal motivo de inspiración las formas arquitectu­rales. También los carpinteros de lo blanco habían desarrollado notablemente su técnica. Las maderas producidas en América permi­tían todas las audacias y sutilezas de la talla barroca, las siluetas curvas, los ramajes y rocallas. Si en el retablo aparecen cornisas, estípites y pilastras, en las fachadas las ba­ses de las columnas recuerdan las consolas "bombé" y reproducen taburetes con pies de garra; la molduración es fina y pronunciada, aprovechando hábilmente las propiedades de las piedras de labra. Dice Manuel Toussaint que "las piezas finamente talladas en madera de bálsamo, quizás asiáticas, semejan los re­mates de la incomparable parroquia de San­ta Prisca en Tasco, tal si las hubiera traído a Acapulco la Nao de China".

 

El retablo, que debiera ser más conocido y respetado de México, es aquel que se en­cuentra en el altar de los Reyes de la Catedral Metropolitana. A Jerónimo de Balbás, personaje a quien se atribuyen una serie de reta­blos en España y que hacia 1718 se encon­traba en México, se le encarga esta obra que termina aproximadamente en 1735 a 1736. El estofado y dorado se encomienda al pin­tor Francisco Martínez, que lo realiza de 1737 a 1758.

 

Jerónimo de Balbás ejecuta diferentes en­cargos: en la catedral de México se le atribu­yen el altar del Perdón y el Ciprés en már­mol y plata. Balbás, que también se titula arquitecto, y por lo tanto probadamente há­bil, proyecta su obra (el Ciprés) teniendo en cuenta las funciones catedralicias y el papel que desempeñaría el monumento para ubicar el o los puntos de vista de su obra maestra: el retablo del Altar de los Reyes.

 

Un escultor y un arquitecto intervienen en la tribuna del coro de la catedral metropoli­tana; se trata respectivamente de Domingo de Arrieta y José Eduardo de Herrera.

 

Isidoro Vicente Balbás, descendiente de Jerónimo, deja en la parroquia de Santa Pris­ca de Tasco retablos que lo hacen digno del mérito artístico que alcanzara su antecesor. Concursó con un proyecto para la termina­ción de la fachada de la catedral de Mexico.

 

Felipe, José, Carlos e Hipólito Ureña tallan retablos; entre otros, el dedicado al apóstol Santiago en la capilla del tercer orden de San Francisco de la Ciudad de México, el de la sacristía de San Francisco, en Toluca, mencionado por el historiador Villegas a pro­pósito de las láminas de la obra de fray José Cillero, "Mano Religiosa". Otra familia de es­cultores famosos son los Sáyagos, que reali­zan figuras y retablos.

 

Se pueden diferenciar varias escuelas según determinadas características, por ejem­plo, la escuela de Talladores de México es de mucha perfección técnica en el tallado y mayor apego a alineamiento arquitectónicos. En Puebla existe también una familia de ta­llistas o, por lo menos, personas que lleva­ban el mismo apellido: Los Cora. El primero de ellos, José Antonio Villegas Cora, nace en 1713 y muere en 1785. Se dice que también se dedicó a la arquitectura, arte en el que llegó a ser maestro examinado. Se le atribu­ye una Purísima en el templo de San Cristóbal, una Santa Ana y un San Joaquín. José Zacarías Cora, sobrino del anterior, nace en Puebla el 9 de junio de 1752 y muere en la misma ciudad en 1816. Aprende el oficio que realiza con mucha perfección, pero ya trabaja en un estilo diferente; sus imágenes tienden del realismo hacia el neoclásico; su produc­ción debe de haber sido numerosa; lo más valioso es el gran San Cristóbal en la igle­sia de este mismo nombre. Las formas en general tienen el modelado del neoclasicis­mo, pero los paños están tratados en forma ágil y con el movimiento propio de las escul­turas barrocas. Fue llamado a México como ayudante de Tolsá y cincela las esculturas de las torres de la catedral; de los demás Coras no se conoce ninguna obra.

 

La escuela de Querétaro cuenta con há­biles y elegantes escultores, con una ligereza más acentuada que los demás. Probablemen­te por haber actuado en una época final del barroco, en sus esculturas predomina la influencia francesa en el tratamiento de los paños; en la talla de sus retablos aparece como característica el empleo de la rocalla y un mayor alargamiento de las proporciones.

 

Ignacio Mariano de las Casas y Fran­cisco Martínez Gudiño construyen muchas obras atribuyéndose a Casas el convento y el templo de San Agustín de Querétaro, obra de la que habló mal Tres Guerras por no ser del gusto neoclásico. El mismo Tres Guerras califica a Gudiño como un hombre entendido y hábil, al cual no le importaban desvaríos para superar a sus competidores. Se atribuyen a Gudiño los retablos de Santa Clara y de Santa Rosa.

 

Otro escultor famoso fue Bartolico, cuya actividad va de 1760 a 1775 aproximada­mente; otros artistas fueron Zapari, proba­blemente italiano, García, Ortiz y Paz. Zapari trabaja en los altares laterales de la catedral de Morelia. En Mérida deja también algunas obras. Francisco Escobar, de Querétaro, pa­rece haber sido maestro de los famosos Pe­rrusquía y Montenegro, pero estos dos últi­mos maestros ya poco tienen de barrocos y se inclinan hacia el arte neoclásico.

 

La pintura.

 

De finales del siglo XVII a principios del XVIII se habían logrado en Nueva Es­paña dos maneras de pintar muy diferentes en la forma, pero sin variar los temas que continúan siendo religiosos y de retrato. Una de ellas fue como resultado del realismo barroco, afectado por el tenebrismo dramático de la pintura española del XVII, y la otra, mucho más cercana al modo de ser novohis­pano, de colores vivos, luminosa y de suaves claroscuros.

 

En el primer tercio del XVIII se abando­na paulatinamente el sentido dramático y la manera suave se impone como característica definitiva hasta finalizar la centuria. Con la nueva modalidad pinta José de Ibarra, que nace en Guadalajara en 1688 y muere en Mé­xico en 1756; no es el primero que se inclina a aquella tendencia, pues la habían trabajado con anterioridad Juan Correa, Cristóbal de Villalpando, Antonio de Torres y los hermanos Nicolás y Juan Rodríguez Juárez, con la única diferencia de que ellos pintaron indistintamente en las dos formas, pero marcaron una decidida preferencia por la manera lumi­nosa ante las nuevas exigencias del estilo barroco. A José de Ibarra se deben varias series de pinturas que son elaboradas en sus talleres mediante un sistema de producción que permite realizar con rapidez gran cantidad de cuadros, cantidad que está en razón directa con la deca­dencia en el arte de pintar. Fue uno de los procedimientos utilizados por los grandes maestros del Renacimiento y del Barroco en academias o escuelas de Rafael y de Ru­bens, pero la grande potencialidad artística de los maestros salvó de la mediocridad a toda una época. Dentro de la copiosísima producción de Ibarra se conocen los cuadros de grandes dimensiones de Las mujeres dia­logando con Jesús, la Resurrección, un Autorretrato de buena calidad, etc.

 

Poco después surge Miguel Cabrera, pintor nacido en Oaxaca en 1695, que apren­de en dicha ciudad el arte y oficio de la pin­tura y llega a México en 1719. Nadie ha podido saber con quien trabajó en esta ciu­dad, si con Correa, Villalpando o los Ro­dríguez Juárez. Con Ibarra cultiva amistad. Lo más probable es que no haya sido discí­pulo de ninguno de ellos, pero con su innega­ble talento captó las corrientes estilísticas que por el momento eran acogidas por la so­ciedad como muestra del arte más moderno y elegante. Cabrera es una de las figuras que fueron tenidas en gran estima en su tiempo y aun recientemente, al grado de denominársele el Miguel Angel mexicano, pero le llegó su ocaso y hoy en día por aquella cosa de "a ma­yor producción menor precio", los trafican­tes de la pintura han hecho que la obra del gran pintor oaxaqueño sea vista a un bajo nivel que realmente no merece. Cabrera es el representante típico de la pintura afectada, dulzona y relamida hasta "aballarla", como diría Palomino, es decir, esfumarla, quitando toda la fuerza y vigor tanto al dibujo como al colorido. Ha de considerarse que el artis­ta, para subsistir en la ostentosa vida de su tiempo, requería del dinero que podía procu­rarse en buena cantidad y en el menor tiempo posible, produciendo telas buenas, malas o pésimas, con tal de obtener alguna ganancia, supuesto que había compradores para todo y al precio que dieren.

 

Las cualidades de Cabrera, sin exagera­ción de ninguna especie, lo pueden colocar en el sitio de los grandes pintores de la co­lonia. No son muchos los cuadros en los que brilla su genio; en la Virgen del Apocalipsis se revela el extraordinario dibujante, que maneja las proporciones y el movimiento con la habilidad del maestro; el colorido de suave entonación se compone con una rica variedad de pigmentos. El retrato de sor Juana Inés de la Cruz, que tuvo como fuente o docu­mento un retrato pintado en la época de la Décima Musa por un pintor de tercera categoría, es un verdadero homenaje no tanto a la monja dulce y atormentada que muchos suponen fuera la de Asbaje, sino que revela, con poético realismo, un personaje dotado de una mente ágil, aguda y razonadora a juzgar por el gesto elegante con que hojea un libro y la mirada que anima la seguridad con que domina la escena. Don Manuel Toussaint, citando al crítico Louis Gillet, dice que Cabrera es todavía el decoroso pintor de retratos que conserva indemne la gran tradición del  retra­to español transferida a la colonia. En el peor de los casos el pintor barroco tuvo el don de hacer amables los rostros y las vidas de santos y mártires y hace olvidar por un momento las torturas y sacrificios de la vida terrena, colocando a sus personajes en un paraíso dorado y victorioso que se esfuma sobre fondos azules.

 

La fama de Cabrera, mayormente la am­bición de los cabrerófilos, eclipsó a contemporáneos y posteriores a él; prácticamente condujo a desconocer otros pintores, de no esca­so mérito. Manuel de Osorio nace en 1703 y de su actividad sólo quedan las referencias escritas por Bernardo Couto y Manuel G. Revilla. Pinta en forma parecida al maestro oaxaqueño, lo cual no era por copiarle, sino por coincidir con la época de pintura dulzona y desvalida; de aquí que los implacables comerciantes del arte le hicieran pagar su falta de originalidad, igual que a muchos de los pintores que se nombrarán más tarde, bo­rrando su firma y estampando en las telas la de Cabrera. Juan Patricio Morlete Ruiz nace en 1715. Es el maestro que maneja las difíciles grises plateados, que funde, en delicada en­tonación, sobre fondos azulados. Es también el maestro de los San Luis Gonzaga. Pintó retratos de virreyes: el del magnánimo y li­beral Agustín de Ahumada y Villalón, mar­qués de la Amarillas; del pasajero Francisco Cajigal de la Vega y su obra maestra, la del iracundo marqués de Croix.

 

Francisco Antonio Vallejo, si no el más fecundo, es, por lo menos, de quien se cono­cen mayor número de obras, salvadas del ca­brerismo, probablemente por lo mediocre, flojo e impersonal de su manera de pintar. Lo mejor que realizó se encuentra en la iglesia de la Enseñanza, de la Ciudad de México.

 

José de Alcíbar se encuentra activo en 1751 y continúa pintando en 1801. Fue muy de su gusto pintar sobre lámina, seguramen­te porque sobre este material se pueden ob­tener calidades tersas y cloroscuros delicados. Su obra maestra es la Adoración de los Reyes, en la sacristía de San Marcos de Aguascalientes. Sin ser una obra genial, como pin­tura tiene cualidades por la riqueza de tonos y buen dibujo; se le critica que copió, amplifi­cándolo, un cuadro de Orrente y al que au­mentó en unas figuras tomadas de Rubens. Esta grave falta revela poco espíritu creativo, pero no es nada fácil de un pequeño cuadro obtener las proporciones y monumentalidad adecuadas para una tela de dimensiones pa­recidas al que pintara Alcíbar. Fue un retra­tista notable, tal como lo demuestra la figura de sor María Ignacia de la Sangre de Cristo, con su rostro de niña y la expresión de candor sutilmente captada. Alcíbar es maestro de la academia de San Carlos y el último supervi­viente de la escuela mexicana del siglo XVIII.

 

En Puebla los pintores que llevaron el nombre de Berrueco son varios. Salvador del Huerto, Manuel López Guerrero y José Joa­quín Magón, éste, el mejor de todos fue considerado como el Cabrera poblano. Mi­guel Jerónimo Zendejas merecería con más tino el calificativo de Cabrera poblano, vien­do que tan pronto le hicieron genio como le bajaron del altar de la fama. Fue un artis­ta desigual. Pinta telas murales para la Virgen de los Dolores en Acatzingo, siendo notables la Calle de la Amargura, la Crucifixión, el Descendimiento y la Piedad. La pintura po­blana tuvo su cronista, crítico e historiador en Francisco Pérez Salazar, quien nombra a un buen número de artistas y sus obras respec­tivas.

 

Juan Manuel Aguilar y Cabello, Francisco Báez, Miguel Ballejo y José García pintan en Querétaro en la misma forma que los anterio­res. En Morelia y Pátzcuaro florecen muy buenos artistas. Manuel Xavier Tapia, Mar­cos Fernández, Manuel y Juan de la Cerda producen telas de mérito.

 

La arquitectura religiosa y civil, y la pintura de la primera mitad del siglo XVIII.

 

Un buen número de templos, monas­terios, palacios y algunos edificios públicos se construyeron en la primera mi­tad del siglo XVIII, lo cual muestra que la sociedad novohispana prosperaba. La mayor actividad constructora la desple­garon los eclesiásticos. Abelardo Ca­rrillo, estudioso del arte mexicano, com­puso una lista de diecinueve templos, sin contar las capillas y ermitas que se realizaron en los primeros treinta años de este siglo. Eran construcciones, co­mo las del siglo anterior, de tezontle (la piedra roja porosa mexicana de los cerros de Santa Marta en las cercanías de la ciudad), de cantera de los Reme­dios, de piedra de Iziluca y alabastro y jaspe blanco de Calpulalpan.

 

Los frailes agustinos completaron su hermoso convento con la capilla de tres naves del tercer orden. Esta fue inaugu­rada el 12 de diciembre de 1714. Los franciscanos se vieron en la necesidad de abrir casas para los misioneros de Propaganda Fide. En 1731 pidieron li­cencia al virrey Casafuerte para fundar un hospital en la capital, en el que ge­neralmente se alojaban los frailes que llegaban destinados a las misiones. Ob­tenida sin dificultad, buscaron un sitio apropiado para construirlo. Eligieron una casa y huerta, propiedad de don Agustín Oliva, de entre las propiedades que los simpatizantes de su ministerio les ofrecieron. La compraron con los donativos de sus bienhechores. Pusie­ron su nueva morada bajo la protec­ción de San Fernando. Mientras queda­ba concluida la iglesia, que fue muy modesta al principio, iban a oír misa al cercano hospital de San Hipólito. Castorena y Ursúa, ya consagrado obispo, bendijo el templo en una solemne cere­monia a la que asistieron el provincial franciscano, muchos hermanos de reli­gión, nobles, regidores y feligreses. Dos años después, el hospital se transfor­mó en colegio de Propaganda Fide. Construyeron entonces un convento y una nueva iglesia en el mismo sitio. Ambos quedaron terminados en 1735. Para la última obra recogieron muchos donativos. Especialmente magnánimo y espléndido se mostró don Pedro Terre­ros, conde de Regla, quien daba fuertes cantidades para las misiones franciscanas de Texas. Además de proporcionar­les la cantidad de 41.993 pesos costeó el altar mayor y el órgano de la iglesia.

 

Fuera de la ciudad, por el rumbo del oriente, existía un lazareto que administraba un patronato en el que figuraban los nietos del fundador. En 1721, el juez de hospitales y colegios, don Juan Oliván Rebolledo, en su visita de inspección, lo encontró tan deteriorado que los patronos, carentes de recursos para hacer el total de las reparaciones, decidieron entregarlo a los religiosos de San Juan de Dios para que ellos se en­cargaran de las reparaciones, con la ayuda de uno de los descendientes y luego de su administración.

 

Los juaninos se dedicaron con mucho entusiasmo a convertirlo en un moder­no hospital. Construyeron un espacioso templo dedicado, como correspondía, a San Lázaro y puede decirse que le­vantaron el hospital desde sus cimien­tos. Las viviendas y oficinas del con­vento fueron grandes y amplias y la huerta, extensa. En el templo, los cola­terales, las pinturas y escorzos del ca­marín fueron encargados al pintor Nico­lás Rodríguez Juárez, que entonces gozaba de gran fama. El día 8 de mayo de 1728 fue inaugurada la iglesia.

 

Los jesuitas quizás hayan sido los que con mayor esplendor y riqueza reformaran y ampliaran sus casas e igle­sias. Las capillas, que añadieron al con­vento de Tepozotlán, son ejemplo del fausto y ostentación con que los ecle­siásticos revistieron, en esa época, el culto cristiano en Nueva España. En la capital la Compañía de Jesús man­dó construir el elegante colegio de San Ildefonso.

 

Las catedrales de las provincias sep­tentrionales se empezaron a construir en las últimas décadas del siglo XVII y se terminaron en el XVIII. La de Duran­go, en 1713; la de Valladolid (Morelia), en 1744; la de Zacatecas, en 1752. La de Chihuahua se empezó y terminó en la primera mitad del siglo XVIII.

 

El arzobispo de México tuvo casa nueva, a un costado del palacio virrei­nal, construida entre 1730 y 1747.

 

Algunas monjas también estrenaron convento. El primitivo de las capuchinas, que era muy conocido y en donde vivieron monjas famosas, sufrió modifi­caciones, porque la iglesia era estrecha y las religiosas quisieron agrandarla. Compraron unas casas contiguas para poderle dar las proporciones que de­seaban. La ampliación terminóse en 1756.

 

Del siglo XVIII es otro convento de capuchinas, llamado Corpus Christi, edificado por iniciativa del virrey, marqués de Valera. Puso le primera piedra en 1720 y, ya terminado, se bendijo en 1724. En él entraron como fundadoras monjas de Santa Clara, San Juan de la Penitencia y Santa Isabel. Por bula de Benedicto XIII, este convento tuvo la particularidad, desde 1727, de recibir sólo a indias caciques y nobles. Ellas fueron muy celosas de su privilegio y siempre se opusieron enérgicamente a que profesaran en él mujeres españolas. Del convento de Santa Isabel salió otra monja capuchina, en 1737, a fun­dar un convento en Valladolid de Mi­choacán, también para monjas indí­genas.

 

El colegio de las Vizcaínas y el real colegio de San Ignacio de México, en las cercanías de la fuente del Salto del Agua, donde terminaba el acueducto que traía el agua de Chapultepec, fueron construidos en los años 1734 a 1767, también de cantera de tezontle y dentro del estilo de la época, aunque para una función que apunta ya a la modernidad. El colegio era para mujeres, con el fin de capacitarlas para la vida diaria de trabajadoras; tenía un pa­tronato de vizcaínos, en su mayor parte muy celosos de sus privilegios, y fun­cionaba con independencia del arzobispo y del virrey.

 

Entre las construcciones civiles del siglo XVIII están la Casa de Moneda y la Acordada, que ya se han mencionado. Es también de la primera mitad de este siglo el amplio edificio de la Aduana, frente a la plaza de Santo Domingo.

 

De la tercera década del siglo XVIII es la construcción del nuevo Coliseo. Además del teatro del palacio, para re­creo de los virreyes y su corte, existía otro desde el siglo XVII, propiedad del hospital de Indios, pequeño y de made­ra, pero muy bien construido y propor­cionado que se quemó, con parte del hospital, la noche del 19 de enero de 1722. Los cronistas que se ocupan de este suceso señalan la curiosa coinci­dencia de que la representación que había de efectuarse al día siguiente del incendio era una comedia titulada "Aquí fue Troya". Tres años después del siniestro, en 1725, los frailes hipólitos, encargados del hospital, vieron la conveniencia de reedificar el teatro a pesar de las críticas de la gente mojiga­ta, que no veía con buenos ojos la con­veniencia de los enfermos y el jolgorio de los cómicos. Pero los hipólitos ne­cesitaban la renta que les producía el arrendamiento del local para los gastos del hospital.

 

El nuevo Coliseo no gustó tanto como el antiguo. Era, según se decía, de mala construcción y por este motivo, en 1749, se reparó y modificó. Se suprimieron las celosías de los palcos "y se separaron las cazuelas de hombres y mujeres". Tuvo mucho éxito, puesto que el público novohispano había ad­quirido una gran afición por las repre­sentaciones teatrales.

 

A un costado del palacio virreinal había quedado una plazuela, propiedad de los marqueses del valle de Oaxaca, llamada Plaza del Volador, quizá por­que allí hablan efectuado su juego de volar los indios aztecas. Había tenido varios usos: sitio del famoso auto ge­neral de fe de 1649, de algunas co­rridas de toros y más a menudo merca­do de frutas y legumbres, por llegar hasta ella la acequia que venía de Xo­chimilco. Según la costumbre se arma­ban y quitaban construcciones pro­visionales. En 1713 la plazuela estaba ocupada por un coso taurino, muy am­plio y adornado. Servía para corridas de toros y también tenían allí lugar ca­rreras de liebres y peleas de gallos.

 

La erección de tantos nuevos edi­ficios dio ocasión para que los pintores, que eran llamados para decorados, es­tuvieran muy ocupados y prosperaran sus talleres. Dos hermanos, Juan y Nicolás Rodríguez Juárez, adornaron con sus cuadros las iglesias en las primeras décadas del siglo XVIII. Les siguieron, entre otros, José de Ibarra y Miguel Cabrera, este último criollo na­cido en Antequera, en el valle de Oa­xaca, probablemente en 1695. A pesar de que no todos los críticos están de acuerdo en la calidad de sus obras, una voz autorizada dijo "que no sabía qué magia hay en Cabrera que siempre se le ve con placer y siempre gusta". En lo que si hay consenso general en­tre los historiadores del arte en Nueva España es en que fue el más conocido y fecundo pintor del siglo XVIII.

 

Es posible que llegara a la Ciudad de México en 1719 ya como pintor, aunque no se han identificado los cuadros que pintó en los primeros años de su estancia en la capital. Los que llevan fecha más temprana son de 1740. Para entonces debió de haber sido ya pintor conocido, pues el arzobispo Rubio Sali­nas lo nombró su pintor de cámara. Fue artista que supo llevarse bien con otros pintores y que respetó, dio fuerza y honró al gremio. En 1753 se reunió con otros para fundar una academia de pintura, la primera de México, de la cual fue nombrado presidente perpetuo.

 

En muchos de sus óleos, los entendidos han distinguido la mano de sus discípulos. Pero aun con ayuda de otros pintores es asombroso el número de obras que ejecutó. La mayor parte tie­nen por tema la vida de santos o de la Virgen. La de San Ignacio de Loyola quedó reflejada en treinta y dos cuadros que ejecutó para el claustro del templo de la Compañía de Jesús, llamado la Profesa (hizo otros del santo guipuzcoa­no para el colegio de Tepotzotlan); la de Santo Domingo, en otros tantos cuadros para el claustro del convento de Santo Domingo; la de San Agustín, en tres cuadros de la sacristía del con­vento del Santo en México; la de la Vir­gen, en una serie para el templo de Santa Prisca en Tasco, Guerrero.

 

Fue especialmente devoto de la Vir­gen de Guadalupe. Parece que el pintor Juan Correa pudo sacar una copia del original para que otros pintores pudieran reproducir la imagen de la Gua­dalupana con exactitud, cosa que hasta entonces no se había logrado. En 1751, el cabildo de la colegiata de Guadalupe quería saber si el lienzo era de origen divino, para lo que convocó la emisión de opiniones autorizadas. Cabrera tuvo entonces oportunidad de ver el cuadro de la Virgen del Tepeyac sin el cristal que lo protegía. Luego de estudiado dio su opinión en el escrito Maravilla americana y conjunto de raras maravillas en la prodigiosa imagen de Nuestra Señora de Guadalupe de México.

 

No sólo examinó e inspeccionó la pintura, sino que hizo tres copias de ella: una para el obispo Rubio y Salinas, otra para un procurador de la Compañía de Jesús, que dejaba México y partía para España, y una tercera que conservó como modelo.

 

Con él, sus ayudantes en el taller pintaron otros cuadros de la Virgen, que entonces estaban en gran demanda. Pintó otro cuadro de la Guadalupana para los misioneros franciscanos del co­legio de Zacatecas, llamada el Patroci­nio de la Virgen de Guadalupe. También ejecutó cuadros para las iglesias de Za­catecas y de Querétaro.

 

Cabrera hizo asimismo algunos retra­tos, aunque quizás en esta especialidad fuera preferido Ibarra. Entre otros están los del primer conde de Revillagigedo; los de los arzobispos Rubio y Salinas y Francisco Antonio de Lorenzana; el del benefactor de la iglesia de Santa Pris­ca, en Tasco, don Manuel de la Borda, y el más famoso de sor Juana Inés de la Cruz, que fue copiado de uno que las religiosas jerónimas guardaban en su convento.

 

Miguel Cabrera casó y tuvo mu­chos hijos. Aunque pintaba incesantemente no gozó de gran fortuna. Con fama de gran pintor murió el 16 de mayo de 1768. Fue sepultado en el templo de Santa Inés, para el cual había ejecutado algunos cuadros, en el altar de los pintores.

 

(El texto de este inciso fue escrito por María del Carmen Velázquez).

 

La academia de San Carlos.

 

El Renacimiento fue fecundo en in­venciones; una de ellas se refiere a una forma intelectual denominada aca­demia, nombre tomado de las escue­las o reuniones de discípulos de los filósofos de la antigüedad clásica. En el dominio de las artes, mejor dicho de los artistas, se implanta rápida­mente el nombre de academia para distinguirlo de los obradores o talleres de los maestros pintores medievales. Leonardo da Vinci si no es el primero en fundar una academia de pintura, es por lo menos el más importante; le siguen Rafael Sanzio y otros de me­nor interés. Pero el nombre y la forma desaparecen y se prefiere seguir denominando talleres, escuelas o estu­dios según la capacidad del maestro.

 

En la segunda mitad del siglo XVIII surgen nuevamente las academias, pero con una modalidad diferente de la que pensaran los humanistas del siglo XVI. Ahora se trata de reunir a un grupo de gentes que por sus conocimientos se sienten autorizados a diri­gir las investigaciones científicas y la práctica de las profesiones o bien a re­visar la forma de impartir la enseñanza.

 

En Nueva España, José de Ibarra y Miguel Cabrera dirigen academias fundadas por ellos. Los estatutos eran más bien una exageración de los regla­mentos de las corporaciones que las bases de una nueva actuación intelectual. Es con la presencia de Jerónimo Antonio Gil, director de grabado de la Casa de Moneda de la Ciudad de Méxi­co, cuando se establecen las fórmulas para fundar una verdadera academia, la cual llegaría incluso a tener autoridad para disponer los reglamentos a que deberían sujetarse los artistas en la construcción de sus obras. Estos reglamentos comprendían no solamente la arquitectura, sino también la pintura, la escultura y el grabado. En 1778 Jerónimo Antonio Gil funda y diri­ge una escuela de dibujo destinada a cumplir con los fines que requería la talla y acuñación de monedas. Aparen­temente el éxito que tuvo la escuela promovió en e! intendente del establecimiento, don José Mangino, a instancias del propio Gil, a ampliar la escuela con la enseñanza de otras disciplinas.

 

La formación intelectual de ambos personajes no fue precisamente la que correspondiera al establecimiento de una pequeña o grande escuela. Sus ambiciones eran mayores, se requería una verdadera reforma y para ello solamente con la poderosa intervención de la monarquía sería posible respaldar los propósitos de salvar las artes de la decadencia que, según los críticos de la época, se acentuaba cada vez más.

 

Primeramente se presenta al virrey Martín de Mayorga un “proyecto para establecer en México una academia de Pintura, Escultura y Arquitectura”, con fecha 29 de agosto de 1781. El virrey lo aprueba inmediatamente y encomienda a una junta de personajes que organicen la institución. Entre los muchos hombres notables que se encargan del asunto figuran el administrador general de real tribunal de Minería, don Juan Lucas de Lasaga y don Joaquín Velázquez de León, direc­tor de dicho tribunal; el doctor José Ignacio Bartolache, que actúa como secretario, cede una buena parte de su biblioteca de arte para la naciente academia. El presidente de la acade­mia fue José Mangino y el director ge­neral Jerónimo Antonio Gil. Las clases principian el 4 de noviembre de 1781 y se solicitan a España maestros ca­paces, “de reconocida habilidad y re­putación", para que se encarguen de la enseñanza, además de instrumen­tos, libros y otros enseres que requería la escuela. El 1 de julio de 1785 por decreto del virrey, don Bernardo de Gálvez, se publican los estatutos de la academia con la aprobación del rey Carlos III que la toma bajo su protección.

 

En los estatutos se facultaba a la academia para. examinar y aprobar a los profesores que se nombraran para valuar obras de pintura, escultura, arquitectura y grabado; el establecimien­to de la academia, pese a que era el resultado de un adelanto y se basaba en las ideas de la ilustración que por entonces estaban en boga en los me­dios políticos e intelectuales, tuvo muchos tropiezos, fundamentalmente por­que chocó con los intereses de los mercaderes de las artes. Sin embargo, la energía y el talento de Jerónimo Antonio Gil llevó adelante los planes de fundación y desarrollo de la academia, que bien pronto se vio en la nece­sidad de cambiarse de local; se le había concedido el colegio de San Pedro y San Pablo, e incluso podía elegir entra algunos de los edificios va­cantes que fueran ocupados por los jesuitas. Pero provisionalmente se ins­tala desde 1791 en lo que fue el hospital del Amor de Dios, en donde per­maneció hasta nuestros días.

 

Jerónimo Antonio Gil no sólo era un gran administrador y dinámico director; como artista ocupa un lugar destacado en la historia del grabado tanto español como novohispano. Su formación dentro de los cánones del arte del siglo XVIII tiene los caracteres de agilidad y soltura del barroco, pero la erudición y las nuevas formas que se imponían en la época lo presentan como un artista neoclásico.

 

En 186 llegan de Europa los maes­tros que habían sido solicitados. Andrés Ginés de Aguirre y Cosme de Acuña se encargan de la pintura; José Arias, de la escultura, y a Antonio González Veláz­quez se le encomienda la dirección de arquitectura.

 

Con la llegada de estos maestros surgen las mayores preocupaciones y problemas en el seno de la academia. El descontento se manifiesta particularmente en los del ramo de arquitec­tura, entre los que figuraban, como futuros académicos, nada menos que los grandes arquitectos Damián Ortiz de Castro, Francisco Guerrero Torres y otros, cuyas obras pueden considerarse como de maestros. Gil se da cuenta de que todo se debe a la mediocridad e ineptitud de los profesores europeos, cuya capacidad era inferior a la de los aspirantes al título de académico.

 

Se traen nuevos maestros de escul­tura y de pintura, quedando únicamente González Velásquez, que había podido asimilarse a los usos y costumbres del país. Se debe a González Velásquez el arreglo y probablemente el proyecto de la Rotonda, enrejada y abalaustrada, para el monumento a Carlos IV, obra de Tolsá en la Plaza Mayor de México.

 

El escultor Manuel Tolsá, excelente artista, tuvo la suerte o el don de ajustarse a las exigencias de Jerónimo An­tonio Gil. A él se deben varias obras de mucha importancia: entre otras, el mencionado monumento ecuestre de Carlos IV; las estatuas que rematan la fachada principal de la catedral de México, y numerosas imágenes para las iglesias, de las que pocas se han po­dido identificar. Una de ellas, la Purí­sima, se encuentra en la iglesia de la Profesa; es una bella figura policroma­da, cuyos ropajes flotan con el dinamismo del arte barroco. Tolsá recibe de la Academia de San Carlos de México el grado de arquitecto. Sus obras de arquitectura son igualmente famosas y deben citarse, sobre todo, la termina­ción de la catedral de México, en la cual introduce modificaciones que han sido calificadas de afrancesamientos; la lin­ternilla de la cúpula, con sus elegantes balaustradas y guirnaldas, y también los macetones que coronan los contrafuertes y pretiles de las bóvedas. Asi­mismo fue obra de Tolsá el despiadado arrasamiento de los altares barrocos para sustituirlos por unos fríos y baratos monumentos neoclásicos. Su obra máxima de arquitectura fue el proyecto y realización del palacio destinado al Real Tribunal de Minería. Se trata de una obra barroca, en la cual se maneja el claroscuro y la acumulación innecesa­ria de elementos arquitectónicos, pero que hacen un conjunto digno de figurar como una de las mejores obras que se produjeron en el siglo XIX. Se le atri­buye el palacio de los condes de Bue­navista, notable por su patio, rodeado de columnas y de planta oval.

 

Rafael Jimeno y Planes, valenciano al igual que Tolsá, había hecho una carrera brillante en España; fue discípulo de Mengs y de Bayeu. Estudia en Roma y a su regreso es designado teniente director en la academia de San Car­los de Valencia. El 3 de julio de 1793 se le nombra director de pintura en la academia de San Carlos de Nueva Es­paña y llega a México en 1794. Tan destacado artista no deja en México obras de importancia; en cambio, como director de pintura y posteriormente como director general de la academia, merece un lugar de honor ponía abne­gación y esfuerzo que dedica a sus la­bores. Tal vez esta dedicación y esfuerza le robaron el tiempo que hubiera podido emplear en su obra personal. Decoró la capilla del edificio del Real Tribunal de Minería y la bóveda de la cúpu­la de la catedral de México, la cual a finales del siglo XIX había sido tan reto­cada que muy poco quedaba de su va­lor original. Una de las obras en la que con toda efectividad da muestras de su talento es el retrato de Jerónimo An­tonio Gil; pintura en la que se siguen las directrices de la pintura neoclásica, si bien animada con un admirable conocimiento de la psicología del personaje.

 

Fueron discípulos de Tolsá -quien merece el honor de ser retratado espléndidamente por Jimeno y Planes-, Pedro Patiño Ixtolinque, Mariano Pe­rusquía y Mariano Arce, originarios los dos últimos de Querétaro. Pedro Patiño Ixtolinque fue probablemente un allegado a los jefes insurgentes, pues a él se debe la mascarilla que se tomó al héroe José María Morelos y también las figuras que iban a adornar su monumento.

 

En pintura, José María Vásquez, dis­cípulo de Rafael Jimeno y Planes, llega a dirigir la academia después de Patiño Ixtolinque. Siguen otros varios pintores de menor categoría: Juan de Sáenz, Francisco de Servín, José Ignacio Rubalcaba, que terminan el primer ciclo de alumnos de la academia.

 

Dos personajes importantes, relacio­nados con la academia, reciben enseñanzas de ella y son autorizados con grados. El primero de ellos es José Luis Rodríguez de Alconedo, pintor, grabador, platero, hombre político y héroe de la Independencia, del cual sólo se conocen unas cuantas pinturas. Don Manuel Toussaint considera que es el único representante en México de la manera goyesca aun cuando no es probable que haya tenido algún contacto con el artista español. El otro artista es el famoso Francisco Eduardo Tres Guerras. Dice el citado Manuel Toussaint que si sus pinturas nunca fueron excelentes, en cambio la univer­salidad de su talento le permitió opi­nar de muchas cosas y ser un buen arquitecto. Dada su condición de hom­bre de su época, inquieto y ávido por saber de todo, solicitó su ingreso a la academia de San Carlos, obtiene el grado correspondiente y realiza en todo el Bajío obras de arquitectura, como la famosa iglesia del Carmen, en la ciu­dad de Celaya, e interviene probablemente en la terminación de la parro­quia de Lagos y del santuario de la Virgen de San Juan de los Lagos.

 

Se ha atribuido a la influencia de la academia la falta de valores en la pintura, escultura y arquitectura de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Pero, indudablemente, a mediados dei siglo XVIII tanto la pintura como la es­cultura habían caído en un proceso de academiscismo, consistente en trabajar por medio de recetas y fórmulas, que anquilosaron la inventiva. Al fundarse la Academia se tuvieron en cuenta las condiciones lamentables en que se encontraban la pintura y la escultura, y prueba de ello es que se establecen materias como el dibujo natural, la copia de estampas de excelente cali­dad, con objeto de formar artistas con los conocimientos y recursos indispensables para ser considerados capa­ces en su oficio.

 

En la arquitectura, no sucedía el mis­mo fenómeno que en las otras artes. Las quejas del ingeniero Constanzó probablemente se referían al ejercicio de aquel arte por gente inexperta. Los grandes maestros del barroco mexica­no, Lorenzo Rodríguez, Francisco Guerrero Torres y José Damián Ortiz de Castro, demuestran en sus obras una probada capacidad; como artistas procedieron en la forma más adecuada a la época, dejando una arquitectura de gran calidad estética. Por lo que se refiere a sus conocimientos, las mismas obras demuestran sus grandes do­tes como geómetras y dibujantes.

 

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73.            Las ciencias y la historiografía en el siglo XVIII.

Por: Elías Trabulse.

 

Aspectos generales.

 

La difusión de la ciencia moderna en México tiene remotos orígenes que pueden rastrearse hasta el siglo XVII. Con la Ilustración, actitud frente a la vida más que sistema filosófico, cobran las ciencias y las humanida­des nuevo impulso. La certidumbre que ani­maba a muchos espíritus novohispanos en el sentido de que la realidad material de su país podía ser transformada por medio de las cien­cias fue un riguroso promotor de estas últi­mas. La avidez con que en ciertos círculos se leían los libros europeos de los autores más avanzados fue un claro síntoma de que la modernidad tanto filosófica como científi­ca penetraba en Nueva España. Estas obras muchas veces entraban de contrabando, ya que estaban más allá de los límites que la ortodoxia religiosa permitía. A partir de 1764 es incluso posible percibir un sensible incre­mento en las denuncias hechas a la Inquisi­ción tendentes a cortar la circulación de li­bros considerados como perniciosos. En suma, el hombre de ciencia novohispano del si­glo XVIII no careció de los elementos nece­sarios para estar al corriente de las más mo­dernas teorías científicas de su siglo.

 

Ahora bien, dentro de esta nueva actitud nos es posible percibir dos etapas, que, más que divisiones temporales propiamente dichas, son cortes  metodológicos que nos per­mitirán enfocar con mayor comodidad el desarrollo de la ciencia ilustrada en nuestro país.

 

La primera etapa la podemos ubicar cronológicamente entre la cuarta y la octava décadas del siglo XVIII. La penetración de las ideas que esbozábamos más arriba sigue en este período un ritmo desigual que se hace patente en ciertas disciplinas más que en otras. La reforma principal se hace sentir ante todo en el campo de los estudios filosóficos. Es ahí donde primero se hizo evidente la abierta oposición que existía entre los partidarios de la vieja tradición escolástica y pe­ripatética y los de las nuevas tendencias. Fue­ron los jesuitas y los filipenses los principales responsables de esta renovación filosófica. Si­multánea a la actividad reformista de estas dos órdenes religiosas, podemos ver a un re­ducido grupo de científicos más bien polí­grafos criollos que desarrollan su labor in­dependientemente de aquéllos y que, en cierta manera, hacen germinar en suelo novohispa­no, por propio e independiente impulso, el estudio y la difusión de los métodos y las teorías de la ciencia moderna.

 

La segunda etapa corre desde mediados de la octava década hasta los albores de la guerra de Independencia y se caracteriza por la actitud vigorosa y eficaz de la corona, de­seosa de difundir la nueva mentalidad en sus colonias de allende el Atlántico. La orienta­ción pragmática de dichas reformas de ori­gen oficial se hace patente en su preocupa­ción por los asuntos económicos y sociales. La agricultura, la minería, el comercio, fueron orientados por la nueva mentalidad. En el campo de las ciencias propiamente dicho, cobran gran impulso la observación y la experimentación. Así, amparada por la política de Carlos III, la corriente ilustrada criolla de la primera etapa entroncará, insensiblemente casi, con la corriente oficial, preocupada de recuperar el tiempo perdido y ponerse al día con las nuevas tendencias. La convergencia de ambas desembocará plenamente en la re­volución de Independencia.

 

Modernidad académica.

 

Fueron los jesuitas quienes intentaron las primeras reformas sustanciales a los estudios tradicionales que impartían en sus escuelas. La propagación de doctrinas filosóficas hete­rodoxas, tales como el atomismo, y la difu­sión de los nuevos descubrimientos científi­cos como la gravitación universal, la genera­ción seminal, las dimensiones del cosmos, etcétera, caracterizaron buena parte de su la­bor pedagógica. Pero fue quizás en la crítica del argumento de autoridad, propio de la es­colástica, donde los jesuitas lograron sus mejores y más trascendentes frutos. Frente a la autoridad de Aristóteles se colocaba a Bacon, Descartes, Galileo, Gassendi, Copérnico, Franklin, Nollet, Guericke, Lacaille y New­ton, entre muchos otros.

 

Su tentativa  fue ante todo conciliadora, ya que intentó conjugar el dogma religioso con la ciencia moderna; la medida en la que esto haya sido posible cae fuera de los lími­tes de este estudio, pero sea de ello lo que fuere, es evidente que dicha actitud fue cortada definitivamente con la expulsión de la Compañía en 1767.

 

Cabría, por último, mencionar a los jesui­tas más relevantes dentro de esta corriente de modernidad académica y filosófica. El movimiento estuvo en buena medida encabeza­do por el inquieto José Rafael Campoy (1723 - 1777), erudito humanista y científico que impartió sus cátedras en los colegios que la Compañía poseía en Puebla y San Luis. Sabemos que tuvo particular inclinación por las ciencias naturales y por la geografía, pero es indudable que su principal aportación fue pedagógica. Dentro de la misma línea, pero con una obra mucho más vasta, podemos mencionar también a Francisco Javier Alegre (1729 - 1788), historiador, filósofo y científico veracruzano y maestro de gramática, filosofía, retórica y derecho canónico. Fue, además, un aventajado poligloto. Sus principales obras científicas fueron: Elementorum Geometriae libri XIV; y dos tratados, uno sobre las secciones cónicas y  otro sobre gnomónica. Ela­boró también una Carta Geográfica del Hemisferio Mexicano. Sabemos que en sus cursos impartía nociones de física experimen­tal, estática, hidráulica, mecánica, además de los sistemas de los filósofos modernos.

 

Mencionaremos por último a Francisco Javier Clavijero (1731 - 1787), paisano del an­terior y como él historiador y humanista de amplia cultura, preocupado por él estudio de las ciencias exactas. Sus ideas astronómicas son particularmente sugestivas. Creía, por ejemplo, que podía considerarse el heliocen­trismo como una "mera hipótesis", ya que si bien el sistema copernicano no concordaba con la Biblia, el tolemaico no concordaba con los fenómenos. Esta actitud dual de nuestro jesuita -que puede también percibirse en los otros autores anteriores- nos revela lo difícil de la lucha que entablaban con las creencias tradicionales y el temor que existía entonces hacia las nuevas ideas. Este "misoneísmo", que se patentiza con toda nueva idea, por moderada que fuere, nos pone de manifiesto lo difícil que debió ser para nuestros autores el luchar contra la corriente por primera vez y abiertamente. Por ello su mérito es incues­tionable.

 

La obra del oratoriano Juan Benito Díaz de Gamarra puede considerarse en buena me­dida como una continuación de la labor de modernidad pedagógica emprendida por los jesuitas.

 

Díaz de Gamarra nació en Zamora, Mi­choacán, en 1745 y falleció en San Miguel Allende en 1783. Estudió en el Colegio de San Ildefonso y viajó por Europa, doctorán­dose en la Universidad de Pisa. Allá se em­papó de las nuevas corrientes filosóficas y científicas, las mismas que, a su regreso a México, se empeñó en incorporar al plan de estudios del seminario de San Francisco de Sales que los oratorianos tenían en San Mi­guel el Grande. Esta institución educativa re­sultó así un nuevo núcleo de modernidad pedagógica. Gamarra mismo se encargó de la cátedra de filosofía moderna. Su obra Ele­menta Recentioris Philosophiae, que logró el elogio de censores tan connotados como Bar­tolache y Velázquez de León, es un comple­tísimo tratado de filosofía, lógica, psicología, metafísica, ética, geometría, física y cosmología. Antes ya había publicado un breve esbozo de este tratado, al que  denominó Aca­demias Filosóficas y que versa sobre física, electricidad, óptica y el "alma de los brutos". También escribió una obra titulada Errores del Entendimiento humano, donde opta por un eclecticismo filosófico moderado entre la filosofía idealista de Descartes y el empirísmo inglés de Bacon. Su crítica de la escolás­tica le originó acerbas críticas de los tradicionalistas, pero logró el apoyo del ilustrado obispo de Michoacán don Luis Fernando de Hoyos y Mier. Inclusive cabe mencionar que a pesar de una denuncia ante la Inquisición, de la que Gamarra salió bien librado, y de persecuciones que ensombrecieron sus últi­mos años, el padre pudo ver sus Elementa aceptados y aprobados como texto de la Real y Pontificia Universidad.

 

La corriente académica renovadora que vimos iniciarse con los jesuitas logró otros frutos en diversas instituciones educativas. En el Seminario Palafoxiano de Puebla, otro ilustre obispo, don Francisco Fabián y Fuero, introdujo reformas en los planes de estu­dio; en Oaxaca, el padre José Echevarría, y en Querétaro, fray José Soria, defendieron pú­blicamente tesis de filosofía moderna. En su­ma, los brotes de modernidad académica, si bien mesurados, son evidentes antes de los años ochenta; la escolástica emprendía la re­tirada frente a los embates de Alzate y del doctor Montaña. La aceptación como texto en diversas escuelas -incluido el Seminario Pontificio- de las Institutiones Philosophicae de Francisco Jacquier da un índice de la di­fusión alcanzada por el nuevo espíritu.

 

Así, en la visita que el virrey Iturrigaray hizo a la Universidad en 1803 fue posible ha­cer una evaluación del grado de modernidad alcanzado por los estudios que tiene su origen en las reformas llevadas a cabo en los colegios de religiosos unas décadas antes.

 

La obra de los científicos criollos.

 

Paralela a esta labor pedagógica corre la llevada a cabo, prácticamente desde princi­pios del siglo XVIII, por diversos hombres de ciencia preocupados por los nuevos descubri­mientos y teorías de sus colegas europeos. Casi todos ellos son criollos, o como se les llamaba entonces, "españoles americanos", y, además, polígrafos con particular inclinación por la astronomía y las matemáticas, heren­cia indudable de los científicos americanas de la centuria anterior aunque, por otra parte, es evidente el carácter enciclopédico de sus trabajos, si bien en muchos aspectos adolecían de las limitaciones que les imponía la le­janía de los centros más avanzados de la actividad científica. Estas limitaciones son evidentes en ciertas ramas de la ciencia que entonces replanteaban en Europa los funda­mentos de su método, tales como la botánica o la química.

 

Entre estos hombres de ciencia novohis­panas los hubo proselitistas y combativos, cuya labor fue más o menos reconocida, como Alzate o Bartolache; aunque también los hubo marginados, como León y Gama. Se da tam­bién el caso de que hayan ocupado prominentes cargos administrativos, como fue el caso de Villaseñor y Sánchez o de Velázquez de León.

 

Resultado de los esfuerzos de esta selecta pléyade de autores fue la difusión de perió­dicos científicos, la mayoría de ellos de vida efímera, y la impresión de algunas, muy pocas, de sus propias obras. Incluso, como en el caso de Velázquez de León, su intervención fue definitiva para la creación de algunas instituciones de inspiración ilustrada, como veremos más adelante.

 

Su mismo carácter enciclopédico los hace también difíciles de clasificar, por lo que hemos intentado solamente dar una breve semblanza de algunos de ellos.

 

Fue don Cristóbal de Guadalajara un há­bil geógrafo y matemático, colector de an­tigüedades mexicanas, que floreció a fines del siglo XVII y principios del XVIII. Entre otras obras sabemos que elaboró una Carta o mapa del lago mexicano. Geógrafo también y además cosmógrafo real fue don José Antonio de Villaseñor y Sánchez, quien fue incluso oficial mayor de la contaduría de tributos y contador general de azogues. Dejó varias obras impresas, entre las que cabe mencionar su enjundioso Teatro Americano, publicado en dos volúmenes en 1746 y 1748 y que viene a ser un valioso sumario geográfico del vi­rreinato de Nueva España.

 

Dentro de esta línea de actividades geo­gráficas y matemáticas podemos situar a José Francisco de Cuevas Aguirre y Espinosa, quien nació en México a principios del siglo y falleció hacia 1757. Fue abogado de la Real Audiencia, comisario, regidor y procurador de la ciudad, aunque todas estas actividades, más propias de un jurista, no le impidieron escribir una interesante obra sobre el desagüe del valle de México, asunto que, por otra parte, fue constante preocupación de casi todos los virreyes de la época colonial.

 

Contemporáneo del anterior fue el zacatecano José de Rivera Bernárdez, segundo con­de de Santiago de la Laguna, quien, retirado al sacerdocio, escribió dos obras donde, des­cribiendo su ciudad natal, nos da una pormenorizada relación de la situación que guarda­ba en ella la explotación minera. Esta rama de la actividad económica, tan cara a los eco­nomistas españoles de la época, fue a la que dedicó gran parte de su actividad Francisco Javier Gamboa, nacido en Guadalajara en 1717 y fallecido en 1794. En sus Comentarios a las Ordenanzas de Minas, publicados en el año 1761, propuso ingeniosas medidas para corregir los errores que propiciaban el atraso de la minería novohispana. Esta valiosa obra es un tratado completo de metalurgia que in­cluye además una interesante sección sobre geometría subterránea. Cabe mencionar que Gamboa ocupó importantes puestos adminis­trativos en Santo Domingo y en México. Su obra fue un efectivo acicate para la creación del Tribunal de Minería.

 

Más abocado a las ciencias especulativas fue Agustín de la Rotea, quien redactó la sec­ción de geometría de los Elementa de Díaz de Gamarra y que, al decir de sus biógrafos, fue un consumado latinista. Sabemos, además, que elaboró un tratado de geometría, la­mentablemente perdido, donde hacía uso de principios no euclidianos. En 1773 inventó un juego en que hacia uso del cálculo de pro­babilidades. Otro matemático y además im­pulsor y "agrimensor titulado por el rey, de tierras, minas y aguas de la Nueva España" fue don Felipe de Zúñiga y Ontiveros, quien publicó varias Efemérides astronómicas y una obra sobre hidráulica.

 

Figura de relieve dentro de todo este grupo de científicos ilustrados criollos fue don Joaquín Velázquez de León, a quien ya hemos mencionado. Nació en la hacienda minera de Acebedocia, en Sultepec, en 1732 y falleció en la Ciudad de México en 1786. Fue un acucioso astrónomo y un destacado geómetra y matemático. Su mérito principal ra­dica en que fue autodidacta, además de que, a semejanza de los astrónomos mexicanos del siglo XVII, muchos de sus instrumentos los fabricó él mismo. En 1768, en compañía del visitador José de Gálvez, viajó a California, en donde permaneció para observar el paso de Venus por el disco del sol. Ahí determinó, basado en un eclipse de luna, la longitud, con respecto al meridiano de París, del punto don­de se encontraba, hecho que -a la postre- le permitiría obtener, con bastante exactitud, la verdadera longitud del valle de México. Rea­lizó, además, una importante obra de trian­gulación del valle de México. Su obra cientí­fica quedó manuscrita y sólo hasta el siglo pasado se imprimió, incompleta, una parte de la misma. En contraste, su obra menos importante, la de poeta, sí logró ser impresa. De su obra científica cabe señalar, además de sus manuscritos astronómicos, geodésicas y geográficos, los de minería, donde propone ingeniosos métodos para la explotación mi­nera.

 

A su iniciativa y a la de Juan Lucas de Lassaga se debe la Representación que los propietarios de minas elevaron a Carlos III en el año de 1774 y que condujo a la creación del Real Tribunal de Minería, del que fue director desde el año de su fundación, 1777, hasta su muerte. Las Ordenanzas de este tri­bunal, impresas en Madrid en 1783, se deben en buena medida a la inspiración y a los conocimientos de este valioso hombre de cien­cia. Los elogios que le dirigieron el astrónomo Chappe d'Auteroche y el barón Alejandro de Humboldt dan cumplida nota del impor­tante lugar que ocupa en nuestra historia de la ciencia.

 

Astrónomo como Velázquez y amigo de éste fue don Antonio de León y Gama, a quien debemos también varios escritos mé­dicos y arqueológicos. Nació en la Ciudad de México en 1735 y falleció en 1802. Estudió gramática, jurisprudencia y filosofía y parece que fue condiscípulo de Alzate, con quien sostendría años después una agria polémica. Ha­cia 1756 logró un puesto burocrático en la Real Audiencia, el cual conservaría hasta su muerte, ya que era prácticamente la única fuente de ingresos que le permitía sobrevivir precariamente a él y a su numerosa familia. Sus observaciones astronómicas fueron bas­tante precisas. En 1771 estudió el eclipse de sol de ese año en un escrito que mereció los elogios del astrónomo francés J. J. de Lalan­de. En 1778 publicó, costeada por Velázquez de León, su obra Descripción ortkographica universal del eclipse de sol del día 24 de ju­nio de 1778 con precisas observaciones de este fenómeno. Una nota irrisoria en la vida de este grave hombre de ciencia la pone su sonada e infructuosa polémica en torno a la curación del "cancro" o cáncer por medio de las lagartijas. La disputa giró en torno a las presuntas virtudes curativas del reptil, y León y Gama no pudo menos de intervenir en ella. Incluso uno de sus escritos (impreso) versa sobre tan discutible remedio medicinal.

 

Con motivo de la aurora boreal, fenóme­no extraordinario en estas latitudes, observada en México el 14 de noviembre de 1789, León y Gama redactó varios escritos tenden­tes a dilucidar la naturaleza del vistoso fenó­meno. Una acerba polémica se desató enton­ces entre el aguerrido don José Antonio Alzate y el más bien retraído León y Gama. Su Di­sertación física sobre la materia y formación de las auroras boreales vio la luz en 1790, e intentaba refutar algunas de las tesis de Al­zate. Este reaccionó violentamente y en su Gaceta de Literatura publicó una acre cen­sura de la obra.

 

Las habilidades matemáticas de nuestro autor se muestran en la brillante refutación que hizo en 1785, en la Gazeta de México, de una presunta solución al antiguo problema de la "cuadratura del círculo" hecha por un sujeto anónimo. Pero si los méritos cien­tíficos de León y Gama fueron altos, no co­rrió, sin embargo, con la suerte debida a estos merecimientos. La promesa que le hizo Velázquez de León de ocupar las cátedras de mecánica, aerometría y pirotécnica del Real Seminario de Minería no fue tomada en cuen­ta en el año de 1791 por su director Elhuyar, par lo que León y Gama no pudo impartir nunca una cátedra en dicha institución. Muchas de sus obras, sobre todo astronómicas y matemáticas, nunca fueron impresas, y si bien su labor le fue reconocida en el siglo si­guiente, en vida pasó por penosos trances, uno de los cuales fue sin duda el de haber sido relegado de la cátedra, que seguramente merecía más que ningún otro. Su moderni­dad científica es evidente y su fe en el progreso logrado por obra de las ciencias, tan propio de la Época de las Luces, lo hacen ser un ilustrado pleno.

 

Propagandista  incansable de las nuevas ciencias y virulento critico de las tradiciona­les fue don José Ignacio Bartolache. Nació en Guanajuato en 1739 y murió en 1790. Aunque su familia era de limitados recursos, logró graduarse de bachiller en artes, de licen­ciado y doctor en medicina y de doctor en teología y leyes. En una serie de brillantes actos universitarios logró obtener doce cátedras por oposición, tal era la capacidad intelectual de este  criollo. En 1769 publicó sus Lecciones de Matemáticas, donde sostuvo que la lógica, la física y la medicina no diferían en cuanto a estructura y método. En 1772 publicó el Mercurio Volante, con noticias importantes y curiosas sobre varios asuntos de física y medicina, que fue la primera revista médica publicada en el continente americano. En ella aboga por la nueva física y embiste contra Aristóteles, de quien dice que "fue fi­lósofo muy celebrado y muy digno de serlo, con tal que no se regule su mérito por sus ocho libros De Physica Auscultatione, que dejó escritos de propósito para que nadie los entendiera". Arremete contra la filosofía pe­ripatética. En un brillante párrafo escribe lo siguiente, que nos parece positivamente revolucionario para la época en que fue escrito: "Es una gloria -nos dice- el filosofar con so­lidez y conocer la misma naturaleza que Dios creó sin atenerse a sistemas imaginarios: demostrar con evidencia la conexión de los efectos más admirables con sus respectivas cau­sas, y hacerse dueño del mundo físico, como lo hizo Newton".

 

Por otra parte, su situación económica era precaria y el Mercurio resultó un desastre fi­nanciero para el editor. A pesar de ello, Bar­tolache continué en la universidad impartien­do sus cátedras. En el año de 1779; publicó la Instrucción que puede servir para que se cure a los enfermos de las viruelas; dividida en tres partes, a saber: "qué son las viruelas, cómo se curan las viruelas, cómo no deben curarse las viruelas" La causa de escribir este opúsculo médico lo dio la  devastadora epidemia que azotó a Nueva España en 1779. Otros dos escritos médicos de Bartolache fueron la Instrucción para el buen uso de las pastillas marciales y el Netemachtiliztli, am­bos del año 1774.

 

Astrónomo fue también nuestro autor, quien en compañía de Alzate y  de Velázquez de León realizó varias acuciosas observaciones. Fue socio de  la Academia de Ciencias de París y fundador de una efímera Acade­mia de Ciencias Naturales. Bartolache fue un autor bastante representativo de la acción ilustrada criolla de Nueva España y un avan­zado de la ciencia; ésta -escribe nuestro au­tor- "es un conocimiento cierto y evidente. Llámase también así una colección o conjun­to de conocimientos metódicamente deduci­dos unos de otros, supuesto que se comenzara por algunos que sirvieron de principios o máximos fundamentales".

 

Colega y amigo de Bartolache fue José Antonio Alzate, seguramente el más prolífico y representativo hombre de ciencia de nues­tra ilustración criolla. Nació en Ozumba en 1737 y murió en la Ciudad de México en 1799. Obtuvo los grados de bachiller en artes y teología. Estudió la carrera eclesiás­tica y se ordenó como presbítero, hecho que le permitió gozar de una capellanía que le proporcionaba los recursos para sus empresas editoriales y científicas. Su fecunda labor de investigación se pone de manifiesto en la variedad de publicaciones periódicas que pu­blicó: en 1768, el Diario Literario de Méxi­co; en 1772, los Asuntos varios sobre ciencias y artes; en 1787, las Observaciones sobre la Física, Historia Natural y Artes Útiles, y de 1788 a 1795, la más famosa de sus obras, las Gacetas de Literatura de México. Otros de sus trabajos científicos la mayoría de ellos breves opúsculos fueron impresos por separado. Gran parte de su ingente obra en­ciclopédica ha quedado manuscrita. Sus obras de difusión iban dirigidas a la gran mayoría de lectores novohispanos interesados en asun­tos científicos; de ahí que la claridad y la consecuente superficialidad estén presentes en muchos de sus escritos. Casi no hubo tema relacionado con la ciencia que no tocara, desde el estudio de la transmigración de las golondrinas hasta un método fácil y barato para hacer papel jaspeado. Asuntos geográficos, astronómicos, botánicos, químicos, zoológi­cos y aun literarios e histéricos menudean en sus enjundiosas gacetas. Su labor le mereció ser nombrado miembro de la Academia de Ciencias de París, del Jardín Botánico de Madrid y de la Sociedad Vascongada.

 

Son dignas de mención sus observaciones astronómicas y geográficas, donde se nos re­vela más que en ningún otro caso al genuino hombre de ciencia despojado de la preocupa­ción de vulgarizar los conocimientos científi­cos que lo animaba en la redacción de sus gacetas y diarios. Sus cálculos de la determi­nación de la longitud del valle de México (que le valieron una de sus acostumbradas polé­micas, ahora con Velázquez de León) fueron realizadas con precisión. Sus estudios sobre la famosa aurora boreal de 1789, de la que ya hablamos, nos revelan el amplio conoci­miento que tenía de las obras de los astró­nomos europeos más avanzados de su época. Trazó en 1768, y basado en propias obser­vaciones, un mapa de Nueva España al que denominó Nuevo mapa geográfico de la América Septentrional, que fue enviado a la Aca­demia de Ciencias de París, la cual lo publicó. Son también dignos de mención sus trabajos sobre la población, la topografía y el desagüe de la Ciudad de México. En el cam­po de la física experimental, practicó multi­tud de observaciones barométricas, termométricas y topográficas. Incluso llegó, en uno de sus frecuentes viajes, a ascender al Ixtacci­huatl, donde realizó algunas mediciones. En sus gacetas aparecen descritas y grabadas máquinas útiles para la agricultura y la minería. En suma, casi no hay tema digno de un observador y experimentador ilustrado que no haya sido tocado por este enciclopedista. Incluso la arqueología y la historia merecie­ron su interés. Su postura frente a la tradi­ción peripatética fue crítica y virulenta. "¿Has­ta cuándo Aristóteles? -exclama en una de sus obras-. ¿ Hasta cuándo abandonaréis esa inútil jerigonza con que, bajo el pretexto de enseñar a los jóvenes los recónditos miste­rios de la naturaleza, les inspiráis, si no los más perniciosos errores, a lo menos los más extravagantes sueños y delirios de nuestra imaginación?"

 

Complementaria de esta actitud está su fe en la ciencia moderna tanto la especulativa como la experimental. Su creencia firme en el progreso del país se apoyaba en la idea de que un mejor conocimiento de nuestros vastos recursos y una inteligente explotación de los mismos propiciarían una nueva y mejor situación económica y social de los mexica­nos. Para finalizar diremos que su obra, así como la de Velázquez de León, Bartolache y León y Gama, forma la gigantesca aportación criolla a la ilustración novohispana. Esta corriente convergerá, en el último cuarto del si­glo XVIII, con la corriente emanada de las autoridades oficiales para hacer de Nueva Es­paña la región más adelantada e ilustrada de todo el continente americano.

 

La obra del Despotismo ilustrado.

 

La acción ilustrada de origen oficial se hizo sentir vigorosamente desde la octava dé­cada del siglo XVIII. Esto no quiere decir que antes no se hubieran llevado a cabo reformas de raíz y de inspiración ilustrada, pues es un hecho que desde aproximadamente mediados de siglo la actitud del rey hacia sus súbditos americanos fue sufriendo cambios que reve­laban la nueva mentalidad oficial. Bajo el rei­nado de Carlos III (1759 - 1788) y sus ministros, se abren las compuertas del nuevo espíritu, que había ya invadido la corte y se vierte en las colonias ultramarinas. En el rei­nado de Carlos IV (1788 - 1808) llega a su clí­max esta derrama. Los movimientos revolucionarios que sacuden a las colonias a partir de la última fecha en cierto sentido no son más que el resultado final del largo proceso ilustrado, proceso que dejó una honda huella en el espíritu y las mentes de los súbditos americanos.

 

La acción de la corona en Nueva España se manifestó en multitud de aspectos. Se dio un vigoroso impulso a la difusión de las cien­cias y en general a todos los conocimientos, para lo cual se buscó ampliar el campo de las investigaciones con el acopio de multitud de obras y noticias científicas, de publicaciones periódicas, de datos geográficos e históricos, etcétera. Se realizan expediciones científicas, costeadas por el real erario, para reconocer las costas y las dimensiones y límites preci­sos del imperio colonial de ultramar. Se fun­dan y crean nuevas instituciones que recaban los frutos de las investigaciones y que introducen en esta región del planeta el estudio sistemático de ciencias hasta ahora casi des­conocidas. Se conceden subsidios para que los estudiantes carentes de recursos puedan asistir a esas instituciones y para practicar investigaciones de diversa índole. Un selecto grupo de profesores europeos llegaron a las costas novohispanas a impartir sus enseñanzas y dirigir las instituciones recién funda­das. El elemento criollo resultó particularmen­te beneficiado con esta nueva política educativa. Las nuevas generaciones se abocaron al estudio de las ciencias apoyadas por la ini­ciativa oficial y junto a sus maestros euro­peos realizaron una ingente labor en todos los campos de la actividad científica.

 

Correlativo a este proceso vino el impul­so que se le dio a la economía en sus diver­sos aspectos. Se implantaron nuevos métodos de explotación de los recursos naturales, para lo cual se estudiaron nuevas técnicas y maquinarias. La minería resultó particularmente beneficiada con estas innovaciones. Aparecen las Sociedades Económicas de Ami­gos del País, cuya labor fue decisiva en el nuevo enfoque ilustrado de la economía.

 

Los datos estadísticos cobran gran impor­tancia; de ahí que se levanten censos y se redacten múltiples memorias, informes y rela­ciones que resultaron muy útiles para la corona, empeñada en llevar a cabo una adecuada política económica.

 

En suma podemos decir que la acción ilus­trada oficial abarcó casi todos los campos de la actividad humana.

 

La fundación de instituciones.

 

En el año de 1768 se creó, por las gestio­nes de Antonio Velázquez y de Domingo Rusi, la Real Escuela de Cirugía, que inició sus actividades independientemente y con la oposi­ción universitaria, en 1770. Los cursos que impartía exigían el aprendizaje práctico si­multáneo, lo que resultaba muy útil. Se im­partían cátedras de anatomía, fisiología, clí­nica quirúrgica y medicina legal.

 

La modernidad de los estudios médicos fue propiciada también por las academias organizadas en forma secreta por el doctor José Luis Motaña o, con plena autorización, por Daniel O'Sullivan. El tipo de enseñanzas que ambos impartían insistían particularmente en el aspecto práctico, aunque, ya desde 1768, ha­bía el rey ordenado que se estableciese, en el llamado Hospital de Indios, una cátedra de anatomía práctica.

 

En 1781 se fundó la Real Academia de las Nobles Artes de San Carlos para la en­señanza de pintura, escultura y arquitectura. Ahí impartió sus cátedras el insigne arqui­tecto y escultor Manuel Tolsá, autor del proyecto del Colegio de Minería y de la estatua ecuestre de Carlos IV.

 

El Jardín Botánico fue fundado en 1787 y estaba situado dentro del actual Palacio Na­cional. Ahí se impartió un curso de botánica moderna, siendo el primer catedrático Vicen­te Cervantes. El curso duraba de cuatro a seis meses y constaba de una parte teórica y otra práctica. Esta última se llevaba a cabo en el propio Jardín o en el campo. La cátedra era obligatoria para médicos y farmacéuticos, pues se creía, y con razón, que éstos debían conocer las propiedades curativas de las plan­tas. La tradición de la práctica medicinal a base de remedios vegetales tiene larga tradición en nuestro país. En el siglo XVII, el Tesoro de Medicinas, de Gregorio López. y en el XVIII el Florilegio Medicinal, de Juan Stey­neffer, fueron dos libros que tuvieron gran difusión por los remedios y recetas de origen vegetal que proponían.

 

El Jardín logró contar con varios miles de especies vegetales, pero su importancia le vino del interés que suscitó en los novohispanos por el estudio de las ciencias naturales. Ahí destacaron botánicos tales como Moziño, Maldonado y Larrategui, todos ellos criollos.

 

Posiblemente la institución científica de mayores alcances fundada por la corona en tierras de Nueva España fue el Real Semina­rio de Minería. Fue inaugurado por el virrey Revillagigedo en 1792, siendo su primer director el científico español Fausto de Elhu­yar, graduado de la Academia de Minas de Freiberg y descubridor del elemento químico llamado tungsteno o wolframio. El Seminario había sido proyectado por Lassaga y Veláz­quez de León, los mismos que impulsaron la creación del ya mencionado Tribunal de Mi­nería. El propósito de esta institución era el de formar técnicos e ingenieros metalurgistas que ayudasen a una mayor y mejor explotación de los minerales, particularmente los de plata. El plan de estudios, incluido en las referidas Ordenanzas, era el siguiente: el primer año llevaban aritmética, álgebra, geometría elemental, trigonometría plana y sec­ciones cónicas; en el segundo año, geometría práctica, dinámica e hidrodinámica; en el tercero, química, mineralogía y metalurgia, y en el cuarto, física subterránea y laboreo de mi­nas. Además, se daban clases auxiliares de dibujo y de francés. El Colegio de Minería tenía varios "gabinetes", lo que hoy llamaría­mos laboratorios, para los estudios prácticos. Contaban estos laboratorios con hornos, má­quinas y diversos utensilios para ilustrar los cursos de física, química y metalurgia. Esta parte práctica se complementaba con los ejer­cicios obligatorios que los alumnos debían hacer durante dos o tres meses en las minas.

 

El Colegio contó con meritorios hombres de ciencia en sus cátedras. Andrés del Río, encargado de la de química, escribió unos Elementos de Orictognosia o del conocimien­to de los fósiles (minerales), impresa en 1795 y basada en las modernas teorías de Werner. Tradujo, además, y publicó en 1804, las Ta­blas Mineralógicas de Karsten. En 1797 fue publicada en México la primera traducción española del Tratado Elemental de Química de Lavoisier, hecha apenas unos años des­pués de la edición francés. Todas estas obras servían de texto en los cursos de química que se impartían en el Colegio.

 

Fruto de las investigaciones mineralógi­cas fueron también las obras impresas en México de F. Sonneschmidt, Tratado de la Amal­gamación de la Nueva España (1805), y de José Garcés y Eguía, Nueva teórica y práctica del beneficio de los metates por fundición y amalgamación (1802). En esta última, su autor propone el beneficio de los metales por medio del tequesquite, lo que resultaba una interesante variante del proceso acostumbrado.

 

Además de Del Río (quien descubrió el vanadio en 1802 basado en muestras de plomo pardo de Zimapán), el Colegio tuvo emi­nentes maestros, tales como Francisco Bata­ller y el alemán Luis Lidner, este último colaborador de Sonneschmidt y que ocupó las cátedras de química y metalurgia.

 

De esa escuela salieron avanzados alum­nos, muchos de los cuales prestaron valiosa ayuda a Humboldt en el viaje que hizo a Nue­va España entre 1803 y 1804. Algunos de di­chos alumnos tuvieron un fin trágico, pues fueron fusilados por los realistas en la guerra de Independencia.

 

Expediciones y viajeros.

 

Una de las facetas más interesantes de la actividad ilustrada de la monarquía española la constituyen las diversas expediciones cien­tíficas realizadas bajo su iniciativa.

 

Grosso modo podemos distinguir cuatro tipos diferentes de expediciones: las propiamente geográficas, las botánicas, la de un via­jero particular autorizado por la corona  y la famosa expedición médica de la vacuna.

 

Las más abundantes fueron las primeras. En 1769 salió de La Paz, en la Baja Califor­nia, la expedición de Miguel Constanzó, quien se reunió en Los Angeles con Juan Crespí y con el famoso misionero fray Junípero Serra. Los tres continuaron después su viaje hasta el actual puerto de San Francisco. Constan­zó, en su carácter de cosmógrafo, levantó un preciso mapa de Sonora. Otras expediciones se llevaron a cabo en los años siguientes: en 1774 Juan Pérez salió de San Blas, llegando hasta los 55° de latitud; un año después, Francisco de la Bodega y Cuadra reconoció hasta los 49° de latitud; este último, en 1779, logró alcanzar los 57° de latitud. Los resul­tados obtenidos en estas expediciones permi­tieron levantar mapas precisos de la costa septentrional del océano Pacífico que iban de los 17° a los 58° de latitud. En 1779 el mencionado Constanzó levantó un plano completo de todo el territorio de Nueva España. Otras expediciones se sucedieron, lo que per­mitió un mayor acopio de datos geográficos. En 1788, Esteban José Martínez y Gabriel López de Haro llegaron a Onalaska y entra­ron en conocimiento de los establecimientos que los rusos poseían en esas latitudes. La expedición de Salvador Fidalgo, que partiera de San Blas en 1790, llegó a Nutka y, conti­nuando más al norte, entró en contacto con una expedición de astrónomos rusos.

 

De particular interés resulta la expedición que en las dos corbetas "Descubierta" y "Atre­vida" realizó Alejandro Malaspina. Partió de Cádiz el 30 de julio de 1789 y, pasando fren­te a la costa africana, descendió hasta el cabo de Hornos y recorriendo la costa del Pacífico tocó en El Callao, Guayaquil y Panamá. Am­bas naves arribaron a Acapulco en diferentes fechas. El plan original era partir de este puer­to hasta las islas Sandwich, en el Pacífico, reconociendo a continuación desde este punto hasta los 55° de latitud norte. Ordenes del rey hicieron cambiar el derrotero. Malaspina debía dirigirse desde las costas mexicanas hasta los 60° de latitud para localizar ahí el famoso y quimérico estrecho de Anián, que comunicaba (según los geógrafos de los tres siglos anteriores) los océanos Atlántico y Pa­cífico. Partieron de Acapulco el 1 de mayo de 1791 y arribaron a Nutka el 11 de agosto, después de haber alcanzado los 61° y haber contemplado el Monte San Elías en la llama­da América rusa o Alaska. El 3 de septiem­bre -ya de regreso- tocaron el estrecho de Fuca y el 10 de octubre andaban en San Blas. Días después desembarcaban en Acapulco.

 

La expedición, que había logrado alcan­zar latitudes no tocadas antes por ningún via­jero de la costa del Pacífico, demostró la ine­xistencia del mítico paso de Anián y logró obtener las posiciones precisas del cabo San Lucas, Monterrey y Nutka, así como de los puntos intermedios.

 

El reconocimiento que en 1792 practicaron por el mismo litoral Dionisio Alcalá Ga­liano y Cayetano Valdez en las goletas "Su­til" y "Mexicana" no hizo sino confirmar la inexistencia del mencionado estrecho.

 

Los datos aportados por estas expedicio­nes permitieron elaborar mapas más precisos del territorio novohispano. Conviene mencio­nar únicamente los de Velázquez de León, Pagaza y Urrutia De particular interés resul­ta, por otra parte, el viaje por tierra que hi­ciera a las provincias internas de 1767 a 1770 Nicolás de Lafora, ingeniero español que levantó, de acuerdo con sus propias observa­ciones, un mapa del territorio de Nueva Es­paña.

 

La costa del golfo de México fue también delineada en el mapa de Miguel del Corral y de Joaquín de Aranda. En 1769 Agustín Cra­mer había levantado un plano del istmo de Tehuantepec.

 

Otro resultado positivo de las expediciones, además de la mayor exactitud lograda en  los mapas, era el de proponer las mejores rutas tanto terrestres como marítimas, lo que facilitaba las comunicaciones y los intercam­bios comerciales.

 

Una de las expediciones científicas de ma­yor trascendencia fue la que con fines botá­nicos realizó de 1787 a 1803 un selecto grupo de naturalistas encabezados por el español Martín Sesé y que contaba entre sus miem­bros a Diego del Castillo, José Longinos Mar­tínez (quien fundaría en México un gabinete de historia natural) y el ya mencionado Vi­cente Cervantes. Iba como dibujante Juan Cerda y se incorporaría al grupo el botánico mexicano José Mariano Moziño.

 

En esos 16 años los frutos de la expedi­ción fueron óptimos, pues cubrió todo el te­rritorio novohispano desde California hasta la capitanía general de Guatemala. Fruto de esta gigantesca labor fue la clasificación de unas 4.000 especies y de más de 1.400 dibu­jos. Las obras Flora Mexicana y Plantae No­vae Hispaniae, debidas primordialmente a la labor conjunta de Sesé y Moziño, no fue pu­blicada sino hasta muy entrado el siglo XIX y en ella aparecen clasificadas con la nomen­clatura moderna las especies recolectadas.

 

Una de las consecuencias inmediatas de esta expedición fue la fundación del Jardín Botánico que mencionábamos antes. La la­bor llevada a cabo por los botánicos Juan José Martínez de Lejarza (1775 - 1824) y Fa­bio de la Llave (1773 - 1833), y que se mani­festó en diversas publicaciones, tiene como evidente antecedente la labor de Moziño y de Del Castillo.

 

Una excepción dentro de las expediciones fomentadas e impulsadas por la corona la constituye el viaje que por propia iniciativa y con recursos personales hiciera, autorizado por el rey Carlos IV, el barón Alejandro de Humboldt. La labor que realizó entre 1803 y 1804 bien puede ser considerada como una recapitulación y síntesis de la labor de los científicos mexicanos de casi cinco décadas. Acompañado por Aimé Bonpland, a quien debió multitud de sus observaciones, Humboldt realizó varios viajes por el territorio de nues­tro país. En ellos realizó numerosas medicio­nes barométricas, termométricas y astronómicas.

 

Además de ello, recabó en la capital del virreinato una grandísima cantidad de datos, documentos, libros y mapas que le propor­cionaron una visión general y congruente de la situación del país. Su Ensayo Político so­bre el Reino de la Nueva España recoge toda esa información sobre asuntos geográficos, geológicos, orográficos, geognósicos, climatológicos, demográficos, etc., además de que dedica generosas porciones de la obra a tra­tar la economía de la colonia. Su estancia de un año en estas regiones le resultó sumamen­te fructífera, pues disfrutó de la colaboración de algunos de los científicos mexicanos, par­ticularmente los del Colegio de Minería. Ahí contó también con la ayuda de algunos de los alumnos. Particular relación tuvo con el por muchos conceptos eminentísimo Andrés del Río, quien fuera su condiscípulo en Freiberg. La segunda parte de los Elementos de Oric­tognosia (1805) de este autor incluyen una Introducción a la Pasigrafía Geológica redac­tada por Humboldt durante su viaje por Nueva España.

 

El Ensayo Político resulta por muchos conceptos la magistral síntesis de la situa­ción de la colonia en vísperas del movimien­to insurgente. Su autor logró una obra insus­tituible en la cual han abrevado todos los estudiosos de nuestros asuntos durante el siglo y medio que va desde su publicación. A pesar de ello, hemos de reconocer que su autor emite a menudo juicios bastante severos sobre la población indígena, además de que hizo un uso bastante discutible de los mapas que le proporcionaron los científicos novohis­panos en el viaje que emprendió a los Esta­dos Unidos al finalizar su estancia en nues­tro país.

 

A pesar de todo ello, la visión general que ofrece el Ensayo Político resulta veta insus­tituible para el estudio de Nueva España no sólo en los aspectos mencionados, sino tam­bién en el terreno social y político.

 

Para finalizar con esta recapitulación, conviene mencionar la expedición que para difundir la vacuna contra la viruela realizó en­tre 1804 y 1806 el doctor Francisco Javier Balmis, quién dio la vuelta al mundo con tan benemérita misión. Estuvo en nuestro país durante casi un año, recorriéndolo y estableciendo grupos vacunales. A su regreso a España habla vacunado a más de 200.000 personas. Retornó a México durante la guerra de Independencia y falleció, ignorado, el año de 1819.

 

Literatura e historia.

 

Las letras y la historiografía estarán tam­bién animadas de este “espíritu del siglo” que analizábamos más arriba y que propició toda esa difusión tanto de las ciencias como de las tecnologías.

 

Los escritores de esta época son conscien­tes de las nuevas corrientes que sacuden a los países de allende el Atlántico. Las teorías de los filósofos políticos (Locke, Montesquieu, Rousseau) van creando una nueva mentalidad que condena el despotismo, la esclavitud y el colonialismo. Las culturas prehispánicas son estudiadas con avidez cada vez mayor para mostrar al mundo los valores autóctonos y al mismo tiempo para ir fincando una conciencia nacional.

 

El clasicismo, o como se le denominó en el siglo XIX, la "restauración del gusto", marca con indeleble impronta muchas de las producciones literarias e históricas del siglo.

 

El periodismo logró poner al alcance de todos las nuevas ideas. Su labor de difusión no se restringió al campo de las ciencias, como ya vimos, sino que también abarcó la vida política y social. En 1722 aparecen las efímeras gacetas  de Castorena y Ursúa y pronto las siguen las de Sahagún de Arévalo. La Gaceta de México, publicada por Manuel Antonio Valdés, publica ininterrumpidamente de 1784 a 1805 y este año aparece el Diario de México. Todos estos periódicos, aunque sometidos a la inevitable censura política y eclesiástica, fueron ágiles vehículos de la Ilustración.

 

La prosa contó, además de la forma pe­riodística, con obras que están a medio ca­mino entre la novela y la sátira moral y que ya anuncia los sarcasmos de Lizardi.

 

Pero donde las letras coloniales del siglo XVIII brillaron con luz propia fue en la his­toriografía.

 

Sobresaliente entre los historiadores de este periodo está el ya mencionado jesuita Francisco Javier Clavijero. Conocedor  de varias lenguas aborígenes, redactó metódicamente una historia de la civilización prehis­pánica. Su Historia Antigua de México fue publicada en el exilio impuesto por la corona a la Compañía de Jesús. Esta obra, escrita con estilo claro, iba encaminada a defender la civilización y la naturaleza americanas de los errores de Buffon, Raynal, de Pauw y Robertson, a quienes justificadamente tra­ta de "turba" de escritores mal informados y peor intencionados. Clavijero fue también au­tor de una Historia de la Antigua o Baja California.

 

Jesuita también fue el cronista de la épo­ca colonial, el padre Andrés Cavo. Su obra, expuesta en forma de crónica, es enjundiosa y amena, redactada en una prosa ligeramente arcaizante. La obra Historia civil y política de México fue vuelta a bautizar en el siglo XIX por don Carlos María de Bustamante, quien le puso una continuación (pues la obra de Cavo llega hasta el año de la expulsión) que resultó más voluminosa que la obra que la precede, y le cambió el título por el muy su­gestivo de Los tres siglos de México.

 

Humanistas y biógrafos de sus correligio­narios fueron Juan Luis Maneiro y Manuel Fabri, pulcros latinistas cuyas obras -sobre todo la de Maneiro, De Vitis aliquot Mexica­norum, etc.- forman una valiosa fuente de información sobre las vidas de los jesuitas expulsos. Cabria, por último, mencionar al padre Pedro José Márquez,  esteta y erudito estudioso de las antigüedades mexicanas, cu­yas obras fueron publicadas, como las de Ma­neiro y Fabrí, en Italia, donde permanecía después de la expulsión de la orden.

 

También interesados por la arqueología y las antigüedades fueron el ya mencionado as­trónomo León y Gama y el enciclopedista Alzate. Del primero poseemos una obra titulada Descripción Histórica y Cronológica de las dos Piedras que con ocasión del nuevo empe­drado que se está formando en la plaza prin­cipal de México, se hallaron en ella el año de 1790. El lacónico título no corresponde al interés del contenido y a la erudición que des­pliega su autor en la obra, ya que una de las piedras era nada menos que la Coatlicue y la otra la Piedra del Sol, conocida también como Calendario Azteca. Sobre esta última, Gama hizo una interesante disertación acerca de la cronología de los antiguos mexicanos. La segunda parte de esta obra no fue publicada sino hasta 1832. También nos ha quedado de este autor una interesante Descripción de la ciudad  de México antes y después de la llegada de los conquistadores españoles, apenas publicada hace algunos años.

 

Alzate también tuvo inquietudes arqueológicas. La Descripción de las Antigüedades de Xochicalco apareció en su Gaceta y fue dedicada a los miembros de la expedición de Malaspina. Ahí Alzate diserta sobre la utilidad de estudiar las antigüedades de un país y en particular sus minas arqueológicas. “Un edificio –escribe- manifiesta el carácter y cul­tura de las gentes: porque es cierto que la civilidad o barbarie se manifiestan por el pro­greso que las naciones hacen en las ciencias y artes."

 

Cabe mencionar, por último, dentro de esta serie de estudios, al padre Benito María de Moxó y Francolí y al anticuario fili­pense José Pichardo. También digno de men­ción es José Granados y Gálvez, autor de una deleitosa e injustamente olvidada obra llamada Tardes Americanas, donde en forma dia­logada y en estilo ameno nos da una historia del mundo prehispánico y colonial que bien puede ser la única síntesis histórica completa (ya que abarca los períodos indígena y colo­nial) que haya sido elaborada en el siglo XVIII por un solo autor.

 

Para  finalizar mencionaremos que una de las principales disposiciones de Carlos III fue la dirigida a don Juan Bautista Muñoz, his­toriador español, para que preparase una historia general de las Indias. Una de las órdenes de la corona estipulaba la recolección de libros y documentos que pudiesen servir para la redacción de dicha abra. La disposi­ción databa de 1780, y desde este año el fran­ciscano mexicano Manuel de la Vega se puso a la ingente tarea de allegarse y copiar los materiales solicitados. Fruto de esta ingrata labor fueron los treinta y dos volúmenes de copias de documentos entregados después de doce años, y que bajo el título de Memorias para escribir la Historia Universal de la América Septentrional pudieron permanecer en nuestro país. Lo valioso de dichos papeles ha quedado plenamente comprobado por las publicaciones que se han hecho de los que se han salvado de la destrucción, de la polilla o de los ladrones. La preocupación por cuidar y custodiar los documentos que constituyen su historia no ha sido una de las actitudes más frecuentes en nuestro país, sino todo lo contrario.

 

El remedio de las lagartijas.

 

“El progreso que han tenido las ciencias ha sido sucesivo y lo más útil que en ellas se ha descubierto hasta el día no tiene más antigüedad que un siglo. Desde la mitad dei pasado se empezaron a perfeccionar la física y matemáticas. ¿Qué hubiera dicho Aristóteles si se le hubiera preguntado por la electri­cidad? ¿Qué, si hubiera visto que con una máquina neumática se extraían de mil partes de aire las noventa y nueve? En su tiempo y en el de Tolomeo y has­ta la mitad del décimo séptimo siglo se tuvieron por meteoros aéreos los co­metas hasta que Hevelio los declaró astros. El descubrió el movimiento de li­bración de la luna, formó de ella una perfecta Selenografía y dio otros descubrimientos útiles a la astronomía. ¿Quién halló la sucesiva propagación de la luz sino Römer? ¿Y cómo? Por accidente: observando los eclipses de los satélites de Júpiter, de lo que de­dujeron Cassini, Halley y Bradley el tiempo que tarda la del sol en bajar a la tierra, que es el de ocho minutos. ¿La existencia de estos planetas secun­darios por tanto tiempo ignorada, sus eclipses y el conocimiento de sus órbi­tas, a qué se deben sino al invento de los anteojos, que no ha dos siglos que se halló y que han llegado en el día a la mayor perfección con el descubri­miento de los vidrios acromáticos? Las materias luminosas y ardientes conocidas con el nombre de fósforo, ¿cuánto tiempo estuvieron ocultas en la física, hasta que a fines del siglo pasado las descubrió el fracaso de uno que busca­ba en la orina la piedra filosofal? Pues, ¿qué prueba el que no se hubiera hallado en los tiempos de Hipócrates y Galeno el uso interno de las lagartijas, cuando aquél floreció cuatrocientos años antes del nacimiento de nuestro señor Jesucristo, y éste ciento y cin­cuenta después?”.

 

(El texto de este inciso se tomó de Antonio León y Gama: Instrucción sobre el Remedio de las lagartijas).

 

Noticia del meteoro observado en esta ciudad en la noche del 14 del corriente.

 

“Serían las 8 y media de la noche[2], cuando mi mozo advirtió se registraba en el cielo una luz particular por la par­te del norte; al punto subí a mi peque­ño observatorio, y registré una parte del círculo formada de una luz rojo obscura. La persuasión en que estaba de que las auroras boreales sólo son observa­bles en las partes septentrionales o me­ridionales del globo, me tenía perplejo. A primera vista parecía que en la villa de Guadalupe había algún incendio; pero reconociendo que entre la luz y la ciudad se miraban bien claros los ce­rros que están contiguos a la villa, se me presentaba la idea de que acaso el pueblo de San Juanico o de San Cris­tóbal eran los que incendiados causa­ban aquella luz; pero también advertía que estos pueblos son pequeños para poder esparcir tanta copia de luz, a más de que en un incendio la luz se obser­va cónica y no circular como la de la ocasión; por lo mismo deseché la idea de que fuesen algunos campos incen­diados, pues sólo en la primavera acos­tumbran quemarlos, a más de que en estas ocasiones no se registra seme­jante fenómeno, por lo que hube de reconocer que era una aurora boreal.

 

“Tampoco imaginé que otros pueblos situados al norte, como Zumpango. etc., fuesen los incendiados, porque en vir­tud de la curvatura del globo, y lo poco que puede elevarse la luz causada por un incendio, no se podían desde Méxi­co registrar los efectos del estrago. Todo esto bien reflexionado, me determiné a creer era una aurora boreal. A lo mis­mo asintió D. Mariano de Castillejo que me acompañaba, en virtud de haber leí­do y meditado lo que es este meteoro, aunque ni él ni yo, ni creo que alguno en México lo haya registrado antes de esta vez que se nos ha presentado[3].

 

“Lo digno de notarse es que al paso que se iba desapareciendo el color rojo, le sucedía otro blanquecino semejan­te al que se registra por la parte del Norte cuando se prepara una fuerte helada.

 

“Como se escriben observaciones y no se debe omitir ninguna, aunque a primera vista se presente como de poco interés, debo advertir que a las nueve y cuarto el segmento se había inclina­do algo hacia el Nordeste, respecto a lo que antes se verificaba, y que por entre la luz de la aurora se distinguían algunas estrellas. En él día 14 el termómetro expuesto al Norte estaba a las seis de la mañana en 7 grados, el barómetro señalaba 21 pulgadas 7 y media líneas, y el higrómetro 62 gra­dos: el día fue muy sereno.

 

“¿Qué mucho que todo un público compuesto de más de 200.000 almas se conturbase, si sabemos que París, reputada por una de las cortes más sabias de Europa, no hace muchos años se consternó al saber que Saturno ha­bía desaparecido, entendiendo muy mal la expresión de uno de los primeros astrónomos de este siglo? La falta de co­nocimientos de la verdadera física ha hecho creer a los pueblos, sobrenatu­rales y espantosos los fenómenos raros que de tiempo en tiempo ofrece la na­turaleza a indignación y entretenimien­to de los sabios; y aunque el pueblo nunca será físico, si los muchos que es­tudiaron sus cursos de filosofía hubie­ran lo que es aurora boreal[4], habrían desde luego libertado al público de un temor[5], efecto sólo de su ignorancia en esta parte, así como desengañaron a muchos varios sujetos instruidos en las ciencias naturales.

 

“¿Se teme algún contratiempo cuan­do se ve el arco iris? No: pues éste es un fenómeno que se verifica en los lí­mites de la atmósfera terrestre, y las auroras boreales se presentan a infinita distancia respecto de ella, como lo de­muestra el sabio Mairan en su obra so­bre la aurora boreal.

 

“Este sabio atribuye este meteoro a la luz zodiacal que se separa y por esto nos hace visible. Por lo que pueda con­tribuir respecto a los progresos de la fí­sica, expondré estas dos observaciones subalternas. En el sol, entre otras mu­chas manchas de que ha estado cargado, desde el día 7 se registran cinco de mucha magnitud, la menor de éstas ex­cede dos o tres veces a la grandeza de la tierra, y anoche hora y media antes de que se observase la aurora boreal, la luz zodiacal se presentaba muy clara y se extendía del Oeste-Sudoeste al Nordeste, por más de cuarenta grados.

 

“Se dirá acaso que en los terremotos, los rayos son temibles no obstante de ser efectos naturales. Son temibles, sí: como lo es la picada de un insecto, la mordida de una víbora, y aun en esto se conoce la debilidad del hombre. Referiré la reflexión de Muschenbrock.

 

“Este sabio dice muy bien hablando de Leyden (y yo lo digo respecto a México): en cada año mueren por fiebres agudas mil o más personas, y apenas perece uno por el rayo; no obstante esto, se teme mucho más al rayo, menos destruidor de la especie humana, que a las fiebres agudas. El aparato con que se presentan algunos fenómenos los hace más temibles; no todos los me­teoros son señales de la justicia divina, son efectos de la omnipotencia: Opera manuum tuarum sunt coeli.

 

“P. D. Esta aurora debió verse en Europa a la madrugada del 15: ya las noticias públicas nos describirán el fenó­meno, que para esta parte del mundo debe haberse presentado muy brillan­te, como también a los habitantes de la Asia septentrional. En América septentrional, esto es, Nuevo México, Sonora, California, etc., debió registrarse con igual brillartez, salvo circunstan­cias locales. También debió observar­se, débil y de corta elevación, en los obispados de Puebla, Oaxaca, Chiapas, Guatemala y en parte de Nicaragua[6]”.

 

(El texto de este inciso se tomó de José Antonio Alzate; Gacetas de Literatura de México).

 

Academias filosóficas.

 

“Ilustrísimo Señor:

 

“En los siglos de la brillante Antigüe­dad, dice un sabio Filósofo, era la filosofía la mas agradable ocupación de los hombres ilustres. La nobleza de su objeto, y la utilidad de sus conocimien­tos, la procuraron tantos discípulos, cuantos eran los genios adornados de singulares talentos. Ninguno se atrevía entonces a aspirar al título de hombre grande sin haberse adquirido el de Fi­lósofo. En los siglos bárbaros subsistió la Filosofía, pero tan desfigurada, que no se podía conocer. No era ya aquella Reina majestuosa, cuyo estudio eleva­ba los pensamientos, cuyas luces acla­raban el espíritu, cuyas vigilias y traba­jos eran tan provechosos a la humani­dad. Era solamente una esclava abatida, que no se atrevía a pensar por sí, sino por otros: que no se ocupó por muchos siglos sino en fruslerías impertinentes: que envileció el corazón y abatió el in­genio, ocupándose en ridiculeses, y frí­volas algaravías. Al estudio de la Natu­raleza y de los entes reales, substituyó el estudio de los Hirco-ciervos y de los Entes de razón. Al estilo sencillo y ner­vioso con que ella adornaba sus ideas tan claras como sublimes, sucedió una confusa embrollata de términos bárbaros y pueriles anfibologías. La servil cie­ga deferencia a las preocupaciones de la Escuela dominante, sofocaron aquel ardiente amor de la Verdad, que forma­ba antes todo su carácter. Hablaba Aristóteles, y la Experiencia y la Razón no se atrevían a contradecirle. Este era la Filosofía antes de los Verulamios, Descartes, Wolffs, Desagüiliers, Muschem­broecks. Comparecieron estos grandes hombres, y pelearon a favor de la Ra­zón contra todo el Universo, que esta­ba sujeto al Peripatetismo. Los princi­pios sólidos, las ideas claras y distintas, la hermosa luz de la experiencia, fueron las armas con que estos sabios Fi­lósofos hicieron la guerra a la preocu­pación, y este fue el tribunal donde fueron citados y juzgados todos los conocimientos y opiniones humanas. La ignorancia se resistió y murmuraba; pero la preocupación vio caer por tierra sus edificios, y la Filosofía resucitada volvió a entrar en todos los derechos que la pertenecían, la tenía usurpados el Error. Victoriosa de la preocupación, despoja­da de la barbarie y de las fruslerías; fe­cunda en conocimientos útiles, ella hace en este siglo mas que en otros las de­licias de los Príncipes, y de todas las Naciones cultas de la Europa.

 

“Nuestro Augusto y amado Soberano el Señor Don Carlos III (que Dios guar­de) considerando como uno de los mas importantes objetos de sus paternales cuidados y solicitud la educación de sus vasallos jóvenes, y persuadido. que la piadosa y sabia instrucción de esta pre­ciosa porción de la república, cuanto es necesaria para mantener en los pueblos la pureza de la religión,  la rectitud de las costumbres, tanto es conveniente para preparar al Santuario ministros es­cogidos, a la Patria útiles ciudadanos, al Soberano súbditos fieles, al Estado fama y ornamento: se ha servido acor­dar con los sabios Ministros de su Real Consejo, que se introduzca en las Uni­versidades y Estudios públicos este buen gusto de la útil y sensata Filosofía como se manifiesta en el Plan de Estudios de la Universidad de Salamanca, en los de la de Alcalá, Valladolid, y otras.

 

“Esto mismo, Ilustrísimo Señor, pro­curé poner en planta desde el año de 1771, en este muy Ilustre Colegio de San Francisco de Sales, que la piedad del Señor Don Fernando VI (que esté en gloria) confió a esta Congregación. Las utilidades y ventajas que logran los jóvenes en los Colegios de Italia con el estudio de la buena Filosofía (como yo mismo observé el tiempo que me de­tuve en aquellos países) me hicieron conocer que debía solicitar las mismas a la juventud de nuestra América, y con este intento he procurado, el primero de mis compatriotas, instruir a los jó­venes americanos en todo lo mejor que se encuentra en los mas célebres Filó­sofos, formándoles el gusto con una Fi­losofía. en cuanto me parece, clara, metódica, libre de aquellas vanas sutilezas de la Escuela, abundante en des­cubrimientos útiles, provechosa para defender las verdades de nuestra cató­lica Religión contra el Ateísmo, y con­tra los infames discípulos de Espinosa, Hobbes, Bayle, y otros perniciosos Ma­terialistas de este siglo: útil finalmente para formar ciudadanos instruidos, que puedan dar lustre esplendor al Estado.

 

“Estos son, Ilustrísimo Señor, los tales cuales servicios, que he procurado a la juventud Americana, no obstante las contradicciones que he tenido que sufrir de parte de aquellos, que bien ha­llados con la preocupación, y con el an­tiguo método, no quieren dar oído a la razón y a la experiencia, sospechando en esta Filosofía no sé que herejías, que no han reconocido hasta ahora las Academias y Universidades de París, Roma, Bolonia, Nápoles: Universidades muy católicas, y de las cuales ha muchos años que está desterrada la vul­gar Filosofía de las aulas, como inútil para la buena instrucción de los jóve­nes: herejías, que solo subsisten en el entendimiento de aquellos, que siendo maestros en las doctrinas del Peripato, se avergüenzan de estudiar en su vejgez, lo que saben hombres de pocos años: herejías finalmente, que no han podido descubrir tantos Reyes, Prínci­pes, y Magistrados católicos, los cua­les, como dice un Soberano ilustre de Italia, han juzgado con razón tan útil la nueva Filosofía, que en cada Reino e Imperio con la restauración de las le­tras, se han visto renacer bajo su protección las Academias, las observacio­nes, las experiencias, por las cuales ha recibido tanto aumento, tanta claridad, la moderna Física.

 

“Estas Academias, que tengo el honor de dedicar a V. S. Illma. y comprenden algunas materias de la Física, me parecen muy útiles, para que los jóve­nes traten en su lengua nativa las co­sas mas bellas de la Filosofía, pues ya las han tratado muchas veces en latín en los actos públicos, y conferencias en que se han ejercitado. La singular pro­tección que V. S. Illma. ha mostrado en este Colegio (aun prescindiendo de otras muchas razones) me obligan a ofrecer­las a V. S. Illma, cuya sabiduría, amor al buen método de estudios, y demás raras circunstancias que adornan su Persona, con tantas y tan notorias, que no pueden reducirse al corto campo de una Dedicatoria, ni necesitan expresarse, ni la singular modestia de V. S. Ill­ma. permite el declararlas. Michoa­cán se ha dado con razón los parabienes de lograr un Príncipe como V. S. Illma. de quien espera, entre otros utilísimos reglamentos, este tan necesario para el buen método en los estudios de la abun­dante e industriosa juventud del Obispado. Quiera el Señor dilatar la impor­tante vida de V. S. Illma. para que veamos efectuados sus nobles deseos, para bien universal de su Diócesis, amparo de este su Colegio”.

 

(El texto de este inciso se tomó de Juan Benito Díaz Gamarra: Academias filosóficas).

 

Dos fragmentos de Humboldt sobre Nueva España.

 

“Ninguna ciudad del Nuevo Continen­te, sin exceptuar las de los Estados Uni­dos, presenta establecimientos científi­cos tan grandes y sólidos como la capital de México. Citaré sólo la Escuela de Minas, dirigida por el sabio Elhuyar, y de la cual hablaré cuando trate del be­neficio de los metales; el Jardín Botánico y la Academia de pintura y escul­tura conocida con el nombre de Aca­demia de las Nobles Artes. Esta academia debe su existencia al patrio­tismo de varios particulares mexicanos y a la protección del ministro Gálvez. El gobierno le ha cedido una casa es­paciosa, en la cual se halla una colec­ción de yesos más bella y completa que ninguna de las de Alemania. Se admira uno al ver que el Apolo de Belvedere, el grupo de Laocoonte y otras estatuas aun más colosales, han pasado por ca­minos de montaña que por lo menos son tan estrechos como los de San Gotardo, y se sorprende al encontrar es­tas grandes obras de la antigüedad reu­nidas bajo la zona tórrida, y en un llano o mesa que está a mayor altura que el convento del gran San Bernardo. La co­lección de yesos puesta en México ha costado al rey cerca de 40.000 pesos. En el edificio de la Academia, o más bien en uno de sus patios, deberían reu­nirse los restos de la escultura mexica­na y algunas estatuas colosales que hay de basalto y de pórfido, cargadas de jeroglíficos aztecas y que presentan cier­tas analogías con el estilo egipcio e hin­dú. Sería una cosa muy curiosa colocar estos monumentos de los primeros progresos intelectuales de nuestra especie, estas obras de un pueblo semibárbaro habitante de los Andes mexicanos, al lado de las bellas formas nacidas bajo el cielo de la Grecia y de la Italia.

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“Los principios de la nueva química, que en las colonias españolas se designa con el nombre algo equívoco de Nue­va Filosofía, están más extendidos en México que en muchas partes de la pe­nínsula. Un viajero europeo se sorpren­dería de encontrar en lo interior del país, hacia los confines de la California, jó­venes mexicanos que raciocinan sobre la descomposición del agua en la opera­ción de la amalgamación al aire libre. La Escuela de Minas tiene un laborato­rio químico, una colección geológica clasificada según el sistema de Werner, y un gabinete de física, en el cual no sólo se hallan preciosos instrumentos Ramsden, Adams, Le Noir y Luis Ber­thoud, sino también modelos ejecuta­dos en la misma capital con la mayor exactitud, y de las mejores maderas del país.

 

“En México se ha impreso la mejor obra mineralógica que posee la literatura es­pañola, el Manual de Orictognosia, dispuesto por el señor Del Río según los principios de la escuela de Freiberg, donde estudió el autor. En México se ha publicado la primera traducción es­pañola de los Elementos de Química, de Lavoisier. Cito estos hechos separados, porque ellos dan una idea del ar­dor con que se ha abrazado el estudio de las ciencias exactas en la capital de la Nueva España, al cual se dedican con mucho mayor empeño que al de las lenguas y literatura antiguas”.

 

(ALEJANDRO DE HUMBOLDT: Ensayo Po­lítico sobre el Reino de la Nueva España.)

 

Bibliografía.

 

Arias Divito, J. C. Las expediciones científicas españolas durante el siglo XVIII, Ma­drid, 1968.

 

Bravo Ugarte, J. La ciencia en México, México, 1967.

 

Gastari, E. de  La ciencia en la historia de México, México, 1963. Humanistas del siglo XVIII, México, 1956.

 

Memorias del Primer Coloquio Mexicano de Historia de la Ciencia. México, 1964.

 

Miranda, J. Humboldt y México, México, 1962.

 

Moreno, R. Ensayo bibliográfico de Antonio León y Gama, “Boletín de Investigaciones Bibliográficas”, U.N.A.M., México, 1970.

 

74.            La cara oscura del Siglo de las Luces.

Por: Bernardo García Martínez.

 

Introducción.

 

El ultimo tercio del siglo XVIII es ciertamente un período de cambios profundos en México y en otras partes de la América espa­ñola. Algunos de ellos se han estudiado en diversas secciones de esta investigación. En su mayoría, como en el caso de las reformas político-administrativas o en el de las modi­ficaciones impuestas al sistema de comercio exterior, los cambios experimentados signifi­caron entrar de lleno en algo novedoso y antes nunca visto. El régimen borbónico, actor principal en este teatro de mudanzas, aparecía en ocasiones como el joven modernista cuyo principal interés es acabar con el pasado. No quedaban atrás, a su lado, los filósofos, quienes, ávidos de salir de las garras de un viejo molde de pensamiento, estaban deseosos de caer en las de uno nuevo (aunque ellos no lo dirían desde luego de este modo) y lucharon por desterrar a la filosofía peripatética de las aulas y de los libros. Llegaron a ridiculi­zaría irrespetuosamente, representándola en un acto oficial -la visita del virrey a la Uni­versidad en 1803- con la estatuilla de azúcar de una vieja "calva y arrugada, con tres verru­gas negras y en ellas pelos blancos, reparti­das en la nariz, cara y cejas, sus anteojos, un paño blanco corto suelto sobre la cabeza, túnica parda, encorvada sobre una muleta...". A su lado pusieron la figurita de una linda chica que representaba a la nueva filosofía natural. ¡Qué contraste! ¡Todo lo viejo iba caducando y por doquier plantaba sus reales la nueva mentalidad, la nueva filosofía, las nuevas costumbres, el nuevo gobierno y la nueva economía! Es natural que este gran concierto de novedades llamara la atención de quienes en lo sucesivo observaran la sociedad mexicana del alegre siglo XVIII. Y que casi nadie, ni aun entre los modernos historiadores, prestara atención a otros aspectos menos engolosinadores de esa época.

 

Debemos ser sensatos si queremos tener una imagen verdadera de la que el último tercio del siglo XVIII fue en realidad. Porque ser la ingenuo creer que se vivió entonces la gran conversión de nuestra historia. O que al finalizar el período, Nueva España hu­biera resultado algo irreconocible para quien la había conocido cincuenta años antes. No olvidemos que detrás de todo el brillante y hasta escandaloso cuadro que nos dan las ciudades, los gobernantes, las universidades y los hombres cultos y culteranos, está la otra realidad de una sociedad predominantemente rural, indígena, aislada y paupérrima, que no fue completamente ajena a los cambios, pero en la que éstos se dejaron sentir casi siem­pre de modo indirecto y muy atenuados sus efectos, cuando no desvirtuados y conver­tidos más en una regresión que en un progreso.

 

Sería también tanto o más inexacto ima­ginarse a la sociedad de fines del siglo XVIII compuesta de sólo dos estratos sociales, de los cuales el superior es el único que conoció una vida de nuevo tono, pues la secularización de las costumbres, para tomar un ejem­plo, tuvo muchas expresiones populares. También sería incorrecto imaginarse que la etapa en cuestión fue poco original o poco trascendente y pensar que los grandes cam­bios que dieron lugar al México actual deben buscarse exclusivamente en la Independen­cia, la Reforma, la Revolución o cualquier otro acontecimiento de los que se escriben con mayúscula. La realidad es que el siglo XVIII fue de sembradores, al que no le tocó vivir casi ninguna de las nuevas formas de vida que plantó, por el sencillo hecho de que le faltó tiempo y de que el terreno no fue fér­til o no se abonó o tardó en dar su fruto.

 

El propósito de las páginas que siguen es el de hacer resaltar una serie de temas cuya tónica está no en las innovaciones y los cam­bios, sino en las supervivencias y en elemen­tos que podríamos llamar constantes (pero que sería erróneo suponer estáticos) y no por ello dejan de ser propios y representativos del último tercio del siglo XVIII en Nueva España.

 

El estudio de una región en  particular puede ayudarnos a comprender mejor algunos aspectos de esta última etapa del siglo XVIII. El enfoque local, si bien tiene sus limitacio­nes, tiene la ventaja de darnos una dimensión más humana de las cosas y también la de ponernos en guardia contra las generaliza­ciones.

 

Oaxaca en el último tercio del siglo XVIII.

 

Trasladémonos a una ciudad que parece reflejar la prosperidad de esta época. Antequera de Oaxaca era la única población que merecía tal título en todo el sur de Nueva España, donde la gente había vivido siempre muy dispersa y repartida en infinidad de pe­queños pueblos. Por el número de sus habi­tantes, que fluctuaba entre los 18.000 y los 19.000, la ciudad ocupaba en 1790 el séptimo lugar, después de México, Puebla, Queréta­ro, Guanajuato, Zacatecas y Guadalajara.

 

Algo más de la mitad de esa población era española, criolla o mestiza, cosa que ma­nifestaba los orígenes de la ciudad y se deja­ba ver en el aspecto de sus edificios. Con el nombre de Antequera, que poco a poco caía en desuso, había sido fundada por españo­les en los años inmediatos a la conquista, y su planta trazada con calles rectas tiradas a cordel conforme al sistema urbanístico que se volvió norma en algunas partes de América. La necesidad hizo que las construcciones fueran sólidas, pues los terremotos se suce­dían con mucha frecuencia. En el siglo XVIII se renovaron muchos edificios y se constru­yeron más; por ejemplo, después de 1787, año memorable por haber ocurrido en él el recordado temblor de San Sixto. Cuarteadu­ras diversas y daños más o menos serios ofrecían la oportunidad de cambiar decoracio­nes o de incorporar alguna novedad, sobre todo en las iglesias, cuyo clero se contaba entre los principales beneficiarios de la pros­peridad de esos años.

 

Política y economía.

 

Pero hay que considerar en su verdadera dimensión la riqueza de que gozaba Oaxaca en el último tercio del XVIII La ciudad, en lo particular, nunca había sido muy rica, y a principios del siglo difícilmente ha de haber contado los 5.000 habitantes. A su alrededor, la provincia de Oaxaca tenía una población de 400.000 almas, gente en su mayoría indíge­na, muy aislada y poco ambiciosa, a diferen­cia de las zonas centrales del país, donde predominaba una población mestiza y criolla con muchos recursos a su alcance y una mentali­dad emprendedora, y cuyo desarrollo se toma comúnmente como ejemplo de las transforma­ciones que vivía por entonces Nueva España. En buena medida, la riqueza de la ciudad de Oaxaca se debía a un fenómeno en cierto mo­do externo. La industria textil europea, que estaba en pleno crecimiento, requería cada vez más colorantes y Oaxaca producía el carmín, la grana cochinilla, tinte obtenido de una variedad de  cochinilla que se criaba en los nopales. La grana era, después de la plata, el principal y más valioso producto de exportación de Nueva España en el siglo XVIII. En 1771 alcanzó su precio más alto en la historia 32 reales la libra, que significó un ingreso de 4.200.000 pesos. Aunque tanto la producción como el precio bajaron después, su valor osciló normalmente entre uno y dos millones de pesos al año.

 

Por ese entonces la cochinilla se criaba exclusivamente en Oaxaca, y el secreto de la producción del colorante era algo que a los comerciantes de otras naciones les hubiera gustado mucho conocer. Un botánico francés, Thierry de Menonville, se aventuró a hacer un viaje a Oaxaca en 1777 para robar el se­creto y unos ejemplares de nopales e insectos. Logró sacarlos del país, pero los perdió antes de llegar a su destino.

 

La cría de la cochinilla y la producción del colorante (que se obtenía matando, secando y exprimiendo los insectos) era una labor cien por ciento indígena. Eran contados los españoles o criollos que se dedicaban a ella. El paisaje rural de la provincia se había trans­formado radicalmente con la creciente deman­da del producto, pues inmensas extensiones de tierra estaban sembradas de nopales. A principios del siglo, cuando empezaba el auge de la grana, el obispo fray Angel Maldonado había expresado su preocupación porque los indígenas dedicados a la cochinilla abando­naban el cultivo del maíz, que en cualquier momento podía escasear. En efecto, la crisis y el hambre se presentaron en 1779 - 1780 y sobre todo en 1785 - 1787. Pero no fueron ésas las peores plagas que sufrió la población in­dígena de Oaxaca: ya desde el siglo anterior era la principal víctima de uno de los peores vicios de la administración colonial.

 

Como en toda Nueva España, los gobier­nos locales estaban a cargo de alcaldes mayores o corregidores (los términos eran sinóni­mos en el siglo XVIII), en su mayoría españo­les peninsulares que, entre otras cosas, debían responder por la recaudación de tributos de las jurisdicciones a su cargo. Su salario era muy bajo y tenían que dar una fianza al to­mar posesión. Esta la otorgaba generalmente un comerciante rico a cambio de la cual obtenía del funcionario local privilegios, venta­jas y consideraciones. El resultado era un co­mercio ilegal y nada honesto, conocido con el nombre de repartimiento, una especie de monopolio en que se daba a los indígenas la mercancía que necesitaban a un precio muy alto y hasta se les obligaba a comprarla, recibiendo a cambio su dinero o sus productos. Dos circunstancias hacían particularmente apetecible y provechoso este comercio ilícito en tierras de Oaxaca: lo valioso de la producción indígena -grana y algodón- y el aislamiento que garantizaba la impunidad. Tal vez eso ayude a explicar por qué el terri­torio oaxaqueño se fragmentó en gran número de jurisdicciones, cada una con su propia autoridad local. A pesar de la fragmentación, muchas de las alcaldías mayores de esta provincia, Xicayán, Villa Alta, Cuicatlán, Tepos­colula, Chichicapa, Oaxaca, Huajuapan y otras menores se contaban entre las más re­dituables del siglo XVIII. Y ciertamente los abusos y la impunidad habían sido tales, que a mediados del siglo anterior hicieron brotar en la vecina Tehuantepec un levantamiento indígena que se inició matando al alcalde ma­yor y se extendió al sur del virreinato.

 

Pero eran los comerciantes, más que los alcaldes mayores, quienes solían llevarse la parte del león, porque podían hacer muchas especulaciones provechosas con la grana y otros productos que obtenían a precios muy bajos. Unos eran de la Ciudad de México, poderosos miembros del Consulado de comer­cio que en ella estaba establecido, y otros de la propia Oaxaca. Pero no sólo ellos, tam­bién los conventos y otras corporaciones reli­giosas tenían tratos con los alcaldes mayores.

 

Los abusos y la corrupción de estos fun­cionarios eran ya tan evidentes y estaban tan extendidos por Nueva España, que las auto­ridades desde hacía mucho tiempo habían pensado en suprimir sus cargos. Ninguna de las medidas tomadas por la corona para evi­tar la explotación de los indígenas había resultado efectiva. Es cierto que el gobierno tampoco había hecho mucho por lograrlo. En su seno había grandes intereses encontrados. Después de todo, la grana constituía uno de los productos más valiosos del país, era producida por manos indígenas y prevalecía el criterio de que a la población nativa solamen­te se le podía inducir a trabajar por medio de la coacción y el látigo. Sin el repartimiento, se decía, decaería la producción, perderían los comerciantes y nadie querría hacerse cargo del gobierno de las jurisdicciones más remo­tas. Se le aceptó como un mal necesario y tuvo que ser reconocido oficialmente en varias ocasiones, particularmente en 1763.

 

El visitador José de Gálvez propuso en 1768 un plan de reorganización administra­tiva que suponía la implantación de Inten­dencias y la sustitución de los alcaldes mayores  y los corregidores por subdelegados, res­ponsables ante los intendentes y bien pagados, para que no tuvieran modo ni necesidad de dedicarse a ningún género de negocio. El proyecto, aunque inspirado en reformas administrativas llevadas a cabo en Francia y España, no parecía  ser muy apropiado para México y así lo entendía el virrey Bucareli, para quien antes que hacer costosas innovaciones había que procurar que el gobierno fuera capaz de imponer sus principios. ¿No serían las autoridades reales tan incapaces de controlar a los subdelegados como lo ha­bían sido ante los alcaldes mayores? El tiempo probó que Bucareli tenía razón, pues, cuando al fin se establecieron las Intenden­cias -especie de gobiernos provinciales- en 1786, las más altas autoridades del virreinato se vieron impotentes, como siempre, ante la magnitud del problema.

 

Para esto, la reforma sólo había podido llegar a promulgarse después de una larga se­rie de discusiones. Probablemente Gálvez, al planearla, subestimó el poder de quienes estaban más interesados en mantener el viejo sistema, los comerciantes, que tenían el apoyo del Consulado y la ventaja de formar parte, en su mayoría, de las milicias provinciales. Constituían, pues, un importante grupo de presión. Los mercaderes de Oaxaca y Méxi­co anunciaron que sería inevitable la ruina del comercio y la industria  de la grana  si se ponían trabas a sus inversiones, aunque con­vinieron en que se debería depurar el control administrativo para evitar  la corrupción. El poder de que gozaban se puso en evidencia en 1781, cuando lograron la abolición de un impuesto o alcabala al comercio interno de la grana que se había decretado apenas el año anterior.

 

El clero estaba también interesado en el asunto. El obispo don José Gregorio de Orti­goza se había colocado a la cabeza de la lucha contra los alcaldes mayores y sus abusos. Habiendo ocupado la mitra de Antequera en 1775, le tocó vivir los años en que la discusión estaba en su punto culminante, justo cuando tam­bién estaba en su cenit la producción del codiciado colorante. Al terminar la visita pastoral que hizo a su diócesis entre 1776y 1783 hizo público que el repartimiento era una verdade­ra peste de la cual lo único que se obtenía era la destrucción de los indios. Señaló que muchos naturales huían para escapar de los Corregidores y los alcaldes mayores y librarse de sus deudas, con lo que se perfilaba la de­sintegración de familias y pueblos enteros. La propia ciudad de Oaxaca estaba goberna­da por oficiales corruptos y no había quien impidiera las injusticias, los abusos de los co­merciantes y la delincuencia. Por su parte, los alcaldes mayores declaraban ser inocentes de todo... a la vez que el obispo no se abste­nía de sostener una vieja pretensión de su iglesia, la de que los productores indígenas debían pagarle el diezmo de la grana reco­lectada. Alegando que la catedral no tenía con qué mantenerse y dispuesto a todo pro­mulgó su terrible "Edicto sangriento" en 1780, excomulgando a todo aquel que no hiciese declaración jurada de su producción y no pagase el diezmo correspondiente. La su­puesta pobreza de la catedral era totalmente imaginaria. El clero de Oaxaca, tanto el secu­lar como el de los conventos, era de los más ricos de Nueva España, pues recibía cuan­tiosos diezmos de criollos y españoles por diversos conceptos y cantidades considerables como dotaciones y obras pías. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, el interés del clero oaxaqueño por adquirir tierras había ido en aumento y también empezó a hacerse de propiedades urbanas. Difícilmente podría recorrerse una legua de terreno en el valle de Oaxaca sin pisar una propiedad de la Iglesia, máxime que los propietarios laicos españoles eran cada vez menos. Sobre todo los conven­tos de Santo Domingo, Santa Catalina, la So­ledad y la Concepción poseían muchas buenas haciendas. Los fondos de las fundaciones piadosas y las capellanías se invertían abiertamente en negocios de repartimiento. De ahí la magnificencia de los templos y el es­plendor con que se mantenían.

 

Una vez implantado el nuevo sistema administrativo, en el que el repartimiento se suponía absolutamente prohibido, la imposi­bilidad económica de pagar salarios adecua­dos a los subdelegados dio finalmente al tras­te con los buenos propósitos de la corona. Se había pensado que dicha paga consistiera en el cinco por ciento de los tributos cobrados a los indígenas en cada jurisdicción. Pero el cobro de los tributos adolecía de muchos defectos. Por un lado, infinidad de personas evadían su pago y casi todos los gobernadores indígenas, que eran los responsables del pago de sus comunidades, arrastraban cuantiosas deudas. Por otro lado, se cometían con su cobro muchos abusos. El resultado era que el cinco por ciento de lo cobrado era demasiado poco para dejar satisfecho a cualquier funcio­nario, sobre todo si se ponía a comparar su paga con los pingües ingresos de sus antece­sores, los alcaldes mayores, en las zonas pro­ductoras de grana. Para colmo, el hambre de 1785 - 1787 hizo bajar aún más la recaudación de los reales tributos y ocasionó confusio­nes en su administración. En consecuencia, los subdelegados se vieron en graves aprietos económicos y se embolsaron los tributos. No faltó quien abandonara el puesto, como el de Huajuapan, dejando una atenta nota y una deuda de más de 17.000 pesos que el gobier­no tuvo que cobrar a su fiador. Porque los subdelegados, al igual que los alcaldes mayo­res, debían contar con un fiador que respon­diera  por ellos; pero ahora los comerciantes veían el poco provecho y el mucho riesgo que les iba en ello y se cuidaban muy bien de responder por nadie. Difícilmente encontra­ban los nuevos administradores locales quie­nes les dieran fianza y al fin, en algunas ju­risdicciones, los antiguos alcaldes mayores quedaron ocupando el puesto de subdele­gados.

 

La situación era tan delicada, que el vi­rrey Manuel Antonio Flores, al entregar el gobierno en 1789, recomendó a su sucesor, el segundo conde de Revillagigedo, que procu­rara volver al viejo sistema. Los comerciantes oaxaqueños no cesaban de enviar testimonios e informes a las autoridades del virreinato pintando un negro cuadro de las consecuen­cias que acarrearían las reformas: los indígenas, libres de la obligación, se dedicarían a la ociosidad y a la embriaguez, Oaxaca perdería su prosperidad y toda la riqueza de la grana vendría por tierra. Con este punto de vista coincidían algunos subdelegados y el obispo Bergoza y Jordán. Otros funcionarios, entre ellos el intendente don Antonio Mora y Pey­sal, estaban convencidos de lo contrario y de que la libertad de comercio en los pueblos de indios favorecería los intercambios y benefi­ciaría a toda la población. Ambos partidos presentaban todo tipo de pruebas en apoyo de sus opiniones. Lo cierto es que la producción de grana, si bien hacía tiempo que había bajado de las impresionantes cifras de 1771, no experimentó con motivo de la implanta­ción de las Intendencias una baja tan sensi­ble como entonces se quiso hacer creer. A pesar de las protestas, que se levantaban en toda Nueva España, y de que era evidente que el nuevo sistema empezaba a corromper­se como el viejo, Revillagigedo no introdujo ninguna novedad.

 

Fue su sucesor, Branciforte, quien aflojó el control, manteniendo una política neutral que dio pie a que los subdelegados se com­portaran exactamente como antes los corre­gidores y los alcaldes mayores, entregados impunemente al comercio de repartimiento. En 1794 se acordó tolerarlo oficialmente, “siempre que no se cometieran abusos”, lo cual era dejarles la puerta abierta y dejar en letra muerta todas las reformas de la década anterior en lo referente a gobierno y administración local. El asunto se discutió todavía por mucho tiempo en México y en el Consejo de Indias, pero nunca se llegó a una decisión. Así, los comerciantes recobraron el dominio de la producción de grana.

 

Pero de cualquier modo la posición de muchos de ellos había cambiado substancial­mente. Con la plena apertura de Nueva Espa­ña al comercio libre en 1789, surgió en Vera­cruz un grupo pequeño pero emprendedor de comerciantes que entró en competencia con el de México. El nuevo grupo aspiraba más que nada a dominar el comercio de la grana y empezó a relacionarse con los subdelegados, sustituyendo a los comerciantes de México, y a relacionarse también con los mercaderes oaxaqueños. Tenían a su favor el hecho de que el comercio entre Veracruz y Oaxaca era directo y más fácil que el que esta última ciudad pudiera tener con México, y también una mentalidad comercial más moderna. Cuando lograron dar su más duro golpe a sus colegas de la capital, al fundar su propio Consulado en 1795, su dominio sobre Oaxa­ca había llegado a ser casi absoluto.

 

Tal era, pues, la compleja situación en que se desenvolvía Oaxaca en el último ter­cio del siglo XVIII. Muchos aspectos de su vida dependían estrechamente del juego polí­tico y económico que a grandes rasgos hemos explicado, pues la riqueza de la ciudad era la del lucrativo y poco honesto comercio de la grana. Años después, cuando el precioso Co­lorante se empezó a cultivar en Guatemala y en Africa, y cuando se logró obtener el mismo carmín con otros procedimientos, la ciudad presintió notablemente el fin de su comercio. Es interesante advertir que su extensión ur­bana a. fines del siglo XVIII era casi la misma que la que ocupaba en 1950. En el campo, marginado y pobre como siempre, la pobla­ción indígena abandonó indiferente los nopa­les y se dedicó de nuevo al cultivo del maíz.

 

Oaxaca contaba también con otras fuen­tes de riqueza. Hemos mencionado la pro­ducción de algodón, que dependía fundamen­talmente de las cosechas de Jamiltepec, en la región sudoccidental de la provincia, de la costa de Pacífico y de las tierras templadas del norte. En la ciudad había obrajes que mantenían una producción considerable, aunque técnicamente poco avanzada, y que fun­cionaban con la mano de obra de más de qui­nientas personas. Las telas de Oaxaca eran apreciadas y se vendían bien en la Ciudad de México, en las poblaciones de El Bajío y en los centros mineros del norte.

 

Por otra parte, no debe suponerse que la población indígena vivía homogéneamente sumida en la terrible situación de explotación que hemos estudiado. Un caso diferente, aunque en cierta medida excepcional, lo dan los pueblos indígenas del valle de Oaxaca, es decir, los que rodeaban a la ciudad de Antequera en una área de no más de treinta kilómetros a la redonda. La necesidad de abastecer a la ciudad les permitió dedicarse a la ganadería, la agricultura y las artesanías, en las que no era de esperarse que los comer­ciantes pusieran el interés que pusieron en la grana; y la proximidad al gran mercado de la capital provincial hacía imposible implantar el repartimiento forzoso de bienes entre ellos. A algunos indígenas benefició el hecho de estar sujetos a las autoridades del Marquesado  del  Valle,  que tenían encargada la admi­nistración política de una parte de la región al poniente y al sur de la ciudad de Oaxaca; la jurisdicción llamada de las Cuatro Villas. El Marquesado era una institución que vivía en buena parte de los tributos de sus vasallos, y para tener seguro el cobro de los mismos le convenía mantener a su población libre de cargas ilegales y en plena posesión de sus tie­rras y bienes.

 

A diferencia de lo que sucedió en el cen­tro de México, los pueblos del valle en gene­ral, y no solamente los del Marquesado, lograron conservar sus tierras a lo largo del período colonial y la nobleza indígena pudo mantener privilegios económicos conside­rables. La propiedad de los españoles no pudo expandirse porque las tierras que que­daron las tomó la Iglesia. Ya mencionamos que las ocupadas por particulares españoles o criollos eran cada vez menos en el si­glo XVIII, y la razón es que las actividades más lucrativas para ellos eran el comercio y la administración.

 

Relacionada con las actividades económi­cas propias de la provincia estaba la del transporte de materias primas y productos elaborados de Oaxaca y hacia ella. Como la ciudad era la única población grande en medio de una inmensa región rural de casi cien mil kilómetros cuadrados, es natural que fuera un nudo importante de comunicaciones y un mercado interregional de primer orden. El comercio se hacía sobre gruesos trenes de mulas que recorrían los tres caminos principales: a Huajuapan, Puebla, Cuautla y México uno; a Tehuacán, Orizaba y Veracruz otro, y a Tehuantepec, Chiapas y Guatemala el tercero, amén de las rutas locales. Desgraciadamente nos son desconocidos muchos detalles de la organización de los caminos y de la arriería en esta parte de México. Es sabido que la ruta de Tehuacán, que pasaba   por Cuicatlán y Teotitlán del Camino, se había convertido hacia el siglo XVIII en una de las más transitadas de Nueva España, y lo fue más a finales del siglo conforme los lazos mercantiles entre Veracruz y Oaxaca se fueron haciendo más estrechos. Por el camino del sureste, lo más traído era el cacao de Soconusco, de la costa de Chiapas, que era entonces una provincia de Guatemala. Este producto mantenía una de las más respetables industrias de la vieja Antequera, la del cho­colate. "Hácese el mejor y más sazonado chocolate de toda Nueva España", decía el padre Florencia a fines del siglo XVII en su Historia de la Compañía de Jesús,  y puede decirse todavía en nuestros días. El comercio con el resto de Guatemala era muy escaso, pero la comunicación estaba abierta y la situación de Oaxaca sobre el camino de México a la vecina Capitanía General, si acaso no be­nefició notablemente, sí es cierto que influyó en la vida de la ciudad. Las noticias de Guatemala llegaban a ella con prontitud. La naturaleza de las relaciones entre las dos ciudades se aprecia mejor si se piensa que al sobrevenir la guerra de Independencia y du­rante las campañas de Morelos, el obispo, el intendente, varios funcionarios y sobre todo algunas de las principales familias españolas de Oaxaca emigraron a Guatemala.

 

La sociedad.

 

Por los caminos llegaban también muchas de las novedades que tenían mucho éxito en diversas partes de Nueva España. Parece ser que el terreno de las costumbres era el más susceptible a los cambios, porque la austeridad tradicional era exagerada y tenía que ceder algún día. Testimonios que nos han quedado de muchos acres censores de la vida novohispana a fines del siglo XVIII nos hablan de una sociedad insufrible, depravada, las­civa, afeminada, relajada, desentonada, loca perdida, profana, apocada y corrupta, por no citar sino once de entre los numerosos conceptos semejantes expresados por dichos se­veros censores en documentos de la época. En Oaxaca, el escandalizado obispo Ortigoza se vio precisado a publicar el siguiente edicto en agosto de 1782: "Don José Gregorio Alonso de Ortigoza, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica obispo de esta ciudad de Antequera Valle de Oaxaca y su obispado, del Consejo de Su Majestad Católica:

 

"El desorden, que vamos a reprender y prohibir, ha sido siempre uno de los que más ha ejercitado la vigilancia y celo de los prelados de la Iglesia de Dios, a cuyo cargo ha puesto la salvación de las almas redimidas con su preciosísima sangre, y es de tanta gravedad, que da materia, no sólo para for­mar un edicto, como el presente, sino es para una pastoral muy dilatada.

 

"Con no poca amargura de nuestra alma hemos entendido por informes de personas graves, y celantes, que en esta ciudad, y obis­pado, entre nuestros súbditos se va introduciendo, o por mejor decir está ya introducida, la peste de las almas, y la ruina de la modes­tia, y pudor cristiano: Los bailes digo, y especialmente ciertos bailes lascivos, y llenos de abominación, indignos de nombrarse en­tre cristianos, por sus canciones, gestos, mo­vimientos, horas, lugares, y ocasiones, en que se ejercen, y frecuentan.

 

"Para conocer que los bailes, como hoy se practican entre hombres y mujeres, son posi­tivamente contrarios a la profesión del cris­tianismo que hicimos en el bautismo, no es necesario hacer reflexión a la doctrina, que en este punto nos dan las Santas Escrituras, en el Viejo y Nuevo Testamento, los sagrados Concilios, Santos Padres, y Doctores de la Iglesia; basta una razón bien ordenada, y un juicio  no pervertido, para asentir a esta verdad, y confesarla, a pesar de la corrupción de los corazones de los hombres por perversos que sean. Si esto no es bastante para desva­necer la ilusión, y ceguedad, de muchos, creednos, creednos, que el mismo demonio padre de  la mentira, se ha visto precisado a confesar que él es el autor de los bailes.

 

"Como nuestra intención, y el fin de este edicto, no es prohibir de un mismo modo, y con iguales penas, todos los bailes, exhorta­mos a todos nuestros súbditos, que se abs­tengan aun de aquellos, que pasan, y se estilan entre gentes honradas, como peligrosos, y lazos de la honestidad. Pero siendo, como son, no sólo ocasionados a pecar, sino peca­minosos en sí (sin que esto pueda ponerse en cuestión), los que llaman la llorona, el rubí, la manta, el pan de manteca, o de jarabe, las lanchas, el zape, la tirana, la poblanita, los temazcales, y otros, por lo lascivo de las coplas, por los gestos, y meneos, y desnudez de los cuerpos, por los mutuos recíprocos tocamientos de hombres, y mujeres, por ar­marse en casas sospechosas, y de baja esfera, en el campo y en parajes ocultos, de noche, y a horas en que los señores jueces no pueden celarlos, para no hacernos reos en el tribunal de Dios de un disimulo delincuente, siendo traidores a una de las principales obligaciones de nuestro sagrado ministerio, por las presen­tes, prohibimos, con grave, y formal, precep­to, bajo la pena de excomunión mayor, trina canonica manitione en dro., praemisa labre sententiae con citación para la tablilla ipso facto incurrenda, los citados bailes de la llorona, el rubí, la manta, el pan de manteca, o de jarabe, las lanchas, el zape, la tirana, la poblanita, los temazcales, y otros cualesquiera lascivos, mandando, como mandamos, a todas, y cualesquiera personas de uno, y otro, sexo, vecinos, estantes y habitan­tes  en esta ciudad, y obispado, que se abs­tengan de ellos, en público, o en secreto, en las casas, accesorias, zaguanes, en las calles, o en el campo. Y prometiéndonos de la vigi­lancia de los señores corregidor, y alcaldes ordinarios de esta ciudad, y demás justicias reales de la diócesis, que en cumplimiento de la obligación que les incumbe de extirpar es­tas abominaciones del pueblo cristiano, pres­tarán los auxilios convenientes, y contribuirán con su autoridad, al remedio de tan grave daño, los exhortamos, y pedimos en las entrañas de Jesucristo, con toda la eficacia que nos inspira nuestro fervor, y deseos de la salva­ción de las almas, a que celen estos desórde­nes, y obscenidades. Y para que llegue a noti­cia de todos, y no tengan excusa, se fijará este edicto en nuestra Iglesia, y demás sitios que convenga, y se circulará en el obispado. Dado en nuestro Palacio Episcopal de Antequera, a veintiséis días del mes de agosto de mil setecientos ochenta y dos años.

 

"Quedándose con copia cada cura, para publicar este edicto, y fijando un tanto en la puerta de la iglesia, se enviará al curato si­guiente.

 

"El obispo de Oaxaca".

 

Por otro lado, debemos reconocer que la mayor parte de los testimonios que nos hablan de una sociedad depravada y corrompida (aun tomando en cuenta lo que se entendía entonces por eso, que hoy no sería gran cosa) son ciertamente exagerados. El edicto del obispo Ortigoza pudiera parecernos también injusto, porque acusa solamente la deshones­tidad y la desnudez de los pobres (que nunca estuvieron bien vestidos) y olvida que el afrancesamiento y la frivolidad fueron llevados primero que nada a los salones, a las ter­tulias, a los cafés y a los paseos por los virreyes y los altos funcionarios, que no hacían más que copiar la última moda europea. Pero no podemos acusarlo de parcial mientras no tengamos la seguridad de que en Oaxaca, en esa fecha –1782-, el relajamiento de las cos­tumbres hubiese afectado a todos los niveles de la sociedad. Porque las costumbres populares tenían sus propios medios de difusión -arriería, ferias, peregrinaciones, etc.- que ni eran los mismos ni tenían que correr pare­jos con los que llevaban las costumbres de las clases media y alta. La mayor parte de los testimonios que tenemos referentes a las cos­tumbres de éstas se refieren a la Ciudad de México, y el estado actual de nuestros conocimientos históricos no nos permite asegurar que en Oaxaca predominaran las mismas.

 

Pero hay razones para suponer que la vida de la ciudad no se modernizó mucho en esta época que estudiamos. A éste respecto es muy reveladora la historia del arte y en particular la de la arquitectura religiosa, que es una de las expresiones más acabadas de los gustos y las ideas estéticas de una sociedad. Se ha advertido por una parte que en Oaxaca fue poco socorrida la modali­dad estípite del barroco mexicano, y en cam­bio rápidamente adoptada la neóstila, que puede situarse en términos generales entre 1770 y 1795 y que parece llevar consigo el deseo de renovar una tradición arquitectónica que, como la que dominaba hasta entonces en Nueva España, era fundamentalmente rígida y estática. Pero por otra parte, el neoclásico, que significa la renovación total del arte y su sujeción a principios académicos, que era entonces lo más moderno, casi no dejó huellas en esta ciudad durante la época colonial. En 1805 México y otras ciudades, desde Pue­bla hasta El Bajío, contaban ya con impor­tantes construcciones neoclásicas, pero el am­biente barroco de la opulenta Antequera aún no había sido amenazado. El barroco neástilo parece corresponder a una etapa del siglo XVIII en que, con un nueva sentido crítico, se desconfía de los viejos valores y se está dispuesto a la apertura y el reformismo, pero sin llegar demasiado lejos. El neoclásico va más allá, a la negación de la propia cultura y a la bús­queda de una nueva, ilustrada y racional, y corresponde a una etapa inmediatamente pos­terior.

 

Es dudoso que la sociedad oaxaqueña haya alcanzado esta segunda etapa a finales del siglo XVIII y aun a principios del XIX. Los que han visto un siglo XVIII totalmente renovado, secularizado e ilustrado en Nueva España han calificado al conjunto con lo visto en algunas ciudades o dentro de algunos círculos. Pero tampoco debe negarse la modernidad de Oaxaca. Si es correcto derivar del arte una  interpretación como la que he­mos hecho, apoyada con los datos de este breve estudio de la ciudad y su región, es evidente que Oaxaca vivía la crisis de los va­lores tradicionales y estaba dispuesta a la apertura. Aunque no haya superado aqué­llos ni logrado ésta, como sucedió en otros lugares de Nueva España, haberlo intentado es muestra suficiente de que vivía el espíritu del siglo.

 

Aspectos de la vida de una villa mexicana: Guadalupe a finales del siglo XVIII.

 

Las calamidades.

 

La plaga más terrible que asoló a la villa de Guadalupe durante varias cen­turias fueron las inundaciones a que se vio sujeta, algunas de las cuales, como las acaecidas en los años de 1756, 1763, 1767, 1795 y 1814, produjeron incalculables perjuicios.

 

Para comprender los temores que en la Ciudad de México se produjeron ante el peligro de verse inundada ella mis­ma, es preciso tener una idea de las proporciones que este azote alcanza­ba. Vamos, pues, a reproducir la des­cripción hecha por el escribano que pasó con el oidor Trespalacios a hacer un reconocimiento de los daños origina­dos por la inundación que ocurrió, a causa de las copiosas lluvias, en la ma­drugada del 30 de septiembre de 1763.

 

Hemos de advertir que esta descrip­ción fue formada no en el momento de máximo peligro, sino después de que se hubieron ejecutado algunas providen­cias para contener las aguas.

 

“Cuando llegó el oidor al santuario (de Guadalupe), nos dice el escribano, se vio venir tan excesiva abundan­cia (de agua) por la calle que nombran de Terrenate, y es la que va para a arquería, que estaban aislados los ve­cinos de las casas de uno y otro lado, por llegar la agua hasta las puertas, y salía con tal ímpetu para la Plaza, que formaba en toda ella un caudaloso río, y extendiéndose desde las faldas del puente hasta el cementerio de la igle­sia. Y al pasar por ella daba el agua a los pechos de las mulas del coche en el centro de la Plaza. Y apeado Su Señoría en el cementerio, se reconoció que era poco lo que faltaba para que hubiese entrado a él el agua, que se percibía, por las señales de ésta,  el que había bajado de la altura a que subió.”

 

Era, así, natural que la Ciudad de Mé­xico mandara a sus maestros de arqui­tectura con toda presteza a averiguar las causas y a remediar los daños. En esta ocasión el maestro don Ildefonso de la Iniesta abrió un portillo al río de Guadalupe, en terrenos de la hacienda de Aragón, con lo que las aguas, sa­liendo de madre, inundaron entonces las tierras de los indios de la villa y de Zacualco y los sembradíos de la ha­cienda, y rebalsándose en la garita de Peralvillo, donde existía una especie de hoya, amenazaron inundar la Ciudad de México.

 

Con toda precipitación y ante tal amenaza, se cerró el 11 de octubre el portillo abierto; pero entonces se vol­vió a inundar la plaza del santuario y la iglesia sufrió serios desperfectos. Al día siguiente estaban tan anegados los caminos laterales de la calzada de piedra que sólo por canoas podían ser transitados.

 

Fue preciso ante todo levantar las duelas de la compuerta que estaba inme­diata a la garita de Peralvillo, des­truir una presa de piedra y un terraplén que habla hacia el rumbo del Peñón y abrir varios portillos, trabajos todos ellos que se tuvieron que ejecutar en canoas.

 

En el año de 1767, también a causa de las lluvias que cayeron, la capital del virreinato volvió a sufrir otra terrible inundación durante la cual los vecinos, para poder salir de sus casas, se vieron obligados a hacerlo por medio de puen­tes levadizos.

 

A veces, las inundaciones eran origi­nadas por otras causas. Por ejemplo, la de 1795 y años siguientes se pro­dujo porque el río de Guadalupe y la acequia de las canoas no estaban de­bidamente limpios y, al empezar a llo­ver, como la calzada vieja servía de presa a las aguas, la tierra que había entre ambas calzadas se volvió una la­guna intransitable.

 

Otra de las calamidades padecidas con frecuencia por la villa y los pueblos indígenas de los alrededores fueron las pestes.

 

En los años de 1806 y 1807 se des­arrolló una que, por sus efectos, parecía que iba a desolar la región. Se ca­racterizaba por una fiebre maligna y muy contagiosa que, a los cuatro, siete o nueve días de adquirirla, provocaba la muerte.

 

En las afueras del pueblo de San Juan Ixhuatepec, en donde era mayor el número de apestados, se estable­ció un hospital que impartía todos los auxilios que el virrey había ordenado se prestaran. Las medicinas, los ali­mentos y los cuidados de los médicos enviados de la capital, unidos a un aseo escrupuloso, evitaron que la peste se extendiera. Con todo, el número de fallecidos en esta ocasión fue de 206, de los cuales más de la mitad eran ve­cinos de San Juanico.

 

Otra paste de terribles estragos fue la causada por una fiebre pútrida acae­cida en 1810 y que también tuvo por principal asiento a Ixhuatepec.

 

La habitación.

 

La falta de edificios destinados para habitación en la villa provocó nume­rosisímas protestas desde que pasaron a residir a Guadalupe los capitulares. La escasez se fue acentuando por la ruina de los edificios antiguos y por el aumento de la población. Pero los clamores levantados por esta causa sólo fueron escuchados al trasladarse a la villa la fábrica de cigarros.

 

En la representación fechada el 26 de julio de 1784, el abad y el cabildo de Guadalupe solicitaron del rey que para incrementar la población ordenara que la fábrica de puros y cigarros de la Ciudad de México se trasladara a la villa, a fin de que los diez o doce mil individuos que en ella trabajaban, y que constituían cerca de tres mil familias, se avecindaran en este lugar.

 

El director del tabaco se mostró ad­verso a la idea del traslado expresando que la administración resentiría serios perjuicios y la villa en nada se bene­ficiaría en caso de realizarse esta medi­da, porque los operarios de la fábrica pertenecían a una clase social ínfima.

 

Pero el cabildo aseguró en otra re­presentación dirigida al protector del santuario el 9 de febrero de 1787 que, habiendo menos escándalos y malos ejemplos en Guadalupe que en México, las costumbres de los cigarreros indu­dablemente mejorarían, y la adminis­tración del tabaco también percibiría considerables beneficios. Uno de ellos era la posibilidad de que se uniera el almacén con las oficinas, con el consiguiente ahorro de trabajo, reducción de expedientes y supresión de robos, lo cual no podía verificarse en México porque no había sitios disponibles tan extensos como se requería y, aunque los hubiera, su costo tenía que ser muy elevado. Otro de los beneficios era el ahorro de fletes del tabaco y del papel, pues, siendo la villa jornada obligada de las recuas que conducían estos produc­tos, los arrieros podrían descargar allí las remesas y las mulas gozar de las ventajas que ofrecían los mejores po­treros del rumbo y, para ofrecer un mayor número de ventajas, el cabildo se comprometía a vender las casas que la colegiata poseía en la Ciudad de México para el culto de la Virgen, obras pías y aniversarios, con el objeto de fa­bricar en la villa las casas de los ope­rarios, conformándose con pedir una reducida cantidad por su arrendamiento.

 

La respuesta no se hizo esperar, pero en un sentido negativo: el rey dispuso que por entonces no se hiciera en este asunto ninguna novedad. Sin embargo, el cabildo insistió repetidas veces en su petición y, al fin, el virrey accedió a sus súplicas aprobando un proyecto que se refería a la subdivisión en varias de la fábrica de México, con el objeto de evi­tar los perjuicios dimanados de la reu­nión de tanta gente en un solo lugar.

 

La fábrica de cigarros se trasladó a la villa el 16 de agosto de 1799, alquilándose para ella y con carácter pro­visional mientras se obtenía la aproba­ción real, el mesón de San Antonio, que estaba situado en el paseo del Bos­que y al cual se le hicieron rápidamente las adaptaciones necesarias. La real orden de 25 de enero de 1800 autorizó esta medida.

 

Pero la colegiata no consiguió vender tan prestamente como se lo había propuesto las casas que poseía en México, por lo que, con la llegada de los tra­bajadores de la fábrica, el problema de la habitación en  Guadalupe revistió caracteres más agudos, puesto que los dueños de las fincas se negaron a re­parar oportunamente los deterioros de sus casas, o si lo hacían, era con una lentitud desesperante a fin de no arren­darlas hasta que los cigarreros estuvie­ran en la villa y se vieran obligados a pagar subidos alquileres.

 

Varios bandos, que autorizaban la construcción de casas y prohibían la alteración de precios de las que esta­ban ya fabricadas, se habían publicado; pero no eran obedecidos por nadie, por­que el justicia de México no había pre­cisado con exactitud en cuáles sitios podía edificarse, ni tampoco había to­mado en cuenta la condición de los solicitantes de casas, muchos de los cuales estaban reducidos a tan mísera situa­ción que el magistral de Guadalupe, doctor Francisco Vélez, afirmaba que estaban imposibilitados tanto para la­brar en lo eriazo como para reedificar lo arruinado.

 

La situación nos la expone el mis­mo magistral, quien afirmaba que había algunas casas  “...en que han subido con exceso el arrendamiento, pero la orden de que se repongan a su antiguo precio se ha de entender con el juzgado. Y hay otras fincas de particulares engreídos que, aprovechándose de la ocasión, las han puesto en otro tanto más de lo que valían sin acordarse que ni sus casas han variado de situación, ni los que las pueden habitan del esta­do de pobres”.

 

El arcipreste no se limitaba a descri­bir cuadros amargos. Concretamente, sugería las providencias que deberían tomarse respecto a estos propietarios voraces:

 

“... como a vecinos tiranos y no úti­les a la república, el justicia debía noti­ficarles en sus propias personas, hacerlos que obedecieran y que cono­cieran las obligaciones que tienen de servir a un público de quien sacan pro­vecho”.

 

Y, desde luego, proponía que se re­curriese a los caudales públicos y a los hombres ricos que pudieran otorgar fácilmente préstamos para edificar nue­vas casas.

 

Ahora bien, en Guadalupe no existían casas de vecindad, que eran las que habitaban los individuos de las clases humildes a las que pertenecían los ci­garreros. Estos, pues, se vieron obliga­dos a continuar viviendo en la Ciudad de México y acudir diariamente a la villa. Y en la calzada de Guadalupe era un espectáculo obligado a todas horas del día el que presentaban los trabajadores de ambos sexos transitando velozmente para llegar a tiempo a sus la­bores.

 

Las penalidades de los operarios y el abuso de los caseros, junto con la falta de energía que demostraban las autoridades, hacían que se desbordara como un torrente la indignación del cura magistral, el cual interpelaba en una vibrante representación dirigida al virrey:

 

“¿Que hacen, Señor Excelentísimo, los ingenios patrióticos, los Amigos del País, los maestros de obras y nuestros Académicos de Artes Prácticas que no proponen a la Nobilísima ciudad ideas adaptables para fabricar en Guadalupe, cuando saben lo mucho que insta el Rey Nuestro Señor para que se pueble este Santuario que ha honrado con el título de Insigne, y cuando a todos oyen decir la necesidad que hay de casas en Guadalupe para los nuevos habitantes? Si a la Academia y a los maestros les toca proponer y al gobierno político y económico el instruirse para obrar, yo no sé a qué esperan para hacer sus oficios”.

 

Al fin, estas quejas encontraron eco. El protector del santuario ordenó al teniente de la villa que obligara a todos los dueños de las casas a que inmedia­tamente y sin aducir el menor pretexto dieran principio a las obras de reparación, y creemos que la Ciudad de Méxi­co movilizó a todos sus maestros de obras, y la colegiata, una vez vendidas sus propiedades, edificaría las casas que había propuesto, porque las quejas sobre este punto no volvieron a presen­tarse nunca más.

 

(El texto de todo el inciso E se tomó de Delfina E. López Sarrelangue: Una villa mexicana en el siglo XVIII, págs. 116-130, México, 1957).

 

El Estado de los marqueses del Valle de Oaxaca en el siglo XVIII.

 

Se recordará que, pocos años después de la conquista de México, Hernán Cortés obtuvo de los monarcas españoles una serie de recompensas y privilegios entre los cuales había uno muy considerable: una especie de dominio señorial sobre ciertos territorios y sus habitantes. Es lo que se conoció como Estado del Marqués del Valle de Oaxaca, aludiendo con este nombre al título nobiliario que simultáneamente se concedió a su poseedor. En aten­ción a este mismo título, se conocía también dicho señorío con el nombre de Marquesado. Se recordará también que éste era mucho más extenso de lo que su nombre sugiere, abarcando su territorio no sólo el valle de Oaxaca, Sino vastas regiones en los alrededores de Coyoacán, Cuernavaca, Toluca, San­tiago Tuxtla, Tehuantepec y otras po­blaciones más. Tal vez para evitar malos entendidos, en el siglo XVIII se generali­zó la costumbre de llamar a este inmen­so señorío, un poco ambiguamente, El Estado, o a mayor abundamiento, Esta­do y Marquesado del Valle.

 

Pero ¿cómo era posible que existiera aún, a finales del siglo XVIII en el seno de una sociedad tan moderna y tan cambiante, semejante institución feu­dal, propia de los tiempos caballeres­cos? El caso es que el celebre Estado estaba en pleno apogeo. Habrá que considerar que ni esa sociedad era tan moderna, ni semejante institución era tan puramente feudal.

 

El Marquesado contaba ya con una historia política bastante accidentada. En dos o tres ocasiones perdió el favor de los reyes de España y estuvo "secuestrado" y a punto de desaparecer, pero los marqueses fueron siempre hábiles para ganarse de nuevo la real protección. Para entonces, ya difícilmente se reconocería en ellos a los des­cendientes del gran conquistador, pues de herencia en herencia todas las pre­rrogativas y los bienes de éste habían ido a parar íntegros, a unos señores napolitanos que llevaban el apellido Cortés en quinto lugar y que jamás ha­bían puesto, ni pusieron. un pie en la América.

 

Aquí en Nueva España, el Marquesa­do era toda una institución que tenía un gran número de funcionarios y a su cabeza un gobernador. Este era un personaje respetable, conocido e impor­tante en la corte novohispana del siglo XVIII. Se rodeaba de un aparato oficial bastante llamativo, sobre todo en las grandes ocasiones, como las tomas de posesión de otros funcionarios o de los alcaldes mayores que iban a regir, en su representación, cada una de las siete jurisdicciones territoriales en que se dividía el Estado en esa épo­ca:  Coyoacán,  Cuernavaca,  Toluca, Charo, Santiago Tuxtla, Cuatro Villas de Oaxaca y Jalapa de Tehuantepec. El gobernador manejaba también una cantidad considerable de dinero, cercana a los cien mil pesos anuales, producto de las rentas del Marquesado -impues­tos y tributos- y de diversos negocios particulares de los marqueses. Dispo­nía de los terrenos baldíos compren­didos dentro de su jurisdicción, e in­tervenía en diversos asuntos de las comunidades indígenas. Sobre todo, intervenía también en la administración de justicia al lado del Juez conser­vador, otro importante funcionario.

 

La lista de las atribuciones del gober­nador define bastante bien lo que era el Marquesado del Valle en esa época: la administración autónoma de gobierno y justicia en un territorio determi­nado. El límite de esa autonomía estaba en el reconocimiento de la soberanía suprema del rey y en la irrestricta suje­ción a las leyes del reino. El Marquesa­do carecía, por lo tanto, de poder polí­tico y de facultades legislativas.

 

La autonomía del Marquesado era respetada algunas veces por las más al­tas autoridades de la colonia, y viola­da muchas, cosa que daba lugar a complicados, enmarañados e interminables procesos legales. La audiencia de Mé­xico no perdía ocasión de disputarle al Estado injerencia en cuestiones de justicia, y las autoridades marquesanas constantemente se quejaban de la mala voluntad que les mostraba. Los virre­yes, en cambio, parecen haber sido mas condescendientes, o menos celo­sos, y rara vez intervinieron en el go­bierno del Estado, como no fuese para confirmar alguna disposición en nom­bre del rey.

 

Así, en el siglo XVIII, el Marquesado constituía un gran aparato administrativo que nada tenía de feudal. El feu­dalismo supone una autonomía políti­ca y una verdadera autoridad frente al rey a menudo en pugna con éste. Bajo un régimen feudal es de esperarse una marcada diferencia entre las condicio­nes de vida de un vasallo del rey y las de un vasallo cualquiera de uno de esos señores bien armados y dueños de vi­das y fortunas, a veces benevolentes y a veces tiranos. En cambio, en la Nueva España del siglo XVIII, ser vasallo del Marquesado -y así se llamaba aún a todo habitante de su territorio, fuese español, indio o mestizo- no significaba mayor cosa. En casi nada se diferen­ciaban las condiciones de vida de uno de éstos, de las de uno de sus seme­jantes vasallos directos de la jurisdic­ción real. Pagaban los mismos impues­tos y tributos aunque el beneficiario fuera diferente, se regían por las mis­mas leyes, usaban la misma moneda y sufrían igual que todos de las carestías y las escaseces.

 

¿Quiere decir todo esto que el Mar­quesado carecía de personalidad e importancia? No. La simple supervivencia de este señorío es muy significativa. y su estudio nos ayuda a percibir algunos aspectos de la historia del siglo XVIII.

 

La vida en el Marquesado podía ad­quirir algunos matices locales. En otro lugar de este mismo artículo se advir­tió que el interés que tenían sus autoridades en cobrar íntegramente el tributo indígena se traducía en una ad­ministración menos corrupta, y en la protección a la propiedad rural de las comunidades. Pero es un fenómeno que no se conoce lo suficientemente bien como para suponerlo constante o ge­neralizado.

 

La supervivencia del Marquesado muestra que la política reformadora de los Borbones no fue muy radical. Quie­nes la dirigían estuvieron siempre dis­puestos a aceptar casos de excepción y a atender a privilegios particulares o corporativos. Inclusive en un asunto que se había meditado tanto y se con­sideraba de capital importancia, el esta­blecimiento de Intendencias que garan­tizaran un mejor control administrativo y anularan los vicios de las antiguas alcaldías mayores, se autorizó expresa­mente la supervivencia de las perte­necientes al Marquesado, que no que­daron sujetas a ninguna intendencia (cosa que debe tomarse muy en cuen­ta al trazar el mapa político de fines del siglo XVIII). En otra parre de este volumen, al hablar de la provincia de Oaxaca a fines de este siglo, se ha visto también cómo las excepciones y las fallas desvirtuaron totalmente el significado de las reformas. De este modo, se toleraron también excepcio­nes en otros asuntos y en otras loca­lidades. El caso de las encomiendas también es muy ilustrativo. Debe ad­vertirse de paso que el Marquesado no fue una encomienda -institución ésta que afectaba exclusivamente a la población  indígena- aunque en sus principios haya surgido de las enco­miendas de Hernán Cortés y haya com­partido rasgos de esas instituciones tan características y estudiadas ya. A pe­sar de que se ordenó la abolición de las encomiendas en 1718, la política bor­bónica de conceder excepciones permitió la supervivencia de muchas.

 

También es interesante constatar cómo el recuerdo de los tiempos de la conquista se dejaba sentir de vez en cuando. Durante los largos y frecuentes litigios entre la Audiencia y el Marquesa­do éste argumentaba siempre que sus privilegios eran intocables porque habían sido concedidos originalmente a Hernán Cortés, conquistador de Nue­va España. La Audiencia, de suyo un organismo bastante anticuado, era muy sensible ante argumentaciones de este tipo, que tal vez resultarían anacrónicas en el contexto de otras esferas más modernas o ilustradas del gobierno. Los monarcas reformadores de esta última  época  colonial  raramente se atrevieron a hacer desaparecer las viejas instituciones para dar lugar a las nuevas, sino que las dejaron convivir. Así, en España, se toleró que el torpe Consejo de Indias siguiera ocupando un lugar al lado de las flamantes Se­cretarías de Estado.

 

Pero no por esto debe suponerse que el siglo XVIII permanecía aún al borde de la Edad Media. Pensemos en la Europa de hoy, que no es menos moderna por contar entre sus estados a Andorra y San Marino. Debe comprenderse que una mentalidad moder­na -como la que empezaba a surgir en Nueva España en el siglo XVIII- no tiene que llevar aparejado el repudio a su­pervivencias de otros tiempos.

 

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Taylor, W. B.  Landlord and Peasant in Colonial Oaxaca, Stanford University Press, 1972.

 

75.            Nueva España a principios del siglo XIX.

Por: Ernesto Lemoine.

 

Escribe el historiador Ralph Roeder que ''en las vidas de las naciones se destacan cier­tos años singularmente más importantes que épocas enteras, porque las sintetizan". Podría ser 1803 uno de esos casos. Tope convencio­nal, pues en la evolución humana no se dan cortes, es útil para resumir la realidad geo­histórica de una Nueva España que llevaba casi tres siglos de existencia. Por otro lado, nos sirve también como punto de partida para explicar el acelerado proceso a que se verá sujeta esa misma realidad en las dos décadas siguientes.

 

En efecto, 1803 es el año de la paz de Amiens; breve respiro de una prolongada y decisiva guerra internacional, cuyo desenlace (Waterloo, 1815) significará la sepultura del Antiguo Régimen y el inicio de una época, la contemporánea, modulada por el hecho irreversible de la revolución francesa. Es el año en que Estados Unidos adquiere por compra el inmenso territorio de la Luisiana. Suceso que comportó muy graves consecuencias para el equilibrio geopolítico de la América sep­tentrional. El notable humanista y científico prusiano Alejandro de Humboldt visita en ese año Nueva España. Su obra clásica, el Ensa­yo político, producto de sus observaciones e investigaciones, colocaría a Nueva España­ (México), para bien y para mal, en la órbita mundial del conocimiento científico, reve­lador y profundo. Con la llegada de Humboldt coincide la del virrey José de Iturriga­ray, cuyo mandato señala el final de un período de crecimiento económico y, en medida más amplia, el colapso del gobierno colonial, como instituto firmemente establecido, con don An­tonio de Mendoza, en el lejano 1535. Por úl­timo, 1803 es el año de la inauguración, en la Ciudad de México, de la soberbia estatua ecuestre de Carlos IV, homenaje inmerecido a un monarca mediocre y ramplón, pero obra escultórica genial, sin parangón en el conti­nente, y que culmina tres centurias de crea­ción artística en el mundo americano.

 

A principios del siglo XIX el imperio co­lonial hispánico, muy próximo a saltar hecho pedazos, se dividía, a efectos de su adminis­tración interna, en cuatro grandes virreinatos y en varios otros dominios de importancia menor. Aquéllos eran los de Nueva España, Nueva Granada, Perú y Río de la Plata, con sedes, respectivamente, en las ciudades de México, Santa Fe de Bogotá, Lima y Buenos Aires. Por su extensión territorial, el más vas­to era el del Río de la Plata; pero el más valioso para la metrópoli, así por su estratégica situación, como por su densidad demográfi­ca, cultura y recursos económicos, era el de Nueva España. El fabuloso Perú de los si­glos XVI y XVII, cercenado de las grandes ju­risdicciones con que se integraron los otros dos virreinatos sudamericanos y disminuido en sus privilegios monopolistas por la ley de libre comercio (1778), había venido a menos, y por la época en que lo visitó Humboldt era tan sólo un pálido reflejo del esplendor que lo hiciera famoso durante la dinastía de los Austrias.

 

A partir de la espectacular conquista de Hernán Cortés, la evolución de Nueva Espa­ña fue ciertamente lenta, pero firme y siste­mática. Es a lo largo del siglo XVIII cuando consolida su nombre y renombre y forja de­finitivamente su peculiar rostro material y espiritual. Nada de extraño tiene que entonces se la distinga como "la joya más preciada de la corona española", ni que al evaluar la obra de virreyes tan capaces como Casafuerte, Bucareli o los dos Revillagigedo (padre e hijo), se evoque durante el XIX, y no sin nostalgia. "la época de los buenos gobernantes colonia­les", ni que se hable del "siglo de oro" y del "optimismo nacionalista" para singularizar la moderna e ilustrada centuria novohispana.

 

En general, y a primera vista, todo el si­glo muestra un panorama deslumbrador y promisorio. La agricultura, la ganadería, la industria (así la privada como la estancada por el gobierno) y, en especial, la minería dis­frutan de un auge nunca visto. Aumenta la capacidad de compra, el dinero circula con profusión, la moneda es firme y el crédito pú­blico sólido. En 1794, Joaquín Maniau -nues­tro Canga Argüelles- calculaba los ingresos anuales del virreinato en casi 20 millones de pesos (cifra que no volverá a alcanzarse sino hasta medio siglo después de consumada la independencia, incluso cuando el valor adqui­sitivo de la moneda había padecido un sen­sible descenso), siendo de tal cuantía el superávit con respecto a los gastos del país, que de las Reales Cajas de México salían to­dos los años, aparte los crecidos envíos a la Península, fuertes sumas de dinero en con­cepto de subsidios o "situados", a fin de cu­brir el déficit de colonias cuyas tesorerías siempre estaban sobregiradas: Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo, Luisiana (en el tiem­po que fuera española), Florida, Trinidad (per­dida en 1797), Marianas, Filipinas. Más aún: nos informa Maniau que al encargado de ne­gocios de España en Holanda "se remitían anteriormente cinco mil pesos anuales, pero últimamente se le han enviado cien mil por una vez, en virtud de real orden de 16 de ju­lio de 1793". Poco después, casi todo el presupuesto de la costosa legación de España en los Estados Unidos corría por cuenta de las rebosantes cajas de México.

 

Unos ejemplos más, entre los muchos que se podrían aducir, serán suficientes para com­pletar el rápido trazo de esta Nueva España borbónica satisfactora de carencias y lujos ajenos. Por cédula de 20 de diciembre de 1736, Felipe V mandó pedir con urgencia la canti­dad de dos millones de pesos "para cubrir los gastos de construcción del Palacio Real de Madrid". El dinero fue remitido puntualmente, junto con otros valores, en la flota que salió de Veracruz "al mando del teniente ge­neral don Manuel López Pintado, conducien­do para el rey y particulares 14.635.015 pesos, fuera de oro acuñado, plata, oro labrado y demás mercaderías". En 1741 la semiofi­cial Compañía Guipuzcoana de Caracas se hallaba al borde de la quiebra porque el mo­narca, en apuros para financiar la guerra con Inglaterra, había dispuesto del activo de la empresa. Ante el riesgo de que se disolviera, arrastrando a la ruina a los accionistas y al descrédito al propio Estado, el rey no tuvo otro recurso que acudir a la tesorería de México para que ésta reparara el descubierto de varios millones de pesos, lo que se logró en el término de un año. No menos gráfico es lo que escribe Antonio Sánchez Valverde en su Idea del valor de la Isla Española (Ma­drid, 1785), sobre que había llegado a tal gra­do de postración y miseria Santo Domingo, que "fue menester que el soberano comenza­se a enviar anualmente de México caudales suficientes", siendo tanta la necesidad "y tal la escasez de moneda, que la mayor fiesta era la llegada del situado, a cuya entrada por las puertas de la ciudad se repicaban todas las campanas y causaba universal regocijo y gri­tería".

 

Por último, un minucioso informe econó­mico referido al año en que se inicia la gue­rra de Independencia, proporciona las siguien­tes cifras: "El comercio total de Nueva España con la matriz y puertos de América, ascendió el año pasado de 1810 a 36.347.484 pesos, según consta en !a antecedente demostra­ción. Así, resulta haber sido 12.360.555 menos que el año anterior, aunque se iguala con corta diferencia a los comunes de paz de 1803 y 1804."

 

Pero si los recursos económicos del país, que experimentaron un alza considerable des­pués de las reformas fiscales implantadas por el visitador José de Gálvez (1766 - 1771), sirvieron para atender gran número de urgencias foráneas, de igual manera, y en primer lugar, se aplicaron para satisfacer necesida­des materiales, sociales, culturales y hasta suntuarias del propio virreinato. Porque no nos cabe la menor duda de que el siglo XVIII novohispano fue un siglo eminentemente cons­tructor: caminos, puentes, acueductos, forti­ficaciones, iglesias, hospitales, hospicios, cascos de haciendas, palacios públicos, mansio­nes privadas, fuentes, conventos, obras de ornato, etc., en cantidad que hoy todavía asombra. Se levantaron incluso en los rinco­nes más apartados de la Colonia, durante esa adinerada, y a veces despilfarradora, centuria borbónica. Y el afán edificador, accionado por la abundancia de fondos disponibles y de mano de obra, fomenta la inversión de los particulares y contagia a todas las autoridades, desde un simple alcalde ordinario hasta un virrey, desde un modesto párroco hasta un obispo o arzobispo. Notables en esos em­peños fueron, al finalizar el siglo, los obispos San Miguel, de Valladolid, y Alcalde, de Gua­dalajara. Este último es el promotor del pri­mer conjunto habitacional para obreros (ar­tesanos) de que se tiene noticia en la historia de las prestaciones sociales en México.

 

Siglo barroco por excelencia, terminará en neoclásico, incorporándose así Nueva España a la moda estética que impone el Viejo Mundo. A las euforias conceptivas de un Je­rónimo de Balbás o de un Lorenzo Rodríguez sucede, merced al control de la Academia, el espíritu contenido y geométrico de un Damián Ortiz de Castro o de un Manuel Tolsá; pero, de cualquier manera, sin abandonar los propósitos de grandiosidad y magnificencia visibles en los remates de la catedral de Mé­xico o en el majestuoso Colegio de Minería, signos consustanciales de la época.

 

Aunque en materia de ideas las aportaciones novohispanas distan mucho de aproxi­marse a los altos y audaces niveles a que ha­bía llegado el pensamiento europeo contem­poráneo, sobre todo en Inglaterra y Francia, la Ilustración de acá obtendría unos logros, no por locales, menos significativos. Desde 1722 hubo prensa periódica, que garantizó su permanencia a partir de 1784 (Gaceta de Mé­xico); y en forma cotidiana desde 1805, al fundarse el Diario de México. Data de 1755 el primer intento serio por inventariar, con un subyacente orgullo nacionalista, las apor­taciones culturales de Nueva España: tal es la finalidad de la Biblioteca Mexicana, del sabio Juan José de Eguiara y Eguren, obra que concluye otro erudito, José Mariano Beristáin de Souza, con una Biblioteca Hispano-Americana Septentrional, impresa en los últimos años del virreinato (1816 - 1821) como si, a manera de testamento, su autor hubiera tenido el propósito de legarnos el balance de tres siglos de pensamiento novohispano.

 

Entre ambos extremos hay que traer a cuento a los jesuitas, humanistas admirables, expulsos en 1767 y que desde su destierro siguen enriqueciendo el patrimonio espiritual del solar patrio. También, por supuesto, al ingenio vernáculo de José Joaquín Fernández de Lizardí ("El Pensador Mexicano", seudó­nimo por él adoptado), que publica en 1816 su celébrrrimo Periquillo Sarniento, picaresca que brota de la entraña misma de la sociedad local y, al decir de Pedro Henríquez Ureña, “en realidad la primera novela de un escritor nacido en la América hispánica que se haya impreso de este lado del Atlántico”.

 

También se erigen nuevos institutos educativos para reforzar y modernizar la estructura tradicional de la enseñanza, en un loable empeño por abrir otros senderos a la juven­tud, como el Colegio de San Ignacio (laico y para señoritas), la Academia de Bellas Artes de San Carlos, el Real Colegio de Minería y el Jardín Botánico. En el campo de la ciencia, figuras tan ilustres como Carlos de Sigüenza y Góngora y José Antonio de Alzate, muer­tos en 1700 y 1799 respectivamente, parecen resumir un siglo de talento, de sufrida y a veces mal comprendida labor investigadora, de vocación al servicio de la cultura y del progreso de su país natal. Y, en no es ocioso recordar que en esta época se ubica toda una serie de notables exploraciones científicas, útiles por cuanto estimularon la afi­ción al paisaje, a las antigüedades y a los fe­nómenos naturales del amplio y múltiple espacio novohispano: a Inguarán (Michoa­cán), para examinar los criaderos de cobre; a Cuincho (Michoacán), para analizar las aguas termales; al Jorullo (Michoacán) y a la sierra de San Martín (Intendencia de Ve­racruz), para estudiar un volcán en erupción; a Xochicalco (Intendencia de México), para describir una ruina arqueológica. Y, a la vuel­ta del siglo, Iturrigaray, seguramente impul­sado por la curiosidad inquisitiva del barón de Humboldt, patrocina la más sistemática y bien planeada exploración arqueológica que se intentara en el virreinato, enviando en 1804 al capitán Guillermo Dupaix "a viajar por todo el reino, a fin de indagar y descubrir cuanto se encuentre digno de la posteridad, relativo a las antigüedades de estos dominios antes de su conquista, examinando para ello los palacios, pirámides, sepulcros y estatuas... para ilustración de la historia antigua de este país". La súbita caída del virrey (1808) frustró en su fase final los trabajos del explorador.

 

En el renglón de la integración territorial, el virreinato de Nueva España se extendía desde el istmo de Tehuantepec (incluyendo la península de Yucatán, pero no Chiapas, dependencia de la Capitanía de Guatemala) hasta no más al norte del paralelo 38°. En efecto, las expediciones marítimas del último tercio del XVIII plantaron el pabellón español en las heladas tierras de Nutka (Vancouver), en un desesperado y fallido intento por eli­minar a Rusia e Inglaterra (y poco después también a los Estados Unidos) del litoral noroccidental americano. Pero, en realidad, el extremo septentrional de Nueva España, por lo que toca a soberanía y dominio efectivo del territorio, no iba más allá de la latitud en que se asentaban tres poblaciones a las que bien puede aplicárseles para esa época el ca­rácter de fronterizas: San Francisco (Alta California), al noroeste; Taos (Nuevo México), al norte, y Nacogdoches (Texas), al noreste. La adquisición de Luisiana por los Estados Unidos engendró un delicado y vidrioso pro­blema limítrofe, temporalmente resuelto, des­pués de un largo y áspero forcejeo, en 1819 (vísperas del colapso colonial) y con el tratado Adams-Onís, que fijó la divisoria entre Estados Unidos y Nueva España (heredada por la República mexicana) en los ríos Sabi­na y Arkansas y en el paralelo 42°. Al sur de esta marca y hasta la no demasiado precisa frontera con la Capitanía de Guatemala se dilataba el virreinato, cuya área aproximada era de unos cuatro millones de kilómetros cuadrados.

 

El centro político, administrativo, eclesiás­tico, económico y cultural de tan enorme país era la Ciudad de México, urbe mestiza, así por ser versión españolizada de la antigua Tenochtitlan como por la mezcla racial de su vecindario. No había ninguna en el Nuevo Mundo que la igualara en riqueza, calidad edilicia y cifra demográfica. Alzate, en mo­lesta polémica con el virrey Revillagigedo a propósito del censo de 1790, sostuvo que era más importante y poblada que Madrid y que, contra lo asentado en los datos oficiales, el número de sus habitantes no era menor de doscientos mil. Lo cierto es que Humboldt quedó deslumbrado por su categoría urbana y su movimiento social, intelectual y mercan­til; y que un viajero posterior la distinguió con el mote de "Ciudad de los Palacios", for­ma que se ha hecho del dominio popular.

 

Pero había otras ciudades dignas de men­ción. Ya fuera por el rango de ser capitales provinciales o sedes de diócesis, o Reales de Minas en bonanza, o por estar en las líneas troncales de comunicación, o bien en medio de fértiles comarcas agrícolas, o incluso por ser importantes núcleos de trabajo artesanal e industrial. El caso es que durante el XVIII se advierte un indetenido progreso urbanís­tico de varias localidades que crecieron con rasgos propios e inconfundibles: Mérida, Oaxaca, Puebla, Guadalajara, Zacatecas, Va­lladolid, San Luis Potosí, Guanajuato, Que­rétaro, Durango, Chihuahua, etc. En cualquiera de ellas se construyeron edificios y obras públicas de mayor categoría técnica y artís­tica que, digamos, en la capital de un virrei­nato como Buenos Aires. Casi todas las po­blaciones importantes estaban ligadas con la capital por caminos más o menos transita­bles en cualquier época del año. El trazado entre México y Veracruz, que en buena parte seguía la antigua ruta de los aztecas, fue con­cluido en tiempos de Iturrigaray. Era una ver­dadera obra maestra de ingeniería, sin igual en el resto de la América española. Dos puer­tos claves bien fortificados, Veracruz y Aca­pulco, ponían a Nueva España en comunicación con Europa y Asia; mientras un largo camino real, auténtica espina dorsal del virreinato, situaba a la metrópoli mexicana en el centro de dos activas terminales: Santa Fe de Nuevo México y León de Nicaragua.

 

Las jurisdicciones provinciales, que hasta muy entrado el siglo XVIIJ se denominaron gobiernos, corregimientos y alcaldías mayo­res, fueron uniformadas en 1786, siguiendo el modelo de la Península, bajo el sistema de Intendencias. Hubo doce de ellas, que llevaban el nombre de su respectiva cabecera: Mé­rida, Veracruz, Oaxaca, Puebla, México, Va­lladolid,. Guanajuato, Guadalajara, Zacatecas, San Luis Potosí, Durango y Arizpe. Coexistió con esta división territorial, en la zona septentrional del país, por razones militares y de seguridad, otra, planeada por el visita­dor Gálvez, la Comandancia General de las Provincias Internas. Y sobre estos moldes se trazó, después de 1821, el cuadro de las di­visiones políticas del México independiente.

 

Todo lo hasta aquí expuesto sobre el vi­rreinato haría suponer a un observador superficial de la época de Iturrigaray que se ha­llaba frente a una realidad en proceso tan permanente como sostenido de perfección, al amparo de la "paz octaviana" que se disfrutaba. Pero muy otros serían los signos agoreros del hundimiento de aquel sistema, en apariencia inconmovible. Hacia los años del nacimiento de Miguel Hidalgo (1753), la po­blación de Nueva España apenas llegaba a los cuatro millones de habitantes; medio si­glo después, más o menos, por el tiempo de la visita de Humboldt, la cifra había aumen­tado hasta cerca de los seis millones. La he­terogeneidad racial y mental, la escasa den­sidad por legua cuadrada, la irregular distri­bución sobre un territorio de geografía desarticulada y difícil, así como los más pro­fundos desniveles sociales, económicos y culturales son los rasgos predominantes de tal conglomerado.

 

Se acepta en general para el siglo XVIII la proporción del 40 % de indígenas (con una minoría de negros), otro tanto de mezclas (mestizos y mulatos, con todas sus capas in­termedias) y un 20 % de blancos (europeos y americanos). Los dos primeros grupos, el 80 % del total, componían la población incul­ta, paupérrima y explotada, con escaso influ­jo en el gobierno general (civil y eclesiástico), en la economía y en la cultura del virreinato. Se trata de sectores desplazados casi por com­pleto de los mandos esenciales que regían la complicada máquina sociopolítica. El tercer grupo (en el que hay que incluir a los miles de individuos que, no siéndolo en su totalidad, podían pasar por blancos y obraban como tales), un 20 % de la suma, controlaba el po­der y se imponía sobre los otros, llevándose la tajada del león en el reparto de dividendos que generaba la Colonia. Pero esta clase, di­rigente y pensante, la más preparada para conservar el sistema o, en caso necesario, modificarlo a su arbitrio, no integraba un bloque compacto y armónico, ni sus dos vectores defendían los mismos intereses. El Atlán­tico, amplia divisoria geográfica entre el Viejo y el Nuevo Mundo, era también la grieta psicológica y mental que se interponía entre los blancos de allá y los de acá, entre los "peninsulares" y los "criollos", entre los americanos y los europeos. Insinuada ya desde las décadas que siguieron inmediatamente a la conquista, la fisura se profundizó tanto y acentuó de tal manera las incompatibilidades que a la vuelta del siglo XIX llegaba a su pun­to climático y hacía imposible la continuidad de ese frágil status. La grave crisis, gestada a lo largo de más de dos centurias, dividió al país en dos bandos antagónicos fundamenta­les, el español (realista) y el criollo (indepen­dentista), que arrastraron tras de sí, como cola incontenible e inevitable, a los otros nú­cleos: indios, negros, mestizos y mulatos.

 

Rivalidad vieja y dicotomía secular, diá­logo de sordos sobre quién tiene más derecho a manejar el timón oficial y a dirigir el organismo social, querella subyacente que en­dosa sus rencores de generación en genera­ción y que hará factible el clima violento de 1810. El asunto es pródigo en testimonios de primera mano y de muy desigual valor en cuanto al análisis y franqueza de sus argu­mentos, pero útiles para captar el problema en sus más trascendentales implicaciones. Aquí ofrecemos dos alegatos, uno por cada postura, del lejano siglo XVII, tan de actuali­dad entonces como pudieron serlo hacia 1803.

 

El primero, de 1619, corresponde al agus­tino fray Baltasar de Covarrubias, nativo de la Ciudad de México. En su calidad de obispo de Michoacán envió a Felipe III un infor­me sobre el estado de su diócesis, en el que consigna las siguientes quejas: "Un grave daño y cizaña se ha arraigado en todas las provincias de religiosos de la Nueva España, banderizando los castellanos contra los crio­llos, queriéndolos supeditar, como de hecho los supeditan, informando siniestramente a V. M. y a vuestro Real Consejo, pidiendo en todas ocasiones religiosos de esas partes (en lugar) de aquéstas, con títulos de lenguas, siendo así que, además de que los nacidos en esta tierra, por estar connaturalizados en ella, las hay muy buenas, los que de allá vienen mal podrán, siendo ya de edad, aprenderla". Más adelante agrega: "Es caso recio y de notable sentimiento, que hallando V. M. naci­dos en estas partes dignos de mitras, gobier­nos, dignidades y prebendas, no los hallen los provinciales de las órdenes por capaces para regir un convento de dos frailes, lo cual cesaría si de allá dejasen de venir religiosos que no sirven de más que de atizar la llama de este fuego". Como se advierte, el prelado criollo exige que, en razón de la familiaridad con la tierra, los puestos de Nueva España, de cualquier clase y condición, se otorguen a los nativos y no a los venidos de fuera, que sólo se ocupan de "atizar la llama" de la discordia entre unos y otros. Obsérvese, además, que Covarrubias escribe en una época tan tem­prana como la del reinado de Felipe III y, sin embargo, sus ideas y clamores parecen de la segunda mitad del XVIII, al grado de que fácilmente las pudieron haber suscrito un Clavijero, un Alzate o un Hidalgo.

 

La parte contraria también lanzó su cuarto a espadas. En 1666 el español Juan Enrí­quez remitió desde la Ciudad de México a la reina Mariana de Austria una amarga carta en la que leemos estos agravios: "Los padres y religiosos de la orden de San Agustín en esta Nueva España se han resuelto, por sus particulares intereses, a no admitir ni dar há­bito de su religión a ningún español, sino sólo a los que dicen criollos, nacidos en las In­dias, no habiendo causa para ello. No es jus­to que a los vasallos de esta Corona, por la contingencia de nacer en España, se les prive del santo propósito de recibir el hábito de San Agustín; ni en esta materia puede haber ley del reino ni estatuto en su religión para no admitir el hábito a los españoles, que lla­man acá cachupines, cuando vemos que lo reciben mulatos y mestizos porque nacieron en las lndias". Y, acumulando puntos en pro de su clase social, el quejoso añade: "Fuera de que siempre la división es odiosa entre vasa­llos de una misma Corona, ¿por qué causa los nacidos en las Indias han de ser más dig­nos del hábito de San Agustín que no los limpios españoles nacidos en España? Por­que son limpios será, que es una consecuen­cia que se sigue. Fuera de que soy de parecer que en todas las comunidades, tribunales y religiones importa muy mucho que haya es­pañoles nacidos en España, que llaman ca­chupines, porque adonde no los hay ya vemos su mal gobierno, y adonde hay tales cachupines, ya experimentamos su gobierno y su fidelidad, así para con Dios como su Rey y Señor".

 

Trasládense los juicios de Covarrubias (1619) y Enríquez (1666) a otras esferas, en especial las de carácter polítio-civil, y a otro siglo, en particular el XVIII. Hallaremos uno de los motivos claves de la insurrección de 1810, donde Hidalgo machacará que es injus­ta e intolerable la exclusión de los "nacidos en estas partes, dignos de mitras, gobiernos, dignidades y prebendas", mientras el virrey Venegas sentenciará de infieles a aquél y a sus seguidores "así para con Dios, como para su Rey y Señor".

 

La situación límite de esta confrontación secular ocurre al final del gobierno de Iturri­garay, acelerada por la crisis española de 1808: caída de Godoy, abdicación de Carlos IV, in­vasión francesa, renuncias de Bayona, forma­ción de Juntas populares de gobierno; en suma, la debacle del orden monárquico institucional. En medio de aquella tempestad, el virrey quiso seguir pilotando su propio na­vío, adecuándose, por consejo de un grupo selecto de criollos, a las coyunturas favora­bles que le ofrecía el mismo caos de la metrópoli. Los gachupines, -voz sustantiva, no adjetiva- de la capital, movidos por la Real Audiencia, se opusieron a la novedosa tesis que alentaba Iturrigaray: instaurar, por el voto de los ayuntamientos de Nueva España, una Junta Suprema de México, de la que él sería cabeza, que detentara la soberanía mien­tras durase la cautividad de Fernando VII. Tamaño paso -discurrieron los oidores- conducía sin remedio a la emancipación política total. Y no dejaron que se diera. En la noche del 15 de septiembre de 1808, trescientos españoles acaudillados por el rico comerciante Gabriel de Yermo asaltaron el Palacio y aprehendieron ­al virrey con sus principales ase­sores, estableciendo un gobierno militar cerrado a toda innovación. Aunque, por lo pronto, exitosa, la medida no hizo sino exacerbar los ánimos. La súbita muerte en prisión de uno de los criollos más renombrados, el síndico del Ayuntamiento Primo Verdad y Ramos, fue como un sombrío aviso del des­tino que les aguardaba a los que intentaran promover un cambio político en el virreinato. Pero la oposición a los golpistas peninsulares, antes que intimidarse, reagrupó sus filas e inició la estrategia de las conspiraciones, disponiéndose a tomar el poder a cualquier precio. La rebelión de las masas -que diría Ortega y Gasset- se oteaba a la vuelta del camino. Y en esa hora crucial, como si hu­biera llegado a tiempo de su cita con la historia, emergió la figura insólita de Miguel Hidalgo y Costilla, cura de un pueblo de la in­tendencia de Guanajuato.

 

Bibliografía.

 

Méndez Plancarte, A. Poetas novohispanos (3 vols.), México, 1942 - 1945.

 

Pascual Buxó, J. Arco y certamen de la poesía mexicana colonial (siglo XVII), Jalapa, 1959.

 

Reyes, A. Letras de Nueva España. México.

 

Rojas Garcidueñas, J. El teatro en la Nueva España en el siglo XVI. México, 1973.

 

76.            Hidalgo y los inicios del movimiento insurgente.

Por: Ernesto Lemoine.

 

Hidalgo nació el 8 de mayo de 1753 en un rancho adscrito a la hacienda de Corralejo, obispado de Valladolid y jurisdicción que más tarde quedaría incorporada a la intendencia de Guanajuato. Su familia (padre español, madre criolla), que nunca disfrutó de una bo­yante situación económica, puede considerar­se dentro de la categoría de la clase media baja. Hidalgo y varios de sus hermanos em­prendieron la carrera sacerdotal, menos por vocación que por necesidad, habida cuenta que el sacerdocio era una de las pocas pro­fesiones que garantizaban empleo seguro y cierto rango social a los individuos que, te­niendo aspiraciones, no pertenecían a la élite capitalista y aristócrata. El joven Miguel hizo sus estudios en la ciudad de Valladolid, im­portante centro episcopal, de impresionante señorío arquitectónico, cuyo inquieto ambien­te social e intelectual predisponía a la for­mación de espíritus modernos y rebeldes en potencia, como el propio Hidalgo, José María Morelos, fray Vicente Santa María, José Ma­riano Michelena y muchos más.

 

Valladolid es el estímulo, geográfico y psicológico, que más condiciona la razón y la emoción de Hidalgo. Salvo cortos intervalos de ausencia, ahí vive y madura por espacio de más de un cuarto de siglo, desde 1765 hasta 1792 en que marcha a hacerse cargo del cu­rato de Colima. Llega a la ciudad siendo casi un niño, y sale de ella cuando las primeras canas asoman en sus sienes. Valladolid, en consecuencia, lo forma y lo conforma, modula y precisa su carácter. Téngase presente, además, que ninguno de nuestros caudillos de la independencia, de Hidalgo a Guerrero, vivió la experiencia metropolitana, ni mucho menos la más aleccionadora de ultramar, que en cambio amplió en gran medida los horizontes de los más famosos revolucionarios de América del Sur, como Miranda, Bolívar, O'Hig­gins o San Martín. Los de México ni siquiera tuvieron la oportunidad de penetrar a fondo en el ambiente de la corte virreinal, ni cono­cer, para llegado el  caso precaverse de ellos, los recovecos y reglas del juego en que se movían las instituciones gubernativas de la capi­tal de Nueva España. De ahí que, siendo por necesidad su ámbito el regional y a veces el pueblerino o parroquial, una ciudad del tipo y las características de Valladolid de Michoa­cán, cabeza de obispado y de intendencia, asumiera, para individuos del talento y el ta­lante de Hidalgo, un valor de excepción.

 

Que fue un estudiante aplicado, sobresa­liente y, hasta donde el medio se lo permitió, heterodoxo, nadie lo ha puesto en tela de jui­cio. Sus condiscípulos en el Colegio  de San Nicolás –ilustre instituto en donde el espíritu de su fundador, el imponderable Vasco de Quiroga, seguía incitando a crear nuevas uto­pías- le asignaron el mote de El Zorro, debi­do al rasgo de astucia que ya entonces proyectaba su personalidad. ("Zorro", sinónimo de "malvado", fue la conclusión a que llegó el sabihondo y original teólogo Manuel Flores, inquisidor fiscal del Santo Oficio, en el auto de acusación “contra el reo Miguel Hidalgo”, suscrito el 30 de enero de 1811: "Que sus astucias, ficciones y engaños, los ejerció en dicho Colegio, de manera que sus colegas le llamaban El Zorro, dando a entender en esta expresión que así como el zorro es el animal más taimado, astuto, fingidor y engañador, así este reo era un verdadero retrato e imita­dor del zorro en sus astucias, ficciones, men­tiras y engaños, como se manifestará en esta acusación.").

 

En 1774 Hidalgo recibe las cuatro órdenes menores; al año siguiente se incorpora al claustro docente de su propio colegio y en 1778 obtiene, al fin, el presbiterado. Bajo la atmósfera benigna de la Ilustración, que en Valladolid, a nivel provincial, fue muy estimu­lante, el joven catedrático de San Nicolás se permite el lujo de hacer público su reformis­mo intelectual, prolegómeno de su futura in­surgencia política. Escribió una Disertación sobre el verdadero método de estudiar teología escolástica que, por su novedad, le suscité elogios y recelos. Cada vez más divorciado de la rutina y la tradición, que embotaban las conciencias, promovió actos académicos en los que sutilmente inculcaba a los estudiantes ideas renovadoras. Hidalgo salta a "noticia" periodística por primera vez en 1785, cuando la Gaceta de México del 9 de agosto de este año inserta la reseña de uno de esos actos li­terarios. En 1790 es designado rector de San Nicolás.

 

Aunque el ilustrado obispo fray Antonio de San Miguel (1784 - 1804) lo tuvo en alto aprecio, no permitió que Hidalgo desarrollara todas sus capacidades e iniciativas como rec­tor del prestigiado colegio. Empezaba a temerse su indocilidad, su criterio abierto, su afición a las letras francesas, su carisma e influjo sobre los jóvenes. Por ello San Miguel decidió, en 1792, removerlo de ese puesto cla­ve, alejarlo de Valladolid y enviarlo de párroco a un lugar periférico de la diócesis. El golpe dado a su carrera, hasta entonces en ascenso, tendría consecuencias incalculables.

 

Dieciocho años será cura de pueblo, pri­mero en Colima, luego en San Felipe y, desde 1803, en Dolores; los dos últimos ubica­dos en la intendencia de Guanajuato, centro geográfico de Nueva España. Por tempera­mento, educación y vitalidad no podía ser Hidalgo un párroco resignado, sufrido y mediocre. Tanto en San Felipe como en Dolores se las agenció para descargar en coadjutores las obligaciones rutinarias de su cargo, mien­tras él se dedicaba a menesteres más gratos y provechosos a su cuerpo y a su espíritu. Lee mucho, en especial a autores franceses, a quienes a menudo traduce. Impulsa el buen teatro y pone en escena, ¡en aquel medio raquítico!, no a Lope ni a Calderón, sino a Racine y a Moliére. Organiza una banda de música y dis­pone tertulias con cualquier pretexto, pero muy especialmente cuando hay visitantes cuyo trato y charla le interesan. La bulliciosa casa que el cura habita en San Felipe -años de la Asamblea Nacional, la Convención, el Terror y  el Directorio- no tarda en hacerse famosa con el significativo nombre de "La Francia Chiquita". Es tanto el ruido en torno al cura de San Felipe, que a principios de 1800 el Santo Oficio, merced a dos o tres denuncias anónimas, toma cartas en el asunto y abre un juicio a Hidalgo por blasfemo, hereje, vida disoluta, etc., que don Miguel, hábil y con buenas relaciones, logra parar. Sobreseído de momento el juicio, se abriría después de septiembre de 1810, cuando el sacerdote, trans­formado en jefe de una tremenda rebelión, diera motivos más poderosos para ganarse una condena del obsoleto tribunal.

 

Dolores, el último curato que desempeñó Hidalgo, no era una feligresía miserable, como se la calificó después de 1821, para acentuar la tendencia discriminatoria e injusta de los gobiernos episcopales de la Colonia con los párrocos criollos y mestizos en los destinos que les asignaban. No era jauja, desde luego, pero el vecindario vivía con cierto decoro y podía cumplir más o menos sus obligaciones diezmales y fiscales. Por otra parte, de la potencialidad económica del curato da una li­gera idea el programa industrial, artesanal y agrícola que impulsó Hidalgo. El cultivo de la vid y del gusano de seda, la fabricación de loza y tejas y el curtido de pieles, eran giros que, aunque en pequeña escala, implicaban la existencia de un potencial inversionista y un mercado consumidor regionales; el cura ope­raba a base de créditos de Dolores y poblaciones cercanas.

 

Para un individuo conformista y simple, el lugar hubiera sido casi ideal; pero Hidalgo era ambicioso y complicado. Él estaba varios codos por encima del nivel medio de la ins­trucción sacerdotal de la época. Dentro de los cuadros de mando del servicio público, él se consideraba superior a muchos subdelegados e intendentes; también en la esfera eclesiás­tica se creía superar a no pocos canónigos y mitrados; en los dos planos le asistía la razón. Cumplido el medio siglo de edad, no podía menos que sentir sobre su alma el peso de una frustración humillante e intolerable: ver bloqueada su carrera, iniciada con tan buenos auspicios, en un ignorado curato pueblerino. Por ello da rienda suelta a su desesperada ansiedad, movilizándose. Va a Guanajuato, a San Miguel el Grande, a Querétaro, a Valla­dolid. Dolores es su centro, su sedante, su forzado refugio. Desde ahí ata cabos, formaliza compromisos, tantea el terreno.

 

En el ínterin, año de 1808, cae la monar­quía y se da en la capital del virreinato el primer golpe de Estado que registran nuestros anales: el grupo dirigente español derroca al virrey legítimo y desata una ola de represión contra los criollos. A fines de 1809 es denun­ciada una conspiración en Valladolid, la ciudad dilecta de Hidalgo. Éste, amigo o conoci­do de casi todos los comprometidos en ella, rehusa participar, advirtiendo su inmadurez y sus escasas posibilidades de éxito; pero, ya desde entonces, su mente gira en torno a la idea de ser miembro destacado de alguna asociación que trabaje para derribar al régimen. La oportunidad se la ofrece otro grupo de criollos que se organiza en la ciudad de Que­rétaro más cercana a Dolores, bajo la protección solapada del corregidor Miguel Do­mínguez y, sobre todo, de la esposa de éste, doña Josefa Ortiz de Domínguez.

 

Aparte de algunos civiles de la clase me­dia de esa opulenta ciudad, la conspiración de Querétaro era impulsada de manera espe­cial por un puñado de jóvenes oficiales del ejercito: Ignacio Allende, Juan Aldama,  Ma­riano Abasolo, Joaquín Arias, Francisco Lan­zagorta y otros. Allende, el mayor de todos, nacido en San Miguel el Grande, intenden­cia de Guanajuato, en 1769, era el promotor y el alma de la conspiración, cuyas motiva­ciones políticas pueden reconstruirse a través de los argumentos que expuso a uno de sus compañeros de armas para animarlo a partici­par. En efecto, durante los procesos de Chihuahua a que fueron sometidos los primeros caudillos, Aldama declaró que, a mediados de 1810, en charla con Allende, éste le dijo: "Que era constante que Godoy y la mayor parte de sus hechuras habían salido traidores; que lo mismo había sucedido con la Junta Central, como constaba de papeles públicos; que la Junta de Regencia se hallaba en Cádiz y, por consiguiente, la España más perdida que ganada; que en esas circunstancias tan críticas había resuelto el gobierno de México que todas las tropas que estaban sobre las armas se retirasen; que esto era decir que se trataba de entregar el reino a los franceses; que el comercio de México había sorprendido a Iturrigaray por sospechoso; que ¿por qué los americanos, siendo mucho más el número, no habían de hacer otro tanto con el presente gobierno de la capital, y habían de dejar per­der este reino?; que todo México, todo Gua­najuato, todo Querétaro, Guadalajara, Valladolid, etc., se hallaban en la mejor disposición para levantar la voz a fin de que se estableciese una junta, compuesta de un individuo de cada provincia de este reino, nombrado por los cabildos o ciudades, para que esta junta gobernase  el reino, aunque el mismo virrey fuese el presidente de ella, y de este modo conservar este reino para nuestro católico monarca el señor don Fernando VII. En sus­tancia eran las mismas ideas que los criollos de la capital, con Primo Verdad a la cabeza, le habían aconsejado a Iturrigaray, y, más o menos, las que movieron a los conspiradores de Valladolid en 1809.

 

Allende, fogoso, impulsivo, de figura atra­yente, hubiera podido dirigir la rebelión, como eran sus deseos, de haberse canalizado está en forma de movimiento de la clase media criolla, con el elemento militar en un primer plano.

 

Pero estos ingredientes solos no bastaban y así se demostró en los intentos de los dos años anteriores para asegurarle cierta viabi­lidad de éxito. Hacía falta otro factor esencial, temido por los conspiradores, que en el fondo eran clasistas, si se quería sacudir desde sus cimientos todo cl virreinato: el pueblo y la participación de las masas. Para mover a este nuevo y explosivo protagonista social, se re­quería un guía con suficiente carisma y pres­tigio regional, de modo que pudiera ser oído, aplaudido y seguido por la muchedumbre. Fue entonces cuando, no sin pesar de Allende, el cura Hidalgo fue llamado a Querétaro.

 

El "Grito" de independencia -un suceso que para los mexicanos ha quedado emocionalmente grabado con la misma fuerza que el de la toma de la Bastilla entre los franceses- se pronuncia, como lo saben hasta los niños, en la madrugada del domingo 16 de septiembre de 1810, en el atrio de la parroquia de Dolores y ante una concurrencia de un medio millar de individuos, hombres y mujeres de humildísima condición. El instante ha sido mil veces relatado. Horas antes, en la casa de Hidalgo, en donde estaban reunidos los prin­cipales conspiradores ya denunciados a varias autoridades, se había discutido, bajo una at­mósfera tensa, la  decisión extrema. Testigos e historiadores concuerdan en lo que ahí ocurrió: las nervios estaban alterados; el pánico y las soluciones más absurdas predominaban en ese reducido grupo de dirigentes descubiertos y contra los que ya se habían dictado órdenes de aprehensión. Hidalgo calla y los observa a todos. De pronto, asume una acti­tud resuelta, lúcida e implacable. A la algara­bía sucede el silencio más absoluto. El hom­bre se pone en pie, sus ojos parecen arrojar flamas, levanta los brazos, cierra los puños, golpea con fuerza sobre la mesa, alza la voz y exclama: "¡Caballeros, somos perdidos; aquí no hay más recurso que ir a coger ga­chupines!". Un soplo helado cundió en el recinto. Aldama objetó con timidez y susto: "Señor, ¿qué va a hacer vuestra merced? Por amor de Dios, vea lo que hace". Pero Hidalgo reiteré su decisión y la junta se dio por terminada. Cuando ya clareaba el día, el grupo se encaminó al atrio de la parroquia. Un desacostumbrado e insistente repique de cam­panas llamaba al vecindario a algo más, en esta ocasión, que a la cotidiana misa domi­nical.

 

Lo que dijo el libertador a los azorados campesinos, arrieros, artesanos y pequeños comerciantes congregados en el atrio, ha llegado a nosotros cubierto por una tupida hojarasca de contradicciones, fantasías y arreglos a posteriori. Lo más cauto, sobre todo en lo que toca a credo revolucionario, es interpretar el acto del 16 de septiembre a través de los documentos que Hidalgo fue suscribiendo en los días inmediatos a aquella fecha memorable. Para abreviar, sólo se citan dos testimonios.

 

En la intimación que desde Celaya dirige, el 21 de septiembre, al intendente de Guana­juato, Juan Antonio Riaño, Hidalgo habla de la "humillante y vergonzosa" sujeción de los mexicanos a "la península por trescientos años"; más en concreto, señala el motivo capital del levantamiento: los "derechos sacrosantos e imprescriptibles de que se ha des­pojado a la nación mexicana, que los reclama y defenderá resuelta". Interesa subrayar el trascendental aporte que aquí hace Hidalgo, individualizando su país como una entidad autonóma, que no debe llamarse más Nueva España, sino Nación Mexicana; nombre que ya involucra la idea precisa de patria (terri­torio, población, gobierno propio) y anticipa la voz y el concepto político definitivo de México.

 

El otro texto que puede esclarecer el contenido ideológico del "Grito" es una proclama, de mediados de octubre, en la que Hidalgo se dirige a sus "amados compatriotas, hijos de esta América", les anuncia que "el sonoro clarín de la libertad política ha sonado en nuestros días", y les pide que acudan "a ayudarnos a continuar y conseguir la grande empresa de poner a los gachupines en su madre patria, porque ellos son los que con su codicia, avaricia y tiranía, se oponen a vuestra felicidad temporal y espiritual". Aquí el caudillo enfatiza el propósito de ruptura total: la "madre patria" es "su" de los españoles, no de los mexicanos; por más que luego incida en la ambivalencia de combinar la lucha por la libertad del pueblo con la conservación "a nuestro rey de estos preciosos dominios". Esta proclama concluye con un marcial ex­horto que, justamente, debió haber sido idéntico al pronunciado el 16 de septiembre: “¡Viva la religión católica! ¡Viva Fernando VII! ¡Viva la Patria y viva y reine por siempre este Continente Americano nuestra sa­grada patrona, la Santísima Virgen de Guadalupe! ¡Muera el mal gobierno! Esto es lo que oiréis decir de nuestra boca y lo que vosotros deberéis repetir”.

 

Sobre un ámbito geográfico, que le era muy familiar, y arrollándolo todo a su paso, la primera etapa de la insurgencia cubre los siguientes puntos: Dolores, Atotonilco, San Miguel el Grande, Chamacuero (hoy Comonfort), Celaya, Salamanca, Irapauto, Silao y Guanajuato. Fue una vuelta casi en círculo que duró menos de dos semanas y en la que Hidalgo logró reclutar una hueste turbulenta e indisciplinada de más de veinte mil hombres.

 

De la iglesia de Atotonilco sacó un lienzo con la imagen de la virgen de Guadalupe, que enarboló como estandarte: medida táctica, ya que era el símbolo religioso más venerado del pueblo. En la plaza mayor de Celaya, con el formalismo de un plebiscito tumultuoso, se asignaron los primeros grados, e Hidalgo fue aclamado como “Capitán General” o "Generalísimo de América" y Allende como “Tenien­te General". La jornada concluyó en la opulenta ciudad de Guanajuato, en medio de una saturnal, con el asalto a la casi for­taleza -era depósito de granos- de Granaditas, la muerte de muchos de los españoles defensores, incluyendo al intendente Riaño, y la posesión, por espacio de tres meses, de éste, el principal centro minero del virreinato.

 

La estrategia de Hidalgo consistió en moverse con rapidez para revolucionar la mayor extensión posible de Nueva España. Breve fue, por lo tanto, su residencia en Guanajuato. Nombró autoridades, reclutó más gente, hizo requisa de armas y dinero, ordenó fundir cañones y poco después salió por el sur en dirección a Valladolid, ciudad que tomó sin disparar un tiro el 17 de octubre. Ahí expidió, suscrito por uno de sus subordinados, José María de Anzorena, el primer bando en el que abolía la esclavitud y "la paga de tri­butos para todo género de castas". Política de radical sentido socioeconómico, tendente a solucionar carencias y a reparar injusticias seculares.

 

El día 20, a la cabeza de una trepidante multitud que algunos observadores calcularon en más de cincuenta mil hombre, Hidalgo abandona Valladolid, por la garita del oriente, rumbo a la capital del virreinato. En el camino se le incorporan dos valiosos auxiliares: el licenciado Ignacio López Rayón y el cura José María Morelos; el primero queda agre­gado a su equipo de colaboradores directos, mientras al segundo le asigna la comisión de insurreccionar el sur y tomar el puerto de Acapulco. Cuando Hidalgo sucumbió, ambos serían los principales jefes continuadores de su obra.

 

A medida que los insurgentes se acerca­ban a México, el pánico cundía en la gran ciudad. El virrey Venegas organizó una bien provista división, que puso a las órdenes del inepto coronel Torcuato Trujillo, con la mira de atacar y detener el avance de los rebeldes. Hidalgo no elude la acción. Fue el 30 de octubre, por la mañana, en medio de un sober­bio paisaje alpino tapizado de todas las gamas del verde, cuando las "chusmas" -mote con que los españoles calificaban al adversario- destrozaron por completo al ejército profesio­nal comandado por Trujillo; éste, seguido de unos cuantos fugitivos, regresó a la capital a darle la triste noticia al virrey. Un bolero popular de la época trovaba, con son de guitarra, lo enconado del combate:

 

Monte de las Cruces,

famoso puerto;

no me agrada, mujeres,

por tanto muerto;

pero sí quiero

hacer sepulcros

e ir al entierro.

Cuando el oscuro Monte

fui yo mirando,

lleno de muertos,

sangre estilando,

me consterné;

de tanto muerto,

uno enterré.

 

Con el gozo de su primera victoria militar en campo abierto, Hidalgo avanza hasta las goteras de la metrópoli, haciendo alto en el abrupto y pintoresco pueblo de Cuajimalpa. No se atrevió a seguir adelante y dar el gran golpe. Sabía que a marchas forzadas venía en auxilio del asustado Venegas, desde San Luis Potosí, un poderoso cuerpo de ejército comandado por el brigadier Félix María Calleja, el militar más capaz del virreinato; pulsando esta inminente amenaza con la probable hostilidad de las fuerzas vivas de la capital, temió que, aun apoderándose de ella,  la Ciudad de México se le convirtiera en una verdadera ratonera. Por lo mismo, dio la orden de retirada. Cerca del pueblo de Aculco (7 de noviembre) sufrió una derrota parcial, propinada por el mismo Calleja a quien se trataba de evitar. Hidalgo y Allende se separaron: el primero partió hacia Guadalajara, la importante capital de Nueva Galicia que acababa de ser ocupada por un modesto jefe insurgente, de extracción rural, José Antonio Torres; el segundo retornó a Guanajuato, donde no tardaría en verse acometido por el ejército de Calleja.

 

Mientras desde la ciudad de México las principales corporaciones realistas (Univer­sidad, Consulado, Arzobispado, Santo Oficio) lanzaban un diluvio de impresos para desacreditar y aplastar, en el terreno moral, religioso y político, a la revolución y a su primer caudillo, el movimiento se propagaba, como epidemia incontenible, por casi todas las provincias del virreinato. Brotaron guerrilleros como hongos después de un día de lluvia. El ambiente se saturó de olor a pólvora, de sangre, de violencia y destrucción, pero también de entusiasmo y esperanza, como se vio en la entrada de Hidalgo en Guadalajara.

 

Cual si fuese el ansiado Mesías, la ciudad lo aclamé con delirio. Una hoja volante, que circuló a millares, decía: "¡Salud al hombre de la revolución! ¡Salud al primer hijo de la Patria! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!". Pero es en la carta de un humilde soldado insurgente, dirigida a su esposa, donde mejor se refleja el ambiente que vivió Guadalajara durante el final de 1810 y el principio de 1811: “Mi vida: te mando tam­bién una proclama de la bienvenida de Su Alteza Hidalgo a Guadalajara. Léela y dásela a Nicolás para que la haga pública a sus amigos, haciéndoles saber el obsequio que nos han hecho en esta corte de Nueva Gali­cia... Consideramos entrar pronto a Queré­taro y a México, según las disposiciones que hemos tomado y las tropas que están dis­puestas, pues sólo indios de flecha hay veinte mil, y de caballería y de infantería de los que se han alistado por acá pasan de treinta mil, pues siendo tan grande esta ciudad, no cabe la gente ni en el llano ni en ninguna parte; que estamos como los panes de jabón en el guacal aprensados”. Ese era, cabalmente, el clima de una revolución de y por los de abajo, de raíz y esencia populistas.

 

Múltiple, febril, desesperada como si presintiera que no disponía de mucho tiempo, es la actividad de Hidalgo en Guadalajara. ­Despacha nombramientos y envía emisarios a las partes más remotas del país. De "Gene­ralísimo" ha saltado a "Alteza Serenísima" y ello lo anima a ir eliminando los emblemas y las efigies de Fernando VII. Mas, para neu­tralizar esta cuasi monárquica debilidad, su Alteza propone una línea democrática de gobierno: "Establezcamos un Congreso Na­cional que  se componga de representantes de todas las ciudades, villas y lugares del reino, que teniendo por objeto principal mantener nuestra santa religión, dicte leyes suaves, benéficas y acomodadas a las circunstancias de cada pueblo". Dispone, por pri­mera vez, del inapreciable recurso de la imprenta; bandos y proclamas, en crecido nú­mero, empiezan a derramarse por todos los ámbitos del virreinato. Edita El Desper­tador Americano, primer periódico insur­gente, que tendrá una ilustre prosapia a lo largo de once años de guerra. Nombra dos secretarios de Estado, José María Chico e Ignacio López Rayón, y un agente diplomá­tico -que no llega a su destino- cerca del gobierno de los Estados Unidos, el guatemal­teco Pascasio Ortiz de Letona. Por último, sus medidas de tipo social: abolición de la esclavitud (refrendo del bando de Valladolid), supresión de tributos y estancos, un esbozo de reparto de tierras, garantías individuales (igualdad social, libertad de trabajo y de co­mercio), y otras radicales disposiciones, rea­firman la orientación ideológica progresista y populista (Marx diría proletaria) del pensamiento revolucionario de Hidalgo.

 

Por desgracia, los hados militares le fueron adversos. Calleja, que había recuperado Guanajuato, se lanzó sobre Guadalajara, y en sus cercanías (Puente de Calderón),  el 17 de enero de 1811, derrotó al grueso del ejército insurgente. La acción alcanzó proporcio­nes de catástrofe y, de hecho, ahí concluye la primera etapa bélica de la guerra de inde­pendencia.

 

Abatidos, los caudillos marcharon hacia el norte. Cerca de Aguascalientes, la jefa­tura de la revolución se transfirió a Allende. En Saltillo, luego de designar a Rayón comandante del ejército que proseguiría la lucha en el centro del país, los principales dirigentes, con Allende e Hidalgo a la cabeza, decidieron pasar a los Estados Unidos con el fin de adquirir auxilios, sobre toda en armamento, para retornar después con ma­yores fuerzas y mejores posibilidades de triunfo. No lograron su intento. Cerca de Monclova, en las norias de Acatita de Baján, sitio que se haría tristemente célebre como sinónimo de tragedia y de traición, la columna insurgente fue sorprendida y hecha prisionera por un destacamento realista. Era el 21 de marzo, inicio de la primavera.

 

Conducidos a la villa de Chihuahua, capital de las Provincias Internas, ahí se les abrió el consabido juicio por delitos de "infi­dencia", cuya sentencia estaba fijada de antemano. Hidalgo, recluido en una pestilente cárcel, tratado a nivel de "un azote más te­rrible que todas las plagas que afligieron a Egipto", escarnecido por los comisionados de la mitra de Durango, sujeto a los más infamantes interrogatorios, compulsionado, cercado día tras día para que denostara a sus compañeros de infortunio y renegara de la causa por la que había luchado, resistió con entereza más de tres meses el acoso moral y mental a que fue sometido. No pareció en­tonces sino que todo el sistema colonial, representado por esos funcionarios menores de Chihuahua, era el verdadero fiscal que lo condenaba.

 

A su celda debieron llegar los ecos si­niestros de las descargas que iban segando por turnos las vidas de sus capitanes y cola­boradores, Allende, Aldama, Jiménez, Chico y muchos más, anuncios reiterados del destino que a él, Hidalgo, le aguardaba. Se dis­puso a llegar a la hora final con la categoría con que se había distinguido durante su vida toda, haciendo honor al nombre y renombre que ya nadie le arrebataría jamás: hidalguía y hombría.

 

El dictamen del fiscal nominal, Rafael Bracho, extendido el 4 de julio, modelo de léxico ofensivo a la dignidad humana, da la tónica del trato recibido por Hidalgo a lo largo de los procesos de Chihuahua: "En cuanto al género de muerte a que se le haya de destinar, encuentro y estoy convencido de que la más afrentosa que pudiera escogitarse, aún no satisfaría competentemente la venganza pú­blica; que él es delincuente atrocísimo; que asombran sus enormes maldades y que es difícil que nazca monstruo igual a él; que es indigno de su personal individuo". Mas, por su carácter sacerdotal, se hacía acreedor a cierta "gracia" y, no pudiéndole dar garrote, "por falta de instrumentos y verdugos", dic­taminóse "que sea pasado por las armas en la misma prisión en que está y que después su cadáver se manifieste al público, para satisfacción de los escándalos que ha recibido por su causa.

 

Puntualmente, la ejecución se llevó a cabo el 30 de julio de 1811. Como las pala­bras "escarmiento" y "advertencia" estaban a la orden del día, los cuerpos de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez fueron decapita­dos, y las cabezas, conducidas a la ciudad de Guanajuato, quedaron clavadas en garfios y colocadas en los cuatro ángulos de la Alón­diga de Granaditas.

 

El asalto a la Alhóndiga de Granaditas, Guanajuato, por las fuerzas de Hidalgo.

 

Los españoles se defendieron esta vez desesperadamente. Ellos arroja­ban los frascos de hierro colado en lugar de bombas, que hacían espan­toso estrago. Mas, como notase el sargento mayor Berzabal que ya ha­bían lanzado hasta quince de ellas, sin lograr que los asaltantes retrocedieran, comenzó a exhortar a los españoles a rendirse. Entonces, de éstos unos arrojaban dinero por las ventanas sobre la multitud; otros abandonaban las armas; otros querían morir antes que entregarlas; quién tiraba la casaca; quién se empeñaba en desfigurarse por no parecer soldado. Todo era entonces confusión y desorden: no había quien mandase ni quien obedeciese. Cesó, por tanto, la defensa del fuerte y a poco cayó muerto Berzabal de un balazo; desgracia que se atribuyó a uno de sus soldados, resentido porque lo había reprendido.

 

Con gran trabajo se izó entonces bandera de paz, bien que todavía no ardían las puertas del fuerte, en el que cesó el fuego de fusilería. Por tanto, se arrimaron a él los indios dándolo por rendido. Ignoraban los españoles de Dolores esto que pasaba en Grana­ditas, y continuaban disparando vivísimamente.  El hijo del intendente (Riaño), sin poderlo contener, hacía por si mismo gran daño arrojando frascos. A vista de esto gritaron todos, como si los inflamase un mismo espíritu: "¡Traición! ¡Traición!", y los jefes dieron orden de no otorgar la vida a nadie. Arrimaron más ocote a las puertas, y las ganaron a viva fuerza a las tres y media de la tarde.

 

La algazara era espantosa y se oía en todo Guanajuato, multiplicándose su eco por las quiebras y cañadas. Esto, no menos que la humareda y alaridos de la multitud, acabó de acobardar a cuantos se hallaban dentro del fuerte. Abrazábanse unos a otros de los sacerdotes, puestos de rodillas, implorando inútilmente la clemencia de los vencedores; pero éstos, muy lejos de apiadarse, comenzaron a matar a cuantos encontraban. Arrancaban a tirones la ropa a los moribundos, o les echaban lazo al cuello con las hondas y remataban a no pocos con lanzadas, exhalando éstos sus últimos suspiros entre horribles gestos, mortales congojas y agudos alaridos. Algunos intentaron defenderse o vender a precio alto su vida, pero eran vencidos luego por la muchedumbre que los cargaba.

 

A las cinco de la tarde terminó la acción, en la que murieron 105 españoles y casi igual número de los oficiales y soldados del batallón. De los indios murieron muchos en casi cuatro horas de combate, que sufrieron con bastante cercanía del fuego. Ignórase el número, porque los ente­rraron en la caja del río durante la noche.

 

(Según Carlos María Bustamante, 1821).

 

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77.            La revolución radical. José María Morelos y Pavón.

Por: Ernesto Lemoine.

 

La captura y muerte de los primeros caudillos no detuvo el proceso revolucionario. Antes de que cayeran Hidalgo y Allende, ya sus relevos estaban en funciones; el movi­miento no sólo no declinó sino que tomó más fuerza y en el trienio que siguió a las ejecucio­nes de Chihuahua alcanzó su cota máxima, así en el aspecto militar como en el político. De un heterogéneo conjunto de jefes insur­gentes, habitualmente guerrilleros que opera­ban a nivel regional y gustaban poco de so­meter su autoridad a un poder superior o “nacional”, sobresalen en esta época, por su amplitud de miras, las interesantes personalidades de Ignacio López y Rayón y José María Morelos.

 

Rayón (1773 - 1832) era un abogado crio­llo, originario del mineral de Tlalpujahua, Mi­choacán. Se incorporó a las filas de Hidalgo, como ya se ha dicho, cuando el libertador marchaba sobre la Ciudad de México. En Guadalajara desempeñó el cargo de ministro del Generalísimo; varios bandos y decretos que ahí se expidieron llevan su firma. Sin ser militar, y a falta de una autoridad de mayor jerarquía, acepta en Saltillo la jefatura del ejército, mientras durase la ausencia que se­ría definitiva de Allende e Hidalgo. A partir de ese momento, él llevara una de las riendas de la revolución.

 

Su primera hazaña justificó la confianza en él depositada. Al enterarse de la hecatombe de Baján, seguro de que las envalentonadas tropas realistas de Monclova cargarían sobre Saltillo para repetir el golpe, sacó a su redu­cido ejército -menos de mil hombres- de esa trampa mortal, marchó hacia el sur y, después de sortear infinidad de peligros en medio de un territorio dominado por el enemigo, lo con­dujo sano y salvo hasta la comarca, para él familiar, de la serranía oriental michoacana. Se acuarteló en la villa de Zitácuaro e hizo de ésta un centro aglutinador e irradiador del pensamiento político insurgente.

 

En Zitácuaro, el 19 de agosto de 1811, "por cuanto la universal aclamación de los pueblos insta por una cabeza que represente la autoridad" -según reza uno de los conside­randos-, Rayón erige la Suprema Junta Na­cional Americana, a nombre de Fernando VII, "para la conservación de sus derechos, defensa de nuestra religión santa e indemniza­ción y libertad de nuestra oprimida patria". Cuerpo colegiado de cinco vocales, por lo pronto fueron designados tres de ellos: el propio Rayón y sus compañeros de armas José María Liceaga y José Sixto Berdusco, este último cura del cercano pueblo de Tu­zantla. Apoyándose en los precedentes de la península ibérica y de algunas ciudades su­damericanas, Rayón se proponía con la jun­ta, además de acreditar su posición personal, dar unidad a la causa revolucionaria, cuestio­nar la legitimidad del gobierno virreinal de la Ciudad de México y fortalecer un instituto que fijara, para evitar equívocos, la línea ideológica de toda la insurgencia. Sólo en mínima parte -pero eso ya fue ganancia- logró su cometido.

 

La junta se hizo oír, a lo menos en la zona central del país; atrajo a su seno a algunos jefes menores, reticentes a supeditar su auto­ridad; contó con el aval de Morelos; dispuso de imprenta para propagar sus ideas en vasta escala; emitió moneda nacional con los emble­mas del "águila, nopal, arco, flecha y honda"; envió un comisionado a los Estados Unidos para gestionar su reconocimiento, por lo menos en calidad de beligerante; se benefició con los auxilios e informes  que le proporcionaba desde la Ciudad de México una especie de quinta columna, organización secreta que se hizo famosa con el nombre de Los Guadalu­pes, y elaboró el proyecto, que no cuajó, de una Constitución Nacional. El balance, como se advierte, no podría acusar a Rayón de abu­lia y falta de acometividad. Sin embargo, tan­to esfuerzo personal fue insuficiente para lograr imponer su autoridad, su gobierno y su pensamiento.

 

Para que la junta se consolidara y fuese obedecida por la mayoría de combatientes, necesitaba prestigiarse con una serie de vic­torias militares que le dieran el dominio efectivo de una buena porción del país; pero en ese aspecto la suerte le fue adversa. Calleja, al frente de su flamante división, tomó por asalto Zitácuaro, en los primeros días de 1812; Rayón no pudo ya rehacerse del golpe. La junta, perseguida metódicamente por di­versas columnas realistas, anduvo a salto de mata. Luego, la unidad se quebrantó al sepa­rarse los vocales, que decidieron operar en áreas exclusivas: Rayón  en la intendencia de México, Berdusco en la de Michoacán y Li­ceaga en la de Guanajuato. Como sea que cada uno pretendió tener la representación de la junta, el problema degeneró en una lamen­table querella, en el descrédito de los tres fundadores y en la disolución de la propia junta, hacia el primer semestre de 1813.

 

En medio de esta triste secuela de per­cances, un hecho le otorga particular relieve al gobierno de la junta de Zitácuaro: el in­calculable concurso del cura de San Cosme (Zacatecas), doctor en teología José María Cos, que fue uno de los más lúcidos cerebros de la revolución. La junta, expulsada por Ca­lleja de Zitácuaro, se había refugiado en Sul­tepec, un mineral venido a menos, ubicado en un abrupto pliegue de la Sierra de la Plata. Ahí desarrolló Cos una intensa y heroica la­bor, en 1812, como publicista y politólogo de la insurgencia. Su "Manifiesto de la Nación Americana a los europeos de este continen­te", seguido de sus "Planes de Paz y de Gue­rra", que en marzo remitió al gobierno de México y que luego hizo reproducir por medio de la prensa, constituyen un modelo de prosa y doctrina, una clara y justa defensa del principio de autodeterminación y un no­ble empeño en conciliar los opuestos intere­ses de españoles y americanos, para que la violencia, el terror, la venganza y el derrama­miento de sangre cesaran lo más pronto po­sible. Pero el adversario se negaba al diá­logo: Venegas ordenó que los escritos del "infidente" fueran quemados, “por mano de verdugo”, en la plaza pública. También, Cos editó en Sultepec dos importantes periódicos, el Ilustrador Nacional y el Ilustrador Ameri­cano; luego colaboró en otro, patrocinado por Rayón y dirigido por Andrés Quintana Roo, el Semanario Patriótico Americano. Tres in­cisivos luchadores que en letras de molde libraron combates con más éxito que los que con fusiles y cañones emprendieron los vocales de la junta. Mérito grande del doctor Cos fue, además, haber fabricado con sus propias manos la prensa y los tipos e incluso la tin­ta de añil que se utilizaron en la impresión del primer Ilustrador. Eludiendo la vigilancia de la aduana de Veracruz, varios números de este admirable periódico llegaron a Europa; en Londres, Blanco White hizo un encendi­do elogio de él y del talento e ingenio de su autor. Por último, Cos siguió militando en las filas insurgentes hasta 1817, año en que se indultó; murió en la ciudad de Pátzcuaro (Michoacán) en 1819.

 

Si en el aspecto bélico Rayón fue poco afortunado -cada descalabro constituía una pérdida de prestigio ante sus compañeros de lucha-, a otra razón más profunda se debió la pérdida de su influjo y autoridad. El movi­miento tendía a radicalizarse, mientras él se aferraba a la ya superada tesis de que la soberanía dimanaba del pueblo, pero "residía en la persona de Fernando VII". En 1813 el escaparate regio ya no funcionaba. Como en­tonces se alzaba con estrépito la fama mili­tar de otro caudillo, sustentador de una ideología más avanzada, el consenso general de la insurgencia, relegando a Rayón, le otorgó a este nuevo mesías toda su confianza para que dirigiera la revolución. El hombre prepo­tente a quien se hacía depositario del legado de Hidalgo era Morelos.

 

Nacido en Valladolid -ciudad que en su honor trocó en 1828 su nombre por el más eufónico de Morelia- el 30 de septiembre de 1765, Morelos, mestizo de cuna humilde, pasó su niñez y juventud bajo el agobio de cons­tantes privaciones. Un tío, maestro de escuela con escasa clientela, le enseñó las primeras letras; pero Morelos, de inteligencia vivaz, no tuvo por lo pronto la facilidad de seguir estu­diando; desde la edad de once años, para sub­sistir y auxiliar a su madre y a su hermana que habían quedado desamparadas, se vio en la urgencia de ganarse el pan con el sudor de su frente. Durante una década trabajó en las faenas del campo y en la administración de una hacienda de la tierra caliente michoacana. Joven formal, metódico, ahorrador y con aspiraciones, reunió un pequeño capital y con él regresó a Valladolid, dispuesto a autofinan­ciarse una carrera profesional. La única via­ble en su ciudad natal, mitrada y repleta de sotanas, era la del sacerdocio; a ella se entre­gó Morelos frenéticamente -no por vocación igual que Hidalgo y tantos otros de sus contemporáneos-, sino por exclusión y por la necesidad de obtener empleo -eclesiástico, se entiende- lo más pronto posible. Estudió en el Seminario y en el Colegio de San Nicolás, cuando era rector de éste el cura Hidalgo. ¿Adivinarían ambos, maestro y discípulo, la excepcional coyuntura que los volvería a reu­nir? El caso es que mientras Hidalgo, de mala gana, emprendía el camino de Colima  y San Felipe, Morelos daba cima a sus estudios y antes de que concluyera el siglo obtenía las órdenes sacerdotales.

 

Desempeñé el curato interino de Churu­muco y, a partir de 1799 y con carácter de propietario, el de Carácuaro, ambos en la cuenca del río Balsas, en plena tierra caliente del obispado de Michoacán. Hombre práctico, se dedicó en Carácuaro al comercio y a otras diversas actividades económicas, amén de las parroquiales, con lo que pudo ir almacenando una regular fortuna. Compró casa de calican­to en Valladolid, donde instaló una tienda que cuidaban su hermana y su cuñado. Morelos no perdía ocasión de consolidar el seguro de su vejez, que intuía muelle y plácida, como cualquier buen burgués de los que más tarde haría Balzac radiografías geniales. Destino honesto pero, al fin y al cabo, grisáceo, me­diocre, simplón. Así discurría su existencia, cuando un día, estando en Carácuaro, reci­bió la noticia del levantamiento de Hidalgo. Como si una descarga eléctrica sacudiera todo su cuerpo, se transformó al instante en otro hombre. Arregló rápidamente sus cosas y partió rumbo a Valladolid. Halló la ciudad en efervescencia: Hidalgo acababa de salir, con su nutrida hueste, en dirección a México. Morelos no se detuvo y fue tras el Generalí­simo.

 

Lo alcanzó en el pueblo de Indaparapeo y lo acompañó hasta el de Charo, donde el li­bertador lo nombró jefe de la revolución "en el Sur y  rumbo de Acapulco". Ahí  se despidie­ron: nunca más volverían a verse.

 

Del eufórico y nervioso estado de ánimo que dominaba a este "nuevo" Morelos al marchar a la guerra, da idea la insólita petición que al día siguiente de su entrevista con Hidalgo presentó al secretario de la mitra de Va­lladolid: "Por comisión del excelentísimo señor don Miguel Hidalgo, hecha ayer tarde en Indaparapeo, me paso con violencia a correr las tierras calientes del Sur; y habiendo esta­do yo con el señor conde (de Sierra Gorda, go­bernador de la diócesis en ausencia del fugiti­vo obispo electo, Manuel Abad y Queipo) para que se me ponga coadjutor que adminis­tre mi curato de Carácuaro, me dijo su señoría lo pidiese a usted, a quien no hallándole hasta las nueve de la mañana y siéndome preciso no perder minuto, lo participo para que, a letra vista, se sirva usted despachar el que halle oportuno, advirtiéndole me ha de con­tribuir con la tercia parte de obvenciones". Así, con un formalismo burocrático (insólita "licencia" para irse, como Mambrú, "a la guerra"), postrero acto de una cumplida y estricta carrera profesional inserta en el marco de una normalidad definitivamente irrecupera­ble, Morelos se despedía de Valladolid y de su pasado, para iniciar la fase no soñada de su vida, la de líder revolucionario, incubada, sin él saberlo, acaso desde los días de su leja­na y sufrida adolescencia, que a la postre fue la que respondió mejor y con mayor autenticidad, a las exigencias de su temperamento, constitución y carácter.

 

Aparte la resonante magnitud histórica del "Grito" de Hidalgo y su inmediata conse­cuencia, las campañas de Morelos pueden in­terpretarse como la etapa más positiva de la guerra de independencia y la única en que di­cho movimiento tuvo la posibilidad real de aniquilar al régimen colonial. En síntesis, dis­curren a lo largo de un lustro: desde el 25 de octubre de 1810, cuando Morelos inicia en Carácuaro (Michoacán) su "movilización" con un puñado de voluntarios, hasta el 5 de no­viembre de 1815, en que es derrotado y capturado en la acción de Temalaca (lugar situado al noreste del actual estado de Guerrero). Con una precisa línea divisoria: antes y des­pués de la Navidad de 1813, fecha del desastre de Valladolid. La primera instancia co­rresponde a las victorias y a la muy fundada confianza de lograr, en plazo no lejano, el triunfo decisivo; la segunda, a las derrotas es­calonadas, a la desilusión casi total, y al convencimiento de que con sus solos recursos la insurgencia era impotente para clavar sus es­tandartes en el palacio virreinal.

 

Militar intuitivo e inspirado, la característica dominante de la estrategia de Morelos radica en que se desenvuelve atendiendo las lecciones inapreciables de la geografía. Al pro­yectar sus itinerarios, sus avances y retrocesos, lleva en la mente, antes que otra cosa, el mapa del país: las rutas naturales que le conviene seguir, los vados de los ríos que debe cruzar, los poblados de confianza y los que, por peligrosos, hay que evitar, las zonas de despensa garantizada y las de "tierras flacas", etcétera. Condiciona su guerra a una alianza vital: la del ámbito, físico y humano, de su teatro de operaciones. Hombre de temperamen­to tropical, familiarizado desde niño con la tierra caliente, "el horno" de Michoacán, su geogra­fía será también tropical. Con  un "norte" in­defectible: el Sur, siempre el sur. Las cinco intendencias meridionales del virreinato fueron el escenario de sus hazañas: Michoacán, Mé­xico, Puebla, Veracruz y Oaxaca. Los puntos extremos que alcanzó, formando un amplio arco, se localizan en la planicie de Apatzingán por el oeste, el valle de Orizaba por el oriente, el valle de Guayangareo (Valladolid) por el noroeste, el de Oaxaca por el sureste y la costa de Acapulco a Ometepec por el Sur. Su lugarteniente, el cura Mariano Matamoros, avanzó por el istmo de Tehuantepec has­ta Tonalá (Chiapas), ya en la jurisdicción de la Capitanía General de Guatemala: el sector más alejado en que operaron tropas morelistas. De tal forma fue consistente y sistemáti­co su empuje que, en el apogeo de su poder, a mediados de 1813, refiriéndose al dilatado te­rritorio dominado por el caudillo, diría uno de sus adversarios, el comandante realista Pedro Antonio Vélez, al justificar su conducta por la capitulación del castillo de San Diego, Acapulco: "Desde las remotas fronteras del reino de Guatemala, hasta la destrozada provincia de Michoacán, y desde las aguas del Sur por este rumbo, hasta las goteras de la capital, so­los 364 soldados y 47 paisanos marineros a mis órdenes, defendían a sangre y fuego el pabellón español y los derechos preciosos del rey benigno que nos manda." Vélez, militar pundonoroso, no mentía.

 

Morelos fue un buen organizador, quizás el más dotado que produjo la insurgencia. Al contrario de Hidalgo, se negó a conducir mu­chedumbres caóticas e indisciplinadas, cuya eficacia, en combates formales y frontales, era mínima cuando no nula. En sus reclutamien­tos, Morelos procuraba seleccionar a los más aptos; los distribuía en cuerpos sujetos a ri­guroso control; los dotaba de armas efecti­vas, como fusiles, sables y machetes, y les exigía un mínimo de instrucción militar. Re­dactó unas sencillas pero sensatas "ordenan­zas" y sus libros de intendencia eran mode­los de orden, claridad y experiencia administrativa. A su lado y siguiendo su ejemplo y directrices, se formó y fogueó una pléyade vi­gorosa de jefes insurgentes, algunos de los cuales fueron los continuadores de su obra: Hermenegildo y Pablo Galeana, Leonardo, Miguel, Víctor y Nicolás Bravo, Mariano Matamoros, Manuel de Mier y Terán, Vale­rio Trujano, Guadalupe Victoria, Vicente Guerrero y muchos más.

 

Pudiera pensarse que el acento naciona­lista y la historiografía oficial han inflado la imagen de "genio" militar con que se recuerda, año tras año, a Morelos. Pero un solo hecho basta para consagrar sus capacidades: entre mediados de febrero y los primeros días de mayo de 1812, se encerró en la desprotegida villa de Cuautla, al sureste de la capital, con menos de cuatro mil hombres, su famosa hueste "suriana". Allí lo atacó y le puso sitio la más poderosa división que jamás pudo reunir el gobierno de México, mandada por "la mejor espada del virreinato", el brigadier Calleja. En cuanto a heroísmo y decisión de no dejarse vencer, los sitiados de Cuautla re­pitieron la hazaña de los de Zaragoza, en la guerra de la independencia española. Calleja, ufano de sus triunfos en Aculco, Calderón y Zitácuaro, había asegurado a Venegas que de Cuautla no saldrían vivas "ni las ratas"; sin embargo, cuando Morelos humanamente ya no podía resistir más, rompió el sitio con una operación maestra, dejó burlado al engreído Calleja y sacó lo que le restaba de su escuálida tropa (tres cuartas partes habían perecido) para reanudar sus campañas sobre Puebla, Veracruz y Oaxaca, ahora con mas energía y prestigio que nunca.

 

Numerosas fueron las acciones en que él y sus capitanes se mostraron superiores a los comandantes realistas, casi todos éstos militares de carrera. El último éxito notable fue la toma del puerto y fortaleza de Acapulco, a mediados del año 1813. Entonces, Morelos abrió un paréntesis a sus actividades guerreras, para dedicarse por entero a una obra que consideraba incluso más importante que la militar: constituir políticamente a la nación que desde septiembre de 1810 se venía libe­rando.

 

Morelos es el jefe de armas que más evoluciona en el renglón de las ideas y la política revolucionaria, y que mejor llega a plasmar y sistematizar un pensamiento liberal y pro­gresista. Hidalgo, con mayor instrumental teórico, no tuvo tiempo de hacerlo; Rayón, por convicción, por limitaciones ideológicas o por prestigio personal, se aferró a la entele­quia en que se había convertido su junta de Zitácuaro y, naturalmente, ahí se estancó. Por ello, el cura de Carácuaro, que en el giro militar fue el caudillo más destacado, también en los aspectos político, económico y social se colocó por encima de todos sus colegas, incluso de los que, a su muerte, le sucedieron.

 

En cada pueblo que ocupa, elimina a las autoridades tradicionales y ejerce actos de soberanía nacional. Durante sus dos prime­ras campañas, que concluyen con el rompi­miento del sitio de Cuautla, se ciñe a las di­rectrices (bandos, instrucciones, proclamas) de Hidalgo, aunque traduciendo ese disposi­tivo a un lenguaje sencillo, casi elemental, pues Morelos, buen psicólogo, sabe que trata con comunidades marginadas -en particular las del sur de la intendencia de México, hoy estado de Guerrero-, impermeables a los efluvios de la Ilustración y con un pavoroso índice de analfabetismo. Por ejemplo -y ésta es su tónica habitual-, a los vecinos del pueblo de Atenango los exhorta a que se reúnan en una especie de "cabildo abierto" para recibir explicaciones del cambio que se viene operando, "en inteligencia de que toda es a su favor, porque sólo se va mudando el bienio político y militar que tienen los ga­chupines, para que lo tengan los criollos, qui­tando a estos cuantas pensiones se puedan, como tributos y demás cargas que nos opri­mían". En otra ocasión, excluyendo al enemi­go español, pregona la igualdad social: "A ex­cepción de los europeos, todos los demás habitantes no se nombrarán en calidad de indios, mulatos ni otras castas, sino todos generalmente americanos”. Y más adelante, muestra sus elevados principios morales en un hermoso mensaje dirigido a los pueblos oaxaqueños: "No se consentirá el vicio en esta América Septentrional. Todos debemos trabajar en el destino a que cada cual lucre útil, para comer el pan con el sudor de nuestro rostro y evitar los incalculables males que acarrea la ociosidad". Morelos pregonaba con el ejemplo: desde la tierna edad de once años, así se había ganado su pan. En fin, anuncia la necesidad de entregar las tierras de los pueblos "a los naturales de ellos para su cul­tivo". Si algo lo distinguió, fue la repugnancia que le inspiraba el latifundismo, engen­drado por la vía del despojo de sus tierras a los indios.

 

Cuando se instaló la junta de Zitácuaro, Morelos la reconoció, sobre todo para proyectar la imagen de un gobierno revolucio­nario, unido y armónico. En el fondo disen­tía de la estructura limitativa de la junta y de su bandera ideológica: "soberanía a medias" y cuarentena al populismo. No tardaron en manifestarse sus diferencias con Rayón, por medio de enviados mutuos y de una tupida correspondencia que fue encrespando los ánimos. La dicotomía insalvable se da el 2 de noviembre de 1812, cuando Morelos, desde Tehuacán  (Puebla), objeta uno de los puntos capitales del proyecto de constitución que Rayón le había turnado: "Que se le quite la máscara a la independencia, porque ya todos saben la suerte de nuestro Fernando VII". Por supuesto, Rayón insistió en la necesidad estratégica de la máscara.

 

Desfernandización y democratización del país son las divisas que a partir de entonces ya no suelta Morelos. En el mismo mes de noviembre, el caudillo da uno de sus golpes más espectaculares: toma por asalto la ciu­dad de Oaxaca, que retendrán los insurgentes hasta principios de 1814. Por primera y única vez, Morelos se hace con un impor­tante centro urbano, con todas las ventajas que esto implica: cabecera de intendencia y obispado, nutridas bibliotecas, atmósfera politizada, imprenta, presencia de ideólogos y proyectistas, etc. Dos de ellos, José Ma­nuel de Herrera y Carlos María de Busta­mante, dirigen sucesivamente el periódico inspirado por Morelos, Correo Americano del Sur, que hará una eficaz propaganda de las ideas, cada vez más avanzadas, de la insurgencia; alguno de  sus números se filtraran a la vecina Capitanía de Guatemala.

 

Es en Oaxaca donde Morelos, después de arduas consultas, incluso de consejeros em­boscados en la Ciudad de México (miembros del grupo de Los Guadalupes) que por carta le transmitían sus pensamientos, decide transformar la Junta Gubernativa en un Congreso Nacional, electo, hasta donde se pueda, por el voto de los pueblos. Redacta la convoca­toria correspondiente y fija el lugar y la fe­cha de la reunión: Chilpancingo, por ser, dentro del ámbito liberado, un punto céntri­co, y el mes siguiente a la conclusión de la campaña sobre Acapulco. El castillo de San Diego se rinde en agosto de 1813 y el 14 de septiembre, en medio de una viva expectación, Morelos inaugura el Congreso con un discurso trepidante. Las sesiones de la asam­blea, que son a puerta abierta, culminan el 6 de noviembre con la Declaración de Inde­pendencia, total y no mediatizada.

 

En Chilpancingo se opera, de una vez para siempre, la ruptura con el pasado, la desaparición del ente Nueva España y, en consecuencia, el alumbramiento del Estado mexicano. Tres ideas resaltan en el acta de Independencia -explica nuestro ilustre jurista Mario de la Cueva-: "primeramente, sus autores declaran que la soberanía correspon­de a la nación mexicana y que se encuentra usurpada; en segundo término, que quedaba rota para siempre jamás la dependencia del trono español, y en tercer lugar que a la nación correspondían los atributos esenciales de la soberanía: dictar las leyes constitucionales, hacer la guerra y la paz y mantener relaciones diplomáticas". Ahí quedaba plas­mado, sin disimulos, diáfano y comprensible hasta para las mentes e imaginaciones más rústicas, el principio cardinal de la nacionali­dad mexicana.

 

El programa constitucional e institucional del Congreso, alentado por Morelos, encargado del poder ejecutivo y "Siervo de la Nación" -título que había preferido al de "Alteza Serenísima"-, se desarrolló en condiciones particularmente adversas. La luna de miel del movimiento con ''doña" victoria había concluido en el invierno de 1813. El nuevo virrey, Félix María Calleja, que por lo de Cuautla sentía tener una cuenta pendiente con Morelos, desató una bien planeada ofensiva contra el hombre que pusiera en entredicho sus capacidades y, militarmente, ob­tuvo un éxito superior incluso a sus previsiones.

 

Morelos fue derrotado con estrépito en Michoacán: primero frente a Valladolid y luego en la hacienda de Puruarán, donde cayó prisionero su segundo jefe, Matamoros, el cual, conducido a la capital provincial, fue fusilado el 3 de febrero de 1814. Luego, toda la línea defensiva suriana fue perforada y, en dramática secuela, los realistas se apode­raron de Chilpancingo, Acapulco, Oaxaca y casi todas las comarcas intermedias. La he­catombe insurgente no sería ya detenida y la directriz única de Morelos acabaría rompiéndose en multitud de guerrillas y pequeñas je­faturas, moviéndose con desesperado fervor patriótico, pero sin coordinación.

 

Los congresistas de Chilpancingo pudie­ron todavía emprender una obra heroica: la promulgación del Decreto Constitucional, efectuado en el pueblo de Apatzingán (Michoacán), el 22 de octubre de 1814. Carta magna que recogía, calificándolos con más preci­sión, los principios hechos públicos un año antes en Chilpancingo, pero de muy proble­mática práctica, dado que el movimiento iba perdiendo terreno a pasos agigantados. Morelos, hasta el final, no se apocó ni perdió fe en la lucha. A salto de mata, seguía protegiendo a la asamblea legislativa y animándola a continuar en sus tareas. Una saludable es­cala de reposo en la hacienda de Puruarán -la misma donde había sucumbido Matamoros- en el verano de 1815, les permitió a él y a los diputados del Congreso ambulante, reorganizar el gobierno, enviar una embajada a los Estados Unidos y publicar un extraor­dinario Manifiesto a las Naciones, que es quizás el texto justificativo de la independen­cia más inteligente y mejor fundamentado de cuantos se lanzaron entre 1810 y 1821. Poco después, por razones de seguridad, se decidió en el mismo Puruarán que el Congreso, escoltado por Morelos, se trasladara a Tehuacán. En la ruta, larga, difícil e inter­ceptada por el enemigo, el jefe realista Ma­nuel de la Concha atacó a Morelos, derro­tándolo y haciéndolo prisionero. Los miem­bros del Congreso a duras penas lograron llegar a Tehuacán.

 

Calleja quiso dar un gran espectáculo al público de la capital, exhibiendo y humillando al gran caído, juzgado por la inquisición y por un tribunal militar, su suerte, al igual que la de Hidalgo y otros caudillos, estaba dictada de antemano. Se le sentenció a la pena capital, no sin antes degradarlo de sus órdenes sacerdotales. Miguel Bataller, el auditor de Guerra, pidió al virrey que fuese ejecutado "por la espalda como traidor al rey, y que separada su cabeza y puesta en una jaula de hierro, se coloque en la Plaza Mayor de esta capital, para que sirva a todos de recuerdo del fin que tendrán, tarde o tem­prano, los que se obstinen todavía en consumar la ruina de su patria, que es todo el fruto que pueden esperar, según la ingenua confesión del monstruo de Carácuaro". A Calleja, famoso por su crueldad y su propensión a "dar lecciones", no le disgustaba la idea de Bataller; pero temió que la ejecución de Mo­relos en la capital tuviera la virtud de provo­car alborotos populares. Decidió, por lo tanto, que el reo fuese fusilado lejos de ella y sin publicidad.

 

En San Cristóbal Ecatepec, pueblo yermo y salitroso al norte de México, el 22 de diciembre de 1815, varias descargas segaron la vida de Morelos, el más grande campeón de la Independencia.

 

Táctica de Morelos para hacer prosélitos.

 

“...Hasta que llegaron a donde estaba Morelos. Este, un día llamó al soldado declarante y le dijo:

 

-Amigo de Jamiltepec, venga vues­tra merced acá.

 

Le preguntó que si mucho haba ro­bado en el puerto (Acapulco), y le respondió:

 

-Yo, señor, no sé robar, porque no es lícito robar, según nuestra ley.

 

-¿Cuál es tu ley?

 

-La cristiana.

 

-Eso no sabes tú y están engañados de los gachupines, que ni saben lo que les iba a suceder. Ahí tengo el fierro con que los iban a señalar para entregarlos a Pepe Botella, quien los había comprado, a los hombres a cuatro rea­les y las mujeres a uno y medio reales y los muchachos a dos reales. Esto es cierto y tengo cómo hacérselo bueno a los gachupines. Ahí tengo los papeles en que habla hecho la venta y yo los voy a defender. El rey Fernando es cierto que estuvo preso en Francia, pero los ingleses lo quitaron y lo trajeron a este reino. En Tierra dentro está bien cubierto hasta que ganemos todo el reino; que luego que quitemos a los gachupines ya está ganado, y entonces sale nuestro rey a gobernar y Nuestra Señora de Guadalupe, que es tan mila­grosa, está en nuestra ayuda.

 

(Testimonio de febrero de 1871.)

 

(Según E. Lemoine, 1965).

 

Acta de declaración de independencia dictada por el Congreso de Chilpancingo.

 

“El Congreso del Anáhuac, legítimamente instalado en la ciudad de Chilpancingo de la América Septentrional por las provincias de ella, declara so­lemnemente a presencia del Señor Dios, árbitro moderador de los imperios y autor de la sociedad, que los da y los quita según los designios inescrutables de su providencia, que por las presen­tes circunstancias de la Europa, ha re­cobrado el ejercicio de su soberanía usurpado; que en tal concepto queda rota para siempre y disuelta la depen­dencia del trono español: que es árbitro para establecer las leyes que le convengan, para el mejor arreglo y felicidad interior: para hacer la guerra y la paz y establecer alianzas con los monarcas y república del antiguo continente, no menos que para celebrar concordatos con el Sumo Pontifice romano, para el régimen de la Iglesia católica, apostóli­ca y romana, y mandar embajadores y cónsules; que no profesa ni reconoce otra religión más que la católica, ni per­mitirá ni tolerará el uso público ni se­creto de otra alguna; que protegerá con todo su poder y velará sobre la pureza de la fe y de sus dogmas y conserva­ción de los cuerpos regulares. Declara por reo de alta traición a todo el que se oponga directa o indirectamente a su independencia, ya protegiendo a los europeos opresores, de obra, palabra o por escrito; ya negándose a contribuir con los gastos, subsidios y pensiones para continuar la guerra, hasta que su independencia sea reconocida por las naciones extranjeras: reserván­dose el Congreso presentar a ellas, por medio de una nota ministerial, que cir­culará por todos los gabinetes, el ma­nifiesto del que sus quejas y justicia de su resolución, reconocida ya por la Europa misma.  Dado en el palacio nacional de Chilpancingo, a seis días del mes de Noviembre de 1813”.

 

Li­cenciado Andrés Quintana, vicepresi­dente.

Licenciado Ignacio Rayón.

Licenciado José Manuel de Herrera.

Licenciado Carlos María de Bustaman­te.

Doctor José Sixto Verduzco.

José  María  Liceaga.

Licenciado Cornelio Ortiz de Zárate, secretario.

 

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78.            Declinación de la insurgencia.

Por: Ernesto Lemoine.

 

Los cinco años que siguen a la muerte de Morelos (1816 - 1820) empalman con el ocaso de la revolución, no tanto porque la lucha hubiera disminuido en  volumen e intensidad, sino por haberse fragmentado en decenas de partículas inconexas, por la muerte, la prisión o el indulto de numerosos jefes. Faltó también la fuerza aglutinadora y el dirigente con el prestigio y carisma necesarios, a nivel nacional, para imponerse a los demás y conducir el movimiento, así en lo militar como en sus tesis doctrinarias, a la meta anticipada en Chilpancingo.

 

El virrey Calleja (1813 - 1816), a caballo entre el régimen constitucional y el absolu­tista, es el principal causante, sin moverse de su palacio, del desplome revolucionario. Sus medidas de terror, su estrategia polí­tica, su astucia para controlar a la casta mili­tar, pero, sobre todo, la metódica y cuidadosa ofensiva que planeó en el otoño de 1813, fueron factores básicos de aquel derrumbamiento y de que al término de su mandato el gobierno de México se considerara más fuerte que nunca, desde 1810. Sin embargo Calleja, conocedor del medio en que actuaba, pues residía en Nueva España desde el año 1789, no se engañó en cuanto al desenlace inevitable del conflicto. Levantando patíbulos en todo el país, acometiendo a los rebel­des sin darles cuartel y aplicando procedi­mientos implacables de represión, había tri­turado a la insurgencia; pero ésta, aunque atomizada, no se extinguía, y el consenso general apuntaba, sin remedio, a la elimina­ción del sistema instaurado por Hernán Cortés. El propio Calleja hubo de reconocerlo en un detallado informe remitido a Madrid, al confesar que, por más victorias que obtu­vieran los ejércitos realistas, el resultado final seria el mismo, desde el momento en que "seis millones de habitantes estaban decididos a la independencia". Era la pura verdad.

 

Llamado a España por Fernando VII, le sucedió en el gobierno del virreinato el teniente general de la Armada, Juan Ruiz de Apodaca (1816 - 1821), hombre de carácter opuesto al de Calleja, que, con medidas menos violentas y sanguinarias, continuó la obra de pacificación iniciada por aquél. En todo caso, con Calleja o con Apodaca, con medidas radicales o suaves y conciliadoras, lo cier­to es que la revolución siguió adelante.

 

Reflejo del desaliento que cundió a la caída de Morelos es el pobre final del con­greso de Chilpancingo. Sus miembros, per­seguidos por los realistas, llegaron en desbandada a Tehuacán en noviembre de 1815; al mes siguiente el jefe de las armas de ese distrito, Manuel de Mier y Terán, disolvió la corporación, aduciendo que la causa necesitaba soldados, no leguleyos. Así se extin­guió el centro político unificador por el que tanto abogara Morelos. En previsión de cualquier percance, el congreso había dejado en Michoacán una Junta Subalterna Guber­nativa; pero sus integrantes, individuos de escasas luces y de muy poco influjo, casi no se hicieron obedecer de los jefes milita­res. Acosados por el enemigo, cambiaron va­rias veces de residencia, pernoctando en al­deas y rancherías, cuyos nombres apenas figuran en los mapas a gran escala: Taretan, Jaujilla, Zárate; en este último lugar, a ori­llas del Balsas, hacia 1819, la junta, formada por dos o tres miembros, se había convertido en auténtica ficción, tan inane como patética; sólo por cortesía y por su enorme calidad humana fue deferente y la protegió el caudillo Vicente Guerrero. Pero incluso esta ficción desapareció en 1820.

 

En cuanto a los jefes militares, fueron muchos y de muy variada talla los continua­dores de la gesta de Morelos, pero casi todos acabaron en el campo de batalla, ante un pelotón de ejecución, fugitivos, en la cárcel, o libres y amargados, después de pagar el precio exigido por el realismo: repudio ruin a la revolución y loas amelcochadas y abyec­tas al absolutista y despótico Fernando -y, en su nombre, el virrey en turno-.

 

Aparecen a continuación los principales acontecimientos que se registran al final del gobierno de Calleja y a todo lo largo del de Apodaca.

 

Dos caciques indígenas jaliscienses, de origen tarasco, Encarnación Rosas y José Santa Ana, fortificaron la isla de Mexcala, en el lago de Chapala, y durante más de tres años mantuvieron a raya a los destaca­mentos que contra ellos enviaba el goberna­dor de Nueva Galicia, digno émulo de Ca­lleja, José de la Cruz. La resistencia de este núcleo, formado en su mayor parte por indígenas puros, es uno de los hechos más sorprendentes de la revolución. A fines de 1816, diezmados por la peste, los cadáveres y el hambre, Rosas y Santa Ana, con unos cuantos supervivientes, capitularon en con­diciones honrosas para ellos que Cruz no cumplió.

 

Por esa misma época se rindió también en Monte Blanco, cerca de la villa de Córdoba (Veracruz), el joven norteño Melchor Múz­quiz, que de las aulas universitarias de México había salido para ir a prestar su concurso a la insurgencia. En 1817, en cadena interminable, ocurría el sometimiento de los jefes Mier y Terán, Ramón e Ignacio López Rayón, Nicolás Bravo, José Francisco Osorno, y de varios civiles que habían colaborado en el Congreso y contribuido con sus luces a la redacción del Decreto Constitucional. San Martín, Herrera, Sotero de Castañeda, Berdusco, Bustamante, etc. Guadalupe Victoria se sostuvo algunos años en el centro de Ve­        racruz, pero al final también se retiró de la lucha, en circunstancias raras, que años después propalaron la imagen de un perso­naje extraño y pintoresco. En efecto, hacia fines de 1819 Victoria  desapareció; se internó en la selva veracruzana y, sin más compañía que las bestias montaraces, cual nuevo Robinson, llevó una vida de anacoreta a lo largo de año y medio. Cuando los vientos del país cambiaron, abandonó su refugio, volvió a la civilización y se incorporó, ya con un halo de leyenda popular, a  las filas del Ejército Trigarante. Después sería el primer presidente de la República mexicana.

 

De todos los jefes que sucedieron a Morelos, quizás el más dotado no para la guerra de guerrillas, que no sentía y en la que desconfiaba, sino para organizar tropas de línea a nivel profesional, fue Mier y Terán. Ex alumno del Colegio de Minería, sus conocimientos en matemáticas y otras disciplinas científicas le permitieron destacar, a las órdenes de Morelos, en el ramo de artillería. Luego, obrando casi por cuenta propia, hizo de Tehuacán su centro de operaciones, armó y disciplinó a una excelente división y fortificó, en las cercanías de esa localidad y con todas las reglas del arte militar, el estratégico punto de Cerro Colorado. Con energía y dinamismo, Mier y Terán se sostuvo por más de dos años, dominando un amplio territorio, en el cruce de las intendencias de Puebla, Veracruz y Oaxaca. De  ahí que Morelos decidiera, en la que sería su última jornada, trasladarse de Michoacán a Tehun­cán para emprender nuevas campanas a par­tir de esta firme base y con respaldo del propio Mier y Terán. No logró su cometido.

 

El equivoco de Mier y Terán radica en que, siendo sincero insurgente, negara su adhesión al espíritu de Chilpancingo y Apa­tzingán. Una incurable manía clasista contradecía su presencia en ese pequeño mundo del valle de Tehuacán, indígena y mestizo, habitado por gente rústica, pobre y sufrida, pero fervorosamente revolucionaria y en el fondo admiradora del jefe de Cerro Colorado. Mier y Terán tenía más fe en los cañones que en las ideologías, no creía en la democra­cia ni en los gobiernos de extracción popular. Y así, cuando un brazo tan fuerte como el suyo hubiera podido tonificar al Congreso, desfallecido a raíz de la pérdida de Morelos, Mier y Terán no sólo no hizo eso, sino que, como ya vimos, lo disolvió a su llegada a Tehuacán. Acto de abuso de autoridad, manur militari, que los supervivientes de aquella ilustre corporación, uno de ellos el historia­dor Carlos María de Bustamante, no deja­rían de reprocharle hasta el fin de sus días.

 

Finalmente, después de resistir hasta lo imposible, cercado de tropas enemigas y con las suyas muy mermadas, a principios de 1817, Mier y Terán capituló, rindiendo su fortaleza de Cerro Colorado. Las gacetas de México batieron palmas por ésta larga­mente esperada victoria. Apodaca, que sentía respeto por el vencido, le asignó como residencia la ciudad de Puebla, de donde Mier y Terán volvió a surgir, en 1821, para ocupar un primer plano en la vida política y militar del país. Hombre inseguro de sí mismo, nervioso y con su mente alterada, no soportó las desgracias que llovían sobre la República y, en forma horrible, se dio muerte a mediados de 1832.

 

En la primavera de 1817, Apodaca podía decir con optimismo que, rendido Mier y Terán, quedaban de hecho eliminados los más importantes focos revolucionarios de Nueva España. Subsistían en su labor de zapa varias guerrillas, principalmente en el sur, en Veracruz y en Guanajuato (comarcas del Bajío y Los Altos); pero el alto mando realista desestimaba su poder y las consi­deraba meras partidas de bandoleros, muy localizadas, que no tardarían en ser aniqui­ladas, si es que antes ellas mismas no se disolvían o autodestruían. Con tal margen de seguridad, el gobierno empezaba a trabajar sobre un programa de reconstrucción, cuando una noticia, llegada por el correo de la Huas­teca, hizo trepidar, como una bomba, el pa­lacio virreinal: el desembarco, en la costa de Nuevo Santander (hoy Tamaulipas), de la ex­pedición libertadora conducida por el Joven español Xavier Mina.

 

Nacido en Navarra en 1789 -el año de la Revolución por antonomasia-, Mina es­tudió en Pamplona y Zaragoza la carrera de Jurisprudencia, que interrumpió a raíz de la invasión francesa. Organizó con su tío, Francisco Espoz y Mina, una guerrilla cuyas hazañas le dieron cierta celebridad, sobre todo en su provincia natal. Hombre de ideas liberales y muy en la línea política de la Constitución gaditana, Mina se volvió adver­sario feroz y apasionado del Fernando absolutista de 1814. Perseguido, tuvo que huir primero a Francia y luego a Inglaterra. En Londres conoció al mexicano fray Servando Teresa de Mier (el "otro" regiomontano ilustre, como decía don Alfonso Reyes), con varias cuentas pendientes contra el régimen opresor de los dos últimos Borbones. Mier, intelectual atrayente e inquieto, convenció a Mina de las bondades de una tesis pecu­liar: era legítimo combatir al absolutismo de Fernando en cualquier parte donde se luchara contra él, así en España como en las colonias; luego, el joven navarro podía ir a Nueva España a prestar su concurso a la causa insurgente. Mina quedó deslumbrado por esta idea.

 

Londres era en 1816 un semillero de exiliados, aventureros, agentes revolucionarios y financieros de empresas libertadoras. Asesorado por Mier, que tenía algunos buenos contactos, Mina consiguió créditos, armas y voluntarios, fletó un buque y salió rumbo a Estados Unidos, país vecino a Nueva España, donde pensaba redondear su expedi­ción y completar el avío de la misma. De esos días febriles arranca una aclaración que, no sin algo de celo y envidia, hizo pública Espoz y Mina, y que mucho tiempo después explicó en sus Memorias. Vale la pena ci­tarse, porque puntualiza las diferencias entre tío y sobrino y apenas el texto es conocido:

 

"En el mes de septiembre de 1816 -recuerda Espoz y Mina- tuve que estampar en los papeles públicos de Londres y París un artículo contradiciendo lo que  se había dicho en los mismos sobre que el general español Mina había llegado a los Estados Unidos, porque no quería que mi nombre llevara el galardón o el vituperio que resultase de una expedición intentada por mi sobrino Javier Mina en el reino de México. Desde que la vuelta de Bonaparte de la isla de Elba nos obligó a separarnos de la Francia a mi sobrino y a mí, yo no había tenido noticia directa ninguna de éste ni nunca más la tuve ya. En Londres, adonde él se dirigió, halló buena acogida; de allí pasó a los Estados Unidos, y con su arribo la circulación de la noticia de la llegada del general Mina. Y como no había tal general, desmentí la noticia, di­ciendo que general español Mina no había otro que yo, que me encontraba en París; que el supuesto general que aparecía en los Estados Unidos no podía ser otro que mi sobrino del mismo nombre y que la graduación de éste no pasaba de teniente coronel". Concluye Espoz y Mina, con escasa simpatía y com­prensión para el sobrino, que a su ligereza y aturdimiento, en el plan y desarrollo de la empresa mexicana, se debió su fracaso "y su inmediato castigo".

 

Mina, igual que lord Byron, era un román­tico. Mil adversidades se conjugaron para ha­cer fracasar su noble empeño; las mismas que, años más tarde, llevarían al bardo inglés a su sacrificio en Grecia. Por principio, su infor­mación de Nueva España, de segunda mano, provenía de un testigo que había salido del país ¡el año 1795! El momento era poco pro­picio: la revolución mexicana languidecía, el gobierno nacional se había esfumado y el vi­rreinal emergía con más fuerza que nunca. Por otra parte, el cuerpo de Mina estaba integrado por aventureros extranjeros, en especial angloa­mericanos, enrolados con el cebo de suculen­tos avances en un país afamado por sus ri­quezas metálicas; pocos, en realidad, contem­plaron el aspecto idealista y político de la empresa. Al final, la expedición se preparó con tal aparato y publicidad, que antes de arribar Mina a las costas de Nueva España, ya se co­nocían hasta sus detalles, en Madrid, La Ha­bana, Nueva Orleáns y otros lugares; de mo­do que a las autoridades de México les fue fácil tomar rápidas medidas para bloquearla y destruirla.

 

Les fue fácil, pero Mina resultó más astu­to y experto en su plan de librarse del cerco y meterse en el centro neurálgico de Nueva España. Porque, aunque fuego fatuo cuya acción apenas dura un semestre, lo que sorprende de Mina es el impulso que logró darle a la re­volución, a pesar de las condiciones adver­sas que se le interpusieron. Con poco más de trescientos hombres desembarcó en la barra del río Soto la Marina, el 15 de abril de 1817. En la población ribereña del mismo nombre dejó un corto destacamento al cuidado moral del padre Mier que, con una pequeña impren­ta comprada en Baltimore, se encargó de im­primir proclamas y toda clase de propagada revolucionaria. Mina se internó hacia el occi­dente, en busca de la zona argentífera que lo dotara de dinero y de las partidas insurgentes más próximas con las que intentaba aliarse.

 

El ligeramente fortificado pueblo de Soto la Marina, en donde el padre Mier se hacía llamar monseñor obispo, fue descrito por un desertor de la expedición, a un funcionario su­balterno de la comandancia de las provincias Internas de Oriente, con interesantes pormenores, en los que se alude a la bandera "que llaman mexicana, compuesta de un cuadrilon­go de tricolor, orilla encarnada y en el centro pequeños cuadros de azul y blanco, con un óvalo en que está una águila que lleva una cu­lebra en el pico y tiene alrededor una inscripción castellana que dice: independencia de México. Año de 1811". El escudo del óvalo provenía de la junta de Zitácuaro y la bandera del congreso de Chilpancingo: símbolos que patentizaban la mexicanización del espa­ñol Mina. Por lo demás, Soto la Marina no resistió el primer ataque formal del brigadier Joaquín de Arredondo, comandante de las Provincias Internas de Oriente, que lo hizo ca­pitular el 17 de junio. Mier fue conducido a México, procesado de nuevo por la Inquisi­ción y puesto a buen resguardo, en diversas cárceles, hasta el fin de la guerra. Después de 1821, como diputado del Congreso pidió que la bandera que adoptara la República fuese la enarbolada por Mina, si bien la asamblea votó por la iturbidista (verde, blanco y colorado) de Iguala. En la plenitud de su fama y gloria populares, como huésped con residencia permanente en el palacio nacional del presidente Victoria, fray Servando Teresa de Mier mu­rió en 1827.

 

En cuanto a Mina, es necesario registrar el fundamento político en que apoyaba su proceder. Desde Soto la Marina escribía a un rico hacendado de Nuevo Santander, buscando su concurso, y le explicaba: "Creía la nación que mientras más sangre derramaba para reconquistarse a Fernando, más forza­ban la gratitud de Fernando a restituírselas. Cuando él reentró por Cataluña, en virtud de un tratado vergonzoso con Napoleón, que la nación triunfante recusó con razón, las Cortes dieron  su decreto de 2 de febrero de 1814, de no reconocerlo por libre ni obedecerlo como rey hasta que no jurase la Constitución en el seno de las Cortes, conforme a su artículo 137. Pero él se rodeó de las bayonetas que le pros­tituyó Elío, y con el aparato de un conquista­dor entra en Madrid, ataca la representación nacional y encadena a sus más ilustres miem­bros, que habían salvado la patria y le habían conservado en el trono, cobardemente aban­donado por él ¿Era honor unirnos a este ti­rano?". Concluye reafirmando su credo liberal y anticolonialista: "Conozcamos que ha llegado el tiempo de que las Américas se  separen, como las separó de Europa con un océano la naturaleza, como toda colonia del mundo se separó de su metrópoli, luego que se bastó a sí misma; es dar coces contra el aguijón, obs­tinarse en impedirlo".

 

Con este atractivo programa ideológico-­político, con su ya probada experiencia militar y en el apogeo de su fuerza viril, Mina, después de librar con éxito algunos encuen­tros en las intendencias de San Luis Potosí y Zacatecas, penetró en la de Guanajuato, don­de operaban las guerrillas más consistentes de la región, una al mando de Pedro Moreno en las cercanías de la villa de León, y otra, que había fortificado el cerro de Los Reme­dios, en las vecindades del pueblo de Silao, dirigida por José Antonio Torres, presbítero de turbios antecedentes. Mina y Moreno se entendieron y unieron sus fuerzas para defender los parapetos que el segundo había levantado en el estratégico punto del cerro del Sombrero. Mina hizo algo más significativo todavía: bajó hasta la zona limítrofe de Michoacán para entrevistarse con los miembros de la jun­ta de Jaujilla, y hacer un reconocimiento ofi­cial de la autoridad de este órgano gubernativo. Así rendía homenaje al congreso desapareci­do y a su insigne fundador, el gran Morelos; de paso, se adhería a los principios del De­creto Constitucional de Apatzingán, norma por la que continuaban rigiéndose los magis­trados de Jaujilla.

 

Apodaca desplegó un formidable aparato bélico para detener la carrera triunfal de Mina en suelo mexicano. Al mando del recién llega­do mariscal de campo Pascual de Liñán, sa­lió de la capital en dirección al Bajío, un imponente cuerpo de ejército con más de dos mil quinientas plazas y un lucido tren de artillería. Mina y Moreno, que obraron prodigios en su táctica defensiva, no pudieron parar las cargas arrolladoras de Liñán. El Sombrero sucumbió a mediados de agosto; el jefe español, enardecido por la fuga de Mina y Moreno, se desquitó con furor pasan­do a cuchillo a más de doscientos prisioneros. Luego, levantó su campo, marchó hacia Silao y puso sitio a Los Remedios.

 

Lo que siguió después fue una resistencia desesperada y una persecución tenaz, cuyo resultado era previsible. Mina y Moreno, con una diminuta fuerza, intentaron dar todavía algunos golpes sorpresivos, sin mayor éxito; el último, un osado e imprudente ataque a la muy guarnecida ciudad  de Guanajuato. Derrotados y en completa dispersión, seguidos de unos cuantos, se refugiaron en un rancho llamado El Venadito, donde los alcanzó, el 27 de octubre, un pelotón realista mandado por el coronel Francisco de Orrantia. Moreno, espada en mano, murió defendiendo su vida. Mina, capturado, fue conducido al campamento de Liñán, frente a Los Remedios. Apo­daca, contra su habitual carácter, había ordena­do que, de caer prisionero, se le diera a Mina un trato particularmente riguroso. Liñán le abrió una causa  "por traición a la patria" y el joven navarro fue condenado, sin apelación posible, a la pena de muerte. Casi a la vista de los angustiados defensores del fuerte de Los Remedios, Mina fue fusilado por la espalda el 11 de noviembre de 1817. Luchador in­cansable contra el absolutismo y contra todo género de sistemas opresivos en Europa y en América, el idealista Javier Mina hizo cum­plido honor a su renombre: ''héroe  liberal de España y de México."

 

Justo cuando en el norte Liñán barría los últimos residuos  de la insurgencia, el sur empezaba a sonar con un eco persistente y molesto a los oídos del pacificador Apodaca. El arquetipo revolucionario del agónico pe­riplo que siguió a la muerte de Morelos no fue ni Ramón Rayón, ni Mier y Terán, ni Guadalupe Victoria, ni Mina, sino un hombre menos cultivado que todos ellos, pero más astuto, más capaz de resistir una guerra de­fensiva y de desgaste y más hábil para adap­tarse a situaciones adversas y convertirlas, a largo plazo, en cartas de triunfo. Su nom­bre: Vicente Guerrero.

 

Nacido en 1782, en el pueblo de Tixtla, sitio que entonces era escala obligada de la ruta México-Acapulco, Vicente Guerrero pro­cedía de una familia de mulatos, en la que padre, tíos y primos se ocupaban en el giro del transporte o arriería, conduciendo a lomo de mula, por veredas y caminos reales, mer­cancías de los centros de producción a los de consumo. Casi sin haber ido a la escuela, Guerrero, próximo a la adolescencia, empezó a acompañar a su padre en esta movible actividad, que ya no abandonaría hasta 1810.

 

La abrupta, complicada y nada idílica geografía del sur condiciona y modela su carácter. Cuenca del Balsas, Sierra Madre, Costas Chica y Grande: ámbito rural y rústico, en gran medida marginado, atrasado e incomuni­cado, con infinidad de resabios prehispánicos y en el que la fusión de razas y temperamen­tos y la desigualdad abismal de economías en­gendraban una explosiva problemática social y un adecuado campo de cultivo para todo gé­nero de rebeldías y violencias. En diaria fami­liaridad con ese mundo saturado de carencias y de pasiones elementales, Guerrero aprendió a entenderlo, a quererlo y, finalmente, a minarlo.

 

La arriería, practicada durante más de tres lustros, le proporcionó un conocimiento excepcional de la geografía, física y humana del sur, que después de 1810 le sería de una utilidad literalmente vital. Frugal, bien plan­tado, de salud de hierro, con duende para mandar, resistente a las peores calamidades, mente alerta y despejada, sensible al sufri­miento humano e identificado con los clamo­res de los explotados por el sistema colonial, Guerrero, al ingresar en la insurgencia, a fines de 1810, daba la medida de un conductor idóneo. Con dos requisitos esenciales que, por haberlos atendido, lo mantuvieron siempre en pie: no salir de la zona conocida y proceder de acuerdo a lo que mejor parecía ajustarse a sus capacidades y potencialidades: la guerra de guerrillas.

 

Hasta 1814 su papel fue secundario y poco relevante. Subordinado a otros jefes y fiel a las instrucciones de Morelos, no tuvo casi oportunidad de iniciativas ni de ensayar su propia estrategia. Cuando sobrevinieron los desastres de Valladolid y Puruarán y se evi­denció la vulnerabilidad de las campañas frontales y masivas, Morelos mismo aconsejó la táctica de la guerrilla. Era la oportunidad que Guerrero esperaba. Tanto, que en el cur­so de los seis años siguientes la historia de la resistencia la escribe fundamentalmente este enorme suriano, digno de  llamarse tam­bién "Empecinado". Participa en centenares de combates, de mayor o menor relieve, con un puñado o con miles de hombres, con palos y machetes o con fusiles y cañones, con éxitos y fracasos alternados, pero sin abatirse nunca. Desde la Mixteca hasta la tierra caliente de Michoacán, a lo largo del sinuoso Balsas, en el litoral palúdico y pantanoso o en las crestas de la cordillera, es increíble el tesón, la movilidad y las facultades casi sobrehumanas que manifiesta Guerrero, para mantener viva una revolución que desfallecía en todas  par­tes, menos en el sur.

 

Su significado como defensor de la causa no se limitaba a los hechos de armas. Su idea­rio socio-político, muy consecuente, procedía en línea recta de Hidalgo y Morelos. Susten­taba la tesis, no frecuente en los militares afortunados, de que los movimientos se consolidan y se ganan menos en los campos de batalla que en el terreno de los principios. Defendió cuanto pudo, frente a las ambiciones de varios de sus colegas, la autoridad moral y legal de los supremos poderes electos en Apatzingán, de las juntas de Taretan y Jaujilla, y de la escuálida y perseguida junta de Zárate, a la que dio cobijo, recursos y protección. Cuando Mier y Terán disolvió brutalmente el Congreso, Guerrero no sólo se negó a secundarlo, sino que protestó y rompió con él. Creía, predicando con él ejemplo, en el gobier­no civil, no en el castrense. Insistió repetidas veces en la necesidad de prestigiar la causa acatando las leyes emanadas de ella, en especial el Decreto Constitucional.

 

El norteamericano H. Davis Bradburn, náufrago de la expedición de Mina, llegó en julio de 1819 al cuartel general de Guerrero a ofrecer sus servicios. La impresión que le dejó el caudillo fue imborrable: "Me recibió con mucho gusto, manifestando lo adicto que es a todos los oficiales que venimos con el señor Mina. Sus ideas, muy liberales, bello carácter y una ciega adhesión por su patria. Yo soy testigo de sus tareas y me atrevo a asegurar que no hay ni ha habido otro jefe que trabaje por la patria como dicho señor. Ver sus hojas de servicio y del modo que les ha hecho la guerra a los enemigos, ni el gran Morelos. Este es el jefe que ha de dar la voz de la libertad".

 

Ahora bien. Suele usarse la voz de invicto para calificar al caudillo en su lucha contra el realismo; esto no puede aplicarse ni a Hi­dalgo ni a Morelos. Por supuesto, es correcta la atribución. Pero, ¿el término invicto signi­fica a la vez el de vencedor? Claro que no. Guerrero, por imperativo vital, no rebasó su teatro de operaciones, dentro de unos límites que se ampliaban o estrechaban, de acuerdo con sus posibilidades de acción o sus urgencias de recesión. Pretender una ofensiva a otro nivel, dirigir sus huestes a una escalada y llevar la revolución al norte de su fron­tera convencional nunca se le ocurrió, pues fue consciente de que su fuerza estaba en sus dominios y su debilidad fuera de ellos. Criterio que explica el secreto de su éxito. Pero tam­bién el de sus evidentes limitaciones. Porque del lado contrario, ya que no se le podía des­truir, la estrategia consistió en el cerco y el bloqueo a todas las posibles salidas. Así la lucha, interminable y agobiadora, llegó a ser tan regional y tan marginada con respecto a los centros vitales del virreinato, que Apoda­ca, con fines de propaganda personal y para tranquilizar a la opinión pública, pudo darse el lujo de declararla casi inexistente.

 

A principios de 1820 la guerra por la in­dependencia había llegado al punto muerto, a un verdadero callejón sin salida. Entonces ocurrió lo inesperado: de ultramar a través de La Habana, se recibió la nueva, que cundió como reguero  de pólvora, de una proclama suscrita por la majestad de Fernando VII, en la que se leía: "Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional".

 

El suceso haría girar en redondo la revolución de Nueva España. Al mismo ritmo gi­raría también su principal y casi único sostenedor: Vicente Guerrero.

 

La expedición de Xavier Mina.

 

“En esta desventurada época (1817) fue el desembarco del general Mina en Soto la Marina. Se conviene en México que si él hubiera desembarcado por la costa de Veracruz, donde le esperaba el general Victoria, toma a México; y aun lo mismo hubiera sido dondequiera que hubiese desembarcado con dos mil hombres, porque el amor de la li­bertad está en el corazón de todo ame­ricano y lo que ha faltado es un apoyo respetable a cuyo entorno reuniese y decidiese. Pero sólo desembarcó con 250 hombree a 200 leguas del teatro de la guerra. Por desiertos y ríos cauda­losos él las atravesó, sin embargo, ba­tiendo cuantas fuerzas superiores le opuso el virrey. Ganó cuantas batallas dio; destruyó cinco o seis regimientos enviados de la Península y derrotó al ejército vicerregio. Con esto los insur­gentes se  animaron y ya Apodaca tem­blaba en la capital. Pero Mina era en extremo confiado; el virrey compró a un coronel español europeo que Mina había admitido en su compañía y, estando de Jefe de día, lo entregó cuando Mina estaba separado de su tropa con sólo cuatro o cinco hombres en la ca­baña de un indio.

 

“Su segundo, llamado Novoa, que estaba en el fuerte de San Gregorio, ofreció por su vida 35 oficiales y más de cien soldados, pero Apodaca lo fusiló, aunque Mina nunca había falta­do al derecho de gentes”.

 

(Según fray Serrando Teresa de Mier, 1821).

 

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79.            El liberalismo español y la independencia de México.

Por: Ernesto Lemoine.

 

El movimiento emancipador mexicano se desenvuelve en dos planos de importancia desigual, distintos, pero al fin complemen­tarios en la evolución del proceso: el de la rebeldía armada, con todas sus gradaciones políticas, que trastorna el orden estableci­do, y el de la revolución ideológica y psico­lógica que,  originada en España, contagia a la sociedad colonial de las vastas áreas no "insurgentizadas", contribuyendo a acentuar afinidades más que diferencias entre los dos campos, el sublevado y el fidelista, y a pro­mover la interrelación de principios e ideas conducentes a una meta común, la indepen­dencia, por más que en los medios y procedi­mientos para llegar a ella disientan unos de otros.

 

En lo que toca a España y a sus posesio­nes ultramarinas podría aplicarse, al año de 1808, la frase apocalíptica que figura grabada en la portada dieciochesca del ex palacio del arzobispado de México: "He aquí que todo se hizo nuevo". El nombre de Cádiz y sus célebres Cortes saltan de inmediato en nuestra mente como la expresión máxima de ese nue­vo hacer, o en palabras del doctor Gregorio Marañón, como el efecto de "la honda trans­formación, casi la resurrección, que la vida española necesitaba, porque el mundo entra­ba en una fase nueva". Con mayor razón, este imperativo renovador acuciaba a los americanos. Por entenderlo así, los politólo­gos de Cádiz invitaron también, aunque no con un criterio igualitario, a los ultramarinos. América, por lo tanto, tuvo su asiento en la impresionante asamblea.

 

La convocatoria a las Cortes, de fines de octubre de 1809, fijaba la instalación solem­ne para el 1 de marzo siguiente. Se estableció que mientras llegaban a España los di­putados americanos, legítimamente electos, ocuparan su lugar veintiocho suplentes, se­leccionados de la colonia americana residente en Cádiz. El decreto de la regencia, de 14 de febrero de 1810, que convocaba a la elección de las diputaciones ultramarinas, redactado por el poeta Manuel José Quintana, contenía un insólito párrafo cuya esencia da la medi­da del margen de apertura que se estaba fra­guando en Cádiz: "Desde este momento, españoles americanos, os veis elevados a la dignidad de hombres libres: no sois ya los mismos que antes, encorvados bajo un yugo mucho más duro mientras más distantes estábais del centro del poder; mirados con in­diferencia, vejados por la codicia y destruidos por la ignorancia".

 

Fuese palabrería circunstancial o afán de simple cortejo para obtener de los america­nos su respaldo a las Cortes, próximas a ins­talarse, el caso es que los interesados to­mando el concepto al pie de la letra lo esgrimirían, una y otra vez, con el fin de exigir de las Cortes mismas el trato de hombres libres que ofrecían los convocantes. Cuando el mencionado decreto se publicó por bando, en la Gaceta de México (16 de mayo), provocó una verdadera conmoción, un júbilo fuera de lo común y una expectativa optimista ante el hecho de que el propio gobierno peninsular franqueara el portillo de la democracia y la igualdad social a los novohispanos; "demo­cracia y "libertad" muy entrecomillados; bas­taba la sola insinuación oficial para que el ambiente se desperezara y el sector más politizado (clase media, intelectuales) tratara de aprovechar la ocasión con el propósito de no desperdiciarla.

 

En consecuencia, el año del "Grito" de Hidalgo coincide con el de las primeras elec­ciones de diputados que hubo en el país. Comicios sui géneris, pero, al fin y al cabo, comicios; los ayuntamientos de las capitales provinciales designaban una tema y de ella salía el diputado que llevaría la voz de la pro­vincia respectiva en las Cortes. Es incorrecto afirmar que estas elecciones fueron meras de­signaciones, simples formalismos -dedazos desde arriba- y manipuleo completo del aparato estatal. Por supuesto, quedaron muy lejos de ser la expresión literal de la vox pópuli; pero algo tuvieron de ella y, en todo caso, significaron el comienzo de una prometedora perspectiva. Porque, en primer lugar, ha de recordarse que los ayuntamientos, en general, estaban dominados por los criollos; conse­cuentemente, de tal sector saldrían los miem­bros de las temas. Luego, hubo interés entre las fuerzas vivas de cada provincia por la composición de las ternas y muchos precandi­datos fueron discutidos y analizados, incluso a nivel callejero, formándose bandos a favor o en contra de los nombres que sonaban. No pocos aspirantes montaron verdaderas cam­pañas preelectorales, que, aunque hoy parez­can risibles -que no lo son-, sirvieron por lo menos para iniciar la concienciación política del mexicano medio. Al gobierno virreinal se le escapó de las manos el control de la dipu­tación que marchó a España; cuerpo bastante más independiente de lo que se supone. Por lo tanto, dentro de las nuevas reglas del juego gaditanas, se dio en Nueva España el caso, por primera vez, de existir una oposición legal, un otro poder reconocido, confron­tado con el tradicional virrey-audiencia.

 

Dieciséis diputados envió Nueva España a Cádiz, todos criollos y, con una sola excep­ción, nativos de las provincias que los eligie­ron. Los más notables, por su cultura, recur­sos forenses y participación en los debates fueron: José Beye de Cisneros, Antonio Joa­quín Pérez (más tarde obispo de Puebla), José Miguel de Gordoa, José Miguel Guridi y Alcocer y Miguel Ramos Arizpe, este último el más brillante y activo del grupo. Empero, ninguno de los novohispanos alcanzó la fama oratoria y la popularidad del quiteño José Mejía, "el Mirabeau del Nuevo Mundo".

 

Cádiz quedaba muy lejos de Nueva Espa­ña y las irradiaciones liberales de las Cortes, al cruzar el océano, recibían del otro lado un tratamiento especial, si es que no se las silen­ciaba de plano con ingeniosas o grotescas ar­gucias. El virrey Venegas fue uno de esos picos saboteadores. Con el pretexto de la guerra de independencia, sostuvo que era in­dispensable gobernar bajo la ley marcial y que debía evitarse toda clase de concesiones políticas que, a su juicio, sólo servían para impulsar la sedición y beneficiar a los rebel­des. Ello se vio bien claro con la primera de las grandes medidas revolucionarias decreta­da por las Cortes: la libertad de imprenta. Votado el proyecto en la sesión del 17 de octubre de 1810, recuérdese, por cuanto tuvo de trascendente, el texto de su artículo 1°:

 

"Todos los cuerpos y personas particulares, de cualquiera condición y estado que sean, tienen libertad  de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna, ante­riores a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidades que se expresarán en el presente decreto."

 

Venegas, al recibirlo, no lo publicó y du­rante más de año y medio se pasó dando amañadas explicaciones a la Regencia para justificar su desacato a la orden de las Cor­tes. Pero es, justo ahí, donde se palpa la operancia de la diputación de Nueva España como contrapeso del poder virreinal. Ramos Arizpe, en nombre de sus compañeros, ha­bló, gritó e interpeló denunciando las  compo­nendas de Venegas y pidiendo a las Cortes y a la Regencia que le exigieran el cumplimiento estricto de la ley de imprenta en Nueva Es­paña. Aunque el virrey, con sus acostumbra­das moratorias, capeó la reprimenda, no pudo evitar dar cumplimiento al decreto del 17 de octubre de 1810 cuando se le remitió la Constitución, en la que quedaba incorporado.

 

Breve pero fructífera fue la luna de miel constitucional que disfrutaron los novohispa­nos. La siempre admirable Carta Magna de Cádiz, "en la que se fraguó la España con­temporánea" (Enrique Tierno Galván), pro­mulgada el 19 de marzo de 1812, fue recibida por Venegas en septiembre, con la orden terminante de publicarla y hacerla cumplir, lo que obedeció, temeroso y de mala gana. Co­menzando con el suyo, los juramentos se iniciaron el día 30 en el palacio virreinal. Escribe el historiador Lucas Alamán:

 

"En la tarde del mismo día, el ayunta­miento se dirigió al palacio, de donde salió acompañando al virrey con toda la comitiva que en él estaba esperando, y todos se colocaron en un magnifico tablado, prevenido junto a la estatua ecuestre que adornaba el centro de la hermosa plaza circular que enton­ces existía, frente a la puerta principal del mismo palacio. Allí se leyó en voz alta la Constitución ante el inmenso concurso que se había reunido, el que manifestó su gozo por repetidos aplausos. El virrey y la Audiencia echaron dinero al pueblo, y el repique general, la salva de artillería y el fuego graneado de todas las tropas de la guarnición formadas alrededor de la plaza, aumentaron el regocijo público... El paseo, el teatro, la iluminación de las calles, en las que estaban repetidas las músicas militares, completaron este alegre día, que vino a hacer distracción e inspirar esperanzas, en medio del triste estado en que el país se hallaba".

 

En esos momentos el país vivía desdobla­do: área realista y área insurgente; grandes contingentes de patriotas luchaban, armas al hombro, por la independencia; en el terri­torio fidelista se imponía la opresión y repre­sión del gobierno, a contrapelo de una tenden­cia generalizada en pro de la libertad y una actitud de insurgencia vergonzante. Por lo tanto, Cádiz caía como anillo al dedo para ha­cer aflorar ideas precavidamente soterradas, para soltarse el pelo liberal y para tender un puente de unión salpicado de sutilezas, reservas y equívocos, pero puente al fin y al cabo entre el ámbito veneguista y el morelis­ta, y también, no faltaba más, entre el mundo real y el utópico.

 

La Constitución gaditana, con su genero­sa y amplia visión sobre el papel del hombre, vino a abrir compartimentos no a cerrarlos; ahí radica su mayor  mérito. Si su vigencia fue corta y mediatizada, por el miedo de mentes viejas, como las de Venegas y Calleja, ello no disminuye su significado: anticipo, precedente, punto de partida, conquistas que hay que seguir ganando todos los días. En lo que afectó a Nueva España, tres logros importantes deben consignarse: la instaura­ción de la Diputación provincial, el proceso democrático para la elección de los ayunta­mientos constitucionales y, aunque por bre­ve tiempo, la libertad de imprenta.

 

Liberal y federal son dos posturas, mejor dicho, dos estados de ánimo que se deslizan a la vez hermanándose. En Cádiz predominó la tesis de que el régimen centralista era el más eficaz aliado del despotismo. Por lo tan­to, las Cortes aprobaron (16 de marzo de 1811), sólo para la Península, un notoriamen­te federalista Reglamento de Provincias, que Mejía, el Mirabeau mestizo, pidió se hiciese extensivo "también a América, por el gran beneficio que reportaría al Nuevo Mundo si se adoptaba para aquellos países". Ramos Arizpe, con el pensamiento fijo en el suyo, amplió y desarrolló la propuesta de Mejía, en sesudos memoriales e intervenciones desde la tribuna, hasta lograr que, limitándose los poderes centralistas del virrey y las audien­cias, se otorgara una buena dosis de autono­mía a las provincias, a través de un cuerpo colegiado gubernativo, al que se le dio el ti­tulo de Diputación provincial. La Constitu­ción especificaba seis diputaciones provincia­les, independientes política y administrativa­mente unas de otras, con residencia en las ciudades de México, San Luis Potosí, Guada­lajara, Mérida, Monterrey y Durango.

 

Este nuevo órgano de Gobierno, que coadyuvaba con las autoridades locales en la di­rección socio-política de una determinada en entidad, significaba no sólo el principio de un sistema muy próximo al clásico federal, sino además la irrupción de la ciudadanía como factor activo en la vida pública de su patria chica, habida cuenta que, tanto los diputados a cortes como los de provincia, debían ser electos, en comicios indirectos, por el propio pueblo.

 

Durante 1813 y los primeros meses del año siguiente, se volcó la pasión y el deseo de participar; en este lapso quedaron instaladas todas las diputaciones provinciales de Nueva España. Calleja, al primer aviso de que Fernando había restaurado el régimen absoluto, las suprimió de un plumazo. Pero la expe­riencia había sido tonificante y el virus democrático y federal, inoculado en el cuerpo de la nación, ya no pudo eliminarse. Ramos Arizpe -reflexiona la historiadora Nettie Lee Ben­son-, autoridad en la materia, "considerado generalmente como el padre del federalismo en México, bien puede reclamar también la paternidad de la diputación provincial". Se trataba de un político de nuevo cuño, revolucionario, que fue a Cádiz a abogar por su país (al que le chocaba citar con el nombre de Nueva España), pero más y con mayor calor por las libertades provinciales.

 

Las elecciones para integrar los nuevos ayuntamientos constitucionales mostraron el intenso grado de politización alcanzado, a dos meses escasos de haberse publicado la carta de Cádiz. En México, espejo del virreinato, el suceso alarmó a Venegas, entre otras cosas porque evidenciaba su impotencia para maniatar la voluntad popular, cuando ésta tenía ocasión de expresarse y neutralizar las ma­niobras del grupo de la oposición. Los comicios se llevaron a cabo el domingo 29 de noviembre para designar, por parroquias, a vein­ticinco electores, los cuales nombrarían a su vez a los miembros del ayuntamiento. El elector fue el verdadero leitmotiv, el foco de atracción y discusión de la junta electoral. Un selecto grupo de criollos, molesto por el recuerdo de la derrota de 1808 había organizado días antes, parroquia por parroquia, una bien orquestada campaña de propaganda, sobre todo entre el pueblo bajo, con el eslogan de “Ningún gachupín al Ayuntamiento”. El triunfo fue rotundo, pues no salió ni un solo elector europeo. Al conocerse el cómputo, "la ale­gría de los vencedores fue extremada; corrieron a las torres de la catedral y de las demás iglesias y soltaron un repique general, que vuelto a comenzar diversas veces, según llegaban los grupos de gente que en desorden recorrían las calles, duró gran parte de la noche". Algunos de los electores más populares, como Jacobo de Villaurrutia, José María Alcalá, Carlos María de Bustamante y José Ma­nuel Sartorio, recibieron vítores y aplausos tumultuarios, entre los que se colaron -dato significativo- varios vivas a Morelos. Por eso, cuando los ufanos electores fueron a cumpli­mentar a Venegas, éste -dice Alamán- los recibió con desabrimiento.

 

El otro interesante capítulo de nuestro constitucionalismo doceañista corresponde al fugaz período de la libertad de imprenta. Apenas había publicado Venegas el bando respectivo (5 de octubre), cuando ya se esta­ban voceando en las calles "papeles, papeli­llos y papeluchos" de no muy ortodoxo con­tenido. El Diario de México, periódico muy acreditado, aunque siempre flagelado por la censura, tirada ya la mordaza, se desquitó pu­blicando una serie de cáusticas críticas al sistema (como la de los militares que salían pobres a las campañas y regresaban ricos a ­México) y una sugerente traducción de la Constitución de los Estados Unidos. Circularon en esos días varias hojas volantes y cuadernillos, generalmente anónimos o suscritos con anagramas o seudónimos, cuyo objeto primordial era fustigar al gobierno o a deter­minados funcionarios y jefes militares, casi siempre en términos chocarreros y vulgares. Pero de todo el conjunto de "periodistas" ca­pitalinos que, aprovechando la feliz coyuntura, se habían lanzado a la palestra, sólo dos lograron imponer su nombre y vender “como pan caliente” sus producciones: José Joaquín Fernández de Lizardi y Carlos María de Bustamante.

 

Lizardi publica, a partir del 8 de octubre, el periódico que más celebridad le ha dado, cuyo nombre acabó adoptando como seudó­nimo literario: El Pensador Mexicano. Estilo suelto, amenísimo y con frecuencia chabaca­no y populachero el de Lizardi, sobre todo en esta obra, causó un gran impacto, porque se aplicaba a problemas candentes de palpi­tante actualidad y porque el autor se compro­metía. Incisivo, mordaz y profundo, pero so­bre todo liberal, golpeó duro contra todo cuanto significaba opresión, injusticia, desi­gualdad. Su Pensador se lo arrebataban de las manos a los voceadores y era la comidi­lla y el suceso del día. Abrió su primer núme­ro con este saludo: "¡Gracias a Dios y a la nueva Constitución española que ya nos vamos desimpresionando de algunos errores en que nos tenían enterrados nuestros antepasa­dos! Tal era la esclavitud de la imprenta; esclavitud la más tirana y, sin razón, la más pa­trocinada". En el número 9 y último de esta época (3 de diciembre), con pretexto de la onomástica del virrey, le pidió, casi le exigió, con aspereza que revocara un bando draconiano contra los eclesiásticos que militaban en las filas insurgentes. Aducía Lizardi que, al emitirlo, Venegas había sido miserablemente engañado por su camarilla de aduladores. "Hoy se verá vuestra excelencia -le decía El Pensador- en mi pluma un miserable mor­tal; un hombre como todos y un átomo des­preciable a la faz del Todopoderoso." Y luego citaba, como para que se viera en esos espejos, los ejemplos de Nerón, Calígula, Fedro el Cruel, Calvino, Arrio, Lutero y otros heresiarcas, Enrique VIII, la impía Isabela y, en fin, viniendo más cerca, Napoleón. Realmente sorprende que en las mismas barbas del virrey y a la luz del día, Lizardi hu­biera podido estampar semejante ataque: Cádiz se lo permitió, aunque a un precio muy alto. Ese mismo día, Venegas ordenó requisar el número 9 de El Pensador, que por for­tuna ya había empezado a circular; dos días después, y contraviniendo flagrantemente a la Constitución, ordenaba la suspensión de la libertad de imprenta; y, horas después, sus polizontes prendían al autor de la ofensa. Lizardi se pasó ocho meses en prisión.

 

El Juguetillo, de Bustamante, fue la otra piedra de escándalo, coetáneo y competidor de El Pensador. Periódico divertidísimo, pero con mucha miga política, provocador y pun­zante, con espíritu de ahuizote, como decían los aztecas; "seis mil y más ejemplares se consumieron muy pronto de este papel", afir­mó años después, no sin orgullo, el autor. En su primer número, como si intuyera la explosión biliosa de Venegas, inquiría: "Con­que podemos hablar? ¿Estamos seguros?, preguntó doña Rodríguez a don Quijote... Pues a ello, Dios me guíe y la Peña de Francia y la Trinidad de Gaeta". En los úni­cos seis números que logró sacar, Busta­mante se pitorreó de lo lindo  de las fanfarronadas militares de Calleja (aún no virrey), criticó las lacras de la administración, insi­nuó la justicia de la insurgencia e hizo un es­pléndido elogio de Primo Verdad, una de las víctimas de la "cacería de brujas" de 1808. Como muestra de su estilo y carácter, he aquí un trozo  del  primer Juguetillo, en que le da la bienvenida periodística a Lizardi, no sin pasar por alto sus fallas: "Diríjome ahor­a  a cierto Pensador Mexicano que se nos ha presentado hoy de patitas en México. ¡Bue­nos días, cara hermosa! Saludamos a usted con el ángel. ¿De cuándo acá le ha venido en gana pensar sobre diversas materias, y pensar bien? Cuidado, porque el que mucho habla, etcétera. Somos unos pobretes limitados y apenas podemos acertar en una cosa. Los omniscios como Leibniz son aves raras en el mundo. Ha empezado usted bien, aunque pudo omitir toda la historia de la inmoralidad de Witiza y don Rodrigo; en una foja de pa­pel pudo decirlo todo. Ya sabemos las ven­tajas de la libertad de la imprenta y el uso moderado que debe hacerse de ella; pero, adelante, siga usted".

 

Bustamante, al enterarse de la suerte co­rrida por El Pensador, puso pies en polvorosa. Abandonó la Ciudad de México, adonde no retornaría sino hasta después de consu­mada la independencia. Marchó hacia los cuarteles de Morelos; en Oaxaca, el caudillo le encargaría la redacción del periódico revolucionario Correo Americano del Sur.

 

La apertura se cerró con el ucase de Venegas del 5 de diciembre de 1812. Otras conquistas constitucionales, siempre medio escondidas, perduraron hasta 1814. Cuando Calleja recibió la proclama absolutista de Fernando, expedida en Valencia, no le fue di­fícil abatir el sistema constitucional en Nue­va España. Otra vez las sombras del despo­tismo, ahora vengativo, cubriendo al país en­tero; pero no anularon el espíritu liberal de cientos de miles de novohispanos que sólo aguardaban una nueva coyuntura para hacer­lo renacer.

 

Tardó seis años en presentarse, lapso en el cual, tanto la insurgencia como el consti­tucionalismo, habían sido casi exterminados. Únicamente en las montañas del Sur el cau­dillo Vicente Guerrero proseguía, tenaz y so­litario, enarbolando la insignia del cura Hi­dalgo. El virrey Apodaca, tranquilo, informa­ba a Madrid, una y otra vez, que Nueva Es­paña, pacificada, volvía a tomar su viejo rum­bo, como en los días áureos y añorados de Carlos III. Ingenuo el gobernante no sabía que la historia es irreversible y que su propia silla estaba montada sobre un volcán próximo a estallar.

 

El catalizador, que daría un nuevo soplo de vida al país, vino, como en 1808 y 1812, de la Península. El 1 de enero de 1820, el comandante Rafael del Riego se "pronunciaba" -tiempo de un verbo que se haría de uso cotidiano en la España y el México del si­glo XIX- en Cabezas de San Juan, Andalu­cía, proclamando la Constitución de Cádiz. La sublevación, victoriosa, se derramó por toda la piel de toro, al grado de hacer tragar el Trágala a Fernando, que el 7 de marzo se veía forzado a jurar la renaciente carta. El liberalismo, con más virulencia que antes, sentaba de nuevo sus reales en España para iniciar el saludable "Trienio". Días des­pués cruzaba, con vientos de ráfaga, el Atlántico.

 

El nuevo rostro de Fernando, que el es­calpelo de Riego le había diseñado, produjo en el virreinato una impresión de pasmo, se­guida de otra de júbilo incontenible Apenas llegó la noticia al puerto de Veracruz, el pue­blo, la gente de la calle, las bases -diríase hoy-, sin esperar instrucciones ni consignas de arriba, proclamaron la Constitución y obli­garon al gobernador José Dávila a hacer otro tanto, el 26 de mayo; dos días después ocurría lo mismo en Jalapa y a lo largo del cami­no de México (la ruta del correo ultramarino); el entusiasmo por el cambio se generalizaba. El virrey, que se disponía a tomar providen­cias para tender un cordón sanitario en torno al pestífero Código, temió que el populacho de la capital, ya muy alterado, siguiese el ejemplo de Veracruz y le dictara la ley desde abajo, con lo cual su autoridad caería por los suelos; ante este peligro, nada hipotético, precipitó el juramento de la Constitución, el 31 del mismo mayo. A lo largo del mes de junio, casi todo el virreinato quedaba "cons­titucionalizado".

 

El cambio engendró una agitación polí­tica sin precedentes. Con el retorno de la li­bertad de imprenta, ahora ya imposible de silenciar, el experimento de octubre y noviembre de 1812 pareció en 1820 un juego de niños. Decenas de publicaciones brotaron de la noche a la mañana en México, Puebla, Veracruz y Guadalajara -centros que se podrían llamar editorales-, e incontables escri­tores, muchos improvisados, se animaron a abordar el género de la politología. Fue aquello, como rezaba un libelo gaditano del año 18t2, una verdadera "diarrea de las impren­tas". Los títulos más extravagantes, pintorescos e intencionados se voceaban a diario por las calles de la capital: La chanfaina se quita, Juicio de los locos, Las zorras de San­són, La balanza de Astrea, No importa que mudes mula si no mudas también cula, El limpio de corazón piensa que todos los son, Alerta a los mexicanos, Gaceta de Cayo Puto, etc. Alamán se horrorizó de la vulgaridad y peligrosidad de esta explosiva literatura; pero, como afirma Jesús Reyes Heroles, co­nocedor profundo del tema, si bien es cierto "que el lenguaje de los folletos era casi siempre chocarrero y muy frecuentemente zum­bón", y que "mucho de su contenido fue transitorio y fugaz", también lo es que "esta­ban cargados de intención" y que las ten­dencias de muchos de ellos "cuajarán más tarde en nuestra evolución jurídico pólítica".

 

La tónica dominante de este diluvio de literatura política es el fervor a la Constitu­ción. Una magnífica edición mexicana de ésta aparece en ese tiempo y el tiraje se ago­ta rápidamente. Todo el mundo la lee, la glosa, la interpreta, la  explica. Se vive, según palabras de Reyes Heroles, bajo la atmósfera de "la euforia constitucional". Incluso se trans­fiere a un segundo plano el antiguo problema del conflicto insurgencia-realismo. En 1820 la dialéctica es constitucionalismo-absolutis­mo; pero con un agregado que, travieso, se pasea entre los dos "ismos": independencia.

 

El efecto, distante en tiempo y en es­pacio, pero directo del pronunciamiento de Cabezas de San Juan, fue la independencia de Nueva España. Con dos vectores que esgrimían para justificarse el contrasentido de los dos rostros de Fernando: el anterior y el posterior al 7 de marzo.

 

Un grupo de peninsulares refractarios, salido de entre los que en 1808 habían derri­bado a Iturrigaray, empezó a reunirse en el oratorio anexo al templo de La Profesa, con el fin de tomar chocolate y discutir la situa­ción. Este grupo, enemigo de la Constitución y cada vez más alarmado por la participa­ción de la plebe en los asuntos políticos, pensó que Fernando, a fin de cuentas, había claudicado de sus regios principios, que se había aliado con la plebe y que, dentro del contexto mexicano, se había "insurgentiza­do". Ellos, los decepcionados y ofendidos, releyendo su curriculum, puntualizaban que durante doce años habían dado su dinero y su talento para luchar por la causa de su ver­dadero rey, no del falsificado de ahora. En consecuencia, no tenían por qué preservar sus dominios a quien se había pasado al otro bando, o sea al mismo que ellos siempre ha­bían combatido. "Hagamos la independencia" concluyeron, "pero no para darle la liber­tad a un pueblo bajo y soez  que no la merece, sino, precisamente, para conservar los valores y el poder de nuestra clase".

 

Los conspiradores de La Profesa, como es fácil advertirlo, se colocaban a la derecha del Fernando constitucional, que, por serlo, ya no les interesaba. Buscando la forma de dar realidad a este sueño, que era el del retroceso, iniciaron los contactos pertinentes, interesando incluso a Apodaca, prisionero cada vez más en las redes de una Constitu­ción que lo disminuía y lo obstruía. Pero ellos necesitaban una espada fuerte, joven y ambiciosa, similar a la de Riego. Como el plan era peligroso, pues la euforia constitu­cional estaba en todo su apogeo, no les era fácil seleccionar el brazo ejecutivo idóneo y confiable. En ésas andaban cuando un día se apareció en La Profesa, para hacer unos ejercicios espirituales, un joven militar criollo, apuesto y marcial, con una larga hoja de servicios, pero, por malos manejos o calumnias de sus muchos enemigos, cesante en tal momento. A los conspiradores se les iluminó el cielo: habían dado al fin con su mesías.

 

El nombre del deseado era Agustín de Iturbide.

 

¿Qué es ser liberal?

 

“...Yo dije, entonces, a mi contradic­tor antiliberal:

 

“Para seguir discutiendo, es necesa­rio que antes precisemos qué es ser liberal. Yo reconozco que lo que uste­des combaten como liberalismo, que lo que ustedes pretenden destruir, y no destruirán, tiene sus aspectos discutibles y algunos indefendibles. Pero son pecados de los fariseos del liberalismo y no de los verdaderos liberales. Lo im­portante de ser liberal es lo que no figu­ra en sus anatemas. Ser liberal es, pre­cisamente. estas dos cosas: primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo; y segundo, no admitir jamás que el fin justifica los me­dios, sino que, por el contrario, son los medios los que justifican el fin. El liberalismo es, pues, una conducta y, por lo tanto, es mucho más que una política. Y como tal conducta no requiere profe­siones de fe, sino ejercerla de un modo natural, sin exhibirla ni ostentaría. Se debe ser liberal sin darse cuenta, como se es limpio, o como, por instinto, nos resistimos a mentir”.

 

(Según Gregorio Marañón, 1946.)

 

Bibliografía.

 

Alamán, L. Historia de México, (5 vols.), México, 1973.

 

Artola Gallego, N. La España de Fernando VII t. XXVI de la Historia de España dirigida por R. Menéndez Pidal, Madrid, 1968.

 

Bustamante, C. M. Cuadro histórico de la revolución mexicana (3 vols.), México, 1961.

 

Carr, R. España: 1808 - 1939, Barcelona, 1969.

 

Chávez Orozco, L. Historia de México: 1808 - 1836, México, 1947.

 

Fernández de Lizardi.            Obras (4 vols.), México, 1963 - 1970.

 

Reyes Heroles, J. El liberalismo mexicano, t. I, México, 1957.

 

Sierra, J. Evolución política del pueblo mexicano, México, 1950.

 

Solís, R. El Cádiz de las Cortes, Madrid, 1969.

 

Villoro, L. El proceso ideológico de la revolución de independencia, México, 1967.

 

Zárate, J. México a través de los siglos, t. III, México, 1970.

 

80.            1821. Transacción y consumación de la Independencia.

Por: Ernesto Lemoine.

 

El filósofo Luis Villoro resume así el aná­lisis de la porción de historia mexicana aco­tada entre los años de 1808 y 1824, entre el motín de Aranjuez y la batalla de Ayacucho:

 

"Pocas revoluciones presentan, a primera vis­ta, las paradojas que nos ofrece nuestra guerra de independencia. Nos encontramos con que muchos de los precursores del movimien­to se transforman en sus acérrimos enemigos en el instante mismo en que estalla; con que no consuman la independencia quienes la pro­clamaron, sino sus antagonistas; y, por últi­mo, con que el mismo partido revolucionario ocasiona la pérdida de los consumadores de la independencia". Penetrando más al fondo de la cuestión -añade el mismo autor-, se advierte que "las paradojas se disipan" si se detecta que no hubo una, sino varias revoluciones de independencia y el proceso fue múltiple, no unívoco.

 

La solución de 1821 es y no es paradóji­ca, según la perspectiva en que uno se colo­que, y no por razones de criterio superficial o profundo. La circunstancia de que a los propios contemporáneos que la capitalizaron les haya dejado un mal sabor de boca, y que siglo y medio después tal sensación perdure, así entre tirios como entre troyanos, indica que en ese movimiento, que tuvo la fortuna de darle la puntilla a tres siglos de dominio político español, algo defraudó a los partici­pantes, lo cual sigue irritando a los historiadores, sea el que fuere el color de sus espe­juelos. Se explica el fenómeno sin acudir a la metafísica social: la revolución de 1810 como todas las revoluciones mexicanas ul­teriores acabó en una transacción en que todos ganaron y, a la vez, perdieron. Los divi­dendos compartidos siempre dejan ceños adustos y expresiones agrias. Por lo demás, ahondar en el qué y el porqué de la incurable manía mexicana a la transacción, tema de suyo sugestivo, ya es harina de otro costal.

 

Suele generalizarse la idea de que el re­tomo, en 1820, del sistema constitucional al­teró el pulso de una Nueva España oficialmente pacificada y que de este impacto brotó y se desarrolló la tesis independentista de Iguala. Ello es verdad, pero no toda la verdad. Aunque minimizada, confinada y casi en absoluto negada, coexistía en las montañas y tierras calientes del sur una móvil República mexicana, que, con devoción apostólica, seguía la normativa de la ley hidalguista y mo­relista. Basándose en esa tangible realidad, se puede decir que también ahí el juramento constitucional de Fernando alteró el pulso; también ahí se vislumbraron las enormes pers­pectivas que abría la nueva coyuntura política; también ahí surgió, incluso anticipada­mente, la línea que conduciría a Iguala. Veamos con algún detalle la cuestión.

 

Jefe supremo de la República -designa­ción usada con cierta frecuencia, desde fina­les de 1815 hasta 1820- era el insurgente in­victo Vicente Guerrero, sucesor de Morelos y molesto lobanillo que afeaba el rostro del virreinato. En 1814, Calleja había organizado una fuerte división a la que nominó "Del Sur y rumbo de Acapulco", con la mira de recu­perar este puerto, expulsar al congreso insurgente de Chilpancingo y limpiar toda la zona comprendida entre el río Balsas-Mezcala y el litoral. El comando de dicha fuerza recayó en el coronel José Gabriel de Armijo, hombre de confianza de Calleja y su socio en más de un negocio turbio. Una serie de triunfos con­tinuada, paralela al hundimiento gradual de Morelos, acreditaron la fama de Armijo, a quien el virrey cubrió de honores, ascensos y premios en metálico. Más tarde, Apodaca, sucesor de Calleja, confirmó el nombramien­to y los poderes de Armijo, instándole, como tarea primordial, a destruir a Guerrero y li­quidar el último foco importante de la rebe­lión que aún subsistía.

 

Fue, pues, Armijo el jefe realista de ma­yor graduación con el que Guerrero midió sus armas, durante un lustro de fatigante e indecisa lucha. Teniendo como eje el trozo meridional del camino de Acapulco y por centro Chilpancingo, a uno y otro lado de la Sierra Madre del Sur, de hecho, hacia 1820, se había estabilizado el frente. Ante la impoten­cia de ambos rivales de vencer al contrario, fue estimulándose una curiosa situación de relaciones personales, de un lado a otro, y entre tiroteo y tiroteo, al principio entre los individuos de tropa, luego entre los oficiales y por último, vía epistolar y a través de Comisionados de confianza, entre los más altos jefes. Surge así, mucho antes de la presencia ­de Iturbide en el Sur, el clima propicio a la transacción.

 

Un buen político es, no el intransigente, sino el hombre que sabe amoldarse a las realidades que le son impuestas y que humanamente él no puede variar. Guerrero lo fue, mucho más de lo que suponen los profanos, porque entendió a la perfección lo que estaba pasando a su alrededor y no perdió la brúju­la; con la insurgencia en punto muerto y, de pronto, la euforia constitucional desconcertando a la trinchera enemiga, es evidente se presentaba la oportunidad de torcer el rum­bo, no por haberse extinguido la fe en los principios hasta entonces defendidos, sino para salvarlos, a largo plazo, aunque por lo pronto pareciera que se tiraban por la borda. La única estrategia posible, en esa instancia y en el sur, era la que contemplaba Guerrero: aliarse con el enemigo, a cuenta de ganar la partida más adelante.

 

Desde 1819 el virrey Apodaca, por su par­te, insistía en mantener contactos con Guerrero para forzarlo a cambiar de postura. Sin embargo, el carácter inquebrantable del cau­dillo hizo fracasar aquel intento. Pero el con­de del Venadito reincidió y en 1820, con el remolino constitucional sobre su cabeza, dio el imprudente paso de acercarse a Guerrero por una vía secreta, cuyos hilos él llevaba, sin interrumpir la oficial que se hacía a tra­vés del comando de Armijo. Guerrero no tar­dó en advertir las contradicciones en que caía el virrey. De un lado, Armijo, diciendo cum­plir órdenes de México, le ofrecía el indulto, ciñéndolo a las cláusulas que obraban en los bandos respectivos. De otro, el Venadito, por intermediarios de su absoluta confianza, le pedía la sumisión (forma camuflada del in­dulto), pero en condiciones tan munificentes y atractivas, y tan desproporcionadas para lo que en esos casos se estilaba, que el caudillo no pudo por menos que suponer  que algo raro estaba ocurriendo en México: un doble juego y un desacuerdo manifiesto entre el vi­rrey y su comandante del Sur. Apodaca em­pezaba a dar muestras de inseguridad, de recelo hacia los militares, de que no las tenía todas consigo.

 

Misterios aparte, lo que en realidad ocurría y se traslucía era que la estructura fiel régimen se estaba resquebrajando. La maquinaria no funcionaba ya como en los tiempos de Calleja, porque los engranajes empezaban a desajustarse. De virrey abajo, todos desconfiaban de todos. El propio Apodaca, que se acostaba constitucional vergonzante y se levantaba constitucional exaltado, vivía con el temor de que le ocurriera (como así le ocu­rrió) lo que a Iturrigaray. Ello explica en parte el carácter de su diplomacia en el Sur, de la que el único beneficiado, si se manejaba con astucia, podía ser Guerrero.

 

Dándose cuenta, en un rápido golpe de vista, que el gobierno de México se debilita­ba al perder confianza en sí mismo y en las fuerzas que lo sostenían, Guerrero decidió en­tonces seducir al más vulnerable por -conocido y por vecino- de los cuerpos en que se apoyaba el régimen. Su primer objetivo fue Armijo. La alta graduación que ostentaba, el considerable número de tropas a su mando y la fama de que gozaba desde 1814 en el sur lo hacían el candidato ideal para voltearse y proclamar, junto con el seductor, la. indepen­dencia. Pero Armijo, fiel al gobierno y falto de imaginación, dejó escapar la oportunidad de  su vida. Visto lo cual, Guerrero, sin desanimarse, varió de blanca, dirigiendo su ba­tería hacia el coronel Carlos Moya, subordi­nado de Armijo y jefe de una importante sección, con cuartel general en Chilpancingo. Después de algunos sondeos por medio de intermediarios, Guerrero le escribió una car­ta a Moya sobre la marcha, el 17 de agosto de 1820, cuya esencia política es suficiente para otorgarle a su autor el crédito de "in­ventor de la consumación de la independen­cia", entendiendo por inventar "hallar una cosa nueva", "crear por medio de la imagi­nación". Véase si no: "Como considero a vuestra señoría bien instruido en la revolución de los liberales de la Península, aquellos discípulos del gran Por­lier, Quiroga, Arco-Agüero, Riego y sus com­pañeros, no me explayaré sobre esto y sí paso a manifestarle que éste es el tiempo más pre­cioso para que los hijos de este suelo mexi­cano, así legítimos como adoptivos, tomen aquel modelo para ser independientes no sólo del yugo de Fernando, sino aun del de los españoles constitucionales. Sí, señor don Car­los, la mayor gloria de Guerrero fuera ver a V.S. decidido por el partido de la causa mexicana y que tuviera yo el honor de verlo, no de coronel de las tropas españolas (en donde se tienen muchos rivales), sino con la banda de un capitán general de las americanas, para decir por todo el orbe que yo tenía un jefe, un padre de mi afligida patria, un libertador de mis conciudadanos y mi director que con sus realzadas luces y pericia supliera guiarnos por la senda de la felicidad... Cuando se trata de la libertad de un suelo oprimido, es acción liberal en el que se decide a variar de sistema... Mis confidentes, así en México como en Ultramar, me aseguran que en octubre próximo debe arribar a la corte mexi­cana el excelentísimo señor capitán general de Navarra, don Francisco Espoz y Mina, a suceder al Venadito. El primero sé que con­serva cierto resentimiento con los realistas (ignoro cuál sea la causa), y puede ser que nos resulten algunas ventajas".

 

En este texto excepcional se hallan prefi­guradas las premisas sobre las que se desa­rrollarían los acontecimientos de los trece meses siguientes. Resumiéndolas:

 

Alianza de españoles (realistas) y me­xicanos (insurgentes) para converger en la in­dependencia con respecto a España, trátese de la absolutista (fernandista) o de la cons­titucionalista.

Tener fijo el precedente del general Rie­go en la Península.

Pronunciamiento del ejército de Nueva España.

Reconocer la posición subalterna del propio Guerrero, es decir, de la insurgencia.

Designar libertador al jefe del pronun­ciamiento.

Relevo de Apodaca por un sucesor pro­badamente liberal, con el que sea factible lle­gar a un acuerdo.

 

Todo esto, discurrido y programado con tan penetrante clarividencia por Vicente Guerrero, en un aislado campamento del Sur, el 17 de agosto de 1820, ¡a seis meses del plan de Iguala y a un año de la llegada del liberal O'Donojú y de la firma de los tratados de Córdoba! Y luego se afirma que Guerrero era un pobre iletrado, sólo hábil en el manejo del machete.

 

Carlos Moya rechazó, aunque no airadamente, la propuesta de Guerrero, que remitió a Armijo y éste, a su vez, al virrey. Lo ex­traño es que el Venadito no se escandalizara y no interrumpiera sus relaciones confidenciales con el jefe insurgente. ¿Se traía algo entre manos? Todo en Apodaca desconcier­ta, desde que se entera del triunfo de los li­berales hasta su regreso a España. Una serie de  equívocas, pasos en falso, dudas, tanteos y contactos peligrosos jalonan el período cons­titucional de su gobierno. Se ignora hasta dónde se comprometió con tal o cual facción o grupo. Lo cierto es que mantuvo la línea de acceso a Guerrero, que, estorbándole, for­zó la renuncia de Armijo y, sin medir las consecuencias, nombró como jefe de la coman­dancia del sur a Agustín de Iturbide. Puesto que Guerrero, como el personaje de Pirandello, andaba en busca de libertador, al autoeliminarse Moya y Armijo, la opción quedó abierta al nuevo relevo. Apodaca, para no pe­car de discreto, informó a Iturbide, antes de salir hacia el sur, de las extravagantes ideas del caudillo insurgente.

 

Mientras Guerrero elaboraba su plan y lo lanzaba al campamento de Armijo, en la Ciudad de México se cocinaba otro, sustancialmente idéntico en cuanto al logro de la inde­pendencia, pero con un matiz que acabó siendo su nota característica: hacer tabla rasa, en el nuevo orden que se proyectaba, de todo aquello que oliera a populismo, insurgentismo y constitucionalismo. "Conspiración de La Pro­fesa" es el nombre de este conciliábulo, por la iglesia en que se llevaban acabo las juntas o tertulias de ese grupo, que deseaba independencia con reacción y conservación. El principal cerebro era el canónigo Matías de Monteagudo; tanto éste como la mayoría de los comprometidos, por su posición social y oficial tenían libre acceso al palacio virreinal; de ahí que cobrara fuerza el rumor de no ser ajeno Apodaca a lo que se tramaba en La Profesa.

 

Coincidiendo con Guerrero, los hombres de La Profesa, para evolucionar de la teoría a la praxis, necesitaban forzosamente de un pronunciamiento militar y, por supuesto, del jefe que lo encabezara. Fue entonces cuando casualmente se les presentó Iturbide, que con zalemas y estrategia psicológica atrajo el interés del grupo, sobre todo de Monteagudo. Como, poco después, se supo la renuncia de Armijo a la comandancia del Sur, Monteagudo convenció a Apodaca de asignarle la va­cante a su protegido. Titubeó el virrey, entre otras cosas porque los antecedentes morales de Iturbide no eran muy limpios; pero, acosado por Monteagudo y por otros gestores o quizá debido a presiones y compromisos más complejos, se doblegó y el 9 de noviembre extendía el nombramiento de Iturbide. En ese momento, Apodaca se ponía la soga al cuello.

 

Agustín de Iturbide nació en Valladolid, "de antigua y noble familia" precisa Alamán, el 27 de septiembre de 1783, "día que en el curso de los sucesos había de ser tan glorioso para él". Siguió la carrera de las ar­mas y al estallar la guerra de la independen­cia, afiliándose al bando realista, se le ofreció un campo propicio para desplegar sus habi­lidades, ambiciones y ruindades. Fue un mi­litar capaz, que obtuvo varios y sonados triunfos, entre los que se cuenta el de su ciudad natal, de tan lamentables consecuencias para Morelos. Sanguinario, cruel y casi sádico, so­bre todo con los prisioneros, su nombre aca­bó siendo uno de los más odiados por los in­surgentes. Calleja, que se le parecía, lo colmó de ascensos y de mimos. Tenía la comandancia del ejército del norte (Guanajuato), cuando fue denunciado por una serie de extorsio­nes a varios comerciantes de aquel lugar; cargos que resultaron tan ciertos y graves, que el virrey todavía Calleja tuvo que sus­penderlo del mando y llamarlo a México para aclarar judicialmente su conducta. Con la ayu­da de amigos influyentes logró una sentencia favorable, pero de cualquier manera quedó cesante y el entredicho ya no se lo pudo sa­cudir. Vivía en la capital dándose tono y asistiendo a rumbosas fiestas (era hombre apuesto, buen conversador y favorito del bello sexo), con lo que conseguía paliar su desairada si­tuación en el mundo oficial. La Profesa, cayéndole como una lotería, lo libró del olvido que le amenazaba.

 

Al aceptar la comandancia del sur, la mi­sión aparente de Iturbide consistía así -se dijo en las gacetas- en aniquilar al núcleo de Guerrero, empresa que, por fracasada, le ha­bía costado el puesto a Armijo. Después se sabría que ese objetivo era secundario. Sin contar con que Guerrero, en su terreno, era un adversario de cuidado, para Iturbide no era ése su problema; primero, porque no ig­noraba la diplomacia secreta del virrey en el sur y no estaba dispuesto a hacer el papelón de Armijo; segundo, porque llevaba el com­promiso de los de La Profesa, y, tercero, porque muy reservado y meditado, cargaba con él su propio plan y su proyecto de ponerlo en marcha. Si el azar le permitía dar un gol­pe a Guerrero, no desaprovecharía la oportu­nidad: la insurgencia seguía repulsándole. Pero hacer de tal campaña el centro de su in­terés, ni lo tenía pensado ni le convenía; y, en todo caso, contemplaba como más prácti­ca la opción de negociar, en lo que no ignoraba que Guerrero era materia dispuesta.

 

Iturbide llegó a Teloloapan (cerca de Iguala), cuartel general de la comandancia, el 1 de diciembre. Mientras afinaba su plan de independencia y establecía contactos epistolares con un gran número de presuntos alia­dos, civiles y militares, radicados en las poblaciones más importantes del virreinato, iniciaba una operación, sin mayores preten­siones, por la cercana serranía de Temascal­tepec, para limpiar de "bandidos" la región. El más notable de éstos era un fabuloso gue­rrillero indígena, Pedro Ascencio, segundo en jefe de Guerrero. El 28 de diciembre, día de los Inocentes, cerca del pueblo de Tlatlaya, sorprendió a la retaguardia de Iturbide, pro­pinándole tal descalabro, que casi todos sus componentes quedaron muertos en el campo de batalla. Cinco días más tarde, cerca de Chilpancingo, el propio Guerrero ganaba otro combate contra la sección subalterna  de Car­los Moya.

 

Iturbide se alarmó. La insurgencia, en aquel rumbo, estaba más viva y fuerte de lo que se suponía en México y de lo que él mis­mo creía. Incluso como aliado, había desestimado a todo el sector rebelde suriano. Emprender una campaña en grande lo distraía de su objetivo principal, el político, por lo que el 10 de enero dirigía su primera carta a Guerrero, con encabezado “Muy señor mío”. El caudillo, taimado y a la expectativa, no respondió; sobrados motivos tenía para dudar de la sinceridad del otro. Iturbide, ner­vioso, vuelve a escribir, y, por fin, el deseado da señales de vida; el día 20, desde su cam­pamento en la sierra de Jaliaca (al occidente de Chilpancingo), responde a su adversario, en términos comedidos pero recelosos.

 

Todavía hablaron los fusiles antes de llegarse a un entendimiento cabal. El 27 de ene­ro, Guerrero batió a una columna enemiga en un sitio llamado Cueva del Diablo. Esta acción, insignificante en sí, marca una frontera histórica; fue la última que se dio entre in­surgentes y realistas, después de más de diez años de lucha encarnizada. La dio y la ganó el más constante, valeroso y renombrado de los supervivientes de 1810.

 

Iturbide no esperó más. Volvió a escribir a Guerrero, la tercera y definitiva carta (Te­pecuacuilco, 4 de febrero), más franca, más política, más concreta. Se dirige al invicto ya no en los términos urbanos de "Muy señor mío", sino en los más efusivos de "Estimado amigo", a los que añade: "No dudo darle a usted este título, porque la firmeza y el valor son las cualidades primeras que constituyen el carácter del hombre de bien, y me lisonjeo de darle a usted en breve un abrazo que confirme mi expresión". Le propone una entrevista, pues, agrega, "más haremos en media hora de conferencia que en muchas cartas".

 

La reunión personal fue pospuesta por Guerrero, pero al acuerdo, a través de emi­sarios, se llegó en el curso del mismo mes de febrero. Iturbide informó con detalle acerca de su plan y de los medios con que pensaba ponerlo en marcha. Sin citaría por su nom­bre de guerra, la insurgencia tenía cabida den­tro del proyecto. Lo único que repugnó a Guerrero fue que la tentadora corona de Mé­xico se le ofreciera a Fernando; pero es casi seguro que Iturbide lo tranquilizaría, asegu­rándole que ese punto era sólo una maniobra política para despertar confianza y cosechar una buena cifra de adhesiones, pero que en realidad no tendría cumplimiento. La alianza se formalizó con un ingrediente que sería vi­tal para Iturbide: Guerrero y sus casi cuatro mil hombres se comprometían a cubrirle las espaldas, es decir, defender perfectamente toda la línea del sur, mientras el realista de ayer y hoy libertador abría su campaña por el centro y el occidente.

 

El golpe maestro de Iturbide lleva fecha de Iguala, a 24 de febrero de 1821, lugar y día en que suscribió su "Plan de Independen­cia", menos intolerante y más adecuado a la realidad de ese momento que el ideado por los canónigos de La Profesa. En 24 artículos (uno para cada día del mes alumbrador) desarrollaba Iturbide su programa liberador y de organización del nuevo Estado. Los pun­tos principales eran:

 

Religión católica, "sin tolerancia de otra alguna".

 

"La Nueva España es independiente de la antigua y de toda otra potencia".

 

"Su gobierno será monarquía modera­da con arreglo a la constitución peculiar y adaptable al reino".

 

"Será su emperador el señor don Fernando VII" u otro miembro de la casa rei­nante española.

 

Provisionalmente gobernará una junta.

 

“Todos los habitantes de Nueva España, sin distinción alguna de europeos, africanos ni indios, son ciudadanos de esta monarquía con opción a todo empleo, según su mérito y virtudes”.

 

Personas y propiedades serán respeta­das y el clero regular y secular “conservado en todos sus fueros y preeminencias”.

 

"Se formará un ejército protector que se denominará de las Tres Garantías: reli­gión, independencia y unión íntima de americanos y europeos."

 

Las tropas "del anterior sistema de la independencia que se unan inmediatamente a dicho ejército, se considerarán como de mili­cia nacional".

 

El plan y su respectivo manifiesto (expo­sición de motivos) fueron leídos a la tropa y oficialidad acuartelada en Iguala (más de mil hombres), el 2 de marzo; entre vivas y acla­maciones todo el concurso juró defender la independencia. En un acto teatral, pero muy efectivo, "se arrancó de la manga y arrojó al suelo los tres galones, distintivo de los coroneles españoles", y en seguida aceptó el grado “nacional” que por aclamación le otorgó la tropa: "Primer Jefe del Ejército Trigarante". Igual que Riego, Iturbide oficializaba el pronunciamiento.

 

Como no disponía de imprenta, Iturbide habilitó a un diestro equipo de amanuenses que desde la última semana de febrero tra­bajaron día y noche para hacer cientos de copias del plan, que inmediatamente se enviarían, con correos especiales, a las principales localidades del virreinato, a nombre de las personalidades más destacadas e influyentes de cada lugar. El Venadito y el arzobispo de México recibieron sus respectivos ejemplares, así como los obispos, intendentes, comandan­tes militares, jefes políticos, ayuntamientos, oidores, etc. La diligencia de Iturbide fue, en verdad, pasmosa; sus desvelos se vieron coronados por el más completo de los éxitos. Pues, aunque Apodaca, tachándolo de traidor, decidió organizar una ofensiva para destruirlo, no contaba ya con la fidelidad garantizada del ejército, en tanto Iturbide empezaba a recibir adhesiones, cada vez más numerosas y significativas. Por ejemplo, el alto clero, con excepción del arzobispo de México, se le sumo. El obispo Cabañas, de Guadalajara, le remitió veinticinco mil pesos, y Pérez, prela­do de Puebla, sin dar la cara, para no asustar a Apodaca, imprimió el plan de Iguala y facilitó la salida de una prensa, que con increí­ble rapidez fue transportada a Iguala. El 10 de marzo veía la luz el primer número de El Mexicano independiente, con lo que Iturbide podía iniciar en grande la campaña publicitaria de que tan urgido estaba.

 

El pivote del triunfo se localizaba en el propio ejército realista, que sólo de tropa de línea, derramada en todo el virreinato, con­taba con cerca de treinta mil hombres. Para fortuna del seductor, buena parte de ese ejér­cito soslayó a Apodaca: la tesis del pronun­ciamiento creaba escuela.

 

Asegurada su retaguardia del Sur, Iturbi­de inició su movilización, rumbo a las inten­dencias de Valladolid y Guanajuato, a media­dos de marzo. Antes de partir, el día 14, tuvo lugar en el pueblo de Teloloapan su entrevis­ta con Guerrero, el famoso abrazo que tan socorrido es por los manuales escolares de historia elemental. Ahí se ratificó la alianza y, de viva voz, Guerrero reconoció a Iturbide como primer jefe del Trigarante y de la in­dependencia. Luego se separaron y no volverían a reunirse sino hasta después de la vic­toria definitiva.

 

El programa de Iguala, que por lo pronto pareció conciliar los intereses más encontrados, halló una acogida en la mayor parte de Nueva España, verdaderamente espectacular. Pueblos y ciudades lo proclamaban y a to­rrentes los soldados del ejército virreinal se pasaban a las filas trigarantes. El mismo Itur­bide, que conducía la sección más fuerte del ejército, realizó una marcha triunfal, dando la vuelta desde Michoacán, por Guanajuato v Querétaro, hasta Puebla. En México, el po­bre de Apodaca era impotente para contener la marea. Como trasto inútil, la propia guar­nición de la capital lo destituyó del gobierno, designando en su lugar al mariscal Francisco Novella, individuo menor a quien le estaría reservado el triste papel de presidir los fune­rales del virreinato.

 

Estando en Puebla, Iturbide recibió la no­ticia de la llegada a Veracruz del último Vi­rrey (de acuerdo con la Constitución, ese tí­tulo se mudaba por el de jefe político superior) de Nueva España: Juan de O'Donojú. Ma­són, liberal y anticolonialista, O'Donojú sustituía a Espoz y Mina, el candidato imagina­do por Guerrero un año antes. El cambio de personas no desautorizó los cálculos del an­tiguo insurgente; O'Donojú, espíritu abierto y hombre práctico, venía, no a imponerse, sino a entender una peculiar situación políti­ca y a facilitar su firmeza. Entró en contacto con Iturbide y ambos jefes, rodeados de lu­cidas escoltas, se entrevistaron en la villa de Córdoba, el 24 de agosto. Igual que con Guerrero, la diplomacia de Iturbide surtía bue­nos efectos, ahora con O'Donojú. Luego de una discusión, que nunca llegó a ser vidriosa, el español y el mexicano firmaban los tra­tados de Córdoba, en los que se reconocía la independencia de México y se ratificaba, con ligeras variantes, el plan de Iguala.

 

Lo que siguió después constituye la agonía realista de la capital. El ejército Trigarante, cada vez  más engrosado e imponente, con Iturbide y O'Donojú a su cabeza, se acer­có a los suburbios, estableciéndose el cuartel general en la villa de Tacubaya, desde donde se negoció la rendición de  la metrópoli, que Novella regateó con pequeñeces indignas de la alta posición que ostentaba y de la trascendental hora histórica que vivía el país. De aquí proviene el acertado comentario del escritor Julio Zárate. "Hundíase la dominación española al estrépito de estos mezquinos altercados, y caía sin grandeza ese poder afirmado con trescientos años de mando absoluto".

 

Al fin, la Ciudad de México capituló, fijándose el 27 de septiembre de 1821 como el día de la entrada del Trigarante, lo que pun­tualmente se hizo. En medio de una multitud frenética y jubilosa, de arcos triunfales y banderas y gallardetes con los colores de la re­cién adoptada insignia nacional, desfilaron por las calles, hasta la Plaza de la Constitu­ción, dieciséis mil hombres del ejército liber­tador. Iturbide, desde el balcón principal del palacio, dirigió una arenga al pueblo mexica­no, representado por una inmensa multitud que vitoreaba a la independencia y al primer jefe de ella. Su mensaje terminaba con estas palabras: "Ya sabéis el modo de ser libres. A vosotros os toca el de ser felices".

 

Trescientos años, un mes y seis días después de que Cortés plantara el pendón de Castilla y León sobre las minas humeantes del teocali de Tenochtitlan, se arriaba para siempre del suelo mexicano.

 

Dos opiniones sobre Vicente Guerrero.

 

“Un hombre que se presenta en el teatro de la revolución y en un país cuyos recursos se hallan agotados por la gue­rra; que se ve rodeado de enemigos, tanto exteriores como interiores; que no lleva en su compañía más que uno o dos fieles amigos que le siguen en su desgracia, sin más armas que un fusil sin llave y dos escopetas; que con ellos da principio a la campaña, derrota va­rias divisiones parcialmente, sufre toda clase de trabajos y privaciones por es­pacio de seis años en los bosques y ca­ñadas, siendo objeto de la más tenaz persecución de las mejores tropas y jefes del gobierno; que logra reunir una fuerza de cuatro mil soldados en la extensión de más de doscientas leguas; que los disciplina, arma, sitúa en los mejores puntos militares; que coadyu­va con ellos eficazmente a hacer la in­dependencia mexicana y que, por últi­mo, ocupa el asiento de la primera magistratura de la nación, es, sin duda, uno de aquellos fenómenos de política y que apenas se hace creíble aun a los mismos que los presenciamos. Tal fue el general don Vicente Guerrero”.

 

(De C. M. de Bustamante, Los tres siglos de México, 1838).

 

“¿Subordinarse a un odiado jefe rea­lista? ¿Entregar la revolución a las ma­nos de un Lutero cualquiera del si­glo XIX? Depende del enfoque y del sincronismo o anacronismo con que se mire el asunto. Lo que no deja de ser cierto es que Guerrero lo vio bien y apuntó certeramente a su objetivo. Su sola fuerza, de cuatro a cinco mil hom­bres como máximo, excesivamente re­gionalizada, no podrá acometer tamaña empresa. Para que ésta adquiriera las proporciones de un movimiento nacio­nal era indispensable que treinta o trein­ta y cinco mil soldados realistas se su­maran, mudando de partido, al llamado de un jefe de los suyos; y este jefe ten­dría que ser, lógicamente, el mismo que los condujera hasta la victoria, por el nuevo camino que habían adoptado. La argucia de Guerrero consistía precisa­mente en que tal cosa ocurriera: que el ejército realista (o buena parte de él) se pronunciara contra el gobierno de Mé­xico a la voz de Independencia. No por blandengue humildad ni en un acto de cursi renunciación consistió -él mismo lo propuso- en ocupar un lugar secun­dario y subsidiario. Lo hizo a sabiendas, como lo más indicado, como el único recurso táctico y psicológico que podía llevar a su grupo al triunfo, aunque éste fuese compartido; más aún, aunque fue­se desproporcionadamente compartido. Los que no advierten que para Guerre­ro y los suyos, en la crítica coyuntura de 1820-1821, cualquier abertura sig­nificaba ganancia y no pérdida es por­que simplemente ignoran la circunstan­cia militar, social y política, especialísi­ma de ese momento”.

 

(De E. Lemoine, Vicente Guerrero y la consumación de la independencia, 1971).

 

Iturbide, Guerrero y el desenlace de 1821.

 

“Para urdir la separación sólo faltaba un instrumento. Entre los asiduos del oratorio de La Profesa había un joven oficial de buena familia criolla, Agustín de Iturbide, que se había distinguido por la derrota que infirió a Morelos en el sitio de Valladolid en 1813. Desde entonces se había distinguido también por fraude a los proveedores del ejérci­to, y fue gracias a ambas distinciones como consiguió su misión histórica.

 

“Citado por los proveedores defrauda­dos para comparecer en su defensa, se valió de sus relaciones, frecuentó el ora­torio y cultivó la amistad del doctor Monteagudo.

 

“El director espiritual de la sociedad aristocrática anuló la demanda, le inició en la cábala y le consiguió el man­do de un ejército levantado por el vi­rrey para acabar con el motín intermi­nable de Guerrero en el sur.

 

“Iturbide no estaba a la altura del co­metido; la victoria le eludía en el cam­po de batalla, pero alcanzó el resultado apetecido mediante la diplomacia. El vencedor de Morelos propuso a Guerrero la unión de sus armas en la causa común de independizar a la colonia y, aunque rechazadas al principio, los in­termediarios insistieron y el adversario cándido, desconfiado, pero cansado por seis años de lucha infructuosa, accedió, al fin, a una transacción. Era el connu­bio de dos debilidades y la simbiosis se llamó el ‘Plan de Iguala’.

 

“Conforme a los términos del pacto, Guerrero e Iturbide se dieron la mano para proclamar la Independencia a base de tres garantías: unión de europeos y americanos, exclusividad de la religión católica y creación de una monarquía moderada con la denominación de Im­perio Mexicano y la obligación de ofre­cer el trono a Fernando VII o a uno de los príncipes de su casa.

 

“Los dos bandos se abrazaron en Iguala; y el 27 de septiembre de 1821, bajo la bandera de has Tres Garantías, el ejército hizo su entrada triunfante en la capital.

 

“El virrey desapareció, derrocado por sus tropas y relevado de toda responsa­bilidad por la llegada de su sucesor, que desembarcó oportunamente para presenciar el hecho consumado y ratificado por medio de un tratado.

 

“Así terminó una década de lucha. Once años después de iniciarse el movimiento, Iturbide realizó la independen­cia por una intriga. Nacía una nación nueva, pero en condiciones tales que engendró la duda de si era un alumbramiento o un aborto. Consumada la emancipación de la colonia por sus ene­migos, las miras iniciales de los insur­gentes quedaban frustradas, al fin, por las Tres Garantías: pactada por la pri­mera la unión, en vez de la separación, de europeos y americanos; por la se­gunda, la reversión de la colonia a la corona; y entre las dos, enlazándolas e interpretándolas, el predominio de la Iglesia. Se había realizado, pues, la in­dependencia, pero ¿independencia de qué? La respuesta fue la historia de Mé­xico”.

 

(Según Ralph Roeder, Juarez and his Mexico. 1947).

 

Guerrero, Iturbide y la solución de 1821.

 

“Para que la grande obra se consumara, era necesario que ambas tracciones compusieran un todo, que la primera época cubriera a la segunda con el man­to de la gloria, y que la segunda coronara a la primera con la aureola de la filosofía; porque los principios de en­trambas combinados y sus elementos reunidos eran las gradas por donde a un mismo tiempo subía la nación y bajaba la colonia.

 

“Un hombre representaba la primera época. De origen humilde, como ella; era el tronco, no la rama, de una fami­lia ilustre. Sencillo y puro como los primeros romanos, valiente y arrojado como los hijos de Esparta y constante y noble como él solo, era el reverbero donde se reflejaban las glorias de los antiguos patriotas y el espejo en que se veían los que aspiraban a ser inscritos en el brillante registro de la patria. Nunca quebrantado por la adversidad ni ensoberbecido con la fortuna, soca­vaba sin cesar al poder español, sirvien­do de rémora al despotismo y de án­cora a la libertad, y manteniendo con heroico aliento la hoguera que era in­dispensable apagar para que la noche de la esclavitud volviera a descoger su arrollado velo sobre el rebelde Anáhuac. El brillo de su espada difundía la esperanza y el temor. Ese hombre se llamaba Vicente Guerrero.

 

“Al frente de la segunda época se ha­llaba uno de aquellos seres privilegiados que, hermanando la apostura del cuerpo con los dones del alma, pare­cen formados en un tipo especial. La prudencia que mide el peligro y el valor que lo arrostra; la serenidad que calcu­la y la resolución que ejecuta; la firme­za que desafía las dificultades y la cons­tancia que las vence; el talento que abraza al todo y escudriña los porme­nores: tales eran las principales dotes de aquel hombre, relacionado con las primeras familias del país, amado en el ejército, temido por los que fueran sus contrarios y enorgullecido justamente con la conciencia de su superioridad. Educado en los reales de los españo­les, conocía su táctica y el grado de ca­pacidad de sus jefes. Su espada, forja­da por el despotismo, había sido présaga fiel de males para la revolución; pero templada por la libertad, debía ser la que de un golpe cortara la argolla de la esclavitud; caballeroso y leal, arran­caba la confianza; enérgico y decidido, imponía el respeto; y generoso y afable, compraba la estimación de todos. Ese hombre se llamaba Agustín de Iturbide. Viendo desde muy arriba a los que habían figurado y a los que podan figurar en la revolución, conoció que su puesto era el primero, y con razón se colocó en él; porque a mi juicio, si pudo tener rivales y acaso superiores en la primera época, no puede comparársele en la independencia más que Guerrero; después de la independencia, ninguno.

 

“Estos dos hombres, representantes de la sociedad mexicana, eran absolutamente necesarios el uno al otro, por­que el valor debía ser guiado por la in­teligencia y la inteligencia defendida por el valor. Acatempan fue el anillo que enlazó a Dolores con Iguala. Un lago de sangre los separaba; la buena fe reú­ne las riberas, Iturbide y Guerrero se abrazan, y la patria entona el primer himno de su libertad. Iturbide, que nunca había capitulado con el honor, tiende la mano a Guerrero y Guerrero, que ignoraba lo que era doblez, estrecha aquella mano amiga y, depositando en ella el bastón de jefe, empuña la espa­da de soldado y rinde, el primero, obe­diencia y respeto al libertador de Aná­lnuac”.

 

(Según José María Lafragua, Arenga cí­vica, 1843).

 

La entrevista de Guerrero e Iturbide.

 

“Ambos Jefes se acercaron con cierta desconfianza el uno del otro, aunque evidentemente la de Guerrero era más fundada. Iturbide había hecho una gue­rra cruel y encarnizada a las tropas in­dependientes desde el año 1810. Los mismos jefes españoles apenas llega­ban a igualar en crueldad a este ame­ricano desnaturalizado, y verlo como por encanto presentarse a sostener una cau­sa que había combatido, parece que de­bía inspirar recelos a hombres que, como los insurgentes mexicanos, ha­bían sido muchas veces víctimas de su credulidad y de perfidias repetidas. Sin embargo, Iturbide, aunque sanguinario, inspiraba confianza por el honor mismo que él ponía en todas sus cosas. No se le creía capaz de una felonía, que hu­biera manchado su reputación de valor y de nobleza de proceder. Por su parte, muy poco tenía que temer del general Guerrero, hombre que se distinguió des­de el principio por su humanidad y una conducta llena de lealtad en la causa que sostenía.

 

“La. tropas de ambos caudillos estaban a tiro de cañón una de otra; Agus­tín de Iturbide y Vicente Guerrero se encuentran y se abrazan. Iturbide dice el primero:

 

“-No puedo explicar la satisfacción que experimento al encontrarme con un pa­triota que ha sostenido la noble causa de la independencia y ha sobrevivido él solo a tantos desastres, manteniendo vivo el fuego sagrado de la libertad. Re­cibid este justo homenaje a vuestro valor y a vuestras virtudes.

 

“Guerrero, que experimentaba, por su parte, sensaciones igualmente profundas y fuertes:

 

“-Yo, señor -le dijo-, felicito a mi pa­tria porque recobra en este día un hijo cuyo valor y conocimientos le han sido tan funestos.

 

“Ambos jefes estaban como oprimidos bajo el peso de tan grande suceso; los dos derramaban lágrimas que hacía bro­tar un sentimiento grande y desconoci­do. Después de haber descubierto Itur­bide sus planes e ideas al señor Guerrero, este caudillo llamó e sus tropas y oficiales, lo que hizo igualmente por su parte el primero. Reunidas ambas fuerzas, Guerrero se dirigió a los suyos y les dijo:

 

“-¡Soldados!: este mexicano que te­néis presente es el señor don Agustín de Iturbide, cuya espada ha sido por nueve años funesta a la causa que defendemos. Hoy jura defender los in­tereses nacionales; y yo, que os he conducido a los combates y de quien no podéis dudar que morirá sosteniendo la independencia, soy el primero que re­conozco al señor Agustín de Iturbide como el primer jefe de los ejércitos na­cionales. ¡Viva la independencia! ¡Viva la Libertad!

 

“Desde este momento todos recono­cieron al nuevo caudillo como a gene­ral en jefe”.

 

(Según Lorenzo de Zavala, Ensayo, 1831).

 

La entrevista, en Córdoba, de Iturbide y O’Donojú.

 

Llegada de Iturbide a Córdoba. Acordada por este jefe la traslación del general O'Donojú a Córdoba y dadas pro­videncias para que allí se le recibiese con el decoro correspondiente, para lo que se le mandó una lucida escolta de Puebla, comisionándose al coronel Vi­llaurrutia, conde de San Pedro del Ala­mo y marqués de Guardiola, que entendiesen en su recibimiento, partió Itur­bide para la villa de Córdoba, adonde llegó (el 23 de agosto de 1821) al ser de noche. A pesar de esto y de estar lloviendo salió mucha gente al camino a recibirlo, a cual quitó las mulas del coche ya brazo lo condujo hasta su posada, encontrándose iluminada la villa.

 

Aguardábalo en su misma habitación el señor O'Donojú. Ambos jefes, rodeados de un brillante concurso, se abrazaron y dieron muestras de un cordial cariño. Iturbide pasó a cumplimentar a la se­ñora O'Donojú.

 

A la mañana siguiente, como día fes­tivo, cada general oyó misa, que se dijo en el altar privado de su casa. En la mañana pasó Iturbide a la de O'Donojú y, antes de que se extendieran los Tra­tados y se tomasen los puntos, Iturbide dijo: "Supuesta a buena fe y armonía con que nos conducimos en este negociado, supongo que será muy fácil cosa que desatemos el nudo sin romperlo. Dados los puntos y encerrados en el despacho del señor O'Donojú dichos jefes con sus respectivos secretarios, el de Iturbide extendió el Tratado; llevóselo a O'Donojú, quien después, desde luego, aprobó la minuta y sólo tachó de mano propia dos expresiones que ce­dían en elogio suyo.

 

De este modo se terminó un negocio de tres siglos que decidió la suerte de la oprimida América.

 

(Según Bustamante, Cuadro histórico, 1827).

 

Justificación de O’Donojú ante el gobierno de Madrid.

 

“Villa de Córdoba, 31 de agosto de 1621.

 

“Excmo. Sr. Secretario de Estado y del Despacho de Ultramar.

 

 

“¿Quién ignora que un negociador sin fuerzas está para convertirse con cuan­to le propongan y no para proponer lo que convenga a la nación que repre­senta? Sin embargo, quise probar este extremo, y al efecto preparé los ánimos con mi proclama del 3 de agosto que hico correr venciendo dificultades. No se oyó con desagrado, aunque se sati­rizó mordazmente por algún periodista y, luego que me pareció habría circula­do, envié al Primer Jefe del Ejército Im­perial Iturbide dos comisionados con una carta en que le aseguraba de las ideas liberales del Gobierno, de las paternales del Rey, de mi sinceridad y de­seos de contribuir al bien general e in­vitándole a una conferencia. Otra recibí del mismo Jefe, que al ver mi proclama me dirigía también comisionados para que nos viésemos. Repito que ja­más pensé en que podría sacar de la entrevista partido ventajoso para mi pa­tria; pero resuelto a proponer lo que, atendidas las circunstancias, tal vez se consiguiese; a no sucumbir jamás a lo que no fuese justo y decoroso, o a que­dar prisionero en poder de los indepen­dientes si faltaban a la buena fe, como por desgracia es y ha sido siempre tan frecuente, salí de Veracruz para tratar en Córdoba con Iturbide.

 

“Ya éste estaba prevenido por sus Co­misionados, que tuvieron cuidado de formar apuntes de mis contestaciones, de las bases en que era preciso apoyarse para que pudiésemos entrar en convenio. Habíalas examinado y consul­tado, tal vez, cuando llegó el caso de vernos. El resultado de nuestra con­ferencia es haber quedado pactado lo que resulta (de la adjunta) copia de nuestro convenio. Yo no sé si he acer­tado. Sólo sé que la expansión que recibió mi alma al verlo firmado por Itur­bide en representación del Pueblo y Ejército Mexicanos, sólo podrá igualar­la la que reciba al saber que ha merecido la aprobación de S.M. y del Con­greso. Espero obtenerla cuando refle­xiono que todo estaba perdido sin remedio, y que (hoy) todo está ganado, menos o que era indispensable que se perdiese, algunos meses antes o algu­nos después.

 

“La Independencia ya era indefectible, sin que hubiese fuerza en el mundo capaz de contrarrestarla. Nosotros mismos hemos experimentado lo que sabe hacer un pueblo que quiere ser li­bre. Era preciso, pues, acceder a que la América sea reconocida por nación so­berana e independiente y se llame en lo sucesivo Imperio Mexicano”.

 

(Texto citado por Jaime Delgado, Es­paña y México en el siglo XIX, 1950.)

 

Bibliografía.

 

Alemán, L. Historia de México (5 vols.), México, 1973.

 

Bustamante, C. M. Cuadro histórico de la revolución mexicana, (3 vols.), México, 1961.

 

Cuevas, M. El libertador, México 1947.

 

Chávez Orozco, L. Historia de México: 1808 –1836, México. 1947.

 

Lemoine, E. "Vicente Guerrero y la consumación de la independencia”, México, 1971.

 

Martínez Báez, A. "El trasfondo constitucional del movimiento de Iguala", México, 1971.

 

Robertson, W. S. Iturbide of Mexico, Durham, 1952.

 

Villoro, L. El proceso ideológico de la revolución de independencia, México, 1967.

 

Zárate, J. México a través de los siglos, t. III, México, 1970.

 

Zavala, L. de, Obras, (2 vols.), México. 1966 1969.

 

 
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