Historias, Leyendas y Cuentos de México

Capítulos 11 a 20

11.            La etapa postolmeca en Chiapas y Guatemala.

Por: Carlos Navarrete

 

Como consecuencia inmediata del primer florecimiento de la civilización mesoamerica­na representada por lo olmeca, se desarrollaron una serie de culturas locales que fueron la base del futuro período clásico. Vemos así que el valle de México, los de Oaxaca, la cos­ta del Golfo y el área maya se desenvuelven a partir de una serie de patrones comunes que, con su estilo y características locales, van a formar la fisonomía cultural que tiene lugar entre los años 800 a. de C. y los inicios de la era cristiana.

 

Durante este tiempo se incrementan los grandes montículos funerarios; se construyen grandes centros ceremoniales, donde alternan amplios espacios abiertos constituidos por plazas combinadas con plataformas alargadas y basamentos para sostener templos, a los que se asciende por medio de rampas o es­calinatas; o sea que estas construcciones son los primeros ejemplos de planificación, con el asentamiento del grueso del poblado en for­ma dispersa en los alrededores del centro ce­remonial.

 

Estos montículos-plataformas o montícu­los-pirámides estaban cubiertos con un apla­nado de lodo situado encima del relleno del edificio, formado por tierra y cantos rodados.

 

El tiempo social invertido en su construcción y el planeamiento organizado de estas edificaciones y plazas, donde se han encontrado cañerías conductoras de agua, brocales para proteger los nacimientos de agua, esculturas a manera de altares y estelas, esculturas en bulto, gárgolas y grandes morteros para mo­ler pinturas empleadas en los ejercicios ceremoniales, muestran un concepto muy bien de­finido de las funciones de un centro ceremonial como recinto y lugar sagrado, del cual que­daba excluida la mayor parte de la población.

 

La manera como aparecen los entierros, con una cámara sepulcral colocada en el in­terior de los montículos, junto con ofrendas ricas en cerámica, comida, perros acompa­ñantes, adornos personales, pedazos de cina­brio de color rojo aparece desde entonces re­lacionado con la muerte y hasta servidores humanos sacrificados, contrasta con los en­tierros de las gentes del pueblo, cuyas ofren­das son más sencillas, pues generalmente se reducen a objetos del menaje doméstico. Todo esto indica que estamos en los albores de la estratificación social, si no es que ya podemos hablar de la existencia de jerarquías sociales, donde intervienen factores económicos impuestos por la especialización del trabajo y una mayor producción agrícola, capaz de sostener a individuos cuya labor ya no está relacionada con las faenas del campo.

 

Junto con los conceptos relacionados con la vida social, se debe de haber desarrollado toda una gama de aspectos religiosos y creencias más evolucionadas acerca de la vida de ultratumba; en las estelas y monumentos de piedra se esculpen personajes que represen­tan sacerdotes y dirigentes, hay escenas en las que intervienen elementos de la vida real junto con seres sobrenaturales cuya fisono­mía y vestuario se comienzan a estandarizar, hasta el punto en que podemos reconocer en ellos algunas deidades que posteriormente van a ser comunes.

 

Todos estos rasgos sólo pudieron haber­se desarrollado en una sociedad cuya subsis­tencia estuviera basada en un cultivo inten­sivo y en la intensificación del comercio entre las regiones. Vemos así que en algunas partes se comienzan a aprovechar las posibilidades que ofrece el terreno para el control del agua por medio de canales y pequeñas represas, y cómo el intercambio de productos cuenta ya con partidas importantes, donde figuran materiales básicos para la elaboración de objetos suntuarios y artefactos de uso prác­tico: jade, conchas y caracoles, cinabrio, he­matita especular empleada en la decoración de cerámica, obsidiana, sílex, pirita de hie­rro para fabricar espejos y productos ya manufacturados como cerámica, o en materiales perecederos como algodón, madera, especies animales, tejidos, calabazas para ser usadas como recipientes, objetos de cestería y pieles y cueros.

 

Toda esta actividad debió asegurar, junto con la agricultura, un excedente económico lo suficientemente amplio para permitir dicha estratificación social.

 

Durante esta época se desarrollan muchos centros de gran importancia, tales como Kaminaljuyú, en las goteras de la actual ciudad de Guatemala; en la costa del pacífico tenemos El Tránsito, Monte Alto, Bilbao, Abaj Takalik y El Jobo; ya en la costa chiapaneca conocemos Izapa, que es uno de los sitios de mayor importancia, Tzutzuculi y Tiltepec; en la depresión central de Chiapas están Chiapa de Corzo y San Agustín, y en una región vecina el sitio de Cerro Ombligo, junto a la po­blación de Ocozocoautla; por su posición geo­gráfica, es importante señalar la presencia de algunos fragmentos de escultura pertenecientes a este momento encontrados como mate­rial de relleno en construcciones de Chinkultic, en los altos orientales de Chiapas.

 

Kaminaljuyú.

 

El más conocido de los sitios guatemalte­cos es Kaminaljuyú, donde se han encontra­do más de 200 montículos en una área de 5 km2, aparte de que gran cantidad de pe­queños sitios del valle de Guatemala parecen haber estado bajo el control político de aquel gran centro.

 

Los montículos de Kaminaljuyú, al igual que la mayoría de construcciones de esta época, sostenían templos hechos de materiales perecederos, semejantes a una choza indígena actual, como pudo comprobarse por los hoyos abiertos sobre un piso de barro, que servían para sostener los postes o pilares que formaban las esquinas. Una construcción ca­racterística del altiplano de Guatemala es el tipo de cancha para juego de pelota al que se ha dado el nombre de tipo "palangana", por la forma que asume, pues se trata de una cancha cerrada por todos lados. Como ejemplo de las grandes estructuras edificadas con adobe, tierra y arena, tepetate y recubrimien­to de un aplanado de barro, hay que mencio­nar el montículo denominado E-III-3, que te­nía cerca de 20 m de alto y una base próxima a los 80. En este edificio se encontraron dos tumbas de gran importancia, con forma es­calonada para servir de acceso a la parte cen­tral, donde estaba el esqueleto, que fue colocado sobre una especie de litera de madera, rodeado por su ofrenda, que también fue de­positada sobre los escalones. Cuatro postes ejercían la función de sostener el techo de la tumba, formado de troncos delgados, sobre el que se tendió el relleno de la plataforma su­perior del edificio.

 

El E-I1I-3 y un número indefinido de cons­trucciones pertenecen a una fase a la que los arqueólogos han denominado Miraflores, que es la más significativa de este momento, en el que también se desarrolló el arte de la escultura, como indican principalmente las es­telas 4, 9, 10 y 11.

 

Izapa.

 

Un centro ceremonial de primera magni­tud en la costa fue Izapa. Situado como la mayoría de sitios de este período preclásico a orillas de un río y junto a una serie de ver­tientes, consta de cerca de 150 montículos, algunos hasta con 22 metros de altura. En ellos se pueden identificar plataformas alar­gadas, plataformas-altares, basamentos piramidales y canchas para el juego de pelota, aunque estas últimas correspondan a una época posterior.

 

La disposición de los edificios en plazas es aquí muy clara. Para ello los antiguos izapeños nivelaron gran parte del terreno, agre­garon terrazas en donde el desnivel era un impedimento para la unidad que se quería lo­grar, y se buscó desde el principio seguir una idea de planeación, no sólo en el ordenamien­to de las construcciones con función religio­sa, sino en las civiles. Esto último podría explicar la existencia de una rampa que desciende desde una de las plazas hasta la orilla del río, donde no solamente se buscó el fácil acceso al agua, sino darle a una parte del si­tio el drenaje necesario para evacuar el exce­dente del agua de lluvia, que en esta región es abundante. Dentro de la rampa se locali­zaron varias piletas esculpidas, comunicadas entre sí, que durante el invierno permitían que el logro del líquido fuera más fácil y prác­tico.

 

Casi todas las estructuras tienen un relle­no de tierra y materiales de acarreo cubierto de cantos rodados, y es posible que éstos, a su vez, tuvieran superpuesto un aplanado de barro. Para subir a los edificios, compuestos de cuerpos sencillos en talud, se emplearon gradas y rampas y a veces la combinación de ambas. Los templos, habitaciones y otros ser­vicios techados pudieron haber sido hechos de materiales perecederos, a base de troncos para postes, vigas de madera, paredes de ra­mas y bahareque y techo de palma.

 

Pero lo más característico de Izapa es la integración que existe entre la escultura y la arquitectura, en cuanto una gran parte de los monumentos aparece asociada con los cuadrángulos que formaron las plazas. Los arqueólogos Garteth Lowe y Thomas A. Lee, que efectuaron excavaciones en el lugar por espacio de cinco años, han clasificado los mo­numentos esculpidos en tres formas básicas: estelas, de las que se han localizado más de 75; altares, cuyo número es superior a 60, y cuan­do menos dos tronos. Un cuarto grupo se forma con otro tipo de esculturas exentas que no caben dentro de ninguno de los grupos arriba mencionados y que tampoco parecen haber sido utilizados como herramientas o implementos. Dentro de este grupo hay es­tatuas pequeñas y portátiles, columnas, esfe­ras, pilas, brocales, cuencos y relieves graba­dos en piedras burdas.

 

Una gran cantidad están solas, pero en Izapa hay un buen porcentaje de monumen­tos asociados, principalmente formando la combinación estela-altar, que parece que du­rante esta época comienza a generalizarse, hasta convertirse en una forma común du­rante el período clásico. También hay 3 co­lumnas de piedra que sostienen esferas, co­locadas en forma triangular al frente del llamado Montículo 30, orientadas dentro de un eje compuesto de estelas con su respecti­vo altar al frente del edificio, cruzado por otra línea de monumentos similares que miran ha­cia la más adelantada de las columnas que mencionamos. Enfrente de la columna central se encontró una especie de trono o altar de cuatro patas, que es uno de los mejores ejemplos del arte escultórico de Izapa

 

Este sitio nos proporciona un claro ejemplo del funcionamiento de un centro religio­so, que debió ser también el que controlaría parte de la producción agrícola de la costa, a manera de un santuario de peregrinación con funciones de mercado. La constante señalada en el ordenamiento de estelas y altares al frente o sobre las plataformas y la gran can­tidad de representaciones donde el simbolis­mo del agua es evidente, con su lógica con­secuencia en el ritual de la agricultura, así parecen indicarlo. Por otra parte, entre las manifestaciones del arte cerámico que más destacan en Izapa está la gran variedad de incensarios que se encuentran, lo cual es otro elemento de prueba para mostrar el carácter religioso del antiguo centro.

 

Chiapa de Corzo.

 

Otro sitio importante fue Chiapa de Cor­zo, situado a orillas del río Grijalva y en el punto clave de donde arrancaba uno de los caminos que conducían hacia las tierras altas, cuyo asentamiento durante el clásico ya fue definitivamente de filiación maya. El lugar donde está Chiapa de Corzo permite controlar parte de la navegación por el río, así como mantener una constante relación con todos los pueblos situados en la llamada depresión central de Chiapas, formada por el curso de aquel río y sus afluentes. De esta manera, el sitio pudo progresar con el apro­vechamiento de esas condiciones locales, apar­te de estar en el centro de un amplio territo­rio donde vivían varios grupos étnicos.

 

Cerca de un centenar de montículos for­man el sitio, entre basamentos de habitación, pirámides y grandes plataformas para habi­taciones y servicios de mayor jerarquía. En­tre los principales edificios destacan los montículos 1, 5 y 36. El primero consta de una serie de superposiciones que arrancan desde los cimientos de una construcción muy sencilla que correspondió al preclásico infe­rior. Posteriormente se levantaron dos basamentos con una planta que no tiene semejan­za con ninguna otra de Mesoamérica, pues tiene forma de T, con una escalinata al fren­te y dos laterales, que permiten el acceso por la parte posterior del edificio. El sistema de construcción está basado en un núcleo de tie­rra y cantos rodados cubiertos de piedra cor­tada que forma un solo cuerpo en talud.

 

Sobre estos dos edificios se hizo otra cons­trucción mayor que los cubrió, continuándo­se el proceso de superposiciones hasta ya el pleno momento clásico. Del mismo estilo de las dos estructuras originales que describi­mos es el Montículo 32.

 

El Montículo 5 ejemplifica lo que fue una especie de templo combinado con habitaciones, dispuestas a los lados de un gran vestí­bulo, en cuyo piso se encontró una de las más grandes ofrendas de cerámica de Chiapa de Corzo.

 

Conjuntos semejantes fueron descubier­tos en el Montículo 1, dentro de escondrijos especiales o sirviendo como ofrendas mor­tuorias. Gracias a ellas podemos ver la relación que el sitio guardaba con otras regiones de Mesoamérica. Entre los materiales cerámicos hay piezas provenientes de Oaxaca, relacionadas con la época más antigua de Monte Albán; hay cerámica decorada con la técnica del "negativo", importada desde las lejanas tierras de El Salvador, conocida como "cerámica Uzulután"; pero lo que más destaca es una variedad de formas cubiertas de un baño rojo, muy pulido, que es semejan­te a las que durante esta época se estaban ha­ciendo en Kaminaljuyú, Izapa y prácticamen­te en casi toda el área maya.

 

Junto con la alfarería se encontraron otros materiales que también ilustran la gran actividad comercial que se desarrollaba en el lu­gar. Hay grandes puntas de lanza, trabajadas en sílex, una de ellas adornada con dientes de tiburón; hay conchas bellamente caladas y objetos de jade, así como dientes de jaguar, pecarí y jabalí empleados como pendientes, navajas de obsidiana, mosaicos de piedras fi­nas sobre un respaldo de concha y objetos de pirita y restos de pigmento de cinabrio.

 

Decoración y escultura.

 

Pero los objetos que más destacan, pues los diseños grabados en ellos son una especie de compendio estilístico de todo este momen­to, son dos huesos tallados que se encontra­ron en la Tumba 7, en el Montículo 1.

 

Los dos huesos son las partes centrales de fémures humanos. Aunque uno tiene un tubo tallado en un extremo, como si fuera para meterlo en otro objeto, no sabemos nada de su empleo original. Las decoraciones fueron talladas en relieve profundo, con detalles en incisión. La composición del primer hue­so es una verdadera maravilla, en la que se ven dos figuras: una está grabada al revés en relación a la otra y lleva máscara barbada del monstruo-­jaguar, un dios de los olmecas an­tiguos; su cuerpo está compuesto de discos.

 

La otra figura lleva una máscara que qui­zá representa dos aspectos de un dios: un pájaro y una serpiente. Como interpretación del simbolismo parece que la escena repre­senta un mito: la emergencia de criaturas de los fondos del agua o de las nubes.

 

El otro hueso ya no está completo, pero todavía se conservan tres figuras. Una tiene cara con nariz chata, labios gruesos y dientes prominentes, igual que las esculturas monu­mentales de la primera época de Monte Al­bán. La segunda máscara es idéntica al mons­truo-jaguar del otro hueso, pero sin barba. La tercera figura es una vista de la parte su­perior de un animal mitológico.

 

En ambas piezas los fondos de la compo­sición están llenos de volutas muy decorati­vas, y son tan semejantes en calidad de tra­bajo y tipo de simbolismo, que parece probable que las dos fueran talladas por el mismo ar­tista.

 

La importancia excepcional de estos hue­sos radica en el hecho de que su decoración demuestra semejanzas con los conceptos y formas que estaban en boga en otros lugares, como son las esculturas de Kaminaljuyú, Iza­pa y Monte Albán y algunos sitios más leja­nos de la costa del Golfo.

 

En cuanto a la escultura encontrada en contextos culturales postolmecas, presenta una serie de problemas que van desde expli­car su verdadera función en el ámbito social donde se las encuentra, hasta su datación y la evolución estilística que presentan. Este problema aumenta a medida que nos remon­tamos en el tiempo, pues en los momentos más tempranos de este período hay un gran número de esculturas cuya significación desconocemos.

 

Entre ellas están una serie de personajes de gran tamaño, con una medida promedio de 1,50 m, que representan seres gordos, sen­tados, con las manos sobre el vientre y las extremidades inferiores muy forzadas en su posición hacia delante; el rostro tiene rasgos geométricos y en ocasiones la nariz y la boca están enmarcadas por dos líneas que arran­can del entrecejo, muy pronunciado; los ojos están abotagados y las orejas generalmente tienen la forma casi cuadrada.

 

En estilo semejante, son típicas de este período unas cabezas colosales que recuer­dan por su volumen -únicamente por ello- las grandes cabezas de la cultura olmeca. Su altura también tiene un promedio igual a las anteriores si bien el ceño fruncido y el arco de los ojos hacia abajo puede parecer más exagerado.

 

Estas esculturas se distribuyen desde El Salvador (finca Leticia, en la sierra de Apaneca), la costa de Guatemala (Monte Al­to, El Tránsito, Bilbao y en la región de Cot­zumalguapa), en algunos sitios del altiplano guatemalteco (principalmente en la región de Kaminaljuyú) y en la costa de Chiapas (Tiltepec, Tzutzuculi y Arriaga).

 

Algunos autores han querido ver en estas piezas escultóricas un antecedente del arte monumental olmeca, invirtiendo la cronolo­gía. El mayor argumento que esgrimen para situarlas en una etapa preolmeca se basa en su aparente primitivismo y en la sujeción de las formas esculpidas al volumen natural de la piedra en la que fueron talladas. Aunque es difícil fechar monumentos escultóricos ba­sándose en materiales cerámicos o de otra ín­dole, el contexto en el que generalmente apare­cen demuestra todo lo contrarío, es decir, que corresponden a una etapa en que el estilo ol­meca estaba desapareciendo bajo el impulso de otros conceptos religiosos, sociales y ar­tísticos.

 

Prueba de ello es la aparición de un rasgo que puede ser intermedio entre este grupo de esculturas y el que surgirá posteriormente, conocido como el "estilo de Izapa"; se trata de cierta forma muy estilizada de representar las orejas, a base de líneas curvas, como en el Monumento 6 de El Tránsito y el 9 de Monte Alto, así como en la forma despropor­cionada de la nariz, caída hacia abajo como si fuera una especie de trompa, y los colmi­llos cuadrados, semejando una especie de ba­rra, tal como se ve en el mismo Monumen­to 9 de Monte Alto, que es una cabeza colosal. Estas formas faciales y de concepto estarán presentes, más adelante, en el corazón de la cultura maya, como se aprecia en la arqui­tectura de Uaxactún, en el famoso edifi­cio E-VII-Sub, en la decoración a base de mascarones. Ejemplos muy parecidos apare­cen también en Tikal.

 

El llamado "estilo de Izapa" vendría a ser el punto culminante de todos los elementos anteriores, constituyendo, a su vez, una es­pecie de puente entre los estilos del período preclásico y los estilos del clásico, principal­mente en lo que toca al área maya. Sus fechas aproximadas oscilarían en una época comprendida entre el año 500 a. de C. y los inicios de la era cristiana.

 

Dentro de este estilo cabrían una serie de esculturas distribuidas principalmente dentro del territorio que definitivamente sería ocu­pado por los mayas. Los principales sitios donde encontramos ejemplos de este estilo son: Kaminaljuyú, Abaj Takalik, Bilbao, El Baúl, El Jobo, Colomba y San Isidro Pie­dra Parada, en Guatemala; y Chiapa de Cor­zo e Izapa, en Chiapas.

 

En los monumentos, principalmente en las estelas, hay un afán de representar elementos simbólicos, muchas veces combinados con es­cenas de la vida diaria, siempre y cuando es­tas correspondan a necesidades vitales: agua, comida, agricultura, o con representaciones de seres fantásticos o reales -animales e in­dividuos- en actitud de venerar o ser venerados. Por otra parte, el agua viene a ser un tema constante en los relieves izapeños, lo mismo que una especie de dragón compuesto de varios animales, ya que semeja una ser­piente ondulada cuando representa un río, y en su advocación de tierra parece ser una combinación de lagarto e iguana. Otro símbolo que se observa a menudo es el cielo, sig­nificado por una simplificación de elementos serpentinos, como la lengua bífida, los colmillos y una serie de elementos geométricos to­davía sin explicación.

 

Por otra parte, cabe apreciar una serie de personificaciones que ya no serán abandonadas nunca en la iconografía religiosa de los mayas, como el personaje que tiene la nariz hacia abajo, ya explicado al mencionar el Monumento 9 de Monte Alto, y que generalmen­te aparece en asociación con motivos acuáti­cos, como un antecedente de Chaac, el dios maya de las aguas. Así lo vemos en la este­la 1 de Izapa, inmóvil encima de la estilización de un río y llevando en las manos y la espalda recipientes de donde brota el agua, todo ello debajo de la banda celeste. En la estela 2, el personaje desciende con los bra­zos convertidos en alas abiertas, posiblemen­te representando a la lluvia, que cae sobre un árbol con frutos que brota del monstruo de la tierra, mientras dos seres humanos pare­cen estar en actitud de veneración ante la fuerza que impulsa el ciclo mágico lluvia4ie-rra-vegetación.

 

En la estela 21 hay todo un ritual de sa­crificio humano, propiciatorio de la lluvia que cae del cielo, mientras el sacerdote decapita a un individuo para propiciar, por semejanza, el riego de la tierra. En la estela 50 se esta­blece, a través de una especie de cordón um­bilical serpentiforme, el vínculo de la vida y la muerte, dualidad que comienza desde épo­ca muy antigua y continuará presente en las manifestaciones religiosas indígenas del momento de la conquista.

 

También encontramos sacerdotes que per­sonifican la deidad que representan, como vemos en la estela 11 de Kaminaljuyú, donde un individuo viste un traje ceremonial suma­mente complicado, en cuyo cinturón, yelmo y tocado lleva el mascarón de la deidad de la "nariz ganchuda", a la que ya nos hemos re­ferido.

 

Asimismo aparece por primera vez el mono, posiblemente en su caracterización de ser ju­guetón, relacionado con la primavera y la danza, tal como ocurre en épocas posteriores; así, parece estar representado en el fragmento de la estela 4 y también en su relación con una banda acuática en la estela 19, ambas de Ka­minaljuyú.

 

Otro aspecto que destaca en f5t05 monu­mentos es una forma glífica de escritura en la que se pueden identificar símbolos nume­rales en los cuales la barra equivale a un numeral cinco y por medio de puntos se expre­san las unidades; hay glifos aislados o en grupos, como en la estela 10 de Kaminaljuyú. También en una de las cinco estelas fragmentadas, encontradas en Chiapa de Cor­zo -la número 2-, los numerales están dispuestos a la manera de la cuenta larga de los mayas, e incluso nos da una probable fecha de 35 años a. de C.

 

Por los elementos arquitectónicos y artís­ticos que hemos presentado, podemos decir que al final de éste período la teocracia esta­ba en pleno desarrollo, sobre la base del control impuesto sobre el grupo social que había depositado su seguridad personal, en lo tocante a la vida terrenal y de ultratumba, en manos de un grupo de sacerdotes que fungían como portavoces de las fuerzas de la na­turaleza divinizadas.

 

Las fronteras locales se rompieron ante el impulso del comercio controlado por la teocracia, y se adaptaron formas económicas y religiosas a través de un proceso de inter­cambio continuo entre las distintas regiones de Mesoamérica.

 

Sobre este amplio desarrollo irrumpió un nuevo estado de cosas para desenvolverse en el gran salto cultural que conocemos como período clásico.

 

Bibliografía.

 

Bernal, I. El mundo olmeca, México, 1968.

 

Lee, Th. A.  y Lowe,  Situación arqueológica de las esculturas de Izapa, G. W. Fundación ar­queológica del Nuevo Mundo,  Chiapas, 1968.

 

Quirarte, J. El estilo artístico de Izapa, Instituto de Investigaciones Estéticas, Universidad Nacional Autónoma de México, 1973.

 

12.            Los mayas de las tierras bajas.

Por: Alberto Ruz Lhuillier

 

La vida material. Las tierras bajas.

 

Nos referiremos ahora al extenso territo­rio situado desde el norte de las sierras de Guatemala y Chiapas hasta el extremo de la península de Yucatán, es decir, el área central y septentrional del país de los mayas, quedan­do excluidos los Altos de Guatemala y las tierras bajas meridionales de la faja costera de Guatemala y parte de Chiapas y del Salva­dor, en el litoral del Pacifico.

 

El área central comprende el Petén y las cuencas de los ríos Usumacinta, Grijalva y Motagua. Es una región de fuerte precipita­ción pluvial, abundantes corrientes superfi­ciales, lagos, lagunas y pantanos. Su clima es muy caluroso y húmedo. La vegetación tropi­cal es exuberante y consta principalmente de densas selvas, ricas en árboles de caoba, ce­dro, zapote y ceiba.

 

El área septentrional abarca la casi tota­lidad de la península yucateca, baja planicie con escasas elevaciones, carente de corrientes de agua al norte del río de Champotón y con pocos lagos y lagunas. Su clima es muy calu­roso, salvo durante algunos meses de invier­no. Las lluvias son mucho más escasas que en el área central y, debido a la permeabili­dad del suelo calcáreo, el agua se filtra hasta depositarse en el subsuelo, en cavernas natu­rales conocidas con el nombre de cenotes. La capa de tierra vegetal es muy delgada y la roca aflora frecuentemente. La vegetación se vuelve más chaparra y rala a medida que nos acercamos a la extremidad norte de la penín­sula, donde el clima llega a ser semiárido.

 

Aunque ambas áreas proporcionaban a la población la mayor parte de los artículos de primera necesidad que precisaba como ali­mentos (maíz, frijol, calabaza, legumbres, fru­tas), como materiales de construcción (made­ra, piedra caliza, palma), así como arcilla para la alfarería y ciertos animales de los que se utilizaban carne y piel, algunos artículos im­portantes faltaban en ciertas regiones. El al­godón, el henequén, la miel y la cera sólo se obtenían en el norte de Yucatán; la selva de la región central era rica en animales cuya piel era sumamente estimada (jaguar, puma); el jade no se hallaba en Yucatán, pero sí en la región del Motagua; en el litoral se extraía la sal y se conseguían pescados y mariscos; en Tabasco y el Soconusco se cultivaban hule (caucho) y cacao.

 

El período clásico (300-900).

 

Después del largo período formativo (pre­clásico), que duró más o menos un milenio y medio y durante el cual la cultura mesoameri­cana, muy uniforme en sus inicios, se fue diversificando, hacia el principio de nuestra era (protoclásico) la cultura maya se perfilaba claramente. En el área meridional ya se es­culpían estelas y altares; una escritura jeroglífica se había iniciado; el calendario se co­nocía, implicando a su vez conocimientos matemáticos y astronómicos; ofrendas en ri­cas tumbas revelaban notables adelantos tec­nológicos de la alfarería y la lapidaria, así como la existencia de una sociedad ya estra­tificada. En el área central y en el área sep­tentrional se construían las primeras pirá­mides, a veces bellamente adornadas con mascarones de estuco modelado.

 

El período clásico, cuyo comienzo se ha fijado hacia el año 300 de nuestra era, marca la culminación del proceso de diferenciación de la cultura maya. Distintos factores, tanto en el área maya como en el resto de Meso­américa, deben de haber contribuido a tal culminación, verdadera explosión cultural. El desarrollo económico pudo deberse al creci­miento demográfico y a una concentración cada vez mayor de la población, fenómenos que venían gestándose a lo largo del preclásico; a la explotación agrícola de regiones antes inutilizadas en la selva alta; quizás a nuevas técnicas de cultivo en algunas comar­cas pantanosas y alrededor de lagunas. La obtención de excedentes alimenticios aseguró la consolidación de una clase parasitaria (nobles y sacerdotes) que garantizaba la cohe­sión social para la realización de los trabajos colectivos. Así pudo incrementarse la cons­trucción de centros ceremoniales y desarro­llarse un arte monumental. La estratificación social se acentuó, haciéndose probablemente más rígida. El poder de la clase social dirigente se ejercía como dominio económico y político, así como a través de la religión.

 

El uso de la llamada "bóveda maya", que parece haberse iniciado ocasionalmente para techar tumbas en un período más antiguo, se generalizó y permitió la sustitución de los techos de palmas por los de mampostería, obviamente más resistentes y duraderos, tanto en los edificios destinados al culto como en las residencias de los privilegiados. Este adelanto técnico cambió fundamentalmente el aspecto de las construcciones, dando lugar a un fuerte desarrollo de la arquitectura y de las artes integradas en la misma, como la escultura, el modelado del estuco y la pintura mural.

 

Cristalizaron en el área central y se pro­pagaron al área septentrional numerosos elementos culturales preexistentes en el área meridional, tales como la erección de estelas con personajes e inscripciones jeroglíficas, la combinación estela-altar, conocimientos astro­nómicos, matemáticos y calendáricos. Tanto en el aspecto científico como en el artístico, los mayas de las tierras bajas elevaron a altí­simo nivel de perfección estos elementos, al­gunos de ellos adquiridos cuando no pasaban de un estado incipiente de desarrollo, la escri­tura por ejemplo.

 

El período clásico llegó a su fin a prin­cipios del siglo X. En el área central, su brusco ocaso ha dado lugar a numerosas y variadas hipótesis, sobre las que volveremos más adelante. Nos limitaremos, en este mo­mento, a precisar que en el curso de menos de un siglo, las actividades culturales caracterís­ticas del período clásico (arquitectura monu­mental y artes asociadas, erección de estelas, inscripciones jeroglíficas, cerámica decorada) fueron cesando en todos los centros cere­moniales, aunque la población común siguiera viviendo en los mismos sitios. En cuanto al área septentrional, el periodo clásico terminó cuando el norte de la península de Yucatán quedó bajo el dominio de invasores, porta­dores de la cultura tolteca. Una cultura hí­brida, maya-tolteca, se originó entonces, cla­ramente diferenciada de la maya clásica, aun­que conservando muchas particularidades de ésta.

 

Los mayas de las tierras bajas.

 

Los grupos que viven en las áreas central y septentrional hablan distintas lenguas de la familia lingüística mayence. El idioma "maya" propiamente dicho es el "yucateco", corres­pondiente a la península de Yucatán. Parien­tes muy cercanos son el "lacandón", hablado a lo largo del río Usumacinta; el "itzá", en el centro del Petén, y el "mopán", al sur de esta última región y en Honduras británica. Otra rama comprende el "chontal", propio de los pueblos establecidos alrededor de la laguna de Términos y desembocaduras de los ríos adyacentes; el "chol", que probablemente se hablara en ancha faja de la vertiente norte de la sierra de Chiapas y cuenca del Usuma­cinta; el "chortí", en el curso medio e inferior del río Motagua. Finalmente, el grupo lingüístico que abarca al "tzeltal", "tzotzil" y "toho­labal", en tierras algo más altas de Chiapas pero que culturalmente se integran en las tie­rras bajas.

 

Desde el punto de vista de los caracteres físicos del pueblo maya, ciertos autores con­sideran a éste como "bastante homogéneo" y "procedente de un mismo tronco ancestral" muy diferenciado de los demás pueblos me­soamericanos. Sin embargo, estudios compa­rativos de antropólogos físicos revelan mar­cadas diferencias entre los distintos grupos mayas, los cuales, por supuesto, presentan numerosos rasgos comunes entre sí y con los demás pueblos de Mesoamérica. Así, la es­tatura puede variar hasta 7 cm entre el pro­medio de talla del chontal y del yucateco. En cuanto al índice cefálico, es notable la di­ferencia entre la braquicefalia del yucateco (índice de 85 y más) y la dolicocefalia de los tzeltales y tzotziles (índice de 76 a 79). Diferencias muy marcadas se observan también en el índice nasal, en el porcentaje del conte­nido de algunos antígenos en la sangre y en huellas digitales y palmares. Las divergencias mayores se presentan, por un lado, entre los grupos de las tierras altas, y los de las tierras bajas, por otro.

 

Los elementos comunes a todos los grupos mayas (color pardo cobrizo de la piel; cabello negro, lacio y grueso; ojos negros o pardo os­curo, frecuentemente oblicuos; escasa pilo­sidad facial y corporal) no son exclusivos de ellos, ya que coinciden parcialmente con los de la mayor parte de los pueblos de Mesoamérica y proceden, en última instancia, de los remotos antepasados asiáticos que emigraron a América varias decenas de millares de años antes.

 

Economía.

 

Tecnología.

 

El nivel tecnológico alcanzado por los antiguos mayas era bastante bajo, como el de los demás mesoamericanos, si se compara con el de otras culturas de la antigüedad en el Viejo Mundo. Dentro de la clasificación tradicional para la prehistoria, la tecnología maya no pasaba del neolítico.

 

La piedra se utilizaba tallada (pedernal, obsidiana) para fabricar útiles y armas; pu­lida (caliza, basalto, diorita, serpentina, jadeíta), para hacer recipientes, morteros, pie­dras para moler maíz, hachas, cinceles, ador­nos; pulverizada (hematites, cinabrio), para obtener pigmentos colorantes.

 

La alfarería tuvo gran desarrollo. Se fa­bricaban vasijas domésticas, rituales y fune­rarias, figurillas, mascaras, malacates, pesas para redes y bolitas para proyectiles.

 

Se tejían mantas y vestidos de algodón; y con la fibra dura del henequén, sacos y suelas de sandalias. Con el trenzado de las hojas de muchas plantas se obtenían bolsas y canastas.

 

De los árboles se utilizaban no sólo los troncos y las ramas para la construcción de las casas y la fabricación de canoas, armas, mangos de instrumentos, sino también la corteza de algunos (ficus) para hacer papel, y la resina de otros para obtener el copal, el caucho y el chicle. Otros daban tintes, como el añil y el palo de Campeche.

 

La piel de ciertos animales era transfor­mada en prendas de vestir (jaguar, puma, ve­nado); otras partes de sus cuerpos (colmi­llos, garras, cuernos), en adornos; y los hue­sos, en instrumentos de música o útiles de tra­bajo (leznas, pulidores, agujas, alfileres). De animales marinos se usaban la concha de caracoles u otros moluscos, como instrumentos musicales y adornos; los dientes de tiburo­nes y las espinas de ciertos peces (rayas), en ritos de autosacrificios.

 

Las plumas de numerosas aves, terres­tres y acuáticas, servían para confeccionar penachos, vistosas capas, flecos de vestidos, abanicos, revestimiento de escudos, etc. Por su hermosura se destacaban las plumas de la cola del pájaro quetzal, particularmente apre­ciadas por los más altos dignatarios.

 

La metalurgia llegó a Mesoamérica en una época muy tardía, probablemente hacia fines del siglo XI o principios del XII, es decir, que no se practicó en el área maya durante el periodo clásico.

 

Agricultura.

 

Los mayas fueron básicamente agriculto­res, y su principal cultivo, el del maíz. La técnica empleada en la actualidad por los campesinos mayas, y que se supone debió de ser también la de sus antepasados precor­tesianos, es la llamada "de roza", consistente en cortar y quemar el monte antes de sembrar. En los últimos años se ha puesto en dudas la aplicación de tal técnica antes de la llegada de los españoles, por lo que implica en cuanto a extensión de los terrenos cultivables (la técnica "de roza" agota rápidamente los sue­los y obliga al campesino a desplazarse cada dos o tres años en busca de otras tie­rras), dispersión de la población (más difícil­mente controlable por un gobierno centralizado) y limitación del tiempo "libre" que el maya hubiera dedicado a las obras de cons­trucción en los centros ceremoniales (pese a algunos autores, el campesino, con el sistema de roza, aun en la actualidad, en que cuenta con instrumentos de metal -hachas, machetes, azadones- para apear los árboles, cortar la maleza y arrancar plantas y yerbas, debe de­dicar todo su tiempo al cultivo).

 

Se supone que la agricultura era más variada y compleja que la del monocultivo del maíz mediante roza y quema del monte. Algunos hallazgos recientes, que hasta ahora se limitan a la interpretación -al parecer co­rrecta- de fotografías aéreas, sugieren la exis­tencia de obras hidráulicas (canalización del agua del río Champotón hasta la ciudad de Edzná, distante unos 30 km.; red de canales de riego en las márgenes del río Candelaria para ensanchar la superficie que se aprove­charía tras el acarreo de aluviones por el río). Es factible, que no sólo las orillas de los ríos, sino las de los. lagos, lagunas y pantanos hayan permitido cultivos más intensivos, con una renovación asegurada del suelo.

 

Además del maíz, es probable que los tu­bérculos (camote o batata, yuca o mandioca, malanga o taro, jícama y otros) tuvieran en la dieta alimenticia de los mayas un impor­tante papel, cuando menos en algunas regiones.

 

Se ha propuesto, hace pocos años, la po­sibilidad de que las frutillas del árbol llamado "ramón" (Brossimum alicastrum), que los cronistas citan como sustituto del maíz en caso de hambre por escasez del cereal, y que aún son comidas en épocas difíciles en pue­blos yucatecos, sirvieran de alimento básico a los antiguos mayas. La presencia de nume­rosos árboles del citado género en casi todas las zonas arqueológicas de las tierras bajas y en los pueblos de Yucatán es argumento que apoya la hipótesis. El ramón produce una harina cuyas cualidades alimenticias superan las del maíz, y el rendimiento por hectárea es también mayor, aparte de que su cultivo no implica ninguna labor más que la cosecha, consistente en recoger del suelo las frutillas, trabajo que pueden realizar fácilmente las mujeres y los niños. En el caso de haber sido el ramón la base de la alimentación de los mayas, quedaría resuelto el problema de tiem­po de que dispondrían las poblaciones para realizar las obras en los centros ceremonia­les, cosa que se considera imposible con el cultivo del maíz mediante la técnica de roza.

 

Entre los cultivos complementarios cita­remos el frijol, la calabaza, numerosas espe­cies de chiles, los tubérculos ya mencionados, el tomate, el chayote, la chaya, el cacao, el algodón, el henequén y el tabaco. Numerosos árboles frutales, originalmente silvestres, también se cultivaban: mamey, aguacate, papaya, marañón, siricote, anona, nance, gua­yaba, etc.

 

Recolección.

 

Como todos los pueblos agricultores, los mayas seguían practicando la recolección, vegetal y animal. Entre los productos vege­tales mencionaremos el guano, palmera cu­yas hojas sirven para techar las chozas; el bayal, usado en la cestería; el corozo, de cuyas nueces se obtiene una harina que remplaza­ba el maíz cuando la cosecha había sido mala; el jícaro o güiro, cuyos frutos secos sirven de vasijas; el pom, cuya resma es el copal, que quemaban como incienso en las ceremonias religiosas; el pochote, especie de algodón en el fruto de la ceiba; el pepino cat; la corteza del balché, para preparar una bebida empleada en los ritos, y numerosos frutos silvestres. Entre los animales recogían del mar, lagos y ríos, crustáceos, caracoles, ostiones y otros moluscos; sobre ciertas cac­táceas encontraban la cochinilla, de la que sacaban la grana, pigmento para pintar.

 

Caza.

 

También seguían siendo cazadores, ha­llando en selvas, montes, litorales y orillas de esteros gran cantidad de animales: tapir, venado, jaguar, puma, pecarí, mono, conejo, pizote, tepezcuintle, agutí, armadillo, quetzal, guacamaya, papagayo, loro, garza, tucán, pavo de monte, faisán, cojolito, perdiz, codor­niz, paloma, pato, tortuga, manatí. Cazaban con lanzas, dardos arrojadizos, arcos y fle­chas en épocas tardías, cerbatanas, hondas y trampas. Utilizaban perros para ciertas ca­cerías, así como ardides de caza.

 

Pesca.

 

Sacaban del mar, lagos, lagunas y ríos pescados mediante redes, anzuelos (hechos de concha marina y más tarde de cobre), lanzas, arcos y flechas en los últimos siglos.

 

Domesticación.

 

Pocos animales fueron domesticados por los antiguos mayas: el perro, al que cebaban para comérselo; el guajolote o pavo, así como otras aves (pato, paloma, perdiz, faisán); la abeja, cuya miel y cera eran muy apreciadas.

 

Comercio.

 

Debido a las marcadas diferencias que presentan las distintas regiones del área ma­ya, los recursos naturales eran muy variados. Como dijimos, para las necesidades básicas de las poblaciones cada región sólo era par­cialmente autosuficiente. No faltaban maíz y frijol en ninguna, ni tampoco madera y pal­mas para construir las chozas, pero ciertos productos sólo se obtenían en determinados medios geográficos. De ahí el nacimiento de un intenso comercio interior dentro del área global y de un comercio exterior con pueblos no mayas. Este se realizaba por vías terres­tres (simples veredas o caminos de piedras), fluviales (aprovechando los grandes ríos en sus tramos navegables) y marítimas (alrede­dor de toda la península de Yucatán, desde Tabasco hasta América Central).

 

Se conocen algunos de los grandes mercados en los que negociaban los mercaderes mayas en el litoral de Tabasco, Campeche, Yucatán, Honduras: Potonchán, Xicalango, Chahuaca, Itzamkanac, Cachi, Conil, Nito, Nato; Zinacantán en las tierras altas de Chiapas; Xoconusco en la costa del Pacífico.

 

Gran parte del comercio se efectuaba por trueque, sobre todo el comercio local, en que eran los productores mismos los que se encontraban para intercambiar productos. Pero se usaban algunos artículos como mo­neda: en primer lugar, las almendras de ca­cao; luego, las cuentas de jade, ciertas con­chas marinas de color rojo, y, en época tardía, cascabeles y hachuelas planas de cobre.

 

De Yucatán se exportaban principalmen­te sal, cera, miel, maíz, frijol, pescado (seco, salado y asado), algodón (mantas sobre todo), henequén, copal, pedernal y plumas de aves acuáticas. Guatemala exportaba maderas pre­ciosas, pieles, plumas de quetzal, copal, liqui­dámbar, jade, turquesa, basalto, polvo volcá­nico y obsidiana. De las costas del golfo Atlántico y del océano Pacífico salían cacao y hule (caucho). De las tierras altas de Chiapas, pieles, añil, cobre, vainilla, plumas de quetzal, ámbar, almagre. De Honduras, cacao y vasos de alabastro. El área maya importaba del centro de México, costa del Golfo, Oaxaca y América Central: objetos de jade, cristal de roca, obsidiana, cobre y oro, cerámica y esclavos.

 

Organización del trabajo.

 

La gente común y los esclavos se encar­gaban de la obtención o producción de todos los bienes materiales mediante el cultivo, la recolección, la caza, la pesca, la domestica­ción y una industria artesanal. La división de estas actividades según el sexo regía tra­dicionalmente. Algunas de ellas se llevaban a cabo en forma colectiva, tales como la tala y quema del monte, la cacería mayor, la construcción de las casas, etc. Ciertos cul­tivos especializados (cacao, henequén, algo­dón, hule) estarían posiblemente a cargo de campesinos que les dedicaban todo su tiem­po. Existirían también pescadores exclusiva­mente dedicados a su trabajo para surtir el comercio interior. Los trabajos de artesanía, principalmente los más especializados (lapi­daria, plumería), implicarían asimismo opera­rios enteramente dedicados a su profesión.

 

La dirección general de las labores agrí­colas quedaba en manos del sacerdocio, de­tentor de los conocimientos calendáricos, que fijaba la fecha de la preparación del te­rreno y la siembra cuando sabía que la esta­ción de lluvias se aproximaba.

 

Mientras que el pequeño comercio local se realizaba directamente entre los producto­res, el intercambio a larga distancia entre diferentes regiones del área maya y con otros pueblos lo llevaban a cabo mercaderes profe­sionales con posibilidades económicas y una posición político-social privilegiada.

 

De todos los productos obtenidos por la clase trabajadora (agricultores, recolectores, cazadores, pescadores, artesanos), gran parte, quizá la mayor, pasaba bajo forma de tributos a manos de la nobleza (señores y sacer­dotes). Los excedentes alimenticios no sólo se destinaban al mantenimiento de esta clase, sino al de los trabajadores ocupados en la construcción de los edificios para el culto y residencias de la clase alta, y también al de los artesanos con dedicación completa, mer­caderes profesionales y cargadores a las ór­denes de éstos. Al productor de los bienes sólo le quedaría lo más estrictamente indis­pensable para su supervivencia y el manteni­miento de su familia.

 

Distribución de la población.

 

Hasta ahora, la arqueología se ha intere­sado más en la exploración de los monumen­tos ceremoniales, residencias y sepulturas de los personajes importantes que en la locali­zación y estudio de los centros de habitación de la gente común, mucho más espectacula­res aquéllos que éstos. Debido a tal circuns­tancia, sólo poseemos datos parciales sobre el problema de la distribución de la pobla­ción. ¿Son los grandes sitios arqueológicos verdaderas ciudades o simplemente centros ceremoniales y asientos de la minoría diri­gente?

 

El cronista Landa, al describir en el si­glo XVI una ciudad maya de Yucatán, refiere que en el centro se hallaban los templos, en medio de plazas, y alrededor las casas de los señores y sacerdotes; después venían las ha­bitaciones de personajes importantes, luego las de los más ricos y estimados, y hacia los linderos de la población, las de la gente co­mún. El modelo descrito por Landa fue acep­tado para todas las ciudades mayas. Poste­riormente, como resultado de exploraciones en algunos centros ceremoniales, se afirmó que éstos no eran verdaderas ciudades, ya que faltaba una concentración de habitacio­nes para las muchas personas dedicadas a actividades no agrícolas, como burócratas y artesanos. Se aceptó que la población maya, compuesta mayormente de campesinos, vivía en aldeas, pueblos y rancherías, disper­sos a cierta distancia de los centros reli­giosos, y que en estos últimos sólo residían los miembros de la nobleza, el clero, los dig­natarios y funcionarios de alta jerarquía y su servidumbre.

 

En años muy recientes, después de las ex­ploraciones de Tikal y Dzibilchaltun princi­palmente, se tiende a replantear el problema, considerándose que, al parecer, existió un proceso de concentración urbana, debido al crecimiento demográfico, al volumen cada vez mayor de excedentes alimenticios, al po­derío creciente de la clase gobernante, a las necesidades de ejercer un control más rígido sobre la población y al aumento de la buro­cracia a través de la cual este control se hacía efectivo. Este proceso hacia una mayor urbanización se aceleró durante el período clásico tardío, hasta culminar en el posclá­sico en ciudades como Mayapán, en que la distribución de los edificios ceremoniales, residencias de señores y dignatarios y casas de la gente común corresponde a la descrip­ción de Landa. Sitios como Tikal y Dzibil­chaltun serían en realidad algo más que sim­ples centros ceremoniales; presentarían cierto grado de urbanización, aunque sin llegar al nivel de ciudades como Teotihuacán y Tenochtitlan, en el centro de México. Mien­tras que el grueso de la clase trabajadora (agricultores básicamente) viviría en comunidades dispersas alrededor de centros más o menos urbanizados, en estos últimos habi­tarían, además de los miembros de la clase dirigente y su servidumbre, un número de bu­rócratas, comerciantes y artesanos que a tra­vés del tiempo fue multiplicándose.

 

Habitación.

 

La vivienda del pueblo bajo consistía en simples chozas de madera con techos de hojas de palmas o zacate. El piso podía ser de estuco aplanado, pero generalmente era sólo de tierra apisonada. Estaba construida directamente sobre el suelo natural o sobre una plataforma baja o una pequeña elevación natural. La planta de la choza era rectangu­lar o elíptica, casi siempre de un solo cuarto, pero también a veces de dos o tres cuartos en una sola fila y un pórtico al frente. El entierro de los muertos dentro de la casa o detrás de ella era usual y provocaba el aban­dono de la vivienda.

 

Las casas de los privilegiados, siempre cercanas a los edificios ceremoniales, eran de mampostería, con muros y bóvedas de pie­dras, pisos de estuco, casi siempre sobre terrazas o plataformas. Variaban mucho en disposición, desde unas cuantas habitaciones en una sola fila hasta complejos conjuntos de varias crujías que agrupaban cincuenta o más cuartos. Aunque generalmente construi­das en un solo piso, podían contar con dos o tres superpuestos. Es frecuente la presencia de banquetas a lo largo de los muros interio­res, sobre las que se sentaban y dormían los moradores. Vigas empotradas en los paramentos de las bóvedas servirían -además de elementos constructivos para reforzar la bó­veda- para colgar enseres, víveres, vestidos y otros objetos, tal como ocurre en la actuali­dad con el armazón de postes, vigas y tra­vesaños de las chozas, ya que los muebles se reducirían probablemente a pequeños bancos de madera y camas de varillas o cordeles sostenidas por postes. Muy pocas son las resi­dencias provistas de ventanas o ventilas, por lo que no serían muy confortables al faltarles luz y aire, especialmente cuando comprendían varias filas paralelas de cuartos y teniendo en cuenta lo angosto de las entradas.

 

Suelen encontrarse en los centros cere­moniales mayas, a poca distancia de los pa­lacios, algunos baños de vapor, con probable uso ritual además del higiénico y terapéu­tico. En Palenque fueron halladas en el Pa­lacio varias letrinas conectadas con desagüe o sumidero.

 

Vestuario.

 

Gracias a innumerables representaciones en bajos relieves de piedra o estuco, en pin­turas murales, en vasijas policromadas y en figurillas de barro podemos darnos cuenta de la variedad, riqueza y fantasía del vestuario de los antiguos mayas, o, mejor dicho, de los personajes que integraban la clase dirigente en la sociedad maya. Tales representaciones concuerdan con la descripción que hacen los cronistas y además nos proporcionan un muestrario impresionante de modelos, mucho más completo que el que sugieren las sucin­tas referencias de las fuentes históricas.

 

Los tocados solían ser extraordinaria­mente elaborados, con grandes penachos de largas plumas, seguramente de quetzal, con frecuencia combinados con yelmos de ani­males (jaguar, águila) o máscaras superpuestas; también se usaban tiaras cubiertas con placas de jade y rematadas con plumas, turbantes e incluso sombreros de ala ancha. El torso del hombre podía estar cubierto por vistosa capa corta, enjoyada y con flecos de plumas, o una piel de jaguar o una especie de jaqueta sin mangas, también de la misma piel; o también podía llevar una manta de algodón a manera de larga capa; en una fi­gurilla de Jaina, quizá como caso único, el hombre lleva un abrigo con mangas cortas. El taparrabo era con frecuencia de una gran riqueza, de algodón bordado. El cinturón ce­remonial, adornado con máscaras de jade, a veces muy ancho y enjoyado, parece haber sido parte importante del atuendo de los sacerdotes. Las sandalias presentaban tam­bién gran variedad, con tiras que las sujetaran a las piernas o sin ellas, con borla sobre el empeine, borla que puede rematar con plu­mas o sin ellas; un talón de cuero trabajado realza a veces el calzado.

 

Las mujeres de alto rango que aparecen en los relieves de algunas ciudades están vestidas con "huipiles" ricamente bordados, usados al parecer encima de largas faldas que dejan ver sandalias labradas. También la mujer puede llevar una capita adornada con cuentas tubulares de jade y flecos de plu­mas. En las figurillas de Jaina, las mujeres usan una larga falda y un "quechquemid" de puntas circulares.

 

Joyas de jade, obsidiana, concha y hueso completaban el atuendo de los personajes de alto rango. El material más apreciado era in­dudablemente el jade; debe recordarse que el oro no fue conocido de los mayas durante el período clásico. Las joyas comprendían: dia­demas hechas de discos; pequeños tubos para dividir el cabello en mechones separa­dos; orejeras circulares, cuadradas o en for­ma de flores; narigueras tubulares o for­mando botones o placa colgando del extremo de la nariz; "bezotes" para adornar la parte inferior de la cara, entre el labio y el mentón; collares de una o varias sartas de cuentas; pendientes y pectorales; pulseras, anillos y ajorcas.

 

El hombre común sólo llevaba una tira de algodón alrededor de la cintura y entre las piernas, cubriendo las partes genitales, para "honestarse", como decían los cronistas. La mujer común, simple huipil de algodón, o falda y manta para cubrirse el pecho; en al­gunas regiones sólo usaban la falda.

 

Como complemento de su atuendo, los mayas acostumbraban efectuar sobre su cuer­po ciertas prácticas deformantes: deforma­ción craneana, que se producía mediante ta­blillas que se sujetaban a la cabeza del niño recién nacido; perforación del tabique nasal o de las alas de la nariz para colocar la na­riguera; hendidura debajo del labio para el "bezote"; hoyo en el lóbulo de la oreja para la orejera, cuyo diámetro alcanzaba dos o tres centímetros; mutilaciones dentarias en incisivos y caninos, con incrustación de ob­sidiana, jade o pirita de hierro o sin ella; tatuaje por escarificación en la cara y el cuer­po. La pintura facial y corporal era también práctica corriente entre los mayas. Aparte de que su pilosidad era reducida, era costumbre quemar la cara con paños calientes para evi­tar el crecimiento de la barba. Las represen­taciones de personajes con barba en relieves y figurillas sugieren que el uso de la misma estuviese siempre reservado a individuos de alto rango.

 

Otra costumbre extraña para nosotros era la provocación del estrabismo en los niños recién nacidos, mediante la colocación de una bolita de cera entre las cejas.

 

Por las fuentes históricas sabemos en qué consistía la alimentación de los antiguos mayas, la cual ha variado muy poco hasta la fecha. En tiempos normales, el maíz era el alimento básico, comido en forma sólida (tor­tillas, tamales) o líquida (posol, atole, pinole). La tortilla es una especie de crepa, hecha de masa cocida de maíz y calentada sobre una placa redonda, el "comal", de barro antes de la conquista y ahora de lámina de hierro; la tortilla se come sola, o con sal y chile, o con un guiso. El tamal es masa cocida de maíz envuelta en hoja seca de la misma plan­ta y que generalmente está rellena de carne.

 

Alimentación

 

La masa del maíz, medio cocida y disuelta en agua, proporciona el posol, del que el campesino yucateco se alimenta durante el día, bebiéndolo cada tres o cuatro horas. La masa del maíz, cocida y disuelta en agua y luego calentada, forma una bebida espesa, el atole. La harina obtenida del maíz tostado es conocida con el nombre de pinole, que se bebe disuelto en agua.

 

El cacao molido y disuelto en agua sumi­nistraba la bebida que Landa califica de "es­puma muy sabrosa con que celebran sus fies­tas": el chocolate. Cacao y masa de maíz, disueltos y cocidos en agua, constituían el "champurrado" o atole de chocolate.

 

Se comían otros vegetales, generalmente solos, a veces con carne: frijol, calabaza, cha­yote, camote, chaya, yuca, jícama, macal (ña­me), tomate, aguacate, etc. En épocas de esca­sez de maíz, comían las frutas de algunos árboles, de las que sacaban harina: ramón, corozo, "cumché". Sus frutas comprendían aguacate, mamey, zapote, papaya, guayaba, guaya, nance, pitahaya, anona, marañón, siri­cote, varias clases de ciruelas, uvas silves­tres, etc.

 

Fuera de sus fiestas, los mayas, o cuan­do menos la población común, comían poca carne. Es probable que los animales que cria­ban (guajolotes, perros) se reservaran para las festividades, ofrendas y tributos a los seño­res. Entre los animales que cazaban y de cuya carne se alimentaban recordaremos los siguientes: tapir, venado, jabalí, conejo, liebre, armadillo, tejón, pavo de monte, cojolito, per­diz, codorniz, faisán e iguana. La carne se co­mía sola o con legumbres, asada o en "barba­coa" -horno subterráneo-.

 

De los litorales sacaban abundantes pro­ductos que completaban su dieta o constituían lo principal de la alimentación de los pueblos costeños: entre los peces, el robalo, la sierra, el lenguado, la mojarra, la trucha, la sardina, la raya, el cazón, el pez mosquito y muchos más; entre los moluscos, el pulpo y el ostión; también se cazaba el manatí, mamí­fero marino cuya grasa servía asimismo para cocinar.

 

Condimentaban sus platillos con sal, pimienta, varias clases de chiles, hierbas oloro­sas y, en Yucatán, el "achiote", que, además de sabor, da a los guisos un peculiar color ocre.

 

Para las ceremonias religiosas prepara­ban bebidas alcoholizadas con algunos de sus granos ("habas y pepitas de calabaza", dicen las fuentes), pero la más usual todavía obli­gatoria en los ritos que han sobrevivido es el "balché", que los españoles llamaron "pita­rrilla" y que se fabricaba con la corteza de un árbol, dejándola fermentar varios días en agua con miel.

 

La carne humana no formaba parte de la dieta alimenticia de los antiguos mayas, aun­que existía la antropofagia. Se trataba de un canibalismo ritual que sólo en ciertas festi­vidades se llevaba a cabo. Se comía la carne de los sacrificados "con gran devoción y ve­neración" dicen las crónicas, como verdadera comunión. En realidad, sólo los altos dignata­rios alcanzaban probar tal carne, que muy ra­ramente llegaría al pueblo.

 

La sociedad. Organización social.

 

La información que las fuentes históricas nos proporcionan muestra claramente que la sociedad maya estaba dividida en diferentes clases, que existían individuos privilegiados, que otros trabajaban para ellos y que en la parte inferior de la escala social se hallaban es­clavos. Al referimos a la distribución de la po­blación, recordamos la descripción que hizo Landa de una ciudad maya, en que alrededor de los edificios ceremoniales, en forma apa­rentemente concéntrica, y a medida que aumentaba la distancia desde el centro, se encontraban sucesivamente las casas de los señores y sacerdotes, las de personajes impor­tantes, las de gente rica y, finalmente, en los limites de la ciudad, la gente común. El mismo Landa y otros cronistas mencionan a es­clavos para "trabajos corporales" o para ser sacrificados. También Landa relata que la gen­te del pueblo construía las casas de los seño­res, cultivaba sus campos y les entregaba par­te de los productos que obtenía con su traba­jo. También cita el referido cronista prácticas funerarias diferentes, en caso de tratarse, por un lado, de nobles y principales, y, por otro, de individuos de la clase baja.

 

Toda la iconografía maya, escultura, mo­delado, pintura y alfarería confirma la exis­tencia en los tiempos anteriores a la conquis­ta de una marcada división de la población: una parte, la que fue profusamente represen­tada, constituida por personas ricas y podero­sas, a juzgar por su atuendo y los temas en que aparecen, y otra parte, escasamente re­presentada, de la que los miembros, pobre­mente vestidos, siempre se ven en actitudes de sumisión o como víctimas.

 

La concordancia de los datos históricos y arqueológicos permite afirmar que, con se­guridad, la sociedad maya era clasista. Se ha establecido que debieron de existir tres cla­ses bien definidas, más otra quizás aún inci­piente. La clase superior era la nobleza, cuyo origen no se puede precisar, consecuencia de distinciones a guerreros sobresalientes o, lo que parece más factible, resultado de la evo­lución del grupo de individuos dedicados al sacerdocio, éstos a su vez herederos de los brujos y hechiceros supuestamente dotados de poderes sobrenaturales, que emergieron del nivel común de la masa de la población en una época (preclásica) en que la religión aún no cristalizaba en una institución formal.

 

De la nobleza salían los miembros de la jerarquía civil y de la religiosa. Gozaban és­tos de toda clase de privilegios y ejercían un poder absoluto. El nombre que el noble reci­bía en Yucatán, almehen, o sea "el que tiene padre y madre" -semánticamente muy seme­jante al de "hidalgo" en España-, revela una tradición aristocrática en que priva la idea del linaje, la filiación familiar, el culto a los antepasados.

 

Inmediatamente debajo de la nobleza, o quizá más probablemente ligada a ella, se en­contraría una clase en proceso de formación, de la que no conocemos mucho en cuanto a los mayas, pero sí bastante respecto de los mexicas, entre los cuales los pochtecas -mer­caderes- constituían una clase rica, interme­dia entre la nobleza y el pueblo. Entre los pocos datos de las fuentes históricas que se re­fieren a los comerciantes mayas mencionare­mos los siguientes: en Acalan, región cerca­na a la laguna de Términos, muy transitada por los comerciantes, acostumbraban enno­blecer a los mercaderes más ricos, y así ocu­rrió con Pax Bolon, cacique de la provincia a la llegada de los españoles; un cronista preci­sa, por otra parte, que "los señores de Chi­chén-Itzá comerciaban en plumas y cacao con Honduras"; cuando, a consecuencia de un levantamiento popular, los miembros de la familia reinante de Mayapán, los Cocom, fueron asesinados; sólo un hijo salvó la vida por estar "en sus contrataciones", es decir, en actividades mercantiles, en la región de Ulúa, costa de Honduras. La asociación nobleza-­mercaderes no puede ser más clara.

 

La clase plebeya agrupaba a todos los que -sin ser esclavos- trabajaban, es decir, la gran mayoría de la población. Se les llama­ba en lengua maya ah chembal uinicoob, o sea "los hombres inferiores". También les decían mazehualoob, haciendo uso de un az­tequismo. Unica clase productora, compren­día agricultores, pescadores, cazadores y ar­tesanos. Trabajaban para mantenerse a sí mismos y a sus familias, pero también a los señores, sacerdotes, guerreros, funcionarios civiles y religiosos, y a todos aquellos que, en forma exclusiva o parcial, participaban en las obras de construcción en los centros ceremo­niales o fabricaban artículos destinados al co­mercio o servían como cargadores a los gran­des mercaderes. La parte de los bienes a que los trabajadores tendrían derecho sería sumamente limitada, probablemente apenas suficiente para asegurar su supervivencia.

 

La esclavitud a título individual induda­blemente existía, pero nunca llegó a afectar a la mayor parte de la población. Los cronis­tas nos proporcionan las causas concretas por las que un individuo se convertía en esclavo, y es obvio que la limitación de tales causas confirma que la esclavitud personal tenía un carácter de excepción. Eran esclavos: los prisioneros de guerra; los delincuentes no castigados con pena de muerte; los deudores morosos, hasta que terminaran de pagar, con trabajo, su deuda; los que eran llevados como mercancía al área maya por los comerciantes procedentes de otras regiones, prin­cipalmente del centro de México y costa del Golfo Atlántico; los que nacían de padres es­clavos; los huérfanos dedicados por sus tuto­res a un futuro sacrificio ritual. Debe añadirse que los esclavos constituían la gran reserva para los sacrificios y que serían más bien ra­ros los casos en que una familia o una comu­nidad sacrificara a alguno de sus propios miembros, puesto que siempre habría algunos esclavos disponibles como víctimas.

 

Se ha hecho notar que independientemen­te de esta situación social, con clases bien de­finidas, existiría en las comunidades mayas vestigios de una organización más elemental, basada sobre relaciones de parentesco y co­rrespondiente a una etapa más antigua de su desarrollo socioeconómico. La hipótesis des­cansa principalmente en comentarios de Landa sobre la forma de dar los nombres a los hijos y al tabú que en el siglo XVI impedía el matrimonio entre personas que llevaran el mismo nombre, aunque no tuvieran ningún parentesco consanguíneo. Es probable, en efecto, que en una sociedad de tipo comuni­tario, sin estratificación social, rigiera un sistema de clanes, que entre los mayas se­rían patrilineales y exogámicos. La persisten­cia hasta la fecha de apellidos como Balam (jaguar), Chan (serpiente), Pek (perro), Pech (garrapata) induce a pensar que tales clanes serían totémicos y que su carácter exogámico se derivaba de la creencia en un antepasado animal común a todos los que llevaban como apellido el nombre de un mismo animal.

 

Tenencia de la tierra.

 

Un aspecto que es indispensable tener en cuenta al estudiar la organización social de un pueblo es el de la tenencia de la tierra. La in­formación de los cronistas del siglo XVI es demasiado sucinta y simplista para que uno se atenga total y exclusivamente a ella. Dice Landa: "Las tierras por ahora son de co­mún, y así el primero que las ocupa las posee". Y otro cronista, Diego López de Cogolludo, re­produciendo en el siglo XVII lo que unos cien años antes había escrito Gaspar Antonio Chi, intérprete real, precisa: "Las tierras eran co­munes, y así entre los pueblos no había tér­minos o mojones que las dividiesen, aunque sí entre una provincia y otra, por causa de las guerras, salvo algunas hoyas para sembrar ár­boles fructíferos y tierras que hubiesen com­pradas por algún respeto de mejoría".

 

El estudio del etnólogo Alfonso Villa Rojas, al profundizar el contenido de las fuentes y otros documentos, ha aclarado bas­tante el punto. De su trabajo se desprende que la situación era mucho más compleja que la que apuntan los cronistas citados. Parece comprobado lo que afirman Chi y Cogolludo de que los diferentes estados o provincias de que se componía el territorio maya tuvieran tierras más o menos delimitadas y cuyas fronteras serían motivo de disputas. Pero, además, las poblaciones, independientemente de que, por su tamaño o densidad demográ­fica, pudieran ser clasificadas como ciudades, pueblos o aldeas, poseían tierras también. Estas eran comunales y los pobladores eran sólo usufructuarios y no propietarios de ellas. Cada una de esas comunidades presentaba una división en barrios, con gobernantes pro­pios y a veces deidades específicas, y cada barrio poseía sus tierras. Tierras de linaje llama Villa a las que pertenecían a grupos familiares, y habrían sido abiertas al cultivo por sus antepasados, tierras probablemente halladas vírgenes. La nobleza era también dueña de tierras, supuestamente "por volun­tad de los dioses", obtenidas por herencia, compra o dádiva de los gobernantes por mé­ritos de servicio o quizá de guerra; estas tierras solían ser cultivadas por esclavos.

 

Otras tierras particulares estaban dedicadas a ciertos cultivos, como el cacao, el algodón, árboles frutales. En resumen, la mayor par­te de las tierras era de comunidades (pueblos, barrios, linajes) en que los moradores no eran propietarios, pero podían disponer de ellas para cultivarlas.

 

Organización política.

 

Los primeros investigadores mayistas acostumbraban emplear la palabra "impe­rio" para referirse a la civilización maya, dando al término un sentido geográfico, his­tórico y cultural más que político. Estamos ahora convencidos de que nunca existió un imperio maya y que el país estaría dividido probablemente en estados independientes, si­tuación que encontraron los españoles en Yu­catán y Guatemala. La diversidad de estilos que presentan las distintas regiones parece confirmar la existencia en el período clásico de entidades políticas autónomas, ya que en un imperio, la metrópoli no sólo impone su dominio económico y político, sino sus propias concepciones estéticas.

 

Cada estado estaría dirigido por un go­bierno central, con su sede en la ciudad más importante. A la cabeza del gobierno estaba el halach uinic, o sea el "verdadero hombre", según se llamaba en Yucatán. Era obviamen­te de la clase noble y su cargo, hereditario, pasando después de él al hijo mayor o, en caso de no tener descendientes masculinos, a su hermano mayor. Ciertos monumentos de la región del Usumacinta, en que se ha encon­trado una información de carácter histórico, presentan mujeres de alto rango que sugie­ren regencias femeninas al faltar probable­mente sucesores varones. El halach uinic en el momento de la conquista española era el jefe civil, aunque con atribuciones religio­sas también, pero es muy probable que en tiempos antiguos, quizá durante el período clásico temprano, fuese al mismo tiempo su­premo sacerdote en un gobierno teocrático. Un consejo de personalidades, el ah cuch cab (cargador del pueblo), auxiliaba al halach uinic en el desempeño de sus funciones.

 

Cada una de las ciudades dependientes de la capital de un estado estaba gobernada por un representante del halach uinic, el batab, vasallo y generalmente familiar de aquél. Te­nía amplio poder en su jurisdicción, a la vez civil y judicial. Entre sus atribuciones se en­contraba la muy importante de recaudar los tributos para el máximo gobernante estatal. Era también el jefe militar nato de la región a su cargo, aunque, en caso de guerra, un militar de carrera, el nacom, asumía la dirección efectiva de las operaciones bélicas. Un conse­jo local, también denominado ah cuch cab, integrado por los jefes de los barrios, aseso­raba al batab.

 

Toda una Jerarquía civil completaba el cuadro dirigente, con atribuciones especifi­cas y seguramente a distintos niveles. Las cró­nicas citan a los ah kuleloob, funcionarios di­rectamente a las órdenes de los batabes; a los ah holpopoob, quienes, por su nombre (los que están a la cabeza de la estera, es decir, al frente del mando), serían los gobernantes de las poblaciones menores, jefes de la popoina (casa de pueblo), lugar de reuniones públi­cas con fines de negocios, administración de la comunidad, preparación de ceremonias, etc. El ah holpop parece haber sido algo como un presidente municipal al par que un organiza­dor de festividades y director de los músicos, cantores y danzantes. En el escalón inferior de esta jerarquía se hallaban los tupiloob, es­pecie de alguaciles encargados de hacer cum­plir las órdenes emanadas de la superioridad y transmitidas por toda una jerarquía buro­crática.

 

Durante el período clásico, los guerre­ros no parecen haber formado una clase ni haber ejercido un poder particular, como ocu­rrió durante el posclásico. Sin embargo, las escenas pintadas en Bonampak, las representaciones de personajes armados en monu­mentos esculpidos y las figurillas de barro de algunos sitios atestiguan la presencia de guerreros en la sociedad maya. Serían indis­pensables para resolver conflictos interestatales, luchar contra invasores extranjeros y apo­yar a los gobernantes civiles para que el orden reinara en una sociedad no carente de anta­gonismos que en momentos difíciles dieran lugar a situaciones de violencia.

 

¿Régimen democrático entre los mayas?

 

Es sabido que existe todavía actual mente en ciertas comunidades mayas un  sistema  mediante el cual todo miembro puede ser llamado a desem­peñar un cargo relacionado con la Igle­sia católica, integrándose por el perío­do de un año en una jerarquía que, en su nivel más alto. constituye un verda­dero gobierno indígena al margen de las autoridades civiles oficiales Al vencerse el año, el escogido regresa a sus labores, pero puede ser llamado años después para un cargo de mayor importancia, hasta llegar en la vejez a los cargos más elevados si se ha destacado en el respeto a las normas tradicionales y en su dedicación a los asuntos de la comunidad.

 

Hace unos quince años, un grupo de antropólogos de varias universidades norteamericanas, basándose en la existencia de este sistema en las tie­rras altas de Chiapas, en la probable similitud de los patrones de población antes de la conquista y ahora, en la existencia de pequeños centros cere­moniales en comunidades de poca importancia, en la veneración de los cerros como sustitutos de sus pirámi­des, en la presencia de algunos objetos de cierta valía en tumbas comunes, emitió la hipótesis de que la sociedad maya no estaría dividida en clases herméticas, y que los simples campesinos podían acceder a cargos sacerdotales: que no existiría una diferencia fundamental entre el nivel de vida de la gente común y el de los sacerdotes; que no debía pensarse en una minoría dirigente dominando y explotando a la población trabajadora: que los cono­cimientos de los antiguos sacerdotes no serían superiores a los que poseen los actuales agricultores tzotziles llama­dos a desempeñar cargos; y que la si­tuación descrita por los cronistas en el siglo XVI se debía a la dominación en Yucatán, durante varios siglos, de inva­sores “mexicanos” que habrían llevado un sistema jerarquizado distinto del que conocerían los mayas del período clá­sico.

 

Sin embargo, aun descartando la información de los cronistas, lo que revela  la  arqueología  no apoya tal hipótesis. El contraste que ofrecen las construcciones que deben haber servi­do de residencias a los principales y las chozas campesinas; las representacio­nes de personajes lujosamente atavia­dos y en actitudes que muestran su po­derío y la escasez de vestimenta de quienes obviamente les estaban supe­ditados; las sepulturas que constituyen verdaderas obras arquitectónicas, con ricas ofrendas y hasta acompañantes sacrificados, para una pequeña mino­ría,  en las estructuras de los cen­tros ceremoniales, y las simples fosas abiertas en tierra con escasa o ningu­na ofrenda para la gente común: lo complejo de la escritura jeroglífica y de los cálculos calendáricos, difícilmente al alcance de personas no especializadas; todos estos aspectos reflejan para el periodo clásico, una sociedad estrati­ficada y un régimen sociopolítico que seguramente no puede caracterizarse como democrático.

 

El actual sistema de cargos en las comunidades mayas es el resultado de la adaptación de una estructura social a condiciones muy distintas de las que le dieron origen. Habiendo perdido a la aristocracia que la encabezaba antes de la conquista siglos antes, segura­mente los grupos tzotziles sustituyeron el ejercicio autocrático del poder, que en forma hereditaria se transmitía el sacerdocio, por un régimen democrático que permitió, con el desem­peño rotativo de cargos, que los miem­bros más humildes de la comunidad participaran en la dirección de la colectividad. Con esta adaptación, estas comunidades han logrado hasta ahora conservar su cohesión social y muchos rasgos de su cultura. El sistema actúa, además, como nivelador económico, ya que para el ejercicio de su cargo el escogido ha de gastar lo que había ahorrado en largo tiempo, con lo que ningún miembro de la comunidad podrá nunca acumular suficiente dinero para convertirse en un ser económico superior a los demás.

 

Conocimientos científicos.

 

Pese a su tecnología rudimentaria y a un sistema económico poco desarrollado, los mayas alcanzaron, en varias ramas científicas, un nivel muy superior al que se espera­ría de su atraso material, nivel probablemen­te superior también al que llegaron los demás pueblos de la América precolombina. Esta aparente contradicción es uno de los proble­mas más interesantes y discutidos, y lo volveremos a tratar más adelante.

 

Ahora bien, los investigadores mayistas, en su mayoría, llevados por su admiración ha­cia la civilización maya, han atribuido a ésta la paternidad de conocimientos que en reali­dad existían ya en ciertos casos en forma to­davía incipiente en civilizaciones más anti­guas, pero que los mayas, debe recalcarse, desarrollaron y perfeccionaron. Considera­mos que seria injusto, además de incorrecto, olvidar que los olmecas y los zapotecas de Monte Albán 1 registraron fechas varios si­glos antes que los mayas, lo que implicaba conocimientos astronómicos, matemáticos, calendáricos y el uso de una escritura.

 

Matemáticas.

 

No coincidimos con la opinión de muchos mayistas en el sentido de que los mayas llegaron a poseer altos y complejos conoci­mientos matemáticos. En realidad, se limi­taron a seguir usando la numeración vigesi­mal, inventada y empleada antes por alguno de los pueblos ya citados, numeración en que el valor de los signos depende de la posición que ocupan como ocurre en nuestra numera­ción decimal. En tal sistema se necesita un signo para indicar que en un conjunto numérico no debe aparecer ninguna unidad de cierto orden, lo que en la numeración que empleamos, la arábiga, expresa el signo cero. Hasta ahora se identifica el cero en la nu­meración maya, pero no en las inscripciones olmecas y zapotecas, por lo que siempre se ha dicho que los mayas inventaron en Améri­ca tal signo, pero es difícil que los pueblos que utilizaron antes el sistema posicional pu­dieran prescindir del cero en sus inscripcio­nes, por más que no haya sido identificado.

 

En cuanto a las operaciones que, con su numeración, efectuaron los mayas creemos que se redujeron a simples operaciones arit­méticas: adición, resta y quizá multiplica­ción y división. Lo asombroso es que con tales elementales conocimientos se lanzaran a realizar -y con pleno éxito- cálculos astronómicos y calendáricos.

 

Los signos que más frecuentemente em­plearon para formar sus numerales fueron el punto y la barra, como antes que ellos lo hicieron pobladores de la costa del Golfo Atlántico, de Monte Albán y de la costa del océano Pacífico en Guatemala. El punto re­presentaba la unidad y la barra tenía el valor de cinco. Para el cero, en los códices pintados, usaron un signo en forma de pequeño ca­racol marino; en los monumentos de piedra, el cero recuerda una flor de 4 pétalos o la cruz de Malta, aunque generalmente sólo se repre­senta la mitad del signo.

 

Para cantidades no mayores de 19, se sirvieron a veces de las llamadas "variantes de cabezas", caras humanas o de animales humanizadas, en las que algún detalle indica el valor numérico. En realidad, las caras son diferentes de 0 al 12, y las siguientes repiten los rasgos de las caras de 3 al 9, pero susti­tuyendo el mentón por una mandíbula des­carnada que alude al 10, ya que este número se representa con una calavera.

 

En algunas inscripciones que debieron tener una importancia extraordinaria, el nu­meral consiste en el cuerpo de un hombre o de un animal ("glifo de cuerpo entero"), en el que algún signo permite la identificación del valor numérico.

 

Con los tres signos del sistema de puntos y barras podían escribir cantidades de mag­nitud ilimitada, ya que siempre era factible añadir otro numeral con valor 20 veces supe­rior al que tendría en la posición inmediata anterior. Los signos se disponían en forma vertical (con la unidad menor en la parte inferior) y en forma horizontal (con la unidad inferior a la derecha).

 

Astronomía.

 

Es evidente que los mayas tuvieron un enorme interés por estudiar y registrar el cur­so de los astros. La armonía cósmica, la re­currencia inalterable de los cuerpos celestes en su tránsito por el infinito, debieron impre­sionarles grandemente, llevándolos a consi­derar que todo en la naturaleza, en la vida del hombre, en la historia de los pueblos, seguían un ritmo semejante, en que los hechos se repetían a plazos ineludibles. Su interés por la astronomía no era, por lo tanto, de ca­rácter científico, sino que, gracias a ella, se sentían dueños de la clave del tiempo y se forma­ban una visión de la vida y de los aconteci­mientos históricos válida para la eternidad.

 

Su instrumental era totalmente rudimen­tario: dos varas o hilos cruzados cuya inter­sección, vista desde un punto de observación, determinaba una visual; un palo vertical en el suelo para marcar el paso del sol por el cenit; elementos topográficos en el horizonte. Algunas construcciones se hicieron con fines astronómicos (el Caracol, observatorio de Chichén-Itzá; la torre del Palacio de Palen­que). En varios sitios del Petén de Guatema­la, la disposición de ciertos edificios (Gru­po E, en Uaxactún) sugiere la intención de establecer visuales hacia puntos de interés astronómico (puesta del sol en los solsticios y equínoccios) desde un punto definido. Los templos mismos, edificados en la cima de las pirámides, ofrecían ciertas posibilidades para las observaciones, ya que estaban situados por encima del resto de las construcciones, cerros y bosques.

 

Con recursos técnicos tan elementales, los astrónomos mayas, probablemente sacer­dotes especializados, lograron estudiar y pre­cisar las revoluciones sinódicas de ciertos as­tros, como el sol, la luna, el planeta Venus y se supone otros planetas y constelaciones de estrellas. Para alcanzar estos resultados de­bieron necesitar una continua observación, un registro minucioso de sus cálculos y la trans­misión de los datos de una generación a la siguiente.

 

Fue así como pudieron precisar la dura­ción de la revolución lunar -29 días y medio, más una fracción de día-; la del sol -365 días, más un poco menos de un cuarto de día-; la de Venus -584 días, menos una pequeña frac­ción-. Se ha calculado que, con su correc­ción calendárica, su estimación del ciclo solar era más exacta que la nuestra, según el calendario gregoriano, en 1/10.000 de día, es decir, en un día cada 10.000 años.

 

Precisaron también la recurrencia de los eclipses solares, estableciendo en el Códice de Dresde una tabla de predicción de eclipses que contiene 69 fechas susceptibles de coinci­dir con eclipses solares y cubre un lapso de 33 años.

 

Se interesaron también por numerosas estrellas, entre ellas la Polar, cuya inamovi­ble posición en el ciclo respecto de la tierra pudieron apreciar, utilizándola, como noso­tros, como guía de los viajeros y comerciantes; las Pléyades, a las que pusieron el nombre de tzab, es decir, "cascabeles", por el parecido que les encontraron con los crótalos de la serpiente de cascabel; Géminis, que llama­ron ac, o sea la tortuga; y seguramente mu­chas más.

 

La determinación de las fechas de sols­ticios y equinoccios con las observaciones as­tronómicas era básica para que los sacerdotes asumieran la dirección de las labores agrícolas de acuerdo con el cambio de estaciones. En cuanto a la posibilidad de predecir eclipses o conjunciones de ciertos astros es fácil imaginar el poder que confería al sacer­docio para atemorizar a la población, anun­ciándole tragedias celestes, como medio de presión para obtener de ella más trabajo, tri­butos y ofrendas con que contentar a los dioses que provocaban tales acontecimientos.

 

Calendario.

 

Los mayas heredaron de otros pueblos el conocimiento de dos calendarios, el ritual de 260 días y el civil de 365 días, ya que inscripciones de la región olmeca, de Monte Al­bán y de la costa del Pacífico de Guatemala revelan la existencia de estos dos calendarios en fechas anteriores en varios sigros a las pri­meras inscripciones seguramente mayas. Pero, además, lo que siempre se ha considera­do como invento maya, el cómputo largo, o fechas de series iniciales, indudablemente fue usado antes, puesto que aparece en la estela 1 de El Baúl (36 d. de C.), la estatuilla de Tuxtla (162 d. de C.) y la estela C de Tres Zapotes (31 a. de C.), es decir, hasta más de 300 años antes de la estela 29 de Tikal (292 d. de C.), la más antigua estela maya. Estas fechas no mayas, además, están conta­das a partir del mismo día que marca el ini­cio del calendario maya. Por supuesto que podría aducirse en defensa de la paternidad maya de estos inventos que los olmecas, sus más probables responsables, fuesen mayas, como algunos investigadores han sugerido, pero falta aún mucho para comprobar esta hipótesis.

 

Independientemente de ello, los mayas idearon un complejo sistema calendárico aña­diendo al calendario de 260 días, el de 365 días, y al cómputo largo, nuevos elementos: períodos más grandes para el cómputo largo, calendario lunar, ciclo de los 9 acompañantes, ciclo esotérico de 819 días. También inventa­ron otras formas de registrar fechas, como las de fines de períodos y la cuenta corta. La pre­cisión en el registro del tiempo parece haber sido una obsesión por parte del sacerdocio maya encargado del calendario.

 

El calendario ritual, o tzolkin (cuenta de los días), invento mesoamericano aun utiliza­do en comunidades indígenas, consta de 260 días, y es el resultado de la combinación de los nombres de 20 días con 13 numerales, a saber, del 1 al 13. Cada nombre va precedido de un número; después del vigésimo día -Miau- vuelve el primero -Imix-, y des­pués del número 13 nuevamente se comien­za por 1. En esta forma, cada combinación numeral-día no se repite sino al cumplirse el ciclo de 260 días.

 

El calendario civil de 365 días, o haab, obviamente se basaba en la revolución Sinó­dica del sol. Estaba dividido en una forma mucho más lógica que nuestro año irregular, en que meses de 30 y 31 días a veces alternan y a veces no, y que otro mes puede tener 28 ó 29 días. En efecto, el kaab consta de 18 meses de 20 días, más al final del año los 5 días "sobrantes", que se consideraban nefastos y daban lugar a la reclusión de la gente en sus casas, en un retiro místico para evitar los peligros que solían acompañarlos. Para la fracción de día que completa el ciclo solar no intercalaban, como nosotros, un día cada 4 años, sino que, cuando registraban una fecha, calculaban cuánto sumaba la acumulación del error desde el inicio de su era calendárica y sumaban a la fecha a que habían llegado con su año al que faltaba un cuarto de día, el nú­mero de años, meses y días correspondiente a dicha acumulación.

 

Con el fin de coordinar los calendarios ritual y civil observaron que 52 años de 365 días suman el mismo número de días que 73 años de 260 días, a saber, 18.980 días. Se ha dado el nombre de Rueda Calendárica a este período, que era importante para los mayas, aunque menos que para los aztecas, quienes lo tenían como su ciclo mayor, su visión re­ducida del tiempo, y cuyo final, cada 52 años, inspiraba pánico, ya que el mundo podía aca­barse al llegar el tiempo a su término.

 

Con el sistema de cómputo largo tal como lo utilizaron, los mayas se acercaron a un concepto de la eternidad, puesto que la suce­sión de períodos cada vez mayores -cada uno valiendo 20 veces el anterior- les permitía ensanchar hacia el infinito los límites del tiempo.

 

Siendo la unidad el kin, día, los diferentes períodos eran los siguientes:

 

Uinal              = 20 Kines                 = 20 días

Tun                 = 18 Uinales               = 360 días

Katún              = 20 Tunes                 = 7.200 días

Baktún            = 20 Katunes             = 144.000 días

 

Aparte estos períodos, que son los más frecuentemente empleados en las inscripciones, en algunos casos se alude a períodos mayores, Pictún, Calabtún, Kinchiltún, Alau­tún, el último representando 23.040 millones de días, es decir, unos 64 millones de anos. Es difícil saber a qué correspondían tales pe­riodos, si a acontecimientos mitológicos o a un afán de integrar su tiempo histórico dentro de lo inconmensurable del tiempo cósmico.

 

Su calendario lunar funcionaba de un modo muy sencillo, alternando meses de 30 y 29 días, ya que el mes lunar es apro­ximadamente de 29,5 días. Sin embargo, como habían observado que después de algún tiempo sus cálculos no se ajustaban a las fases de la luna, por la fracción de día que ex­cede a 29,5 días, corregían el error contando dos meses consecutivos de 30 días. Su año lunar estaba dividido en 2 semestres. Preocu­pados por precisar cada fecha en forma que no dejara lugar a la menor duda o error, regis­traban los siguientes datos lunares: número de meses lunares ya transcurridos dentro del semestre vigente, número de días de que se componía el mes lunar vigente (29 ó 30), nú­mero de días transcurridos desde el novilunio anterior y expresando con glifos diferentes si tal número era menor o mayor de 20 días.

 

El sistema calendárico maya comprendía también un pequeño ciclo de sólo 9 elementos deidades acompañantes, a razón de una por cada día- que se repetían en el mismo orden sin interrupción. Se sabe que los aztecas incluían en su calendario ritual un ciclo seme­jante correspondiente a 9 deidades nocturnas.

 

Otro período esotérico fue identificado hace pocos años y constituye un ciclo de 819 días. Resulta de la combinación de va­rios números (7 x 9 x 13), que corresponden al número de deidades respectivamente aso­ciadas a la tierra, el inframundo y los cielos.

 

Con cierta frecuencia, las fechas no están registradas con todos los elementos que he­mos mencionado, ni siquiera con todos los que componen el cómputo largo (Serie Inicial). Se trata entonces de fechas de finales de pe­ríodos, en que sólo se menciona el período que termina (baktún, katún o tun, general­mente el segundo de éstos) más la Rueda Ca­lendárica día en el calendario ritual y po­sición en el mes del año civil en que cae el día a registrar. Aunque mucho menos preciso que la Serie Inicial, este sistema era perfec­tamente válido para referir hechos históricos, ya que la recurrencia más corta (final de tun) sería hasta pasar más de 900 años, y que la de un final de katún acompañado de su Rueda Calendárica alcanzaría 375.000 años.

 

Hacia fines del siglo IX, los mayas deja­ron de registrar fechas en el cómputo largo o finales de períodos, y utilizaron hasta el momento de la conquista un sistema en que las fechas resultan abreviadas, reducidas a la Rueda Calendárica y a la mención del katún en que se encuentra. Para los propósitos his­tóricos o proféticos, este sistema funcionaba suficientemente bien, mas para situar en el cómputo largo una fecha abreviada de hace 4 ó 5 siglos no tenemos la absoluta seguridad de que la conversión sea correcta, ya que cada fecha en dicho registro se repite cada 260 tu­nes (256 años y fracción).

 

Esta dificultad es la razón por la cual existen varias correlaciones y que los investi­gadores no están de acuerdo en la conversión de las fechas mayas a nuestro calendario. Las principales correlaciones son las llamadas "A", establecida por Herbert Spinden, y la "B", calculada inicialmente por Goodman y modificada en pocos días por Martínez Her­nández, primero, y después por Thompson; la segunda de estas correlaciones es la más aceptada por los mayistas.

 

El inicio del calendario maya, de acuerdo con esta última correlación, equivaldría en nuestro calendario gregoriano al 12 de agosto del año 3.113 antes de Cristo. Esta fecha ob­viamente rebasa los límites en el tiempo de la civilización maya y debe referirse a un su­puesto acontecimiento mitológico.

 

Escritura.

 

El cronista Landa, en su Relación de las cosas de Yucatán, sentó las bases de las in­vestigaciones tendientes a descifrar la escritu­ra maya, las cuales iban a iniciarse poco des­pués de la publicación de su obra en la segunda mitad del siglo XIX.

 

Concretamente, Landa por una parte afir­ma que los libros pintados de los mayas estaban escritos "con caracteres o letras" de los que proporciona un supuesto alfabeto de 27 signos, y por otra parte comunica los nombres y jeroglíficos de los 20 días del mes y de los 18 meses del año, presentando día por día un año completo (probablemente el de 1553) en nuestro calendario y en el maya. Esta doble información del cronista iba a orientar las investigaciones por dos caminos divergentes: el de la interpretación fonética y el de la interpretación ideográfica aplica­da al calendario.

 

El abate francés Charles Etienne Brasseur de Bourbourg, descubridor y primer editor de la obra de Landa, no tardó en utilizar la primera parte de la información de éste para "leer", por medio del "alfabeto" presentado en la crónica, el Códice Troano, manuscrito maya pintado que también había descubierto. Influido por ideas en boga entonces (y no totalmente desaparecidas todavía pese a su carencia de base científica), Brasseur "leyó" el relato de la desaparición de continentes en el océano Atlántico y el surgimiento de Amé­rica. Más tarde, cuando pudo comprobarse que un calendario ritual se desarrolla en las páginas del códice, indicando el orden de la lectura, se vio que Brasseur, llevado por su entusiasmo y su imaginación, había "leído" el manuscrito al revés.

 

Varios eruditos franceses siguieron la lí­nea de investigación sugerida por la informa­ción de Landa respecto del valor fonético de los caracteres de la escritura maya. Léon de Rosny propuso algunas interpretaciones, una de ellas (cutz = pavo) aún aceptada por los fonetistas; el mismo autor reconoció los glifos de los puntos cardinales y de los colores asociados a éstos. Hyacinthe de Charencey, con muy buena intención pero con poca suerte, después de estudiar en forma comparativa varias lenguas del grupo mayance, fracasó al pretender descifrar el Códice Troano y al­gunas inscripciones palencanas. E. Aymar de la Rochefoucauld tampoco tuvo éxito con los textos de Palenque. A. Pousse, interesán­dose por el aspecto matemático, explicó con acierto la diferencia entre los numerales pin­tados en negro y los pintados en rojo en los códices, siendo los últimos los coeficientes de los días registrados, mientras que los pri­meros indican la distancia entre dos días re­lacionados entre si.

 

Las tentativas de los fonetistas franceses recibieron serio golpe cuando Phillip Valentini, en 1880, demostró que lo presentado por Landa como un alfabeto no era tal cosa, sino en realidad el intento de encontrar algún signo -utilizado realmente en la escritura o inventado por el informante de Landa- que representara o su­giriera algo cuyo nombre se pronunciara como cada una de las letras del alfabeto es­pañol. De haber sido un alfabeto, sólo los 27 signos que proporciona Landa deberían aparecer en todas las inscripciones, cuando en realidad hay varios centenares de glifos diferentes; además, ciertas "letras" de Landa no se conocen en textos mayas.

 

Sin embargo, Cyrus Thomas anunciaba años después haber descubierto la clave de la escritura maya, y procuraba interpretar glifos asociados a representaciones figurati­vas identificables, animales por ejemplo. Al­gunas de sus interpretaciones siguen siendo aceptadas en la actualidad por investigadores fonetistas.

 

La segunda información de Landa, refe­rente al calendario, dio lugar a una línea de investigación en que se obtuvieron resultados muy superiores a los pocos logrados por la escuela fonética. Ernst Förstemann logró explicar lo que Landa sólo había captado parcial y superficialmente: el funcionamiento sincronizado del calendario ritual, del calen­dario civil y de la cuenta larga. Además reconoció en el Códice de Dresde las tablas del cómputo venusino; identificó la concha como equivalente en ciertos casos del cero y advirtió que eventualmente el signo de la luna podía tener el valor de 20. Calculó la fecha inicial del calendario maya en el tzolkin y en el haab, a saber: 4 Ahau 8 Cumku. Identificó las series lunares del Códice de Dresde y fue el primero en comprender la significación de las llamadas Series Secundarias.

 

Tras él vinieron otros investigadores, generalmente alemanes, como él mismo, o norteamericanos. J. T. Goodman estableció tablas para el cálculo calendárico y la primera correlación entre los calendarios maya y cris­tiano. También identificó los numerales de variantes de cabezas y los glifos que indican la mitad o el cuarto de un hatún. Charles Bowditch discutió el sentido correcto del sig­no cero, analizó los jeroglíficos de las fechas de finales de períodos y compiló lo que hasta entonces (1910) se había estudiado sobre la numeración, la astronomía y el calendario de los mayas. Hermann Beyer descubrió la relación que existe entre el elemento variable del glifo introductor y el mes de la Serie Inicial; identificó el glifo del octavo acompa­ñante en la serie de los 9 señores de la noche; estableció reglas para el uso de los afijos; in­terpretó las fechas abreviadas registradas en Chichén-Itzá (fechas rebatidas posteriormen­te por Thompson). Paul Schellhas identificó los jeroglíficos correspondientes a las deida­des en los códices. Herbert Spinden presentó una correlación de los calendarios maya y cristiano distinta en casi 260 años de la que estableció Goodman, y que conserva aún cierto número de partidarios. Sylvanus Morley, además de descubrir numerosas inscrip­ciones y descifrar las fechas en ellas registra­das, confirmó o precisó la interpretación de algunos signos (hotún, lahuntún, fin de tun, glifos lunares). John Teeple, estudiando parti­cularmente el contenido astronómico de las inscripciones, descubrió el significado de los distintos glifos lunares. Varios jeroglíficos fueron estudiados y su sentido precisado por otros  investigadores,  como  E.  Wyllys Andrews, norteamericano; Heinrich Berlin y Günter Zimmermann, alemanes; y los mexi­canos Juan Martínez Hernández (quien modificó en varios días la correlación de Good­man), Alberto Escalona Ramos y César Li­zardi Ramos.

 

Eric Thompson es seguramente el inves­tigador que mayor conocimiento ha adquirido sobre la escritura maya. Debemos al sabio inglés, entre otras cosas, la precisión del sig­nificado de los días y meses del calendario, la aclaración del sentido del signo cero (que prefiere denominar "completamiento", com­pletion), la función del glifo "G", los signos que indican que una Serie Secundaria o nú­mero-distancia debe sumarse a la fecha de la Serie Inicial o restarse de ella, la existencia de un ciclo esotérico de 819 días y varias cláusulas glíficas relativas a probables pronós­ticos. En varias obras monumentales ha trans­mitido el resultado de sus largas investiga­ciones.

 

Hace unos años, la prensa anunció que un etnólogo soviético, Yurii Knorozov, había descubierto la clave de la escritura maya. Su investigación representaba un retorno parcial a la interpretación fonética, en el sen­tido de que aceptaba que algunos signos da­dos por Landa como letras, aunque no eran verdaderamente letras, sí correspondían a un valor fonético. Consideraba que la escritura maya era a la vez ideográfica y fonética, y que comprende además "determinativos" que in­dican silos signos deben considerarse como fonéticos o ideográficos. Las lecturas de pa­labras y frases propuestas por Knorozov han sido muy discutidas y rechazadas en su casi to­talidad por la mayor parte de los mayistas. Han sido, sin embargo, aceptadas parcial­mente por otros investigadores, en particular el norteamericano David Kelley. Aunque gran parte de sus interpretaciones no se admite, ciertos principios de su teoría no deben des­cartarse.

 

Unos diez años después de haberse dado a conocer Knorozov, otra noticia vino a des­pertar esperanzas entre los mayistas: un grupo de matemáticos de la sección siberiana de la Academia de Ciencias de la Unión So­viética (E. V. Evreinov, Y. G. Kosarev y V. A. Ustinov) había descifrado los códices mayas, valiéndose de computadoras electrónicas y siguiendo la teoría de Knorozov. Las críticas no se hicieron esperar, una de ellas proceden­te del filólogo mexicano Alfredo Barrera Vás­quez, máxima autoridad en el conocimiento de la lengua maya. Reprochó a los siberianos la insuficiencia y deficiencia de los léxicos suministrados a las computadoras, la inter­pretación equivocada del significado de mu­chas palabras, el desconocimiento de la len­gua maya por parte de los matemáticos, que les llevó a componer en forma incorrecta pa­labras que no existen ni pueden existir en maya, la suposición hasta ahora no compro­bada de que los códices mayas estén escritos en la lengua maya de Yucatán y no en otra de la misma familia lingüística. Pero la crítica más implacable que se hizo al trabajo del grupo de Novosibirsk provino de su colega sovié­tico Knorozov, quien consideró que el uso de computadoras electrónicas para esta clase de investigación era válido, pero que en este caso los resultados fallaron por indebida apli­cación de los principios en que el trabajo se basaba, por lo que este experimento no re­presentaba ningún avance en el desciframien­to, sino más bien un retroceso, ya que se re­pitieron errores del propio Knorozov pos­teriormente rectificados por él mismo.

 

Desde hace un siglo que se inició el in­tento de descifrar la escritura maya, de vez en cuando se anuncia que por fin alguien, generalmente bienintencionado. ha descu­bierto la "clave" de dicha escritura. La lista de los ilusos o charlatanes ha seguido alar­gándose hasta nuestros días; para citar sólo algunos nombres en lo que va de este siglo, recordaremos al alemán Wolff, al holandés de Gruyter, al mexicano Calderón, al belga Vollemaere. En sus trabajos, es la fantasía la que sirve de apoyo a la teoría y, desde un punto de vista científico, los resultados son absolutamente nulos.

 

Varios investigadores desde hace unos 15 años intentan descifrar las inscripciones mayas buscando su contenido histórico. Tra­tamos este aspecto aparte y sólo mencionare­mos aquí sus nombres: Heinrich Berlin, ya citado; Tatiana Proskouriakoff, norteameri­cana de origen ruso; David Kelley, norteamericano, y el autor del presente trabajo.

 

En resumen, podemos decir que hasta este momento se han descifrado todos los jeroglíficos relativos al calendario en sus di­ferentes aspectos; ciertos afijos que comple­tan o modifican la significación del glifo prin­cipal al que están asociados; signos referen­tes al agua; los glifos de diferentes deidades; cláusulas que contienen pronósticos, tales como sequía, vientos, tempestades, abundan­cia, enfermedades, muertes numerosas, etc.; los puntos cardinales y colores correspondien­tes; algunos probables glifos verbales ligados a representaciones pictográficas de acción; jeroglíficos relacionados con la vida, acceso al trono, otorgamiento de cargos o títulos, linajes de gobernantes, captura de prisioneros y otros eventos de la historia de personajes importantes.

 

Siendo la escritura maya una escritura jeroglífica, con signos ideográficos y fonéti­cos, no existe una verdadera clave para des­cifraría. Desde distintos ángulos, con diferen­tes métodos, se llegará lenta y progresiva­mente a su descifre cabal.

 

¿Filosofía del tiempo o ciencia histórica?

 

Hasta  hace  poco tiempo uno de los dogmas de la investigación mayista era que las ins­cripciones jeroglíficas sólo trataban de asuntos calendáricos, cálculos mate­máticos asociados a techas, datos sobre la posición de la luna y otros cuerpos celestes, deidades y rituales relativos también  a los registros del tiempo. Spinden, Morley y .Tbompson recalcaron terminantemente la ausen­cia de información histórica en las ins­cripciones mayas, negando que existie­ran nombres de ciudades o de persona­jes, glorificación de individuos, relatos de conquistas o de cualquier hecho de la vida de los gobernantes.

 

Afirmación tan rotunda se basaba en que sólo podían descifrarse con seguri­dad los jeroglíficos calendáricos, mate­máticos y astronómicos. Descartándose la posibilidad de que los demás signos pudieran referirse a otros temas, to­mándose la parte por el todo, se de­cidió que los mayas carecían de verda­dera preocupación histórica y que sólo el paso del tiempo les obsesionaba, lle­gándose a atribuirles la elaboración de una “filosofía del tiempo”.

 

El tabú quedó roto cuando Heinrich Berlin presentó una serie de glifos de algunas de las principales ciudades mayas como probables símbolos de las mismas, "emblemas", como los deno­minó en la imposibilidad de precisar si se trataba del nombre del sitio o de una dinastía o deidad tutelar relativa al mismo. El propio autor, poco tiempo después, demostraba la asociación en­tre los individuos y los jeroglíficos esculpidos en los costados del sarcófago hallado en la pirámide del Templo de las Inscripciones de Palenque, y lle­gaba a la conclusión de que aquéllos debían de ser unos personajes históricos.

 

Hacia la misma época, Tatiana Pros­kouriakoff dio a conocer el resultado de sus investigaciones sobre los monu­mentos de Piedras Negras y años después sobre los de Yaxchilán. Analizando jeroglíficos y representaciones de per­sonajes en estelas y dinteles, reveló que en estos monumentos se habían registrado acontecimientos reales de la vida y hazañas de los principales diri­gentes, fechas de nacimiento y acceso al trono, probables alianzas, luchas, victorias, muerte, referencias a ante­pasados y mujeres asociadas a su exis­tencia; en fin, la historia de las dinas­tías reinantes en los dos sitios men­cionados. Sin que podamos saber con exactitud sus nombres, los personajes identificados por sus jeroglíficos como "Escudo-Jaguar", "Pájaro-Jaguar", "Cráneo Enjoyado", "Ahau", “Cruz de Kan”, “Muerte”, fueron sin duda actores en la historia de las ciudades de la región del Usumacinta durante el siglo VIII de nuestra era.

 

David Kelley, por su lado, analizando las inscripciones de Quiriguá, propuso los nombres de varios gobernantes, algunos ligados con la ciudad de Co­pán, de la que Quiriguá parece haber sido vasalla.

 

El autor del presente trabajo también ha intentado interpretar el contenido histórico de algunas inscripciones, con­cretamente de las que rodean la lápida sepulcral que cubre el sarcófago de Pa­lenque.  Es así como consideramos haber identificado el nombre calendá­rico del personaje enterrado, la fecha de su nacimiento, acceso al trono y muerte; además, las fechas en que recibió distinciones o títulos honorífi­cos, la existencia de mujeres ligadas a su vida y de probables antepasados. Resulta  bastante incomprensible que se haya negado tan enfáticamente el contenido histórico de las inscripciones mayas,  cuando vemos que al aprender a escribir su lengua en letras del alfabeto español, a raíz de la con­quista, mayas de Yucatán y de Guate­mala relataron, con muchos detalles a veces, lo que sabían de la historia de sus pueblos y que seguramente habían estado registrando en libros y monu­mentos desde hacía siglos. Esta preocupación por conservar por escrito los hechos de su pasado la encontramos además en otros pueblos de Mesoamé­rica, mixtecas y aztecas en particular.

 

El innegable afán de los mayas por registrar el paso del tiempo en una forma tan completa y perfecta que un día determinado quedaba situado en el tiempo de una manera increíblemente precisa, no era producto de una actitud filosófica respecto al tiempo en sí, al tiempo como abstracción metafísica. Su propósito era más pragmático: fijar los hechos humanos, los acontecimien­tos históricos dentro de un marco cronológico perfecto. Con la concepción cíclica que tenían de la historia, cuyo curso sería recurrente como el de los astros y de todos los fenómenos na­turales, resultaba de una máxima im­portancia ligar historia y tiempo. Los sacerdotes poseían en esta forma la clave del destino de su pueblo, y conociendo lo que el paso del tiempo podía traerle, siempre les era factible tratar de oponer al fatalismo histórico los recursos de su religión, obtener de los dioses ayuda para evitar lo peor, intentar de impedir lo que parecía inevitable.

 

La religión.

 

Cuando se inició el período clásico, los mayas contaban con una religión bien cimen­tada, desarrollada a través de los siglos a par­tir de conceptos y prácticas mágicos que de­ben de haber caracterizado gran parte del preclásico. Su importancia abarcaba todos los aspectos de la vida individual y colectiva. Diferentes niveles pueden reconocerse en sus conceptos, expresados por medio de numerosas deidades.

 

Deidades.

 

Siendo el pueblo maya básicamente agri­cultor, a un nivel elemental, popular, se ha­llaban los dioses que representaban los ele­mentos esenciales de su vida, principalmente las fuerzas de la naturaleza y sus productos más vitales. Entre las deidades al alcance de la gran masa de la población citaremos las más importantes, cuyos nombres se igno­ran, salvo algunos: la tierra, el sol (Kimch Ahau o Kinich-Kakmoo), la luna y el agua (Ixchel), la lluvia (Chaac), el viento (Kukul­can, en el período posclásico), la vegetación y en particular el maíz (Yum Kax), el cielo (Itzamná), el cacao (Ek Chuah), la muerte (Ah Puch o Yum Cimil).

 

La mayor parte, si no todos los oficios, tenían dioses particulares: agricultores, ca­zadores, pescadores, guerreros, mercaderes, curanderos, etc., con variados nombres que se citan en los libros de Chilam Balam.

 

A un nivel más alto, y sólo comprensi­ble por el sacerdocio, se encontraban deida­des correspondientes a conceptos abstractos, tales como los numerales, los días, meses y demás períodos calendáricos. Por encima de todos los dioses, más bien como concepto metafísico, estaba Hunab-Ku, que no tenía representación y al que no se le rendía culto.

 

Muchas de las concepciones de la religión maya no son exclusivas de ella, sino que for­man parte de ideas y creencias generaliza­das en Mesoamérica. Es así como ciertas deidades son buenas, otras malas, y algunas tienen doble aspecto, uno favorable al hombre y el otro dañino, como de hecho ocurre en la naturaleza: la lluvia, benéfica en su tiempo y en cantidades normales, pero peligrosa si cae fuera de época o en un volumen excesivo; el sol, indispensable para la vida, pero res­ponsable de sequías si otros factores no atem­peran su acción. Lo mismo puede decirse del viento y de la luna (según las creencias po­pulares).

 

Otro concepto difundido en Mesoamérica es el de cuadruplicidad, que asocia distintos elementos a los puntos cardinales, entre ellos algunos colores. Para los mayas, el rojo estaba asociado al este, el negro al oeste, el blanco al norte y el amarillo al sur. Cuatro deidades, o más bien cuatro representaciones de una misma deidad, diferenciadas entre sí sólo por el color, reinaban en los puntos cardinales: eran los Bacabes, que, sobre la tierra, sostenían la bóveda del cielo; los Chaac, en el cielo, eran los proveedores de lluvia; los Pauahtu­nes, debajo de la tierra, tenían a su cargo en­viar los vientos.

 

Los mayas se imaginaban la tierra cua­drada, sostenida sobre el agua por un gigan­tesco animal, especie de pez o lagarto. El cielo se componía de 13 capas superpuestas, en que remaban los 13 dioses, Oxlahuntikú, con una gran ceiba en el centro por cuyas ramas se podía ascender. El mundo subterráneo, a su vez, comprendía 9 pisos, en los que mo­raban los 9 dioses, los Bolontikú; allí estaba el Mitnal, adonde iban los muertos.

 

Cosmogonía.

 

Sus creencias sobre la creación de la tie­rra y de los seres que la habitan varían algo de un grupo a otro, pero se asemejan en lo fundamental, particularmente respecto de la existencia de varias humanidades sucesivas. El Popol Vuh de los quichés puede tomarse como el compendio más completo y detallado que poseemos sobre el tema. En términos poéticos, el Popol Vuh describe la inmensidad del cielo

 

"inmóvil, callado y vacío"

 

que prece­de a la creación,

 

“cuando aun no se mani­festaba la faz de la tierra".

 

Luego, la decisión de los dioses y el nacimiento de la tierra, de las montañas, los valles y los ríos; la apa­rición de los animales y su distribución en bosques, barrancos, maleza y hierbas. Pero los animales

 

"sólo chillaban, cacareaban y graznaban... cada uno gritaba de manera diferente"

 

y no mencionaba el nombre de sus creadores. Vengativos, los dioses decidieron que el destino de los animales sería que sus carnes fueran trituradas y que serian matados y comidos. Formaron entonces al hombre, empleando lodo, pero

 

"se deshacía, estaba blando, no tenía movimiento, no tenía fuerza, se caía, estaba aguado, no movía la cabeza, la cara se le iba para un lado, tenía velada la vista... no pudo sostenerse".

 

Y los dioses, insatisfechos, destruyeron su obra. Nueva consulta entre los creadores y nuevo intento de creación de un hombre

 

"que nos sostenga y alimente, nos invoque y se acuerde de no­sotros",

 

dicen ellos.

 

"Y al instante fueron hechos los muñecos labrados en madera. Se parecían al hombre, hablaban como el hombre y poblaron la superficie de la tierra. Existieron y se multiplicaron... pero no tenían alma, ni entendimiento, no se acordaban de su Creador, de su Formador."

 

Mediante un gran diluvio, la humanidad de madera quedó aniquilada y dioses enemigos del hom­bre les vaciaron los ojos, les cortaron la ca­beza, les devoraron las carnes, les quebraron y molieron los huesos. También se levantaron contra ellos, y contribuyeron a su destrucción, los animales, los palos, las piedras y sus propios útiles domésticos. Algunos lograron salvarse, las caras destruidas, y sus descen­dientes son los monos, lo que explica su parecido con el hombre.

 

Más tarde, los dioses reunidos

 

"descu­brieron lo que debía entrar en la carne del hombre":

 

el maíz. Y el maíz

 

"fue su sangre... de maíz amarillo y de maíz blanco se hizo su carne; de masa de maíz se hicieron los brazos y las piernas del hombre".

 

Esta humanidad sí reconoció a sus creadores y les agradeció haberle dado la vida; pero era demasiado per­fecta a juicio de los dioses. Y temiendo que estos hombres se creyeran también dioses o fueran sus iguales, refrenaron sus deseos; el dios del cielo

 

"les echó un vaho sobre los ojos, los cuales se empañaron... se velaron y sólo pudieron ver lo que estaba cerca".

 

Y con la formación de una criatura imperfecta, pero apta para venerarlos y sostenerlos, los dioses quedaron por fin satisfechos.

 

Es frecuente encontrar en la mitología de los pueblos mesoamericanos el relato de la creación del sol y la luna mediante el sacrifi­cio de dos deidades que se arrojan a una ho­guera. Tenemos como ejemplo el mito de la creación del quinto sol de los aztecas después de la destrucción sucesiva de otros cua­tro soles y de las humanidades que poblaban la tierra en cada sol y que se habría efectuado en Teotihuacán-. Según el Popol Vuh, del sa­crificio de dos héroes mitológicos, Hunahpú e Ixbalanqué, que se arrojaron al fuego, nacie­ron respectivamente el sol y la luna.

 

Ritual.

 

En los centros ceremoniales, los ritos re­ligiosos se celebraban en las grandes plazas y explanadas, en los patios, frente a adorato­rios y altares al pie de representaciones de los dioses, pero es probable que los templos fuesen reservados a ritos esotéricos en que sólo participarían los sacerdotes, lo que expli­caría en parte el reducido espacio interior que ofrecen.

 

Los ritos religiosos se llevaban a cabo en ciertas fechas determinadas, principalmente al final de cada período calendárico. Con fre­cuencia estaban precedidos por ayunos y abstinencias. Comprendían oraciones, ofren­das de frutas, legumbres, comidas preparadas, animales vivos o sacrificados durante la cere­monia. Eran usuales los autosacrificios, me­diante los cuales uno mismo se sacaba un poco de sangre de alguna parte del cuerpo: mejilla, oreja, labio, lengua, sexo. En varios dinteles de Yaxchilán, una mujer pasa por una perforación en la lengua una cuerda que de trecho en trecho lleva una gruesa espina. Landa refiere con horror el autosacrificio co­lectivo de sacerdotes, quienes por un agu­jero que se hicieron en el pene pasan una misma cuerda, quedando todos atados para realizar una danza ritual. El sacrificio humano también se practicaba, por flechamiento, de­capitación, inmersión o arrancamiento del corazón.

 

Quemar incienso, sobre todo copal obte­nido de la resina de un árbol, era indispensa­ble en las ceremonias religiosas, las cuales so­lían estar acompañadas de música y danzas.

 

Sacerdocio.

 

Como dijimos al hablar de la organización social, los sacerdotes procedían de la nobleza. Sin embargo, según algunos cronistas, sus poderes podían superar a los de los más altos jefes. Cogolludo, por ejemplo, afirma que "los sacerdotes eran tenidos por señores, cabezas y superiores a todos y eran los que castigaban diente del shaman de tiempos remotos, su­puestamente dotado de poderes sobrenatura­les y que puede provocar daños y curar enfer­medades.

 

Control individual.

 

En varias ocasiones hemos hecho alusio­nes al poder ejercido por los sacerdotes sobre la masa de la población maya. El pueblo era sin duda profundamente religioso, como sue­len ser todos los pueblos primitivos o los que aún no alcanzan un alto nivel de conocimien­tos científicos, o que prefieren apoyarse sobre la fe antes que sobre la razón para explicarse los fenómenos de la naturaleza y del cosmos. Tanto en el período clásico temprano como en el clásico reciente, es decir, bajo un go­bierno teocrático o civil, el control de la po­blación por la minoría dirigente debió de ser absoluto, individual y colectivamente.

 

Desde su nacimiento, el individuo queda­ba integrado en un complejo sistema de creen­cias, supersticiones y prácticas mágico-reli­giosas. El sacerdote, a quien los padres lleva­ban el recién nacido, basándose en el tzolkín, calendario ritual, le daba su primer nombre, el del día en que había nacido; y revelaba el destino que le esperaba, no sólo anticipan­do lo que sería su carácter, bueno o malo, generoso o avaro, valiente o intrigante, sabio o lascivo, inteligente o tonto, noble o hipócri­ta, sino que le predecía -o decidía- su futura ocupación: cazador, tejedor, carpintero, cu­randero, traficante, artesano, simple plebeyo y aun ladrón. Establecía el sacerdote cuáles serían las deidades favorables o desfavorables a la criatura, los días en que podía empren­der algo porque eran propicios y los días en que debía actuar con prudencia por traerle peligros.

 

Todos los actos de la vida cotidiana lle­vaban el sello religioso, asociados a ceremo­nias rituales. Algunas de éstas todavía se ce­lebran como las que relatan los cronistas, y es probable que su antigüedad se remonte a los tiempos clásicos cuando menos. Entre ellas recordamos las que siguen. La del hetzmek ocurre cuando por primera vez el niño es car­gado a horcajadas sobre la cadera, posición que corresponde precisamente a la palabra maya con que se designa la ceremonia. El sentido del acto es presentar al niño los obje­tos que utilizará para sus labores cuando llegue el momento: hacha, palo para sembrar, arma, si es varón; agujas, alfileres, hilo, comal, cala­baza, si es hembra. Cuando los niños llegan a los cuatro años, se les colocaba a los varones una pequeña cuenta de piedra blanca en la coronilla, y a las niñas una concha roja col­gante sobre el sexo, símbolo de virginidad. La ceremonia se llamaba caputzihil, nacer de nuevo. Llegando a la pubertad, un rito tenía lugar, el emku, la bajada del dios, en el que se quitaba a los jóvenes la piedrecita o la concha, se les mojaba la frente, la cara y en­tre los dedos de las manos y los pies. El papel del agua en la ceremonia indujo a los frailes a pensar que se trataba de un bau­tismo semejante al católico; en realidad, era un rito de pubertad, y desde este momento las muchachas eran consideradas casaderas y los muchachos comenzaban a llevar el nombre de su padre en vez de su nombre calendárico recibido al nacer. El matrimonio daba, por supuesto, lugar a ceremonias, así como la muerte. Aparte tratamos las costum­bres funerarias.

 

Control colectivo.

 

El control colectivo lo ejercía el sacerdo­cio en su carácter de director de todas las obras comunes: labores agrícolas, cuyas fechas calculaban los sacerdotes basándose en sus conocimientos astronómicos y calen­dáricos, obras hidráulicas en ciertas regiones (terrazas de cultivo, canales), caminos y prin­cipalmente las construcciones dedicadas al culto religioso y a residencias de la clase di­rigente. Además, pudiendo predecir conjun­ciones de astros y más particularmente eclip­ses, que se suponía ser tremendos cataclis­mos en los que una bestia celeste mordía o aun se comía parte del sol, los sacerdotes tenían en sus manos una arma tremenda para atemorizar la población, culparía de tales ca­tástrofes, obtener mayor sumisión y tributos. En el carácter que se atribuyeron de interme­diarios entre los hombres y los dioses, los sacerdotes ejercían un dominio ilimitado, exigiendo el máximo de bienes y de trabajo, con el fin de conseguir a cambio, para los fieles, la benevolencia de quienes, se suponía, dependían el bienestar, la salud y la vida misma. La reunión en unas mismas manos del poder civil y religioso aseguraba un rí­gido control sobre toda la población en lo económico, lo político y lo social.

 

Sacrificios humanos.

 

Sacrificar seres humanos para pedir la protección y los favores de fuerzas naturales, deificadas o no, fue una práctica que se remonta a decenas de millares de años en el Viejo Mundo y que tuvo amplia dispersión. Pocas son las religiones que, cuando menos en una fase inicial, no dieron lugar a sacrificios humanos. Negarlos para los pueblos mesoamericanos resulta una actitud sentimental en contradicción con la información histórica y los datos arqueológicos.

 

Las crónicas del siglo XVI describen sacrificios humanos, de los que algunos autores fueron testigos oculares, en los momentos de la conquista. Se pone en duda o aun se niega la veracidad de estos testimonios, alegando la parcia­lidad de los cronistas, motivada por su interés en exagerar los aspectos nega­tivos de la cultura indígena a fin de justificar la conquista.

 

Pero los testimonios no son sólo post-hispánicos. Conocemos muchas repre­sentaciones de sacrificios humanos en monumentos y objetos que correspon­den a los tiempos anteriores a la llegada de los españoles, en relieves de piedra y estuco, en pinturas murales, en cerámica, en códices pintados. Estas representaciones muestran hasta en detalles la exactitud de las descripcio­nes de los cronistas, confiriéndoles por lo tanto plena veracidad.

 

Además, son innumerables los casos en que la exploración arqueológica ha confirmado la existencia de sacrificios humanos entre los pueblos de Mesoamérica. Para limitarnos al área maya, recordaremos que se han encontrado con cierta frecuencia cabezas de deca­pitados, a veces colocadas en vasijas de barro y depositadas como ofrendas debajo del piso de los templos, quizás en el momento de terminar o inaugurar el edificio. En otros casos, es el cuerpo de un decapitado -hombre o mujer- el que fue inhumado dentro de una construcción  ceremonial.  Recordaremos también la presencia de restos humanos, esqueletos casi siempre de jóvenes de ambos sexos, en sepulturas. Cuando esto acontece, es evidente la condi­ción inferior de las víctimas en relación con el personaje en cuyo honor fueron sacrificados, para atenderlo como sir­vientes o proporcionarle compañía femenina: el personaje está en el centro de la tumba y los acompañantes alrededor de él o en umbral: mientras que aquél se encuentra rodeado de objetos generalmente valiosos, los sacri­ficados carecen de toda ofrenda.

 

Otro caso en que la arqueología ha comprobado la información histórica es el del Cenote Sagrado de Chichén Itzá. Landa informó que en las profun­das aguas del pozo natural, en tiempos difíciles, casi siempre debidos a caren­cia de lluvia suficiente, eran arrojadas al cenote vírgenes para que intercedieran cerca de Chaac, deidad de la lluvia. Lo único en que falló la crónica fue en que las víctimas eran principalmente niños víctimas preferidas por los dioses de la lluvia, llámense Chaac o Tláloc, ya que sabemos de sacrificios colectivos en honor de este último entre los propios aztecas.

 

Por más que parezca paradójico, consideramos que los sacrificios huma­nos no deben ser juzgados como actos de crueldad. Como corolarios de un dogma religioso, era preciso hacerlos, por humanidad, para que la muerte de algunos asegurara la conservación de la vida de toda la comunidad.

 

Síntesis histórico-cultural. Cristalización de la cultura maya.

 

Según Morley, la civilización maya había nacido por generación espontánea, sin deber nada a ninguna otra cultura, en el Petén de Guatemala, y allí se habría desarrollado, como en un laboratorio hermético, sin influencias extrañas, por su propio impulso, durante largos siglos. Las manifestaciones culturales atribuibles a la civilización maya en las re­giones adyacentes al Petén serían, según él, derivaciones posteriores.

 

Es obvio que esta posición, a más de 30 años de la publicación de la obra de Mor­ley (1946), es insostenible. En realidad, ya era discutible entonces, pero su autor, lleva­do por su admiración hacia los mayas, recha­zaba terminantemente toda hipótesis tendien­te a restarles méritos. Conocemos ahora, de las tierras altas y del litoral del Pacífico en Guatemala, numerosas estelas que represen­tan personajes de vistosos atuendos semejan­tes a los de los monumentos mayas, pero an­teriores a éstos en el tiempo; la asociación de la estela y del altar, otro elemento típico de la cultura maya, aparece en la costa del golfo de México y en el litoral del Pacífico muchos siglos antes de ser usual en el Petén; inscripciones en que se registran fechas con una numeración de base vigesimal, en que el valor de los signos cambia según su posición, se conocen en la región "olmeca" y en Monte Albán (Oaxaca) para una época que se sitúa unos 8 ó 9 siglos antes de las primeras inscripciones seguramente mayas; estas inscrip­ciones revelan que desde tal antigüedad se utilizaba el calendario ritual de 260 días, el calendario de 365 días basado sobre el ciclo solar y el sistema de cuenta larga hasta el período de cerca de 400 años llamado Baktún; se ha podido calcular que las fechas regis­tradas en el golfo de México (Tres Zapotes) y la costa del Pacífico (El Baúl) se cuentan a partir de la misma fecha que marca el inicio del calendario maya; una escritura jeroglífica incipiente, aunque no comparable en desarro­llo y complejidad a la maya, existía desde en­tonces.

 

Con tales antecedentes, que corresponden principalmente a los períodos preclásico su­perior y protoclásico, pero cuyos inicios son aún más antiguos (preclásico medio), decir que la civilización maya no debe nada a nin­guna otra y que en el Petén se inventaron la escritura jeroglífica, la numeración vigesimal, el valor posicional de los numerales, los ca­lendarios de 260 y 365 días, la cuenta larga y la fecha era del calendario maya, además de ser incorrecto, resultaría injusto hacia otras civilizaciones.

 

Lo que realmente debió de ocurrir en el Petén hacia el año 300 fue la cristali­zación de la cultura maya con elementos he­redados de otras culturas "olmeca", "zapo­teca" de Monte Albán 1, "premayas" de la costa del océano Pacífico y el altiplano de Guatemala- y con innovaciones propias (bóveda maya, escritura jeroglífica desarrolla­da, calendario lunar, ciclo de los 9 acompa­ñantes, Series Secundarias y Suplementarias, períodos de la cuenta larga mayores que el Baktún, cerámica policroma, etc.). Tal crista­lización se manifiesta en el nacimiento de una arquitectura monumental, en la que la pirá­mide era ya un elemento conocido, pero en la que las superestructuras (templos) dejaron de ser simples chozas con techos de hojas de palma o de zacate y paredes de palos, para convertirse en edificios de mampostería.

 

Período clásico.

 

El inicio del período clásico fue la culmi­nación del largo proceso de desarrollo econó­mico, político, social y cultural que venía efectuándose desde hacía siglos, desde el principio de la agricultura y de la vida seden­taria. El incremento demográfico y la concen­tración de la población en centros cada vez mayores; la apertura al cultivo de tierras vírgenes; probables nuevas técnicas de culti­vo en algunas regiones (márgenes de ríos, lagos y pantanos); el aumento en número y tamaño de los centros ceremoniales, en parte gracias al uso de la bóveda de mampostería; el perfeccionamiento de los conocimientos científicos que dio al sacerdocio mayor pode­río; la consolidación de la minoría dirigente -señores y sacerdotes-; la brillantez de un arte religioso y civil; la obtención de un fuerte excedente alimenticio para el mantenimien­to de la clase dominante, la jerarquía civil y religiosa, los artesanos que tenían todo su tiempo ocupado, los mercaderes y sus carga­dores, los trabajadores utilizados en la construcción de los centros ceremoniales, en una palabra, de todos los no productores de ali­mentos; la superexplotación a la que proba­blemente fue sometida la población mediante tributos y trabajos para conservar e incluso acelerar el increíble ritmo de construcción de obras religiosas y santuarias, todos estos aspectos serían algunos de los más caracte­rísticos del período clásico en las tierras bajas mayas.

 

Este período se ha dividido en una fase temprana (300 a 600) y otra tardía (600 a 900). La diferencia entre ambas es más bien cuantitativa que cualitativa. No puede afir­marse que hubieran ocurrido cambios fundamentales en los terrenos económicos, políticos y culturales para diferenciarlas. Lo que revela la arqueología respecto del clásico tar­dío es una acelerada actividad constructora, el auge extraordinario alcanzado por la arqui­tectura y las artes asociadas -escultura, mo­delado, pintura-, la gran variedad de formas nuevas y de técnicas decorativas, así como de temas en la cerámica, el carácter más ci­vil que religioso del arte en general, el contenido histórico de las inscripciones que acom­pañan a personajes y escenas carentes de sentido religioso, la reaparición de figurillas de barro que no se fabricaban desde el preclá­sico medio (fase Mamón), cuando correspon­dían a un culto a la fertilidad, mientras que ahora presentan enorme variedad de tipos, deidades, personajes, jugadores de pelota, músicos, artesanos, gente común, seres de­formes, etc.

 

Debe aclararse que este florecimiento de la civilización maya se realizó en forma paralela y más o menos simultánea tanto en el área central como en el área septentrional, por más que es probable que se iniciara en el Petén. En efecto, contrariamente a una teoría largo tiempo sostenida, existían en el norte de Yucatán importantes ciudades contem­poráneas a las más antiguas del Petén. Volve­remos a tocar este punto más adelante y trata­remos ahora de presentar las manifestaciones culturales del período clásico, en su división a la vez geográfica y cronológica, por re­giones estilísticas. La diversidad que presenta el arte maya en épocas contemporáneas apoya la hipótesis de la coexistencia de distintos estados independientes, sin una metrópoli que impusiera a los diversos centros de su imperio no sólo su dominio económico y polí­tico, sino también sus patrones artísticos.

 

Area central. Petén.

 

Los principales sitios conocidos de esta región son: Uaxactún, Tikal, Nakum, Hol­mul, Xultún, Uolantún, La Muralla, Calak­mul, Naranjo, Balakbal y Yaxhá. Algunos de ellos estaban ocupados durante el preclásico y florecieron desde el clásico temprano; otros corresponden exclusivamente al clásico tardío.

 

El centro más importante del Petén es, sin duda, Tikal, con las construcciones más grandes y espectaculares de toda el área maya. Las características de su arquitectura y en general de su arte son bastante representativas del estilo del Petén.

 

Aunque comprendido en las tierras bajas, el Petén no es una llanura; colinas, mesetas, barrancas, sabanas, integran un paisaje algo irregular. Por más que se observa en los cen­tros ceremoniales el propósito de orientar los edificios hacia los puntos cardinales, la topo­grafía frecuentemente es la que determina la distribución de las estructuras y su orien­tación. En Uaxactún, por ejemplo, cada cerro fue utilizado para la construcción de un gru­po de edificios dispuestos en la cima y las laderas. En Tikal, unas barrancas impidieron una planificación global de la ciudad, pero los diferentes grupos separados por ellas queda­ron unidos mediante calzadas. Hondonadas debidamente revestidas de lodo sirvieron de depósitos para el agua de lluvia.

 

En Tikal se encuentran las pirámides y los templos más altos construidos por los mayas. El Templo IV, el mayor, alcanza una altura total de 70 m. Las pirámides es­calonadas son muy empinadas, con escaleras cuya pendiente es más o menos de 700, lo que contribuye a aumentar la impresión de verticalidad. Las enormes cresterías que coro­nan los techos realzan aún más esta impre­sión. Algunos detalles arquitectónicos caracterizan los edificios del Petén: esquinas reme­tidas de las pirámides; perfil de cada cuerpo de la pirámide que comprende un pequeño talud, entrecalle y talud mayor; muros del templo con secciones salientes y entrantes. Pero lo más peculiar es lo reducido del espa­cio interior en los templos, ocasionado por el excesivo espesor de los muros, que a su vez se debe a la necesidad de soportar la tremen­da carga de las enormes cresterías macizas. Hay muros de hasta 7 m de grosor, y los san­tuarios no tienen mucho más de un metro de an­cho. El friso y la crestería recibían la decoración, hecha de estuco modelado y representando mascarones de deidades.

 

Grandes conjuntos de cuartos deben ha­ber sido las residencias de señores y sacer­dotes. Pueden comprender hasta más de 50 celdas, distribuidas en varias crujías an­gostas, con escasa circulación de aire y su­mamente oscuras. En algunos casos se cons­truyeron en dos o tres pisos.

 

Numerosas estelas, casi siempre asocia­das a altares circulares, se encontraron en Tikal. Representan personajes importantes, probablemente gobernantes con poder civil y religioso. El culto a la personalidad debe haberse iniciado desde el preclásico superior o protoclásico en el área meridional y pro­siguió durante todo el clásico en el área cen­tral. La estela maya más antigua es la 29 de Tikal, con fecha de 292, y la más reciente data de fines del siglo Ix (879). Los personajes están representados en actitud estática, en forma realista, detallándose cuidadosamente el atuendo y los atributos. Algunos motivos teotihuacanos aparecen hacia los siglos V o VI (máscara del dios Tláloc y signo del año), y de la misma época datan algunas plataformas que presentan los elementos de talud y table­ro característicos de la arquitectura teoti­huacana.

 

Numerosas esculturas de Tikal muestran evidencias de haber sido mutiladas intencio­nalmente en tiempos prehispánicos.

 

Motagua.

 

Los dos sitios más importantes de esta región son Copán (Honduras) y Quiriguá (Guatemala). Las diferencias con el Petén, tanto en lo arquitectónico como en lo escul­tórico, son notables. Aquí no encontramos las altas pirámides ni los templos coronados por enormes cresterías, y el espacio inte­rior es bastante mayor que en el Petén. Curio­samente, ciertos rasgos recuerdan las cons­trucciones yucatecas: sillares bien tallados en los muros, mascarones del dios de la llu­via semejantes y colocados en las esquinas de los templos. La agrupación y superpo­sición de edificios en el grupo principal de Copán formaron la llamada Acrópolis, con templos y palacios alrededor de dos patios. La escalera de acceso a la Acrópolis, con sus 62 peldaños esculpidos que reúnen cerca de 2.000 jeroglíficos, es una de las más no­tables edificaciones de los mayas y constituye la mayor inscripción en toda el área maya. Debajo del Juego de Pelota se hallaron vesti­gios de otros dos más antiguos, el segundo de los cuales dataría de principios del siglo VI (514), por lo que el primero, probablemente del siglo V, debe de ser uno de los más antiguos edificios especialmente construidos para jugar con la pelota de hule.

 

Más que por su arquitectura, es famosa la región del Motagua por las esculturas que encierran sus centros ceremoniales. En Copán, los escultores realizaron obras maes­tras no limitándose exclusivamente al bajo relieve (lo más usual en el arte maya), sino combinándolo con el alto, sin descartar el bulto redondo, que los mayas en general em­plearon poco. Las estelas de Copán muestran cierta evolución estilística, con una tendencia que va acentuándose hacia el recargo deco­rativo, la minucia en detallar cada uno de los atributos y adornos, hasta casi ocultar los cuerpos de los personajes. Estos están repre­sentados en forma estática y sus caras, inex­presivas, parecen a veces máscaras y no rostros humanos. Sin embargo, es probable que, como en el Petén, sean gobernantes-sacerdotes que hayan existido realmente.

 

Como a otros sitios del área central, llegaron a Copán durante el período clásico tardío diversas influencias teotihuacanas, como son las representaciones de Tláloc en algunas estelas, casi siempre asociadas al gli­fo del año, así como las típicas vasijas cilín­dricas trípodes con decoración grabada o pin­tada al fresco, y los llamados "candeleros".

 

Quiriguá, no muy distante de Copán, parece haber sido una ciudad dependiente de ésta, a juzgar por el estilo de sus esculturas y según la interpretación que se ha dado a ciertos jeroglíficos de sus inscripciones. Las estelas representan también dirigentes, en una actitud estática, que llevan insignias distintas que en Copán (cetro con pequeño dios de la lluvia y escudo con rostro del dios solar, en vez de la barra ceremonial). Salvo la cabeza, que está en alto relieve, sólo bajo relieve se usó en las estelas de Quiriguá. Los altares zoomorfos, algunos esculpidos de modo extraordinario, contribuyen a conferir a Quiriguá un lugar muy importante en el arte maya. Durante más de 60 años, de 746 a 810, en estelas, altares y edificios se registra­ron fechas precisamente cada 5 años, o más exactamente cada 5 tunes (años de 360 días). En las inscripciones se identificaron glifos asociados a Copán y sus gobernantes, por lo que es factible que Quiriguá fuera fundada por un señor de Copán y políticamente estu­viera ligada a este centro como ciudad vasalla.

 

Usumacinta.

 

La región atravesada por el río Usuma­cinta y sus afluentes, aunque muestre algunos rasgos menores importados, presenta aspec­tos peculiares y constituye una provincia es­tilística bien definida. Es probable que es­tuviese dividida en varios estados, y que Piedras Negras, Yaxchilán, Palenque, Toniná y Comalcalco fueran algunas de las más im­portantes ciudades, mientras que Bonampak, Balancán, El Tortuguero, Chinikihá, Chin­kultic, Poco-Uinic, Lacanhá, La Mar, Altar de Sacrificios, Seibal y muchas más serían las ciudades dependientes en los distintos estados.

 

Serranías de reducida altura, lagos y nu­merosos ríos son algunos de los elementos geográficos que, en muchos sitios de esta región, influyeron en la distribución y orien­tación de las construcciones.

 

Ciertos rasgos arquitectónicos parecen provenir del Petén y son visibles principal­mente en Piedras Negras. Tales son las es­quinas remetidas en los cuerpos de las pi­rámides, las secciones salientes y entrantes en los muros de los templos y las gruesas cresterías macizas sobre la parte posterior de aquéllos, con el consecuente espesor exa­gerado de los muros. Sin embargo, una in­fluencia que debe ser palencana se combina en los templos de Piedras Negras con las aportaciones del Petén: el pórtico abierto que precede al santuario y sirve de espacio inter­mediario entre el exterior y el interior.

 

En Yaxchilán, las influencias del Petén han desaparecido casi por completo.

 

Las únicas son quizá las pirámides que no sopor­tan ninguna estructura y que tienen una es­calera a cada lado, como se conocen en Ti­kal, probablemente destinadas a espectáculos ceremoniales con numerosos participantes. En general, los templos de Yaxchilán son pequeños, de una o dos crujías y sobre pla­taformas bajas o al nivel del suelo. Las cres­terías, como en Palenque, son muros calados que descansan en la parte central del techo; cuando el templo es de una sola crujía, la carga de la crestería, aunque limitada, pesa sobre la parte menos resistente de la bóveda (el cierre), por lo que los constructores tu­vieron que añadir contrafuertes, bajo forma de pilares toscos, en el interior del templo.

 

Varias estelas y dinteles de Piedras Ne­gras y Yaxchilán contienen la máscara del dios Tláloc y el signo del año, tales como se representaban en Teotihuacán, influencias que procedieron de dicha ciudad durante el período clásico tardío. En monumentos de otros sitios (Seibal) el tipo físico de los indi­viduos no corresponde al de los mayas; la presencia del jeroglífico "mexicano" Cipactli sugiere el nombre de la familia Cipaque, que reinó en la región chontal. Se trataría en este caso de influencias tardías (principios del siglo x) procedentes de la costa del Golfo Atlántico, habitada por gente de una cultura híbrida maya-mexicana.

 

En Bonampak, a poca distancia de Yax­chilán, la arquitectura es bastante semejante a la de este sitio, con edificios pequeños de uno o tres cuartos en una sola crujía, y cres­terías caladas. Aunque relativamente peque­ño, Bonampak se ha hecho famoso por uno de sus templos, cuyos muros y bóvedas inte­riores están totalmente pintados. Los murales deben referirse a un acontecimiento histórico ocurrido a fines del siglo IX, que tratamos aparte.

 

En la región del Usumacinta, no sólo en Bonampak ha sido registrado el tema históri­co, sino que parece haber preocupado a los señores de las distintas ciudades y los condu­jo a mandar esculpir en estelas y dinteles la historia de sus principales dirigentes. Apare­cen frecuentemente en escenas que sugieren su poderío, sus victorias contra enemigos, acompañadas de inscripciones jeroglíficas que han sido interpretadas como datos sobre su vida y sus hazañas.

 

En los tres centros que hemos menciona­do -Piedras Negras, Yaxchilán, Bonampak- el estilo escultórico es realista y dinámico. Su temática es mucho más civil que religiosa. Las mismas características presentan las pin­turas murales de Bonampak. Las escenas re­lativas al culto religioso son raras, mientras que la autoglorificación de los gobernantes parece haber sido el principal objetivo del arte.

 

No obstante encontrarse dentro de la cuenca del Usumacinta, Palenque se acerca al limite occidental del área maya, pero su re­lativa marginalidad no afecta en absoluto su carácter neta y exclusivamente maya. Su florecimiento, como el de los demás cen­tros de la región del Usumacinta, se sitúa en el periodo clásico tardío (siglos VII a IX>; escasos vestigios cerámicos del preclásico y del clásico temprano fueron descubiertos en este sitio.

 

Palenque, con una arquitectura bien caracterizada y un arte escultórico muy propio irradió su estilo hasta sitios ubicados sobre el río Usumacinta, al este y sudeste, y hasta la frontera occidental maya, más allá del río Grijalva (Comalcalco). Entre sus elementos más característicos recordaremos los siguien­tes: pórtico generalmente de 3 entradas y ex­cepcionalmente de 5, con pilares en la facha­da; santuario construido en el cuarto central, con muros y techo propios, para contener la representación en bajo relieve de la deidad a la que estaba dedicado el templo; celdas laterales a los lados del santuario; crestería formada por dos muros calados, ligeramente inclinados, decorados con mascarones de es­tuco; techo y friso inclinados; arquitrabe for­mando alero muy saliente y provisto de go­terón para facilitar el escurrimiento de la lluvia y evitar que llegara a los relieves de estuco de la fachada y penetrara en el pórtico; aber­turas de distintas formas en el paramento de la bóveda, encima del muro que separa las dos crujías de los templos y palacios, para establecer una corriente de aire entre el pórtico y los cuartos interiores; profusa decoración de estuco modelado en alto y bajo relieve, así como en bulto redondo, en muros, pilares, frisos, cresterías; ausencia de estelas (una sola y no de forma típica se conoce), sustituidas por tableros esculpidos, empotra­dos en los muros interiores.

 

El arte escultórico -en piedra o estuco- es más sobrio que en las restantes ciudades mayas, elegante y refinado, a la vez realista, discretamente dinámico y estilizado. El trazo es libre y seguro. El cuerpo humano, bella­mente tratado, se presenta casi desnudo, desprovisto del recargado atuendo que casi lo oculta en la mayor parte de las estructuras mayas. Los temas son más bien civiles que religiosos, aunque hay representaciones de deidades y escenas religiosas. Numerosas ca­bezas de estuco deben ser retratos de perso­najes importantes que vivieron en Palenque.

 

Gran número de sepulturas se descubrie­ron en el sitio, en montículos al parecer exclu­sivamente funerarios, o adosadas a los cuer­pos de algunas pirámides, o como fosas deba­jo del piso de algunos santuarios, o como cuartos a un nivel inferior, dentro del basa­mento que sostiene al templo. La sepultura que descuella por su monumentalidad, ornamentación, ubicación dentro de la pirámide, comunicación con el templo mediante escale­ra interior, sarcófago macizo de grandes di­mensiones y esculpido en todas sus partes, es la que descubrimos en el Templo de las Ins­cripciones.

 

Probablemente en el siglo Ix, Palenque fue ocupado por grupos de extranjeros, por­tadores de la cultura "totonaca", cuyo centro está en la costa del golfo de México. Nume­rosos objetos típicos de dicha cultura -yugos, hachas votivas- fueron descubiertos sobre los pisos del Palacio y de algunos templos debajo de los escombros de las construcciones. Des­pués, el centro ceremonial quedó destruido y fue ocupado por la gente común, de la que encontramos cerámica doméstica y metates.

 

Las pinturas de Bonampak.

 

El descubrimiento de un templo maya en cuyo interior muros y bóvedas estaban totalmente pintados, causó gran sensa­ción por ser la primera vez que se descubría algo más que fragmentos de murales, por la calidad artística de las pinturas y por la extraordinaria docu­mentación que ofrece el estudio del vestuario, los atributos, armas e instru­mentos musicales, y por la luz que arro­ja el tema tratado sobre aspectos importantes de la sociedad maya y el am­biente que reinaba en la región del Usumacinta hacia finales del siglo VIII.

 

El motivo fundamental de estas pin­turas, magníficamente plasmado en el cuarto central de la estructura, es indu­dablemente un hecho histórico de ca­rácter bélico; una batalla y el juicio de los prisioneros. A raíz del descubri­miento se dijo que se trataba de una guerra entre Bonampak y otra ciudad. Sin embargo, es evidente que el con­flicto no fue entre gente igual, entre señores y guerreros de distintos centros. La vestimenta y el armamento de los que dominan durante la batalla y aparecen en actitud de vencedores en la otra escena contrastan con la desnu­dez y lo inerme de los vencidos. Apreciando esta desigualdad, Thompson descartó la idea de una guerra entre dos ciudades mayas, y sugirió la reali­zación, por los señores de Bonampak, de una incursión en una aldea vecina, con el propósito de obtener prisioneros destinados a ser sacrificados.

 

Más recientemente, otra interpreta­ción fue ofrecida por un sociólogo -además de famoso biólogo- chileno, Alejandro  Lipschutz.  Analizando las referencias que poseemos sobre la so­ciedad maya durante el período clásico, insiste sobre lo que llama "señoria­lismo" en esta sociedad y otras de la antigüedad. Por otra parte, teniendo en cuenta la fecha en que los murales fueron pintados, precisamente hacia el final del período clásico tardío, cuando las manifestaciones culturales comen­zaban a extinguirse en las ciudades mayas, en parte probablemente a causa de sublevaciones campesinas, Lipschutz sugiere que resulta muy factible que lo representado en Bonampak fuese la represión de una de estas primeras sublevaciones, derrotada en este caso, y cuyos responsables fueron implacable­mente ejecutados. La hipótesis nos parece muy interesante. Es difícil pensar que una simple intrusión para conseguir prisioneros diera lugar a una manifesta­ción artística tan destacada y dispendio­sa, cuando sería de práctica común. Más probable sería que, habiendo logrado vencer el levantamiento campesino que amenazara poner fin a su dominación, los señores de Bonampak expresaran su satisfacción en una forma que recordara para siempre el combate y la victoria, así como su agradecimiento a los dioses que los protegieron, mediante la repre­sentación de ceremonias, procesiones y danzas. El tema, además, habría de servir de ejemplo para alertar a los futuros gobernantes de Bonampak y ciuda­des vecinas y estimularles a actuar en forma semejante en caso de hallarse en las mismas circunstancias algún día. El hecho de que los prisioneros hayan sido torturados (¿dedos cortados o uñas arrancadas?) antes de ser ejecutados está en contradicción con el trato que recibían las víctimas destinadas a ser sacrificadas a los dioses. En Bonampak no se trata de la celebración de sacrifi­cios religiosos, sino de un castigo colectivo, de una represalia que los seño­res del sitio decidieron eternizar para evitar la repetición de los actos que lo provocaron.

 

Area septentrional.

 

Como dijimos antes, la civilización maya tuvo un desarrollo paralelo y simultáneo en el área central y en el área septentrional.

 

Aunque poco explorado, el clásico temprano está representado en Yucatán en sitios como Dzibilchaltún, Acanceh, Cobá, Yaxuná, Ox­kintok, según lo atestiguan los monumentos esculpidos y fechados, como un dintel de Ox­kintok (475 d. de e.), las estelas de Ichpaatún (593) y Tulum (564). El Templo de los Siete Muñecos, en Dzibilchaltún, fue fechado por el carbono 14 hacia fines del siglo V, y un edi­ficio de Acanceh con relieves de estuco que sugieren influencias teotihuacanas sería más o menos contemporáneo. Cerámica de la fase "Tzakol" del Petén, diagnóstica del período clásico temprano, fue encontrada en los men­cionados sitios y en otros varios de la penín­sula de Yucatán.

 

Por el contrario, nuestra información ar­queológica sobre el clásico tardío es abundan­te. De la misma manera que el área central presenta una diversidad de estilos en la ar­quitectura y la escultura, el área septentrional puede también dividirse en varias provincias estilísticas, a saber: las de Río Bec, Chenes y Puuc.

 

Río Bec.

 

Se ha dado el nombre de un sitio espe­cífico a una región situada al sur del es­tado de Campeche y del estado de Quinta­na Roo, cerca de la frontera norte de Guatemala. Además de dicho sitio, pertenecen a esta región los siguientes centros: Becan, Chicanná, Xpuhil, Channá, Culucbalom, Pa­yán, Pechal, Kohunlich y muchos más.

 

Las características de la arquitectura de esta región reúnen elementos procedentes del Petén de Guatemala, inmediatamente al sur, y de los Chenes, contiguos al norte. Del Petén pueden proceder los ángulos redondeados de las pirámides, las cresterías colocadas sobre la parte posterior de los templos, los muros interiores hechos de lajas poco trabajadas, las escaleras empinadas. Unas torres macizas que suelen completar los templos en los extre­mos de la fachada y a veces en la parte trase­ra están provistas de escaleras cuya pendiente se acerca tanto a la vertical que resultaría poco menos que imposible el tratar de subir por ellas. Pero, además, de nada serviría, ya que la construcción que corona la torre es un templo simulado, un elemento macizo con fachada, friso, crestería, imitación de puerta, cuyo fin sólo puede ser ornamental. Estas torres recuerdan el aspecto de los más altos y empinados templos de Tikal.

 

Influencia de la región de los Chenes ha de ser la decoración muy recargada de la fa­chada de los templos, en que el estuco com­pleta los motivos realizados con piedra talla­da, y que representa un enorme mascarón del dios de la lluvia, cuya boca abierta, rodea­da de dientes y colmillos, es la entrada al tem­plo. Como ocurre en los Chenes, y también en la región del Puuc, los muros de fachada están construidos con sillares bien tallados; además, el friso es ahora vertical y la fachada arranca de un zócalo adornado por columni­tas, rasgos usuales en el norte de Yucatán. La columna, como soporte o elemento decorativo, de mampostería, monolítica o con tambores macizos, puede proceder del Puuc.

 

Chenes.

 

La región de los Chenes está situada en el ángulo noreste del estado de Cam­peche. Es así llamada porque muchos de los nombres de pueblos terminan con la raíz maya "chen", que significa pozo (Hopelchen, Bolonchen, Dzibalchen, etc.).

 

Los principales sitios arqueológicos que se han señalado en la región son: Hochob, Dzibilnocac, El Tabasqueño, Santa Rosa Xtampak y Dzehkabtún.

 

La posición geográfica de los Chenes, en­tre las regiones de Río Bec y del Puuc, explica la interpenetración de rasgos de ambas. En realidad, actualmente no es posible determi­nar con seguridad la dirección de las influen­cias, ya que el desarrollo cultural en estas regiones parece haber sido más o menos con­temporáneo.

 

La fachada de los templos ofrece una de­coración muy recargada, que generalmente la abarca en su totalidad. Es frecuente que en conjunto represente al mascarón de Chaac, dios de la lluvia, y que la entrada al templo coincida con la boca de la divinidad. Otros elementos secundarios completan la decora­ción, tales como motivos serpentiformes, vo­lutas, chozas, mascarones de Chaac en las esquinas; grecas escalonadas y otros símbo­los geométricos. Cabezas o figuras humanas completas, hechas de estuco, pueden apare­cer como en Hochob, en donde una crestería se compone de varias filas superpuestas de cuerpos humanos. La crestería suele ser rara. Los muros están formados por sillares bien tallados; la columna no se usó, pero sí peque­ños tambores de columnas en el zócalo.

 

Puuc.

 

Se conoce como Puuc la región situada en la parte limítrofe de los estados de Yuca­tán y Campeche. La palabra significa "sie­rra" en maya, y se refiere a una zona de coli­nas que atraviesa parte de la península de oeste a este. Numerosos sitios arqueológicos del período clásico tardío se encuentran en esta región, de los que citaremos como prin­cipales a Uxmal, Kabah, Sayil, Labná, Xlab­pak, Chacmultún, Holactún, Xculoc y Kiuic.

 

Caracterizan la arquitectura del Puuc los siguientes rasgos: construcciones general­mente de poca altura, en que predominan las líneas horizontales; muros en que las piedras, muy bien talladas y ensambladas, forman un enchapado; bóvedas de piedras bi­seladas; muros de fachada generalmente lisos y decoración limitada al friso; entabla­mento vertical; arquitrabe y cornisa de 3 ele­mentos -listel entre 2 molduras achaflanadas convergentes-; crestería de muro dividido en secciones verticales o formando grecas esca­lonadas, en una fase más antigua; desapari­ción de la crestería en la fase de apogeo; zóca­lo liso o con secciones lisas alternando con tres o cuatro tambores de columnas; uso fre­cuente de columnas monolíticas, de varios tambores superpuestos o de mampostería, para dividir las entradas; uso abundante de la columna como elemento decorativo en zó­calo, arquitrabe, friso, cornisa y a veces en el muro de fachada.

 

La decoración del friso forma un mosai­co de piedras y los motivos principales son: mascarones del dios de la lluvia en las esqui­nas y sobre las puertas, grecas sencillas y es­calonadas, celosía, fajas quebradas y denta­das, rombos dentados, chozas coronadas por el mascarón de Chaac, serpientes más o me­nos estilizadas. Todos estos motivos tienden a la forma geométrica rectilínea. Escasea en la decoración la representación humana, tan­to en los edificios como en esculturas aisla­das, que también son escasas. El arte es, por lo tanto, mucho más religioso que civil, en oposición al del área central. La omnipresen­cia del dios Chaac en los monumentos refle­ja la obsesión de la población por obtener suficiente lluvia, en una región en que el régimen pluvial es reducido y en que faltan las aguas superficiales.

 

Es probable que el florecimiento del Puuc comprenda varias fases. En una primera, identificable en Edzná -sitio al sur de la re­gión-, la arquitectura presenta ya los elemen­tos propios del estilo, pero sin la decoración característica; parcialmente contemporánea, pero prolongándose más tiempo, sería otra fase correspondiente a Sayil, Labná, Kabah y varios edificios de Uxmal (Templo del Ce­menterio, Casa de la Vieja, Templos 1 y II del Adivino, Casa de las Palomas), en que subsiste la crestería y aún no llega la decora­ción a su máximo desarrollo y perfección; finalmente, el apogeo del estilo en los principa­les edificios de Uxmal.

 

Al terminar la fase que acabamos de citar, comenzaron a llegar a Uxmal influencias tol­tecas, probablemente llevadas por los xius, las cuales se manifiestan en la adición de serpien­tes emplumadas y entrelazadas en el Juego de Pelota y el Edificio Oeste del Cuadrán­gulo de las Monjas. Varios siglos antes ha­bían llegado asimismo al centro maya de Uxmal algunos motivos decorativos teotihuacanos, como el mascarón del dios Tláloc y el signo del año.

 

Aunque fuera de la región del Puuc, Chi­chén-Itzá ofrece, en un primer período de ocupación, un estilo muy semejante al que acabamos de referimos. Edificios como Las Monjas, la Iglesia, el Akbdzib, la Casa Colorada, el Templo de los Tres Dinteles y algu­nos más son buenos ejemplos de dicho esti­lo, el cual, por otra parte, se extendió a otros numerosos sitios, al norte de la península, como Mayapán y Dzibilchaltún. Hacia el fi­nal del siglo x, comenzaron a llegar a Chichén-­Itzá influencias que en los siguientes siglos iban a alterar de una manera eminentemente profunda la cultura en el norte de Yucatán, transformándola en una cultura híbrida, maya­tolteca.

 

Final del período clásico.

 

El período clásico no llegó a su fin de la misma manera en todas las tierras bajas, a saber, en el área central, por un lado, y en el área septentrional, por otro.

 

Mencionamos ya la llegada al norte de Yucatán, desde fines del siglo X, de influen­cias extrañas. En Uxmal, edificios clásicos como eran el Juego de Pelota y el Cuadrángu­10 de las Monjas fueron alterados en su de­coración: la representación de la deidad tol­teca Quetzalcóatl, que en maya fue llamado Kukulcán, quedó integrada a la decoración bajo forma de serpientes emplumadas. En Kabah, guerreros no mayas, equipados en forma muy semejante a los guerreros tolte­cas que más tarde fueron esculpidos en pilares de Chichén-Itzá, adornaron jambas de puertas en la fachada posterior del llamado "Codz Poop".

 

En Chichén-Itzá, la edificación del Obser­vatorio, estructura redonda como no se co­nocía ninguna hasta entonces en el área de los mayas, anunciaba la penetración de nuevos conceptos.

 

Poco tiempo después, la ciudad sería probablemente la cabecera del gobierno tolte­ca en Yucatán. La cultura clásica maya había llegado a su término.

 

En el área central ocurrió algo distinto. En el curso del siglo IX fueron cesando las actividades culturales en forma progresiva, hasta abarcar toda el área. Ya no se registra­ron fechas en estelas y monumentos, ya no se construyeron pirámides, templos ni palacios; todas las manifestaciones de una elevada vida cultural se acabaron. Variadas hipótesis se han propuesto para explicar este fenóme­no. Es probable que no fuera provocado por una sola causa, sino por un conjunto de cau­sas, internas y externas. Aparte presenta­mos nuestro punto de vista, pero es obvio que en el área central, aproximadamente para el año 900, el período clásico había dra­máticamente finalizado, sin la alternativa de que, en esta parte del área maya, la brillante cultura que allí se desarrolló pudiera sobre­vivir, aunque fuera en forma alterada como en Yucatán.

 

Viejo y Nuevo Imperios.

 

Podría juzgarse innecesario, en el nivel actual de la investigación ma­yista, referirse a una teoría ya obsoleta desde hace 30 años. Sin embargo, el esquema ideado por Morley para expli­car el desarrollo histórico de la cultura maya aparece todavía en muchos ma­nuales y obras de divulgación, y lo que revela su persistencia es que en forma implícita -aunque omitiendo los térmi­nos de Viejo y Nuevo Imperios- influye aún y falsea la concepción de algunos investigadores cuando enfocan la his­toria de los mayas.

 

Para Morley, la civilización maya había surgido en el Petén, sin influen­cias extrañas, y constituyó durante seis siglos lo que él llamó "Viejo Impe­rio", con una limitación geográfica de­finida; el Petén y regiones circundantes al oeste (Usumacinta) y al sur (Mota­gua). En su pensamiento original, tal como lo expresó en su Guía de Quiriguá (1935): “La mitad norte de la península de Yucatán no parece haber sido, en los tiempos del Viejo Imperio, más que una región circunvecina esca­samente poblada y sin cultura maya”. Posteriormente aceptó que la cultura maya fue infiltrándose en Yucatán, pero que esta "colonización" no pasó de ser una expresión provincial del Viejo Imperio, un débil reflejo de la brillante cultura que florecía en el sur durante el “Viejo Imperio”. Siempre según Morley, las ciudades sureñas quedaron aban­donadas en el curso del siglo X por agotamiento del suelo, y los mayas emigraron hacia el norte, en donde, como consecuencia de contactos con invasores procedentes del centro de México, crearon una cultura híbrida, un "Renacimiento Maya" al que llamó “Nuevo Imperio”, trasladando a la historia maya el esquema de Egipto.

 

Años antes de que las exploraciones realizadas en Dzibilchaltún revelaran la existencia de una cultura avanzada en el norte de Yucatán desde la época que Morley denominó "Viejo Imperio", se sabía de la existencia de edificios antiguos  en Cobá,  Izamal, Yaxuná, Acanceh; de inscripciones con fechas que caen dentro del marco cronológico del "Viejo Imperio" en Oxkintok, Ich­paatún, Tulum, Cobá, Jaina, Edzná; de cerámica hallada en numerosos sitios y que corresponden no sólo a dicho período, sino al que Morley llamó "premaya" y que precedió, en el Petén, a su “Viejo Imperio”. Morley, sin em­bargo, restaba importancia u omitía estos datos que contradecían su teoría.

 

El punto más débil de ésta es su con­cepción del "Nuevo Imperio". Aparte de que sabemos que no existió, como tampoco el abandono de las ciudades más al sur ni la migración de los pue­blos hacia el norte, una grave contradicción implicaba su esquema. Cuando se refiere a Chichén Itzá, reconoce que su arquitectura muestra dos estilos distintos: el primero es maya puro y co­rresponde a los siglos VI a X, mientras que el segundo es "maya-mexicano" y puede fecharse del siglo XI al XIV. En esto, todos estamos de acuerdo, pero Morley omite describir y hasta men­cionar los edificios de estilo maya puro, anteriores a las invasiones tol­tecas, tales como las Monjas, La Iglesia, el Akabdzib, la Casa Colorada, el Templo de los Tres Dinteles. U razón de su omisión parece obvia el estilo de estas construcciones es el mismo que el de los monumentos de Uxmal, Kabah, Sayil, Labná y muchos sitios más del norte de Yucatán, que, según Morley, representan su "Renacimiento Maya", supuestamente debido al con­tacto con la cultura que llama "mexi­cana" y que mas correctamente debe llamarse "tolteca". El mismo estilo no podía ser maya puro en Chichén y en la misma época “maya-mexicano” en la región que se conoce como el Puuc. En el mismo periodo que bautizó "Nuevo Imperio", Morley agrupaba todo lo que los mayas, sin influencias notables de otras culturas, edificaron durante cuatro o cinco siglos (VI a X) lo que realmente se debe a la fusión de las culturas maya y tolteca (siglos XI a XV).

 

Establecer una teoría a priori o con datos insuficientes, y aferrarse a ella aun en contra de nuevos hechos que la contradicen, es perder de vista lo que debe ser la investigación; un proceso en que lo fundamental es com­probar la exactitud de una hipótesis y modificarla o descartarla si las evi­dencias lo exigen.

 

Bibliografía.

 

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13.            El valle de Oaxaca hasta la caída de Monte Albán.

Por: Ignacio Bernal

 

Una historia inteligible y más o menos completa que se inicia con los primeros po­bladores de la región que hoy llamamos es­tado de Oaxaca no es posible sino en una parte mínima de los 94,211 km2 que tiene el estado. Aunque conocemos datos aislados o períodos inconexos en casi toda su super­ficie, sólo en la parte central, el valle de Oa­xaca, las exploraciones han sido lo bastante abundantes y organizadas para permitimos un esbozo de su pasado. Por ello no nos dedicaremos más que a ella en el presente estudio.

 

Pero hay que tener en cuenta que el es­tado en su conjunto contiene gran diversidad de ámbitos naturales y un número consi­derable de grupos humanos que hablaban lenguas distintas. Ello hace de Oaxaca una de las áreas típicamente mesoamericanas. Costas tropicales, áreas cálidas y húmedas como la cuenca superior del Papaloapan, va­lles de clima templado y altas zonas montaño­sas donde sólo eran aprovechables pequeños valles de clima más bien frío, son hábitats donde vivieron numerosos grupos indígenas con características y culturas diferentes. Aún hoy se hablan no menos de catorce idiomas -sin contar los dialectos-, en general ininte­ligibles entre sí. Los conocemos desde el si­glo XVI y la ubicación de cada uno en esa época. Pero es evidente que durante su largo pasado tienen que haber sufrido numerosos cambios que sólo la arqueología podrá indi­car. Además, es seguro que muchos de estos grupos se mezclaban a veces en una historia muy larga y compleja que aún no conocemos. Por ello aquí, como ya se dijo, sólo nos ocupa­remos del área del gran valle central, habitada, cuando menos desde el principio de la era cristiana, por los zapotecos, pueblo que aún la ocupa.

 

Además de ser una área clave, allí tene­mos una historia continua. En contraste con la Mixteca, es el único lugar del estado don­de hay una amplia superficie (8.000 kin2), más o menos plana, y no los reducidos valles que se forman en la zona montañosa.

 

Epoca Monte Albán I.

 

Pasadas las fases que han sido estudia­das en un capitulo anterior, veremos aquí el desarrollo de la cultura del valle a partir de la época llamada Monte Albán I. Este es el sitio más importante, el mejor conocido y, por tanto, el que ha dado su nombre a las diferentes épocas que van desde Monte Al­bán I hasta el siglo XVI.

 

De hecho deberíamos llamar a esta época valle de Oaxaca I, puesto que no esta ni mu­chísimo menos reducida a Monte Albán.

 

Por otro lado, es evidente que entre los años 650, poco más o menos, en que empieza Monte Albán I, y el año 200 a. de C., aproxi­madamente, en que termina esta época, hay un cambio general en la cultura. Se han tra­tado de establecer tres fases, que llamamos generalmente IA, IB y IC. La primera y la última son muy importantes, pero sólo pode­mos notar diferencias en la cerámica y no en la arquitectura o escultura. Resulta dema­siado limitada la distinción para presentar un interés general y hay que esperar más estudios, por lo que las consideraremos como conjunto. Sin embargo, no olvidemos que 450 años es mucho tiempo y que durante ellos ocurren cambios, por lo que algunos de los avances conseguidos más bien aparecen al fin, o sea en la fase IC.

 

La época I corresponde al último apogeo del mundo olmeca y después a su decadencia y su fin. Esto es importante, porque señala la situación cultural o los avances logrados en otra área de Mesoamérica contemporánea de la que estamos estudiando. Hacia 1200 se pre­sentan por primera vez en el valle de Oaxa­ca esas influencias olmecas. Muchos opinan que a partir de Monte Albán I ya desapare­cieron, o sea que el mundo olmeca de la cos­ta del Golfo no influía ya para nada en el va­lle de Oaxaca, pues éste había tomado su pro­pio camino y estaba desarrollando su propia cultura. Francamente, no compartimos esa opinión. Primero, porque no es posible un verdadero adelanto producido en el aislamien­to. La historia de todas las civilizaciones nos demuestra que su florecimiento tiene va­rias causas; una, básica, es la interconexión, el contacto entre diferentes pueblos, poseedo­res de una serie de rasgos comunes, pero que al mismo tiempo presentan diferencias. Las diferencias de unos fertilizan a los otros y producen el avance. Creemos que es lo que ocurrió entonces. Por otro lado, el valle de Oa­xaca durante esta época logra adelantos e ini­cia ciertos aspectos que no existen en el área olmeca. Así, esta interrelación en modo alguno es como la del país más civilizado con el que lo es menos, sino como la de dos pueblos en la misma etapa de desarrollo y con el mismo nivel cultural, pero con su idiosincrasia pro­pia cada uno.

 

No se sabe hasta qué punto la loca­lización de Monte Albán fuera elegida por su extraordinaria belleza. Está situado precisa­mente en el lugar donde se unen los tres valles, a unos 500 m de elevación sobre el ni­vel medio del valle de Oaxaca. Tiene vistas es­pléndidas y da la sensación de un lugar escogi­do, favorecido por los dioses. Aparte su belleza indiscutible, tenía ciertas ventajas desde el punto de vista defensivo. Todo cerro es en cierto modo una fortaleza y se han encontrado restos que indican muros en la parte norte y Oeste, donde el cerro es menos inclinado y, por tanto, por donde podía esperarse un ataque enemigo. A cambio de esas ventajas, el cerro de Monte Albán ofrece problemas tre­mendos. En primer lugar, no hay agua. O se capta el agua de lluvia o se la tiene que subir a la cima. Son condiciones difíciles. Por otro lado, en la ciudad misma no hay pro­piamente agricultura, incluso en las pequeñas terrazas que rodean el cerro, ya que éstas eran habitacionales. Están construidas con piedras para levantar un muro que, rellenado con tie­rra, forma una especie de pasillo más o menos plano que permitió construir una casa en una área por lo general pequeña. Obviamente Monte Albán no podía vivir sino de los pro­ductos del valle. Esto también es la base de algunos de sus éxitos y de algunos de sus problemas, ya que significa la necesidad de un poder suficiente para arrebatar -en una forma u otra- parte de sus cosechas a los campesinos del valle.

 

Se considera que todos los danzantes son iguales, pero hay diferencias indudables entre unos y otros. Veamos primero los parecidos. Todos son figuras masculinas, desnudas, en posiciones más o menos violentas. Las caras son similares en todos: aparece la boca en­treabierta y la nariz gruesa y bastante abulta­da. Los ojos, aunque siempre de la misma forma, varían en un aspecto importantísimo, a veces están abiertos y a veces cerrados. En Mesoamérica, la representación de un indivi­duo con los ojos cerrados es la de un muerto, y con los ojos abiertos, la de un vivo. Posi­blemente haya allí una distinción importante; Un buen número de danzantes, cerca de cuarenta, están acompañados de jeroglíficos. Hay, por otro lado, en la mayor parte de ellos, una especie de adiposidad bastante cu­riosa. En la mayoría de los casos, aunque esto puede ser simplemente una manera estética de representar la forma humana, los brazos y las piernas son particularmente largos, más de lo normal, sobre todo si se tiene en cuenta que en el arte mesoamericano tienden a ser más bien cortos.

 

¿Qué significa esta colección de dan­zantes P Entre los de la época I y otros de la II tenemos más de trescientas figuras. Es el lote numéricamente mayor encontrado de estas épocas antiguas en Mesoamérica. Más de la mitad pertenecen a la época I. Ello de­muestra la importancia que debieron tener.

 

La interpretación popular, el nombre que se les da de "danzantes", no es más que una forma, por cierto bastante antigua, de distin­guirlos. Desde 1806, Guillermo Dupaix, el curioso soldado enviado por Carlos IV a ha­cer un recorrido arqueológico por México, los menciona por primera vez y los ilustra con dibujos por cierto bastante buenos. Seler, Batres, Holmes, etc., los llaman así también. Es evidente que no son danzantes y no parece éste ser su significado.

 

Algunos han dicho que se trata de figuras nadando, lo que podría explicar los que están echados. No ocurre lo mismo con los que están de pie. Hace unos años surgió otra interpretación interesante, pero tampoco acep­table. Sostenía que se trataba de sacerdotes pertenecientes a un culto terrible cuya pri­mera manifestación implicaba la necesidad de la castración. Por eso, aunque están des­nudos, únicamente en dos ocasiones el sexo es visible; en las demás está remplazado por una como flor que posiblemente es más bien sangre que ha tomado esta forma. Se dice que los movimientos violentos son debidos a una especie de danza estática, de ceremonia, de ese grupo sacerdotal. Es posible que haya algo de eso, pero nos parece difícil aceptar la interpretación. Otros autores sugieren que se trata de prisioneros, por lo que están desnu­dos. En efecto, Mesoamérica tiene un arte en general muy púdico, en el sentido en que an­dar desnudo estaba considerado como una vergüenza terrible. La desnudez es precisa­mente la forma de acabar de desmoralizar al cautivo y de demostrar que ya lo perdió todo. Algunos estarían muertos y otros aún vivos; ello explicaría la diferencia entre los ojos abiertos y los cerrados. Se trata, tal vez, no de representar retratos personales, sino je­fes o pueblos vencidos por Monte Albán. En este caso seria como una galería de las victorias de la ciudad.

 

La asociación curiosa de flor y sexo mas­culino es posiblemente una asociación lingüística. En el zapoteco de hoy, por ejemplo en la región de Mitla. la palabra para flor es muy similar a la palabra para sexo mascu­lino. La flor es la parte reproductiva de las plantas y, por tanto, un símbolo de fecundi­dad, al igual que el sexo.

 

Es muy posible que de todas estas expli­caciones ninguna sea correcta, pero que en todas ellas haya un poco de verdad; hasta la fecha no se ha logrado llegar a una interpre­tación convincente.

 

Muchos de estos danzantes están asocia­dos a escritura. Pero no sólo a escritura, aunque en un numero limitado de jeroglífi­cos, sino a un calendario. Tenemos varias estelas de Monte Albán que contienen exclusivamente un texto escrito, sin figuras hu­manas. Difícilmente podríamos encontrar algo más fascinante si pensamos que es la es­critura más vieja del continente americano. Don Alfonso Caso logró una importantísima reconstrucción, no total, pero bastante com­pleta, de los jeroglíficos que corresponden al calendario, es decir, al cómputo del tiempo. Se pueden ya distinguir algunos que repre­sentan días, meses o años. En estos casos, los jeroglíficos van asociados a numerales, lo que demuestra también un conocimiento as­tronómico y matemático. Con todo, aún no tenemos una serie completa, por lo que no po­demos reconstruirlo íntegro.

 

Aunque seguramente hubo varios edifi­cios, acaso muchos, y conocemos pequeños restos de algunos de ellos, el que ha sido la base del estudio arquitectónico y escultórico de la época es el conocido con el nombre de Templo de los Danzantes. Después veremos esa palabra "danzantes" y su significado.

 

Desgraciadamente no podemos ver el edificio como era porque lo que está apa­rente es el resultado de dos grandes super­posiciones. Una se hizo en la época II y en la III se construyó todo el cuerpo superior, arrasando para ello parte de los edificios más antiguos. Así que hoy es un compuesto de tres épocas difícil de separar. El muro de la época I que forma el frente fue mucho más alto originalmente; es un muro vertical, como los que nosotros construimos, a diferencia de lo característico en los templos y edificios públicos mesoamericanos de épocas poste­riores, donde los muros siempre son en talud.

 

Esto constituye una de las característi­cas arquitectónicas más claras de esa época. Grandes muros verticales construidos con piedras también grandes. Todavía no ha aparecido el uso de las piedras pequeñas, que surgirá en la época III.

 

En el caso del Templo de los Danzantes, aunque hasta ahora no se conoce ningún otro, estos muros están decorados con una serie de grandes lápidas con figuras inscritas en ellas. Son los llamados "danzantes".

 

Hoy se conservan dos filas de estas gran­des piedras colocadas verticalmente, cada una con la representación de una figura. Entre ellas existe una fila de piedras más pequeñas con figuras similares, pero acostadas, como nadando.

 

En los pocos restos que tenemos de la arquitectura de esta época en otros sitios se ve lo mismo: grandes muros verticales forma­dos por grandes piedras probablemente no estucadas encima, sino dejadas a la vista. Ello no quiere decir que no usaran estuco, porque en el interior de algunos edificios, por ejemplo en la plataforma Norte de Monte Al­bán, hay todo un friso hecho de ese material. Representa una especie de gran serpiente que va moviéndose a lo largo del friso.

 

Es muy probable que ya desde esa época se iniciara la planificación de la gran plaza central de Monte Albán, aunque su ejecución corresponde a la época II. Sea como fuere, la simple idea de una urbanización tan notable es prueba de los adelantos existentes desde entonces.

 

También, para continuar con el tema de la arquitectura, a esa época corresponden las primeras tumbas construidas de piedra. Constan de una cámara rectangular subterrá­nea con techo plano formado por grandes la­jas. En Yagul están hechas de adobes. Bien sencillo todavía es el inicio de las vastas tumbas posteriores, que cada vez en mayor número marcan una de las características de la arqueología del valle de Oaxaca.

 

Conocemos de esta época diez dioses di­ferenciados claramente; todos son masculi­nos. Lo importante de ello es que ya estamos en presencia, a diferencia de lo que sucedió antes con las figurillas, de dioses definidos y ante una religión, aún incompleta, pero que se está desarrollando hacia un politeísmo con dioses establecidos y representados en tal forma que no sólo sus contemporáneos podían saber de qué dios se trataba, sino que en muchos casos incluso nosotros mismos podemos saberlo y distinguir entre una divi­nidad y otra.

 

Es muy bella la cerámica de la época I. Principalmente cocida en barro gris muy pulido, está llena de fantasía, con numerosas formas y motivos raramente repetidos. Aunque de tono menor, es un verdadero arte don­de cada pieza tiene una individualidad y de­nota gran avance técnico. En las tumbas apa­recen numerosas vasijas, casi lo único que se ha conservado de un ajuar funerario que de­bió de incluir muchas otras cosas que e tiempo no ha destruido totalmente.

 

Ya aparecen vestidos que serán caracte­rísticos de Mesoamérica, así como adornos. Existe la costumbre de pintarse o tatuarse la cara o el cuerpo y de colocarse máscaras y barbas postizas. Los dientes están a veces recortados con un fin de belleza o de status e incrustados con plaquitas de pirita.

 

Consideramos que algunos de estos ele­mentos son verdaderamente grandiosos y fundamentales de esta primera época del va­lle de Oaxaca o de Monte Albán. Por un lado, se da el inicio de la gran arquitectura en pie­dra, la primera que se hace en Mesoamérica; por otro lado, tenemos la primera escritura y, si no la primera, una de las apariciones más antiguas, no de dioses aislados, sino de un panteón.

 

Si asociamos todo lo anterior con la presencia de edificios de piedra dedicados a templos, encontramos cuando menos dos de los elementos fundamentales de toda religión: los dioses significan creencias y el templo ceremonias, ya establecidas y que siguen un rito fijo.

 

Quizás esto sea lo más valioso de la épo­ca. En ella hubo varias sociedades, entre las que Monte Albán fue muy importante, here­deras del mundo olmeca. A desaparecer éste, hacia el año 500 a. de C., quedaron lo que podemos llamar estados hereditarios, que adoptaron los adelantos olmecas, pero no se conformaron con ello, sino que los elabora­ron y produjeron mucho más de lo que se había creado antes. Con esta época queda afirmada una cultura, tanto en el valle de Oa­xaca como en otros lugares, que no va a desa­parecer en el devenir del mundo prehispánico.

 

Epoca Monte Albán II.

 

La época siguiente, Monte Albán II, como las demás, debería llamarse valle de Oaxaca II; con el tiempo y mayores conoci­mientos es muy posible que simplemente se denomine Oaxaca II. Por de pronto, y para no cambiar la nomenclatura que se ha usado durante tantos años, es preferible seguir llamándola Monte Albán II, pero recordando que hasta la fecha conocemos no menos de treinta sitios en el valle que fueron habitados y en los que quedan objetos o monumen­tos correspondientes a esa época. Son menos que los encontrados para la época I, lo que a primera vista parece sorprendente; mas para ello hay una explicación bastante clara, que se expondrá en seguida. La época se ex­tiende entre el año 200 a. de C. y el principio de la era cristiana. Estas fechas son aproxi­madas. Aunque tenemos algunas obtenidas por el sistema del carbono radiactivo, éste ca­da vez se complica más y cada vez estamos menos seguros de que actúe con la precisión que en un tiempo le atribuimos.

 

Casi todos los sitios encontrados en el valle son grandes y obviamente ceremoniales, con edificios más o menos vastos dedicados al culto. Pocas de estas estructuras han sido exploradas. Tal vez su tamaño sea una de las razones por las que hay menos sitios de la época II conocidos de los que había en la épo­ca I. Pero no es ésta la razón fundamental. En realidad, lo que ocurre es que durante la época II siguen existiendo no sólo los mismos sitios de la época IC, sino que en mu­chos de ellos el cambio cultural únicamente se manifiesta en su muy distintiva cerámica ce­remonial.

 

En otras palabras, tenemos en muchos rasgos una continuación de la época IC y e cambio se produce debido a los portadores de la cultura que llamamos II. Rasgos de ambas épocas aparecen como contemporá­neos, pero no se conserva toda la cultura de la época I; continúan ofreciendo algu­nos de sus aspectos campesinos o populares, así como muchas de las formas de la jerarquía aristocrática. Tal hecho resulta explicable al considerar que la época II es iniciada por una elite de número relativamente reduci­do que impone ciertas formas a la población de la época I. Así, la población de la época IC no desaparece y en gran parte sigue con su antigua cultura, haciendo las mismas co­sas, pero confundidas con objetos que perte­necen a la II, puesto que son contemporá­neas. Este fenómeno es muy frecuente, pero aquí lo advertimos con mayor amplitud que en otros lugares donde se ha repetido la mis­ma situación. Así, por ejemplo, los tipos comunes y corrientes de la cerámica de uso doméstico de la época I se continúan hacien­do y usando durante la II.

 

Muchas de las técnicas de trabajo siguen siendo las mismas. Las pequeñas figurillas de barro, tan características de toda Mesoamé­rica y por cierto muy escasas en el valle de Oaxaca en estas épocas, son tan iguales que, de no provenir de una excavación perfectamente controlada, es imposible saber a cuál época corresponden. Es muy posible que en la II no se fabricaran y que las pocas halladas en sepulcros de entonces sean reliquias ante­riores. En resumen, esos tres rasgos mencio­nados, cerámica ordinaria, técnicas de trabajo y figurillas, ¿qué son en esencia? Son preci­samente el tipo de objetos que usa el pueblo y no los de la aristocracia; son los que se conservan. Ello nos permite suponer que el pueblo continúa igual, que sigue siendo el mismo.

 

Por esta continuidad en el elemento popular, todavía en la época II, ya tan leja­na en el tiempo, sobreviven algunos rastros del mundo olmeca. Este había desaparecido trescientos o cuatrocientos años antes. No es en modo alguno que la época II sea contem­poránea o tenga en sí elementos olmecas, sino que han quedado como un substrato histórico. Mas también el nuevo grupo aris­tocrático conserva buen número de rasgos ceremoniales que provenían de la época I, pero los transforma, permitiéndonos entonces reconocer cuándo pertenecen a una y cuándo a otra.

 

En arquitectura, por ejemplo, hay pare­cidos entre las épocas I y II. Pueden haber otros menores pero en esencia son dos: uno, la continuación de edificios construidos con grandes muros verticales no inclinados y for­mados por piedras generalmente enormes; otro, la existencia de escaleras hechas sin alfardas, muy diferentes de las escaleras mesoamericanas posteriores, que siempre las tienen. Pero si son idénticas, ¿cómo las va­mos a distinguir? Veamos ahora algunos de los elementos que distinguen la época I de la II. Para seguir con el tema de arquitec­tura, en primer lugar en la II no hay sólo ese intento de planificación urbana que vimos existía en la época I, sino que ya está claramente definido. El ejemplo más notable es, naturalmente, la gran plaza de Monte Albán. Para la época II ha sido trazada en su totali­dad y pavimentada íntegramente con su piso de estuco, aunque tal vez todavía no rodeada de edificios. Cuando menos, el plan general, la idea de aprovechar la cumbre de ese cerro para hacer esta espléndida plaza, proviene de la época II, si bien luego se aumenta muchísi­mo. No hay eso sólo. Durante esta época se realiza la labor verdaderamente titánica de nivelar lo alto del cerro. La plaza tiene 600 m de largo por 400 de ancho -una superfi­cie muy considerable-. Hubo que recortar las excrecencias rocosas que existían y re­llenar por otro lado los huecos que había. Ahora bien, en la gran plaza hubo tres cerros que fue imposible eliminar. Uno al norte, otro al sur y otro en el centro. Se recurrió al procedimiento muy hábil de cubrirlos con edi­ficios. Así, las plataformas norte y sur contie­nen dentro un núcleo natural, y lo. mismo ocurre con el grupo de edificios existentes en el centro de la plaza. Al hablar de la épo­ca IIIB volveremos sobre eso, porque enton­ces se produjo el gran florecimiento, pero con­viene hacer notar como desde la época II ya está presente el plan general y se ha realizado, cuando menos, en parte.

 

Encontramos también las primeras esca­leras con alfardas junto con las que no la tie­nen: las del viejo modelo y las del nuevo. Apa­rece en la parte superior de los edificios una decoración de discos generalmente pintados de blanco formando un friso, característica de la época II. El estuco adquiere una importan­cia y un uso desconocido antes; enormes escaleras se recubren de unas capas grosí­simas. Justamente debido a ello aún se conservan en muchos lugares ejemplos muy no­tables.

 

Por lo que se refiere a la arquitectura fu­neraria, también hay novedades. Las tumbas de la época I, simplemente de cajón con techo plano, empiezan a transformarse. En ciertos casos, el techo es angular, con gran­des piedras apoyadas en los muros y tocán­dose en el centro para formar lo que pudiera llamarse una bóveda. No es una bóveda, por supuesto, porque no tiene clave, pero sí da una altura mayor a la tumba. En algunos casos hay una interesante combinación: parte de la tumba tiene techo plano y la otra rectangular. Es la unión del antiguo y del nuevo estilo. Para estas fechas ya tienen ocasional­mente nichos en los muros y una pequeña an­tecámara. La antecámara no siempre es im­portante en sí, pero implica la necesidad de una fachada subterránea, que no existía en la época I, puesto que se entraba directamente por el techo a la tumba. Finalmente, estas tumbas de la época II en algunas ocasiones estuvieron pintadas con frescos murales con escenas. Por desgracia, no se ha conservado ninguna en suficiente buen estado para poder saber qué era lo que allí se representaba, pero no hay duda que estaban pintadas con figuras humanas o motivos simplemente decorativos.

 

Entre los varios edificios de la época II de Monte Albán el más notable es el llamado Montículo J, una de las construcciones del centro de la plaza. Tiene muros verticales formados por grandes piedras; en la parte baja, una serie de lápidas corresponden sin duda a la época II. Tiene la forma de una punta de flecha orientada de manera distinta a todos los demás edificios, lo que ha sugeri­do, además del pasillo con techo angular que atraviesa el edificio de punta a punta, que acaso se trate de un observatorio astro­nómico. Desde luego, todavía no hay nada concluyente, pero es una hipótesis proba­ble. Otro edificio muy parecido existe en Caballito Blanco, en el valle de Tlacolula, pero sin las grandes lápidas.

 

La gran cantidad de lápidas que deco­ran su fachada, trabajadas en relieve bajísi­mo, forman un grupo como el de los danzan­tes de la época I, que se repite en un mon­tículo de Dainzú. Aparte de otros danzantes decoran el edificio grandes lápidas totalmente distintas. Ya no aparecen figuras humanas, sino lo que se ha llamado lápidas de conquista. En cada una hay jeroglíficos que se­ñalan una fecha o un nombre calendárico. En el centro se ve el jeroglífico del cerro, con un elemento encima siempre distinto y abajo una cabeza humana invertida. Las piedras nos están diciendo que tal sitio fue conquis­tado en tal fecha y es de suponer que lo haya sido por la gente de Monte Albán, puesto que allí se erige la inscripción y ningún pue­blo conmemora sus derrotas. Forman una ga­lería de los fastos triunfales de Monte Albán.

 

En Dainzú tenemos de estos momentos una última galería o colección de piedras inscritas en bajo relieve. Lo que se representa son jugadores de pelota y todas las figuras de la colección se refieren a lo mismo. De nuevo hallamos los mismos elementos: cada piedra contiene una figura completa en posi­ciones muy movidas, en este caso fácilmente explicables, puesto que se trata de representar juegos violentos. A primera vista ni siquiera se ve la cara del deportista, pues está recu­bierta por una especie de visera probablemen­te hecha de madera o de juncos entrelazados en forma de cuadrícula, un poco como esos cascos de los beisbolistas para impedir que les dé la pelota en la cara. Se trata no sólo de máscaras, sino tal vez de cascos huecos de madera en los cuales el jugador metía la cabe­za. Creemos esto porque además de la careta está la oreja, que es de jaguar, es decir, que el hombre, el jugador, está en cierto modo disfrazado de jaguar. En la mano tendida lleva la pelota, claramente representada; el brazo está protegido por un objeto de cuero anudado más o menos hacia el codo. Algunos llevan una especie de capa que vuela lejos del cuerpo del hombre, de acuerdo con el sal­to que está pegando el individuo.

 

Un elemento curvilíneo que aparece en muchas de estas figuras alrededor del cuello tal vez represente simplemente una cinta con la que se sujetaba el casco de madera al cue­llo del individuo, pero puede ser un símbolo de sangre. En ese caso posiblemente se re­fiera a decapitados. En épocas posteriores, en un juego distinto del de Dainzú, pero también de pelota, el perdedor era decapitado. Quizás ello no sucediera con frecuencia. En el fondo, se trata de un juego religioso que involucraba la posibilidad del sacrificio. En­tonces imaginamos que posiblemente sí sea en Dainzú un símbolo de sangre.

 

Asociados al juego de pelota, en el mismo edificio de Dainzú aparecen cuatro grandes piedras. Dos representan a hombres y dos a jaguares. Probablemente se trata de los dioses o patronos del juego. Los dos dioses con figura humana llevan un tocado similar al de algunas urnas de la época II. Del cuello cuel­ga una mascarita de jade con tres colgantes; además sostienen en las manos una especie de antorcha que humea o echa fuego y tienen al lado, de pie en vez de estar echados, jero­glíficos que indican "lugar". Los jaguares llevan en sus manos una cabeza de jaguar.

 

Pero nada hemos dicho sobre el sitio mismo de Dainzú. Se halla adosado a la falda poniente del cerro de ese nombre, en terre­nos pertenecientes al pueblo de Macuilxochitl. Dainzú -en dudoso zapoteco significa "cerro del cacto", y más exactamente de aquel tipo de cacto llamado en México "órgano". El nombre sería apropiado, ya que luce, efectivamente, varias de estas plantas, pero son tan frecuentes en cerros similares de México, que no resultan un dato muy dis­tintivo.

 

Los primeros constructores del sitio -ignoramos su nombre- erigieron un edificio escalonado evidentemente para fines religio­sos, orientándolo hacia el oeste y colocado de tal manera en la falda del cerro, que domina­ra las demás construcciones de la localidad. Todo el edificio, único en su estilo arquitectóni­co en Mesoamérica, está construido con pie­dras grandes, como era usual en su época, con sus contornos naturales y unidas por el barro de la construcción de los muros, pero con la cara exterior alisada.

 

De líneas horizontales, sobrias y severas, arrancaba de una plataforma maciza de 54 m de frente por 42 de fondo, sobre la que des­cansa una segunda plataforma más baja y de menor superficie dividida en dos cuerpos y dejando terrazas alrededor. Sobre éstas se ex­tiende una gran terraza al frente, mientras atrás se levanta un último cuerpo mucho más alto que los anteriores, también de muros verticales con los ángulos redondeados. En el momento de ser construido no poseía escalera exterior, sino que se daba acceso a la plata­forma superior que coronaba el edificio -es­tucada como todo lo demás- por medio de una relativamente estrecha escalera cargada hacia el sur, formada por dos tramos, o sea en ángulo recto, que entraba en el edificio para girar a mitad de su altura en dirección norte y emerger en la plataforma superior.

 

Así, cuatro largas líneas cortan la facha­da en todo el frente. Primero, la que termina la plataforma de base, sobre ella las dos que forman el segundo y tercer cuerpos y, encima, la del superior, logrando esta intencional sen­cillez una severa armonía.

 

Pero la plataforma de base está cortada ca8i en el centro de la fachada actual, aunque no exactamente, por lo que pudiera ser una escalera en saliente de tal manera derrumbada que será imposible jamás saber lo que fue en realidad. Lo único que de ella nos queda es el espacio que ocupaba y una serie de piedras informes limitadas por las salientes visibles aún a ambos lados, salientes que naturalmen­te forman un ángulo recto con el muro de la plataforma. Este muro y la saliente de la posi­ble escalinata forman los dos lados de rectán­gulos que quedaron abiertos por los otros dos lados y cuyo piso también estuvo estucado.

 

La posible escalera estaba colocada en el centro del edificio original, pero debido a una ampliación al norte, el rectángulo de ese lado resultó más grande. Con todo, en el muro nor­te sólo hubo una piedra decorada. En cambio, del lado sur todo el muro de la plataforma y el que limitaba la seudoescalera estaban ínte­gramente recubiertos por lápidas incisas cada una con la figura de un hombre. Representa­ban a los jugadores de pelota que ya hemos mencionado.

 

Las posturas de las figuras son muy va­riadas y algunas de mucho movimiento; en realidad, no hay dos iguales. Por ser tan violentas o forzadas, pudieron ser resultante de las reglas de un deporte particularmente ac­tivo que el artista expresaría en términos exagerados por su especial estética.

 

Si se trata de jugadores de pelota, puede pensarse que el edificio estuviera dedicado a ellos. No afirmamos que el juego se verifica­ra allí mismo, sino que, como en los danzantes de Monte Albán, éste sería el sitio en el cual se glorifica el juego y los jugadores, ex­poniendo una galería de ellos. Pero este honor no se rendía al juego o a los jugadores, sino más bien a la ceremonia que simbolizan. Tantos aspectos religiosos resultan más un rito y tal vez un sacrificio que un juego. Volvere­mos más adelante sobre este punto.

 

Otro jugador que también mira hacia la izquierda se encuentra en el basamento de una casa particular del vecino pueblo de Ma­cuilxochitl. Creemos posible que esta piedra formara parte del grupo de relieves de Dain­zú porque la cabeza y medio cuerpo hasta la cintura, conservados en este fragmento, repi­ten el estilo.

 

La piedra núm. 1 es mucho más grande y remata el edificio en esquina por el sur. La figura inscrita está vuelta hacia la izquierda, contrariamente a todas las demás que hemos expuesto y que parecen mirar hacia él. Representa a un hombre corpulento y de pie, en contraste con las posiciones convulsivas de todos los demás. Aunque lleva también pues­ta la máscara y el collar o golilla, el resto de su indumentaria es distinto. Tiene orejera adornada con cintas y un gran tocado sobre la máscara, desgraciadamente en pésimo es­tado de conservación.

 

A diferencia de los demás, lleva la pelota en la mano izquierda, pues en la derecha tie­ne un objeto ya casi invisible, pero que tal vez sea un cuchillo. Esto se ve avalado por lo que sugiere una figura idéntica hallada en la cumbre del cerro y que estudiaremos más ade­lante. Está parado sobre una plataforma baja. Al lado de su cabeza hubo ciertos elementos curvilíneos, también muy borrados ya y que no podemos interpretar. Junto a sus pies vemos un jeroglífico acompañado del nu­meral 2. Sería el nombre del personaje o bien una fecha. Es posible que en el centro esté el jeroglífico de la turquesa, muy frecuente en distintos lugares de Dainzú.

 

En la cumbre del cerro donde está adosa­do el montículo A de Dainzú, que ya hemos descrito, hay gran número de rocas natura­les que a considerable altura sobresalen de la vegetación que cubre el área. En esas rocas hallamos gran número de petroglifos eviden­temente relacionados con los jugadores de pe­lota del montículo.

 

La escena principal, que se ha llamado "Pared del Sacrificio", trata de un personaje obeso que sostiene lo que parece un cuchillo en su mano izquierda apuntando al pecho de otro hombre echado boca arriba en el suelo a sus pies y del cuello del cual brotan dos símbolos de sangre. El hombre de pie, tal vez el sacerdote, queda sobre el emblema de "cerro" y el jugador vencido está echado sobre una plataforma a un nivel más bajo. La escena se parece mucho a la que vemos en el Montícu­lo A, sólo que los personajes miran en direc­ción contraria y como el cuchillo es más cla­ro en el petroglifo, nos sugiere que el objeto que lleva en la mano el personaje del mon­tículo también sea un cuchillo, como ya anotamos.

 

Los jeroglíficos mencionados anteriormente son distintos, pero en ambos casos se encuentran debajo del emblema "cerro" o, mejor dicho, están incluidos en éste. A pesar de las diferencias, las dos escenas podrían expresar la misma situación: un personaje muy importante de pie frente a un individuo echa­do a sus pies, en el caso de la "Pared del Sa­crificio", al que apunta con lo que parece un cuchillo.

 

Frente al muro de la escena descrita, la pared estaba tapizada de cabezas cubiertas con cascos, al igual que los otros dos lados de la gran roca y la parte plana superior. Son casi iguales a las de los jugadores del pie del cerro y poseen los mismos atributos de ani­males o plumajes muy parecidos a los pena­chos de uno de los jugadores.

 

Arriba en las rocas, y en contraste con las de abajo, toda la orientación de las figuras es al revés. El grueso personaje de pie está mirando a la izquierda; el individuo echado a sus pies y todas las demás cabezas sueltas o decapitadas, tanto de la roca del tzompantli como de las demás rocas del sitio, no miran hacia la izquierda, sino hacia la derecha, con excepción de una que está dirigida a la izquierda. Los cascos de estas cabezas repiten casi idénticamente los detalles de los ju­gadores del pie del cerro.

 

Se podría deducir que se trata de las ca­bezas cortadas de todo un equipo de jugadores, posiblemente del equipo de jugadores que decoran el muro del cuerpo inferior de la gran pirámide y, por estar muertas, estas cabezas miran en dirección opuesta. O, en caso de que se trate del equipo adversario al de la pirá­mide, cuando en el juego de pelota un equipo se enfrenta al otro, miran las cabezas en di­rección opuesta. Pero aún dudamos de su ex­plicación auténtica.

 

Considerando la escena del sacrificio en la pared de roca, hay razones para creer que la cima del cerro haya sido una especie de san­tuario y posiblemente el lugar mismo del sacrificio.

 

En otros lugares del valle de Oaxaca exis­ten algunas figuras estrechamente relaciona­das con nuestros jugadores de pelota y otras también parecidas, pero en grado menor. Ya hemos mencionado brevemente a una de ellas.

 

Igual ocurre con la piedra hallada en el muro este de la plataforma Norte de Monte Albán, reutilizada, por lo que su posición ca­rece de valor cronológico; pero la arquitectu­ra de la plataforma también presenta las esquinas redondeadas y los muros verticales como el Montículo A. Tiene elementos anti­guos de la época II que fueron alterados más tarde. La piedra de Monte Albán representa intencionalmente una cabeza sola. Sugiere, pues, las cabezas del cerro de Dainzú. Tiene como tocado el elemento en forma de 5 que aparece en algunos jugadores, pero que no vemos en el cerro. Es una prueba más de la unión entre ambos grupos de jugadores de pelota.

 

Sin pretender aquí comparar los jugadores de pelota de Dainzú con los que en otros sitios y épocas se han hallado a lo largo de Mesoamérica, limitamos nuestro interés a aquellos que portan yelmos. Los de Luban­tuum, y posiblemente algunas de las figurillas enmascaradas de Tlatilco, por ejemplo, pudieron ser jugadores presentados de manera distinta. Lo mismo podría decirse de un relieve en la roca de El Salvador.

 

Evidentemente son muy escasos los ejemplos con yelmos. En cambio, muchos llevan una pelota en la mano, como vemos en la es­tela del Baúl o en algunas figurillas de Jaina, pero todas ellas parecen pertenecer a perío­dos tan posteriores al que nos ocupa, que las comparaciones son inciertas, excepto como muestra de los numerosos rasgos que señalan la unidad de Mesoamérica a través del tiem­po y del espacio.

 

Los parecidos de orden general entre los danzantes de Monte Albán y los deportistas de Dainzú son obvios, a pesar de que las di­ferencias sean considerables. Las posiciones forzadas, el sistema de dibujar una sola figu­ra en cada lápida adaptándola a la forma natural de la piedra, el ligerísimo relieve en que se tallan, su colocación utilizada como revestimiento de un burdo muro vertical erigido sobre la roca misma y en la base de una plataforma doblada en ángulo recto, así como el tener jeroglíficos asociados a ellos, todo de­muestra que ambos grupos forman parte de un mismo concepto arquitectónico, escultó­rico y ceremonial que tiene que pertenecer a una misma cultura. Tal vez las diferencias se deban principalmente a la separación en el tiempo y al propio tema representado, ya que los danzantes pertenecen a dos épocas y no son jugadores de pelota. Recordemos, en efecto, que algunos danzantes de Monte Albán pertenecen al fin de la época I y otros a la II. Aquí nos referimos a los segundos.

 

A través de más de dos mil años, este de­porte de la pelota se jugó en diversas versio­nes por toda Mesoamérica, pero en Dainzú se remonta al fin de la época olmeca y pudo ser antepasado del muy diferente que habría de jugarse en tiempos clásicos o históricos, den­tro de canchas construidas ex profeso. Hasta nuestros días, en lo que ahora es el estado de Oaxaca se juega la "pelota mixteca" en cam­po abierto y con visos que sólo pueden ser prehispánicos. Algo semejante debió de ser el juego representado en el conocido mural de Teotihuacán.

 

Señalados los límites por "marcadores", como indica la mal llamada "estela" de La Ventilla, el encuentro se hacía sin cancha es­pecial, en campo abierto. Se pegaba a la pelota con el bastón que cada jugador llevaba en la mano. Verdad que éstos no aparecen en Dainzú, como tampoco en Izapa, ni se usan en el moderno juego "mixteco".

 

En Dainzú se quiso no sólo celebrar este deporte en su aspecto ceremonial, sino gra­bar en una visión muy viva las posturas for­zadas y a veces imposibles al natural de los deportistas en pleno calor del juego. Uno de los atletas ha caído al suelo mientras el otro está de pie a su lado, pero ambos vibran de movimiento y vitalidad y los dos llevan la pe­lota en la mano derecha. No luchan entre sí, y más parecen enfrentarse juntos a los ata­ques del equipo enemigo.

 

Ningún atleta se ve representado en la postura de lanzar la pelota, sino que impresio­nan por estar como aferrados a ella, lo que nos sugiere nuevamente que se trate más bien de un símbolo. Se dijo que tal vez las pelotas fueran de piedra, ya que unas bolas del tamaño adecuado de piedra de río fueron encontra­das en el área. Esto ya no parece posible. No por el peligro que representaría -que pudo no ser un impedimento en la mente ceremonial-, sino porque si la pelota no fuera de hule, poco deporte podría haber y, por tanto, poco atrac­tivo hacia él. Es evidente que el gran desa­rrollo de este juego en Mesoamérica se debe precisamente a la posibilidad de usar estas pelotas de hule, es decir, un objeto que rebo­ta, sin lo cual todo juego de pelota deja de ser interesante. De otra manera no se entendería la calidad dinámica de las figuras y la violen­cia de los movimientos.

 

Todos los jugadores son del mismo estilo y aun parecen esculpidos por el mismo artis­ta o por un escultor y sus ayudantes. Forman una escuela de arte, muy homogénea y obvia­mente contemporánea. En todos los casos se aprovechó al máximo la forma natural de la piedra y ésta tal vez decidió la postura del ju­gador. Pero la verdadera decisión proviene del ojo del artista, que debió de haber observado largamente el juego y sobre todo a los jugado­res para conocer a fondo las posturas usadas y poder expresarlas en las lápidas, aunque in­dudablemente exagerándolas para conferirles mayor dinamismo, lo cual está en relativo contraste con las suaves líneas curvas, dibu­jadas con tanta armonía. El movimiento es a veces retorcimiento imposible del cuerpo hu­mano; hay casos en que la cabeza está vuelta al revés. Sin embargo, las proporciones del cuerpo se conservan bastante realistas y muy similares en todas las figuras.

 

La idea de representar a hombres en pos­turas anatómicamente imposibles es bastante frecuente en el arte de Mesoamérica en di­versos sitios y períodos. Como ejemplos recordemos los de Tlatilco o del occidente de México. Sin necesidad de mencionar otros ejemplos, bastarían éstos para indicar que no es extraño el movimiento en Dainzú ni lo consideramos un rasgo peculiar de este si­tio, siendo bastante común a los sitios olme­coides y al occidente.

 

Ninguna figura de jugador está a pie fir­me sobre el suelo; parecen flotar en cl espa­cio en posiciones tan variadas que no hay dos iguales.

 

Las esgrafiadas en el cerro son induda­blemente contemporáneas entre sí y con los jugadores, por mucho que el petroglifo pa­rezca pertenecer a culturas más antiguas, y el monumento A es obviamente el resultado de un período de civilización. De hecho, esta combinación es característica no sólo de Me­soamérica, sino de muchas partes del mundo.

 

Consideramos que los jugadores repre­sentan en Oaxaca el final de una época, cuan­do los estilos sucesores olmecas florecen por última vez antes de que el mundo encabezado por Teotihuacán adquiera el predominio de la cultura y marque con su sello el futuro de Mesoamérica. Sentimos como silos danzan­tes de Monte Albán y los atletas de Dainzú estuvieran lejanamente relacionados con el arte olmeca moribundo. Los consideramos productos paralelos, aunque separados, de historias intercomunicadas. Pertenecen al último capítulo de ese largo ascenso hacia la ci­vilización, que se logrará plenamente en la época siguiente.

 

En Dainzú puede haber una influencia de Izapa, y más lógico resulta esto si recorda­mos que las gentes que formaron la época II de Monte Albán parecen venir de Chiapas y de Guatemala. Esta influencia es menos no­toria en los danzantes. De todos modos, Iza­pa y los dos sitios oaxaqueños están relacio­nados con el fin del mundo olmeca.

 

La vida, la variedad y el movimiento es lo que habría de disminuir ante el impacto del mundo teotihuacano. Probablemente la pre­sión ceremonial llevada a un extremo riguroso da al arte un estilo estático y hierático. Seguirá imbuido de una personalidad colecti­va, pero habrá perdido la individualidad de cada obra.

 

En la cerámica de la época II notamos muchas novedades. Una es la cerámica deco­rada al fresco. La vasija, terminada y cocida, se cubre con una capa delgadísima de estuco blanco que, aún fresca, se pinta con motivos y colores. Aparecen también esas curiosas formas que llamamos generalmente soporte de vasija, sobre las que se colocaba una olla. Tienen bastante interés, porque la olla no sólo en Oaxaca, sino en casi toda Mesoamé­rica, tenía un sentido de cabeza, de tal ma­nera se asemejaba o se relacionaba con el cráneo humano. Entonces nos explicamos por qué en algunos casos estos soportes represen­tan una columna vertebral, puesto que están precisamente sosteniendo un cráneo huma­no. Se advierten perfectamente las vértebras y los huesos ilíacos. No tenían ninguna fun­ción mortuoria, pero son otro ejemplo de ese ceremonialismo que abarcaba tantos aspectos.

 

Otra novedad exclusiva son las vasijas con cuatro pies. Ni existían antes ni volverán a encontrarse después. Hay vasijas con so­portes regulares enormes, desproporcionados al tamaño de la pieza, que son muy características de esta época; llevan con frecuencia un elemento decorativo que tendrá un éxito inmenso. Es una como greca que en náhuatl se llama xicalcoliuhqui indudablemente la estilización de la serpiente. Este elemento, que aparece por primera vez ahora, se con­tinuará reproduciendo en formas y materiales muy distintos a través de toda la historia in­dígena. Todavía en la última época decora las fachadas de los palacios de Mitla, por lo que podemos decir que se continúa a través de mil quinientos años. Otro elemento intere­sante son los vasos que tienen tapa, unas ve­ces con animales encima y otras con una perilla.

 

Durante esta época aparecen bastantes más dioses de los que teníamos en la época I o, mejor dicho, se continúan los dioses de la época I y a ellos se añaden varios nuevos. Por otro lado, las piezas que representan a los dioses, las urnas, son mucho más grandes, al igual que ocurre con muchas otras cosas de esta época, como las piedras de los edificios y las lápidas. El jaguar, importante dios, apare­ce por primera vez con un collar como si fuera un animal doméstico. Otra de las urnas de esta época nos recuerda por su tocado uno de los dioses del fuego de Dainzú, con los toca­dos de ave muy complejos, y las grandes alas que son característicos de la época. Por su­puesto que todas las urnas estaban pintadas.

 

Como las urnas son un elemento tan im­portante y característico del valle de Oaxaca, hay que discutir un poco su significado y su función. Son vasos decorados con figuras hu­manas -ocasionalmente animales- que se co­nocen con el nombre de "urnas zapotecas".

 

Como dichos vasos aparecen desde la época I hasta la IV de Monte Albán, no podríamos, en rigor, llamarlos zapotecas. Sin embargo, desde el período de transición, en­tre las épocas II y III y durante las IIIA y IIIB-IV, el vaso decorado con figura humana o convertido en figura humana tiene tal importancia, que representa un rasgo funda­mental de la cultura zapoteca.

 

Sin duda, no se limita a los valles centra­les de Oaxaca esta costumbre de hacer vasos con efigie humana. Se sabe que es muy fre­cuente y que se encuentra en muchos sitios de América, pero las urnas que nos ocupan se distinguen por un peculiar estilo que las hace inconfundibles. Una urna o un vaso-efigie producto del arte zapoteca o del de sus colin­dantes oaxaqueños difiere claramente de cualquier objeto similar producido por otro pueblo.

 

Por las exploraciones de Monte Albán y por algunas otras realizadas antes y de las que tenemos noticias, como, por ejemplo, las de Saville en Xoxo o las de Sologuren en otros lugares del valle, sabemos que estos vasos con figuras humanas se han hallado abundan­temente en tumbas, por lo que con mucha fre­cuencia se los cita como urnas funerarias zapotecas y a veces se los designa también como urnas cinerarias zapotecas.

 

El primer nombre, "urnas funerarias aunque es correcto, puesto que, como hemos dicho, las urnas se ven en tumbas, no indica todos los usos a que se dedicaban, porque, según el resultado de nuestras exploraciones, también es frecuente hallar urnas del mis­mo tipo como ofrendas en los templos, sin que tengan ninguna conexión con tumbas o entierros.

 

Es más, algunas de las presentes en la antecámara de las tumbas o en el inte­rior de ellas están prácticamente duplicadas en pozos de ofrenda de los templos, por lo que no sólo representan al mismo dios o persona­je y serían ejecutadas en la misma época, sino que es muy probable fueran hechas por el mismo alfarero. Por otra parte, las urnas no sólo aparecen en el interior de las tumbas y en las antecámaras, sino que algunas veces decoran4as fachadas de las tumbas.

 

El nombre de urnas cinerarias lo consi­deramos francamente inadecuado, ya que nunca hemos visto dentro de ellas huesos hu­manos o cenizas resultantes de la cremación de un cuerpo humano. Al contrario, general­mente están vacías o contienen un poco de tierra, aun en las tumbas más bien conser­vadas. Las raras ocasiones en que hay algo como ofrendas, aparecen navajas de obsidia­na, cuentas de piedra verde, caracoles usados como cascabeles y, a veces, huesos de un pequeño animal.

 

Por tanto, llamar "cinerarias" a estas ur­nas no está justificado. Uno de los problemas que ha quedado sin resolver es el de poder saber el motivo de las urnas en las tumbas. La escasa cantidad de tierra que contienen se puede atribuir a un depósito debido a aca­rreos y filtraciones y, en general, se descono­ce si han contenido algo, además de esa pe­queña cantidad de tierra.

 

Es posible que hayan sido usadas para contener agua, que al evaporarse no dejó nin­gún residuo, o materias que por su naturale­za se desintegran totalmente. Esto en cuan­to se refiere a las urnas colocadas en tumbas, pues en aquellas otras que aparecen en ofren­das es donde se hallan cuentas de jade, casca­beles de caracol, navajas de obsidiana, etc. En una ofrenda, la urna mayor estaba llena con figuritas de piedra verde en un estilo muy teotihuacano.

 

Indudablemente la mayoría de las urnas ofrecen representaciones de dioses o bien de sacerdotes ataviados como dioses; aun cuan­do, si aceptamos cierta semejanza con lo que sucedía entre los aztecas, pueda tratarse también de la víctima sacrificada al dios, que, según sabemos, era ataviada como éste.

 

Sin embargo, hay un tipo de urnas que denominamos "acompañantes", que no pare­cen representar a un dios, sino a un hombre o una mujer acompañantes de los dioses, de donde deriva el nombre que les hemos asig­nado.

 

En la plaza central de Monte Albán, bajo el piso de estuco, fue hallada una espléndi­da máscara de murciélago hecha en jade. Po­demos conocer que es murciélago, lo que a primera vista parece una clasificación arbi­traria, porque presenta el elemento característico del murciélago, o sea el trago sobre la frente.

 

Es realmente un mosaico, puesto que la máscara está formada por varios pedazos que embonan perfectamente unos con otros. El murciélago, al igual que el jaguar, es un dios; hasta se ha pensado que en esa época de Monte Albán éste fuera el dios principal. Sabemos que entre los tzotziles existentes hoy en día -tzotz es murciélago- todavía es un dios importante. Posiblemente como parte de la gente de Monte Albán en esa época pudo provenir de esa área, acaso trajera con ella el culto al murciélago.

 

Hemos expuesto brevemente qué hacía esta nueva gente que forma la época II. Nos falta conocer de dónde procedía. Lo probable es que fuera un grupo, tal vez pequeño, de je­fes-sacerdotes que procedían del altiplano de Chiapas o de Guatemala, pues allí se advier­ten algunos rasgos semejantes.

 

Traen a Oaxaca ciertos elementos bási­cos de lo que será el mundo maya. Es muy posible que estos elementos -premayas en cierta manera- se transformen en aquellos objetos al estilo de Oaxaca y que son producto local, no de importación.

 

Las lápidas de Monte Albán son la exalta­ción de la conquista, de la victoria. Se considera esto de particular interés, no sólo porque sabemos que podían haber sido militares o conquistadores, sino por su implicación en el desarrollo general, o más bien dicho, por la forma en que nosotros vemos el desarrollo general de Mesoamérica. Siempre, al tratar de esta etapa, se hace referencia a una época teo­crática con sacerdotes llenos de bondad y de dulzura, en contraste con una posterior época militarista de guerreros terribles. Tanto los toltecas como los mexicas corresponden a la segunda; los teotihuacanos y los mayas, con todo el mundo clásico, a la primera. Nunca hemos estado convencidos de esta clasifica­ción, que nos parece imposible por muchísi­mos motivos que no es el momento de seña­lar, pero creemos que una prueba evidente de ello es que precisamente cuando se supone que está aflorando la época teocrática, vemos unos conquistadores que sólo ensalzan sus victorias. Es necesario matizar esa dicotomía con la que se presenta el mundo prehispánico y que muy posiblemente sea falsa. No existe nunca blanco y negro, sino una serie de com­binaciones como ocurre en todas las socieda­des humanas, que ni son tan malas ni tan buenas.

 

Al terminar esta época, hacia el inicio de la era cristiana, notamos una verdadera y completa fusión de los elementos I C y II. Esta fusión forma una cultura unificada, ex­clusiva y única del valle de Oaxaca, y sobre ella vendrán las nuevas influencias, ahora ya no procedentes del sur, del mundo maya o de Chiapas y Guatemala, sino del altiplano de México.

 

La época III.

 

Los siete siglos siguientes entre el año 1 y el 700 forman el apogeo del mundo indígena; es entonces cuando no sólo en Oaxaca, sino en todas partes, ocurre el gran desarrollo y llega la civilización mesoamericana a su cenit. Esto parece un tanto sorprendente dicho así, porque estamos acostumbrados, por razones de conocimiento basado en fuentes históricas, a pensar que el imperio mexica, el que termina con la llegada de los conquistadores españo­les, es la floración máxima de Mesoamérica. No tratamos de disminuir la importancia del imperio mexica o de su época, sino de hacer notar que este máximo florecimiento, ese mo­mento más alto de cultura, no ocurre enton­ces, sino que ya se había producido muchos siglos antes.

 

De hecho, toltecas y mexicas no hacen sino repetir, en cierto modo imitar, con al­gunos cambios naturalmente, lo que había acontecido antes. La importancia de ellos es haber recogido la ilustre herencia, pero no in­ventaron la cultura ni la llevaron a su máxi­mo esplendor. Esta suprema altura. no se pre­senta en todas las áreas en el mismo momen­to, ni termina al mismo tiempo. Así, acep­tando las cronologías que hoy se consideran válidas, aunque debemos confesar que tene­mos nuestras reservas sobre ellas, seguramente el valle de México, el de Puebla y el de Oaxaca son los que se adelantan a ese gran florecimiento, con los primeros de los cuales ya podemos hablar de una plena civilización urbana y literaria, que es la característica esencial de toda civilización.

 

El área que generalmente se cree llegó más lejos, o sea el mundo maya, aunque sea cierto que en muchos aspectos logró mayor altura, inicia algo más tarde su apogeo. Así, vemos que tanto el valle de Oaxaca como la combinación valle de México-Puebla están, en realidad, en pleno apogeo ya al principio de la era cristiana; mientras que si seguimos la sincronología maya-cristiana hoy aceptada, ese inmenso desarrollo en el área maya no ocurre sino a partir del año 300, tal vez hacia el 250 d. de C., es decir, con unos dos siglos de retraso. Posiblemente sea una simple inter­pretación incorrecta debido a la inmensa difi­cultad de fechar esas situaciones antiguas.

 

El método arqueológico básico, o sea la superposición de culturas, no da fechas precisas, sino relativas. Además, en México tene­mos otras dos posibilidades para fijar fechas. Una de ellas, ya conocida desde principios de este siglo, pero afinada hacia los años veinte, se basa en las estelas mayas, que dan fechas absolutamente precisas. El problema consiste en cómo relacionarlas con nuestro calendario. Varias de estas correlaciones presentan dife­rencias considerables hasta de 300 años en más o en menos entre unas y otras. Entonces, según la correlación que aceptamos, las fe­chas de las estelas mayas serán 270 y tantos años más antiguas o más recientes, o sea, que aun allí no tenemos seguridad absoluta.

 

La otra posibilidad, adicional a la de la arqueología propiamente dicha, proviene de la riqueza de documentos escritos tanto ante­riores como posteriores a la conquista espa­ñola. Pero los datos de estas fuentes no se remontan a épocas tan antiguas y, por tanto, no es posible utilizarlos en las fechas que aho­ra nos ocupan.

 

Otros sistemas científicos, como el car­bono 14 o la termoluminiscencia, dan fechas que también son bastante precisas. El siste­ma de carbono 14, descubierto casi inmediatamente después de la última Gran Guerra, se consideraba entonces como algo indiscu­tible. Estudios realizados en los últimos vein­te años han demostrado la existencia de una serie de problemas y dudas, por lo cual no es­tamos ya tan seguros de la exactitud de sus resultados.

 

Por ello, todas las fechas que damos no sólo son aproximadas, sino que siempre están sujetas a la interpretación que se dé a los datos recogidos en el campo o a las inscripcio­nes mayas.

 

Hacemos hincapié en este punto porque muchas personas se han preguntado: ¿ por qué no dar nunca fechas precisas? Considera­mos que dar una fecha exacta sería engañar, ya que la ignoramos. Podemos formular una suposición basada en cuanto sabemos; será muy posible, muy probable, pero nada más. Sólo en períodos posteriores al año 1000 se pueden dar fechas precisas con bastante se­guridad.

 

En esa gran época en la que realmente al­canza el apogeo Mesoamérica, son los valles de Oaxaca y de México los que llevan la delantera. Es lo que en el valle de Oaxaca llamamos época III. Hay que dividirla en tres etapas: una más breve, que se suele llamar de transición, que aproximadamente va desde el principio de la era cristiana al año 150; una segunda, llamada época III A, que va más o menos del año 150 al año 350, y la III B, de 350 a 700.

 

La importancia de la época de transición proviene de dos factores. El primero, que la identifica y distingue de la época II, que la ha precedido, es la primera llegada al valle de Oaxaca de fuertes influencias de una cultura que hasta entonces no había tenido impor­tancia alguna en esa región. Esta influencia ya no viene del sur como en la época II, ni del oriente como en la época I, sino más bien del norte, es decir, del valle de México. Por supuesto, es la influencia emanada de la gran ciudad de Teotihuacán, que en estos años está alcanzando, no su apogeo, pero sí un gran desarrollo.

 

El segundo aspecto, considerado como fundamental de esta época de transición, es que a partir de ella y por primera vez ya po­demos hablar de un pueblo concreto, con un nombre étnico. Ya estamos autorizados a ha­blar de zapotecos. La razón es obvia: a partir de este momento se inicia una tradición que podemos seguir ininterrumpidamente, aunque con los cambios que el tiempo impone en toda cultura humana, hasta la conquista, es decir, durante unos 1.500 años. Ahora bien, sabe­mos sin ninguna duda que esa tradición, o tipo de cultura, en el momento de la conquista corresponde a los zapotecos del valle de Oa­xaca. Por tanto, no es excesivo dar a sus ante­pasados ese mismo nombre. Esto no quiere decir que ellos se llamaran así, pero es la for­ma con que nosotros los identificamos y sepa­ramos de otros grupos indígenas, que en la mayoría de los casos en esta época no pode­mos identificar étnicamente, puesto que esta larga e ininterrumpida tradición sólo se en­cuentra en muy pocos lugares. Destacamos este punto porque es interesante advertir esta continuidad de cultura en el valle de Oaxaca, que durante 1.500 años permite hablar de un solo pueblo que habita esa región, que ofrece muchas variantes y a veces pasa por momen­tos difíciles y que aún sobrevive hoy, pero que en la época de la conquista continuaba con la misma cultura.

 

Durante esos 1.500 años podemos men­cionar dos cambios no definitivos, no totales, debidos a la llegada de otras gentes. El pri­mero, ocurrido probablemente en los últimos 500 años antes de la conquista española, se debe a las invasiones mixtecas, y el segundo es un episodio bastante intrascendente: la ocupación de parte del valle por el imperio mexica. Dejó huellas tan mínimas, que, si no supiéramos históricamente, por documentos, que había existido, dichas indicaciones ar­queológicas no serían suficientes para hablar de una presencia mexica.

 

La época de transición, como su nombre indica, es una combinación entre la época II, que está muriendo, y la III A, que nace. En­tonces sólo podemos identificarla y definirla mediante ciertos hallazgos, en los cuales exis­ten objetos que pertenecen a la una y a la otra. Un objeto suelto, excepto ciertas urnas, no nos puede indicar que se trata de esa épo­ca, porque los clasificaríamos como de la épo­ca II o de la III A; es sólo la asociación de to­dos la que nos permite saber que es de aquel momento. Por tanto, no se encuentra, o cuan­do menos hasta la fecha no se ha encontrado, sino en tumbas que contienen un material su­ficientemente abundante para que las vasi­jas u objetos correspondientes sean de ambas épocas.

 

Podría creerse que lo nuevo en esta época de transición es una imitación o aceptación lisa y llana de los elementos teotihuacanos o del estilo teotihuacano. Esto sería incorrecto; no es así. Ante el prestigio inmenso de Teoti­huacán, ante la especie de fulgor que expande durante estos siglos, se crea una moda, una manera de ser y de hacer las cosas que se re­fleja en el valle de Oaxaca, pero no es una co­pia ni una aceptación llana, sino condicio­nada por los patrones locales de Oaxaca, que cambiaron los elementos teotihuacanos. Así, los floreros, la olla teotihuacanoide, los can­deleros, la forma de copas, jeroglíficos tales como el ojo del reptil, la cerámica anaranjada delgada y otros diversos objetos están inspi­rados en la cultura teotihuacana. En Oaxaca no los hay idénticos, sino adaptados y combi­nados con el gusto y el estilo locales.

 

Esto es importante no sólo desde un pun­to de vista estilístico, sino por el significado de las relaciones valle de México­-valle de Oa­xaca en aquella época. No podemos creer que Teotihuacán conquistara el valle de Oaxaca, como ocupó otras áreas de Veracruz, del área maya, probablemente del occidente, etc. Aquí no parece ser así, sino que sólo es evidente una influencia poderosa. Una ciudad de tal manera espectacular como Teotihuacán im­pulsa a otras a querer imitarla.

 

Aunque los ejemplos aducidos de la cultu­ra occidental no son válidos en la nuestra, sería este caso el que ocurría en el propio Mé­xico y en muchos otros lados en la segunda mitad del siglo XIX. La cultura francesa era lo elegante, la moda, lo inteligente, lo brillan­te. La gente la imitaba, trataba de hacer las cosas como se hacían en Francia, de tener los objetos que preferían en Francia, pero eso no implicaba una conquista, sino simplemente una fuerte influencia cultural. Guardando las distancias, éste es nuestro caso. Y por eso hay que insistir en que en Oaxaca es rarí­simo hallar propiamente objetos teotihua­canos, salvo los llevados por comerciantes; todos los demás utensilios son formas loca­les, pero influidas por Teotihuacán. Así, por ejemplo, muchísimas de las vasijas que en Teotihuacán son de otros colores, en Oaxaca se hacen en barro gris, el más característico de la región. El artista oaxaqueño está influi­do por Teotihuacán, pero no lo imita servilmente.

 

El comercio nos lleva a un punto parti­cularmente interesante. En las exploraciones realizadas en Teotihuacán se encontró una casa pequeña -es probable que hayan más, pero no se han explorado-, sin duda construi­da como las casas oaxaqueñas y en la posición y lugar característicos. Debajo de la casa había una tumba exactamente igual que las del valle de Oaxaca y en esa tumba aparecie­ron objetos traídos de ese mismo valle.

 

La tumba es particularmente sorprenden­te, toda vez que los teotihuacanos no cons­truían tumbas. Creemos que al menos has­ta ahora es la única existente en Teotihua­cán, siendo así porque no corresponde a la cultura teotihuacana, sino que es un elemen­to extranjero allí hincado. Esto no implica una conquista del valle de Oaxaca sobre Teo­tihuacán; probablemente se trata sólo de un establecimiento comercial o religioso, es de­cir, un sitio donde llegaban los comercian­tes de Oaxaca con sus mercaderías, las ven­dían o trocaban en el mercado teotihuacano y adquirían otras cosas a cambio, que a su vez llevaban a Oaxaca. Así, en cierto modo, po­seemos los dos lados de la operación, es decir, el centro comercial oaxaqueño de Teoti­huacán y, aunque no tenemos el centro co­mercial teotihuacano en Oaxaca, sí objetos teotihuacanos hallados en Oaxaca. Es la típi­ca situación de intercambio comercial, una de las bases de la economía en Mesoamérica, que en este caso está muy clara.

 

Los objetos, la tumba, etc., hallados en Teotihuacán, corresponden precisamente a esta época de transición y en la cronología teo­tihuacana se sitúan al principio de la época II de Teotihuacán. En otras palabras, tanto por lo que podemos fechar en Oaxaca, con las re­servas que ya expusimos, como con lo que fe­chamos en Teotihuacán, debe corresponder lo más tarde al año 100 d. de C. Parece que en todos los aspectos se combina bastante bien la cosa y nos da cierta seguridad en cuanto a la fecha de esta época de transición; por eso dijimos que esta época podría alcanzar del 1 al 150, más o menos.

 

Durante ella, un rasgo no teotihuacano, sino consecuencia de la época I y de la II, son las urnas de que se ha hablado anterior­mente. Las urnas de la época de transición son distinguibles por sí solas, aunque no estén asociadas a ninguna otra cosa, porque tienen un estilo propio bastante característico. Son generalmente muy pequeñas en proporción a las demás. Casi siempre están pintadas de rojo y recubiertas de pequeños elementos de barro adheridos.

 

Conocemos de esta época dieciocho dio­ses mediante las urnas, de los cuales cuatro son femeninos. El hecho de que los dioses sean masculinos o femeninos tiene un signi­ficado importante en el desarrollo cultural. En la época I no había ni una sola diosa, pero en la II aparecen ya dos o tres, luego había cuatro y con posterioridad, más. No sólo las mujeres están adquiriendo más importan­cia, sino que existe un desarrollo mucho ma­yor de la religión. Ya no hay simplemente un dios, sino que aparecen, en la típica forma mesoamericana, parejas de dioses o, tal vez mas aun, la idea de que ciertos dioses tienen un aspecto masculino y otro femenino, una dualidad, una combinación de los dos sexos. Por eso, a veces, un dios está representado como hombre y a veces como mujer.

 

Con esto pasamos a la época III A pro­piamente dicha, de la que conocemos unos cuarenta sitios en el valle. Los cambios que en la etapa anterior notamos en la cerámica, ocurren ahora sobre todo en la arquitectura. De hecho consisten en el típico elemento de la arquitectura teotihuacana: el talud y el table­ro. Con estos términos entendemos esa forma mesoamericana de construir los muros exte­riores de los edificios en los que alternan su­perficies inclinadas, y generalmente sin deco­ración, con áreas verticales decoradas con una cornisa o un marco. Estos elementos pueden repetirse cuantas veces se desee en un edifi­cio, aunque, por supuesto, en cada nivel la su­perficie será menor, ya que el talud necesaria­mente reduce cada vez más el área.

 

Pero en Oaxaca no copiaron el tablero teotihuacano, sino la idea de una área incli­nada y de otra vertical. Si comparamos el ta­blero de Oaxaca con el teotihuacano vemos que son distintos. Entre los teotihuacanos es cerrado, limitado por un marco en relieve; en Oaxaca se ofrece abierto y la cornisa gene­ralmente es doble, con un movimiento ma­yor que será inalterable en la arquitectura oaxaqueña hasta el fin de la época indígena.

 

Otro elemento nuevo, y también de in­fluencia teotihuacana, son las escaleras, que ya no están sobrepuestas al edificio, como si hubieran construido primero el edificio y lue­go, ya terminado, se le adosara encima la escalera. Ahora ésta aparece dentro del edifi­cio y forma parte de él.

 

Originaria del valle de Oaxaca -posi­blemente con una indirecta influencia maya-, no teotihuacana, es la idea de erigir pero estelas, pero ya no al estilo de las épocas anteriores, adosadas a un muro, sino comple­tamente libres, tal como ocurre en el área maya y que son impropias de Teotihuacán. Casi siempre se alzan en el centro de la escalera o en alguna dependencia del edifi­cio, pero construidas independientemente.

 

Estas lápidas no son muy abundantes, pero las conocemos además de en Monte Al­bán en otros lugares de esta época. Por otro lado, hay piedras que en cierto modo siguen la tradición antigua, en el sentido de estar adosadas al muro; no son estelas sueltas, pero el estilo es claramente de la época III. Algunas parecen representar conquistas. Tienen los mismos elementos que aparecen en las representaciones de conquistas antiguas: el je­roglífico del lugar y sobre él una figura de pie, generalmente con una lanza u otra ar­ma. En los códices más tardíos, la conquista se indica mediante una lanza clavada en el jeroglífico que simboliza el lugar vencido. Algu­nas poseen largas inscripciones jeroglíficas que desgraciadamente no podemos descifrar. Así, desde la época I continúa esa idea, pro­pia del valle de Oaxaca, de colocar grandes piedras esculpidas en bajo relieve en los mu­ros de los edificios; continúan también las lá­pidas de conquista o de la celebración proba­ble de algún triunfo militar conseguido por los habitantes de Monte Albán.

 

Desde tiempos muy remotos, las casas de Oaxaca y a veces los edificios ceremoniales se construían alrededor de un patio estucado, por lo general cuadrangular. Esto es la casa de Teotihuacán y el tipo que prevalece en el valle de Oaxaca y seguramente en toda Meso­américa a partir de esa época. De hecho, es la casa que aún existe y una de las convergen­cias claras, después de la conquista española, entre la civilización indígena y la europea.

 

Aunque tenemos la seguridad de que ya en la época II, cuando menos en Monte Al­bán, se estaban construyendo juegos de pelo­ta, característicos también de Mesoamérica, no es sino ahora cuando podemos con toda seguridad hablar de su existencia y saber exactamente cómo eran. Tienen la forma de 1. Siempre existe una plataforma a ambos la­dos de la cancha central, no muy alta y plana por encima, y luego un enorme talud. En lo alto había templos o edificios que permi­tían a la jerarquía, no a la masa de los espectadores, ver el juego desde allí. Los jue­gos de pelota oaxaqueños nunca tienen el aro de piedra, por donde debía pasar la pelota, característico de épocas posteriores. Todo el edificio estaba cubierto de estuco, que, como en casi todas las construcciones, fue pintado de rojo.

 

En las esquinas se muestra con frecuen­cia un pequeño nicho abierto en el muro. El nicho probablemente servía para que cada uno de los dos partidos o jugadores opuestos colocaran en él, ya sea la figura de su deidad protectora o, según una interpretación menos religiosa, las apuestas, de tal forma que al fin del partido el vencedor las recogiera.

 

Aquí, como en otros casos que hemos señalado, no se trata de una influencia teotihuacana, sino de una evolución que puede ser propia del valle de Oaxaca, y dé allí va a otros luga­res o tal vez vino de otras zonas cercanas a asentarse allí. En los juegos oaxaqueños de esa época se ve una piedra redonda, plana, co­locada en el centro preciso de la cancha. Es muy posible que se utilizara para botar en ella la pelota al iniciar el juego. Esto no es una simple hipótesis, porque en el juego moderno que aún existe en la región y que se juega con cierta frecuencia -aunque muy transformado y ya no en un edificio construido especial­mente para ello, sino en campo abierto, to­davía se coloca en el centro del campo una laja plana y en ella se bota la pelota para empe­zar el juego.

 

Durante esa época las urnas, de tradición tan oaxaqueña, adquieren un desarrollo enorme. Las caras, serenas, tranquilas, bellamen­te formadas, están rodeadas de cuantiosos adornos. Pero tal vez merezca mencionarse que todavía los adornos no han dominado a la figura, como ha de ocurrir en épocas posteriores, ya completamente barrocas. Aquí todavía se advierte un ordenamiento, todo está simétricamente colocado.

 

Entre las cerámicas de esa época, Ja más característica y que mejor define el período, ya que es exclusiva de él, es la que lleva de­coración raspada. En general son vasos cilíndricos semiesféricos con motivos en la pa­red exterior finamente realizados; la mayor parte de ellos se refieren a estilizaciones de la serpiente. Aunque diferentes e inconfundibles, se parecen a los usados en lugares tan apar­tados como Kaminaljuyú, en la altiplanicie de Guatemala, Teotihuacán o la región cen­tral del hoy estado de Veracruz. Es una ce­rámica bien elaborada, sobria, de líneas cla­ras, aunque con poca imaginación creadora.

 

Los pequeños pectorales de jade o de piedra verde, tallados en un estilo de claras reminiscencias del maya o del teotihuacano, es muy posible que hayan sido elaborados en el valle de Oaxaca, aunque existen algunos traídos del área de Chiapas en épocas en que ya florecían una serie de ciudades mayas o procedentes de los valles del altiplano de Guatemala. Son abundantes en Oaxaca, pero los de esa época y tipo probablemente son producto de intercambio comercial. Lo que sugiere que Oaxaca comerciaba con Teoti­huacán, además de hacerlo con la región de Chiapas.

 

Es evidente que se trata de una época muy importante no Sólo porque empieza una larga tradición de mil quinientos años, úni­camente interrumpida por la conquista, sino porque durante ella los zapotecos absorben íntegramente la cultura teotihuacana, la educan a su estilo y forman con ello la cultura zapoteca. Hacia el final de la época IIIA los elementos teotihuacanos ya han sido asimi­lados.

 

Prolifera el número de jeroglíficos usados. Ya vimos que en la época I había cierto número, en la II había más, y en este tiempo aparecen muchísimos más. Desgraciadamente, ni a pesar de este aumento podemos descifrarlos.

 

Cuando se iniciaron las exploraciones y hasta fechas más recientes, se ha pensado siempre en Monte Albán como centro reli­gioso. Los arqueólogos y los estudiantes de arte o de historia, impresionados por la mag­nificencia de esa plaza y esos templos y todo el conjunto indiscutiblemente ceremonial, han deducido que era una ciudad básicamente de­dicada al culto, una especie de gran centro religioso con pocos habitantes y que la mayo­ría de la población vivía en los valles.

 

Existen algunos estudios, aún sin termi­nar por cierto, que demuestran ser esto enteramente falso. Las laderas de los cerros es­taban habitadas. Hubo un gran desarrollo del sistema típico mesoamericano de cons­truir pequeños muros para formar terrazas, los cuales se había creído que eran más bien terrazas de cultivo. Es posible que en algunas se haya cultivado algo, pero ésta no era su función fundamental. En casi todas las terrazas ya estudiadas, más de 2.500, hay por lo menos una casa; es decir, las gentes estaban viviendo allí. Así, debemos ver a Monte Al­bán no sólo como gran centro religioso, polí­tico y de tipo ceremonial en la cúspide del cerro, sino como una verdadera ciudad habi­tada. Se han encontrado hasta calles forma­das entre terrazas. Nunca alcanzó la po­blación que tenía Teotihuacán, pero se trata de una ciudad relativamente grande para aquellos tiempos y, sobre todo, que es lo im­portante, de una ciudad con diferentes clases sociales, no simplemente jefes-sacerdotes. Cómo vivía esta ciudad es aún un enigma, porque el cerro es prácticamente árido; la producción agrícola debe de haber sido ínfima, a pesar de las pequeñas terracitas. Evi­dentemente no podría mantenerse sino con la seguridad de tener una vasta área domi­nada que enviaba maíz, frijoles, calabazas, chile, algodón, etc., aparte del intercambio comercial ya mencionado y del que tenemos una información más completa.

 

En este momento, el valle de Oaxaca llegó ya a su madurez, a la plenitud de su cultura y tal vez al momento más brillante de su historia. La época III B es una conti­nuación de la época anterior. Indica que se trata de lo mismo, pero hay diferencias suficientes para considerarla, si no como una época distinta de la anterior, sí con modali­dades que la distinguen de la precedente. Se inicia probablemente hacia 350 d. de C.

 

Consideramos que la cultura zapoteca, dentro de la época III B y del valle de Oaxaca, se caracteriza por un proceso cultu­ral muy interesante y diverso en Mesoamérica.

 

Recordemos que ya para entonces fue total la absorción y, por tanto la desaparición de la influencia teotihuacana, por mucho que la gran ciudad del Altiplano estuviera en pleno apogeo. Sugerimos poder llamar ese proceso el de la muralla china. El valle de Oaxaca parece aislarse totalmente de sus vecinos y constituir una área aparte de las demás y, en ciertos momentos, hasta donde pode­mos juzgarlo, prácticamente sin relación con ellos. Hablaremos después sobre el resultado de este aislamiento.

 

Por el recorrido, aunque incompleto, del valle de Oaxaca sabemos que existen cuando menos dieciocho sitios mayores -por cierto, algunos casos más grandes que el propio Monte Albán-, pero, como no han sido explorados, es muy difícil juzgar con exactitud. Por otra parte, algo más de noventa sitios menores; entre éstos se incluyen una varie­dad que va desde los francamente pequeños hasta otros mayores, pero no de la categoría o tamaño de los dieciocho antes mencionados.

 

¿ Qué significa esto? Evidentemente una población considerable. La demografía aumenta a un ritmo extraordinario, sobre todo tratándose de culturas preindustriales, en un ritmo comparable al que ocurre hoy día y cuyos efectos probablemente fueron tan de­sastrosos como los que tendremos en un fu­turo no muy lejano.

 

Cuánta gente vivía en el valle es impo­sible asegurarlo. Pero tenemos un dato su­gerente: el número de pueblos y de ciuda­des que conocemos es mayor del que hoy existe. Claro que esto no implica necesaria­mente que hubiera más habitantes entonces que hoy, porque, como ya se dijo, en muchos casos ignoramos el tamaño de esos sitios y, por tanto, es imposible calcular el número de sus habitantes. Pero esa cantidad de lugares habitados, de ciudades con grandes monu­mentos, con numerosos templos, palacios y casas, necesariamente indica una población abundante. Consideramos que no es una exa­geración creer que en aquellos momentos vi­vían en el valle de Oaxaca un número de per­sonas semejante al que hoy lo habitan.

 

Durante esa época también Monte Albán llega a su apogeo. En primer lugar, las ruinas ofrecen una extensión mayor que la dada en épocas anteriores. Entonces debió contar con más de 35.000 habitantes, cifra impor­tante para cualquier lugar en el año 700. Se cree que era menos de la mitad de lo que Teotihuacán tenía. Vemos que casi todos los edificios anteriores habían sido recons­truidos según la idea mesoamericana de su­perponer un nuevo edificio sobre el antiguo, un nuevo basamento con un nuevo templo sobre el basamento anterior y el templo anterior. Además se habían cons­truido muchos nuevos.

 

En la arquitectura aparecen ciertas varie­dades de lo que habíamos encontrado en la época III A. Por ejemplo, muchos de los table­ros se muestran ahora no lisos como antes, sino decorados en formas variadas, general­mente con unos motivos en bajo relieve en el propio tablero, con figuras zoomorfas, a veces con grecas o con un motivo que es como una T invertida. Todo ello no es aún lo que vamos a encontrar después en las famosas grecas de Mitla y de lugares como Yagul, pero es un antecedente de ello.

 

Las esquinas de muchos edificios, por ejemplo de la plataforma sur de Monte Albán, están revestidas (en cierto aspecto recor­dando la vieja tradición de los danzantes y de las lápidas del montículo J) con grandes piedras planas que cubren la esquina, piedras incisas con motivos generalmente de conquis­ta, como ya hemos visto en la época IIIA. El personaje está de pie clavando su lanza sobre el jeroglífico del sitio conquistado; junto a él hay una larga inscripción jeroglífica. Des­graciadamente no las podemos descifrar, pero indican una escritura bastante avanza­da, con la que quizá se pueden inscribir textos, ya no simplemente el nombre de la persona, la fecha o el nombre de un sitio, sino mucho más que eso; posiblemente se trata de un resumen o de una breve mención rela­tiva a la conquista o un episodio de ella o de quien la llevó a cabo.

 

La plataforma norte, enteramente lisa, tiene unas curiosas esquinas redondeadas. Siempre se habían considerado como únicas en Oaxaca, hasta que al ser explorado Dain­zú se descubrieron unas esquinas redondea­das de la misma forma. Ahora lo interesante y complicado del asunto es que el edificio de Dainzú es indudablemente muy anterior. Ya se mencionó cuando hablamos de la épo­ca II y de la serie de jugadores de pelota que decoran su área. Aquí tienen la misma forma, pero pertenecen a épocas muy distintas.

 

En casi todos los casos, los templos de esa época están formados por dos habitacio­nes, una detrás. de la otra. En la de enfrente, la entrada está dividida por dos pilares, formando así un triple acceso. Esto es nuevo en Monte Albán y posiblemente también sea el antecedente de lo que después vamos a encontrar en abundancia en los palacios de Yagul o en muchos otros lugares. Estos templos llevan techos planos; probablemente no era ésta la forma más antigua, sino el techo inclinado. No existe ninguno de estos techos, pero en maquetas de piedra encontra­das, algunas muy bellas, se ve cómo el techo está decorado a su vez con el mismo motivo que forma los tableros, es decir, con esta línea doble ya indicada.

 

También en este momento se ven en Monte Albán enormes pilares a veces colum­nas, es decir, formadas de una sola piedra monolítica, decoradas al frente con motivos incisos representando una figura humana o un gran jeroglífico.

 

Los cuatro lados de la gran plaza esta­ban completamente edificados y lo que hoy vemos de Monte Albán, salvo excepciones, es lo que corresponde a esa época, puesto que fue la última construcción y, por tanto, la que quedó encima.

 

Las tumbas se muestran particularmente vastas y valiosas; la necrofilia, el culto a los muertos tan característico del valle de Oaxaca más que de ningún otro lugar en Mesoamérica, en ese momento está en auge. Se construyen numerosos edificios subterrá­neos cada vez más suntuosos y complicados. Es curioso que estas tumbas tan lujosas no siempre contienen objetos valiosos, sino a veces extraordinariamente pobres y ni si­quiera de manufactura muy cuidadosa.

 

Las pinturas de las tumbas corresponden al principio de la época, probablemente en­tre los años 350 y 400. Todavía muestran algún resabio teotihuacano. No son idénti­cas ni pueden confundirse con una pintura teo­tihuacana, pero si se advierten numerosas similitudes, un mismo sentido general. Proba­blemente es el último caso en que todavía sobrevive una influencia teotihuacana que tiende a desaparecer.

 

Durante esa época conocemos un consi­derable número de dioses. Son casi 38, de ellos 11 femeninos. Todos presentan las ca­racterísticas estéticas de la época: tienen las caras pesadas, abultados los párpados superiores, las bocas abiertas, mostrando los dientes, y sobre todo un aspecto de falta de vitalidad, como obras hechas en serie (o en molde), aunque generalmente no lo eran, salvo los adornos. La profusión de adornos es enorme, así como su proporción; por ejemplo, el pectoral de algunos dioses ocupa un espacio desproporcionado con la realidad. En el caso del dios de la lluvia, Cocijo, su figura casi desaparece ante la cantidad de objetos que lo acompañan. Ya no es la obra personal que habíamos encontrado antes, debida a un artesano -con talento o sin él-, sino una serie de objetos como si una fábri­ca se dedicara a hacer tales piezas.

 

Contamos ahora con dos elementos en­teramente nuevos en la manera de representar a los dioses. Por un lado, ya no están senta­dos como siempre aparecían antes, con las piernas cruzadas, sino sentados en un banco. En segundo lugar, hay unas cajas que están como pedestales que sostienen la figura del dios.

 

La deidad más interesante conocida de esa época tiene su nombre escrito sobre ella: es la diosa 13 Serpiente. Otra lleva un ves­tido como las mujeres de la época, prenda muy parecida a la que aún hoy usan algunas mujeres indígenas de ciertos grupos de la región, con la falda recogida y decorada con un adorno en la parte baja; el huipil, que cu­bre los brazos, hombros y pecho, y sobre la cabeza el trenzado con hilo de tejer. No es exagerado afirmar que este tipo de vestido existe en México desde hace cuando menos 1.500 años.

 

La calidad de la cerámica muestra un evidente descenso; en cambio, aumenta su cantidad. Las vasijas, al igual que muchos de los dioses, se hacen un poco en serie, muchas veces en moldes. Ya no hay la dedi­cación, el afecto hacia el objeto individual que había caracterizado las épocas anteriores. Todo se fabrica en grandes cantidades, lo que hace bajar muchísimo su valor estético.

 

Digamos que éste es el Monte Albán del año 700, es decir, unos cuantos años antes de su caída. Con sus cualidades y defectos, con su desarrollo, es indudablemente el centro político, cultural, económico y religioso del mundo zapoteca. En cierto modo es una ante­sala del cielo, el ombligo del mundo, el lugar donde viven los dioses y residen los hombres que les rinden homenaje. En la plaza Mayor, sobre todo, se ocupan de los dioses y viven en comunidad o en intimidad con ellos. Es el lugar hacia donde dirigen sus miradas los habitantes del valle, llenos de admiración, de asombro y de terror. Es el sitio privile­giado, el lugar escogido que prácticamente se une con el cielo.

 

Este concepto, irreal por supuesto, pero aceptado por la gente, se refiere a aquella ciudad más divina que humana. Significa un prestigio inmenso conseguido a través de bastante más de mil años y tal vez fo­mentado por lo que llamamos la Muralla china, es decir, el encierro que en esos siglos presenta el valle de Oaxaca. Creemos que es la única área nuclear verdaderamente im­portante de Mesoamérica donde en esas épocas no encontramos un solo objeto que provenga de fuera ni una sola influencia, cuando menos clara, que podamos pensar que viene de otra área.

 

El mundo zapoteco se ha encerrado en sí mismo, se nutre de sus propias fuerzas y de sus propias posibilidades, está desconectado con los adelantos y los problemas de otros sitios.

 

Hasta cierto punto, eso pasó en el caso de China; ideal imposible, además de catastrófico, algo irrealizable porque ningún grupo humano puede separarse en masa de la civilización a la que pertenece y aislarse de ella de tal manera que se olvide de que al otro lado de las montañas existen otros. seres que están haciendo otras cosas. Consideramos que esta Muralla china fue una de las causas principales de la caída que había de ocurrir poco después.

 

Esta introversión no es la única causa de la caída de la gran ciudad. Hacia 650 cae Teotihuacán. Es evidente que el fin de la ciudad más grande de toda la América precolombina no puede haber acaecido como un fenómeno aislado o sin consecuencias. No sólo en Oaxaca, sino en muchos otros lu­gares hay una repercusión tremenda causada por este vacío que se forma al caer Teoti­huacán.

 

Ello tuvo que producir consecuencias graves. No sabemos exactamente cuáles, pero advertimos una serie de movimientos de pueblos y gentes de un lado para otro. Por mucho que el valle de Oaxaca con Monte Al­bán a la cabeza haya querido aislarse de ese movimiento, no pudo lograrlo y a su pe­sar se vio involucrado en la gran catástrofe, que implica un cambio enorme en muchos de los aspectos básicos de la civilización mesoamericana.

 

Posiblemente la causa primaria de la caí­da de Teotihuacán, no la única, sea la misma que la de Monte Albán. Su aislamiento, en cierto aspecto su arrogancia, proviene de que Monte Albán había vivido 1.500 años en continuo desarrollo. Cada vez era más grande y poderoso, cada vez había conquistado y dominado más y más, hasta que el valle entero cayó a sus pies. Entonces es difícil que la elite de Monte Albán, fueran sacerdotes o, lo más probable, una combinación de sacerdotes y militares, no se haya acostum­brado a este éxito permanente, a este ade­lanto continuo. Cuando se inician los pro­blemas, cuando empieza a quebrarse aquella línea de éxitos, se muestran incapaces de to­mar las medidas que pudieran haber impe­dido el desastre final. Eso es característico de muchos pueblos.

 

El aumento de población es otro de los motivos. Mientras ésta no rebasaba ciertos límites bastaba con la agricultura y los pro­ductos del valle. Cuando se acrecienta suelen mejorarse, para hacer frente a este aumento demográfico, las técnicas agrícolas. La irrigación se diversifica y son utilizadas las la­deras de los cerros, que antes no habían sido explotadas, con lo que indudablemente se consigue un rendimiento mayor y, por tan­to, la posibilidad de poder mantener a un número mayor de habitantes. Pero si este aumento demográfico sigue adelante, como ocurrió, llega el momento en que la agricultu­ra, con las limitadas posibilidades de la civi­lización indígena, alcanza su máximo. A par­tir de ahora ocurre el primer eslabón. Ya no es posible alimentar debidamente a tal canti­dad de gente.

 

Por otro lado, el hecho de que se recons­truya Monte Albán íntegramente, cubriéndolo de templos y palacios; que en esa época se erijan tumbas suntuosas y sean venerados numerosos dioses, significa una tremenda carga sobre el esfuerzo humano. La gente, el pueblo del valle, cada día tenía que tra­bajar más, no sólo para obtener mayores ren­dimientos agrícolas, sino para sostener el cul­to, la suntuosa aristocracia y todo el esfuerzo necesario para ello.

 

Pero no tergiversemos el asunto enfo­cándolo tan sólo como un simple problema económico.

 

No debemos olvidar que aquellas gentes no eran esclavos, ni estaban obligadas bajo la amenaza del chicote; obraban voluntaria­mente bajo la tiránica influencia de los dio­ses, de los sacerdotes. Su fe en ellos era tal, que gran parte de la labor la hacían benévolamente, lo que no impide que los proble­mas y la carga fueran los mismos. Tal vez lo hicieron con mejor ánimo, pero sin nada más absolutamente.

 

En otras palabras, llega un momento en que se rompe el equilibrio y es imposible reanudarlo. Este debió ser el resultado de la crisis última, ya sin solución; aunque es im­posible afirmarlo, evidentemente debió pro­ducir en los últimos tiempos el descontento de las masas y, como consecuencia inmedia­ta de ello, tal vez rebeliones.

 

El hecho es que hacia 750 la ciudad es abandonada. No en el sentido de ser despo­blada -eso no ocurre nunca-, sino en el de no ser ya el centro, la capital; en consecuen­cia, los templos y los palacios van cayendo poco a poco. En Monte Albán no hay huella alguna de una conquista violenta, de un in­cendio, que tal vez en pocos días haya aca­bado con la ciudad, como en Teotihuacán, sino de una lenta destrucción. Hacia el año 800 ya no había habitantes organizados, salvo en áreas reducidas.

 

El abandono de Monte Albán provoca una serie de amplias repercusiones dentro del valle mismo. Entonces surgen gran número de sitios -no nacen-, se agrandan y adquieren importancia.

 

Vida de ultratumba, ceremonialismo y divinidades en Monte Albán.

 

Las tumbas de la época I no llegan a las grandes estructuras futuras. Son simples fosas rectangulares con muros de piedra y techos de grandes la­jas planas. Los muertos aparecen casi siempre acostados boca arriba, y las ofrendas son frecuentemente muy nu­merosas. Sin embargo, en esta sencillez de los edificios mortuorios es evi­dente que ya se inicia esa intensa ne­crofilia, esa orientación hacia el otro mundo de toda la cultura que se ha de ver mucho más desarrollada en las épo­cas futuras.

 

La existencia, desde entonces, de templos y posiblemente de un alineamiento de ellos y de la organización de lo que será en la época II la gran plaza de Monte Albán, las tumbas excavadas, los danzantes y todo el complejo que representan, la escritura y el calen­dario, todo es ya parte del rasgo más característico de Mesoamérica: su in­tenso ceremonialismo. Es evidente que aunque  se  trate,  como indudablemente así es, de la primera cultura re­presentada en Monte Albán, de ningu­na manera estamos frente a un mundo primitivo; y si bien todavía no es un mundo plenamente urbano y civilizado, ya está muy cerca de serlo. Es una situación, desde el punto de vista de la evolución cultural, muy similar a la que encontramos entre los olmecas de Ve­racruz.

 

Notable es la cerámica gris, tanto la de uso diario como la ceremonial, muy pulida y muy fina, frecuentemente de­corada con incisión o con grabado. Representa formas sencillas de vasija o bien figuras humanas o animales, gatos, conejos y muchos otros. Es una cerá­mica muy libre, muy personal, que to­davía está bastante lejos del rigorismo futuro y una de las más bellas jamás producidas en Mesoamérica. Las pie­zas son todas distintas, no simplemen­te porque estén hechas a mano, que es lo común entonces, sino porque hay una verdadera individualidad, un espí­ritu creador que preside la elaboración de cada pieza, por sencilla que sea. Junto al gris tenemos la cerámica cre­ma, frecuentemente pintada de blanco o con un pulimento rojo muy brillante. Aparecen ya efigies de dioses -los primeros dioses de  Mesoamérica-, pero todavía no podemos hablar de urnas en el sentido futuro. Los pocos dioses representados entonces, proba­blemente diez, son todos masculinos. Las únicas figuras femeninas de esta época son más bien las figurillas habi­tuales a Mesoamérica; aunque en un estilo un poco distinto, todas presentan esa característica de anonimidad, ya que no parecen todavía representar un dios concreto como sucederá después.

 

(El texto de este inciso se tomo de I. Bernal, Museo Nacional de Antropología de México, págs. 207-209, México, 1969).

 

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14.            La Huasteca.

Por: José García Payón

 

Arqueología de la Huasteca

 

Aunque se ha considerado que la arqueología de la Huasteca no es tan compleja como la de la región sur de Veracruz, consideran­do la amplitud de su territorio a través de la distribución lingüística del año 1521 y la ubicación de sus centros arqueológicos, hay que reconocer que faltan muchos datos para intentar una reconstrucción de su pasado cultural prehispánico.

 

Los primeros datos sobre esta cultura fueron publicados por Eduard Seler y su es­posa, C. Sach Seler, entre 1888 y 1915; otros distinguidos investigadores, desde la segun­da década del siglo XX, fueron Walter Fewkes, Prieto, Primo Feliciano Velázquez, Blas Rodríguez, Gabriel Zaldívar, Juan Ma­nuel Torres y el etnólogo Walter Staub, que hizo breves descripciones de la cerámica, distinguiendo dos tipos de principales fi­gurillas hechas por pastillajes o por bajos relieves. Merece destacarse especialmente al señor Joaquín Meade, quien ha dedicado su vida al estudio del territorio y cultura de ese pueblo, descubriendo 172 zonas ar­queológicas, sin referencia a una frecuencia cronológica de sus antigüedades. Además de esos interesantes estudios, el arqueó­logo Du Solier hizo exploraciones y recono­cimientos, algunos de los cuales no han sido publicados y se encuentran en los archivos del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Noguera menciona ciertas excava­ciones hechas por la arqueóloga María Antonieta Espejo, los estudiantes norteamerica­nos señor y señora Troike y las más recien­tes de la señora Braniff y del arqueólogo francés Guy Stresser Pean, que aún no se han publicado. Las exploraciones realizadas por el arqueólogo inglés Donald P. Held­man en Río Verde, S.L.P., y Jeffrey K. Wil­kerson en la margen izquierda del río Teco­lutla, en Santa Luisa, entre Gutiérrez Zamo­ra y la población de Tecolutla, y las que emprendió el arqueólogo Alfonso Medellín Zenil en varias partes de la Huasteca, especialmente en la región de Chicontepec, han quedado inéditas. Entre los incansables in­vestigadores de la cultura huasteca hijos del territorio se cuentan el profesor Roberto de la Cerda Silva y, especialmente, el señor Joaquín Meade, que ha publicado muchas monografías, historias y arqueología; los objetos arqueológicos que reunió se hallan depositados en el museo regional de San Luis Potosí.

 

Es digno de mención el Museo de la Cul­tura huasteca, que está ubicado en el edificio del Tecnológico de Ciudad Madero. La base de este museo la forman las colecciones pri­vadas de don Manuel Valero del Hoyo junto con las de los doctores Enrique Ortega, Luis G. Molina, Raúl Sepúlveda y el licenciado Blas Rodríguez. Fue descrita y clasificada cronológicamente por el arqueólogo Román Piña Chan. Se encuentra en el museo mencionado una réplica en papel amate de Quetzalcóatl, donada por el Ing. Gerardo Ferrétiz de León, hecha por él mismo.

 

Entre las demás colecciones privadas merecen especial atención las de los señores Víctor Manuel Domínguez y Bernabé Sán­chez Flores, de Pánuco; la del Museo de Tuxpan, bajo la custodia del Instituto de An­tropología de la universidad veracruzana; la gran colección del presbítero Carlos Cortés en Tampico Alto, Veracruz; la del licenciado Enrique León de la Barra en Ciudad Victo­ria, Tamps., y la colección del señor Roberto Pavón Méndez, ayudante de los arqueólogos Gordon Ekholm y MacNeish, que se encuen­tra en el Museo de Arqueología de la ciudad de Xalapa, Veracruz. Si todas estas coleccio­nes se pudieran reunir en un solo edificio, proporcionarían a la nación un bello museo de cultura huasteca.

 

Secuencia cronológica de la cerámica huasteca.

 

Las investigaciones arqueológicas efec­tuadas en Tamaulipas por el arqueólogo MacNeish le llevaron a considerar que los pri­meros pobladores de ese territorio fueron grupos cazadores y recolectores, cuya antigüedad se coloca entre los años 10000 y 3000 a. de C. Sobresalieron los hallazgos de las cuevas llamadas Cañón, Diablo y La Perra, en la sierra de Tamaulipas, en donde comprobaron varios períodos de ocupación, entre cuyos niveles de depósitos se hallaron puntas de proyectil, cestería y el inicio de la agricultura, etc. Para ese largo período prehistórico su investigador pudo establecer una serie de fases en estos mismos grupos de ca­zadores-recolectores (que descubren varios cultivos, entre ellos la calabaza), a los que denomina Lerma, Nogales, La Perra y Almagre, entroncados más tarde con los primeros gru­pos que poseen cerámicas en los primeros milenios anteriores a la era cristiana.

 

Al asentarse los grupos humanos, poco a poco se vuelven sedentarios y entonces se forman las aldeas agrícolas en las orillas de ríos y lagunas, especialmente en las riberas del río Pánuco, en donde MacNeish y su an­tecesor, el señor Gordon Ekholm, establecie­ron una secuencia cronológica que se ha con­siderado desde 1954 como la base de la evo­lución de la cultura huasteca.

 

La exploración más importante en el te­rritorio huasteco fue la que llevó a cabo el arqueólogo Gordon F. Ekholm, del Museo de Historia Natural de la ciudad de Nueva York, en Tampico y Pánuco, de septiembre de 1941 a febrero de 1942, y se publicó en 1944. Posteriormente, entre los años 1948 y 1949, el arqueólogo MacNeish, del Museo Nacio­nal del Canadá, hizo otras exploraciones en Pánuco a orillas del río del mismo nombre, con resultados importantes, que obligaron a alterar las definiciones del período más anti­guo de Ekholm, al haber encontrado en sus niveles más antiguos otros tres períodos. Posteriormente, estos datos fueron modifi­cados por el arqueólogo R. Piña Chan.

 

En síntesis, estas cerámicas, en su pri­mer período, están representadas por la fase Pavón (1100-850 a. de C.), que incluye el Pro­greso metálico y Progreso blanco. Sigue la fase Ponce (850-600 a. de C.), con la eviden­cia de una larga laguna de tiempo entre esta fase y la fase Pavón.

 

Hacia el final de estas fases aparece, entre 600 y 350 a. de C., el período Aguilar, repre­sentado por el Aguilar rojo y Aguilar gris y el principio del tipo chila blanco, con largos y sólidos soportes.

 

Estas fases muestran una serie de innova­ciones y el inicio de intercambios comercia­les con conexiones a lo largo de la costa sur, hacia el área olmeca y maya, por el decorado de gruesas arcillas y la pintura bicroma, y en los soportes, influencia del valle de México.

 

Hacia los años 350-100 a. de C., a estas tres fases se une la Chila blanco, de diversas formas de pasta jabonosa, con interiores y exteriores blanquizcos y soportes variados. Otros tipos son la cerámica roja pintada, ce­rámica lisa gruesa y cerámica lisa fina. Estos tipos pueden considerarse los más antiguos conocidos de la Huasteca; sin embargo, la Chila blanco no es precisamente una forma primitiva, ya que las formas de la vasija están lo suficientemente elaboradas como para pre­suponer un período anterior de desarrollo.

 

En el periodo siguiente, con el nombre de Pánuco II, entre 100 y 200 d. de C., se encuentra el tipo Prisco negro, que es una ce­rámica relativamente suave y quebradiza; una variedad de la misma es la cerámica Prisco negro al fresco. Otra cerámica del mismo período es el Pánuco gris con varian­tes, con impresiones de textil, y otros ejem­plares con pastillaje.

 

En el Pánuco III, correspondiente al pe­ríodo 200 a 700 d. de C., se hallan las cerámi­cas de pasta fina, por contener muy poco desgaste; entre ellas las hay acanaladas, ne­gra fina y áspera y cucharas que aparecen desde el Pánuco 1, si bien ahora son más abundantes blancas y amarillentas. En este período encontramos cerámica estilo teoti­huacano. También este período se caracteri­za por la presencia de la cerámica que reci­be el nombre de Pánuco fino, con un sistema de elaboración no conocido en los períodos anteriores y aparecido repentinamente en éste.

 

En el Pánuco IV (700-1000 d. de C.) se presenta un complejo uniforme de cerámica, cuyos tipos característicos son el Zaquil ne­gro, el Zaquil rojo y otros, como el Pánuco gris y los clasificados por Ekholm en varios subtipos.

 

Pánuco V (1000-1250 d. de C.) cuenta con cerámicas típicas en las que figuran Las Flores rojo sobre café amarillento y los molcaje­tes tipo Las Flores. Hay además los tipos de pasta fina de baño rojo, la Zaquil rojo, la Za­quil negra y la Pánuco lila o púrpura sobre café.

 

El Tancol policromo parece ser muy fa­miliar al anterior Huasteca negro sobre blan­co. Las formas comunes son de cajetes con bandas entrantes con decoloración exterior, de varias formas.

 

La cerámica de Las Flores procede de un sitio que no se halla en la región de Pánuco; se encuentra aislado en el barrio residencial de ese nombre en la ciudad de Tampico y la mayor parte del material de cerámica procede del montículo A. Hay varios tipos de cerámi­ca en esta localidad, entre los que descue­llan: Las Flores molcajetes y Zaquil negro e inciso.

 

Los más característicos, sin embargo, son los de Las Flores negro sobre rojo y Las Flores rojo sobre ocre.

 

La cerámica de Tancol se encuentra en un pequeño pueblo situado en el lado oriental de la laguna de Chairel, a unos 8 km. al este de la ciudad de Tampico. La cerámica de esta localidad corresponde a dos distintos complejos, el más reciente al período IV y el más antiguo al período II de Pánuco.

 

Resumen y conclusiones del estudio de la cerámica Tampico-Pánuco.

 

De acuerdo con el análisis que hace Ekholm de las cerámicas de Pánuco y de los otros sitios explorados, cada uno de los pe­riodos en que divide la secuencia cerámica muestra determinadas relaciones.

 

Período I.

 

Se le pueden asignar como características las cerámicas Chila blanco y la de pintura roja. La Chila blanco es semejante en pasta y acabado a una cerámica que se da en Mon­te Albán I. También muestra similitud con la de engobe blanco de Kaminaljuyú, período Miraflores, que es el más antiguo. En cambio en la zona maya no ocurre hasta la época Chicanel. Por su parte, la cerámica de pintura roja ofrece semejanzas con la que se encuen­tra en Uaxactún en el período Mamón.

 

Período II.

 

Las cerámicas características de este pe­riodo son el Prisco negro del complejo Tancol. Las semejanzas más evidentes las tiene con la cerámica de la fase Chicanel, de Uaxactún, por sus formas de cajetes abiertos con pequeña moldura basal. Pánuco gris, que apa­rece al principio de este período, muestra ciertas semejanzas con el de los primeros pe­ríodos de Monte Albán.

 

El complejo Tancol es único y distinto a cualquier otro de Mesoamérica, aunque ofrece ciertas analogías, como el Pánuco gris, con cerámicas de Monte Albán I y II. También Ekholm encuentra ciertas relaciones interesantes con cerámica del sudeste de los Estados Unidos, en cuanto a formas y dibu­jos decorativos, pero son semejanzas muy ge­nerales.

 

Período III.

 

Lo más significativo de este período es el tipo de soporte en forma de losa, forma muy característica de Teotihuacán III, lo que señala cierta contemporaneidad. En general el origen de la cerámica de este período pare­ce corresponder a las regiones del norte de Veracruz y la Huasteca.

 

 

Período IV.

 

No hay ninguna cerámica de este periodo que permita comparaciones con otras áreas. Sin embargo, como el siguiente período V, ofrece analogías con el complejo azteca I Mazapan. El período IV debe de ser contemporá­neo de la última fase de Teotihuacán. Hay semejanzas evidentes entre la cerámica de este período y la de El Tajín. Ello es bien noto­rio en la Zaquil negra incisa y la decoración negativa. Al parecer, las cerámicas de este período, como las del anterior, son un desa­rrollo local.

 

Período V.

 

Ofrece relaciones más precisas y permite fijar su posición en las secuencias culturales de Mesoamérica, debido, en gran parte, al material muy abundante que corresponde a esta época. Se puede relacionar fácilmente con el horizonte Azteca I-Mazapan, Chichén-­Itzá. Lo más significativo son las cerámicas Las Flores negras sobre rojas, Las Flores en relieve y Las Flores incisas.

 

Período VI.

 

Coetáneo del período Azteca II o III, siguió hasta después de la conquista por el hecho de que la cerámica huasteca (negro sobre blanco) es el antecedente de la cerámi­ca moderna huasteca. La típica cerámica huasteca no ofrece semejanza con ninguna otra de Mesoamérica. Los característicos motivos decorativos son distintos a los que generalmente concurren en otras cerámicas de esta extensa área. Algunos autores han querido ver ciertas semejanzas con las de los hopi. De cualquier manera hay cierta simili­tud con las cerámicas del sudeste de los Es­tados Unidos. Por otra parte, esta típica ce­rámica sólo se da en la región huasteca, en donde probablemente se originó, aunque es cierto que ya en el periodo VI aparece por completo desarrollada, lo que hace suponer que tuvo un gran periodo de evolución en al­guna parte de la misma Huasteca.

 

Otro tipo de cerámica que se relaciona con la Huasteca negro sobre blanco es el Tancol café sobre amarillo, aunque sus moti­vos son distintos. Difiere de cualquier estilo de los comunes en Mesoamérica, pero tiene alguna analogía con los del Azteca III, de mo­tivos negros sobre el color natural del barro, como se ve por la semejanza en composición del dibujo: series de líneas paralelas y ciertos detalles de ornamentación.

 

Cabecillas.

 

En general, dice MacNeish, las figurillas más antiguas tienen cabezas más grandes en proporción al cuerpo.

 

Con una sola excepción, todos los frag­mentos de cuerpos que encontró son femeni­nos y no llevaban ropa.

 

Por lo que se refiere a las relaciones que presentan los objetos y el material proceden­te de Pánuco y sus distintos períodos, Mac­Neish trata de establecerlas y las presenta por medio de tablas. En una de ellas aparecen los rasgos característicos de cada período y en otra, que llama Alternativa 1, establece una correlación de acuerdo con determinados rasgos.

 

Según éstos, los períodos Pavón y Pon­ce serían contemporáneos de Tres Zapotes inferior y de Mamón y el Yojoa, monocromo de Honduras, como representativos del período formativo. De acuerdo con esta misma alternativa, Monte Albán, las culturas de Oaxaca y las preclásicas del valle de Méxi­co serían posteriores. En cambio, de confor­midad con la otra alternativa que presenta también una tabla, agruparía el monocromo Yojoa, Mamón, Tres Zapotes inferior, Ponce, Pavón, Zacatenco inferior y Arbolillo anti­guo como períodos contemporáneos y que constituían la etapa formativa del preclásico.

 

Durante los períodos formativos existía una área cultural, que se extendía desde El Petén hasta Pánuco, ocupada por pueblos de habla maya. Durante los períodos clásicos, en el centro de Veracruz esta cultura fue di­vidida por influencias, posiblemente totona­cas, que vinieron del valle de México y, finalmente, durante el período tolteca, los huas­tecas y los mayas quedaron más separados por pueblos de habla náhuatl.

 

Durante el curso de las exploraciones en la zona Tampico-Pánuco, Ekholm encontró alrededor de 500 figurillas y fragmentos, que fueron clasificados con nombres des­criptivos.

 

Las figurillas del tipo Pánuco A, B, C exceden ampliamente por su abundancia a to­das las demás en el área Tampico-Pánuco. El tipo es de origen local y no puede confun­dirse con otras de cualquier origen, aunque tienen cierta correlación con tipos del sur de Veracruz.

 

Juguetes con ruedas.

 

El primero fue hallado en el siglo XIX por Charnay en Tenepanco, otro por Stirling en el sur de Veracruz y en 1967 el arqueó­logo Manuel Torres halló varios en la región de Tlalixcoyan.

 

Malacate.

 

Cuarenta y ocho tipos se obtuvieron en las exploraciones de Las Flores; por lo tanto, corresponden al período V y parece que su presencia se limita a este horizonte. Conside­rando su pequeño tamaño, el modelado de estos malacates está excepcionalmente bien he­cho. Las formas humanas y de animales se dan en una gran variedad. Los malacates re­presentan un relevante logro artístico del V período, así como la mejor afinidad concepcional artística religiosa entre la cultura huasteca y las culturas del centro de México y Centroamérica.

 

Arquitectura de la Huasteca.

 

El monumento que hasta la fecha, por su sistema constructivo y la cerámica que se encontró, se considera más antiguo está ubi­cado en la zona arqueológica de El Ebano, en el municipio de Tamuin; fue explorado a partir de 1937 por el arqueólogo Wilfrido Du Solier, del Instituto Nacional de Antro­pología e Historia.

 

El Ebano.

 

Se trata de un edificio circular de 27 m de diámetro, cuya forma es aproximadamente la de un casquete esférico de 3 m de altura, construido sobre una especie de plataforma natural rodeada de esteros formados arti­ficialmente para tener una provisión de agua. Su construcción está hecha a base de arcilla comprimida y quemada para darle consisten­cia; no se ha encontrado escalera ni rampa que facilite el acceso a la parte alta, pero pudiera ser que se hubiera destruido por la pobreza del material, o por haber sido hecha de trozos de árbol, como en el sudeste de los Esta­dos Unidos. En la parte alta se localizaron al­gunos fragmentos de madera, tal vez restos de un edificio que allí se levantaba. Según Du Solier, corresponde, por la cerámica en­contrada, al período Huasteca I de Ekholm.

 

Tancanhuitz.

 

"Canoa de flores" se encuentra en la zona arqueológica de Tancanhuitz, en el estado de San Luis Potosí, que fue explorada en 1937 por Du Solier. Se descubrió un conjunto monumental muy amplio sobre una plataforma en la que se observa una perfecta ordenación de los edificios, incluso una simetría, siguiendo una ordenación de noroeste a sudeste. Las estructuras presentar) formas y plantas va­riadas circulares, rectangulares y combinación de ambas; su elevación no rebasa los 6 m y todas ellas están formadas por plata­formas superpuestas. La estructura interna de los edificios no está constituida por ver­daderas plataformas, ya que en torno a un núcleo central de tierra y arcilla se han cons­truido paramentos de lajas de piedra, que en forma de arillos aparecen como cuerpos es­calonados y con las primeras hiladas empo­tradas en el suelo de modo semejante a lo que sucede en Cuicuilco.

 

Se exploró el mayor de dos montícu­los, el A, que tiene 12 m de diámetro y 3 de altura; parecía a primera vista de tres cuerpos superpuestos, pero originalmente sólo queda­ba un talud general que llegaba desde la plataforma hasta la meseta superior, como sucede en Huichapan. Esta pirámide, con­temporánea a la de Cuicuilco, le es semejante en su sistema constructivo y tiene también una rampa de acceso a la plataforma.

 

Tamuin.

 

Esta zona arqueológica se halla a unos 8 km. al sudeste de la población de Tamuin, a orillas del río del mismo nombre; abarca una superficie de 17 ha con multitud de mon­tículos agrupados alrededor de plazas. sólo fue explorada por Du Solier una parte de la plataforma sur.

 

En esta plataforma, que se eleva a unos 5 m sobre el nivel general del terreno, se distribuyen simétricamente varios montícu­los. Su eje principal corre de norte a sur en una extensión de 50 m de largo por 17 m de ancho y 6 m de altura. Tiene acceso por una escalinata limitada por alfardas, que se desa­rrollan en el lado norte del monumento, apla­nada con estuco de muy buena calidad y con pinturas que casi han desaparecido. Otra escalera más pequeña en el lado sur parece de época anterior.

 

En 1946, las exploraciones del Instituto Nacional de Antropología e Historia se hi­cieron en un conjunto de estructuras con­sistente en un basamento de poca altura que sostiene un templo de planta rectangular con la fachada hacia el oriente; del basamento se desprendía una plataforma que unía el templo con un altar en forma de cono trun­cado. Tanto la plataforma como el altar fueron cubiertos por una nueva plataforma más larga que se prolongó hasta llegar a un se­gundo altar con una forma muy peculiar, es decir, dos grandes conos truncados unidos por su base menor.

 

En la parte alta del templo, limitando los lados norte, sur y oeste se conservaban restos de muros escalonados, con efecto de almenas; zanjas de reconocimiento demostra­ron después la existencia de dos subestruc­turas semejantes al edificio descubierto y que habían sido cubiertas por él.

 

Todo el edificio estaba aplanado y or­namentado con pinturas; el friso en que se encuentran las pinturas en el altar, en forma de cono truncado, se compone de una faja de 34 cm en la que, sobre el fondo blanco del estuco, se halla la pintura mural en rojo.

 

En 1947 se exploró, en el lado poniente de la plataforma general, otro edificio cuya mayor dimensión comprende su eje norte­-sur; es de planta rectangular con los ángulos redondeados y formado por dos cuerpos, de los que el primero es mucho más alto que el segundo; la escalera que da acceso al primer cuerpo tiene alfardas planas, pero las que limitan a la que conduce a la parte alta del se­gundo cuerpo ofrecen la forma de un frag­mento de cono truncado. Del monumento anterior descrito proviene una magnifica escultura que en 1918 obtuvo el licenciado Blas Rodríguez y que con el nombre de El Adolescente ahora forma parte de la colección del Museo Nacional de Antropología.

 

Cacahuatenco.

 

El arqueólogo Medellín Zenil, en su tra­bajo inédito sobre La Huasteca meridional, al referirse a dicho centro dice que se divi­de "en cuatro zonas arqueológicas distin­tas, siendo de todas ellas la más importante la del extremo oriental, en donde se encuentran El Castillo, La Troja y La Capilla".

 

Esta gran ciudad tiene calzadas de piedra, pozos cilíndricos con paredes recubiertas de piedra basáltica; aljibes de unos 7 a 8 m de diámetro, algunos de los cuales, a pesar del azolve, siguen funcionando; adoratorios cir­culares bajos, de unos 7 m. de diámetro, se­mejantes a los de Mecatipan; pirámides de­rruidas grandes y pequeñas, todo bajo la enorme e intrincada selva, principal cau­sante del deterioro de los monumentos.

 

De todos estos el más importante es el teocali llamado El Castillo. Es una pirámide con 7 cuerpos en talud de alturas distintas, de esquinas redondeadas, hecha excepción del basamento inferior. Su planta es más o menos cuadrada, de unos 45 m por lado de la base y de, aproximadamente, 16 metros de altura. Está rodeado en tres de sus lados por un coatepantli de "almenas" escalonadas, menos por el norte, que es el lado por donde se une a otro grupo de edificios.

 

Por su lado occidental tiene una escali­nata de 4,60 m de anchura incluyendo las alfardas o limones. La escalinata está di­vidida en tantos tramos como cuerpos tiene la pirámide, menos el basamento inferior, que es muy bajo. La escalinata del lado norte es de un solo impulso. El estado de conservación del monumento es bastante bueno; grandes porciones conservan un magnífico estucado.

 

La Troja es una original construcción que tiene un cono truncado de 4 m de diámetro en la base, un tablero circundante decorado con filas de cantos rodados empotrados y una estructura superior en forma de copa conser­vando cierta semejanza con los grandes bra­seros de mampostería de Tenochtitlan.

 

La Capilla, situada al norte del Castillo, es una construcción española de época bas­tante antigua, pero no claramente dilucidada. Por la escasa acumulación de escombros se deduce que nunca fue terminada. Se aprecia claramente en ella el inicio de un arco ro­mano.

 

Castillo de Teayo.

 

Las primeras noticias de los vestigios arqueológicos de Castillo de Teayo se de­ben a la tesonera voluntad del arqueólogo ale­mán Eduard Seler, que visitó el sitio en el año 1902. Hizo un estudio completo de acuer­do con los conocimientos de su época y en su primera descripción llegó a la conclusión de que debió de haber sido una colonia militar azteca, teoría posteriormente sostenida por el arqueólogo americano Fewkes.

 

Su primera descripción fue hecha por García Payón en 1944, quien reconoció que dicho centro arqueológico fue erigido y habi­tado por los toltecas.

 

La actual población de Castillo de Teayo fue fundada en el año 1870 por familias, en su gran mayoría de descendencia española, que abandonaron la villa de Tihuatlan por diferencias políticas con los mestizos de dicha región. Fue elevada a la categoría de muni­cipio en el año 1872.

 

Le pusieron el nombre de Castillo de Teayo porque se levantaba a unos cuantos ki­lómetros a poniente el pueblo de Teayo, con sus casas construidas en los terraplenes alrededor de la pirámide que ellos mismos exploraron y consideraron como un castillo. Según el historiador veracruzano José Luis Melga­rejo V, el antiguo nombre de esta ciudad pre­hispánica fue el de Tzapotlan; sin embargo, la estela hallada en la región, que marca la fecha de la conquista del sitio por los toltecas por medio del atlachinolli y de corazones san­grantes, y el jeroglífico toponímico del lugar no se corresponden.

 

La pirámide consta de tres cuerpos lige­ramente en talud, separados por un angosto descanso; el primero, de 3,40 m; el segundo, de 4,20, y el tercero, de 3,70 m, que nos dan una altura total de 11,30. Su planta es un cua­drado de 23,70 m de lado, sobresaliendo del cuadrado su fachada, que mira al oeste con una desviación de 150 al norte, y el arranque de su escalinata, de 6,10 m de ancho, con alfar­das de 1,40 m, encajonadas ambas por una prolongación de los tres cuerpos, contrafuer­tes de 4 m de ancho que, siguiendo la división de los tres cuerpos, dejan en su elevación estribos que encierran a modo de tenazas las alfardas y su escalinata. Las alfardas lisas se interrumpen en su ascensión por una cor­nisa, para continuar perpendicularmente, dejando en su cima unos pedestales donde debieron de estar colocadas unas esculturas; posiblemente sucedió lo mismo con los estribos laterales de la cúspide, que dominan la fachada. La irregular plazoleta superior de la pirámide, de 16,30 por 11,60 m, lleva en su centro una banqueta de poca altura, so­bre la que descansan los vestigios de un pequeño santuario de 6,80 m en su fachada por 4,20 m de fondo, con una entrada de 3,40 m de ancho. Para su conservación se cubrió con un techo de zacate colorado a cuatro aguas. El único adorno arquitectónico de este conjunto es una pequeña moldura plana, que re­corre a 1,40 m de altura la construcción en sus cuatro costados, rematando un pequeño talud que forma el basamento de la cons­trucción.

 

Los muros en talud de los cuerpos pira­midales están construidos con lajas rectan­gulares en hiladas, unidas con mortero de cal y arena. En todos los paramentos se encuen­tran piedras sobresalientes, a manera de clavos probablemente funcionales, para dar ma­yor solidez al estuco o revestimiento de pie­dras labradas, que originalmente recubría los muros.

 

Los escalones están construidos por tres hiladas de lajas, formando la superficie una pequeña cornisa. En la meseta superior, en el piso y en el santuario quedan vestigios del revestimiento de estuco.

 

Alrededor de la pirámide se colocaron cierto número de esculturas, que en tiem­pos pasados se hallaban diseminadas en diversos barrios del municipio, para su protec­ción y vigilancia. Hasta la fecha no se han llevado a cabo exploraciones en los con­tornos de Castillo de Teayo, que está rodeado de montañas importantes con vestigios ar­queológicos. La cerámica más abundante recogida corresponde al tipo Mazapa.

 

Entre los huastecos el juego de pelota no parece haber tenido mucha aceptación; el arqueólogo Meade, que durante años reco­rrió su territorio, menciona su existencia únicamente en dos de sus centros arqueoló­gicos: Tambolón y la Noria de Huaxcama. Existía también el de Medaltoyuca en Queré­taro, el cual, junto con el que menciona Do­nald P. Holdman en la Manzanilla, en la re­gión de Río Verde, San Luis Potosí, pueden haberse construido antes de la ocupación huasteca. Stresser Pean dice haber hallado también un juego de pelota en su primera temporada de exploración en Tamtok, que considera del período VI. En general se tiene la impresión de que el juego de pelota fue introducido en la Huasteca durante el final del período IV, por influencia de El Tajín.

 

A propósito de la ornamentación de cier­tos edificios, el viajero inglés John Muir, en su descripción de algunas estructuras que exploró en la región de Tampico, en cuyos pisos interiores encontró unos peculiares diseños geométricos que reproduce Meade, dice: "El color primitivo de los dibujos debe haber sido hecho en color rojizo con una segunda mano de pintura negra sobre la an­terior, midiendo de largo 2,70 m en la di­rección este-oeste y un ancho de 1,35 m en la dirección norte-sur, habiendo en el centro de la figura un círculo interior de 25 a 30 cm de diámetro, dividido en 24 partes o segmentos, que no eran del todo iguales debido a alguna falla de pericia en l~ ejecución, estando unido el interior de este círculo por una figura o tira escalonada con eje norte-sur. En este círcu­lo exterior se juntaron los lados este y Oeste por medio de un círculo mayor segmentado, que medía de 49 a 72 cm de diámetro, es­tando dividido este círculo irregularmente en 24 partes, o segmentos, habiéndose unido el círculo mayor y la parte rectangular por medio de dos líneas. La segunda pintura se encontraba en un piso de cemento inmediatamente debajo del anterior, siendo la figura algo menor, midiendo 2,50 m de largo con eje este-oeste y ancho 1,28 m, siendo la posición y ejes de los dibujos aproximadamente iguales...".

 

En algunas regiones de la Huasteca, como en los sitios de Las Flores, Tancol y Tabuco (el viejo Tuxpan), en donde no hay piedras para construcciones, se han encontrado abun­dantes pisos de estuco, que contienen en su conglomerado pequeños fragmentos de concha, colocados directamente sobre la tierra o arena; a veces aparecen en varios pisos su­perpuestos que corresponden a pirámides. Este método, que Muir describió el año 1926, es único en Mesoamérica, porque general­mente el revestimiento de estuco se superpo­nía a una construcción de piedra, o sobre una construcción de ladrillo o de adobe, como sucede en Calixtlahuaca.

 

Otro curioso método hallado en la Huas­teca son los pisos de barro cocido, que se han encontrado en la vecindad de Pánuco y en las excavaciones de Tancol, Mahauves y Vega de Otates. Estos pisos fueron hechos extendien­do una capa de barro sobre la superficie del piso de una habitación una vez alisado y seco, pues sobre él se hacía fuego quemando leña. Estos pisos son generalmente bien alisados, e incluso bruñidos, y sobre ellos halló Muir las pinturas antes mencionadas. Tienen un promedio de 5 cm de grueso, el color es el del ladrillo, y su dureza alcanza la de un moderno tabique. Fueron bastante comunes en toda la planicie costera en donde no hay piedra. Los datos cronológicos aportados por Ekholm demuestran que esta costumbre se desarrolló durante el segundo periodo, o sea desde el año 100 a. de C., y continuó hasta el período de la conquista, como lo prueba el hallado en el montículo de Vega de Otates, que con­tenía cerámicas negro sobre blanco del último período huasteca. Sólo se conoce un sitio en la América Media en el que se han encon­trado pisos de barro cocido; es en la zona arqueológica de Zacualpan, en Guatemala.

 

Otra interesante característica de la ar­quitectura huasteca, según Muir y Ekholm, son las estructuras revestidas de cha­popote. Lo comprobó Ekholm en una cons­trucción cónica del período IV, en el sitio Pavón, cuyos muros y pisos estaban recubiertos de asfalto; otro ejemplar encontrado anterior­mente lo halló el arqueólogo inglés Muir en un montículo de Zacamixtle. El uso del asfal­to se utilizó también en El Tajín para re­vestir los techos planos, evitando las filtraciones de agua, costumbre que con toda seguridad fue introducida en El Tajín por influencia de los huastecas.

 

Condensando los trabajos de los princi­pales investigadores que se han ocupado en la presentación, estudio, etc., de la arquitectura huasteca (Prieto, 1873; Seler, 1888; Velásquez, 1901; Fewkes, 1903, 1904 y 1919; Staub, 1921; Mullerried, 1924; Muir, 1926; Pollok, 1936; Ekholm, 1944; Du Solier, 1945, y Meade, 1934-1962), sobresale el hecho in­controvertible del hallazgo, en los diversos tipos de edificios huastecas, de abundantes y sobresalientes edificios circulares cónicos y a veces truncados, que según Staub en 1921 alcanzaban una altura de 7 m, aunque Du Solier, en 1945, encontró en Huejutla uno de 12 m.

 

El arqueólogo Ekholm reconoció desde 1944 que el tipo de construcción circular en el área Pánuco-Tampico, de arena o tie­rra recubierta de una o varias capas de estu­co, se inició en el período II, es decir, entre los años 100 a. de C. y 200 d. de C., y conti­nuó hasta el período VI. Posteriormente Du Solier, en sus exploraciones en diversas regio­nes de la Huasteca, además de encontrar edifi­cios de construcción similar, halló otros "de arcilla comprimida y quemada" con cerámica del primer período de Ekholm, es decir, entre, los 350 y los 100 años a. de C. Descubrió también edificios circulares de paramentos de piedra burda en construcciones de círcu­los concéntricos semejantes al monumento de Cuicuilco, del Distrito Federal, y otros de laja con figurillas de tipo A, físicamente similares a las halladas debajo del Pedregal de San Angel. Estos hallazgos aportan una correlación que unifica el período I y II de la Huasteca con el valle de México, en una épo­ca en que los pueblos mayas ocupaban la cos­ta del golfo de México desde Tampico a Tabasco.

 

El ideal huasteca de la curva eterna en sus edificios arquitectónicos, el antiguo ori­gen de los edificios circulares, rasgo que se per­petuó durante siglos en centenares de centros arqueológicos de la Huasteca, y la similitud constructiva a base de anillos concéntricos superpuestos permiten afirmar que el edificio de Cuicuilco no es simplemente una influen­cia costera, sino más bien una construcción hecha por gente de habla huasteca en el valle de México. Esto demuestra también el he­cho reconocido por el mismo Marquina, se­gún el cual, "en esta época antigua las influen­cias procedían de la costa atlántica".

 

Mural huasteca.

 

El mural huasteca hallado por el arqueólogo Du Solier durante la exploración de un monumento rectangular so­bremontado por otro cónico, en la zona arqueológica de Tamuín, San Luis Potosí, resultó ser un pequeño adoratorio con su escalinata al Oriente, sobre el cual hay un altar macizo de cono trun­cado ornamentado con un friso pintado de 14 cm. de alto por 4,80 cm. de desa­rrollo, que corresponde, según su des­cubridor, al periodo entre los siglos IX y X, es decir, al Huasteca IV. En él apa­recen doce personajes ataviados en rojo indio, con contornos negros, sobre el fondo natural del aplanado del muro.

 

Esta pintura representa uno de los más importantes documentos para conocer una mínima parte del arte del di­bujo y pintura de los huastecas y de su religión, pues no se puede aceptar la interpretación dada por su descubridor el arqueólogo Du Solier, ni tampoco las de los historiadores especialistas en la historia huasteca, los señores Joaquín Meade y Blas Rodríguez, y señor Ignacio Marquina, arquitecto, por apoyarse los cuatro en la idea fundamental de que la pintura mural se halla sobre un mo­numento circular dedicado a Quetzal­cóatl, cuando está comprobado que es­ta deidad nunca fue un dios de los huastecas.

 

Las deducciones de su descubridor son transcritas a continuación:

 

“El número uno es un sacerdote gue­rrero o embajador: guerrero, por empuñar en la mano derecha una especie de dardo: embajador, por llevar en la izquierda el abanico característico.

 

“El numero dos, indudablemente, representa un huasteca por sus dientes limados y la forma peculiar del ojo: lle­va también en la única mano visible un abanico con ricas plumas, a cuyos lados aparece una singular manera de repre­sentar un caracol cortado.

 

“El número tres es un personaje huasteca por sus dientes limados y su maxtlatl redondeado, como el de Quetizalcóatl: lleva perneras de piel de tigre; parece manco, pues únicamente se ve completo el brazo izquierdo, y el de­recho amputado o tapado.

 

“El número cuatro guarda relación con efigies de Tlazolteotl del códice Telleriano Remensis, códice Vaticano B 61 y B 91, así como una representa­ción de la misma deidad labrada en una concha en forma de pectoral huasteca, estudiada por Beyer. Si bien el de Ta­muín representa aparentemente a una deidad masculina y Tlazolteotl es una diosa, cabe entonces una investigación para dilucidar el caso.

 

“El número cinco exhibe una oreje­ra que recuerda la que lleva Quetzalcóatl, llamada Tzicoliuhqui-nacochtli.

 

“El número seis, de gran movimiento, empuña en la mano derecha una sonaja y en la izquierda un objeto que bien pu­diera ser una bolsa para copal en forma de cabeza de ave (cozcacuauhtli), cuya parte superior está adornada con plu­mas; lleva un ichcahuipilli labrado, pantalones y un tocado similar al número 4.

 

“El número -siete por su vestimenta- es, probablemente, una representación de Xolotl en calidad de estrella Venus por tener garras en pies y manos; la fi­gura humana emerge de unas fauces. El báculo de la mano izquierda es un pájaro estilizado, tal vez un águila; in­dica que el personaje es una deidad relacionada con otra deidad celeste.

 

“El número ocho lleva a un terreno firme, pues la identificación de este personaje es clara e indudablemente corresponde a un sacerdote o al dios Quetzalcóatl, cuyas características más claras son el gorro cónico que porta y el maxtlatl redondeado. El dios Quetzal­cóatl lleva en la espalda la estilización huasteca del caracol cortado.

 

“El número nueve trae a la memoria lo que se dice en las crónicas sobre la costumbre de los huastecas de no ha­cer prisioneros en los combates, sino únicamente hacerse con las cabezas.

 

“El número diez poco aporta. Quizá se trate de un sacerdote de Quetzalcóatl, pero en calidad de Tlahuizcalpantecuh­tli. En el tocado tiene representaciones del caracol cerrado o joyel del viento.

 

“El número once muestra dos pier­nas calzadas con una especie de bota alta, que también suele aparecer en al­gunas imágenes de Quetzalcóatl.

 

“El número doce corresponde al final de! friso; es un personaje cuya ca­beza es sólo un cráneo, pero que tiene dos manos de personaje viviente, cu­yas piernas parecen amarradas. En el abanico de este personaje se ve una especie de serpiente o pico de pájaro, en cuya parte superior aparecen dos es­tilizaciones de caracol cortado”.

 

Du Solier termina diciendo:

 

“La idea de reunir esta diversidad de personajes, indudablemente, corresponde a un plan concebido y parece ser el producto de una sola época y de un solo artista, que quiso representar el pasaje de uno o varios dioses o sacerdotes en sus diver­sas funciones. Probablemente se nos escapan las conexiones y el ritmo que guardan en la formación en que estaban colocados”.

 

Pocos elementos pueden identificarse. El número uno debe ser un guerrero embajador; el segundo, un señor huas­teca; el tercero no se puede identificar; el cuarto es Ix-cuinan; el quinto se ignora; el sexto es el dios de la guerra huasteca; el séptimo, por sus relaciones con la lápida de Arístido Martel, es Venus; el octavo es desconocido; el noveno y el décimo también; el undécimo es hasta hoy imposible de identifi­car y el duodécimo también.

 

La religión huasteca.

 

Los vestigios arqueológicos hallados por MacNeish en Tamaulipas y en Pánuco en territorio huasteca señalan que sus habitantes, por ser los más antiguos del norte de Mesoamérica, iniciarían los primeros aspectos de lo que sería una compleja religión. Los fenó­menos de la naturaleza: el trueno, el rayo, la lluvia, el viento, la sucesión del día y la no­che, las fases de la luna, etc., adquirieron un sentido mágico­-religioso y comenzaron a ser considerados como poderes metafísicos re­lativamente controlables por medio de una reli­gión. Los rituales mágicos, aplicados a imá­genes con la representación divina de estos mismos fenómenos, sirvieron para alcanzar la benevolencia de los dioses. Se desarrolló un culto naturalista dedicado al caótico y salvaje politeísmo, con incontables concepciones pri­mitivas que abarcaban todos los cambios de la naturaleza, teniendo como bases principales el fenómeno de la procreación de los hombres, de las plantas y de los animales. Empezaron a desarrollarse principios religiosos míticos, que más tarde se amalgamaron con la corrien­te mítica que procediendo del sur, de los llamados olmecas, se extendió hacia otros pueblos en la Mesa central, sirviendo de base fundamental para el subsecuente desarrollo de la mitología en esa parte de México.

 

Los diversos vestigios escultóricos y otros de la religión del pueblo huasteca, especialmente de la región sur de su territorio, sugieren que desde el período clásico fueron invadidos por un pueblo nahua, que vivió en diversas regiones de su territorio sur (Hui­locintla, Gutiérrez Zamora, Castillo de Teayo, etc.). Se formó de esta manera una doble teología, adaptando cada grupo lingüístico a su teogonía elementos ideográficos hetero­géneos, que en algunos casos, debido a las guerras y otros motivos, fueron abandonados y definitivamente olvidados al no ser adop­tados por los grupos supervivientes.

 

Aunque han sido legados muy pocos datos de la mitología y de la religión huastecas en las crónicas, al estudiar las ilustraciones en códices como el Borgia, el Féjérvary-Mayer, el Borbónico, el Vaticano B y el de Tributos, incluyendo el Mendocino, se encuentran bastantes deidades y parafernalias de origen huasteca; si a estos datos se agregan los que pueden aportar los monumentos arquitectó­nicos huastecas, los adornos de conchas, las esculturas y los simbolismos en las deco­raciones de las vasijas arqueológicas, etc., se pueden obtener algunos conocimientos de lo que fue su religión, aunque no conoz­camos los nombres de las deidades y aun sus atributos.

 

Principiando por los códices, en la pá­gina 13 del Borgia aparece el dios del pulque, Patécatl, con el gorro cónico o copilli huaste­ca, llevando colgado en el pecho un pectoral huasteca de base puntiaguda o redondeado con una hendidura natural en el lomo, que Beyer, por su forma, clasifica como de caza­dor. En la página 57 del mismo códice apa­recen otras dos deidades del pulque: la feme­nina con el copilli y la masculina sin el copi­lli, las dos con el típico pectoral huasteca, la misma nariguera y la misma mancha en la cara. Entre ambas está, en la parte superior, el signo de la media noche y debajo dos cule­bras descendentes entrelazadas dos veces, de forma que dejan en el centro, entre sus dos cuerpos, un agujero, en una combinación y simbolismo similar, pero invertido, al tablero del montículo IV de El Tajín; debajo figura una olla con una calavera pintada, que re­cuerda la olla de la que emerge un esqueleto en los 4 tableros del juego de pelota al sur de El Tajín. La diosa ofrece un conejo (1a luna) sentado sobre un conjunto de frutas, y el dios, tres cuchillos de pedernal manchados de sangre. Debajo del brazo del dios del pulque hay un jeroglífico; la diosa lleva otro en la mano derecha.

 

Continuando con el mismo códice, en las páginas 12, 47 y 55 figura Tlazolteotl como diosa lunar y de la inmundicia, o diosa de la tierra, luciendo el pectoral huasteca; en la página 51 del mismo códice, Tlazolteotl apa­rece como diosa del maguey también con su pectoral huasteca. En la página 61 del mismo códice se halla un Xipe-tótec con el copilli huasteca y en la página 55 un Yacatecuhtli, o deidad de los caminantes, con un copilli huasteca. Otras representaciones importantes son las del códice Féjérvary-Mayer, en sus pá­ginas 26 y 41, con las deidades Mixcóatl y Cuextecatl, cada una con su copilli huasteca desnudo. En la página 14 del Féjérvary-Mayer se repite la presentación del dios del pulque, Patecatl, con el copilli huasteca.

 

En los Anales de Cuauhtitlán se lee que en el año 2-Conejo (año 870 para unos y 922 para otros) llegó Quetzalcóatl a Tullantzinco. Allí permaneció cuatro años e hizo una casa de hierbas para hacer penitencias y ayu­nar. A los cuatro años salió para Cuextlan (la Huasteca) y otros lugares y pasó un puen­te (pasó una balsa dice otra traducción). En el año 5-Casa (es decir, tres años después) los toltecas llegaron ante Quetzalcóatl para pedirle que los gobernase y fuera su gran sacerdote.

 

Refiere Sahagún, amparándose en infor­maciones aztecas, que una parte de los ol­mecas-vixtoti, después de la dispersión, re­gresaron a la región huasteca bajo las órdenes de Cuextecatl, de quien tomaron el nombre de cuexteca. Se explica así, dice Meade, que la religión que consigo llevaron y después tra­jeron fuera parecida a la de otra tribu: la tol­teca. Dada la importancia del pasaje, Meade lo transcribe: "...y estando todos en Tamoancha, ciertas familias fueron a poblar las pro­vincias que ahora se llaman Olmeca-Vixtoti, las cuales antiguamente solían saber los male­ficios o hechizos, cuyo caudillo y señor tenía pacto con el demonio y se llamaba Olmeca-Vixtoti, de quien tomando su nombre se lla­maron olmecas-vixtoti.

 

"Y de éstos se cuenta que fueron en pos de los toltecas cuando salieron del pueblo de Tullan, y se fueron hacia el Oriente, llevando consigo las pinturas de sus hechicerías; y que llegando al puerto se quedaron allí, y no pudieron pasar por el mar... Estos mismos inventaron el modo de hacer vino de la tierra; era mujer la que comenzó y supo primero agujerear los magueyes para sacar la miel de que se hace el vino, y llamábase Mayauel, y el que halló primero las raíces que echan en la miel se llamaba Patécatl y los autores del arte de saber hacer el pulque así como se hace ahora se decían Tepoxtecatl, Quetla­panqui, Tliloa, Papaztactzocaca, todos los cuales inventaron la manera de hacer el pulque en el monte llamado Chichinauhia, y por que el dicho vino hace espuma también lla­maron al monte Popozonaltépetl, que quiere decir monte espumoso; y hecho el vino convi­daron los dichos a todos los principales vie­jos y viejas en el monte que está referido, donde dieron de comer a todos y de beber del vino que habían hecho, y a cada uno es­tando en el banquete dieron cuatro tazas de vino, y a ninguno cinco porque no se embo­rrachasen... Y hubo un cuexteca, que era caudillo y señor de los cuextecas, que bebió cinco tazas de vino, con las cuales perdió su juicio y estando sin él echó por ahí sus maxtles, descubriendo sus vergüenzas, de lo cual los dichos inventores del vino, corriéndose y afrentándose mucho, se juntaron todos para castigarlo; empero como lo supo el cuexteca, de pura vergüenza se fue huyendo de ellos con todos sus vasallos y los demás que en­tendían su lenguaje, y fuéronse hacia Pano­tlan; de ellos habían venido que al presente se dicen Pantlan y los españoles le dicen Pá­nuco, y llegando al puerto no pudieron ir, por lo cual allí poblaron, y son los que en el pre­sente se dicen Toueyome, que quiere decir en indio, en mexicano, Touampohuan y en ro­mance nuestro prójimo; su nombre es cuexte­co; tomáronle de su caudillo y señor, que se decía Cuextecatl.

 

"Y estos cuextecas, volviendo a Pano­tlan llevaron consigo los cantares que canta­ban cuando bailaban, y todos los aderezos que usaban en la danza o arreito. Los mismos eran amigos de hacer embaimientos con los cuales engañaban [a] las gentes, dándoles a entender ser verdadero lo que es falso, como es dar a entender que se queman las casas que no se quemaban y que hacían parecer una fuente de peces y no era nada, sino ilusión de los ojos; y que se mataban a sí mis­mos haciéndose tajadas y pedazos sus carnes; y otras cosas que eran aparentes y no verda­deras. Y nunca dejaron de ser notados de bo­rrachos, porque eran muy dados al vino, y siguiendo o imitando a su caudillo o señor que había descubierto sus vergüenzas por su borrachera, andaban también sin maxtles los hombres. hasta que vinieron los españoles".

 

El lingüista Alejandre, que no cita su fuente de información, dice que la más impor­tante deidad de la Huasteca era el sol (Aqui­cha en huasteca); en el momento que aparece en el horizonte, se arrodillaban los viejos. Agrega que la luna era una de sus deidades. Entre las palabras relacionadas con la reli­gión o calendario huasteco, Meade menciona Aitz, que significa mes o luna; Tamub, el año, y había la palabra Inquiil para significar cier­ta medida de tiempo; Chuzelotl era la estrella matutina o el lucero; Ot, la estrella; Tyaeb, el cielo; Pailomee equivalía a dios, y los ídolos recibían los nombres de Txemtujub Llaltujub, Bialtujub, Txolcutz y Tzolentz y Teneclab o diablo.

 

En un estudio analítico de los motivos decorativos con figuras de personajes que los huastecas utilizaron en el adorno de sus pecto­rales y orejeras en forma de disco de concha, el doctor Beyer dice: "Atacando este proble­ma con los conocimientos que se tienen de la región azteca, y el hecho, mencionado desde un principio, de que algunas de estas deida­des eran consideradas por los mismos aztecas como de procedencia huasteca, veremos si podemos identificar algunas de las figuras mitológicas con deidades del panteón azteca: tomando en consideración el pectoral del jue­go A, que también consta de sus dos orejeras, la deidad masculina en la sección superior izquierda lleva de adorno en la oreja el pie de un venado, símbolo característico del dios Mixcóatl, como lo vemos en varios códices. Caso curioso, este Mixcóatl, aunque en las fuentes mexicanas está considerado como una deidad chichimeca de las tribus salvajes de las estepas del norte, algunas veces está repre­sentado como un típico huasteca. Las figuras de Mixcóatl y el jaguar del códice Vaticano B, página 25; la de la figura de la página 50 del Borgia y la 41 del Féjérvary-Mayer son homó­logas representaciones, y lo mismo sucede con la figura de Mixcóatl de la página 37 del Vaticano B y del Mixcóatl Cuextecatl de la página 26 del códice Féjérvary-Mayer. Una vez en ambas series, un huasteca, es decir, las figuras de la página 26 del Féjérvary-Mayer, y la de la página 41 del mismo códice, reemplazan al rayado Mixcóatl, especialmente en la figura de la página 26 del códice Féjér­vary-Mayer, que es francamente huasteca y nada tiene en común con las formas normales de Mixcóatl. De hecho habría que clasificarlo como la representación de un huasteca, y nada más; ahora bien, por el texto se comprueba que se halla en el lugar usualmente ocupado por el dios Mixcóatl. En la figura de la pági­na 26 del Féjérvary-Mayer, el dios no tiene sólo la mitad azul y la mitad roja del cuerpo pintado, como lo vemos en la página 14 del Féjérvary-Mayer, sino además el característi­co sombrero cónico y el adorno nasal de los huastecas, y como prueba de esta identi­ficación se halla también el ornamento de pluma en la cabeza de la deidad, que es una pluma de águila, una de las ca­racterísticas de ornamentación de la cabeza de Mixcóatl por hallarse prácticamente en todas sus representaciones como las anterio­res mencionadas y en la página 42 del códice Magliabecchi y 26 del Borgia. En cierta época hubo probablemente una escuela de mi­tologistas que consideraron a Mixcóatl de origen huasteca, aunque en las tradiciones que se conocen no se hace ninguna men­ción de ella".

 

La iconografía en la religión de los tol­tecas se desarrolló con la teogonía y teología huastecas. A través de las investigaciones de H. Beyer se pueden identificar las imágenes huastecas. El dios de los aztecas Huitzilo­pochtli era muy conocido. Pero ¿cuál fue la fisonomía del dios de la guerra de los tolte­cas? Los toltecas, que vivieron durante más de dos centurias en la Huasteca y se llevaron a la Mesa central las deidades huastecas, transformadas según su ideología, conocieron el dios de la guerra de los huastecas. Pero ¿ cuál fue el de los toltecas? Los descendien­tes de los toltecas de la época de la conquista española lo habían olvidado o, habiendo sido subyugados y sus sacerdotes sacrificados por los aztecas, que "cambiaron las historias", no lo mencionaron a los cronistas, pues la reali­dad azteca dominaba el ambiente. Sus gue­rras, sus mitos, etc., embelesaron y horrori­zaron a los cronistas y la teogonía tolteca fue olvidada; sin embargo, la existencia del dios de la guerra tolteca fue una realidad; aparece en las figuras de las cariátides de Tula, que copian en un 50 % el dios de la guerra huas­teco cambiando el xonecuilli por un atlatl.

 

Otra de las incógnitas acerca de la reli­gión y dioses del panteón tolteca se mantie­ne por el hecho de no haberse hallado casi nada concerniente a las imágenes y escultu­ras de sus dioses, pues al haber sido absor­bidos por los aztecas, la mayor parte de las imágenes que se han encontrado en la Mesa central han sido adjudicadas a la cul­tura azteca, olvidando que en la costa del Golfo, en la región sur de la Huasteca, los toltecas vivieron centurias antes de esta­blecerse en su capital, Tula, y fundaron mu­chas ciudades importantes (todavía inex­ploradas). Estos mismos toltecas llevaron a la Mesa central los mitos necrológicos, teología y teogonía de los huastecas, que ellos mismos interpretaron a veces con un enreve­sado y primitivo simbolismo indefinido, que fue absorbido y remodelado por los aztecas y, posteriormente, descrito por los cronistas, mientras los conceptos originales, que conser­vaban todavía los huastecas, fueron consi­derados nefastos y olvidados por proceder de un pueblo entonces odiado y denigrado por los aztecas; este odio pasó a los cronistas, que los consideraron borrachos e inmorales.

 

Beyer concluye su identificación de los dioses del panteón huasteca descubriendo una serie de deidades: Ixcuinan-Tlazolteotl, el dios del fuego, la simbólica manera de presentar en los códices el pueblo huasteca con dos o tres bandas sobre el pecho y la cara, el dios de la guerra con sus armas, Xipe, el origen del códice de Viena o Vindobonensis, etcétera, llegando a la conclusión de que la reli­gión azteca conocida a través de las crónicas de Sahagún, Torquemada y los códices nahuas y mixtecos, descontando ciertos dioses triba­les, como Huitzilopochtli y Coatlicue y unos cuantos regionales, tienen su origen en fun­damentos huastecas que fueron absorbidos por los aztecas (a través de los toltecas), que le agregaron mitos y leyendas.

 

Quetzalcóatl.

 

Seler argumenta al referirse a Quetzal­cóatl: "Siendo esta deidad el punto neurál­gico de la mitología mexicana, llama la aten­ción el hecho de que sus principales insignias o símbolos, como lo son el manto de piel de jaguar, el arete doblado en forma de gancho o epcololli, el pectoral de concha ecailacatcoz­catl y su abanico de plumas, y todo el ciclo de mitos que giran alrededor de Tollan y de Quetzalcóatl, sean originarios de la Huasteca". Concretando más, puede decirse que son ori­ginarios del sur de la Huasteca; por ejemplo, en el códice Borgia hay 11 representaciones de Quetzalcóatl con el copilli huasteco, encontrándose la más bella escultura de Quet­zalcóatl, la estela de Castillo de Teayo, en el extremo sur del territorio huasteca. Pero lo más importante y contradictorio es que los edificios circulares, tipo que más abunda en el territorio huasteca, se consideran en la Mesa central y en el Veracruz central de­dicados exclusivamente a Quetzalcóatl, cuan­do en la Huasteca el inicio de algunas cons­trucciones de este tipo, como las de El Ebano, Huichapa y Cuatlamayan y otras, corres­ponden al preclásico medio y otras al Mic­caotli o Teotihuacán I, siguiendo su cons­trucción hasta el Pánuco V, sin la ayuda de grandes piedras para la retención; de donde resulta que, como la indumentaria de Quet­zalcóatl es huasteca, su origen y culto se han querido remontar a una gran antigüedad, lo cual es una contradicción. En resumen, estos edificios circulares huastecas nunca fueron dedicados a Quetzalcóatl, pues esta deidad nahua nunca figuró en el panteón huasteco.

 

Entre los pueblos de la Mesa central sólo los ancianos de más de 60 años y los guerreros tenían permiso para tomar bebidas al­cohólicas y la borrachera se castigaba severa­mente. Debido a esto, y según demuestran algunas estatuas, se ha supuesto que entre los huastecas estuvo muy difundido el culto fálico. La forma religiosa de Quetzalcóatl, que recurría a ayunos y autosacrificios para le­vantar la moral sexual y, en general, el nivel de vida, puede considerarse como un movi­miento de protesta contra el culto fálico, las deidades femeninas conectadas con la vida sexual y las bebidas embriagantes.

 

Debe aceptarse la teoría de que su culto nació de una transmutación de una deidad huasteca, del Huracán (tempestad de viento y lluvia), entre los grupos mixtos de indígenas huastecas nahualizados y nahuas que vivían entre el río de Tecolutla y la punta sur de la laguna de Tamiahua, territorio que nos ha le­gado dos conceptos de interpretación de esta deidad: la huasteca-tolteca, procedente de Huilocintla, y la tolteca, de Castillo de Teayo, que representa el más bello ejemplar de la personificación de Quetzalcóatl.

 

Otras deidades podrían sumarse a las hasta aquí presentadas, como Mixcóatl, Chi­comecóatl,  Venus, Xochiquetzal, Táloc, Xipe-tótec, Ometochtli, Macuilxochitl y otros, inconfundiblemente del mismo origen, cuyas figuraciones mágicas de dobles personajes llevarían a un terreno desconocido, como des­conocida es la iconografía de un pueblo al que los toltecas despojaron de su personali­dad, para ellos aparecer en la Mesa central como los portadores de una nueva cultura.

 

Calendario huasteca.

 

El doctor Caso reconoce que. aunque no se puede negar que los huas­tecas conocieron el Tonalpohualli, no hay ningún pueblo de Mesoamérica del que se tengan más pocas informa­ciones sobre este asunto. La causa es más bien extraordinaria, porque, por otra parte, se sabe por los frescos descubiertos por Du Solier en Tamuín, los pectorales de concha y las escul­turas, que había una gran semejanza entre los dioses aztecas y los huaste­cas, y el calendario ritual es una parte fundamental del complejo religioso mesoamericano.

 

Teniendo en cuenta que el dominio azteca en el territorio huasteca fue nulo, pero no así el dominio tolteca, la frase de Caso deberla haber declarado una gran semejanza entre los dioses tolte­cas -no los aztecas- y los huastecas. En realidad toda esta historia quedó enterrada cuando el Tlatoani Itzcoatl mandó destruir los documentos y partir de cero al vencer el señorío de Azcapo­tzalco y obtener la hegemonía azteca. Quedan en la región sur de la Huasteca hasta llegar al río de la vega de Colipa, cerca de la vega de Alatorre, antiguas poblaciones de pueblos toltecas, que habían sido expulsados de la región del Pantepec-Tuxpan, en donde fundaron poblaciones como Castillo de Teayo y otras.

 

Al tratar del calendario, Meade men­ciona la escultura de Las Flores de la colección Blas Rodríguez, que tiene en la espalda un cuadrete con la fecha "1-Conejo", pero se duda que sea huas­teca.

 

En cuanto a ciertas figurillas de Cas­tillo de Teayo, Caso acepta que las antigüedades de este lugar probable­mente deban atribuirse a una influen­cia nahua. De todas formas, no acla­ra nada.

 

Le llama la atención, como lo han escrito otros, la existencia en la costa huasteca del pez lagarto, llamado cipac en huasteca, que parece indicar el origen del nombre del monstruo de la tierra, que los mexicanos llamaron Cipactli.

 

Tapia Zenteno dice que ahumtalab es "cuenta", pero “sólo lo dicen para dar a entender la cuenta de los indios”.

 

De la existencia del Tonalpohualli se tienen escasos datos, faltando por com­pleto por lo que se refiere al año. Sin embargo en el Ms. Méx. 65 de la co­lección Aubin Goupil, conservado en la Biblioteca Nacional de París, llamado también Codex Ixtlilxochitl y Códice Goupil, se mencionan nombres de me­ses en una lengua desconocida, en mexicano y en otomí.

 

La lista de los meses es la siguiente:

 

Mexicano                               Otras lenguas

 

Xilomamistli

Tlacaxipeualiztli                     Ahit

Tezonontli

Huey Tozoztli                        Tuy

Toxcatl                                   Pitich

Etzalcoaliztli                          Amab

Tequilhuitl

Huey Tequilhuitl                    Cooch

Mica ylguitl                            Chetzeb o chuctzeb

Vey Micaylquitl                     An Itzhoni

Huchpaniztli                          An baxi

Pachtli                                    Tzima Xyqui

Guey Pahtli                            Dama xyqui

Quechole                                Antzhoni

Panquetzaliztli                       Chanub Atzyni

Atemoztli                               Quiza

Tititl

lzcali

 

Los nombres en cursiva son los de los meses otomíes; los de la lengua desconocida, según Soustelle, corres­ponden a la lengua maya. El único lugar en donde los mayas tuvieron contacto con otomies fue en la región sudocci­dental de la Huasteca, entonces esta lengua desconocida es la huasteca, y de esta región debe proceder el Ms. N.0 65.

 

En efecto, muchos nombres de estos ­meses se parecen a palabras huastecas, por ejemplo:

 

Ahit y Ayts (mes)

Ahial (contar)

Tuy y Tuyic (cera)

 

La terminación en ab, eb y ub con que terminan los meses Amab, Chuc­izeb y Cahnub es muy frecuente en huasteca; por ejemplo:

 

Pullab, arco;

Eleb, plaza;

Cuaneb, asiento;

Talub, atole;

Tanub, año.

Chuctez correspon­dería a Miccailhuitontli; y en huasteca,

Tzemlab es morir.

 

En cuanto a Puculquetz, pucul es fri­jol en huasteca, pero el códice Veytia dice que llamábanlo así "porque en las cumbres de un árbol muy alto po­nían sentado un hombre adornado de tomates". Sin embargo, el Ms. 65 es­cribe Puculquetzi y sólo se trata del nombre mexicano del mes Xocotlhue­tzi, mal escrito y mal leído; el nombre debió estar escrito Xuculquetzi y se confundió la inicial leyéndola como P. No sólo en este caso hay equivocación, pues también se ha leído Xauquezaliz­tli por Panquelzaliztli, etc.

 

Troncoso y Nutall fueron los primeros en reconocer que el Ms. 65 no es único en su género. El códice Magliabecchi, el Veytia y otros códices que conoció Cervantes de Salazar forman un grupo, así como las pinturas de las que sacó Herrera sus ilustraciones y quizás algu­nas pinturas de la Relación de Texcoco, de Pomar.

 

Culto fálico.

 

El culto fálico es un término antropológico aplicado a una forma de culto en que se adoran las funciones genera­tivas simbolizadas por el falo.

 

Fue común entre los pueblos primiti­vos, especialmente en el Oriente, y adquirió notoriedad entre pueblos civilizados como los fenicios y los griegos. En su forma elemental estuvo asociado a ritos orgiásticos, pero gradualmente tendió a representar los principios de la reproducción natural.

 

Por ejemplo, en Grecia, en donde el falismo fue la esencia del culto dionisíaco, la orgía fálica originó la comedia, y los aspectos simbólicos y materiales existieron el uno al lado del otro.

 

El culto fálico es especialmente inte­resante en su forma de magia simpá­tica. Observando el efecto fertilizante del sol y de la lluvia, el salvaje trata de promover el crecimiento de la vegeta­ción en primavera por medio del culto al falo, hasta con simbólicas represen­taciones sexuales; así fueron los ritos que impresionaron a los escritores is­raelitas con el culto a Baal y Astarté.

 

Los mismos principios encontramos en la raíz del extendido culto natural en Asia Menor, cuya principal deidad, la Gran Madre de los Dioses, es la personificación de la fertilidad de la tierra. Lo mismo sucedía en la India, en donde se rendía culto a las Divinas Madres.

 

En general, en el Oriente no se ren­día el culto a deidades masculinas (como parece que sucedió entre los huastecas), aunque comúnmente la deidad más importante estaba acompa­ñada por otra del sexo opuesto, por un simbólico andrógino, es decir, aparecían los dos sexos juntos. En la Huas­teca hallamos dos esculturas femeni­nas desnudas, las cuales por su estilo parecen mucho más antiguas que las masculinas.

 

De sus ritos entre los huastecas nada se sabe, pues fueron absorbidos y disfrazados por la cultura nahua, pero, en cambio, sirvió para que los toltecas y mexicas los discriminaran, haciéndolos pasar como monstruos degenerados.

 

La discriminación nahua hacia los huastecas, iniciada en el período tolte­ca, dio por resultado que en Mesoamé­rica se formara una mentalidad hacia los huastecas en algo parecida a las que en el Viejo Mundo se fraguó contra los israelitas, pues su territorio fue con­vertido por los mexicas en campo de saqueo y sus habitantes hechos prisioneros en masa para ser sacrificados en el ara de Huitzilopochtli.

 

Entre las esculturas fálicas de la civilización huasteca, la más extraordina­ria es la de la figura del “adolescente de la Huasteca”, que al­gunos historiadores consideran como representación de Quetzalcóatl.

 

Meade señala que fue hallada en una exploración incontrolada en 1917 por el general Larraya en las ruinas ar­queológicas en El Consuelo, a unos pocos kilómetros de Tamuín, S.L.P.

 

En el año 1919 parece que esta es­cultura todavía se hallaba en esta misma zona arqueológica, porque Her­bert J. Spinden dice que por esa fecha un arqueólogo norteamericano visitó El Consuelo y calcó algunos motivos de sus tatuajes, posteriormente utilizados en su publicación de 1937.

 

La escultura fue regalada por su des­cubridor al licenciado Blas E. Rodríguez, cuñado de aquel general.

 

Representa a un varón de pie sobre una peana. Mide 1,45 m. de altura por 0,41 m. de ancho en los hombros. Tiene la cabeza deformada de adelante atrás (tubular erecta) y, al parecer, está cu­bierta por una especie de gorra, cuyo borde inferior llega hasta el contacto superior de la oreja con el cráneo. Los ojos de la estatua, sin pupilas, están abiertos; la boca deja ver las encías y los dientes mutilados en punta; la nariz muestra el agujero en el septum para la nariguera; la oreja tiene una amplia perforación para recibir orejeras circu­lares de concha.

 

El sexo masculino es bien notorio; su semblante y actitud dan la impresión de tratarse de un joven. Tiene todo el cuer­po tatuado, lo que permitió a su propie­tario, el licenciado Blas Rodríguez. un estudio a fondo, llegando a la conclu­sión de que se trata de un Quetzalcóatl, en su advocación de dios joven del viento y del planeta Venus. En el tatua­je encuentra representaciones de Ehe­catl y jeroglíficos mayas como los de los días ik, manik, ahau, akbal, chuen, tzec, etc.

 

Actualmente esta escultura se en­cuentra en la sala de la cultura del Gol­fo, en el Museo Nacional de México, y no se sabe de arqueólogos o mitólogos mexicanos o extranjeros que hayan aceptado o refutado las conclusiones hechas en torno a ella, pues se desconocen toda la ideografía, iconografía, simbolismo, etc. de la religión huasteca. Sin embargo, en este caso no se puede aceptar la teoría del licen­ciado Blas Rodríguez por no llevar absolutamente ninguno de los simbolismos de Quetzalcóatl.

 

Es curioso que muchos historiadores titubeen al admitir el origen huasteca de Quetzalcóatl y, en cambio, se callan, o aceptan, la atribución dada a esta escultura como un Quezalcóatl desnudo. Más bien corresponde a un joven dios del maíz, como la corrobora el dibujo que hizo el mismo señor Blas Rodríguez de una sección de su tatuaje, en el que vemos representadas, simbólicamente, varias mazorcas de maíz. Debió formar parte del grupo de jóve­nes o deidades que tomaban parte en la fiesta nahua de Tepeilhuitl, relacionada con las funciones generativas.

 

Según el intérprete dei códice Magliabecchi, se describe en él la fiesta de Tepeilhuitl, presidida por la diosa del amor Xochiquetzal, en la que oficiaban los sacerdotes Ometochtli, Tomixauh, Tliua Ometochtli y Ometochtli Napate­cuhtli. Una de las ceremonias era la Pilla­huana, "el beber pulque de los jóvenes de nueve a diez años", que bailaban desnudos con  muchachas jóvenes; unos daban de beber a los otros baste la embriaguez, y luego cometían juntos toda clase de actos inmorales e impú­dicos. El comentarista afirma que no en todas partes la fiesta se celebra de esta manera, sino sólo entre los tla­huicas -que lo copiaron de los huastecas-. No cabe duda de que le cere­monia celebrada en la forma descrita correspondía perfectamente a la natu­raleza de los númenes del pulque, re­presentantes de aquella fuerza gracias a la cual surgiría del grano recolectado la cosecha del año siguiente. Es natural que esta resurrección o rejuveneci­miento se asociara con actos sexuales y sólo se concibiera como consecuencia de éstos; no es menos natural que se considerara como obra, no de las deida­des ancianas, sino de la joven gene­ración.

 

La fiesta no era, sin embargo, por lo que parece, muy común en todas partes. Los tlauicas eran unos asiduos en su celebración. La razón y objeto de esta fiesta son bien claros: los dioses del pulque representaban la fuerza, gra­cias a la cual se producía la cosecha que se recogería al año siguiente. El volver a nacer, el brotar de la simiente, es el producto de una fecundación igual a la sexual entre el hombre y la mujer, y estas representaciones vivas de la copulación sexual que, con la ayu­da del pulque, producirá el rejuveneci­miento, no eran dejadas a los viejos o maduros, sino a las generaciones jóve­nes, que representaban, con más razón, la fecundación y el rejuvenecimiento de lo que se siembra.

 

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15.            Centro de Veracruz.

Por: José García Payón

 

Al iniciarse el horizonte clásico cabe preguntarse qué sucedió con los distintos nú­cleos de habitantes que en la costa del Golfo del centro de Veracruz desarrollaron las cultu­ras preclásicas, pues asombra "el violento cambio de formas y estilos en la cerámica de esa época" (Medellín), ya que este período se inicia con un cambio casi general en las formas y estilos de las cerámicas y en contados sitios se perci­be una limitada continuidad.

 

Cabe considerar que la mayoría de los grupos humanos diseminados por la costa desde el período correspondiente al preclá­sico medio principiaron a emigrar hacia el sur de Veracruz y Centroamérica, y otros fuertes núcleos se remontaron a la Mesa Central, adonde llevaron su cultura, como atestiguan 105 hallazgos de figurillas, cerámicas y otros elementos de la costa del Golfo en los valles de Puebla, México, Toluca, etc., de donde posteriormente, entre los siglos 1-111 de la era, por cambio de clima, problema de explosión demográfica, etc., bajaron de nuevo a la costa con un bagaje cultural teotihuacanoide y fun­daron núcleos de población como El Tajín, Lagunilla, Yohualichan, Malpica y Xiuhtetel­co, que se desarrollaron y son los centros más conocidos por sus monumentos arqui­tectónicos del clásico central veracruzano, mientras que los grupos reducidos que queda­ron en la región sur sufrieron en algunos ca­sos un decremento cultural en todos los órde­nes e, influidos por la gente procedente de la Mesa Central, cambiaron sus modalidades en la cerámica, conservando pocas de sus carac­terísticas culturales y en otros casos ninguna.

 

Este período, de acuerdo con las investi­gaciones hechas, se, caracteriza regionalmente por la diversidad de elementos artísticos o tecnológicos disímbolos que se desarrollan en una serie de complejos, cuyos patrones culturales son todavía una paradoja, porque se los incorpora como el summum de la cultura totonaca y en cambio son de distinta taxono­mía. Estos complejos son los siguientes: 1) Yugos, palmas y hachas votivas; 2) Arquitectura de El Tajín, Yohuali­chan, Lagunilla, etc., y sus cerámicas de cao­lín color marfil; y 3) Las figuras  sonrientes correspon­dientes al área Tlalixcoyan-Remojadas-Tierra Blanca. A éstos podrían agregarse las grandes esculturas de barro y la cerámica anaranjada.

 

Las cerámicas de los centros arqueoló­gicos de Tajín y Xiuhtetelco son las más co­nocidas, cuyos ejemplares más antiguos corresponden a formas teotihuacanas de las fases Miccaotli y Xolalpan, sobresaliendo entre sus ejemplares un tipo marfil a base de caolín con ornamentación negativa o en re­lieves de escenas esotéricas y que se prolonga hasta el periodo posclásico con la presencia de un tipo de cerámica afín al Culhuacan en forma de cajetes cóncavos, a veces con so­portes cilíndricos, con decoración negra iri­discente por el empleo del óxido de plomo so­bre caté rojizo, que también ha sido hallada en la Isla de Sacrificios y en Xiuhtetelco con­tinúa hasta la presencia de las cerámicas Isla de Sacrificios I y II.

 

La arquitectura de Tajín destaca espe­cialmente por su estilo a base de nichos, fri­sos de grecas, cornisas voladas, falsos arcos y sus techos planos volados formando una sola losa maciza sin refuerzos interiores. Estos techos, por contener tiestos en sus nú­cleos, importan para lograr datos de la crono­logía constructiva de ese centro arqueológico, los cuales concentramos en la tabla adjunta.

 

Como motivos plásticos sobresalientes tenemos también los relieves de entrelaces mezclados con motivos zoomorfos y antropomorfos sofisticados y otros muy realistas con escenas esotéricas en que intervienen personajes con sus atavíos que denotan las distintas clases sociales: los principales, con maxtlatl y grandes y largas caudas, y los es­clavos, desnudos; la deformación craneana aplicada a un niño, sacrificios humanos, bai­les; en fin, una serie de datos que sirven para conocer la vida y costumbres de un pueblo cuya cultura, que se inició con elementos teotihuacanos, se extinguió hacia el final del posclásico, cuando; desde el VII período, los habitantes principiaron a emigrar al sur del río Nautla, en donde edificaron monumentos que se correlacionan con la última época de El Tajín y se sitúan en el período posclásico.

 

De la región costera del río Nautla hasta las márgenes del río Pantepec se tienen pocas noticias del período clásico, siendo el sitio más importante la zona arqueológica del kilómetro 352 de la carretera a Cazones, que ingenieros de "Petróleos Mexicanos" descubrieron con un caterpillar: un montículo con vestigios de construcción, con perfil de talud y table­ro entre dos molduras planas, ciento por ciento teotihuacano, y el hallazgo fortuito de piezas arqueológicas por campesinos, en di­versos lugares, que corresponden a yugos, palmas y hachas votivas. Este panorama es distinto al remontarnos hacia las faldas de la Sierra Madre Oriental, en los territorios montañosos de los estados de Puebla e Hidalgo, actuales y antiguos asientos de varios grandes grupos de totonacas, en donde halla­mos algunos centros arqueológicos, como xiuhtetelco, Macuilquila, Ayotochco, Tuzamapan, Ecatlán, etc., hasta Huauchinango, con relaciones con las cerámicas de El Tajín y arquitectónicas como en Yohualichan y La­gunilla, pero en general sin explorar.

 

Al tratar de Tajín no puede dejarse de mencionar el complejo "yugos, palmas y ha­chas votivas; porque estos tres elementos como motivos ornamentales aparecen repre­sentados en los elaborados atavíos de los per­sonajes en fustes de columnas y en los cuatro tableros del Juego de Pelota Sur, que cree­mos deben haber sido tallados entre los años 800 a 900 d. de C. Pero estas represen­taciones plásticas y dos yugos lisos hallados allí y correspondientes al preclásico no indi­can que su origen sea este centro arqueológi­co, a pesar de que conocemos muchísimos ejemplares de las cercanías de Tajín en un ra­dio de 30 kilómetros. Hay infinidad de yugos procedentes de la región comprendida entre Nautla-Gutiérrez Zamora-Tlapacoyan-Tlaco­lulan-Zempoala, que considero fue el patrón de asentamiento de los habitantes de Tajín después de la destrucción de su ciudad, pues así lo indican las correlaciones arquitectó­nicas y cerámicas de la última época de El Tajín.

 

Sabemos que la distribución geográfica de los yugos es muy extensa, ya que han sido hallados en Copán, Palenque, Oaxaca, Teotihuacán, Tulancingo y el sur de la Huas­teca, pero estos hallazgos más o menos fortui­tos no igualan los encontrados con mayor frecuencia y número en el centro de Veracruz, entre los ríos Papaloapan y Tuxpan. En este territorio es tan evidente su popularidad, que se les designa conforme a los lugares de origen, y así hay el yugo del Arenal, el yugo de Plan del Río, de Las Hayas, etc.

 

El territorio de hallazgos de "palmas" es más reducido y su distribución igual. En la zona Espinal-Comalteco, con extensión hasta El Tajín y Yohualichan, se han encontrado muchísimas figurillas de barro con una palma extendida que arranca desde el abdomen, las cuales en su mayoría han sido destruidas por haberse confundido ese adorno con el falo. Ese territorio se amplia de nuevo con las ha­chas rituales, que llegaron hasta Palenque, pero lo que si ha de admitirse es que estos tres elementos escultóricos ornamentales fue­ron ideados por los pueblos que vivieron en el territorio central de la costa del Golfo y que etnográfica y estéticamente están ligados a la cultura de El Tajín indefectiblemente.

 

Al pasar al sur, siguiendo las planicies de la costa y primeras estribaciones del Veracruz Central, anotamos el hallazgo de unas escul­turas monumentales en la zona arqueológica de Los Idolos, Misantla, pertenecientes al pe­ríodo clásico tardío, que se correlacionan con las grandes cabezas y altares atribuidos a los olmecas del sur de Veracruz, por su expresión estética y anatómica. Los principales centros explorados del período clásico se hallan desde la desembocadura del río Chachalacas, con extensión a la región semiárida, como Ran­chito de Las Animas, Chicuasen, Tolome, Remojadas y la parte inferior de la cuenca del Papaloapan, con lugares como Cerro de Las Mesas, Nopiloa, Tlalixcoyan, Dicha Tuerta, Los Cerros, etc.

 

Lo característico de Ranchito de las Ani­mas, Tolome y Chachalacas, e inclusive Remojadas, es que se continúa la fabricación de vasijas del preclásico superior, representadas por vasos cilíndricos con soportes o sin ellos, a veces esgrafiados y revestidos de color blan­co, rojo o café, apaxtles, platos y platones que recuerdan los materiales de los niveles superiores de Trapiche-Chalahuite y la pre­sencia de cerámicas francamente teotihuaca­nas, como son los vasos cilíndricos con sopor­tes o sin ellos, cajetes con soportes de pezón, ollas de fondo plano con amplia abertura, lo que también se repite en Cerro de Las Mesas y Remojadas. Ello lleva a pensar a Medellín que son tan visibles las formas teotihuacanas en el Remojadas Superior, que pueden ser influencias de esa cultura de la Mesa Central o bien ser francamente preteotihuacanas por su poco desarrollo y por suceder directamente al arcaico del Remojadas Inferior, pero lo que verdaderamente marca el principio de ese período son dos tipos de cerámicas de deco­ración rojo sobre blanco, que en 1951 deno­minamos "Chachalacas decorada" y "Chachalacas rayada y raspada", ambas de paredes delgadas, de las que Medellín encontró, en su Remojadas Superior, una gran variedad de formas del primer tipo, que abarcan desde pequeños cajetes a grandes apaxtles, formas zoomorfas con vertederas y vasos cilíndricos trípodes teotihuacanoides y llevan por decora­ción figuras del mono araña muy estilizadas, a veces sólo representadas por la cola y moti­vos geométricos; estas vasijas tienden a ex­tenderse por la costa del Golfo hasta el río Nautla y la cuenca del Papaloapan, mientras que el segundo, cubierto con un baño de pintura blanca revestido de otro color naranja, obtiene la decoración raspando el contorno y detalles de las figuras hasta dejar al descu­bierto el baño blanco y se completa con lí­neas esgrafiadas que precisan los rasgos; se extendió hacia el norte a la región de Misantla y El Tajín. Hay que agregar el tipo Isla de Sacrificios 1, anaranjado sin desgrasante, que ha sido encontrado en esa isla, en Nopiloa, en la región de Misantla y en El Tajín, donde ha­llamos variantes que se identifican, por ser bicromas, por el color de su fondo -variable- y el decorado lineal, que puede ser rojo o blanco. De especial interés para ese período de sorprendentes realizaciones artísticas re­gionales son las estatuillas de la zona de Los Cerros, con figurillas-sonajas que nos recuer­dan las estatuillas mayas de Jaina y las figu­rillas zoomorfas sobre ruedas halladas en Tía­lixcoyan.

 

Una de las características del período Clásico que tiende a extenderse por todo el centro veracruzano costero son las piezas de barro masculinas y femeninas de diversos ta­maños que se han hallado en Chachalacas y Chicuasen, Remojadas, Cerro de Las Mesas, desde el río Papaloapan hasta El Tajín, en don­de hasta la fecha sólo se han podido reunir frag­mentos de narices y cuerpos. Atención especial merecen las estatuas de barro de mujeres y hombres con las caras sonrientes, que ocupa­ron hace tiempo uno de los temas y complejos de la arqueología del Veracruz Central.

 

Por los trabajos de Medellín y de otros investigadores del Instituto de Antropología de la Universidad de Veracruz se desprende que los datos más antiguos que tenemos de su fabricación corresponden al Clásico Tem­prano, que Medellín llama "Loma de Car­mona", con la aparición de silbatos con caritas sonrientes encontradas también en Remojadas, Los Cerros, Dicha Tuerta, Apa­chital, Nopiloa y Chachalacas. Después sigue, según el mismo arqueólogo, "Los Cerros I", con Figuras Sonrientes "chatas, lisas", y de adorno en el entrecejo, y para el período Clásico tardío o Los Cerros II, la siguiente serie: Figuras Sonrientes con tocado de sau­rio, tocado de garza, tocado de mono, baño naranja pulido, tocado de serpientes y caras humanas, tocado de serpiente en panel, to­cado geométrico lateral, tocado geométrico central, tocado con: xicalcoliuhqui, tocado con vírgulas y deformación craneana lisa, para determinar en el período "Dicha Tuerta" con dos tipos que llama "arcos" dentados y "rec­tangular" pequeño.

 

Del clásico tardío hay dos lugares que vale la pena mencionar: Las Higueras y Za­potal. Ambos lugares han sido explorados por investigadores de la Universidad de Veracruz recientemente.

 

Las Higueras, llamado Acacalco en el Códice Misantla, nos ofrece sus importantes murales, que consisten en 300 metros linea­les de pintura en la Pirámide 1, habiendo has­ta 29 superposiciones de capas de estuco en algunos casos. Los colores utilizados en las pinturas son: rojo sobre naranja en los fragmentos más antiguos, con motivos no natura­listas. Los pintores fueron los ceramistas pri­mero y posteriormente hubo especialistas en murales que utilizaron el rojo sobre rojo claro que se identifica con el Teotihuacán clásico.

 

Las técnicas son de temple sobre estuco con representaciones del Sol, la Tierra, la Lu­na, el Huracán, Xipe-Totec y fenómenos me­teorológicos. Hay representaciones de juegos de pelota con personajes decapitados, pelo­tas con el signo movimiento (ollin); se vis­lumbran relaciones con las zonas de Aparicio y Chichén-Itzá. Tenemos también escenas de transmisión de mando, procesiones de músi­cos con caracolas o trompetas, luciendo las mujeres y los danzantes variedad de tocados.

 

La cerámica del clásico tardío es rojo y naranja sobre laca, naranja sobre laca crema, de bandas ásperas; hay relaciones con los re­lieves de El Tajín y una estrecha relación con Teotihuacán por los vasos cilíndricos con so­portes rectangulares y técnica cloisonné.

 

En Zapotal se hallan edificios con núcleos de tierra apisonada y tierra quemada.

 

En investigaciones recientes se encontró un adoratorio con Mictlantecuhtli en la parte superior. La pieza es de barro sin cocimiento, con colores blanco, azul, rojo, amarillo y verde. También se localizó un edificio con nueve escalones que representan, posiblemente, los nueve cielos inferiores.

 

Bastantes entierros fueron hallados cu­yos cadáveres tenían deformación craneana y mutilación dentaria, frecuentemente en los cráneos masculinos.

 

Otras piezas importantes encontradas son las Cihuateteo o Maciguaquetzque, mujeres muertas en el parto. En una pieza, una de ellas porta el signo ozomatli. En un entie­rro primario, temporada de 1973, se halló el cuerpo de una mujer sin el antebrazo dere­cho. A Sahagún le informaron que el cuerpo de la Cihuateteo era robado por los telpopoch­tín (los brujos) para cortarles el brazo y la mano o un dedo y así obtenían poderes sobre­naturales.

 

Recapitulando los datos del periodo clá­sico, se distinguen por su importancia dos principales rasgos paradójicos y un tercero local que demuestran una diferente taxono­mía: el primero, El Tajín, con una riquísima arquitectura ornamental y constructiva y una cerámica sui generis que estaba hecha a base de caolín, la cual no se prolongó en la costa del Golfo, sino que avanzó a la sierra de Pue­bla, Yohualichan, Xiuhtetelco, etc., y cuando se extiende a la sierra de Misantla-Tlapacoyan es por el acoso de las migraciones toltecas, que harán que los habitantes de Tajín se lleven ciertos esquemas arquitectónicos de este lugar, y entonces se inicia una correlación constructiva y ceramista que en los tipos como Tres Picos e Isla de Sacrificios I lu­cirá predominantemente con los símbolos y demás motivos de la ornamentación arqui­tectónica de El Tajín.

 

El segundo es el gran arte de las caritas sonrientes, contemporáneo de las grandes esculturas de barro que arrancan desde el preclásico de Remojadas, que se desarrolla sólo en una limitada región durante cinco si­glos, sin que durante este tiempo se exten­dieran excepto en un pequeño territorio, mientras que los yugos y palmas labrados se encuentran desde el río Tuxpan hasta Coatzacoalcos.

 

El tercer rasgo son las figurillas de Los Cerros, de sabor maya, que se extendieron hasta los Tuxtlas, y la última interrogante es la falta de revestimientos o construcciones en los numerosos montículos con materiales de la época clásica, pues se tiene la impresión de que (mientras las investigaciones arqueológicas no demuestren lo contrario) los cen­tros de habitación de ese período ni siquiera representan la quinta parte de los existentes en el preclásico.

 

Horizonte posclásico.

 

En la sierra de Puebla, asentamiento por antonomasia de los totonacas, con exten­sión hasta los primeros contrafuertes de la Sierra Madre Oriental y las zonas de El Tajín y Malpica, se advierte el desarrollo del perío­do posclásico a través de su arqueología y sus relaciones históricas del siglo XVI, las cuales mencionan la invasión de los toltecas que, al ocupar el territorio para dominarlos, fundan poblaciones fortificadas como Tenampulco, Tuzapan, Castillo de Teayo, Cacahuatenco, etcétera, y trae como consecuencia un lento pero constante éxodo de los totonacas, que durará varios siglos, hacia las regiones mon­tañosas y costeras desde la cuenca del río Nautla, las sierras de Misantla, Tlapacoyan, Vega de la Peña y Aparicio, con extensión hasta Tlacolulan, Zempoala y Oceloapan donde, durante largos años, se irán reconcen­trando e iniciaran construcciones de pobla­dos cuyos primeros edificios son de mate­riales que su medio ambiente les proporcio­naba: lajas o piedras boludas. Así tenemos templos con esquemas arquitectónicos taji­noides: plataformas con revestimientos de ta­ludes invertidos, túneles de comunicaciones, columnas y, como en Vega de la Peña, friso de grecas de alto relieve, todos ellos con ca­racterísticas de los dos últimos períodos constructivos de El Tajín.

 

Ese periodo se caracteriza en El Tajín por reformas arquitectónicas, posiblemente impuestas por los toltecas que vivían en la vecindad o se entremezclaron con los habitantes de esa ciudad, cubriendo con mampostería los grandes frisos de grecas en alto relieve, superponiendo escaleras que cubrían los nichos, tapando los frisos de cocoles y ni­chos con superficies planas, e imponiendo deidades ajenas a la idiosincrasia totonaca.

 

Antes de describir esa etapa, expondre­mos el conocimiento que tenemos de los tol­tecas y de sus vestigios culturales en el centro de Veracruz. Una de sus principales ciudades fue Tuzapan, visitada por los arqueólogos Palacios y Du Solier, quienes poco dicen de su cultura, que consideraron nahua-totonaca basándose en que en la época de la conquis­ta era una población bilingüe. Sin embargo, se trata de un centro fundado por toltecas, ya que su arquitectura, sus esculturas en re­lieve y sus primeras cerámicas corresponden a tipos Mazapa, Coyotlatelco y Cuihuácan.

 

En cuanto a Castillo de Teayo, tengo la impresión de que fue fundado en el año 919; tiene una pirámide del estilo arquitectónico de Tula y Calixtlahuaca de 576 metros cuadra­dos, una altura de 13 metros dividida en tres cuerpos superpuestos y una escalinata con­tinua que corre al poniente con una desvia­ción, como los monumentos, de 17 grados.

 

En la región hemos hallado figuras de ti­gres en actitud de caminar, cerámica Coyotlatelco, Mazapa y figurillas toltecas. Este lugar casi no ha sido explorado, pero dispo­nemos de suficientes datos que comprueban que en los niveles inferiores hay elementos huastecos de los períodos III y IV de Ekholm, superpuestos a vestigios también huastecos del VI período.

 

Una de las características especiales de ese sitio es la preponderancia de esculturas en redondo, estelas y tableros de deidades del panteón nahua-tolteca, como Mixcoatl, Xipe, Cihuacóatl, Chicomecóatl, Tláloc, Quetzalcóatl y Ehécatl, de un estilo escultórico tos­co, de reborde en bisel, completamente dife­rente a la escultura de El Tajín, que es siempre angular.

 

En Chachalacas tenemos influencias tol­tecas, así como en Zempoala en su primera época constructiva, con la presencia de cerá­mica Mazapa y Coyotlatelco. Los hallazgos de un chacmool hecho de mortero con núcleo de piedra y dos tlachtemalacalt procedentes de un juego de pelota del que hoy no apare­cen ni las huellas, evidencian la influencia ya citada.

 

Por la tabla cronológica de la arquitectu­ra de El Tajín puede advertirse que a ese período corresponden algunas de sus cons­trucciones más conspicuas, como son el Monumento 5, el Juego de Pelota Sur, los Edifi­cios A, B, C y D, de arquitectura civil, y el enorme conjunto de Las Columnas, con su arco rebajado, de mezcla, que representan el apogeo del arte plástico y de los más asom­brosos y atrevidos esquemas arquitectónicos; a los que no igualan artísticamente los relie­ves o construcciones toltecas de Tuzapan, Castillo de .Teayo, etc., entre cuyos vestigios de techos colados hasta 0,85 m de grosor se hallaron fragmentos de vasijas Tres Picos 1, que se divide en dos grupos policromos de barro fino, con un elemento central en el fondo de la vasija que representa un mono atele o un coyote bailando, y en las paredes lleva unas líneas rectas que terminan en ganchos y otras veces paneles con elementos simbólicos, o bien una franja angosta exteriormente esgrafiada después de la cocción y aplicación de la pintu­ra, con elementos geométricos en cuadretes o con la cola del mono atele, ambos de carácter tajinoide, pero procedentes del sur del río Nau­tla, y entre los restos del monumento V de Ta­jín el hallazgo de cerámica tipo Culhuacan con motivos decorativos, a veces tajinoides, de color negro iridiscente sobre fondo rojo indio en platos cóncavos o con soportes cilíndri­cos en cajetes trípodes que se encuentran has­ta en Tzicoac y Tabuco, cerca de Tuxpan, en donde estuvo una guarnición tolteca.

 

A ese período corresponden las zonas arqueológicas de Paxil, Aparicio, Cerro de la Morena, Tapapulum y Vega de la Peña, am­bos con sus Juegos de Pelota, y Arroyo Fierro, Escalonar, que, como en Paxil, llevan esquemas arquitectónicos de plataformas, túneles de comunicación, etc., como los de El Tajín Chico y la de Pompeya, y cuyas prin­cipales cerámicas son precisamente Tres Pi­cos 1 y el tipo Isla de Sacrificios II, que tiene como ornamentación en el fondo o paredes de sus vasijas elementos similares a los relieves de El Tajín.

 

Al sur, los sitios más característicos y re­presentativos de esta época son Cerro Mon­toso y en especial la Isla de Sacrificios, que ha proporcionado el mayor volumen de materiales cerámicos, por lo que se ha considerado ese período como el arranque de un renacimien­to totonaca. A, estos dos centros pueden agre­garse la zona arqueológica de Chachalacas, la primera época constructiva de Zempoala, Zoncuautla, el último período de Xiuhtetel­co, Cuetlaxilan, Cerro de las Mesas Superior y otros sitios en donde se han encontrado fragmentos aislados de vasijas de este perio­do y que nos llevarían hasta la falda del pico de Orizaba y la sierra de Puebla. Si compa­ramos la distribución de las cerámicas de la Isla de Sacrificios en los sitios antes referi­dos y en el área Misantla-Tajín, obtenemos los siguientes resultados:

 

Cerámica anaranjada fina.

 

Esta cerámi­ca, de pasta con poco desgrasante o sin él, representa uno de los complejos más intere­santes de la costa del Golfo desde el río Pan­tepec hasta el sur de Veracruz y en algunos sitios, como Tajín, Yohualichan, Xiuhtetel­co, Remojadas Superior, etc., aparece desde el período Clásico. Se divide en varios grupos, pero tomando en cuenta exclusivamente la anaranjada fina de la Isla de Sacrificios, representada por floreros con base de taza in­vertida y ollitas efigies, éstas son muy raras en Zempoala y en Cerro Montoso y no llegan a las regiones de Misantla-Xiuhtetelco-Tajín. Dentro de la nomenclatura de barro fino que­dan incluidas las clásicas vasijas llamadas Isla de Sacrificios, que se subdividen en va­rios grupos por sus motivos decorativos.

 

Plumbate.

 

Aunque han sido halladas en abundancia en la Isla de Sacrificios, es más bien esporádica en el resto del Veracruz Cen­tral; no se ha encontrado en Zempoala; en Chachalacas sólo se halló un fragmento y no ha aparecido en la región de Xiuhtetelco­-Misantla-Tajín.

 

Negro sobre rojo.

 

Se trata de un tipo de cerámica que Du Solier y el autor encon­traron en El Tajín, considerándola como una variedad del tipo Culhuacan hallada también por Du Solier en la Isla de Sacrificios. Esta cerámica lleva un motivo decorativo iridis­cente por el uso del óxido de plomo, que Medellín y Melgarejo consideran de origen huas­teca; ha sido hallada en Xiuhtetelco, pero no se encontró en la región de Misantla.

 

Tres Picos I.

 

Ya se ha dicho que, con sus dos divisiones, se halló en El Tajín y Xiuhte­telco; procede del área de Misantla y se ex­tiende por todo el Totonacapan, con otro tipo contemporáneo con motivos esgrafiados en gran escala.

 

Quiahuitzlan I.

 

Es una cerámica con un decorado lineal de color rojo que se halló en la Isla de Sacrificios y no es abundante en la Costa. Se inicia en la región Zempoala-Cha­chalacas con la hechura de vasijas con el fon­do sellado, en barro fino, que en el período siguiente se extenderá por el Totonacapan.

 

Metálica.

 

Cerámica que, según Medellín, es un intento de imitar la plumbate, con pasta anaranjada fina; sus formas son vasos y ollas con efigies; a pesar de que abunda en la Isla de Sacrificios, no se ha encontrado en Cerro Montoso ni en Zempoala.

 

Horizonte histórico.

 

El número de zonas arqueológicas de este período es enorme silo comparamos con el anterior. A mediados del siglo XI, Yohuali­chan estaba abandonado y a poco seguirían Xiuhtetelco y Tajín. Las dos primeras regio­nes serían ocupadas por elementos nahuas, mientras que la del Tajín se transformaría en bosque y quedaría olvidada hasta 1785, cuan­do fuera descubierta por el ingeniero Diego Ruiz; a distancia quedaban poblaciones na­huas como Tenampulco, Tuzapan y Tabuco, a la orilla y desembocadura del río Pantepec.

 

Ese período está también plagado de mo­vimientos demográficos, como las invasiones toltecas primero y las chichimecas posterior­mente, que constriñeron a los totonacas de la sierra de Puebla a ir hacia la costa del Golfo, entre los ríos Nautla y de la Antigua o Hui­tzilapan y las sierras de Tlapacoyan-Misantla-­Tlacolulan; más tarde llegarían hasta la cuen­ca del río Tecolutla, donde, por la presión totonaca y la consecuente disminución de ele­mentos nahuas, Tenampulco, Tuzapan y Ta­buco se vuelven poblaciones bilingües y fun­dan ciudades como Papantla, La Concha, Coatzintla, Xalpantepec y otros muchos centros hasta transformar la región de Pa­pantla-San Andrés-Coyusquihui-Gutiérrez Zamora en el núcleo más importante de habla totonaca en el territorio de Veracruz después del siglo XVIII. Actualmente en la sierra de Puebla continúan viviendo grandes y peque­ños núcleos totonacas,, desconectados entre sí, que siguen bajando a la Costa y hacen de esta región la más representativa demográ­ficamente de habla totonaca en el México de hoy día.

 

En el sur del centro de Veracruz, otros elementos, que Medellín llama de los olme­cas históricos o popolocas, ocuparon las regiones de Orizaba-Córdoba-Río Blanco-Papaloapan, donde fundaron centros de pobla­ciones importantes como Quauhtochco, Cue­tlaxtlan, Mictlancuauhtlan, Comapan, Tla­cotepec, Zentla, Cerro Grande y Tlalixcoyan, los cuales según el arqueólogo citado, que los exploró, acusan poca influencia o presencia de los totonacas que ocupaban contemporánea­mente la región al sur del río de La Antigua, reconociendo que las cerámicas de esa área son “parte integrante del complejo cerámico Mixteco-Puebla, sobresaliendo en las tres primeras. zonas arqueológicas antes citadas las de tipo de fondo sellado, policroma laca, policroma firme, también halladas en Cerro de Las Mesas, baño gris, rojiza burda, gris delgado fino, negra sobre guinda y derivados, incensarios, azteca III y aztecoide, que de­muestra relaciones e influencias de la región mixteca y la cuenca de México”.

 

De estas zonas arqueológicas sobresale la de Quauhtochco por la supervivencia de su pirámide en buenas condiciones. Esta es de cuatro cuerpos llanos en talud, que arrancan de una pequeña plataforma del mismo tama­ño, y los vestigios de su santuario casi completo, en su cúspide, de entre cuyos mate­riales fueron extraídas numerosas piedras en forma de clavos que originalmente se halla­ban embutidas en su fachada para formar el cielo estrellado, y por lo tanto demuestran una absoluta influencia azteca, mientras que por otro lado, por su ubicación, murallas y pretiles, como asienta Medellín, que la exploró, fue una "ciudad fortaleza" que siguió el es­tilo, por su topografía y sus murallas, de las ciudades fortificadas toltecas como las de Tuzapan, Tenampulco, Cacahuatenco, etc.; tene­mos, además, las ruinas de Comapan, donde se hallan pirámides, palacios, tumbas, pa­tios, adoratorios, portaestandartes, mura­llas, etc., y las de Tlacotepec y Zentla, que, como la anterior, aún sin explorar, fueron ciudades fortificadas".

 

Al trasladarnos al Totonacapan se nota un gran conglomerado de ciudades en el área de la sierra de Misantla-Atzalan, Tlacolulan­-Oceloapan y los llanos de la Costa, con abundantes construcciones, destacando entre to­das ellas por su extensión, importancia y de­sarrollo tecnológico la ciudad de Zempoala, que debió de ser el centro y capital de ese gru­po étnico.

 

Puede decirse que Zempoala representaba en 1519 el apogeo de la cultura totonaca, por su gran extensión, desarrollo constructivo y arquitectónico, por sus adelantos tecnológicos, pues no solamente habían desarrollado el riego a base de canales, sino también un ex­tenso sistema de acueductos que se ramifi­caba por medio de caños de mampostería subterránea que distribuían el agua para el uso diario en los diez recintos de los templos y casas principales de la población y fue men­cionado por los cronistas con el término de agua de pie"; es decir -como han compro­bado las exploraciones arqueológicas-, que estos acueductos se vaciaban merced a un suave declive en casas o recintos en un alji­be y de este mismo seguía un caño a otro aljibe y así sucesivamente hasta llevar el agua a un canal de riego.

 

Arquitectónicamente podemos asegurar que los edificios de ese período, aunque abundantes en el Totonacapan, especialmente en la Costa y los primeros contrafuertes de la Sie­rra Madre Oriental, siguen la línea arquitec­tónica de Zempoala, de muros llanos recu­biertos de estuco, diferenciándose en los ma­teriales de construcción de cada sitio.

 

Los esquemas arquitectónicos del Toto­nacapan pueden dividirse en dos grupos: los de la primera época, que se inicia desde el medio al final del posclásico, tendentes a presentar un mayor o menor grado de influen­cias de El Tajín en sus plataformas de taludes invertidos, túneles, frisos y columnas; y el grupo que corresponde francamente al período histórico, en que se nota la ascen­dencia de Zempoala, que en sus dos últimos períodos constructivos luce un gran predomi­nio mexicano en las construcciones, pero que en la distribución y función de sus aposen­tos tiene una marcada independencia propia o de cierta influencia maya.

 

Entre sus sistemas de entierros en tum­bas anotamos tres: el primero, que parece ser el más antiguo, consiste en una fosa cua­drada o bien ovalada, cilíndrica o cónica, siendo las más abundantes las de paralelo­gramo. Están ubicadas arriba de las estruc­turas, frente a las escaleras o a medio monu­mento; interiormente están revestidas de lajas o pequeñas piedras boludas y el todo recu­bierto de estuco; la mayoría son colectivas.

 

El segundo, que parece responder al ho­rizonte posclásico, es de tipo cruciforme, colocado en el centro y debajo de la escale­ra del monumento, y el tercero, del cual aún no se está seguro de que su construcción se originara antes de la conquista, por su poca extensión geográfica, consiste en la erección de un mausoleo individual o colectivo cuya forma es similar a la de un templo o una casa. Tiene un basamento rectangular de uno a tres cuerpos verticales escalonados, con una esca­linata al frente entre alfardas, con una cu­bierta que imita el techo de palma de una casa, y en algunos casos, por su mayor tama­ño, un techo plano rodeado en tres de sus la­dos por almenas. Medellín las considera de origen prehispánico y nos dice que se extien­den desde Nautla, por el norte, al río Comapa, por el sur, en la región popoloca u olmecas históricos, y, por el occidente, a Tlacolu­lan, en la región de Jalapa, y Monte Real, por Misantla, pero consideramos que su centro de difusión estuvo en Quiahuiztlan o Villa Rica.

 

Los vestigios de cerámicas de origen ne­tamente totonaca de la región costera y de Misantla, Tlapacoyan, no aparecen antes del final del horizonte clásico, y estos elementos culturales en esta área nada tienen en común con los vestigios correspondientes al hori­zonte anterior al preclásico, por ser de dife­rente taxonomía.

 

Estos vestigios totonacas, como se ha di­cho antes, se inician en el horizonte clásico con la presencia de la cerámica Chachalacas decorada y Chachalacas rayada y raspada, que son las más representativas, las cuales se extienden en casi todo el Totonacapan, menos la mencionada en primer término, que parece tener su origen local en las tierras ári­das y no llegó a Xiuhtetelco ni a Tajín y es aún esporádica en Zempoala.

 

En el horizonte posclásico se definen dos centros de desarrollo de cerámica: la región Misantla-Tlapacoyan y la Isla de Sacrificios. En la primera nacen los tipos Tres Picos 1 con sus dos variantes y el prototipo de una cerámica que más tarde se llamará Isla de Sacrificios y en su evolución decorativa se dividirá en tres grupos: A, B y C. Ambas cerá­micas habrán de extenderse por todo el Toto­nacapan hasta las márgenes del río de La An­tigua y El Tajín, menos los tipos B y C, que corresponden al período histórico. En la Isla de Sacrificios se ha hallado un conjunto de tipos como el anaranjado fino en formas de frutero con soportes cónico-convexos, flo­reros de taza invertida, ollas con efigies, etc.; la cerámica metálica en vasos con efigies. El plumbate y vasos de tecali o alabastro son extremadamente esporádicos en Zem­poala y forman un complejo, pues no se ex­tienden ni siquiera a la región de Misantla-­Tlapacoyan.

 

Así es que, al iniciarse el período histórico, Zempoala, que había empezado su desarrollo constructivo al final del horizonte an­terior o posclásico, sólo recibe en intercam­bio las llamadas cerámicas Isla de Sacrificios A y B y el tipo de fondo sellado, pero ninguna del complejo antes mencionado. En cambio, las cerámicas de Misantla-Tlapacoyan, que entonces encarnaban el meollo de la cultura totonaca y eran el centro demográfico, representan, desde los más profundos niveles, el principio del arte alfarero de la capital del Totonacapan, a las que se irán agregando durante su evolución del siglo XIII al XVI, y se extenderán por el Totonacapan, los tipos Quiahuiztlan II y III, Isla de Sacrificios B y C, Tres Picos II y III, y la policroma totona­ca y la tricroma zempoalteca, que, como las demás, es de tipo anaranjado fino y lleva de ornamentación series de aves que con sus de­más motivos se asemejan a la cerámica ana­ranjada fina de Chichén-Itzá; la anaranjada fina sin decoración, figurillas antropomorfas y zoomorfas, especialmente coyotes, brase­ros, etc., y los tipos domésticos, entre ellos el botellón con asas y tapón, que representan el fondo de la cultura totonaca veracruzana, que, debido a las presiones nahuas del si­glo XVI y a las conquistas del XV, cambia su panorama cultural en la región sur.

 

Este último periodo histórico en Zempoa­la y regiones limítrofes se distingue por dos conjuntos cerámicos: el verdaderamente to­tonaco y el correspondiente a la intrusión de las culturas azteca y mixteco-poblana, que no se extenderá por todo el Totonacapan, pues sólo esporádicamente hay ejemplares en la región de Misantla y no existen en la re­gión de Papantla, Gutiérrez Zamora, Malpi­ca, Ayotochco, etc. Por su importancia y gran porcentaje sobresalen la policroma laca y la policroma fina, que con su diversidad de for­mas y dibujos y vigorosidad en el manejo del pincel se distinguen de la opacidad y timidez de las halladas en Cholula, Cuatochco, por de­mostrar una perfección que sólo pudo conse­guirse después de una larga práctica de los zempoaltecas, que superaron a sus originales fabricantes; la cerámica con fondo sellado o sin él, con el reborde interior rojo, anaranja­do o crema, con líneas horizontales blancas o negras o sin ellas, u otros motivos decorati­vos y a veces policroma; la cerámica negra, bayo o gris, compacta, delgada y sonora, que al romperse parece de pizarra, con formas de platos, fruteros o copas con soportes campa­niformes, o trípodes cónicos o de pezón; la cerámica de decoración lineal negra sobre fondo amarillo, de origen azteca o aztecoide; la recubierta de color rojo vivo con decoración negra o blanca, o ambas a la vez, en forma de sahumerios (tlemaitl), platos, vasos, etc., de origen azteca, otras de paredes caladas y pastillaje; incensarios con dos asas como anillo, comunes en los valles de México y de Toluca; sellos con motivos geométricos, zoo­morfos y símbolos; templos circulares y rec­tangulares, todo ello influencia del Altiplano Central. Si la conquista española se hubiese efectuado cincuenta años más tarde, la cul­tura totonaca posiblemente hubiera desapa­recido. La metalurgia florece tardíamente en el centro de Veracruz. Los hallazgos de Chachalacas y Zempoala nos dan fechas de los siglos XVI-XIX. Tenían tan poco cobre, que imitaron campanas de metal con el barro; sin embargo, hay algunas figuras de cobre que representan aves y otros animales, así como también hay cascabeles.

 

Pirámide de el Tajín.

 

La pirámide de El Tajín o de los Nichos es de base cuadrada y mide 35 m. de lado; se compone de siete cuerpos, incluyendo el que forma el edificio su­perior; cada uno de estos cuerpos dis­minuye de tamaño con relación al infe­rior, de manera de dejar un pasillo alrededor de él, y está formado por un talud, una ancha faja vertical decorada con nichos y una cornisa inclinada; ca­da cuerpo tiene aproximadamente tres metros, de manera que el edificio, en total tiene veinticinco metros de altura; en la fachada principal, que ve al orien­te, se desarrolla la escalera, que mide diez metros de ancho y que está limita­da por alfardas decoradas con motivos en forma de grecas derivadas de la es­tilización del cuerpo de la serpiente. En el centro de la escalera se repiten, a distancias iguales, cinco motivos for­mados por tres nichos semejantes a los que decoran los cuerpos de la pirámide, pero de menores dimensiones.

 

El último cuerpo, que constituía pro­bablemente el recinto que coronaba el edificio, está muy destruido y no es posible determinar exactamente su forma, pero se encuentran todavía algunas piedras labradas en su lugar original, y otras muchas que por su ornamen­tación seguramente pertenecían a la misma construcción, en la parte baja de la pirámide.

 

La construcción de la pirámide que actualmente aparece a la vista es una superposición a una pirámide más anti­gua, según lo ha demostrado la exploración que se hizo por medio de un túnel en el lado poniente del edificio, abajo de la serie de nichos del primer cuerpo. El túnel demostró que la tierra vegetal fue removida antes de comen­zar la construcción que se levanta sobre el suelo natural, de un compacto barro amarillo; el núcleo del edificio se com­pone de grandes piedras rodadas, sin ningún otro material que las ligue entre sí. A poca distancia apareció el talud, que forma la parte inferior del segundo cuerpo y más adelante el que corres­ponde al tercero. Prolongando el túnel hasta cinco metros de profundidad, se encontró un relleno formado por pie­dras de río, lajas y lodo, que correspon­de a la estructura primitiva, pero los derrumbes fueron tan grandes, que no se pudo continuar la exploración. Se perforó entonces otro túnel a la altura de los cuerpos segundo y tercero, apro­vechando el hueco de los nichos, y se pudo apreciar que la subestructura está formada por un solo cuerpo, sin des­cansos y construido con lajas super­puestas. Los nichos de la pirámide ex­terior están construidos en la siguiente forma: sobre un muro en talud, revestido de piedra, se levanta un paramento vertical, también revestido de piedra, que constituye el fondo del nicho; pe­queños apoyos de piedras superpuestas van formando resaltes hasta llegar a la dimensión del claro que forma el mismo nicho; sostienen enormes losas que aparecen  como labradas, pero que realmente presentan este aspecto por haber sido obtenidas de una for­mación sedimentaria en un lugar cer­cano. Otras lajas, colocadas sobre la anterior, en número de seis a siete, y ligeramente salientes una sobre otra, forman el esqueleto de la cornisa, cuyo aspecto definitivo de un plano inclinado se obtiene por medio de un grueso apla­nado. También se observan restos que demuestran que todo el monumento estuvo originalmente aplanado.

 

Este sistema de construcción ha sido causa de numerosos derrumbes, pues al romperse alguna de las losas, ceden los apoyos de la del piso siguiente, rompiéndose también la losa que sostienen, ocasionando la destrucción del edificio, por lo que ha sido necesario hacer trabajos de restauración con el objeto de asegurar su estabilidad.

 

Se ha dicho algunas veces que los nichos estaban destinados a contener pequeñas esculturas, como las llama­das Palmas, pero si bien es cierto que estas esculturas llevan motivos muy se­mejantes a los de El Tajín, se sabe que proceden de lugares cercanos a Jalapa. es decir, mucho más al sur de la zona, por lo que no se podría asegurar que estuvieron en la pirámide.

 

Al pie de la gran escalera apareció una figura de pie, con un gran tocado de volutas, y los restos de la parte baja de otra escultura semejante, en la parte alta de la alfarda, lo que permite suponer que las dos esculturas se halla­ban a los lados de la escalera, en la pla­taforma del monumento.

 

Como ya dijimos, se conservan mu­chas piedras labradas de la construc­ción que ocupaba la parte alta, ha­biéndose hallado hasta ahora cerca de ciento cincuenta de ellas, así como res­tos de tableros con representaciones de sacerdotes y de animales.

 

Los relieves de El Tajín casi siempre se componen de tres fajas: una inferior, decorada con motivos entrelazados, que representa el cuerpo de la serpien­te de la Tierra, otra intermedia en la que se desarrolla la escena que da mo­tivo a la composición, y una última más alta, que significa una faja celeste.

 

Es muy probable que todas estas esculturas hayan estado revestidas de una delgada capa de cal y pintadas, según se puede observar en otros monumentos de la ciudad.

 

La pequeña construcción que se le­vanta en la plaza, frente a la pirámide, está muy destruida y sólo se conservan algunos bloques con relieves, cuya colocación original no se ha determinado todavía.

 

(El texto de este inciso se tomó de I. Marquina, Arquitectura Prehis­pánica, págs. 426, 430-431, Méxi­co, 1954).

 

Bibliografía.

 

Du Solier, W. A Reconnaissance on Isla de Sacrificios; Ver, Mexico, Notes on Middle American Archaeology, núm. 14, Carnegie Institution, Wash­ington, 1943.

 

García Payón, J. La Pirámide de El Tajín. Estudio analítico, Cuadernos Americanos, t 10(6), 1951. Zempoala. Compendio de su estudio arqueológico, Universidad de Jalapa. 1949. La zona arqueológica de Zempoala: I, Universidad de Jalapa, 1949.

 

Medellín, A. Exploración en la Isla de Sacrificios, Gobierno del Estado de Vera­cruz, Jalapa, 1955. Exploraciones en Quauhtochco. Gobierno del Estado de Veracruz., Jalapa, 1952.

 

Palacios, J. M. Exploraciones en Tuzapan y otras zonas comarcanas, Anales del Museo Nacional de Arqueología. Historia y Etnología, t. 3, México 1945.

 

16.            El enigma de Xochicalco.

Por: César A. Sáenz

 

Durante los últimos años, el Instituto Na­cional de Antropología e Historia ha realiza­do en la zona arqueológica de Xochicalco exploraciones intensivas y restauraciones de sus monumentos. Importantes hallazgos han venido a incrementar el acervo de objetos prehispánicos de México, exhibidos en el Museo Nacional de Antropología. Los monumentos explorados y reconstruidos han acrecentado el patrimonio más preciado de México, como lo son sus edificios arqueoló­gicos.

 

No se poseen datos precisos de los cro­nistas españoles del siglo XVI, recién hecha la conquista, que puedan indicar qué pueblo lo habitó, ya que cuando ellos llegaron Xochicalco había dejado de existir desde hacía varios siglos. Unicamente fray Bernardino de Sahagún, en su magna obra Historia General de las Cosas de Nueva España, expresa someramente las grandes señales (monu­mentos) de estas gentes, «como hoy día se ve en Tula, en Tulantzingo y en un lugar llamado Xochicalco, que está en los terrenos de Cuauhnáhuac (Cuernavaca)».

 

Se ha querido identificar a Xochicalco con Tamoanchan. Este último sitio es men­cionado por Sahagún, a quien sus informadores expresaron que era uno de los lugares de más antigüedad relacionado con Teoti­huacán y con diferentes sitios arqueológicos. Según ellos, y después de una serie de cir­cunloquios, los, emigrantes del Pánuco llega­ron a Tamoanchan, en donde estuvieron mu­cho tiempo, y aunque arribaron junto con otros, no se quedaron con los demás, porque dejándolos allí se tornaron a embarcar. In­ventaron la astronomía jurídica y el arte de interpretar los sueños; compusieron la cuenta de los días y las noches, de las horas y las di­ferencias de tiempo, etc. Esto ha sido in­terpretado por algunos para sugerir que el Tamoanchan mítico es el actual Xochicalco.

 

Sin embargo, más bien podría considerarse la anterior narración como un mito o leyen­da, igual que el de Aztlán (lugar de garzas), sitio de donde se dice procedían los aztecas, y también lo referente a la Tira de la Peregri­nación de los Aztecas, e incluso del mismo Códice Aubin, de origen poshispánico.

 

Antes de las exploraciones arqueológicas de la región se había pensado que Xochicalco estaba relacionado con los tlahuicas, pobla­dores de Cuernavaca, e incluso con los tolte­cas de Tula, o según otros con las culturas del sur de México. No obstante, el simbolis­mo de los motivos esculpidos en los tableros de piedra que sirven de recubrimiento al Mo­numento Principal o Pirámide de las Serpien­tes Emplumadas -cuya interpretación es aquí de mucha utilidad- era atribuido a los nahuas o a los toltecas.

 

En consecuencia, para tratar de resolver las incógnitas queda la arqueología, que nos proporciona datos exactos siempre que se base en el debido estudio de los objetos pre­hispánicos; su fin es reconstruir, de una ma­nera cierta, el pasado o historia de los pue­blos que no la tuvieron en forma escrita.

 

Las exploraciones arqueológicas en Xo­chicalco se iniciaron en 1935 en poca escala y en temporadas alternas. Luego, de 1960 a 1967 fueron más intensivas. Se ha logrado bastante en tan corto lapso y es principalmente a través de estos resultados como aquí se estudia la cultura allí representada. Algu­nos de los hallazgos, resultados e interpreta­ciones obtenidos recientemente son ahora presentados por primera vez, aunque todavía con un poco de temor, debido al enigma que ha representado siempre Xochicalco y sus primitivos pobladores.

 

En el estado de Morelos, situado aproxi­madamente a unos 40 km. de la ciudad turísti­ca de Cuernavaca, se encuentra la zona ar­queológica de Xochicalco, que significa en lengua náhuatl "lugar de la casa de las flores". Debido a la posición geográfica que ocupa, materialmente rodeada por la Ciudad de Mé­xico y por los estados de México, Puebla y Guerrero, es un sitio sumamente interesante por sus relaciones con las diferentes culturas en ellos representadas.

 

La ciudad arqueológica tiene una altura aproximada de 1.500 m sobre el nivel del mar y fue edificada en un cerro que se le­vanta a unos 130 m sobre el terreno adya­cente. Dicho cerro está formado por una serie de terrazas escalonadas, construidas artifi­cialmente aprovechando y nivelando las par­tes semiplanas del terreno, sobre cuya cús­pide fueron edificados los monumentos que la hicieron zona sagrada y fortaleza al mismo tiempo. El lugar en que están sus principales monumentos tiene una extensión aproxima­da de 1.200 m de norte a sur y 700 m de este a Oeste. Al oriente una barranca lo sepa­ra del cerro de Coatzin, conocido como La Bodega. Tiene accesos muy difíciles, de incli­nada pendiente por el sur y por el Oeste.

 

Quizás el padre José Antonio Alzate, quien visitó la zona en 1777, a través de su sencillo articulo "Descripción de las antigüedades de Xochicalco", haya sido quien ha ido despertando el interés de otros cronistas e investigadores, que se han referido somera­mente a la Pirámide de las Serpientes Emplu­madas, tales como A. von Humboldt, Gui­llermo Dupaix, Manuel Orozco y Berra, Hu­bert H. Bancroft, Carlos Nevel, Gustav Briil, Antonio Peñafiel y, de una manera especial, el sabio arqueólogo alemán Eduard Seler. Se debe mencionar también a Leopoldo Batres, quien en 1910 hizo restauraciones en dicha pirámide. Posteriormente, y ya en un plan de exploraciones arqueológicas con resulta­dos científicos, que abarcaban toda la zona, trabajaron los arqueólogos Eduardo Noguera de 1935 a 1959, realizando exploraciones alternas con magníficos resultados, y César A. Sáenz, con exploraciones intensivas y conti­nuadas abarcando los diferentes aspectos de la arqueología de 1960 a 1967.

 

Arquitectura, arte y objetos asociados.

 

Los principales edificios explorados y reconstruidos hasta la fecha son la Pirámide de las Serpientes Emplumadas, que para abreviar es llamada algunas veces aquí la Pirámide, el Juego de Pelota, el Palacio, los Subterráneos, la Estructura A, el Templo de las Estelas, la Cámara de las Ofrendas, el Salón Sudoeste, la Estructura C, la Estructu­ra D, el Adoratorio de la Estela de los dos Glifos y la Estructura E.

 

La Pirámide estuvo totalmente recubier­ta de grandes losas de piedra de pórfido traquítico, perfectamente unidas entre sí y escul­pidas por completo de motivos en relieve, siendo éstos, en el talud del basamento, ser­pientes emplumadas ondulantes, que apa­recen en los cuatro lados del monumento; dentro del espacio que dejan las mismas se encuentran personajes sentados a la oriental con tocados de cabezas de serpientes y plu­mas, similares a las figuras mayas. Existen además diferentes signos de los días, al estilo nahua antiguo y numeración tanto nahua­mixteca (de círculos), como maya-zapoteca (de barras y círculos); representaciones estiliza­das del dios de la lluvia o Tláloc, adornado en la cabeza con el símbolo del año al estilo teotihuacano; jeroglíficos del año diseñados de otra forma, esto es, por medio del amarre en el cuadrete que encierra el glifo; glifos re­lacionados con la cultura zapoteca, como se­ría el A, y con la teotihuacana, el Ojo de rep­til; representaciones de lugar, etc.

 

Entre las muchas e importantes repre­sentaciones esculpidas en la Pirámide, que han venido a proporcionar muchos datos de interés para conocer la cultura de Xochicalco, debe destacarse especialmente la que está si­tuada en el talud del basamento, al lado norte de la escalera, en donde se encuentra escul­pido un brazo y mano derecha presionando un jeroglífico, que posiblemente sea el A de origen zapoteco con el numeral 1, mientras que en el centro se encuentra la fecha 9 Casa con el numeral expresado al estilo maya-za­poteco y, jalando con una cuerda, por medio de la mano izquierda, la fecha 11 Mono con el número indicado en la forma nahua-mixte­ca, como queriendo juntarlo con la fecha an­terior. Esto se ha interpretado como una corrección o ajuste al calendario o paso de un sistema a otro, ya que en los bajos relie­ves del monumento existen jeroglíficos de diferentes culturas, como la teotihuacana, nahua antigua, zapoteca, de El Tajín y maya.

 

La forma de la Pirámide es casi de planta cuadrada (18,60 m de este a Oeste y 21 m de norte a sur). El basamento está formado por un talud rematado por una cornisa, cuya altura es de 3,89 m. Lo que ha sido llamado segundo cuerpo más bien constituye el arran­que de los muros del templo en cuya entrada e interior existieron los pilares en que se apoyaba el techo, restos de los cuales fueron encontrados. Los elementos complementarios que faltan del templo, así como los pilares, han desaparecido debido a derrumbes y, en gran parte, a excavaciones clandestinas y a la sustracción de las piedras de este monu­mento. Su escalinata, de 9,53 m de largo, mira hacia el poniente y sus alfardas estuvie­ron decoradas con motivos que representan la parte ventral de la serpiente.

 

En la temporada de trabajos correspon­diente a 1962-1963 se llevó a término una exploración en forma de trinchera sobre el piso del templo, comenzando desde el fondo del mismo hasta la gran escalinata, en una longitud de 15 m por 4 de ancho, encontrándose restos de dos estructuras en su interior, además de ofrendas aisladas y entierros acompañados de ofrendas.

 

Entre éstas apareció una preciosa vasija de alabastro con un panel pintado al fresco en que se observa un pájaro descendente con el pico apoyado sobre un jeroglífico, similar al que se encuentra esculpido, presionado por una mano, en los bajos relieves del lado iz­quierdo de la escalera de la Pirámide. Por su forma, la vasija tiene relación con Teotihua­cán, lugar en que se han encontrado reciente­mente ejemplares semejantes, aunque frag­mentados, con restos de decoración al fresco. Una vasija del mismo material y forma, pero sin soportes, ha sido hallada recientemen­te en el entierro núm. 116, situado debajo del Templo 1 en Tikal, Guatemala, el cual es­tuvo igualmente decorado al fresco. También se encontraron allí, en la excavación de la Pirámide, un gran caracol marino adornado con grecas y círculos en relieve; dos cuencos de barro, trípodes, de color anaranjado con una banda roja sobre el borde interno; dos placas o pendientes de jade esculpidas en bajo relieve, representando personajes; cara­coles con perforaciones para ser colgados como collares; conchas de mar; discos de pie­dra que contenían una capa de óxido de fie­rro (limonita), y cuentas de jade.

 

Los entierros encontrados son dos. En el primero aparecieron caracoles pequeños; dos placas o pendientes de jade, una de las cuales representa a un personaje de cuerpo entero, teniendo como tocado la fauce de una serpiente a ambos lados de la cabeza y presentando mucha semejanza con la placa del mismo material encontrada en la Tumba núm. 2 del Templo XVIII en Palenque, la cual estuvo asociada con objetos típicamente mayas; la otra es una cabeza con adornos serpentinos como tocado y a los lados de la cara. El segundo de los entierros estaba asociado con una figurilla antropomorfa de cuerpo entero, un pendiente también antro­pomorfo, dos orejeras y cuatro pequeñas placas lisas con perforaciones, siendo de jade todos los objetos.

 

Dicho. material tiene relación con las zo­nas maya y zapoteca y también con la costa del Golfo en un lapso de tiempo que puede considerarse dentro del periodo clásico tardío (600 a 900 de nuestra era).

 

Otro de los monumentos de importancia en Xochicalco es el Juego de Pelota, compuesto de un patio o cancha rectangular, que se une en sus extremos a dos espacios trans­versales, de tal manera que en su conjunto forman una especie de I mayúscula. A uno y otro lado de la cancha se encuentra una cons­trucción en forma de talud, que se une a los muros verticales, en cuyo centro están em­potrados unos anillos de piedra por donde se tenía que hacer pasar la pelota de hule crudo para marcar un tanto. En la plataforma supe­rior central se encuentran restos de construc­ciones que sirvieron como tribunas. En otros Juegos de Pelota existen marcadores en vez de anillos, como en el de Copán, en que hay cabezas de guacamaya esculpidas en piedra, que sirven para tal fin. La función de los Juegos de Pelota puede considerarse de ca­rácter ritual. El de Xochicalco es el más antiguo que se encuentra en la Altiplanicie mexicana, y ya existía desde hacia muchos siglos entre los zapotecos y mayas, quienes parecen haberlo introducido allí, pasando después, con, mucha similitud en su construc­ción, a Tula. En Teotihuacán no se ha encon­trado ningún Juego de Pelota.

 

Al oe8te del Juego de Pelota se inicia una gran calzada de 20 m de ancho y 50 de largo que se dirige en línea recta hacia el montícu­lo conocido con el nombre de La Malinche, apreciándose en su parte norte veinte construcciones de piedra, circulares y de muy poca altura, cuyo verdadero fin se ignora, pero que bien pudieron haber servido para alguna ceremonia.

 

Hacia el lado sur de la calzada mencio­nada se encuentra una serie de construccio­nes que sirvieron de habitación para los grandes jefes o sacerdotes residentes en la zona ceremonial. El conjunto consta de tres secciones independientes y escalonadas, para adaptarse a la forma irregular del terreno; constituyen una sola unidad y se compo­nen de patios, cuartos, plataformas, cámaras, pasillos, un "decuilli", o sea un fogón para cocinar, e incluso lo que parece ser un "te­mazcalli" o baño de vapor, similar a los que todavía se usan en algunas comunidades de México. Estas clases de construcciones apa­recen también en algunos de los centros ce­remoniales de Mesoamérica.

 

Existen, dentro de las irregularidades del cerro en que se asienta Xochicalco, varios subterráneos, que tal vez originalmente fueron cuevas naturales, que adaptaron los aborígenes para construir estructuras en su interior, con pisos y paredes recubiertas de es­tuco. La más importante de ellas, explorada y reconstruida en parte, es la que se conoce con el nombre de Los Amates, siendo su entrada en forma de abertura irregular. Dentro de la misma se observan dos especies de chimeneas o claraboyas, una de las cuales fue clausurada desde época antigua, mien­tras otra semejante en el extremo noroeste se encuentra abierta, pasando a través de ella la luz solar para iluminar el recinto. Se le ha atribuido un carácter de observatorio, pero lo más posible es que se haya usado para ventilar e iluminar las construcciones de la cueva, que tuvieron seguramente funciones ceremoniales.

 

Hacia el sur, y distante unos 30 m de la Pirámide, existe una gran estructura arquitectónica que se encontraba totalmente en ruinas, presentando la apariencia de un enor­me montículo o cerro, la cual fue explorada y reconstruida en las temporadas de trabajo de 1960 y 1961, asignándosele el nombre de Estructura A. Se trata de un gran monumen­to de unos 38 m2 de superficie y 4 m de al­tura, cuyo acceso a la plataforma superior se hace a través de una amplia escalinata limita­da por anchas alfardas que conduce a un patio hundido. En los lados norte y sur existen dos amplios salones edificados con piedra y ado­be y un pequeño adoratorio. En los extremos hay cuartos, construidos con los mismos ma­teriales, y al fondo del patio, que se descri­be, se levanta un templo con su escalinata de acceso, al que se llama Templo de las Estelas por el descubrimiento de gran importancia llevado a cabo en el mismo.

 

Al excavar sobre el piso del templo, entre el pórtico y el santuario, se hizo el hallazgo. Apareció una enorme fosa o caja forrada de piedras y dentro de la misma tres estelas, que actualmente se exhiben en el Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México.

 

Dichas estelas son de forma rectangular y conservan todavía en algunas partes el co­lor rojo cinabrio con el que estuvieron pin­tadas. Se les ha dado el nombre de Estelas 1, 2 y 3, según el orden en que aparecieron. Las dos primeras tienen una altura de 1,80 m, mientras que la 3 mide 1,88 m. Las dos pri­meras miden 0,34 m en sus partes más anchas y 0,23 en sus laterales, en tanto que la Estela 3 tiene 0,40 m de ancho y 0,24 en sus laterales. Las tres están totalmente esculpi­das en bajo relieve por sus cuatro lados, representando glifos acompañados de números (fechas), deidades, el cielo y la tierra, lugares, templos y otros motivos de gran importancia, que nos han dado a conocer, junto con los ba­jos relieves esculpidos en la Pirámide, datos extraordinarios para desentrañar, en gran parte, qué es Xochicalco, quiénes lo habita­ron y cuáles fueron sus deidades y jeroglí­ficos.

 

Entre los motivos que aparecen en las estelas se encuentran deidades tales como Quetzalcóatl (dios creador, del viento, etc.), asociado a otras divinidades con diferentes atribuciones: Tláloc (dios de la lluvia), Xólotl (hermano gemelo de Quetzalcóatl y una de sus advocaciones, dios de la estrella vesperti­na y compañero del sol al ocultarse); aparece también la representación de la banda celes­tial con motivos mayas; la tierra simbolizada por dos secciones unidas por líneas horizon­tales y verticales; el glifo teotihuacano "Ojo de reptil"; un templo cuya arquitectura es se­mejante a la teotihuacana; una representa­ción de lugar al estilo zapoteco; glifos acom­pañados de números (fechas) tanto al estilo nahua-mixteco como también al maya-zapo­teco, etc.

 

En el lado principal de cada una de las estelas se observa la representación de dioses, bandas celestiales y templos en dos de ellas en sus caras opuestas. Las estelas tienen en sí un alto significado religioso e histórico y han sido de gran utilidad para descifrar en gran parte el calendario y escritura usados en Xochicalco.

 

Entre los glifos nahuas que se encuentran en las estelas debemos mencionar el de Movimiento (Temblor), Casa, Conejo, Caña, Lluvia, Pedernal y Mono, los cuales se hallan acompañados de numerales, por lo que se trata de verdaderas fechas.

 

Las estelas muestran una gran influencia teotihuacana. En la Estela 1 aparece el "Ojo de reptil", tan abundante en Teotihuacán. En la Estela 2 todo el lado principal es típi­camente teotihuacano y el motivo predo­minante es Tláloc (dios de la lluvia), como en' Teotihuacán, existiendo también la repre­sentación de Lluvia (nube), e igualmente el pectoral de Tláloc, que es similar al que se encuentra esculpido en piedra en el Museo Nacional de Antropología procedente de Teotihuacán. La Estela 3 tiene esculpido, en el lado opuesto al principal, un templo al estilo teotihuacano, tal como aparece, por ejemplo, en las pinturas de Atetelco en Teo­tihuacán, mientras que en las Estelas 1 y 3 aparece la estilización simbólica de Tláloc, como se puede ver en una placa de barro que se encuentra en el museo regional de Teoti­huacán.

 

La influencia maya está representada en la Estela 3, en la banda celestial integrada con motivos de los jeroglíficos Pop y Kan.

 

Existe relación con lo tolteca en las Es­telas 1 y 3 en la representación de una de las advocaciones de Quetzalcóatl, e igualmente en la representación de sangre que en la Estela 3 aparece por primera vez con el numeral 4, es decir, como fecha 4 Sangre.

 

La semejanza con lo zapoteco se halla en la forma de representar el jeroglífico de cerro en la Estela 2.

 

En cuanto al dios descendente, que apa­rece en la Estela 1, es casi seguro que se trata del dios Xólotl (perro), gemelo de Quetzal­cóatl, como estrella vespertina.

 

En lo referente a la cerámica que apare­ció dentro de la caja, revestida de piedras y sellada, en la que fueron enterradas las es­telas, se encontraron fragmentos de cerámica del horizonte tolteca, lo cual indica que el hecho sucedió alrededor del siglo X. Hay que tener en cuenta que la fecha en que se escon­dieron las estelas fue, lógicamente, muy posterior a aquella en que se esculpieron y man­tuvieron erigidas.

 

En la exploración no se encontró el lugar exacto en que estuvieron erigidas las estelas. Se cree que fueron rotas, "muertas" intencio­nadamente por los mismos xochicalcas o pue­blo que las esculpió, en forma tal que los glifos y demás motivos representados se maltrata­ran lo menos posible; luego las ocultaron con los demás objetos dentro de la fosa que clau­suraron. La exploración demostró que los muros y pilares del edificio en que se encontraron fueron también rotos intencionada­mente hasta cierta altura y que el santuario, pórtico, salones y cuartos fueron rellenados con escombro de piedras, adobe y tierra para ocultarlas, por temor a que cayeran en poder de otros pueblos que los presionaban o bien cuando los habitantes de Xochicalco decidie­ron abandonar voluntariamente su gran ciu­dad ceremonial.

 

Hacia el sur de la fachada este de la Es­tructura A se halla un pequeño cuarto o cá­mara adosada al monumento recientemente explorado y reconstruido. Su base está forma­da por un pequeño talud con moldura, cuyo extremo superior coincide con el nivel del piso del cuarto en donde se levanta un muro en forma de talud, el cual a 1,20 m de altura tiene el desplante de sus muros verticales. Tres escalones en el lado oeste dan acceso al cuarto, cuyo piso está perfectamente estucado.

 

El cuarto estaba bastante destruido, sus muros acaso habían sido cortados hasta cier­ta altura y utilizado el material .como parte del relleno para ocultar las ofrendas, que dejaron sobre el piso, y el entierro del personaje, que se encontraba debajo del mismo. Por los ob­jetos hallados se le dio el nombre de Cámara de las Ofrendas. Durante la exploración apa­recieron sobre el piso de la Cámara una lápida de 1 m2 y 16 cm de espesor, ostentando cua­tro glifos de influencia nahua, zapoteca y teotihuacana, con sus respectivos numerales; dos yugos en piedra (serpentina) lisos; una cabeza de piedra antropomorfa con una pe­queña espiga en su parte posterior, representando una cabeza-hacha en bulto, variante de las llamadas hachas votivas, delgadas o cala­das, que se relacionan, junto con los yugos y las palmas, con la cultura totonaca, llamada actualmente de El Tajín, y que se han encontrado también al sur de Veracruz. Estos obje­tos pueden atribuirse al período clásico (200 a 800 d. de C.), complejo que se extiende has­ta zonas del golfo de México y llega a sitios lejanos de Centroamérica, atravesando algu­nas regiones del área maya. Aunque se les ha querido atribuir cierto simbolismo, los descu­brimientos, principalmente de algunos de los yugos, demuestran que están íntimamente ligados a ritos funerarios, asociados a entierros.

 

En la trinchera que se practicó sobre el piso de la Cámara, desde el fondo hasta la escalinata, se encontró un entierro primario. El esqueleto se hallaba en posición dorsal con los brazos y piernas flexionados (similar a la posición fetal). Corresponde a un adulto y tenía cerca de los huesos de su mano derecha algu­nas conchas de mar de la clase spondylus, así como una figurilla antropomorfa de piedra (serpentina) con los brazos cruzados sobre el pecho. Debajo del maxilar había una placa o pendiente de jade que representa una cara antropomorfa, de perfil, con tocado formado por una cabeza de serpiente y plumas, pareci­do al que ostentan los personajes de los bajos relieves del talud inferior de la Pirámide. Cerca de esta placa se encontraron 15 peque­ñas puntas de flecha de obsidiana y una mano antropomorfa trabajada en concha. Igualmen­te, una punta de flecha grande de obsidiana, otras conchas similares a las anteriores y dos valvas de molusco. A poca distancia del crá­neo, y hacia el Oeste, se descubrió una impor­tante figura antropomorfa femenina, de pie­dra (serpentina), en actitud sedente.

 

De importancia es, por tanto, el descu­brimiento de un entierro debajo del piso de un cuarto o cámara en Xochicalco, semejante a lo encontrado en las zonas mayas.

 

Las piezas halladas en este entierro co­rresponden a diferentes influencias culturales. La figurilla antropomorfa de piedra, sedente, pertenece a la cultura teotihuacana; la cara de perfil del pendiente de jade es de tipo maya; la figurilla antropomorfa de pie, que es de pie­dra y aparece con los brazos cruzados sobre el pecho, recuerda a las teotihuacanas y a las del estado de Guerrero; las conchas de mar spondylus proceden probablemente del Pacifico. También es interesante el lote de puntas de flechas encontradas, puesto que no se ha­bían obtenido con anterioridad en Xochicalco.

 

Continuando la exploración hacia el sudoeste de la Cámara se descubrió una alarga­da construcción rectangular, el Salón Sudoeste, con pilares en su parte central y dividido en cuartos por medio de muros delgados, al­gunos de los cuales se conservan aún, mien­tras que otros estaban reducidos a escombros por haber sido construidos sin base y directamente sobre el piso de estuco. Durante la ex­ploración se encontraron algunos objetos, ta­les como una figurilla antropomorfa esculpida en piedra, una cara antropomorfa de barro con mutilación dentaria, que tiene alguna se­mejanza con los rasgos de las representacio­nes zapotecas. Con mutilaciones dentarias se ha encontrado un cráneo antropomorfo perteneciente a un entierro en Xochicalco. Fueron hallados también un objeto semicilín­drico de piedra de la cultura mezcala que pre­senta una serie de acanaladuras horizontales con perforación para colgarse, pareciendo un gusano u oruga; la mitad de una figurilla antropomorfa en piedra verde con rasgos some­ros, y una figurilla antropomorfa esculpida en piedra que también parece corresponder a la cultura mezcala.

 

El tipo mezcala ha sido definido y clasi­ficado así por hallarse a lo largo de la cuenca del río Mezcala, en el estado de Guerrero, siendo notable por sus objetos de piedra, que representan pureza y distinción de formas, dándoles una personalidad local. Figurillas en piedra, máscaras, representaciones de anima­les, otros objetos y ornamentos, como cuen­tas, pendientes y orejeras, se encuentran entre sus obras de arte. Los objetos son muy espe­cializados y esquemáticos y su forma tosca, vigorosa, los hace fácilmente identificables.

 

Sus figuras tienden a la simplicidad y a lo abstracto. Si consideramos que el estilo mezcala, con algunas variantes, se extiende hasta Guatemala, Costa Rica e incluso América del Sur, es lógico encontrar ejemplares de este ti­po, cuya antigüedad desconocemos, en lugar tan cercano al río Mezcala como Xochicalco.

 

En la esquina noroeste del salón mencio­nado, adosado al muro norte, se encontró una banqueta con aplanado de estuco y compues­ta de un pequeño talud y moldura. Dichas banquetas existen también en varios cuartos del Palacio en Xochicalco, generalmente ado­sadas al fondo de los mismos y similares a las de Tula. Otras, adosadas al muro, tienen construcciones huecas en forma de nichos. Estos tipos de construcciones se encuentran principalmente en las zonas mayas, como Pa­lenque, en que aparecen con nichos; en el Edificio de las Tortugas, Uxmal, e igualmente en el Palacio de Sayil, Yucatán, etc.

 

Las banquetas con nichos fueron quizás evolucionando hasta convertirse en los elaborados y artísticos altares mayas que se ha­llan en Piedras Negras (Guatemala) y Copán (Honduras), pero se aprecia mayor semejanza con las también mayas de Uaxactún (Gua­temala) y San José (Honduras Británica).

 

En 1962-1963 se exploró y reconstruyó la Estructura C, encontrándose algunos datos arquitectónicos interesantes, tales como un tablero o especie de cornisa que se asienta so­bre el talud del basamento y que se halló in situ, y en la parte posterior de la misma es­tructura elementos arquitectónicos que cons­tituyen el contrafuerte para sostener el monu­mento y salvar las diferencias de altura que construyeron los habitantes de la zona arqueológica. Su basamento, en consecuencia, está formado por talud y cornisa con escalera de acceso al templo; presenta las mismas ca­racterísticas de las otras pirámides de Xo­chicalco, esto es, talud rematado en cornisa, amplia escalinata y anchas alfardas. Sobre el basamento se levanta el templo, con elemen­tos arquitectónicos similares, como el talud y muro vertical que se elevaría hasta el techo, siendo el acceso al pórtico del templo por me­dio de tres claros, formados por las jambas de ambos muros, y dos pilares en su parte cen­tral; un muro transversal interrumpido por una puerta separa el pórtico del santuario.

 

En la exploración del templo se encontra­ron, en el escombro superficial, tres vasijas antropomorfas de barro burdo con la repre­sentación del dios de la lluvia Tláloc. Cerámica semejante fue hallada en el cementerio de Tenenepanco, en las faldas del volcán Popo­catépetl, y en el cementerio de Nahualac, en las faldas del volcán Iztaccihuatl, siendo lla­mada por eso Cerámica de los Volcanes. Esta cerámica, con representaciones de Tláloc, encontrada en la Estructura C, se ha considera­do como de filiación tolteca y de época recien­te, teniendo en cuenta que apareció sobre el piso del templo, mezclada con los escombros; parte de los mismos correspondían a muros, pilares y techo, cuando destruyeron, incendia­ron y abandonaron el lugar.

 

Otros objetos aparecidos en la trinchera practicada en el piso del templo, tanto del pórtico como del santuario de la Estructura C, son dos placas de piedra, cuya superficie estaba cubierta con una capa de limonita, que servia de base a cuatro caracoles, una concha, nueve valvas de molusco, un caracol trompeta y cuentas de concha, todo ello de procedencia marina. Las otras ofrendas son: un plato de barro trípode, de soportes cónicos, color ana­ranjado, decorado con una banda roja en el borde interior, y otro plato café pulido en for­ma de cuenco; una placa o pendiente de jade, que representa un personaje con tocado en forma de fauces de serpiente con las manos sobre el pecho en actitud ritual, un disco y orejera de jade. En la parte correspondiente a la entrada del templo se encontró un entierro secundario, o sea reinhumado (cuyos restos óseos estaban muy fragmentados y parecen haber correspondido a un adolescente), acompañado de las siguientes ofrendas: un disco grande de piedra con una capa de limonita; un caracol trompeta con restos de pintura roja (cinabrio), material este último asociado a los entierros; trece caracoles para collar de tipo olivina; cuentas de concha que forman un collar; una placa o pendiente de jade gran­de (10,5 cm de alto), cuyo bajo relieve corres­ponde a un personaje con los brazos sobre el pecho, tocado en forma de fauces de serpiente y dos caras de perfil a uno y otro lado del mismo; un pendiente antropomorfo de jade con tocado estilizado figurando fauces de ofidio; otro pendiente, cabecita antropomorfa de jade, con tocado muy estilizado imitando fauces de serpiente, y dos pequeños discos, también de jade, con perforaciones en el centro y en los extremos.

 

Hay un parecido muy grande entre la Pi­rámide de las Serpientes Emplumadas y la Estructura C, no sólo en su arquitectura, se­mejante a la de El Tajín, Veracruz, y a la de Toluquilla, del estado de Querétaro, sino también, y principalmente, en las ofrendas depo­sitadas en el núcleo de ambas. Así, por ejemplo, las placas de piedra con una capa de u­monita se hallan en ambos monumentos, tan­to en ofrendas aisladas como asociadas a los entierros. En lo referente a la cerámica hay semejanza y contemporaneidad. En la Pi­rámide se encontraron platos de barro semejantes a los hallados en la Estructura C. En lo que más se asemejan las ofrendas de uno y otro monumentos es' en los pendientes de jade con representaciones de personajes con tocado en forma de fauces de serpiente, en dos placas de la Estructura C y en la del En­tierro 1 de la Pirámide, cuyos personajes tienen las manos levantadas y colocadas sobre el pecho. Además, tanto en la Estructura C como en la Pirámide aparece una que tiene en el extremo de la parte superior del tocado cabezas de perfil a uno y otro lado del mismo.

 

Dicha clase de representaciones se encuen­tran también en la zona maya, como en Palenque en la Tumba 2 del Templo XVIII, fechado en el año 678 d. de C., y otra que se halla en el Museo de Viena en Austria.

 

Todo lo anterior demuestra, además de la semejanza, la contemporaneidad entre las construcciones de la Pirámide y la Estructu­ra C, que podemos considerar dentro del período clásico tardío (600 a 900 años d. de C.), sugiriendo una fuerte influencia u ocupa­ción de pueblos procedentes del sur de México, principalmente de la región maya.

 

En el transcurso de la temporada de tra­bajos de 1965 se llevó a cabo la exploración del montículo que se encuentra frente a la Estructura C, al que una vez explorado y reconstruido se dio el nombre de Estructura D.

 

El estado de destrucción de dichos monu­mentos era muy grande, debido a que en la mayoría de las construcciones de Xochicalco no se usó mezcla a base de cal, como en las zonas mayas, por ejemplo, sino que las pie­dras de pequeño tamaño y forma rectangular o cuadrada, sin ángulos y con una especie de pequeña espiga, están cimentadas sobre una amalgama de barro recubierta con una capa general de estuco (mezcla de cal y arena fina). Partes recubiertas de estuco se encuen­tran todavía en los muros, escalinatas, pila­res, etc. También los pisos de los basamentos y el de la plaza en que se asientan estuvieron revestidos de dicho material.

 

Al desaparecer el techo de los edificios, que seguramente se construyó con materiales perecederos como madera y palma, el agua de las lluvias fue penetrando en el núcleo de los basamentos, muros, pilares, etc., causan­do el derrumbamiento de los mismos, que ya se encontraban sin ninguna protección.

 

Por otra parte, la arquitectura de la Es­tructura D es similar a la de la Pirámide y a la de la Estructura C.

 

En 1965-1966 se exploró y reconstruyó el Adoratorio de la Estela de los dos Glifos. Dentro de la excavación y semienterrado se encontraba un monolito de forma rectangular y de grandes dimensiones, en el que se podían advertir esculpidos, en su extremo superior, dos glifos con sus respectivos numerales muy borrosos. Se trata de una estela de 2,90 m de alto, 0,65 m de ancho y 0,45 m en sus caras laterales, con un peso de varias toneladas, la cual posteriormente fue erigida en el sitio que debió de ocupar. Las fechas, leídas de arriba abajo, son 10 Caña y 9 Ojo de reptil, siendo el primero de los glifos de origen nahua, mientras que el segundo es de procedencia teotihuacana y la numeración, por encontrarse barras significando el número 5, en lugar de cinco círculos, de origen maya-zapoteca.

 

Fortaleza.

 

Algunos edificios de Xochicalco se en­cuentran asentados en la cúspide del cerro de Coatzin o de La Bodega, que es aún más alto y está separado de aquél por un desfiladero. Hay una amplia calzada empedrada que conduce a la parte alta, en la que se ob­servan restos de construcciones y existen fo­sos que sirvieron para su defensa. En muchos otros puntos altos de la serranía se advierten restos de antiguos monumentos que no han sido explorados.

 

El cerro de La Bodega, más alto que el de la zona de los grandes monumentos de Xochicalco, parece que le sirvió a modo de ciu­dadela, siendo una especie de fortaleza. En su superficie se han encontrado cuchillos y puntas de flechas de obsidiana, malacates (usos) de barro y fragmentos de cerámica re­ciente, como la encontrada en Tlatelolco y Atzcapotzalco (en la ciudad de México y su suburbio), lo cual indica una prolongación re­sidencial tardía.

 

Anteriores a otras fortificaciones conoci­das del centro de México, incluso las del cerro de Cocaxtla, con las cuales tiene afini­dad, son sin duda los fosos que por varios la­dos protegen en conjunto al cerro de Xochi­calco, ya de por sí todo un baluarte. Algunos fosos están excavados en la roca y no existen noticias de quiénes los hicieron; tampoco hay datos que indiquen su protección contra de­terminados pueblos. Posiblemente se relacio­nen con la intervención importante que pudo haber tenido el valle de Morelos con los orí­genes de Tula.

 

Escultura.

 

En la escultura se representan dioses, fechas conmemorativas, símbolos de lugar, relatos históricos y ceremoniales, etc.

 

Algunas esculturas se encuentran agru­padas a poca distancia hacia el sur de la Pi­rámide. Entre ellas llama la atención una fi­gura antropomorfa decapitada, con el pecho partido longitudinalmente por el medio y las costillas visibles, sugiriendo que se trata de una persona sacrificada y posteriormente de­sollada, tal como se acostumbraba en el rito del sacrificio en diversos centros ceremonia­les, con algunas variaciones en la práctica. (Recientemente ha sido trasladada al nuevo Museo Cuauh­náhuac, en el Palacio de Cortés de la ciudad de Cuernavaca, Morelos).

 

Cerca de la escultura anterior se halla una piedra cilíndrica, rematada por una es­trella de cinco puntas y una oquedad en la parte central, que quizás estaba en el templo de la Pirámide y servía para quemar copal o mantener el fuego.

 

Junto a las anteriores, recostada sobre otras piedras, hay una lápida con cuatro símbolos o representaciones, probablemente de turquesa, y abajo la fecha 6 Caña.

 

Finalmente, al lado de las ya menciona­das y descansando sobre el piso, existe una pequeña escultura en piedra que figura gotas de sangre, que ha aparecido también en va­rias representaciones en la zona arqueológica de Tula y en la Estela 3 de Xochicalco como glifo con el numeral 4.

 

Otra escultura en piedra, muy interesan­te, es la que se encontró en el cerro de La Bodega, bautizada con el nombre de Piedra Seler en honor de su descubridor, Eduard Seler, la cual contiene esculpidos símbolos del año, glifos pertenecientes a las culturas zapoteca y nahua con numerales mayas-zapotecos (fechas) y otros motivos.

 

La representación en piedra de una gua­camaya, muy similar a aquellas que se encuentran como marcadores en el Juego de Pe­lota de Copán (Honduras), se exhibe en la Sala de Xochicalco en el Museo Nacional de Antropología, en la Ciudad de México.

 

La Piedra del Palacio, de forma cuadrada (0,50 m por lado), procede de Xochicalco y se encuentra actualmente en el Palacio de Cor­tés en la ciudad de Cuernavaca, cercana a la zona arqueológica. Es sumamente importante por las representaciones de lugares, huellas de pies humanos que indican dirección y tam­bién camino, personas que representan a un pueblo trasladándose de un lugar -probable­mente Xochicalco- a otro, tal vez Cuauhti­tlán, lugar cercano a la Ciudad de México. Los glifos de años y de días indicando fechas señalan quizás aquellos en que se llevó a cabo el acontecimiento; todo el conjunto da a en­tender la peregrinación o traslado de un pue­blo a otro lugar.

 

Existe una famosa escultura en piedra que se encuentra exhibida también en el Pa­lacio de Cortés, en Cuernavaca, y que pro­cede de Xochicalco. Se trata de una represen­tación sedente femenina, con las piernas cruzadas, dentro de una especie de nicho, teniendo sobre su cabeza un adorno rectan­gular, decorado con piedras preciosas en su parte inferior, todo lo cual remata en un pe­nacho de plumas rígidas. Dentro del rectán­gulo se ve un grupo de figurillas unidas por las manos, que parecen representar bailarines. En este frente, a uno y otro lados de la figura central, se encuentra el mismo motivo de ban­das cruzadas que aparece también en los ba­jos relieves de la Pirámide. En la parte lateral izquierda se halla el glifo K de origen zapo­teco (representado por medio de un pie o una pierna) con el número 3 como fecha; debajo del mismo se ve un árbol florido y en la parte inferior un rectángulo dentro del cual se en­cuentra la representación de tres mazorcas de maíz tierno. En la parte lateral derecha aparecen los mismos símbolos que en el lado izquierdo, excepto que en lugar de la fecha y del día K aparece aquí el año Conejo.

 

Dicha escultura se refiere a Xilonen, la diosa del maíz, identificada por los símbolos de esta planta y frutos y con el adorno men­cionado en la cabeza por el que se le puede descubrir en los monolitos.

 

Por consiguiente, es una diosa nahua (la diosa de la tierra) a la cual estuvo dedicado el templo de la pirámide de La Malinche, que es el lugar en donde se encontró la escultura en la zona ceremonial de Xochicalco.

 

Existe también, en el mismo Palacio de Cortés, una estatua de piedra que representa a una mujer, cuya cara parece salir de las fauces de una serpiente emplumada; tiene sobre el vientre, sostenida con ambas manos, una especie de vasija redonda. Todo indica que este monolito procede de Xochicalco, y por la forma en que está colocada la vasija sobre el vientre sugiere una similitud con los llamados Chacmoles, que se encuentran prin­cipalmente en Tula, Chichén-Itzá y en el Centro de México entre los aztecas, siendo posiblemente de origen tolteca. Quizás esta escultura del Palacio de Cortés represente un antecedente de los mismos. También ha sido identificada con Chalchiuhtlicue, muy fre­cuentemente representada en los códices con el adorno de cabeza de serpiente y plumas, considerada como diosa del agua de las fuen­tes y ríos.

 

Otras esculturas presentes en Xochical­co son las aparecidas en los trabajos más recientes y que hemos descrito ya al tratar de las exploraciones y su asociación con los mo­numentos en que se encontraron. Debe agre­garse una escultura fundamental como es un brasero en piedra encontrado en la explora­ción de la Estructura A, en 1960, la cual representa a Huehuetéotl (dios viejo), dios del fuego, idéntico a los de Teotihuacán.

 

Por último cabe indicar un monolito muy importante, encontrado en los trabajos de 1966-1967, con los motivos que indican el primer Fuego Nuevo o siglo indígena de 52 años celebrado en Xochicalco esculpidos so­bre una roca aislada y distante unos 300 m hacia el norte del centro ceremonial. Esta roca ha sido trasladada recientemente, para res­guardarla de la intemperie y ser expuesta al público, a la ciudad de Cuernavaca, al cuidado del Instituto Nacional de Antropología e His­toria, en el Palacio de Cortés.

 

Junto con el anterior, los monolitos más interesantes aparecidos en Xochicalco son las tres estelas encontradas en las exploraciones de 1961.

 

Otras pequeñas esculturas en piedra, de menor importancia, se encuentran en La Bo­dega de la zona arqueológica de Xochicalco.

 

Calendario y jeroglíficos.

 

En los bajos relieves de la Pirámide, Pie­dra de los cuatro glifos, las tres Estelas, Piedra del año 3 Tochtli (hallada en 1965), Estela de los dos glifos, Roca del Fuego Nue­vo, Piedra Seler, Piedra del Palacio, diosa del maíz tierno Xilonen y en algunos otros monolitos que se hallan agrupados al sur de la Pirámide encontramos diversos aspectos y diferentes influencias culturales.

 

Aunque predominen los glifos nahuas, aparecen esculpidos en piedra, en Xochicalco, otros glifos, motivos y numeraciones, alter­nando en el mismo objeto. Por lo menos 10 de los glifos nahuas que se encuentran en Xochicalco aparecen después en el calendario de los aztecas, compuesto por 20 glifos o días.

 

El signo para indicar el año se encuentra formado por el ángulo y el rombo, entrelazados a manera de monograma, como adorno de alguna deidad o con cierto simbolismo, al es­tilo teotihuacano o mixteco. Sin embargo, también aparece con una especie de amarre en el cuadrete asociado al glifo, con numera­les en la parte inferior, indicando por tanto una fecha. Estos glifos para indicar el año co­rresponden únicamente a 4 de los 20 días de que se compone el calendario; son Conejo, Caña, Pedernal y Casa, a los que se ha lla­mado portadores de año. Es decir, la manera de nombrar los años en Xochicalco es igual al mexicano y mixteco, los últimos sistemas, estos dos, que existieron en Mesoamérica.

 

Entre las épocas en que florecieron Teo­tihuacán y Xochicalco sucede algo semejante a lo que pasó entre los zapotecos y mixtecos, esto es, un cambio en los portadores de año. De acuerdo con la cerámica encontrada en las tres estelas, esto sucedió al final del ho­rizonte clásico y al principio de la época tol­teca, o sea alrededor del siglo x~

 

Entierros.

 

En Xochicalco se encontró un entierro primario en la exploración de la Cámara de las Ofrendas, precisamente en la trinchera practicada debajo del piso de la misma, acompañado de algunas ofrendas. Se trata del úni­co entierro primario encontrado dentro del núcleo de un edificio que ha aparecido hasta la fecha en dicha zona arqueológica, mientras que en el lugar conocido como El Cementerio se hallaron varios entierros primarios, algunos mezclados con tiestos. Sobresale un entierro doble en que el cráneo de uno de los esqueletos presenta deformación artificial del tipo tabular erecta y dientes mutilados inten­cionadamente. También se encontraron, en una especie de basurero y mezclados con frag­mentos de cerámica, entierros secundarios.

 

En casi todas las exploraciones, hechas por medio de calas o trincheras en el piso de los templos registrados recientemente, se han encontrado entierros secundarios, siempre acompañados de ofrendas, como en la Pirámi­de, en la Estructura C y en la D. Junto con el encontrado en la Cámara de las Ofrendas, co­rresponden a personajes de alta jerarquía, como sacerdotes, guerreros, etc.

 

Los entierros mencionados anteriormente fueron todos descubiertos dentro de la zona ceremonial. Es posible que en los alrededores de la misma, en donde habitaba la población civil en casas de material perecedero, como madera, palma y barro sin cocer, que han de­saparecido a través de los siglos, hayan en­terrado a sus muertos en lugares cercanos a ellas o en sus propios cementerios, que todavía no se han encontrado.

 

Cerámica.

 

Se ha dicho, con más o menos razón, que la cerámica es la clave de la arqueología. La realidad es que constituye una fuente muy importante que puede darnos a conocer, por métodos comparativos con la aparecida en otros sitios, qué pueblos o culturas se asentaron en determinado lugar. De acuerdo con la profundidad en que se encuentren los frag­mentos de cerámica en los pozos estratigrá­ficos se puede construir una cronología apro­ximada para los lugares arqueológicos, de modo que así es posible correlacionarlos con los mayas, que están fechados por medio de sus estelas, por lo que este procedimiento constituye un aspecto comparativo esencial. Otro método consiste en el empleo del car­bono radiactivo.

 

De acuerdo con los tiestos encontrados en los alrededores o lugares cercanos a la zona arqueológica de Xochicalco, la ocupa­ción del sitio denota bastante antigüedad, ya que se ha encontrado cerámica del pre­clásico, es decir, de varios siglos antes de la era cristiana, en tanto que la cerámica en­contrada dentro de la zona ceremonial se puede situar entre dos períodos: el clásico tardío y el posclásico temprano, más o menos entre los siglos VII y X d. de C. Se han en­contrado también, en muy poca cantidad y en estratigrafía superior, o bien superficial­mente, fragmentos de cerámica de fechas más recientes, como la mazapan, coyotlatelco y algunos tiestos aztecas. Puede postularse una ocupación tardía y esporádica, cuando la ciudad había ya dejado de ser el gran centro ceremonial.

 

Centro y fusión de culturas.

 

Coinciden en Xochicalco algunos aspec­tos típicos, característicos y constantes, como es, por ejemplo, la arquitectura de sus pirá­mides. A la vez existen rasgos de otras culturas, como la teotihuacana, zapoteca, maya, de El Tajín, mezcala, nahua, los cuales muchas veces aparecen unidos o alternos, aun en un mismo monumento u objeto, formando así una especie de mosaico de culturas.

 

Su cerámica es también multicultural, esto es, la característica de Xochicalco se alterna con la de otras culturas.

 

Un ejemplo muy típico y seguro para fechar los alrededores de la zona ceremonial de Xochicalco es la ofrenda de cerca de 20 obje­tos completos de cerámica típica teotihuacana perteneciente a los períodos II-III, hallada en el adoratorio de Los Linares, correspondiente a los años comprendidos entre 250 y 650 después de Cristo. Debajo de la misma se encontraron algunos fragmentos de cerámica del preclásico.

 

De hecho, los alrededores, en donde se asentó la población civil, y el centro ceremo­nial de Xochicalco estuvieron ocupados des­de el preclásico (varios siglos antes de Cristo) hasta principios del posclásico (alrededor del siglo X de nuestra era). Sin embargo, su má­ximo desarrollo y esplendor debió ocurrir entre finales del clásico e inicios del posclásico, esto es, en términos generales entre los años 600 a 900 d. de C., constituyendo una especie de transición entre Teotihuacán y Tula.

 

No se tienen datos del uso de otros len­guajes además del náhuatl, que incluso se ha­bla actualmente en los alrededores de la zona arqueológica y en todos los pueblos cercanos; el mismo nombre Xochicalco es también náhuatl.

 

Ante lo expuesto anteriormente, la lógica induce a pensar que Xochicalco fue un gran centro ceremonial y científico. Un sitio privi­legiado que, estando situado sobre un cerro estratégico, junto a un río y dos lagunas, sirvió también como baluarte. Los datos obteni­dos indican que en dicha zona arqueológica ceremonial, cuya población fue principalmen­te de origen nahua, concurrieron gentes de varias culturas, siendo una de sus funciones la relativa al calendario. Además de otros mo­tivos que señalan corrección o ajuste del ca­lendario, deriva de allí la fecha y representa­ción del primer Fuego Nuevo o siglo indígena de 52 años. Es decir, fue también algo así como una especie de Meca, y también de ar­tistas y científicos en general, en que se ob­serva una amalgama de culturas, existiendo testimonio palpable de ello en lo relativo a sus diferentes conocimientos y especiali­dades.

 

Es muy posible que posteriormente sus ha­bitantes emigrasen hacia el valle de México.

 

Quetzalcóatl en las estelas de Xochicalco.

 

En la temporada de exploraciones arqueológicas termi­nadas en marzo de 1962 y que se lleva­ron a cabo bajo nuestra dirección, en la zona arqueológica de Xochicalco, en el estado de Morelos, hicimos el hallazgo de tres estelas en un edificio que, después de explorado y recons­truido, bautizamos precisamente con el nombre de Templo de las Estelas. Da la gran coincidencia que dos de estos monolitos, las denominadas Estelas 1 y 3, ostentan en el lado princi­pal de las mismas la representación de Quetzalcóatl.

 

Ocupando la parte central de la Piedra 1 y en calidad de motivo prin­cipal de la estela fue esculpida la cara de un personaje, de un dios, dentro de las fauces de una serpiente con la lengua bífida y dos punzones para autosacrificio en la parte superior, capa de plumas, y en el lugar correspondiente a las orejas vemos lo que parece ser el símbolo estilizado del “joyel del vien­to" (corte transversal de un caracol marino), que es quizás el más típico de los adornos de Quetzalcóatl.

 

Dicho símbolo similar al ehecailaca­cózcatl ha sido interpretado anteriormente por Seler y otros investigadores como “plumas enrolladas” y se encuen­tra en el cuerpo de las serpientes em­plumadas y a los lados de la misma, y rematando el caballete o cornisa del primer cuerpo del edificio principal en Xochicalco, Mor. Igualmente se observa rematando la construcción, como almena, en el Edificio "6", que estuvo dedicado a Quetzalcóatl, en su aspecto de Tlahuiscalpantecutli (Estrella Ma­tutina) en la zona arqueológica de Tula, Hgo., en el bajo relieve de la parte pos­terior de las sandalias de las cariátides de Tula, que representa a Tlahuiscal­pantecutli y en que dicho símbolo se halla asociado con una serpiente em­plumada; en el cuerpo de la serpiente del disco de lámina de oro (Disco H) extraído del Cenote Sagrado de Chichén-Itzá por Edward Thompson; y en un fuste de columna perteneciente al pór­tico del templo de la Pirámide de Tlahuiscalpantecutli, en Tula, Hgo., en­contrándose de la misma manera aquí relacionado con serpientes emplumadas.

 

Sea que aceptemos que se trate de una estilización del adorno principal de Quetzalcóatl (ehecailacacózcatl) o bien de plumas enrolladas, tendríamos en esta figura central de la estela aun en el último de los casos, los tres elementos de “hombre, pájaro y serpiente” con que aparece representado Quetzalcóatl en su aspecto de Tlahuiscalpantecutli en Tula, Hgo., y en varios de los edi­ficios de Chichén-Itzá de la época tolte­ca, de una manera especial en la Pla­taforma de Venus junto con los jeroglí­ficos mayas de dicho planeta y de Pop. por lo que creemos que se trata de una representación de Quetzalcóatl en una de sus principales advocaciones.

 

En la parte central del Monolito 3 fue esculpida en magnífico bajo relieve la

representación de Quetzalcóatl, similar a la de la Estela 1, esto es, la cara del personaje dentro de las fauces de una serpiente con lengua bífida, capa de plumas, ehecailacacózcatl o quizá plu­mas enrolladas que aparecen a la altura de lo que correspondería a las orejas, y además adorno de plumas a uno y otro lados de la cara. Motivo este último que no se halla en el dios de la Estela 1 y que es un dato más a favor de nuestra teoría. Faltan aquí, por razones de espacio que ocupan en la piedra los nume­rales del glifo superior, las especies de punzones para autosacrificio que si se encuentran en la Estela 1.

 

Es muy significativa la presencia de Quetzalcóatl en estas dos estelas, dándoles aún mayor importancia a las mismas,  siendo oportuno recordar los datos referentes al nacimiento de Ce Acatl Topiltzin Quetzalcóatl, en Michatlauco (la Barranca de los Peces), lugar situado cerca de Tepoztlán y rela­tivamente cerca también de Xochicalco, en el estado de Morelos, en donde según los datos históricos vivió el personaje durante su infancia.

 

No tenemos un dato exacto para in­dicar la fecha en que las estelas fueron erigidas y únicamente de acuerdo con las construcciones, la cerámica y otras representaciones en piedra de figurillas teotihuacanas con que aparecieron asociados los monolitos, podríamos situar­los aproximadamente dentro del pe­ríodo clásico tardío.

 

Bibliografía.

 

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Sáenz, C. A. Tres estelas en Xochicalco, Revista Mexicana de Estudios Antro­pológicos, tomo XVII, págs. 39-65, México, 1961. Xochicalco Temporada 1960, Instituto Nacional de Antropología e Historia. Departamento de Monumentos Prehispánicos. núm. 11, México, 1962. Exploraciones en la Pirámide de las Serpientes Emplumadas, Xo­chicalco, Revista Mexicana de Estudios Antropológicos, tomo XIX, págs. 7-25, México, 1963. Ultimos descubrimientos en Xochicalco, Instituto Nacional de An­tropología e Historia, Departamento de Monumentos Prehispánicos. núm. -12, México, -1964. ­Nuevas exploraciones y hallazgos en Xochicalco,1965-1966 Instituto Nacional de Antropología e Historia, Departamento de Monu­mentos Prehispánicos, núm. 13, México. 1967. El Fuego Nuevo, Instituto Nacional de Antropología e Historia, Serie Historia, núm. 18, México, 1967. Cuatro piedras con inscripciones en Xochicalco, México, Anales de Antropología, U.N.A.M., vol. V, págs. 181-192, México, 1968.

 

Seler, E. Die Ruinen von Xochicalco, Gessamelte Abhandlungen zur Ameri­kanischen Sprach-und Alterthumskunde, tomo II, págs. 128-164, Berlín, 1904-1915.

 

17.            Introducción al período posclásico.

Por: Miguel León-Portilla

 

Hacia fines del siglo IX d. de C., la decadencia y el abandono de las ciudades y los centros religiosos señalaron el término del pe­riodo de florecimiento clásico en Mesoaméri­ca. Por causas que no han podido esclarecer­se de modo satisfactorio, Teotihuacan, "la Ciudad de los Dioses", metrópoli de cierta forma de imperio, así como Monte Albán, en la región zapoteca de Oaxaca, y los centros de las tierras bajas del área maya, al igual que otros focos de cultura en diversos ámbitos de Mesoamérica, dejaron de ser núcleos de irradiación y entraron en un ocaso que de­sembocó en procesos de completa desinte­gración.

 

Como se ha dicho, tal vez la presión de grupos nómadas venidos del norte, los cam­bios climáticos o las posibles transformacio­nes sociales, políticas y religiosas puedan contarse entre los factores que verosímilmen­te originaron este fenómeno cultural. Sabe­mos al menos que causas como las enuncia­das produjeron desintegraciones, hasta cierto punto semejantes, en otros pueblos que ha­bían alcanzado también la hegemonía en el contexto de las civilizaciones clásicas del Viejo Mundo.

 

Mas lo que ahora interesa destacar es el hecho de que esta gran crisis cultural mesomericana, que pudiera describirse como "la muerte del período clásico", no significó en modo  alguno el término de su larga evolución en el contexto de la alta cultura y civiliza­ción. El reacomodo de pueblos y la serie de grandes transformaciones culturales que en­tonces ocurrieron nos obligan a afirmar que en Mesoamérica existió un dinamismo que había de mantenerse y aun incrementarse por mucho tiempo.

 

No se perdió ciertamente entonces lo esencial del vasto legado de cultura de la eta­pa clásica. En realidad, apoyados en esta he­rencia, diferentes grupos, algunos estableci­dos ya de tiempo atrás en Mesoamérica, y otros que hablan hecho su entrada provenien­tes de las llanuras del Norte, iban a alcanzar nuevas formas de desarrollo político, social y económico. El gran conjunto de cambios que se fueron produciendo llegaron a configurar la fisonomía de lo que hoy consideramos como un nuevo período -el posclásico- en la evolución histórica de esta gran porción del Nuevo Mundo. La duración. de esta etapa abarcó poco más de seis siglos, desde los comienzos del K Su término ocurrió con la conquista y la consiguiente  implantación del dominio español.

 

Añadiremos tan solamente que todos aquellos quienes se han ocupado de estable­cer una división en períodos del desarrollo cultural mesoamericano dividen este período en dos partes: el posclásico temprano (los siglos X-XII) y el posclásico reciente (del si­glo XII hasta el año 1521).

 

Características más sobresalientes del período posclásico.

 

Factor digno de especial atención, en el conjunto de cambios que comenzaron a ocu­rrir, fue la penetración de distintos grupos que sucesivamente irrumpieron en Mesoamé­rica a partir del colapso de los centros y es­tados del período clásico. Como en oleadas sucesivas, gentes norteñas de cultura menos desarrollada a veces auténticos bárbaros, aprovechando la desintegración de quienes habían ejercido la hegemonía política, traspusieron los antiguos límites en busca de los mejores sitios para establecerse en ellos. A no dudarlo hubo entonces numerosos enfrenta­mientos con habitantes de comunidades sedentarias donde de algún modo subsistían no sólo las instituciones, sino otros elementos de alta cultura.

 

Ello trajo como  consecuencia inevitable en medio a veces de la violencia la inicia­ción de diversos procesos de aculturación y de fusión étnica y lingüística. Algunas regio­nes cambiaron entonces de dueño. Se repitie­ron una y otra vez los reacomodos de pueblos. Para dar ya un ejemplo, no pocas gentes de origen teotihuacano tuvieron entonces que emigrar a lugares distintos, algunos muy apartados, como Guatemala, El Salvador y Nicaragua.

 

La región del altiplano central se vio así hondamente alterada. Pero los cambios llegaron a afectar también, a lo largo de la etapa posclásica, a quienes vivían en otras muchas zonas, hasta abarcar, a la postre, a la. mayor parte del ámbito geográfico mesoamericano. Las penetraciones, los procesos de acultura­ción, los reacomodos, las migraciones de gen­te se sucedieron una y otra vez y constituye­ron fenómeno cultural característico de este nuevo período. Mas a la par que ocurría toda esta serie  de alteraciones surgieron también fuerzas unificadoras que culminaron con él nacimiento y la consolidación de nuevos se­ñoríos, estados poderosos y aun auténticos imperios. Tal fue el caso, aduciendo tres ejemplos de lo que sucedió en el altiplano cen­tral, del "reino tolteca", o del más tardío, pe­ro también poderoso, estado de Azcapotzal­co y, finalmente, de lo que llegó a ser el im­perio forjado por los mexicas o aztecas.

 

Otro rasgo también característico, fácilmente comprensible en función de los cam­bios, fue el creciente militarismo que llegó a implantarse en buena parte del mundo mesoa­mericano. Si  antes probablemente habían te­nido la primacía los sacerdotes y los sabios, correspondió ahora a los caudillos militares y a los guerreros dirigir no ya sólo los ejérci­tos, sino también el gobierno supremo y otros muchos sectores de la vida política y social. Sin embargo, la prepotencia del elemento militar en las nuevas formas de organización no desvaneció la importancia de la jerarquía sacerdotal y de quienes estaban ligados con ella. En muchos casos, con el paso del tiempo, se produjo una fusión, o si se quiere una complementación de atribuciones. Encontraremos así que, entre  los mexicas, el Huey tlatoani o supremo gobernante, tuvo máxima incum­bencia tanto en los asuntos de índole militar como en los de carácter religioso. Semejante unificación de poderes estuvo en plena conso­nancia con los ideales místico-militaristas del que se ha descrito como "pueblo del Sol".

 

La supervivencia de algunos más anti­guos señoríos de cultura bien definida, y lue­go la aparición de nuevos estados, reinos y aun imperios, propiciaron el desarrollo de formas, en muchos aspectos más complejas i eficientes, de organización política, social, económica y religiosa. Lejos de haberse detenido el proceso de urbanización, es decir, de creación de pueblos y ciudades, puede afirmarse que éste alcanzó a convertirse en posclásico en otro demento característico de gran parte del ámbito mesoamericano, En el altiplano central, en la región  de las costas del golfo de México, en el área de Oaxaca, en la zona maya y en otros sitios, paralelamente con el desarrollo demográfico, surgieron co­munidades mejor organizadas, nuevos pue­blos y ciudades e incluso verdaderas metrópolis.

 

Consta que los habitantes de tales cen­tros estaban divididos en clases sociales. Correspondía a los nobles desempeñar las funciones más importantes, como las del gobierno supremo, el sacerdocio, el mando de los cuerpos del ejército, la educación superior, la aplicación de la ley, la planificación urba­nística, la dirección de ]as grandes obras públicas y de la construcción de los templos, palacios y monumentos. Al otro gran sector, constituido por la gente del pueblo, incum­bían, entre otros trabajos, las tareas agrícolas, la obligación de prestar servicios como guerreros, artesanos y, en una palabra, como tribu­tarios permanentes del grupo privilegiado de los gobernantes. En este tipo de sociedades, muchas de ellas en constante desarrollo, el comercio llegó a tener fundamental importancia. Gracias a él se mantenían el contacto y el intercambio con gentes de lugares a veces muy apartados. También por obra de los co­merciantes confluían a los centros urbanos toda clase de materias primas que más tarde eran allí elaboradas. Puede incluso añadirse que entre las funciones de los mercaderes es­tuvo también a veces la de actuar como es­pías en pueblos cuya dominación se estaba ya preparando.

 

Otro demento debemos sumar al conjun­to de factores y rasgos que parecen haber ca­racterizado a la evolución mesoamericana du­rante la etapa posclásica. Nos referimos a la introducción de la metalurgia, lo que hasta entonces ocurrió como consecuencia de un lento proceso de difusión, por la vía de Cen­troamérica, pero originado en el ámbito de las altas culturas andinas de América del Sur. Si bien la metalurgia estuvo casi limitada en el México antiguo al trabajo del oro y la plata, llegaron también a  producirse algunos instrumentos de cobre.

 

De este modo, enriqueciéndose un tanto el instrumental, se produjeron también, ela­borados con metales preciosos, objetos Sun­tuarios destinados tanto para el culto religioso como para el esplendor de la nobleza. Sin que sea nuestra intención exagerar la  importancia que tuvo aquí la introducción del arte de trabajar los metales, es innegable que su aprendizaje, e incluso la maestría al­canzada durante el período posclásico, cons­tituyen demento digno de tomarse en cuenta

 

Mayor abundancia de testimonios históricos.

 

De entre los rasgos que, en ocasiones, se han adjudicado como característicos del  posclásico mesoamericano hay finalmente otro cuyo sentido debemos ponderar. Se ha dicho que fue precisamente esta época, dentro de la trayectoria de la civilización en Mesoamérica, la que en rigor merece él calificativo de histórica. En apoyo de tal afirmación se aduce el hecho de que los testimonios de que dispone­mos los códices o libros de pinturas, los textos indígenas en diversas lenguas preser­vados por la tradición oral, los relatos de cronistas posteriores fundamentalmente hacen referencia a instituciones y acontecimientos de los siglos del posclásico.

 

Como es obvio, ello obliga a reconocer que tal etapa es la que mejor puede investi­garse, no ya sólo con base en los descubri­mientos de la arqueología, sino también desde el punto de vista de genuinas fuentes escritas de carácter histórico. Sin embargo, no pensamos que por esto se justifique circuns­cribir al posclásico el carácter de tiempo his­tórico, pretendiendo que  sea éste un rasgo exclusivo de él. Recordemos que ya desde la cultura olmeca, y después con considerable abundancia durante el horizonte clásico en múltiples sitios de Mesoamérica, hay también indicios de testimonios históricos. Entre ello cabe hacer mención de las inscripciones en piedra, que incluyen muchas veces referen­cias precisas de contenido calendárico a propósito de determinadas conmemoraciones o acontecimientos.

 

El hecho de que, en gran número de este las mayas y en otros objetos, no hayan podido ser descifradas las inscripciones, aparte de las fechas y otros glifos, no las priva de su ca­rácter conmemorativo. Y aunque los cómpu­tos calendáricos puedan estar muchas veces en relación directa con el acontecer de un uni­verso esencialmente vinculado al orden de las realidades divinas, todo ello es testimonio histórico de 1as creencias religiosas y de los momentos de significación primordial en la vida de la comunidad. Y no será superfluo destacar que existen además otras inscripciones, como las que aparecen al lado de las escenas de lucha y victoria en los murales ma­yas de Bonampak, cuya significación históri­ca sería difícil poner en tela de juicio. Finalmente mencionaremos e] reciente hallazgo, en un entierro de la zona arqueológica de El Mirador, en Chiapas, de los restos de un antiguo códice que aparecieron asociados a piezas de cerámica de la época de Teotihuacán III, o sea de los siglos III al VI.

 

Por todo esto, lejos de considerar como característica exclusiva del posclásico la exis­tencia  de testimonios genuinamente históri­cos, reconocemos que este elemento de tanta importancia fue en realidad atributo y pose­sión de la civilización mesoamericana desde muchos siglos antes. En consecuencia, resulta oportuno precisar lo que algunos pretendieron decir cuando atribuyeron como característico  el rasgo de histórico al posclásico. Se­mejante afirmación tiene validez tan sólo en cuanto que son mucho más abundantes los testimonios netamente históricos que de esta etapa han llegado hasta nosotros; en una for­ma u otra.

 

Hallazgos de la arqueología y testimonios de carácter histórico.

 

No es necesario insistir en la importancia que tiene para el conocimiento de las culturas prehispánicas estudiar, tan amplia y profundamente como sea posible, los resultados de las investigaciones arqueológicas. El estudio de las otras fuentes primarias los códices, los textos en lenguas indígenas y los testimo­nios de los cronistas españoles, adquieren nuevo sentido y pueden situarse de manera más adecuada al ser relacionadas con los descubrimientos arqueológicos. Y tampoco debe perderse de vista que, si la arqueología revela vestigios materiales y es muchas veces cami­no para fijar fechas y períodos, también muestra, a través de sus hallazgos, no pocos elementos de cultura espiritual. Bastará con mencionar, refiriéndonos al período posclásico, las inscripciones en sus monumentos, la simbología y las representaciones de carác­ter religioso en las pinturas murales, en las esculturas y en otras producciones. Gracias a las excavaciones arqueológicas puede cono­cerse algo de las formas de vida de los creado­res de ciudades y del gran conjunto de obras que integran lo que hoy llamamos el mundo de su arte.

 

Circunstancia afortunada es que, a pesar de las destrucciones que siguieron a la con­quista, dispongamos de testimonios como los que nos ofrecen los códices o libros de pintu­ras de origen prehispánico o elaborados con igual método por sabios indígenas en los pri­meros años de la etapa colonial. Los escri­banos nativos, sirviéndose de diversas formas de representación pictográfica, ideográfica, fonética o de formas combinadas de las anteriores pudieron registrar en sus antiguos códices e inscripciones las fechas calendáricas y los cómputos numéricos, los rasgos y atri­butos de sus dioses, los principales sucesos experimentados durante sus peregrinaciones, loe acontecimientos surgidos en su vida so­cial, económica, política y religiosa, la se­cuencia de sus gobernantes, las noticias de las guerras, sus triunfos y derrotas, al igual que otras muchas cosas dignas todas ellas de perenne recordación.

 

Pintados sobre el papel hecho de la cor­teza del amate o también de la fibra del maguey, y otras veces sobre pieles, princi­palmente de venado, los antiguos libros de pinturas son de fundamental importancia para el estudio del pasado indígena. Más ade­lante ofreceremos una especie de catálogo de los principales códices, tanto de los de origen prehispánico como de aquéllas, también de importancia histórica, que fueron elaborados poco después de la conquista. Podremos en­terarnos así de cuáles son los manuscritos que provienen de la región central, del área de Oaxaca y de la zona maya. Al referimos a ellos, nos ocuparemos de la problemática que existe en lo que toca a su desciframiento. Igualmente estudiaremos lo que hasta hoy­ se conoce de las diversas formas de escritura con que fueron redactados. Y pensamos que será de interés ofrecer también la repro­ducción completa de algunos. de dichos ma­nuscritos, siquiera sea con breve comentario.

 

Hemos aludido ya a la existencia de otro tipo de textos en lenguas indígenas, particularmente en náhuatl y en algunas del tronco mayanse. Aunque también nos ocuparemos más específicamente de esta dase de testi­monios, diremos aquí algo sobre el modo como se elaboraron dichos textos y las circuns­tancias que han permitido su preservación. Para ello recordaremos previamente la importancia y significación que tenían los códices o libros de pinturas en los centros prehispá­nicos de educación y seguramente también en los templos y otros recintos  sagrados. Esto nos ayudará a entender cómo, con la ayuda de los libros de pinturas, fueron apare­ciendo muchas veces los textos de contenido histórico, literario y religioso.

 

Se sabe, por el testimonio de algunos cronistas, que en los centros de educación los sacerdotes y maestros prehispánicos explicaban las pinturas de los códices y ha­cían que los estudiantes fijaran literalmente en la memoria sus correspondientes comenta­rios. Surgió así una forma de tradición sistemática, complemento del contenido de los códices, que se comunicaba fielmente de generación en generación.

 

Consumada la conquista española, hubo por fortuna quienes se preocuparon por en­contrar la forma de preservar estos antiguos textos. Con semejante propósito actuaron al­gunos indígenas que hablan estudiado en los centros prehispánicos de educación y que posteriormente aprendieron el alfabeto latino. A su interés debemos haber consignado por escrito, en su propio idioma, muchas de las tradiciones e historias que habían memoriza­do, antes de la conquista, en sus días de estu­diantes. Este fue el caso de quienes: redacta­ron manuscritos de tanta importancia como el que se conoce con el título de Anales de la Nación Mexicana. Y debemos notar, siquie­ra sea de paso, que este documento, escrito en náhuatl, se  elaboró en fecha tan temprana como fue la de 1528, es decir, sólo siete años después de la caída de México-Tenochtitlan. Otros ejemplos de parecido afán tuvieron por consecuencia, en el área maya de Yucatán, la preparación de los varios libros de Chilam Balam, que también han llegado hasta noso­tros.

 

Otros de los antiguos textos, fruto de la tradición oral sistemática apoyada en el tes­timonio de los códices, escaparon también del olvido gracias al empeño de unos cuantos misioneros humanistas, entre los que desta­can las figuras de fray Andrés de Olmos y fray Bernardino de Sahagún. Refíriéndonos al caso de Sahagún, recordaremos que éste recogió en centenares de folios no pocos poemas, cantares, mitos y relatos históricos acerca de las instituciones culturales de los pueblos de idioma  náhuatl del altiplano cen­tral. Tales textos se conservar en los dos códices Matritenses y en el Florentino.

 

Añadiremos que, siguiendo el ejemplo de Sahagún, algunos  de sus discípulos nativos reunieron por cuenta propia otros textos de gran importancia. Entre ellos están las colecciones de cantares prehispánicos, la que se conserva en la Biblioteca Nacional de México y la preservada en la Colección Latinoameri­cana de la Universidad de Texas.

 

Más adelante nos ocuparemos  con algún detenimiento de los principales de estos testi­monios indígenas de contenido histórico del período posclásico. Por ello nos limitamos aquí a afirmar que, aplicando riguroso senti­do crítico, se llega a la conclusión de que el legado literario, sobre todo de los pueblos de idioma náhuatl y de distintas  lenguas  ma­yanses, es en extremo abundante. De lo que se conoce que existe, sólo se ha publicado hasta el presente una parte. Por consiguiente, queda. amplio campo abierto a las investiga­ciones del filólogo, del lingüista y del historia­dor que se interesen en esclarecer significati­vos aspectos de la vida y el pensamiento pre­hispánicos.

 

Para acabar de tomar conciencia del cau­dal de frentes históricas de que se dispone, debemos aludir siquiera a las obras redactadas en castellano por cronistas, conquistadores, frailes misioneros y algunos otras autores indígenas y mestizos del siglo XVI y principios del XVII. Obviamente tales aportaciones pueden tener grados de validez muy distintos. Lo que sí cabe afirmar es que hay en ellas referencias que deben tomarse en cuen­ta en cualquier estudio sobre estas antiguas culturas. Mencionaremos, por ejemplo, las Cartas de relación de Cortés, y las otras crónicas o historias debidas a conquistadores como Bernal Díaz del Castillo, Andrés de Tapia, Bernardino Vázquez de Tapia y Francisco de Aguilar; Si es de suponer que existió en sus escritos el propósito de justifi­car y exaltar sus acciones, es perceptible asi­mismo en ellos la expresión dé recuerdos sobre los últimos tiempos en que mantuvo Su plena vigencia la cultura indígena.

 

Igualmente son dignas de toda atención las relaciones o historias debidas a las plumas de frailes misioneros. Algunos de ellos, como Motolinia, llegado a México en 1524, o fray Diego Durán, que también  pasó a estas tierras poco después de la conquista, tuvieron oportunidad de conocer de cerca lo que subsistía de las viejas instituciones, ideas y creencias al conversar con sabios indígenas de avanzada edad. Los testimonios de autores como éstos, y de otros como fray Diego de Landa, en el caso de la cultura maya, o de fray Francisco de Burgoa con respecto a los pueblos de Oaxaca, no obstante su gran im­portancia, deben ser sometidos siempre a una crítica adecuada. Sólo así podrán aprovechar­se debidamente aportaciones en las que a ve­ces se confunden o mezclan tradiciones indí­genas con tardías interpretaciones de índole muy distinta.

 

La mención que hemos hecho de las distintas categorías de fuentes pone de mani­fiesto que no es fantasía hablar de una rica tradición literaria contextos que van desde los mitos, leyendas y diversas formas de poesía hasta la prosa didáctica, las doctrinas acerca de los dioses, los principios de lo que puede llamarse una filosofía prehispánica y las crónicas de genuino contenido histórico. Con base en esta documentación, y asimismo­ en los hallazgos de la arqueología -como medios de acercamiento que necesariamente se complementan-, es como debe intentarse el estudio del período que ahora nos ocupa y sobre el que tanto es lo que queda todavía por esclarecer.

 

Grupos que fueron actores principales a lo largo del período posclásico.

 

A modo de visión de conjunto conviene que nos ocupemos ya de los principales gru­pos que, sucesiva o simultáneamente, desem­peñaron ni papel de importancia a lo largo de la historia del posclásico. Por una parte, nos percataremos así de lo que fue el desarrollo, bastante complejo, de esta etapa cultural. Por otra, tendremos con esto a la vista los lineamientos y, en una palabra, el plan y el enfoque que luego vamos a adoptar.

 

Hemos dicho que una de las caracterís­ticas más sobresalientes de este período la ofrece el gran número de procesos de reacomodo de pueblos, con la consiguiente proli­feración  de contactos e. intercambios culturales y la consolidación de nuevos estados, reinos y aun imperios que fueron alcanzando la hegemonía en distintas regiones. Como ya lo insinuamos también, entre los factores que dieron principio a los cambios deben tomarse en cuenta las varias penetraciones de gentes venidas de más allá de las fronteras septentrionales de Mesoamérica e igualmente los movimientos de dispersión interna que entonces se produjeron al esbozar  ahora el cuadro de conjunto de esta gran serie de alteraciones, que Por cierto estuvieron muchas veces acompañadas de nuevas formas de creación cultural, partiremos de lo que comenzó a ocurrir en el área del altiplano cen­tral.

 

El ocaso de Teotihuacan marcó allí el inicio de los cambios. La frontera norte quedó abierta a la irrupción de sucesivas oleadas de pueblos de mucho menor desarrollo, es decir, de diversos grupos chichimecas tenidos como bárbaros por las comunidades civilizadas. Hacia fines del siglo IX penetró una primera horda que tenia como caudillo al guerrero Mixcóatl. Este grupo fue precisamente d que más tarde negó a conocerse con el nombre de tol­teca-chichimeca y en fin de cuentas como el de los toltecas fundadores de Tula-Xicocotitlan, en lo que hoy es el estado de Hidalgo.

 

Aunque la nación teotihuacana se encon­traba ya por completo desintegrada, gentes que habían pertenecido a ella perduraban en varios lugares de la región central. El señorío de Azcapotzalco fue uno de sus reductos. Otro importante ejemplo lo ofrece d gran centro de Cholula, que se mantuvo todavía algún tiempo habitado por teotihuacanos. Sin embargo, allí se dejaron sentir también las alteraciones, probablemente desde mediados del siglo IX d. C. Los que se conocen co­mo "olmecas históricos" (designados así para distinguirlos de los más antiguos olmecas, creadores de la cultura madre), incursionaron entonces por la región de Cholula hasta expul­sar de ella a los teotihuacanos. Los "olmecas históricos" estaban constituidos por gentes diversos orígenes, verosímilmente en su mayoría de gentes de lenguas mixteca, chochopopoloca y nahua. Tales grupos, aliados en su empello de apoderarse de Cholula, provenían, según parece, de las zonas norte de Oaxaca y sur del actual estado de Puebla. Su acometida pro­vocó una nueva dispersión teotihuacana.

 

Buen número de teotihuacanos hubieron de marchar entonces hacia el rumbo de El Tajín, en Veracruz, en zona habitada principalmente por poblaciones de lengua y cultura totonacas. A estos teotihuacanos, cuya influencia se dejó sentir en distintos sitios, se les conoció más tarde con el nombre de "pipiles", probable alusión al hecho de que eran tenidos como nobles o pipiltin. Algunos de ellos prosiguieron su camino al sur y se establecieron en la región de Los Tuxtlas, cercana ya a la frontera con el actual estado de Tabas­co. La migración pipil4eotihuacana tampoco se detuvo allí, sino que penetró también en la zona del Xoconochco, es decir, del Soconusco, en Chiapas. Acosados nuevamente, tuvieron que pasar a asentarse en lugares aún más apar­tados, hasta alcanzar distintos sitios de lo que hoy son Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua. Como caso particularmente signi­ficativo, puede mencionarse el de los pipiles nicaraos. Mantuvieron éstos numerosos ras­gos de la cultura teotihuacana hasta los tiem­pos de la conquista en su alejada zona de resi­dencia, entre el gran lago de Nicaragua y el Pacifico, a más de 2.000 km. del altiplano central de México.

 

Otro centro donde se había dejado sentir de antiguo la influencia teotihuacana y que continuó floreciendo por algún tiempo durante el posclásico fue el recinto  de  Xochicalco, en el actual estado de Morelos. Su significación cultural derivaba de haber sido lugar de probable encuentro de representantes de otras varias tendencias culturales mesoamerica­nas. De ello dan testimonio los bajos relie­ves que se observan en su pirámide princi­pal. Tanto allí como en algunas lápidas hay jeroglíficos, algunos de ellos calendáricos, que parecen denotar relaciones con las zonas del Golfo, de Oaxaca y de los mayas. Xochicalco también estuvo al parecer seriamente amenazada por los "olmecas históri­cos". Tal vez su carácter, a la vez de ciudad sagrada y fortaleza, le permitió subsistir y aun influir más tarde culturalmente sobre otros pueblos, entre ellos los toltecas.

 

Si atendemos ahora a lo que ocurría en la región donde hablan florecido los grandes centros de la cultura maya clásica, nos encon­tramos con que también allí surgieron profun­das alteraciones en las que verosímilmente fue también factor significativo la dispersión de los pipiles teotihuacanos que incursionaron por diversos puntos de esta gran área. El hecho es que, hacia fines del siglo IX varios de los centros más importantes, situados en las llamadas tierras bajas del territorio maya, entraron en decadencia, hasta que al fin fueron abandonados. Muchos de los an­tiguos pobladores de sitios como Tikal, Co­pán, Uaxactún, Yaxchilán, Piedras Negras y Palenque tuvieron que emprender luego dis­tintas formas de migraciones. Algunos penetraron hacia el norte de la península yucateca, en la que ya desde antes vivían gentes de estirpe maya.

 

Entretanto, en él altiplano los seguidores del ya mencionado caudillo Mixcóatl, es de­cir, los tolteca-chichimecas, habían fundado la metrópoli de Tula (siglo X) y se encon­traban gobernados por el sabio sacerdote y héroe cultural Quetzalcóatl. Tula llegó a ser cabeza de un nuevo estado bajo cuya dominación quedaron grupos de  orígenes a veces muy diferentes entre sí. Además de los propiamente tolteca-chichimecas de estirpe na­hua, pueden mencionarse, por ejemplo, los nonohual-cachichimecas y los otomíes, asen­tados en varios puntos del área central. La hegemonía y el desarrollo cultural de Tula emularon así, de algún modo, la desapareci­da grandeza teotihuacana. Sin embargo, en contraste, el florecimiento de Tula tuvo  una. duración bastante más breve.. Hacia mediados del siglo XII, fuertes antagonismos de índole probablemente religiosa, y tal vez la pre­sencia de gentes venidas de la zona veracru­zana, precipitaron la ruina y el abandono de Tula, con el consiguiente colapso del esta­do o imperio del que era cabeza. Entonces, como antes en el caso de Teotihuacan, se re­pitieron las incursiones de pueblos bárbaros procedentes del norte y hubo también nuevas dispersiones de las antiguas gentes sedentarias.

 

Algunos de los toltecas quedaron esta­blecidos en sitios como Culhuacán, en el valle de México; otros avanzaron a lugares más apanados. A una parte de estos últimos se debió la expulsión de Cholula, durante la se­gunda mitad del siglo XIII, de los ya conoci­dos "olmecas históricos". Cholula habría de quedar bajo la dominación de pobladores de origen tolteca durante cerca de den anos. Hay asimismo testimonios de que la disper­sión tolteca dejó significativas influencias en­tre los zapotecas y mixtecas del área de Oaxa­ca y asimismo entre los mayas de Yucatán y de otros lugares,  como en los señoríos qui­chés y cakchiqueles de Guatemala.

 

A su debido tiempo estudiaremos la im­portancia que llegó a tener la actuación tol­teca entre todos estos pueblos de lenguas y tradiciones diferentes. Así, por ejemplo, los toltecas coadyuvaron en Yucatán a la forma­ción de la que se conoce como "liga de Maya­pán", que confederó por algún tiempo a los señoríos de Uxmal, Chichén-Itzá y a la propia Mayapán. En lo que toca a la región de Oaxa­ca, la actuación de los emigrados de Tula fue también factor en la consolidación y prepo­tencia de algunos señoríos mixtecos que comenzaron entonces a imponerse en varios de los antiguos centros zapotecas.

 

Mientras la dispersión tolteca tenía estas y otras consecuencias, penetraban por el norte nuevas oleadas de hordas chichimecas. Pri­meramente fueron los seguidores del gran jefe Xólotl que, desde el siglo XII, altera­ron profundamente la realidad étnica y cultu­ral del valle de México y regiones vecinas. Su entrada y sus ulteriores contactos con los pueblos sedentarios tipifican un proceso de aculturación muy digno de estudio. Xólotl y su gente pasaron a establecerse en Tenayuca, donde existe importante zona arqueológica. A los descendientes de Xólotl correspondió lue­go, entre otras cosas, dar origen al señorío de Tetzcoco. Esto fue posible gradas a la capacidad que demostraron estos grupos chichimecas de asimilar elementos e instituciones culturales de las comunidades herederas de la civilización mesoamericana. Unas veces como consecuencia de triunfos militares y otras por vías pacificas, el hecho es que la transformación de los chichimecas señaló nuevos rumbos en la realidad política del altiplano central.

 

Hacia el Sur del valle subsistía el señorío de Culhuacán, de honda raigambre tolteca. Al noroeste pronto alcanzaría considerable desarrollo el reino de Azcapotzalco, donde se habían fusionado tradiciones de diferentes culturas, incluyendo la muy antigua de Teotihuacan. Algunos de los descendientes de Xólotl, los establecidos en el área de Tetzcoco, propiciaron entonces el mejoramiento de su pueblo aceptando que se establecieran a su lado grupos de descendientes de toltecas, que entonces comenzaban a regresar desde di­versos sitios, como de la apartada región de Oaxaca.

 

Las penetraciones desde el norte no dejaban de sucederse. De las que se conocen como las "siete tribus", procedentes de Chi­comóztoc, "el lugar de las siete cuevas", for­maban parte quienes dieron luego nacimiento a los señoríos de la región de Tlaxcala y de Huexotzingo. Algunos de ellos habrían de fusionarse con pobladores de estirpe tolteca. En ocasiones se impusieron de manera definitiva, como en el caso de la metrópoli de Cho­lula, que vino a quedar en manos de los hue­xotzincas. Debe mencionarse también el caso de los tarascos, cuyo establecimiento en territorio michoacano y en lugares adyacentes fue más tarde obstáculo insuperable para los designios expansionistas de quienes iban a transformarse en señores supremos del área central.

 

Como se ha visto, las invasiones desde los límites septentrionales de Mesoamérica, las múltiples migraciones internas y los rea­comodos de pueblos fueron dando lugar, pa­ralelamente con los momentos de decadencia, a bien definidos procesos de desarrollo y a diversos propósitos de unificación. Así, para recordar algunos casos mejor conocidos, pue­den citarse la unificación alcanzada por los toltecas, siglos después del ocaso teotihuacano; la consolidación de varios señoríos mixtecos, tras la decadencia del Monte Albán clásico de los zapotecas; la unificación, si se quiere relativa, por obra de la "liga de Mayapán", tras la desintegración del esplendor clásico de los mayas. Otros intentos hubo en tiempos pos­teriores, de alcanzar hegemonía y unificar las entidades políticas disgregadas, como el promovido por los descendientes del chichimeca Xólotl, o por los gobernantes de las cuatro cabeceras de Tlaxcala o por el célebre Tezozómoc, el tepaneca de Azcapotzalco, que estu­vo a punto de consumar la plena dominación del valle de México y de zonas apartadas al occidente y sur, hasta lo que hoy son los estados de Michoacán y Guerrero.

 

Sin embargo, por encima de todos los an­teriores proyectos de ensanchamiento de poder, con diversos grados de unificación cul­tural, habría de destacar a la postre el que realizaron gentes por mucho tiempo ignora­das y  aun despreciadas y con origen pareci­do al de otros chichimecas venidos también del norte. Nos referimos, como es obvio, a los aztecas o mexicas, cuya fuerza de volun­tad indomeñable, al servicio de sus propios ideales, los habría de convertir en amos y señores de buena parte del área del México an­tiguo

 

Tras la larga peregrinación, mito e histo­ria a la vez, los mexicas penetraron en el valle de México hacia mediados del siglo XIII. Sometidos entonces unas veces a Culhuacán y otras a Azcapotzalco, después de un siglo de persecuciones y adversidades, lograron esta­blecerse, en 1325, en el islote de México-Tenochtitlan, el lugar que les había destina­do su dios. Allí, adoptando cambios radicales en su organización política y social, hicieron posible el inicio de su grandeza y prepotencia en el contexto mesoamericano. Emparentados con gente de estirpe tolteca, básicamen­te a través de su primer gobernante Acamapichtli, continuaron todavía cerca de otro siglo como tributarios de Azcapotzalco.

 

Cuando, después de grave crisis y de haber establecido alianza con el sabio Nezahualcóyotl de Tetzcoco, alcanzaron al fin los mexicas su completa independencia, las reformas que realizaron tuvieron como meta consolidar un auténtico imperio en términos de una peculiar visión místico-guerrera del mundo. La nación mexica tenía como destino preservar la vida del Sol. Éste únicamente podría seguir existiendo si se le ofrecía la san­gre, el liquido vital por excelencia. Para lograr esto habla que hacer conquistas por los cuatro rumbos del mundo. Por una parte se celebraban periódicamente las que se conocen como "guerras floridas", sobre todo con los seño­ríos cercanos de Tlaxcala. Por otra, la ex­pansión mexica iba a llegar a la región to­tonaca y al rumbo de los huastecos por las costas del Golfo, y asimismo a las tierras de los zapotecas y mixtecas de Oaxaca, hasta penetrar en algunos lugares habitados por grupos mayas en lo que actualmente es esta­do de Chiapas.

 

Consecuencia de la acción dominadora de México-Tenochtitlan, proseguida en diversas formas desde el reinado de Itzcóatl hasta el de Moctezuma Xocoyotzin, fue que, a la llegada de los  conquistadores españoles en 1519, los mexicas ejercieran dominio sobre varios millones de seres humanos en una amplia por­ción de Mesoamérica. El desarrollo de su poderío y la continua afluencia de tributos y de cuanto provenía del comercio habían hecho posibles las grandes creaciones en el arte, la edificación de templos, palacios, mercados, escuelas, cuarteles y otros recintos: el conjunto de una realidad cultural que asombró más tar­de a los forasteros venidos de más allá de las aguas inmensas.

 

Como nunca antes, durante los años de la supremacía mexica se incrementaron muy diversas formas de contacto e intercambio entre los distintos pueblos del área mesoamericana.

 

Las guerras de conquista, y de modo muy especial el establecimiento de las rutas de comercio, fueron factores de primordial impor­tancia en los procesos de acercamiento cul­tural cada vez más intensos. Se ha discutido muchas veces 5 esta etapa de prepotencia mexica fue realmente el período de mayor desarrollo por lo menos en algunos aspecto dentro de la larga trayectoria de la civilización mesoamericana. De cuestiones como esta habremos de ocupamos a lo largo de nuestro estudio del período  posclásico. Atenderemos así, de manera específica, a elementos e instituciones de cultura como los tocantes a la re­ligión prehispánica, al pensamiento, la literatura, la escritura, el calendario, las distin­tas artes, la  organización social y política, la economía, el comercio, los sistemas de educa­ción y, en una palabra, todo aquello que justifica, según creemos, la aplicación de los conceptos de alta cultura y civilización a la secuencia histórica del mundo mesoame­ricano.

 

Lo hasta aquí expuesto permite ya entre ver algo de la significación y la complejidad de los siglos del posclásico. Esta etapa, con todos sus momentos de decadencia y también de nuevo florecimiento, constituyó el sustrato más inmediato sobre el que habrían de im­plantarse en el mundo indígena la domina­ción y la cultura hispánicas. Así, además del interés que en sí mismo tiene el tema de nues­tro estudio, paralelo incentivo lo ofrece el hecho de que,. para intentar una comprensión de la realidad integral de México, es ncce8a· río ahondar antes en su legado nativo de cultura.

 

Ello es válido en lo que concierne a la investigación de los tiempos coloniales y del ser, esencialmente mestizo, del México moderno y contemporáneo.

 

Bibliografía.

 

Jiménez Moreno, W.  Tula y los toltecas según las fuentes históricas, Revista Mexicana de Estudios Antropológicos. t. V, págs. 79-83, México, 1941. Síntesis de la historia pretolteca de Mesoamérica, en Esplen­dor del México Antiguo, t. II. México, 1959.

 

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León-Portilla, M. Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares. México, 1971 (3ª. ed.).

 

Morley, S. G. La civilización maya, México, 1947.

 

Orozco y Berra, M. Historia antigua y de la conquista de México, ed. prep. por A. Ma. Garibay K. y Miguel León-Portilla (4 vols.). México, 1960.

 

Piña Chan. R. Una visión del México prehispánico, México, 1967.

 

18.            El testimonio de los códices del período posclásico.

Por: Víctor M. Castillo Farreras

 

“Aún no se iniciaba en forma la conquis­ta; iban aún a la aventura los primeros hispa­nos que subían a las alturas de México, cuando ya se encontraban con los documentos testimoniales de cultura. Emocionado, mu­chos años adelante lo contaba Bernal Díaz: “E hallamos las casas e ídolos y sacrificade­ros y sangre derramada e inciensos con que sahumaban, y otras cosas de ídolos y de piedra con que sacrificaban, y plumas de papagayo, y muchos libros de su papel, cogidos a dobleces, como a manera de paños de Castilla.

 

Con estas palabras dio comienzo el doctor Garibay a su Historia de la literatura náhuatl, y con ellas puso de manifiesto el uso corriente en Mesoamérica de la conservación del pensamiento mediante su anotación en el papel.

 

Empero, poco antes del suceso referido, a sólo cuatro días de haber tocado puerto en San Juan de Ulúa, los europeos habían sido también testigos de una parte del proceso indígena de la elaboración de testimonios. El mismo Bernal Díaz del Castillo relata cómo uno de los enviados de Moctezuma llevaba "consigo grandes pintores -que los hay tales en México-, y mandó pintar al natural la cara y rostro y cuerpo y facciones de Cortés, y de todos los capitanes y solda­dos, y navíos y velas, y caballos y a doña Ma­rina y Aguilar, y hasta dos lebreles y tiros y pelotas, y todo el ejército que traíamos"; en seguida vino la exhibición de fuerzas organi­zada por Cortés en los arenales, “y todo lo mandaron pintar a sus pintores para que su señor Moctezuma lo viese” (cap. 38).

 

Muy poco tiempo habría de pasar para que los hispanos tomaran plena conciencia, no sólo de la práctica generalizada de este modo de comunicación, sino del aprovecha­miento que ellos mismos debían hacer de tales recursos para sus propios fines de con­quista.

 

En efecto, el mismo Bernal refiere que, al llegar a Tlaxcala e inquirir su capitán Cortés sobre la fuerza y estrategia de los mexicanos, uno de los cuatro señores, Maxix­catzin, le informó pormenorizadamente y le mostró además "pintadas en unos grandes paños de henequén, las batallas que con ellos habían habido y la manera de pelear" (cap. 78). Y ya en México-Tenochtitlan, du­rante su primera estancia, Cortés se valió en diversas ocasiones del sistema indígena de representación:

 

Para conocer el potencial económico del vasto imperio, a través de. la "cuenta de todas las rentas que le traían a Moctezuma, con sus libros hechos de su papel, que se dice amal (amatl) y tenían de estos libros una gran casa de ellos" (cap. 91.).

 

Para saber de ciertas costumbres habidas en el pueblo, a través de lo que le informaron “los caciques y principales de México”; y asimismo por lo que “tenían por memoria en sus libros y pinturas de cosas antiguas” (cap. 92).

 

Para determinar la existencia de minerales preciosos en los dominios mexicas, Cortés “preguntó que a qué parte eran las minas, y en qué ríos, y cómo y de qué ma­nera cogían el oro que le traían en granos”. Se le informó verbalmente sobre las tres regiones auríferas más importantes, sobre las técnicas de extracción utilizadas, y además, "le dio el gran Moctezuma a nuestro capitán, en un paño de henequén, pintados y señalados muy al natural, todos los ríos y ancones que había en la costa del norte, desde Pánuco hasta Tabasco, que son obra de ciento y cua­renta leguas, y en ellos venía señalado el río Guazaqualco (Coatzacoalcos); y como ya sabíamos todos los puertos y ancones que señalaban en el paño que le dio Moctezuma de cuando venimos a descubrir con Grijalva, excepto el río de Guazaqualco, que le dijeron que era muy poderoso y hondo, acordó Cortés enviar a ver qué cosa era, y para sondar el puerto y la entrada” (cap. 102).

 

Para enterarse de la llegada de Pánfilo de Narváez se valió Cortés de los infor­mes obtenidos previamente por Moctezuma, cuando descubrió que “toda la armada se la llevaron pintada en unos paños al natu­ra” (cap. 110).

 

Por último, ya en plena guerra de conquista, Cortés adopta deliberadamente el sistema indígena de comunicación, ya que, dice Bernal, los naturales "sabían claramente que cuando enviábamos alguna mensajería o cosa que les mandábamos, era un papel de aquellos que llaman amales, señal como mandamiento" (cap. 154).

 

Pero no solamente en las alturas de la parte central de México se daba este recuso para preservar las ideas. A todo lo ancho y largo de Mesoamérica acontecía lo mismo. Respecto de la región sudoriental de esta gran área de cultura, el obispo Landa informa que los mayas "escribían sus libros en una hoja doblada con pliegues que se venía a cerrar entre dos tablas, que hacían muy gala­nas, y que escribían de una parte y de otra, a dos columnas, según eran los pliegues, y que este papel lo hacían de las raíces de un árbol y que le daban un lustre blanco en que se podía escribir bien; y que algunos señores principales sabían de estas ciencias por cu­riosidad, y que por esto eran más estimados, aunque no las usaban en público"; y que en­tre  las "ciencias que enseñaban" estaban “las antigüedades, leer y escribir con sus letras y caracteres en los cuales escribían con figuras que representaban las escrituras” (cap. 7).

 

Algunos años más tarde, fray Antonio de Ciudad Real, el entonces secretario del padre comisario Ponce en su visita a Nueva Espa­ña, proporciona nuevos datos sobre los docu­mentos testimoniales de los mayas peninsu­lares al expresar que "en su antigüedad te­nían caracteres y letras con que escribían sus historias y  las ceremonias y orden de los sacrificios de sus ídolos y su calendario, en libros hechos de cortezas de cierto árbol, los cuales eran mas tiras muy largas, de cuarta o tercia en ancho, que se doblaban y reco­gían, y venían a quedar a manera de un li­bro encuadernado en cuartilla, poco más o menos. Estas letras y caracteres no las en­tendían sino los sacerdotes de los ídolos -que en aquella lengua se llaman ahkines- y algún indio principal; después las entendieron y las supieron leer algunos frailes nuestros, y aun las escribían" (tomo 1, 392).

 

Las antiguas migraciones procedentes del altiplano central de México llevaron sin duda, entre otras manifestaciones de cultura, sus propias formas de preservar el pasado a lugares distantes. Según Herrera, en Nicara­gua “es cierto que tenían por letras las figuras de los de Culúa, y los libros de papel y pergamino, un palmo de ancho y dos de largo, y doblados como fuelles adonde señalaban por ambas partes, de azul, colorado y otros colores, los casos memorables que acontecían allí. Te­nían pintadas sus leyes y ritos con gran semejanza de los mexicanos; y esto hacen los chorotegas y no todos los de Nicaragua" (Déc. 111, lib. VII). Por lo tanto, como expre­sa Orozco y Berra  en su Historia antigua (lib. III), si esto acontecía en sitios tan apar­tados, no es del todo aventurado creer la universal propagación en Mesoamérica de este medio documental; y más aún en vísperas de la conquista.

 

Por lo que toca a mixtecas y zapotecas, se dice que "entre la barbaridad de estas na­ciones se hallaron muchos libros a su modo, en hojas o telas de especiales cortezas de árboles que se hallaron en tierras calientes, y las curtían y aderezaban a modo de pergaminos, de una tercia poco más o menos de ancho, y unas tras otras las zurcían y pegaban en una pieza tan larga como la habían menester, donde todas sus historias escribían en unos caracteres tan abreviados que una sola plana expresaba el lugar, sitio, provincia año, mes y día, con todos los demás nombres de dioses, ceremonias y sacrificios o victorias que habían celebrado y tenido, Y para esto a los hijos de los señores y a los que escogían para su sacerdocio, enseñaban e instruían desde su niñez, haciéndoles decorar aquellos caracteres y tomar de memoria las historias, y de estos mismos instrumentos he tenido en mis manos, y oírlos explicar a algunos viejos con bastante admiración, y solían poner estos papeles como tablas de cosmografía pegados a lo largo de las salas de los señores, por gran­deza y vanidad preciándose de tratar en sus juntas y visitas de aquella materia" (Burgoa, Palestra historial, f. 89).

 

Se podrían aún aducir otras varias citas que reafirmaran el sentido originalmente expresado, pero creemos que basta con las anteriores para evidenciar, realmente, la exis­tencia de una amplia base documental indí­gena, integrada por los ahora denominados genéricamente códices prehispánicos de México, o bien, según su forma o contenido: lienzos, rollos, mapas, tiras o matrículas.

 

Efectivamente, de las notas transcritas se desprende no sólo que había en verdad muchos códices y repositorios de ellos espe­cialmente construidos (las célebres bibliote­cas, amoxcalli o amoxpialoyan del mundo náhuatl), sino también una gran diversidad de temas en ellos contenidos. Asimismo, dichas notas hablan de algunos de los mate­riales de que estaban hechos, de su confección misma y de su aspecto material ya terminados; y aun dejan ver en cierta forma algo del proceso de su redacción.

 

He aquí la glosa -pequeña en extensión, pero espléndida en sentido historiográfico- de lo que pudieron encerrar tan sólo aquellos primeros libros de pinturas que vieron los cronistas citados anteriormente: contenían información histórica regional, con mención especial de los contactos violentos con otros pueblos; registros de individuos y pueblos tributarios, así como de los objetos de tribu­tación; relación de costumbres o ritos de ín­dole diversa (de aquí que supieran los hispa­nos del oro y objetos varios acumulados en los templos y otros monumentos); cartas geográficas con indicación de las principales regiones económicas naturales; registros calendárico-religiosos, con expresión del orden de los sacrificios, los dioses y sus atributos; ordenanzas diversas, y, por último, lo que se podría llamar "apuntes para la historia", tales como las pinturas hechas a Cortés y a Narváez con sus respectivas huestes.

 

Pero tan impresionante acervo documen­tal no habría de pervivir por mucho tiempo a la llegada del conquistador y a la subsecuente imposición del nuevo orden. Como aún suele acontecer en nuestros días, aquí también la secuela de la usurpación de la riqueza y del poder ajenos redundó en la destrucción de las ideas de los vencidos: “Los pocos códices que no fueron devorados por el agua y el sol -señala Garibay- arderían como víctimas de otra conquista, aquí incomprensiva y demasiado tímida”.

 

De hecho, las amoxcalli o casas de li­bros de Tenochtitlan y Tlatelolco desaparecieron violentamente bajo el fuego y la acción de los zapadores  durante el asedio. Las de Tetzcoco, múltiples veces ensalzadas por propios y extraños, soportaron la doble conquista que menciona Garibay. En esta última ciudad, comenta melancólico Juan Bautista Pomar, "aun cuando hay indios viejos de más de ochenta años de edad, no saben generalmente de todas  sus antigüedades, sino unos uno, y otros otro; y los que sabían las cosas más importantes que eran los sacerdotes de los ídolos y los hijos de Nezahualpiltzintli, rey que fue desta ciudad y su provincia son ya muertos; y demás desto, faltan sus pinturas en que tenían sus historias, porque al tiempo que el Marqués del Valle, don Hernando Cortés, con los demás conquistadores entraron la primen vez en ella -que habrá sesenta y cuatro años, poco más o menos, se las quemaron en las casas reales de Nezahualpiltzintli, en un gran aposento que era el archivo general de sus papeles en que estaban pintadas todas sus cosas antiguas, que hoy día lloran sus des­cendientes con mucho sentimiento por haber quedado como a obscuras, sin noticia ni me­moria de los hechos de  sus pasados; y los códices que habían quedado en poder de algunos principales unos de una cosa y otros de otra los quemaron por temor de don fray Juan de Zumárraga, primer arzobispo de México, porque no los atribuyese a cosas de idolatría porque en aquella sazón estaba acusado de idólatra, después de ser bauti­zado, don Carlos Ometochtzin, hijo de Nezahualpiltzintli, con que del todo se acabaron y consumieron..."

 

Es comprensible la vacilación de Pomar al describir la segunda causa de desaparición de los libros de pinturas de sus ancestros. Y también son patentes el temor y la incomprensión de quienes estaban siendo reduci­dos a un nuevo orden. Sin embargo, como expresa Garibay: "No se puede negar ya, aunque se rinda la frente ante el primer Obispo, que mandó quemar códices y pin­turas en que creía él hallar pábulo a las idolatrías. Raro ademán de un hombre glorioso del Renacimiento, pero muy humano. Sabía aquilatar lo que valen las cosas de los hombres, pero su fe y su misión apostólica le empujaban a ver lo divino sobre lo huma­no. Tenía, también, la serena indiferencia, hasta despectiva, del hombre que ha encumbrado el sexto decenio y comienza a ver las cosas sub specie aeternitatis”.

 

Y tampoco el lejano oriente mesoamericano se libró del abrasamiento general. Habían transcurrido poco más de tres decenios del castigo de Tetzcoco, cuando fray Diego de Landa, por el recelo a la idolatría, según escribe López de Cogolludo, hizo juntar en el pueblo de Maní "todos los libros y carac­teres antiguos que los indios tenían y, por quitarles toda ocasión y memoria de sus anti­guos ritos, cuantos se pudieron hallar se quemaron públicamente el día del auto, y a las vueltas, con ellos sus historias de sus anti­güedades”. Aquí, aparte de la destrucción de veintisiete códices en piel de venado, y de va­rios miles de objetos de la antigua cultura maya, hubo asimismo innumerables indígenas atormentados o colgados; se trasquiló a algunos y se puso el sambenito a otros; y aun se exhu­maron cuerpos, de otrora idólatras, para quemarlos después. Muchos indígenas se sui­cidaron por evitar el castigo ingente; otros más se desbandaron. Tal fue el drama de un pueblo que Héctor Pérez Martínez definió de este modo: Maní quiere decir en maya "pasó, acabó".

 

Hoy contamos solamente 21 códices de la antigua etapa de cultura indígena; aunque bien es cierto que uno que otro fueron elaborados en las inmediaciones de la conquista. Los más de estos antiguos libros de pinturas se encuentran en repositorios europeos y ente todos ellos no alcanzan a cubrir siquiera las materias reseñadas arriba para los que vieron Bernal Díaz del Castillo y sus compañeros.

 

Veamos a continuación, brevemente, cuá­les son estos veintiún códices. Asimismo se anotará el grupo al que pertenecen según su procedencia, su contenido, el repositorio donde se encuentre actualmente, y alguna característica digna de notarse.

 

Códices de la región central.

 

Tira de la Peregrinación.

 

Es conocido también como Tira del Museo o Códi­ce Boturini. Su elaboración data de los años inmediatos posteriores a la conquista y por ello se advierte alguna vaga influencia hispana en su dibujo. Se encuentra clasificado con el número 3.538 de la colección de códices de la de la Biblioteca Nacional de Autónoma de México. Es de carácter histórico, con alusiones a la mitología náhuatl.

 

Matrícula de tributos.

 

Según Robert H. Badow, fue probablemente elaborado algún tiempo después de 1.511 o 1.512, y posteriormente anotado en plana náhuatl. Fue sin duda la fuente de la sección relativa del Códice Mendocino. Está clasificado con el número 3.552 en la colección de códices de la Biblioteca Nacional de Antropología de México. Es uno de los más famosos e impor­tantes documentos indígenas referentes a la extensión territorial y poderío económico de México-Tenochtitlan y sus aliados, todo ello derivado del caudal de tributos que recauda­ba. Contiene toponímicos de los pueblos sojuzgados, organizados en distritos, y representaciones de los artículos de tributo.

 

Códice Borbónico.

 

Según Alfonso Caso, es éste "un magnífico y genuino exponente de la ciencia y el arte aztecas".  Se sabe que estuvo en El Escorial, pero que, hacia 1.823, apareció en Francia y que allí fue adquirido por la Bibliothéque du Palais Bourbon, donde aún se encuentra. Es de índole calendárico-religioso.

 

Códices rituales del Grupo Borgia, o Tlaxcala-Puebla pintados sobre piel de venado.

 

Códice Borgia.

 

Constituye éste el libro epónimo del grupo, y para Eduard Seler, "sin duda la más extraordinaria de todas las pictografías aún conservadas de México antiguo". Fue propiedad del cardenal Stefano Borgia, cuyo nombre lleva, y posteriormente de la Biblioteca Vaticana, donde se halla en la actualidad.

 

Códice Vaticano B o 3.733.

 

Se encuentra también catalogado en la Biblioteca Vaticana. Parece haber sido pintado a prin­cipios del siglo XV.

 

Códice Cospi.

 

Llamado también Cos­piano o de Bolonia. Se encuentra en la Bi­blioteca del Instituto de Ciencia y Arte de la Universidad de Bolonia desde mediados de siglo XVIII. Fue donado por el marqués Fer­nando Cospi de donde su nombre, y considerado originalmente como "Libro de la China".

 

Códice Féjérvary-Meyer.

 

Fue propiedad del húngaro Gabriel Féjévary, y hacia 1.829 lo adquirió Joseph Mayer, quien lo obsequio a su ciudad natal, Liverpool, donde se encuentra en el Free Public Museum ca­talogado con el número 12.014.

 

Códice Laud.

 

Lleva  el nombre del arzobispo de Canterbury, William Laud, quien donó su biblioteca, y con ella el códice, a la Universidad de Oxford. Aquí se encuentra desde el año de 1.636, depositado en la Bi­blioteca Bodleyana de la misma.

 

Fragmento de Aubin.

 

Conocido tam­bién como Pintura N.0 20 de la colección Goupil-Aubin de la Biblioteca Nacional de París. En este repositorio se encuentra tanto el original como una copia suya.

 

Códices mixtecos o del Grupo Nuttall, pintados sobre piel de venado.

 

Códice Nuttall.

Es el códice epónimo del grupo y lleva el nombre de su investiga­dora, Zelia Nuttall. Se encuentra en la biblioteca pública de Liverpool. Su contenido es de carácter histórico y genealógico, y se remonta al siglo VII de nuestra era.

 

Códice Vindovonense.

 

Conocido también como Códice de Viena, o Mexicanus 1. Se ha supuesto que éste sea uno de los códices enviados por Hernán Cortés al emperador Carlos V en 1.519. Actualmente es parte de los fondos de la Biblioteca Nacional de Viena, de donde toma el nombra. Su con­tenido es de carácter histórico-genealógico, con alusión a la mitología, y está formado por dos obras distintas, una en el anverso, con cincuenta y dos hojas, y otra en  el reverso, con sólo trece.

 

Códice Colombino..

 

Su nombre le fue dado en 1.892 como homenaje a Cristóbal Colón. Se encuentra clasificado con el número 3.530 en la colección de la Biblioteca Nacional de Antropología de México. Es un códice de contenido histórico y genealógico, pintado en la región de Tututepec, Oaxaca, lugar donde permaneció hasta 1.717.

 

Códice Bodley.

 

Se conserva catalo­gado con el número 2.858 en la Biblioteca Bodleyana de la Universidad de Oxford, lugar donde se encuentra desde 1.603 o 1.605. Es un documento de carácter histórico y especialmente genealógico, cuya pintura se interrumpió violentamente por razón de la con­quista española.

 

Códice Selden I.

 

También llamado Rollo Selden. Es una tira de tres metros y medio de largo, de contenido histórico-mitológico, conservada en forma de rollo en la Biblioteca Bodleyana de la Universidad de Oxford, donde se encuentra desde que fue donada por John Selden en el siglo XVII.

 

Códice Selden II.

 

Como el anterior, también éste fue donado por John Selden a la Biblioteca Bodleyana de la Universidad de Oxford, donde se conserva catalogado con el número 3.135 (A.2). El doctor Caso pudo descubrir en él restos de una pintura anterior, lo cual le da el carácter de palimpsesto. Contiene este códice una historia genealógica que parte del siglo VII de nuestra era.

 

Códice Becker I.

 

Perteneció este códice a Phillipp J. Becker hasta 1.897, año en que fue adquirido por el Museo de Historia Natural de Viena, que es el repositorio actual donde se encuentra. Su contenido es de tipo histórico,  genealógico y mitológico.

 

Códice Becker II.

 

Se conserva en el mismo repositorio del anterior y es de índole similar.

 

Códice o Fragmento de Gómez de Orozco.

 

Pertenece a la Colección Federico Gómez de Orozco, de México. Está integrado por dos obras distintas: por un lado aparece un documento colonial relacionado con el Códice Selden 1; la pintura del reverso, que es prehispánica y de tipo histórico genealógico, está incompleta, razón por la que recibe este códice la denominación de "Fragmento".

 

Códices mayas, calendáricos y rituales.

 

Códice de Dresde.

 

Fue adquirido este documento en Viena, en 1.739, por el bibliotecario de la entonces Biblioteca Real de Dresde, lugar donde permaneció, catalogado con el número 300 de su colección.

 

Códice de Peresiano.

 

Se conserva en la Biblioteca Nacional de París, catalogado con el número 386. En este lugar se encontró en 1.860, dentro de maceta, cubierto de polvo y al parecer olvidado.

 

Códice de Tro-Cortesiano.

 

Fue descu­bierto en España entre 1.860 y 1.870, dividi­do en dos secciones. La de mayor tamaño era propiedad de Juan Tro y Ortelano, de Madrid, de quien tomó su primer nombre; la más pequeña pertenecía a José Ignacio Miró, de Extremadura, quien le puso el nom­bre de Códice Cortesino en honor del conquistador de México. Se pudo demostrar que ambas partes integraban un mismo manuscrito y hoy se conservan unidas en el Museo de América de Madrid.

 

La escritura.

 

Los mencionados en los párrafos anteriores, son los únicos códices que hoy podemos contar como muestra fehaciente del extraordinario acervo documental del México antiguo. Sin embargo, otros muchos libros de pinturas, de historia y crónicas se generarían a ir del violento choque. Ciertamente se pudieron destruir los instrumen­tos de la cultura, pero no la capacidad de los hombres para engendrar otros nuevos; esta vez definitivos. Los códices Mendocino, Ma­gliabecchi, Telleriano-Remensis, Azcatitlan, Mexicanus, En cruz, Xólotl, Tlotzin, Quinatzin, Vaticano-Ríos, de Tlateloco, de Jutácato, de Azoyú, de Huamantla, de Tlaxcala, y muchos otros más, son manifiesta prueba de ello. Pero veamos cuál fue el proceso.

 

Desde los primeros años del contacto, y debido sobre todo al proyecto de evangeliza­ción, religiosos franciscanos se preocuparon por aprehender, lo más ampliamente po­sible, historia y cultura de quienes pretendían hacer objeto de su misión, considerando tal recurso como él mejor vehículo para su introducción al nuevo orden. Paso singularmente importante para ello fue la fundación del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, realizada en 1.536, en donde indígenas de familias ilus­tres adquirieron conocimientos diversos de la cultura occidental a través del aprendizaje de las lenguas castellana y latina.

 

De los valores indígenas en este lugar formados destacaron Antonio Valeriano de Azcapotzalco -“el primero y más sabio”, según el testimonio de Sahagún; Martín de la Cruz y Juan Badiano de Xochimilco; Martín Jacobita de Tlatelolco; Antonio Vejarano y Pedro de San Buenaventura de Cuauhtitlán; Francisco Acacitli de Tlalmanalco; Fernando de Alva Ixtilxóchitl de Tetzcoco y otros no menos señalados en este ámbito del mestizaje cultural, como el chalca Domingo Francisco de San Antón Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, autor de importantes relaciones históricas, o el mexicano Fernando de Alvarado Tezozómoc, también escritor fecundo.

 

Aparte las obras que indígenas y mestizos produjeron, también se gestaron enton­ces los trabajos de Olmos, de Motolinía, de Sahagún, o de Mendieta, que, juntamente con los de aquéllos, constituyen hoy el núcleo más importante de fuentes escritas para el estudio de la cultura prehispánica de la región central; sin contar con las nacidas en otros ámbitos de investigación, en especial la obra de fray Diego Durán, que siguió caminos similares a los de los escritores franciscanos. Pero la indagación de estos primeros humanistas novohispanos no hubiera sido posible, u otra su metodología, de no haber existido entre los naturales una inveterada preocupación consciente por el devenir de los hombres y su sociedad, y una necesi­dad apremiante por conservarlo.

 

Sin embargo, podría alguien preguntarse, no sin razón aparente, ¿Cómo fue posible tal registro histórico en un mundo como el precolombino, carente de un alfabeto elaborado, de un complejo sistema de escritura incapaz de representar con precisión lo que se dice y piensa? En la correspondencia entre los padres Joseph de Acosta y Juan de Tovar, publicada por Joaquín García Icazbalceta, aparece claramente expresada esta antigua incertidumbre acerca de la historiografía indígena. Dice así la crítica carta del padre Acosta: "Holgado de ver y repasar la Historia Mexicana que V. R. me envió, y pienso holgarán también en Europa con ella, por la curiosidad que tiene acerca del gobierno y ceremonias de los indios mexicanos. Mas deseo me satisfaga V. R. a algunas dudas que a mí se me han ofrecido. La primera es, ¿qué certidumbre  y autoridad tiene esta relación o historia? La segunda, ¿cómo pudieron los indios, sin escritura, pues no la usaron, conservar por tanto tiempo la memoria  de tantas y tan varias cosas? La tercera, ¿cómo se puede crecer que las oraciones o arengas que se refieren a esta historia las hayan hecho los antiguos retóricos que en ella se refieren, pues sin letras no parece posible conservar oraciones largas, y en su género elegantes? A estas dudas me satisfaga V. R. para que el gusto de esta historia no se deshaga con la sospecha de no ser tan verdadera y cierta que se deba tener por historia" (Zumárraga, IV). A las vueltas, Juan de Tovar satisfizo las dudas de Acosta.

 

Ciertamente fue difícil, y en no pocas ocasiones imposible, para los habitantes del México antiguo dejar gráfica constancia de aspectos varios de su cultura. Empero, la estructura peculiar de su sistema social hizo factible que el registro y la transmisión his­tóricos, pese a su aparente deficiencia, dejaran a la posteridad no sólo memoria de impor­tantes hechos, sino aun de cantares de tipo y contenido distintos.

 

Veamos, pues, como puntos aclaratorios de este asunto, algunos de los elementos que intervinieron en el quehacer historiográfico de los antiguos pobladores de la región de los lagos del altiplano central. Tenemos en primer término que los caracteres gráficos utilizados en los códices nahuas, tanto prehispánicos como coloniales, pueden ser clasificados, según su forma y contenido, en pictográficos, ideográficos y fonéticos. He aquí los detalles sobre cada tipo:

 

Glifos pictográficos.

 

Fueron éstos los caracteres propios del primer estadio de la escritura, y por ende, los de uso más generalizado. Constituyen la representación puramente formal de lo que se trata de expresar: un conejo, una hacha, un granero, están asentados mediante su propia imagen. Sin embargo, encontramos en los códices caracteres que no son ya dibujos simples de las cosas, sino esquemas de las mismas; circunstancia ésta que vino a simplificar los trazos y asimismo ayudar a su rápida lectura o identificación. Entre este tipo de glifos podemos señalar la representación de las canchas para el juego de pelota o tlachtli, de las casas (calli), de los montes (tépetl), de las piedras (tetl), y de muchos otros que muestran la experiencia acumulada, verda­deramente impresionante, de los especialistas encargado, de los registros.

 

Glifos ideográficos.

 

En este tipo de signos no cuenta tanto la apariencia del objeto dibujado como lo que simboliza; la idea en él contenida es lo que realmente importa. Es decir, que, como respondió Tovar a una de las preguntas de Acosta, para "las cosas que no había imagen propia, tenían otros caracteres significativos de aquello y con es­tas cosas figuraban cuanto querían".

 

Entre los muchos ejemplos que pueden aducirse para este tipo están las representa­ciones  de conceptos tales como el del movimiento (ollin), simbolizado, simplemente, por dos bandas entrelazadas, pero que la destreza del artista lo ha hecho aparecer como uno de los caracteres con más variantes y de más exquisitas formas. La palabra se representaba mediante volutas saliendo de la boca de quien se supone que hablaba, y el canto, por estas mismas volutas, pero con flores brotando de ellas. Había símbolos para los conceptos de dios (téotl),  de la vida (yoliliz), del día (ílhuitl), de la noche (yohualli) y aun de lo viejo (zóltic) y lo nuevo {yáncuic). Y debe advertirse que los colores utilizados poseían también simbolismos especiales, ya fueren relativos a los rumbos del universo, a diversos aspectos del ritual religioso y aun a cuestiones de tipo económico, como los colores usados para diferenciar las tierras de labor asignadas a las distintas: entidades de la sociedad.

 

Pero muchos de los glifos ideográficos, tal cual representados, resultan ser en otros contextos meros caracteres pictográficos. Tal es el caso del relativo al cerro (tepetl), cuya figuración puede significar tanto el cerro en sí (como en Chapultépec o “Cerro de la langosta" como la idea de algún lugar habitado (muchos topónimos, ajenos al sustantivo tepetl, lo incluyen en sus pinturas); asimis­mo, el diseño del sol (tonatiuh) acusa tan­to al astro como al concepto de lo divino (téotl). En fin, conceptos hay que pueden ser representados a través de distintas com­binaciones de simples pictogramas, como es el caso de la guerra (yaóyotl), que se simboliza mediante los esquemas del agua y el fuego, o de la rodela y la macana, entre otros muchos.

 

Caso semejante a los anteriores es el de los glifos numerales y calendáricos. Respecto a los primeros debe advertirse que, siendo vigesimal la base del sistema indígena de computación, se consideró como fundamenta­les, además del 20 o veintena (cempohualli), los siguientes números: del 1 al 5, el 10, el 15, el 400 y el 8.000. Para las cantidades intermedias, fuesen mayores o menores, se utilizaron las combinaciones correspondien­tes. Pues bien, generalmente se llevó a cabo la representación numeral mediante puntos o círculos para las unidades y el esquema de una bandera (pantli) para las veintenas o "cuentas" (pohualli) sin embargo, para abreviar, frecuentemente se subdividía esta ban­dera en cuartos para señalar el 5, el l0 o el 15. El número 400 (centzontli) era representado por una pluma o cabellera estilizada, y como en el caso anterior, también se solía di­vidirla en cuartos para denotar los correspon­dientes 100, 200 o 400. Finalmente, el número 8.000 (cenxiquipilli) tenía por signo una especie de taleguilla, la cual igualmente podía fraccionarse para simbolizar los sub­múltiplos respectivos: 2.000, 4.000 y 6.000.

 

Acerca de los glifos calendáricos señala­mos brevemente que los nombres de los veinte días del mes indígena (cipactli o "la­garto"; ehécatl o viento; calli o casa; cuetzpallin o lagartija; etc.) y los de los cuatro años, incluidos en los primeros (calli, o ca­sa; tochtli, o conejo; acatl, o caña; técpatl o  pedernal) fueron siempre representados mediante las pictografías de las cosas o seres que indican sus nombres, acompañados de uno a trece puntos, o símbolos de las unida­des ya mencionados. Todos estos símbolos, no es en balde repetirlo, aparte del sentido que su apariencia encierra, denotan siempre períodos en contextos cronológicos y de adi­vinación.

 

Glifos fonéticos.

 

Las representaciones en este caso no significan ni el objeto dibujado ni su símbolo, sino escuetamente el sonido de la radical o de la primera sílaba de su mismo nombre. De este modo llegaron los nahuas a caracterizar plenamente las vocales: a, por el pictograma de a-tl (agua); e, por el de e-tl (frijol); y o-u por el de o-tli, u-tli (camino).

 

La escritura de nombres de lugar y de personas requirió de glifos que denotaran los fonemas de algunas de sus partículas componentes. Así, por ejemplo, los sufijos: co, de comitl (olla), y tlan, de tlantlí (diente), sirvieron para indicar locación; y tzin, de tzintli (ano, base), para denotar el diminutivo o el reverencial de los nombres.

 

Cabe por último destacar que en no pocas ocasiones encontramos interesantes com­binaciones de signos de dos o tres de los tipos brevemente reseñados. Por ejemplo, Ohuapan, topónimo que significa a la letra "Sobre las  cañas verdes", se representa por el pictograma de óhua-tl (caña verde de maíz), juntamente con el fonograma del loca­tivo pan, de pantli (bandera); y el topónimo Atenco, o sea, "En la ribera", que se compone mediante el ahora pictograma de a-tl (agua), el ideograma ten-tli (labios) y el fonograma de co-mitl (olla).

 

De la región mixteca, que incluye el oeste de Oaxaca, el sur de Puebla y el este de Gue­rrero, notamos un tipo de escritura afín al del área vecina de Puebla-Tlaxcala, pero con ca­racterísticas peculiares. Este tipo de escritura aparece no sólo en manuscritos de origen prehispánico -los naandeye o tonindeye- y en lienzos pintados del período colonial, sino también en esculturas, en la cerámica y en las inscripciones de ornamentos de jade y oro.

 

Partiendo de las investigaciones del doc­tor Caso podemos afirmar que en el sistema de representación mixteco se advierten tres rasgos distintivos. Primero, el iconográfico, es decir, el que tiene por base la representa­ción de las imágenes. Segundo, puede ser con­siderado como simbólico o ideográfico, ya que utiliza símbolos para representar las ideas en vez de las cosas mismas. Por ejem­plo, como indica Alfonso Caso en su inter­pretación al Códice Bodley, el lugar se representó en ocasiones por medio de una estera sobre la que aparecen sentados los personajes (la estera indica señorío), o por un tablero decorado con grecas, estilo Mitla. Tercero, el que los mixtecas usaran para sus topónimos una escritura fonética -continúa Caso- se puede demostrar con los siguien­tes ejemplos.

 

El pueblo de Teozacoalco, nombre náhuatl que significa "Basamento divino", es tam­bién llamado Hueyzacoalco, que quiere decir "Gran Basamento". En mixteco, el nombre del mismo pueblo es Chiyocanu; chiyo signi­fica "basamento", y canu, "grande" o "dobla­do". Entonces vemos  que el pintor, para poner "grande" en jeroglíficos usó el signifi­cado de la palabra homófona, y en vez de poner un gran basamento, lo que habría sido difícil de representar en el espacio de que disponía, puso cante, pero en su acepción de doblado, indicando la acción un hombrecillo que dobla un basamento. Naturalmente, el que leía no entendía "Basamento doblado", sino “Gran basamento”.

 

Otros ejemplos de fonetismo lo tenemos por la identidad de las palabras mixtecas para llano y plumas; ambas se dicen yodzo. Ahora bien, para representar llano en los códices se pone una especie de tapete de plumas; así el nombre de Coaixtlahuaca, en mixteco Yodzo­coo, que puede traducirse por "Llano de la serpiente" o por "Serpiente de plumas", es decir, Quetzalcóatl.

 

Respecto a la escritura de los mayas, carentes también de un alfabeto, debe men­cionarse como característica el hecho de que casi todos sus glifos tuvieran dos formas completamente diferentes, las cuales podían usarse indistintamente. Siguiendo a J. Eric S. Thompson, en su libro The Rise and Fall of Maya Civilization, diremos  que la pri­mera modalidad era una forma de cabeza; la otra,  una forma simbólica o ideográfica, por lo general algún atributo o elemento con fre­cuencia con frecuencia oral, que recordaba el glifo al lector. Es como si fuéramos a escribir "San Pedro" y, en su lugar, dibujáramos dos lla­ves en cruz. Así, el día Cimi, muerte, podía expresarse por medio de una cabeza del dios de la muerte, o por el símbolo -semejante al del porcentaje nuestro- que era atri­buto de este dios, a menudo pintado sobre su cuerpo o en sus ropas. Este símbolo re­presentaba al dios de la muerte, tal como las llaves nos recuerdan a San Pedro.

 

Casi todos los glifos son compuestos y consisten en un elemento principal, al cual se le agregan varios afijos. Un prefijo puede estar al lado izquierdo o sobre el elemento principal; el sufijo va a la derecha o debajo de aquél. El factor decisivo para la colocación del afijo era de naturaleza artística, es decir, que más bien dependía de cómo llenar mejor el espacio disponible; empero, exceptuando unos pocos casos, un prefijo no podía ocupar el lugar de un sufijo, y viceversa, sin cam­biar el significado del compuesto jeroglífico.

 

La mayoría de los glifos mayas están aún sin descifrar y es muy poco lo que se adelan­ta. No existe una clave o equivalente maya de la piedra de Roseta, excepción hecha de la poca información que sobre los glifos del ca­lendario nos dejó el obispo Landa. El desci­framiento de nuevos glifos no ayuda en forma apreciable en la tarea de leer los restantes; tal como acontece, por ejemplo, en un crucigra­ma o en una escritura en que se usa un alfabeto.

 

En su mayor parte los glifos mayas se componen de varios elementos: un signo principal y diversos afijos. Por ejemplo, uno de los signos comunes se encuentra como ele­mento principal en combinación con cerca de ochenta diferentes arreglos de afijos e infi­jos. Algunos de estos afijos pueden ser variantes el uno del otro, por lo que notablemente reducen el total de significados distin­tos. Y lo que es más, los afijos no sólo pueden convertirse en signos principales y viceversa, sino tener formas tanto personificadas como simbólicas. Por  otra parte, como los mayas aborrecían la repetición exacta, sucede que con mucha frecuencia el escultor, o el escriba, se permitía todas las variaciones posibles siempre que era preciso repetir el mismo glifo varias veces en un texto.

 

En algunas inscripciones, principalmente las compuestas de fechas y cómputos, se puede leer una cantidad considerable de glifos; en otras, cuyo tema central parecen ser asuntos rituales, el porcentaje de glifos descifrados es ciertamente muy bajo. Y en unos cuantos textos no se ha podido descifrar un solo glifo.

 

Son muchos los casos en que sabemos cuál es el significado del elemento principal pero es imposible descifrar los afijos; en otros casos sucede a la inversa. Y la cuestión se hace más difícil todavía a causa de las va­riaciones de significado que puede tener un elemento dado.

 

Hasta donde se  sabe, los textos jeroglíficos del período clásico tratan en su mayor parte del transcurso del tiempo y de asuntos astronómicos, de los dioses en asociación con estos fenómenos y, probablemente, de las ceremonias para tales ocasiones. Empero, Tatiana Proskouriakoff ha constatado que ciertos pasajes tratan también de los gober­nantes e incluyen fechas que quizá se refieran a sus nacimientos, a sus ascensos al trono y a sus aniversarios. En efecto, aparecen glifos de nombres de dichos jefes, incluyendo algunos de mujeres; y es así como estamos en buen camino para formar cuadros de di­nastías de los mayas. En los fragmentos históricos que nos quedan en las transcripciones coloniales llamadas Libros de Chilam Balam, las referencias a los hechos de los indi­viduos apenas tienen cabida y ello sólo cuando la conducta de un personaje afecta el hecho histórico.

 

La escritura jeroglífica maya, concluye Thompson, fue perfeccionada con el propósito primordial de registrar el paso del tiem­po, los nombres y las influencias de los dio­ses que reinaban en cada uno de los períodos y lograr la acumulación del conocimiento de los sacerdotes astrónomos que se encarga­ban de esos asuntos. Su empleo para otros propósitos fue sólo una consecuencia secun­daria. En esto también se puede observar que el ingenio de los mayas se encaminó ha­cia un fin que nosotros no consideramos utilitario (The Rise and Fall of Maya Civiliza­tion, 170-175).

 

El complemento de la escritura.

 

Mediante los sistemas de registro utili­zados por los antiguos mesoamericanos fueron compuestos los libros de pinturas y có­dices, y asimismo las piedras y la cerámica que, como se dijo, también recibieron ins­cripciones en número y tipo diversos.

 

La hechura de estos libros de pinturas fue generalmente a base de fibras de la corteza del amacuáhuitl, o árbol de amate (ficus), aunque no fueron  escasos los elabora­dos con piel  de venado, sobre todo en regiones apartadas del valle de México. Su núme­ro y diversidad ya  hemos visto que llegaron a tal punto, que en Tetzcoco, en Tenochtitlan y en otros centros de importancia hubo nece­sidad de concentrarlos en lugares apropia­dos, es decir, en los amoxcalli, amoxpialoyan o repositorios documentales del México antiguo. Y no podía ser de otro modo, puesto que no sólo se consignaba en ellos los hechos sobresalientes del devenir de la sociedad, sino también el registro de la calidad y cantidad de las tierras de labor, los censos de pobla­ción, las recaudaciones tributarias, las leyes penales y  diversas, los manuales para la apli­cación del ritual religioso, el calendario adivi­natorio y el de fiestas, y una infinidad de datos de índole distinta, que obviamente hacía acrecentar su número.

 

Para un trabajo de tal naturaleza era ne­cesaria la presencia de un equipo de tlama­tinime, los sabios o especialistas en las dife­rentes ramas del saber, es decir, de los conocedores del movimiento de la bóveda celeste, los pronosticadores del destino de la gente y de sus actos, los expertos en las cosas divi­nas, los que entienden de estirpes y de la vida de los pueblos, entre otros más. Y en tanto que los expertos rememoraban antiguas hazañas, hacían cálculos o dictaban leyes, los tlacuilo que o artífices escribanos consigna­ban trazos y coloreaban los papeles del amate o las pieles preparadas. En esta forma se iba registrando la historia y las demás cosas concernientes a la vida de los hombres y sus pueblos.

 

Pero con sólo estos elementos no era posible registrar ciertos rasgos peculiares. Algu­nos detalles importantes referentes a asuntos de la historia o la astronomía, de las leyes o la religión, quedaban en el aire. El códice, tal cual, resultaba así mero resumen, noticia comprimida.

 

Fue necesario entonces, como recurso integrador del sistema, como elemento vita­lizador del mismo, el proceso de fijación de los antiguos y nuevos textos; su interpreta­ción, su discusión y su ulterior transmisión a las nuevas generaciones. De ello se encar­garon los tlamatinime colegiados. Y si algo consideraban defectuoso o tenían por impro­pio, amonestaban y corregían al momento; y si el contenido de algún libro resultaba irreconciliable con la ideología del grupo en el poder, lo quemaban y ordenaban la inmediata recopilación de otros. Fue esto último lo que aconteció durante la hegemonía del célebre Itzcóatl.

 

A fin de redondear lo dicho sobre este sistema, complementario del de escritura, transcribimos en seguida la tercera respuesta del padre Tovar a las dudas de Acosta: “Pero es de advertir que aunque tenían diversas figuras y. caracteres con que escribían las figuras, no era tan suficientemente como nues­tra escritura, que sin discrepar, por las mismas palabras, refiérese cada uno lo que estaba escrito; sólo concordaban en los conceptos; pero para tener memoria entera de las pala­bras y traza de los parlamento que hacían los oradores y de los muchos cantares que tenían, que todos sabían sin discrepar pala­bra, los cuales componían los mismos oradores, aunque los figuraban con sus caracteres; pero para conservarlos  por las mismas palabras que los dijeron sus oradores y poetas, había cada ejercicio dello en los de los mozos principales que habían de ser sucesores a éstos y con la continua repetición se les quedaba en la memoria, sin discrepar palabra, tomando las oraciones más famosas que en cada tiempo se decían, por método, para imponer a los mozos que habían de ser retóricos; y de esta manera se conservaron muchos parlamentos, sin discrepar palabra, de gente en gente, hasta que vinieron los españoles, que en nuestra letra escribieron muchas oracio­nes y cantares que yo vi, y así se han conservado".

 

Persistencia y reestructuración del sistema.

 

Con la conquista española el sistema de registro y transmisión de la historia quedó en buena medida desarticulado. Los repositorios fueron destruidos y el cúmulo de obras que en otro tiempo albergaron fue incendia­do, así en Texcoco como en  Maní, princi­palmente.

 

El número de códices prehispánicos es hoy apenas una veintena, una cuenta, un cempohualli. Sin embargo, quedaron aún vie­jos tlamatinime, tlacuiloque y discípulos aventajados; y ante la postración general y la coacción de las nuevas normas, la trans­misión oral del conocimiento acerca del pasa­do cobró renovados bríos, posiblemente mu­chos más que en la antigüedad.

 

Si para el mundo náhuatl de la región de los lagos quedaron -no sin dudas y objeciones serias- sólo tres códices de la anterior etapa -curiosamente el mismo número que en la zona maya-, el saber de los sobrevi­vientes y el trabajo de investigación de los frailes humanistas produjeron en cambio otros muchos, no sólo figurativos como antaño, sino con escritura fonética en lenguas náhuatl, castellana y aun latina; cubriendo en esta forma tanto la apariencia del objeto como la expresión cabal de su concepto, y logrando, en fin de cuentas, la antigua idea alguna vez expresada por Chimalpahin: preservar para siempre la gloria y la fama de su mundo original.

 

Bibliografía.

 

Cortés, H. Cartas de Relación, México, 1960.

 

Díaz del Castillo, B. Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, México, 1939.

 

García Icazbalceta. J. Don Fray Juan de Zumárraga. México, 1949.

 

Garibay K, A. M. Historia de la literatura náhuatl (2 vols.), México, 1953 - 1954.

 

Glass, J. Catálogo de la colección de códices, México, 1964

 

Landa. fray D. de Relación de las cosas de Yucatán, México. 1959.

 

Orozco y Berra, M. Historia antigua y de la conquista de México México, 1 960.

Relación breve y verdadera de algunas cosas de las muchas que sucedieron al padre fray Alfonso Ponce en las provincias de la Nueva España siendo comisario general de aquellas partes, Madrid, 1873.

 

Thompson, J. E. The Rise and Fall of Maya Civilization.

 

19.            Matrícula de tributos.

Por: Víctor M. Castillo Farreras

 

Introducción.

 

De la veintena de códices que lograron sobrevivir al caos de la conquista es la Matrícula de tributos, uno de los cuatro que aún se conservan en el país de origen. Lo guarda el Museo Nacional de Antropología de México, catalogado bajo el número 35-52 de su colección; está pintado sobre papel de amate y            cuenta con 16 hojas de 29 x 42 cm. Respeto de su historia, puede decirse, en resumen, que fueron los mexicas quienes lo crearon, tal vez durante el sitio de su ciudad, o acaso cuando el humo ya se había disipado; se ignora el dato preciso, pero sabernos, en cambio, que el virrey Mendoza dispuso poco más tarde su transcripción en la segunda parte del códice que hoy lleva su nombre. Después de esto reaparece en la colección que empezó a formar Boturini desde su arribo a Nueva España en 1.736, hasta que le fue decomisada en 1.743. En 1.770, el arzobispo Lorenzana realizó su primera edición, aunque en for­ma par demás deficiente. Después, por los años veinte del siglo XIX, el plenipotenciario J. R. Poinsett llevó consigo a Filadelfia dos ho­jas originales del códice, las cuales no retornaron a México hasta 1942. La segunda edición         de la Matrícula fue hecha por Peñafiel en 1890, reproduciendo una copia de la misma y no superando en mucho a la primera publicación.

 

Hasta la fecha, el más detallado estudio de este códice es el que hiciera R. H. Barlow en 1.949 al tratar de La extensión del impe­rio de los culhua mexica. Y son también importantes las notas al respecto de Donald Robertson (1959). La última edición facsimilar de la Matrícula, dada en México en 1968, es, sin embargo, inadecuada, sobre todo por sus notas o comentarios, que se ba­saron generalmente en los de Lorenzana y del Códice Mendocino; se malinterpretaron algunos textos y pictografías y, salvo contadas excepciones, se omitió la paleografía directa de las glosas escritas en náhuatl y aun de sus versiones en español.

 

Ahora ofrecemos una nueva reproducción del códice, fotografiado directamente de su original por Jaime Costa Vidal. Su presenta­ción no pretende ser definitiva, sino lograr tan sólo su divulgación. Se ofrece con el propósito de que a través de las breves notas que siguen, de la transcripción de sus glosas y la traducción de los textos nahuas, el lector no versado en esta materia pueda llegar a interpretar fácilmente este testimonio fehaciente de las consecuencias últimas de todo aquel andamiaje social y económico que señoreaba en Tenochtitlan a la llegada de sus conquistadores.

 

Las láminas de la Matrícula de tributos coinciden, como demostró Barlow, con las diversas provincias que fueron tributarias de la célebre triple alianza de la región de los lagos. Como se verá, la cantidad, y aun la va­riedad, de los artículos figurados en ellas son tales que, por sí mismos, ponen de manifiesto la inmensa distancia que había entre la capi­tal de los victoriosos tenochcas y los pueblos por ellos sometidos. Piénsese tan sólo que el trabajo de estos últimos debía producir cada año -según los cálculos de Molins Fábrega para la parte correspondiente del Códice Mendocino- más de dos millones de mantas de distintos diseños y calidad, además de otros muchos y muy diversos objetos.

 

En virtud de la dan relación de la Ma­trícula y la "partida segunda" del Mendocino, hemos procurado anotar en cada caso las correspondencias entre sus láminas, partiendo de la reproducción directa del original de Oxford. Esto sirvió tanto para determinar los signos destruidos en la primera como para fijar las variantes formales entre uno y otro códices que deben tenerse en cuenta. Por ejemplo, en ocasiones el contenido de una lámina de la Matrícula fue trasladado a dos del Mendocino; y en tanto que en la primera la nómina de pueblos comienza siempre en la parte inferior izquierda y sigue hacia la derecha y hacia arriba (de ahí el sentido de la lectura de la Matrícula), en el Códice Mendocino se inicia generalmente en el ángulo superior izquierdo y sigue hacia abajo y hacia la derecha; asimismo, aunque los pueblos son los mismos, a veces no siguen un orden idéntico en ambos documentos.

 

En cuanto a las glosas de la Matrícula, se advertirá que no siempre hay correspondencia entre los textos en náhuatl y sus co­mentarios interpolados en español; lo mismo sucede entre estos últimos y los del Mendocino, y aun en ocasiones también varían las cantidades tributadas. A las transcripciones del español sólo se le modificaron algunos signos de puntuación, conservando su orto­grafía y estilo; para las del náhuatl, a fin de facilitar su lectura, se siguió el sistema tradi­cional, cambiando y por i, c por z, v por u, va por hua, etc., y desatando los signos de abreviación sobrepuestos.

 

Las cantidades de los artículos son de fácil determinación, ya que generalmente aparecen señaladas por los conocidos ideogramas del xiquipilli (8.000), del tzontli (400), del pantli (20) y de los puntos para las unidades. Las glosas nahuas ratifican, o suplen en oca­siones, la tasación pictográfica.

 

Lámina 1.

 

Cabe señalar que las designa­ciones nahuas para los diseños de las mantas e insignias, que declaramos y traducimos en cada caso, conllevan no solamente la descripción de sus materiales y hechura, sino también conceptos, muy interesantes en ocasio­nes relativos a determinados aspectos de la organización social y religiosa de los antiguos mexicanos. Los símbolos digitales que sobresalen de las mantas se explican en los comentarios a las láminas 11 y 17, principalmente, de la Matrícula.

 

Esta lámina está muy deteriorada; sin embargo, gracias a su correspondencia con la número 17 v. y parte de la 18 r. del Códice Mendocino nos hallamos ante la posibilidad  de interpretar las pinturas que restan y aun los signos que desaparecieron.

 

La pintura del ángulo izquierdo inferior pertenece al topónimo de Oztoman, el mismo que en el Códice Mendocino fue trasladado al a lámina 18 (considerada por su comentarista como "Fin de la partida primera de esta ystoria") A la derecha de Oztoman se ven dos cabezas humanas. La primera de ellas, que lleva un glifo sobre sí, indica que se trata de un tlacactécutli o sea del "señor de los dardos"; la segunda pertenece a un tlacatécatl o militar de alto rango. Uno y otro fueron distinguidos funcionarios y lugartenien­tes del tlatoani, o señor supremo.

 

Lo que queda de la pintura de la derecha -sólo el símbolo del humo- indica que se trata del topónimo de Poctépec, que puede apreciarse completo en la lámina 17 del Men­docino, al igual que los correspondientes a los pocos trazos que aún se ven en la parte superior y que posiblemente pertenezcan a los topónimos de Huaxácac y de Zozollan.

 

Los rasgos que aparecen en la parte que sobresale a la derecha corresponden al frag­mento de la lámina 3 del mismo códice.

 

Lámina 2.

 

Dos rayas rojas dividen esta lámina en tres secciones, cuyo contenido fue distribuido de diferente manera en la correspondiente 18 del Códice Mendocino.

 

En la mitad inferior aparece, a la izquier­da, el dibujo toponímico de Tetzapotitlan; su glosa en español, sumamente difusa, parece hacer mención del nombre y de su significado, es decir, "lugar de tetzápotl".

 

A la derecha está el glifo del pueblo de Atlan con su nombre inscrito y su traducción al español: "Lugar de agua". La cabeza de un hombre lleva el símbolo de una diadema con un dardo encima, que da a entender que se trata de un tlacochtecuhtli. Junto a este funcionario, el símbolo de una casa con dardos entrecruzados puntualiza aún más su rango, ya que representa al tlacochcalco o lugar de la casa de los dardos. En náhuatl se escribió Tlacochcallan, que es lo mismo que tlacochcalco; y posteriormente se puso en español: "Este tiene estos dos pueblos". En la sección superior de la izquierda se aprecia el topónimo de Atzacan, y sobre él dos cabezas: una es del tlacatecuhtli, la otra del tlacochtecuhtli. La glosa se ha esfumado.

 

La sección de la derecha contiene el gli­fo de Xoconochco con la inscripción de su nombre y su traducción: "Lugar de tunas" (tunas agrias o soconostle). Arriba, las pin­turas de dos funcionarios:. Ome Cuauhtli Tezcacóhuatl y Tlillancalqui. Las glosas en español son casi imperceptibles, pero parece que dicen en ambos casos: "Governador".

 

Lámina 3.

 

Es en esta lámina donde propiamente co­mienza la especificación de los diversos artículos de tributo. Sólo se conserva este fragmento, pero afortunadamente podemos saber de su contenido integro por su correspondiente de la lámina 19 r. del Códice Mendocino.

 

De los pocos glifos que restan se advier­ten claramente los siguientes:

 

A la izquierda aparecen el topónimo de Tenochtitlan y las pinturas de dos de sus hueytlatoque o "reyes", como puso el comen­tarista: Itzcohuatzin, arriba, y Axayacatzin, abajo.

 

A la derecha, en sentido opuesto al grupo anterior, se ve Tlatelolco, también con la pintura de dos de sus señores: Cuauhtlatoa arriba, y Moquihutxtli, abajo.

 

Los restos de pintura en la parte superior de este fragmento corresponden a dos rodelas y a una vestidura militar cuya nota dice en español: "Género de vestido con...".

 

Lámina 4.

 

En este fragmento están señalados sólo algunos de los tributarios del valle de Mé­xico. El primer glifo del ángulo inferior izquierdo está destruido, pero por su corres­pondiente de la lámina 20 del Códice Mandocino sabemos que se trata de Petlacalco, el lugar donde se concentraban todos los tri­butos.

 

Los pueblos que siguen son: Xaxalpan, Yopico, Tepetlacalco, Tecoloapan, Tepechpan, Tequanecan, Huitzilopochco, Colhuatzinco, Colotlan, Tepeputlan y Olac (del que sólo se advierte un pequeño rasgo). Los once pueblos restantes que contenía esta plana aparecen claramente figurados en las lámi­nas 20 r. y v. del Códice Mendocino.

 

La glosa introductora a los tributos de tejidos refiere en náhuatl lo que sigue: Inin mochi in tetechcatca in petlacálcatl nappohualílhuitl in quicalaquía in tilmatli in máx­tlatl in huipilli in cuachtli, cuya versión es: "Todo esto correspondía al de Petlacalco; en ochenta días introducían mantas, pañetes, camisas de mujer y mantillas".

 

Del texto en español, muy desleído, se puede deducir: “Petacas de mantas, huipiles y (bragas). Esto es lo (que pagaban cada ochenta días los de Petlacalco”.

 

Los artículos de tributo no llevan nota alguna, pero, por los pictogramas mismos y por la glosa en náhuatl, podemos afirmar con seguridad que son, de izquierda a derecha y de abajo arriba:

 

800 tilmatli o mantas labradas en color.

 

1.200 tilmatli o mantas blancas.

 

400 maxtlatl pañetes o bragas.

 

400 huipilli o camisas de mujer.

 

1.200 cuachtli o mantillas de las utilizadas como símbolos de cambio en las tran­sacciones mercantiles.

 

Lámina 5.

 

Corresponde ésta a las láminas 21 v. y 22 r. del Códice Mendocino. La nómina de tributarios la encabeza Acolhuacan (Tetzcoco), pero el último comentarista del códice corrigió anotando "Acolman", pese a que no corresponde con el glifo figurado, como puede comprobarse en el mismo Mendocino, láminas 3 v. y 5 v. Los topónimos que siguen pertenecen a Huitzillan, Totoltzinco, Tlachyahualco, Tepechpan, Aztaquemecan, Teacalco, Tonanitlan (borrado), Cempoalan, Tepetlaóztoc, Ahuatépec, Tizatépec, Contlan, Ixquemecan, Matixco, Temazcalapan, Tizayohcan, Tepetlapan, Calyahualco, Tezoyuhcan (semiborrado), Tlaquilpan, Cuauhque­mecan, Epazoyuhcan, Ameyalco, Cuauhyocan y Ecatépec.

 

La glosa en náhuatl que introduce los tri­butos dice: Auh in acolmácatl (se tachó: tetzcócatl) in itequiuh nappohualtica in quicata­quiaya in tilmantli in máxtlatl in huipilli in cuachtli, que vertido al español significa: “Y el tributo del de Acolman (decía: del de Tetzcoco): cada ochenta días entregaban mantas, pañetes, camisas de mujer y mantillas".

 

En seguida se agregó en español: "Lo que pagaban los de Aculman cada año de tilmas, bragas, huipiles, vestidos de mujer y mantas". Los artículos que siguen no tienen texto alguno, pero por la glosa anterior y los pictogramas sabemos que son:

 

1.200 tilmatli o mantas labradas en los diseños y colores indicados.

 

800 tilmatli o mantas blancas.

 

400 huipilli o camisas de mujer.

 

400 máxtlatl, pañetes o bragas.

 

1.200 cuachtli o mantillas.

 

Las dos líneas siguientes señalan el tributo de 20 unidades de cada uno de los ocho tipos de vestiduras, con sus insignias y rode­las indicadas.

 

Sobre las insignias, una glosa en náhuatl refiere la periodicidad del tributo: Inin mochi tlahuiztli cexiuhtica in quicataquiaya in acolmácatl (se tachó: tetzcócoat), es decir: "Todas estas insignias las introducía cada año el de Acolman (antes: el de Tetzcoco). Y en español se interpretó: "Todo esto era el tributo que pagaban los de Acolman".

 

En el ángulo superior de la izquierda aparece una troje o cuezcomate (cuezcómatl) como medida tributaria para áridos, que en este caso contiene frijol, maíz y unos puntitos que generalmente se refieren a semillas de chía o huauhtli.

 

Lámina 6.

 

Lámina de la provincia tributaria de Cuauhnáhuac, la actual Cuernavaca, corres­pondiente a las páginas 23 r. y v. del Códice Mendocino. Los lugares señalados son, en el orden acostumbrado Cuanhnáhuac, Teocaltzinco, Panchimalco, Huitzillan, Acatlícpac, Xochitépec, Miyacatla, Molotla, Cohuatlan, Xiuhtépec, Xoxutla, Itztlan, Amacoztitlan, Ocpayuhcan, Itztépec y Atlicholoayan.

 

Los artículos que siguen, además de sus propios pictogramas, llevan inscritas en len­gua náhuatl tanto las cantidades respectivas como sus características en cuanto al material, color y diseño empleados. Comenzando por los del ángulo inferior izquierdo, son:

 

Centzontli nochpalli, es decir, 400 man­tas de color rojo como tuna.

 

Centzontli nacazminqui, o sea 400 man­tas con cenefa, labradas a dos colores. Los informantes indígenas de Sahagún las lla­man chicoapalnacazminqui, e indican que los colores van esquinados, en losange. Estas mantas eran el premio que se concedía a los atrevidos guerreros, de nombre cuauhyácatl.

 

Centzontli cacamoliuhqui, equivalente a 400 colchas o cubiertas.

 

Ontzontli canáhuac, igual a 800 mantas delgadas de algodón.

 

Centzontli máxtlatl, que se traduce por 400 pañetes o bragas.

 

Matlacpohualli huipilli matlacpohualli cuéitl, es decir, 200 camisas de mujer y 200 faldellines.

 

Yetzontli cuachtli, o 1.200 mantillas. Sobre las tres cargas de cuachtli se puso en náhuatl: Inin mochi tilmatli nappohualtica in calaquia Mexico Tenochtitlan, cuya traducción es: "Todas estas mantas entran cada ochenta días a México-­Tenochtitlan". Siguen las vestiduras militares y sus ro­delas, con glosas en náhuatl relativas a cantidades y diseños.

 

Tzitzímitl, o vestidura con el diseño de calavera de un ser mítico de carácter malévolo, que se supone en el aire.

 

Cuaxólotl tzinitzcan, es decir, vestidu­ra con tocado de cabeza de Xólotl y plumas negro tornasol del tzinitzcan.

 

La cantidad y la especificación de calidad de estas dos insignias están contenidas en la glosa que atraviesa la segunda pintura: Zan óntetl in tlazotilmatli; in céntetl ipatiuh ometlacohtli; la cual revela la muy importante proporción de tipo mercantil: "Tan sólo dos piezas de insignias preciosas; el precio de una, dos tlatlacohtin ('esclavos')".

 

Centecpantli océlotl, o sea 20 insignias con diseño de ocelote.

 

Centecpantli cuextécatl toztli, lo cual es igual a 20 insignias amarillas de cuextécatl (huasteca) con su característico gorro cónico.

 

Centecpantli cóyotl toztli; que se tradu­ce por 20 insignias amarillas con diseño de coyote. Cantecpantli papálotl, equivalente a 20 insignias con diseño de mariposa.

 

Las dos últimas vestiduras, arriba a la derecha, son:

 

Centecpantli xopilli, es decir, 20 insig­nias de xopilli (cristal fino, dedo del pie?). El tono de las tres que aparecen en la Matrícula varía, pero en el Mendocino son verdes, lo mismo que la del guerrero otómitl de la ter­cera sección de este último. Su forma es semejante al collar (xopikozqui) de Macuiltoch­tli del Códice Matritense del Real Palacio.

 

Centecpantli momoyactli, traducible por 20 insignias con plumas desparramadas.

 

Pasando al ángulo superior izquierdo, aparece un cuezcomate o troje con maíz, frijol y chía o huauhtli. De su glosa en náhuatl sólo se lee: tlaolli ihuan etl, o sea: "maíz y frijol"; y en seguida (amo z)an tlapohualli: “no tienen cuenta”. El texto en español parece decir: "Arcas grandes de maíz".

 

Sigue a la derecha, abajo: Cenxiquipilli ámatl nappohualtica, o sea: “Ocho mil hojas de papel (amate) cada ochenta días”. En español se interpretó: "Mil atados de papel".

 

Y arriba: Xicalli, macuiltzontli nappohualtica, es decir: "Jícaras: 2.000 cada ochen­ta días" En español se aumentó: "Xíacaras o tecomates, dos mil i quinientas".

 

Lámina 7.

 

Se corresponde ésta con las láminas 24 v. y 25 r. del Códice Mendocino. La nómina incluye pueblos hoy pertenecientes al estado de Morelos: Huaxtépec, Xochimilcatzinco, Cuauh­tlan, Ahuehuepan, Anenecuilco, Olintépec, Cuahuitlixco, Tzompanco, Huitzilan, Tlaltizapan, Cohuacalco, Itzamatitlan, Tepoztldan, Yauhtépec, Yacapichtla, Tlayacapan, Xalóztoc, Tecpantzinco, Ayoxochapan, Payácac, Tehuizco, Nepopohualco, Atlatlaulica, Totoloapan, Amiltzinco y Atlhuélic.

 

La nota al calce, desleída, dice: "Estos de la orla son pueblos con sus insignias... tributarias". Siguen los artículos tejidos con sus cantidades y características en náhuatl.

 

En el orden acostumbrado son:

 

Centzontli ichcatilmatli, cuya traducción es 400 mantas de algodón.

 

Centzontli nacazminqui, 6.400 mantas con cenefa, labradas en dos colores, a losange.

 

Centzontli cacamoliuhqui, igual a 400 colchas. Ontzontli canáhuac, o sea 800 mantas delgadas de algodón.

 

Centzonmáxtlatl, equivalente a 400 pañletes o bragas.

 

Matlacpohuali hupilli, matlacpohualli cuéitl o sea 200 camisas de mujer y 200 faldellines.

 

Yetzntli cuachtli, es decir, 1.200 mantillas. Sobre estas últimas se inscribió: Inin mochi tilmatli nappohualtica in calaquia Mexico, es decir: "Todas estas mantas entran cada ochenta días a México".

 

Siguen ocho tipos de vestiduras con sus rodelas y sus características en náhuatl:

 

Céntetl cuaxólotl, una insignia con rema­te de cabeza de Xólotl.

 

Centecpantli océtotl, ó 20 insignias con diseño de ocelote.

 

Xiuhtototzitzímitl, que se traduce por in­signia con diseño de Tzitzimitl, ser maléfi­co del aire, con plumas de Xiuhtótotl o pájaro color azul.

 

Centecpantil cuezalpatzactli, o sea 20 in­signias labradas con plumas de cuezalin.

 

Centecpantli momoyactli, traducible por 20 insignias de plumas desparramadas. Como puede advertirse, sólo esta vestidura y la an­terior, con sus respectivas rodelas, llevan unido el glifo numeral pantli o veinte.

 

Centecpantli tezcóyotl, o 20 insignias amarillas con diseño de coyote.

 

Centecpantli xoxouhqui cuextécatl, igual a 20 insignias azul verdoso de cuextécatl o huasteca.

 

Centecpantli xopilli, que equivale a 20 insignias de diseño idéntico al que vimos en la lámina anterior.

 

Sobre las insignias se glosa en español lo siguiente:

 

"Los de abaxo son vestiduras, unas desde la cabeza hasta la zintura, otras de medio cuerpo abaxo".

 

Los tres últimos artículos del ángulo su­perior izquierdo son:

 

Un cuezcomate o troje que contiene fri­jol, maíz y semillas de chía o de huauhtli.

 

Cenxiquipilli ánatl, o sea: 8.000 hojas de amate.

 

Macuiltzontli xicalli, es decir, 2.000 jícaras.

 

Lámina 8.

 

Coincide esta lámina con la 26 r. del códice Mendocino y contiene solamente siete tribu­tarios, encabezados por Cuauhtitlan, perteneciente hoy al estado de México. Los demás pueblos son: Tehuiloyohcan, Ahuexoyohcan, Xalapan, Tepoxaco, Cuezcomahuacan y Xi­lohtzinco.

 

Una glosa introductora señala en náhuatl lo que sigue: Inin nappohualtica in quica­laguiaya Mexico in cuauhtitlancalqui, o sea: "Esto entregaba cada ochenta días a México el de Cuauhtitlan". Abajo se agregó en español: "Esta es lo que metían en México los de Quatitlilan".

 

Siguen los tejidos con sus inscripciones nahuas respectivas:

 

Centzontli nacazminqui, lo cual equivale a 400 mantas con cenefa, labradas en dos colores, a losange. Curiosamente, en español se interpretó como: "400 mantas redondas".

 

Centzontli terchapanqui, es decir, 400 mantas con orilla salpicada, con alternancia de tonos. En español se puso: "400 mantas guarnecidas a el rededor".

 

Centzontli canáhuac, igual a 400 mantas delgadas de algodón. Y en español: "400 mantas finas".

 

Las tres vestiduras que siguen, con sus respectivas rodelas, llevan gráficamente señaladas las cantidades de 20 (pantli) por cada una. Las otras dos, en la parte superior, no tienen ninguna indicación. Sin embargo, sobre estas últimas una glosa señala la periodicidad de su entrega: Inin tlahuiztli mochi cexiuhtica in quitequitía Cuauhtitlan cal­qui, es decir: “Tolas estas insignias las entregaba cada año el de Cuauhtitlan”. Y en español se intercaló: "Lo que tributaban los de Quatithan".

 

En el ángulo superior de la derecha aparece un cuezcomate o troje con frijol, maíz y semillas de chía o de huauhtli, sin ninguna especificación escrita.

 

Inmediatamente debajo del cuezcomate se ven una estera o petate y un asiento o trono con espaldar (icpalli), con un texto en náhuatl que dice: Matlactzontli in pétatl ihuan tepotzoicpalli, o sea: "Cuatro mil es­teras y asientos con espaldar". En español se inscribía: "Quatro mil esteras, o petates, y otras tantas sillas de tule".

 

Respecto a este último tributo, llama la atención que se haya puesto al extremo izquierdo de los numerales: "Estas palmetas eran señal de tributos". Tal parece que el comentarista en español ignoraba que dichos signos son simplemente representación del numeral centzontli ó 400.

 

Lámina 9.

 

Esta lámina, correspondiente de la 29 r. del Códice Mendocino, contiene el tributo de nueve pueblos hoy pertenecientes a los estados de Hidalgo y México. Los encabeza Hueypechtlan y siguen Xállac, Tequixquíac, Tetlapanaloyan, Xicalhuacan, Xomeyohcan, Acayohcan, Tezcatepetongo y Atocpan.

 

Bajo los topónimos, una inscripción semiborrada anuncia: "Todos éstos son pueblos... que se figuran...".

 

Siguen los tejidos con sus respectivas glosas: Centzontli nacazminqui, es decir, 400 mantas labradas en dos colores, con cenefa y a losange. En español se estipuló: "400 mantas guarnecidas".

 

Centzontli tenchapanqui ichtilmatli, o sea 400 mantas de henequén, con la orilla de dos tonos. La inscripción en español dice: "400 mantas labradas por la orla".

 

Ontzontli ichtilmatli lo cual equivale a 800 mantas de heneqnén. Y en español: "Ochocientas mantas de pita".

 

Siguen seis diseños de vestiduras con sus respectivas rodelas y sin especificaciones de cantidad ni de calidad. La página correspon­diente del Códice Mendocino contiene sólo cinco tipos. Entre las dos hileras, una glosa en náhuatl refiere la periodicidad del tributo: Inin mochi tlahuistli cexiuhtica in quicalaquiaya Hueypochtlan, es decir: "Todas estas insignias entregaba cada año Hueypochtlan". En español se inscribió: "Esto es lo que tribu­taban anualmente los de Huipusthla".

 

La última línea contiene un cuezcomate o troje con frijol, maíz y semillas de chía o de huauhtli.

 

Por último, una vasija con miel de maguey (neuctli o necuhtli), con su glosa: Centzontli neuctli, es decir, 400 medidas de miel. En español se puso: "400 tinajas de miel".

 

Lámina 10.

 

Lámina correspondiente a la 30 r. del Códice Mendocino, con pueblos tributarios loca­lizados hoy en el estado de Hidalgo: Atoto­nilco, Acaxochitlan, Cuachquetzaloyan, Hueyapan, Itzihuinquilocan y Tullantzinco.

 

La glosa introductora refiere en náhuatl: Inin nappohualtica in quicalaquiaya, es de­cir: "Esto introducían cada ochenta días". Y en español se agregó: "Cada ochenta días entraban estos géneros de tributo".

 

Las mantas con sus notas dicen así:

 

Ontzontli nacazminqui, o sea 800 mantas labradas a dos colares, con cenefa y a lo­sange. Y en español sólo: "800 mantas".

 

Ontzontil canáhuac, igual a 800 mantas delgadas de algodón. En español se puso: “800 mantas finas”.

 

Ontzontli cuachtli, o sea 800 mantillas. Y en español: "800 mantas ordinarias".

 

Los cuatro tipos de vestiduras con sus rodelas no llevan indicación sobre su canti­dad o calidad. Sin embargo, la glosa entre ellas señala en náhuatl la periodicidad de su entrega: Inin mochi tlahuiztli cexiuhtica in quicalaquiaya Mexico, es decir: "Todas estas insignias entregaban cada año en México". La explicación en español es más deta­llada: "Todo esto es lo que anualmente entra­ba de tributo de Atotonilico el Grande, y otros pueblos, que con sus insignias están a el pie".

 

Por último, en el ángulo superior izquier­do aparecen dos cuezcomates o trojes con fri­jol, maíz y semillas de chía o de huauhtli, pero sin ninguna inscripción.

 

Lámina 11.

 

Esta lámina corresponde a la 31 r. del Códice Mendocino y contiene pueblos hoy pertenecientes a los estados de Hidalgo y México. Encabeza la nómina Xilotépec y le siguen Tlachco, Tzayanalquilapan, Michmoloyan, Tepetitlan, Acaxochitlan y Tecozahutla.

 

Bajo los topónimos, un texto en español refiere que: "Estos son los pueblos tributa­rios con sus figuras".

 

Inmediatamente debajo de los tejidos, y hacia la izquierda, una glosa en náhuatl señala la periodicidad del tributo: Inin nappohualti­ca in quitequitía Xilotépec, es decir: "Esto tributaba cada ochenta días Xilotépec". Luego se inscribió en español: "Esto se pagaba de quarenta en quarenta días los de Xilotépec".

 

Los tributos y sus comentarios son los siguientes:

 

Centzontli cuéitl xicalcoliuhqui ihuanhuipilli, ó 400 faldellines con tejido de greca escalonada y camisas de mujer. En español se explicó de esta manera: “400 naguas de mujer y otros tantos huipiles”.

 

Centzontli itzcohuacoliuhqui, o sea 400 mantas cuyo tejido es la greca como culebra de navajas. La nota en español se refiere al siguiente objeto.

 

Los ocho dedos que sobresalen de esta manta indican, sin duda, una de sus dimensiones. Como señalamos en nuestro trabajo Unidades nahuas de medida, la relación bidimensional de una manta quedaba enunciada mediante su longitud y la cantidad de piernas, zotl o lien­zos, que la componía. El número de piernas era proporcional a la longitud y relacionado con la calidad de la manta, lo cual conocían de sobra tributarios y tributados, ya que sólo así se explica que la Matrícula consigne únicamente la cantidad, la calidad en mate­riales y hechura y, en contadas veces, como en esta lámina y en otras más adelante, su longitud, indicada por glifos digitales y aun en glosas nahuas.

 

Centzontli chicocuéitl, lo que es igual a 400 medias faldas o faldillas romboidales. A su izquierda se puso en español: "400 naguas de diversas labores".

 

Ontzontli ocelotilmatli, traducible por 800 mantas con diseño de manchas de ocelo­te. Y en español, abajo: "800 mantas labradas con manchas de tigre".

 

Centzontli tlapalcoliuhqui, o sea 400 mantas con grecas de color. En español se inscribió: "400 mantas teñidas". Estas mantas tienen también ocho dedos que sobresalen, con lo cual se indica su dimensión.

 

Centzontli nacazminqui es decir, 400 mantas con cenefa y de tejido bicolor a lo­sange.

 

Sigue a la derecha la representación de un tributo singular, destinado al Totocalli, o casa de las aves, de Tenochtitlan. Su glosa en náhuatl señala: Matlátctetl cuauhtli in quihualcalaquiaya Mexico in xiotepécatl, es decir: "Diez águilas que entregaba aquí en México el de Xilotépec". En español se expli­ca también que eran: "Diez águilas, que traían vivas los de Xiiotépec".

 

Arriba, dos vestiduras con sus respecti­vas rodelas. La de la derecha lleva el cempantli (una bandera) como señal de que eran 20 unidades de cada objeto. La glosa refiere en náhuatl la periodicidad del tributo: Inin tlahuistli cexiuhtica in quihualcalaquiaya xilotepécatl, es decir: "Estas insignias venía a meter cada año el de Xliotépec". En español se agregó un comentario sobre la persistencia regional de este tipo de productos (persistencia que llega a nuestros días): "Este es el tributo que anualmente entraban los de Xilotépec. Y aun oí se llaman las naguas de Xilotépec".

 

Por último, en el ángulo superior izquierdo aparece un cuezcomate con la siguiente glosa: Cuezcómatl in etl cintli, es decir: "Troje de frijol y maíz". A su izquierda se inscribió en español: "Escaños de frijoles".

 

Lámina 12.

 

Lámina correspondiente a los pueblos tributarios, hoy del estado de México, y que coincide con la lámina 32 r. del Códice Mendocino.

 

Encabeza la lista de aquellos pueblos Cuahuacan y le siguen Tecpan, Chapolmoloyan, Tlalatlauhco, Acaxóchic, Ameyalco, Ocotépec, Huitzquilocan, Coatépec, Cuauhpanoa­yan, Tlallachco, Chchicuauhtla y Huitzitzil­apan.

 

Bajo los topónimos, en español se refiere que: “Estos de la orla son los pueblos tributarios”.

 

Al pie de los tejidos, una glosa señala en náhuatl su periodicidad: Inin nappohual­tica in quicalaquiaya Cuahuacan, es decir: "Esto es lo que cada ochenta días entrega­ba Cuahuacan". Y en español: "Esto es lo que cada ochenta días entraban los de Quahuacan".

 

La primera pintura está semidestruida, pero es igual a la siguiente. La inscripción náhuatl dice: Ontzontli nacazminqui, es decir: 800 mantas de tejido bicolor a losange. Posiblemente había una nota en español, pero desapareció.

 

Sigue: Ontzontli ichtilmatli, es decir, 800 mantas de henequén. En español se asentó solamente: "Mantas 800".

 

Los tres tipos de vestiduras, con sus res­pectivas rodelas, llevan señalados en dos de ellas el numeral 20 (cempantli) como cantidad a pagar. En español se inscribió entre ellas: “Adornos o vestidos”.

 

En la siguiente línea, a la izquierda, aparecen tres cargas de leña dispuestas ya en su cacaxtli o instrumento para cargar. Su glosa en náhuatl es la siguiente: Yetzontecpantli cuáhuitl in tlatiloni, o sea: "Mil doscientas cargas (24.000 unidades) de maderos para quemar". Y en español: "1.200 tercios de leña para quemar.

 

Arriba, dos cuezcomates contienen frijol, maíz y chía o huauhtli.

 

A la derecha, el tributo de tres tipos de madera semilabrada:

 

Yetzontecpantli huepantli; igual a 1.200 cargas de vigas grandes desbastadas. Arriba, la glosa en español dice solamente: "Vigas labradas".

 

Yetzontli xopétlatl, que se traduce por 1.200 tablones para pisos. Y arriba, en español: "Planchas de madera".

 

Yetzontli cuauhmimilli, ó 1.200 pilares de madera. Y abajo, en español: "Morillos".

 

Lámina 13.

 

Coincide ésta con la lámina 33 r. del Códice Mendocino y contiene el tributo de pue­blos hoy localizados en el estado de México. En­cabeza la nómina Tollocan (la actual Toluca) y le siguen Calixtlahuacan, Xicaltépec, Tepetlahuiacan, Mitépec (o Tlacotépec), Capulteopan, Metépec, Cacalomacan, Calimayan, Teotenanco, Tepemaxalco y Zoquitzinco.

 

En el borde inferior, una nota dice: "Esto es de Toluca y otros pueblos tributarios".

 

Bajo los tejidos se señala en náhuatl la periodicidad del tributo: Inin nappohualtica in quicalaquiaya tollócatl, es decir: "Esto es lo que cada ochenta días entregaba el de Tol­locan". En español se dice: "Esto es lo que pagaban los de Tolucan".

 

Los objetos con sus glosas son:

 

Centzontli ichtilmacanóhuac, es decir, 400 mantas delgadas de henequén. En español se interpretó: "400 tilmas finas".

 

Cen(tzon)tli ocuiltecayo ichtilmatli, o sea 400 mantas de henequén, tipo de Ocuillian. En español se puso: “400 mantas de palma”.

 

Yetzontli ichtilmatli, cuya traducción es 1.200 mantas de henequén. Y en español solamente: "1.200 tilmas".

 

Siguen tres tipos de vestiduras con sus respectivas rodelas y con la indicación, en una de ellas, de las 20 unidades que debían tributarse. La glosa inmediata señala la periodicidad del pago: Inin tlahuiztli cexiuhtica in quicalaquiaya Tollocan, es decir: "Estas divisas entregaba cada año Tollocan". Y en español lo mismo: "Este es el tributo que anualmente pagaba Toluca".

 

Acaba la relación con tres cuezcomates o trojes con frijol, maíz y semillas de chía o de huauhtli. A su izquierda, una nota en español señala simplemente: "Escaños de maíz".

 

Lámina 14.

 

Se corresponde esta lámina con la 34 r. del Códice Mendocino. Enlista pueblos ahora per­tenecientes al estado de México; los encabeza Ocuillan y le siguen Tenantzinco, Tecualoyan, Tonatiuhco, Coatépec y Cincúzcac.

 

La nota al borle parece decir: "Ocuyllan y demás pueblos tributarios".

 

La glosa introductora señala la periodi­cidad del tributo: Inin zan nappohualtica in quicalaquiaya ocuiltécatl, es decir: "Esto es solamente lo que metía cada ochenta días el de Ocuillan". Y en español: "Esto entraban cada ochenta días los de Ocuilan".

 

Los artículos tributados y sus glosas res­pectivas son:

 

Centzontli huitzitzillatlacohuitectli, cuya versión literal sería: 400 mantas cuyo diseñó es como colibri herido en medio del cuerpo con una verdasca.

 

Centzontli ixnextlacuilolli, cuya versión tiene el sentido de: 400 mantas con diseño muy ricamente labrado, y por lo mismo sumamente notorio y manifiesto.

 

Centzontli ocuiltecayo, es decir: 400 mantas características de Ocuillan.

 

Centzontli ichtilmatli, o sea 400 mantas de henequén. Entrecruzando las mantas hay una nota en español que señala: "Mantas o tilmas de diferentes labores".

 

Siguen dos vestiduras con sus respecti­vas rodelas y con la indicación en una de ellas de las 20 unidades de tributo. Entre las mismas se inscribió en español: "Vestidos o adornos militares".

 

Sobre las vestiduras se indicó su periodi­cidad: Inin tlahuiztli cexíhuitl in quicala­quiaya, es decir: "Estas insignias entregaban en un año". Y en español: "Esto es lo que entraba o tributaba Ocuila".

 

Arriba a la izquierda, dos trojes o cuezcomates con frijol, maíz y chía o huauhtli. En español: "Medidas o escaños de maíz".

 

A la derecha aparece el tributo en sal. La nota en náhuatl dice: Macuiltzontli itzacomitl, o sea: 2.000 ollas de sal. Y en español: "Dos mil cántaros de sal".

 

Lámina 15.

 

Coincide con la 35 r. del Códice Mendoci­no. Su formato varia respecto a las demás, ya que aquí se separó por medio de una vertical tanto a los tributos como á los pueblos, los cua­les pertenecen hoy al estado de México.

 

La sección de la izquierda contiene dos pueblos: Malinalco y Tzompanco.

 

De los dos tributos señalados, el primero lleva una glosa en náhuatl que dice: Yetzontli iczotilmatli in quicalaquiaya nappohualtica, es decir: "Mil doscientas mantas de iczote metían cada ochenta días". Sin embargo, en español se refiere que eran: "2.400 mantas de pita que entraban cada ochenta días, o de quatro en quatro meses, los de Malinalco, Zumpango, Xocatithlan y otros pueblos que se figuran en la orla". Tal parece como si el comentarista hubiera considerado ­los dedos que sobresalen de las mantas como factores, es decir: 2 x 400 x 3 = 2.400. En cuanto a los meses que menciona, debe recordarse que se refiere a las veintenas indígenas; de ahí que cuatro de ellos equivalgan a ochenta días.

 

Respecto de los huesos clavados en las mantas, es posible que se refieran al fonogra­ma zo (picar), aludiendo al material de su hechura o iczotl (en forma similar a la del topónimo de Zozollan de la página 17 del Códi­ce Mendocino. Los dedos indican una de las dimensiones de las mantas.

 

El último artículo de tributo es un cuez­comate o troje con frijol, maíz y chía o huauh­tli. El español señala: "Medidas de maíz".

 

La sección de la derecha contiene los tri­butos de solamente un pueblo: Xocotitlan.

 

Por el diseño de las mantas aquí figuradas, y que ya hemos visto en láminas anteriores, podemos reconstruir su casi imperceptible glosa: Centzontli ocuiltecayo, o sea 400 mantas características de Ocuillan.

 

Arriba, un cuezcomate o troje con frijol, maíz y chía o huanhtli, participa de la nota a su izquierda: "Medidas de maíz".

 

Lámina 16.

 

Se corresponde esta lámina con la 36 r. del Códice Mendocino, y los pueblos tributarios los encabeza Tlachco, el actual Taxco del estado de Guerrero. Los demás sujetos son: Acamilixtlahuacan, Chontalcoatlan, Tetícpac, Nochtépec, Teotliztacan, Tlamacazapan, Te­pexahualco, Tzicaputzalco y Tetenanco.

 

Al borde una nota dice: “Tlachco i demás pueblos tributarios son estas figuras".

 

La glosa señala la periodicidad del tri­buto: Inin nappohualtica in quicalaquiaya in tlachcotécatl,  es decir: "Cada ochenta días entregaba esto el de Tlachco". En español: "Esto es lo que pagaban los de Taxco".

 

Los tributos y sus glosas respectivas son:

 

Centzontli ixnextlacuilolli, cuya versión es 400 mantas con diseño muy ricamente la­brado y, por lo mismo, muy notorio y mani­fiesto. En español sólo se anotó: "Tilmas".

 

Centzontli huipilli ihuan cuéitl, o sea 400 camisas de mujer y faldellines.

 

Yetzontli iczotilmatli, lo cual equivale a 1.200 mantas de iczote. Y entre las mantas, en español: “Tilmas/Tilmas”. Como en la lá­mina anterior, también aquí las mantas lle­van dos dedos que sobresalen y un hueso o punzón clavado que indican su dimensión y el material de que están hechas.

 

Arriba, dos vestiduras con sus rodelas y una glosa que dice: Inin tlahuiztli cexih­tica in quicalaquiaya, es decir: “Estas insig­nias entregaban cada año". En español se inscribió: "Esto es lo que pagaban los de Tasco". Y entre las insignias: "Vestidos".

 

En el ángulo superior izquierdo vemos un cuezcomate o troje con frijol, maíz y chía o huanhtli. En español: "Medida de maíz".

 

Sigue a la derecha lo tributado en miel silvestre: Matlatecpantli cuauhneuctli in (t)e­quitía, es decir: "Tributaban 200 vasijas de miel silvestre". En español se asentó: "10 órdenes de tinajas de miel virgen".

 

Los tres últimos objetos de la derecha son, de arriba abajo:

 

Yetzontli xicaltecómatl, o sea: "Mil doscientos tecomates barnizados". En español se interpretó: "2.400 gícaras o tecomates".

 

Centzontanatli iztac copalli, es decir: "Cuatrocientos tanates (tenates o espuertas) de incienso blanco". Y en español: "400 es­puertas de incienso blanco o copal".

 

Cenxiquipilli in cuauhyo, forma abrevia­da para referirse a: 8,000 pellas de copal sil­vestre. En español se sobrepuso: “1.000 atados de copal o incienso”.

 

Lámina 17.

 

Lámina correspondiente a la 37 r. del Códice Mendocino, con pueblos localizados en el estado de Guerrero. Encabeza la nómina Tepecuacuilco y le siguen Chilapan, Ohua­pan, Huitzoco, Tlachmálac, Yohuallan, Cocollan, Atenanco, Chilacachapan (borrado completamente), Teloloapan (borrado), Ostoman, Ichcateopan, Alahuiztlan y Quetzallan.

 

Al borde de la nómina, una nota enuncia el distrito: “Tepequacuilco i otros pueblos tributarios”.

 

La glosa en náhuatl refiere la periodici­dad del tributo: Inin nappohaltica in quicalaquiaya tepecuacuilcatl, es decir: "Esto entregaba cada ochenta días el de Tepecuacuilco". Y en español se anotó: "Esto es lo que entraban cada ochenta días los de Tepequaquilco".

 

Los tejidos tributados y sus glosas son:

 

Centzontli cacamoliuhqui, ó 400 colchas o cubiertas. Y en español: "400 mantas de labor". La medida de estas mantas está indi­cada por dos dedos que sobresalen.

 

Centzontli tlilpapatláhuac ómmatl, cuya traducción es 400 mantas muy anchas y a rayas negras, de dos cémnatl. Y en español: "400 mantas labradas de negro". Debe adver­tirse que la cantidad inscrita -ómmatl (dos cémmatl o brazas- coincide con la de los dedos figurados, tal como acontece en otras láminas posteriores, y por lo mismo son ellos la indicación de la longitud de la manta, y no de su anchura, ya que de lo contrario se hu­biera usado el término zod, es decir, pierna o lienzo de tejido.

 

Centzontli nacazminqui, que es igual a 400 mantas de tejido bicolor a losange. El dibujo indica, además, una labor muy rica.

 

Centzontli huipilli, o sea 400 camisas de mujer. Y en español: "400 huipiles".

 

Centzontli canáhuac, lo cual equivale a 400 mantas delgadas. Y en español: “Mantas finas, 400”.

 

En la siguiente línea aparece: Nauhtzontli cuachtli, es decir, 1.600 mantillas. Y en español, entre los bultos: "1.600/Mantas/ Mantas".

 

A la derecha: Macuiltecpantli tepoztli, o sea 100 hachuelas de cobre.

 

Siguen tres vestiduras con sus rodelas y la indicación, en una de ellas, de 20 unidades de cada tipo. La periodicidad se señala en ná­huatl: Inin tlahuiztli cexíhuitl in quitequiti, es decir: "Estas insignias tributaban en un año". En español se puso: "Tributo que pagaban anualmente los de Tepequaquilco"; y entre las insignias: “Vestidos/Vestidos”.

 

A la izquierda, y sobre las vestiduras, un cuezcomate o troje con frijol, maíz y chía o huauhtli. A su lado se lee: "Maíz".

 

Siguen a la derecha dos objetos. Abajo, una pella de copal sin refinar: Cenxiquipill copalli, es decir, 8.000 pellas de copal. Sobre éste, una espuerta con copal refinado: Cantzontánatl íztac copalli, o sea: 400 espuertas de copal blanco. Y en español: "400 espuer­tas de copal".

 

En el ángulo superior izquierdo, sobre los tecomates labrados, una glosa semiborrada dice: Yetzontli xicaltecómatl, que equivale a 1.200 tecomates. En español apenas se ad­vierten las últimas letras de "tecomates".

 

Arriba, sobre los cántaros de miel se al­canza a leer: Matlactecpantli cuauhneuctli, o sea 200 cántaros de miel silvestre. Y en español: "Xarras (?) de miel".

 

Bajo la miel, y entre las sartas de piedras, se inscribió: Macuiltózcatl chalchíhuitl, lo cual equivale a cinco gargantillas de jade. En español, arriba y abajo de la glosa náhuatl: “Cinco sartas de piedras finas” y “Piedras finas verdes para collares".

 

Lámina 18.

 

Coincide con la lámina 38 r. del Códice Mendocino y contiene pueblos hoy localizados en la Costa grande de Guerrero. La cabecera es Cihuatlan y sus sujetos: Coliman, Panotlan, Nochco, Iztapan, Xolochiuhyan, Petlatian, Xihuacan (o Xiuhuacan), Apancalecan, Cozo­huipilecan, Coyúhcac y Zacatullan.

 

Abajo se indica: "Ciuauthla y otros pueblos tributarios que están en esta orla".

 

La glosa en náhuad bajo los tejidos in­cluye las cinco cargas iniciales y la de la derecha de la segunda línea: Chicuacentzontlí cuachtli inquicalaquiaya cihuatécatl nappohualtica, cuya traducción es: "Dos mil cua­trocientas mantillas que introducía el de Cihuatlan cada ochenta días". En español se anotó: "Estas mantas las pagaban cada ochenta días los de Ciuauthla". Y se agregó sobre ellas: "2.400 mantas o tilmas".

 

Sobre las últimas cargas de la izquierda se anotó: Nauhtzontli cozhuahuanqui nanáuhmatl, es decir: "Mil seiscientas mantas rayadas de amarillo, de cuatro cémmatl cada una". (Como se dijo en la lámina 17, aquí también coincide la inscripción en náhuatl con los ideogramas digitales).

 

Inmediatamente arriba se ven: Ontzontldi tapachtli o sea 800 veneras. En español se anotó: "800 conchas de nácar".

 

Sigue a la derecha: Nauhtecpantlama­malli xochicacáhuatl, es decir, 80 cargas o fardos de xochicacáhuatl (según Hernández, una variedad de cacao de cubierta rojiza). En español se interpretó como: "400 cargas de flor de cacao".

 

Por último, en la parte superior: Cen­tzontecpantlamamalli coyoíhcatl es decir: 8.000 fardos de algodón de color como coyote. (El comentarista debió de haber puesto centzontlamamalli, ó 400 fardos, para que coincidiera con la grafía de 400) En español se interpretó: “Cien terrcios de algodón”.

 

Lámina 19.

 

Coincide esta lámina con la 39 r. del Códi­ce Mendocino y contiene pueblos pertenecien­tes hoy al estado de Guerrero: Tlappan (o Tlauhpan), Xocotla, Ichcateopan, Amáxac, Ahuacatlan, Acocozpan, Yohuallan, Ocoa­pan, Huitzamollan (semiborrado), Acuitlapan, Matinaltépec, Totomixtlahuacan, Tetenanco y Xipetlan.

 

La glosa del borde enuncia: “Tlapan i demás pueblos tributarios que están figura­dos en esta orla".

 

Bajo los tejidos, una glosa señala su periodicidad: Inin nappohualtica in quialaquiaya tlappanécatl, o sea: “Esto introducía cada ochenta días los de Tlappan". En español se apuntó: "Esto entraban cada ochenta días los de Tlapan"; y luego: "de la Diócesis de Pue­bla, confines de Tamazulapan".

 

Los tributos y sus glosas son:

 

Centzontli huipilli, es decir, 400 camisas de mujer. Y en español: "400 huipiles".

 

Centzontli oómmatl, forma abreviada de 400 mantas del diseño figurado y de dos cémmatl cada una. En español: "400 mantas".

 

Ontzontli tilmatli, que equivale a 800 mantas. Y en español: "800 tilmas".

 

Signe, arriba a la izquierda, el tributo en oro: Teocuícatl cíztic matlactli; es decir, oro amarillo, diez tabletas. Y en español: "Diez barras de oro".

 

A la derecha, al pie del oro en tabletas:

 

Centecpantli in xalli teocuítlatl cóztic in itla­caláquil, cuya traducción es: “Veinte recipientes con arena de oro amarillo”. En español se anotó: "Ciertas medidas oro (tachadas estas dos palabras) como tecomates llenos de arenas de oro".

 

Las dos vestiduras con sus rodelas llevan una nota en náhuatl: In itlhuiz cenxíhuitl in quicalaquiaya, o sea: "sus insignias que entre­gaban en un año". En español: "Esto es lo que pagaban annualmente"; y en cada vestidura: “Adornos de vestir”.

 

En el ángulo superior izquierdo aparece el último tributo de esta página: Ontzontli ayotectli es decir: "Ochocientos vasos de calabaza", que quedó especificado en español como:" Ochocientas calabazas".

 

Lámina 20.

 

Esta lámina se presenta dividida en tres secciones verticales que son correspondientes a las tres horizontales de la página 40 r. del Códice Mendocino. El sentido de las seccio­nes es aquí de abajo arriba, y en el Mendoci­no de izquierda a derecha.

 

Al borde inferior hay una nota en español que abarca las tres secciones: "Thalco zauhtitan y otros pueblos tributarios".

 

Los pueblos de la primera sección, ahora del estado de Guerrero, son: Tlalcozauhtitldan, Tolimani, Cuauhtecomatzinco, Ichcatlan, Tepoztitlan, Ahuatzitzinco, Mitzinco y Zacatlan. Sus tributos son:

 

Centzontli cuachtli, ó 400 mantillas. Y en español: "400 mantas".

 

Macuiltecpantli cuauhneuctli, es decir, 100 vasijas con miel silvestre. Y en español: "Cinco medidas de miel virgen".

 

Centecpanxicalli tecozáhuitl, igual a 20 jícaras con ocre. En español sólo se anoté: "Tierra amarilla para teñir".

 

La vestidura con su rodela lleva una glosa en náhuatl ya casi borrada de la que sólo se lee cexiuhtica, o sea parte de la indicación de la periodicidad anual del tributo. En espa­ñol se puso: "Insignias".

 

Los pueblos de la segunda sección se localizan en los estados de Guerrero y Pue­bla. Son: Quiyauhteopan, Ollinallan, Cuauh­tecomatlan, Cuálac, Ichcatlan y Xallan. Sus tributos son:

 

Centzondí cuachtli, o sea 400 mantillas. En español: "400 mantas oridinarias".

 

Macuiltecpantli cuauhneuctli, es decir, 100 vasijas con miel silvestre. En español se anotó: "Cinco jarros de miel".

 

Matláhuac xíhuitl, o sea piedras azul turquesa. Y en español: "Resina con que se tiñe azul".

 

La vestidura con su rodela lleva una nota que dice: Céntetl tlahuiztli es decir, una di­visa. Y en español: "Unas armas".

 

Arriba, a la izquierda Ompuhualli coyollli, que se traduce por 40 cascabeles. En español se especificó: “Quarenta cascaveles a el parecer de oro”.

 

Por último: Nauhtecpantli tepoztli, que es igual a 80 hachuelas de cobre. Y en español: "Instrumentos de yerro para cortar".

 

Los pueblos de la tercera sección se localizan entre los actuales estados de Oaxaca y Guerrero, y son: Yohualtépec, Ehuacalco, Tzilacaapan, Patlanallan, Ixicayan e Ichcaa­tóyac. Sus tributos son:

 

Centzontli cuachtli, o sea 400 mantillas. En español se puso: “400 mantas”.

 

A la derecha: Ontecpantli cuauhneuctli, equivalente a 40 vasijas de miel silvestre. Y en español: "Miel virgen".

 

Inmediatamente arriba aparece una pe­culiar manera de indicar el tributo de un ar­tículo singular. En náhuatl se puso solamente la palabra xíhuitl, en tanto que en español "yerba", lo cual indica que no se tomó en cuenta ni el dibujo ni sus otras acepciones (turquesa, año). Sin embargo, la pintura manifiesta claramente su significado, es decir: Diez (los puntos) mácaras de turquesa (por la forma y el color) y un fardo con dichas piedras (por el glifo de la piedra azul contenido).

 

Sigue el oro: Ontecpantli tlatemantli cóztic, es decir, 40 tejos de oro amarillo.

 

Acaban los tributos con una vestidura y su rodela. La glosa en náhuatl está borrada y sólo se alcanza a ver la española: "Adornos de vestir".

 

Lámina 21.

 

Corresponde esta lámina a la 41 r. Del Códice Mendocino y contiene pueblos del va­lle de México. Encabeza la nómina Chalco y le siguen Tecmilco, Tepuztlan, Xocoyoltépec, Malinaltépec y Cuauhxomulco.

 

Al borde inferior, una nota en español anuncia que se trata de: "Chalco y otros pueblos tributarios".

 

El tributo en mantas se glosa así: Ontzontli tilmatli nappohualtica in quicala­quiaya chálcatl, o sea: "Ochocientas mantas entregaba cada ochenta días el de Chalco". En español se precisó que: “800 tilmas, que cada ochenta días metían los de Chalco".

 

Siguen dos vestiduras con sus respecti­vas rodelas. Su glosa es: In itlahuiz cexíhuitl in quicalaquiaya, es decir: "Sus insignias que cada año entregaban". En español, en cambio, se anotó solamente: "Tributo annual de armas".

 

Arriba, cuatro cuezcomates o trojes, dos con frijol, maíz y chía o huanhtli, y dos con maíz solamente. Sobre ellas una glosa anun­cia: Inin cenca miec in tlaolli in etl in qui­calaquiaya amo zan tlapohualli o sea: "Tantísimo maíz desgranado y frijol entre­gaban que no se tenía cuenta". En español se explicó lo mismo: "Estas son las medidas innumerables de maíz".

 

Así pues, los tributos de la región de Chalco, que aparentaban ser tan pocos en su pintura, resultaron de los más cuantiosos.

 

Lámina 22.

 

Coincide con la página 42 r. del Códice Mendocino y lleva una larga lista de pueblos ahora localizados en el estado de Puebla. Los encabeza Tepeyácac (Tepeaca) y le siguen Quechúlac, Tecamachalco, Acatzinco, Tecalco, Iczochinanco, Cuauhtinchan, Chietlan, Cuauhtlatlauhcan, Tepéic, Itzohcan, Cuauh­quechúlac, Teonochtitlan, Teopantlan, Hue­huetlan, Tetenanco, Coatzinco, Epatlan, Na­cochtlan, Chitecpintlan, Oztotlapechco y Atezcahuacan. En el borde inferior una nota dice: Tepeaca y otros tributarios"; y al fi­nal de la lista, en el el borde superior: “Otros pueblos tributarios".

 

Una larga glosa al centro inferior refiere en náhuatl una peculiar forma de tributo: Oyaotequilía quinhuacahuaya in imalhuan in quexquich in anaya in tlaxcalteca in cholultécatl in huexotzíncatl in ica in tlayecol­tiaya in Moteuczoma, es decir: “Cuando ordenaban la guerra (florida), hasta acá conducían a sus cautivos, tantos cuantos pren­dían a los tlaxcaltecas, al cholulteca y al huexotzinca; con ellos servían a Moctezuma". El texto en español lo interpretó como sigue: "Esto era el servicio que reconocían a el emperador Moctezuma los tlascaltecas, o de Tlascala, los de cholula y Huejotzingo”. Las pinturas representan a los guerreros de los tres lugares mencionados; la rodela y la ma­cana es un conjunto que significa guerra.

 

El artículo representado a la izquierda está casi borrado, pero se alcanza a percibir que se trata de cueros de venado. La glosa en náhuatl decía: Ontzontli ehuamázatl o sea 800 cueros de venado. Sigue hacia el cen­tro un cuezcomate o troje con frijol, maíz y chía o huauhtli; sin glosa alguna.

 

En la siguiente línea, a la izquierda: Cenxiquipilli tlatzontectli, que equivale a 8.000 varas o lanzas de otate. La nota en español aparece muy desleída.

 

Matlactzontlamamalli ótlatl, es decir, 4.000 fardos de otates o varas. En español se interpretó como: "Diez cargas de otates".

 

Matlactecpantli cacaxtli; equivalente a 290 aparejos para cargar. Y en español: "Diez cargas de cacastlis para cargar".

 

Sigue arriba: Cenxiquipilli acáyetl, que se traduce por 8.000 cañas de tabaco. En español: "Mil canutos de cañas aromáticas".

 

Por último, a la derecha: Matlactzontli tenextli, es decir, 4.000 fardos de cal. En es­pañol hay una cantidad corregida e ilegible, y luego: "cargas de cal".

 

Lámina 23.

 

Lámina correspondiente a la 43 r. del Códice Mendocino, con pueblos hoy localizados en el estado de Oaxaca. Inicia la nómina Coaixtlahuacan y le siguen Texohpan, Tama­zolapan, Yancuitlan, Tepozcolollan, Nocheztlan, Xcaltépec, Tamazotlan (borrado), Mictlan (borrado), Coaxomulco y Cuicatlan.

 

Al borde inferior se anuncia en español: "Cohuaxthlahuaca y otros pueblos tributarios".

 

Los tributos y sus glosas son:

 

Centzontli cacamoliuhqui, o sea 400 col­chas. En español: “400 mantas”. Estas mantas son, según la pintura, de don cémnatl.

 

Centzontli tlapalocuiltecayo, igual a 400 mantas teñidas como las de Ocuillan. Y en español: "400 mantas labradas y teñidas".

 

Centzontli tlilpapatláhuac, que equivale a 400 mantas muy anchas y a rayas negras (como las de la lámina 17). En español se especificó: "400 negras anchas". Estas mantas llevan también pintada su longitud, o sea cuatro cémnatl.

 

Centzontli máxtlatl, es decir, 400 pañe­tes o bragas. Y en español: "400 mantas para bragas".

 

La glosa del tributo que sigue está semiborrada, pero debió decir: Centzotli hui­pilli, o sea 400 camisas de mujer.

 

Las dos vestiduras con sus respectivas rodelas llevan señalada su periodicidad como sigue: Cexíuhca itlahiz in quicalaquiaya, cuya traducción es: "Cada año tributaban sus insignias". En español se agregó: “Las armas o adornos que metían cada año”.

 

A la derecha de las insignias: Ontecpaxiquipilli nochestli, es decir, cuarenta talegas de grana cochinilla. Y en español: "Dos zu­rrones de grana".

 

En la siguiente línea, a la izquierda, el tributo en oro: Teocuícatl cóztic centecpanxicalli, o sea “Oro amarillo, veinte jícaras”. En español: "Jícaras o medidas de oro".

 

Céntetl tlalpiloni un sujetador de cabellos. Y en español: "Ceñidores".

 

Arriba, a la izquierda, el tributo en sartas de jade; su glosa está semiborrada, pero puede leerse: Chalchíhuitl matláctetl omome cexíhuitl, o sea: “Cuentas de jade: doce al año”. En español se interpretó como: "Doze sartas de piedras muy preciosas verdes".

 

En el ángulo opuesto: Ontzontli quetzalli, es decir, 800 plumas finas (rectrices del quetzal). Y en español: "800 plumas ricas verdes".

 

Lámina 24.

 

Coincide esta lámina con la 44 r del Códice Mendocino y contiene también pueblos del actual estado de Oaxaca. Aunque está semiborrado, sabemos que encabeza la lista Coyolapan y le siguen Etlan, Cuahxilotitlan, Huaxácac, Camotlan, Teocuitlatlan, Cua­tzontépec, Octlan, Tetícpac, Tlalcuechaha­pan y Macuilxóchic.

 

La nota al borde inferior, semiborrada, parece decir: “Coyolapan y otros pueblos tributarios”.

 

El texto sobre la periodicidad del tributo dice así: Inin itlacaláquil nappohualíhuitl in coyolapanécatl, o sea: “Este es el tributo de ochenta días del de Coyolapan”. En español se tradujo como sigue: "Esto es lo que entraban cada ochenta días los de la costa del Mar del Sur".

 

Los tributos con sus glosas son:

 

Centzontli tilmatli (cacamolli)uhqui, o 400 colchas o cubiertas.

 

Ontzontli cuachtli, equivalente a 800 mantillas.

 

La nota en español interpreta los tribu­tos de esta forma: “Tilmas de diversos gé­neros y de cada género, 800”.

 

Sigue un cuezcomate o troje con frijol, maíz y chía o huauhtli, y con sólo la anota­ción de: "Maíz".

 

Centecpantli cóztic teocuitlacomalli, o sea: 20 comales o discos de oro amarillo. En español se había anotado "400", pero fue tachado y corregido por: "una carga de coma­les o cazuelas chatas de oro". Para dar una idea de este tributo transcribimos la glosa del Mendocino: "veynte texuelos de oro fino, del tamaño de un plato mediano y de grosor como el dedo pulgar".

 

Va por último: Centecpanxiquipilli nocheztli, lo cual es traducible por 20 talegas de grana cochinilla. En español se interpretó como: "Un zurrón de grana".

 

Lámina 25.

 

Se corresponde esta lámina con la 47 r. del Códice Mendocino y contiene pueblos de la región del Soconusco. Los tributarios, cuya disposición varía respecto a la acostumbrada en este códice, son, en la primera línea: Xoconochco, Ayotlan, Coyoacan y Mapachtépec; y en la segunda: Huehuetlan, Acapetla­tlan, Huitztlan y Mazatlan.

 

La nota del borde inferior especifica: "Soconuzco y otros pueblos tributarios".

 

Los artículos de tributación de esta rica zona están divididos en dos secciones simi­lares, consideradas verticalmente: la de la izquierda presenta los tributos que debían entregarse en el decimoprimer mes del calendario mexicano, es decir, en ochpaniztli; y la de la derecha los correspondientes al segundo mes, o tlacaxipehualiztli. Con esto quedan establecidas la diversidad del tribu­to y en periodicidad de cada 180 días.

 

Comienza la nómina de artículos con las cuentas de jade: Chalchíhuitl centózcatl cepahualhuía, es decir: "Una gargantilla de jades venía cada vez". En español: "Una cadena de piedras finas". El segundo objeto a la derecha es idéntico al anterior y lo mismo sus glosas en náhuatl y en español.

 

La siguiente línea contiene: Centzontli xiuhtótotl, o sea: 400 plumas de xiuhtótotl, o cierto pájaro azul. Y en español: "400 plu­mas azules".

 

Centzontli tlauhquéckol, igual a 400 plumas de tlauhquéchol, o cierta ave roja.. Y en español: "400 plumas encarnadas".

 

Centzontli tzinitzcan, equivalente a 400 plumas de tzinitzcan o ave de pluma verde. Y en español: "400 plumas verdes". Los tres objetos y sus glosas en náhuatl y español de la derecha son idénticos a los anteriores.

 

La siguiente línea presenta: Centzontli toztli o sea 400 plumas de toztli, o papaga­yo amarillo. En español: “400 plumas ricas”.

 

Centzontli quetzalli, traducible por 400 plumas rectrices del quetzal (la pluma rica por antonomasia pata los nahuas). Y en español: "400 plumas ricas".

 

Ome tezácatl, es decir, dos bezotes largos (su hechura es de ámbar engastado en Oro). En español se anotó solamente: "Dos".

 

Los tres artículos que siguen tienen una presentación idéntica a la de los anteriores, salvo que en el segundo bezote no se puso notas, por lo que la del primero (ome tezácatl) está referida quizás a ambas pinturas.

 

Inmediatamente el tributo en pájaros muertos: Macuilpohualli xiuhtótol, igual a 100 pieles de xiuhtótotl o pájaro azul. En es­pañol: "100 pájaros". Es curioso notar que el comentarista en náhuad no se percató que las pinturas llevan la indicación gráfica de ochenta unidades cada una, y que el comentarista en español sólo tradujo al anterior.

 

A la derecha del primer tributo de pájaros dice: Centzontli tecómatl, o sea 400 tecoma­tes. Y lo mismo en español: "400 tecomates". El segundo tributo de igual especie está en la última línea; se diferencia del primero en que éste presenta sobre sí algo como símbolo de la piedra (tetl) y sin especificación gráfica de cantidad. La glosa en español del segundo dice: "400 tecomates o gícaras".

 

En la siguiente línea aparecen perfectamente pareados: Macuiltecpantlamamalli ca­cáhuatl, o sea: 100 fardos de cacao Y en español: "Cinco fardos de cacao", coinci­diendo evidentemente la cantidad señalada.

 

Las pieles de ocelote están glosadas una sola vez, al centro: Ompohualli oceloyéhuatl, cuya traducción es 40 pieles de ocelote (en total). Y en español: "40 pieles de tigre".

 

En la última línea, coincidiendo sobre las pieles, está dos veces representado el tributo en ámbar. Una sola glosa, a la izquierda, re­fiere que son: Ontetl apozonalli, es decir, dos piezas del ámbar. Y en español, sorpren­dentemente "Dos vasos para calentar agua".

 

Las figuras de los ángulos superiores representan los meses en que debía pagarse cada porción del tributo; ellos son como se dijo inicialmente: el de la izquierda el mes ochpaniztli, y el de la derecha el mes ca­cxipehualiztli.

 

Lámina 26.

 

Corresponde esta lámina a la 48 r. del Códice Mendocino y contiene los pueblos hoy localizados en el estado de Veracruz. La cabecera es Cuauhtochco y le siguen Teuhzoltzapotlan (?), Toztlan (Tototlan en el Mendocino), Tochtzonco, Ahuiliupan, Cuauhtelco e Itzteyohcan.

 

La nota al borde inferior anuncia que se trata de "Quautoxco y otros pueblos tributarios.

 

La glosa inicial refiere en náhuatl la periodicidad de los tributos: Ixquich in itequiuh cuauahtóchcatl nappohualtica in quicalaquia­ya, o sea: "Todo el tributo del de Cuauhtochco lo entregaba cada ochenta días". Y en español: "Esto es lo que tributaban cada ochenta días los de Quautoxco".

 

Los poco variados tributos de esta pági­na son:

 

Centzontli náuhuatl, es decir, 400 man­tas de cuatro cémmatl de longitud. De la glosa en español se lee: "400 mantas".

 

Centecpantlamamalli cacáhuatl, o sea: 20 fardos de cacao. En español se interpretó como: “Una carga de cacao”.

 

Ontzontlamamalli íchcatl, equivalente a 800 fardos de algodón. Y en español: “800 cargas de algodón”.

 

En la última línea se repite: Otzontlamamalli íchcatl, es decir, 800 fardos de al­godón. Y en español, de nuevo: "800 cargas de algodón". Lo cual da un total de 1.600 fardos tributados cada ochenta días.

 

Lámina 27.

 

Lámina correspondiente a la 49 r. del Códice Mendocino, con pueblos también locali­zados en el estado de Veracruz, de la histórica provincia de Ctaztla. Encabeza la nómina Cuetlaxtlan y le siguen Mictlancuauhtla, Tlapanitzintlan (?), Oxichan, Acozpan y Teociuhcan.

 

Una nota al borde inferior resume: "Cue­tlastecal y otros pueblos tributarios"; y bajo esto: "Diócesis de Puebla".

 

La glosa introductora dice en náhuatl: Inin nappohualtica in itlacaláquil cuetlaxtécatl, cuya traducción es "Este es el tributo de cada ochenta días del de Cuetlaxtlan". Y en español: "Esto es lo que cada 80 días (se tachó “año”) pagaban los de Puebla, o Cuetlastecatl, puede ser Cotaztla”.

 

Comienzan los tributos con: Centzontli es decir, 400 camisas de mujer. Y en

español: “400 huipiles”.

 

Centzontli tilmatli cacamoliuhqui, es decir, 400 mantas para cubiertas o colchas. Y en español se escribió en cambio “400 de diversos”.

 

Centzontli ichcatilmatli, que se traduce por 400 mantas de algodón. Y lo mismo en español, que se consignó: "400 mantas de algodón".

 

Centzontli ómmatl, equivalente a 400 mantas de dos cémmatl de longitud (pese a que gráficamente se indica que son de cuatro). En español sólo se anotó sucintamente “400 de labor”

 

Centzontli náuhmatl, es decir, 400 mantas de cuatro cémmatl de longitud. Y en español: “Mantas de labor”.

 

En la siguiera línea. Yetzontli tlilpatláhuac, igual a 1.200 mantas muy anchas a rayas negras Y en español: “1.200 mantas negras”.

 

Chicuequimilli ixnextlacuilolli, que equivale a 160 mantas con diseño muy ricamente labrado, muy notorio y manifiesto. En español se puso inicialmente la palabra "atados", pero se corrigió de la siguiente manera: "8 fardos de mantas..."

 

Las dos vestiduras con sus rodelas llevan una sencilla nota Tlahuiztli cexíhuitl, o sea "Insignias de un año". Y en español: "Armas o insignias"

 

Sigue en la misma línea: Centlamantli tlalpiloni; es decir: "Un ceñidor para el cabello". En español se aumentó a "400 ceñidores".

 

Sobre el anterior: Centzontli quetzalli, equivalente a 400 rectrices de quetzal. Y en español: “400 plumas finas”.

 

En la última línea aparecen: Centózcatl tlazochalchíhuitl, es decir, una gargantilla de jades preciosos. Y en español: "Una gargantilla de piedras finas".

 

Ompohualli cóztic tezácatl, o sea: 40 bezotes de oro (Por su apariencia es posible que 20 de ellos sean de ámbar engastados en oro, como queda consignado en el Códice Mendocino). En español solamente se asentó: “Dos”.

 

Por último, en el ángulo derecho: Ca­cáhuatl Matlactecpantlamamalli, es decir: "Cacao, 200 fardos". Y en español sólo: "10 tercios de cacao".

 

Lámina 28.

 

Coincide con la página 50 r. del Códice Mendocino y enlista pueblos localizados en el estado de Puebla: Tlapacoyan, Xiloxochtitlan, Xochcuauhtitlan, Tuchtlan, Coapan, Aztaapan y Acazacatlan.

 

Al borde inferior una nota anuncia: “Tlapacoia y otros pueblos tributarios”.

 

La periodicidad de los tejidos se señala como signe: Inin nappohualtica in quicalaquiaya Tlapacoyan tlácatl, es decir: "Esto tributaba cada ochenta días el de Tlapaco­yan". En español se amplió a: "Esto es lo que cada ochenta días entraban los de Tla­pacoia, Diócesis de Puebla".

 

Los tipos de mantas son, primero, semi­borrado: Centzontli tlilpapatláhuac, o sea: 400 mantas muy anchas a rayas negras. En español sólo se alcanza a ver: "Mantas".

 

Ontzontli cuachtli, que equivale a 800 mantillas. Y en español: "800 mantas".

 

Por último, dos vestiduras con sus res­pectivas rodelas y la siguiente nota: Cexí­huitl itláhuiz, es decir: "Sus insignias de un año". Y en español sólo: "Insignias".

 

Lámina 29.

 

Se corresponde con la lámina 51 r. del Códice Mendocino y contiene pueblos situa­dos entre los estados de Puebla y Veracruz. Encabeza la nómina Tlatlauquitépec y le si­guen Atenco, Teziutitlan, Ayotochco, Yayauh­quitlalpan, Xonoctla, Teotlalpan, Itztépec, Ixcoyámec, Yaonáhuac y Caltépec.

 

La nota colocada al borde está casi borra­da, pero se puede establecer: "Thlathlauquitepe y otros pueblos tributarios".

 

La glosa sobre la periodicidad del tribu­to dice: In nappohualtica itlacaláquil tla­tlauhquitepécatl, que se traduce por: "Cada ochenta días es el tributo del de Tlatlauh­quitépec". Del comentario en español, muy diluido, se alcanza a leer: "Esto es lo que pa­gaban cada ochenta días los de Thlathlau­quitepeque, diócesis de Puebla".

 

Una nota sobre las mantas refiere que son: Nauhtzontli tlilpapatláhuac tilmatli, o  sea 1.600 mantas muy anchas a rayas ne­gras. En español: "1.600 mantas negras/Tilmas". Según se indica gráficamente, ex­cepto el tercer dibujo, todas ellas son de dos cémmatl de longitud. No se hace alusión al dibujo en color oro que se une a las pri­meras; quizá se refiera a un tenzácatl o bezote, como símbolo señorial, dando a enten­der, como se comenta en el Mendocino, que las "vestían los señores y caciques".

 

La siguiente línea contiene un solo artícu­lo: Cenxiquipilli xochiocótzotl, es decir, 8.000 bultos de liquidámbar. En español parece que se especificó: "Una talega de ocozo­te o goma de olor".

 

Aparecen por último dos vestiduras con sus respectivas rodelas y una pequeña nota sobre su periodicidad: Cexíhuitl itláhuiz, igual a "Sus insignias de un año". Y en espa­ñol: "Insignias o armas".

 

Lámina 30.

 

Lámina correspondiente a la 52 r. del Códice Mendocino, con pueblos localizados en el estado de Veracruz. La cabecera es Tuch­pan y sus sujetos: Tlaltizaapan, Cihuateo­pan, Papantla, Ocelotépec, Miahuaapan y Miquetlan.

 

La glosa introductora, a la derecha, muy deteriorada, comienza en la segunda línea del texto en náhuatl y parece decir: Inin itiacalá­quil nappohualtica  in tuchpanécatl, o sea: "Este es el tributo de cada ochenta días del de Tuchpan". La glosa en español está casi destruida, pero se puede inferir que decía: "Esto es lo que cada ochenta días entraban los de Tuchpa".

 

La nota correspondiente  a la primera línea de tejidos está integrada por las dos líneas iniciales del texto de la derecha, pero no se puede interpretar la calidad de las man­tas (semejante al ixnextlacuilolli): Matlac­quimilli omome in (...) tilmatli, o sea: “Doscientas cuarenta mantas...". Entre las mantas se puso esta nota: "Mantas labradas finas".

 

La línea siguiente comienza con 400 mantas con diseño de cuadrícula, pero cuya glosa ha desaparecido.

 

Sigue en la misma línea: Centzontli yecacozcayo, es. decir, 400 mantas con el símbolo característico del pectoral de Ehécatl. Centzonmáxtlatl, igual a 400 pañetes o bragas. Y en español: "Bragas".

 

Ontzontli nanáuhmatl, o sea: 800 mantas de cuatro cémmatl de longitud cada una.

 

En la siguiente línea: Yetzontli chichi­cuématl, que equivale a 1.200 mantas de ocho cémmatl de longitud cada una.

 

Centzontli ómmatl tlatlapali es decir, 400 mantas de dos cémmatl de longitud muy coloridas. En español sólo se puso: "Mantas".

 

Centzontli huipilli; traducible por 400 camisas de mujer.

 

En la siguiente línea, dos vestiduras con sus rodelas y su periodicidad escrita: Cexí­huitl óntetl itláhuiz, o "Dos de sus insignias en un año". En español: “Armas o insignias”.

 

A la derecha, abajo: Ontetl xiuhtetl, es decir: "Dos piedras de turquesa". De la nota en español, semiborrada, se alcanza a leer: "Turquesas ...piedras  finas".

 

En segundo lugar, hacia arriba: Centóz­catl xiuhtetl, o sea: "Una gargantilla de turquesas". Y en español: "Una gargantilla de piedras finas". Y por último: Ontózcatl tla­zochalchíhuitl igual a: "Dos gargantillas de jades preciosos". Y en español: "Dos gar­gantillas de piedras preciosas".

 

La última línea contiene: Centecpanxi­quipilli in íhuitl, es decir: "Veinte talegui­llas de pluma menuda".

 

Y por fin: Ontzontlamamalli chilli u "Ochocientos fardos de chile". Y en español: "800 cargas de chile o pimiento".

 

Lámina 31.

 

Coincide esta lámina con la 53 r. del Códi­ce Mendocino y contiene sólo dos pueblos tributarios: Atlan y Tetzapolitlan, los mis­mos que vimos en la lámina 2 de la introducción a esta Matrícula.

 

La nota en el borde inferior anuncia que se trata de: "Athla y otros pueblos".

La glosa de la periodicidad del tributo dice así: Inin nappohualtica in quicalaquia­ya Atlan tlácatl o sea: "Esto tributaba cada ochenta días la gente de Atlan". En español se especificó que: "Esto es lo que de ochenta en ochenta días pagaban los de Athlan"; luego se agregó: "y puede ser que de la Diócesis de Puebla en los otomíes".

 

Los tributos y sus glosas son:

 

Centzontli yecacozcayo, es decir, 400 mantas con el símbolo característico del pectoral de Ehécatl. Y en español: "400 mantas teñidas de encarnado".

 

Centzonmáxtlatl, que se traduce por 400 pañetes o bragas. Y en español se puso: "400 bragas".

 

Centzontli camopallotilmatli igual a 400 mantas de color morado obscuro. Y en español: "400 mantas moradas".

 

Centzonmáxtlatl, es decir, 400 pañetes o bragas. Y en español: "Bragas blancas".

 

La siguiente pintura casi ha desaparecido, pero por el Mendocino sabemos que representaba 400 mantas blancas de cuatro cémmatl de longitud.

 

En último término, arriba: Yetzontla­mamalli Ichcatl es decir, 1.200 fardos de al­godón. En español se interpretó como: "2.400 tercios de algodón".

 

Lámina 32.

 

Lámina sumamente deteriorada correspondiente a la 54 r. del Códice Mendocino, de donde se saca que los dos pueblos que aquí faltan son Tziuhcóac y Molanco (del que se ve sólo un rasgo); siguen Cozcatecuhtlan (semidestruido), Ichcatlan y Xocoyohcan.

 

La glosa en náhuatl que indica la periodi­cidad del tributo está en parte borrada y, como en el resto de esta página, sin ningún comentario en español. Dice, según parece: Inin nappohualtica in quicalaquiaya tziuhcoácatl, o sea: "Esto tributaba cada ochenta días el de Tziuhcóac".

 

El primer grupo de tejidos, ya borrado, según el Mendocino es de 400 mantas con cenefa de colores. Los siguientes tejidos y sus glosas también están semiborrados, pero pue­de deducirse que son: Centzonmáxtlatl, es decir. 400 pañetes.

 

Ontzontli nanáuhmatl tilmatli, o sea 800 mantas de cuatro cémmatl de longitud.

 

Centzontli huipilli, ó 400 camisas de mujer.

 

Siguen dos vestiduras con sus respectivas rodelas y una nota que indica su periodi­cidad: Cexíhuitl itláhuiz, es decir: "Sus insignias de un año".

 

De los tres fardos de arriba, el primero es: Centzontlamamalli chilli, que equivale a "Cuatrocientos fardos de Chile".

 

Y los de la derecha: Ontzontlamamalli íchcatl, que corresponde a "Ochocientos fardos de algodón".

 

Las anotaciones de la parte superior corresponden al "Inventario de los documentos recogidos a D. Lorenzo Boturini, 15 de julio de 1745". Señalan, simplemente, el “N.0 35” del “Ymbentario 2º.”

 

20.            Textos históricos y literarios en lenguas indígenas.

Por: Miguel León-Portilla

 

Se sabe, gracias al testimonio de los cronistas e historiadores indígenas y españoles del siglo XV, que en los centros prehispá­nicos de educación explicaban los maestros el contenido de los códices y hacían que los estudiantes fijaran literalmente en su memoria, a modo de comentarios, distintos textos. ejemplo, recordemos. lo que escribió a este respecto fray Diego de Landa, el célebre obispo de Yucatán, que, si hizo "autos de fe" con códices y personas, hubo de interesarse a la vez en el conocimiento de la cultura indí­gena. He aquí sus palabras sobre las antiguas formas de enseñanza: "Usaba también esta gente de ciertos caracteres o letras, con los cuales escribían en sus libros sus cosas anti­guas y sus ciencias. Y con estas figuras y algunas señales de las mismas, entendían sus cosas y las daban a entender y las enseñaban".

 

A su vez fray Bernardino de Sahagún, expresando más claramente aún la misma idea respecto de la cultura del altiplano cen­tral, dice: “Les enseñaban todos los versos de canto para cantar, que se llamaban cantos divinos, los cuales versos estaban escritos en sus libros por caracteres. Y más, les enseñaban la astrología indiana y las interpretaciones de los sueños y la cuenta de los años...”

 

De esta suerte, por vía de tradición, sobre la base de lo que se consignaba en los códi­ces, se comunicaba el antiguo saber a cuantos concurrían a los centros de educación. Entre los muchos textos que así se retenían en la memoria, junto con los comentarios de los sacerdotes y sabios, habla relatos míticos, composiciones  poéticas, huehuetlatolli o "antiguos discursos" e igualmente narraciones de contenido histórico. Quienes habían memorizado los textos podían repetir fielmente toda suerte de composiciones litera­rias: cuanto en rigor constituía lo mejor de la herencia espiritual de su propia cultura. Sin hipérbole, los estudiantes indígenas podían hacer suyas entonces las palabras del poeta náhuatl que dijo:

 

Yo canto las pinturas del libro,

yo lo voy desplegando.

Soy cual florido papagayo,

hago hablar a los libros de pinturas,

en el interior de la casa donde

éstas se conservan.

 

Y no sólo a los jóvenes que concurrían a los centros prehispánicos de educación se transmitían así los antiguos textos y testimonios. Había además sacerdotes que tenían por encargo especial comunicar y recordar al pueblo en general este tipo de conocimientos. El Códice Matritense describe precisamente las funciones del sacerdote que ostentaba el título de Tlapixcatzin o “conservador”: "Tenía éste cuidado de los cantos de los dioses, de todos los cantares divinos. Para que nadie errara, cuidaba con esmero de enseñar él a la gente los cantos divinos en todos los barrios. Daba pregón. para que se reuniera la gente del pueblo y aprendiera bien los cantos.

 

Fue gracias a estos métodos de enseñanza como se preservaron y, en fin de  cuentas, llegaron hasta nosotros numerosos textos en idioma náhuatl, en varias lenguas de la fa­milia mayanse y en otras del mundo mesoa­mericano.

 

Como vamos a verlo, algunos sabios indígenas que sobrevivieron a la conquista española, recordando lo que habían aprendido y memorizado sistemáticamente, y valién­dose también a veces de algunos libros de pinturas, comenzaron a  poner por escrito, sirviéndose ya del alfabeto traído de Europa por conquistadores y misioneros, numerosos textos en su propia lengua.

 

En otros casos fueron algunos, de entre los misioneros hispanos, los que promovieron parecida forma de transcripción y rescate de los antiguos testimonios en idioma indígena. Su propósito fue en ocasiones ambivalente. Era menester conocer las viejas creencias y tradiciones idolátricas para poder extirparlas de raíz.

 

Pero también -así lo pensaron algunos pocos frailes humanistas- convenía salvar del olvido cuanto reflejara el saber y la capa­cidad creadora de los indios.

 

Los testimonios que, de un modo o de otro, así se recogieron quedaron a la postre, en su gran mayoría, ocultos y aun olvidados por largo tiempo. En realidad no fue sino hasta mediados del siglo XIX cuando se produjeron los primeros redescubrimientos de esta valiosísima documentación indígena. Su estudio, con adecuada metodología lingüística y con verdadero sentido humanista, data de tiempos aún más recientes. Puede afirmarse que este tipo de investigaciones se inició apenas hace unas cuantas décadas. A continua­ción vamos a ocuparnos de los más importantes de estos testimonios literarios e históricos, indicando en cada caso cómo fue posible su preservación y  cómo de hecho llegaron hasta el presente.

 

Los textos transcritos en idioma náhuatl.

 

El primer intento por preservar textos literarios del mundo indígena de la región central de México data de los años compren­didos entre 1.524 y 1.530. Durante este tiempo, algunos sabios nahuas que habían aprendido ya el alfabeto latino, gracias tal vez a las enseñanzas de los doce primeros  frailes veni­dos a Nueva España, redujeron a letras la explicación y comentario de varios códices o anales históricos. Estos textos, escritos en lengua indígena, se conservan actualmente en la Biblioteca Nacional de París, bajo el título de Anales de Tlatelolco o Unos Anales históricos de la Nación Mexicana. Se contienen allí las genealogías de los gobernantes de Tlatelolco, México-Tenochtitlan y Azcapotzalco, así como la más antigua visión indígena de la conquista española.

 

Por su parte el franciscano fray Andrés de Olmos, llegado a Nueva España en 1528, recogió también muy pocos años después un considerable número de huehuetlatolli, ­pláticas o discursos,  pronunciados por los sabios y ancianos en los tiempos anteriores a la conquista. Se trata de los discursos que se decían en las grandes ocasiones: al morir el rey o tlatoani, al ser electo un nuevo gobernante, ante los recién casados, con motivo del nacimiento de un niño, cuando los padres y madres aconsejaban a sus hijos e hijas y en las pláticas morales de los maestros a los estudiantes en las antiguas escuelas. Recogi­dos estos textos de labios de ancianos supervivientes, que los habían memorizado sobre la base de sus códices y los habían repetido en la época prehispánica, su valor resulta fundamental para el estudio de lo más elevado del pensamiento náhuatl. Una parte de estos textos se conserva en la  Biblioteca del Con­greso de Washington y otra en las  Bibliote­cas Nacionales de México y de París.

 

Pero aún más importante que la labor recopiladora de Olmos fue la magna empresa de investigación llevada a cabo por fray Bernar­dino de Sahagún. Había llegado éste a México en 1529. Interesado por penetrar en la conciencia indígena, preparó algunos años des­pués una "minuta" o cuestionario de todos los puntos sobre los que se propuso obtener información. Entre los temas principales estaban los himnos de los dioses, los cantares profa­nos, los antiguos discursos, los proverbios y refranes indígenas, las doctrinas religiosas, los mitos y leyendas, el calendario, las costumbres de los señores, los textos en los que se describen las diversas profesiones de los sacerdotes, los sabios, los artistas, los mer­caderes y la gente del pueblo. Como él mismo dijo, se interesaba conocer todas "las cosas. divinas, o por mejor decir idolátricas y humanas y naturales de esta Nueva España".

 

Comenzó entonces Sahagún a reunir, con ayuda de sus discípulos indígenas de Tlatelolco, centenares de textos en diversos lugares de la región central de México. Él mismo describe el modo como fue recogiendo ese material: "todas las cosas que conferimos, me las dieron los ancianos (indígenas) por pinturas, que aquélla era la escritura que ellos antigua­mente usaban".

 

Acompañado por sus discípulos, antiguos estudiantes indígenas del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, fray Bernardino dedicó así muchos años a ésta empresa. Cuando al fin lograba ganarse la confianza de quienes iban a ser sus informantes, les proponía temas de su "minuta" o cuestionario. En tanto que los indios viejos repetían para él las anti­guas doctrinas, los jóvenes estudiantes de Tlatelolco iban escribiendo todo en su propia lengua, pero con caracteres latinos. Hasta donde fue posible se copiaron también no pocas de las figuras y glifos de los códices que celosamente guardaban los ancianos. Con un sentido crítico poco común en su época, Sahagún repitió varias veces su investigación, pasando, como él dice, "por un triple cedazo" el material recogido, hasta estar cierto de su autenticidad.

 

El fruto de esta larga y bien planeada investigación, a la que consagró  Sahagún la mayor parte de los sesenta años que vivió en Nueva España, fue un cúmulo enorme de cer­ca de mil folios, por los dos lados, con pinturas y textos en náhuatl, acerca de los aspectos fundamentales de la cultura de los antiguos mexicanos. Este material, de valor inapreciable, corrió vicisitudes que sería largo enumerar. A Sahagún le sirvió de base para redac­tar en castellano su Historia general de las cosas de Nueva España, obra que no es una traducción de los textos nahuas, sino más bien un resumen comentado de ellos.

 

La documentación en náhuatl, arrebatada a Sahagún por orden de Felipe II, fue a parar a España. Una copia de ella se encuentra hoy día en la Biblioteca Laurenciana de Florencia y se conoce con el nombre de Códice Florentino. Los manuscritos más antiguos se conservan en Madrid; son los Códices Matritenses del Palacio Real y de la Academia de la Historia.

 

Pero la obra de Sahagún tuvo todavía otras consecuencias. Varios de sus discípulos indígenas, en quienes él supo despertar el interés por la antigua cultura, continuaron tam­bién por cuenta propia este tipo de trabajos de transcripción y conservación de textos. Fueron Antonio Valeriano, de Azcapotzalco; Martín Jacobita y Andrés Leonardo, de Tlatelolco; Alonso Begerano y Pedro de San Buenaventura, de Cuauhtitlán, quienes redujeron a escritura latina, pero en idioma indígena, varias colecciones de cantares y toda  una serie de anales históricos. Entre estos documen­tos cabe situar a los Anales de Cuauhtitlán, así como otros textos transcritos en 1.558.

 

En ambos manuscritos se conservan mitos como los de las edades o soles cosmogó­nicos, una de las versiones de la leyenda de Quetzalcóatl, así como anales históricos  de los principales pueblos de la región central de México. En el campo de la poesía se encuentran dos importantes textos: la Colec­ción de Cantares Mexicanos, que hoy día se conserva en la Biblioteca Nacional de México, y el llamado Manuscrito de los romances de los señores de la Nueva España, que se guar­da en la Colección Latinoamericana de la Universidad de Texas. Son varios centenares los poemas, en su mayoría de origen prehispánico, que pueden estudiarse en estos docu­mentos. Algunos de ellas son composiciones de poetas tan celebres como Nezahualcóyotl de Tetzcoco y Tecayehuatzin de Huexatzinco y otras más.

 

Debe mencionarse también el Libro de los coloquios, en el que se transcriben los diálogos que tuvieron lugar no lejos del con­vento de San Francisco de la ciudad de México, en 1524, entre los primeros frailes venidos a Nueva España y algunos de los principales sabios y sacerdotes indígenas que defendieron su manera de pensar y creer. Importantísimos como son todos estos textos en lengua indígena, las colecciones de cantares y poemas en náhuatl revisten particular interés. De estos repertorios proceden muchas de las composiciones que habremos de citar a lo largo de nuestro estudio.

 

Existen además otros importantes documentos indígenas, entre los que menciona­remos La historia tolteca-chichimeca, preservada en la Biblioteca Nacional de París; el Códice Aubin, redactado con el antiguo sistema de escritura con anotaciones en ná­huatl, pero ya con el alfabeto latino. No siendo posible incluir en esta enumeración otros varios manuscritos de carácter en parte literario, referimos al lector al catálogo que de ellos hizo el doctor Angel María Garibay en su magistral Historia de la literatura náhuatl.

 

Sólo resta añadir que, desde fines del si­glo XVI y principios del XVII, varios indígenas o mestizos, como don Fernando Alvarado Tezozómoc, Chimalpahin e Ixtlilxóchitl, escribieron en idioma náhuatl o en castellano sus propias historias, basadas principalmente en documentos de procedencia prehispánica. Imbuidos ya en la manera europea de escribir la historia, conservaron numerosos textos netamente precolombinos, en su empeño de defender sus tradiciones y antiguas formas de vida ante el mundo español.

 

Tales son, descritas así con brevedad, las principales fuentes de la literatura indígena náhuatl que han llegado hasta el presente. A continuación trataremos acerca de los prin­cipales textos, también indígenas, de otras culturas precolombinas, en especial de los varios grupos de cultura maya y de los mixtecas.

 

Los textos transcritos en lenguas de la familia maya.

 

Abundante es también el legado literario de los pueblos de la gran familia maya. Al igual que en el caso de los nahuas, hubo también entre los mayas de Yucatán, así como entre los quichés y cakchiqueles de Guatema­la, algunos sabios indígenas, principalmente descendientes de familias sacerdotales o nobles, que se preocuparon por reducir a escri­tura tanto las tradiciones aprendidas en sus centros prehispánicos de educación como el contenido de algunos de sus antiguos códices, principalmente de carácter histórico y calendárico. Su empeño por preservar así sus conocimientos suple de algún modo la pérdida de los códices prehispánicos mayas, de los que, como ya dijimos antes,  sólo se conservan tres.

 

De los mayas de Yucatán existen, escri­tas con el alfabeto latino, pero en su propia lengua, varias crónicas, algunos libros sobre medicina indígena y toda una serie de textos conocidos con el título general de libros de Chilam Balam.

 

Probablemente el manuscrito maya más antiguo, redactado ya con  el alfabeto, es la Crónica de Chicxulub o de Chacxulubchen, nombre del pueblo en el que a mediados del siglo XVI fue redactada por el noble indígena Nakuk Pech. A pesar de ser un texto breve, sólo 26 páginas, es de sumo interés porque en él se conserva, entre otras cosas, un testimonio de la conquista española.

 

Entre los escritos mayas referentes a la medicina indígena, en su mayoría de origen más tardío, pueden mencionarse el Libro de Medicina, así como el Cuaderno de Teabo, Noticias de varias plantas, el Libro  de los Médicos y el Ritual de los Bacab, todos ellos de autores desconocidos y hasta ahora sólo en parte estudiados.

 

Sin duda alguna, los libros de Chilam Balam constituyen la porción más importante del legado histórico maya. Eran los "chilames", o más propiamente, chilamoob, sacerdotes de alta jerarquía en los tiempos prehispánicos. A ellos incumbían las funciones de maestros y aun de profetas. Balam, como lo indica Alfredo Barrera Vázquez, "es el nom­bre del más famoso de los chilames que existieron poco antes de la venida de los blancos al continente. Balam es un nombre de familia, pero significa jaguar o brujo en un sentido figurado..."

 

En los libros de Chilam Balam, atribui­das a distintos descendientes de los antiguos sacerdotes, se preserva, según el parecer de los indígenas que hasta  tiempos muy recien­tes conservaron copias de ellos, el testimonio de la tradición y de la antigua sabiduría, mez­clada en ocasiones con ideas cristianas y bíblicas interpoladas al antiguo texto.

 

Se tiene noticia de la existencia de die­ciocho libros de Chilam Balam. De hecho han sido estudiados y traducidos, en todo o en parte, tan sólo cuatro. En ellos se contie­nen varias crónicas, las profecías de los Elías, de cada uno de los años y de otros períodos más largos. Hay también algunos pasajes de carácter mítico y aun varios himnos y cantares, sin olvidar las ya aludidas referencias de manifiesto origen bíblico o cristiano. El mejor conocido de todos es el Chilam Balam de Chumayel, del que existe tan sólo una copia tardía de fines del siglo XVIII. Según el aná­lisis que de este manuscrito hizo Antonio Mediz Bolio, pueden distinguirse en él dieci­séis libros. Los títulos de éstos permiten ya entrever la riqueza de este importantísimo texto indígena: “libro de los linajes”, "de la conquista", "Katún o veintena de años", "de las pruebas", "de los antiguos dioses", "de los espíritus", "el trece Ahau Katún", "principio de los itzaes", "libro del mes", "el Katún de la flor", "libro de los enigmas", "rue­da de los Katunes", “serie de los Katunes", “crónica de los Dzules”, "vaticinio de los trece Katunes" y “libro de las profecías”. El solo Chilam Balam de Chumayel, es­tudiado ampliamente por numerosos investigadores, ofrece ya testimonio de la riqueza de la literatura maya y de la importancia que puede tener su conocimiento científico.

 

Otro de los más importantes libros de Chilam Balam es el de Tizimín, manuscrito de 26 páginas, también con secciones de ca­rácter histórico y cronológico. Del texto de Tizimín existe publicada una traducción al inglés, realizada por Maud W. Makenson.

 

Han sido traducidos al castellano el Chilam Balam de Maní, una parte del de Ixil, la Crónica de Oxkutzcah, documentos todos que forman parte del Códice Pérez, así llamado en honor de don Juan Pío Pérez, quien los recopiló y tradujo.

 

Además de los ya mencionados libros de Chilam Balam, se tiene noticia de otros varios, de los que damos a continuación los lugares de origen: Chilam Balam de Hocabá, Chilam Balam de Kaua, de Nah, de Nabulá, de Peto, de  Oxkutzcab, de Teabo, de Tekax, de Tikul, de Tixkicob y de Tusic. Otro texto de suma importancia es el conocido como Crónica de Calkiní, algunas veces llamado también Chilamm Balam de Calkiní, publicado por Alfredo Barrera Vázquez en edición facsimílar. Se trata de un antiguo manuscrito acerca de los mayas que poblaron Calkiní, tras la ruina de Mayapán, así como de la resistencia ofrecida por ellos a los conquistadores españoles.

 

Finalmente, el último manuscrito maya de Yucatán a que nos referiremos en esta ya larga enumeración es el que se conoce con el título de El libro de los cantares de Dzitbal­ché. En él se incluyen quince cantares que dan muestra del sentido religioso y lírico de los antiguos mayas.

 

Pero, al igual que de los pobladores de la península yucateca, se conservan también otros documentos indígenas en otras lenguas también mayanses. Mencionaremos un importante texto en lengua chontal de Tabasco, transcrito a principios del siglo XVII, en él que se habla de la llegada de Hernán Cortés a la región de Acalan, en las costas del Golfo, llevando prisionero a Cuauhtémoc. El interés de este texto está principalmente en la men­ción que en él se hace acerca de los propósi­tos de Cuauhtémoc de ganarse el apoyo de los chontales en contra de los conquistadores es­pañoles.

 

Existen también otros textos debidos a los quichés y cakchiqueles, que viven actualmente en la república de Guatemala y for­man una unidad cultural con el resto de los grupos de la familia maya. Brevemente nos referiremos a ellos.

 

Las tres obras más importantes redacta­das en lengua quiché son el celebérrimo Popol Vuh o "Libro del Consejo", el Título de los Señores de Totonicapán y el Rabinal Achí, pieza de teatro de características fundamentalmente prehispánicas. Pueden además citarse la Historia quiché de don Juan Torres, manuscrito original de 1580,  el Título Real de Isquin-Nehain, así como el Título de San­ta Clara de la Laguna, con datos importan­tes acerca de los varios señores o reyes del Quiché.

 

El Popol Vuh es probablemente el texto indígena americano más conocido en todo el mundo. Aunque escrito después de la con­quista, y también con algunas manifiestas interpolaciones de origen cristiano, se conser­van en él historias y tradiciones de origen precolombino. No fue sino hasta principios del siglo XVIII cuando el padre fray Francisco Ximénez, cura de Chichicastenango, en Gua­temala, tuvo la suerte de encontrar en una vieja alacena de la sacristía el original de este libro en lengua quiché. Hombre interesado por las antigüedades indígenas, el padre Ximénez hizo desde luego una transcripción del texto y preparó una traducción al castellano, que tituló “Historias del Origen de los Indios de esta Provincia  de Guatemala”. El manuscrito original desapareció posteriormente, quedan­do sólo la transcripción del texto preparada por Ximénez.

 

Acerca del probable autor del Popol Vuh, o mejor dicho, de quien recopiló todos estos datos durante la segunda mitad del siglo XVI, se han forjado diversas hipótesis. Aunque hay quienes afirman que debe atribuirse al indíge­na Diego Reynoso, según  la autorizada opinión del doctor Adrián Recinos, "mientras no se descubran nuevas pruebas que hagan luz en la materia, el famoso manuscrito tiene que seguirse considerando como un docu­mento anónimo, escrito por uno o más des­cendientes de la raza quiché, conforme a la tradición de sus antepasados".

 

El contenido del Popol Vuh puede distribuirse en un preámbulo y cuatro grandes secciones. En el preámbulo indica el recopi­lador indígena que su propósito es tratar del principio y origen de todo lo que se hizo en la ciudad de Quiché: quiere revelar lo que estaba oculto, lo que se hizo en el principio de la vida y en el principio de la historia. Afir­ma que existió un antiguo libro original, que con la llegada de los españoles se ocultó al investigador y al pensador. Por esto, para que no se perdiera el recuerdo de aquel libro, el recopilador indígena se impuso la tarea de redactar, “dentro ya de la ley de Dios, en el cristianismo”, este nuevo Popol Vuh.

 

La primera parte trata de los orígenes cósmicos, de las varias clases de seres huma­nos que fueron creados por los dioses, así como de sus destrucciones sucesivas. Se in­cluye también la historia legendaria de los semidioses, Hunahpú e Ixbalanqué, enviados a la tierra para destruir la soberbia de Zipacná. La segunda parte del libro ofrece otras narra­ciones míticas, entre las que ocupa un lugar importante la que refiere las peripecias de los ahup, cuando fueron éstos a jugar a la pelota, a la tierra de los señores de Xibalbá, la región de los muertos. Otra leyenda también de sumo interés es la de la doncella Ixquic, que fue fecundada por la saliva que escupió el cráneo de  uno de los señores vencidos en el juego de pelota por los de Xibalbá. La tercera y cuarta secciones contienen la historia de los cuatro primeros caudillos de los quichés, hablan de sus peregrinaciones y sus esfuerzas por adueñarse del fuego, de sus ritos y tradiciones y, en una palabra, de la consolidación del señorío quiché. El manuscrito concluye con un apéndice titulado "Papel del Origen de los Señores Quichés". En nues­tro estudio tendremos ocasión de analizar varios textos provenientes del libro que algunos han considerado como la más antigua biblia americana, o sea el Popol Vuh.

 

El Título de Los Señores de Totonicapán fue escrito también en lengua quiché, según parece hacia el año 1554. Su autor, aunque influido por las ideas cristianas, así como por las de quienes suponían que los indígenas eran descendientes de las diez tribus perdidas de Israel, transcribe antiguas crónicas y ge­nealogías netamente indígenas.

 

La peregrinación de las tres naciones o parcialidades de los quichés hasta llegar a Guatemala, donde se fueron separando los va­rios pueblos; la organización de éstos, sus lu­chas, la genealogía de varios de los señores y la  distribución de tierras, son los temas principales del manuscrito. Mucho menos ex­tenso que el Popol Vuh es, sin embargo, de interés porque confirma, al menos en parte, los datos ofrecidos por el libro sagrado de los quichés. Desgraciadamente el texto quiché del Título de los Señores de Totonicapán ha desaparecido, y sólo puede apreciarse su contenido gracias a la traducción castellana, preparada hacia l834, por el cura párroco de Sacapulas, Dionisio José Chonay, quien, al pa­recer, poseía amplios conocimientos  de la len­gua quiché.

 

El último de los tres manuscritos quichés más importantes es el Rabinal Achí, recogido por el abate Brasseur de Bourgbourg en el pueblo de Rabinal hacia 1856 de labios del an­ciano indígena Bartolo Ziz, quien conserva­ba por tradición el antiguo texto en su propia lengua. El Rabinal Achí, o sea "el señor de Rabinal",  es en realidad una pieza de teatro indígena en la que es posible ver la supervi­vencia de una antigua forma de representa­ción de origen prehispánico.

 

Son los cakchiqueles otro grupo de la familia mayanse, del que se conocen también textos, al menos en parte de origen prehis­pánico. El Memorial de Sololá, conocido también como Anales de  los Cakchiqueles o Memorial de Tecpan Atitlán, es el manus­crito más importante que se conserva en esta lengua. Al igual que el caso de los libros de Chilam Balam, fue escrito por varios indígenas custodios de sus antiguas tradiciones. En él se habla "de quienes engendraron a los hombres en la época antigua, antes de que estos montes y valles se poblaran". Se mencionan las peregrinaciones de las tribus;  el paso de estos pueblos por la gran ciudad de Tula, hasta su llegada a lo que es actualmente la re­pública de Guatemala. La historia de las peregrinaciones, de la fundación de sus ciudades, de sus luchas con los quichés, reviste muchas veces las características de un antiguo poema épico. El manuscrito trata también de los con­tactos de los cakchiqueles con los españoles, llegados a Guatemala a las órdenes de Alvara­do. Se afirma en él, de manera muy seme­jante a la expresión de los textos en idioma náhuatl, que "las caras de los españoles no eran conocidas y los señores los tomaron por dioses".

 

El Memorial de Sololá, llamado por algunos Anales de los Xahil, debido a que sus autores fueron gentes de esta parcialidad cakchiquel, ofrece también datos acerca de la predicación del cristianismo por los frailes, la rebelión de los cakchiqueles, los actos de violencia de Alvarado, la fundación de la  ciudad de Guatemala, la muerte de doña Beatriz de la Cueva.

 

Al lado de los Anales de los Cakchiqueles existen otros documentos en la lengua de es­tos indígenas, entre los que pueden mencionarse la Historia de los Xpantzay de Tecpan, Guatemala, y el texto designado por Adrián Recinos con el título de Guerras comunes de quichés y cakchiqueles.

 

Textos en otras lenguas mesoaméricanas.

 

Además de los documentos en idiomas náhuatl y de la familia mayanse, hay, aunque en menor proporción, también algunos textos literarios e históricos de otros pueblos indí­genas que habitaron y habitan aún lo que es hoy la República Mexicana. Nos referimos a los otomíes, los tarascos, los mixtecas y los zapotecas.

 

Los otomíes han vivido durante varios milenios en la región central de México, en contacto siempre con los grandes creadores de cultura, o sea, probablemente con los teotihuacanos, los toltecas y todos los otros señoríos posteriores, de modo especial con los tetzcocanos, tlaxcaltecas y aztecas. Unas veces llegaron a mezclarse con varios de estos pueblos de idioma náhuatl y otras que­daron sometidos a ellos. Pero puede también afirmarse que, sometidos o no, mantuvieron, a pesar de incontables influencias, su propia fisonomía. De hecho hasta el presente cons­tituyen uno de los grupos indígenas más nu­merosos en varios de los estados del centro de México.

 

Tres son los documentos en los que se conservan textos de procedencia  otomí. El primero es la ya citada Colección de Cantares Mexicanos de la Biblioteca Nacional de Mé­xico, en cuyos folios 2 a 5 hay varios cantares que, de acuerdo con una anotación allí incluida, son "cantares antiguos de los naturales otomíes que solían cantar en los convites y casamientos, vueltos en lengua mexicana, siempre tomando el jugo y el alma del canto, imágenes metafóricas que ellos decían...". De esos cantares otomíes, algunos de ellos son verdaderas joyas literarias, conocidos tan sólo a través de su versión en náhuatl, habremos de tratar en su oportunidad.

 

Los otros dos manuscritos son en realidad dos códices pictóricos, copia, al menos en parte, de documentos precolombinos. Uno es el Códice de Huamantla, pintado en un lienzo de gran tamaño, del que se conservan seis fragmentos en el Museo Nacional de México y tres en la Colección Humboldt, en Berlín. El otro es el Códice Hueychiapan, con un calendario y varias páginas de anales con explicaciones escritas en lengua otomí. Aunque ninguno de estos dos códices ha sido enteramente descifrado, puede afirmarse que especialmente en el de Hueychiapan existen pasajes históricos de considerable interés.

 

De los tarascos, que como es sabido ha­blan una lengua que hasta ahora no ha podido relacionarse con certeza con ningún otro de los idiomas indígenas de México, se conser­van también algunos testimonios en extremo valiosos. Habitando durante los tiempos prehispánicos buena parte de lo que hoy es el estado de Michoacán, y algunas zonas limítrofes de los actuales estados de Guanajuato, Querétaro, Guerrero, Colima, Jalisco y México, los tarascos o purépechas no pudieron ser sometidos por los aztecas. Sin embargo, su cultura ofrece grandes semejanzas con la de los habitantes de la región central.

 

Constituye la llamada Relación de Mi­choacán el documento principal en el que se contienen, traducidos al español, desde el si­glo XVI, varios textos de los antiguos taras­cos. Se sabe acerca de esta Relación que fue redactada por un misionero anónimo sobre la base de los relatos orales transmitidos por indios ancianos, que los habían memorizado desde los tiempos prehispánicos. El misionero anónimo que recogió los textos tarascos a instancias del primer virrey de Nueva Es­paña, don Antonio de Mendoza, tuvo conciencia plena del sentido de su trabajo. "Digo, -escribe en el prólogo de la Relación-, que yo sirvo de intérprete de estos viejos y hago cuenta que ellos lo cuentan..." De acuerdo con la opinión de Federico Gómez de Orozco, la fecha probable en que se redactó esta impor­tante crónica fue el año 1538 ó 1539 y el si­tio fue Tzintzuntzan, en las orillas de lago de Pátzcuaro. El mismo compilador anónimo señala en el prólogo el plan de su trabajo: la primera parte trata acerca de los dioses principales y de las fiestas; la segunda, de la forma como poblaron y conquistaron sus dominios los tarascos, y la tercera, sobre el modo de gobierno que tuvieron hasta la venida de los españoles y la muerte del señor Calzontzin. La primera parte se perdió por desgracia. Las otras dos tienen en conjunto 264 pági­nas. En ellas hay varias pinturas en color, en las que se conserva algo de la antigua técni­ca indígena. Paul Kirchhoff, que ha preparado un estudio preliminar a la más reciente edición de la Relación de Michoacán, señala después de detenido análisis que "nuestro texto es, indudablemente, no sólo en su contenido, sino también en su lenguaje, obra de los indígenas que lo dictaron al fraile. Y aún más: se puede afirmar que se trata de un tex­to cuyas dos terceras partes, según hemos calculado, tienen carácter de palabras fijadas por la tradición..."

 

Se conservan también algunos otros tes­timonios históricos de los tarascos, princi­palmente en el Códice de Carapan, conocido también como Códice Plancarte. En este do­cumento hay algunas pinturas en las que puede descubrirse aún la técnica indígena.

 

Son finalmente los mixtecas del estado de Oaxaca otro grupo indígena del que exis­ten testimonios de carácter básicamente his­tórico. Nos referimos a los siete códices mixtecos, todos ellos prehispánicos, sin duda una de las colecciones más importantes de anti­guos libros de pinturas precolombinas, de contenido principalmente histórico  y genea­lógico, y de los que ya hemos tratado en pá­ginas anteriores. Además de dichos códices de origen precolombino existen también otros varios manuscritos poshispánicos de procedencia mixteca en los que se conserva la técnica indígena. Por otra parte, algunos modernos investigadores han recogido varios textos con leyendas e historias en lengua mixteca, algunas de las cuales parecen po­seer cierta antigüedad, como tradiciones conservadas de generación en generación.

 

De los antiguos zapotecas, grupo vecino de los mixtecas, habitantes asimismo del actual estado de Oaxaca, poseedores también en los tiempos prehispánicos de diversas formas de escritura, no se han descubierto hasta el presente sino unos cuantos textos de probable origen prehispánico. Tan sólo nos referimos aquí a un texto, recogido tar­díamente por Paul Radin en el pueblo de Zaachila, en el que se relata la historia legen­daria del matrimonio de una hija del rey azteca Ahuítzotl con el gran señor zapoteca Cosijoeza. El propio recopilador de este tex­to, verdadera joya literaria, muestra en un estudio crítico las razones por las que asigna al mismo considerable antigüedad.

 

La descripción de los principales textos que se conservan en idioma náhuatl, en maya de Yucatán, en quiché, cakchiquel, otomí, tarasco, mixteca y zapoteca deja ver ya cuá­les son los grandes temas de las literaturas indígenas. Hay en  ellas mitos y leyendas, himnos sagrados, diversas formas de poesía épica, lírica y religiosa, una a manera de teatro, crónicas e historia, prosa didáctica, doctrinas acerca de los dioses y aun los principios  de lo que puede llamarse una filosofía prehispánica. Existen también textos, redac­tados a raíz de la conquista, en los que es posible estudiar la visión de los vencidos, el testimonio dejado por quienes contempla­ron y tuvieron conciencia de la destrucción de su antigua cultura y manera de vida.

 

Por lo que toca a los idiomas en que se redactaron esos textos, tanto el náhuatl como los otros fueron medio no sólo adecuado, sino también rico y de expresión elegante. Gracias a la yuxtaposición de raíces y de nu­merosos sufijos y prefijos, es posible expresar en estas lenguas cualquier idea por abstracta y difícil que se suponga. Los mismos indígenas tuvieron conciencia de los recursos literarios de las lenguas que hablaban. Por esto se esforzaban en cultivar y transmitir el arte de la palabra. Así, entre los nahuas se daba especial importancia en sus centros de educa­ción al arte del buen decir, al cultivo del tec­pillatolli, o forma de expresión noble y cuidadosa.

 

Los pueblos, que tanto destacaron en las artes plásticas, tuvieron también maestros y artistas de la palabra. Se conocen los nombres de varios de sus más extraordinarios poetas e historiadores. De algunos de ellos nos ocuparemos en su oportunidad. Aquí tan sólo transcribiremos un breve texto en el que se pinta la figura ideal del tlaquetzqui, o narra­dor, "aquel que, al hablar, hace ponerse de pie a las cosas". En este texto se muestra ya, al contraponerse las figuras del buen y del mal narrador, cuáles eran los ideales indí­genas en el arte del bien decir:

 

El narrador:

donairoso, dice las cosas con gracia,

artista del labio y la boca.

 

El buen narrador:

de palabras gustosas, de palabras alegres,

flores tiene en sus labios.

En su discurso las consejas abundan,

­de palabra correcta, brotan flores de su boca.

Su discurso: gustoso y alegre como las flores;

de él son el lenguaje noble y la expresión cuidadosa.

 

El mal narrador:

lenguaje descompuesto,

atropella las palabras;

labio comido, mal hablado.

Narra cosas sin tino, las describe,

dice palabras vanas, no tiene vergüenza.

 

Verdadero artista del labio y la boca era el buen narrador. De él se dice que se esfor­zaba por lograr un lenguaje noble y una expresión cuidadosa. Finalmente, se repite tam­bién que las flores, o sea las metáforas y los símbolos, brotaban de sus labios. Todas es­tas metáforas características de las lenguas indígenas daban a sus expresiones literarias un carácter inconfundible. Gracias a ellas y a otros recursos propios de estos idiomas, como son el difrasismo o expresión paralela que repite dos veces de manera distinta una misma idea, la yuxtaposición de pala­bras, etc., los antiguos poetas, creadores, historiadores y sabios pudieron crear cuadros extraordinarios en los que lo abstracto y lo concreto parecen aunarse para dar nueva vida a sus mitos, leyendas, historias y doctrinas.

 

Bibliografía.

 

Barrera Vásquez, A. El libro de los libros de Chilam Balam, México, 1948.

El libro de los Cantares de Dzitbalché, México, 1965.

 

Garibay K,. A. M. Historia de la literatura náhuatl (2 vols.), México, 1953 - 1954.

 

León-Portilla, M. Literaturas precolombinas de México, México. 1964. Trece poetas del mundo azteca, México, 1972.

 

Recinos. A. (ed.) Popol Vuh, Las antiguas historias del Quiché, México, 1953 (2ª. ed.).

 

Sodi M., D. La literatura de los mayas, México, 1970 (2ª  ed.).

 
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