Capítulos 131 a 137
131. El sistema social del México contemporáneo.
Introducción.
Para comprender la naturaleza del marco social dentro del cual se desarrolló México entre 1940 -momento en que se da por concluida la etapa más intensa de las reformas ocasionadas por la Revolución de 1910- y 1970, conviene remontarse brevemente al pasado inmediato. El estudio de Andrés Molina Enríquez sobre la estructura social de México, publicado en 1909, constituye una obra clásica al respecto. Durante 300 años la sociedad colonial mexicana había girado alrededor de dos grandes clases: por un lado, la inmensa mayoría indígena, carente, en buena medida, de propiedades y, por el otro, el pequeño grupo español que controlaba al gobierno, la Iglesia y las actividades económicas centrales -agricultura, minería y comercio-.
En medio de estos dos grandes actores se encontraron los grupos criollos y mestizos, cuya función siempre estuvo mal definida. Con el paso del tiempo y precisamente por su marginalidad, criollos y mestizos se convirtieron en un elemento político desestabilizador y terminaron por acaudillar las luchas de independencia en sus varias etapas. La turbulencia política y social que siguió a la lucha independentista de la segunda década del siglo XIX sólo concluyó medio siglo más tarde, cuando el general Porfirio Díaz logró consolidar en sus manos el poder político suficiente para permitir la existencia de un gobierno central relativamente efectivo y reiniciar el proceso de desarrollo, detenido en 1810, y continuarlo aceleradamente por espacio de tres décadas más.
En 1910 la Pax Porfiriana había dado paso al establecimiento de una estructura social algo diferente de la colonial. La base de la pirámide de clases sociales seguía siendo el grupo indígena, pero este sector presentaba ya una mayor diferenciación interna, pues dentro de él se encontraban desde el jornalero sin tierra hasta miembros del bajo clero. Sin embargo, el cambio no fue notable. Las mayores modificaciones se produjeron en realidad, en los peldaños superiores. El primero de éstos lo constituía el formado por los mestizos. Tras las prolongadas luchas de conservadores y liberales, este grupo había logrado que parte de sus miembros llegaran a ocupar posiciones de mando en el ejército y en la administración; además, y como en el pasado, de sus filas siguieron saliendo obreros y empleados, más artesanos y rancheros. Los criollos, menos numerosos, ocuparon la siguiente sección de la pirámide; en ella se encontraban los detentadores de las grandes fortunas, los altos prelados de la Iglesia y los dirigentes políticos que habían ascendido con el triunfo de la independencia primero y de la facción liberal después. Este estrato parecía constituir la cúspide de la pirámide, ya que, tras la rotura de relaciones con la metrópoli española y el fracaso posterior de la aventura colonial francesa, el grupo criollo se constituyó en gran medida en el dirigente formal de los destinos del país.
Molina Enríquez no se dejó engañar por las apariencias. La política de desarrollo económico propiciada por el porfiriato había unido íntimamente a México con los países más industrializados, permitiendo el establecimiento de una nueva presencia externa a nivel de la dirección económica del país; no se trataba en este caso de una dirección formal, como había sucedido en el pasado, pero ésta era casi tan real como aquélla. De ahí que, coronando la pirámide social mexicana, al despuntar el siglo XX se encontrara, no un grupo nacional, sino de extranjeros, siendo los norteamericanos el elemento más importante.
El análisis de la estructura social descrita por Molina Enríquez estaba basado más en el poder y en el prestigio que en la propiedad; sin embargo, dentro de su esquema, poder y estatus social se daban la mano con el poder económico. Sobre la explotación de los recursos naturales y de los indígenas, comuneros, jornaleros y obreros, descansaba la posición de todos los estratos sociales superiores. Entre ellos, a su vez, había también una relación de subordinación y explotación, pero no era tan unilateral como la existente entre los grandes conglomerados indígenas y proletarios y el resto de la sociedad. Para Molina Enríquez el pecado mayor de la estructura social mexicana, al principiar el presente siglo, no era tanto la explotación misma, tan descarnada, sino la casi inexistencia de una clase media que sirviera de puente y amortiguador en la relación entre los sectores más altos y más bajos. Mientras la gran hacienda continuara siendo la institución económica central de la sociedad mexicana -opinaba Molina Enríquez- este desequilibrio persistiría: "Por ahora, nuestro cuerpo social es un cuerpo desproporcionado y contrahecho; del tórax hacia arriba es un gigante, del tórax hacia abajo es un niño".
La tenencia de la tierra, en una sociedad básicamente agrícola como la mexicana de principios del siglo XX, dio la tónica de su estructura social. Lo que Molina Enríquez analizó de manera más bien cualitativa, José Iturriaga lo puso en cifras, encontrando que la concentración de la tierra en México había dado por resultado que, al iniciarse el presente siglo, las clases altas abarcaran apenas el 1,5 % de la población, las medias el 8 % y los estratos bajos el 90,5 %. Arturo González Cosío aportó cifras similares, aunque disminuyendo a 0,6 % la proporción de las clases altas y manteniendo casi intacta la correspondiente a la clase media y baja. Estos porcentajes se corresponden con otro indicador: la concentración de la propiedad territorial. Al iniciarse la Revolución el 1 % de los propietarios rurales controlaban el 97 % de la tierra cultivable, mientras que en el otro extremo del espectro social se encontraron más del 90 % de los jefes de familia dedicados a actividades rurales y carentes de toda propiedad. La tremenda disparidad social en el campo en ese momento se revela en otras cifras; según Iturriaga, mientras la clase media representaba alrededor del 23 % de la población urbana, era únicamente el 2 % en las zonas rurales, y era aquí en donde se encontraba la mayor parte de la población, ya que en ese momento el 70 % de la fuerza de trabajo se dedicaba directamente a actividades agropecuarias.
La Revolución y los primeros cambios (1910 – 1940).
A diferencia de las otras revoluciones del presente siglo, la mexicana fue relativamente lenta para modificar las estructuras sociales en que se incubó y al final lo hizo sólo parcialmente. En 1920 la Revolución había derrotado militarmente a sus enemigos y dirimido sus más graves conflictos internos. En 1914 el antiguo ejército federal había sido disuelto y, poco mas tarde, fueron eliminadas dos de las tres corrientes que se disputaban la dirección del movimiento victorioso: las encabezadas por Villa en el norte y por Zapata en el sur. En 1918 Venustiano Carranza era ya el líder indiscutible del movimiento. Tras la breve lucha que siguió a la promulgación del plan de Agua Prieta, proclamado en abril de 1920 por las autoridades del estado de Sonora desconociendo al presidente Venustiano Carranza, las fuerzas anticarrancistas de todo el país se unieron y derrotaron militarmente a su opositor. Este triunfo dejó en el poder a la llamada dinastía sonorense. Esta estuvo compuesta por los presidentes originarios de Sonora, que directa o indirectamente gobernaron el país de mediados de 1920 a mediados de 1935. Fueron: Adolfo de la Huerta, Alvaro Obregón y Plutarco Elías Calles.
Las victorias políticas y militares del Carrancismo casi en nada habían modificado el panorama social. En 1920 sólo 77.000 jefes de familia campesinos habían recibido los beneficios de la reforma agraria; se habían re partido 381.926 has. en total. Si únicamente había habido un cambio en la naturaleza del liderato político, la deformidad del cuerpo social mexicano, señalada por Molina Enríquez, persistía; sólo la clase dirigente nativa había cambiado, ya que los puestos directivos políticos, administrativos o militares habían quedado en manos de miembros de las clases medias marginadas durante el porfiriato e incluso de otros que procedían de capas más bajas; en 1920 la antigua elite se encontraba en el exilio, pero los hacendados y empresarios extranjeros mantenían su posición privilegiada.
El régimen cardenista (1934 – 1940) cambió este panorama de manera drástica consolidando la propiedad ejidal. El ejido es una parcela que se otorga a un campesino sin tierra para que la explote individual o colectivamente, pero cuya propiedad última queda siempre en la nación. Los ejidos originales se formaron con tierras expropiadas a los medianos y grandes terratenientes o con terrenos nacionales. Hasta ese momento no se había pretendido darle al ejido un papel central en la nueva estructura agraria, más bien se pensaba limitar el acaparamiento de tierras ociosas o mal explotadas por parte de la gran hacienda alentando el crecimiento de los pequeños propietarios; se deseaba simplemente fortalecer a la casi ausente clase media rural. Por ello hasta 1934 se habían repartido únicamente 7,5 millones de has. y se discutía ya seriamente la posibilidad de dar por concluido el reparto. La alianza política entre Cárdenas y las organizaciones agrarias para desalojar a Calles de su posición preeminente llevó a un cambio radical de política; entre 1935 y 1940 se repartieron más de 20 millones de has. que beneficiaron a 771.000 jefes de familia, y lo que es aún más importante, estas tierras fueron de una calidad superior a las del pasado, ya que se trataba en su mayor parte de propiedades que estaban siendo trabajadas por la hacienda. Para 1940 los ejidos poseían el 47,4 % de todas las tierras de labor y el 57,3 .% de las zonas de regadío. En ese año los ejidatarios contribuyeron con el 50,5 % de la producción agrícola. La gran hacienda había pasado, por fin, a la historia y con ella desapareció una de las instituciones económicas y sociales más importantes de México.
Si bien en 1910 los extranjeros se encontraban en la cúspide de la pirámide social, esa posición empezó a ser puesta en entredicho con la constitución de 1917; en 1940 habían perdido ya su primacía. La hostilidad sistemática que contra los extranjeros se había desarrollado a lo largo del proceso revolucionario, junto con la suspensión del pago de la deuda externa, hizo que a partir de 1913 disminuyera la corriente de capital externo. Esta situación, aunada a la expropiación de los ferrocarriles y del petróleo durante el régimen cardenista, llevó a que la inversión extranjera directa en México pasara de 1.451 millones de dólares en 1911 a únicamente 411 en 1940. En ese año más del 80 % de la inversión nacional bruta se hizo con recursos internos, situación que contrastó notablemente con la prevaleciente al finalizar el porfriato, cuando el capital nacional sólo cubrió alrededor del 50 % del total.
Un fenómeno de importancia decisiva en la formación del sistema social posrevolucionario fue el crecimiento de los centros urbanos. En 1910 el 11,7 % de la población mexicana estaba registrada como urbana y en 1940 el porcentaje fue del 20 %. Casi el 8 % de los habitantes estaban radicados en la ciudad de México. Aunque en 1940 poco más de la mitad de la población económicamente activa seguía estando dedicada a actividades agrícolas, su importancia como productora había disminuido. Según las cifras de! producto nacional bruto (PNB), las actividades primarias habían perdido importancia relativa en el total, pasando del 29 % en 1921 al 24% en 1940; el sector industrial y el de servicios, actividades muy relacionadas con la vida urbana, cubrieron esa diferencia del 5 %.
Este cambio en la estructura económica y demográfica de la sociedad mexicana fue seguido por otros; por ejemplo, en 1910 únicamente el 25 % de la población mayor de seis años estaba alfabetizada; después de los esfuerzos gubernamentales en el espacio de tres décadas el porcentaje pasó a 43,5 %. Las oportunidades de educación superior también aumentaron, aunque no en la misma proporción; en 1930 la Universidad Nacional contaba con una población de 10.000 alumnos; en 1940 eran ya 17.000, es decir, mientras la población total aumentó en un 18,7 %, la población universitaria lo hizo en un 70 %. Se pueden presentar otros indicadores semejantes en relación ala salubridad, promedio de vida, etc., pero éstos bastan para dar una idea de las variaciones en la estructura social durante el período de la Revolución.
Se puede recurrir a Iturriaga otra vez para sintetizar, de acuerdo con sus cifras, la situación de las clases al final del cardenismo. La clase alta no había variado mucho en términos cuantitativos, aunque si en términos políticos, pues a la elite porfirista le había seguido una nueva, igualmente reducida, formada por algunos miembros prominentes de los antiguos ejércitos revolucionarios, que se habían convertido no sólo en líderes políticos, sino también en empresarios. En el caso de la clase media la situación fue diferente, entre 1910 y 1940 su proporción se había duplicado (del 7,8 % pasó al 15,9 %); en consecuencia, los sectores populares se redujeron, pasando del 91 % en 1910 al 83 % en 1940. Muy posiblemente el nivel de vida de este amplio sector popular en 1940 era, en términos generales, superior al que disfrutaba a principios de siglo, aunque no mucho; la pobreza seguía siendo el signo característico del campo mexicano y éste era el hogar de la mayor parte de la población del país. Abundando en el tema, Cline señala que en 1940 alrededor del 30 % de la población vivía en unas condiciones de pobreza extrema, mientras el 48 %, aunque en condiciones precarias, tenía ya un mínimo de confort, aportado por la Revolución.
La estructura social contemporánea: sus bases político-económicas.
Los procesos que han marcado la estructura social que se formó en México a partir de 1940 no se pueden comprender de manera adecuada sin considerar el tipo de sistema político en el que tuvieron lugar, así como la estructura de la economía, que condicionó en mucho el tipo de sistema ocupacional y los niveles de remuneración.
En 1940 el sistema político surgido de la Revolución se había consolidado e institucionalizado. Entre sus características centrales destacó la desaparición del sistema multipartidista, para dar paso a un partido dominante: el Partido de la Revolución Mexicana (PRM), sucesor del Partido Nacional Revolucionario, instrumento que permitió una mínima disciplina interna en la acción de la familia revolucionaria. El PNR y su sucesor, el PRI, constituyeron un elemento indispensable para permitir la transmisión pacífica del poder, tanto a nivel nacional como a local, entre los miembros del grupo en el poder. Cuando el PNR, nacido en 1929, se convirtió en 1938 en el PRM, reforzó su naturaleza de órgano de control; el partido acató definitivamente las directivas del presidente, abandonando toda pretensión de autonomía y estructurándose en sectores funcionales; incorporó junto con el ejército (que un par de años más tarde dejaría de ser un elemento del partido) a los grupos campesinos organizados, es decir, a los beneficiados por la reforma agraria y encuadrados en la Confederación Nacional Campesina (CNC), a los obreros sindicalizados en la Confederación de Trabajadores Mexicanos (CTM), a los principales sindicatos independientes y a los burócratas (sector popular); con el paso del tiempo este último sector abarcaría una amplia gama de organizaciones de clase media. De esta manera quedaron integrados actores políticos que el porfiriato había marginado.
Los recién llegados lograron ciertos beneficios a expensas de las antiguas clases dominantes, pero la nueva elite política muy pronto estableció límites a su capacidad de acción independiente. El PRM y su sucesor, el PRI, se constituyeron en estructuras autoritarias, relativamente eficientes para llevar a cabo las campañas electorales y controlar parte de las demandas de las bases.
La concentración de poder político se convirtió en uno de los rasgos más notables del sistema posrevolucionario. Los actores importantes que no quedaron encuadrados dentro del partido no fueron olvidados. La Iglesia perdió mucha fuerza a raíz del conflicto cristero de los años veinte y no volvió a poner en duda la legitimidad y supremacía del Estado, pero durante el gobierno de Avila Camacho se reconcilió definitivamente con el nuevo poder político; la gran empresa privada, que tuvo a su cargo el desarrollo de un nuevo modelo económico, vio facilitada su tarea con todo género de ayudas políticas, fiscales y crediticias, pero se le encuadró en organizaciones nacionales -CONCAMIN, CONCANACO, CNIT, COPARMEX y otras-, que de alguna manera quedaron abiertas a las sugestiones y presiones de la elite política, pues el Estado, al menos en principio, dispuso de gran número de instrumentos para controlar la actividad empresarial a través de su política económica.
El sistema de administración federal no funcionó según la teoría ortodoxa, ya que a los estados se les dejaron muy pocos recursos propios; en última instancia, el jefe del poder ejecutivo federal nunca encontró difícil destituir a aquellos gobernadores que entorpecieron su política general. Esto lleva a subrayar otra peculiaridad del sistema político, que redondeó el proceso de centralización la división de los poderes federales no llegó a ser una realidad en este período.
Desde los años treinta, el Congreso fue subordinado a las disposiciones del presidente de la República; todas las iniciativas importantes de ley partieron de él y nunca se dio el caso de que alguna de ellas encontrara una oposición significativa, dado el dominio del PRI sobre las cámaras. El poder judicial se encontró en situación muy similar; sus mayores gestos de independencia respecto al presidente se refirieron a la protección de la propiedad de grupos o personas, en contra de actos del poder ejecutivo; expropiaciones, por ejemplo. Esta política resultó ser funcional para el sistema, pues permitió dar una solución adecuada, es decir, anular una medida sin poner en entredicha la actuación presidencial a conflictos entre la administración e intereses particulares con cierta capacidad de presión económica.
Los líderes de todas las fuerzas políticas, organizadas dentro y fuera del partido dominante, mantuvieron su posición, más por haber contado con la anuencia del presidente que por la fuerza que les dio la designación hecha en su favor por los miembros de base de sus organizaciones. Este fenómeno se dio tanto en el caso de los líderes campesinos como en el de los obreros o en el de las representantes de la iniciativa privada, aunque existieron diferencias de grado, pues cuanto más importante fuera el grupo como actor político, mayor la libertad de negociación de sus líderes con el poder central.
El sistema político mexicano mantuvo su carácter pluralista y, por tanto, permitió la existencia de una oposición legal al régimen surgido de la Revolución. Un grupo importante de esta oposición no puso en duda las reglas del juego imperantes y formó parte integral del círculo oficial. Los partidos políticos registrados oficialmente -PAN, PPS, PARM y, por un tiempo, el PNM- no siguieron una línea intransigente frente al régimen y, en todo caso, constituyeron una oposición legal, cuya fuerza electoral fue precaria. Aquellos que pretendieron una mayor independencia en su actuación política se vieron imposibilitados en la práctica de funcionar normalmente, porque el aparato gubernamental se lo impidió por los diferentes medios a su alcance.
La represión no fue la única forma de controlar a la oposición -quizá ni siquiera la más importante-, sino que también entró en juego la extraordinaria capacidad de la "familia revolucionaria" para incorporar a aquellos elementos que potencialmente podían llegar a constituir una contraélite, que movilizara a los sectores medios descontentos y, lo que era más peligroso, a las grandes masas marginales.
Para concluir esta visión esquemática de la vida política del México contemporáneo debe advertirse que desde 1940 hasta el presente las principales decisiones que moldearon el sistema económico y social mexicano tuvieron su origen en el Estado; los grupos organizados, ya fuesen empresarios, obreros o campesinos, rara vez tomaron la iniciativa. Con frecuencia, entre la formulación de las directrices políticas iniciales y su puesta en práctica, estos grupos mostraron su fuerza y llegaron a modificar las líneas generales de la iniciativa gubernamental e, incluso, a vetarlas.
El lugar más o menos estratégico que ocupara un grupo determinaba su mayor o menor capacidad para modificar la política oficial; sin duda, los grupos empresariales fueron convirtiéndose en los más aptos para influir sobre la política gubernamental que les atañía.
Economía y sociedad.
Si la naturaleza del sistema político constituye una variable que puede explicar en buena medida el desarrollo y evolución del sistema social -la esencia misma de la política es diseñar la forma legítima en que se debe efectuar la distribución de los diversos recursos escasos de que dispone una sociedad-, otra variable igualmente importante es el sistema productivo, que hace posible la existencia de esos escasos recursos. Los rasgos centrales del sistema económico mexicano posterior a 1940 que interesan desde un punto de vista social son citados seguidamente. En primer lugar, la decisión expresa de modificar la naturaleza de los sectores modernos y dinámicos de la estructura económica. A raíz de las demandas originadas por la segunda Guerra Mundial se inició en México un proceso de sustitución de los productos importados por los de producción interna: en 1950 los sectores económicos de la minería y petróleo no eran ya los más dinámicos; esta característica había pasado ya a la industria de la transformación; la industrialización fue la nota dominante en los cambios que experimentó la sociedad mexicana a partir de 1940.
El crecimiento del producto nacional bruto, desde entonces y hasta 1970, fue en promedio del 6 % anual. El capital necesario para este proceso se obtuvo a través de la exportación ya no de petróleo y minerales, sino de productos agrícolas destinados principalmente a Estados Unidos. Entre 1940 y 1950, la producción del sector agrícola creció a un ritmo del 5,5 % anual, tasa superior al crecimiento de la población, lo que facilitó la existencia de un excedente de exportación; este ritmo de crecimiento, sin embargo, no fue sostenido, sino que fue disminuyendo y bajó al 4,3 % en la década siguiente y al 4 % entre 1960 y 1970, con lo cual empezaron a surgir serios problemas en la balanza de pagos.
Al ahorro interno destinado a la industrialización se le sumó el capital proveniente del exterior; la inversión externa directa pasó de poco más de 400 millones de dólares, en 1940, a 3.000 millones, en 1970; a esto se añadieron importantes empréstitos externos al gobierno, que equivalieron a otros 3.000 millones de dólares, y la corriente de divisas proveniente del turismo, de aproximadamente. 1.000 millones de dólares en 1970. La industrialización se alimentó de estos recursos, de las altas barreras proteccionistas y de la política fiscal, todo lo cual favoreció una rápida acumulación de capital. En 1970 el valor de las manufacturas suponía una cuarta parte del valor del PNB; el comercio otro tanto; en cambio, la agricultura y la ganadería constituían apenas un 17 % del citado producto nacional bruto.
El proceso de industrialización se dio dentro de un contexto de concentración acelerada de recursos. En 1965 existían en México 136.000 establecimientos clasificados como industriales, pero el 77 % de los recursos de que disponía este grupo se encontraban bajo el control de únicamente el 1,5 % de las empresas. Las 407 empresas mayores, o sea el 0,3 % del total, disponían del 46 % del capital total. Este mismo fenómeno se repitió en el sector financiero, comercial y agrícola. En 1960 el 0,5 % de los establecimientos comerciales disponían del 47 % de los recursos con que contaba ese sector y el 1 %. de los predios agrícolas mayores no ejidales contaban con el 47 % de la superficie cultivable de carácter privado. Dos grupos financieros controlaban la mayor parte del sistema bancario privado, cuyos recursos crecieron a una tasa más alta que la economía en su conjunto. En 1970 existía en México una gran burguesía, que en 1940 apenas se esbozaba; su base principal era la banca, la industria, el comercio y en menor escala la tierra.
El proceso de industrialización estuvo ligado a otro fenómeno, que tuvo también repercusiones sociales de consideración: la urbanización. Este proceso ya era notable antes de 1940, pero se aceleró a partir de entonces. En la década de los años sesenta la población rural creció a un ritmo del 1,6 % anual; en cambio, la urbana se vio incrementada en un 5,4 %. De ahí que en 1970 el 45 % de la población mexicana se encontrara viviendo ya en comunidades de 15.000 o más habitantes, es decir, en las tres décadas posteriores a 1940 México pasó de ser un país eminentemente rural a un país en vías de ser preponderantemente urbano. Dentro de este proceso de transformación el crecimiento de la Ciudad de México fue sencillamente espectacular: en 1970 daba albergue al 17 % de la población total, o sea, a ocho millones de personas.
Industrialización y urbanización se dieron cita dentro de un contexto de creciente aumento en el ritmo de la expansión demográfica. La tasa de crecimiento medio anual de la población fue del 2,7 % entre 1940 y 1950, habiendo sido de sólo el 1,7 % la década anterior; esta tasa pasó a ser del orden del 3,1 % entre 1950 y 1960 y del 3,4 % en los diez años siguientes. En 1940 México tenía 19,65 millones de habitantes y treinta años después el total era de 48,31 millones, producto de una de las tasas de crecimiento demográfico más altas del mundo.
La estratificación social contemporánea.
El sistema social posrevolucionario tomó forma dentro del contexto de un sistema político de pluralismo limitado, con un sistema económico dirigido a la expansión industrial a base de un proceso de sustitución de importaciones y de un sistema demográfico caracterizado por una expansión acelerada de las concentraciones urbanas y de la población en general.
De acuerdo con la ideología oficial, la Revolución mexicana –a pesar de haber contado entre sus cuadros dirigentes con una alta proporción de elementos de clase media- fue un movimiento destinado a construir un nuevo sistema social que favoreciera principalmente a las clases populares, es decir, a campesinos y obreros. Este sistema debía disminuir la brutal distancia, propia del antiguo régimen, entre una pequeña elite, que recibía una parte desproporcionada del producto social, y la gran masa, que apenas tenía el mínimo para sobrevivir. ¿En qué medida este proyecto nacional se llevó a la práctica a partir de 1940?, es un tema de apasionado debate. Una forma de respuesta la constituye un examen en la distribución del ingreso personal. De acuerdo con las cifras proporcionadas por ciertos investigadores y por el Banco de Mexico se tiene el siguiente panorama.
Distribución del ingreso familiar |
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Porcentaje de familias en orden decreciente de ingresos |
Porcentaje de Ingresos 1950 1956-1957 1963-1964 1969* |
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20 % (estrato superior) |
60 |
61 |
59 |
64 |
30 % (estrato medio) |
21 |
23 |
26 |
21 |
50 % (estrato inferior) |
19 |
16 |
15 |
15 |
100 % suma |
100 |
100 |
100 |
100 |
Fuente: Carlos Tello: “Un intento de análisis de la distribución personal del ingreso”, en Miguel S. Wionczek et al.: Disyuntivas sociales. Presente y futuro de la sociedad mexicana, vol. II, pág. 17; Secretaría de Educación Pública, México, 1971.
* Las cifras de 1969 han sido tomadas de Manuel Gollás y Adalberto García R.: “El crecimiento económico reciente de México” (Mimeo), ponencia presentada al IV Congreso Internacional de Estudios sobre México, Santa Mónica, Cal., octubre 17, de 1973, pág. 50.
El cuadro anterior, pese a lo incierto en el origen de sus cifras, pone de relieve algunas de las características centrales de la estructura social del México contemporáneo. Por una parte, la concentración del ingreso en los estratos altos es notable; alrededor del 60 % del ingreso familiar quedó en poder del 20 % de la población con mayores recursos. El sector medio -ese grupo cuya importancia cuantitativa era mínima antes de la Revolución- siguió creciendo y aumentando su participación hasta principios de los años sesenta; aparentemente este aumento se hizo casi todo a costa de la disminución en la participación del ingreso de la mitad de la población que se encontró en la parte inferior de la pirámide social.
Tiempo después la tendencia se invirtió y a fines de la década de los sesenta la ganancia relativa del sector medio parecía haber desaparecido en favor de aquellos grupos que ocupaban la cúspide de la pirámide social.
La mitad menos favorecida de la población disponía en 1950 del 19 % del ingreso, pero diecinueve años después sólo contó con el 15 % y el grupo medio volvía al punto de partida, 21 %.
Conviene recordar que estas cifras son relativas; por lo tanto la pérdida en la participación de los sectores populares no indica necesariamente que se encontraran viviendo en circunstancias más difíciles que en el pasado; después de todo, el PNB había aumentado a un ritmo mayor que el del crecimiento de la población con lo que el nivel general de vida subió. Lo que indican los porcentajes es que el 50 % menos favorecido de la población vio mejorar su nivel de vida a un ritmo mucho más lento que los grupos con ingresos más altos. Tomando el ingreso medio familiar mensual a nivel de los precios de 1958, se tiene que esa mitad menos favorecida de las familias recibían 460 pesos en 1950, o menos, y que en 1969 la suma era de 825 pesos, es decir, sus ingresos habían aumentado un 47,6 % en dos décadas. Ahora bien, los ingresos de las familias que ocuparon el 20 % más alto se incrementó en un 115 %, o sea, a un ritmo dos veces y media más acelerado.
La sociedad dual.
En la medida que lo permiten las inciertas cifras globales es conveniente ahondar en las particularidades del proceso de concentración del ingreso y de la polarización de la estructura social mexicana. Como en el caso de otros países latinoamericanos, en México se observa la existencia y crecimiento de una sociedad de consumo moderna, similar a las existentes en los países industrializados de Occidente; a diferencia de éstos, el sector moderno se halla rodeado por una sociedad, de magnitud igual o quizá mayor, que se ha mantenido al margen, y esto es justamente lo que ha permitido la formación del área moderna. La diferencia de formas de vida entre ambas es tan grande que algunos autores han llegado a pensar que para ciertos análisis se debe partir de la existencia de dos naciones dentro de los confines geográficos de México.
Los miembros de la nación moderna se concentraron en las grandes ciudades -el Distrito Federal, Monterrey, Guadalajara, Puebla-. Pertenecían a ella básicamente los obreros especializados y empleados cualificados del sector terciario, los sectores medios de la burocracia y de la administración en general, los profesionistas y pequeños empresarios y quienes explotaban la agricultura moderna.
Coronando esta pirámide se encontraban las familias que formaban la llamada clase alta, es decir, los dueños de la mediana y gran industria, de las empresas bancarias y comerciales, además de los altos funcionarios públicos y privados. El estilo de vida de todos estos sectores estuvo profundamente ligado -pese a toda la política de nacionalismo cultural originada con la Revolución- al american way of life. Las publicaciones norteamericanas -traducidas o en inglés- circularon profusamente entre ellos; la televisión y el cine, junto con la cercanía de los Estados Unidos, adonde anualmente iban centenares de miles de sus componentes a divertirse y adquirir bienes de consumo suntuario, afirmaron aun más este patrón e ideal de vida. El origen relativamente reciente de los sectores altos -la Revolución destruyó lo que pretendió ser el principio de una aristocracia nativa- les dejó poco protegidos ante la ofensiva cultural norteamericana. Fueron precisamente estos sectores los que impusieron la forma de vida que seguiría la nación moderna, que se convirtió en una sociedad dependiente de las modalidades económicas y culturales del exterior.
Los grupos marginados tuvieron cierta conciencia de la modernidad y de sus valores, principalmente a través de los medios de difusión masivos -cine, televisión, prensa-, pero hicieron un uso mínimo de tales valores e instituciones. Cuanto más alejados se hallaban de los centros urbanos menos influidos fueron por los cambios culturales y la forma de vida propia de la sociedad de consumo El caso extremo se registró entre los grupos indígenas, habitantes de regiones poco comunicadas en los estados menos desarrollados, cuyo problema de relación con el México moderno partió del idioma mismo, ya que muchos seguían sin dominar el español.
Aunque separados culturalmente y disfrutando de niveles de vida muy diferentes, la dinámica de los dos sectores, el desarrollado y el marginado, tenía puntos de contacto. Entre otros, cabe citar que el sector moderno tuvo siempre a su disposición una vasta masa de mano de obra no cualificada que pudo emplear, cuando lo requirió, con un nivel mínimo de remuneración. Esta dicotomía de la sociedad mexicana posrevolucionaria –que constituyó una de sus características más notables- se puede explicar por la naturaleza del modelo de desarrollo económico elegido por los líderes del país a partir de la segunda Guerra Mundial. La construcción de una infraestructura industrial, basada en los patrones propios de los países desarrollados, en un medio en que la distribución de los factores de la producción -capital y trabajo- era enteramente diferente, llevó al cabo del tiempo a la configuración de una brutal dualidad social, que resultó refractaria a los débiles esfuerzos reformistas del Estado por superarla.
Sociedad urbana y marginalidad.
Cualquier observador, aun el más superficial, de los grandes centros urbanos de México en la época -en especial de su capital- pudo notar la existencia de una gran masa de la población que vivía en tugurios y que se encontraba desempleada o desempeñando actividades de muy baja productividad. Esta masa coexistía con grupos cuyo nivel de vida era tan o más elevado que el disfrutado por las clases altas de ciertos países desarrollados de Occidente.
El desempleo fue un fenómeno que adquirió grandes proporciones en las ciudades mexicanas. Se debió a que el tipo de industria1ización adoptado requería el empleo intensivo de capital y poca mano de obra, especialmente en las industrias más modernas, tales como la siderurgia, la química, la industria automotriz, etc. De ello resultó una paradoja: para este tipo de actividad, a pesar de desarrollarse en medio del desempleo, no existió un mercado de mano de obra abundante. La explicación se encuentra en que el nivel técnico que requirió este sector era muy alto y sólo estaba al alcance de un sector limitado de la población obrera, lo que a su vez reflejó un fallo del sistema educativo, que no pudo preparar mano de obra especializada. El promedio de escolaridad de los obreros industriales, en su conjunto, era de tres o cuatro años aproximadamente.
Así pues, mientras el producto industrial en México creció en promedio a una tasa del 8 % anual a partir de 1950, la creación de empleo de este sector fue sólo del 4 %. El fenómeno se acentuó con el tiempo y la capacidad generadora de empleo en la industria siempre quedó por debajo de las necesidades generales. En 1970 se calculó que la creación de un nuevo empleo en el ramo industrial, requería una inversión de capital de 250.000 pesos. En la agricultura, en cambio, el costo era únicamente de 35.000 a 50.000 pesos. A pesar de todo, los mayores esfuerzos se dirigieron sistemáticamente a la industria y no a la agricultura, precisamente porque el modelo de desarrollo así lo requería.
El sector industrial motivó desigualdades que en cierta medida reforzaron las que ya se habían manifestado en la sociedad en su conjunto. En 1965 existían en México alrededor de 136.000 establecimientos industriales, pero la desproporción de los recursos entre ellos era notable; dentro del conjunto las 407 empresas mayores controlaban el 46 % del capital invertido en esa rama y contribuían con casi la mitad de su producción. Fueron estas empresas las que dieron empleo a lo que se dio en llamar la aristocracia obrera, es decir. a aquellos trabajadores altamente cualificados y bien remunerados. Si se consideran como empresas modernas no sólo a las 407 mayores, sino también a todas aquellas que daban ocupación en sus plantas a 50 obreros o más, se tiene que de los dos millones de personas empleadas en el sector industrial en 1955 únicamente 854.000 estaban en este tipo de empresas; el resto estaba en gran parte marginada. En general, los trabajadores del sector moderno estaban sindicalizados y gozaban de la protección de las instituciones políticas y de beneficio social, se trató de una elite, cuya relativa alta productividad le permitía ser parte integrante del México desarrollado.
En una sociedad con las características de la mexicana la educación formal constituyó uno de los principales puntos de movilidad social. Independientemente de su valor intrínseco, la adquisición de un diploma –a nivel elemental, medio o superior- incrementó las posibilidades de ascenso individual. El que las oportunidades educativas, a partir de 1940, crecieran a un ritmo relativamente más rápido que el incremento de la población explica el aumento notable de los sectores medios en México. En 1940 más del 12 % del presupuesto federal se destinó a gastos educativos, el porcentaje disminuyó un tanto en la década siguiente, pero volvió a recuperar el nivel inicial y aún a sobrepasarlo, fijándose en un 14 % al finalizar el citado período. Entre 1940 y 1970 la población del país aumentó en un 256 %, mientras que el número de alumnos inscritos en las escuelas primarias lo hizo en un 448 %. La educación superior tuvo un incremento aún más rápido, pues si bien en 1940 la Universidad Nacional Autónoma de México -el centro más importante de enseñanza superior- contaba con 17.000 alumnos, en 1968 llegaba a 93.000, es decir, la matrícula experimentó un ascenso del 547 %. El Instituto Politécnico Nacional, el otro foco importante de enseñanza media y superior, tuvo un crecimiento similar. Los profesionistas, como grupo, se consolidaron.
Las desigualdades sociales se vieron un tanto atenuadas por la acción del sistema educativo entre 1940 y 1970. Los alumnos encuadrados en el sistema de enseñanza superior procedentes de hogares campesinos continuaron siendo una minoría, pero en 1968 la mayoría de los estudiantes (69 %) procedían de familias en las cuales el padre no había cursado estudias secundarios, de preparatoria o profesional. Estas cifras indican que la educación superior -el canal de movilidad más importante en todo el sistema educativo- sirvió preferentemente a las necesidades de ascenso del estrato medio bajo, aunque dejó casi intacta la situación de los grupos situados en el extremo inferior de la pirámide social.
La sociedad rural.
La marginalidad existente en las zonas urbanas tuvo su origen en el campo. A principios de la década de los años setenta el subempleo total se estimó en casi seis millones de personas, o sea, el 45 % de la fuerza de trabajo. De este total se calcula que alrededor de 60% se encontraba en el sector agropecuario. Esta notoria disparidad tuvo como consecuencia el que una gran corriente de emigrantes del campo invadiera la ciudad, en donde a pesar de lo mal retribuido de sus ocupaciones, lograrían un ligero aumento en su nivel de vida. Se ha calculado que entre 1960 y 1970 el campo expulsó a 900.000 campesinos, que al no poder ser absorbidos por ninguna actividad productiva rural, tuvieron que subemplearse en las zonas urbanas.
El subempleo y desempleo rural tuvieron varias causas. La agricultura a pesar de constituir la fuente principal de divisas para la industrialización mexicana y de dar empleo a casi el 50 % de la población económicamente activa, sólo contribuyó en poco más del 11 % a la formación del producto nacional bruto. Esto se debió a que una gran parte de las personas dedicadas a actividades agropecuarias vivía dentro de una economía de subsistencia.
Fue el sector moderno de la agricultura mexicana el responsable principal del aumento de la producción, ya que fue también el más favorecido por la irrigación y por el crédito; además, pudo emplear maquinaria y hacer amplio uso de los fertilizantes. En general los predios dedicados a este tipo de agricultura fueron relativamente grandes -ejidales o de propiedad privada-. A pesar de la reforma agraria y de la desaparición de la gran hacienda, en las tres décadas posteriores a 1940 se produjo un proceso de concentración de la propiedad de la tierra productiva; este hecho fue más claro en el caso de la propiedad privada que en el de la ejidal. En 1960, 24.000 predios privados disponían de más de cien millones de hectáreas; de éstos, 3.800 controlaban 71 millones; en el otro extremo, 900.000 predios de pequeños propietarios disponían de apenas 1,8 millones de hectáreas. Es decir, el 1 % de los propietarios disponían del 74 % de la superficie no ejidal cultivada, la cual, a su vez representaba alrededor del 60 % de la superficie total en explotación.
La disparidad en la tenencia de la tierra se reflejó en la producción. En 1960 había 12.000 predios que tenían una producción anual con un valor de 100.000 pesos o más. Dichos predios representaban apenas el 0,5 % del total de predios, pero llegaron a contribuir con el 25 % de la producción agrícola total. En el otro extremo de la escala se encontraban los predios que en 1960 sólo alcanzaron a producir 750 pesos anuales o menos. Nada más y nada menos que 1.240.000 predios contribuyeron con el 4 % del producto agrícola.
Evidentemente los propietarios de estas parcelas no pudieron subsistir con el solo producto de sus tierras, por lo tanto es de suponer que parte de su tiempo activo lo dedicaron a alquilar su trabajo, como jornaleros, en las empresas agrícolas de mayor capacidad. Junto a estos minifundistas, que se vieron obligados a trabajar en propiedades ajenas, se encontró un sector aún más desfavorecido: el de los jornaleros sin tierra. Según ciertos cálculos, en 1970 este sector estuvo compuesto por tres millones de campesinos. Diez años antes, en 1960, estos jornaleros trabajaban en promedio únicamente cien días al año y el resto permanecían desocupados. Así pues, al final de los años sesenta la agricultura tenía un excedente de mano de obra superior a los dos millones de personas.
La situación anterior se reflejó claramente en los niveles de vida. En 1960 únicamente el 8% de las familias campesinas disponían de ingresos superiores a los mil pesos mensuales, mientras que en los centros urbanos la proporción fue de 35 %, es decir, el triple. El mismo fenómeno se observa al considerar que del total de 3,6 millones de familias clasificadas como rurales, en 1969, el 58 % tenía un ingreso mensual medio de 750 pesos o menos. Según las estadísticas cada familia estaba formada por 5.8 personas, luego el ingreso per cápita de más de la mitad de la población rural fue de 130 dólares anuales, bastante bajo en comparación con el promedio nacional que fue de alrededor de 700 dólares. La acción misma del Estado contribuyó a mantener esta desigualdad entre campo y ciudad, pues la mayoría de la población beneficiada por los procesos de modernización, a través de los servicios públicos e instituciones de seguridad social, se encontró en las áreas urbanas.
Desarrollo y regionalismo.
La diferenciación en la estructura social presenta, además de las manifestaciones anotadas anteriormente, como son la distribución muy desigual del ingreso personal y la subordinación del campo a la ciudad, otra característica muy notable: el regionalismo. Los procesos y beneficios de la modernización en el México contemporáneo no se dieron por igual dentro del ámbito nacional; hubo focos dinámicos, claramente identificables, mientras otras regiones quedaban rezagadas.
El valle de México fue el centro de la nación moderna. En este lugar se centralizaron los poderes políticos y económicos, al lado del complejo industrial y el mercado más grande de la nación. En esta área se invirtió el 50 % del capital del país. Si a la zona metropolitana se agregan siete de los estados más desarrollados del norte del país, particularmente Nuevo León, se tiene una región con la concentración del 39 % de la población total del país, que contribuye en el 75 % de la producción industrial. La agricultura presentó el mismo panorama; el polo de desarrollo agrícola más importante se encontró en el norte del país -Sonora, Sinaloa, La Laguna, el valle de Mexicali-, donde se habían formado importantes zonas de riego y en donde ejidatarios y propietarios privados contaron con las extensiones de tierra y las facilidades financieras adecuadas para producir la mayor parte de los productos de exportación agropecuarios y abastecer las necesidades en alimentos de las zonas urbanas. Frente a este polo desarrollado del norte se formó otro, de pobreza, en el sur, particularmente en la zona que comprendía Chiapas, Oaxaca, Guerrero y parte de Michoacán.
Examinando la estructura del ingreso per cápita de los estados más desarrollados frente a los más atrasados, se obtiene que el de los primeros fue cuatro veces mayor que el de los segundos. La desigualdad regional también se ve al examinar los servicios del Estado. La política educativa es un buen indicador. Mientras la enseñanza primaria se satisfacía en un 72 % en las zonas urbanas, se hacía sólo con un 58 % en las rurales. Lo que es aún más grave, si en las ciudades el 54 % de los niños, que ingresaron en el sistema de educación primaria, concluyeron sus estudios, en el campo lo hizo únicamente el 10 %. La educación media y superior fue casi inexistente para aquellos alumnos que habitaban en las zonas rurales.
Las regiones menos desarrolladas presentaron a la vez una gran disparidad interna en lo referente a la distribución del ingreso y nivel de vida en general. Los datos no son definitivos, pero puede adelantarse una hipótesis que correlacione la mayor desigualdad social relativa con el menor desarrollo regional.
Esto se debió a que la productividad de la mayor parte de la población económicamente activa en esas regiones atrasadas fue muy baja. Así, por ejemplo, por cada peso producido por el 10 % de la población económicamente activa de Oaxaca con la productividad más alta, el 70 % con la productividad más baja apenas produjo 28 centavos. El primer grupo correspondió a la población que se encontraba empleada en la escasa industria del Estado, mientras que el segundo lo constituía el dedicado a las actividades agropecuarias, que en gran parte tuvieron un carácter de subsistencia. Los obreros de Oaxaca, a pesar de su posición privilegiada en relación a su ámbito local, resultaron ser de los menos favorecidos al compararse con aquellos operarios empleados en las zonas industriales del valle de México o Monterrey, donde estaban localizadas las empresas más modernas y en donde los trabajadores disfrutaban de una productividad más alta.
Consideraciones finales.
La estructura social del México contemporáneo contrasta notablemente con la existente a principios de siglo. La deformación del cuerpo social, a que entonces hizo referencia Andrés Molina Enríquez, con la existencia de una pequeña elite que controlaba las principales fuentes de riqueza, poder y prestigio, frente a una enorme masa, en su mayoría campesina, que sólo disponía de su fuerza de trabajo con muy baja productividad, fue desapareciendo ante el crecimiento acelerado de los sectores medios. La urbanización y el proceso de industrialización, a base de la sustitución de importaciones, aunado a la flexibilidad de las instituciones políticas posrevolucionarias, fueron los factores responsables de éste desarrollo de la llamada clase media. El sector obrero y los trabajadores de cuello blanco constituyeron en los años treinta una clase social relativamente pequeña; a partir de 1940 surgieron como una clase social a tener en cuenta, la cual se situó entre los trabajadores del campo y grupos medios profesionales y las clases altas. A diferencia del pasado, todos estos sectores tuvieron la oportunidad de organizarse formalmente al menos en principio y de actuar en el campo político, a fin de defender mejor sus intereses corporativos en el proceso de distribución de los beneficios de la actividad social.
En principio, la Revolución de 1910 -el acontecimiento histórico más importante del siglo XX mexicano- se comprometió a favorecer el ingreso de todos los sectores sociales en los procesos que darían forma a las decisiones que habrían de configurar la nueva estructura política y económica del país; también se comprometió a apoyar las demandas de los sectores mayoritarios -obreros, campesinos y clases medias- para impedir que se repitiera la existencia de una distribución poco equitativa de la riqueza. La. realidad, sin embargo, no correspondió enteramente a los proyectos iniciales.
La polarización social volvió a presentarse, no como un fenómeno accidental, sino por causa de un orden estructural. Esta polarización se dio a varios niveles; por un lado, en la existencia de grupos marginados frente a otros que activamente participaron y se beneficiaron directamente de los procesos de modernización, y por el otro, en la estratificación dentro de cada uno de estos dos grandes sectores. Si bien al concluir la séptima década del siglo habían desaparecido las características de desequilibrio social a que habían hecho referencia los observadores de principios de siglo, México se enfrentó, en cambio, al problema de la dualidad social que los desarrollos políticos y económicos de las últimas décadas crearon, reflejándose en la configuración cada vez más clara de las dos naciones dentro del ámbito mexicano: una moderna, participante de las características de la sociedad de consumo, y otra, cuantitativamente tanto o más importante que la primera, que se quedó a la zaga, sosteniendo el proceso de modernización sin recibir apenas beneficios. La solución a esta dualidad constituía el reto más importante al que se enfrentaba el sistema social mexicano al cerrarse la séptima década del siglo.
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132. La educación pública (1940-1970).
Desde los finales del porfiriato la educación pública adquirió un gran desarrollo en el país. Sin embargo, el aislamiento geográfico, la falta de comunicaciones, de maestros y de recursos económicos demostraron ser obstáculos poderosos, y a pesar del impulso que se dio a la educación, en vísperas de la Revolución mexicana el analfabetismo alcanzaba a un 84 % de la población. El civismo y esfuerzo del grupo extraordinario de pedagogos que actuaron a la vuelta del siglo marcó muchas de las pautas que se fijarían a la escuela mexicana poco más tarde. Sus prédicas y objetivos influyeron en la Revolución y su presencia en la lucha aseguraron que aquella le diera gran importancia a la tarea educativa.
Una vez terminada la lucha, el gobierno revolucionario emprendió la gigantesca tarea de tratar de proporcionar educación pública para todos los habitantes del país. No sólo había que multiplicar escuelas, maestros, material didáctico y comunicaciones, empresa ésta ya de por sí inmensa, sino también preparar maestros en las múltiples lenguas indígenas para llevar las letras a grupos aislados.
Dos administraciones públicas se destacaron por su gran empeño educativo: la primera fue la del general Alvaro Obregón, que, con su ministro José Vasconcelos, se empeñó en conmover a todos los alfabetos para llevar a cabo una cruzada educativa; la segunda fue la del general Lázaro Cárdenas, durante la cual se multiplicaron escuelas rurales, técnicas, agrícolas, normales y libros de texto, a pesar de que esa administración tuvo que afrontar el gran problema de la educación socialista, implantada por la reforma de 1934. El mandato de combatir los prejuicios y el fanatismo y crear en la juventud "un concepto racional y exacto del Universo" demostró ser explosivo, aunque en buena medida se siguió enseñando lo mismo, puesto que sin una reeducación del maestro y sin un cambio de estructuras era de esperarse que la reforma fuera nula.
El malestar que creaba el monopolio educativo del Estado se mezcló con algunos otros problemas y esto causó violencias: maestros desorejados y el cierre de muchas escuelas. La ambigüedad misma de la reforma hizo necesario atemperar la interpretación que se daba al artículo 3° en la Ley Orgánica de Educación de 1939. En el cambio desempeñaron su papel también otros factores, como el temor de una intervención extranjera por la expropiación del petróleo y el temor a la influencia que pudiera tener en México la segunda Guerra Mundial. Ante un mundo amenazante precisaba unir al país y limar todo motivo de división entre los mexicanos.
La administración Avila Camacho, la unidad nacional y la lucha contra el analfabetismo.
La segunda Guerra Mundial iba a fomentar muchas de las tendencias que se venían notando en el país desde la década de los treinta, entre ellas la industrialización y la búsqueda de una nueva conciliación de las fuerzas políticas, que patrocinaban la entrada a una relativa estabilidad. Durante la campaña presidencial de 1940 se expresó repetidamente el repudio al artículo 3°. Esto hizo que El presidente Avila Camacho optara por el camino de la conciliación en todos los terrenos.
Era imposible pretender que se cambiara el artículo 3° de la noche a la mañana; por tanto se mantuvieron los mismos programas de enseñanza y se continuaron publicando textos "socialistas", aunque aparecieron otros cuyo tono era diferente, es decir, simplemente mexicanista. Ante la situación internacional, el nuevo presidente optó por una "política de comprensión, de simpatía humana, de solidaridad social", y durante todo el sexenio la tarea más urgente fue la de lograr la unidad. Avila Camacho lo expresaba en su informe de 1945: "Cuando empezó la guerra nos dimos cuenta, con más claridad que nunca, que había una causa común a todos los mexicanos: la causa de nuestra patria. Brotó entonces en todas las voces un mismo grito: la unión sagrada. Y en todos los corazones un mismo anhelo: la adhesión de todos bajo la enseña de la República". Pero también entonces se reconoció que la guerra no era la única razón; "si ella nos reunía era porque nuestras más intensas agitaciones no habían tenido como propósito el de dividirnos, sino el de combinar con mayor fuerza los ingredientes de nuestra fórmula peculiar".
La educación pública, que siempre había sido un medio para modelar el México del futuro, volvió a considerarse el camino para conseguir la unidad y la industrialización. Había que inculcar un nacionalismo, a la vez que se preparaban los obreros calificados, los técnicos y los científicos necesarios para el desarrollo.
Desde el principio del sexenio, el cambio de actitud era aparente, pero se consideró prudente que el cambio legal siguiera a la práctica. Hoy parecería que el proceso fue sencillo, pero el hecho mismo de que en un solo período gubernamental hubieran habido tres secretarios de Educación diferentes comprueba que no fue ése el caso.
A Luis Sánchez Pontón le tocó ser ministro durante el turbulento período del 1 de diciembre de 1940 al 12 de septiembre de 1941, en el cual se reorganizaría la Secretaría de Educación Pública, sustituyéndose los antiguos departamentos por Direcciones Generales. Sánchez Pontón se esforzó por defender la escuela socialista en tiempos que no eran ya propicios, y tuvo que dejar el cargo en manos de Octavio Véjar Vázquez, quien permanecería del 12 de septiembre de 1941 hasta el 20 de septiembre de 1943. El nuevo ministro se empeñó en corregir errores cometidos en tiempos de Vázquez Vela; desgraciadamente también canceló algunos de los cambios positivos que éste había implantado, como la coeducación y las escuelas regionales campesinas. Hizo serios intentos de moralizar al magisterio, pero con medidas tan drásticas que resultaron inapropiadas. Su política fue impopular y a menudo se le calificó de reaccionaria. Al parecer, los dos secretarios fueron víctimas del cambio político que se intentaba. Jaime Torres Bodet completó el sexenio, y gracias a su personalidad se le imprimió un nuevo aliento a la educación mexicana.
Si bien no se reformó el artículo 3° sino hasta fines del período de Avila Camacho, sí se promulgó una nueva Ley Orgánica de Educación en 1942. Esta ley seguía afirmando que la educación impartida por el Estado sería socialista en todos sus niveles. Sin embargo, su espíritu era totalmente distinto. En primer lugar insistía en que el socialismo educativo era "el socialismo que forjó la Revolución mexicana". Condenaba en cierta medida los extremos que habían tenido lugar por una interpretación equivocada, "con lamentables resultados para la tranquilidad de la nación". También subrayaba que, para los efectos de la ley, no podía entenderse "por fanatismo o prejuicio la profesión de credos religiosos y la práctica de ceremonias, devociones o actos de culto". De manera que consideraba fanatismo sólo "el excesivo apego a creencias u opiniones religiosas". La nueva interpretación no hablaba de una escuela antirreligiosa, sino sólo enemiga de los excesos. Se fijaban como finalidades las siguientes:
Fomentará el íntegro desarrollo cultural de los educandos dentro de la convivencia social, preferentemente en los aspectos físico, intelectual, moral, estético, cívico, militar, económico, social y de capacitación para el trabajo útil en beneficio colectivo;
Excluirá toda enseñanza o propagación de credo o doctrina religiosa;
Contribuirá a desarrollar y consolidar la unidad nacional, excluyendo toda influencia sectaria, política y social contraria o extraña al país y afirmando en los educandos el amor patrio y a las tradiciones nacionales, la convicción democrática y la confraternidad humana.
La guerra mundial, que había influido en el empeño de lograr la unidad, también influyó en la insistencia de convertir la educación en un instrumento para la paz y para la solidaridad con los otros países del continente. Se publicaron muchos folletos con propaganda antibélica y antifascista. Se hizo un llamado a los maestros para "escoger y desarrollar en los educandos la idea y el sentido profundo de la democracia". Muchos de los ejercicios de clase se destinaron a analizar "la tragedia europea" y la "actitud de América latina".
Para fomentar un hondo sentido panamericanista, desde el primer año se cantaban himnos alusivos como "América inmortal"; se leían biografías de héroes de todo el continente y se enseñaban canciones y bailes americanos. En los seis años de enseñanza primaria se explicaba el pensamiento de los grandes americanos, la historia común del continente, su geografía, recursos naturales, comunicaciones, producción y hasta “el papel geográfico de México en la defensa del continente”. Dentro de ese panamericanismo no dejó de subrayarse un patriotismo marcado: todos tos días se izaba la bandera en las escuelas y se hacía una sencilla ceremonia de homenaje.
Para los maestros se publicó toda una serie de folletos, entre los que se encontraba una síntesis de Mi Lucha de Hitler y temas como La Liga de las Naciones, El Tratado de Versalles, Bases Fundamentales del Ideario Fascista. Este programa creció con la declaración de guerra y la asistencia de México a la Conferencia de Ministros de Educación de Londres en 1942, en la cual se discutió el importante papel que tenía la educación en el mantenimiento de la paz.
En la práctica, la educación se empeñó en fortalecer los lazos de unidad y en hacer desaparecer la barrera lingüística que separaba a muchos mexicanos, castellanizándolos. Para unificar los programas y métodos de estudio de todo el país se constituyó un Consejo Nacional Técnico de la Educación. También se restablecieron en 1942 las Misiones Culturales, grupos de maestros, artesanos, profesores de educación física y economía doméstica e higiene, que se adentraban en las zonas aisladas para trabajar con la comunidad y poner en práctica su mejoramiento general.
Se fundaron muchas instituciones pedagógicas, culturales y científicas, entre las que destacan la Escuela Normal Superior, la Escuela Nacional de Especialistas y la Escuela Nacional de Bibliotecarios. Para difundir y definir la cultura nacional se crearon dos instituciones: en 1942, el Seminario de Cultura Mexicana, que debía estimular la producción científica, filosófica y artística, así como extender la cultura nacional y universal en todo el país; en 1943, el Colegio Nacional, institución que agrupaba y honraba a los grandes valores nacionales.
También se continuaron tareas para estimular el desarrollo industrial. Se reorganizó el Instituto Politécnico Nacional fundado en 1937, se creó una Comisión Impulsora y Coordinadora de la Investigación Científica y se inauguró el Observatorio Astrofísico de Tonanzintla. La iniciativa privada colaboró con la fundación del Instituto Tecnológico de México y el Instituto Tecnológico de Monterrey, este último modelo de educación superior.
Fue Jaime Torres Bodet el que se empeñó en integrar las labores de la Secretaría de Educación y les dio un verdadero sentido nacional. Para llevar a cabo su tarea se enfrentó a dos graves problemas: el alto porcentaje de analfabetismo y la escasez de escuelas y maestros. El problema del analfabetismo se consideró tan agudo que el 21 de agosto del año 1944, para dramatizar el problema, se promulgó la Ley de Emergencia para la Campaña Nacional contra el Analfabetismo. Se imprimieron diez millones de cartillas, no sólo en español, sino también en náhuatl, maya, tarasco, otomí y tarahumara. Se crearon 69.881 centros de enseñanza, que atendieron a 1.350.575 analfabetos.
El éxito fue limitado, a pesar del gran esfuerzo por estimular a la población a aprender y enseñar a leer; en 1945, sólo 205.081 habían aprobado el curso. Se descubrió por entonces la existencia de analfabetos funcionales, es decir, personas que alguna vez habían aprendido a leer y escribir, pero que, debido a la carencia de material adecuado de lectura, lo habían olvidado todo con los años. Para evitar que esto sucediera en el futuro se creó la Biblioteca Enciclopédica Popular.
La escasez de maestros y de escuelas se consideró como un obstáculo para solucionar, a largo plazo, el problema del analfabetismo. Se calculó que las necesidades del país requerían 45.000 maestros más de los existentes. El 11 de febrero de 1944 se inició el primer programa federal de construcción de escuelas y, para acelerar la formación de maestros, la Secretaría tomó bajo su control cuatro escuelas normales rurales, las de Ciudad Victoria, Morelia, Oaxaca y Pachuca, aumentándose a seis los años de estudio para mejorar la preparación que se daba. Se consideró que la Escuela Normal Nacional era insuficiente y en 1945 se inició la construcción de un nuevo conjunto de edificios para albergar la extensión de sus servicios.
Por de pronto era muy importante mejorar la preparación de los maestros en servicio y al respecto se creó el Instituto de Capacitación del Magisterio. Esta institución proporcionaba cursos por correspondencia y cursos intensivos durante las vacaciones escolares, y elaboraba material didáctico. A pesar de todo, el gran problema que pesaba sobre la Secretaría de Educación era la reforma del artículo 3° de la Constitución. Torres Bodet se enfrentó a un clima político menos efervescente que el de sus antecesores; incluso le favoreció el hecho de que, en el desarrollo de la segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética, que al principio estuvo al lado de Alemania, entrara en el grupo de países aliados con el que México colaboraba. De esa manera se calmaron algo los ánimos de los maestros, que soñaban con una "educación socialista" a la manera soviética.
La reforma del artículo 3° se llevó a cabo por etapas para evitar que se acaloraran los ánimos. El 3 de febrero de 1944 se nombró una comisión revisora y coordinadora de libros de textos y programas, la cual estudió los cambios que debían hacerse, de manera que la educación pública lograra "la formación moral del tipo humano, democrático y justo que deseamos". Se pretendía desarrollar todas las facultades de los seres humanos: la fuerza corporal, eficacia de los sentidos, elevación de los sentimientos, capacidad de la mente, firmeza del carácter y la probidad de su altruismo.
México sostuvo en la Conferencia Educativa, Científica y Cultural de Londres, en 1945, la tesis de que la educación debería ser integral, es decir, instrucción de la inteligencia y desarrollo del carácter, educación para la paz, lucha contra la ignorancia y para la comprensión de lo mexicano. Advertía la tesis mexicana que no pretendía "provocar los errores del nacionalismo ciego e intolerante", sino asegurar que el desarrollo mexicano fuera en bien de la solidaridad universal, para que México pudiera convivir con todo el mundo.
Los programas de 1944 para la enseñanza primaria adelantaban los cambios que vendrían a continuación. Estaban hechos, se decía, para niños mexicanos y para "borrar las desigualdades totalmente". Se quería que la escuela lograra la homogeneización espiritual para que, por medio del amor, se unieran todos los mexicanos en un solo espíritu para formar una nación fuerte.
Desde entonces se expresaba que la educación debía ser menos verbalista, menos empeñada en hacer memorizar y ser más experimental y práctica, lo que redundaría en beneficio de los que tenían que abandonar la escuela sin terminar sus estudios. Si era práctica, aunque no se terminara, tendría aplicación, serviría para saber cumplir una función útil.
En 1945 el país parecía estar listo para la reforma del artículo 3° constitucional. El proyecto aclaraba que se reconocía que la reforma del artículo 3° de 1934 había significado un adelanto, pero su falta de claridad causó desorientación. A pesar de todos estos cuidados, no se pudo evitar que hubiera conmoción. El Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación decidió dedicar una de sus conferencias a discutir el problema. A pesar de que muchos querían mantener el texto de 1934, el viejo líder socialista Vicente Lombardo Toledano logró inclinar la opinión a favor de la reforma, con el argumento que usaba el gobierno. Era urgente eliminar los aspectos poco claros en la redacción del artículo 3°, que por su confusión permitían el ataque de los reaccionarios y debilitaban la unidad nacional. "Queremos -decía Lombardo- un artículo 3° depurado de sus contradicciones y confusionismos; conservando su contenido progresista; mejorando su alcance liberador para que sirva al pueblo mexicano de eficaz instrumento para la realización de sus magnas tareas históricas."
Se expresaron ampliamente las opiniones a favor y en contra, pero la mayoría se daba cuenta de los múltiples problemas que había provocado una reforma que no había sido expresada con la debida claridad. Poco a poco las organizaciones obreras fueron expresando su apoyo a la política educativa del gobierno.
El artículo 3°, que todavía está en vigor, autoriza a los particulares a establecer instituciones educativas de cualquier nivel, aunque la Secretaría de Educación mantiene el derecho de autorizarlas y supervisarlas, de manera que cumplan con las exigencias que impone la ley. Se mantuvo la prohibición de que una corporación religiosa y los ministros de cualquier culto religioso pudieran enseñar.
La educación primaria continuaba siendo obligatoria, y la impartida por el gobierno, gratuita.
Para cumplir con su cometido conciliador el artículo 3° no podía ser muy definitivo y el texto es algo vago. Se mantenía cierto anticlericalismo, por tanto prohibía a los religiosos educar, a pesar de que buen número de instituciones educativas privadas estaban manejadas por órdenes religiosas católicas. Al mismo tiempo, para tranquilizar a los creyentes, se afirmó que se respetaría la libertad de creencias. El hecho de que el artículo 3° de 1945 siga en vigor significaba, sin duda, que se logró el efecto de contentar a todos.
Durante su último año de gobierno, Avila Camacho enfatizó que una verdadera y honda mexicanidad era el mejor instrumento de comunicación con lo universal. La Secretaría de Educación preparó un libro que analizaba la historia mexicana y los diversos aspectos de la cultura mexicana, publicado en 1946 con el título de México y la Cultura y elaborado por los más importantes intelectuales. Era un intento nacionalista de afirmar "lo mexicano", resumiendo la contribución mexicana en todas las manifestaciones de la cultura. Torres Bodet permaneció sólo tres años en la Secretaría de Educación; por tanto, no llegó a ver concluidas las tareas que habla iniciado. Apenas 352 nuevas escuelas de las 796 planeadas fueron terminadas antes de finalizar el sexenio de 1946. Sin embargo, casi todos los planes se continuaron, aunque con menor intensidad. El Decreto del 3 de marzo de 1947, por ejemplo, declaró permanente la campaña contra el analfabetismo. El empeño por inculcar un sentimiento de unidad nacional entre todos los mexicanos, se mantuvo también en las siguientes administraciones. Pero hubo variaciones en la forma de interpretar el alcanzar la unidad nacional. El secretario de Educación del presidente Alemán (1946 - 1952), Manuel Gual Vidal, se empeñó en la federalización de escuelas normales del país, como medio para crear un verdadero sistema nacional de educación pública.
Educación al servicio del desarrollo.
En el sexenio de 1946 a 1952, de acuerdo a su personalidad dinámica y emprendedora, el presidente Alemán prefirió llevar a cabo tareas educativas de carácter práctico, que sirvieran de base para el desarrollo económico, por entonces ya objetivo fundamental del gobierno. "La escuela –decía Gual Vidal- es una emanación social; su estructura y sus fines se hallan vinculados al desenvolvimiento general de la sociedad y al progreso de la ciencia y la técnica." Con ese mismo espíritu, tratando de desarrollar en los mexicanos un interés económico, se expidió la Ley del Ahorro Escolar. Esta ley declaraba obligatoria la compra de una estampilla semanal de ahorro, de manera que cada niño llenara una libreta a lo largo del año escolar. Entre los grupos más pobres, la obligación se convirtió en un nuevo problema más que en un medio de formación de hábitos de ahorro.
Una vez determinado que lo importante era que la educación formara obreros calificados y técnicos para la industria, todo era cuestión de ligar la educación primaria a la técnica. Por eso se dio gran importancia a la expansión de los Institutos Tecnológicos Regionales a partir de 1948, creados a base del modelo del Instituto Politécnico Nacional, que coordinaría los Tecnológicos Regionales.
También dentro del espíritu eminentemente práctico del sexenio estuvo la construcción de edificios escolares, lo que se hizo con gran éxito. Durante el sexenio 1946 - 1952 se construyeron 4.159 escuelas, se repararon 2.383, además de llevar a cabo conjuntos tan impresionantes como el Conservatorio Nacional de Música y la Ciudad Universitaria. Esta última fue posible gracias al apoyo gubernamental y a la acción del Patronato de la Construcción de la Ciudad Universitaria, que hizo un llamado para obtener donativos.
El entusiasmo despertado para reunir fondos y construir la Ciudad Universitaria hizo posible que las obras se aceleraran, a pesar de los múltiples obstáculos técnicos. La Ciudad Universitaria se construyó al sur de la Ciudad de México, en el gran pedregal originado por la lava volcánica. Hubo que usar potente maquinaria para separar la enorme capa de roca volcánica que fue usada como material importantísimo en la construcción, iniciándose así toda una moda arquitectónica en México. Piedra, murales de mosaico veneciano y grandes espacios abiertos produjeron un conjunto armónico, que hoy ha perdido mucho de su belleza original con la construcción de nuevos edificios para proporcionar aulas a una población escolar mucho más elevada de lo que los cálculos predecían.
Durante el sexenio 1946 - 1952 hubo también un visible empeño de mejorar la formación del maestro. Para lograrlo se federalizó la enseñanza normal y se publicaron numerosas obras pedagógicas de autores extranjeros.
El hecho de que la Asamblea General de la UNESCO de 1947 tuviera lugar en México y de que Jaime Torres Bodet se convirtiera en su director general un año después, hizo que México apoyara los proyectos de la UNESCO y propagara con entusiasmo sus finalidades. De esa manera se estableció un ensayo piloto de educación básica en Nayarit en 1948 y el primer Centro Regional de Educación Fundamental para la América Latina (CREFAL) en Pátzcuaro, Michoacán, en 1950. Las actividades de propaganda de los ideales de las Naciones Unidas fueron múltiples. En 1948 se celebró en todas las escuelas del país la Semana de las Naciones Unidas, con cantos y bailes de otros países del mundo y unidades de estudio en las ciencias sociales y naturales que subrayaban "el sentimiento de unidad en el mundo y en la vida".
El fomento de la vida artística mexicana, que desde los tiempos de don José Vasconcelos (1920 - 1923) venía siendo una de las tareas importantes de la Secretaría de Educación Pública, adquiriría mayor relevancia con la fundación del Instituto Nacional de Bellas Artes, encargado de promover, fomentar y sostener actividades artísticas en todo el país.
Los problemas del indio, que a partir de la Revolución habían cobrado importancia en la política nacional, fueron cuidados especialmente durante el gobierno de Cárdenas. En la década de los años cuarenta volvió a surgir la polémica sobre la solución al aislamiento del indio. Volvieron a presentarse dos soluciones al problema: integración total mediante la castellanización y la inculcación de determinados valores y lealtad al Estado, a través de la escuela; la otra solución mantenía que los grupos indígenas debían conservar su lengua, su cultura, sus valores y, sólo después de aprender a leer en su propia lengua, debían aprender el castellano; ésta sería una agregación a un pluralismo nacional que tenía sólo unidad gubernamental. Durante el período l946 - 1952 el Departamento de Asuntos Indígenas se convirtió en Dirección General de Asuntos Indígenas, con una doble tarea: ocuparse de los diversos aspectos de la educación indígena y "procuraduría" indígena, es decir, ayudar a los grupos indígenas a tramitar eficientemente sus problemas en las distintas oficinas gubernamentales.
Para la educación indígena se crearon Centros de Adiestramiento Indígena, dedicados a dar educación básica y entrenamientos prácticos de agricultura y artesanía. También se establecieron Unidades de Educación Indígenas que trataron de reunir recursos de diversas agencias para aprovecharlas en el desarrollo económico, social y cultural de toda una región con las mismas características. El espíritu de la UNESCO permeaba la tarea: "Todos los hombres, sin distinción de razas, credos, color o posición social, deben unificarse en la conciencia y el ideal común de la fraternidad universal. Las familias aborígenes de la República mexicana, que son carne y espíritu de la nacionalidad, no pueden ni deben quedar al margen de la obra general en pro de la paz y la fraternidad".
Después del indigenismo retórico y agresivo de las dos décadas anteriores a los años cuarenta querían darle al problema del indio una solución práctica, mejorando ante todo su terrible situación económica y proporcionándole una educación que le permitiera un futuro mejor. Esa década estuvo empeñada en lograr una comprensión de la cultura nacional a la manera de Justo Sierra, reconociendo las dos raíces que la habían formado, la indígena y la hispánica, para superar las fobias y las filias. Sin embargo, los años de 1947 a 1949 verían desarrollarse las luchas abiertas entre hispanistas e indigenistas.
En 1947, gracias a unas reparaciones en el Hospital de Jesús, fueron hallados los restos de Hernán Cortés. Los hispanistas apresaron su regocijo en artículos periodísticos y hasta en libros. Se pidió una estatua al conquistador de México, que simbolizara reconocimiento al "fundador de la nacionalidad". Por el contrario, los indigenistas atacaron la idea, y todo pareció quedar en nada ya que el gobierno hizo oídos sordos a este asunto.
Sin embargo, el 26 de septiembre de 1949, doña Eulalia Guzmán, la constante campeona de la causa indigenista, anunció que había hallado los restos del último emperador mexica, Cuauhtémoc. Los periódicos se llenaron de reseñas y fotografías de los objetos encontrados por la historiadora en Ichcateopan, Guerrero. El descubrimiento fue rechazado desde el primer momento, pero el indigenismo era tan sensible que el secretario de Educación pidió al Instituto Nacional de Antropología que nombrara una comisión, la cual llevara a cabo serias investigaciones sobre el asunto.
La comisión nombrada rindió un informe desfavorable, pero doña Eulalia Guzmán logró que un grupo de intelectuales fallara a favor de la autenticidad de los restos. La prensa y el público tomaron acalorado partido y obligaron a la Secretaría a formar una nueva comisión. El 6 de enero de 1950 se constituyó la Comisión Investigadora de los Descubrimientos de Ichcateopan. Estuvo constituida por intelectuales de gran reputación, como Pablo Martínez del Río, Alfonso Caso, Manuel Gamio, Arturo Arnáiz y Freg, etc., en representación de las principales instituciones académicas del país.
La comisión era tan delicada que el primer acto fue rendir homenaje a la memoria de Cuauhtémoc, ante el monumento del Paseo de la Reforma, afirmando que “la personalidad histórica de Cuauhtémoc es uno de los temas que aquí no están a discusión... y para una veneración como la que el pueblo de México tiene hacia su figura, sólo la verdad será digno tributo".
En febrero se efectuó la última reunión. Al conocerse el dictamen adverso, el partidarismo movió a algunos periódicos a pedir que los miembros de la comisión fueran fusilados por la espalda, como traidores. El dictamen concluía diciendo que los restos de Ichcateopan contenían huesos de por lo menos cinco esqueletos, algunos infantiles y otros femeninos. Los documentos, que pretendían demostrar que el entierro había sido hecho por Motolinía, se declararon apócrifos. Las letras de la placa, sin duda, no correspondían al siglo XVI, lo que probaba que era falsa y contenía además errores en la transcripción del nombre náhuatl. Para calmar los ánimos la comisión declaró que, puesto que el hallazgo había avivado la veneración del héroe, Ichcateopan merecía que dentro de sus límites se levantase un monumento al último emperador mexica.
El curioso y a veces enojoso suceso dio lugar a tantos excesos, que la década de los cincuenta vio aparecer una actitud más tranquila ante las dos figuras históricas. Cortés sigue ocasionando polémica, pero los insultos en época del hallazgo de doña Eulalia Guzmán y la deformación con que pintó Diego Rivera al conquistador en el Palacio Nacional fueron una especie de catarsis.
La educación en crisis (1952 – 1958).
El sexenio de Adolfo Ruiz Cortines fue un periodo gris. Su empeño fue disminuir la propaganda, el aparato y los gastos y emprender una campaña de austeridad que saneara la bancarrota heredada. El optimismo del sexenio anterior obligó una necesaria devaluación, que hizo que un presupuesto más alto tuviera menor rendimiento. E! gobierno de Ruiz Cortines no fue partidario de las grandes obras, sino más bien de continuar lo iniciado y procurar proporcionar servicios que contribuyeron directamente al bienestar del mexicano común. La salud pública fue su preocupación constante; por ello se multiplicaron Centros de Salud, Clínicas y campañas de erradicación de males endémicos.
La educación tuvo un desarrollo limitado. Todo el mundo hablaba de la crisis de la educación. En buena parte se trataba de que la educación pública empezaba a enfrentarse al rápido crecimiento de la población y los problemas que éste planteaba: la necesidad de multiplicar los servicios escolares a un ritmo muy difícil de alcanzar.
Curiosamente con un maestro como secretario de Educación, don José Angel Ceniceros, que conocía a fondo los problemas, hubo una gran inestabilidad. Los padres protestaban por la falta de escuela para un número siempre creciente de niños; el malestar entre los maestros por la disminución del poder adquisitivo de la moneda fue constante; y, para colmo, el internado del Instituto Politécnico Nacional dio tantos dolores de cabeza que hizo necesario el uso del ejército para calmar al centro de estudios. Para suavizar los ánimos estudiantiles el gobierno se vio precisado a acelerar la construcción de la Ciudad Politécnica, ya que el hecho de que se hubiera terminado la Ciudad Universitaria y que las dos instituciones fueran rivales causaba gran malestar.
Uno de los aspectos en el que la administración de Ruiz Cortines puso mayor interés fue el de mejorar la educación pública en la provincia rural y urbana, elemental y superior. En 1953 el presidente informaba que el analfabetismo, a pesar de la campaña iniciada en 1944, alcanzaba a un 42 % de la población y las actividades alfabetizadoras estaban abandonadas. Lo mismo sucedía con las Misiones Culturales. El régimen hizo esfuerzos para revivirlas, al mismo tiempo que aumentaba el apoyo económico a las universidades de provincia y se construían los Centros Tecnológicos Regionales. La preocupación por el rendimiento del presupuesto hizo volver los ojos a problemas como el de la deserción escolar, que siempre alcanzó grados inconcebibles. Una de las causas de dicha deserción era la desnutrición infantil, por lo que se empezó a aumentar el desayuno escolar, a través del Instituto Nacional de Bienestar de la Infancia.
La Universidad empezó a funcionar en la Ciudad Universitaria con una práctica revolucionaria en México: el profesorado de tiempo completo y la ampliación de los institutos de investigación. Se llevaron a cabo reformas en los planes de estudio, especialmente en el bachillerato, que se declaró único, sin importar la carrera que seguirían más tarde los bachilleres, práctica que se revocaría en la década de los sesenta al aumentarle un año de estudios.
El presidente Ruiz Cortines no se engañó al presentar el estado del problema educativo al terminar su gobierno: "Los niños en edad escolar en el país suman 7.400.000; se inscribieron en escuelas federales 2.900.000, y 1.500.000 en las estatales, municipales y particulares. En total 4.400.000. Tres millones, incluidos los de las comunidades indígenas -lo informo con profunda pena-, quedaron al margen de la enseñanza. Ante problema de tamaña magnitud, requiérese con urgencia la cooperación más amplia y efectiva de los sectores técnica y económicamente capacitados, nuevos y abundantes recursos a favor de la niñez que, con enorme pena lo digo, gran parte de ella carece aún de la instrucción primaria. Cada año no la obtienen 300.000 niños, sin contar los de las comunidades indígenas".
Señalaba también que de cada dos mexicanos, sólo uno sabía leer. Al crear en 1958 el Consejo Técnico de la Educación para planificar integralmente la educación del país, se tenía una visión negra de los problemas de la educación pública mexicana, lo cual obligaría a hacer un esfuerzo sorprendente en la siguiente administración.
En busca de la solución: el Plan de Once Años (1958 – 1964).
Al tomar el poder el presidente Adolfo López Mateos, tuvo el acierto de elegir nuevamente como ministro de Educación Pública a don Jaime Torres Bodet. El presidente había sido vasconcelista en su juventud, por lo cual, durante su gobierno, dio una importancia fundamental al renglón educativo. Nuevamente se veía la educación pública en su más amplia dimensión y se planeaba, por vez primera, a largo plazo.
En 1959 una comisión nacional redactó un plan a cumplir en once años. El plan consideraba las necesidades reales de acuerdo con la población escolar en ese momento, y advertía las necesidades de acuerdo a previsiones de aumento de la población. Con esa base planeaba una multiplicación intensiva de maestros y de aulas, de manera que once años después hubiera escuelas suficientes para todos los niños mexicanos.
El plan sentó las bases para extender al máximo el primer año, al tiempo que se iban creando los otros grados para ir absorbiendo el número de niños que pasaran al grado superior. La comisión calculó que para cubrir las necesidades existentes, más las que ocasionara el crecimiento de la población, el país necesitaba 39.165 aulas (11.825 urbanas y 27.440 rurales) y 51.090 maestros más. Como se temía que la expansión haría ineficaz la administración de escuelas primarias, se dividió la dirección y se crearon oficinas auxiliares de coordinación, supervisión y departamentos técnicos. El plan requería la construcción masiva de escuelas y la preparación de un número suficiente de maestros.
Entre 1958 y 1964 el Comité Administrativo del Programa Federal de Construcción Escolar construyó 23.284 nuevas aulas. Fue éste un esfuerzo considerable si se tiene presente que entre 1944 y 1958 se construyeron ya 21.641. Además se instalaron 217 laboratorios, 383 talleres y se repararon muchos edificios viejos.
Como lo más problemático era la multiplicación de maestros, se tuvo que aceptar que jóvenes de 18 años, con certificado de segunda enseñanza y dispuestos a enseñar, ejercieran como tales. Se les comprometía a aprobar cursos en el instituto Federal de Capacitación del Magisterio, al cual se le otorgó un elevado presupuesto para publicaciones y expansión de sus servicios. Además se crearon dos Centros Regionales de Enseñanza Normal en Guaymas, Sonora, y en Iguala, Guerrero, y se inició la construcción de otros dos. Para despertar una conciencia social entre los futuros maestros y convencerlos de servir en donde el país los necesitara, se creó la cátedra de "Problemas Económicos, Sociales y Culturales de México". Pero todo fue inútil cuando se anunció a los normalistas de la capital que, terminados sus estudios, tendrían que prestar servicio social fuera del Distrito Federal, lo que provocó violentos movimientos. Esto mostró uno de los aspectos que todavía hace falta reforzar en la educación mexicana: el sentido de responsabilidad social.
La primera medida educativa que el gobierno de López Mateos decretaría el 12 de febrero de 1959, y que conmovería al país, fue la creación de la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos. De acuerdo con los considerandos del decreto, lo embargaba el deseo de hacer plena la gratuidad de la enseñanza elemental impartida por el Estado y el tratar de separar la edición de libros escolares de intereses relacionados con el lucro. Por otra parte el decreto suponía que, proporcionando en forma gratuita sus textos a los niños, se acentuaría el sentimiento del deber para con su patria.
Torres Bodet daba tanta importancia a la unidad nacional que debía alcanzarse, que, contra todos los principios pedagógicos, se empeñó en unificar la enseñanza urbana y rural, dejando a juicio del maestro la adaptación que fuera necesaria. También se unificó la enseñanza de niños indígenas monolingües, con la única concesión de que podrían iniciar su instrucción en su lengua materna. Para ayudar a castellanizar a esta población se creó en 1964 el Servicio de Promotores Culturales, que activaría la enseñanza de la lengua nacional.
Otra de las grandes preocupaciones de los educadores fue el enorme índice de deserción escolar. Resultaba claro que las causas eran por falta de una alimentación adecuada y por la necesidad de verse obligados los menores a abandonar la escuela para sumarse a la fuerza del trabajo. La administración de López Mateos trató de contrarrestar una de estas causas: la desnutrición infantil. Para ello se extendió un programa de desayunos escolares que alcanzó la cifra de 3.000.000 en 1963.. Para cumplir esta tarea, que se consideraba básica para que la escuela cumpliera con su labor, se fundó en 1961 el Instituto Nacional de Protección a la Infancia, que proporcionaría desayunos escolares, alimento a embarazadas y niños lactantes, rehabilitación de menores y hogar temporal a niños desamparados.
Una pesadilla tradicional, en un país de contrastes como el mexicano, ha sido siempre la de mejorar el nivel de vida de la población rural. Con la clara idea de ir preparando a este núcleo de la población para el trabajo industrial, se establecieron los Centros de Capacitación para el Trabajo Rural, que ofrecían cursos de cuarenta semanas, durante las cuales se entrenaban a los alumnos para el trabajo industrial. No obstante, el gobierno había entrado ya en una etapa de planeamiento a largo plazo para la solución de problemas tan complejos como el de las áreas rurales; por tanto, en 1963 se creó un órgano consultivo, el Consejo Nacional de Fomento de los Recursos Humanos para la Industria, constituido por los secretarios de Educación, Industria y Comercio, y Trabajo y Previsión Social, más tres miembros de organizaciones de trabajadores y tres de organizaciones industriales. Una coordinación de esfuerzos semejante se planeó para zonas indígenas mediante la colaboración de las Secretarías de Educación, Agricultura y Salubridad, el Departamento Agrario, el Instituto Nacional Indigenista, el Instituto de Protección a la Infancia y el Patrimonio del Valle del Mezquital.
En el renglón de educación superior se continuó buscando el desarrollo de las universidades de provincia. A pesar de los enormes esfuerzos practicados, el resultado fue muy pobre. Las treinta y nueve instituciones de educación superior existentes fuera de la capital continuaron el mismo crecimiento desordenado, no haciendo casi nada por conseguir paliar las necesidades regionales de profesionistas. Cualquier estadística muestra la necesidad imperiosa de médicos en todo el país, pero las universidades siguen preparando con preferencia abogados, aunque por su escasa demanda terminen llenando todos los puestos de la burocracia e impartiendo clases de Humanidades.
Fue durante la época de López Mateos cuando la Universidad Nacional Autónoma de México empezó a desbordar la capacidad de la Ciudad Universitaria. El crecimiento excesivamente rápido inició el desorden que había de florecer más tarde. El rector Ignacio Chávez logró contener muchos de los problemas y se empeñó en imponer cierta disciplina que beneficiaría la calidad académica. El mismo rector se empeñó también en el desarrollo de los institutos de investigación y en proporcionar mejores servicios de biblioteca y laboratorio.
El Instituto Politécnico Nacional inauguró su Ciudad Politécnica en Zacatenco, con dos centros importantes, el de Investigación y Estudios Avanzados y el Nacional de Cálculo. Gracias a grandes aumentos en su presupuesto, el Politécnico atrajo a un buen número científico de diversas ramas, que ha hecho posible ofrecer grados de maestría y doctorado en casi todas las disciplinas científicas.
A partir de 1961 El Colegio de México emprendió tareas de enseñanza, inaugurando sus Centros de Estudios Históricos, de Relaciones Internacionales, de Estudios Lingüísticos y Literarios y de Estudios Económicos y Demográficos. Su presidente, don Daniel Cosío Villegas, con una clara visión de las deficiencias del medio académico mexicano, trató de formar un grupo de especialistas en ramas no desarrolladas en México, crear una buena biblioteca que permitiera a esos especialistas ejercer su profesión con seriedad y asegurar, gracias a un sistema de becas, a cierto número de alumnos elegidos con gran cuidado estudiar tiempo completo. Como era evidente que en algunas áreas no había estudiosos serios, se otorgaron becas a profesores jóvenes para estudiar en buenas universidades del extranjero. Mientras regresaban los nuevos especialistas, fueron contratados profesores extranjeros para que impartieran clases en inglés, idioma que se exigía a todos los estudiantes. El Colegio de México mantuvo al mismo tiempo su interés en el desarrollo de la investigación, de manera que hasta las tesis de sus estudiantes demuestran gran seriedad.
Un aspecto que volvió a cobrar importancia durante la administración de López Mateos fue el subrayar la herencia cultural mexicana. Para ello se adaptaron o se construyeron grandes museos, entre los que destacan sin duda los de carácter histórico: el Museo Nacional de Antropología, el Museo del Virreinato y la Galería Didáctica de Chapultepec. Estos tres museos atendían a cada una de las etapas históricas de México. Se fundaron, además, el Museo de Arte Moderno, la Pinacoteca Nacional y más tarde el Museo de las Culturas, el Museo de Historia Natural y el Museo Tecnológico.
El esfuerzo educativo durante el período del presidente López Mateos fue, sin duda, impresionante. En su informe de 1964, el presidente, sin disminuir la enorme tarea que quedaba por hacer, se mostraba orgulloso de la obra de su gobierno. Se había proporcionado lugar para casi dos millones más de niños en la escuela primaria, se habían distribuido 114 millones de ejemplares de libros de texto y cuadernos de trabajo, se habían construido 30.200 aulas y abierto 29.360 nuevas plazas de maestros de enseñanza primaria. Se calculaba que el analfabetismo había descendido, en la más pesimista de las hipótesis, a sólo un 28.91 % (se calculaba en 56.52 % en 1949, 43.48 % en 1950 y 36.39 % en 1960).
La explosión demográfica agudiza la crisis educativa y la nacional.
A partir de 1964. los gobiernos de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría se enfrentaron al callejón casi sin salida que les presentó la explosión demográfica que se inició hacia los años cincuenta, debido primordialmente al mejoramiento de la salubridad. El aumento de la población sobrepasó las previsiones y, para colmo, Díaz Ordaz y su secretario de Educación, el escritor Agustín Yánez, no pudieron mantener el ritmo que había fijado el Plan de Once Años ni desarrollar alguna solución imaginativa al terrible problema que se les presentaba. El secretario se percató de la necesidad de soluciones importantes y organizó las primeras discusiones sobre la “reforma educativa”. Aparentemente problemas más delicados distrajeron la atención del gobierno y Yáñez quedó reducido a un eslogan pedagógico algo pasado de moda: "Aprender haciendo", y a tratar de ir enfrentándose como podía al aumento de la población estudiantil en todos los niveles, y resignándose a ver que cada año quedaban más niños sin escuela, a pesar de la multiplicación constante de escuelas y maestros.
En la educación media y superior la presión psicológica por la inseguridad de obtener admisión fue haciendo que se desarrollara una inquietud estudiantil que provocaría dos movimientos que terminarían en trágicos resultados. El primero se originó muy al principio del gobierno de Díaz Ordaz en la Universidad Nacional. El entonces rector Ignacio Chávez se había empeñado durante cinco años en mejorar el rendimiento académico, elevar la calidad de la enseñanza, hacerla más eficiente y disciplinar a una comunidad que siempre había sido bastante indisciplinada y a menudo marcada por la corrupción.
Tal vez sea cierto que al rector se le fuera la mano al esforzarse en dar cumplimiento a los reglamentos, pero sus éxitos parecían darle la razón. Había logrado obligar a una masa numerosa de pasantes que escribieran sus tesis y presentaran sus exámenes profesionales; el número de clases que lograron dictarse por entonces superaron las de cualquier otra gestión administrativa y la Ciudad Universitaria tenía un aspecto organizado, disciplinado y ordenado, gracias a un servicio de vigilancia. Las medidas disciplinarias, en especial expulsiones justificadas, fueron obstaculizadas por la Facultad de Leyes; además existía un malestar en las escuelas preparatorias, que exigían el "pase automático" a las escuelas profesionales, es decir, los preparatorianos no estaban dispuestos a tener que llenar ningún requisito para pasar al nivel superior.
La huelga de la Facultad de Leyes duró algún tiempo, sin que pareciera contagiar a otras escuelas. El secretario de la Universidad, aún más inflexible que el. propio rector, decidió que las clases de Derecho se dictaran en edificios universitarios fuera de la Ciudad Universitaria. Esto probé ser un grave error; los edificios fueron asaltados por los huelguistas y el gobierno de Díaz Ordaz se negó a dar protección policíaca "por respeto a la autonomía universitaria". El movimiento creció y los huelguistas lograron sitiar al rector y a la mayoría de los directores de escuelas y facultades universitarias en el edificio de la Rectoría. Los abusos cometidos por seudoestudiantes líderes del movimiento anunciaron lo que ha venido después. El rector renunció después de una resistencia digna de encomio. La comunidad universitaria protestó y se conmovió; pero el último intento serio de encauzar a la Universidad sin componendas había terminado.
Para mediados de 1966 la Universidad Nacional tenía un nuevo rector, Javier Barros Sierra. Sus colaboradores no eran de las filas académicas, sino de las políticas, y fue la política lo que dio el tono a su gestión. Se disolvió el servicio de vigilancia, se readmitieron expulsados y se dieron privilegios y becas a los líderes del movimiento. El malestar se fue haciendo crónico. Los acontecimientos internacionales empezaron a conmover constantemente a los estudiantes. Se empezó a notar por aquellos años el impacto de los modernos medios de comunicación. Los estudiantes cobraban conciencia de la problemática nacional, y el hecho de que el gobierno gastara cantidades desmesuradas de dinero para organizar las Olimpíadas que tendrían lugar en México en 1968 empezó a causar inquietud.
El año 1968 fue de movimientos universitarios en todo el mundo; pero nadie llegó a pensar que por causa de una riña entre estudiantes preparatorianos de la capital se complicaría hasta el extremo de provocar un movimiento que conmovería a todo el país.
Las primeras protestas contra la intervención policiaca en las aulas universitarias se mezclaron con encarcelados en una manifestación que intentaba celebrarse el 26 de julio. El 1 de agosto, el propio rector encabezó una manifestación estudiantil en los alrededores de la Ciudad Universitaria. Parece que habría habido un acuerdo con las autoridades, porque fuera del perímetro en el que tuvo lugar había miles de granaderos. La falta de sensibilidad del presidente permitió que el movimiento creciera y se rebasara el intento de control de los intereses que intentaban manejarlo. Pronto se convirtió en una cruzada cívica contra la corrupción y la demagogia, y la ciudad vio gigantescas y ordenadas manifestaciones de protesta.
El temor de que la inquietud estudiantil dañara la imagen respetable del gobierno en las Olimpíadas, y el hecho de que estuvieran envueltas en el asunto casi todas las instituciones de educación superior del país, llevaron al gobierno a dictar medidas desacertadas. El 19 de septiembre numerosos soldados, en tanques y camiones, ocuparon la Ciudad Universitaria, y fueron encarcelados numerosos profesores y estudiantes. El rector presentó su renuncia, la que retiró ante la súplica de toda la comunidad académica. El gobierno entregó la Ciudad Universitaria, pero, dado que la inquietud no terminaba, decidió entonces dar un escarmiento, y el día 2 de octubre se disparó contra una multitud reunida en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Las Olimpíadas tuvieron lugar en un ambiente de tensión y en medio de un despliegue de fuerza. La Universidad había entrado en una postración de la que no logró sacarla ni el intento conciliador de Pablo González Casanova ni el doctor Guillermo Soberón.
En busca de soluciones.
La administración de Luis Echeverría se encontró con una tensión antigubernamental y antipartido oficial que resultaba ser un obstáculo gigantesco para el gobierno, y el nuevo presidente se esforzó por mostrar que privaba otro espíritu. En el renglón educativo, el nuevo secretario de Educación, ingeniero Víctor Bravo Ahuja, se enfrentó al problema de un número verdaderamente alarmante de niños sin escuela, una educación ineficaz y una falta de sentido de responsabilidad en todas las esferas educativas.
Con todas las limitaciones que significan los problemas sociales y económicos de México, Bravo Ahuja favoreció la reforma de muchas prácticas tradicionales, de los métodos de enseñanza y de los libros de texto. Hasta donde se lo permitieron el presupuesto y los múltiples intereses creados, logró cierto éxito. Se mejoró la situación de los maestros; se elaboraron nuevos textos; se fundaron varios cientos de escuelas agropecuarias por todo el país; se estableció el Colegio de Bachilleres, para dar entrada a miles de estudiantes que habían quedado fuera del sistema, y se fundó la Universidad Autónoma Metropolitana.
Sin embargo, el panorama dista mucho de ser halagador, a pesar de los esfuerzos y las aperturas en que el gobierno se empeñó. La capacidad del sistema parecía haber llegado al máximo y aun los críticos parecían incapaces de presentar soluciones al problema que provocó la multiplicación acelerada de la población. Nosotros creemos que, además de la lucha contra el desperdicio, que disminuye el rendimiento de los recursos, la solución estaría en una actualización imaginativa del sistema lancasteriano, es decir, en que los que sepan enseñen a los que no sepan, auxiliados por un uso adecuado de medios de información y comunicación. Por de pronto, la educación mexicana parece estar en un callejón sin salida, y sin embargo el país tiene que seguir adelante.
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La generación constructiva.
Cuando la Revolución mexicana entraba en su período de apaciguamiento hacia 1940, justo cuando gran parte de los hombres se hacían trizas en la segunda Guerra Mundial, la dirección espiritual de México pasó a manos de un equipo de cincuenta personas, con edades entre 45 y 60 años, enemigas de la violencia, asustadas por las destrucciones que habían visto y con ganas de construir. Bien merecen, pues, el nombre de constructivas. Pero como sus "quince años" los cumplieron en el momento de máxima matonería, se les conoce también con el nombre de generación de 1915. Sus desafectos prefieren denominarla la generación de los siete sabios. Sucedió que no desplazó a la generación del Centenario o del Ateneo. Después de 1940 los ateneístas siguieron enseñando y publicando. Alfonso Reyes dio a conocer la mayor parte de su obra cuando su generación se había retirado de la primera fila. Sus discípulos venían adelantándose desde 1934, cuando asumió la presidencia el general Lázaro Cárdenas, nacido en el año 1895.
Los miembros de la generación constructiva nacen entre 1890 y 1904, en el quindenio de la paz porfírica, y también de la "belle époque" europea. Nueve de cada diez se asoman al mundo en alguna de las ciudades de México y por excepción en algún pueblo o ranchería. Por primera vez desde los siglos de la colonia una generación intelectual no es toda oriunda del territorio mexicano. Se suman a ella distinguidos intelectuales españoles, gente nacida en Madrid, Barcelona, Gijón, Sevilla, etc.; gente de origen y crianza urbana, como sus colegas y contemporáneos de México. Los oriundos de ambas Españas, de la Vieja y de la Nueva, provenían generalmente de familias de tono medio.
Antes de juntarse en México habían recorrido rutas paralelas. Allá o acá habían hecho el primer aprendizaje en la tierra natal. Después, aunque con excepciones por lo que toca a los de ultramar, se reúnen en las capitales de sus respectivos países para seguir una carrera universitaria. La mayoría de los mexicanos se instruye en leyes, porque la renaciente Universidad no ofrecía otro camino a los devotos de las humanidades. Los españoles estudian el oficio más cercano a sus gustos. Unos y otros disfrutan de la suerte de ampliar su aprendizaje en el extranjero; los españoles en cumplimiento de una costumbre; los mexicanos, arrojados de su patria por los vaivenes políticos. Estos se inscriben en universidades inglesas y estadounidenses; aquéllos, en alemanas. Muy pocos recaen en la tradición de pulirse en Francia. Casi ninguno se queda sin conocer la Europa transpirenaica y su sucursal norteamericana. Casi todos son también caballeros andantes en su propio país. El que se queden a vivir en la metrópoli no les impide salir con alguna frecuencia de ella.
Muy jóvenes comienzan a enseñar. Desde antes de graduarse debutan como profesores universitarios no sólo para impartir materias de su profesión. Son a la vez discípulos de Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña y José Vasconcelos, y maestros de sociología, filosofía, derecho e historia. Muchos no perduran en la cátedra. En cambio los españoles desde su llegada enseñan sin tregua ni descanso. Quizá ninguno superó a José Gaos, el maestro de Filosofía por excelencia. El configura desde su cátedra ejemplar las diversas corrientes de la filosofía mexicana de nuestros días. En su curso sobre Santo Tomás produce alumnos neotomistas; en el dedicado a Kant, neokantianos; en el de Hegel, neohegelianos; en el de Heidegger, existencialistas, y en el de Marx, marxistas.
La menor perseverancia de los mexicanos en la docencia se debe en parte a sus coqueteos políticos. Los constructivos sufren de comezón política y desde 1921, en que fue nombrado secretario de Educación Pública José Vasconcelos, entran y salen del Palacio Nacional y las oficinas gubernamentales. Seis fungen en distintas épocas como miembros del gabinete presidencial: Bassols, Caso, Mendieta, Torres Bodet, Urquizo y Yáñez. Manuel Gómez Morín funda y dirige el Partido de Acción Nacional, el más fuerte opositor de derecha. Vicente Lombardo Toledano funda y dirige el Partido Popular Socialista, el más vigoroso opositor de izquierda. Lombardo y Efraín González Luna figuran como candidatos a la presidencia del país y, para no hacer la lista demasiado larga, diremos que, fuera del par de sacerdotes de la generación, nadie se ha escapado, ni ha querido escaparse, del servicio público interior y exterior.
Con todo, sus aficiones y ejercicios políticos no los divorcian de la cultura. Se parecen a los hombres de la reforma liberal, al equipo de Juárez y a los primeros albañiles de la modernización mexicana. Son gente de pensamiento y acción laboriosa y contemplativa a quienes se debe el diseño de muchos organismos políticos y la hechura de casi todos los institutos donde se ha fraguado la inteligencia mexicana reciente. De sus manos salen, entre 1930 y 1945, el Instituto Panamericano de Geografía e Historia, el Congreso Mexicano de Historia, el Fondo de Cultura Económica, Cuadernos Americanos, el Instituto de Investigaciones Estéticas, el Instituto Nacional de Antropología e Historia, El Colegio de México, el Colegio Nacional, la Escuela Normal Superior, la Universidad Popular, el Instituto de Investigaciones Históricas, el Seminario de Historia de las Ideas, la Escuela de Economía, el Instituto de Investigaciones Sociales y la Escuela de Bibliotecarios y Archivistas. En una palabra: son los creadores de los albergues de la cultura contemporánea de México y, al mismo tiempo, los primeros en habitarlos. Destaca el caso de Daniel Cosío Villegas que funda y dirige el Fondo de Cultura Económica; cofunda y enseña en Economía; crea y preside El Colegio de México y enseña e investiga en él; lanza las revistas Trimestre Económico, Historia Mexicana y Foro Internacional, y escribe en ellas. Es un promotor cultural y simultáneamente consumidor y creador de productos culturales. Del mismo estilo son las trayectorias vitales de Alfonso Caso, Jesús Silva Herzog y muchos más.
Si se les mira como consumidores de cultura, se les encuentra parecidos a los notables de la generación anterior. Generalmente no gustan de los productos autóctonos. Muy pocos se toman el trabajo de leer los clásicos locales. Lo cierto es que tampoco son devotos de los clásicos universales, como lo fueron los del Ateneo. Los constructivos, movidos por su obsesión de modernizar a México, deben su sabiduría a los contemporáneos europeos y estadounidenses. Leen de todo, pero sus principales devociones son filósofos de lo concreto (vitalistas como Ortega y Gasset, existencialistas como Heidegger), historiadores críticos (positivistas como Ranke, historicistas como Dilthey y Croce), los sociólogos Weber y Mannheim, los líderes de la Revolución rusa y Marx, los bestsellers de la literatura inglesa: Shaw, Chesterton y Wells. En fin, prueban todos los frutos nuevos del bien y del mal. No son comensales disciplinados sino devoradores.
Tampoco producen sujetos a regla y medida. Menos prolíficos que los del Ateneo, pero polifacéticos como ellos. La obra completa de Narciso Bassols ocupa mil páginas en las que se tratan asuntos educativos, filosóficos, políticos, agrarios, jurídicos, internacionales y económicos. Se trata de todas las cosas y algunas más en un solo volumen; y Bassols no es el más disperso. De los cincuenta que estamos considerando, unos quince incurren en la poesía, y por lo menos cuatro (Cuesta, Junco, Novo y Torres Bodet) circulan en el parnaso de las antologías. Alrededor de siete son autores de novelas y cuentos, y uno, Agustín Yáñez, pasa por ser el mayor novelista de su generación. Esto es, no se limitan a recorrer las diversas cámaras de su propio hogar; muy seguido se meten en la casa ajena. De la mitad de ellos no se puede decir si son habitantes de la república de las letras que peregrinan por la república de las ciencias sociales, o viceversa. Algunos son muy profesionales; ninguno es especialista en sólo esto o aquello.
Tres son predominantemente filósofos. Samuel Ramos estudia para ingeniero civil y médico y escribe tres obras mayores de filosofía: Perfil del hombre y la cultura en México, Hacía un nuevo humanismo y Filosofía de la vida artística. A la primera también se le podría llamar psicología y sociología. Es una especie de psicoanálisis del mexicano, que desata la corriente que se llamará filosofía de lo mexicano, a la que se suma José Gaos con En torno a la filosofía mexicana (1952) y Filosofía mexicana de nuestros días (1954). Pero no son éstas las obras fundamentales del filósofo transterrado, como tampoco Un método para resolver los problemas de nuestro tiempo (1949). Sus recientes publicaciones (De la filosofía, Del hombre) recogen lo mejor de su madurez intelectual. Otro transterrado y entusiasta seguidor de Ortega y Gasset es Luis Recasens Siches. Todos son filósofos de lo concreto; todos, creyentes en el aforismo: "Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo"; ellos encabezan la marcha de sus compañeros historiadores, economistas, sociólogos y politólogos hacia el fin único de conocer a México desde las raíces hasta el copete para poder ponerlo al día, a la altura de los países envidiados, al frente y no en la cola del desfile universal.
La búsqueda de las raíces divide a los historiadores en dos equipos. Uno parte del prejuicio de que el meollo de la mexicanidad proviene del pasado precolombino y marcha al descubrimiento de las culturas prehispánicas. Alfonso Caso, con instrumental arqueológico e histórico, recobra las civilizaciones mixteca y azteca. Alfredo Barrera Vázquez descubre aspectos inéditos de la civilización maya. Miguel Othón de Mendizábal desentierra los modos de producción de algunas comunidades del antiguo México. Angel María Garibay ahonda en el espíritu de la cultura tenochca como lo prueba su excelente Historia de la literatura náhuatl. Rafael García Granados compila un Diccionario biográfico de historia antigua de México y Pablo Martínez del Río va en busca de Los orígenes americanos.
El equipo de los colonialistas parte del prejuicio de que la acción española en Nueva España es la verdadera raíz de México, y se pone a extraer la savia novohispana. Los más son seducidos por la literatura clásica y barroca. Ermilo Abreu Gómez desempolva a sor Juana Inés de la Cruz. Antonio Castro Leal, en su estudio sobre Juan Ruiz de Alarcón, insiste en la tesis de que el famoso dramaturgo es el primer mexicano que da a conocer al mundo el carácter crepuscular que nos caracteriza. Julio Jiménez Rueda se asoma a sor Juana, a Juan Ruiz y a los herejes y supersticiosos de entonces. Otro ilustre colonialista sale al encuentro del arte colonial y le declara su amor en una docena de libros. Manuel Toussaint recorre el país en todas direcciones y se hunde en mil archivos para sacar del olvido a los artistas neoespañoles. Sus numerosos libros los resume en Arte colonial. Alfonso Junco, colonialista de corazón, que no especialista en la época, emprende una Inquisición sobre la Inquisición. Luis Chávez Orozco, de sentimientos novohispanófobos, pero estudioso de la época, desde un mirador marxista, explora la lucha de clases y los métodos de producción de los novohispanos en un par de libros, y reúne vastas colecciones documentales sobre las alhóndigas y el comercio. José Bravo Ugarte, desde un mirador católico, recoge el panorama de aquella vida en el segundo y más importante tomo de su Historia de México.
Un número apreciable de constructivos no cree necesario ir hasta las raíces indias y españolas para dar con el pulso de México. Don Antonio Martínez Báez descubre en la hora del nacimiento, es decir, en el trauma de la independencia, la prefiguración del México actual que, en última instancia, es el interesante para la generación constructiva. Mientras que José Joaquín Izquierdo e Ignacio Chávez indagan los orígenes de la ciencia moderna en México, José C. Valadés explora el siglo XIX de cabo a rabo, a través de sus figuras ejemplares (Alamán, Santa Anna, Ocampo y Juárez) y de sus instituciones, períodos y sucesos sobresalientes. Le dedica una serie de volúmenes a El porfirismo y un volumen gordo a la época santánica, al despotismo y la anarquía, que sucedieron a las guerras de independencia. Con todo, el clásico de los estudios decimonónicos es, desde hace veinte años, Daniel Cosío Villegas, el artífice de la Historia moderna de México.
Fuera del general Francisco L. Urquizo, fácil y ameno cronista de la vida airada de los años 1910 - 1920, los miembros de la generación constructiva, que tuvieron una adolescencia de sustos y carreras por algo que todavía no entendían bien, no son especialmente afectos a la resurrección del pasado inmediato. Hay, contra la revolución, un par de trabajos de Alfonso Junco. Existe una breve historia prorrevolucionaria de Jesús Silva Herzog. José Mancisidor, biógrafo de Marx y Lenin, ofrece un panorama dialéctico de la Historia de la Revolución Mexicana. Otros trabajos, que dejan entrever la etapa violenta de los años diez, son las autobiografías, que se han erigido algunos hombres prominentes de la generación, y la enorme crónica (La verdadera Revolución mexicana) de Alfonso Taracena de la que van publicados más de veinte volúmenes.
Más escasa aún es la producción de estudios relativos al resto de América o el mundo. La temática de los constructivos es más nacionalista que la de sus maestros. Son excepciones las obras del catalán transterrado Pedro Bosch Gimpera de índole histórico-etnológica sobre la antigüedad ibérica; la Historia de nuestra idea del mundo, de José Gaos; las biografías de médicos famosos de José Joaquín Izquierdo y Manuel Martínez Báez; las biografías de literatos de Jaime Torres Bodet y las de líderes comunistas de José Mancisidor. En fin, los magistrales ensayos de Juan de la Encina sobre pintura y Adolfo Salazar sobre la música europea, desde los griegos. Estas, en su gran mayoría, son obras de mexicanos por adopción.
Como quiera que sea, la bibliografía histórica de los constructivos es mucho más caudalosa que las de las generaciones precedentes. Treinta de los cincuenta considerados aquí hacen de la historia su principal actividad. Bien se ve que les toca vivir en la época del mayor esplendor del historicismo filosófico. También contribuye a engrosar el chorro historiográfico el nuevo interés por las ciencias y técnicas auxiliares de la historia. Un ejército de bibliógrafos, archivónomos, paleógrafos, filólogos, arqueólogos, etc., vienen en auxilio del historiador. Ninguno de manera tan eminente como don. Agustín Millares Carlo, forjador, entre otros muchos, de tres instrumentos indispensables para la investigación: Bibliografía de bibliografías mexicanas; Album de paleografía hispanoamericana, y Repertorio bibliográfico de los archivos mexicanos. Otra vez, un español, nacido en Canarias y ahora vecino de Venezuda, merece el gran premio en una importante área de la producción humanística mexicana de los últimos treinta años.
También los estudios sociológicos, con poca cauda en México, reciben un vigoroso impulso del transterrado José Medina Echeverría, profundo conocedor de Weber, Mannheim y Freyer, director y maestro de un Centro de Estudios Sociales en El Colegio de México y padre de varias obras de teoría sociológica. Simultáneamente, en el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad, crece la obra de Lucio Mendieta y Núnez, autor de El problema agrario. Igualmente ejercen la sociología de manera esporádica Daniel Cosío Villegas, que se estrena en 1924 como autor público con una Sociología mexicana; Vicente Lombardo Toledano en multitud de artículos, como su correligionario Miguel Othón de Mendizábal; Jesús Silva Herzog en sus estudios sobre la reforma agraria, sus Meditaciones sobre México y sus Nueve estudios mexicanos.
Los estudios etnográficos, que se centran en los grupos sobrevivientes de las culturas prehispánicas (es decir, en una cuarta parte de la población de 1950), le deben el auge que alcanzan desde mediados de siglo a don Alfonso Caso, fundador del Instituto Nacional Indigenista y autor de libros de antropología aplicada: Indigenismo y La comunidad indígena. Los estudios folklóricos reciben cuerda de don Vicente T. Mendoza. De su vasta producción son memorables: Romance y corrido, La décima en México, Música otomí del Mezquital, El corrido de la Revolución Mexicana, La canción mexicana y Lírica narrativa de México. Caso y Mendoza son los dos polos de la generación. Caso se ha ganado el título del hombre más adusto de su camada y eso en un grupo donde escasean los risueños; Mendoza, el folklorista, es quizás el más ameno de sus contemporáneos, aunque pueden disputarle el título el venenoso Salvador Novo o el sonriente Manuel Gómez Morín.
Gómez Morín, Silva Herzog, Cosío Villegas, Bassols, Villaseñor, Robles, De la Peña y dos o tres más pueden aspirar al título de padres de los estudios económicos sobre México. Ellos forman en gran parte a los economistas de las dos generaciones siguientes. Ellos traducen a los clásicos de la economía. Cosío Villegas escribe La cuestión arancelaia; Gómez Morín, El crédito agrícola en México; Moisés T. de la Peña, La industria textil, El problema agrícola, El crédito ganadero, los Problemas y posibilidades de la cuenca del Tepalcatepec y las situaciones económicas actuales de Campeche, Veracruz, etc.
Los constructivos también le abren paso a la ciencia política. Aquí habrá que citar otra vez a Vicente Lombardo Toledano, Manuel Gómez Morín, Narciso Bassols, Daniel Cosío Villegas y Efraín González Luna. Obsesionados por la idea de "remplazar la marcha ciega de la nación por una orientación precisa y definida" llegan al público las Cincuenta verdades sobre la U.R.S.S. y ¿Moscú o Pekín?, de Lombardo; Diez años de México, de Gómez Morín; El sistema político mexicano, de Cosío Villegas, y el Humanismo político, de González Luna.
La versatilidad de la generación que dirige espiritualmente a México desde los años treinta hasta los años cincuenta no parece tener límites. Como la gran mayoría siguió la carrera de leyes; sus tratados jurídicos se cuentan por decenas. Hacer una nómina de los más importantes implicaría salirse de los estrechos límites de este capítulo. Reduzcámonos a la alusión de los libros sobre derecho penal de Luis Garrido; constitucional, de Martínez Báez; laboral, de Lombardo y Bassols, y agrario, de Mendieta y Núnez. Aun el químico Jorge Cuesta, que decidió retirarse de la vida en 1942, escribe una Crítica de la reforma del artículo 3° constitucional. Todos hacen de todo. La única disciplina que dejan morir, sin apoyarla, es la teología.
La generación neocientífica.
Contra los polígrafos, sus alumnos levantan la bandera del profesionalismo y la especialización. Se trata de una camada que, en mayor o menor grado, cínica o solapadamente, se arrodilla ante la ciencia moderna. Alguien les ha puesto el membrete de neocientíficos. El prefijo neo es sólo para no confundirlos con "los cientificos" colaboradores de Porfírio Díaz. Lo demás de su nombre es obviamente por lo acusado de su mentalidad científica. Los más trabajan “en serio”, conforme a las reglas de su oficio y sin salirse de su pequeña parcela, de su tema, de su cachito de México o América. Algunos no creen que haya un solo método científico; tampoco creen que las ciencias del espíritu deban manejarse como las de la naturaleza, pero no dudan de que tanto el hombre como la naturaleza pueden convertirse en objetivos científicos. En mayor o menor grado, el saber racional es su estrella orientadora.
La nueva gente, si no demás peso social, resulta más voluminosa que la susodicha. Por lo menos cien han recibido la consagración del Colegio Nacional o de las academias de la Lengua o de la Historia o del Seminario de Cultura Mexicana o de otros institutos similares. Este centenar nace en los inicios del derrumbe del Porfíriato, allá por 1905 y 1920, cuando el caos de la guerra civil entra en su cuarto menguante. Esto no quiere decir que todos sean de raza mexicana. Unos diez son de comienzo español y cinco de diversas nacionalidades. Por su origen territorial difieren, no por su raíz social. Casi todos nacen en colmenas urbanas y cunas de clase media, sin que falten los de pujos aristocráticos.
En la época de su niñez la educación todavía no estaba al alcance de los pobres y los rancheros. La había, más o menos refinada, para citadinos de clase media y alta. La había en México, donde la mayor parte de los neocientíficos hacen sus estudios elementales y medios, y la había mejor en Estados Unidos, Inglaterra, Francia y España, donde algunos se forman desde su niñez. Más sistemáticamente que sus maestros, hacen estudios superiores, especialmente de posgrado, en institutos de Europa y Norteamérica. Lo común es que lleguen a manejar un par de lenguas, aparte de la suya. También es frecuente que antepongan a su nombre la categoría de doctor (Dr). Es un conjunto más profesional que cualquiera de los anteriores. Llega a saber mucho de oídas en la cátedra y leídas en los libros. En vivencias es pobre. Se esconde de por vida en la capital y, más aún, en ciertos ambientes capitalinos de los que sale en ocasión de un congreso en alguna urbe extranjera. Pocas veces y pocos dejan la torre de marfil urbana para asomarse al campo, donde se instala la mitad de sus compatriotas, o a los barrios humildes, donde habita en la miseria otro tercio.
Sus categorías mentales les entran por las hojas, no por las raíces. Se les dan los vientos del mundo rico y poderoso. Y como las aprenden, las transmiten. Todavía jóvenes entran a enseñar en los institutos de cultura superior recién fundados por los de la generación constructiva. Allí se les asegura sueldo decoroso, servicios bibliotecarios y viajes al extranjero. Si quieren, pueden ser sabios de tiempo completo. No sufren de hambre si se apartan de la burocracia. Son, pues, pocos los que temporalmente desempeñan una secretaría o subsecretaría de Estado, una jefatura de departamento o una embajada. Son más los que aceptan puestos administrativos en los institutos donde trabajan. En fin, disponen de más tiempo libre que sus maestros para la investigación, la producción de libros y la docencia. Quedan desde muy jóvenes en posibilidad de producir mucho, y lo hacen. Saben hacer, además, lo que se proponen; son profesionales, no autodidactas o prófugos de otros oficios. Por último, se fijan como meta el abrazar poco y apretar mucho; se deciden por la especialidad.
Por fuerza mayor y no por puro patriotismo se restringen al área de México, y, a lo sumo, a la de Hispanoamérica. Los repositorios documentales de su ciudad no les permiten ir al fondo de asuntos extranjeros. Pero aun los que se destierran no pueden dejar de ser mexicanistas. Sus productos valen en el mercado internacional de la cultura siempre y cuando hablen de lo suyo. Incluso los Filósofos sólo son recibidos internacionalmente si hacen filosofía de lo mexicano. Sobra decir que los filósofos de lo concreto de la generación neocientífica no elaboran ontologías del mexicano y del hispanoamericano únicamente para estar en boga. Escogen ese camino por considerarlo el más a propósito para caer sobre el ser sin más. El ecléctico Leopoldo Zea, nutrido en Heidegger, Hegel, Toynbee, Ortega y Dilthey, pregona: "No conviene partir de una definición del hombre en general para iluminar con esta idea el hombre ‘particular’ que es el mexicano, sino a la inversa, y, por paradójico que ello parezca, hay más bien que partir del ser del mexicano para iluminar desde allí lo que se ha de llamar hombre en general o esencia del hombre". De tal propósito derivan los libros más puramente reflexivos de Zea: América como conciencia (1953), América en la historia (1956), La filosofía de lo mexicano (1960), Conciencia y posibilidad del mexicano, y por lo menos, una docena más.
Por otra parte, la mayoría de los filósofos compañeros de Zea no han hecho generalmente filosofía concreta. Antonio Gómez Robledo, lúcido representante de la tradición aristotélico-tomista, es autor de un Ensayo sobre las virtudes intelectuales y de unas Meditaciones sobre la Justicia. Otro pensador de clara inteligencia, Eduardo García Máynez, interpreta en sus obras la Etica y el Derecho a través de las tesis sobre filosofía de los valores, expuestas por Scheller y Hartmann. En su Esquema de antropología filosófica, Oswaldo Robles opone a la angustia de Heidegger la inquietud de San Agustín. José Sánchez Villaseñor, también filósofo cristiano, arremete contra la escuela de los "concretos" en La crisis del historisismo. Francisco Larroyo, Guillermo Héctor Rodríguez y demás neokantianos escriben de filosofía, no necesariamente referida a México. Tampoco el catalán mexicanizado, Eduardo Nicol, hace filosofía mexicanista en Psicología de las situaciones vitales o en Historicismo y existencialismo, ni José Romano Muñoz en El secreto del bien y del mal.
Pero en la generación neocientífica son muy importantes un poeta y un historiador metidos en la tarea de considerar al ser mexicano y americano. Octavio Yaz, publica en 1949 El laberinto de la soledad, examen crítico de la historia y la mítica del mexicano. Ninguno de los demás ensayos de Paz (el arco y la lira, Cuadrivio, Las peras del olmo, Conjunciones y disyunciones) fuera de Posdata, que actualiza la reflexión del Laberinto, han tenido tan buena acogida como éste. Ninguna de las pocas caracterizaciones del mexicano anteriores al Laberinto, ni de las muchas publicadas después, han ahondado más en el tema.. La obsesión de definir al mexicano y su cultura produce, por lo menos, esta obra.
El ser de América, preocupación no sólo de Zea, sino también de Edmundo O'Gorman, es el tema de un par de libros finísimos de historia ontológica. En 1951, O'Gorman, ya conocido y apreciado por tres publicaciones previas, atrae la atención internacional culta hacia La idea del descubrimiento de América, tratado en el que enjuicia el modo tradicional de comprender la óntica americana. La invención de América, publicada siete años después, dibuja la realidad histórica del Nuevo Mundo “tal como se va inventando en la cultura occidental". Otros alardes hermenéuticos de O'Gorman, referidos al asunto de su patria concretamente, son Seis estudios históricos de tema mexicano, Hidalgo en la historia, Cuatro historiadores de Indias y La supervivencia política novohispana.
Entre los discípulos de O'Gorman, de la misma generación que él, Juan Ortega y Medina lo sigue fielmente en varios estudios de historia de la historia: México en la conciencia anglosajona, Humboldt desde México, etcétera. La mayoría de los contemporáneos de O'Gorman ejercen una historia de tradición positivista, aunque no insensible a las meditaciones de Dilthey, Ricker, Croce y Collingwood. Entre los historiadores empeñados en la recuperación del pasado precolombino hay que recordar a Pedro Armillas, quien con técnicas arqueológicas ha descubierto la agricultura practicada en tiempos remotos en la región central de México; Ignacio Bernal, arqueólogo justamente enaltecido por sus Investigaciones en Monte Albán, Exploraciones de Coixtlahuaca, El enigma de los olmecas, Tenochtitlan en una isla y otros escritos sobre sus logros culturales de la civilización mesoamericana; Pedro Carrasco, historiador muy estimado por su estudio acerca de los otomíes y numerosos artículos, y Wigberto Jiménez Moreno, quien determina la Tula histórica y arqueológica y ofrece otros notables aportes al conocimiento de la antigüedad prehispánica.
Quizá sea Jiménez Moreno el que con más frecuencia rompe la férula de la especialidad entre sus contemporáneos. Con singular dinamismo, inteligencia y sabiduría se pasea por toda la temática de la historia de México y aun del mundo. No sólo es distinguido prehispanista; también es un renombrado colonialista en sus Estudios de historia colonial; esto es, un hombre que se codea con la plana mayor de los estudiosos de la época española: Ramón Iglesia, el agilísimo biógrafo de El hombre Colón e intérprete de Los cronistas de la conquista de México; José Miranda, explorador de primer orden de Las ideas y las instituciones políticas del mundo colonial, El tributo indígena en Nueva España, España y Nueva España en la época de Felipe II y Humboldt en México; José Ignacio Rubio Mañé, el director del Archivo General de la Nación, y acucioso detective de la vida y milagros de los virreyes de Nueva España; Ernesto de la Torre, gambusino de la vida social novohispana; María del Carmen Velázquez, historiadora del Estado de Guerra en la Nueva España y La expansión de la colonia hacia las regiones septentrionales, y el maestro de los dos últimos autores citados: Silvio Zavala, quien merece párrafo aparte.
La ingente obra de Zavala, aplicador vigoroso del método científico, se reparte en cuatro grupos. El más poblado es el de las historias de las instituciones jurídicas y sociales en la época española, al que pertenece la Encomienda Indiana, Ensayos sobre colonización, Fuentes del trabajo en Nueva España; otro grupo, no menos caudaloso, lo forman estudios sobre las ideas: La filosofía de la conquista, La utopía de Tomás Moro en Nueva España y el Ideario de Vasco de Quiroga, y otros cuatro o cinco libros. En el tercer grupo caben las obras de síntesis para especialistas a cuya cabeza se sitúa una verdaderamente mayúscula: El mundo americano en la época colonial. En el último casillero entran los libros didácticos y de divulgación. Uno de aquéllos: La historia universal del Renacimiento para acá. Uno de éstos: Aproximaciones a la historia de México. Zavala merece, sin duda, la fama que le rodea, la de ser "el más riguroso y sólido de los historiadores mexicanos.
El gusto de los neocientíficos por la época española es clara. Aun los especializados en tiempos más recientes o en otros géneros no estrictamente históricos han hecho valiosas aportaciones a los estudios coloniales. El etnólogo Gonzalo Aguirre Beltrán se dio a conocer por sus pulcras investigaciones acerca de las Luchas agrarias en México durante el virreinato y La población negra. De fecha más reciente es Medicina y magia, informe muy amplio sobre las creencias y las prácticas mágicas neoespañolas. Don Arturo Arnáiz y Freg ha escrito en forma brillante sobre las figuras mayores (Alamán y Mora), que vivieron en el siglo XIX, pero su semblanza de Andrés del Río y su actividad como profesor, conferenciante y asistente a reuniones y congresos corresponde principalmente a los estudios coloniales. El periodista y antropólogo Fernando Benítez escribe dos sabrosas evocaciones de la primavera colonial: La ruta de Hernán Cortés y La vida criolla en el siglo XVI. Alfonso García Ruiz es principalmente conocido por su Ideario de Hidalgo, pero su máximo interés como investigador se centra en las condiciones económicas y sociales de la colonia. El filósofo e internacionalista Antonio Gómez Robledo se asoma a la Política de Victoria y el novelista Andrés Henestrosa a las letras coloniales. Los cuatro sacerdotes de la elite generacional son colonialistas, aunque no de tiempo completo. Así Sergio Méndez Areco, antes de sus obligaciones pastorales como obispo de Cuernavaca; Gabriel Méndez Plancarte, resucitador de actitudes e ideas del humanismo mexicano de los siglos XVI y XVIII; Alfonso Méndez Plancarte, aparte de experto en Darío, y con su hermano, animador de Abside, escribe acerca de los Poetas novohispanos, y Octaviano Valdez sobre El padre Tembleque. Héctor Pérez Martínez es ahora ya más recordado por Las piraterías en Campeche que como gobernador de Campeche y secretario de Gobernación de la República. Y para no hacer demasiado excesiva la nómina de colonialistas, la vamos a cerrar con José Rojas Garcidueñas, autor de El teatro de la Nueva España en el siglo XVI, Victoria y el problema de la conquista, El antiguo colegio de San Ildefonso y sus semblanzas sobre las grandes figuras de Sigüenza y Balbuena; José Miguel Quintana y Manuel Carrera Stampa, del que no se puede mencionar ninguna de sus numerosas obras sin hacer injusticia a las que necesariamente se tendrían que callar.
Un profesional de la filosofía y escritor exquisito (especie que no abunda en la generación) escribe obras de gran aliento sobre Poinsett, primer embajador norteamericano acreditado en México, y sobre Juárez, el máximo estadista del siglo XIX mexicano. José Fuentes Mares es también autor de un panorama de la vida política del siglo revoltoso, que lleva el título de Memorias de Blas Pavón. Otra pluma fina, especializada en reaccionarios y socialistas decimonónicos, es la de Gastón García Cantú. Las relaciones diplomáticas de México a raíz de su independencia han sido tratadas por Carlos Bosch García, Antonio Gómez Robledo y Luis Medina Ascencio. Carlos Echánove Trujillo, como la mayoría de los estudiosos de aquel siglo, se deja atraer por las figuras individuales. El es el biógrafo de La vida apasionada e inquieta de don Crescencio Rejón, la romántica de Leona Vicario y La vida prócer de Quintana Roo. Acerca de Hidalgo, el iniciador de las guerras de independencia, prácticamente escribe toda la elite de la generación con motivo del segundo cumplesiglos de su nacimiento y el sesquicentenario de su lucha contra la metrópoli española. De diversos aspectos políticos e intelectuales y no sólo de Las ideas monárquicas de don Lucas Alamán escribe Jorge Gurría Lácroix.
Para la historia del arte en la generación neocientífica destaca un especialista de primer orden para cada una de las tres épocas clásicas de nuestra historia. Salvador Toscano confecciona un espléndido Arte precolombino de México. Francisco de la Maza produce una veintena de libros referentes a la arquitectura, la escultura y la pintura coloniales. Justino Fernández, especialista del arte de la República, además del Arte moderno y contemporáneo de México, deja obras ejemplares que caen dentro del área de sus colegas. De él son Coatlicue, estética del arte antiguo y El retablo de los reyes, estética del arte colonial.
A pesar de la superabundancia de historiadores en la generación neocientífica, muy pocos se ocupan del pasado inmediato, de la Revolución mexicana. Se aduce como razón el que, por falta de perspectiva histórica, la vida mexicana de 1910 a 1940 aún no puede ser examinada con objetividad. De todas formas, sus aspectos culturales tienen distinguidos examinadores objetivos. Leopoldo Zea y Francisco Larroyo han reseñado las ideas filosóficas; Justino Fernández, las artes plásticas; Antonio Acevedo Escobedo, José Alvarado, María del Carmen Millán y José Luis Martínez, las letras. Este último es autor de varios libros esenciales para el conocimiento de la Literatura mexicana, siglo XX y la del siglo XIX a que se refieren La emancipación literaria de México y La expresión nacional Incluso los aspectos políticos de la vida revolucionaria reciente han atraído a José Fuentes Mares. Pruébalo su Revolución Mexicana, plena de humorismo. Otros nombres, por si no bastara con la retahíla anterior, son Salvador Azuela y Manuel González Ramírez, cada uno director de un instituto oficial de estudios revolucionarios.
El estudio a fondo de la vida contemporánea del país está en manos de los científicos sociales. Manuel Moreno Sánchez se consagra temporalmente al ejercicio y con más constancia al examen del sistema político mexicano. Daniel Moreno escribe sobre los partidos políticos en México. Aunque se trata de una generación de escasa actividad política y de ideas moderadas, buena parte de ella publica normalmente artículos de índole política en los diarios. Algunos, como José Alvarado, ni siquiera escriben libros. Todos los politólogos del grupo son en mayor o menor grado oídos por el poder público; gozan del poder indirectamente.
Influencia práctica comparable a la de los politólogos sólo la tienen los economistas. Los de tal profesión y primera fila se convierten en consejeros necesarios del gobierno o en miembros de él. Quizá por lo mismo suelen excluir los tratados de su producción bibliográfica; quizá sólo les queda tiempo para preparar artículos y ponencias que aparecen en revistas especializadas no sólo de México (El trimestre económico, Economía y democracia), sino de los países de habla inglesa. El público en general rara vez oye los nombres de los nuevos artífices de su patria. Les suena Antonio Carrillo Flores por haber sido secretario de Hacienda y de Relaciones Exteriores y embajador en Washington. Probablemente no les dice nada el nombre de Victor L. Urquidi, quien pasa por ser el más agudo y responsable economista de su generación y tiene en su haber docenas de artículos, como la Viabilidad económica de América Latina, la Trayectoria del mercado común Latinoamericano y hasta una breve obra de humor. Diego López Rosado escribe la historia y la situación actual de los problemas económicos.
Tampoco son ajenos a las decisiones de la jefatura política los consejeros más constantes de ella a lo largo de la historia nacional de México: los tratadistas del Derecho. Junto a los glosadores e intérpretes de la legislación que son muchos, hay que colocar a los pocos relacionados con el Instituto de Investigaciones Sociales, la Revista Mexicana le Sociología y la reunión anual de sociólogos mexicanos en la que nunca falta la eminencia extranjera. Carlos Echánove Trujillo produce un Diccionario de Sociología y una Sociología mexicana. Nada monográficos son tampoco los estudios de José Iturriaga, empezando por el que le da justa celebridad: Estructura social y cultural de México, publicado en 1951.
Menos ambiciosos suelen ser los etnógrafos de la generación neocientífica que ya tienen en su haber copiosas monografías sobre las varias etnias indígenas de México. Si el nombre que primero se cita es el de Gonzalo Aguirre Beltrán no es sólo por tener un apellido que empieza con A, ni tampoco por lo fecundo de su obra. Sus Problemas de la población indígena de la cuenca del Tepalcatepec, El proceso de aculturación y las Formas de gobierno indígena son libros de primera línea, en la que está también La Mixteca, de Barbro Dalhgren, la infatigable sueca mexicanizada, esposa de Fernando Jordán, que dejó dos obras muy reveladoras sobre sendos estados del norte del país. Fernando Benítez no procede ni de la Escuela Nacional de Antropología de México ni de ninguna institución similar extranjera, pero escribe libros indudablemente valiosos y muy legibles sobre Los indios de México y Los hongos alucinantes.
La geografía humana, que hacía tiempo no daba señales de vida, reaparece pujante con el nacido cubano Jorge A. Vivó y con el cubanófilo Jorge L. Tamayo, autores cada uno de la Geografía de México. Proseguiríamos el catálogo de los autores si tuviéramos el más leve indicio de que algún lector permanece todavía despierto. Aún falta una relación de nombres, pero será más selectiva que las dos antecendetes. Tampoco conviene terminar ésta sin hacer mención de los antropólogos físicos, y, en especial, del benemérito Eusebio Dávalos.
La generación del medio siglo.
En diciembre de 1970 asume por primera vez el puesto de presidente de la República un integrante de la generación formada por los nacidos entre 1920 y 1935. A partir del gobierno de Echeverría protagonizan la cultura mexicana dos centenares de jóvenes adultos, entre los 30 y 45 años de edad, que hicieron sus pinitos a mitad del siglo XX, de donde les viene el rótulo con que se les conoce. Antes habían brotado a la vida con el mismo pecado original de los neocientíficos: nacimiento y crianza en hogar citadino de clase media. Los de origen campesino y proletario no dejan de hacer bulto en la nueva generación, pero no son los que dibujan los rasgos de su fisonomía. Tampoco faltan los españoles, si es que se ha puede llamar así a doce personas salidas de la Península de la mano de sus padres, educados en México, apenas distinguibles de los mexicanos de nacimiento por la pronunciación castellana que algunos todavía conservan. Se suman también a los nombres del medio siglo unos pocos transterrados de Centroamérica, de Sudamérica y Europa central. Es un equipo preponderantemente de oriundos de México, pero impregnado de cosmopolitismo.
Con pocas excepciones, reciben la primera enseñanza en multitud de escuelas laicas, y religiosas. Comienzan a conocerse y aglutinarse en las facultades de Filosofía, Derecho y Economía de la Universidad Nacional; o en la Escuela de Antropología e Historia, fundada en 1939, o en el Colegio de México, que inicia su vida docente en 1941, o en el Instituto Francés de la América Latina, que aparece en 1946, y, en menor grado, en otros institutos similares. Prosigue el proceso de mutuo conocimiento y concentración en universidades de Europa y los Estados Unidos adonde va la mayoría en busca de una posgraduación. En la generación del medio siglo abundan los de pergamino doctoral. Quien más quien menos todos son profesionales del oficio o de uno de los oficios que ejercen. No faltan los agraciados con el titulo de historiador, metidos a sociólogos y politólogos, ni los doctores en filosofía que escriben historia, ni aun el creador literario que hace divagaciones de índole política y económica.
La gran mayoría se acoge a la nueva modalidad de ser investigador y profesor universitario a sueldo y tiempo completo. Contra la costumbre de no salir de la capital, algunos inician su carrera en universidades provincianas: Monterrey, Guanajuato, Puebla, Hermosillo, Guadalajara y Jalapa. Según lo acostumbrado, casi todos vuelven a reunirse en la capital. Se cuentan con los dedos de la mano los que siguen realizando su obra en ciudades del interior, donde no tienen los estímulos del sueldo decoroso y de bibliotecas y archivos grandes y bien clasificados. Los avecindados en la capital, de profesión etnógrafos, sociólogos y arqueólogos, hacen incursiones a la provincia y aun al sótano social, al campo. Son menos torremarfileños que sus predecesores, aunque no menos adictos al congreso internacional. Están al tanto de lo que sucede en su disciplina y entre sus colegas en el mundo entero. De la sedente vida monacal sólo retienen la celda, vacía la más de las veces. Aún no se puede decir que sea una generación alérgica a los deleites del mando. Puede asegurarse, en cambio, que son más sensibles al bombo que sus maestros. Utilizan más los instrumentos de publicidad y propaganda, porque quieren compartir su sabiduría con el pueblo, porque se sienten apóstoles de alguno de los nuevos humanismos, más que de ningún nacionalismo. Como a los de la generación constructiva, no los sacia la mera contemplación científica y la hechura de tratados para sus colegas próximos. Quieren ver y divulgar lo visto, y, en ocasiones promover el cambio. No están tan satisfechos del mundo que les ha tocado vivir, como lo han estado los neocientíficos. Algo quiere decir el que tantos acudan al psicoanalista o de perdida a la agresión verbal. Rompen con la tradición; rompen con el presente.; rompen incluso con algunos de los instrumentos del oficio aprendido en las aulas. Si se les llama los de la generación criticona no es por simples ganas de molestarles. Seguramente les produce una especie de comezón la ley y la autoridad consagradas. Por eso dan tantas vueltas en su mundo intelectual. Se trata de gente con sueño intranquilo más que de hombres de acción. Quizá sean los heraldos de una nueva ola de romanticismo cultural.
La inferencia científica y la deducción lógica ya no satisfacen del todo. También se concede valor epistemático a la emoción. Exagerando mucho, cabe decir que con este grupo de criticones concluye la edad científica y comienza la edad estética, no prevista por Comte. Ahora se hace el puente. La ruptura con la ciencia aún no es total, pero a esa respetable dama ya no se le toma demasiado en serio y no sólo por acciones tan malas moralmente como la bomba atómica. También es recusable por su miopía contemplativa y por lo que exige de sus devotos: la entrega total a una especificación minúscula, a hacer de por vida un agujero del que puede salir un chorro de petróleo, líquido, nada potable, o unas pepitas de oro, material no comestible.
Hacia 1950, el grupo de los hiperiones quiso imponer una tarea a los intelectuales de la generación que asomaba, o sea la "de sacar en limpio la morfología y la dinámica del ser del mexicano para operar transformaciones morales, sociales y religiosas con ese ser". Por más de un lustro, los filósofos, que formaban la mayoría del Hiperión, se ponen a inquirir la óntica nacional. Emilio Uranga explica el sedicente tema definitorio de la generación en Análisis del ser del mexicano. Salvador Reyes Nevares intenta descubrir a sus coterráneos con las expresiones de El amor y la amistad; Jorge Portilla, por el portillo de la novela; Ramón Xirau, por el sentido de la muerte en la poesía mexicana; María Elvira Bermúdez metiéndose en La vida familiar del mexicano; Juan Hernández Luna encaminándose al pensamiento nacionalista de la Revolución, y Fernando Salmerón, como biógrafo de Ortega.
Cuando los filósofos dejan de cumplir la consigna de radiografiar al mexicano entra a sustituirlo un pelotón de psicólogos y psiquiatras. Aniceto Aramoni publica Psicoanálisis de un pueblo; Francisco González Pineda, El mexicano: su dinámica psicosocial; Jorge Segura Millán, Diorama de los mexicanos, y Hernán Solís Garza, Los mexicanos del norte. Pero también los psicólogos se desaniman a mitad del camino. Quizá contribuyen a la suspensión de la autognosis del mexicano dos libros de crítica: La filosofía de lo mexicano (1966), de Abelardo Villegas, y El mito del mexicano (1968), de Raúl Béjar Navarro.
Lo cierto es que en años recientes los psicoanalistas se han ceñido a devolverles el sueño reparador a los ricos y los intelectuales, y los filósofos a meditar sobre temas menos nacionalistas y más filosóficos. Emilio Uranga reaparece después de algunos años de silencio libresco con un estudio sobre las Astucias literarias de astutos de diferentes épocas y naciones. A Ramón Xirau, que cada vez recuerda más a don Alfonso Reyes, nada de lo humano le es ajeno. El vigoroso y honesto Luis Villoro, tras de opinar que la filosofía de lo mexicano “no dio respuesta a las cuestiones fundamentales de la filosofía”, escribe La idea y el elite en la filosofía de Descartes y ahora se interesa en los problemas del lenguaje y la ciencia, igual que Alejandro Rossi. Eli de Gortari expone la lógica dialéctica y Adolfo Sánchez Vázquez Las ideas estéticas de Marx. Agustín Basave ejerce el neotomismo en Monterrey. En fin, la producción filosófica gana en profesionalismo y originalidad y pierde la dirección de la vida intelectual de México.
En las generaciones constructiva y neocientífica los profesionales de la historia eran la mayoría absoluta. Tal vez por la crisis del historicismo y por la fe creciente en las ciencias sistemáticas del hombre, en la nueva generación los historiadores apenas son la mayoría relativa, a pesar de ser más y producir anualmente centenares de libros y artículos cuyos nombres aparecen en la Bibliografía histórica mexicana que compila, año tras año, Susana Uribe.
No cabe lugar en estas apretadas páginas para todos, ni siquiera para los más destacados. Por razones de espacio habrá que referirse únicamente a los autores recibidos en las academias de la lengua o de la historia o en el Colegio Nacional o que han ganado algún gran premio. Huelga decir que esta manera de selección comete injusticias; la mayor de ellas con las mujeres que, según parece, únicamente nacieron por culpa de Eva, para recibir vejaciones y no honores, cuando las mujeres que investigan el pasado son tantas y tan buenas como los hombres. Además, salvo prueba en contrarío, todas pertenecen a la última generación.
Otra dificultad que ofrece el nuevo grupo de cliómanos es la de su clasificación. Con los anteriores fue suficiente meterlos en los tres o cuatro compartimientos epocales. La promoción del medio siglo ya no admite el reparto por épocas estudiadas. Tampoco se les puede dividir por su mentalidad. No ayudaría mucho decir que unos siguen a Collingwood; otros a la Academia de Ciencias de la U.R.S.S.; otros todavía a Langlois y Seignobos, y algunos ya a Marc Bloch. A veces se les clasifica llamándolos, según de quienes se trate, discípulos de Zavala, o de O'Gorman, o de Garibay, o de Roces, o de Jiménez. En ocasiones se les alude con los términos: Los de Filosofía, los del Colegio, los de Antropología. Lo más común es clasificarlos por el tipo de hechos a los que se enfrentan.
Los historiadores de las ideas siguen siendo los más numerosos y los mejor equipados. Del Seminario del Pensamiento Hispanoamericano que preside Gaos brotan monografías de Luis Villoro, Victoria Junco, Carmen Rovira, Raúl Cardiel Reyes, Olga Quiroz, Vera Yamuni, Monalisa Lina Pérez Marchand, Rafael Moreno, Bernabé Navarro, Elsa Cecilia Frost, Francisco López Cámara y Juan Hernández Luna, que permiten, junto con un par de libros de Pablo González Casanova, hacerse una buena imagen del siglo de las luces y de las ideas independentistas y reformadoras. Del seminario de O'Gorman provienen trabajos de Josefma Z. Vázquez, Jorge Alberto Manrique y estudiosos aún más jóvenes, que aclaran el sentido de lo que se conoce con las denominaciones de conquista y primavera colonial. En el seminario de Angel María Garibay se promueven las obras de Miguel León Portilla y Alfredo López Austin, acerca de las concepciones prehispánicas del mundo y de la vida. En el seminario de Leopoldo Zea se exploran ideas de tiempos más recientes, como lo demuestran los estudios de Eduardo Blanquel y Abelardo Villegas. Fuera del orden seminaril se gestan los trabajos, serios y fecundos, de Martín Quirarte y los igualmente serios, aunque no abundantes, de Tarsicio García Díaz.
Fuera incluso de Filosofía y Letras y de El Colegio de México, surge el rico y voluminoso análisis del Liberalismo mexicano, hecho por Jesús Reyes Heroles. Este y muchos de los citados no se ciñen en sus libros a explicitar ideas; enlazan en pensamiento con la sociedad en que surge; rescatan el alma del pasado sin separarla del cuerpo. Así Nacionalismo y educación, de Josefina Z. Vázquez. Una obra más de estructuras económicas y sociales que de superestructuras ideales es la de Eli de Gortari, consagrada a historiar el pensamiento científico mexicano, y en general La ciencia en la historia de México.
El impulso dado por don Manuel Toussaint a la historia del arte fue tan vigoroso que no se detuvo en sus alumnos. Con nuevos enfoques, los cincuenteños trabajan asiduamente en la recuperación del arte mexicano de todas las épocas y gustos. Pedro Rojas, Raúl Flores Guerrero y Raquel Tibol rehacen la historia general del arte mexicano desde el punto de vista del materialismo histórico. Desde otro punto de vista que tiene en cuenta, además de procesos económicos y sociales, cosmovisiones y formas, escriben abundantes monografías los miembros del Instituto de Investigaciones Estéticas, que dirige Clementina Díaz y de Ovando, donde militan Jorge Alberto Manrique, tan sensible al arte barroco como a las manifestaciones contemporáneas de la pintura; Elisa Vargas Lugo, especializada en la arquitectura de Nueva España; Ida Rodríguez Prampolini, buena intérprete de los lenguajes literario y plástico; Xavier Moysén, Los Anales del IEE, México en el Arte y, para citar una revista más, Artes de México. En la Escuela de Arquitectura, Israel Katzman, nacido venezolano, se interesa en la teoría de la arquitectura y en el recuento y valoración de las obras arquitectónicas de los siglos XIX y XX, según lo demuestran dos obras mayores.
La historia religiosa (de ideas teológicas, instituciones eclesiásticas, devociones populares y vidas de justos), que fue durante un cuarto de milenio la reina de las historias, hoy mendiga. Se le ha excluido de la historiografía. Se le considera una subespecie de la historia reverencial o pragmaticoética. Con todo, es uno de los géneros con más clientela en la masa. Las vidas ejemplares del Padre Pro y la Madre Conchita, los estudios de Rius Facius sobre aquella fábrica de mártires que fue el callismo, y las crónicas de milagros y santuarios célebres tienen un número de lectores incomparablemente mayor que el de los historiadores académicos, entre los cuales ya se cuentan algunos historiadores de la religión, como don Rafael Montejano y Aguinaga, no sólo ilustre por las historias locales de Armadillo y Ciudad del Maíz. Otro nombre que empieza a hacer ruido en la historiografía religiosa profesional es el del michoacano Francisco Miranda.
Tampoco la historia profana (la relatora de batallas, hechos políticos fulgurantes y vidas de héroes y estadistas) puede vanagloriarse de ser bien vista por los actuales jefes de la "república de la historia". Seguramente los libros que más se consumen, entre el público forzado de todas las escuelas primarias y secundarias del país y en amplios sectores de la población extraescolar, son las historias patrias que nos apartan horrorizados de la trayectoria vital del villano Hernán Cortés y nos inducen a modelar nuestra existencia conforme a la del párroco de Dolores y luego padre de la patria Miguel Hidalgo o a la del pastorcito músico y luego modernizador del país Benito Juárez. Pero como en la religiosa, en la historia política hay siempre los autores que escriben sin sacar moralejas, como Martín Quirarte y Francisco Cuevas Cancino para el siglo XIX, y Eduardo Blanquel y Berta Ulloa para el siglo XX.
La historia social, ocupada habitualmente en temas demográficos, laborales, de tenencia de la tierra, organización social e institutos de beneficencia, goza de buen prestigio en los círculos académicos y cuenta con historiadores de nota, con Alfredo López Austin para la época prehispánica, con Carlos Martínez Marín, Delfima López Sarrelangue y Josefina Muriel para la época colonial, con algunos de los contribuyentes a la Historia moderna de México: Emma Cosío, Guadalupe Monroy y Moisés González Navarro. Este, el más fecundo de los historiadores sociales, escribe abundantemente sobre diversos aspectos de la sociedad mexicana del siglo XX, así como Jorge Martínez Ríos.
La buena reputación de la historia social sólo es comparable a la de la historia económica, de la que son representantes distinguidos en el grupo generacional Fernando B. Sandoval, autor de La industria del azúcar en la Nueva España; Leopoldo Solís, Jorge Espinosa de los Reyes y varios de los contribuyentes a la Historia moderna de México; Francisco R. Calderón, Fernando Rosenzweig, Guadalupe Nava, Luis Cosío, Gloria Peralta y Ermilo Coello; también puede citarse a Jan Bazant, consagrado por sus estudios sobre la deuda exterior de México y la nacionalización juarista de los bienes eclesiásticos, y a don Vicente Fuentes Díaz en El problema ferrocarrilero de México.
No obstante el prestigio de que gozan los libros de historia crítica en la élite intelectual y los de historia monumental o pragmática en el pueblo, todavía ocupa un sitio en el sótano la historia meramente rememorativa. Quizá ya no se escriban historias familiares, pero se escriben cada vez más historias locales, algunas muy sabrosas y sabias, como las de Alfonso de Alba referentes a Lagos, Israel Cavazos relativas a Nuevo León, Carlos Martínez Marín sobre Tetela del Volcán, Claudio Dabdoub sobre el Valle del Yaqui, Jesús Sotelo Inclán a propósito de la Raíz y razón de Zapata y cien más.
Los muy versados en teoría y asuntos económicos de la actualidad son, después de los historiadores, los que se hacen más de notar en la generación del medio siglo, como lo demuestra la reciente proliferación de centros de estudios económicos en la Universidad Nacional Autónoma, en la Secretaría de Hacienda, en el Banco de México y en el novísimo centro de Estudios Económicos y Demográficos de El Colegio de México. Aparte de los nombres frecuentemente repetidos de Edmundo Flores y su Tratado de economía agrícola, Leopoldo Solís y Los problemas nacionales, Fernando Carmona y El caso de México o Hacia un desarrollo nacional independiente, José Luis Ceceña y México en la órbita imperial, Alonso Aguilar y los Problemas estructurales del subdesarrollo, se podrían enumerar dos docenas de primeras figuras más.
Aquí cabe también mencionar a un geógrafo de temática económica, Bassols Batalla, y a varias damas distinguidas por el vigor con que estudian los problemas de la economía nacional, cuyo símbolo podría ser Consuelo Meyer.
Otro género que adquiere cada vez mayor importancia y que ya tiene lucidos albergues en la Universidad Nacional Autónoma y en El Colegio de México y publicaciones periódicas tan vigorosas como Foro Internacional y Plural, es la ciencia política. Pablo González Casanova, que se dio a conocer como historiador de las ideas de la ilustración mexicana, ejerce como politólogo y en 1965 publica una obra varias veces reeditada y traducida acerca de La Democracia en México. Rafael Segovia hizo sus primeras armas como historiador de las ideas políticas españolas del siglo XVIII y ahora es ampliamente conocido por sus estudios acerca de la realidad política mexicana de nuestros días. Sobre los partidos políticos del México contemporáneo, cuya existencia niegan algunos pesimistas, escribe Vicente Fuentes Díaz. Aun Carlos Fuentes, novelista, ejerce la politología en su Tiempo mexicano. La inmigración al campo de la ciencia política está de moda. Otros distinguidos poseedores de este territorio son Porfirio Muñoz Ledo, Víctor Flores Olea y el senador González Pedrero.
En el género sociológico, que anda muy entremezclado con la ciencia política por uno de sus extremos, se distinguen en la generación del medio siglo Mario Ojeda, preocupado sobre todo por el destino de los espaldas mojadas; Rodolfo Stavenhagen, ya muy mentado por sus estudios de la sociedad rural y director del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México; Gustavo Cabrera, demógrafo y director en el mismo instituto del Centro de Estudios Económicos y Demográficos, y Raúl Benítez Zenteno también demógrafo y director del Instituto de Investigaciones Sociales, donde un vigoroso equipo viene trabajando desde hace décadas en problemas actuales, e incluso futuros, según lo comprueba El perfil de México en 1980.
Por el otro extremo el género sociológico se confunde con las disciplinas antropológicas, que se cultivan a manos llenas en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Nacional Indigenista, el Instituto Indigenista Interamericano, el Departamento de Antropología que dirigen Angel Palean y Arturo Warman en la Universidad Iberoamericana y en algunas universidades de provincia.
No hay por qué citar la frondosa rama de los estudios lingüísticos y literarios. En otro capítulo se habla de ella. Tampoco cabe ya explayarse en la novísima generación, la de los nacidos de 1936 a 1950, que es muy numerosa y combativa. Nombres como los de Arnaldo Córdova, Alberto Dallal, Enrique Florescano, Enrique Krause, Carlos Monsivais, Bernardo García, Andrés Lira, Alvaro Matute, Luis Medina, Lorenzo Meyer, Alejandra Moreno, José Emilio Pacheco, Olga Pellicer, Sergio de la Peña, Luz María Parcero, Aurelio de los Reyes, María Luisa Rodríguez Sala, Blanca Torres, Elías Trabulse y Gabriel Zaid son autores todos de libros importantes publicados.
La vida del humanismo mexicano de 1940 a 1973 puede resumirse así. El ambiente hace progresos en casi todos los órdenes. El clima de libertad se deterioró alguna vez, pero no es sostenible la tesis de la dictadura progresiva. Los últimos 33 años contemplan el nacimiento de multitud de albergues culturales que miman y remuneran bien a los interesados en el estudio del hombre. También está a la vista el creciente número de canales de comunicación entre unos sabios y otros y entre el intelectual y el público. Tampoco deja de crecer la estimación social de la inteligencia. En cambio no llega a producirse el contrapeso de una crítica rigurosa. Siguen faltando los encargados de aplicar la justicia distributiva, de poner cada obra en su sitio.
El número de científicos sociales y humanistas de primera línea se dobla de generación en generación. No menos notorio es el creciente profesionalismo de los investigadores, así como la especialización. Los autodidactas y los todistas son cada vez menos. El contacto del experto en una parcela del saber con los expertos de la misma parcela en México y en el mundo se vuelve estrecho. Lo contrario acontece entre profesionales de diversas disciplinas. Cada vez se vive más en una Torre de Babel. No se ha llegado a la guerra de filósofos contra historiadores, de politólogos contra economistas, de sociólogos contra antropólogos, pero sí a la incomprensión y al desdén mutuo. En 1940 un grupo de ideales y personas llevaban la batuta de la actividad humanística. En 1973 cada cual se rasca con sus propias uñas, cada músico de la orquesta toca lo que quiere. Nada ni nadie orienta al conjunto. La inconformidad no parece ser un principio orientador suficiente.
Si se compara a México con países de gran tradición humanística, el volumen de logros sigue siendo escaso. De todas formas, se escriben cada vez más obras de filosofía, historia, ciencia política, economía, sociología y folklore. El número y la buena apariencia de las publicaciones crece; la intensidad, quizá no. El tema único y posible sigue siendo México, pero la emoción nacionalista que lo hacía tan atractivo en los años cuarenta no es ya tan fuerte como entonces, cuando las obras quemaban; ahora sólo entumecen.
La generación constructiva.
Alvarez. J. R. (dir.) Enciclopedia de México, México.
Bravo Ugarte, J. México independiente, Barcelona, 1959.
El Colegio de México, Veinticinco años de investigación histórica en México, México, 1966.
Fondo de Cultura Econ. México, 50 años de Revolución. La cultura, México, 1962.
Secretaría de Educación Pública, México y la cultura, México, 1961.
134. La cultura literaria (1940-1970).
En las últimas décadas, antes de que se empezara a hablar del boom de la literatura hispanoamericana, los escritores mexicanos han estado ofreciendo obras de bastante significación no sólo para las letras nacionales, sino también para el cuadro de toda la literatura en lengua. española. Y no se trata ya únicamente de valiosos aportes, tales como el de los poetas “novohispanos” encabezados por Bernardo de Balbuena, Carlos de Sigüenza y Góngora o sor Juana Inés de la Cruz -en los siglos XVI y XVII-, o de la presencia decisiva de Manuel Gutiérrez Nájera, Salvador Díaz Mirón, Amado Nervo y Ramón López Velarde en la configuración y desarrollo del modernismo, ni de las aportaciones a la "literatura de vanguardia" que hicieron José Juan Tablada y Manuel Maples Arce. Ahora se trata de creaciones literarias cuya novedosa tesitura despertó el interés de la crítica en la década de los 40 y ha tenido influencia en escritores de Hispanoamérica.
Si recordamos que inventar significa, en primer término, "descubrir", "fundar", esta nueva literatura mexicana es una "literatura de fundación" , porque inventa" la realidad, rescatándola de las espesas y opacas capas que la sustraen de la visión profunda, al tiempo que "inventa" la palabra, restaurando el único lenguaje capaz de decir lo que la realidad es.
Esta "literatura de fundación", que se da tempranamente en México, es sobre todo fruto de la coincidencia -misteriosa siempre que acontece- de altos y fecundos creadores. Con todo, existen en la historia cultural de México algunos antecedentes inmediatos que nos permiten comprender mejor tanto el vigor de esta nueva literatura desde su nacimiento mismo, como su brillante y progresivo avance posterior. Resulta difícil pensar que el renacimiento de las letras mexicanas y su particular entonación de sugestiva modernidad sean totalmente independientes de dos fermentos de renovación cultural, los cuales llenaron la vida intelectual de México en la segunda y tercera décadas del siglo: la "generación del Ateneo", con sus aspiraciones de reestructuración de la cultura, y el grupo de los "Contemporáneos" con su fecundo anhelo de depuración estética.
Del realismo a la nueva literatura. Los últimos ecos del "realismo naturalista" y del "modernismo".
A pesar de la remoción del ambiente cultural que provocaron, entre 1910 y 1935, los miembros del Ateneo y los Contemporáneos, en la década de los 40 sobreviven todavía algunas líneas de la literatura de "fin de siglo": el realismo naturalista y el modernismo, modalidades que llegan a convivir con las primeras muestras de la nueva literatura, dando aún muestras de respetable vigor.
El realismo.
Cuando en el resto de Hispanoamérica el variado cultivo de la poesía había desplazado un tanto a la novela y el cuento, casi agotados precisamente por el enquistamiento del realismo, estalla en México la Revolución. Este dramático acontecimiento nacional es sentido, explicablemente, como una gesta y se erigió de inmediato en el tema dominante de la literatura mexicana. A pesar del carácter épico, la riqueza del anecdotario y, en cierta medida, la necesidad de propaganda política hizo que los escritores se inclinaran por el relato (novela y cuento) como el género más apropiado para documentar el violento cambio de las estructuras socioeconómicas. Por otra parte, en los primeros años de lucha armada, los años más cruentos, los escritores no tuvieron tiempo ni ocasión para pensar en modas literarias, mientras que sí tenían a la mano la bien conocida experiencia del realismo naturalista, hecho como a la medida para recrear, sin mayor esfuerzo técnico, la dureza devastadora del conflicto, la rudeza casi bárbara de los líderes populares y el ciego furor de las masas, el personaje colectiva. Con todo, par debajo de la aparente unidad, pueden advertirse algunos matices dentro de la novela de la Revolución, sobre todo en el enfoque del tema básico, que van desde la mera crónica hasta la interpretación pesimista de la guerra civil, pasando por la visión muy personal y llena de vivencias particulares del anecdotario.
Estas dos últimas perspectivas del conflicto y de sus consecuencias, tal como se da en Los de abajo (1916), de Mariano Azuela, en El águila y la serpiente (1928) a La sombra del caudillo (1929), de Martín Luis Guzmán, o en ¡Vámonos con Pancho Villa! (1931), de Rafael F. Muñoz, anuncian ya la liquidación del realismo ortodoxo par la penetración vital de lo narrado contraria a la objetividad impasible que suponen el realismo y el naturalismo, por un lenguaje menas solemne y seco que el de estas escuelas y hasta por la experiencia temida aún con nuevas formas de relatar. Estas nuevas orientaciones ventilaron bastante la tradición narrativa y despejaron el campo a los escritores que vendrían algo más tarde.
Los escritores que no continuaron hacienda de lleno "novela de la Revolución" se orientaran hacia la literatura social. Es decir, que relegaron los temas motivados directamente por el conflicto armado en beneficio del desarrollo de los problemas sociales, algunos de los cuales habían contribuido al desencadenamiento de la Revolución e incluso exacerbado la contienda. Varios de los autores de esta nueva línea son hombres comprometidos con los ideales izquierdistas; pero otros se ven impulsados, más que por la ortodoxia doctrinaria, por mostrar con dejos de "costumbrismo" la vida del pueblo, en una actitud de humanísima solidaridad. Sólo que la mayoría de estos nuevos narradores se ocuparon casi exclusivamente por la vida infrahumana del proletariado de las ciudades, manteniendo todavía en la década de los 40 los presupuestos artísticos del realismo naturalista. El libro más representativo de esta narrativa que no se resignaba a desaparecer es seguramente la colección de cuentos Paseo de mentiras (1940), de Juan de la Cabada. Algo más tarde, la literatura social empezó a despojarse de la intención demasiado obvia de protesta y denuncia, y de la solemnidad realista, gracias a las obras de varios autores que parecen haber redescubierto la agilidad y el guiño malicioso que caracterizó las estampas de Angel del Campo, "Micrós" (1868 - 1908). Responden a esta línea, en la que aflora una estimulante solidaridad humana, antes que el compromiso político, las novelas y cuentos de Antonio Magaña Esquivel, Magdalena Mondragón y Felipe García Arroyo, el autor de la mejor novela de esta corriente: El sol sale para todos (1948).
El relato indigenista.
En estos años se dan también algunas especiales prolongaciones de la literatura de tema indigenista, que puso nuevamente en vigencia Antonio Médiz Bolio, en 1922, con las felices estampas de su libro La tierra del faisán y del venado, y que continuó casi de inmediato, con estilo menos ampuloso y con más ternura y gracia, Andrés Henestrosa en Los hombres que dispersó la danza (1929), bellísima evocación de su mundo zapoteca. En la década de los 40 estos dos antecedentes fructificaron con generosidad, y si bien la literatura indigenista pudo coincidir con la actitud y entonación realista de la literatura social, sobre todo al enfocar concretamente la denuncia de la triste situación del indio y de la vida en las comunidades indígenas marginadas, lo que mejor caracteriza a esta década es la visión reflexiva del ancestro autóctono y la comprensión de la tragedia para todo el país y no sólo para el indio que representa su marginación.
También es muy significativa la entonación lírica y la integración anímica del autor con el hombre indio (esto si no es que el propio autor no es de su estirpe), que vibra, junto a la visión reflexiva, en las evocaciones. Entre los autores que han sabido expresar su simpatía con el indio y la sensibilidad estética necesaria para comunicarnos esta vivencia destacan el mismo Henestrosa con Retrato de mi madre (1940); Miguel Angel Méndez por su Nayar (1940); dos autores especialmente atraídos por la vida de los indios de la región de Chiapas: Ricardo Pozas, que escribió Juan Pérez Jolote, biografía de un tzotzil (1948), y Ramón Rubín, autor de El callado dolor de los tzotziles (1949), y Ermilo Abreu Gómez (1894 – 1971), el representante de mayor significación de esta literatura, tanto por lo generoso de su obra, recogida en el numeroso volumen Héroes mayas (1942), como por su espléndida manera de decir: una lengua estricta, casi seca, pero capaz de alcanzar sugestivos modos de comunicarnos sus emociones y vivencias más profundas, y de darnos "entre líneas" las connotaciones más sutiles.
De entre las historias recogidas en Héroes mayas, la más lograda es Canek: historia y leyenda de un héroe maya, publicada en 1940, que a simple vista es un relato de la infancia, adolescencia y muerte de un indio en plena juventud; pero que, tal como lo insinúa el titulo, la novela nos habla de la vida, pasión y muerte de un hombre cuyo único delito era el de haber nacido de estirpe india.
El modernismo y el posmodernismo.
La poesía modernista siguió sobreviviendo en los versos de algunos escritores que habían pertenecido al Ateneo: Enrique González Martínez y Alfonso Reyes, y de algún poeta independiente como el polifacético José Juan Tablada (1871 - 1945) en sus últimos años.
Sólo que estos poetas habían roto ya, especialmente Tablada (que nunca estuvo muy cerca del modernismo típico), con la ortodoxia rubeniana y transitaban más cómodamente por algunas de las diversas líneas del "posmodernismo", unas más revolucionarias o audaces que otras: neorromanticismo, sencillismo (irónico o intimista), imaginismo, o sosegado regreso a la tradición poética de los siglos XV y XVI. Esta poesía posmodernista, que ha sobrevivido, a veces como corriente subterránea que aflora de tanto en tanto, llega en ocasiones a manifestarse junto con las primeras experiencias de la nueva literatura.
La prosa modernista tuvo menos suerte, ya que la novela de la Revolución desplazó por mucho tiempo todo otro tipo de relato; sin embargo, entre 1935 y 1945, pasada la etapa crítica de la lucha y atemperado un tanto su monopolio de la narrativa, se desarrolla lo que se dio en llamar el "colonialismo", corriente de novelas históricas cuyo ámbito se limita a la época virreinal. Los “coloniales” toman como excusa el brillo efímero pero seductor del virreinato para hacerlo cristalizar en una prosa elegante con la que narran legendarios lances y secretas intrigas propias de la época. Algunos críticos explican el "colonialismo" como una literatura de evasión ante la inseguridad de los años inmediatamente posteriores a la Revolución o como una añoranza de las clases desplazadas del poder o desposeídas de sus fortunas. Esta explicación es demasiado mecánica, y conviene tener en cuenta que en casi toda Hispanoamérica muchos modernistas aprovecharon el hallazgo romántico de la "novela histórica" para satisfacer a su manera las propias tendencias estéticas: exotismo, lánguida fantasía, recreación de ambientes suntuosos con expresivo preciosismo. Un ejemplo típico de esta novela modernista de ambiente histórico es La gloria de don Ramiro, compleja historia de un hidalgo español de los tiempos de Felipe II, que transcurre entre Avila de los caballeros y la Lima de los virreyes y de Santa Rosa, y cuya vida es un largo conflicto entre las leyes del honor caballeresco y su amor por una mora, entre la voluptuosidad y el misticismo, todo lo cual es una inteligente excusa para evocaciones delicadas o suntuosas.
Sin necesidad de salirse de la historia literaria mexicana hay que recordar también, como un antecedente muy especial, la novela de Manuel Payno (1810 - 1894), largamente elaborada -a modo de folletín- entre 1889 y 1891, que, si bien responde al costumbrismo romántico, es tan rica en tipos y situaciones que llega a tocar la vida de la aristocracia mexicana con descripciones de ambientes suntuosos e incursiones psicológicas que anticipan algunos aspectos de la novela colonialista. Los representantes más destacados de esta novela en la década de los 40 son Francisco Monterde (El temor de Hernán Cortés, 1943) y el prolífico escritor Artemio del Valle-Arizpe, autor de relatos con los que culmina esta escuela narrativa: En México y en otros siglos (1948) y la numerosa serie de Tradiciones, leyendas y sucedidos del México virreinal, de la cual se han publicado solamente ocho volúmenes entre 1932 y 1952.
La nueva literatura. Las letras del ensimismamiento y el solipsismo.
Los escritores más significativos en el nacimiento de la nueva literatura mexicana –que en rigor comienza a vislumbrarse hacia 1935- fincan su ruptura con las generaciones coetáneas o anteriores, cuya literatura era una forma de "recrear mundos vividos", en la aspiración de que la poesía, el teatro, la novela o el cuento fueran algo muy diferente: una manera de "entender el modo de vivir el mundo" y de comunicar esta actitud vital con un profundo estremecimiento.
Esta aspiración venía a coincidir con la de algunos artistas plásticos, principalmente los muralistas ya famosos por sus frescos sobre la Revolución y que ahora empezaban a tratar la vida del mexicano como tema (José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros), y con una nueva línea de reflexión de jóvenes pensadores. Todo un movimiento y una actitud mental que caracteriza lo que se ha llamado el "nacionalismo cultural", un nacionalismo crítico por el cual había pasado ya, o estaban pasando por entonces, casi todos los países hispanoamericanos, cada uno según sus circunstancias histórico-culturales. Una preocupación por desentrañar los elementos radicales de la nacionalidad, en la que sobresalen el peruano Mariátegui y el argentino Martínez Estrada, que más tarde o más temprano incide en la literatura.
Los escritores que primero y más decididamente se insertan en el nacionalismo crítico son incuestionablemente los poetas, quienes presentan, dentro de los matices propios de las promociones a la que pertenecen y dentro de las entonaciones individuales, un denominador común: la insatisfacción que en algunos llega a la cólera frente al mundo que les toca vivir. Por lo demás, se sienten acosados, en su gran mayoría, por ciertas vivencias comunes: la soledad, la incomunicación y la angustia de la muerte ante una existencia caótica o sin sentido.
El primer grupo importante que surge en estos años es el de los poetas que publican Taller poético (1936 - 1938) y Taller (1938 - 1941): Efraín Huerta, Neftalí Beltrán, Rafael Solana, Vicente Magdaleno, Octavio Novaro, Rafael Vega Albela y Octavio Paz. Lo que caracterizó a esta promoción fue "la repugnancia por lo literario y la búsqueda de la palabra original, por oposición a la palabra personal" (Octavio Paz); además el mismo testigo hace notar que en esos años se dio “una impura alianza de nacionalismo y de un realismo más o menos socialista”.
Neftalí Beltrán (1916) muestra al principio decoro formal y una gracia sutil en la poesía amorosa (Veintiún poemas, 1936); pero más tarde, en Soledad enemiga (1949), se le ve más preocupado por la sinceridad expresiva y aguijoneado por el sentimiento de la muerte, que expresa con hondura y riqueza de matices.
Alberto Alvares Quinteros (1914 - 1944) fue un poeta de tendencia contemplativa que primero intentó plasmar su experiencia religiosa y que después se internó en la expresión poética de la angustiosa vivencia del amor. Su poesía está recogida en Nuevos cantares (1942).
Efraín Huerta (1914) es el dueño de una de las voces más altas de la generación de Taller. De 1935 a 1935 publicó algunos libros breves, o plaquetas, en los cuales su tema inicial, el amor, se va haciendo cada vez más tenso y dolorido, al mismo tiempo que el lenguaje cobra mayor densidad y mayor violencia En 1943 publicó Poemas de guerra y esperanza que recoge las composiciones escritas desde 1938 más representativas de su labor de poeta comprometido con los ideales socialistas. Los hombres del alba (1944), La rosa primitiva (1950) y Estrella en alto (1956) siguen en la línea de la poesía de protesta, pero protesta integral y humanísima que trasluce un dolorido amor por los inframundos de su ciudad y por el hombre que la habita. Su vivencia de la soledad, apenas atenuada por el amor, y su pasión de solidaridad humana se hacen cada vez más hondas, hasta cobrar hálitos de cosmogonía en El Tajín (1963). Recientemente Huerta ha publicado Poesía, 1935 - 1968, volumen que recoge toda su poesía escrita en la época que anuncia el título, salvo las composiciones políticas más comprometedoras, que el mismo autor llama Los poemas prohibidos.
Octavio Paz (1914) es definitivamente el poeta más significativo de todos los que Colaboraron en Taller poético y Taller, y cuando fue invitado a integrar el grupo ya había publicado Barandal (1931 - 1932) y en Cuadernos del valle de México (1933 - 1934), muestras de una precoz personalidad creadora. Si bien se inició bajo la influencia del neorromanticismo modernista, muy pronto su intuición lo impulsó a buscar una nueva poesía, una poesía que fuera esa “otra cosa” que desde entonces ha buscado incansablemente, sin conformarse con los altos logros. Después de una rápida incursión de la poesía social y política No pasarán, 1937, y La piedra y la flor, fechado en 1937, pero publicado en 1941) se lanza a interpretar el mundo y la manera de vivirlo desde la perspectiva del poeta reflexivo, capaz de crearse su propia metafísica y de transmutarla en poemas de relampagueantes visiones y un originalísimo lenguaje. Coincide con los poetas de la generación de Taller en cuanto a las vivencias y actitudes espirituales básicas, pero su instalación en una visión del mundo, comprometida con el pensamiento contemporáneo más revolucionario (Dilthey, Bergson, filosofía existencial y cierto arracionalismo muy próximo al de las cosmologías orientales), lo llevan a desarrollar su poesía como una constante e imperiosa indagación de la entidad de su propio yo, de la realidad secreta de las cosas y de la esencia radical de la palabra y de la creación poética. Su poesía es, a fin de cuentas, una "autorrepresentación" del mundo, en la que dominan la intuición de la unidad de contrarios y la idea de la mutación. Esto hace que, para Octavio Paz, lo paradójico sea el modo sustancial de existencia. Así, los temas fundamentales de su poesía (el amor, la vida y la muerte, la poesía misma, el tiempo, su propio yo, y el mundo en su totalidad) son vistos como elementos cardinales de la autorrepresentación del mundo, pero sentidos como esencialmente ambiguos, hechos de "dos mitades enemigas", una de las cuales lleva al poeta a la "consagración del instante privilegiado" (el contacto con lo Absoluto y una de las certezas de existencia plena), mientras que la otra lo arroja al vacío o al caos, lo hunde en la Nada.
Paz nos comunica su debate entre “ser”, y "no ser" mediante una poesía también contradictoria en apariencia, una poesía en la que contrastan la lucidez del mensaje con el hermetismo de la lengua. Y más aún, este lenguaje hermético puede alternar con el prosaísmo abierto del habla coloquial, lo mismo que con el cristalino modo de expresión de la "poesía pura" por la que incursionan algunos de sus poemas. A la orilla del mundo (1942) y Libertad bajo palabra (1949) recogen prácticamente lo más sustancial de la labor poética entre 1931 y 1948; labor que erige a Octavio Paz, al terminar la década de los 40, en el poeta más importante de México, tanto por el valor intrínseco de su poesía como por la explicable influencia que empieza a tener, y ha de seguir teniendo, en las nuevas generaciones.
Antes de que se cerrara definitivamente el ciclo vital de Taller empezó ya a destacarse un nuevo grupo de escritores, que también fue conocido con el nombre de la revista Tierra Nueva (1940 – 1970) en la que se daban a conocer, y en la que ahora colaboraban tanto algunos poetas jóvenes (Alí chumacero, Wiberto Cantón, Jorge Conzález Durán y Manuel Calvillo) como algunos intelectuales cuyos artículos comenzaban a despertar interés: el ensayista filosófico Leopoldo Zea y José Luis Martínez, dedicado a la historia y la crítica de la literatura mexicana.
Alí Chumacero (1918) es el poeta de mayor envergadura y el que mejor representa la estética del grupo. Su poesía, muy cercana a la de los "Contemporáneos" por la independencia del contexto social, la disciplina formal y el uso de la palabra exacta, desnuda casi, eleva hasta su mayor intensidad los temas de la muerte, la soledad, la destrucción del mundo y de sí mismo, especialmente en su último libro Palabras en reposo (1956; 1955). En sus primeros libros, Páramo de sueños (1944) e Imágenes desterradas (1947), toca también el amor, pero éste no logra salvarlo -como salva a González Durán- de la corrupción del mundo y de la disgregación total, puesto que ni el amor mismo logra sustraerse de la desintegración, tal como lo anuncia uno de sus poemas de mayor calidad y difusión: Amor entre ruinas.
Si bien algunos autores de narraciones indigenistas lograron en esta época desprenderse un tanto de la solemnidad del realismo y la denuncia, para hacer cristalizar, en prosa casi poética, las relaciones entre el paisaje mexicano y el espíritu y la vida del hombre -indio o mestizo- que lo habita, es Agustín Yáñez (1904) quien representa cabalmente la inquietud por revisar y recrear artísticamente el modo del mexicano de vivir su mundo, sobre todo en los ambientes provincianos. Algunas de sus primeras obras, más que relatos, son agudas y sensibles evocaciones de la cultura tradicional; el ejemplo más acabado de esta línea es Flor de juegos antiguos (1942), deliciosa recreación del mundo infantil con sus rondas, sueños y canciones.
Cuando se entregó plenamente a la ficción narrativa, la magia del relato da generalmente, por añadidura, una certera visión de la vida provinciana. Una visión que, a pesar de su dureza, no puede disimular el cariño entrañable por esa tierra y sus hombres. Dentro de esta línea su producción es amplia: Archipiélago de mujeres (1943), Yahualica (1946), La tierra pródiga (1960), Las tierras flacas (1964). Pero es Al filo del agua, publicada en 1943, la obra que le dio fama y su mejor novela, al mismo tiempo de una de las novelas más significativas de la moderna narrativa mexicana.
Aun cuando aparentemente Yánez no se interese demasiado por las innovaciones técnicas, Al filo del agua es una novela experimental en la cual la alternancia de planos espaciales y temporales da pie para que Yáñez pueda abandonar la postura del autorrelator y deje actuar a los personajes libremente con la viveza que les da la autocaracterización. Su estilo generoso, de lengua muy elaborada, y sin embargo preciso y sólido, le permite recrear el ambiente de un villorrio en vísperas de la Revolución, cuya sociedad, estrangulada por el oscurantismo y la hipocresía, quieta y muerta en vida, es un poca símbolo de toda la nación en ese momento Y en tal ambiente los personajes de Yáñez viven plenamente sus conflictos, y una pareja, que rompe la sórdida cárcel de la sociedad, su salvación. Todo esta visto constantemente desde múltiples perspectivas. Fuera de esta línea, Yáñez ha publicado Pasión y convalecencia (1943), La creación (1959), Ojerosa y pintada (1960), Tres cuentos (1964) y Los sentidos del aire (1964). Toda esta numerosa labor literaria y su resonancia, en conjunto, en las letras mexicanas le ha valido recibir el Premio Nacional de Literatura de 1973.
La otra figura de relieve en el género narrativo es José Revueltas (1914), típica escritor militante que ha sufrido en carne propia los riesgos de la lucha social activa. A pesar de su ideología marxista, su obra literaria no se adhiere a los postulados del realismo socialista, sino que, por el contrario, es el primer narrador mexicano que descubre y pone en práctica decididamente las nuevas modalidades de la literatura norteamericana y europea: Joyce, Kafka, Faulkner y aun de los existencialistas franceses.
Munido de estos elementos, muy bien digeridos, Revueltas experimenta nuevas técnicas narrativas para hacer recreaciones críticas de la realidad nacional: Los muros de agua (1941), Los días terrenales (1949), En un valle de lágrimas (1956), Los motivos de Caín (1957), Los errores (1964). En 1943 publicó El luto humano; su tema, no el argumento, es la muerte: ella impulsa la anécdota inicial, sostiene la acción y anima a los personajes, “seres para la muerte”. El modo de desarrollar este tema, tan mexicano como el ámbito de líneas costumbristas que lo sostiene, hace de El luto humano la mejor novela de este autor.
La renovación del teatro mexicano comienza gracias al impulso personal de algunos de los "Contemporáneos". Xavier Villaurrutia y Celestino Gorostiza traducen lo más llamativo del teatro de su época (Dunsay, Vildrac, Cocteau, Lenorman, O'Neill) y hacen representar sus traducciones por grupos de jóvenes entusiastas del teatro que no pertenecen a los corrillos profesionales. Así nació una especie de "teatro experimental" representado primero por el "Teatro Ulises" y después por el "Teatro de orientación", que mantiene el espíritu del grupo anterior, trabajando ahora con mayor disciplina y representando, además, no sólo traducciones del teatro extranjero, sino también obras originales de sus miembros: Rodolfo Usigli, Salvador Novo, Agustín Lazo, quienes se orientan por entonces hacia el teatro vanguardista. Por los mismos años aparece el "Teatro de ahora", fundado y sostenido principalmente por Mauricio Magdaleno y Bustillo Oro con obras de tesis revolucionaria. Es un teatro político que se mantiene en la línea del más ortodoxo realismo, dejando en crudo los materiales de denuncia, que recoge del contorno, sin agregar nada realmente al movimiento de renovación.
De todo el movimiento que agita y renueva el teatro mexicano en esta época la figura más representativa es Rodolfo Usigli (1905), quien logra conciliar las experiencias vanguardistas con el anhelo de recrear y dar vida a la intimidad psicológica del hombre y su medio. Sus primeras obras datan de 1933. Lo más representativo de esta primera época es indudablemente El gesticulador, aguda crítica de la hipocresía en los medios oficiales y de la alta sociedad, que se puso en escena por primera vez en 1947. La prolongada espera no logró desanimarlo, sino que le hizo cobrar mayor sentido de profesionalismo, le permitió agudizar su talento y lo ayudó a depurar su técnica, todo lo cual se refleja en las obras escritas posteriormente: El niño y la niebla, Corona de sombra, La función de despedida, Los fugitivos, Jano es una muchacha, Un día de éstos. En estas obras, la necesidad de reflejar críticamente las circunstancias del mexicano y su actitud espiritual se enriquecen con certeras incursiones en la psicopatología. De este modo, la crítica circunstancial alcanza valores universales y su teatro trasciende al extranjero. Además de su obra de creación, Usigli tiene en su haber una importante obra como historiador y crítico del teatro mexicano, así como una seria labor de cronista teatral.
La reapertura cultural.
Entre 1950 y 1955, la vida intelectual mexicana y, por ende, la producción literaria ofrecen una notable transformación, caracterizada, en principio, por la aceleración y la diversidad. Un dinamismo que es fruto, en buena parte, de la siembra realizada en los 40: el incitante estímulo de las generaciones de Taller y de Tierra Nueva y de sus poetas más significativos, el impulso dado a la narrativa por Yáñez y Revueltas y la extraordinaria proliferación de las revistas literarias. Lo importante en el último caso no es la mera multiplicación de las publicaciones culturales y literarias, sino que buena parte de estas tribunas de escritores noveles se publican en el interior, casi desmantelado por el monopolio cultural capitalino, y que en ellas comienzan a destacarse nuevos valores que han de llegar a conquistar lugares preeminentes en los cenáculos de la gran ciudad, después de haber escandalizado y removido la inercia provinciana.
Otro aspecto muy significativo de la diversificación y dinamismo de las nuevas generaciones es la reaparición, muy importante en la historia de las letras mexicanas contemporáneas, de la voz femenina, bastante retraída -salvo escasas excepciones: Nellie Campobello, Magdalena Mondragón, Concha Urquiza- desde la decadencia del modernismo. A partir de los 50 cuenta mucho más de lo que a veces se entiende por "literatura femenina" la obra de creación y de crítica que han realizado y siguen realizando Carmen Toscano, Margarita Michelena, Griselda Alvarez, Margarita Paz Paredes, Luisa Josefina Hernández, Elena Garro, María del Carmen Millán, Rosario Castellanos, Margit Frenk Alatorre o Margo Glantz.
En cuanto al carácter interno de esta literatura en constante ascenso, lo que mejor la define ahora es la superación del ensimismamiento, y la reapertura a la cultura y las tendencias estilísticas del mundo europeo. Una reapertura que rescata, al principio con gran indecisión y después con suficiente madurez, naturalidad y como patrimonio mayoritario, muchas de las entonces exclusivistas y aristocratizantes anticipaciones de los "Contemporáneos".
Es innegable que en el comienzo de la nueva literatura predominó el cultivo de la poesía; ahora, después de diez o quince años, lo más significativo en las letras mexicanas es un complejo y rico desarrollo de la narrativa. Con todo, los nuevos poetas (cuya aparición ya no está ligada exclusivamente a la constitución de grupos, más o menos compactos y sucesivos, sino que es un surgimiento espontáneo y paralelo de voces diversas) ofrecen una labor poética cuya calidad equilibra la numerosa explosión de la novela y el cuento.
Los principales representantes del movimiento poético entre 1950 y 1965 son Margarita Paz Paredes (1922), Rubén Bonifaz Nuño (1923), Jesús Arellano (1923), Miguel Guardia (1924), Jaime García Terrés (1924), Rosario Castellanos (1925), Jaime Sabines (1925) y Tomás Segovia (1927).
Bonifaz Nuño, influido seguramente por su severo conocimiento de los clásicos latinos, se preocupa fructuosamente por las formas métricas; pero tal como lo muestra Los demonios y los días (1956), quizá su mejor libro, no se queda en la fría perfección técnica, sino que sus poemas dan una calurosa vivencia de la solidaridad humana como la única vía de salvación del hombre individual, y esto mediante una hábil combinación estética de la lengua culta y la lengua coloquial. Ha escrito además La muerte del ángel, Imágenes, El manto y la corona, Fuego de pobres, Siete de espadas.
Jaime Sabines es quizás el único heredero de la poesía anterior estremecida por la concepción trágica del amor, la corrupción de la carne y las angustias de la soledad. En íntima correspondencia con tales temas, su voz mantiene también el "furor poético" de las generaciones precedentes, apenas disimulado con algunos toques de estilo coloquial; ha escrito Horal, La señal, Tarumba y Diario semanario y poemas en prosa, pero lo más importante de su obra está recogido en Recuento de poemas (1962).
Tomás Segovia, español "transterrado" que llegó a México en 1940, vive marcado por la orfandad del exilio que por momentos lo hundió en el caos. Dueño, sin embargo, de una poética que es reflejo de un constante crecimiento espiritual, ha logrado conquistar algo que lo ilumina y lo lleva a la reconciliación con las cosas terrestres. Este ascenso y la alabanza del mundo es su manera de vencer el profundo sentimiento de orfandad. Su poesía muestra también el ascenso espiritual desde La luz provisional (1950) hasta Anagnórisis (1967) y Terceto (1972), libro con el que acaba de ganar el Premio Villaurrutia de Poesía 1973.
Rosario Castellanos se aparta un tanto del tono general de esta poesía y de sus temas dominada por la conciencia del mestizaje que se mantiene vivo en la vivencia del mexicano de ser una raza vencida a la cual las circunstancias históricas le arrebataron su mundo, todo lo cual se nos dice con un especial realismo y objetividad que no impiden en absoluto el desarrollo de una gran potencia lírica de la palabra.
Otra veta de su poesía es la sensación de desamparo ante la pérdida del amor. Su envidiable capacidad creadora ha dado alrededor de diez libros de poesía, desde Trayectoria del polvo (1948) hasta Lívida luz (1960), en los cuales las finas notas de una poética femenina intimista corren parejas con una felicidad expresiva que ya no tiene sexo.
Sin restarle méritos a su labor poética, lo que le dio el espaldarazo en las letras mexicanas son sus ensayos sobre crítica literaria (tanto de autores de lengua española como escritores europeos) reunidos en Juicios sumarios (1966) y, muy especialmente, sus novelas y relatos: Balún-Canán (1957), Oficio de tinieblas (1962), Ciudad Real (1960) y Los convidados de agosto (1964). Esta narrativa mantiene su preocupación por el mundo indígena y mestizo en su contacto y choque con el mundo criollo, sobre todo en el ámbito geográfico de la región de Chiapas su tierra natal, y por lo mismo pueden despistar a los lectores y a más de un crítico, que creen encontrarse frente a un renacimiento de la literatura indigenista o (lo que sería peor) “folklórica”.
Lo cierto es que la trama, hecha de recuerdos infantiles de tipos indios y mestizos, de escenas de la vida social provinciana, llena de prejuicios de casta y de clases, de anécdotas sobre la explotación del indio, es sólo un soporte para hilar muy fino el dramático juego de vivencias, sentimientos y pasiones que mueven el alma humana en cualquier edad y bajo cualquier calor de piel. En estas obras, Rosario Castellanos muestra una vez más que sabe manejar su lengua artística, en la cual la mayor elegancia es la certera simplicidad y tersura con que hace más patético el dramatismo ascendente de la acción moldeada en una estructura de tiempo y hechos concebidos en círculos concéntricos.
De los poetas maduros, quien tiene siempre algo nuevo que decir es Octavio Paz. Semillas para un himno (1954) empieza a mostrar la búsqueda de nuevos caminos, experimentando con algunos elementos vanguardistas muy depurados; con todo, la obra cumbre de estos años es La estación violenta (1958), que reúne nueve poemas, algunos de los cuales ya eran conocidos ("Himno entre ruinas", con el que se había cerrado años antes Libertad bajo palabra, y "Piedra de sol", publicado autónomamente en 1957). En líneas generales, con estos poemas culmina brillantemente la poesía destinada a representar el mundo y su estilo hermético.
Sin embargo, el poemario no es una mera prolongación de la poesía anterior. Es cierto que los temas se condensan, pero al mismo tiempo se enriquecen con más sutiles matices nuevos. El lenguaje llega a su máxima generosidad, que a veces toca con el delirio, pero no se desboca gracias a una firme voluntad de contener la pura facilidad verbal. El hermetismo parece llegar a una densidad exasperante y, sin embargo, la cristalización definitiva de los elementos simbólicos y su coherencia sistemática desgarran con relámpagos hirientes aquella lengua esotérica. La tendencia al poema largo, plural, exuberante y numeroso se explaya a sus anchas, por un sistema casi perfecto de estructuras, íntimamente relacionadas con el modo de enfocar los temas: reflexión, "Himno entre ruinas", día memoria de acontecimientos vitales, "Mutra", o la combinación de ambas maneras, como en "Piedra de sol" uno de los más altos poemas escritos en español, y la depurada técnica en el uso de los "complementos rítmicos", dan a estas composiciones una firme unidad interna.
La insatisfacción ante el mundo y la violencia verbal llegan también a su máximo nivel de intensidad, sin que por ello se desquicie el pensamiento ni su recreación artística. De este modo, La estación violenta no "resume" la poesía anterior de Octavio Paz, sino que la eleva a su máxima dignidad estética. Por esto no llama la atención que el poeta sea considerado después de la aparición de este libro, en el que se aúnan inefablemente la conciencia de lo mexicano y la instalación en la cultura universal (Oriente y Occidente), uno de los máximos poetas en lengua española.
Juan Rulfo (1918), Juan José Arreola (1918), Elena Garro (1920), Augusto Monterroso (1921), Jorge López Páez (1922), Luis Spota (1925), Sergio Galindo (1926), Sergio Fernández (1926), Carlos Fuentes (1928), Luisa Josefina Hernández (1928) son los narradores más significativos de una nueva generación adherida claramente a la literatura que fomenta la apertura cultural.
Algunos de ellos, los que por su edad están más cerca de los escritores de los 40, son en ocasiones elementos de transición, sin que por ello dejen de dar, oportunamente, las obras quizá más originales de los 50. Este es, al parecer, el caso de Rulfo y de Arreola, quienes en sus primeras obras sintetizan el costumbrismo tan especial de Yáñez y las experiencias técnicas de la nueva novela extranjera que realizaba Revueltas.
Juan Rulfo sorprende a críticos y público con la sugestiva madurez de su Llano en llamas (1953), colección de cuentos cuyos temas son preferentemente la vida campesina y anécdotas de la Revolución; pero, a pesar de la coincidencia temática, su narrativa no tiene nada que ver ni con el costumbrismo realista ni con los relatos revolucionarios. Hay un verdadero abismo entre estos géneros y las narraciones de Rulfo, tanto por el lenguaje aparentemente simple, pero lleno de la malicia del buen escritor, la preocupación formal y el uso menos obvio y más efectivo de nuevas técnicas y, sobre todo, por la ingeniosa recreación de un mundo intensamente vivido. Con todo, Rulfo muestra su verdadera garra de narrador con la novela Pedro Páramo (1955), en la que hace suya la tendencia kafkiana con una poética visión interior en la que el lirismo del mundo rural y la simbología del trasmundo de tal ambiente dejan al lector en suspenso.
La ruptura del orden espacial y temporal tanto como de los presupuestos racionales, o mejor dicho lógicos, crea un mundo fantástico. Un mundo fantástico, no tanto por la riqueza de seres imaginarios como por la cristalización de un pueblo y su gente en un supramundo más allá del tiempo físico, del que suelen regresar y dialogar con el protagonista con una naturalidad escalofriante, ya que son sólo espectros que ni siquiera piensan en reencarnarse francamente para convivir por turno con Juan Preciado. Esta novela, que hace real lo imposible e irreal lo corpóreo (sin contradicción interna), es una de las muestras mejores de lo que se ha dado en llamar "realismo mágico".
Juan José Arreola, autodidacta de vastísima cultura, hombre acosado por una angustiante hipersensibilidad, es otro de los grandes maestros de la narrativa mexicana contemporánea. Su prueba de fuego fue un relato publicado en 1943, Hizo el bien mientras vivió. A pesar de salir airoso de la empresa, su multiplicidad de intereses, su vida bohemia, o quizás una secreta labor de depuración, lo salvan de toda prisa y no publica su primera colección de cuentos, Varía invención, hasta 1949 y la segunda, Confabulario, en 1952.
Después de una importante y feliz incursión por el teatro (La hora de todos, 1954) publicó su única novela: La feria (1953), especie de "colage" de varios elementos novelísticos presentados desde el principio que se van desarrollando paralelamente, a la vez que empiezan a crear nexos -claros o apenas insinuados- entre sí. Arreola puede caracterizarse, con bastante esfuerzo dado su multiplicidad, por el ingenio malicioso, que él puede combinar con momentos de inesperado lirismo, por el dominio de los mecanismos más secretos del cuento y por un lenguaje que sorprende por el rigor semántico y el valor estético.
Otra de las grandes figuras de toda la numerosa promoción de esta ¿poca es Carlos Puentes, que, como los dos autores anteriores, nació adulto para las letras. Publicó su primera novela, La región más transparente -cuyo título juega maliciosa y acremente con la frase con que Alfonso Reyes definió a México: “La región más transparente del aire”, en 1958, y un año después, Las buenas conciencias. El tema de ambos libros es, a primera vista, una continuación del nacionalismo crítico: revelar lo que es México, lo que constituye lo mexicano y lo que caracteriza al mexicano. Sin embargo, las dos novelas no responden a la denuncia, ya machacona por entonces, sino a una tensa ansiedad de encontrarse a sí mismo en un ámbito desgarrado y hostil.
Por otra parte, la superposición-contemporaneidad-correlación de personajes y acciones hubiera caído en un farragoso caos si Fuentes no hubiera sabido sintetizar, con gran sentido de la narración y conciencia de su objetivo, toda la serie de evidentes aportes técnicos de la moderna literatura extranjera (Dos Pasos, Huxley, Faulkner). A pesar del triunfo inmediato obtenido, sobre todo con la primera novela, Fuentes no ha querido conformarse con un solo acierto, y su constante esfuerzo de renovación llega quizás a su punto culminante en La muerte de Artemio Cruz (1962), personalísima visión de la historia nacional hasta el presente que el personaje -un hombre de setenta y cinco años- repasa, al hacer balance de su vida, en el momento de su muerte. Fuentes ha escrito además Zona sagrada, Cambio de piel (con el que ganó el Premio Biblioteca Breve 1967), Aura y Cantar de ciegos, libros en los que ha seguido manteniendo su estilo vigoroso y poético.
A Luis Spota, su larga carrera de periodista parece haberle dado un manejo de la lengua y una experiencia vital que hacen muy convincente la acción y los personajes de sus novelas. Su tema preferido es mostrar la deficiente estructura socioeconómica mexicana, de la cual son los campesinos y los obreros quienes soportan el peso mayor de la injusticia. Spota ha escrito más de diez novelas, que la crítica ha enjuiciado a menudo con dureza por la superficialidad y premura con que han sido trabajadas. Casi el paraíso (1956), considerada su mejor obra, cambia un tanto de tema y se ocupa de retratar con violenta ironía la crueldad y la estulticia de la "alta sociedad" mexicana.
Sergio Fernández, destacado profesor universitario y fino crítico de las letras españolas del Siglo de Oro y de la literatura mexicana, prefiere reconstruir el hastío de la vida y el grave peso de la soledad a través de los movimientos psicológicos de sus personajes. Su narrativa se anticipa a la de las nuevas generaciones porque da más importancia a la manera de narrar que a los mismos temas, tal como se advierte sobre todo en Los signos perdidos (1958); ha escrito además En tela de juicio (1964) y Los peces (1968). La parquedad de su obra resulta recompensada por la seriedad profesional con que Sergio Fernández cuida la lengua y la estructura de sus creaciones; un cuidado que no enfría el clima especialmente sugestivo que cobra la acción ni supedita la verosimilitud de lo narrado.
Estos años no sólo han sido propicios para el estupendo desarrollo de la narrativa, sino que también son los años de la verdadera formación del teatro mexicano. Es ahora cuando llegan a su maduración definitiva la puesta en escena, la actuación y la creación teatral. La huella dejada por el "Teatro Ulises" y por el “Teatro de orientación” es seguida por nuevos grupos de amantes del teatro no profesionales y por la U.N.D.A. (Unión Nacional de Autores).
Sin desconocer que estos elementos fueron los que mantuvieron vivo el interés por el teatro y por su perfeccionamiento, hay que tener presente la contribución de ciertas organizaciones oficiales que dieron franco apoyo y fuerzas necesarias para el resurgimiento. En 1960 se inauguraron los primeros teatros del Instituto Mexicano del Seguro Social (I.M.S.S.) -el Xola y el Tepeyac-, a los cuales les sucedieron otros varios en la Ciudad de México. En estos teatros se pudieron representar con gran calidad técnica numerosas obras extranjeras y algunas de autores mexicanos condenadas por su escasa posibilidad económica y de resonancia en un público numeroso. Sin embargo, la obra de estos teatros lamentablemente reducida a un sexenio hizo mucho en beneficio de la educación del público y el gusto por el buen teatro, así como la sensibilización para el teatro moderno.
Varios años antes habían aparecido otras dos instituciones cuya labor fue más allá de la educación del público. En 1947 empezó a funcionar la Escuela de Arte Dramático del recién fundado Instituto Nacional de Bellas Artes (I.N.B.A.); esta escuela, cuyo primer director fue Salvador Novo, se dedicó por muchos años al adiestramiento profesional de actores y a dar oportunidad de perfeccionarse a los nuevos dramaturgos. Muy poco después apareció el Teatro Universitario, fundado por Carlos Solórzano, que lo dirigió durante diez años (1952 - 1961), y que luego pasó a ser dirigido por Héctor Azar. El éxito en el Festival de Teatros Universitarios de Nancy, con Divinas palabras, de Valle Inclán, da fe de los resultados obtenidos en la preparación profesional de actores jóvenes de este teatro. Su importante labor fue complementada con la creación del Departamento de Teatro de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, en el cual han entregado su mejor experiencia destacados profesionales extranjeros y mexicanos.
En cuanto a la creación teatral propiamente dicha, durante esta época de dinámica efervescencia aparece una nueva promoción de autores que, además de su vocación por el teatro, llegan a él munidos con el oficio que les da una importante experiencia en otros géneros. Así los escritores de obras teatrales de los últimos veinte años se mueven con entera libertad en las más variadas corrientes: algunas de ellas corresponden a la época inmediatamente posterior a la segunda Guerra Mundial, y otras responden a lo más avanzado del teatro europeo, pero en todos los casos estas corrientes y escuelas han sido naturalizadas mediante una personalísima visión particular del mundo vivido.
Obras que marcan los principales hitos del vario panorama son -con muchas y lamentables omisiones- las siguientes:
Obras que responden a un "neorrealismo", cargado, a veces, de humor trágico: Rosalba y los Llaveros (Emilio Carballido), Cada quien su vida y Miércoles de ceniza (Luis Basurto), Olímpica (Héctor Azar), El atentado (Jorge Ibargüengoitia), Los signos del zodiaco (Sergio Magaña);
Piezas asimilables a un "teatro social" en el que la "protesta" ha sido desplazada por la humanísima adhesión al dolor de los desheredados: Los huéspedes reales y La paz ficticia (Luisa Josefina Hernández), Las cosas simples (Héctor Mendoza), El tejedor de milagros (Hugo Argüelles);
Un especial "teatro de ideas" con marcada afloración de vivencias existenciales: Las manos de Dios (Carlos Solórzano), Los pájaros (Miguel Barbachano Ponce);
Un "teatro del absurdo" en la línea de Ionesco: Un hogar sólido y La señora en su balcón (Elena Garro).
Tal como se anticipó, varios de los autores citados han realizado además otras labores literarias con dignidad pareja a la de su creación teatral. Elena Garro (1920) ha publicado la novela Los recuerdos del porvenir (1963) y un volumen de cuentos con el título La semana de colores (1964), libros en los que cobra gran altura su ingenio y las calidades poéticas de su prosa.
Carlos Solórzano, uno de los dramaturgos que ha despertado mayor atención en el extranjero, es actualmente una de las máximas autoridades en el estudio y la crítica del teatro hispanoamericano y extranjero, y ha escrito además dos novelas, Los falsos demonios (1966) y Las celdas (1971), en las cuales los patéticos conflictos interiores de los personajes son expuestos con una fuerza que domina y subyuga al lector.
Emilio Carballido (1925), el primero de estos autores que salió a la palestra con gran éxito, tiene en su haber tres novelas: La veleta oxidada (1956), El norte (1958), Los visitantes del diablo (1965), y un volumen de cuentos: La caja vacía (1962).
Luisa Josefina Hernández ha publicado, después de sus piezas teatrales, casi una decena de novelas que denuncian una fuerte personalidad literaria; son novelas bien estructuradas, pero se resienten un poco de la actitud reflexiva de la autora y el excesivo control sobre la efusión sentimental espontánea. Jorge Ibargüengoitia escribió Los relámpagos de agosto, galardonada con el Premio Casa de las Américas 1964, y ha seguido escribiendo cuentos y estampas que lo erigen en el más fino e ingenioso humorista mexicano actual.
El logro de la vocación por lo universal.
Ahora, en nuestros días, lo que define al intelectual mexicano es su cosmopolitismo, como realización de la humana tensión a lo universal, y totalmente exento de la superficialidad del cosmopolitismo decimonónico.
Después del período de la apertura cultural (1950 - 1965), y viviendo en un mundo definitivamente unificado, es lógico que los intelectuales mexicanos (escritores, artistas plásticos, músicos, pensadores) se sientan mejor instalados en el esfuerzo por comprender y expresar "lo que los une" a los hombres de todo el mundo que en la anotación infructuosa de "lo que los diferencia" del resto de la humanidad. Hoy la inteligencia mexicana tiene conciencia activa de que todo aquel que puede parecer un rasgo diferenciador, y aun original, no hace a la esencia misma, a lo permanente del hombre de México.
Esta concepción de la natural inmersión del mexicano en el mundo, que lo ha llevado a un cosmopolitismo que es, en rigor, una manera de tomar contacto con lo universal con total madurez y sin los riesgos de la imitación superficial de la cultura desarrollada en otras latitudes, fue intuida, ya en 1959, por Octavio Paz en su famoso ensayo El laberinto de la soledad.
Entre sus reflexiones, la misma soledad, vista desde la especial visión del mundo del poeta ensayista, es vía de comunión del mexicano con los hombres de cualquier latitud: "Estamos al fin solos. Como todos los hombres. Como ellos, vivimos el mundo de la violencia, de la simulación y del "ninguneo": el de la soledad cerrada, que si nos defiende, nos oprime, y que al ocultarnos, nos desfigura y mutila. Si nos arrancamos esas máscaras, si nos abrimos, si, en fin, nos afrontamos, empezaremos a vivir y pensar de verdad. Nos aguardan una desnudez y un desamparo. Allí, en la soledad abierta, nos espera también la trascendencia: las manos de otros solitarios. Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres".
Basándose en este universalismo maduro y legítimo, la literatura mexicana ha continuado su ritmo ascendente y una nueva generación ha empezado a renovar los cuadros desde 1965 aproximadamente. Esta generación se caracteriza por la autonomía de sus miembros, porque, aun cuando se constituyan ciertos grupos, éstos son más el resultado de la amistad o de empresas editoriales comunes que verdaderas "capillas literarias".
Una característica general de esta literatura es la tendencia a la "obra abierta", es decir, que los autores dejan, consciente y voluntariamente, resquicios que debe llenar el lector, creando así su propio poema o su propia narración. Actitud que coincide con la superación de las limitaciones tajantes a un solo “género literario” y con la superación del divorcio entre "crítica" y "creación".
En primer lugar se ha hecho mucho más frecuente que en las generaciones anteriores el fenómeno de poetas y narradores que escriben ensayos críticos o literarios sobre variadas expresiones culturales (teoría literaria, bellas artes, música, etc.). En segundo lugar, y esto es lo más importante, se ha generalizado la conciencia de que la literatura de creación es, en última instancia, una "literatura crítica": crítica de la realidad, crítica del lenguaje, crítica del propio hecho literario. Al mismo tiempo, se ha tomado conciencia de que la verdadera crítica literaria no puede seguir siendo un frío y erudito análisis del texto, sino que debe ser la profunda inmersión espiritual y vital en el mismo, la inexcusable integración anímica con el autor y la interpretación personal de alto nivel, que ilumine desde diversos ángulos todos los valores de la creación artística.
Por último, cabe destacar que la agudizada conciencia profesional está llevando a los escritores progresivamente a la emancipación de la burocracia. Esta liberación es difícil, pero es un fenómeno socio-literario muy significativo: el escritor no sólo tiene así más tiempo para un ejercicio serio de su vocación, sino que además puede alcanzar la libertad de expresión indispensable. Por suerte, el escritor mexicano de hoy no está totalmente solo en su lucha por crearse las condiciones necesarias para trabajar con autenticidad. El Centro Mexicano de Escritores viene patrocinando desde 1951 a jóvenes literatos que muestran suficientes posibilidades de realizarse. A su vez, algunas empresas editoras (Joaquín Mortiz, Era, Siglo XXI, Empresas Editoriales S.A, Fondo de Cultura Económica y Sepsetentas), conscientes de su responsabilidad, se esfuerzan por mantener a los escritores mexicanos en contacto con el público y, en ocasiones, dan su primera oportunidad a los nuevos valores.
En este dinámico período -algo más de un lustro- se advierte la presencia de tres promociones de poetas. Los primeros muestran franca tendencia a una poesía de ricas y profundas significaciones, que los emparenta con la obra de Octavio Paz, y por el afán de lograr un rigor estético cercano al de los "Contemporáneos", especialmente en la línea de Villaurrutia, que impulsa a la mayoría.
Antonio Montes de Oca, el más significativo de toda la promoción, deja escapar su torrente lírico, lindando con el surrealismo y el creacionismo vanguardistas, que va ensartando suntuosas imágenes y metáforas en las que juega con las más inusitadas y sutiles aproximaciones; su obra ha sido recogida en Poesía reunida (1953 - 1970).
José Emilio Pacheco es más reflexivo y llega a un universo de dramática limpidez por vía intelectual; su libro más inspirado y terso es Los elementos de la noche (1966).
Homero Aridjis prefiere dejarse arrastrar por el ímpetu sensual del amor y por una cadena de aproximaciones de símbolos; Mirándola dormir (1964) es el libro de su madurez poética, al que debe agregarse la sugestiva prosa poética de Perséfone (1967).
Gabriel Zaid ha buscado, hasta dar con ella, la poesía de la certeza y la brevedad; su ingenio malicioso suele dar vida a ciertos poemas, así como a su obra crítica y de antologista, la cual parece haber acaparado últimamente su vocación. Otros miembros de esta primera camada son Isabel Fraire, Sergio Mondragón y Thelma Nava.
En 1960 apareció La espiga amotinada, curiosa publicación que reunía poemarios de una promoción nueva: Juan Sañudos, Oscar Oliva, Jaime Augusto Shelley, Heraclio Zepeda y Jaime Labastida. La ocupación de la palabra, de 1965, repite esta insólita empresa editorial, reuniendo Escribo en las paredes (Sañudos), Aspera cicatriz (Oliva), Hierro nocturno (Shelley), Relación de la travesía (Zepeda) y La feroz alegría (Labastida), obras que confirman la posibilidad de literatura comprometida cuya denuncia e insatisfacción puede expresarse con el más alto lirismo.
Ultimamente han empezado a salir del anonimato algunos poetas independientes que habían sido postergados: Alejandro Aura, capaz de decir lo más profundo con un sencillo lenguaje coloquial; Leopoldo Ayala, José Carlos Becerra o Raúl Garduño. Junto con éstos aparecen poetas muy jóvenes (Guillermo Palacios, Carlos Islas, Argelio Gasca) que todavía tienen mucho que decir, pero ya han mostrado su alta capacidad poética.
Este panorama de la poesía en los últimos años estaría gravemente incompleto si se omitiera la cita de los últimos libros de Octavio Paz: Salamandra (1958 - 1961) -editado en 1962 y reeditado con correcciones en 1969 y Ladera Este (1962 - 1968), en los cuales Paz ofrece una nueva manera poética, fruto de su constante preocupación de la palabra, que ahora llega al máximo ejemplo de la "obra abierta", de lo que se ha calificado como "poesía de la poesía".
También en la prosa narrativa de estos años se distinguen tres promociones. Tomás Mojarro, Juan García Ponce, Vicente Leñero, Inés Arredondo, Sergio Pitol, Arturo Souto, Vicente Mela, Julieta Campos -los más maduros- han llevado, con personal sensibilidad, las líneas de las generaciones anteriores, en particular las sugeridas por Yañez, Revueltas y Rulfo, a un nivel de gran solidez,. seguramente por el serio conocimiento y el dominio cabal de las técnicas de la novela europea más reciente.
Vicente Leñero y Juan García Ponce son los más representativos. El primero, por su constante renovación de temas y perspectivas y un oficio que mereció en 1963 el Premio Biblioteca Breve, siendo ésta la primera ocasión en que un escritor mexicano recibía tal premio. García Ponce, menos prolífico, pero quizá más profundo, tiene, además de su obra narrativa, ensayos de crítica sobre artes plásticas que son de lo más sugestivo y penetrante que se ha escrito sobre la especialidad, sin el peso de la erudición académica.
La segunda promoción resultó más innovadora y rebelde. Elaboró sus novelas convencida de que la textura realmente íntima de la narración no se da ni en el tema ni en la estructura por mucha elaboración de que éstas gocen, sino que esa textura profunda del género narrativo está en d propio lenguaje.
Con esta actitud creadora y una gran habilidad para manejar el lenguaje en varios niveles y con diversas funciones narrativas, sorprendieron a los lectores y a los críticos algunas obras aparecidas entre 1964 y 1967: Faraboef, de Salvador Elizondo; José Trigo, de Fernando del Paso; La tumba y De perfil de José Agustín, y Aquí, allá, en otros lugares, de Raúl Navarrete.
Los "novísimos", Juan Tovar, Héctor Manjarrez, José J. Blanco, Hugo Hiriarte o Carlos Montemayor, parecen haber reconsiderado esta teoría de la narración y se muestran dispuestos a conciliar tales experiencias con el lenguaje, la tradición literaria -Montemayor se retrotrae hasta los clásicos y grecolatinos- y sus experiencias vitales.
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El moderno Estado mexicano no puede ser desvinculado de la Revolución de 1910. La llegada al poder de nuevas clases -fundamentalmente de la clase media- establecerá un modelo de desarrollo político, económico, social, cultural y humano distinto al conocido por México durante el gobierno del general Porfirio Díaz. Las bases del nuevo poder se asientan, en una primera etapa, sobre la fuerza de los caudillos militares; no se tarda mucho en buscar un asiento legal más sólido, creándose para ello la Constitución de 1917.
Obsesionados por la permanencia del general Díaz en el sillón presidencial (1876 – 1910) y su estancia de cuatro años tras las bambalinas), los revolucionarios establecerán el principio de la “no-reelección”: cualquier persona que de una u otra manera haya ocupado la presidencia de la República queda absolutamente descartada para volverlo a hacer. De hecho, se trata de abrir una brecha para las nuevas elites revolucionarias. Al inmovilismo político le sucederá el imposicionismo: el hombre de cargo más alto designa, al menos de manera aparente, a su sucesor. En 1920, 1923 y 1929 las revueltas de los caudillos militares ponen en evidencia el malhumor de quienes habían quedado al margen de la sucesión presidencial.
La Constitución de 1917 no sólo ayuda a la movilidad del personal del partido triunfador, sino que hace frente a los problemas más graves del país e intenta poner remedio al acaparamiento de tierras, a la enajenación de los recursos naturales del país y a las nunca resueltas relaciones entre la Iglesia y el Estado. En Más de un aspecto las soluciones buscadas son circunstanciales. Las enmiendas a los artículos más importantes de la Constitución revelan la necesidad de adecuar el resultado de una coyuntura histórica y el acuerdo entre facciones en apariencia irreconciliables a situaciones imprevistas e imprevisibles en el momento de su elaboración.
Merece destacarse un hecho en la carta constitucional. Se trata del reforzamiento de los poderes presidenciales en el marco de la organización política del país, por un lado, y la primacía concedida al Ejecutivo federal sobre los poderes locales, por otro. Cualquier intento modernizador debe pasar primero por una fase de integración nacional en todos sus aspectos.
En ello logra la Revolución un éxito absoluto: desde 1917 a nuestros días (1970) el poder político tiende, con paso cada vez más firme y acelerado, a concentrarse en un solo grupo, conocido con el nombre ya común de la Gran Familia Revolucionaria.
No corresponde a este trabajo explicar cómo se constituyó dicha familia revolucionaria, sino exponer cómo funciona en el México de 1940 a 1970, es decir, en el México contemporáneo, y la forma adoptada por el Estado actual, llamado por algunos posrevolucionario.
El presidente y el Ejecutivo federal.
Por ser puro régimen presidencialista, el presidente de la República ocupa el pináculo del poder. Jacques Lambert ha visto en esta organización de los poderes "una dictadura limitada en el tiempo". No se trata, pues, de un primus inter pares, sino de un princeps: con ayuda de sus consejeros formales o informales señala la política a seguir y su aplicación, ya que en él se confunden los cargos de jefe de Estado y primer ministro, la representación de la nación y el gobierno de la misma, las funciones simbólicas y la realidad del poder. Es, a la vez, presidente de la República y jefe de la familia revolucionaria; su poder está legitimado por el sufragio universal y sus raíces se adentran en el México políticamente articulado.
Tanto en el plano formal como real, el jefe del Ejecutivo es el primer candidato del Partido Revolucionario Institucional. Quienes se han dedicado a estudiar los verdaderos orígenes de esta designación todavía no han llegado a una conclusión común. ¿Es designado realmente por el P.R.I., como sugiere Robert Scott? ¿O está su candidatura elegida por un caucus, como dice Brandenburg? Hasta dónde llega el círculo de quienes intervienen en esta operación es uno de los secretos mejor guardados en México, pero algunos signos externos permiten encuadrar y alumbrar el proceso de la sucesión presidencial.
Dejando a un lado la presidencia del general Avila Camacho (1940 – 1946), el último presidente de origen militar, puede advertirse que, desde entonces, todos los presidentes serán de estado civil. De los cinco, cuatro estudiaron en la Facultad de Derecho y cuatro ocuparon también el cargo de secretaria de Gobernación en el régimen anterior. Todos fueron miembros del gabinete del anterior presidente y, excepto uno de ellos, todos ocuparon uno o varios cargos de elección popular (presidente municipal, diputado, senador, etc.). Se trata, pues, de personas adiestradas por y para la política, que frecuentemente no han ejercido ninguna actividad ajena al sector público y son entrenados profesionalmente en una última fase de secretaría de Estado, encargada de los asuntos políticos: Gobernación.
En las elecciones que desde 1945 hasta la fecha (1970) se han llevado a cabo, el candidato del P.R.I. no ha encontrado ante si ningún obstáculo serio, pues iniciada su postulación, nadie ha dudado más tarde de su triunfo.
Para evitar conflictos incontrolables por parte de quienes forman la familia a coalición revolucionaria, la ley federal electoral establece en su art. 22, III, que para la renovación de los cuadros dirigentes y la selección de candidatos quedan prohibidos los sistemas de elección interna semejantes a los comicios constitucionales, es decir, no se admiten elecciones “primarias” de tipo norteamericano. Movilizar electoralmente al país para extraer la legitimidad no sólo del futuro presidente, sino de todo el sistema y, a la par, mantener dicha movilización dentro de los límites impuestos por el sistema político han sido factores decisivos en el terreno estrictamente político y electoral para mantener una estabilidad sorprendente, no en términos latinoamericanos, sino mundiales.
Montados sobre esta base popular, legitimadora y restringida, los poderes conferidos por la Constitución al presidente son de una sorprendente amplitud.
No sólo nombra para los principales cargos federales secretarios de Estado, procuradores, gobernadores del D. F. o de los territorios, diplomáticos, magistrados, oficiales superiores del Ejército, sino que además dispone de la totalidad de las fuerzas armadas, convoca al Congreso a sesiones extraordinarias y, sobre todo, tiene, junto con éste y las legislaturas locales, el derecho de implantar leyes y decretos, así como el de veto. Sus facultades, concedidas por la Constitución en el terreno de la economía, son tan vastas como las que posee en el terreno de la política.
Su primacía sobre los demás poderes (legislativo y judicial e incluso los poderes locales) es indiscutible. Rara vez sus iniciativas de ley encuentran dificultad para ser aprobadas en el Congreso. Sus nombramientos son aceptados tras una serie de formalismos laudatorios en torno a su candidato. Asimismo, el proyecto de presupuesto concebido por el Poder ejecutivo federal no suele ser enmendado más que de manera simbólica, añadiendo partidas mínimas: jamás es alterado en un solo punto.
El gobierno federal mexicano, o por usar el término corriente, el Gabinete, goza de atribuciones establecidas de manera bastante rígida por la Ley de Secretarías y Departamentos de Estado de 1958, votada para delimitar claramente el área de actividad de cada una de las dependencias del Ejecutivo. Conocer la composición del Gabinete es indispensable para analizar la orientación política de un gobierno determinado. Si bien existen secretarías y departamentos "políticos" o “técnicos” por la naturaleza de sus funciones (Gobernación es siempre "político" y Recursos Hidráulicos es siempre "técnico") la misma dosificación de "políticos" y "técnicos" indicará dónde ha de caer el énfasis del gobierno: el dominio de los “técnicos” suele coincidir con una voluntad más administradora que reformista, y una mayor proporción de "políticos" apuntará hacia la transformación.
El poder presidencial no radica sólo en las facultades concedidas y especificadas por la Constitución. Todos los hilos políticos del país están movidos por sus manos y entre los más decisivos se cuenta el nombramiento de los candidatos a cargos en principio ajenos al Ejecutivo: gobernadores, senadores y diputados son designados directamente por él o, al menos, necesitan su consentimiento para ser designados por las instancias políticas que intervienen en esta selección. Una vez en el cargo, los medios de control legales y reales sobre los hombres que los ocupan son tan fuertes como numerosos. Por ejemplo, en virtud del artículo 76° de la Constitución se podían invalidar los poderes de un estado de la Federación.
La capacidad de mando del presidente de la República no encuentra, en principio, ningún obstáculo entre el vértice de la pirámide política y la base. El poder del Estado mexicano no es, sin embargo, puramente coercitivo pese a la centralización de las decisiones.
Uno de los factores más importantes en la aceptación de la concentración del poder radica en lo muy restringido que resulta la parte de la población políticamente articulada y con capacidad para presentar demandas al gobierno. Frente a esta cohesión, las decisiones gubernamentales no pueden ser ni son arbitrarias; por el contrario, responden a un equilibrado juego de agregaciones, concesiones, enfrentamientos y arreglos, que corren por canales informales, comisiones creadas ex profeso para analizarlas, estudiarlas y resolverlas, cuando no hay una instancia u organismo con capacidad resolutoria. El presidente desempeña en casi todos los conflictos un papel de árbitro superior.
El número de comisiones ad hoc es señal de esta necesidad por adaptar el sistema de solución de los conflictos a las coyunturas. La comisión más visible es la llamada Comisión Tripartita, que agrupa a representantes del gobierno, del patronato y de los obreros para discutir especialmente los problemas laborales. Existe asimismo la Comisión de Salarios Mínimos. Tiene por función establecer los mínimos salariales de acuerdo con las condiciones económicas y sociales de las regiones de la República. Si algunas de estas comisiones manifiestan una larga vida -como es el caso de las antes citadas-, otras vegetarán en la esperanza después de haber presentado uno o dos informes que no han llegado al conocimiento del público. Suelen, de todos modos, cumplir su urgente misión informativa, que, de ponerse en manos de la burocracia, tardaría mucho más en cumplir con lo requerido.
Sólo en los casos donde se presenta un conflicto interno se acude a este tipo de organismos. La mayoría es resuelta por la organización burocrática del Estado. Por ejemplo, la. secretaría de Relaciones Exteriores no suele abrigar este tipo de comisiones, por ser el presidente quien dirige personalmente la política exterior de la nación. Tampoco suelen crearse comisiones para estudiar problemas relativos al Ejército o la Marina.
La ampliación de las funciones del presidente llevó en 1958 a crear la secretaría de la Presidencia, para coordinar la programación de las inversiones y la racionalización de la Administración. En ella quedó la Dirección General de Quejas.
Esto último es de por sí muy significativo. Si, por un lado, el presidente decide la política general -económica, social, cultural, exterior, etc.- de la nación, por otro es visto, al menos por algunos grupos populares, como un demiurgo a quien debe acudirse para encontrar la solución más justa y equitativa: basta contar las demandas publicadas por la prensa de un día dirigidas al presidente para advertir esta confianza en él.
En resumen, el poder político del sistema mexicano está en manos de una sola persona, elegida por sufragio directo para cumplir un mandato de seis años. Esto se ha debido y se debe a la necesidad de su liderazgo, único y con capacidad de articular las demandas del México políticamente organizado. Esta articulación de intereses se hace a través de instancias políticas tales como las Cámaras, los partidos y los grupos de presión o interés, pero sólo la autoridad del presidente les conferirá la posibilidad de transformarse en decisiones obligatorias para toda la nación.
El poder legislativo federal.
La organización republicana de la nación exige la presencia de un poder legislativo. Por tratarse de un régimen federal la existencia de un senado es indispensable, lo mismo que la de las legislaturas locales.
La Cámara de Diputados representa a los ciudadanos. En México son todos aquellos que tienen la condición de mexicanos y son mayores de 18 años. La pérdida de la ciudadanía se produce sólo en muy pocos casos, todos ellos especificados constitucionalmente. Por tratarse de un sistema político que busca una base legitimadora popular, el voto es tanto un derecho como una obligación. La Ley Federal Electoral estipula severas penas para quienes no cumplan con tal obligación.
Dado el número de habitantes de la República (57 millones –en 1970-) y la estructura de la pirámide de edades, la Cámara de Diputados está compuesta por un número sorprendentemente bajo de representantes (194), pues sólo hay uno por cada doscientos cincuenta mil habitantes, o fracción que pase de ciento cincuenta mil. Son elegidos por voto directo y mayoría relativa en distritos previamente establecidos por la Comisión Federal Electoral, donde están representados los partidos, las Cámaras y la secretaría de Gobernación.
En 1964 se modificó la ley electoral para dar entrada en la Cámara baja a los representantes de los partidos de oposición. Varias razones impulsaron a esta reforma. La más importante fue el crecimiento de las formaciones políticas de oposición y, al mismo tiempo, las dificultades con que topaban para ganar los distritos por mayoría. En segundo lugar estaba la necesidad del partido dominante por intentar hallar una oposición "orgánica" -empleando sus propias palabras- dentro del Parlamento, de manera tal que el debate pudiera encerrarse en los límites de lo estrictamente legal y evitar con ello las formas incontrolables de la lucha política. Se concedió cinco diputados a los partidos minoritarios que obtuvieran un dos y medio por ciento de los votos totales, y uno más, hasta llegar a un máximo de veinte, por cada medio por ciento obtenido por encima del dos y medio inicial. Es decir, el partido que logran el siete y medio de los sufragios obtendría quince diputados. En 1973 se reformó la ley y se bajó el índice al uno y medio por ciento, para obtener los cinco primeros diputados. Se amplió hasta el número de veinticinco componentes la representación de las formaciones minoritarias.
El Senado, compuesto por dos senadores por entidad federativa, no conoce representación opositora ninguna. Cada seis años es totalmente renovado. Su elección coincide con la del presidente de la República. La Cámara de Diputados es elegida totalmente cada tres años, y una de sus renovaciones cae en el mismo momento en que lo hace la elección presidencial.
Si las atribuciones de las dos Cámaras están bien delimitadas, existe, de todos modos, el procedimiento de la "lanzadera". En todos los casos, excepto los especificados, las iniciativas de ley son examinadas y enmendadas sucesivamente, en caso de ser necesario, por las dos representaciones. Entre las funciones privativas de la Cámara baja está el aprobar el presupuesto y examinar su ejercicio; constituirse en colegio electoral cuando debe calificarse una elección federal o un territorio de la República; conocer las acusaciones contra los funcionarios públicos, y otorgar o negar su aprobación a los nombramientos de los magistrados del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal y de los Territorios.
El Senado aprueba los tratados, ratifica los nombramientos de los agentes diplomáticos y de los altos oficiales del Ejército, nombra a los gobernadores provisionales de los estados (de una terna propuesta por el presidente de la República) y aprueba los nombramientos de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la nación. Las Cámaras tienen un periodo de sesiones comprendido entre el 1 de septiembre y el 31 de diciembre. Para el período de receso se nombra una Comisión Permanente, compuesta por 29 miembros (15 diputados y 14 senadores), que tiene de hecho casi todas las facultades que durante los meses de sesiones encierran los diputados y los senadores. El presidente está facultado para llamar a sesión extraordinaria, durante la cual sólo se podrá examinar el proyecto por el que fue convocada.
Por no existir vicepresidencia -suprimida en la caída del régimen maderista-, las Cámaras están facultadas para designar al sucesor del presidente en caso de quedar vacante el cargo.
Los problemas que se podrían presentar en un parlamento de composición multipartidista no suelen darse en México, debido al aplastante dominio ejercido por un solo partido. Así la oposición, por ejemplo, no tiene representación alguna en el Senado, como hemos ya señalado. En las Cámaras existe una estricta vigilancia de los diputados y senadores del partido mayoritario por parte de los llamados “jefes de las mayorías”, que ejercen función muy parecida a los whips del Parlamento inglés. Formar parte de las comisiones bien remuneradas ayuda de manera fundamental a mantener dicha vigilancia. Está también presente la posibilidad de la reelección: los diputados son reelegidos tras haber pasado determinado período entre dos postulaciones. De hecho, toda la carrera política depende de la actitud observada durante el mandato.
Es sorprendente la ausencia de conflictos entre el Legislativo y el Ejecutivo. Al proceder el presidente de la República y las mayorías de ambos cuerpos legislativos de un mismo partido, la colaboración es en parte explicable. Sin embargo, las funciones específicas de los dos poderes deberían crear ciertos frentes de fricción que, de hecho, nunca aparecen: las enmiendas a los proyectos de ley o de decreto son mínimas, y jamás alteran la orientación o el contenido dado por el poder ejecutivo. Al final del período de las sesiones se votan "paquetes" de leyes a mano alzada.
Los representantes tienen un papel que no está estipulado en ningún texto legal (pero sí en varios documentos políticos) y que resulta, a la postre, el más importante. Ya se los considere “gestores” o "procuradores de los pueblos", actúan como intermediarios entre sus electores y el Gobierno Federal. Su misión consiste en transmitir quejas, peticiones, solicitudes, intervenir para acelerar procesos, etcétera. Tal postura de intermediario permanece estrechamente vinculada al origen político del representante, pues depende de su actuación, sobre todo fuera de los recintos parlamentarios, el que proceda del sector popular, del obrero o del campesino del Partido Revolucionario Institucional. Por lo demás, la distribución de las curules de diputado entre los tres sectores es un indicio inequívoco de la fuerza de cada uno de ellos y de sus posibilidades de "gestión", y, por consiguiente, de la imagen popular conseguida.
Las Cámaras legislativas, al igual que todo el Gobierno Federal, han sufrido un proceso que se podría llamar de profesionalización. Legislatura tras legislatura, los profesionalistas liberales y sobre todo los abogados han ocupado más y más puestos en las Cámaras, por haberlos tenido previamente en los gobiernos y en los parlamentos locales. En la presente legislatura (1970 - 1973), más de la mitad de ellos son egresados de las universidades mexicanas. En el cursus honorum de la política nacional y local, la enseñanza superior parece desempeñar un papel de primera magnitud.
Si bien en algunos casos las representaciones elegidas parecen desempeñar un papel secundario a simbólico y, en términos constitucionales, existe una primacía del Ejecutivo incluso pese al principio de la separación de poderes, en el plano de la realidad política los senadores y los diputados cumplen una función indispensable al convertirse en los enlaces informativos y gestionarios de sectores tan importantes de la sociedad como son los sindicatos, las agrupaciones campesinas y órganos de la clase media. La labor propiamente legislativa se sitúa en un plano secundario. Varias razones concurren en ello: la complejidad y vastedad de la información necesaria para la elaboración de la ley, los problemas surgidos de los aspectos técnicos de ésta, la de un cuerpo jurídico asesor de las Cámaras, etc.
Los gobiernos locales.
El federalismo mexicano subraya y aventaja a la Federación frente a los estados. Esto no es más que un reflejo del pasado de México, cuando los gobiernos centrales estaban siempre atentos a cualquier signo disgregador, ya que la historia del México moderno es, en cierta manera, la historia de su unidad. Por lo demás, en la división de poderes entre la Federación y los estados se sigue la división tradicional de competencias. A esto debería añadirse, para comprender este desajuste entre las entidades federativas y el gobierno federal, la falta de igualdad entre los estados de la República. Frente a una Chihuahua con 245.600 km2 se erige una Tlaxcala con sólo 4.200; a los 8 millones de habitantes del Distrito Federal corresponden 280.000 en Campeche. Y no se trata sólo de magnitudes primarias, como la extensión territorial a el monto de población. La desigualdad del desarrollo socioeconómico es igualmente llamativa. Si el Distrito Federal tuvo en 1950 - 1960 un desarrollo socioeconómico igual a 10, en Nuevo León fue de 5,6; Sonora, 5; Tamaulipas, 3,5; Oaxaca, 2,5; Guerrero, 2,3, y Chiapas, 2. El gobierno central, por su capacidad para manejar el presupuesto federal y orientar las inversiones de infraestructura hacia uno o otro estado, posee una capacidad niveladora que sólo encuentra ante sí la doble necesidad de atender por fuerza a los polos de desarrollo e invertir en las zonas donde los fondos insumidos sean un factor rentable. Por ejemplo, la inversión pública federal en 1969 fue de 809 millones de pesos en el estado de México; de 607 en Nuevo León; de 89,2 en Tlaxcala, y, sorprendentemente, de 410 en Oaxaca. Las consideraciones del desarrollo económico y redistributivo están todavía presentes.
El manejo de las inversiones puede comportar un control político por depender, en gran medida, la vida económica y el desarrollo de los estados del gasto que la Federación decida.
En las relaciones entre una entidad federativa determinada y el gobierno federal suelen estar también presentes los orígenes de los gobernadores. En la actualidad, una mayoría de ellos ha ocupado un cargo importante en la Federación o, al menos, en las instancias directivas del Partido Revolucionario Institucional, antes de llegar al gobierno. Sin incurrir en las exageraciones de Robert E. Scott, que ve en ellos auténticos virreyes, sí puede pensarse en una influencia abierta y notoria de la presidencia de la República sobre ellos. Los instrumentos constitucionales así la permiten, por la curiosa estructura autoritaria -autoridad que corre de arriba hacia abajo- del sistema político mexicano. El artículo 76° de la Constitución implica la posibilidad de disolver las poderes de un estado, cosa que no suele darse en los clásicos regímenes federales. En trece estados, su Constitución faculta a cada uno de sus gobernadores para designar a los presidentes municipales. De hecho esto se da en todos los estados de la República.
El mismo control mantenido por la Federación sobre los estados se ejerce por los gobernadores sobre los presidentes municipales. No sólo puede deponerlas, sino incluso, dada la exigüidad de los presupuestos municipales, privarles de toda posibilidad para llevar a cabo las obras públicas necesarias sin la ayuda de la gubernatura del Estado o el aporte del Ejecutiva federal.
Sería inútil señalar por qué esta situación es punta permanente de fricción entre el principal partido de la aposición y las autoridades federales. La marcha inevitable hacia la centralización observada en todos los procesos de modernización no puede ser del agrado de un partido empeñado en combatir, en primer lugar, los "abusos" de un partido mayoritario y un gobierno centralizado en alto grado. En el día de hoy, una de las reformas políticas que mas se imponen en México es la aceptación del diálogo con los partidos minoritarios y opositores, a quienes se está dando entrada incluso en las legislaturas de las estados, a veces con gran oposición por parte de las fuerzas políticas locales, que en algunos casas están dominadas por los caciques.
Partidos y elecciones.
Cuando, en marzo de 1929, la familia a coalición revolucionaria acepta formar un. partido donde dirimir las contiendas políticas, la estructura de autoridad en México cambia de arriba hacia abajo. El genio político del general Plutarco Elías Calles (1924 – 1928) advirtió la necesidad de un mecanismo institucional donde se resolvieran los problemas de la sucesión presidencial -en términos sociológicos, se regulara la circulación de la elite- en función de las fuerzas respectivas de las grupos o facciones competidoras, sin llegar en ningún caso al aplastamiento de los perdedores, siempre y cuando éstos respetaran las reglas del juego.
El Partido Nacional Revolucionario es, en su primera fase (1929 - 1938), una confederación muy laxa en la que figura una gran mayoría de los mil ochocientos partidos que se agitaban tras sus líderes, a lo largo y a lo ancho del país En 1938 la reforma cardenista reordena a los principales actores políticos colectivos y les confiere una organización sectorial, a la que algunas autores han querido considerar corporativa. Las sectores campesino, obrero, popular y militar constituyen las fuerzas orgánicas más importantes de la nación durante el período cardenista. El sector empresarial, todavía débil, y las clases medias urbanas con excepción de la burocracia quedan fuera del juego; la parte más activa y comprometida de otros grupos constituiría en 1939 la primera formación política seria y duradera de la oposición, el Partido de Acción Nacional (P.A.N.), inspirada en las teorías integristas de Charles Maurras.
En 1940, el general Avila Camacho, presidente de la República, suprimió el sector militar del P.R.M., adquiriendo el partido su organización actual. En 1947 cambia significativamente de nombre y es rebautizado como Partido Revolucionario Institucional (P.R.I.), denominación que aun conserva. Ese mismo año, un líder procedente de la Confederación de Trabajadores de México, Vicente Lombardo Toledano, convoca a una serie de mesas redondas marxistas de las que posteriormente surgirá el Partido Popular, más tarde llamado Partida Popular Socialista (P.P.S.). Dentro de un sistema de movilización parcial sobre todo electoral es casi obligada la reglamentación de los partidos políticos. Si, por un lado, la Constitución garantiza el derecho de libre asociación, por otro, la ley electoral establece los requisitos que se les exigía a los partidos para ser considerados nacionales. Requisitos difíciles de cumplir en un país donde la organización política es incipiente y está vigilada de manera permanente por el Estado.
El pedir que se declarase el aprobado a la Constitución, exigir sesenta y cinco mil afiliados distribuidos en las dos terceras partes de los estados de la República y tener un órgano de prensa nacional revela, en primer lugar, el temor a la disgregación, a la plaga de partidos locales -órganos de caudillos o caciques- que pulularon en México antes de 1929 y, en segundo lugar, la voluntad de mantener el juego político dentro de los límites marcados por el Estado: la obediencia a las reglas del juego. Basada en estas premisas, la secretaría de Gobernación negó el registro o posibilidad de presentar candidatos a las elecciones federales al Partido Comunista Mexicano y al Partido Nacionalista, vaga formación fascistoide y epígono de la Unión Nacional Sinarquista.
El afán centralizador de los gobiernos revolucionarios se muestra también en el establecimiento de normas generales para regir la organización de los partidos. Pedirles la creación de un órgano directivo central y prohibir las elecciones internas señala claramente la intención de forjar partidos de cuadros o de elites y muestra también un deseo de control político centralizado dentro de la diversidad ideológica. El acceso al juego político es, pues, gradual y cerrado: gradual porque dentro de los partidos se cierran las directivas a los vaivenes de las masas, y cerrado porque la única vía de ascenso es, en términos reales, la cooptación.
Dentro de este marco resulta inevitable que los partidos queden reducidos bien a una función puramente electoral, cuando se trata de partidos de oposición, o bien electoral y de comunicación, en el caso del P.R.I. Este partido “oficial” es también un instrumento para. reclutar y previamente socializar, o sea, educar dentro de sus normas una parte importante del personal político local y nacional.
Las elecciones son, por lo expuesto, la principal forma de participación de los mexicanos en la vida política. Ocasiones no faltan, pues cada seis años eligen a un presidente de la República, al Senado, renuevan dos veces la Cámara de Diputados, votan a un gobernador, eligen a su presidente municipal, o a los síndicos y a los regidores. Los comicios son frecuentes y reviven de manera especial la simbología revolucionaria, con su cauda de héroes y acciones gloriosas y también la unidad nacional. Las elecciones son una de las bases legitimadoras más fuertes del sistema político y de la persona del presidente de la República. Durante las elecciones nacionales, los órganos del P.R.I., y de manera principal a través de su Instituto de Estudios Políticos, Económicos y Sociales, a nivel nacional o local, recogen las quejas, peticiones y deseos de la población, los cuales son después más o menos atendidos. La participación es, así, limitada, y la fuerza de una queja o petición será atendida en la medida que tenga la fuerza organizativa del grupo quejoso o peticionario. Es ya sabido que tiene muchas más posibilidades de ser escuchado un sindicato obrero que una organización campesina.
Entre 1929 y 1973, el desarrollo político de la nación conduce a una apertura del sistema político, confiriendo a los partidos una posibilidad de vigilancia del proceso electoral, que hasta 1973 estaba exclusivamente en manos del gobierno. Un cómputo más estricto de los votos ha permitido construir un mapa más preciso del desarrollo político del país.
El interés y la vida política del país están concentrados en los centros urbanos, donde se agolpa la clase media. Las ciudades de México, Guadalajara, Monterrey, Puebla, Tampico, etc., contemplan una creciente participación electoral y la subida espectacular del sufragio en favor del Partido de Acción Nacional. El norte de México, donde se encuentran las zonas más importantes de desarrollo agrícola, se muestra indiferente a las luchas electorales. El sur y el sureste permanecían aplastantemente dominados por el P.R.I. Por ello hay un claro desequilibrio entre las grandes ciudades y las regiones más desarrolladas, por un lado, y las zonas no urbanizadas y menos desarrolladas, por otro.
La pluralidad de opciones hay actualmente (1973) cuatro partidos representados en la Cámara de Diputados ha llevado al fraccionamiento del voto en las ciudades; eso le permite al P.R.I. proseguir una existencia relativamente segura. Además cuenta con el único aparato político amplio, centralizado y bien establecido, con frecuencia identificado con el aparato administrativo federal y local, controlado verticalmente por el Comité Ejecutivo Nacional y apoyado por una parte importante del país.
La burocracia.
Cualquier Estado moderno requiere una burocracia profesional para hacer frente a todos los problemas surgidos del crecimiento económico, de la urbanización, la seguridad social, etc. Con el período de lucha armada revolucionaria se produjeron numerosos cambios dentro del aparato burocrático del Estado, acarreando una baja en la eficacia de la administración pública. Durante el gobierno del general Lázaro Cárdenas se votó la primera ley sobre los funcionarios públicos (1938), posteriormente modificada por el gobierno de Avila Camacho (1941). En ella se especifican las distinciones que median entre los trabajadores y los burócratas, a quienes, por ejemplo, sólo se les concede un restringido derecho de huelga, a la vez que se establecen sus derechos y obligaciones (condiciones y horarios de trabajo, vacaciones, sanciones, etcétera). Esta legislación sólo afecta a los empleados del gobierno federal, quedando los empleados de los gobiernos locales bajo la jurisdicción legal de estos últimos.
El punto decisivo de la ley es la diferencia que establece entre los "empleados de base" y los "empleados de confianza". A esta última categoría pertenece el personal que es político en rigor: secretarios y subsecretarios de Estado, oficiales mayores, directores y subdirectores, parte del personal especializado, etc. Los excluidos de esta categoría son, por principio, “empleados de base”, los únicos con derecho a sindicalizarse y, por consiguiente, con derecho a declararse en huelga.
Aunque existe una escala salarial para cada categoría y en la ley se establecen los ascensos escalafonarios, la burocracia mexicana responde al sistema de despojos, el spoil system americano. Después de cada elección, una parte sustancial de las categorías superiores, incluso de los "empleados de base", suelen abandonar la burocracia o cambiar de secretaría de Estado o agencia estatal, para formar parte del equipo de algún hombre político. Conviene no identificar estos movimientos del personal administrativo con los “cesantes” del siglo XIX. La movilidad de los funcionarios públicos obedece a la necesidad de ampliar al máximo el grupo directamente adjunto al secretario, subsecretario, director, etc., por ser este grupo el más eficiente y leal. Si bien en México no tiene carácter legal alguno el gabinete personal de un secretario de Estado, como en Francia, o una alta burocracia permanente, como en la Gran Bretaña, esto no evita su existencia bajo la forma de un grupo de "asesores" y una amplísima secretaría particular: sólo en el caso de la secretaría particular de la presidencia se la elevó, como ya se conoce, a la categoría de secretaría de Estado.
La alta burocracia mexicana se encuentra entre las mejores pagadas de América latina, debido, entre otras razones, a la competencia del sector privado de la economía y a la escasez de profesionales muy cualificados. La pequeña burocracia es, a su vez, uno de los sectores más protegidos desde el punto de vista de las prestaciones sociales y económicas de la nación.
Agrupados obligatoriamente en uno de los sindicatos más poderosos, la Federación de Sindicatos de Trabajadores al servicio del Estado logró un instituto de seguridad social orientado hacia las necesidades de la clase media -donde se recluta gran parte de los empleados del Estado-, a diferencia del Instituto Mexicano del Seguro Social, destinado primordialmente a obreros y campesinos.
Las fuerzas armadas podrían situarse dentro del aparato administrativo del Estado. En ellas se da una clara división entre el Ejército Nacional (profesional) y el Servicio Militar Nacional Obligatorio. El primero, compuesto por unos ochenta mil hombres, ha ido profesionalizándose desde 1940; resulta ya difícil encontrar oficiales que no hayan salido del Colegio Militar o de alguna de las escuelas especializadas. Entre los jefes superiores empiezan a abundar los egresados de la Escuela Superior de Guerra. El Ejército posee sus propias escuelas, como la Médico militar, Ingenieros militares, Transmisiones, Escuela Militar de Clases, etc., todas ellas de excelente calidad.
El Servicio Militar Nacional Obligatorio no es más que un período de entrenamiento dominical, de un año de duración; al que deben someterse todos los mexicanos al cumplir los 18 años de edad.
En conjunto, la burocracia ha conocido una profesionalización general desde 1940, aunque puede señalarse todavía zonas donde no se encuentra un cuerpo de servidores del Estado totalmente apto para cumplir su función específica. Esta zona resurge y se configura a medida que se baja en la pirámide del personal administrativo.
Hacia el Estado moderno.
La Revolución de 1910, al destruir parte de las estructuras económicas, políticas, sociales y culturales del país y aportar una idea nueva sobre la unidad nacional, introduce la posibilidad de la modernización del aparato del Estado. Las revoluciones, como escribe Bertrand de Jouvenel, o sirven para concentrar el poder o no sirven para nada. En 1910 se liquida el poder, el cual no podrá ser concentrado y centralizado hasta el gobierno del general Calles. En 1929, con la creación del P.N.R, el poder no sólo queda en manos de la familia revolucionaria, sino que además se instituye. El resultado es una centralización tan violenta que las instancias gubernativas se confunden. Entre Ejecutivo y Legislativo, poder federal y poder local, partido y burocracia, corren líneas tan tenues que no es posible advertirlas sino a través de los esquemas constitucionales; en la realidad política se advierte, en cambio, una organización piramidal, donde el presidente de la República goza de una privilegiada situación política y del papel de árbitro indiscutible. La modernización política, cultural y social de México encuentra como causa original esta posibilidad decisoria, carente de retos reales.
Desde 1940, sin embargo, la modernización ha ido depositando a su paso un conjunto de diversificaciones y, por ende, de conflictos, cuya solución se antoja cada vez más difícil en un marco autoritario. Las emprendidas reformas políticas son otras tantas respuestas.
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136. Las relaciones internacionales (1940-1970).
Los aspectos más interesantes de las relaciones exteriores de México, durante los años que van de 1940 a 1970, son la vinculación con los Estados Unidos, el mantenimiento de una línea de independencia relativa en el marco del sistema interamericano y la participación en los esfuerzos para la consecución del desarme internacional, mediante iniciativas en materia de no proliferación de armas nucleares.
Las consecuencias de estas relaciones en la vida interna de México y en la situación general de la política internacional son muy diversas.
La vinculación con los Estados Unidos ha sido un elemento fundamental para determinar la orientación del desarrollo mexicano; la relativa independencia dentro del sistema interamericano ha sido motivo de prestigio y legitimidad para los dirigentes del país y freno a la extensión de la guerra fría al continente americano; finalmente, las iniciativas en favor de la desnuclearización tratan de evitar que se produzcan situaciones que habrían de hacer aún más difícil la penosa marcha de la humanidad hacia el logro de un desarme general y completo.
Una visión de los temas anteriores permite, pues, un mejor entendimiento del México de nuestros días, señala los cauces que han seguido las relaciones interamericanas e invitan a reflexiones sobre el significado de un país como México en el contexto de las negociaciones encaminadas al mantenimiento de la paz.
La vinculación con los Estados Unidos.
En los años que precedieron a la segunda Guerra Mundial las relaciones entre México y los Estados Unidos se encontraban en uno de sus puntos más bajos. El comercio había decaído, la colaboración económica era inexistente y un fuerte sentimiento de hostilidad hacia el país del norte se advertía en amplios sectores de la sociedad mexicana. Los problemas habían surgido con los inicios de la Revolución mexicana al presentarse choques entre los dirigentes mexicanos, deseosos de recuperar el control sobre los recursos naturales, y el gobierno norteamericano, fiel a su política de protección de los intereses de sus súbditos en el extranjero. Las tensiones fueron particularmente severas a finales de los años treinta, cuando el gobierno del general Lázaro Cárdenas decretó la expropiación del petróleo; sin embargo, en estos mismos años ocurrieron en el continente europeo, y en las relaciones panamericanas, acontecimientos que facilitaron una nueva y más estrecha vinculación económica y política entre ambos países.
Desde la séptima reunión interamericana celebrada en la ciudad de Buenos Aires en el año 1936, los países americanos establecieron un sistema de consulta para organizar su acción común en caso de ocurrir un conflicto mundial. La decisión se vio precipitada por el deterioro de los acontecimientos en Europa, en especial el fortalecimiento de los regímenes fascistas, que eran vistos con alarma por algunos gobiernos americanos, y por la política norteamericana de buena vecindad inaugurada por el presidente Franklin D. Roosevelt.
La solidaridad continental se fue perfeccionando en las conferencias interamericanas, celebradas en Lima y Panamá en 1938 y 1939, y fue definida claramente en la reunión de consulta celebrada en La Habana en junio de l940 cuando se decidió que “un acto de agresión contra un Estado americano será considerado como un acto de agresión contra todos”, y, “en caso de que se prepare una agresión, los Estados americanos procederán a organizar su defensa colectiva...”. Pocos meses después de haber suscrito estos compromisos ocurrió el ataque japonés a Pearl Harbor; los Estados Unidos entraron en la guerra y los países latinoamericanos iniciaron los preparativos para hacer efectiva su solidaridad contra la agresión.
La tercera reunión de consulta interamericana, celebrada en Río de Janeiro en 1942, fue uno de los acontecimientos de mayor trascendencia en la historia de las relaciones entre los Estados Unidos y América latina. Allí se establecieron instituciones político-militares, como la Junta Interamericana de Defensa, cuya influencia en el futuro de los ejércitos latinoamericanos y en la firma de pactos bilaterales de carácter militar con los Estados Unidos fue definitiva. El resultado más importante de la reunión fue la decisión de encauzar la economía de los países latinoamericanos por un camino favorable a la producción bélica norteamericana. Estos acuerdos y la hermandad panamericana, fortalecida por la embestida fascista en Europa, son el marco de referencia obligado para entender la nueva época que se inició en las relaciones entre México y los Estados Unidos.
La cooperación durante la guerra.
A partir de 1940 las relaciones mexicano-norteamericanas se distinguen por el deseo de poner fin a los conflictos suscitados por la política económica del régimen cardenista. La solidaridad interamericana, prometida en la conferencia de La Habana, se avenía mal con la persistencia de conflictos entre ambos países, debidos a reclamaciones de las compañías norteamericanas afectadas por la expropiación del petróleo. El gobierno norteamericano sentía la urgencia de. llegar a un acuerdo con México para probar a este país y a toda la opinión pública latinoamericana la sinceridad de su política de buena vecindad. A su vez, impulsado por fuerzas antifascistas, México había respaldado la posición norteamericana ante el conflicto europeo y había expresado en las conferencias interamericanas su decisión de cooperar con los Estados Unidos para fortalecer la solidaridad y defensa del hemisferio.
Bajo tales circunstancias, las cuentas de! pasado se saldaron. A finales de 1941 ambos países firmaron un acuerdo, según el cual se liquidaban el conjunto de reclamaciones pendientes, se otorgaban créditos al gobierno mexicano para estabilizar su moneda y rehabilitar el sistema de comunicaciones del país y, por último, se aceptaba que la evaluación de las propiedades, derechos e intereses de las empresas afectadas por la expropiación del petróleo se efectuara de tal manera que, en términos generales, fuera favorable a los intereses mexicanos. Por primera vez, en una larga y penosa historia de conflictos motivados por el petróleo, México ganaba la partida a las empresas extranjeras.
El paso dado por Washington al suscribir este acuerdo, conocido como el Acuerdo del Buen Vecino, se vio retribuido pocos meses después cuando el presidente Avila Camacho anunció a la nación que México declaraba la guerra a las potencias del eje. El motivo inmediato para ello fue el hundimiento del barco mexicano Potrero del Llano, que se dirigía con un cargamento de petróleo hacia los Estados Unidos.
Con la entrada de México en la guerra se activaron las negociaciones para establecer un esquema de cooperación que, según las pautas establecidas en la conferencia de Río de Janeiro, orientara a la economía mexicana en orden a contribuir a los esfuerzos bélicos de los Estados Unidos. La primera expresión de este nuevo esquema fue el tratado de Comercio, firmado a finales de 1942 cuyo objetivo principal era impulsar las exportaciones mexicanas a los Estados Unidos de materiales estratégicos, como el petróleo o el zinc, y de bienes de consumo, tales como los productos alimenticios, textiles, de calzado, etc., que comenzaban a escasear en el país del norte, como resultado de la concentración de esfuerzos en actividades militares.
El tratado en cuestión establecía también una larga lista de concesiones arancelarias, otorgadas por México a productos manufacturados norteamericanas. Pero, estos aspectos del tratado no podían ser efectivos a corto plazo. Los Estados Unidos habían programado un vasto plan de abastecimiento a los países europeos en lucha contra el Eje, por lo que la posibilidad de aumentar sustancialmente sus ventas hacia México era remota. En realidad, la existencia misma de la guerra estaba creando un sistema de protección a la industria mexicana, que comenzó a desarrollarse alentada por la ausencia de competencia y las posibilidades de exportación a los Estados Unidos.
Se inició así, con paso firme, el proceso de industrialización en México. Las consecuencias fueron inmediatas en el fortalecimiento de empresarios y comerciantes, cuya influencia sobre las decisiones gubernamentales comenzó a acrecentarse. A su vez, el auge de las exportaciones de productos primarios repercutió inmediatamente en el crecimiento del sector agrícola y en la marcha de la reforma agraria. Con respecto a este último punto es interesante advertir cómo la necesidad de elevar la productividad y la conveniencia de adquirir divisas justificó el abandono de los sistemas cooperativos impulsados por el general Cárdenas, el retorno a prácticas latifundistas y la canalización de recursos hacia cultivos comerciales que, frecuentemente, sólo beneficiaban a sectores reducidos de la población rural.
Así, el nuevo esquema de cooperación con los Estados Unidos y las condiciones generales creadas por la guerra iban dejando su sello en el fortalecimiento de ciertos grupos, en la adopción de determinadas políticas y, en general, en la orientación y modalidades del desarrollo mexicano.
La decisión del gobierno mexicano de colaborar con los Estados Unidos durante los años de la guerra se manifestó también en el campo de la mano de obra. En el mismo año que se firmó el tratado de Comercio entró en vigor el acuerdo sobre trabajadores migratorios, reglamentando la entrada de 200.000 trabajadores mexicanos en los Estados Unidos. Se aceleró entonces el viaje hacia el país del norte de campesinos que llegaron a los estados fronterizos de Texas y California para ayudar en las faenas agrícolas. Pocos tuvieron la oportunidad de trabajar en establecimientos ganaderos, de dirigirse a las zonas más adelantadas del país y, aún menos, de incorporarse en la industria. En este sentido, su contribución a los conocimientos técnicos de México fue secundaria; desde el punto de vista económico constituyeron una fuente de divisas importante, siendo calificada su idea, desde el campo de la política, como “una de las mejores formas en que México cooperó al esfuerzo de las Naciones Unidas para la victoria final, ya que, aún en detrimento de la producción del país, ayudó al sostenimiento de la producción norteamericana”.
Menos espectacular fue la colaboración en el terreno militar. El gobierno mexicano no ponía en duda su decisión de apoyar la causa de los aliados, pero veía con recelo el establecimiento de bases militares en México, controladas exclusivamente por los Estados Unidos, y la influencia excesiva que éstos podían adquirir sobre el ejército mexicano, a través de los programas de entrenamiento masivo o la instalación de cuantiosos equipos militares. En estas circunstancias, la colaboración militar fue restringida; los créditos otorgados por los Estados Unidos a México para la compra de equipo militar no fueron utilizados en su totalidad; los grupos del ejército mexicano entrenados en los Estados Unidos, provenientes sobre todo de la fuerza aérea, fueron pequeños; finalmente, no se llegó a un acuerdo sobre el establecimiento de bases militares. Así, México entró en el período de la posguerra sin contemplar la influencia creciente de los Estados Unidos sobre los grupos castrenses, observada en otros países de América latina. Este era quizás el único aspecto en el que la guerra no había acentuado su dependencia del país del norte.
La época de la posguerra.
Al finalizar el conflicto habían ocurrido cambios sustanciales en el orden internacional, que no habían sido percibidos al inicio de la conflagración. El más importante de ellos fue la elevación de los Estados Unidos y la Unión Soviética a la categoría de grandes potencias, cuyo poderío militar y económico no podía ser impugnado por nación alguna. Apareció entonces la estructura internacional, que los observadores llamaron bipolar por la concentración de poder en dos grandes países. A su vez, el choque ideológico entre éstos dio lugar a lo que durante varios años se conoció como “la guerra fría”, caracterizada, entre otras formas, por el creciente interés de los Estados Unidos y la Unión Soviética en afianzar el dominio sobre sus respectivas áreas de influencia.
En América latina, los Estados Unidos aseguraron la colaboración de los países del continente en materia de seguridad, promoviendo la firma del tratado interamericano de Asistencia Recíproca, primer acuerdo defensivo de la época de la posguerra. En el ámbito económico, no canalizaron hacia América latina recursos capaces de contribuir a su desarrollo, pero hicieron sentir su decisión de no aflojar la influencia sobre las economías latinoamericanas, que tanto se había fortalecido durante los años de la guerra.
Tal influencia era particularmente clara en el caso de México. En 1945 más del 80 % del comercio exterior del país estaba concentrado en los Estados Unidos y las industrias que se habían expandido durante la guerra necesitaban urgentemente de equipo y maquinaria, provenientes del país del norte. Al mismo tiempo, ante la popularidad de los aliados en los momentos de la guerra, el sentimiento antiyanqui de los años treinta había sido sustituido por la amistad y admiración hacia los Estados Unidos; tales actitudes se percibían bien en los medios de comunicación de masas y en las opiniones de grupos importantes desde el punto de vista económico y político.
Deseosos de obtener el apoyo económico de los Estados Unidos, los gobernantes mexicanos se apresuraron en reafirmar el deseo de preservar las buenas relaciones que se habían establecido entre ambos países. Con motivo de la primera visita de un presidente mexicano a los Estados Unidos, Miguel Alemán señalaba en 1948: "México y los Estados Unidos tienen un ejemplo que dar a las naciones que los rodean: el ejemplo de dos países que, distintos por la magnitud y por los recursos, se encuentran decididos a colaborar". En realidad, los factores internos y externos para una época de cordialidad entre ambos países estaban dados. Desde 1945 hasta nuestros días (1970) ninguna diferencia irreconciliable ha surgido entre los Estados Unidos y México. Las negociaciones constantes entre sus gobiernos se refieren a problemas normales entre Estados que poseen una frontera común, contemplan el intercambio continuo de hombres y mercancías y hacen uso de las aguas de sus ríos internacionales.
Algunos ejemplos citados frecuentemente como prueba de las buenas relaciones mexicano-norteamericanas en los últimos 25 años son:
El tratado de Límites de 1944, en el cual se incluyeron estipulaciones relativas a la construcción de presas y trabajos de irrigación en los ríos fronterizos;
Los acuerdos que prolongaron hasta 1964 el programa de trabajadores emigrantes iniciado durante la guerra;
El arreglo del caso del Chamizal, territorio fronterizo que se había anexado a los Estados Unidos, como resultado de las desviaciones caprichosas del río Bravo.
Otros ejemplos dan una visión menos optimista de la comprensión del gobierno norteamericano por los problemas mexicanos. Tal es el caso de la salinidad de las aguas del río Colorado, cuya solución quedó pendiente durante más de diez anos, mientras se ocasionaban graves daños a las zonas agrícolas del norte de México.
Ahora bien, sería erróneo valorar las relaciones mexicano-norteamericanas a la luz, exclusivamente, de los ejemplos anteriores. Para México, los problemas vitales en sus relaciones con los Estados Unidos son, en primer lugar, el de la situación geográfica. Por su cercanía con los Estados Unidos, el territorio mexicano es considerado zona estratégica para la seguridad norteamericana, área en donde se ejercerían, en caso necesario, todas las presiones para mantenerla bajo el control de la potencia hegemónica. Esta circunstancia tiene una influencia profunda, aunque difusa, en la vida política de México; se trata de una situación condicionante que, de manera indirecta, influye sobre las tácticas y estrategias de los grupos que participan en la política mexicana.
El segundo problema vital es el de la influencia del país del norte en el gran objetivo de los gobiernos mexicanos desde 1940: el mantenimiento del ritmo de crecimiento y aceleración del proceso de industrialización. En este punto un examen más cuidadoso de las relaciones económicas entre los Estados Unidos y México resulta necesario.
Las relaciones comerciales.
En el campo económico, el problema más grave para México al término de la segunda Guerra Mundial fue el de la entrada masiva de artículos manufacturados que venían aprovechando los términos del tratado de Comercio con los Estados Unidos. El aumento considerable de ventas norteamericanas en México reflejaba varios fenómenos:
La recuperación de industrias en el país del norte;
La necesidad de adquirir equipo para las industrias mexicanas; y,
El ansia de consumo en las clases más favorecidas de la sociedad mexicana, deseosas de adquirir los refrigeradores o automóviles que habían escaseado durante la guerra.
Sea como fuere, el aumento de las importaciones esfumó rápidamente las divisas acumuladas durante la guerra, llevó a la primera devaluación del peso mexicano en los años de la posguerra y obligó a renegociar los términos del acuerdo comercial.
Las negociaciones no fueron fáciles; por una parte, el gobierno mexicano deseaba el reconocimiento de una política proteccionista que sirviera de defensa a las industrias ya establecidas y alentara la instalación de nuevas plantas. Por la otra, numerosos grupos dirigentes en los Estados Unidos eran favorables a la idea de la libertad de comercio -leit motiv de las grandes conferencias económicas de la época-, cuya consecuencia necesaria era perpetuar el intercambio de materias primas por productos manufacturados, que tradicionalmente había dominado las relaciones económicas entre los Estados Unidos y América latina.
Las conversaciones sobre un nuevo acuerdo comercial que incorporara las demandas de la naciente clase industrial mexicana no tuvieron éxito. Por acuerdo mutuo, el tratado de 1942 dejó de estar en vigor el 31 de diciembre de 1950. Sin embargo, varios motivos permitían pensar que las fuerzas favorables a la libertad de comercio en los Estados Unidos estaban conciliándose con los sectores interesados en la industrialización de México, industrialización en la que éstos tendrían una participación importante. Sin hacerlo explícito, los Estados Unidos fueron aceptando gradualmente el proteccionismo mexicano; a comienzos de los años cincuenta, la prohibición mexicana de importar los bienes que se producían en el país constituía ya la nota dominante de la política industrial en México, aceptada, sin mayor oposición, por el gobierno norteamericano.
Solucionado el problema del proteccionismo, quedaba en pie el tema de las exportaciones mexicanas. El papel preponderante que los Estados Unidos adquirieron en las relaciones económicas internacionales de México se reafirmó durante los años de la guerra. Al cerrarse los mercados europeos principalmente los de Alemania y el Reino Unido y ampliarse la demanda en los Estados Unidos, las exportaciones mexicanas se dirigieron en un 86 % hacia el país del norte Aunque desde la terminación del conflicto bélico los dirigentes mexicanos expresaron su inquietud por esta situación, no se tomaron, o no pudieron tomarse, las medidas necesarias para desarrollar una oferta exportable capaz de reconquistar los antiguos mercados para los productos mexicanos. Al finalizar la década de los cincuenta más de un 70 % de las ventas mexicanas hacia el exterior seguía dirigiéndose a los Estados Unidos, porcentaje muy elevado cuando se compara con el de otros países latinoamericanos de orden tan diferente, como Argentina, Brasil, Colombia o Perú. La situación comenzó a modificarse en los años sesenta cuando aumentaron las exportaciones a la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio, a la Comunidad Económica Europea y al Japón; así se aligeraba algo la concentración en el mercado estadounidense, el cual en 1964 absorbía un 64 % de las exportaciones totales de México. Sin embargo, esta tendencia volvió a invertirse en los años posteriores y así, en 1970, las exportaciones a los Estados Unidos representaban de nuevo un 70 % del total.
A pesar del desarrollo industrial experimentado en México, en las exportaciones hacia los Estados Unidos han seguido dominando los productos de origen agropecuario –65 %, en 1970-. El cambio significativo en la estructura de las exportaciones ocurrió, pues, en los años cuarenta, al descender el porcentaje de las ventas de minerales –los cuales constituían dos tercios de las exportaciones totales y elevarse sensiblemente la venta de productos de origen agrícola. A primera vista, la diversidad de la oferta para exportación, que se desarrolló en México bajo el estímulo de la guerra la cual incluía productos tan variados, como café, algodón, azúcar, henequén, etc., era un signo alentador para disminuir la dependencia de la economía mexicana. Si en ello hay algo de cierto, no lo es menos que un porcentaje elevado de estos productos fueron desarrollados con la mira exclusiva de surtir al mercado norteamericano. De esta manera, los grupos agroexportadores, que se fortalecieron en México a comienzos de los años cuarenta, fueron tejiendo una dependencia más sutil y compleja: respondían, exclusivamente, al estimulo proveniente de los Estados Unidos y, en consecuencia, no desarrollaban las técnicas de embarque o conquista de mercados, necesarias para hacer llegar sus productos más allá de la frontera norteamericana.
Las circunstancias anteriores parecieron secundarias en la medida en que la cercanía a los Estados Unidos aseguraba una situación privilegiada al desarrollo de la exportación en México. Las relaciones comerciales entre ambos países a partir de 1955 no confirmaron, sin embargo, esta visión excesivamente optimista.
En realidad, terminada la emergencia de la segunda Guerra Mundial, las buenas condiciones para las exportaciones mexicanas se debieron a un acontecimiento circunstancial: la participación de los Estados Unidos en la guerra de Corea y su interés consiguiente por materiales estratégicos y bienes de consumo procedentes de México. Pero, el fin del conflicto en Corea, el desarrollo de materiales sintéticos y el nuevo auge de las actividades agrícolas en los Estados Unidos cambiaron bruscamente el panorama.
A partir de 1955 los ingresos en concepto de exportaciones en México sufrieron un descenso considerable, de modo que en 1959 sólo alcanzaron un 89 % de lo logrado en 1955. El valor de las ventas mexicanas a los Estados Unidos se recuperó en los primeros años de la década de los sesenta, para volver a contraerse en 1963. A partir de entonces, las exportaciones hacia los Estados Unidos -enfrentadas frecuentemente al proteccionismo norteamericano- han crecido a un ritmo firme, pero moderado, que no contrarresta el aumento creciente de importaciones de maquinaria y equipo provenientes de ese país.
El cambio en el comercio exterior de México ocurrido a mediados de los anos cincuenta fue algo más que un cambio cuantitativo en los ingresos por concepto de exportaciones. Se había iniciado una nueva época en la vinculación económica con los Estados Unidos: la cooperación surgida durante los años de la guerra, caracterizada por la gran aceptación de productos mexicanos en el país del norte, había terminado. A medida que avanzaba el desarrollo industrial de México y se incrementaban los gastos del gobierno en materia de infraestructura, educación y beneficio social, la vinculación se establecía a través de otros canales que, sin ser novedosos, adquirían nuevas modalidades y una importancia fundamental: las inversiones extranjeras directas y los préstamos al sector público.
Las inversiones extranjeras directas.
La política mexicana hacia la inversión extranjera constituía un punto clave para la reestructuración de las relaciones entre México y los Estados Unidos que se contempla desde comienzos de los años cuarenta. Desde finales de la segunda Guerra Mundial los dirigentes mexicanos creían en la conveniencia de impulsar estas inversiones, pero imponiéndoles una serie de condiciones que, a la luz de la política de otros países latinoamericanos, aparecían altamente restrictivas. Se trataba, en primer lugar, de impedir la entrada de productos o servicios considerados estratégicos, como el petróleo, la energía eléctrica o las comunicaciones; en segundo lugar, de someterlas a un orden jurídico que hiciera imposible la repetición de las famosas reclamaciones internacionales, que tantos problemas habían causado en las relaciones exteriores de México hasta 1942; por último, se deseaba hacer partícipes de sus beneficios a los empresarios nacionales mediante una política que favorecía las inversiones asociadas al capital nacional.
A partir de 1950, coincidiendo con la aceptación del proteccionismo mexicano, los inversionistas norteamericanos aceptaron sin mayores conflictos las reglas del juego. Entre 1950 y 1960 la inversión extranjera casi se duplicó, pasando de 566 a 1.080 millones de dólares; de 1960 a 1968 se volvió a duplicar, alcanzando los 2.300 millones de dólares, una de las cifras más altas en los países de América latina. Mientras esto sucedía, el predominio del capital norteamericano se iba acentuando; en 1940 representaba el 61 % del total de la inversión extranjera en México; en 1950, el 68 %, y de 1960 a 1970, el 83 % aproximadamente.
Estas inversiones se concentran en los sectores que tuvieron un crecimiento más rápido durante las dos décadas pasadas y han llegado a tener un control mayoritario sobre las empresas productoras de bienes de capital, adquiriendo así un lugar estratégico en la economía mexicana. Este predominio adquiere mayor significado si se considera que muchas de estas empresas son parte de un complejo más amplio, pues son empresas multinacionales, cuya matriz se encuentra en los Estados Unidos. Se calcula que de las 187 corporaciones multinacionales norteamericanas más importantes, que controlan el 70 % de la inversión directa del país en el extranjero en el ramo de manufacturas, 179 se hallaban establecidas en México.
No es fácil precisar el peso de estas inversiones en la vida económica y política de México. Algunos estudios recientes dan elementos para conocer su influencia en la formación de capital, en el comportamiento de diversos sectores industriales, en la balanza de pagos, etc. En ellos se comprueba que las bondades atribuidas tradicionalmente a las inversiones extranjeras directas, como la formación de cuadros técnicos, el apoyo a la capitalización o al equilibrio de la balanza de pagos, son inexistentes; se reafirma, en cambio, su peso en los sectores estratégicos de la industria manufacturera en México en los últimos años, como la química, la automotriz o la fabricación de aparatos eléctricos.
La presencia de las inversiones extranjeras condiciona variados aspectos de la vida nacional. Por ejemplo, los gastos del Estado en autopistas y pasos a desnivel o periféricos obedecen, en gran medida, a la expansión de la civilización del automóvil, impuesta a la sociedad mexicana por la publicidad de las grandes compañías multinacionales. En otro orden de cosas, la asociación entre capitales nacionales y extranjeros favorecida por la política misma del gobierno mexicano hace difícil distinguir cuáles son los intereses que determinan el comportamiento de los grupos empresariales mexicanos. Finalmente, las actividades de la ITI' en Chile durante la época de Salvador Allende dejaron un recuerdo alarmante en los procedimientos usados por los inversionistas extranjeros para intervenir en la vida interna de los países latinoamericanos.
Por estas circunstancias, el crecimiento de las inversiones extranjeras directas en México es visto como causa de vulnerabilidad y dependencia del país; condiciones acentuadas por el crecimiento incontenible de la deuda pública en los últimos años.
La deuda pública.
El crecimiento de la economía mexicana desde finales de los años cincuenta fue posible gracias a la entrada de préstamos externos, que hicieron posible el financiamiento de las actividades del Estado en materia de energía, comunicaciones, obras de beneficio social, etc. Se pensó que el impulso a la economía proveniente de estas inversiones públicas daría como resultado una elevación en el nivel de vida de los habitantes y un crecimiento del ahorro interno, que pronto harían innecesaria la contratación de nuevos préstamos. Semejante visión era demasiado optimista. Al no adoptarse medidas para una mejor captación por parte del Estado de los recursos internos, como hubiera sido una reforma fiscal, y al deteriorarse la actividad exportadora en México, se debió recurrir a nuevos préstamos para cumplir con los pagos de amortizaciones e intereses de la deuda anterior. Se cayó así en un círculo vicioso de endeudamiento que, a finales de los años sesenta, se ha convertido en el problema más serio de la economía mexicana.
En las relaciones con Estados Unidos el problema de la deuda pública mexicana presenta modalidades interesantes; sobre todo cuando se le compara con la situación existente en otros países latinoamericanos. A diferencia de éstos, México ha evitado recurrir a los préstamos bilaterales, otorgados por el gobierno norteamericano, acompañados de fuertes condiciones políticas. Se han hecho esfuerzos por diversificar las fuentes de crédito, acudiendo a organismos multilaterales, a instituciones privadas y a los préstamos bilaterales de países europeos.
En 1970, los financiamientos otorgados al gobierno mexicano, cuya suma asciende a 3.511,3 millones de dólares, provienen en un 53 % de bancos e instituciones privadas norteamericanas, en un 27 % de instituciones financieras internacionales y sólo en un 20 % de préstamos bilaterales. Tales cifras indican la independencia mexicana en préstamos, que obligan a seguir determinadas políticas internas; pero no se ha eliminado la influencia potencial del gobierno norteamericano sobre los préstamos al sector público en México. Sigue presente la posibilidad de ejercer presiones sobre las instituciones privadas norteamericanas y, en particular, sobre las instituciones multilaterales, en donde los Estados Unidos tienen una posición dominante.
A finales de los años sesenta, en las relaciones entre México y los Estados Unidos, los problemas más graves no se manifiestan en las negociaciones, generalmente amables, sobre cuestiones fronterizas; los problemas vitales se encuentran en aquellos aspectos que, efectiva y potencialmente, ejercen una gran influencia sobre la vida económica y política del país:
El carácter estratégico del territorio mexicano;
La concentración de sus relaciones económicas en los Estados Uñidos;
El crecimiento de las inversiones extranjeras directas, que ha puesto en manos de grandes compañías norteamericanas la posibilidad de decidir sobre el destino y las modalidades de sectores claves de la industria manufacturera mexicana; y, por último,
La dependencia del gobierno mexicano de préstamos de instituciones financieras norteamericanas e internacionales.
Diversos sectores de la sociedad mexicana han expresado su preocupación por los problemas anteriores. Para unos sería conveniente volver al impulso nacionalista de la época del general Cárdenas, dar una nueva orientación al desarrollo de la economía mexicana y limitar el flujo de capitales extranjeros. Para otros, la asociación con los capitales norteamericanos es inevitable, e, incluso, conveniente. Sólo deben modificarse las reglas del juego, que permitan al gobierno mexicano una mejor selección de los capitales que llegan al país, de acuerdo con su contribución a objetivos nacionales de desarrollo. Las discusiones en torno a semejantes problemas no han producido tensiones serias; el ambiente de cordialidad y entendimiento entre los Estados Unidos y México se mantiene apoyado en el respeto y tolerancia del país del norte por la política mexicana en el seno del sistema interamericano.
México y las relaciones interamericanas.
Las relaciones exteriores de México de 1940 a 1970 han estado condicionadas por la existencia de un sistema regional americano, en el cual se han sentado las bases para las relaciones entre los países del hemisferio y entre éstos y otras regiones geográficas. Los instrumentos principales de este sistema han sido, por una parte, el tratado interamericano de Asistencia Recíproca, firmado en Río de Janeiro en l947 bajo la presión de los intereses norteamericanos en materia de seguridad; por la otra, la carta de la Organización de Estados Americanos, firmada en Bogotá en 1948, expresión del deseo latinoamericano de consagrar, en un instrumento jurídico, los principios que deben regir las relaciones interamericanas.
Durante la segunda mitad de los años cuarenta México fue un partidario entusiasta del sistema interamericano. Veía en él un marco apropiado para la solución de los problemas ancestrales entre los Estados Unidos y América latina y un mecanismo constructivo para el desarrollo económico y social de los países al sur del Río Bravo. Sin embargo, desde la IV Reunión de Consulta celebrada en 1951 para buscar el apoyo de América latina a las actividades de los Estados Unidos en Corea, se puso de manifiesto que la OEA sería, ante todo, un instrumento para la contención del comunismo internacional, tal y como era entendido por los dirigentes norteamericanos. El gobierno mexicano, poco interesado en participar activamente en la guerra fría, perdió el entusiasmo por la OEA e inició una política de distanciamiento, expresada a través del apego a la no intervención, el rechazo a interpretaciones extensivas de los acuerdos interamericanos existentes y la oposición a toda acción colectiva dirigida en contra de algún país americano.
Las características anteriores quedaron bien definidas desde la X Conferencia Interamericana, celebrada en la ciudad de Caracas, Venezuela, en 1954. El tema que dio a la reunión una gran resonancia en la historia de las relaciones interamericanas fue el relativo a la intervención del comunismo internacional, puesto sobre la mesa de discusiones por el representante norteamericano. El interés de los Estados Unidos por el tema no era inusitado; en aquellos momentos era motivo de inquietud la situación existente en la república de Guatemala, en donde el gobierno encabezado por Jacobo Arbenz llevaba adelante una política de reforma agraria, cuyos efectos eran contrarios a los intereses de las grandes compañías norteamericanas establecidas en aquel país. La guerra fría se encontraba en su apogeo; el fantasma del comunismo era invocado fácilmente para evitar cualquier cambio en el status quo, capaz de afectar el dominio económico y político de los Estados Unidos sobre América latina. El proyecto presentado en la conferencia podía considerarse un instrumento para organizar una acción hemisférica en contra del gobierno guatemalteco.
La política de la delegación mexicana en aquella reunión constituye uno de los acontecimientos que dan mayor prestigio en la historia de la diplomacia mexicana. En opinión del gobierno de México eran indeseables las propuestas para llevar a los gobiernos americanos a tomar decisiones que condujeran a situaciones internas, sujetas exclusivamente a la soberanía de cada Estado. La delegación mexicana no se oponía a los esfuerzos para combatir el comunismo, siempre y cuando éste expresara actividades políticas subversivas de potencias extracontinentales interesadas en lograr el control de algún país americano. Pero, podría ocurrir que el proyecto presentado por la delegación norteamericana fuera utilizado en contra de un país que, en uso de su legítimo derecho a la autodeterminación, decidiese cambiar de sistema económico y político sin que tal cambio hubiera sido provocado por actividades subversivas.
Con base en tales ideas, la delegación mexicana presentó un proyecto para modificar la propuesta norteamericana en el sentido de salvaguardar los principios de no intervención y autodeterminación. Las propuestas mexicanas se encontraron en franca minoría. La resolución encabezada por los Estados Unidos fue aprobada por una mayoría de 17 votos a favor, dos abstenciones (México y Argentina) y un voto en contra (Guatemala).
La conferencia de Caracas dejó una huella muy profunda en el comportamiento posterior de México en el sistema interamericano. Allí se había puesto de manifiesto la decisión del gobierno mexicano de mantener su apego a los principios de corte nacionalista, que habían dado el tono a su política interamericana desde los años treinta. Todo sucedía como si, ante la vinculación con los Estados Unidos por motivos geopolíticos y económicos, México encontrara en la resistencia a maniobras intervencionistas en la OEA una manera de resguardar su soberanía, un instrumento de negociación con los Estados Unidos y una fuente de legitimidad y prestigio para los gobiernos posrevolucionarios. Con estos antecedentes, se acudió a las reuniones interamericanas, celebradas entre 1960 y 1964, para organizar la política interamericana hacia la revolución cubana.
La instauración del primer régimen socialista en América latina rompió el equilibrio de poder, establecido entre las dos grandes potencias desde fines de la segunda Guerra Mundial; fue un factor decisivo en la aceptación de la política de coexistencia pacífica por parte de los Estados Unidos, y puso a prueba la política exterior de los países latinoamericanos.
En México la revolución cubana despertaba encontrados sentimientos. Por una parte, no se podía olvidar que algunas de las medidas adoptadas por los dirigentes cubanos, tales como la reforma agraria o la nacionalización de propiedades extranjeras, ya habían sido introducidas en México desde comienzos de los años veinte y habían provocado, como estaba sucediendo en Cuba, la oposición de las grandes potencias de la época, en especial de los Estados Unidos. Por otra parte, el proceso de radicalización de la revolución cubana, evidente desde comienzos de 1961, causaba un sentimiento de perplejidad entre los dirigentes mexicanos, dispuestos a dar su apoyo a una revolución de corte nacionalista, pero recelosos ante la instauración de un régimen basado en la abolición de la propiedad privada y en la aceptación de los principios económicos y políticos del marxismo-leninismo. Bajo tales presiones, la política sobre la revolución cubana evolucionó de una época de apoyo y entusiasmo, evidente durante los años de 1959 y 1960, a una política de distanciamiento y oposición velada hacia la instauración del socialismo en la isla.
El problema vital en las relaciones exteriores de México en aquellos años no fue el de la definición frente al carácter de la revolución en Cuba. La problemática principal fue enfrentarse a la política encabezada por los Estados Unidos, dispuesta a movilizar el sistema interamericano hacia una acción colectiva en contra del régimen castrista.
La nota sobresaliente de la política de México en el sistema interamericano al discutirse el problema de Cuba fue la oposición a las interpretaciones del tratado interamericano de Asistencia Recíproca que abrían la puerta a una política hemisférica en contra del gobierno de Fidel Castro. El tratado, firmado en Río de Janeiro en lo inicios de la guerra fría, tiene como objetivo organizar la acción conjunta de los países americanos en caso de ocurrir un ataque armado, una agresión que no sea ataque armado o cualquier hecho que ponga en peligro la paz y seguridad del continente con tal que, al mismo tiempo, se vea afectada la integridad territorial, la soberanía o la independencia política de cualquier estado americano.
Teniendo en cuenta tales estipulaciones resultó sorprendente la convocatoria para la VIII Reunión de Consulta Interamericana, que debía celebrarse en los inicios de 1962, para aplicar al problema de Cuba los compromisos adquiridos en Río de Janeiro. La reunión fue solicitada para "considerar las amenazas a la paz y a la independencia de los países americanos, que puedan surgir de la intervención de potencias extracontinentales, encaminadas a quebrantar la solidaridad americana". El gobierno mexicano señaló de inmediato que éstas no eran las situaciones previstas en el tratado de Río; la reunión debía ocuparse de eventualidades, cuya urgencia -en caso de ser apremiante una eventualidad- no se había puesto de manifiesto; nada indicaba que hubiera sido afectada la integridad territorial, la soberanía o la independencia política de un estado americano.
Argumentos similares fueron adelantados para oponerse a la convocatoria de la X Reunión de Consulta, celebrada en Washington en 1964, y para votar en contra de la resolución adoptada entonces, que impuso el rompimiento de relaciones diplomáticas y consulares, la suspensión de intercambios comerciales y el cese de todo transporte marítimo hacia Cuba. Aunque estos votos en contra no fueron sorprendentes, resultó espectacular la declaración del secretario de Relaciones Exteriores de México unos días después de terminada la reunión, anunciando que México no acataría las decisiones adoptadas: "El señor presidente de la República ha resuelto mantener nuestros contactos con el gobierno cubano en el mismo estado que guardan en la actualidad... Como otros gobiernos tienen opiniones distintas y aún opuestas a las que han servido de fundamento a nuestra determinación... el gobierno de México no se opondría a que un grupo de estados miembros de la OEA solicitara a la Corte Internacional de Justicia por conducto de la Asamblea General de la ONU una opinión consultiva sobre esta reunión de acuerdo con el artículo 96 de la Carta de San Francisco".
Durante los años que van de 1964 a 1970 México fue el único país latinoamericano que mantuvo relaciones con el gobierno de Fidel Castro. Fue un acto de independencia que hizo de México una verdadera excepción dentro de los países miembros del sistema interamericano.
Con tales antecedentes a nadie sorprendió que en la XI Reunión de Consulta celebrada en 1965 con motivo de la crisis política de la República Dominicana, México votara en contra de la creación de una fuerza interamericana de paz e introdujera un proyecto de resolución -y otro similar en las Naciones Unidas- para la salida de la fuerza expedicionaria de los Estados Unidos. Mantenía así su línea antiintervencionista y la oposición a los aspectos militares del interamericanismo, que ya se había manifestado desde los años de la segunda Guerra Mundial.
Diversos factores contribuyen a explicar la línea independiente de México en el sistema interamericano. El primero de ellos es la tradición. Las experiencias históricas con los Estados Unidos, particularmente graves durante los años que siguieron a la Revolución mexicana, llevaron a consolidar una política esencialmente defensiva, cuya mejor expresión es el apego a los principios de la no intervención y autodeterminación de los pueblos. El segundo factor es la permanencia de un mismo partido político en el poder desde 1929; esto ha dado a la política exterior mexicana una continuidad y consistencia sin parangón en la historia diplomática de otros países latinoamericanos. Por último, y éste es quizás el factor de mayor peso en los últimos años, parece existir un entendimiento tácito con los Estados Unidos, que permite disentir dentro del sistema interamericano sin poner en duda las buenas relaciones mexicano-norteamericanas. Después de la oposición de México a la convocatoria de la VIII Reunión de Consulta, el presidente Kennedy visitó México en medio de uno de los ambientes más cordiales que se hayan dado con motivo de la visita de un funcionario extranjero. Cuando México decidió el mantenimiento de relaciones con Cuba, el embajador norteamericano en México declaraba: "México es el mejor amigo que tienen los Estados Unidos".
La comprensión de los Estados Unidos hacia la política interamericana del gobierno mexicano tiene, a su vez, diversas interpretaciones. Por una parte, desde 1950 hasta 1970, los dirigentes mexicanos no trataron de influir en la política de otros países latinoamericanos; sus posiciones en la OEA fueron solitarias, como resultado quizá de una apreciación correcta de las posibilidades de encontrar eco en otros países latinoamericanos, o bien, del convencimiento de que un intento de liderazgo haría difícil la benevolencia de los Estados Unidos. Por otra parte, México tampoco llevó sus posiciones en la OEA hasta el grado de poner en peligro intereses vitales para los Estados Unidos; durante la crisis de los misiles en 1962, México apoyó el bloqueo a Cuba mientras el presidente López Mateos declaraba: “Estamos con las filas de la democracia”.
Esta visión realista de los límites impuestos a la política exterior mexicana por la necesidad de mantener buenas relaciones con los Estados Unidos se percibe también en la política mexicana en materia de desarme.
México y el desarme.
El interés de México por el desarme es evidente desde la década de los cincuenta, cuando el entonces secretario de Relaciones Exteriores, Luis Padilla Nervo tuvo un papel destacado en las discusiones sobre el tema, que se desarrollaron en la Asamblea General de las Naciones Unidas. La visión del canciller mexicano sobre el papel de México en el mantenimiento de la paz se percibe bien en un discurso pronunciado en 1955 cuando señaló: "Los países medianos y pequeños tienen una misión especial que cumplir en la era de las armas atómicas: tienen que usar su influencia moderadora para impedir el abuso de la energía atómica y mantener la paz internacional".
Por su interés en el problema del desarme México fue elegido miembro de la comisión del Desarme en 1957, presidente de la misma en 1960 y miembro del comité del Desarme de 18 naciones, creado a finales de 1961.
En aquellos años las negociaciones sobre desarme giraban en torno al tema de la reducción de armamentos. Los países como México llamaban la atención sobre la conveniencia de desviar los recursos destinados a la carrera armamentista hacia la solución de los problemas económicos del mundo subdesarrollado. Sin embargo, a lo largo de los años sesenta la preocupación por la carrera armamentista fue cediendo el paso al interés por aspectos colaterales del desarme, como es el de la no proliferación de las armas nucleares.
En América latina el problema de la proliferación de armas nucleares se presentó con urgencia debido a los intentos de la Unión Soviética de instalar misiles nucleares en la isla de Cuba en 1962. El mundo entero percibió entonces la posibilidad de una conflagración entre las grandes potencias, originada por el rompimiento del status quo en materia de armamento nuclear. Estos acontecimientos creaban un ambiente favorable a la idea mexicana de una América latina comprometida a no fabricar, recibir, almacenar ni ensayar armas nucleares. La situación internacional coincidía con una época de acercamiento de México hacia los países latinoamericanos y con su interés por encontrar una iniciativa que fuera un desafío a "la imaginación y a la capacidad de los Estados latinoamericanos de trabajar juntos".
En tales circunstancias nació, en marzo de 1963, el proyecto mexicano para una política latinoamericana frente al problema de la desnuclearización. Inicialmente pareció que la idea no encontraría mayores obstáculos para su realización. Los países latinoamericanos, poco adelantados en la investigación nuclear, no parecían tener los recursos ni el interés suficientes para la fabricación de armas atómicas. Los gobiernos invitados a co-patrocinar el proyecto, Bolivia, Brasil, Chile y Ecuador, reaccionaron favorablemente. En particular, la respuesta del presidente brasileño Joao Goulart fue entusiasta y dio la impresión de que coincidía la diplomacia de Brasil con la de México.
El golpe de Estado que en 1964 derrocó a Joao Goulart e impuso un régimen encabezado por el mariscal Castelo Branco cambió el panorama. Durante los trabajos de la comisión preparatoria para la desnuclearización de América latina, la delegación brasileña dio pruebas de no compartir del todo el entusiasmo de sus antecesores por el proyecto mexicano. El término mismo "desnuclearización" incomodaba a los nuevos dirigentes del sur, quienes lograron que fuera abandonado; el acuerdo finalmente adoptado por la comisión preparatoria fue titulado "tratado para la prescripción de armas nucleares en América latina", el cual se conoce comúnmente como tratado de Tlatelolco.
La nueva política brasileña, acompañada en ocasiones por Argentina, dificultó las negociaciones destinadas a cumplir con el proyecto mexicano. Fue necesario una labor de conciliación, introduciendo modificaciones que debilitaron ligeramente los objetivos originales. Las modificaciones se encuentran, por ejemplo, en los artículos relativos a la entrada en vigor del pacto y a las explosiones nucleares para fines pacíficos.
Con respecto al primer punto existían dos tendencias contradictorias. De acuerdo con la primera, el tratado entraría en vigor entre los Estados que lo hubieran ratificado, en el momento de hacer el depósito de sus respectivos instrumentos de ratificación. Respecto a la segunda tendencia, encabezado por el Brasil, el tratado sólo cobraría vigencia al cumplirse dos requisitos fundamentales: haber sido ratificado por todos los estados latinoamericanos, Cuba incluida, y haber obtenido que las potencias nucleares, así como los estados extracontinentales que poseen territorio en el hemisferio, firmaran los protocolos adicionales. La tendencia brasileña quedó incluida en el primer párrafo del artículo 28 del tratado, mientras en el segundo párrafo del mencionado artículo se estableció una fórmula acertada para satisfacer el deseo de quienes, como México, anhelaban un camino más fácil para la entrada en vigor del pacto. De acuerdo con ella, los signatarios pueden prescindir de los requisitos establecidos en el párrafo primero, mediante una declaración en ese sentido presentada al momento de llevar a cabo la ratificación. Esto ha permitido que el tratado ya se encuentre en vigor para algunos países latinoamericanos a pesar de no haber sido firmado por Cuba.
Otro de los aspectos controvertibles del tratado de Tlatelolco es el artículo 18, en que se reconoce a los signatarios el derecho a producir explosivos nucleares para fines pacíficos. El reconocimiento de este derecho parece inusitado dentro de un acuerdo que, en su artículo primero, establece la obligación de no fabricar o adquirir armas nucleares, y, en su artículo 5, define arma nuclear como "todo artefacto que sea susceptible de liberar energía nuclear en forma no controlada". Si, como mantienen los expertos, es imposible trazar una línea divisoria entre los explosivos nucleares empleados con fines pacíficos y los usados con fines militares, es evidente que el artículo 18 se contradice con los artículos 1 y 5. Conscientes de ese problema, los diplomáticos mexicanos se apresuraron a dar a conocer su punto de vista sobre el particular: según su opinión, el artículo 18 sólo se puede interpretar a la luz de otros artículos del pacto. Resulta entonces que el artículo 18 fue introducido previendo que los adelantos de la ciencia podían permitir algún día diferenciar explosivos nucleares pacíficos de explosivos nucleares no pacíficos; de no suceder así, los países signatarios no podrían hacer uso de la facultad concedida en el mencionado artículo.
Los problemas anteriores no disminuyen la importancia del tratado de Tlatelolco. El ideal de la desnuclearización es válido como un buen ejemplo de los mecanismos que se pueden establecer para librar al mundo de los instrumentos de destrucción en masa. Lo anterior, unido al hecho de que el tratado es el único instrumento internacional vigente que posee un sistema de control internacional eficaz para asegurar su cumplimiento, explica los reiterados elogios de que ha sido objeto en la Asamblea General de las Naciones Unidas o en el comité del Desarme. No es ocioso terminar citando la opinión de quien fuera secretario general de la ONU, U. Thant: "Los Estados signatarios del tratado de Tlatelolco tomarán la iniciativa de demostrar al mundo que la energía nuclear será, como debe ser, un gran bien para la humanidad y no el instrumento de su destrucción".
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137. El arte contemporáneo (1940-1970).
El año 1940 representa, en más de un sentido un momento capital de la actividad artística y cultural de México. Para entonces se han producido prácticamente todas las mayores abras de la pintura mural. La ''escuela mexicana" está en la plenitud de su fama y gloria. También es 1940 la charnela, el parteaguas que divide en dos el proceso artístico de México. De ahí en adelante la "escuela" iniciaría su largo, pesado y difícil ocaso: se cerraría cada vez más sobre sí misma, eliminada -por el éxito de los mayores y de su "manera"- o congelaría a una serie de pintores muy significativos, que podríamos llamar heterodoxos, los cuales en diálogo continuo habían enriquecido la escuela y que de alguna manera la constituían; a partir de entonces entraría todavía más en la pereza formal y mental que caracterizaría su vida en el futuro; aparecerían, apañados por algunos de los "grandes", los epígonos despersonalizados; se haría una pintura cada vez más peligrosamente oficializada, cuyo mismo éxito representaba una amenaza. Pero los procesos artísticos suelen ser más o menos lentos y, sobre todo, revelarse lentamente: el México de 1940 no advertía lo que a mas de treinta años de distancia podemos distinguir; veía entonces solamente el éxito, despejadas ya las críticas y las dificultades de comprensión de los primeros años, y se entregaba, arrobado, a la alabanza de sus grandes artistas.
Si la situación de la escuela mexicana de pintura y su futuro ominoso, pero no advertido, es el hecho más relevante hacia esa fecha, también entonces se dan otros fenómenos que complementan el marco artístico mexicano. Los años cuarenta son la época de oro de nuestro cine, que produce algunas películas de gran calidad, que de alguna manera conforman para nuestra cinematografía un rostro propio, a la vez que -en términos económicos- pudo en poco tiempo colocarse a la cabeza de la industria fílmica de los países de habla española y hacerse dueño de los mercados americanos. Entonces surgieron los "monstruos sagrados" de nuestro cine, esas personalidades destacadas que fueron uno de sus factores de éxito y que veinte o treinta anos después, no habiendo sido sustituidos por figuras de la misma talla, sobreviviéndose a sí mismos, contemplarían su fracaso artístico y su bancarrota económica.
Los años cuarenta vieron también un importantísimo auge constructivo en las ciudades, las cuales empezaron a resentirse de la presión de un índice de aumento demográfico y de una concentración urbana creciente; la arquitectura con alguna pretensión de estilo se divide, más marcadamente que en las épocas anteriores, entre la que busca una expresión acorde con el pulso de la arquitectura internacional y que precisamente a fines de ese decenio alcanza ya una calidad superior y el "retorno" a la arquitectura colonial, que incluye esa subrama o variante, de tanta aceptación entonces y ahora tan mal vista (aunque quizá, no por eso, indigna de ser considerada), que es el llamado "estilo colonial californiano".
Por su parte, la música ha adquirido ya entonces una personalidad propia, sobre la base de las incursiones a la música popular que había iniciado Manuel M. Ponce, representada especialmente por Carlos Chávez, Silvestre Revueltas, Candelario Huízar y los discípulos que ellos formaron; una danza moderna mexicana, que, al fin y al cabo, quedaría a la larga más bien reducida a embrión, ve entonces sus primeros ensayos importantes, que conjugan nuestros mejores músicos y pintores y cuyos ejecutantes y coreógrafos suplen las deficiencias técnicas con imaginación y con una fe inquebrantable en su misión artística; paralelamente a esto, la labor de difusión de la música y el ballet contemporáneos es muy intensa y un público ávido y a menudo joven abarrota las salas de conciertos.
Junto a todo eso se da una pujante cultura "popular" o más bien “populachera”, eminentemente citadina, por más que incluya entre sus elementos otros muchos traídos del medio rural, que se ve propiciada por el cine y la radio, en los cuales participa muy ampliamente; surgen en esa cultura multitudinaria personalidades muy notables, verdaderos ídolos populares que de alguna manera sustituyen en el corazón popular a los viejos ídolos políticos o sociales, definitivamente retirados de la escena o en vías de retirarse.
Además del cine y la radio, lo “populachero" se manifiesta en los concurridísimos teatros de revista, donde alternan llorosos boleros con el grito estridente de la canción ranchera y la agudeza (crítica política y ambigüedad sexual) de los cuadros cómicos; ahí el espectáculo puede ser alternativamente el escenario, los palcos de los "mangoneadores" de turno o el graderío de los humildes. Toman entonces su forma plena algunos géneros musicales: el bolero (melodrama de bajos fondos citadinos, prostitución, exaltación de la mujer ya pura, ya ligera de cascos, lloriqueo, cursilería), la canción ranchera (grito del macho, descripción de paisaje, despecho por el abandono de la mujer amada, drama violento), el danzón, al que se agregaría el mambo.
También es época dorada del toreo; rotas las relaciones taurinas con España, los toreros mexicanos de entonces logran la plenitud de su gloria en El Toreo de La Condesa (la Plaza México no se inaugura hasta 1946): Armillita "el maestro", Pepe Ortiz "el orfebre tapatío", Chucho Solórzano "el rey del temple", Garza "el ave de las tempestades", el Soldado, Silverio Pérez "el faraón de Tezcoco". Todo contribuye a dar un tono brillante a ese ambiente mexicano, que entre lo culto y lo populachero (con lo culto y lo populachero), después del asentamiento de los gobiernos revolucionarios, heredero de un pasado inmediato de luchas sociales pero contento del nuevo sesgo de los negocios, se siente, en realidad, satisfecho de su propio rostro.
La década que va de 1940 a 1950, en la que a distancia se pueden advertir ya signos de descomposición, es, sin embargo, la de la satisfacción plena. La siguiente es la de la desconfianza, la de un despertar de aquel sueño dorado que parece esfumarse a ojos vistas, la de la lucha entre el furioso nacionalismo de los años anteriores y los pocos Davides que se atrevían contra el gigante. Los diez años que corren a partir de 1960 verán el nacionalismo exacerbado en franca retirada, aunque nunca derrotado del todo, y hacia sus fines la constitución de un nuevo rostro en la cultura y el arte mexicanos, si bien tal vez menos coherente y compacto que el anterior.
Los muralistas.
En 1940 ya nadie discute, de hecho, la validez de la pintura mexicana, expresada sobre todo en los muros de los edificios públicos. México está seguro del genio de los ya entonces bautizados como los "tres grandes" de la pintura: José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros. Las preferencias podrán ir a uno u otro de los miembros de la tríada, pero los tres en conjunto constituyen un orgullo nacional.
Han transcurrido diecinueve años desde el inicio de la aventura muralista que propiciara José Vasconcelos como secretario de Educación Pública del gobierno del general Alvaro Obregón, y dieciocho desde la publicación del Manifiesto del Sindicato de Pintores y Escultores, que es el documento sobre el que se cimienta la base teórica de la escuela mexicana. El Manifiesto, dirigido a "los soldados, obreros, campesinos e intelectuales que no estuvieran al servicio de la burguesía", pedía un arte nacionalista que se inspirara en la tradición del arte popular mexicano (al que postulaba, nada menos, que como la más alta manifestación artística del mundo), que fuera para el pueblo y no para la burguesía (por lo que rechazaba el cuadro de caballete y proponía el arte monumental) y que alcanzara una belleza capaz de sugerir la lucha e impulsarla a fin de transformar el orden social.
Dieciocho años después, los viejos y ambiciosos postulados se sentían lejanos y de algún modo eran letra muerta. Orozco haría en 1945 una aguda e insidiosa crítica de ellos y sus resultados, haciendo notar que no se había abandonado la pintura de caballete porque era lo que más provecho producía a los pintores; que la exaltación del arte popular no había producido efectos importantes en las formas de la pintura mexicana y que, cuando lo había hecho, era más para mal que para bien; que la pintura no había conseguido producir ningún cambio social, y que el pensar hacer una pintura para obreros había resultado un fracaso, toda vez que los trabajadores ni tenían dinero para comprar cuadros que representaran a otros trabajadores ni deseaban encontrar en sus casas a la vuelta de una dura jornada en las fábricas, más obreros, sino un mundo de seudorrefinamiento que los alejara de la obsesión de la faena diaria, de todo lo cual resultaba que los cuadros con obreros habían ido a parar a ricos burgueses mexicanos o extranjeros.
De alguna manera, todo eso era cierto. Como cierto era también que cada pintor con personalidad había entendido los postulados de 1922 a su leal saber y entender, y que al paso de los años había ido formando y transformando su propio estilo de manera libre y espontánea, sin pedir permiso al viejo Manifiesto sobre el rumbo que debía dar a su pintura.
Los “tres grandes” eran, en verdad, personalidades muy diferentes, con formación diversa, y su estilo es entre sí muy distinto. Los demás pintores, con obras más o menos destacadas, constituían, junto con ellos, un mosaico variadísimo de posibilidades. No obstante, y a pesar de las apostasías tácitas o explícitas, es indudable que de algún modo eran deudores del Manifiesto. Negado por cada uno en particular ese texto, sin embargo, se hace notar en obras muy diferentes entre sí. En cierto sentido, es él quien da a la pintura mexicana durante treinta años su unidad y la constituye como escuela.
Hace años, cuando arreciaba la crítica contra el muralismo, se dijo repetidamente que, en realidad, no existía ni había existido una "escuela mexicana"; se trataría sólo de algunos artistas importantes, rodeados de otros mediocres, con características diferentes y sin más unidad entre sí que el haber producido su obra durante los mismos años. En verdad creemos que uno de los notables hechos del fenómeno, que permite hablar de el como de un todo, es que, por encima de las diferencias a veces grandísima, que existen entre los pintores y más allá del genio de cada uno, sin el cual nada habría existido y no valdría la pena siquiera ocuparse del asunto, la “escuela mexicana” puede reconocerse como tal y como un hecho unitario, con una personalidad propia en el mundo del arte del siglo XX, que se hace sentir con diferentes resultados incluso fuera del ámbito mexicano. Y a esto no es ajeno en forma alguna el Manifiesto de 1922, por más que fuera desde un principio interpretado y entendido de maneras tan diversas.
Para 1940 esa escuela ha conseguido un éxito rotundo. Las polémicas de los primeros años se han cambiado por una admiración prácticamente sin reservas. Se ha colmado una vieja aspiración de la cultura mexicana, expresada desde el siglo pasado en boca de algunos de los más importantes intelectuales, como Ignacio M. Altamirano, Miguel López López, Olaguíbel, José Martí: la de poder contar con una expresión nacional que manifestara nuestro modo de ser, nuestras costumbres, nuestra historia, pero que, al mismo tiempo, lo hiciera en tal forma que su expresión resultara universal, que contuviera valores formales capaces de ser apreciados en cualquier lugar. Proyecto teñido, sin duda, de romanticismo, que implicaba el rescate y la presentación de las esencias nacionales, un retorno a los orígenes, no había tenido realmente respuesta clara en la producción artística del siglo pasado: el intento de algunas pintores (Leandro Izaguirre, José Salomé Pina, Obregón) por representar nuestra historia no había pasado de un intento fundamentalmente fallido, porque su talento no fue capaz ni podía quizá serlo en aquella circunstancia de encontrar soluciones formales propias y adecuadas.
José María Velasco, a fines del siglo, por medio del paisaje había sido el más cercano a la consecución del proyecto propuesto: su obra refleja la realidad física mexicana desde el mar hasta el Altiplano, pasando par la vegetación feraz de la tierra caliente, pero, más importante, expresa una realidad moral de ese paisaje, la que lo hace mexicano, en ocasiones acudiendo a mostrar sitios históricamente significativos, como las pirámides de Teotihuacán, los baños de Nezahualcóyotl, la catedral de Oaxaca o el alcázar de Chapultepec. Pero todo el genio de Velasco no fue bastante para responder cabalmente a la aspiración de la cultura mexicana: arte que exprese las esencias mexicanas en el lenguaje universal. Y tampoco había llegado a serlo la pintura ya francamente nacionalista de Saturnino Herrán, que se da en la segunda década del siglo XX.
Todo eso, en cambio, lo conseguiría plenamente -y estaba muy segura de haberlo logrado- la pintura posterior a 1920. Por primera vez (¿por única vez?) nuestro arte alcanzaba un lenguaje a la altura de su tiempo, realmente universal, y que sin dejar de serlo se aplicaba a manifestar lo que el país era y lo que habla sido (y aun lo que deseaba ser). En realidad, no se podía pedir más.
En el colmo de la satisfacción, la crítica fue muy dada a relacionar la pintura mural con la Revolución, a entender esa pintura como un producto directo y exclusivo del hecho político y social que fue la Revolución mexicana. (Orozco, por su parte, diría en 1945 que en 1920 la pintura mexicana se había encontrado con "la mesa puesta".) También llevada de su entusiasmo, la crítica sería proclive a asignarle a la pintura mexicana una especie de autonomía formal, cuyo antecedente había que buscar sólo en el arte popular y en el prehispánico. Cuando, años después del primer éxito de la escuela, se descubrirían los frescos de Bonampak pudo advertirse, con buena voluntad y en medio del mayor entusiasmo, la continuidad de las formas mayas del siglo VII, que reaparecían, resucitadas y esplendentes, en la pintura de Diego Rivera. (Orozco, otra vez, echaría un jarro de agua fría cuando, a pesar de su reconocimiento hacia el grabador José Guadalupe Posada, renegaría de la pintura popular y haría escarnio de ella, aunque tal vez el sea de todos el que más se enriqueció con ella.) Otros mitos hicieron su aparición; se habló de los "tres grandes", esa nueva trinidad excluyente que tuvo -quizá por la magia del número tres- una gran aceptación; se habló, sobre todo, del "Renacimiento mexicano": por forzada que fuese la expresión, pronto se hizo corriente, pues lo de "renacimiento" resultaba, por una parte, altamente prestigioso y era, además, aceptable por aquello de los murales, tan abundantes aquí como en la Italia de los siglos XV y XVI, y por otra parte, porque aludía a un renacer o reaparición de las más verdaderas esencias mexicanas.
En cambio, muy pocos insistieron en las relaciones que había entre las soluciones formales de la pintura mexicana y la vanguardia europea. Se olvidaba fácilmente que la famosa y después puesta en duda universalidad de la pintura mexicana no era, de ningún modo, ajena al echo de que en buena parte había abrevado de aquella fresca fuente. Como se olvidaba asimismo que la misma revalorización de nuestro brillante pasado artístico precolombino y del pasado y presente arte popular no era tampoco ajena a la apertura estética que se había producido en Europa y en el mundo. Esto nos daba a nosotros mismos la posibilidad de tener por manifestaciones artísticas lo que antes se había tenido sólo como dato arqueológico o etnográfico. Y, desde luego, se exageraba la presencia de lo prehispánico y lo popular en los pintores de entonces, confundiendo su admiración hacia aquel arte y sus elogios verbales con una influencia directa y definitiva.
Y, más que todo eso, se olvidaba casi por completo la relación que había entre la nueva pintura y el acariciado proyecto del siglo pasado. Ciertamente, el Manifiesto de 1922 apela a la tradición prehispánica y popular, propone un arte monumental y capaz de producir un cambio social, aunque, sin embargo, resulta curiosamente cercano a los postulados del siglo pasado. En realidad, en más de un sentido, el gran arte mural mexicano es la culminación de un proceso muy viejo, que cancela con sus logros el antiguo proyecto romántico. Así, pues, se nos puede presentar más como un fin que como un principio. Y este hecho está quizás en relación con el desarrollo posterior de la "escuela mexicana", puesto que comprometía necesariamente su futuro.
Orozco.
José Clemente Orozco tenía cumplida en 1940 la mayor parte de su obra. Todavía antes de su muerte (1949) seguiría produciendo murales y cuadros de primordial importancia. Después de sus difíciles inicios en el muralismo, en San Ildefonso (Preparatoria), la Casa de los Azulejos y Orizaba, tuvo la experiencia brillante de sus obras monumentales en los Estados Unidos, empezando con el Prometeo del Pomona College, en California (1930) y después con los de la New School for Social Research de Nueva York y con las pinturas del Darmouth College (1930 y 1934).
Estos encargos de Orozco en los Estados Unidos, para los que intervinieron críticos y consejeros no mexicanos, son muestra de la aceptación y el interés que nuestra pintura empezó a tener en el exterior por los años treinta. En 1934 pinta en el Palacio de Bellas Artes una de sus obras más importantes: el mural que Justino Fernández bautizó como Catarsis, visión atormentada y dramática del mundo coetáneo, cuya base es la prostitución desenfrenada y que se resuelve en una lucha implacable de todos contra todos, mientras un fuego terrible parece amenazar con consumirlo íntegramente; las violentas diagonales de la composición del mural se entrecruzan para subrayar un movimiento incesante y convulso.
Entre 1936 y 1939 realizaría sus grandes murales de Guadalajara: el paraninfo de la Universidad, con el drama de un pueblo hambriento y deshecho por sus jefes (en los muros) y el ensayo de soluciones formales muy novedosas en la cúpula, donde las posibilidades y solicitaciones del hombre pensante se expresan en la cabeza de cinco rostros. La escalera del palacio de gobierno de Guadalajara muestra la célebre imagen de Hidalgo como el incendiario, el hombre de acción capaz de mover pueblos con su fe desmesurada, y el enlace entre la interpretación de un hecho histórico y la realidad actual en el "circo político" pintado en el muro lateral.
También de Guadalajara y precisamente de 1939 es la más ambiciosa de sus obras y la que se considera por lo general como su pieza maestra: la decoración de la capilla del Hospicio Cabañas. En ella lleva al máximo su estilo de pinceladas bastas y brutales, la seguridad de un dibujo maestro, su manera de contrastar claros y oscuros en una oposición como de grabado en madera, el tipo de composiciones dinámicas a base de exaltar los ejes diagonales, el gusto de los escorzos violentos y toda esa terribilitá barroca, profundamente dramática, que supo plasmar con tanta fuerza en sus obras; e incluso la presencia de lo irónico, lo mordaz y lo caricaturesco que sólo él tuvo el valor de llevar con tal descaro a la monumentalidad de los muros. Allí, en el Hospicio Cabañas, desarrolla también con más amplitud que en otras partes el tipo de temática histórico-filosófica, de reflexión sobre la historia y la realidad del hombre mexicano y del hombre universal a que era afecto.
Su visión del mundo prehispánico como un mundo que nos constituye, pero que nos es íntimamente ajeno, que no deja de ser un mundo monstruoso para nuestros ojos; su idea de la Conquista (su idea de la realidad mestiza de la cultura mexicana) como un enfrentamiento de la técnica brutal (el caballo de hierro de la Conquista) contra un mundo desnudo, incapaz de resistirse; la colonia como la religiosidad seca y feroz y la caridad grandiosa de los misioneros; nuestra cultura como un hacinamiento de residuos (el mundo clásico, el cristianismo, las religiones prehispánicas) que no acaba de tomar una forma precisa; y, en fin, su interpretación del hombre como ese desamparado, auténticamente dejado de la mano de Dios (plasmado en esos grandiosos trazos terribles), cuya única posibilidad de salvación y de trascendencia se muestra en una especie de indefinible sacrificio representado por el fuego feroz y violento que aparece en toda la obra orozquiana.
En el año 1940 se encargaría a Orozco la decoración de la Biblioteca Gabino Ortiz, de Jiquilpan, que resolvió a base de grandes tableros casi monocromos, donde sobre el muro blanco se. aplican pinceladas de color oscuro, como dibujos monumentales; sólo el muro del fondo y unos tableros a la entrada tienen pleno color. En los dibujos monumentales, escenas de la tragedia del campo en época porfirista y de la lucha revolucionaria; al lado de esa "crónica", el gran arco apuntado del fondo acoge un tema simbólico, especie de alegoría de México, donde lo solemne, lo trágico y lo grotesco se dan la mano en extraño contubernio: dos grandes tigres, pintados con una especie de rabia feroz, son las figuras dominantes.
Después pintaría los frescos del recién construido palacio de la Suprema Corte de Justicia, que se construyera en el espacio de la antigua plaza del Volador. La iconoclasia de Orozco, su sentido crítico demoledor y su ironía expresada en formas que lindan con lo caricaturesco encuentran acomodo en largos paneles apaisados, mientras el gran espacio casi cuadrado que está sobre la escalera adquiere una monumentalidad y solemnidad mucho mayor: ahí, dominados por una inmensa bandera roja, los hombres en lucha incesante entre sí y por sus derechos, parecen ansiar la presencia de una justicia que se hace ojo de hormiga.
El mismo año 1940 había realizado Orozco para el Museo de Arte Moderno de Nueva York una obra extraordinaria (en los dos sentidos de la palabra: por su alta calidad y por lo que tiene de fuera de lo común en su obra y en la de otros). Dive bomber es una serie de seis tableros móviles, capaces de ser combinados en diversas posiciones, donde predominan las formas abstractas, formas mecánicas que de algún modo recuerdan aparatos mecánicos, instrumentos de guerra, aviones, cadenas, y donde la figura humana (caso raro éste en la pintura de Orozco) casi no está presente.
En cierto sentido más tradicional, pero sin duda una de sus obras cumbres -aunque la crítica, en general, tiende a ignorarla- es la decoración al fresco de la antigua iglesia de Jesús en la Ciudad de México, construcción del siglo XVII anexa al antiguo hospital de la Concepción o de Jesús, el primero de este lado del Atlántico. Para ello, Orozco escogió un tema que se prestaba a su temperamento como quizá ninguno otro: el Apocalipsis.
Frente a un texto tan lleno de sugerencias, tan intemporal por las implicaciones que encierra, tan hermético en su simbolismo, Orozco se movió a sus anchas. Allí está la Bestia Bermeja, allí los cuatro jinetes, allí el demonio, primero atado y luego liberado..., pero todo con una implicación actual, que vuelve a ponernos frente a los temas caros del pintor: el hombre deshumanizado, víctima de su propia civilización, de su propio hermano, doblado bajo las cadenas del maquinismo, atónito en un mundo del que forma parte, pero del que no participa el condenado, el perdedor por definición; y el otro mundo, el suprahumano, que se muestra sólo como la otra cara del humano. Sin héroes que entronizar (por más que Orozco haya tenido siempre una manera muy personal y atípica de hacerlo), sin necesidad de respetar una historia concreta (aunque Orozco lo haya hecho muy a medias), allí se mueve con una libertad formal absoluta y a sus anchas; las formas abstractas geometrizantes por las que Orozco había mostrado ya cierta afición y las tomadas aunque con mucha libertad de la naturaleza, se encuentran representadas allí en tenso maridaje.
Pintura para ser vista y no contada, porque nunca se acerca siquiera al simbolismo explícito, como señalaría Orozco en uno de sus textos de esa época.
El pintor se encontró en 1947 ante la necesidad de ceñirse -siempre con las salvedades suyas- a un tema cívico cuando le fue encargada la decoración del muro curvo del teatro al aire libre de la nueva Escuela Normal. Resolvió el problema utilizando con mucho sentido formas cuasi geométricas, que interfieren con la alegoría que le había sido propuesta. Sitios nuevos, formas nuevas, materiales nuevos.
Ninguno otro de los pintores salió mejor librado de su enfrentamiento con el mural al aire libre.
Por aquellos años, Orozco se mueve en una clara ambivalencia. En la propia Escuela Normal pinta, simultáneamente, un par de tableros, en donde no se aleja del tipo de soluciones formales que había hecho suyas siete u ocho anos antes. Y todavía sin terminar dicha obra, en 1948 iniciaba en aquella forma, aunque siempre renovada por su genio; la gran cabeza de Benito Juárez, para el castillo de Chapultepec, sobre el cadáver tragicómico de Maximiliano, que cargan los culpables de la Intervención.
La misma ambigüedad está presente en su muy numerosa y espléndida obra de caballete de sus últimos diez años de vida. De 1942 y 1943 son una Crucifixión enormemente dramática y otros cuadros de tema religioso, con extrañas y complejas significaciones: Cristo destruyendo su cruz (asunto que había tratado ya dos veces monumentalmente, aunque con sentido diverso) y un cuadro espléndido de San Esteban. Después, como miembro fundador del Colegio Nacional desde 1943, expuso anualmente en la sede de la institución, sustituyendo así la obligación legal de dictar una serie de conferencias, pues, según él había expresado: "Lo que tengo que decir, lo digo pintando". Espléndido dibujante y grabador de primer orden, combina esas técnicas. con el óleo en obras a veces muy distintamente fundamentadas. Retratos (entre los que destacan uno de sí mismo –1946- y otro del arzobispo de México, Luis María Martínez –1944-), obras de crítica, escarnio de valores consagrados, expresiones del drama humano (Indio alanceado), reflexiones sobre el aquí y el allá (Muerte y resurrección, Paisaje metafísico). De todo ese conjunto sobresale la serie de Los teules (1947), reflexión profunda del hecho central de la Conquista -central por sí mismo, central porque toda lucubración sobre la realidad del mexicano parte de ahí, y central hacía ya tiempo en la obra de Orozco- y en donde se maneja con un desparpajo formal inaudito, ya aceptando su propia "escuela", ya haciendo incursiones por soluciones formales completamente novedosas.
Orozco dejaría dos obras inconclusas: la decoración del nuevo edificio del Conservatorio Nacional y apenas los primeros trazos de una obra que se le había encomendado para el edificio multifamiliar Alemán. Su trabajo no había dado señales de fatiga (con excepción quizá de la decoración de la Cámara de Diputados de Guadalajara, donde el "civilismo" del tema -la legislación revolucionaria mexicana- se impuso a su talento, que sólo pudo brillar en detalles aislados) cuando murió, en 1949.
Diego Rivera.
Como Orozco, pero en mayor grado, Diego Rivera había realizado lo mejor y más importante de su obra antes de 1940. Las personalidades y la obra de ambos son muy diferentes, aun contradictorias en más de un sentido. Cuando en 1922 los dos se lanzan, animadas por Vasconcelos, a la gran aventura mural, sus antecedentes distan mucho de ser los mismos. Orozco se había formado, por así decirlo, a salto de mata: vocación tardía en definirse, cortos estudios (aunque, eso sí, de la mayor seriedad) en la Academia de San Carlos, entusiasmo por el animoso canto de sirena del doctor Atl, trabajo como caricaturista..., apenas en 1917 había hecho un viaje a San Francisco y Nueva York. Diego Rivera fue el caso contrario: vocación precoz, formación muy cuidada y gradual (después de aprovechar lo que podía ofrecerle San Carlos, beca en España; luego, en París, el contacto con la vanguardia, relación con las grandes figuras artísticas e intelectuales del momento). Traía, de regreso al país, un bagaje de conocimientos mucho más ordenado y las ideas bastante más claras -lo que no quiere decir necesariamente mejores-; está en el punto de inflexión preciso, en el cual puede poner a un lado todo lo aprendido, hasta el cubismo, para, sobre ello, "inventar su forma personal de hacer arte, recurriendo siempre, en la medida que lo sienta necesario, a aquel equipaje de maravillas. "Orozco es el barroco y Diego Rivera el clásico", ha dicho Justino Fernández, y la apreciación es acertada, siempre que aceptemos que el carácter dionisíaco del primero y el apolineo del segundo no se dan en estado “puro”.
El temperamento más metódico, aunque de ninguna manera falto de imaginación, de Diego Rivera y su propia actitud ante el mundo político y ante la realidad histórica y presente de México, le permitieron trabajar mucho más cerca de los postulados del Manifiesto de 1922. Si para Orozco aquellas ideas fueron un soberbio pretexto (óptimo, si se quiere, y venido en el momento justo, pero quizá no mucho más que eso), en Rivera fueron realmente la base teórica de su quehacer. Ya en esa obra magnifica que es la decoración de la Secretaría de Educación (1923 - 1928) pudo dar amplitud a la teoría: sus frescos ahí son una especie de crónica intencionada que pretende -y lo consigue- dar cuenta de la realidad humana del país, al mismo tiempo que aleccionadora del debe ser y señaladora de los "errores históricos". La vida entera de México está ahí soberbiamente plasmada, en un presente que se estira hacia atrás, en el tiempo, lo suficiente para conseguir la coherencia didáctica necesaria: la realidad física, del mar al altiplano, en la escalera; en los paneles de la planta baja, el campo, el trabajo de la tierra, las minas, los ingenios de azúcar, la metalurgia, pero también la injusticia de una situación en vías de cambiar y la esperanza sincera en el cambio que se avecinaba ("belleza que sugiera la lucha e impulse a ella"); más adelante, las fiestas, el ritual de las ceremonias campesinas, las fiestas mixtas de los alrededores de la Ciudad de México (Santa Anita), que le da ocasión para hacer retratos intencionados de personas connotadas del momento. En el tercer piso, dos corridos de la Revolución, socialistas e idealistas, resultan más incendiarios con la ilustración que de ellos hace el pintor, en crítica a veces despiadada de situaciones y personas. En esos años tempranos del muralismo ya Rivera había madurado su propio estilo y lo manejaba con incuestionable maestría; Su preciso dibujo geometrizante y al mismo tiempo mórbido; su rica coloración, a base de pequeñas pinceladas; ese manejo de las superficies de cuadros o tableros que se mueven en planos muy cercanos entre sí, prácticamente respetando su bidimensionalidad; la cualidad rítmica de sus obras, lograda por una cuidadosa geometría que los sustenta, basada en ejes ortogonales, que le permite alcanzar una dimensión casi musical (en Trapiche, por ejemplo), y el contenido dramatismo, solemne y grandioso, de, verbigracia, La muerte del peón. Sus cualidades de retratista fino y agudo, y la ternura de sus personajes niños, y el juego de blancos de las muchedumbres campesinas.
Rivera había interrumpido su largo trabajo de la Secretaría de Educación para atender a otro ambicioso proyecto entre 1926 y 1927: la decoración de la ex capilla de la hacienda de Chapingo, nueva sede de la Escuela de Agricultura. El resultado fue otra obra maestra, quizá la que más merecida fama dio al pintor. Realizadas en el mismo momento de temprana madurez, las obras de la Secretaría de Educación y de Chapingo son, de hecho, muy diferentes. En la primera domina un desarrollo lineal, que va discurriendo pausadamente, entregando esa crónica de lo concreto -sólo muy sutilmente elevado a un plano simbólico- que precisa ser leído según el mismo ritmo que el artista ha impuesto. En la segunda se trata de una idea unitaria, destinada a ser aprehendida de una sola vez, donde los detalles enriquecen la visión de conjunto, pero cuya lectura no se exige para la impresión del todo; es claro que en tales condiciones -propiciadas, es obvio, por las características arquitectónicas, pero íntegramente aprovechadas por el pintor- se imponían temas más ampliamente simbólicos.
Rivera realizó, así, una gran alegoría de la vida natural en paralelo con la vida humana que en ella se desenvuelve, en constante comercio, en una especie de cumplimiento de una armonía universal; lo referido a realidades concretas ocupa espacio menor, y aun en ese caso se remite al simbolismo general. El desnudo, tan abundante en Chapingo, da ya ese tono de universalidad, de esencialidad que ha buscado y conseguido Rivera. Un gran desnudo, de formas eminentemente clásicas, pero no por ello menos modernas, representa la tierra dormida, virgen; la misma tierra, ahora madre, ocupa, con otros símbolos que se refieren a las modernas actividades de explotación, el testero de la capilla; magníficos desnudos masculinos de cuerpos indios y mestizos llenan la bóveda dividida en lunetos (y son una especie de respuesta moderna y local a los desnudos de la Capilla Sixtina), mientras sobre el único lado de la capilla que tiene ventanas, a contraluz, se encuentran hermosos desnudos femeninos cuyas formas se entremezclan con formas vegetales. Al otro lado, los temas se concretan más específicamente en la realidad mexicana del momento: entre ellos sobresale por su símbolo sencillo y eficaz, por la calidad del color -usado también simbólicamente- y por la plenitud de las formas sintéticas, el que representa a Zapata y a Montaño amortajados en sarapes e inhumados en una tierra que fructifica por ellos y cuyas milpas se alimentan de sus propios cuerpos.
Rivera seguiría dando todavía muestras de su genio en otras obras. De 1930 es la decoración, rica en imaginación y de altísima calidad, que llevó a cabo en la galería abierta del palacio de Cortés -quizá la mejor obra civil del siglo XVI que conserva México- en Cuernavaca; allí entra por primera vez en el tema propiamente histórico, al representar el mundo de la Conquista y la Colonia; se hacen presentes sus cualidades de meticuloso investigador para lograr la verosimilitud de la obra y, sobre todo, se advierte su interpretación histórica maniquea y didáctica, en la que insistiría después sobradamente. No cabe duda que ese tipo de interpretación era la que requería un arte como el que había propuesto el Manifiesto y que Rivera se empeñaba en plasmar: arte público, para todos, de fácil lectura y con un sentido didáctico. Los conquistadores son malos: tienen caras torvas; los indios son buenos: tienen caras angelicales en su sufrimiento. Y haciendo contrapunto la magnífica figura de Zapata, que en su sintetismo parece inspirada en grabados de Posada.
En 1926 había iniciado Rivera el gran fresco de la escalera del Palacio Nacional, obra que no pudo concluir hasta 1935. Con ella se cierra realmente el ciclo de sus obras mayores. Allí, en un abigarramiento monstruoso, desfila la historia entera del país, dominada por el símbolo nacional (águila y serpiente), inspirado en formas prehispánicas. En la parte baja, la lucha de la Conquista con abigarradas formas que, sin embargo, en su estatismo y en su definición lineal, no dejan de recordar a Uccello. En la parte superior, hasta culminar con los tres medios puntos de la bóveda, un horizonte de rostros y personas, calificados de buenos o malos según el pintor y su actuación histórica. En los paños laterales, una visión del mundo prehispánico y otra "del mundo de hoy y del mañana", que promete el futuro pensado por Marx, y que no dejó, como era de esperar, de suscitar protestas y polémicas.
A partir de ese momento la obra de Rivera parece declinar algo. No volvió a producir frescos de tanto aliento y de tanta valentía desde el punto de vista formal. Un didactismo cada vez más fácil se fue imponiendo, junto con un pintoresquismo arqueológico y etnográfico, que restó fuerza a su anterior voluntad creadora. Al mismo tiempo, Rivera hizo no pocas veces academia de sí mismo y repitió sus gallardas formas, aunque, claro está, sin el entusiasmo de sus demás obras. En el color exacerbó también la viveza, perdió aquellas entonaciones claras. Todo lo cual no impide que siempre, prácticamente en cualquier obra suya, se haga presente en algún detalle la mano del maestro y brillen, aunque sea por poco, sus mejores cualidades. De 1943 es el mural para el Instituto de Cardiología, con el tema de la historia de la medicina, que se convierte en una galería de retratos sin el vigor de los de palacio; después repetiría el mismo tipo de obra detallista y un tanto fría en el Hospital de la Raza, esta vez inclinado a la cuidadosa arqueología (1954). No merecen juicio mucho mejor sus obras murales en el exterior del Teatro Insurgentes (1953) ni el transportable con el tema Pesadilla de guerra, sueño de paz (1954). En cambio, sin alcanzar a sus obras anteriores, resulta mucho más vivo el tablero Sueño de una tarde dominical en la Alameda, que pintó entre 1947 y 1948 para el Hotel del Prado, porque rescató algo de aquella imaginación alerta y pudo comunicar una amorosa ternura a sus personajes.
Dos de sus ensayos últimos adquieren una significación particular y hablan de lo que pudo haber sido una renovación formal de Diego Rivera: los mosaicos en relieve, realizados con piedras naturales, que hizo en 1951 y 1952 para la "caja de agua" del acueducto del Lerma y para el estadio de la Ciudad Universitaria. De cualquier manera, Rivera terminó siendo sólo la sombra de lo que había sido en sus mejores años, y esto es válido tanto para sus obras murales como para sus cuadros de caballete: sus amanerados retratos de los últimos años y sus paisajes moscovitas de entonces están muy lejos de la magnífica obra de caballete de los años veinte y treinta, como la Molendera, de 1924, la Bailarina en reposo, de 1939, o incluso el retrato de Lupe Marín (1938).
Siqueiros.
David Alfaro Siqueiros, el tercero de los llamados "tres grandes" del muralismo mexicano, desarrolló su obra en tiempos que no coinciden con los de sus anteriores compañeros. Orozco y Rivera, como se ha dicho, habían realizado la mayor parte de sus más importantes obras antes de 1940; Siqueiros, aunque participó en el movimiento artístico desde sus antecedentes, como la huelga de la Academia en 1911, y estuvo presente en 1922 como redactor principal del Manifiesto del Sindicato de Pintores y Escultores (“Siqueiros redactó, y nosotros aprobamos y firmamos...”, diría Orozco después) y como autor de unos frescos inconclusos en la escalera de la Escuela Preparatoria de San Ildefonso, en 1940 tenía una muy parca producción mural. Pero sí contaba ya en su haber con una importante obra de caballete, gran parte de ella del año 1930, cuando estuvo judicialmente arraigado en Taxco: de entonces son su Madre obrera y su Madre proletaria, magníficas en su monumentalidad y su sintetismo formal, capaz de llegar a un fuerte sentido dramático; en 1939 una exposición en la Ciudad de México reunía otros cuadros de primer orden, como El sollozo, Maria Asúnsolo niña y un célebre autorretrato.
Pero en el terreno mural sólo había trabajado una serie de ensayos frustrados y destruidos (por su deficiente técnica) en San Francisco, y el conjunto de Proceso del fascismo para el nuevo edificio del Sindicato de Electricistas (1939), donde inicia prácticamente su preocupación por formas que nieguen la rigidez del muro que las sustenta, ya sea a base de perspectivas engañosas, ya modificando físicamente ese espacio. Mejor campo para tal tipo de ensayos encontró, en 1941, en Chillán (Chile), donde con el tema de Muerte al invasor realizó un gran mural por encargo del gobierno mexicano; allí se advierte ya ese barroquismo formal del que daría buenas muestras, las complejas alegorías y la fuerza de formas plenas y rotundas. En 1946 inició un interesantísimo ensayo en la escalera de la antigua aduana de Santo Domingo, edificio del siglo XVIII, en la Ciudad de México, que, sin embargo, nunca vio su fin, como tampoco lo vio el que iniciara en San Miguel de Allende en 1949.
Cuatro años antes había pintado, con el tema Nueva democracia, una decoración poco feliz en el Palacio de Bellas Artes, donde al menos se salvan los tableros de Víctimas del fascismo. Después, en 1951, completaría su trabajo en ese lugar con la obra Cuauhtémoc redivivo, algo obvio en su sentido y en su realización, pero no exento de fuerza. Dos trabajos emparentados por el tipo de soluciones empleadas, aunque mucho más desarrollado el segundo, son los dos murales del Instituto Politécnico Nacional y del Hospital de la Raza, realizados entre 1952 y 1953. En la Ciudad Universitaria pinta en el edificio de la rectoría, al exterior, dos pobres murales en relieve recubierto de mosaico de vidrio, y un tercero, inconcluso, sin recubrimiento y hoy prácticamente desaparecido.
En el alcázar de Chapultepec pinta un mural sobre el porfirismo y la Revolución, impropio para una sala de museo, pero grandioso en sí mismo, donde una estudiada perspectiva consigue envolver al espectador en un ambiente extraño e irracional, sin que por ello desmerezca el sintetismo de formas potentes. Esa especie de borrachera formal le hace pintar su última gran obra, la cual le llevó muchos años de preparación: el Poliforum Siqueiros del Hotel de México, que combina, en un espacio absurdamente complicado y construido ex profeso, pintura exterior y pintura interior, aplicación de otros materiales, perspectivas desquiciantes. El resultado es una especie de síntesis megalómana de las teorías del pintor por lo que se refiere a la representación espacial, en lo que él consideraba la "tercera etapa" del muralismo mexicano (sólo representada por él mismo); como tal muralismo era la única forma de "verdad" artística, en términos absolutos, puede entenderse, con toda lógica, que su Poliforum representaba el último y superior momento del arte.
Si no es así, la obra tampoco resulta tan fallida como se la ha querido calificar: representa un momento determinado (y ciertamente un poco desquiciado) del arte muralista mexicano, sobrevivido a sí mismo y quizá mantenido a flote sólo en este caso por la fe y los recursos del propio David Alfaro Siqueiros.
Ortodoxos y heterodoxos de la escuela.
Si la atención se concentro pronto sobre Orozco, Rivera y Siqueiros por la fuerza de sus personalidades, por la calidad intrínseca de sus obras y aun porque, más que las de otros, reunían condiciones para ser aceptadas, es necesario no olvidar que no sólo el muralismo, sino toda la escuela nacionalista tuvo, en el momento de sus inicios, un gran número de seguidores y no pocos con buen acopio de cualidades. Unos abandonaran pronto la empresa mural, como Roberto Montenegro, después de sus pinturas en la ex iglesia de San Pedro y San Pablo; otros no llegaron a mantener la calidad de las obras que les dieron renombre, como es el caso de Francisco Goitia, cuyo cuadro Tata Jesucristo (1927) bastó, en su intenso dramatismo, en su misterio, en su simplicidad monumental, para dar a su autor la fama merecida que por él logró y que no pudo refrendar en otras obras, buenas quizá pero nunca próximas siquiera a aquélla.
Amado de la Cueva y Fernando Leal, aunque participaron en las primeras empresas, fueron desde un principio artistas con pocos recursos para desarrollar un estilo propio. Mucho más personal, más independiente, sería Manuel Rodríguez Lozano, rebelde aun por su ideología al grupo de los consagrados "Tres". Rodríguez Lozano realizó algunos murales en la Penitenciaría y en el antiguo palacio de los condes de Miravalle donde con formas muy simplificadas, con figuras alargadas en extremo, consigue un callado y concentrado dramatismo. Más ricos quizás en sus resonancias interiores son sus cuadros de caballete, evocadores de un indefinible mundo doloroso, donde las despedidas, los duelos, los adioses, las esperas, crean una atmósfera enigmática y cálida a un tiempo.
Todavía hay otro grupo de pintores, mas jóvenes, que sólo tangencialmente participan de las características que -aunque difusamente- pueden considerarse de la "escuela mexicana". Entre ellos hay que contar a Julio Castellanos (1905 - 1947), cuyo indefinido e indefinible sentido poético, ternura e imaginación fresca y ágil, proclive a lo fantástico, le dan un lugar ciertamente particular y destacado.
Esa misma vena fantástica reaparece en Agustín Lazo, de alguna manera en Alfonso Michel (aunque aquí sometida a una sabia estructura compositiva y colorística), en la simplicidad casi infantil de Antonio Ruiz, en la límpida inmediatez de María Izquierdo, en las búsquedas de Carlos Orozco Romero y, sobre todo -con un sentido simbólico muy explícito-, en Frida Kahlo. Esposa de Diego Rivera, semibaldada desde la adolescencia, Frida es pintora autodidacta y espontánea; expresa sus dolores, sus angustias, sus ensueños y sus alegrías a través de esa pintura directa y fresca, unas veces estremecedora en su fealdad, otras, de un encanto indudable; surrealismo sin Breton y sin manifiestos de ninguna clase, la obra de Frida Kahlo es uno de los balbuceos más directos y más profundos en el mundo que está al otro lado de la conciencia.
Juan O'Gorman, arquitecto de formación, destaca su personalidad entre los epígonos más o menos opacos que atraerá la estela de los grandes muralistas. Cuando entra en contacto con ellos, O'Gorman tiene ya camino andado en un arte refinado y prolijo, de paisajes amorosamente trabajados, de retratos donde lo fantástico se cuela por la puerta falsa; ya en el muralismo realiza una obra llena de encanto, emoción e imaginación en el viejo aeropuerto de la Ciudad de México (1937), y otra, sabrosa como un retablo, en la Biblioteca Gertrudis Bocanegra, de Pátzcuaro (1942); a pesar de que otros trabajos murales desmerecen de las posibilidades de su autor, mantiene su calidad en paisajes y retratos (entre ellos el magnífico y fantástico autorretrato de 1950), y después sorprende con la discutida pero personalísima y muy interesante decoración del edificio de la biblioteca de la Ciudad Universitaria, a base de inmensos mosaicos realizados en piedras de colores naturales: conjunto abigarrado, cúmulo de ideas procedentes de fuentes diversas, resuelto con imaginación y no ajeno a un sentido amablemente irónico.
Triunfo y caída. Los epígonos.
Hacia 1940 la pintura mural, la pintura de “escuela mexicana”, esta en su cenit. Pero justamente entonces empiezan a advertirse signos de descomposición, que se harán patentes más tarde. Orozco y Rivera han cumplido ya buena parte de su mejor obra, y estos dos y Siqueiros han sido invitados a realizar obras murales fuera del país, lo que es de alguna manera sintomático. Dentro, casi la totalidad de los encargos monumentales ha corrido por cuenta del gobierno, lo que no deja de tener su significación.
Cuando el ministro de Educación, José Vasconcelos, llamó a los pintores a decorar los muros públicos, su intención fue la de darles la oportunidad, tanto tiempo acariciada, de realizar un gran arte nacional; y el éxito con que lo lograron está a la vista. Cuando Lombardo Toledano, como director de la Escuela Preparatoria, los apoya irrestrictamente, lo hace porque cree en el valor de su arte y en su eficacia revolucionaria. Cuando, en cambio, veinte o treinta años después los gobiernos, inclinados a la derecha, siguen haciendo encargos a los pintores, la situación es diferente: ahora se hace porque se considera prestigioso que esos artistas decoren los edificios públicos (lo que implica la aceptación tan grande que su obra había tenido) y porque en esa pintura cívica, tan heterodoxa como en ocasiones llegó a ser, se veía, en última instancia, un medio de propaganda, un lazo más en el fortalecimiento de la nacionalidad.
Las obras de caballete de los grandes artistas, si no han ido a parar a museos o colecciones extranjeros, han sido compradas. por la nueva burguesía mexicana, formada al calor de los regímenes revolucionarios, por gente del mundo oficial o que con él está en continua relación y trato. No fue pequeño mérito de los artistas abrir ese mercado interno, antes infinitamente pobre y desconfiado de todo lo que no viniera de Europa; aquella nueva burguesía se sintió orgullosa del arte mexicano por primera vez desde hacia más de cien años y disfrutó de una pintura que por sus cualidades resultaba, en general, de comprensión fácil y substanciosa.
El muralismo había sido aceptado fuera de México y aun ejerció una influencia importante en el arte de América del Sur.
La crítica, que en un primer momento había reaccionado con reticencia, se entregaba ya sin reserva a cantar las justas alabanzas. Los ataques de una postura artísticamente conservadora, que señalaba con malicia a los pintores como "pintamonas", se había ya acallado hacia 1940. La acusación de estar pagada por intereses extranjeros (debida al indigenismo de algunos pintores, especialmente de Rivera) tampoco tenía ya peso. Incluso se había formado toda una crítica específica que en cierto sentido descubriría a ojos de los mexicanos la maravilla de ese arte nuevo, y en la que sobresalieron Justino Fernández y Luis Cardosa y Aragón.
Todo, en fin, contribuía al éxito de la pintura mexicana. Y este gran éxito, en cierta manera, comprometía su futuro. En efecto, si las personalidades mayores estaban a salvo (pues la "decadencia" de Diego Rivera depende quizá de otros factores), no sucedía lo mismo con quienes venían después. Quedaron congelados y más o menos olvidados los pintores que no se apegaban a la escuela, e incluso corrieron similar suerte importantes pintores extranjeros que por entonces se encontraban en México. Y se fue formando una generación de epígonos, de pintores menores que no tenían la más mínima intención de arruinar un mercado que se les ponía en las manos ni la seguridad en su talento para iniciar nuevos rumbos. Si la Revolución, las alegorías elementales, la arqueología, el folklore, la miseria de los menesterosos habían sido los temas de éxito, no había por qué buscar otros temas. Si un realismo simplificado en formas más o menos sintéticas había sido tan alabado, no había por qué intentar otras formas.
Así, la pintura mexicana entre 1940 y 1950 -y aun después-, en lugar de renovarse temática y formalmente, se aferró a las recetas probadas, que por cierto siguieron mostrándose exitosas.
Surgió así gran cantidad de artistas, a quienes en estricto sentido se podría llamar epígonos, que convirtieron la escuela mexicana en una nueva academia, con principios establecidos y básicamente inalterables ("no hay más ruta que la nuestra", diría Siqueiros). Lo triste es que en algunos de esos pintores de segunda fila podía, en sus primeras obras, advertirse talento y capacidad, pero prefirieron apoltronarse y aceptar las circunstancias, conformándose con poder imprimir a sus obras algún rasgo distintivo para ser reconocidos pronto y bien. Personalmente algunos consiguieron el éxito deseado y formaron "frentes" de defensa del arte nacional; no pocas veces demostraron su amor por los humildes, se proclamaron antiimperialistas y lograron para plasmar su arte los muros de los edificios públicos y una buena clientela de particulares. Las cualidades de unos y otros no son las mismas, pero en el curso de esta breve reseña del arte mexicano contemporáneo quizá no tenga cabida ocuparse de ellas.
Reconociendo lo abusivo que pueda resultar no distinguir las diversas personalidades, nos conformamos con anotar que todos cumplen el mismo papel en la historia del arte mexicano: han sido, muy a su pesar, los que acogotaron la pintura mural. Entre ellos pueden citarse a Jesús Guerrero Galván, no exento de una ternura y un hálito de misterio; Raúl Anguiano, Jorge González Camarena (premio nacional de artes), Alfredo Zalce, Pablo O’Higgins, José Chávez Morado (también premio nacional), Fernando Castro Pacheco, Guillermo Meza, Fanny Rabel y otros.
La insurgencia.
Durante la década de los años cincuenta la situación del arte en México ofrecía un panorama poco alentador. Orozco había muerto; Diego Rivera vivía aún pero repitiéndose incansablemente, cada vez con mayor vacuidad, y vivía y hablaba Siqueiros, tonante contra cualquier interferencia en la "escuela mexicana", que él estaba dispuesto a conservar en estado puro. Los epígonos habían conseguido una posición bonancible y defendían pro domo sua el patronazgo oficial.
Los ministros hacían retratar a sus señoras en traje de tehuanas y compraban cuadros donde indefectiblemente aparecieran zapatistas ensombrerados, soldaderas con cananas cruzadas sobre el pecho, trajes regionales. Para las instancias oficiales no había más arte que aquél, y en México muy poco se mueve sin el apoyo de esas instancias.
Los jóvenes que en esos años se iniciaban en la pintura y que estaban animados de un impulso creador genuino advertían una atmósfera cada vez más irrespirable. Se sentían aislados, separados del mundo, ignorantes realmente de lo que pasaba en el ambiente artístico de otros países. "Como México no hay dos", se decía para señalar la satisfacción del país y su cultura. José Luis Cuevas hablaría después de la existencia de una "cortina de nopal" que separaba a México del mundo civilizado. En su búsqueda desesperada encontraron algunos puntos de apoyo.
Calladamente, con no mucho éxito, pero con un modesto reconocimiento, trabajaba en México el pintor Carlos Mérida, que nunca había aceptado los dictados de la "escuela". El había preferido una expresión lírica abstracta y después se había inclinado hacia un esquematismo geometrizante, de gran limpidez y perfección, que recrea esquemas eternos. Y hacia Mérida se volvieron los jóvenes de aquellos años, como se volvieron hacia la obra de Paalen, el surrealista que pasó aquí los últimos años de su vida, y a un pintor más joven, pero ya entonces maduro, dueño de una maestría para plasmar la serenidad de lo definitivo en formas abstractas, de planos que se sobreponen: Günther Gerzso.
Tamayo.
Más que ellos atraía la atención y se convertiría en el gran hombre a seguir en la insurgencia contra la "escuela" el pintor Rufino Tamayo, que por esos años volvía al país, aureolado de un gran reconocimiento internacional. Tamayo, más joven que los iniciadores del muralismo, se formó primero junto a ellos y había dado muestras de calidades superiores en un mural de 1930 (El pueblo contra los tiranos) en el antiguo palacio de la Moneda; ya más lejano a los paradigmas, más libre en sus soluciones formales, con un vago gusto geometrizante y a la vez una morbidez atractiva es su fresco La música, de 1933, en el palacio del mayorazgo de Guerrero, entonces Conservatorio Nacional.
Inconforme con la pintura que se iba imponiendo en México, que al decir del pintor sólo era mexicana superficialmente y caía, por tanto, en el pintoresquismo, Tamayo abandona el país en la década de los años treinta y se instala en Nueva York a probar fortuna. Su preocupación es, podría decirse, investigar sobre las esencias de la pintura, eliminando todo lo que pueda haber de retórico o literario en ella. En algunos de sus cuadros de entonces, como Niña bonita (1937), se inspira en la simplicidad de una fotografía popular, de las llamadas "de cubeta", y a fuerza de exprimir lo superfino alcanza formas definitivas, fuertemente estructuradas; su paleta era entonces bastante dura, moviéndose en tonos cálidos y secos, pero de una precisión sorprendente.
Al iniciarse la década de los años cuarenta, Tamayo es ya dueño de un estilo producto de su personal investigación, aunque no ajeno a las experiencias de la vanguardia francesa. Lo que destaca en él es ese amor decidido por la forma, esa capacidad maestra de definir en el cuadro ciertas formas con un sentido de absoluto. De entonces es la serie de "perros" (uno de ellos en el Museo de Arte Moderno de Nueva York), en donde a la redondez formal se agrega un toque de ironía, de amabilidad, también muy característico del artista. Para finales de los años cuarenta se puede decir que Tamayo es un maestro consumado, al mismo tiempo que su obra recibe una aceptación sin límite en el mercado internacional: de entonces son Músicos cantores, Mujer en la noche, El grito, y sobre todo esa obra maestra incomparable que es Músicas dormidas (en el Museo de Arte Moderno de México, precisamente del año 1950).
Después de su vuelta, entre 1952 y 1953, Tamayo realizaría dos grandes murales sobre bastidor en el Palacio de Bellas Artes: Nacimiento de la nacionalidad y México de hoy, dignos del lugar que ocupan y de ese espléndido momento del artista. Su maestría en el uso del color -quizá su cualidad más alabada- ha llegado ya ahí al máximo en el manejo de lilas, amarillos, rosas, azules, atemperados siempre por los sienas y grises. Es pasmosa la facilidad con que se mueve en el espacio del cuadro, y así sus formas geometrizantes, pero siempre amables, se muestran esplendentes.
De entonces acá la pintura de Tamayo ha variado, pero siempre conservando las cualidades intrínsecas que la han hecho famosa, incluso cuando se hizo más geométrica o cuando llegó a ser completamente abstracta. Su obra de caballete sigue siendo un venero inagotable; en cambio, en las obras monumentales no parece haber ido más lejos de lo ya logrado en el Palacio de Bellas Artes, incluso en el magnifico mural del Museo Nacional de Antropología, que, siendo quizás uno de los mejores de ese tipo, no aporta verdaderas novedades.
Los caudillos.
Mérida y Tamayo tuvieron principalmente para los jóvenes de los años cincuenta un valor de ejemplaridad. Sin embargo, aun con ser seguidos -sobre todo el segundo- y copiados por pintores poco diestros e imaginativos, su obra, moderna y pálida en ese momento como continúa siéndolo ahora, no ofrecía salidas muy viables a la pintura joven de entonces. Otras eran las inquietudes que se agitaban en el exterior y en México. Lo que no quita el gran valor que tuvieron como pilares y puntos de referencia, pues demostraron, el uno con el éxito rotundo y espectacular y el otro con su quehacer callado y sostenido, que en México no todo tenía que ser “escuela mexicana”, por más que ésta siguiera siendo casi la única forma de arte aceptada por las instancias oficiales.
Función parecida cumplieron tres pintores más cercanos en edad a los noveles, los cuales ya para la década de los cincuenta tenían una importante obra realizada. Tres pintores muy diferentes entre sí, pero que individualmente se habían podido sacudir el peso de la "escuela": Pedro Coronel, Juan Soriano y Günther Gerzso.
El caso de Pedro Coronel es el de un artista formado junto a los muralistas, admirador de ellos, pero al mismo tiempo consciente de la imposibilidad de seguir la rutina de su escuela y de que había otros mundos artísticos de los que no podía desentenderse. Así se lanza, en solitario, a la búsqueda de lo que podía y debía haber sido la consecuencia lógica de la pintura mexicana si no se hubiera estereotipado y no hubiese renunciado a toda renovación formal. Abandona las soluciones fáciles y demagógicas y encuentra un mundo rico, de formas sólidas, que incluyen el antecedente prehispánico y la experiencia mural. Su obra ha emprendido después diversos rumbos, pero reteniendo siempre esos valores que considera propios y mexicanos. Mientras Tamayo propone una escuela mexicana que se desentienda de los logros del muralismo, Coronel propone otra que recoja esa rica tradición: rara avis, su extraordinaria aventura ha permanecido solitaria.
Juan Soriano, rebelde desde los años de una juventud brillante y proclamado en los años cincuenta por Rivera mismo como el “joven pintor más talentoso”, con gran escándalo de los epígonos, recoge una vena particular de la tradición mexicana, rica y llena de posibilidades, pera echada a un lado por el éxito del muralismo: la vena de la pintura fantástica de Orozco Romero (su maestro), Agustín Lazo, Castellanos. A partir de ese punto de apoyo desarrolla un estilo ágil, de gran libertad e indudable riqueza colorística, donde la línea se maneja como un arabesco que discurre con seguridad sorprendente.
Gerzso, por su parte, se aleja de todo lo que México podía ofrecerle y va depurando un estilo en cierto sentido constructivista, del que consigue eliminar todo elemento superfino para quedarse sólo con un refinado juego de planos capaces, sin embargo, de hacer aflorar las vibraciones de una sensibilidad a flor de piel.
Instauración de la nueva pintura.
Es difícil ahora, y más en una circunstancia que ha cambiado, hacerse cargo de lo hermética que era la situación de las artes plásticas mexicanas en los años cincuenta. Cierto que a Tamayo se le invitaba a pintar -con gran escándalo- en el palacio de Bellas Artes, pero la tónica era que todo pintor que no siguiera la "escuela" se le considerara, en principio, traidor a la patria. Esto endureció, por así decirlo, a los jóvenes que buscaban otras salidas.
Se entabló una lucha que para ellos significaba la supervivencia.
Para tener una idea de lo que aquello fue, baste recordar que todavía muchos años después (en 1970) un grupo de artistas pidió públicamente que se "prohibiera atacar a la escuela mexicana", por lo que significaba de orgullo para el país. Esa lucha, que se llamó el "asalto al palacio de mármol de Bellas Artes", trajo diversas consecuencias. Los jóvenes se unieron “por” la batalla, mucho más que por afinidades en sus particulares preocupaciones poéticas (salvo la muy generalizada de estar contra la "escuela"). Al mismo tiempo, la situación hizo que repudiaran in toto los valores del muralismo. Con la excepción ya señalada de Pedro Coronel los jóvenes se sintieron totalmente faltos de una tradición, como surgidos de la nada en un medio hostil. La poca información que entonces (y justamente por el predominio de la “escuela”) había en México respecto a lo que en materia de arte pasaba en el exterior produjo también una serie de encuentros fortuitos, de coincidencias azarosas entre las preocupaciones personales de esos jóvenes y las manifestaciones de su talento, y aquello que buenamente podían pescar en el confuso mar del arte internacional y que llegaba en aislados reflejos.
Todo lo anterior provocó en México, en esa generación de pintores muchos de ellos muy dotados que en los años cincuenta tenían unos veinte años y ahora alrededor de los cuarenta, una situación curiosa. No se estructuró el panorama artístico en tendencias, grupos, afinidades poéticas, ni aparecieron rumbos definidos sobre los cuales algunos grupos de artistas pudieran trabajar. Se produjo una polarización, porque lo único que los unía era su defensa frente a la "escuela".
No parecía haber lugar para que se formaran grupos hermanados por el interés en determinadas líneas poéticas. Los poco débiles intentos se cancelaron sin mayor trascendencia: el grupo llamado de los "interioristas", que capitaneaba Arnold Belkin y que vagamente se apoyaba en el antecedente orozquiano, no produjo mayores consecuencias; el manifiesto de los "hartos" ("hartistas", hartos del arte), que propuso Matías Goeritz, fue suscrito por personas tan ajenas entre sí que jamás estuvo ni siquiera cerca de poder consolidar algún quehacer con valores en común. Y ese panorama es el que quince años después sigue privando.
En 1968 se formó una unión de artistas que deseaba exponer sin el patrocinio del Instituto de Bellas Artes y establecer relaciones con artistas de otros lugares: el Salón Independiente. La experiencia, que duró tres años, fue interesante en tanto que intentaba romper con una vieja y no siempre muy saludable tradición mexicana, es a saber, que nada existe sin el espaldarazo oficial. Curiosamente se llevó a cabo en un momento en que la batalla contra la "escuela" estaba ya ganada y en que el Instituto de Bellas Artes reconocía también como mexicana la pintura de los jóvenes y la incluía en exposiciones enviadas al extranjero y la compraba (siempre con cuentagotas) para sus colecciones; pero lo que importa destacar aquí es que, por interesante que la experiencia haya sido, reflejaba la situación de hecho que se daba en México: el Salón Independiente pudo reunir a no pocos de los más valiosos artistas de mediana edad, pero incluyó también a muchos de muy inferior categoría y, sobre todo, no fue capaz de mostrar líneas poéticas comunes y permaneció en una miscelánea más o menos confusa.
Aceptando, pues, que en la situación actual -y desde hace, digamos, veinte años- de la pintura en México no se distinguen fácilmente tendencias, puede hacerse un intento de agrupar a los pintores en ciertas ligas virtuales no explícitas y de las que quizá tal o cual de ellos renegaría. Y esto es válido si lo es para los fines de los años cincuenta como lo es ahora, exceptuando, desde luego, el hecho de que actualmente estén presentes algunos artistas que entonces todavía no pintaban y de que en los años recientes se ha hecho sentir entre nosotros el reflejo de las últimas tendencias mundiales, si bien -otra vez- generalmente en artistas aislados y no en grupos que, como tales, quieran hacer suya una investigación por determinada vía. Cuando se rompió el cerco mágico de la vieja "escuela" han sido no pocos los que se han aplicado, con más voluntad que fortuna, a seguir a galope tendido las últimas novedades que aparecen en las revistas internacionales; de ellos será de los que menos se hable aquí, porque resulta mucho mejor ocuparse de quienes, teniendo siempre ventanas abiertas al exterior y participando de lo que podríamos llamar el tiempo actual de las artes plásticas, han sido capaces de levantar los valores de su propio arte.
Podría distinguirse primero un grupo de artistas que quedarían incluidos en la abstracción lírica, ajena, sin embargo, al informalismo. Entre ellos estarían Lilia Carrillo, quizá quien mejor ha podido beneficiarse -aunque en forma muy personal- del arte de Tamayo; Fernando García Ponce, empeñado en recrear incansablemente las variaciones posibles de un cuadro único a partir de elementos mínimos que se combinan de manera constantemente novedosa; Ricardo Rocha, mucho más joven, que fía la suerte de sus obras a la calidad de las texturas, incluidas, no obstante, en esquemas cuidadosamente decorativos, y Roberto Donís.
Lo expresivo con sentido dramático, relacionado en algo con el expresionismo alemán y con viejos y magníficos antecedentes en la pintura española y mexicana, pero renovado en las formas y en el sentido, puede encontrarse en Alberto Gironella, cuya obra destruye y recrea simultáneamente la de los viejos maestros (Velázquez, Goya, El Greco); en José Luís Cuevas, extraordinario dibujante, que consigue expresar un torturado mundo interior y una insatisfecha y crítica visión de la realidad humana; en Francisco Corzas; en Rafael Coronel, o en Gilberto Acévez Navarro.
Servirse de la figuración con un sentido eminentemente lírico es lo que hacen algunos como Roger von Gunten o Brian Nissen, quienes consiguen, mediante diferentes modos, una frescura artística rebosante: en uno como puro y simple testimonio de su presencia en el mundo; en el otro, con un fino sentido crítico que se enmarca en ciertos esquemas decorativos. Francisco Toledo, uno de los pintores más jóvenes y con un prestigio reconocido, se mueve con pasmosa facilidad en un mundo figurativo fantástico, que abreva en viejos mitos del istmo de Tehuantepec; la calidad de su materia pictórica, la riqueza de su imaginación y su capacidad para resolver las formas en esquemas válidos hacen de su obra una de las más ricas y sugerentes de la realidad actual mexicana.
Toledo representa la presencia del elemento fantástico en nuestra pintura, que, como se ha visto, tiene antecedentes importantes. Esas tendencias (a veces presentes en un mundo de formas ingenuas, como en Saldívar) se habían entrecruzado explícitamente, desde una famosa exposición en 1937, con la presencia de obras y artistas propiamente surrealistas, entre los cuales destaca el citado Paalen. Cuando se rompió el cerco mágico de la "escuela" salieron a la luz –digamos- dos finas artistas surrealistas que conocieron un notable éxito: Remedios Varo, extraordinariamente delicada en la recreación de sus ensueños complicados, y Leonora Carrington, de imaginación mas abierta y rica. Se formó una cohorte de seguidores más o menos afortunados, entre los cuates hay que destacar por su originalidad, su riqueza, sus complicadas estructuras geométricas de ilusión óptica (verdadero "opart" ante litteram) a Pedro Friedeberg. Por su parte, Matías Goeritz, atento y ligado de alguna manera al movimiento dadaísta, realizaba y realiza una obra parca y sorprendente, eminentemente consciente, que se propone siempre como crítica de la actividad artística.
Vlady entre los mayores y Arnaldo Coen, Luis López Loza, Arístides Coen entre los jóvenes, pero por caminos diversos, parecen empeñados en devolver a la forma su autonomía, liberándola de las cargas sentimentales y expresivas que la empañarían. Otros han intentado el mismo resultado por medios más explícitos, como el neoconstructivismo o, de una manera general, el arte geometrizante. Entre ellos destacan Manuel Felguérez, que, después de un largo y tortuoso camino, está enfrascado en la tarea de reencontrar el lenguaje primigenio del arte (y del hombre), estudiando el mecanismo de las formas posibles; Vicente Rojo, cuyo geometrismo deja siempre la puerta abierta a un enriquecedor sentido romántico, logra para sus obras una dimensión particularmente ambigua que constituye su verdadera fuerza; Kazuya Sakai, que en un hacer y deshacer caminos se plantea problemas pictóricos “autónomos” y se dedica a resolverlos; Helen Escobedo, Raúl Herrera en un momento de su carrera, y en fechas recientes Regazzoni, Realh de León, Sebastián.
Escultura.
En México, la escultura nunca había alcanzado la altura de la pintura mural. En 1940 no había dado con artistas verdaderamente de gran talla. Trabajaba entonces Mardonio Magaña, especie de fauvista tardío, dueño de una expresión muy directa aplicada a la representación de temas populares muy al gusto del momento en México. Muerto en 1947, otros escultores, como Augusto Escobedo y Francisco Marín, continuaron hasta los años cincuenta un tipo de expresión similar, con logros, en definitiva, bastante modestos. Peor, sin embargo, era la escultura "civilista" en uso para las causas oficiales, fría de formas, seca de espíritu y francamente vulgar, que practicaban por entonces, y siguieron practicando sin ningún asomo de renovación formal, artistas como Guillermo Ruiz, Ignacio Asúnsolo o Juan Olaguíbel, que inundaron el país de mediocres obras cívicas, cada vez más muertas, hasta hace unos años. Tampoco podía ni pudo salir mucho bueno de actitudes cerradamente indigenistas o nacionalistas, carentes de estro, como las que practicaban después Alberto de la Vega, Tomás Chávez Morado o Francisco Zúñiga (al que seguramente le salve algo su aplicación al oficio).
Una apertura mayor hacia las corrientes contemporáneas de la escultura, y por lo tanto logros más interesantes, presenta desde los años cuarenta Germán Cueto, y lo mismo puede decirse de Luis Ortiz Monasterio. Diego Arenas Betancourt consigue un eclecticismo que combina formas naturalistas sintetizadas (un poco en la estela de un Bourdelle) hacia el inicio de los años cincuenta, como en su Prometeo de la Ciudad Universitaria.
Dos escultores no formados en México, pero con una obra de primer orden, trabajaron aquí en la década de los años sesenta: Olivier Séguin y Kiyoshi Takahashi, los cuales, en cambio, dejaron escuela, en tanto que propusieron numerosos e importantes ejemplos; a ellos habría que agregar, aunque con una obra menos significativa, a Waldemar Sjölander y a Hoffman-Isenberg, que permanecieron entre nosotros. La presencia de Matías Goeritz, con una importante obra de escultor, fue otro elemento.
Esos hechos, más la circunstancia de que, en general, el arte y la cultura mexicanas se decidían a abrirse hacia las experiencias de fuera, crearon un ambiente en la escultura bastante más sólido que el anterior, pero sólo advertible en los últimos años. Helen Escobedo, Federico Silva y Manuel Felguérez, tanto escultores como pintores, han realizado obras que permiten tener esperanzas en el futuro de la escultura mexicana; otros pintores han trabajado más esporádicamente los volúmenes, y sobre todo con mucha más fortuna Pedro Coronel y Juan Soriano. Entre los más jóvenes escultores hay que señalar a Angela Gurría, Jorge Dubón, González Cortázar, Hersúa, Sebastián y Gastón González.
El arte de la estampa.
Contrariamente a la escultura, el grabado sí tuvo en el México de los años cuarenta un auge de primer orden y una personalidad propia, fuerte y definida. Afincado a partir de la soberbia tradición de Manuel Manilla, Picheta y, sobre todo, José Guadalupe Posada a principios de siglo, por los años veinte se resintió del impacto benéfico de la entonces nueva escuela de pintura.
De hecho siguió, en la medida que esto puede decirse, un camino paralelo al de la pintura. Varios de los grandes pintores se aplicaron esporádicamente a la litografía, al grabado en madera e incluso al grabado en metal. Pero aún más interesante que esto, se hizo presente un grupo importante de artistas específicamente grabadores. Fue el pintor y grabador francés Jean Charlot, tan ligado a los inicios de la pintura mural mexicana, quien despertó el interés en aquel grupo por las artes de la estampa (así como fue el primero que redescubrió a José Guadalupe Posada), a las que para esas fechas había desplazado el fotograbado. Se formó entonces ese grupo iniciador con Francisco Díaz de León y Gabriel Fernández Ledezma, a los que se agregarían después Carlos Alvarado Lang y Leopoldo Méndez. Puede decirse que ellos reinventaron el grabado en México.
Sin embargo, no hay prácticamente pintor que en un momento u otro de su carrera, desde entonces, no haya utilizado las técnicas del grabado con mayor o menor fortuna y constancia, e incluso se da el caso de grabadores específicamente tales o de pintores que en el color resultan mediocres y no en el grabado, como es el caso de Federico Cantú. La temática y la intención de los grabadores son semejantes a las de los artistas de la pintura mural: también ellos buscaron un arte nacional, que expresara nuestras esencias y recogiera nuestra tradición, y que fuera elemento importante en el cambio social. Por eso el tipo de soluciones formales -habida cuenta de las diferencias que impone el medio técnico- fue también el mismo. Se prefirió a otras técnicas la del grabado en madera de hilo por la rapidez de la ejecución, la facilidad de la reproducción y su bajo precio; después, la madera de hilo se sustituiría por el hule de cámara de automóvil y, finalmente, por el linóleo, que resultaba todavía más barato y más fácil de trabajar que la madera.
Se ve, pues, que la idea dominante era eliminar los problemas técnicos y no hacer de ellos, como había sido la tradición de la estampa, su fuerza. Con estas bases, los grabadores trabajaron con indudable acierto, acordes con el tono de la cultura y el arte mexicanos de entonces. Entre todos destaca Leopoldo Méndez, que fue para el grabado lo que los muralistas para la pintura. La fuerza de su expresión, la riqueza de su inventiva, el acoplamiento entre los fines que se proponía, y la utilización de los medios dramáticos adecuados, su capacidad para transmitir emociones con los limitados recursos del blanco y el negro (en lo que a veces llega a acercarse a la obra de Posada), hacen de él, con mucho, la personalidad más relevante. Leopoldo Méndez fundó, con otros, en 1937 el Taller de Gráfica Popular, que se proponía llevar a cabo, en grupo, la tarea que ellos creían cumplía al arte de la estampa e incluso una libre crítica interna y el trabajo en común. Ambas casas fueran sueños irrealizables: en lugar de la crítica se cayó en el engolosinamiento con la realizada y en la pereza por buscar soluciones formales nuevas; el arte en común -ya de por sí tan problemático- no podía tener resultados importantes cuando, junto a personalidades de la talla de Leopoldo Méndez, había artistas francamente mediocres. El hecho fue que, salvo en sus primeros años, el Taller de Gráfica Popular caería en la inercia total. Los grabadores famosos no decayeron en la calidad de su trabajo, pero permanecieran prácticamente inactivos; el propio Méndez no grabó nada importante en los últimos años de su vida.
En este estado de cosas, en la década de los sesenta la situación del grabado era -en un tiempo brillante- similar o peor a la de la pintura. Desde el punto de vista formal, la estampa había permanecido estática, aquerenciada a las viejas fórmulas de éxito, sin el más mínimo deseo de cambio. Así pues, mientras, por un lado, los pintores nuevos se volvían también hacia el grabado en sus diversas técnicas, por otra surgió un nuevo grupo de artistas específicamente grabadores, en cierto modo apoyados en Mariano Paredes, eterno inconforme silencioso, y en Silva Santamaría, cuya obra tenía por lo menos recursos formales hacía tiempo olvidados en México.
Lo que los nuevos grabadores se proponían y se proponen es devolver al grabado sus valores específicos, que dependen estrechamente de las condiciones técnicas que tal medio impone, al mismo tiempo que entrar en comunicación directa con las experiencias que el arte de la estampa ha tenido en otras partes en años recientes. Entre los grabadores mexicanos hay que citar a Carlos García, Fernando Vilchis, Leticia Tarragó, Ignacio Manrique, Carlos Olachea, etc.
Arquitectura.
Hacia 1940 la arquitectura mexicana se debatía en una polémica violenta, cuyo fin podía ya entonces avizorarse claramente en el triunfo de un internacionalismo funcionalista frente a un nacionalismo de "recuerdos" que terminaría refugiándose en ciertos barrios de “nuevos ricos” y caería así en los peores excesos.
En las dos décadas que van del año 1920 a 1940 se había planteado el nacionalismo arquitectónico en oposición a las nuevas tendencias funcionalistas de la actualidad internacional del momento. El primero respondía mucho a la actitud de rescatar e incorporar el pasado de las tradiciones mexicanas, al "redescubrimiento" de México, que fue tan propio de los años posteriores a la Revolución; los medios oficiales vieron con buenos ojos la empresa, aunque nunca excluyeron del todo la posibilidad de realizar ensayos de otras tendencias.
Los arquitectos que desde mil novecientos veintitantos venían luchando por una arquitectura congruente a su tiempo y ajena a los viejos prejuicios como José Villagrán García, Juan O'Gorman, Carlos Obregón Santacilia, habían conseguido para entonces sitios importantes en la Escuela de Arquitectura de la Universidad, en la recién fundada -precisamente por los innovadores- Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura del Instituto Politécnico, y en los medios oficiales.
Para el tipo de construcciones que requerían las ciudades en furiosa expansión (edificios de apartamentos y edificios de oficinas) la nueva arquitectura respondía mucho mejor que la anterior, entre otras cosas por sus más bajos costos, y lo mismo puede decirse por lo que toca a los edificios públicos, especialmente en época de un erario nada bonancible. De tal manera, durante los años de 1940 la nueva arquitectura funcional, alentada por un racionalismo a ultranza, baja de costos y falta de imaginación, se fue imponiendo por razón natural. Y el estilo "neocolonial" (en este caso, más estrictamente "colonial californiano") fue a refugiarse a los barrios de polendas.
Ahora es fácil reírse de esa arquitectura ridícula, que sin ningún conocimiento de lo que había sido el arte de Nueva España labraba recargadas fachadas en cantería, galerías de arcos apuntados, columnas de órdenes inimaginables, vidrieras de emplomados de colores, aleros cubiertos de teja, ventanas ajimezadas, torreones, escalinatas, azulejos a diestra y siniestra, gárgolas, rejas, celosías y mil y una ocurrencias extrañas; pero el fenómeno no deja de tener su importancia: en realidad, esa arquitectura civil colmaba los deseos de ostentación de una clase burguesa, en su mayoría de nuevos ricos que, por incultos que fueran, sentían de alguna manera la obligación tradicional de vivir en un marco digno de su poder y de su dinero. La arquitectura funcional de ninguna manera era capaz de satisfacer esa necesidad de tipo espiritual. Y de alguna manera también aquella clase social quería afirmar su nacionalismo y rechazaba ya la imitación de chalets alpinos.
Para la década de los años cincuenta la situación había cambiado. En lo que toca a la construcción de casas habitación, los arquitectos habían podido convencer a los nuevos clientes de las comodidades de la arquitectura verdaderamente moderna; pero no los habían convencido sólo con palabras, sino que ellos mismos habían encontrado la manera de quitarle al funcionalismo su sequedad, su falta de carácter, su aridez y desangelamiento y habían podido enriquecerlo de tal modo que ofrecían a los propietarios el marco de modernos palacios. Es ése el tono y el sentido de la arquitectura residencial de los años cincuenta, con obras de Carlos Lazo, Yáñez, De la Mora, Del Moral, González Reyna, Madaleno, Artigas y tantos otros que, por lo normal, ya no se alojaron en los barrios de Polanco y Las Lomas de Chapultepec, como el "colonial californiano", sino en barrios más nuevos, como El Pedregal de San Angel.
Otra solución que aparece también en los años cincuenta y adquiere mayor auge en la década siguiente es la de un curioso estilo “neocolonial” mucho más racional que el californiano, de mayor gusto, que utiliza a menudo materiales de desperdicio de barrios en vías de destrucción, representado e iniciado por Manuel Parra, con multitud de seguidores. En realidad, la salida mejor -en este caso, de muy alta calidad- al problema de hacer una arquitectura verdaderamente moderna, pero que contenga valores propios y distintivos, es la que ha dado Juan Barragán, al tomar de la arquitectura tradicional mexicana su sentido del espacio, de solidez y de reposo, y reinterpretarlos en un contexto a la vez nuevo y funcional; se trata, en realidad, de una arquitectura tan personal, que expresa una sensibilidad de tal modo refinada, que no ha podido realmente hacer escuela, a pesar de que en fechas recientes han menudeado los imitadores.
Hacia 1950 en edificios privados y públicos era moneda corriente el funcionalismo a ultranza que habían traído José Villagrán y Juan O'Gorman. Pero tal arquitectura ("cajones con ventanas", la denominaba el pueblo) no satisfacía a nadie, salvo a los presupuestos estatales y a los bolsillos particulares. La necesidad de una arquitectura más humana, más acorde con el temperamento del país, más sensual, estaba en el ambiente; también en aquellas esferas empezaba por esos años a haber más dinero. El resultado fue un enriquecimiento formal de las formas constructivas, una "barroquización" lograda por un relativo rebuscamiento formal y el común empleo de pintura y escultura incorporadas a la obra.
De esta etapa de la arquitectura mexicana, iniciada al principio de la segunda mitad de nuestro siglo, la mejor muestra es el grandioso conjunto de la Ciudad Universitaria de México, levantado en el corto plazo que va de 1950 a 1954 bajo la dirección de Carlos Lazo. Se trata de una serie de grandes edificios organizados según una estupenda distribución espacial (cuyos detalles se deben al taller del arquitecto Mario Pani -que había realizado muchos contratos oficiales- y el arquitecto Enrique del Moral, sobre la base de un proyecto conjunto de los estudiantes de la Escuela de Arquitectura), en donde cada arquitecto ha podido desarrollar su imaginación con libertad casi absoluta y que incluye no pocos elementos pictóricos y escultóricos integrados. Destacan, entre otros, el estadio (Palacios, Pérez, Salinas), la biblioteca (O'Gorman y otros), el conjunto de ciencias (Raúl Cacho y otros), la escuela de arquitectura (Villagrán y otros) y los frontones (Arai).
La arquitectura religiosa también encuentra en este momento expresiones adecuadas y aun magníficas, como en la iglesia de la Purísima en Monterrey (de De la Mora, en 1946) o la Medalla Milagrosa, en México (Félix Candela).
Del mismo nuevo espíritu se tiñe mucha de la arquitectura. pública de escuelas (Pani), hospitales (Yáñez), mercados (Del Moral), conjuntos multifamiliares (el "Juárez" y el "Nanoalco Tlatelolco" de Pani), museos (el de Antropología y el de Arte Moderno en Chapultepec, de Ramírez Vázquez) y edificios burocráticos (Secretaría de Comunicaciones, de Carlos Lazo); y ha alcanzado a no poca de la arquitectura privada de edificios de oficinas. En conjunto se puede decir que la arquitectura actual en México ofrece obras de primera calidad, aunque recurre a veces, con demasiada frecuencia, a inspirarse en las revistas internacionales.
Cine.
Con el cine mexicano, toda proporción guardada rebasaría, en forma extrema, lo que ha sucedido con la pintura y el grabado: de un momento de plenitud al principio de los años cuarenta caería en el mayor estancamiento, y no será sino en fechas recientes cuando haya dado signos -todavía no muy seguros- de resucitar. Ciertamente no son comparables las situaciones en que se mueve una industria como la del cine, tan ligada a los negocios, a posibilidades de crédito, a problemas sindicales, con la que se da en la pintura, que si no es ajena a las condiciones económicas en que se produce, deja al creador una libertad en todo caso mucho mayor. Pero sí hay cierta similitud en el hecho de que en 1945 México estuviera satisfecho de haber creado un cine nacional de alta calidad, ganador de los más altos premios internacionales (y de paso haber conquistado el mercado latinoamericano), y que se aferrara a ésa fórmula exitosa sin querer prácticamente salir de ella; que, ante la pereza y el temor de aventurar caminos novedosos, se eliminara a sí mismo y se tapara todas las salidas.
Como la posibilidad de cerrarse las puertas se daba en la industria cinematográfica en forma mucho mayor y definitiva (porque los sindicatos de directores y productores simplemente se negaron, como gremios medievales, durante años y años a admitir a un solo miembro más que no fuera hijo de un agremiado), se dio el caso de que, aunque los jóvenes cineastas se rebelaron desde los años cincuenta y principios de los sesenta contra esa situación, no pudieron hacer mucho más que quejarse amargamente en la prensa especializada a que tenían acceso. En franca caída, el cine nacional tuvo que esperar a ver su ruina casi completa (ruina económica, que la artística poco importaba) y la pérdida total de los mercados exteriores, para empezar a reaccionar pausadamente. De ahí que la aparición de un nuevo cine no tuviera lugar sino casi a fines de la década de los sesenta, y aún dista mucho de haber alcanzado una consolidación.
Poco después de que se lanzara al mercado estadounidense el cine hablado, en 1930 se inicia el cine hablado mexicano, que en su segunda experiencia (Santa, 1931, de Alfonso Moreno, sobre la novela de Gamboa) consigue una calidad digna y un éxito suficiente. Era la respuesta mexicana al temor de ser invadidos por películas habladas en inglés (lo que, de todos modos, no pudo ni podía evitar) o, lo que era peor, de películas estadounidenses habladas en español. No pocos actores mexicanos que trabajaban entonces en Hollywood, desplazados, en parte, precisamente por el cine hablado, se repatriaron entonces. Surge así un cine mexicano modesto, de inversión corta, que poco a poco va haciéndose sólido y encontrando los géneros propios que le serán fructíferos: la comedia ranchera (la exitosísima Allá en el Rancho Grande, de Fuentes), la película histórica, el melodrama citadino, la película musical de cabaret, los temas referidos a la Revolución (como Vámonos con Pancho Villa y la magnífica El compadre Mendoza, de Fernando de Fuentes), de "ambiente histórico" (Cruz Diablo, de E. de Fuentes) o de temas sociales indigenistas (Janitzio, de Carlos Navarro). Hacia 1940 ese cine ha conseguido una indudable aceptación del público y, aunque siempre modesto en términos de inversión, ha sentado sus reales en el mercado latinoamericano. Su producción es, con mucho, la mayor de habla española. Dos factores intervinieron entonces favorablemente para, con las altas y bajas del caso, consolidar la situación: por un lado, la guerra había cortado las relaciones cinematográficas con Europa y las firmas estadounidenses encontraron conveniente invertir en la industria mexicana, lo que significó un aumento considerable de dinero; por otro lado, habían hecho su entrada en escena las grandes y populares figuras, esos "monstruos sagrados" sin los cuales difícilmente existe una industria cinematográfica de arraigo popular. Nuestros "monstruos" tenían personalidad y cualidades, y cumplieron a maravilla su cometido: Dolores del Río, María Félix, Lupe Vélez (después la importada Libertad Lamarque), Jorge Negrete, Pedro Armendáriz, Arturo de Córdova, los Soler (a los que se agregaría después, con menos cualidades pero mucho arraigo popular Pedro Infante), y una serie de figuras menores, actores "de carácter", entre los que sobresalen los cómicos, y entre ellas uno que pronto brillaría con luz propia: Cantinflas. Muchos de aquéllos siguieron haciendo, veinte o treinta años después, papeles de damas y galanes jóvenes, ya cayéndose de polilla (por ejemplo, Libertad Lamarque), lo que contribuyó no poco al fracaso posterior del cine.
Es 1940 el año de la primera gran película de Cantinflas, Ahí está el detalle, dirigida por Juan Bustillo Oro, a la que seguirían El circo, Ni sangre ni arena (de Alejandro Galindo), El gendarme desconocido, Romeo y Julieta y tantas otras, magnificas en su comicidad populachera, basada sobre todo en el artificio de una falsa retórica muy cercana al habla popular: el hablar cantinflesco; todo durante los años cuarenta y a principios de los cincuenta, antes de que el cómico empezara a perder fuerza y se dejara envolver por argumentos cada vez más faltos de inteligencia, hasta su decadencia definitiva. Es también 1940 el año en que se inician como directores el indio Fernández y Julio Bracho, y poco después lo harían Rafael Gavaldón y Alejandro Galindo, cuatro de los más importantes creadores mexicanos.
El indio Fernández asimilaría la enseñanza de Eisenstein -que filmó en México en 1830 el material de su frustrada gran obra Que viva México- y conseguiría películas de alta calidad plástica, con dramas rurales bellamente planteados, pero, por lo general, melodramáticamente resueltos de mala manera, entre los que destacan quizás Enamorada, La perla y, sobre todo, la más conocida y más alabada María Candelaria, de 1943, que obtuvo grandes premios internacionales en los festivales de Cannes y Locarno y dio a conocer en Europa la cinematografía mexicana. En 1946 ingresa en el cine mexicano Luis Buñuel, con flojos principios, que años más tarde daría obras maestras como El, Ensayo de un crimen o Los olvidados.
Pero, a pesar de todo eso y de las alabanzas que el cine mexicano recibió de propios y extraños, como la contrapartida de la gran pintura mural, ya a principios de las años cincuenta sus defectos se hacían más evidentes y su buena estrella declinaba. Engolosinados con el triunfo anterior, los productores no hacían nada por cambiar. Ante el temor de perder puestos de privilegio, directores y productores se negaban a la entrada de gente nueva en sus agrupaciones, evitando así toda posibilidad de que pudieran hacer películas.
Incluso los mejores, como Fernández, se conformaban con seguir aplicando su conocida receta.
Los géneros se gastaban y no eran renovados: charros, rumberas, madres sacrificadas, hijas perdidas, cantantes excesivos, cómicos cada vez más vulgares y faltos de inventiva eran dueños inconmovibles de la pantalla. No se encontraba mejor salida para sobreponerse a la crisis económica, cada vez más ominosa, que bajar todavía más el costo de producción, que ya de por sí habla sido siempre corto, con lo que era materialmente imposible competir internacional e internamente frente a las grandes superproducciones de otros países.
En este estado de cosas, a fines de los años sesenta se hizo sentir un cambio. Se aceptaba, por fin, la participación de directores jóvenes. A pesar de que ahora se empieza ya a hablar de un nuevo cine mexicano, dentro y fuera de México, y de que, sin duda, el cambio ha sido muy favorable, éste no ha podido encontrar realmente un nuevo y propio rostro. La razón es clara: como los pintores, los cineastas no hallan en la tradición inmediata nada rescatable, nada en que apoyarse, y tienen que discurrir caminos aislados, tomando de aquí y de allá lo que creen puede servirles, en un trabajo aislado, y no pocas veces hostilizados de continuo. A esto agréguese que habían estado ajenos a los tejemanejes de un oficio tan complicado como es el cine. Entre los que han realizado abras de algún mérito cabe citar a José Luis Ibáñez, Alberto Isaac, Alejandro Jorodowski, Alfonso Arau, Felipe Casals, Paul Leduc, Arturo Ripstein, Luis Alcoriza y otros.
Bibliografía.
Cardeza y Aragón, L. México, pintura activa, México, 1961.
Fernández, J. Arte moderno contemporáneo de México, México, 1952.
García Riera, E. Historia documental del cine mexicano. México, 1969 - 1971.
Katzman, I. Arquitectura contemporánea mexicana, México, 1963.
Tibel, R. Historia general del arte mexicano. Epoca moderna y contemporánea, México, 1964.
FIN.
Compilación realizada por el Ing. Gerardo Ferrétiz de León. A Martes 7 de mayo de 2002.
[1] Todas las fechas contenidas en este capitulo son anteriores al presente; se ha establecido como módulo de presente el año 1950.
[2] Un sujeto de instrucción y veracidad, me aseguró después que había visto este meteoro desde las ocho; bien que a esta hora comenzaba a extenderse sobre él horizonte.
[3] Salvo que semejante fenómeno fuese el que consterné a muchos en 1776 en el mes de abril. Según lo que se me comunicó, era una aurora boreal: con esta duda lo comuniqué a Europa.
[4] Se llama aurora boreal porque en el color se asemeja a la luz del crepúsculo antes del otro del sol, y boreal porque es hacia el polo norte; también se asemeja a la luz del crepúsculo de la tarde, aunque a éste no se le llama aurora (expresión que regocija), sin duda porque la diferencia de uno a otro es muy grande; al primero aun las aves lo festejan y nos deleitamos, con considerar salimos de las tinieblas; el de la tarde anuncia funestidad, y un silencio imagen de la muerte.
[5] El temor de las divinas venganzas es don de Dios; mas esto no tiene por objeto un fuego inocente que se presenta a los ojos de la carne en el cielo, sino aquel fuego devorador que vemos con los ojos de la fe encendido en las cavernas de la tierra por la justicia de un Dios airado contra los pecadores.
[6] Lo costoso que es aquí la impresión de láminas me impide publicar una estampa, en la que demostraría gráficamente las partes del globo en que se observó el meteoro, a qué horas, y su extensión en el horizonte respectivo a cada país. Para suplir en algún modo, digo, que el centro del círculo luminoso de la aurora se hallé en el zenit o perpendicular en los grados 110 de longitud, y en el 48 de latitud boreal. En el desierto de Cobichamo al norte del Tibet y sur de Tobolsk, ciudad de Siberia rusiana, allí se presentaría como un quitasol o para lluvia cubriendo casi la mayor parte del horizonte; fenómeno admirable y que deleitaría mucho a los habitantes de aquel bárbaro país que no estén preocupados.