Historias, Leyendas y Cuentos de México

Capítulos 131 a 137


 

131.            El sistema social del México contemporáneo.

 

Introducción.

 

Para comprender la naturaleza del marco social dentro del cual se desarrolló México entre 1940 -momento en que se da por concluida la etapa más intensa de las reformas ocasionadas por la Revolución de 1910- y 1970, conviene remontarse brevemente al pa­sado inmediato. El estudio de Andrés Molina Enríquez sobre la estructura social de México, publicado en 1909, constituye una obra clásica al respecto. Durante 300 años la sociedad colonial mexicana había gi­rado alrededor de dos grandes clases: por un lado, la inmensa mayoría indígena, carente, en buena medida, de propiedades y, por el otro, el pequeño grupo español que controlaba al gobierno, la Iglesia y las actividades económicas centrales -agricultura, minería y co­mercio-.

 

En medio de estos dos grandes actores se encontraron los grupos criollos y mes­tizos, cuya función siempre estuvo mal defi­nida. Con el paso del tiempo y precisamente por su marginalidad, criollos y mestizos se convirtieron en un elemento político desesta­bilizador y terminaron por acaudillar las lu­chas de independencia en sus varias etapas. La turbulencia política y social que siguió a la lucha independentista de la segunda déca­da del siglo XIX sólo concluyó medio siglo más tarde, cuando el general Porfirio Díaz logró consolidar en sus manos el poder político suficiente para permitir la existencia de un gobierno central relativamente efectivo y reiniciar el proceso de desarrollo, detenido en 1810, y continuarlo aceleradamente por espa­cio de tres décadas más.

 

En 1910 la Pax Porfiriana había dado paso al establecimiento de una estructura social algo diferente de la colonial. La base de la pirámide de clases sociales seguía siendo el grupo indígena, pero este sector presen­taba ya una mayor diferenciación interna, pues dentro de él se encontraban desde el jornale­ro sin tierra hasta miembros del bajo clero. Sin embargo, el cambio no fue notable. Las mayores modificaciones se produjeron en rea­lidad, en los peldaños superiores. El primero de éstos lo constituía el formado por los mestizos. Tras las prolongadas luchas de conservadores y liberales, este grupo había logrado que parte de sus miembros llegaran a ocupar posiciones de mando en el ejército y en la administración; además, y como en el pasado, de sus filas siguieron saliendo obreros y empleados, más artesanos y rancheros. Los criollos, menos numerosos, ocu­paron la siguiente sección de la pirámide; en ella se encontraban los detentadores de las grandes fortunas, los altos prelados de la Iglesia y los dirigentes políticos que habían as­cendido con el triunfo de la independencia primero y de la facción liberal después. Este estrato parecía constituir la cúspide de la pirámide, ya que, tras la rotura de relaciones con la metrópoli española y el fracaso posterior de la aventura colonial francesa, el grupo criollo se constituyó en gran medida en el dirigente formal de los destinos del país.

 

Molina Enríquez no se dejó engañar por las apariencias. La política de desarrollo económico propiciada por el porfiriato había unido íntimamente  a México con los países más industrializados, permitiendo el establecimiento de una nueva presencia externa a nivel de la dirección económica del país; no se trataba en este caso de una dirección formal, como había sucedido en el pasado, pero ésta era casi tan real como aquélla. De ahí que, coronando la pirámide social mexicana, al despuntar el siglo XX se encontrara, no un grupo nacional, sino de extranjeros, siendo los norteamericanos el elemento más importante.

 

El análisis de la estructura social descri­ta por Molina Enríquez estaba basado más en el poder y en el prestigio que en la propiedad; sin embargo, dentro de su esquema, poder y estatus social se daban la mano con el poder económico. Sobre la explotación de los recursos naturales y de los indígenas, comuneros, jornaleros y obreros, descansaba la posición de todos los estratos sociales superiores. Entre ellos, a su vez, había tam­bién una relación de subordinación y explotación, pero no era tan unilateral como la existente entre los grandes conglomerados indígenas y proletarios y el resto de la socie­dad. Para Molina Enríquez el pecado mayor de la estructura social mexicana, al principiar el presente siglo, no era tanto la explotación misma, tan descarnada, sino la casi inexisten­cia de una clase media que sirviera de puente y amortiguador en la relación entre los sectores más altos y más bajos. Mientras la gran hacienda continuara siendo la institución económica central de la sociedad mexicana -opi­naba Molina Enríquez- este desequilibrio persistiría: "Por ahora, nuestro cuerpo social es un cuerpo desproporcionado y contrahecho; del tórax hacia arriba es un gigante, del tórax hacia abajo es un niño".

 

La tenencia de la tierra, en una sociedad básicamente agrícola como la mexicana de principios del siglo XX, dio la tónica de su estructura social. Lo que Molina Enríquez analizó de manera más bien cualitativa, José Iturriaga lo puso en cifras, encontrando que la concentración de la tierra en México había dado por resultado que, al iniciarse el presente siglo, las clases altas abarcaran apenas el 1,5 % de la población, las medias el 8 % y los estratos bajos el 90,5 %. Arturo González Cosío aportó cifras similares, aunque disminuyendo a 0,6 % la proporción de las clases altas y manteniendo casi intac­ta la correspondiente a la clase media y baja. Estos porcentajes se corresponden con otro indicador: la concentración de la propiedad territorial. Al iniciarse la Revolución el 1 % de los propietarios rurales controlaban el 97 % de la tierra cultivable, mientras que en el otro extremo del espectro social se en­contraron más del 90 % de los jefes de fami­lia dedicados a actividades rurales y carentes de toda propiedad. La tremenda disparidad social en el campo en ese momento se revela en otras cifras; según Iturriaga, mientras la clase media representaba alrededor del 23 % de la población urbana, era únicamente el 2 % en las zonas rurales, y era aquí en donde se encontraba la mayor parte de la población, ya que en ese momento el 70 % de la fuerza de trabajo se dedicaba directamente a activi­dades agropecuarias.

 

La Revolución y los primeros cambios (1910 – 1940).

 

A diferencia de las otras revoluciones del presente siglo, la mexicana fue relativamente lenta para modificar las estructuras sociales en que se incubó y al final lo hizo sólo parcialmente. En 1920 la Revolución había derrotado militarmente a sus enemigos y dirimido sus más graves conflictos internos. En 1914 el antiguo ejército federal había sido disuelto y, poco mas tarde, fueron eliminadas dos de las tres corrientes que se disputaban la dirección del movimiento victorioso: las encabeza­das por Villa en el norte y por Zapata en el sur. En 1918 Venustiano Carranza era ya el líder indiscutible del movimiento. Tras la breve lucha que siguió a la promulgación del plan de Agua Prieta, proclamado en abril de 1920 por las autoridades del estado de Sono­ra desconociendo al presidente Venustiano Carranza, las fuerzas anticarrancistas de todo el país se unieron  y derrotaron militarmente a su opositor. Este triunfo dejó en el poder a la llamada dinastía sonorense. Esta estuvo compuesta por los presidentes originarios de Sonora, que directa o indirectamente gober­naron el país de mediados de 1920 a media­dos de 1935. Fueron: Adolfo de la Huerta, Alvaro Obregón y Plutarco Elías Calles.

 

Las victorias políticas y militares del Ca­rrancismo casi en nada habían modificado el panorama social. En 1920 sólo 77.000 jefes de familia campesinos habían recibido los beneficios de la reforma agraria; se habían re partido 381.926 has. en total. Si únicamente había habido un cambio en la naturaleza del liderato político, la deformidad del cuerpo social mexicano, señalada por Molina Enríquez, persistía; sólo la clase dirigente nativa había cambiado, ya que los puestos directivos po­líticos, administrativos o militares habían quedado en manos de miembros de las clases medias marginadas durante el porfiriato e incluso de otros que procedían de capas más bajas; en 1920 la antigua elite se encontraba en el exilio, pero los hacendados y empresa­rios extranjeros mantenían su posición privi­legiada.

 

El régimen cardenista (1934 – 1940) cambió este panorama de manera drástica consoli­dando la propiedad ejidal. El ejido es una parcela que se otorga a un campesino sin tierra para que la explote individual o colectivamente, pero cuya propiedad última queda siempre en la nación. Los ejidos originales se formaron con tierras expropiadas a los medianos y grandes terratenientes o con terrenos nacionales. Hasta ese momento no se había pretendido darle al ejido un papel central en la nueva estructura agraria, más bien se pensa­ba limitar el acaparamiento de tierras ociosas o mal explotadas por parte de la gran hacienda alentando el crecimiento de los pequeños propietarios; se deseaba simplemente fortalecer a la casi ausente clase media rural. Por ello hasta 1934 se habían repartido únicamente 7,5 millones de has. y se discutía ya seriamente la posibilidad de dar por concluido el reparto. La alianza política entre Cárdenas y las organizaciones agrarias para desalojar a Calles de su posición preeminente llevó a un cambio radical de política; entre 1935 y 1940 se repartieron más de 20 millones de has. que beneficiaron a 771.000 jefes de familia, y lo que es aún más importante, estas tierras fueron de una calidad superior a las del pasado, ya que se trataba en su mayor parte de propiedades que estaban siendo trabajadas por la hacienda. Para 1940 los ejidos poseían el 47,4 % de todas las tierras de labor y el 57,3 .% de las zonas de regadío. En ese año los ejidatarios contribuyeron con el 50,5 % de la producción agrícola. La gran hacienda había pasado, por fin, a la historia y con ella desapareció una de las instituciones económi­cas y sociales más importantes de México.

 

Si bien en 1910 los extranjeros se encon­traban en la cúspide de la pirámide social, esa posición empezó a ser puesta en entredi­cho con la constitución de 1917; en 1940 ha­bían perdido ya su primacía. La hostilidad sistemática que contra los extranjeros se ha­bía desarrollado a lo largo del proceso revolucionario, junto con la suspensión del pago de la deuda externa, hizo que a partir de 1913 disminuyera la corriente de capital externo. Esta situación, aunada a la expropiación de los ferrocarriles y del petróleo durante el régimen cardenista, llevó a que la inversión extranjera directa en México pasara de 1.451 millones de dólares en 1911 a únicamente 411 en 1940. En ese año más del 80 % de la inversión nacional bruta se hizo con recursos internos, situación que contrastó notablemente con la prevaleciente al finalizar el porfriato, cuando el capital nacional sólo cubrió alrededor del 50 % del total.

 

Un fenómeno de importancia decisiva en la formación del sistema social posrevolucionario fue el crecimiento de los centros urbanos. En 1910 el 11,7 % de la población mexicana estaba registrada como urbana y en 1940 el porcentaje fue del 20 %. Casi el 8 % de los habitantes estaban radicados en la ciudad de México. Aunque en 1940 poco más de la mitad de la población económicamente activa seguía estando dedicada a actividades agrícolas, su importancia como productora había disminuido. Según las cifras de! pro­ducto nacional bruto (PNB), las actividades primarias habían perdido importancia rela­tiva en el total, pasando del 29 % en 1921 al 24% en 1940; el sector industrial y el de servicios, actividades muy relacionadas con la vida urbana, cubrieron esa diferencia del 5 %.

 

Este cambio en la estructura económica y demográfica de la sociedad mexicana fue seguido por otros; por ejemplo, en 1910 única­mente el 25 % de la población mayor de seis años estaba alfabetizada; después de los esfuerzos gubernamentales en el espacio de tres décadas el porcentaje pasó a 43,5 %. Las oportunidades de educación superior también aumentaron, aunque no en la misma proporción; en 1930 la Universidad Nacional contaba con una población de 10.000 alumnos; en 1940 eran ya 17.000, es decir, mientras la población total aumentó en un 18,7 %, la po­blación universitaria lo hizo en un 70 %. Se pueden presentar otros indicadores semejan­tes en relación ala salubridad, promedio de vida, etc., pero éstos bastan para dar una idea de las variaciones en la estructura social durante el período de la Revolución.

 

Se puede recurrir a Iturriaga otra vez para ­sintetizar, de acuerdo con sus cifras, la situa­ción de las clases al final del cardenismo. La clase alta no había variado mucho en términos cuantitativos, aunque si en términos políticos, pues a la elite porfirista le había seguido una nueva, igualmente reducida, for­mada por algunos miembros prominentes de los antiguos ejércitos revolucionarios, que se habían convertido no sólo en líderes políticos, sino también en empresarios. En el caso de la clase media la situación fue diferente, entre 1910 y 1940 su proporción se había du­plicado (del 7,8 % pasó al 15,9 %); en con­secuencia, los sectores populares se redujeron, pasando del 91 % en 1910 al 83 % en 1940. Muy posiblemente el nivel de vida de este amplio sector popular en 1940 era, en términos generales, superior al que disfruta­ba a principios de siglo, aunque no mucho; la pobreza seguía siendo el signo característico del campo mexicano y éste era el hogar de la mayor parte de la población del país. Abundando en el tema, Cline señala que en 1940 alrededor del 30 % de la población vivía en unas condiciones de pobreza extrema, mientras el 48 %, aunque en condiciones precarias, tenía ya un mínimo de confort, apor­tado por la Revolución.

 

La estructura social contemporánea: sus bases político-económicas.

 

Los procesos que han marcado la estruc­tura social que se formó en México a partir de 1940 no se pueden comprender de manera adecuada sin considerar el tipo de sistema político en el que tuvieron lugar, así como la estructura de la economía, que condicionó en mucho el tipo de sistema ocupacional y los niveles de remuneración.

 

En 1940 el sistema político surgido de la Revolución se había consolidado e institucio­nalizado. Entre sus características centrales destacó la desaparición del sistema multipar­tidista, para dar paso a un partido dominante: el Partido de la Revolución Mexicana (PRM), sucesor del Partido Nacional Revolucionario, instrumento que permitió una mínima disciplina interna en la acción de la familia revolucionaria. El PNR y su sucesor, el PRI, constituyeron un elemento indispen­sable para permitir la transmisión pacífica del poder, tanto a nivel nacional como a local, entre los miembros del grupo en el poder. Cuando el PNR, nacido en 1929, se convirtió en 1938 en el PRM, reforzó su naturaleza de órgano de control; el partido acató definiti­vamente las directivas del presidente, aban­donando toda pretensión de autonomía y es­tructurándose en sectores funcionales; incor­poró junto con el ejército (que un par de años más tarde dejaría de ser un elemento del par­tido) a los grupos campesinos organizados, es decir, a los beneficiados por la reforma agraria y encuadrados en la Confederación Nacional Campesina (CNC), a los obreros sindicalizados en la Confederación de Trabajadores Mexicanos (CTM), a los principales sindicatos independientes y a los burócratas (sector popular); con el paso del tiempo este último sector abarcaría una amplia gama de organizaciones de clase media. De esta manera quedaron integrados actores políticos que el porfiriato había marginado.

 

Los recién llegados lograron ciertos beneficios a expensas de las antiguas clases do­minantes, pero la nueva elite política muy pronto estableció límites a su capacidad de acción independiente. El PRM y su sucesor, el PRI, se constituyeron en estructuras autoritarias, relativamente eficientes para llevar a cabo las campañas electorales y controlar parte de las demandas de las bases.

 

La concentración de poder político se con­virtió en uno de los rasgos más notables del sistema posrevolucionario. Los actores im­portantes que no quedaron encuadrados den­tro del partido no fueron olvidados. La Iglesia perdió mucha fuerza a raíz del conflicto cristero de los años veinte y no volvió a poner en duda la legitimidad y supremacía del Estado, pero durante el gobierno de Avila Camacho se reconcilió definitivamente con el nuevo poder político; la gran empresa privada, que tuvo a su cargo el desarrollo de un nuevo modelo económico, vio facilitada su tarea con todo género de ayudas políticas, fiscales y crediticias, pero se le encuadró en organizaciones nacionales -CONCAMIN, CONCANACO, CNIT,  COPARMEX y otras-, que de alguna manera quedaron abier­tas a las sugestiones y presiones de la elite política, pues el Estado, al menos en princi­pio, dispuso de gran número de instrumen­tos para controlar la actividad empresarial a través de su política económica.

 

El sistema de administración federal no funcionó según la teoría ortodoxa, ya que a los estados se les dejaron muy pocos recursos propios; en última instancia, el jefe del poder ejecutivo federal nunca encontró difícil des­tituir a aquellos gobernadores que entorpe­cieron su política general. Esto lleva a subra­yar otra peculiaridad del sistema político, que redondeó el proceso de centralización la di­visión de los poderes federales no llegó a ser una realidad en este período.

 

Desde los años treinta, el Congreso fue subordinado a las disposiciones del presidente de la República; todas las iniciativas im­portantes de ley partieron de él y nunca se dio el caso de que alguna de ellas encontrara una oposición significativa, dado el dominio del PRI sobre las cámaras. El poder judicial se encontró en situación muy similar; sus ma­yores gestos de independencia respecto al presidente se refirieron a la protección de la propiedad de grupos o personas, en contra de actos del poder ejecutivo; expropiaciones, por ejemplo. Esta política resultó ser funcional para el sistema, pues permitió dar una solución adecuada, es decir, anular una me­dida sin poner en entredicha la actuación presidencial a conflictos entre la administra­ción e intereses particulares con cierta capa­cidad de presión económica.

 

Los líderes de todas las fuerzas políticas, organizadas dentro y fuera del partido domi­nante, mantuvieron su posición, más por ha­ber contado con la anuencia del presidente que por la fuerza que les dio la designación hecha en su favor por los miembros de base de sus organizaciones. Este fenómeno se dio tanto en el caso de los líderes campesinos como en el de los obreros o en el de las representantes de la iniciativa privada, aunque existieron diferencias de grado, pues cuanto más importante fuera el grupo como actor político, mayor la libertad de negociación de sus líderes con el poder central.

 

El sistema político mexicano mantuvo su carácter pluralista y, por tanto, permitió la existencia de una oposición legal al régimen surgido de la Revolución. Un grupo impor­tante de esta oposición no puso en duda las reglas del juego imperantes y formó parte in­tegral del círculo oficial. Los partidos políticos registrados oficialmente -PAN, PPS, PARM y, por un tiempo, el PNM- no siguieron una línea intransigente frente al régimen y, en todo caso, constituyeron una oposición legal, cuya fuerza electoral fue precaria. Aquellos que pretendieron una mayor independen­cia en su actuación política se vieron imposi­bilitados en la práctica de funcionar normalmente, porque el aparato gubernamental se lo impidió por los diferentes medios a su al­cance.

 

La represión no fue la única forma de controlar a la oposición -quizá ni siquiera la más importante-, sino que también entró en juego la extraordinaria capacidad de la "fa­milia revolucionaria" para incorporar a aquellos elementos que potencialmente podían llegar a constituir una contraélite, que movili­zara a los sectores medios descontentos y, lo que era más peligroso, a las grandes masas marginales.

 

Para concluir esta visión esquemática de la vida política del México contemporáneo debe advertirse que desde 1940 hasta el presente las principales decisiones que moldea­ron el sistema económico y social mexicano tuvieron su origen en el Estado; los grupos organizados, ya fuesen empresarios, obreros o campesinos, rara vez tomaron la iniciativa. Con frecuencia, entre la formulación de las directrices políticas iniciales y su puesta en práctica, estos grupos mostraron su fuerza y llegaron a modificar las líneas generales de la iniciativa gubernamental e, incluso, a vetarlas.

 

El lugar más o menos estratégico que ocupara un grupo determinaba su mayor o menor capacidad para modificar la política oficial; sin duda, los grupos empresariales fueron convirtiéndose en los más aptos para influir sobre la política gubernamental que les atañía.

 

Economía y sociedad.

 

Si la naturaleza del sistema político cons­tituye una variable que puede explicar en bue­na medida el desarrollo y evolución del sis­tema social -la esencia misma de la políti­ca es diseñar la forma legítima en que se debe efectuar la distribución de los diversos recursos escasos de que dispone una socie­dad-, otra variable igualmente importante es el sistema productivo, que hace posible la existencia de esos escasos recursos. Los ras­gos centrales del sistema económico mexica­no posterior a 1940 que interesan desde un punto de vista social son citados seguidamen­te. En primer lugar, la decisión expresa de modificar la naturaleza de los sectores modernos y dinámicos de la estructura econó­mica. A raíz de las demandas originadas por la segunda Guerra Mundial se inició en Mé­xico un proceso de sustitución de los productos importados por los de producción inter­na: en 1950 los sectores económicos de la minería y petróleo no eran ya los más diná­micos; esta característica había pasado ya a la industria de la transformación; la industrialización fue la nota dominante en los cambios que experimentó la sociedad mexicana a partir de 1940.

 

El crecimiento del producto nacional bru­to, desde entonces y hasta 1970, fue en promedio del 6 % anual. El capital necesario para este proceso se obtuvo a través de la exportación ya no de petróleo y minerales, sino de productos agrícolas destinados principalmen­te a Estados Unidos. Entre 1940 y 1950, la producción del sector agrícola creció a un rit­mo del 5,5 % anual, tasa superior al crecimiento de la población, lo que facilitó la existencia de un excedente de exportación; este ritmo de crecimiento, sin embargo, no fue sostenido, sino que fue disminuyendo y bajó al 4,3 % en la década siguiente y al 4 % en­tre 1960 y 1970, con lo cual empezaron a surgir serios problemas en la balanza de pagos.

 

Al ahorro interno destinado a la industria­lización se le sumó el capital proveniente del exterior; la inversión externa directa pasó de poco más de 400 millones de dólares, en 1940, a 3.000 millones, en 1970; a esto se añadieron importantes empréstitos externos al go­bierno, que equivalieron a otros 3.000 millo­nes de dólares, y la corriente de divisas proveniente del turismo, de aproximadamen­te. 1.000 millones de dólares en 1970. La industrialización se alimentó de estos recursos, de las altas barreras proteccionistas y de la política fiscal, todo lo cual favoreció una rá­pida acumulación de capital. En 1970 el valor de las manufacturas suponía una cuarta parte del valor del PNB; el comercio otro tanto; en cambio, la agricultura y la ganadería cons­tituían apenas un 17 % del citado producto nacional bruto.

 

El proceso de industrialización se dio den­tro de un contexto de concentración acelera­da de recursos. En 1965 existían en México 136.000 establecimientos clasificados como industriales, pero el 77 % de los recursos de que disponía este grupo se encontraban bajo el control de únicamente el 1,5 % de las em­presas. Las 407 empresas mayores, o sea el 0,3 % del total, disponían del 46 % del capi­tal total. Este mismo fenómeno se repitió en el sector financiero, comercial y agrícola. En 1960 el 0,5 % de los establecimientos comer­ciales disponían del 47 % de los recursos con que contaba ese sector y el 1 %. de los predios agrícolas mayores no ejidales contaban con el 47 % de la superficie cultivable de ca­rácter privado. Dos grupos financieros con­trolaban la mayor parte del sistema bancario privado, cuyos recursos crecieron a una tasa más alta que la economía en su conjunto. En 1970 existía en México una gran burguesía, que en 1940 apenas se esbozaba; su base principal era la banca, la industria, el comer­cio y en menor escala la tierra.

 

El proceso de industrialización estuvo li­gado a otro fenómeno, que tuvo también re­percusiones sociales de consideración: la ur­banización. Este proceso ya era notable antes de 1940, pero se aceleró a partir de entonces. En la década de los años sesenta la población rural creció a un ritmo del 1,6 % anual; en cambio, la urbana se vio incrementada en un 5,4 %. De ahí que en 1970 el 45 % de la po­blación mexicana se encontrara viviendo ya en comunidades de 15.000 o más habitantes, es decir, en las tres décadas posteriores a 1940 México pasó de ser un país eminentemente rural a un país en vías de ser prepon­derantemente urbano. Dentro de este proce­so de transformación el crecimiento de la Ciudad de México fue sencillamente especta­cular: en 1970 daba albergue al 17 % de la población total, o sea, a ocho millones de per­sonas.

 

Industrialización y urbanización se dieron cita dentro de un contexto de creciente aumento en el ritmo de la expansión demográfica. La tasa de crecimiento medio anual de la población fue del 2,7 % entre 1940 y 1950, habiendo sido de sólo el 1,7 % la década anterior; esta tasa pasó a ser del orden del 3,1 % entre 1950 y 1960 y del 3,4 % en los diez años siguientes. En 1940 México te­nía 19,65 millones de habitantes y treinta años después el total era de 48,31 millones, producto de una de las tasas de crecimiento demográfico más altas del mundo.

 

La estratificación social contemporánea.

 

El sistema social posrevolucionario tomó forma dentro del contexto de un sistema po­lítico de pluralismo limitado, con un sistema económico dirigido a la expansión industrial a base de un proceso de sustitución de im­portaciones y de un sistema demográfico ca­racterizado por una expansión acelerada de las concentraciones urbanas y de la población en general.

 

De acuerdo con la ideología oficial, la Re­volución mexicana –a pesar de haber contado entre sus cuadros dirigentes con una alta proporción de elementos de clase media- fue un movimiento destinado a construir un nuevo sistema social que favoreciera principalmente a las clases populares, es decir, a campe­sinos y obreros. Este sistema debía disminuir la brutal distancia, propia del antiguo régimen, entre una pequeña elite, que recibía una parte desproporcionada del producto social, y la gran masa, que apenas tenía el mínimo para sobrevivir. ¿En qué medida este proyecto nacional se llevó a la práctica a partir de 1940?, es un tema de apasionado debate. Una forma de respuesta la constituye un examen en la distribución del ingreso personal. De acuerdo con las cifras proporcionadas por ciertos investigadores y por el Banco de Me­xico se tiene el siguiente panorama.

 

Distribución del ingreso familiar

Porcentaje de familias en orden decreciente de ingresos

Porcentaje de Ingresos

    1950          1956-1957       1963-1964         1969*

20 % (estrato superior)

60

61

59

64

30 % (estrato medio)

21

23

26

21

50 % (estrato inferior)

19

16

15

15

100 % suma

100

100

100

100

 

Fuente: Carlos Tello: “Un intento de análisis de la distribución personal del ingreso”, en Miguel S. Wionczek et al.: Disyuntivas sociales. Presente y futuro de la sociedad mexicana, vol. II, pág. 17; Secretaría de Educación Pública, México, 1971.

 

* Las cifras de 1969 han sido tomadas de Manuel Gollás y Adalberto García R.: “El crecimiento económico reciente de México” (Mimeo), ponencia presentada al IV Congreso Internacional de Estudios sobre México, Santa Mónica, Cal., octubre 17, de 1973, pág. 50.

 

El cuadro anterior, pese a lo incierto en el origen de sus cifras, pone de relieve algu­nas de las características centrales de la es­tructura social del México contemporáneo. Por una parte, la concentración del ingreso en los estratos altos es notable; alrededor del 60 % del ingreso familiar quedó en poder del 20 % de la población con mayores recursos. El sector medio -ese grupo cuya impor­tancia cuantitativa era mínima antes de la Revolución- siguió creciendo y aumentando su participación hasta principios de los años sesenta; aparentemente este aumento se hizo casi todo a costa de la disminución en la par­ticipación del ingreso de la mitad de la po­blación que se encontró en la parte inferior de la pirámide social.

 

Tiempo después la tendencia se invirtió y a fines de la década de los sesenta la ga­nancia relativa del sector medio parecía ha­ber desaparecido en favor de aquellos grupos que ocupaban la cúspide de la pirámide social.

 

La mitad menos favorecida de la pobla­ción disponía en 1950 del 19 % del ingreso, pero diecinueve años después sólo contó con el 15 % y el grupo medio volvía al punto de partida, 21 %.

 

Conviene recordar que estas cifras son relativas; por lo tanto la pérdida en la partici­pación de los sectores populares no indica necesariamente que se encontraran viviendo en circunstancias más difíciles que en el pa­sado; después de todo, el PNB había aumen­tado a un ritmo mayor que el del crecimien­to de la población con lo que el nivel general de vida subió. Lo que indican los porcentajes es que el 50 % menos favorecido de la población vio mejorar su nivel de vida a un rit­mo mucho más lento que los grupos con ingresos más altos. Tomando el ingreso medio familiar mensual a nivel de los precios de 1958, se tiene que esa mitad menos favore­cida de las familias recibían 460 pesos en 1950, o menos, y que en 1969 la suma era de 825 pesos, es decir, sus ingresos habían au­mentado un 47,6 % en dos décadas. Ahora bien, los ingresos de las familias que ocuparon el 20 % más alto se incrementó en un 115 %, o sea, a un ritmo dos veces y media más acelerado.

 

La sociedad dual.

 

En la medida que lo permiten las incier­tas cifras globales es conveniente ahondar en las particularidades del proceso de concentra­ción del ingreso y de la polarización de la es­tructura social mexicana. Como en el caso de otros países latinoamericanos, en México se observa la existencia y crecimiento de una sociedad de consumo moderna, similar a las existentes en los países industrializados de Occidente; a diferencia de éstos, el sector mo­derno se halla rodeado por una sociedad, de magnitud igual o quizá mayor, que se ha mantenido al margen, y esto es justamente lo que ha permitido la formación del área moderna. La diferencia de formas de vida entre ambas es tan grande que algunos autores han llegado a pensar que para ciertos análisis se debe partir de la existencia de dos naciones dentro de los confines geográficos de México.

 

Los miembros de la nación moderna se concentraron en las grandes ciudades -el Distrito Federal, Monterrey, Guadalajara, Puebla-. Pertenecían a ella básicamente los obreros especializados y empleados cualifica­dos del sector terciario, los sectores medios de la burocracia y de la administración en general, los profesionistas y pequeños empre­sarios y quienes explotaban la agricultura mo­derna.

 

Coronando esta pirámide se encontraban las familias que formaban la llamada clase alta, es decir, los dueños de la mediana y gran industria, de las empresas bancarias y comer­ciales, además de los altos funcionarios públicos y privados. El estilo de vida de todos estos sectores estuvo profundamente ligado -pese a toda la política de nacionalismo cul­tural originada con la Revolución- al american way of life. Las publicaciones norteamericanas -traducidas o en inglés- circularon profusamente entre ellos; la televisión y el cine, junto con la cercanía de los Estados Uni­dos, adonde anualmente iban centenares de miles de sus componentes a divertirse y adquirir bienes de consumo suntuario, afirmaron aun más este patrón e ideal de vida. El origen relativamente reciente de los sectores altos -la Revolución destruyó lo que preten­dió ser el principio de una aristocracia nati­va- les dejó poco protegidos ante la ofensiva cultural norteamericana. Fueron precisamen­te estos sectores los que impusieron la forma de vida que seguiría la nación moderna, que se convirtió en una sociedad dependiente de las modalidades económicas y culturales del exterior.

 

Los grupos marginados tuvieron cierta conciencia de la modernidad y de sus valores, principalmente a través de los medios de difusión masivos -cine, televisión, prensa-, pero hicieron un uso mínimo de tales valores e instituciones. Cuanto más alejados se ha­llaban de los centros urbanos menos  influi­dos fueron por los cambios culturales y la forma de vida propia de la sociedad de con­sumo El caso extremo se registró entre los grupos indígenas, habitantes de regiones poco comunicadas en los estados menos desarrollados, cuyo problema de relación con el México moderno partió del idioma  mismo, ya que muchos seguían sin dominar el español.

 

Aunque separados culturalmente y disfru­tando de niveles de vida muy diferentes, la dinámica de los dos sectores, el desarrollado y el marginado, tenía puntos de contacto. Entre otros, cabe citar que el sector moderno tuvo siempre a su disposición una vasta masa de mano de obra no cualificada que pudo em­plear, cuando lo requirió, con un nivel mínimo de remuneración. Esta dicotomía de la sociedad mexicana posrevolucionaria –que constituyó una de sus características más no­tables- se puede explicar por la naturaleza del modelo de desarrollo económico elegido por los líderes del país a partir de la segunda Guerra Mundial. La construcción de una infraestructura industrial, basada en los patrones propios de los países desarrollados, en un medio en que la distribución de los facto­res de la producción -capital y trabajo- era enteramente diferente, llevó al cabo del tiem­po a la configuración de una brutal dualidad social, que resultó refractaria a los débiles esfuerzos reformistas del Estado por superarla.

 

Sociedad urbana y marginalidad.

 

Cualquier observador, aun el más super­ficial, de los grandes centros urbanos de México en la época -en especial de su capital- pudo notar la existencia de una gran masa de la población que vivía en tugurios y que se encontraba desempleada o desempeñando actividades de muy baja productividad. Esta masa coexistía con grupos cuyo nivel de vida era tan o más elevado que el disfrutado por las clases altas de ciertos países desarrollados de Occidente.

 

El desempleo fue un fenómeno que adqui­rió grandes proporciones en las ciudades me­xicanas. Se debió a que el tipo de industria­1ización adoptado requería el empleo intensivo de capital y poca mano de obra, especialmen­te en las industrias más modernas, tales como la siderurgia, la química, la industria automotriz, etc. De ello resultó una paradoja: para este tipo de actividad, a pesar de desarrollarse en medio del desempleo, no existió un mercado de mano de obra abundante. La expli­cación se encuentra en que el nivel técnico que requirió este sector era muy alto y sólo estaba al alcance de un sector limitado de la población obrera, lo que a su vez reflejó un fallo del sistema educativo, que no pudo pre­parar mano de obra especializada. El promedio de escolaridad de los obreros industriales, en su conjunto, era de tres o cuatro años aproximadamente.

 

Así pues, mientras el producto industrial en México creció en promedio a una tasa del 8 % anual a partir de 1950, la creación de empleo de este sector fue sólo del 4 %. El fenómeno se acentuó con el tiempo y la ca­pacidad generadora de empleo en la industria siempre quedó por debajo de las necesidades generales. En 1970 se calculó que la creación de un nuevo empleo en el ramo industrial, requería una inversión de capital de 250.000 pesos. En la agricultura, en cambio, el costo era únicamente de 35.000 a 50.000 pesos. A pesar de todo, los mayores esfuerzos se di­rigieron sistemáticamente a la industria y no a la agricultura, precisamente porque el modelo de desarrollo así lo requería.

 

El sector industrial motivó desigualdades que en cierta medida reforzaron las que ya se habían manifestado en la sociedad en su conjunto. En 1965 existían en México alre­dedor de 136.000 establecimientos industria­les, pero la desproporción de los recursos en­tre ellos era notable; dentro del conjunto las 407 empresas mayores controlaban el 46 % del capital invertido en esa rama y contri­buían con casi la mitad de su producción. Fueron estas empresas las que dieron em­pleo a lo que se dio en llamar la aristocracia obrera, es decir. a aquellos trabajadores alta­mente cualificados y bien remunerados. Si se consideran como empresas modernas no sólo a las 407 mayores, sino también a todas aque­llas que daban ocupación en sus plantas a 50 obreros o más, se tiene que de los dos millones de personas empleadas en el sector industrial en 1955 únicamente 854.000 esta­ban en este tipo de empresas; el resto estaba en gran parte marginada. En general, los trabajadores del sector moderno estaban sindi­calizados y gozaban de la protección de las instituciones políticas y de beneficio social, se trató de una elite, cuya relativa alta pro­ductividad le permitía ser parte integrante del México desarrollado.

 

En una sociedad con las características de la mexicana la educación formal constituyó uno de los principales puntos de movilidad social. Independientemente de su valor intrín­seco, la adquisición de un diploma –a nivel elemental, medio o superior- incrementó las posibilidades de ascenso individual. El que las oportunidades educativas, a partir de 1940, crecieran a un ritmo relativamente más rápi­do que el incremento de la población explica el aumento notable de los sectores medios en México. En 1940 más del 12 % del presu­puesto federal se destinó a gastos educativos, el porcentaje disminuyó un tanto en la déca­da siguiente, pero volvió a recuperar el nivel inicial y aún a sobrepasarlo, fijándose en un 14 % al finalizar el citado período. Entre 1940 y 1970 la población del país aumentó en un 256 %, mientras que el número de alumnos inscritos en las escuelas primarias lo hizo en un 448 %. La educación superior tuvo un in­cremento aún más rápido, pues si bien en 1940 la Universidad Nacional Autónoma de México -el centro más importante de enseñanza superior- contaba con 17.000 alumnos, en 1968 llegaba a 93.000, es decir, la matrí­cula experimentó un ascenso del 547 %. El Instituto Politécnico Nacional, el otro foco importante de enseñanza media y superior, tuvo un crecimiento similar. Los profesionis­tas, como grupo, se consolidaron.

 

Las desigualdades sociales se vieron un tanto atenuadas por la acción del sistema edu­cativo entre 1940 y 1970. Los alumnos en­cuadrados en el sistema de enseñanza superior procedentes de hogares campesinos continuaron siendo una minoría, pero en 1968 la mayoría de los estudiantes (69 %) procedían de familias en las cuales el padre no había cursado estudias secundarios, de preparatoria o profesional. Estas cifras indican que la educación superior -el canal de movilidad más importante en todo el sistema educati­vo- sirvió preferentemente a las necesidades de ascenso del estrato medio bajo, aunque dejó casi intacta la situación de los grupos situados en el extremo inferior de la pirámi­de social.

 

La sociedad rural.

 

La marginalidad existente en las zonas ur­banas tuvo su origen en el campo. A princi­pios de la década de los años setenta el subempleo total se estimó en casi seis millones de personas, o sea, el 45 % de la fuerza de trabajo. De este total se calcula que alrede­dor de 60% se encontraba en el sector agropecuario. Esta notoria disparidad tuvo como consecuencia el que una gran corriente de emigrantes del campo invadiera la ciudad, en donde a pesar de lo mal retribuido de sus ocupaciones, lograrían un ligero aumento en su nivel de vida. Se ha calculado que entre 1960 y 1970 el campo expulsó a 900.000 cam­pesinos, que al no poder ser absorbidos por ninguna actividad productiva rural, tuvieron que subemplearse en las zonas urbanas.

 

El subempleo y desempleo rural tuvieron varias causas. La agricultura a pesar de cons­tituir la fuente principal de divisas para la industrialización mexicana y de dar empleo a casi el 50 % de la población económicamente activa, sólo contribuyó en poco más del 11 % a la formación del producto nacional bruto. Esto se debió a que una gran parte de las personas dedicadas a actividades agropecua­rias vivía dentro de una economía de subsis­tencia.

 

Fue el sector moderno de la agricultura mexicana el responsable principal del aumento de la producción, ya que fue también el más favorecido por la irrigación y por el crédito; además, pudo emplear maquinaria y hacer amplio uso de los fertilizantes. En general los predios dedicados a este tipo de agricultura fueron relativamente grandes -eji­dales o de propiedad privada-. A pesar de la reforma agraria y de la desaparición de la gran hacienda, en las tres décadas posterio­res a 1940 se produjo un proceso de concen­tración de la propiedad de la tierra producti­va; este hecho fue más claro en el caso de la propiedad privada que en el de la ejidal. En 1960, 24.000 predios privados disponían de más de cien millones de hectáreas; de éstos, 3.800 controlaban 71 millones; en el otro extremo, 900.000 predios de pequeños propietarios disponían de apenas 1,8 millones de hectáreas. Es decir, el 1 % de los propietarios disponían del 74 % de la superficie no ejidal cultivada, la cual, a su vez representaba alrededor del 60 % de la superficie total en explotación.

 

La disparidad en la tenencia de la tierra se reflejó en la producción. En 1960 había 12.000 predios que tenían una producción anual con un valor de 100.000 pesos o más. Dichos predios representaban apenas el 0,5 % del total de predios, pero llegaron a contri­buir con el 25 % de la producción agrícola total. En el otro extremo de la escala se encontraban los predios que en 1960 sólo alcanzaron a producir 750 pesos anuales o menos. Nada más y nada menos que 1.240.000 predios contribuyeron con el 4 % del producto agrícola.

 

Evidentemente los propietarios de estas parcelas no pudieron subsistir con el solo producto de sus tierras, por lo tanto es de suponer que parte de su tiempo activo lo dedicaron a alquilar su trabajo, como jornaleros, en las empresas agrícolas de mayor capacidad. Junto a estos minifundistas, que se vieron obligados a trabajar en propiedades ajenas, se encontró un sector aún más desfa­vorecido: el de los jornaleros sin tierra. Según ciertos cálculos, en 1970 este sector estuvo compuesto por tres millones de campesinos. Diez años antes, en 1960, estos jornaleros trabajaban en promedio únicamente cien días al año y el resto permanecían desocupados. Así pues, al final de los años sesenta la agri­cultura tenía un excedente de mano de obra superior a los dos millones de personas.

 

La situación anterior se reflejó claramen­te en los niveles de vida. En 1960 únicamen­te el 8% de las familias campesinas dispo­nían de ingresos superiores a los mil pesos mensuales, mientras que en los centros urba­nos la proporción fue de 35 %, es decir, el triple. El mismo fenómeno se observa al considerar que del total de 3,6 millones de familias clasificadas como rurales, en 1969, el 58 % tenía un ingreso mensual medio de 750 pesos o menos. Según las estadísticas cada familia estaba formada por 5.8 personas, luego el ingreso per cápita de más de la mitad de la población rural fue de 130 dólares anuales, bastante bajo en comparación con el promedio nacional que fue de alrededor de 700 dólares. La acción misma del Estado contri­buyó a mantener esta desigualdad entre campo y ciudad, pues la mayoría de la población beneficiada por los procesos de modernización, a través de los servicios públicos e instituciones de seguridad social, se encontró en las áreas urbanas.

 

Desarrollo y regionalismo.

 

La diferenciación en la estructura social presenta, además de las manifestaciones anotadas anteriormente, como son la distribu­ción muy desigual del ingreso personal y la subordinación del campo a la ciudad, otra ca­racterística muy notable: el regionalismo. Los procesos y beneficios de la modernización en el México contemporáneo no se dieron por igual dentro del ámbito nacional; hubo focos dinámicos, claramente identificables, mientras otras regiones quedaban rezagadas.

 

El valle de México fue el centro de la nación moderna. En este lugar se centralizaron los poderes políticos y económicos, al lado del complejo industrial y el mercado más grande de la nación. En esta área se invirtió el 50 % del capital del país. Si a la zona me­tropolitana se agregan siete de los estados más desarrollados del norte del país, particu­larmente Nuevo León, se tiene una región con la concentración del 39 % de la pobla­ción total del país, que contribuye en el 75 % de la producción industrial. La agricultura presentó el mismo panorama; el polo de de­sarrollo agrícola más importante se encontró en el norte del país -Sonora, Sinaloa, La Laguna, el valle de Mexicali-, donde se habían formado importantes zonas de riego y en donde ejidatarios y propietarios privados conta­ron con las extensiones de tierra y las facili­dades financieras adecuadas para producir la mayor parte de los productos de exportación agropecuarios y abastecer las necesidades en alimentos de las zonas urbanas. Frente a este polo desarrollado del norte se formó otro, de pobreza, en el sur, particularmente en la zona que comprendía Chiapas, Oaxaca, Guerrero y parte de Michoacán.

 

Examinando la estructura del ingreso per cápita de los estados más desarrollados fren­te a los más atrasados, se obtiene que el de los primeros fue cuatro veces mayor que el de los segundos. La desigualdad regional tam­bién se ve al examinar los servicios del Estado. La política educativa es un buen indi­cador. Mientras la enseñanza primaria se satisfacía en un 72 % en las zonas urbanas, se hacía sólo con un 58 % en las rurales. Lo que es aún más grave, si en las ciudades el 54 % de los niños, que ingresaron en el sis­tema de educación primaria, concluyeron sus estudios, en el campo lo hizo únicamente el 10 %. La educación media y superior fue casi inexistente para aquellos alumnos que habi­taban en las zonas rurales.

 

Las regiones menos desarrolladas presen­taron a la vez una gran disparidad interna en lo referente a la distribución del ingreso y ni­vel de vida en general. Los datos no son de­finitivos, pero puede adelantarse una hipó­tesis que correlacione la mayor desigualdad social relativa con el menor desarrollo regional.

 

Esto se debió a que la productividad de la mayor parte de la población económicamente activa en esas regiones atrasadas fue muy baja. Así, por ejemplo, por cada peso producido por el 10 % de la población económicamente activa de Oaxaca con la pro­ductividad más alta, el 70 % con la productividad más baja apenas produjo 28 centavos. El primer grupo correspondió a la población que se encontraba empleada en la escasa industria del Estado, mientras que el segundo lo constituía el dedicado a las actividades agropecuarias, que en gran parte tuvieron un carácter de subsistencia. Los obreros de Oaxaca, a pesar de su posición privilegiada en relación a su ámbito local, resultaron ser de los menos favorecidos al compararse con aquellos operarios empleados en las zonas in­dustriales del valle de México o Monterrey, donde estaban localizadas las empresas más modernas y en donde los trabajadores disfru­taban de una productividad más alta.

 

Consideraciones finales.

 

La estructura social del México contemporáneo contrasta notablemente con la exis­tente a principios de siglo. La deformación del cuerpo social, a que entonces hizo referencia Andrés Molina Enríquez, con la exis­tencia de una pequeña elite que controlaba las principales fuentes de riqueza, poder y prestigio, frente a una enorme masa, en su mayoría campesina, que sólo disponía de su fuerza de trabajo con muy baja productivi­dad, fue desapareciendo ante el crecimiento acelerado de los sectores medios. La urbanización y el proceso de industrialización, a base de la sustitución de importaciones, au­nado a la flexibilidad de las instituciones po­líticas posrevolucionarias, fueron los factores responsables de éste desarrollo de la llamada clase media. El sector obrero y los trabaja­dores de cuello blanco constituyeron en los años treinta una clase social relativamente pequeña; a partir de 1940 surgieron como una clase social a tener en cuenta, la cual se situó entre los trabajadores del campo y gru­pos medios profesionales y las clases altas. A diferencia del pasado, todos estos sectores tuvieron la oportunidad de organizarse formalmente al menos en principio y de actuar en el campo político, a fin de defender mejor sus intereses corporativos en el proceso de distribución de los beneficios de la actividad social.

 

En principio, la Revolución de 1910 -el acontecimiento histórico más importante del siglo XX mexicano- se comprometió a favorecer el ingreso de todos los sectores sociales en los procesos que darían forma a las decisiones que habrían de configurar la nue­va estructura política y económica del país; también se comprometió a apoyar las deman­das de los sectores mayoritarios -obreros, campesinos y clases medias- para impedir que se repitiera la existencia de una distribu­ción poco equitativa de la riqueza. La. reali­dad, sin embargo, no correspondió enteramente a los proyectos iniciales.

 

La polarización social volvió a presentarse, no como un fenómeno accidental, sino por causa de un orden estructural. Esta polarización se dio a varios niveles; por un la­do, en la existencia de grupos marginados frente a otros que activamente participaron y se beneficiaron directamente de los proce­sos de modernización, y por el otro, en la es­tratificación dentro de cada uno de estos dos grandes sectores. Si bien al concluir la sép­tima década del siglo habían desaparecido las características de desequilibrio social a que habían hecho referencia los observadores de principios de siglo, México se enfrentó, en cambio, al problema de la dualidad social que los desarrollos políticos y económicos de las últimas décadas crearon, reflejándose en la configuración cada vez más clara de las dos naciones dentro del ámbito mexicano: una moderna, participante de las características de la sociedad de consumo, y otra, cuantita­tivamente tanto o más importante que la pri­mera, que se quedó a la zaga, sosteniendo el proceso de modernización sin recibir apenas beneficios. La solución a esta dualidad constituía el reto más importante al que se en­frentaba el sistema social mexicano al cerrarse la séptima década del siglo.

 

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132.            La educación pública (1940-1970).

 

Desde los finales del porfiriato la educa­ción pública adquirió un gran desarrollo en el país. Sin embargo, el aislamiento geográ­fico, la falta de comunicaciones, de maestros y de recursos económicos demostraron ser obstáculos poderosos, y a pesar del impulso que se dio a la educación, en vísperas de la Revolución mexicana el analfabetismo alcan­zaba a un 84 % de la población. El civismo y esfuerzo del grupo extraordinario de peda­gogos que actuaron a la vuelta del siglo mar­có muchas de las pautas que se fijarían a la escuela mexicana poco más tarde. Sus prédi­cas y objetivos influyeron en la Revolución y su presencia en la lucha aseguraron que aquella le diera gran importancia a la tarea educativa.

 

Una vez terminada la lucha, el gobierno revolucionario emprendió la gigantesca tarea de tratar de proporcionar educación pública para todos los habitantes del país. No sólo había que multiplicar escuelas, maestros, ma­terial didáctico y comunicaciones, empresa ésta ya de por sí inmensa, sino también pre­parar maestros en las múltiples lenguas indí­genas para llevar las letras a grupos aislados.

 

Dos administraciones públicas se desta­caron por su gran empeño educativo: la pri­mera fue la del general Alvaro Obregón, que, con su ministro José Vasconcelos, se empeñó en conmover a todos los alfabetos para llevar a cabo una cruzada educativa; la segunda fue la del general Lázaro Cárdenas, du­rante la cual se multiplicaron escuelas rura­les, técnicas, agrícolas, normales y libros de texto, a pesar de que esa administración tuvo que afrontar el gran problema de la educa­ción socialista, implantada por la reforma de 1934. El mandato de combatir los prejuicios y el fanatismo y crear en la juventud "un concepto racional y exacto del Universo" demostró ser explosivo, aunque en buena medida se siguió enseñando lo mismo, puesto que sin una reeducación del maestro y sin un cam­bio de estructuras era de esperarse que la re­forma fuera nula.

 

El malestar que creaba el monopolio edu­cativo del Estado se mezcló con algunos otros problemas y esto causó violencias: maestros desorejados y el cierre de muchas escuelas. La ambigüedad misma de la reforma hizo ne­cesario atemperar la interpretación que se daba al artículo 3° en la Ley Orgánica de Edu­cación de 1939. En el cambio desempeñaron su papel también otros factores, como el temor de una intervención extranjera por la ex­propiación del petróleo y el temor a la in­fluencia que pudiera tener en México la segunda Guerra Mundial. Ante un mundo amenazante precisaba unir al país y limar todo motivo de división entre los mexicanos.

 

La administración Avila Camacho, la unidad nacional y la lucha contra el analfabetismo.

 

La segunda Guerra Mundial iba a fomen­tar muchas de las tendencias que se venían notando en el país desde la década de los treinta, entre ellas la industrialización y la búsqueda de una nueva conciliación de las fuerzas políticas, que patrocinaban la entrada a una relativa estabilidad. Durante la cam­paña presidencial de 1940 se expresó repeti­damente el repudio al artículo 3°. Esto hizo que El presidente Avila Camacho optara por el camino de la conciliación en todos los terrenos.

 

Era imposible pretender que se cambiara el artículo 3° de la noche a la mañana; por tanto se mantuvieron los mismos programas de en­señanza y se continuaron publicando textos "socialistas", aunque aparecieron otros cuyo tono era diferente, es decir, simplemente mexicanista. Ante la situación internacional, el nuevo presidente optó por una "política de comprensión, de simpatía humana, de solida­ridad social", y durante todo el sexenio la ta­rea más urgente fue la de lograr la unidad. Avila Camacho lo expresaba en su informe de 1945: "Cuando empezó la guerra nos dimos cuenta, con más claridad que nunca, que había una causa común a todos los mexica­nos: la causa de nuestra patria. Brotó enton­ces en todas las voces un mismo grito: la unión sagrada. Y en todos los corazones un mismo anhelo: la adhesión de todos bajo la enseña de la República". Pero también enton­ces se reconoció que la guerra no era la única razón; "si ella nos reunía era porque nues­tras más intensas agitaciones no habían tenido como propósito el de dividirnos, sino el de combinar con mayor fuerza los ingredientes de nuestra fórmula peculiar".

 

La educación pública, que siempre había sido un medio para modelar el México del futuro, volvió a considerarse el camino para conseguir la unidad y la industrialización. Ha­bía que inculcar un nacionalismo, a la vez que se preparaban los obreros calificados, los técnicos y los científicos necesarios para el desarrollo.

 

Desde el principio del sexenio, el cambio de actitud era aparente, pero se consideró prudente que el cambio legal siguiera a la práctica. Hoy parecería que el proceso fue sencillo, pero el hecho mismo de que en un solo período gubernamental hubieran habido tres secretarios de Educación diferentes com­prueba que no fue ése el caso.

 

A Luis Sánchez Pontón le tocó ser minis­tro durante el turbulento período del 1 de di­ciembre de 1940 al 12 de septiembre de 1941, en el cual se reorganizaría la Secretaría de Educación Pública, sustituyéndose los antiguos departamentos por Direcciones Genera­les. Sánchez Pontón se esforzó por defender la escuela socialista en tiempos que no eran ya propicios, y tuvo que dejar el cargo en manos de Octavio Véjar Vázquez, quien permanecería del 12 de septiembre de 1941 hasta el 20 de septiembre de 1943. El nuevo ministro se empeñó en corregir errores co­metidos en tiempos de Vázquez Vela; desgra­ciadamente también canceló algunos de los cambios positivos que éste había implanta­do, como la coeducación y las escuelas regionales campesinas. Hizo serios intentos de moralizar al magisterio, pero con medidas tan drásticas que resultaron inapropiadas. Su política fue impopular y a menudo se le calificó de reaccionaria. Al parecer, los dos secreta­rios fueron víctimas del cambio político que se intentaba. Jaime Torres Bodet completó el sexenio, y gracias a su personalidad se le im­primió un nuevo aliento  a la educación mexicana.

 

Si bien no se reformó el artículo 3° sino has­ta fines del período de Avila Camacho, sí se promulgó una nueva Ley Orgánica de Edu­cación en 1942. Esta ley seguía afirmando que la educación impartida por el Estado sería socialista en todos sus niveles. Sin em­bargo, su espíritu era totalmente distinto. En primer lugar insistía en que el socialismo edu­cativo era "el socialismo que forjó la Revo­lución mexicana". Condenaba en cierta medida los extremos que habían tenido lugar por una interpretación equivocada, "con lamenta­bles resultados para la tranquilidad de la na­ción". También subrayaba que, para los efectos de la ley, no podía entenderse "por fanatismo o prejuicio la profesión de credos religiosos y la práctica de ceremonias, devo­ciones o actos de culto". De manera que con­sideraba fanatismo sólo "el excesivo apego a creencias u opiniones religiosas". La nueva interpretación no hablaba de una escuela an­tirreligiosa, sino sólo enemiga de los excesos. Se fijaban como finalidades las siguientes:

 

Fomentará el íntegro desarrollo cultural de los educandos dentro de la convivencia social, preferentemente en los aspectos físi­co, intelectual, moral, estético, cívico, militar, económico, social y de capacitación para el trabajo útil en beneficio colectivo;

 

Excluirá toda enseñanza o propagación de credo o doctrina religiosa;

 

Contribuirá a desarrollar y consolidar la unidad nacional, excluyendo toda influencia sectaria, política y social contraria o extraña al país y afirmando en los educandos el amor patrio y a las tradiciones nacionales, la convicción democrática y la confra­ternidad  humana.

 

La guerra mundial, que había influido en el empeño de lograr la unidad, también influ­yó en la insistencia de convertir la educación en un instrumento para la paz y para la so­lidaridad con los otros países del continente. Se publicaron muchos folletos con propagan­da antibélica y antifascista. Se hizo un llamado a los maestros para "escoger y desarrollar en los educandos la idea y el sentido profun­do de la democracia". Muchos de los ejercicios de clase se destinaron a analizar "la tragedia europea" y la "actitud de América latina".

 

Para fomentar un hondo sentido panamericanista, desde el primer año se cantaban himnos alusivos como "América inmortal"; se leían biografías de héroes de todo el con­tinente y se enseñaban canciones y bailes americanos. En los seis años de enseñanza primaria se explicaba el pensamiento de los grandes americanos, la historia común del continente, su geografía, recursos naturales, comunicaciones, producción y hasta “el papel geográfico de México en la defensa del continente”. Dentro de ese panamericanismo no dejó de subrayarse un patriotismo marca­do: todos tos días se izaba la bandera en las escuelas y se hacía una sencilla ceremonia de homenaje.

 

Para los maestros se publicó toda una se­rie de folletos, entre los que se encontraba una síntesis de Mi Lucha de Hitler y temas como La Liga de las Naciones, El Tratado de Versalles, Bases Fundamentales del Ideario Fascista. Este programa creció con la decla­ración de guerra y la asistencia de México a la Conferencia de Ministros de Educación de Londres en 1942, en la cual se discutió el im­portante papel que tenía la educación en el mantenimiento de la paz.

 

En la práctica, la educación se empeñó en fortalecer los lazos de unidad y en hacer de­saparecer la barrera lingüística que separaba a muchos mexicanos, castellanizándolos. Para unificar los programas y métodos de estudio de todo el país se constituyó un Consejo Na­cional Técnico de la Educación. También se restablecieron en 1942 las Misiones Cultura­les, grupos de maestros, artesanos, profeso­res de educación física y economía doméstica e higiene, que se adentraban en las zonas ais­ladas para trabajar con la comunidad y poner en práctica su mejoramiento general.

 

Se fundaron muchas instituciones peda­gógicas, culturales y científicas, entre las que destacan la Escuela Normal Superior, la Es­cuela Nacional de Especialistas y la Escuela Nacional de Bibliotecarios. Para difundir y definir la cultura nacional se crearon dos ins­tituciones: en 1942, el Seminario de Cultura Mexicana, que debía estimular la producción científica, filosófica y artística, así como extender la cultura nacional y universal en todo el país; en 1943, el Colegio Nacional, insti­tución que agrupaba y honraba a los grandes valores nacionales.

 

También se continuaron tareas para esti­mular el desarrollo industrial. Se reorganizó el Instituto Politécnico Nacional fundado en 1937, se creó una Comisión Impulsora y Coor­dinadora de la Investigación Científica y se inauguró el Observatorio Astrofísico de To­nanzintla. La iniciativa privada colaboró con la fundación del Instituto Tecnológico de México y el Instituto Tecnológico de Monterrey, este último modelo de educación superior.

 

Fue Jaime Torres Bodet el que se empeñó en integrar las labores de la Secretaría de Educación y les dio un verdadero sentido na­cional. Para llevar a cabo su tarea se enfrentó a dos graves problemas: el alto porcentaje de analfabetismo y la escasez de escuelas y maes­tros. El problema del analfabetismo se con­sideró tan agudo que el 21 de agosto del año 1944, para dramatizar el problema, se pro­mulgó la Ley de Emergencia para la Campaña Nacional contra el Analfabetismo. Se im­primieron diez millones de cartillas, no sólo en español, sino también en náhuatl, maya, tarasco, otomí y tarahumara. Se crearon 69.881 centros de enseñanza, que atendieron a 1.350.575 analfabetos.

 

El éxito fue limitado, a pesar del gran esfuerzo por estimular a la población a apren­der y enseñar a leer; en 1945, sólo 205.081 habían aprobado el curso. Se descubrió por entonces la existencia de analfabetos funcio­nales, es decir, personas que alguna vez ha­bían aprendido a leer y escribir, pero que, de­bido a la carencia de material adecuado de lectura, lo habían olvidado todo con los años. Para evitar que esto sucediera en el futuro se creó la Biblioteca Enciclopédica Popular.

 

La escasez de maestros y de escuelas se consideró como un obstáculo para solucio­nar, a largo plazo, el problema del analfabetismo. Se calculó que las necesidades del país requerían 45.000 maestros más de los exis­tentes. El 11 de febrero de 1944 se inició el primer programa federal de construcción de escuelas y, para acelerar la formación de maes­tros, la Secretaría tomó bajo su control cua­tro escuelas normales rurales, las de Ciudad Victoria, Morelia, Oaxaca y Pachuca, aumen­tándose a seis los años de estudio para mejorar la preparación que se daba. Se conside­ró que la Escuela Normal Nacional era insuficiente y en 1945 se inició la construcción de un nuevo conjunto de edificios para albergar la extensión de sus servicios.

 

Por de pronto era muy importante mejo­rar la preparación de los maestros en servi­cio y al respecto se creó el Instituto de Ca­pacitación del Magisterio. Esta institución proporcionaba cursos por correspondencia y cursos intensivos durante las vacaciones es­colares, y elaboraba material didáctico. A pe­sar de todo, el gran problema que pesaba so­bre la Secretaría de Educación era la reforma del artículo 3° de la Constitución. Torres Bodet se enfrentó a un clima político menos efer­vescente que el de sus antecesores; incluso le favoreció el hecho de que, en el desarrollo de la segunda Guerra Mundial, la Unión So­viética, que al principio estuvo al lado de Alemania, entrara en el grupo de países aliados con el que México colaboraba. De esa manera se calmaron algo los ánimos de los maes­tros, que soñaban con una "educación socia­lista" a la manera soviética.

 

La reforma del artículo 3° se llevó a cabo por etapas para evitar que se acaloraran los áni­mos. El 3 de febrero de 1944 se nombró una comisión revisora y coordinadora de libros de textos y programas, la cual estudió los cambios que debían hacerse, de manera que la educación pública lograra "la formación moral del tipo humano, democrático y justo que deseamos". Se pretendía desarrollar to­das las facultades de los seres humanos: la fuerza corporal, eficacia de los sentidos, ele­vación de los sentimientos, capacidad de la mente, firmeza del carácter y la probidad de su altruismo.

 

México sostuvo en la Conferencia Edu­cativa, Científica y Cultural de Londres, en 1945, la tesis de que la educación debería ser integral, es decir, instrucción de la inteligencia y desarrollo del carácter, educación para la paz, lucha contra la ignorancia y para la comprensión de lo mexicano. Advertía la tesis mexicana que no pretendía "provocar los errores del nacionalismo ciego e intole­rante", sino asegurar que el desarrollo mexi­cano fuera en bien de la solidaridad univer­sal, para que México pudiera convivir con todo el mundo.

 

Los programas de 1944 para la enseñanza primaria adelantaban los cambios que ven­drían a continuación. Estaban hechos, se decía, para niños mexicanos y para "borrar las desigualdades totalmente". Se quería que la escuela lograra la homogeneización espiritual para que, por medio del amor, se unieran to­dos los mexicanos en un solo espíritu para formar una nación  fuerte.

 

Desde entonces se expresaba que la edu­cación debía ser menos verbalista, menos em­peñada en hacer memorizar y ser más experimental y práctica, lo que redundaría en beneficio de los que tenían que abandonar la escuela sin terminar sus estudios. Si era práctica, aunque no se terminara, tendría aplica­ción, serviría para saber cumplir una función útil.

 

En 1945 el país parecía estar listo para la reforma del artículo 3° constitucional. El proyec­to aclaraba que se reconocía que la reforma del artículo 3° de 1934 había significado un ade­lanto, pero su falta de claridad causó deso­rientación. A pesar de todos estos cuidados, no se pudo evitar que hubiera conmoción. El Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación decidió dedicar una de sus conferencias a discutir el problema. A pesar de que muchos querían mantener el texto de 1934, el viejo líder socialista Vicente Lombardo To­ledano logró inclinar la opinión a favor de la reforma, con el argumento que usaba el gobierno. Era urgente eliminar los aspectos poco claros en la redacción del artículo 3°, que por su confusión permitían el ataque de los reac­cionarios y debilitaban la unidad nacional. "Queremos -decía Lombardo- un artículo 3° depurado de sus contradicciones y confusionis­mos; conservando su contenido progresista; mejorando su alcance liberador para que sirva al pueblo mexicano de eficaz instrumento para la realización de sus magnas tareas his­tóricas."

 

Se expresaron ampliamente las opiniones a favor y en contra, pero la mayoría se daba cuenta de los múltiples problemas que había provocado una reforma que no había sido ex­presada con la debida claridad. Poco a poco las organizaciones obreras fueron expresando su apoyo a la política educativa del gobierno.

 

El artículo 3°, que todavía está en vigor, autoriza a los particulares a establecer insti­tuciones educativas de cualquier nivel, aunque la Secretaría de Educación mantiene el derecho de autorizarlas y supervisarlas, de manera que cumplan con las exigencias que impone la ley. Se mantuvo la prohibición de que una corporación religiosa y los ministros de cualquier culto religioso pudieran enseñar.

 

La educación primaria continuaba siendo obli­gatoria, y la impartida por el gobierno, gra­tuita.

 

Para cumplir con su cometido conciliador el artículo 3° no podía ser muy definitivo y el texto es algo vago. Se mantenía cierto anti­clericalismo, por tanto prohibía a los religio­sos educar, a pesar de que buen número de instituciones educativas privadas estaban ma­nejadas  por órdenes religiosas católicas. Al mismo tiempo, para tranquilizar a los creyen­tes, se afirmó que se respetaría la libertad de creencias. El hecho de que el artículo 3° de 1945 siga en vigor significaba, sin duda, que se lo­gró el efecto de contentar a todos.

 

Durante su último año de gobierno, Avila Camacho enfatizó que una verdadera y hon­da mexicanidad era el mejor instrumento de comunicación con lo universal. La Secretaría de Educación preparó un libro que analizaba la historia mexicana y los diversos aspectos de la cultura mexicana, publicado en 1946 con el título de México y la Cultura y elaborado por los más importantes intelectuales. Era un intento nacionalista de afirmar "lo mexica­no", resumiendo la contribución mexicana en todas las manifestaciones de la cultura. To­rres Bodet permaneció sólo tres años en la Secretaría de Educación; por tanto, no llegó a ver concluidas las tareas que habla inicia­do. Apenas 352 nuevas escuelas de las 796 planeadas fueron terminadas antes de finali­zar el sexenio de 1946. Sin embargo, casi to­dos los planes se continuaron, aunque con menor intensidad. El Decreto del 3 de marzo de 1947, por ejemplo, declaró permanente la campaña contra el analfabetismo. El empeño por inculcar un sentimiento de unidad nacio­nal entre todos los mexicanos, se mantuvo también en las siguientes administraciones. Pero hubo variaciones en la forma de interpretar el alcanzar la unidad nacional. El secretario de Educación del presidente Alemán (1946 - 1952), Manuel Gual Vidal, se empeñó en la federalización de escuelas normales del país, como medio para crear un verdadero sistema nacional de educación pública.

 

Educación al servicio del desarrollo.

 

En el sexenio de 1946 a 1952, de acuerdo a su personalidad dinámica y emprendedora, el presidente Alemán prefirió llevar a cabo ta­reas educativas de carácter práctico, que sirvieran de base para el desarrollo económico, por entonces ya objetivo fundamental del go­bierno. "La escuela –decía Gual Vidal- es una emanación social; su estructura y sus fi­nes se hallan vinculados al desenvolvimiento general de la sociedad y al progreso de la ciencia y la técnica." Con ese mismo espíri­tu, tratando de desarrollar en los mexicanos un interés económico, se expidió la Ley del Ahorro Escolar. Esta ley declaraba obligatoria la compra de una estampilla semanal de ahorro, de manera que cada niño llenara una libreta a lo largo del año escolar. Entre los grupos más pobres, la obligación se convirtió en un nuevo problema más que en un medio de formación de hábitos de ahorro.

 

Una vez determinado que lo importante era que la educación formara obreros califi­cados y técnicos para la industria, todo era cuestión de ligar la educación primaria a la técnica. Por eso se dio gran importancia a la expansión de los Institutos Tecnológicos Regionales a partir de 1948, creados a base del modelo del Instituto Politécnico Nacional, que coordinaría los Tecnológicos Regionales.

 

También dentro del espíritu eminentemen­te práctico del sexenio estuvo la construcción de edificios escolares, lo que se hizo con gran éxito. Durante el sexenio 1946 - 1952 se cons­truyeron 4.159 escuelas, se repararon 2.383, además de llevar a cabo conjuntos tan impre­sionantes como el Conservatorio Nacional de Música y la Ciudad Universitaria. Esta últi­ma fue posible gracias al apoyo gubernamen­tal y a la acción del Patronato de la Cons­trucción de la Ciudad Universitaria, que hizo un llamado para obtener donativos.

 

El entusiasmo despertado para reunir fon­dos y construir la Ciudad Universitaria hizo posible que las obras se aceleraran, a pesar de los múltiples obstáculos técnicos. La Ciu­dad Universitaria se construyó al sur de la Ciudad de México, en el gran pedregal origi­nado por la lava volcánica. Hubo que usar potente maquinaria para separar la enorme capa de roca volcánica que fue usada como material importantísimo en la construcción, iniciándose así toda una moda arquitectónica en México. Piedra, murales de mosaico veneciano y grandes espacios abiertos produjeron un conjunto armónico, que hoy ha perdido mucho de su belleza original con la construcción de nuevos edificios para proporcionar aulas a una población escolar mucho más elevada de lo que los cálculos predecían.

 

Durante el sexenio 1946 - 1952 hubo tam­bién un visible empeño de mejorar la forma­ción del maestro. Para lograrlo se federalizó la enseñanza normal y se publicaron numerosas obras pedagógicas de autores extran­jeros.

 

El hecho de que la Asamblea General de la UNESCO de 1947 tuviera lugar en México y de que Jaime Torres Bodet se convirtiera en su director general un año después, hizo que México apoyara los proyectos de la UNESCO y propagara con entusiasmo sus finalidades. De esa manera se estableció un ensayo piloto de educación básica en Nayarit en 1948 y el primer Centro Regional de Edu­cación Fundamental para la América Latina (CREFAL) en Pátzcuaro, Michoacán, en 1950. Las actividades de propaganda de los ideales de las Naciones Unidas fueron múltiples. En 1948 se celebró en todas las escuelas del país la Semana de las Naciones Unidas, con cantos y bailes de otros países del mundo y uni­dades de estudio en las ciencias sociales y naturales que subrayaban "el sentimiento de unidad en el mundo y en la vida".

 

El fomento de la vida artística mexicana, que desde los tiempos de don José Vascon­celos (1920 - 1923) venía siendo una de las tareas importantes de la Secretaría de Edu­cación Pública, adquiriría mayor relevancia con la fundación del Instituto Nacional de Bellas Artes, encargado de promover, fomentar y sostener actividades artísticas en todo el país.

 

Los problemas del indio, que a partir de la Revolución habían cobrado importancia en la política nacional, fueron cuidados especial­mente durante el gobierno de Cárdenas. En la década de los años cuarenta volvió a sur­gir la polémica sobre la solución al aislamien­to del indio. Volvieron a presentarse dos soluciones al problema: integración total me­diante la castellanización y la inculcación de determinados valores y lealtad al Estado, a través de la  escuela; la otra solución mante­nía que los grupos indígenas debían conser­var su lengua, su cultura, sus valores y, sólo después de aprender a leer en su propia lengua, debían aprender el castellano; ésta sería una agregación a un pluralismo nacional que tenía sólo unidad gubernamental. Durante el período l946 - 1952 el Departamento de Asun­tos Indígenas se convirtió en Dirección General de Asuntos Indígenas, con una doble tarea: ocuparse de los diversos aspectos de la educación indígena y "procuraduría" indí­gena, es decir, ayudar a los grupos indígenas a tramitar eficientemente sus problemas en las distintas oficinas gubernamentales.

 

Para la educación indígena se crearon Cen­tros de Adiestramiento Indígena, dedicados a dar educación básica y entrenamientos prácticos de agricultura y artesanía. También se establecieron Unidades de Educación Indíge­nas que trataron de reunir recursos de diversas agencias para aprovecharlas en el desa­rrollo económico, social y cultural de toda una región con las mismas características. El espíritu de la UNESCO permeaba la tarea: "Todos los hombres, sin distinción de razas, credos, color o posición social, deben unifi­carse en la conciencia y el ideal común de la fraternidad universal. Las familias aborígenes de la República mexicana, que son carne y espíritu de la nacionalidad, no pueden ni deben quedar al margen de la obra general en pro de la paz y la fraternidad".

 

Después del indigenismo retórico y agresivo de las dos décadas anteriores a los años cuarenta querían darle al problema del indio una solución práctica, mejorando ante todo su terrible situación económica y proporcio­nándole una educación que le permitiera un futuro mejor. Esa década estuvo empeñada en lograr una comprensión de la cultura na­cional a la manera de Justo Sierra, recono­ciendo las dos raíces que la habían formado, la indígena y la hispánica, para superar las fobias y las filias. Sin embargo, los años de 1947 a 1949 verían desarrollarse las lu­chas abiertas entre hispanistas e indigenistas.

 

En 1947, gracias a unas reparaciones en el Hospital de Jesús, fueron hallados los res­tos de Hernán Cortés. Los hispanistas a­presaron su regocijo en artículos periodísti­cos y hasta en libros. Se pidió una estatua al conquistador de México, que simbolizara reconocimiento al "fundador de la nacionali­dad". Por el contrario, los indigenistas ata­caron la idea, y todo pareció quedar en nada ya que el gobierno hizo oídos sordos a este asunto.

 

Sin embargo, el 26 de septiembre de 1949, doña Eulalia Guzmán, la constante campeona de la causa indigenista, anunció que había ha­llado los restos del último emperador mexica, Cuauhtémoc. Los periódicos se llenaron de reseñas y fotografías de los objetos encon­trados por la historiadora en Ichcateopan, Guerrero. El descubrimiento fue rechazado desde el primer momento, pero el indigenismo era tan sensible que el secretario de Educación pidió al Instituto Nacional de Antro­pología que nombrara una comisión, la cual llevara a cabo serias investigaciones sobre el asunto.

 

La comisión nombrada rindió un informe desfavorable, pero doña Eulalia Guzmán logró que un grupo de intelectuales fallara a fa­vor de la autenticidad de los restos. La pren­sa y el público tomaron acalorado partido y obligaron a la Secretaría a formar una nueva comisión. El 6 de enero de 1950 se constitu­yó la Comisión Investigadora de los Descu­brimientos de Ichcateopan. Estuvo constitui­da por intelectuales de gran reputación,  como Pablo Martínez del Río, Alfonso Caso, Ma­nuel Gamio, Arturo Arnáiz y Freg, etc., en representación de las principales institucio­nes académicas del país.

 

La comisión era tan delicada que el pri­mer acto fue rendir homenaje a la memoria de Cuauhtémoc, ante el monumento del Pa­seo de la Reforma, afirmando que “la perso­nalidad histórica de Cuauhtémoc es uno de los temas que aquí no están a discusión... y para una veneración como la que el pueblo de México tiene hacia su figura, sólo la ver­dad será digno tributo".

 

En febrero se efectuó la última reunión. Al conocerse el dictamen adverso, el partida­rismo movió a algunos periódicos a pedir que los miembros de la comisión fueran fusilados por la espalda, como traidores. El dictamen concluía diciendo que los restos de Ichcateo­pan contenían huesos de por lo menos cinco esqueletos, algunos infantiles y otros femeni­nos. Los documentos, que pretendían demos­trar que el entierro había sido hecho por Motolinía, se declararon apócrifos. Las letras de la placa, sin duda, no correspondían al si­glo XVI, lo que probaba que era falsa y contenía además errores en la transcripción del nombre náhuatl. Para calmar los ánimos la comisión declaró que, puesto que el hallazgo había avivado la veneración del héroe, Ichca­teopan merecía que dentro de sus límites se levantase un monumento al último empera­dor mexica.

 

El curioso y a veces enojoso suceso dio lugar a tantos excesos, que la década de los cincuenta vio aparecer una actitud más tran­quila ante las dos figuras históricas. Cortés sigue ocasionando polémica, pero los insultos en época del hallazgo de doña Eulalia Guzmán y la deformación con que pintó Diego Rivera al conquistador en el Palacio Na­cional fueron una especie de catarsis.

 

La educación en crisis (1952 – 1958).

 

El sexenio de Adolfo Ruiz Cortines fue un periodo gris. Su empeño fue disminuir la propaganda, el aparato y los gastos y em­prender una campaña de austeridad que sa­neara la bancarrota heredada. El optimismo del sexenio anterior obligó una necesaria devaluación, que hizo que un presupuesto más alto tuviera menor rendimiento. E! gobierno de Ruiz Cortines no fue partidario de las grandes obras, sino más bien de continuar lo iniciado y procurar proporcionar servicios que contribuyeron directamente al bienestar del mexicano común. La salud pública fue su preocupación constante; por ello se multipli­caron Centros de Salud, Clínicas y campañas de erradicación de males endémicos.

 

La educación tuvo un desarrollo limitado. Todo el mundo hablaba de la crisis de la edu­cación. En buena parte se trataba de que la educación  pública empezaba a enfrentarse al rápido crecimiento de la población y los pro­blemas que éste planteaba: la necesidad de multiplicar los servicios escolares a un ritmo muy difícil de alcanzar.

 

Curiosamente con un maestro como se­cretario de Educación, don José Angel Ceni­ceros, que conocía a fondo los problemas, hubo una gran inestabilidad. Los padres protestaban por la falta de escuela para un número siempre creciente de niños; el malestar entre los maestros por la disminución del po­der adquisitivo de la moneda fue constante; y, para colmo, el internado del Instituto Politécnico Nacional dio tantos dolores de cabeza que hizo necesario el uso del ejército para calmar al centro de estudios. Para sua­vizar los ánimos estudiantiles el gobierno se vio precisado a acelerar la construcción de la Ciudad Politécnica, ya que el hecho de que se hubiera terminado la Ciudad Universitaria y que las dos instituciones fueran rivales cau­saba gran malestar.

 

Uno de los aspectos en el que la adminis­tración de Ruiz Cortines puso mayor interés fue el de mejorar la educación pública en la provincia rural y urbana, elemental y supe­rior. En 1953 el presidente informaba que el analfabetismo, a pesar de la campaña iniciada en 1944, alcanzaba a un 42 % de la po­blación y las actividades alfabetizadoras es­taban abandonadas. Lo mismo sucedía con las Misiones Culturales. El régimen hizo es­fuerzos para revivirlas, al mismo tiempo que aumentaba el apoyo económico a las univer­sidades de provincia y se construían los Cen­tros Tecnológicos Regionales. La preocupa­ción por el rendimiento del presupuesto hizo volver los ojos a problemas como el de la deserción escolar, que siempre alcanzó grados inconcebibles. Una de las causas de dicha de­serción era la desnutrición infantil, por lo que se empezó a aumentar el desayuno escolar, a través del Instituto Nacional de Bienestar de la Infancia.

 

La Universidad empezó a funcionar en la Ciudad Universitaria con una práctica revo­lucionaria en México: el profesorado de tiempo completo y la ampliación de los institutos de investigación. Se llevaron a cabo reformas en los planes de estudio, especialmente en el bachillerato, que se declaró único, sin impor­tar la carrera que seguirían más tarde los ba­chilleres, práctica que se revocaría en la década de los sesenta al aumentarle un año de estudios.

 

El presidente Ruiz Cortines no se engañó al presentar el estado del problema educativo al terminar su gobierno: "Los niños en edad escolar en el país suman 7.400.000; se ins­cribieron en escuelas federales 2.900.000, y 1.500.000 en las estatales, municipales y particulares. En total 4.400.000. Tres millones, incluidos los de las comunidades indígenas -lo informo con profunda pena-, quedaron al margen de la enseñanza. Ante problema de tamaña magnitud, requiérese con urgencia la cooperación más amplia y efectiva de los sectores técnica y económicamente capacitados, nuevos y abundantes recursos a favor de la niñez que, con enorme pena lo digo, gran parte de ella carece aún de la instrucción primaria. Cada año no la obtienen 300.000 niños, sin contar los de las comuni­dades indígenas".

 

Señalaba también que de cada dos mexi­canos, sólo uno sabía leer. Al crear en 1958 el Consejo Técnico de la Educación para pla­nificar integralmente la educación del país, se tenía una visión negra de los problemas de la educación pública mexicana, lo cual obli­garía a hacer un esfuerzo sorprendente en la siguiente administración.

 

En busca de la solución: el Plan de Once Años (1958 – 1964).

 

Al tomar el poder el presidente Adolfo López Mateos, tuvo el acierto de elegir nuevamente como ministro de Educación Pública a don Jaime Torres Bodet. El presidente había sido vasconcelista en su juventud, por lo cual, durante su gobierno, dio una importancia fun­damental al renglón educativo. Nuevamente se veía la educación pública en su más am­plia dimensión y se planeaba, por vez prime­ra, a largo plazo.

 

En 1959 una comisión nacional redactó un plan a cumplir en once años. El plan con­sideraba las necesidades reales de acuerdo con la población escolar en ese momento, y advertía las necesidades de acuerdo a previ­siones de aumento de la población. Con esa base planeaba una multiplicación intensiva de maestros y de aulas, de manera que once años después hubiera escuelas suficientes para to­dos los niños mexicanos.

 

El plan sentó las bases para extender al máximo el primer año, al tiempo que se iban creando los otros grados para ir absorbiendo el número de niños que pasaran al grado su­perior. La comisión calculó que para cubrir las necesidades existentes, más las que oca­sionara el crecimiento de la población, el país necesitaba 39.165 aulas (11.825 urbanas y 27.440 rurales) y 51.090 maestros más. Como se temía que la expansión haría ineficaz la administración de escuelas primarias, se di­vidió la dirección y se crearon oficinas auxi­liares de coordinación, supervisión y depar­tamentos técnicos. El plan requería la cons­trucción masiva de escuelas y la preparación de un número suficiente de maestros.

 

Entre 1958 y 1964 el Comité Administra­tivo del Programa Federal de Construcción Escolar construyó 23.284 nuevas aulas. Fue éste un esfuerzo considerable si se tiene pre­sente que entre 1944 y 1958 se construyeron ya 21.641. Además se instalaron 217 labora­torios, 383 talleres y se repararon muchos edificios viejos.

 

Como lo más problemático era la multi­plicación de maestros, se tuvo que aceptar que jóvenes de 18 años, con certificado de segunda enseñanza y dispuestos a enseñar, ejercieran como tales. Se les comprometía a aprobar cursos en el instituto Federal de Ca­pacitación del Magisterio, al cual se le otorgó un elevado presupuesto para publicaciones y expansión de sus servicios. Además se crearon dos Centros Regionales de Enseñanza Normal en Guaymas, Sonora, y en Iguala, Guerrero, y se inició la construcción de otros dos. Para despertar una conciencia social en­tre los futuros maestros y convencerlos de servir en donde el país los necesitara, se creó la cátedra de "Problemas Económicos, Socia­les y Culturales de México". Pero todo fue inútil cuando se anunció a los normalistas de la capital que, terminados sus estudios, ten­drían que prestar servicio social fuera del Dis­trito Federal, lo que provocó violentos mo­vimientos. Esto mostró uno de los aspectos que todavía hace falta reforzar en la educa­ción mexicana: el sentido de responsabilidad social.

 

La primera medida educativa que el go­bierno de López Mateos decretaría el 12 de febrero de 1959, y que conmovería al país, fue la creación de la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos. De acuerdo con los considerandos del decreto, lo embargaba el deseo de hacer plena la gratuidad de la enseñanza elemental impartida por el Es­tado y el tratar de separar la edición de li­bros escolares de intereses relacionados con el lucro. Por otra parte el decreto suponía que, proporcionando en forma gratuita sus textos a los niños, se acentuaría el sentimien­to del deber para con su patria.

 

Torres Bodet daba tanta importancia a la unidad nacional que debía alcanzarse, que, contra todos los principios pedagógicos, se empeñó en unificar la enseñanza urbana y ru­ral, dejando a juicio del maestro la adaptación que fuera necesaria. También se unificó la enseñanza de niños indígenas monolingües, con la única concesión de que podrían iniciar su instrucción en su lengua materna. Para ayudar a castellanizar a esta población se creó en 1964 el Servicio de Promotores Cultura­les, que activaría la enseñanza de la lengua nacional.

 

Otra de las grandes preocupaciones de los educadores fue el enorme índice de deserción escolar. Resultaba claro que las causas eran por falta de una alimentación adecuada y por la necesidad de verse obligados los menores a abandonar la escuela para sumarse a la fuerza del trabajo. La administración de López Mateos trató de contrarrestar una de estas causas: la desnutrición infantil. Para ello se extendió un programa de desayunos escola­res que alcanzó la cifra de 3.000.000 en 1963.. Para cumplir esta tarea, que se consideraba básica para que la escuela cumpliera con su labor, se fundó en 1961 el Instituto Nacional de Protección a la Infancia, que proporcionaría desayunos escolares, alimento a embarazadas y niños lactantes, rehabilitación de menores y hogar temporal a niños desamparados.

 

Una pesadilla tradicional, en un país de contrastes como el mexicano, ha sido siem­pre la de mejorar el nivel de vida de la po­blación rural. Con la clara idea de ir prepa­rando a este núcleo de la población para el trabajo industrial, se establecieron los Centros de Capacitación para el Trabajo Rural, que ofrecían cursos de cuarenta semanas, du­rante las cuales se entrenaban a los alumnos para el trabajo industrial. No obstante, el go­bierno había entrado ya en una etapa de pla­neamiento a largo plazo para la       solución de problemas tan complejos como el de las áreas rurales; por tanto, en 1963 se creó un órgano consultivo, el Consejo Nacional de Fomento de los Recursos Humanos para la Industria, constituido por los secretarios de Educación, Industria y Comercio, y Trabajo y Previsión Social, más tres miembros de organizaciones de trabajadores  y tres de organizaciones industriales. Una coordinación de esfuerzos se­mejante  se planeó para zonas indígenas me­diante la colaboración de las Secretarías de Educación, Agricultura y Salubridad, el De­partamento Agrario, el Instituto Nacional Indigenista, el Instituto de Protección a la In­fancia y el Patrimonio del Valle del Mezquital.

 

En el renglón de educación superior se continuó buscando el desarrollo de las uni­versidades de provincia. A pesar de los enor­mes esfuerzos practicados, el resultado fue muy pobre. Las treinta y nueve instituciones de educación superior existentes fuera de la capital continuaron el mismo crecimiento desordenado, no haciendo casi nada por conse­guir paliar las necesidades regionales de pro­fesionistas. Cualquier estadística muestra la necesidad imperiosa de médicos en todo el país, pero las universidades siguen preparando con preferencia abogados, aunque por su escasa demanda terminen llenando todos los puestos de la burocracia e impartiendo clases de Humanidades.

 

Fue durante la época de López Mateos cuando la Universidad Nacional Autónoma de México empezó a desbordar la capacidad de la Ciudad Universitaria. El crecimiento ex­cesivamente rápido inició el desorden que ha­bía de florecer más tarde. El rector Ignacio Chávez logró contener muchos de los proble­mas y se empeñó en imponer cierta disciplina que beneficiaría la calidad académica. El mismo rector se empeñó también en el desa­rrollo de los institutos de investigación y en proporcionar mejores servicios de biblioteca y laboratorio.

 

El Instituto Politécnico Nacional inaugu­ró su Ciudad Politécnica en Zacatenco, con dos centros importantes, el de Investigación y Estudios Avanzados y el Nacional de Cálcu­lo. Gracias a grandes aumentos en su presu­puesto, el Politécnico atrajo a un buen número científico de diversas ramas, que ha hecho posible ofrecer grados de maestría y docto­rado en casi todas las disciplinas científicas.

 

A partir de 1961 El Colegio de México emprendió tareas de enseñanza, inaugurando sus Centros de Estudios Históricos, de Re­laciones Internacionales, de Estudios Lingüís­ticos y Literarios y de Estudios Económicos y Demográficos. Su presidente, don Daniel Cosío Villegas, con una clara visión de las deficiencias del medio académico mexicano, trató de formar un grupo de especialistas en ramas no desarrolladas en México, crear una buena biblioteca que permitiera a esos espe­cialistas ejercer su profesión con seriedad y asegurar, gracias a un sistema de becas, a cierto número de alumnos elegidos con gran cuidado estudiar tiempo completo. Como era evidente que en algunas áreas no había estu­diosos serios, se otorgaron becas a profeso­res jóvenes para estudiar en buenas univer­sidades del extranjero. Mientras regresaban los nuevos especialistas, fueron contratados profesores extranjeros para que impartieran clases en inglés, idioma que se exigía a todos los estudiantes. El Colegio de México man­tuvo al mismo tiempo su interés en el desa­rrollo de la investigación, de manera que has­ta las tesis de sus estudiantes demuestran gran seriedad.

 

Un aspecto que volvió a cobrar importancia durante la administración de López Ma­teos fue el subrayar la herencia cultural me­xicana. Para ello se adaptaron o se constru­yeron grandes museos, entre los que destacan sin duda los de carácter histórico: el Museo Nacional de Antropología, el  Museo del Vi­rreinato y la Galería Didáctica de Chapulte­pec. Estos tres museos atendían a cada una de las etapas históricas de México. Se fun­daron, además, el Museo de Arte Moderno, la Pinacoteca Nacional y más tarde el Museo de las Culturas, el Museo de Historia Natu­ral y el Museo Tecnológico.

 

El esfuerzo educativo durante el período del presidente López Mateos fue, sin duda, impresionante. En su informe de 1964, el presidente, sin disminuir la enorme tarea que quedaba por hacer, se mostraba orgulloso de la obra de su gobierno. Se había proporcio­nado lugar para casi dos millones más de niños en la escuela primaria, se habían distri­buido 114 millones de ejemplares de libros de texto y cuadernos de trabajo, se habían construido 30.200 aulas y abierto 29.360 nue­vas plazas de maestros de enseñanza prima­ria. Se calculaba que el analfabetismo había descendido, en la más pesimista de las hipótesis, a sólo un 28.91 % (se calculaba en 56.52 % en 1949, 43.48 % en 1950 y 36.39 % en 1960).

 

La explosión demográfica agudiza la crisis educativa y la nacional.

 

A partir de 1964. los gobiernos de Gus­tavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría se enfren­taron al callejón casi sin salida que les pre­sentó la explosión demográfica que se inició hacia los años cincuenta, debido primordialmente al mejoramiento de la salubridad. El aumento de la población sobrepasó las pre­visiones y, para colmo, Díaz Ordaz y su secretario de Educación, el escritor Agustín Yánez, no pudieron mantener el ritmo que había fijado el Plan de Once Años ni desarrollar al­guna solución imaginativa al terrible proble­ma que se les presentaba. El secretario se percató de la necesidad de soluciones impor­tantes y organizó las primeras discusiones sobre la “reforma educativa”. Aparentemente problemas más delicados distrajeron la aten­ción del gobierno y Yáñez quedó reducido a un eslogan pedagógico algo pasado de moda: "Aprender haciendo", y a tratar de ir enfren­tándose como podía al aumento de la pobla­ción estudiantil en todos los niveles, y resignándose a ver que cada año quedaban más niños sin escuela, a pesar de la multiplicación constante de escuelas y maestros.

 

En la educación media y superior la pre­sión psicológica por la inseguridad de obte­ner admisión fue haciendo que se desarrolla­ra una inquietud estudiantil que provocaría dos movimientos que terminarían en trágicos resultados. El primero se originó muy al prin­cipio del gobierno de Díaz Ordaz en la Uni­versidad Nacional. El entonces rector Igna­cio Chávez se había empeñado durante cinco años en mejorar el rendimiento académico, elevar la calidad de la enseñanza, hacerla más eficiente y disciplinar a una comunidad que siempre había sido bastante indisciplinada y a menudo marcada por la corrupción.

 

Tal vez sea cierto que al rector se le fue­ra la mano al esforzarse en dar cumplimien­to a los reglamentos, pero sus éxitos parecían darle la razón. Había logrado obligar a una masa numerosa de pasantes que escri­bieran sus tesis y presentaran sus exámenes profesionales; el número de clases que logra­ron dictarse por entonces superaron las de cualquier otra gestión administrativa y la Ciu­dad Universitaria tenía un aspecto organiza­do, disciplinado y ordenado, gracias a un ser­vicio de vigilancia. Las medidas disciplinarias, en especial expulsiones justificadas, fueron obstaculizadas por la Facultad de Leyes; ade­más existía un malestar en las escuelas preparatorias, que exigían el "pase automático" a las escuelas profesionales, es decir, los pre­paratorianos no estaban dispuestos a tener que llenar ningún requisito para pasar al ni­vel superior.

 

La huelga de la Facultad de Leyes duró algún tiempo, sin que pareciera contagiar a otras escuelas. El secretario de la Universi­dad, aún más inflexible que el. propio rector, decidió que las clases de Derecho se dictaran en edificios universitarios fuera de la Ciudad Universitaria. Esto probé ser un grave error; los edificios fueron asaltados por los huel­guistas y el gobierno de Díaz Ordaz se negó a dar protección policíaca "por respeto a la autonomía universitaria". El movimiento cre­ció y los huelguistas lograron sitiar al rector y a la mayoría de los directores de escuelas y facultades universitarias en el edificio de la Rectoría. Los abusos cometidos por seudoes­tudiantes líderes del movimiento anunciaron lo que ha venido después. El rector renunció después de una resistencia digna de encomio. La comunidad universitaria protestó y se con­movió; pero el último intento serio de encau­zar a la Universidad sin componendas había terminado.

 

Para mediados de 1966 la Universidad Na­cional tenía un nuevo rector, Javier Barros Sierra. Sus colaboradores no eran de las filas académicas, sino de las políticas, y fue la po­lítica lo que dio el tono a su gestión. Se disolvió el servicio de vigilancia, se readmitie­ron expulsados y se dieron privilegios y becas a los líderes del movimiento. El malestar se fue haciendo crónico. Los acontecimientos internacionales empezaron a conmover cons­tantemente a los estudiantes. Se empezó a notar por aquellos años el impacto de los modernos medios de comunicación. Los estu­diantes cobraban conciencia de la problemá­tica nacional, y el hecho de que el gobierno gastara cantidades desmesuradas de dinero para organizar las Olimpíadas que tendrían lugar en México en 1968 empezó a causar in­quietud.

 

El año 1968 fue de movimientos univer­sitarios en todo el mundo; pero nadie llegó a pensar que por causa de una riña entre es­tudiantes preparatorianos de la capital se complicaría hasta el extremo de provocar un movimiento que conmovería a todo el país.

 

Las primeras protestas contra la intervención policiaca en las aulas universitarias se mez­claron con encarcelados en una manifestación que intentaba celebrarse el 26 de julio. El 1 de agosto, el propio rector encabezó una ma­nifestación estudiantil en los alrededores de la Ciudad Universitaria. Parece que habría habido un acuerdo con las autoridades, por­que fuera del perímetro en el que tuvo lugar había miles de granaderos. La falta de sensibilidad del presidente permitió que el movimiento creciera y se rebasara el intento de control de los intereses que intentaban ma­nejarlo. Pronto se convirtió en una cruzada cívica contra la corrupción y la demagogia, y la ciudad vio gigantescas y ordenadas mani­festaciones de protesta.

 

El temor de que la inquietud estudiantil dañara la imagen respetable del gobierno en las Olimpíadas, y el hecho de que estuvieran envueltas en el asunto casi todas las institu­ciones de educación superior del país, llevaron al gobierno a dictar medidas desacerta­das. El 19 de septiembre numerosos soldados, en tanques y camiones, ocuparon la Ciudad Universitaria, y fueron encarcelados nume­rosos profesores y estudiantes. El rector presentó su renuncia, la que retiró ante la súplica de toda la comunidad académica. El gobierno entregó la Ciudad Universitaria, pero, dado que la inquietud no terminaba, decidió entonces dar un escarmiento, y el día 2 de octubre se disparó contra una multitud reunida en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Las Olimpíadas tuvieron lugar en un ambiente de tensión y en medio de un despliegue de fuerza. La Universidad había en­trado en una postración de la que no logró sacarla ni el intento conciliador de Pablo González Casanova ni el doctor Guillermo Soberón.

 

En busca de soluciones.

 

La administración de Luis Echeverría se encontró con una tensión antigubernamental y antipartido oficial que resultaba ser un obstáculo gigantesco para el gobierno, y el nuevo presidente se esforzó por mostrar que privaba otro espíritu. En el renglón educati­vo, el nuevo secretario de Educación, inge­niero Víctor Bravo Ahuja, se enfrentó al pro­blema de un número verdaderamente alarmante de niños sin escuela, una educación ineficaz y una falta de sentido de responsabilidad en todas las esferas educativas.

 

Con todas las limitaciones que significan los problemas sociales y económicos de México, Bravo Ahuja favoreció la reforma de muchas prácticas tradicionales, de los métodos de enseñanza y de los libros de texto. Hasta donde se lo permitieron el presupuesto y los múltiples intereses creados, logró cierto éxito. Se mejoró la situación de los maestros; se elaboraron nuevos textos; se fundaron varios cientos de escuelas agropecuarias por todo el país; se estableció el Colegio de Bachilleres, para dar entrada a miles de estudiantes que habían quedado fuera del sistema, y se fundó la Universidad Autónoma Metropolitana.

 

Sin embargo, el panorama dista mucho de ser halagador, a pesar de los esfuerzos y las aperturas en que el gobierno se empeñó. La capacidad del sistema parecía haber llegado al máximo y aun los críticos parecían incapaces de presentar soluciones al proble­ma que provocó la multiplicación acele­rada de la población. Nosotros creemos que, además de la lucha contra el desperdicio, que disminuye el rendimiento de los recursos, la solución estaría en una actualización imagi­nativa del sistema lancasteriano, es decir, en que los  que sepan enseñen a los que no sepan, auxiliados por un uso adecuado de medios de información y comunicación. Por de pronto, la educación mexicana parece estar en un callejón sin salida, y sin embargo el país tiene que seguir adelante.

 

Bibliografía.

 

Alvear Acevedo, C. La Educación y la Ley, México, 1964.

 

Bravo Ugarte, J. La educación en México, México, 1966.

 

Castillo, I. México y su revolución educativa, México, 1968.

 

Larroyo, F. Historia comparada de la educación en México, México, 1970.

 

Vázquez, J.Z. Nacionalismo y educación en México, México, 1970.

 

133.            La cultura humanística (1940-1970).

 

La generación constructiva.

 

Cuando la Revolución mexicana entraba en su período de apaciguamiento hacia 1940, justo cuando gran parte de los hombres se hacían trizas en la segunda Guerra Mundial, la dirección espiritual de México pasó a manos de un equipo de cincuenta personas, con eda­des entre 45 y 60 años, enemigas de la violencia, asustadas por las destrucciones que ha­bían visto y con ganas de construir. Bien merecen, pues, el nombre de constructivas. Pero como sus "quince años" los cumplieron en el momento de máxima matonería, se les conoce también con el nombre de generación de 1915. Sus desafectos prefieren denominarla la gene­ración de los siete sabios. Sucedió que no desplazó a la generación del Centenario o del Ateneo. Después de 1940 los ateneístas si­guieron enseñando y publicando. Alfonso Reyes dio a conocer la mayor parte de su obra cuando su generación se había retirado de la primera fila. Sus discípulos venían adelantán­dose desde 1934, cuando asumió la presiden­cia el general Lázaro Cárdenas, nacido en el año 1895.

 

Los miembros de la generación construc­tiva nacen entre 1890 y 1904, en el quindenio de la paz porfírica, y también de la "belle époque" europea. Nueve de cada diez se aso­man al mundo en alguna de las ciudades de México y por excepción en algún pueblo o ranchería. Por primera vez desde los siglos de la colonia una generación intelectual no es toda oriunda del territorio mexicano. Se su­man a ella distinguidos intelectuales españoles, gente nacida en Madrid, Barcelona, Gijón, Sevilla, etc.; gente de origen y crianza urbana, como sus colegas y contemporáneos de Méxi­co. Los oriundos de ambas Españas, de la Vieja y de la Nueva, provenían generalmente de familias de tono medio.

 

Antes de juntarse en México habían reco­rrido rutas paralelas. Allá o acá habían hecho el primer aprendizaje en la tierra natal. Des­pués, aunque con excepciones por lo que toca a los de ultramar, se reúnen en las capitales de sus respectivos países para seguir una ca­rrera universitaria. La mayoría de los mexica­nos se instruye en leyes, porque la renaciente Universidad no ofrecía otro camino a los de­votos de las humanidades. Los españoles estudian el oficio más cercano a  sus gustos. Unos y otros disfrutan de la suerte de ampliar su aprendizaje en el extranjero; los españoles en cumplimiento de una costumbre; los mexi­canos, arrojados de su patria por los vaivenes políticos. Estos se inscriben en universidades inglesas y estadounidenses; aquéllos, en ale­manas. Muy pocos recaen en la tradición de pulirse en Francia. Casi ninguno se queda sin conocer la Europa transpirenaica y su sucur­sal norteamericana. Casi todos son también caballeros andantes en su propio país. El que se queden a vivir en la metrópoli no les impide salir con alguna frecuencia de ella.

 

Muy jóvenes comienzan a enseñar. Desde antes de graduarse debutan como profesores universitarios no sólo para impartir materias de su profesión. Son a la vez discípulos de Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña y José Vasconcelos, y maestros de sociología, filosofía, derecho e historia. Muchos no per­duran en la cátedra. En cambio los españoles desde su llegada enseñan sin tregua ni descan­so. Quizá ninguno superó a José Gaos, el maestro de Filosofía por excelencia. El confi­gura desde su cátedra ejemplar las diversas corrientes de la filosofía mexicana de nuestros días. En su curso sobre Santo Tomás produ­ce alumnos neotomistas; en el dedicado a Kant, neokantianos; en el de Hegel, neohegelianos; en el de Heidegger, existencialistas, y en el de Marx, marxistas.

 

La menor perseverancia de los mexicanos en la docencia se debe en parte a sus coque­teos políticos. Los constructivos sufren de comezón política y desde 1921, en que fue nombrado secretario de Educación Pública José Vasconcelos, entran y salen del Palacio Nacional y las oficinas gubernamentales. Seis fungen en distintas épocas como miembros del gabinete presidencial: Bassols, Caso, Men­dieta, Torres Bodet, Urquizo y Yáñez. Ma­nuel Gómez Morín funda y dirige el Partido de Acción Nacional, el más fuerte opositor de derecha. Vicente Lombardo Toledano funda y dirige el Partido Popular Socialista, el más vigoroso opositor de izquierda. Lombardo y Efraín González Luna figuran como candi­datos a la presidencia del país y, para no ha­cer la lista demasiado larga, diremos que, fuera del par de sacerdotes de la generación, nadie se ha escapado, ni ha querido escaparse, del servicio público interior y exterior.

 

Con todo, sus aficiones y ejercicios polí­ticos no los divorcian de la cultura. Se pare­cen a los hombres de la reforma liberal, al equipo de Juárez y a los primeros albañiles de la modernización mexicana. Son gente de pensamiento y acción laboriosa y contempla­tiva a quienes se debe el diseño de muchos organismos políticos y la hechura de casi to­dos los institutos donde se ha fraguado la ­inteligencia mexicana reciente. De sus manos salen, entre 1930 y 1945, el Instituto Panamericano de Geografía e Historia, el Congreso Mexicano de Historia, el Fondo de Cultura Económica, Cuadernos Americanos, el Instituto de Investigaciones Estéticas, el Instituto Nacional de Antropología e Histo­ria, El Colegio de México, el Colegio Nacional, la Escuela Normal Superior, la Universidad Popular, el Instituto de Investigaciones His­tóricas, el Seminario de Historia de las Ideas, la Escuela de Economía, el Instituto de Inves­tigaciones Sociales y la Escuela de Bibliotecarios y Archivistas. En una palabra: son los creadores de los albergues de la cultura con­temporánea de México y, al mismo tiempo, los primeros en habitarlos. Destaca el caso de Daniel Cosío Villegas que funda y dirige el Fondo de Cultura Económica; cofunda y enseña en Economía; crea y preside El Cole­gio de México y enseña e investiga en él; lanza las revistas Trimestre Económico, His­toria Mexicana y Foro Internacional, y escri­be en ellas. Es un promotor cultural y simul­táneamente consumidor y creador de produc­tos culturales. Del mismo estilo son las trayectorias vitales de Alfonso Caso, Jesús Silva Herzog y muchos más.

 

Si se les mira como consumidores de cul­tura, se les encuentra parecidos a los notables de la generación anterior. Generalmente no gustan de los productos autóctonos. Muy pocos se toman el trabajo de leer los clásicos locales. Lo cierto es que tampoco son devotos de los clásicos universales, como lo fueron los del Ateneo. Los constructivos, movidos por su obsesión de modernizar a México, de­ben su sabiduría a los contemporáneos euro­peos y estadounidenses. Leen de todo, pero sus principales devociones son filósofos de lo concreto (vitalistas como Ortega y Gasset, existencialistas como Heidegger), historiadores críticos (positivistas como Ranke, historicistas como Dilthey y Croce), los sociólogos Weber y Mannheim, los líderes de la Revolu­ción rusa y Marx, los bestsellers de la litera­tura inglesa: Shaw, Chesterton y Wells. En fin, prueban todos los frutos nuevos del bien y del mal. No son comensales disciplinados sino devoradores.

 

Tampoco producen sujetos a regla y me­dida. Menos prolíficos que los del Ateneo, pero polifacéticos como ellos. La obra com­pleta de Narciso Bassols ocupa mil páginas en las que se tratan asuntos educativos, filosófi­cos, políticos, agrarios, jurídicos, internacio­nales y económicos. Se trata de todas las co­sas y algunas más en un solo volumen; y Bassols no es el más disperso. De los cincuenta que estamos considerando, unos quince incu­rren en la poesía, y por lo menos cuatro (Cues­ta, Junco, Novo y Torres Bodet) circulan en el parnaso de las antologías. Alrededor de sie­te son autores de novelas y cuentos, y uno, Agustín Yáñez, pasa por ser el mayor nove­lista de su generación. Esto es, no se limitan a recorrer las diversas cámaras de su propio hogar; muy seguido se meten en la casa aje­na. De la mitad de ellos no se puede decir si son habitantes de la república de las letras que peregrinan por la república de las ciencias sociales, o viceversa. Algunos son muy profe­sionales; ninguno es especialista en sólo esto o aquello.

 

Tres son predominantemente filósofos. Samuel Ramos estudia para ingeniero civil y médico y escribe tres obras mayores de filo­sofía: Perfil del hombre y la cultura en México, Hacía un nuevo humanismo y Filosofía de la vida artística. A la primera también se le podría llamar psicología y sociología. Es una especie de psicoanálisis del mexicano, que desata la corriente que se llamará filoso­fía de lo mexicano, a la que se suma José Gaos con En torno a la filosofía mexicana (1952) y Filosofía mexicana de nuestros días (1954). Pero no son éstas las obras fundamentales del filósofo transterrado, como tam­poco Un método para resolver los problemas de nuestro tiempo (1949). Sus recientes publi­caciones (De la filosofía, Del hombre) reco­gen lo mejor de su madurez intelectual. Otro transterrado y entusiasta seguidor de Ortega y Gasset es Luis Recasens Siches. Todos son filósofos de lo concreto; todos, creyentes en el aforismo: "Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo"; ellos encabezan la marcha de sus compañeros his­toriadores, economistas, sociólogos y politólogos hacia el fin único de conocer a México desde las raíces hasta el copete para poder ponerlo al día, a la altura de los países envi­diados, al frente y no en la cola del desfile uni­versal.

 

La búsqueda de las raíces divide a los historiadores en dos equipos. Uno parte del prejuicio de que el meollo de la mexicanidad proviene del pasado precolombino y marcha al descubrimiento de las culturas prehispáni­cas. Alfonso Caso, con instrumental arqueológico e histórico, recobra las civilizaciones mixteca y azteca. Alfredo Barrera Vázquez descubre aspectos inéditos de la civilización maya. Miguel Othón de Mendizábal desen­tierra los modos de producción de algunas comunidades del antiguo México. Angel María Garibay ahonda en el espíritu de la cul­tura tenochca como lo prueba su excelente Historia de la literatura náhuatl. Rafael García Granados compila un Diccionario biográfico de historia antigua de México y Pablo Martínez del Río va en busca de Los orígenes americanos.

 

El equipo de los colonialistas parte del prejuicio de que la acción española en Nueva España es la verdadera raíz de México, y se pone a extraer la savia novohispana. Los más son seducidos por la literatura clásica y barroca. Ermilo Abreu Gómez desempolva a sor Juana Inés de la Cruz. Antonio Castro Leal, en su estudio sobre Juan Ruiz de Alar­cón, insiste en la tesis de que el famoso dramaturgo es el primer mexicano que da a conocer al mundo el carácter crepuscular que nos caracteriza. Julio Jiménez Rueda se asoma a sor Juana, a Juan Ruiz y a los herejes y supers­ticiosos de entonces. Otro ilustre colonialista sale al encuentro del arte colonial y le declara su amor en una docena de libros. Manuel Toussaint recorre el país en todas direcciones y se hunde en mil archivos para sacar del olvido a los artistas neoespañoles. Sus nume­rosos libros los resume en Arte colonial. Alfonso Junco, colonialista de corazón, que no especialista en la época, emprende una Inquisición sobre la Inquisición. Luis Chávez Orozco, de sentimientos novohispanófobos, pero estudioso de la época, desde un mirador marxista, explora la lucha de clases y los métodos de producción de los novohispanos en un par de libros, y reúne vastas colecciones documentales sobre las alhóndigas y el comercio. José Bravo Ugarte, desde un mirador cató­lico, recoge el panorama de aquella vida en el segundo y más importante tomo de su Historia de México.

 

Un número apreciable de constructivos no cree necesario ir hasta las raíces indias y españolas para dar con el pulso de México. Don Antonio Martínez Báez descubre en la hora del nacimiento, es decir, en el trauma de la independencia, la prefiguración del México actual que, en última instancia, es el intere­sante para la generación constructiva. Mien­tras que José Joaquín Izquierdo e Ignacio Chávez indagan los orígenes de la ciencia mo­derna en México, José C. Valadés explora el siglo XIX de cabo a rabo, a través de sus figuras ejemplares (Alamán, Santa Anna, Ocampo y Juárez) y de sus instituciones, períodos y sucesos sobresalientes. Le dedi­ca una serie de volúmenes a El porfirismo y un volumen gordo a la época santánica, al despotismo y la anarquía, que sucedieron a las guerras de independencia. Con todo, el clásico de los estudios decimonónicos es, desde hace veinte años, Daniel Cosío Villegas, el artífice de la Historia moderna de México.

 

Fuera del general Francisco L. Urquizo, fácil y ameno cronista de la vida airada de los años 1910 - 1920, los miembros de la generación constructiva, que tuvieron una adoles­cencia de sustos y carreras por algo que todavía no entendían bien, no son especialmente afectos a la resurrección del pasado inmedia­to. Hay, contra la revolución, un par de traba­jos de Alfonso Junco. Existe una breve historia prorrevolucionaria de Jesús Silva Herzog. José Mancisidor, biógrafo de Marx y Lenin, ofrece un panorama dialéctico de la Historia de la Revolución Mexicana. Otros trabajos, que dejan entrever la etapa violenta de los años diez, son las autobiografías, que se han erigido algunos hombres prominentes de la generación, y la enorme crónica (La verdade­ra Revolución mexicana) de Alfonso Tara­cena de la que van publicados más de veinte volúmenes.

 

Más escasa aún es la producción de es­tudios relativos al resto de América o el mun­do. La temática de los constructivos es más nacionalista que la de sus maestros. Son ex­cepciones las obras del catalán transterrado Pedro Bosch Gimpera de índole histórico-etnológica sobre la antigüedad ibérica; la Historia de nuestra idea del mundo, de José Gaos; las biografías de médicos famosos de José Joaquín Izquierdo y Manuel Martínez Báez; las biografías de literatos de Jaime Torres Bodet y las de líderes comunistas de José Mancisidor. En fin, los magistrales en­sayos de Juan de la Encina sobre pintura y Adolfo Salazar sobre la música europea, des­de los griegos. Estas, en su gran mayoría, son obras de mexicanos por adopción.

 

Como quiera que sea, la bibliografía his­tórica de los constructivos es mucho más caudalosa que las de las generaciones prece­dentes. Treinta de los cincuenta considerados aquí hacen de la historia su principal activi­dad. Bien se ve que les toca vivir en la época del mayor esplendor del historicismo filosó­fico. También contribuye a engrosar el cho­rro historiográfico el nuevo interés por las ciencias y técnicas auxiliares de la historia. Un ejército de bibliógrafos, archivónomos, paleógrafos, filólogos, arqueólogos, etc., vienen en auxilio del historiador. Ninguno de manera tan eminente como don. Agustín Millares Carlo, forjador, entre otros muchos, de tres instrumentos indispensables para la in­vestigación: Bibliografía de bibliografías mexicanas; Album de paleografía hispanoa­mericana, y Repertorio bibliográfico de los archivos mexicanos. Otra vez, un español, nacido en Canarias y ahora vecino de Vene­zuda, merece el gran premio en una importante área de la producción humanística mexica­na de los últimos treinta años.

 

También los estudios sociológicos, con poca cauda en México, reciben un vigo­roso impulso del transterrado José Medina Echeverría, profundo conocedor de Weber, Mannheim y Freyer, director y maestro de un Centro de Estudios Sociales en El Colegio de México y padre de varias obras de teoría sociológica. Simultáneamente, en el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad, crece la obra de Lucio Mendieta y Núnez, autor de El problema agrario. Igualmente ejercen la sociología de manera esporádica Daniel Cosío Villegas, que se es­trena en 1924 como autor público con una Sociología mexicana; Vicente Lombardo To­ledano en multitud de artículos, como su co­rreligionario Miguel Othón de Mendizábal; Jesús Silva Herzog en sus estudios sobre la reforma agraria, sus Meditaciones sobre Méxi­co y sus Nueve estudios mexicanos.

 

Los estudios etnográficos, que se centran en los grupos sobrevivientes de las culturas prehispánicas (es decir, en una cuarta parte de la población de 1950), le deben el auge que alcanzan desde mediados de siglo a don Alfonso Caso, fundador del Instituto Nacio­nal Indigenista y autor de libros de antropo­logía aplicada: Indigenismo y La comunidad indígena. Los estudios folklóricos reciben cuerda de don Vicente T. Mendoza. De su vasta producción son memorables: Roman­ce y corrido, La  décima en México, Música otomí del Mezquital, El corrido de la Revo­lución Mexicana, La canción mexicana y Lí­rica narrativa de México. Caso y Mendoza son los dos polos de la generación. Caso se ha ganado el título del hombre más adusto de su camada y eso en un grupo donde escasean los risueños; Mendoza, el folklorista, es quizás el más ameno de sus contemporáneos, aunque pueden disputarle el título el venenoso Salva­dor Novo o el sonriente Manuel Gómez Morín.

 

Gómez Morín, Silva Herzog, Cosío Vi­llegas, Bassols, Villaseñor, Robles, De la Peña y dos o tres más pueden aspirar al título de padres de los estudios económicos sobre México. Ellos forman en gran parte a los economistas de las dos generaciones siguientes. Ellos traducen a los clásicos de la economía. Cosío Villegas escribe La cuestión arancelaia; Gómez Morín, El crédito agrícola en México; Moisés T. de la Peña, La industria textil, El problema agrícola, El crédito gana­dero, los Problemas y posibilidades de la cuenca del Tepalcatepec y las situaciones económicas actuales de Campeche, Veracruz, etc.

 

Los constructivos también le abren paso a la ciencia política. Aquí habrá que citar otra vez a Vicente Lombardo Toledano, Ma­nuel Gómez Morín, Narciso Bassols, Da­niel Cosío Villegas y Efraín González Luna. Obsesionados por la idea de "remplazar la marcha ciega de la nación por una orienta­ción precisa y definida" llegan al público las Cincuenta verdades sobre la U.R.S.S. y ¿Moscú o Pekín?, de Lombardo; Diez años de México, de Gómez Morín; El sistema político mexicano, de Cosío Villegas, y el Huma­nismo político, de González Luna.

 

La versatilidad de la generación que dirige espiritualmente a México desde los años treinta hasta los años cincuenta no parece te­ner límites. Como la gran mayoría siguió la carrera de leyes; sus tratados jurídicos se cuentan por decenas. Hacer una nómina de los más importantes implicaría salirse de los estrechos límites de este capítulo. Reduzcá­monos a la alusión de los libros sobre derecho penal de Luis Garrido; constitucional, de Martínez Báez; laboral, de Lombardo y Bassols, y agrario, de Mendieta y Núnez. Aun el químico Jorge Cuesta, que decidió re­tirarse de la vida en 1942, escribe una Críti­ca de la reforma del artículo 3° constitucional. Todos hacen de todo. La única disciplina que dejan morir, sin apoyarla, es la teología.

 

La generación neocientífica.

 

Contra los polígrafos, sus alumnos levantan la bandera del profesionalismo y la especialización. Se trata de una camada que, en mayor o menor grado, cínica o solapadamente, se arrodilla ante la ciencia moderna. Alguien les ha puesto el membrete de neocientíficos. El prefijo neo es sólo para no confundirlos con "los cientificos" colaboradores de Porfírio Díaz. Lo demás de su nombre es obviamente por lo acusado de su mentalidad científica. Los más trabajan “en serio”, con­forme a las reglas de su oficio y sin salirse de su pequeña parcela, de su tema, de su cachi­to de México o América. Algunos no creen que haya un solo método científico; tampoco creen que las ciencias del espíritu deban ma­nejarse como las de la naturaleza, pero no dudan de que tanto el hombre como la naturaleza pueden convertirse en objetivos científicos. En mayor o menor grado, el saber racional es su estrella orientadora.

 

La nueva gente, si no demás peso social, resulta más voluminosa que la susodicha. Por lo menos cien han recibido la consagra­ción del Colegio Nacional o de las academias de la Lengua o de la Historia o del Seminario de Cultura Mexicana o de otros institutos si­milares. Este centenar nace en los inicios del derrumbe del Porfíriato, allá por 1905 y 1920, cuando el caos de la guerra civil entra en su cuarto menguante. Esto no quiere decir que todos sean de raza mexicana. Unos diez son de comienzo español y cinco de diversas na­cionalidades. Por su origen territorial difieren, no por su raíz social. Casi todos nacen en colmenas urbanas y cunas de clase media, sin que falten los de pujos aristocráticos.

 

En la época de su niñez la educación todavía no estaba al alcance de los pobres y los rancheros. La había, más o menos refinada, para citadinos de clase media y alta. La había en México, donde la mayor parte de los neocientíficos hacen sus estudios elementales y medios, y la había mejor en Estados Unidos, Inglaterra, Francia y España, donde algunos se forman desde su niñez. Más sistemática­mente que sus maestros, hacen estudios superiores, especialmente de posgrado, en ins­titutos de Europa y Norteamérica. Lo común es que lleguen a manejar un par de lenguas, aparte de la suya. También es frecuente que antepongan a su nombre la categoría de doc­tor (Dr). Es un conjunto más profesional que cualquiera de los anteriores. Llega a sa­ber mucho de oídas en la cátedra y leídas en los libros. En vivencias es pobre. Se esconde de por vida en la capital y, más aún, en ciertos ambientes capitalinos de los que sale en ocasión de un congreso en alguna urbe ex­tranjera. Pocas veces y pocos dejan la torre de marfil urbana para asomarse al campo, donde se instala la mitad  de sus compatrio­tas, o a los barrios humildes, donde habita en la miseria otro tercio.

 

Sus categorías mentales les entran por las hojas, no por las raíces. Se les dan los vientos del mundo rico y poderoso. Y como las apren­den, las transmiten. Todavía jóvenes entran a enseñar en los institutos de cultura supe­rior recién fundados por los de la genera­ción constructiva. Allí se les asegura sueldo de­coroso, servicios bibliotecarios y viajes al extranjero. Si quieren, pueden ser sabios de tiempo completo. No sufren de hambre si se apartan de la burocracia. Son, pues, pocos los que temporalmente desempeñan una secretaría o subsecretaría de Estado, una jefatu­ra de departamento o una embajada. Son más los que aceptan puestos administrativos en los institutos donde trabajan. En fin, dispo­nen de más tiempo libre que sus maestros para la investigación, la producción de libros y la docencia. Quedan desde muy jóvenes en posibilidad de producir mucho, y lo hacen. Saben hacer, además, lo que se proponen; son profesionales, no autodidactas o prófugos de otros oficios. Por último, se fijan como meta el abrazar poco y apretar mucho; se de­ciden por la especialidad.

 

Por fuerza mayor y no por puro patrio­tismo se restringen al área de México, y, a lo sumo, a la de Hispanoamérica. Los reposito­rios documentales de su ciudad no les per­miten ir al fondo de asuntos extranjeros. Pero aun los que se destierran no pueden dejar de ser mexicanistas. Sus productos valen en el mercado internacional de la cultura siempre y cuando hablen de lo suyo. Incluso los Filó­sofos sólo son recibidos internacionalmente si hacen filosofía de lo mexicano. Sobra decir que los filósofos de lo concreto de la genera­ción neocientífica no elaboran ontologías del mexicano y del hispanoamericano únicamente para estar en boga. Escogen ese camino por considerarlo el más a propósito para caer sobre el ser sin más. El ecléctico Leopoldo Zea, nutrido en Heidegger, Hegel, Toynbee, Orte­ga y Dilthey, pregona: "No conviene partir de una definición del hombre en general para iluminar con esta idea el hombre ‘particular’ que es el mexicano, sino a la inversa, y, por paradójico que ello parezca, hay más bien que partir del ser del mexicano para iluminar des­de allí lo que se ha de llamar hombre en gene­ral o esencia del hombre". De tal propósito derivan los libros más puramente reflexivos de Zea: América como conciencia (1953), América en la historia (1956), La filosofía de lo mexicano (1960), Conciencia y posibili­dad del mexicano, y por lo menos, una doce­na más.

 

Por otra parte, la mayoría de los filóso­fos compañeros de Zea no han hecho gene­ralmente filosofía concreta. Antonio Gómez Robledo, lúcido representante de la tradición aristotélico-tomista, es autor de un Ensayo sobre las virtudes intelectuales y de unas Me­ditaciones sobre la Justicia. Otro pensador de clara inteligencia, Eduardo García Máynez, interpreta en sus obras la Etica y el Derecho a través de las tesis sobre filosofía de los valores, expuestas por Scheller y Hartmann. En su Esquema de antropología filosófica, Oswaldo Robles opone a la angustia de Heidegger la inquietud de San Agustín. José Sánchez Villaseñor, también filósofo cristiano, arreme­te contra la escuela de los "concretos" en La crisis del historisismo. Francisco Larroyo, Guillermo Héctor Rodríguez y demás neokantianos escriben de filosofía, no necesaria­mente referida a México. Tampoco el cata­lán mexicanizado, Eduardo Nicol, hace filosofía mexicanista en Psicología de las situaciones vitales o en Historicismo y existencialismo, ni José Romano Muñoz en El secreto del bien y del mal.

 

Pero en la generación neocientífica son muy importantes un poeta y un historiador metidos en la tarea de considerar al ser mexicano y americano. Octavio Yaz, pu­blica en 1949 El laberinto de la soledad, examen crítico de la historia y la mítica del mexicano. Ninguno de los demás ensayos de Paz (el arco y la lira, Cuadrivio, Las peras del olmo, Conjunciones y disyunciones) fuera de Posdata, que actualiza la reflexión del Laberinto, han tenido tan buena acogida como éste. Ninguna de las pocas caracterizaciones del mexicano anteriores al Laberinto, ni de las muchas publicadas des­pués, han ahondado más en el tema.. La obsesión de definir al mexicano y su cultura produce, por lo menos, esta obra.

 

El ser de América, preocupación no sólo de Zea, sino también de Edmundo O'Gorman, es el tema de un par de libros finísimos de historia ontológica. En 1951, O'Gorman, ya conocido y apreciado por tres publicaciones previas, atrae la atención internacional culta hacia La idea del descubrimiento de América, tratado en el que enjuicia el modo tradicional de comprender la óntica americana. La in­vención de América, publicada siete años des­pués, dibuja la realidad histórica del Nuevo Mundo “tal como se va inventando en la cul­tura occidental". Otros alardes hermenéuticos de O'Gorman, referidos al asunto de su patria concretamente, son Seis estudios históricos de tema mexicano, Hidalgo en la historia, Cuatro historiadores de Indias y La supervi­vencia política novohispana.

 

Entre los discípulos de O'Gorman, de la misma generación que él, Juan Ortega y Me­dina lo sigue fielmente en varios estudios de historia de la historia: México en la concien­cia anglosajona, Humboldt desde México, etcétera. La mayoría de los contemporáneos de O'Gorman ejercen una historia de tradición positivista, aunque no insensible a las medi­taciones de Dilthey, Ricker, Croce y Colling­wood. Entre los historiadores empeñados en la recuperación del pasado precolombino hay que recordar a Pedro Armillas, quien con técnicas arqueológicas ha descubierto la agri­cultura practicada en tiempos remotos en la región central de México; Ignacio Bernal, arqueólogo justamente enaltecido por sus Investigaciones en Monte Albán, Exploraciones de Coixtlahuaca, El enigma de los olme­cas, Tenochtitlan en una isla y otros escritos sobre sus logros culturales de la civilización mesoamericana; Pedro Carrasco, historiador muy estimado por su estudio acerca de los otomíes y numerosos artículos, y Wigberto Jiménez Moreno, quien determina la Tula histórica y arqueológica y ofrece otros nota­bles aportes al conocimiento de la antigüedad prehispánica.

 

Quizá sea Jiménez Moreno el que con más frecuencia rompe la férula de la especia­lidad entre sus contemporáneos. Con singular dinamismo, inteligencia y sabiduría se pasea por toda la temática de la historia de México y aun del mundo. No sólo es distinguido prehispanista; también es un renombrado co­lonialista en sus Estudios de historia colonial; esto es, un hombre que se codea con la plana mayor de los estudiosos de la época española: Ramón Iglesia, el agilísimo biógrafo de El hombre Colón e intérprete de Los cro­nistas de la conquista de México; José Miran­da, explorador de primer orden de Las ideas y las instituciones políticas del mundo colonial, El tributo indígena en Nueva España, España y Nueva España en la época de Felipe II y Humboldt en México; José Ignacio Rubio Mañé, el director del Archivo General de la Nación, y acucioso detective de la vida y milagros de los virreyes de Nueva España; Ernesto de la Torre, gambusino de la vida social novohispana; María del Carmen Velázquez, historiadora del Estado de Guerra en la Nueva España y La expansión de la colonia hacia las regiones septentrionales, y el maes­tro de los dos últimos autores citados: Silvio Zavala, quien merece párrafo aparte.

 

La ingente obra de Zavala, aplicador vi­goroso del método científico, se reparte en cuatro grupos. El más poblado es el de las historias de las instituciones jurídicas y sociales en la época española, al que pertenece la Encomienda Indiana, Ensayos sobre colo­nización, Fuentes del trabajo en Nueva Es­paña; otro grupo, no menos caudaloso, lo forman estudios sobre las ideas: La filosofía de la conquista, La utopía de Tomás Moro en Nueva España y el Ideario de Vasco de Quiroga, y otros cuatro o cinco libros. En el tercer grupo caben las obras de síntesis para especialistas a cuya cabeza se sitúa una ver­daderamente mayúscula: El mundo america­no en la época colonial. En el último casillero entran los libros didácticos y de divulgación. Uno de aquéllos: La historia universal del Renacimiento para acá. Uno de éstos: Aproximaciones a la historia de México. Zavala merece, sin duda, la fama que le rodea, la de ser "el más riguroso y sólido de los historiadores mexicanos.

 

El gusto de los neocientíficos por la época española es clara. Aun los especializados en tiempos más recientes o en otros géneros no estrictamente históricos han hecho valiosas aportaciones a los estudios coloniales. El etnólogo Gonzalo Aguirre Beltrán se dio a co­nocer por sus pulcras investigaciones acerca de las Luchas agrarias en México durante el virreinato y La población negra. De fecha más reciente es Medicina y magia, informe muy amplio sobre las creencias y las prácticas mágicas neoespañolas. Don Arturo Arnáiz y Freg ha escrito en forma brillante sobre las figuras mayores (Alamán y Mora), que vivieron en el siglo XIX, pero su semblanza de Andrés del Río y su actividad como profesor, conferenciante y asistente a reuniones y con­gresos corresponde principalmente a los estudios coloniales. El periodista y antropólogo Fernando Benítez escribe dos sabrosas evo­caciones de la primavera colonial: La ruta de Hernán Cortés y La vida criolla en el si­glo XVI. Alfonso García Ruiz es principalmente conocido por su Ideario de Hidalgo, pero su máximo interés como investigador se centra en las condiciones económicas y sociales de la colonia. El filósofo e internacionalista An­tonio Gómez Robledo se asoma a la Política de Victoria y el novelista Andrés Henestrosa a las letras coloniales. Los cuatro sacerdotes de la elite generacional son colonialistas, aun­que no de tiempo completo. Así Sergio Mén­dez Areco, antes de sus obligaciones pasto­rales como obispo de Cuernavaca; Gabriel Méndez Plancarte, resucitador de actitudes e ideas del humanismo mexicano de los si­glos XVI y XVIII; Alfonso Méndez Plancarte, aparte de experto en Darío, y con su her­mano, animador de Abside, escribe acerca de los Poetas novohispanos, y Octaviano Val­dez sobre El padre Tembleque. Héctor Pérez Martínez es ahora ya más recordado por Las piraterías en Campeche que como gobernador de Campeche y secretario de Goberna­ción de la República. Y para no hacer dema­siado excesiva la nómina de colonialistas, la vamos a cerrar con José Rojas Garcidueñas, autor de El teatro de la Nueva España en el siglo XVI, Victoria y el problema de la con­quista, El antiguo colegio de San Ildefonso y sus semblanzas sobre las grandes figuras de Sigüenza y Balbuena; José Miguel Quinta­na y Manuel Carrera Stampa, del que no se puede mencionar ninguna de sus numerosas obras sin hacer injusticia a las que nece­sariamente se tendrían que callar.

 

Un profesional de la filosofía y escritor exquisito (especie que no abunda en la genera­ción) escribe obras de gran aliento sobre Poin­sett, primer embajador norteamericano acre­ditado en México, y sobre Juárez, el máximo estadista del siglo XIX mexicano. José Fuentes Mares es también autor de un panorama de la vida política del siglo revoltoso, que lleva el título de Memorias de Blas Pavón. Otra pluma fina, especializada en reaccionarios y socialis­tas decimonónicos, es la de Gastón García Cantú. Las relaciones diplomáticas de México a raíz de su independencia han sido tratadas por Carlos Bosch García, Antonio Gómez Robledo y Luis Medina Ascencio. Carlos Echánove Trujillo, como la mayoría de los estudiosos de aquel siglo, se deja atraer por las figuras in­dividuales. El es el biógrafo de La vida apasionada e inquieta de don Crescencio Rejón, la romántica de Leona Vicario y La vida prócer de Quintana Roo. Acerca de Hidalgo, el inicia­dor de las guerras de independencia, práctica­mente escribe toda la elite de la generación con motivo del segundo cumplesiglos de su nacimiento y el sesquicentenario de su lucha contra la metrópoli española. De diversos aspectos políticos e intelectuales y no sólo de Las ideas monárquicas de don Lucas Alamán escribe Jorge Gurría Lácroix.

 

Para la historia del arte en la generación neocientífica destaca un especialista de primer orden para cada una de las tres épocas clásicas de nuestra historia. Salvador Toscano confec­ciona un espléndido Arte precolombino de Mé­xico. Francisco de la Maza produce una vein­tena de libros referentes a la arquitectura, la escultura y la pintura coloniales. Justino Fer­nández, especialista del arte de la República, además del Arte moderno y contemporáneo de México, deja obras ejemplares que caen dentro del área de sus colegas. De él son Coatlicue, estética del arte antiguo y El retablo de los re­yes, estética del arte colonial.

 

A pesar de la superabundancia de historiadores en la generación neocientífica, muy pocos se ocupan del pasado inmediato, de la Revolución mexicana. Se aduce como razón el que, por falta de perspectiva histórica, la vida mexicana de 1910 a 1940 aún no puede ser examinada con objetividad. De todas for­mas, sus aspectos culturales tienen distingui­dos examinadores objetivos. Leopoldo Zea y Francisco Larroyo han reseñado las ideas filosóficas; Justino Fernández, las artes plás­ticas; Antonio Acevedo Escobedo, José Alva­rado, María del Carmen Millán y José Luis Martínez, las letras. Este último es autor de varios libros esenciales para el conocimiento de la Literatura mexicana, siglo XX y la del siglo XIX a que se refieren La emancipación literaria de México y La expresión nacional Incluso los aspectos políticos de la vida revolucionaria reciente han atraído a José Fuentes Mares. Pruébalo su Revolución Mexicana, plena de humorismo. Otros nombres, por si no bastara con la retahíla anterior, son Salva­dor Azuela y Manuel González Ramírez, cada uno director de un instituto oficial de estu­dios revolucionarios.

 

El estudio a fondo de la vida contemporá­nea del país está en manos de los científicos sociales. Manuel Moreno Sánchez se consagra temporalmente al ejercicio y con más cons­tancia al examen del sistema político mexica­no. Daniel Moreno escribe sobre los partidos políticos en México. Aunque se trata de una generación de escasa actividad política y de ideas moderadas, buena parte de ella publica normalmente artículos de índole política en los diarios. Algunos, como José Alvarado, ni siquiera escriben libros. Todos los politólogos del grupo son en mayor o menor grado oídos por el poder público; gozan del poder indirec­tamente.

 

Influencia práctica comparable a la de los politólogos sólo la tienen los economistas. Los de tal profesión y primera fila se convier­ten en consejeros necesarios del gobierno o en miembros de él. Quizá por lo mismo sue­len excluir los tratados de su producción bi­bliográfica; quizá sólo les queda tiempo para preparar artículos y ponencias que aparecen en revistas especializadas no sólo de México (El trimestre económico, Economía y democracia), sino de los países de habla inglesa. El público en general rara vez oye los nom­bres de los nuevos artífices de su patria. Les suena Antonio Carrillo Flores por haber sido secretario de Hacienda y de Relaciones Exteriores y embajador en Washington. Probable­mente no les dice nada el nombre de Victor L. Urquidi, quien pasa por ser el más agudo y responsable economista de su generación y tiene en su haber docenas de artículos, como la Viabilidad económica de América Lati­na, la Trayectoria del mercado común Latinoamericano y hasta una breve obra de humor. Diego López Rosado escribe la historia y la si­tuación actual de los problemas económicos.

 

Tampoco son ajenos a las decisiones de la jefatura política los consejeros más constan­tes de ella a lo largo de la historia nacional de México: los tratadistas del Derecho. Junto a los glosadores e intérpretes de la legislación que son muchos, hay que colocar a los pocos relacionados con el Instituto de Investigacio­nes Sociales, la Revista Mexicana le Sociología y la reunión anual de sociólogos mexicanos en la que nunca falta la eminencia extranjera. Carlos Echánove Trujillo produce un Diccionario de Sociología y una Sociología mexi­cana. Nada monográficos son tampoco los estudios de José Iturriaga, empezando por el que le da justa celebridad: Estructura social y cultural de México, publicado en 1951.

 

Menos ambiciosos suelen ser los etnó­grafos de la generación neocientífica que ya tienen en su haber copiosas monografías so­bre las varias etnias indígenas de México. Si el nombre que primero se cita es el de Gon­zalo Aguirre Beltrán no es sólo por tener un apellido que empieza con A, ni tampoco por lo fecundo de su obra. Sus Problemas de la población indígena de la cuenca del Tepalca­tepec, El proceso de aculturación y las Formas de gobierno indígena son libros de primera línea, en la que está también La Mixteca, de Barbro Dalhgren, la infatigable sueca mexicanizada, esposa de Fernando Jordán, que dejó dos obras muy reveladoras sobre sendos estados del norte del país. Fernando Benítez no procede ni de la Escuela Nacional de An­tropología de México ni de ninguna institu­ción similar extranjera, pero escribe libros indudablemente valiosos y muy legibles sobre Los indios de México y Los hongos aluci­nantes.

 

La geografía humana, que hacía tiempo no daba señales de vida, reaparece pujante con el nacido cubano Jorge A. Vivó y con el cubanófilo Jorge L. Tamayo, autores cada uno de la Geografía de México. Proseguiría­mos el catálogo de los autores si tuviéramos el más leve indicio de que algún lector perma­nece todavía despierto. Aún falta una relación de nombres, pero será más selectiva que las dos antecendetes. Tampoco conviene termi­nar ésta sin hacer mención de los antropó­logos físicos, y, en especial, del benemérito Eusebio Dávalos.

 

La generación del medio siglo.

 

En diciembre de 1970 asume por primera vez el puesto de presidente de la República un integrante de la generación formada por los nacidos entre 1920 y 1935. A partir del gobierno de Echeverría protagonizan la cultura mexicana dos centenares de jóvenes adultos, entre los 30 y 45 años de edad, que hicieron sus pinitos a mitad del siglo XX, de donde les viene el rótulo con que se les conoce. Antes habían brotado a la vida con el mismo pecado original de los neocientíficos: nacimiento y crianza en hogar citadino de clase media. Los de origen campesino y proletario no dejan de hacer bulto en la nueva generación, pero no son los que dibujan los rasgos de su fisonomía. Tampoco faltan los españoles, si es que se ha puede llamar así a doce personas sali­das de la Península de la mano de sus padres, educados en México, apenas distinguibles de los mexicanos de nacimiento por la pronun­ciación castellana que algunos todavía conser­van. Se suman también a los nombres del medio siglo unos pocos transterrados de Cen­troamérica, de Sudamérica y Europa central. Es un equipo preponderantemente de oriun­dos de México, pero impregnado de cosmopo­litismo.

 

Con pocas excepciones, reciben la primera enseñanza en multitud de escuelas laicas, y religiosas. Comienzan a conocerse y aglutinarse en las facultades de Filosofía, Derecho y Economía de la Universidad Nacional; o en la Escuela de Antropología e Historia, fundada en 1939, o en el Colegio de México, que inicia su vida docente en 1941, o en el Instituto Francés de la América Latina, que aparece en 1946, y, en menor grado, en otros institutos similares. Prosigue el proceso de mutuo conocimiento y concentración en uni­versidades de Europa y los Estados Unidos adonde va la mayoría en busca de una posgraduación. En la generación del medio siglo abundan los de pergamino doctoral. Quien más quien menos todos son profesionales del oficio o de uno de los oficios que ejercen. No faltan los agraciados con el titulo de his­toriador, metidos a sociólogos y politólogos, ni los doctores en filosofía que escriben his­toria, ni aun el creador literario que hace di­vagaciones de índole política y económica.

 

La gran mayoría se acoge a la nueva modalidad de ser investigador y profesor universitario a sueldo y tiempo completo. Contra la costumbre de no salir de la capital, algunos inician su carrera en universidades provincianas: Monterrey, Guanajuato, Puebla, Hermosillo, Guadalajara y Jalapa. Según lo acostum­brado, casi todos vuelven a reunirse en la capital. Se cuentan con los dedos de la mano los que siguen realizando su obra en ciudades del interior, donde no tienen los estímulos del sueldo decoroso y de bibliotecas y archivos grandes y bien clasificados. Los avecindados en la capital, de profesión etnógrafos, sociólogos y arqueólogos, hacen incursiones a la pro­vincia y aun al sótano social, al campo. Son menos torremarfileños que sus predecesores, aunque no menos adictos al congreso interna­cional. Están al tanto de lo que sucede en su disciplina y entre sus colegas en el mundo entero. De la sedente vida monacal sólo retienen la celda, vacía la más de las veces. Aún no se puede decir que sea una generación alérgica a los deleites del mando. Puede asegurarse, en cambio, que son más sensibles al bombo que sus maestros. Utilizan más los instrumentos de publicidad y propaganda, porque quieren compartir su sabiduría con el pueblo, porque se sienten apóstoles de alguno de los nuevos humanismos, más que de ningún nacionalis­mo. Como a los de la generación constructiva, no los sacia la mera contemplación científica y la hechura de tratados para sus colegas próximos. Quieren ver y divulgar lo visto, y, en ocasiones promover el cambio. No están tan satisfechos del mundo que les ha tocado vivir, como lo han estado los neocientíficos. Algo quiere decir el que tantos acudan al psicoanalista o de perdida a la agresión ver­bal. Rompen con la tradición; rompen con el presente.; rompen incluso con algunos de los instrumentos del oficio aprendido en las aulas. Si se les llama los de la generación criticona no es por simples ganas de molestar­les. Seguramente les produce una especie de comezón la ley y la autoridad consagradas. Por eso dan tantas vueltas en su mundo inte­lectual. Se trata de gente con sueño intranqui­lo más que de hombres de acción. Quizá sean los heraldos de una nueva ola de romanticismo cultural.

 

La inferencia científica y la deducción lógica ya no satisfacen del todo. También se concede valor epistemático a la emoción. Exagerando mucho, cabe decir que con este grupo de criticones concluye la edad científica y comienza la edad estética, no prevista por Comte. Ahora se hace el puente. La ruptura con la ciencia aún no es total, pero a esa respetable dama ya no se le toma demasiado en serio y no sólo por acciones tan malas moralmente como la bomba atómica. Tam­bién es recusable por su miopía contempla­tiva y por lo que exige de sus devotos: la entrega total a una especificación minúscula, a hacer de por vida un agujero del que puede salir un chorro de petróleo, líquido, nada potable, o unas pepitas de oro, material no comestible.

 

Hacia 1950, el grupo de los hiperiones quiso imponer una tarea a los intelectuales de la generación que asomaba, o sea la "de sacar en limpio la morfología y la dinámica del ser del mexicano para operar transforma­ciones morales, sociales y religiosas con ese ser". Por más de un lustro, los filósofos, que formaban la mayoría del Hiperión, se ponen a inquirir la óntica nacional. Emilio Uranga explica el sedicente tema definitorio de la generación en Análisis del ser del mexicano. Salvador Reyes Nevares intenta descubrir a sus coterráneos con las expresiones de El amor y la amistad; Jorge Portilla, por el portillo de la novela; Ramón Xirau, por el sentido de la muerte en la poesía mexicana; María Elvira Bermúdez metiéndose en La vida familiar del mexicano; Juan Hernández Luna encaminándose al pensamiento nacionalista de la Revolución, y Fernando Salmerón, como biógrafo de Ortega.

 

Cuando los filósofos dejan de cumplir la consigna de radiografiar al mexicano entra a sustituirlo un pelotón de psicólogos y psiquiatras. Aniceto Aramoni publica Psicoaná­lisis de un pueblo; Francisco González Pineda, El mexicano: su dinámica psicosocial; Jorge Segura Millán, Diorama de los mexi­canos, y Hernán Solís Garza, Los mexicanos del norte. Pero también los psicólogos se desaniman a mitad del camino. Quizá contribuyen a la suspensión de la autognosis del mexi­cano dos libros de crítica: La filosofía de lo mexicano (1966), de Abelardo Villegas, y El mito del mexicano (1968), de Raúl Béjar Na­varro.

 

Lo cierto es que en años recientes los psicoanalistas se han ceñido a devolverles el sueño reparador a los ricos y los intelectuales, y los filósofos a meditar sobre temas menos nacionalistas y más filosóficos. Emilio Uranga reaparece después de algunos años de si­lencio libresco con un estudio sobre las Astu­cias literarias de astutos de diferentes épocas y naciones. A Ramón Xirau, que cada vez recuerda más a don Alfonso Reyes, nada de lo humano le es ajeno. El vigoroso y honesto Luis Villoro, tras de opinar que la filosofía de lo mexicano “no dio respuesta a las cuestio­nes fundamentales de la filosofía”, escribe La idea y el elite en la filosofía de Descartes y ahora se interesa en los problemas del lenguaje y la ciencia, igual que Alejandro Rossi. Eli de Gortari expone la lógica dialéctica y Adolfo Sánchez Vázquez Las ideas estéti­cas de Marx. Agustín Basave ejerce el neotomismo en Monterrey. En fin, la producción filosófica gana en profesionalismo y originalidad y pierde la dirección de la vida intelectual de México.

 

En las generaciones constructiva y neocientífica los profesionales de la historia eran la mayoría absoluta. Tal vez por la crisis del historicismo y por la fe creciente en las cien­cias sistemáticas del hombre, en la nueva generación los historiadores apenas son la ma­yoría relativa, a pesar de ser más y producir anualmente centenares de libros y artículos cuyos nombres aparecen en la Bibliografía histórica mexicana que compila, año tras año, Susana Uribe.

 

No cabe lugar en estas apretadas páginas para todos, ni siquiera para los más destaca­dos. Por razones de espacio habrá que referirse únicamente a los autores recibidos en las academias de la lengua o de la historia o en el Colegio Nacional o que han ganado algún gran premio. Huelga decir que esta manera de selección comete injusticias; la mayor de ellas con las mujeres que, según parece, úni­camente nacieron por culpa de Eva, para recibir vejaciones y no honores, cuando las mujeres que investigan el pasado son tantas y tan buenas como los hombres. Además, salvo prueba en contrarío, todas pertenecen a la última generación.

 

Otra dificultad que ofrece el nuevo grupo de cliómanos es la de su clasificación. Con los anteriores fue suficiente meterlos en los tres o cuatro compartimientos epocales. La promoción del medio siglo ya no admite el reparto por épocas estudiadas. Tampoco se les puede dividir por su mentalidad. No ayu­daría mucho decir que unos siguen a Collingwood; otros a la Academia de Ciencias de la U.R.S.S.; otros todavía a Langlois y Seignobos, y algunos ya a Marc Bloch. A veces se les clasifica llamándolos, según de quienes se trate, discípulos de Zavala, o de O'Gorman, o de Garibay, o de Roces, o de Jiménez. En ocasiones se les alude con los términos: Los de Filosofía, los del Colegio, los de Antropología. Lo más común es clasificarlos por el tipo de hechos a los que se enfrentan.

 

Los historiadores de las ideas siguen siendo los más numerosos y los mejor equipados. Del Seminario del Pensamiento Hispanoame­ricano que preside Gaos brotan monografías de Luis Villoro, Victoria Junco, Carmen Ro­vira, Raúl Cardiel Reyes, Olga Quiroz, Vera Yamuni, Monalisa Lina Pérez Marchand, Rafael Moreno, Bernabé Navarro, Elsa Ceci­lia Frost, Francisco López Cámara y Juan Hernández Luna, que permiten, junto con un par de libros de Pablo González Casanova, hacerse una buena imagen del siglo de las luces y de las ideas independentistas y refor­madoras. Del seminario de O'Gorman provie­nen trabajos de Josefma Z. Vázquez, Jorge Alberto Manrique y estudiosos aún más jó­venes, que aclaran el sentido de lo que se conoce con las denominaciones de conquista y primavera colonial. En el seminario de Angel María Garibay se promueven las obras de Miguel León Portilla y Alfredo López Austin, acerca de las concepciones prehis­pánicas del mundo y de la vida. En el semi­nario de Leopoldo Zea se exploran ideas de tiempos más recientes, como lo demuestran los estudios de Eduardo Blanquel y Abelardo Villegas. Fuera del orden seminaril se gestan los trabajos, serios y fecundos, de Martín Quirarte y los igualmente serios, aunque no abundantes, de Tarsicio García Díaz.

 

Fuera incluso de Filosofía y Letras y de El Colegio de México, surge el rico y volumi­noso análisis del Liberalismo mexicano, he­cho por Jesús Reyes Heroles. Este y muchos de los citados no se ciñen en sus libros a explicitar ideas; enlazan en pensamiento con la sociedad en que surge; rescatan el alma del pasado sin separarla del cuerpo. Así Naciona­lismo y educación, de Josefina Z. Vázquez. Una obra más de estructuras económicas y sociales que de superestructuras ideales es la de Eli de Gortari, consagrada a historiar el pensamiento científico mexicano, y en ge­neral La ciencia en la historia de México.

 

El impulso dado por don Manuel Toussaint a la historia del arte fue tan vigoroso que no se detuvo en sus alumnos. Con nuevos enfo­ques, los cincuenteños trabajan asiduamente en la recuperación del arte mexicano de todas las épocas y gustos. Pedro Rojas, Raúl Flores Guerrero y Raquel Tibol rehacen la historia general del arte mexicano desde el punto de vista del materialismo histórico. Desde otro punto de vista que tiene en cuenta, además de procesos económicos y sociales, cosmovi­siones y formas, escriben abundantes monografías los miembros del Instituto de Investigaciones Estéticas, que dirige Clementina Díaz y de Ovando, donde militan Jorge Al­berto Manrique, tan sensible al arte barroco como a las manifestaciones contemporáneas de la pintura; Elisa Vargas Lugo, especializa­da en la arquitectura de Nueva España; Ida Rodríguez Prampolini, buena intérprete de los lenguajes literario y plástico; Xavier Moysén, Los Anales del IEE, México en el Arte y, para citar una revista más, Artes de México. En la Escuela de Arquitectura, Israel Katzman, nacido venezolano, se interesa en la teoría de la arquitectura y en el recuento y valoración de las obras arquitectónicas de los siglos XIX y XX, según lo demuestran dos obras mayores.

 

La historia religiosa (de ideas teológicas, instituciones eclesiásticas, devociones popu­lares y vidas de justos), que fue durante un cuarto de milenio la reina de las historias, hoy mendiga. Se le ha excluido de la historiogra­fía. Se le considera una subespecie de la his­toria reverencial o pragmaticoética. Con todo, es uno de los géneros con más clientela en la masa. Las vidas ejemplares del Padre Pro y la Madre Conchita, los estudios de Rius Fa­cius sobre aquella fábrica de mártires que fue el callismo, y las crónicas de milagros y santuarios célebres tienen un número de lectores incomparablemente mayor que el de los histo­riadores académicos, entre los cuales ya se cuentan algunos historiadores de la religión, como don Rafael Montejano y Aguinaga, no sólo ilustre por las historias locales de Arma­dillo y Ciudad del Maíz. Otro nombre que empieza a hacer ruido en la historiografía religiosa profesional es el del michoacano Francisco Miranda.

 

Tampoco la historia profana (la relatora de batallas, hechos políticos fulgurantes y vidas de héroes y estadistas) puede vanaglo­riarse de ser bien vista por los actuales jefes de la "república de la historia". Seguramente los libros que más se consumen, entre el público forzado de todas las escuelas prima­rias y secundarias del país y en amplios sec­tores de la población extraescolar, son las historias patrias que nos apartan horroriza­dos de la trayectoria vital del villano Hernán Cortés y nos inducen a modelar nuestra exis­tencia conforme a la del párroco de Dolores y luego padre de la patria Miguel Hidalgo o a la del pastorcito músico y luego moderniza­dor del país Benito Juárez. Pero como en la religiosa, en la historia política hay siempre los autores que escriben sin sacar moralejas, como Martín Quirarte y Francisco Cuevas Cancino para el siglo XIX, y Eduardo Blanquel y Berta Ulloa para el siglo XX.

 

La historia social, ocupada habitualmen­te en temas demográficos, laborales, de te­nencia de la tierra, organización social e ins­titutos de beneficencia, goza de buen prestigio en los círculos académicos y cuenta con historiadores de nota, con Alfredo López Austin para la época prehispánica, con Carlos Martí­nez Marín, Delfima López Sarrelangue y Josefina Muriel para la época colonial, con algu­nos de los contribuyentes a la Historia moderna de México: Emma Cosío, Guadalupe Monroy y Moisés González Navarro. Este, el más fecundo de los historiadores sociales, escribe abundantemente sobre diversos as­pectos de la sociedad mexicana del siglo XX, así como Jorge Martínez Ríos.

 

La buena reputación de la historia social sólo es comparable a la de la historia económica, de la que son representantes distingui­dos en el grupo generacional Fernando B. Sandoval, autor de La industria del azúcar en la Nueva España; Leopoldo Solís, Jorge Espinosa de los Reyes y varios de los contribuyentes a la Historia moderna de México; Francisco R. Calderón, Fernando Rosenz­weig, Guadalupe Nava, Luis Cosío, Gloria Peralta y Ermilo Coello; también puede citarse a Jan Bazant, consagrado por sus estudios sobre la  deuda exterior de México y la nacionalización juarista de los bienes eclesiás­ticos, y a don Vicente Fuentes Díaz en El problema ferrocarrilero de México.

 

No obstante el prestigio de que gozan los libros de historia crítica en la élite intelectual y los de historia monumental o pragmática en el pueblo, todavía ocupa un sitio en el sótano la historia meramente rememorativa. Quizá ya no se escriban historias familiares, pero se escriben cada vez más historias locales, al­gunas muy sabrosas y sabias, como las de Alfonso de Alba referentes a Lagos, Israel Ca­vazos relativas a Nuevo León, Carlos Martí­nez Marín sobre Tetela del Volcán, Claudio Dabdoub sobre el Valle del Yaqui, Jesús Sotelo Inclán a propósito de la Raíz y razón de Zapata y cien más.

 

Los muy versados en teoría y asuntos económicos de la actualidad son, después de los historiadores, los que se hacen más de notar en la generación del medio siglo, como lo demuestra la reciente proliferación de cen­tros de estudios económicos en la Universi­dad Nacional Autónoma, en la Secretaría de Hacienda, en el Banco de México y en el novísimo centro de Estudios Económicos y Demográficos de El Colegio de México. Aparte de los nombres frecuentemente repetidos de Edmundo Flores y su Tratado de economía agrícola, Leopoldo Solís y Los problemas nacionales, Fernando Carmona y El caso de México o Hacia un desarrollo nacional independiente, José Luis Ceceña y México en la órbita imperial, Alonso Aguilar y los Proble­mas estructurales del subdesarrollo, se po­drían enumerar dos docenas de primeras figu­ras más.

 

Aquí cabe también mencionar a un geógrafo de temática económica, Bassols Bata­lla, y a varias damas distinguidas por el vigor con que estudian los problemas de la economía nacional, cuyo símbolo podría ser Consuelo Meyer.

 

Otro género que adquiere cada vez mayor importancia y que ya tiene lucidos albergues en la Universidad Nacional Autónoma y en El Colegio de México y publicaciones perió­dicas tan vigorosas como Foro Internacional y Plural, es la ciencia política. Pablo Gonzá­lez Casanova, que se dio a conocer como historiador de las ideas de la ilustración mexicana, ejerce como politólogo y en 1965 publica una obra varias veces reeditada y traducida acerca de La De­mocracia en México. Rafael Segovia hizo sus primeras armas como historiador de las ideas políticas españolas del siglo XVIII y ahora es ampliamente conocido por sus estudios acer­ca de la realidad política mexicana de nues­tros días. Sobre los partidos políticos del México contemporáneo, cuya existencia nie­gan algunos pesimistas, escribe Vicente Fuentes Díaz. Aun Carlos Fuentes, novelista, ejerce la politología en su Tiempo mexicano. La inmigración al campo de la ciencia política está de moda. Otros distinguidos poseedores de este territorio son Porfirio Muñoz Ledo, Víctor Flores Olea y el senador González Pedrero.

 

En el género sociológico, que anda muy entremezclado con la ciencia política por uno de sus extremos, se distinguen en la genera­ción del medio siglo Mario Ojeda, preocupado sobre todo por el destino de los espaldas mojadas; Rodolfo Stavenhagen, ya muy men­tado por sus estudios de la sociedad rural y director del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México; Gustavo Cabrera, demógrafo y director en el mismo instituto del Centro de Estudios Económicos y Demo­gráficos, y Raúl Benítez Zenteno también demógrafo y director del Instituto de Investi­gaciones Sociales, donde un vigoroso equipo viene trabajando desde hace décadas en problemas actuales, e incluso futuros, según lo comprueba El perfil de México en 1980.

 

Por el otro extremo el género sociológico se confunde con las disciplinas antropológicas, que se cultivan a manos llenas en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Insti­tuto Nacional Indigenista, el Instituto Indigenista Interamericano, el Departamento de Antropología que dirigen Angel Palean y Artu­ro Warman en la Universidad Iberoamericana y en algunas universidades de provincia.

 

No hay por qué citar la frondosa rama de los estudios lingüísticos y literarios. En otro capítulo se habla de ella. Tampoco cabe ya explayarse en la novísima generación, la de los nacidos de 1936 a 1950, que es muy numerosa y combativa. Nombres como los de Arnaldo Córdova, Alberto Dallal, Enrique Florescano, Enrique Krause, Carlos Monsivais, Bernardo García, Andrés Lira, Alvaro Matute, Luis Medina, Lorenzo Meyer, Alejandra Moreno, José Emilio Pacheco, Olga Pellicer, Sergio de la Peña, Luz María Parcero, Aurelio de los Reyes, María Luisa Rodríguez Sala, Blanca Torres, Elías Trabulse y Ga­briel Zaid son autores todos de libros importantes publicados.

 

La vida del humanismo mexicano de 1940 a 1973 puede resumirse así. El ambien­te hace progresos en casi todos los órdenes. El clima de libertad se deterioró alguna vez, pero no es sostenible la tesis de la dictadura progresiva. Los últimos 33 años contemplan el nacimiento de multitud de albergues cultu­rales que miman y remuneran bien a los inte­resados en el estudio del hombre. También está a la vista el creciente número de canales de comunicación entre unos sabios y otros y entre el intelectual y el público. Tampoco deja de crecer la estimación social de la inte­ligencia. En cambio no llega a producirse el contrapeso de una crítica rigurosa. Siguen faltando los encargados de aplicar la justicia distributiva, de poner cada obra en su sitio.

 

El número de científicos sociales y huma­nistas de primera línea se dobla de generación en generación. No menos notorio es el creciente profesionalismo de los investigadores, así como la especialización. Los autodidactas y los todistas son cada vez menos. El contac­to del experto en una parcela del saber con los expertos de la misma parcela en México y en el mundo se vuelve estrecho. Lo contra­rio acontece entre profesionales de diversas disciplinas. Cada vez se vive más en una Torre de Babel. No se ha llegado a la guerra de filósofos contra historiadores, de politólogos contra economistas, de sociólogos contra antropólogos, pero sí a la incomprensión y al desdén mutuo. En 1940 un grupo de ideales y personas llevaban la batuta de la actividad humanística. En 1973 cada cual se rasca con sus propias uñas, cada músico de la orquesta toca lo que quiere. Nada ni nadie orienta al conjunto. La inconformidad no parece ser un principio orientador suficiente.

 

Si se compara a México con países de gran tradición humanística, el volumen de lo­gros sigue siendo escaso. De todas formas, se escriben cada vez más obras de filosofía, historia, ciencia política, economía, sociolo­gía y folklore. El número y la buena aparien­cia de las publicaciones crece; la intensidad, quizá no. El tema único y posible sigue siendo México, pero la  emoción nacionalista que lo hacía tan atractivo en los años cuarenta no es ya tan fuerte como entonces, cuando las obras quemaban; ahora sólo entumecen.

 

La generación constructiva.

 

Alvarez. J. R. (dir.) Enciclopedia de México, México.

 

Bravo Ugarte, J. México independiente, Barcelona, 1959.

 

El Colegio de México, Veinticinco años de investigación histórica en  México, México, 1966.

 

Fondo de Cultura Econ. México, 50 años de Revolución. La cultura, México, 1962.

 

Secretaría de Educación Pública, México y la cultura, México, 1961.

 

134.            La cultura literaria (1940-1970).

 

En las últimas décadas, antes de que se empezara a hablar del boom de la literatura hispanoamericana, los escritores mexicanos han estado ofreciendo obras de bastante significación no sólo para las letras nacionales, sino también para el cuadro de toda la literatura en lengua. española. Y no se trata ya únicamente de valiosos aportes, tales como el de los poetas “novohispanos” encabezados por Bernardo de Balbuena, Carlos de Sigüenza y Góngora o sor Juana Inés de la Cruz -en los siglos XVI y XVII-, o de la presencia decisiva de Manuel Gutiérrez Nájera, Salvador Díaz Mirón, Amado Nervo y Ramón López Velarde en la configuración y desarrollo del modernismo, ni de las aportaciones a la "literatura de vanguardia" que hicieron José Juan Tablada y Manuel Maples Arce. Ahora ­se trata de creaciones literarias cuya novedosa tesitura despertó el interés de la crítica en la década de los 40 y ha tenido in­fluencia en escritores de Hispanoamérica.

 

Si recordamos que inventar significa, en primer término, "descubrir", "fundar", esta nueva literatura mexicana es una "literatura de fundación" , porque inventa" la realidad, rescatándola de las espesas y opacas capas que la sustraen de la visión profunda, al tiempo que "inventa" la palabra, restaurando el único len­guaje capaz de decir lo que la realidad es.

 

Esta "literatura de fundación", que se da tempranamente en México, es sobre todo fruto de la coincidencia -misteriosa siempre que acontece- de altos y fecundos creadores. Con todo, existen en la historia cultural de Méxi­co algunos antecedentes inmediatos que nos permiten comprender mejor tanto el vigor de esta nueva literatura desde su nacimiento mis­mo, como su brillante y progresivo avance posterior. Resulta difícil pensar que el rena­cimiento de las letras mexicanas y su parti­cular entonación de sugestiva modernidad sean totalmente independientes de dos fer­mentos de renovación cultural, los cuales llenaron la vida intelectual de México en la segunda y tercera décadas del siglo: la "generación del Ateneo", con sus aspiraciones de reestructuración de la cultura, y el grupo de los "Contemporáneos" con su fecundo anhelo de depuración  estética.

 

Del realismo a la nueva literatura. Los últimos ecos del "realismo naturalista" y del "modernismo".

 

A pesar de la remoción del ambiente cul­tural que provocaron, entre 1910 y 1935, los miembros del Ateneo y los Contemporáneos, en la década de los 40 sobreviven todavía algunas líneas de la literatura de "fin de siglo": el realismo naturalista y el modernismo, mo­dalidades que llegan a convivir con las pri­meras muestras de la nueva literatura, dando aún muestras de respetable vigor.

 

El realismo.

 

Cuando en el resto de Hispanoamérica el variado cultivo de la poesía había desplazado un tanto a la novela y el cuento, casi agota­dos precisamente por el enquistamiento del realismo, estalla en México la Revolución. Este dramático acontecimiento nacional es sentido, explicablemente, como una gesta y se erigió de inmediato en el tema dominante de la literatura mexicana. A pesar del carácter épico, la riqueza del anecdotario y, en cier­ta medida, la necesidad de propaganda polí­tica hizo que los escritores se inclinaran por el relato (novela y cuento) como el género más apropiado para documentar el violento cambio de las estructuras socioeconómicas. Por otra parte, en los primeros años de lucha armada, los años más cruentos, los escrito­res no tuvieron tiempo ni ocasión para pen­sar en modas literarias, mientras que sí te­nían a la mano la bien conocida experiencia del realismo naturalista, hecho como a la me­dida para recrear, sin mayor esfuerzo técni­co, la dureza devastadora del conflicto, la rudeza casi bárbara de los líderes populares y el ciego furor de las masas, el personaje colectiva. Con todo, par debajo de la  aparente unidad, pueden advertirse algunos matices dentro de la novela de la Revolución, sobre todo en el enfoque del tema básico, que van desde la mera crónica hasta la interpretación pesimista de la guerra civil, pasando por la visión muy personal y llena de vivencias par­ticulares del anecdotario.

 

Estas dos últimas perspectivas del con­flicto y de sus consecuencias, tal como se da en Los de abajo (1916), de Mariano Azuela, en El águila y la serpiente (1928) a La sombra del caudillo (1929), de Martín Luis Guzmán, o en ¡Vámonos con Pancho Villa! (1931), de Rafael F. Muñoz, anuncian ya la liquida­ción del realismo ortodoxo par la penetración vital de lo narrado contraria a la objetivi­dad impasible que suponen el realismo y el naturalismo, por un lenguaje menas solemne y seco que el de estas escuelas y hasta por la  experiencia temida aún con nuevas formas de relatar. Estas nuevas orientaciones ventilaron bastante la tradición narrativa y despejaron el campo a los escritores que ven­drían algo más tarde.

 

Los escritores que no continuaron hacien­da de lleno "novela de la Revolución" se orientaran hacia la literatura social. Es decir, que relegaron los temas motivados directamente por el conflicto armado en beneficio del desarrollo de los problemas sociales, algunos de los cuales habían contribuido al desencadenamiento de la Revolución e incluso exacerbado la contienda. Varios de los autores de esta nueva línea son hombres comprometi­dos con los ideales izquierdistas; pero otros se ven impulsados, más que por la ortodoxia doctrinaria, por mostrar con dejos de "costumbrismo" la vida del pueblo, en una actitud de humanísima solidaridad. Sólo que la mayoría de estos nuevos narradores se ocu­paron casi exclusivamente por la vida infrahumana del proletariado de las ciudades, manteniendo todavía en la década de los 40 los presupuestos artísticos del realismo naturalista. El libro más representativo de esta na­rrativa que no se resignaba a desaparecer es seguramente la colección de cuentos Paseo de mentiras (1940), de Juan de la Cabada. Algo más tarde, la literatura social empezó a despojarse de la intención demasiado obvia de protesta y denuncia, y de la solemnidad realista, gracias a las obras de varios autores que parecen haber redescubierto la agilidad y el guiño malicioso que caracterizó las estampas de Angel del Campo, "Micrós" (1868 - 1908). Responden a esta línea, en la que aflora una estimulante solidaridad huma­na, antes que el compromiso político, las no­velas y cuentos de Antonio Magaña Esquivel, Magdalena Mondragón y Felipe García Arroyo, el autor de la mejor novela de esta corriente: El sol sale para todos (1948).

 

El relato indigenista.

 

En estos años se dan también algunas es­peciales prolongaciones de la literatura de tema indigenista, que puso nuevamente en vigencia Antonio Médiz Bolio, en 1922, con las felices estampas de su libro La tierra del faisán y del venado, y que continuó casi de in­mediato, con estilo menos ampuloso y con más ternura y gracia, Andrés Henestrosa en Los hombres que dispersó la danza (1929), bellísima evocación de su mundo zapoteca. En la década de los 40 estos dos anteceden­tes fructificaron con generosidad, y si bien la literatura indigenista pudo coincidir con la actitud y entonación realista de la  literatura social, sobre todo al enfocar concretamente la denuncia de la triste situación del indio y de la vida en las comunidades indígenas marginadas, lo que mejor caracteriza a esta década es la visión reflexiva del ancestro autóctono y la comprensión de la tragedia para todo el país y no sólo para el indio que representa su marginación.

 

También es muy significativa la entona­ción lírica y la integración anímica del autor con el hombre indio (esto si no es que el propio autor no es de su estirpe), que vibra, jun­to a la visión reflexiva, en las evocaciones. Entre los autores que han sabido expresar su simpatía con el indio y la sensibilidad esté­tica necesaria para comunicarnos esta vivencia destacan el mismo Henestrosa con Retra­to de mi madre (1940); Miguel Angel Méndez por su Nayar (1940); dos autores especialmente atraídos por la vida de los indios de la región de Chiapas: Ricardo Pozas, que escribió Juan Pérez Jolote, biografía de un tzotzil (1948), y Ramón Rubín, autor de El callado dolor de los tzotziles (1949), y Ermilo Abreu Gómez (1894 – 1971), el representante de mayor significación de esta literatura, tan­to por lo generoso de su obra, recogida en el numeroso volumen Héroes mayas (1942), como por su espléndida manera de decir: una lengua estricta, casi seca, pero capaz de al­canzar sugestivos modos de comunicarnos sus emociones y vivencias más profundas, y de darnos "entre líneas" las connotaciones más sutiles.

 

De entre las historias recogidas en Héroes mayas, la más lograda es Canek: historia y leyenda de un héroe maya, publicada en 1940, que a simple vista es un relato de la infancia, adolescencia y muerte de un indio en plena juventud; pero que, tal como lo insinúa el titulo, la novela nos habla de la vida, pasión y muerte de un hombre cuyo único delito era el de haber nacido de estirpe india.

 

El modernismo y el posmodernismo.

 

La poesía modernista siguió sobrevivien­do en los versos de algunos escritores que habían pertenecido al Ateneo: Enrique Gon­zález Martínez y Alfonso Reyes, y de algún poeta independiente como el polifacético José Juan Tablada (1871 - 1945) en sus últimos años.

 

Sólo que estos poetas habían roto ya, especialmente Tablada (que nunca estuvo muy cerca del modernismo típico), con la ortodoxia rubeniana y transitaban más cómodamen­te por algunas de las diversas líneas del "posmodernismo", unas más revolucionarias o audaces que otras: neorromanticismo, sencillismo (irónico o intimista), imaginismo, o sosegado regreso a la tradición poética de los siglos XV y XVI. Esta poesía posmodernista, que ha sobrevivido, a veces como corriente subterránea que aflora de tanto en tanto, llega en ocasiones a manifestarse junto con las primeras experiencias de la nueva literatura.

 

La prosa modernista tuvo menos suerte, ya que la novela de la Revolución desplazó por mucho tiempo todo otro tipo de relato; sin embargo, entre 1935 y 1945, pasada la etapa crítica de la lucha y atemperado un tan­to su monopolio de la narrativa, se desarro­lla lo que se dio en llamar el "colonialismo", corriente de novelas históricas cuyo ámbito se limita a la época virreinal. Los “coloniales” toman como excusa el brillo efímero pero seductor del virreinato para hacerlo cristali­zar en una prosa elegante con la que narran legendarios lances y secretas intrigas propias de la época. Algunos críticos explican el "co­lonialismo" como una literatura de evasión ante la inseguridad de los años inmediata­mente posteriores a la Revolución o como una añoranza de las clases desplazadas del poder o desposeídas de sus fortunas. Esta explicación es demasiado mecánica, y conviene tener en cuenta que en casi toda Hispanoamérica muchos modernistas aprovecharon el hallazgo romántico de la "novela histórica" para satisfacer a su manera las propias ten­dencias estéticas: exotismo, lánguida fanta­sía, recreación de ambientes suntuosos con expresivo preciosismo. Un ejemplo típico de esta novela modernista de ambiente histórico es La gloria de don Ramiro, compleja histo­ria de un hidalgo español de los tiempos de Felipe II, que transcurre entre Avila de los caballeros y la Lima de los virreyes y de San­ta Rosa, y cuya vida es un largo conflicto en­tre las leyes del honor caballeresco y su amor por una mora, entre la voluptuosidad y el misticismo, todo lo cual es una inteligente excusa para evocaciones delicadas o sun­tuosas.

 

Sin necesidad de salirse de la historia literaria mexicana hay que recordar también, como un antecedente muy especial, la novela de Manuel Payno (1810 - 1894), largamente ela­borada -a modo de folletín- entre 1889 y 1891, que, si bien responde al costumbrismo romántico, es tan  rica en tipos y situaciones que llega a tocar la vida de la aristocracia mexicana con descripciones de ambientes suntuosos e incursiones psicológicas que antici­pan algunos aspectos de la novela colonialis­ta. Los representantes más destacados de esta novela en la década de los 40 son Francisco Monterde (El temor de Hernán Cortés, 1943) y el prolífico escritor Artemio del Valle-Arizpe, autor de relatos con los que culmina esta escuela narrativa: En México y en otros si­glos (1948) y la numerosa serie de Tradiciones, leyendas y sucedidos del México virrei­nal, de la cual se han publicado solamente ocho volúmenes entre 1932 y 1952.

 

La nueva literatura. Las letras del ensimismamiento y el solipsismo.

 

Los escritores más significativos en el na­cimiento de la nueva literatura mexicana –que en rigor comienza a vislumbrarse hacia 1935- fincan su ruptura con las generaciones coetáneas o anteriores, cuya literatura era una forma de "recrear mundos vividos", en la as­piración de que la poesía, el teatro, la novela o el cuento fueran algo muy diferente: una manera de "entender el modo de vivir el mun­do" y de comunicar esta actitud vital con un profundo estremecimiento.

 

Esta aspiración venía a coincidir con la de algunos artistas plásticos, principalmente los muralistas ya famosos por sus frescos so­bre la Revolución y que ahora empezaban a tratar la vida del mexicano como tema (José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Al­faro Siqueiros), y con una nueva línea de re­flexión de jóvenes pensadores. Todo un movimiento y una actitud mental que caracteriza lo que se ha llamado el "nacionalismo cultu­ral", un nacionalismo crítico por el cual ha­bía pasado ya, o estaban pasando por entonces, casi todos los países hispanoamericanos, cada uno según sus circunstancias histórico-culturales. Una preocupación por desentrañar los elementos radicales de la nacionalidad, en la que sobresalen el peruano Mariátegui y el argentino Martínez Estrada, que más tarde o más temprano incide en la literatura.

 

Los escritores que primero y más decidi­damente se insertan en el nacionalismo críti­co son incuestionablemente los poetas, quie­nes presentan, dentro de los matices propios de las promociones a la que pertenecen y dentro de las entonaciones individuales, un denominador común: la insatisfacción que en algunos llega a la cólera frente al mundo que les toca vivir. Por lo demás, se sienten  acosados, en su gran mayoría, por ciertas vivencias comunes: la soledad, la incomunicación y la angustia de la muerte ante una existencia caótica o sin sentido.

 

El primer grupo importante que  surge en estos años es el de los poetas que publi­can Taller poético (1936 - 1938) y Taller (1938 - 1941): Efraín Huerta, Nef­talí Beltrán, Rafael Solana, Vicente Magdaleno, Octavio Novaro, Rafael Vega Albela y Octavio Paz. Lo que caracterizó a esta promoción fue "la repugnancia por lo literario y la búsqueda de la palabra original, por opo­sición a la palabra personal" (Octavio Paz); además el mis­mo testigo hace notar que en esos años se dio “una impura alianza de nacionalismo y de un realismo más o menos socialista”.

 

Neftalí Beltrán (1916) muestra al princi­pio decoro formal y una gracia sutil en la poesía amorosa (Veintiún poemas, 1936); pero más tarde, en Soledad enemiga (1949), se le ve más preocupado por la sinceridad expre­siva y aguijoneado por el sentimiento de la muerte, que expresa con hondura y riqueza de matices.

 

Alberto Alvares Quinteros (1914 - 1944) fue un poeta de tendencia contemplativa que pri­mero intentó plasmar su experiencia religiosa y que después se internó en la expresión poética de la angustiosa vivencia del amor. Su poesía está recogida en Nuevos canta­res (1942).

 

Efraín Huerta (1914) es el dueño de una de las voces más altas de la generación de Taller. De 1935 a 1935 publicó algunos li­bros breves, o plaquetas, en los cuales su tema inicial, el amor, se va haciendo cada vez más tenso y dolorido, al mismo tiempo que el lenguaje cobra mayor densidad y mayor violencia En 1943 publicó Poemas de guerra y esperanza que recoge las composiciones es­critas desde 1938 más representativas de su labor de poeta comprometido con los ideales socialistas. Los hombres del alba (1944), La rosa primitiva (1950) y Estrella en alto (1956) siguen en la línea de la poesía de protesta, pero protesta integral y humanísima que tras­luce un dolorido amor por los inframundos de su ciudad y por el hombre que la habita. Su vivencia de la soledad, apenas atenuada por el amor, y su pasión de solidaridad humana se hacen cada vez más hondas, hasta cobrar hálitos de cosmogonía en El Tajín (1963). Recientemente Huerta ha publicado Poesía, 1935 - 1968, volumen que recoge toda su poesía escrita en la época que anuncia el título, salvo las composiciones políticas más comprometedoras, que el mismo autor llama Los poemas prohibidos.

 

Octavio Paz (1914) es definitivamente el poeta más significativo de todos los que Colaboraron en Taller poético y Taller, y cuan­do fue invitado a integrar el grupo ya había publicado Barandal (1931 - 1932) y en Cuadernos del valle de México (1933 - 1934), mues­tras de una precoz personalidad creadora. Si bien se inició bajo la influencia del neorro­manticismo modernista, muy pronto su intuición lo impulsó a buscar una nueva poesía, una poesía que fuera esa “otra cosa” que desde entonces ha buscado incansablemente, sin conformarse con los altos logros. Después de una rápida incursión de la poesía social y política No pasarán, 1937, y La piedra y la flor, fechado en 1937, pero publica­do en 1941) se lanza a interpretar el mundo y la manera de vivirlo desde la perspectiva del poeta reflexivo, capaz de crearse su pro­pia metafísica y de transmutarla en poemas de relampagueantes visiones y un originalísimo lenguaje. Coincide con los poetas de la generación de Taller en cuanto a las vivencias y actitudes espirituales básicas, pero su instalación en una visión del mundo, comprometida con el pensamiento contemporáneo más revolucionario (Dilthey, Bergson, filosofía existencial y cierto arracionalismo muy próximo al de las cosmologías orientales), lo llevan a desarrollar su poesía como una cons­tante e imperiosa indagación de la entidad de su propio yo, de la realidad secreta de las co­sas y de la esencia radical de la palabra y de la creación poética. Su poesía es, a fin de cuentas, una "autorrepresentación" del mun­do, en la que dominan la intuición de la uni­dad de contrarios y la idea de la mutación. Esto hace que, para Octavio Paz, lo paradójico sea el modo sustancial de existencia. Así, los temas fundamentales de su poesía (el ­amor, la vida y la muerte, la poesía misma, el tiempo, su propio yo, y el mundo en su totalidad) son vistos como elementos cardinales de la autorrepresentación del mundo, pero sentidos como esencialmente ambiguos, hechos de "dos mitades enemigas", una de las cuales lleva al poeta a la "consagración del instante privilegiado" (el contacto con lo Absoluto y una de las certezas de existencia plena), mientras que la otra lo arroja al vacío o al caos, lo hunde en la Nada.

 

Paz nos comunica su debate entre “ser”, y "no ser" mediante una poesía también con­tradictoria en apariencia, una poesía en la que contrastan la lucidez del mensaje con el her­metismo de la lengua. Y más aún, este lenguaje hermético puede alternar con el pro­saísmo abierto del habla coloquial, lo mismo que con el cristalino modo de expresión de la "poesía pura" por la que incursionan algu­nos de sus poemas. A la orilla del mundo (1942) y Libertad bajo palabra (1949) recogen prácticamente lo más sustancial de la labor poética entre 1931 y 1948; labor que erige a Octavio Paz, al terminar la década de los 40, en el poeta más importante de Méxi­co, tanto por el valor intrínseco de su poesía como por la explicable influencia que empieza a tener, y ha de seguir teniendo, en las nuevas generaciones.

 

Antes de que se cerrara definitivamente el ciclo vital de Taller empezó ya a destacarse un nuevo grupo de escritores, que también fue conocido con el nombre de la revista Tierra Nueva (1940 – 1970) en la que se daban a conocer, y en la que ahora colaboraban tanto algunos poetas jóvenes  (Alí chumacero, Wiberto Cantón, Jorge Conzález Durán y Manuel Calvillo) como algunos intelectuales cuyos artículos comenzaban a despertar interés: el ensayista filosófico Leopoldo Zea y José Luis Martínez, dedicado a la historia y la crí­tica de la literatura mexicana.

 

Alí Chumacero (1918) es el poeta de ma­yor envergadura y el que mejor representa la estética del grupo. Su poesía, muy cercana a la de los "Contemporáneos" por la independencia del contexto social, la disciplina formal y el uso de la palabra exacta, desnuda casi, eleva hasta su mayor intensidad los te­mas de la muerte, la soledad, la destrucción del mundo y de sí mismo, especialmente en su último libro Palabras en reposo (1956; 1955). En sus primeros libros, Páramo de sueños (1944) e Imágenes desterradas (1947), toca también el amor, pero éste no logra salvarlo -como salva a González Durán- de la corrupción del mundo y  de la disgregación total, puesto que ni el amor mismo logra sus­traerse de la desintegración, tal como lo anun­cia uno de sus poemas de mayor calidad y difusión: Amor entre ruinas.

 

Si bien algunos autores de narraciones in­digenistas lograron en esta época desprenderse un tanto de la solemnidad del realismo y la denuncia, para hacer cristalizar, en prosa casi poética, las relaciones entre el paisaje mexicano y el espíritu y la vida del hombre -indio o mestizo- que lo habita, es Agustín Yáñez (1904) quien representa cabalmente la inquietud por revisar y recrear artísticamente el modo del mexicano de vivir su mundo, so­bre todo en los ambientes provincianos. Algunas de sus primeras obras, más que relatos, son agudas y sensibles evocaciones de la cultura tradicional; el ejemplo más acabado de esta línea es Flor de juegos antiguos (1942), deliciosa recreación del mundo infantil con sus rondas, sueños y canciones.

 

Cuando se entregó plenamente a la ficción narrativa, la magia del relato da generalmen­te, por añadidura, una certera visión de la vida provinciana. Una visión que, a pesar de su dureza, no puede disimular  el cariño en­trañable por esa tierra y sus hombres. Den­tro de esta línea su producción es amplia: Archipiélago de mujeres (1943), Yahualica (1946), La tierra pródiga (1960), Las tierras flacas (1964). Pero es Al filo del agua, publicada en 1943, la obra que le dio fama y su mejor novela, al mismo tiempo de una de las novelas más significativas de la moderna narrativa mexicana.

 

Aun cuando aparentemente Yánez no se interese demasiado por las innovaciones técnicas, Al filo del agua es una novela experimental en la cual la alternancia de planos es­paciales y temporales da pie para que Yáñez pueda abandonar la postura del autorrelator y deje actuar a los personajes libremente con la viveza que les da la autocaracterización. Su estilo generoso, de lengua muy elaborada, y sin embargo preciso y sólido, le permite re­crear el ambiente de un villorrio en vísperas de la Revolución, cuya sociedad, estrangula­da por el oscurantismo y la hipocresía, quie­ta y muerta en vida, es un poca símbolo de toda la nación en ese momento Y en tal am­biente los personajes de Yáñez viven plena­mente sus conflictos, y una pareja, que rompe la sórdida cárcel de la sociedad, su salva­ción. Todo esta visto constantemente desde múltiples perspectivas. Fuera de esta línea, Yáñez ha publicado Pasión y convalecen­cia (1943), La creación (1959), Ojerosa y pin­tada (1960), Tres cuentos (1964) y Los sentidos del aire (1964). Toda esta numerosa labor literaria y su resonancia, en conjunto, en las letras mexicanas le ha valido recibir el Premio Nacional de Literatura de 1973.

 

La otra figura de relieve en el género na­rrativo es José Revueltas (1914), típica escri­tor militante que ha sufrido en carne propia los riesgos de la lucha social activa. A pesar de su ideología marxista, su obra literaria no se adhiere a los postulados del realismo so­cialista, sino que, por el contrario, es el pri­mer narrador mexicano que descubre y pone en práctica decididamente las nuevas moda­lidades de la literatura norteamericana y europea: Joyce, Kafka, Faulkner y aun de los existencialistas franceses.

 

Munido de estos elementos, muy bien di­geridos, Revueltas experimenta nuevas técni­cas narrativas para hacer recreaciones críti­cas de la realidad nacional: Los muros de agua (1941), Los días terrenales (1949), En un valle de lágrimas (1956), Los motivos de Caín (1957), Los errores (1964). En 1943 pu­blicó El luto humano; su tema, no el argu­mento, es la muerte: ella impulsa la anécdota inicial, sostiene la acción y anima a los per­sonajes, “seres para la muerte”. El modo de desarrollar este tema, tan mexicano como el ámbito de líneas costumbristas que lo sostiene, hace de El luto humano la mejor no­vela de este autor.

 

La renovación del teatro mexicano comien­za gracias al impulso personal de algunos de los "Contemporáneos". Xavier Villaurrutia y Celestino Gorostiza traducen lo más llamati­vo del teatro de su época (Dunsay, Vildrac, Cocteau, Lenorman, O'Neill) y hacen representar sus traducciones por grupos de jóvenes entusiastas del teatro que no pertenecen a los corrillos profesionales. Así nació una especie de "teatro experimental" representado primero por el "Teatro Ulises" y después por el "Teatro de orientación", que mantiene el espíritu del grupo anterior, trabajando aho­ra con mayor disciplina y representando, además, no sólo traducciones del teatro extran­jero, sino también obras originales de sus miembros: Rodolfo Usigli, Salvador Novo, Agustín Lazo, quienes se orientan por enton­ces hacia el teatro vanguardista. Por los mismos años aparece el "Teatro de ahora", fundado y sostenido principalmente por Mauricio Magdaleno y Bustillo Oro con obras de tesis revolucionaria. Es un teatro político que se mantiene en la línea del más ortodoxo realismo, dejando en crudo los materiales de de­nuncia, que recoge del contorno, sin agregar nada realmente al movimiento de renovación.

 

De todo el movimiento que agita y renueva el teatro mexicano en esta época la figura más representativa es Rodolfo Usigli (1905), quien logra conciliar las experiencias vanguar­distas con el anhelo de recrear y dar vida a la intimidad psicológica del hombre y su me­dio. Sus primeras obras datan de 1933. Lo más representativo de esta pri­mera época es indudablemente El gesticulador, aguda crítica de la hipocresía en los medios oficiales y de la alta sociedad, que se puso en escena por primera vez en 1947. La prolongada espera no logró desanimarlo, sino que le hizo cobrar mayor sentido de profesionalismo, le permitió agudizar su talento y lo ayudó a depurar su técnica, todo lo cual se refleja en las obras escritas posteriormente: El niño y la niebla, Corona de sombra, La función de despedida, Los fugitivos, Jano es una muchacha, Un día de éstos. En estas obras, la necesidad de reflejar críticamente las circunstancias del mexicano y su actitud es­piritual se enriquecen con certeras incursio­nes en la psicopatología. De este modo, la crítica circunstancial alcanza valores univer­sales y su teatro trasciende al extranjero. Ade­más de su obra de creación, Usigli tiene en su haber una importante obra como historia­dor y crítico del teatro mexicano, así como una seria labor de cronista teatral.

 

La reapertura cultural.

 

Entre 1950 y 1955, la vida intelectual mexicana y, por ende, la producción literaria ofrecen una notable transformación, caracterizada, en principio, por la aceleración y la diversidad. Un dinamismo que es fruto, en buena parte, de la siembra realizada en los 40: el incitante estímulo de las generaciones de Taller y de Tierra Nueva y de sus poetas más significativos, el impulso dado a la na­rrativa por Yáñez y Revueltas y la extraordi­naria proliferación de las revistas literarias. Lo importante en el último caso no es la mera multiplicación de las publicaciones cul­turales y literarias, sino que buena parte de estas tribunas de escritores noveles se publi­can en el interior, casi desmantelado por el monopolio cultural capitalino, y que en ellas comienzan a destacarse nuevos valores que han de llegar a conquistar lugares preeminen­tes en los cenáculos de la gran ciudad, des­pués de haber escandalizado y removido la inercia provinciana.

 

Otro aspecto muy significativo de la diversificación y dinamismo de las nuevas generaciones es la reaparición, muy importante en la historia de las letras mexicanas contemporáneas, de la voz femenina, bastante retraí­da -salvo escasas excepciones: Nellie Cam­pobello, Magdalena Mondragón, Concha Ur­quiza- desde la decadencia del modernismo. A partir de los 50 cuenta mucho más de lo que a veces se entiende por "literatura feme­nina" la obra de creación y de crítica que han realizado y siguen realizando Carmen Toscano, Margarita Michelena, Griselda Alvarez, Margarita Paz Paredes, Luisa Josefina Her­nández, Elena Garro, María del Carmen Mi­llán, Rosario Castellanos, Margit Frenk Alatorre o Margo Glantz.

 

En cuanto al carácter interno de esta li­teratura en constante ascenso, lo que mejor la define ahora es la superación del ensimis­mamiento, y la reapertura a la cultura y las tendencias estilísticas del mundo europeo. Una reapertura que rescata, al principio con gran indecisión y después con suficiente ma­durez, naturalidad y como patrimonio mayo­ritario, muchas de las entonces exclusivistas y aristocratizantes anticipaciones de los "Con­temporáneos".

 

Es innegable que en el comienzo de la nueva literatura predominó el cultivo de la poesía; ahora, después de diez o quince años, lo más significativo en las letras mexicanas es un complejo y rico desarrollo de la narra­tiva. Con todo, los nuevos poetas (cuya apari­ción ya no está ligada exclusivamente a la constitución de grupos, más o menos compactos y sucesivos, sino que es un surgimien­to espontáneo y paralelo de voces diversas) ofrecen una labor poética cuya calidad equilibra la numerosa explosión de la novela y el cuento.

 

Los principales representantes del movi­miento poético entre 1950 y 1965 son Mar­garita Paz Paredes (1922), Rubén Bonifaz Nuño (1923), Jesús Arellano (1923), Miguel Guardia (1924), Jaime García Terrés (1924), Rosario Castellanos (1925), Jaime Sabines (1925) y Tomás Segovia (1927).

 

Bonifaz Nuño, influido seguramente por su severo conocimiento de los clásicos lati­nos, se preocupa fructuosamente por las for­mas métricas; pero tal como lo muestra Los demonios y los días (1956), quizá su mejor li­bro, no se queda en la fría perfección técnica, sino que sus poemas dan una calurosa viven­cia de la solidaridad humana como la única vía de salvación del hombre individual, y esto mediante una hábil combinación estética de la lengua culta y la lengua coloquial. Ha es­crito además La muerte del ángel, Imágenes, El manto y la corona, Fuego de pobres, Siete de espadas.

 

Jaime Sabines es quizás el único heredero de la poesía anterior estremecida por la con­cepción trágica del amor, la corrupción de la carne y las angustias de la soledad. En ínti­ma correspondencia con tales temas, su voz mantiene también el "furor poético" de las generaciones precedentes, apenas disimulado con algunos toques de estilo coloquial; ha es­crito Horal, La señal, Tarumba y Diario se­manario y poemas en prosa, pero lo más im­portante de su obra está recogido en Recuento de poemas (1962).

 

Tomás Segovia, español "transterrado" que llegó a México en 1940, vive marcado por la orfandad del exilio que por momentos lo hundió en el caos. Dueño, sin embargo, de una poética que es reflejo de un constante crecimiento espiritual, ha logrado conquistar algo que lo ilumina y lo lleva a la reconcilia­ción con las cosas terrestres. Este ascenso y la alabanza del mundo es su manera de ven­cer el profundo sentimiento de orfandad. Su poesía muestra también el ascenso espiritual desde La luz provisional (1950) hasta Anag­nórisis (1967) y Terceto (1972), libro con el que acaba de ganar el Premio Villaurrutia de Poesía 1973.

 

Rosario Castellanos se aparta un tanto del tono general de esta poesía y de sus temas dominada por la conciencia del mestizaje que se mantiene vivo en la vivencia del mexicano de ser una raza vencida a la cual las circuns­tancias históricas le arrebataron su mundo, todo lo cual se nos dice con un especial realismo y objetividad que no impiden en abso­luto el desarrollo de una gran potencia lírica de la palabra.

 

Otra veta de su poesía es la sensación de desamparo ante la pérdida del amor. Su envidiable capacidad creadora ha dado alrededor de diez libros de poesía, desde Trayec­toria del polvo (1948) hasta Lívida luz (1960), en los cuales las finas notas de una poética femenina intimista corren parejas con una felicidad expresiva que ya no tiene sexo.

 

Sin restarle méritos a su labor poética, lo que le dio el espaldarazo en las letras mexi­canas son sus ensayos sobre crítica literaria (tanto de autores de lengua española como escritores europeos) reunidos en Juicios sumarios (1966) y, muy especialmente, sus no­velas y relatos: Balún-Canán (1957), Oficio de tinieblas (1962), Ciudad Real (1960) y Los convidados de agosto (1964). Esta narrativa mantiene su preocupación por el mundo in­dígena y mestizo en su contacto y choque con el mundo criollo, sobre todo en el ámbi­to geográfico de la región de Chiapas su tierra natal, y por lo mismo pueden despistar a los lectores y a más de un crítico, que creen encontrarse frente a un renacimiento de la literatura indigenista  o (lo que sería peor) “folklórica”.

 

Lo cierto es que la trama, hecha de recuerdos infantiles de tipos indios y mestizos, de escenas de la vida social provinciana, lle­na de prejuicios de casta y de clases, de anécdotas sobre la explotación del indio, es sólo un soporte para hilar muy fino el dramático juego de vivencias, sentimientos y pasiones que mueven el alma humana en cualquier edad y bajo cualquier calor de piel. En estas obras, Rosario Castellanos muestra una vez más que sabe manejar su lengua artística, en la cual la mayor elegancia es la certera simplicidad y tersura con que hace más patético el dramatismo ascendente de la acción moldeada en una estructura de tiempo y hechos concebidos en círculos concéntricos.

 

De los poetas maduros, quien tiene siem­pre algo nuevo que decir es Octavio Paz. Semillas para un himno (1954) empieza a mostrar la búsqueda de nuevos caminos, ex­perimentando con algunos elementos vanguar­distas muy depurados; con todo, la obra cumbre de estos años es La estación violenta (1958), que reúne nueve poemas, algunos de los cuales ya eran conocidos ("Himno entre ruinas", con el que se había cerrado años an­tes Libertad bajo palabra, y "Piedra de sol", publicado autónomamente en 1957). En líneas generales, con estos poemas culmina brillantemente la poesía destinada a representar el mundo y su estilo hermético.

 

Sin embargo, el poemario no es una mera prolongación de la poesía anterior. Es cierto que los temas se condensan, pero al mismo tiempo se enriquecen con más sutiles mati­ces nuevos. El lenguaje llega a su máxima generosidad, que a veces toca con el delirio, pero no se desboca gracias a una firme vo­luntad de contener la pura facilidad verbal. El hermetismo parece llegar a una densidad exasperante y, sin embargo, la cristalización definitiva de los elementos simbólicos y su coherencia sistemática desgarran con relám­pagos hirientes aquella lengua esotérica. La tendencia al poema largo, plural, exuberante y numeroso se explaya a sus anchas, por un sistema casi perfecto de estructuras, íntima­mente relacionadas con el modo de enfocar los temas: reflexión, "Himno entre ruinas", día memoria de acontecimientos vitales, "Mu­tra", o la combinación de ambas maneras, como en "Piedra de sol" uno de los más altos poemas escritos en español, y la depu­rada técnica en el uso de los "complementos rítmicos", dan a estas composiciones una firme unidad interna.

 

La insatisfacción ante el mundo y la vio­lencia verbal llegan también a su máximo ni­vel de intensidad, sin que por ello se desqui­cie el pensamiento ni su recreación artística. De este modo, La estación violenta no "re­sume" la poesía anterior de Octavio Paz, sino que la eleva a su máxima dignidad estética. Por esto no llama la atención que el poeta sea considerado después de la aparición de este libro, en el que se aúnan inefablemente la conciencia de lo mexicano y la instalación en la cultura universal (Oriente y Occidente), uno de los máximos poetas en lengua espa­ñola.

 

Juan Rulfo (1918), Juan José Arreola (1918), Elena Garro (1920), Augusto Monte­rroso (1921), Jorge López Páez (1922), Luis Spota (1925), Sergio Galindo (1926), Sergio Fernández (1926), Carlos Fuentes (1928), Lui­sa Josefina Hernández (1928) son los narra­dores más significativos de una nueva gene­ración adherida claramente a la literatura que fomenta la apertura cultural.

 

Algunos de ellos, los que por su edad están más cerca de los escritores de los 40, son en ocasiones elementos de transición, sin que por ello dejen de dar, oportunamente, las obras quizá más originales de los 50. Este es, al parecer, el caso de Rulfo y de Arreola, quienes en sus primeras obras sintetizan el costumbrismo tan especial de Yáñez y las ex­periencias técnicas de la nueva novela extran­jera que realizaba Revueltas.

 

Juan Rulfo sorprende a críticos y público con la sugestiva madurez de su Llano en lla­mas (1953), colección de cuentos cuyos temas son preferentemente la vida campesina y anéc­dotas de la Revolución; pero, a pesar de la coincidencia temática, su narrativa no tiene nada que ver ni con el costumbrismo realista ni con los relatos revolucionarios. Hay un verdadero abismo entre estos géneros y las narraciones de Rulfo, tanto por el lenguaje aparentemente simple, pero lleno de la malicia del buen escritor, la preocupación formal y el uso menos obvio y más efectivo de nue­vas técnicas y, sobre todo, por la ingeniosa recreación de un mundo intensamente vivido. Con todo, Rulfo muestra su verdadera garra de narrador con la novela Pedro Páramo (1955), en la que hace suya la tendencia kaf­kiana con una poética visión interior en la que el lirismo del mundo rural y la simbolo­gía del trasmundo de tal ambiente dejan al lector en suspenso.

 

La ruptura del orden espacial y temporal tanto como de los presupuestos racionales, o mejor dicho lógicos, crea un mundo fantásti­co. Un mundo fantástico, no tanto por la riqueza de seres imaginarios como por la cristalización de un pueblo y su gente en un supramundo más allá del tiempo físico, del que suelen regresar y dialogar con el prota­gonista con una naturalidad escalofriante, ya que son sólo espectros que ni siquiera piensan en reencarnarse francamente para convivir por turno con Juan Preciado. Esta novela, que hace real lo imposible e irreal lo corpóreo (sin contradicción interna), es una de las muestras mejores de lo que se ha dado en llamar "realismo mágico".

 

Juan José Arreola, autodidacta de vastísima cultura, hombre acosado por una angus­tiante hipersensibilidad, es otro de los gran­des maestros de la narrativa mexicana con­temporánea. Su prueba de fuego fue un relato publicado en 1943, Hizo el bien mientras vi­vió. A pesar de salir airoso de la empresa, su multiplicidad de intereses, su vida bohemia, o quizás una secreta labor de depuración, lo salvan de toda prisa y no publica su primera colección de cuentos, Varía invención, hasta 1949 y la segunda, Confabulario, en 1952.

 

Después de una importante y feliz incur­sión por el teatro (La hora de todos, 1954) publicó su única novela: La feria (1953), especie de "colage" de varios elementos novelísticos presentados desde el principio que se van desarrollando paralelamente, a la vez que empiezan a crear nexos -claros o apenas insinuados- entre sí. Arreola puede caracterizarse, con bastante esfuerzo dado su multi­plicidad, por el ingenio malicioso, que él puede combinar con momentos de inesperado lirismo, por el dominio de los mecanismos más secretos del cuento y por un lenguaje que sor­prende por el rigor semántico y el valor es­tético.

 

Otra de las grandes figuras de toda la nu­merosa promoción de esta ¿poca es Carlos Puentes, que, como los dos autores anterio­res, nació adulto para las letras. Publicó su primera novela, La región más transparente -cuyo título juega maliciosa y acremente con la frase con que Alfonso Reyes definió a México: “La región más transparente del aire”, en 1958, y un año después, Las buenas conciencias. El tema de ambos libros es, a pri­mera vista, una continuación del nacionalis­mo crítico: revelar lo que es México, lo que constituye lo mexicano y lo que caracteriza al mexicano. Sin embargo, las dos novelas no responden a la denuncia, ya machacona por entonces, sino a una tensa ansiedad de en­contrarse a sí mismo en un ámbito desgarra­do y hostil.

 

Por otra parte, la superposición-contem­poraneidad-correlación de personajes y accio­nes hubiera caído en un farragoso caos si Fuentes no hubiera sabido sintetizar, con gran sentido de la narración y conciencia de su objetivo, toda la serie de evidentes aportes técnicos de la moderna literatura extranjera (Dos Pasos, Huxley, Faulkner). A pesar del triunfo inmediato obtenido, sobre todo con la primera novela, Fuentes no ha querido conformarse con un solo acierto, y su constante esfuerzo de renovación llega quizás a su pun­to culminante en La muerte de Artemio Cruz (1962), personalísima visión de la historia na­cional hasta el presente que el personaje -un hombre de setenta y cinco años- repasa, al hacer balance de su vida, en el momento de su muerte. Fuentes ha escrito además Zona sagrada, Cambio de piel (con el que ganó el Premio Biblioteca Breve 1967), Aura y Can­tar de ciegos, libros en los que ha seguido manteniendo su estilo vigoroso y poético.

 

A Luis Spota, su larga carrera de perio­dista parece haberle dado un manejo de la lengua y una experiencia vital que hacen muy convincente la acción y los personajes de sus novelas. Su tema preferido es mostrar la de­ficiente estructura socioeconómica mexicana, de la cual son los campesinos y los obreros quienes soportan el peso mayor de la injusticia. Spota ha escrito más de diez novelas, que la crítica ha enjuiciado a menudo con dureza por la superficialidad y premura con que han sido trabajadas. Casi el paraíso (1956), considerada su mejor obra, cambia un tanto de tema y se ocupa de retratar con violenta ironía la crueldad y la estulticia de la "alta sociedad" mexicana.

 

Sergio Fernández, destacado profesor uni­versitario y fino crítico de las letras españo­las del Siglo de Oro y de la literatura mexi­cana, prefiere reconstruir el hastío de la vida y el grave peso de la soledad a través de los movimientos psicológicos de sus personajes. Su narrativa se anticipa a la de las nuevas generaciones porque da más importancia a la manera de narrar que a los mismos temas, tal como se advierte sobre todo en Los signos perdidos (1958); ha escrito además En te­la de juicio (1964) y Los peces (1968). La parquedad de su obra resulta recompensada por la seriedad profesional con que Sergio Fernández cuida la lengua y la estructura de sus creaciones; un cuidado que no enfría el clima especialmente sugestivo que cobra la acción ni supedita la verosimilitud de lo narrado.

 

Estos años no sólo han sido propicios para el estupendo desarrollo de la narrativa, sino que también son los años de la verda­dera formación del teatro mexicano. Es ahora cuando llegan a su maduración definitiva la puesta en escena, la actuación y la crea­ción teatral. La huella dejada por el "Teatro Ulises" y por el “Teatro de orientación” es seguida por nuevos grupos de amantes del teatro no profesionales y por la U.N.D.A. (Unión Nacional de Autores).

 

Sin desconocer que estos elementos fueron los que mantuvieron vivo el interés por el teatro y por su perfeccionamiento, hay que tener presente la contribución de ciertas or­ganizaciones oficiales que dieron franco apo­yo y fuerzas necesarias para el resurgimien­to. En 1960 se inauguraron los primeros teatros del Instituto Mexicano del Seguro Social (I.M.S.S.) -el Xola y el Tepeyac-, a los cuales les sucedieron otros varios en la Ciu­dad de México. En estos teatros se pudieron representar con gran calidad técnica numerosas obras extranjeras y algunas de autores mexicanos condenadas por su escasa posibi­lidad económica y de resonancia en un públi­co numeroso. Sin embargo, la obra de estos teatros lamentablemente reducida a un sexenio hizo mucho en beneficio de la educa­ción del público y el gusto por el buen teatro, así como la sensibilización para el teatro moderno.

 

Varios años antes habían aparecido otras dos instituciones cuya labor fue más allá de la educación del público. En 1947 empezó a funcionar la Escuela de Arte Dramático del recién fundado Instituto Nacional de Bellas Artes (I.N.B.A.); esta escuela, cuyo primer director fue Salvador Novo, se dedicó por muchos años al adiestramiento profesional de actores y a dar oportunidad de perfeccionar­se a los nuevos dramaturgos. Muy poco des­pués apareció el Teatro Universitario, fundado por Carlos Solórzano, que lo dirigió durante diez años (1952 - 1961), y que luego pasó a ser dirigido por Héctor Azar. El éxito en el Fes­tival de Teatros Universitarios de Nancy, con Divinas palabras, de Valle Inclán, da fe de los resultados obtenidos en la preparación profesional de actores jóvenes de este teatro. Su importante labor fue complementada con la creación del Departamento de Teatro de la Facultad de Filosofía y Letras de la Uni­versidad Nacional Autónoma de México, en el cual han entregado su mejor experiencia destacados profesionales extranjeros y mexicanos.

 

En cuanto a la creación teatral propiamen­te dicha, durante esta época de dinámica efer­vescencia aparece una nueva promoción de autores que, además de su vocación por el teatro, llegan a él munidos con el oficio que les da una importante experiencia en otros géneros. Así los escritores de obras teatrales de los últimos veinte años se mueven con en­tera libertad en las más variadas corrientes: algunas de ellas corresponden a la época in­mediatamente posterior a la segunda Guerra Mundial, y otras responden a lo más avan­zado del teatro europeo, pero en todos los casos estas corrientes y escuelas han sido na­turalizadas mediante una personalísima visión particular del mundo vivido.

 

Obras que marcan los principales hitos del vario panorama son -con muchas y la­mentables omisiones- las siguientes:

 

Obras que responden a un "neorrealismo", cargado, a veces, de humor trágico: Rosalba y los Lla­veros (Emilio Carballido), Cada quien su vida y Miércoles de ceniza (Luis Basurto), Olím­pica (Héctor Azar), El atentado (Jorge Ibargüengoitia), Los signos del zodiaco (Ser­gio Magaña);

 

Piezas asimilables a un "tea­tro social" en el que la "protesta" ha sido desplazada por la humanísima adhesión al do­lor de los desheredados: Los huéspedes reales y La paz ficticia (Luisa Josefina Hernández), Las cosas simples (Héctor Mendoza), El tejedor de milagros (Hugo Argüelles);

 

Un es­pecial "teatro de ideas" con marcada afloración de vivencias existenciales: Las manos de Dios (Carlos Solórzano), Los pájaros (Miguel Barbachano Ponce);

 

Un "teatro del absur­do" en la línea de Ionesco: Un hogar sólido y La señora en su balcón (Elena Garro).

 

Tal como se anticipó, varios de los autores citados han realizado además otras labo­res literarias con dignidad pareja a la de su creación teatral. Elena Garro (1920) ha publi­cado la novela Los recuerdos del porvenir (1963) y un volumen de cuentos con el título La semana de colores (1964), libros en los que cobra gran altura su ingenio y las cali­dades poéticas de su prosa.

 

Carlos Solórzano, uno de los dramaturgos que ha despertado mayor atención en el ex­tranjero, es actualmente una de las máximas autoridades en el estudio y la crítica del tea­tro hispanoamericano y extranjero, y ha es­crito además dos novelas, Los falsos demo­nios (1966) y Las celdas (1971), en las cuales los patéticos conflictos interiores de los per­sonajes son expuestos con una fuerza que do­mina y subyuga al lector.

 

Emilio Carballido (1925), el primero de estos autores que salió a la palestra con gran éxito, tiene en su haber tres novelas: La ve­leta oxidada (1956), El norte (1958), Los vi­sitantes del diablo (1965), y un volumen de cuentos: La caja vacía (1962).

 

Luisa Josefina Hernández ha publicado, después de sus piezas teatrales, casi una decena de novelas que denuncian una fuerte per­sonalidad literaria; son novelas bien estructuradas, pero se resienten un poco de la actitud reflexiva de la autora y el excesivo control sobre la efusión sentimental espontánea. ­Jorge Ibargüengoitia escribió Los relám­pagos de agosto, galardonada con el Premio Casa de las Américas 1964, y ha seguido es­cribiendo cuentos y estampas que lo erigen en el más fino e ingenioso humorista mexi­cano actual.

 

El logro de la vocación por lo universal.

 

Ahora, en nuestros días, lo que define al intelectual mexicano es su cosmopolitismo, como realización de la humana tensión a lo universal, y totalmente exento de la superfi­cialidad del cosmopolitismo decimonónico.

 

Después del período de la apertura cultu­ral (1950 - 1965), y viviendo en un mundo de­finitivamente unificado, es lógico que los intelectuales mexicanos (escritores, artistas plásticos, músicos, pensadores) se sientan mejor instalados en el esfuerzo por comprender y expresar "lo que los une" a los hombres de todo el mundo que en la anotación infructuo­sa de "lo que los diferencia" del resto de la humanidad. Hoy la inteligencia mexicana tie­ne conciencia activa de que todo aquel que puede parecer un rasgo diferenciador, y aun original, no hace a la esencia misma, a lo permanente del hombre de México.

 

Esta concepción de la natural inmersión del mexicano en el mundo, que lo ha llevado a un cosmopolitismo que es, en rigor, una manera de tomar contacto con lo universal con total madurez y sin los riesgos de la imi­tación superficial de la cultura desarrollada en otras latitudes, fue intuida, ya en 1959, por Octavio Paz en su famoso ensayo El la­berinto de la soledad.

 

Entre sus reflexiones, la misma soledad, vista desde la especial visión del mundo del poeta ensayista, es vía de comunión del mexicano con los hombres de cualquier latitud: "Estamos al fin solos. Como todos los hom­bres. Como ellos, vivimos el mundo de la vio­lencia, de la simulación y del "ninguneo": el de la soledad cerrada, que si nos defiende, nos oprime, y que al ocultarnos, nos desfi­gura y mutila. Si nos arrancamos esas máscaras, si nos abrimos, si, en fin, nos afron­tamos, empezaremos a vivir y pensar de verdad. Nos aguardan una desnudez y un de­samparo. Allí, en la soledad abierta, nos espera también la trascendencia: las manos de otros solitarios. Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres".

 

Basándose en este universalismo maduro y legítimo, la literatura mexicana ha conti­nuado su ritmo ascendente y una nueva generación ha empezado a renovar los cuadros desde 1965 aproximadamente. Esta genera­ción se caracteriza por la autonomía de sus miembros, porque, aun cuando se constitu­yan ciertos grupos, éstos son más el resultado de la amistad o de empresas editoriales comunes que verdaderas "capillas literarias".

 

Una característica general de esta litera­tura es la tendencia a la "obra abierta", es decir, que los autores dejan, consciente y voluntariamente, resquicios que debe llenar el lector, creando así su propio poema o su pro­pia narración. Actitud que coincide con la superación de las limitaciones tajantes a un solo “género literario” y con la superación del di­vorcio entre "crítica" y "creación".

 

En primer lugar se ha hecho mucho más frecuente que en las generaciones anteriores el fenómeno de poetas y narradores que escriben ensayos críticos o literarios sobre va­riadas expresiones culturales (teoría literaria, bellas artes, música, etc.). En segundo lugar, y esto es lo más importante, se ha generali­zado la conciencia de que la literatura de crea­ción es, en última instancia, una "literatura crítica": crítica de la realidad, crítica del len­guaje, crítica del propio hecho literario. Al mismo tiempo, se ha tomado conciencia de que la verdadera crítica literaria no puede seguir siendo un frío y erudito análisis del tex­to, sino que debe ser la profunda inmersión espiritual y vital en el mismo, la inexcusable integración anímica con el autor y la inter­pretación personal de alto nivel, que ilumine desde diversos ángulos todos los valores de la creación artística.

 

Por último, cabe destacar que la agudiza­da conciencia profesional está llevando a los escritores progresivamente a la emancipación de la burocracia. Esta liberación es difícil, pero es un fenómeno socio-literario muy sig­nificativo: el escritor no sólo tiene así más tiempo para un ejercicio serio de su vocación, sino que además puede alcanzar la libertad de expresión indispensable. Por suerte, el es­critor mexicano de hoy no está totalmente solo en su lucha por crearse las condiciones necesarias para trabajar con autenticidad. El Centro Mexicano de Escritores viene patrocinando desde 1951 a jóvenes literatos que muestran suficientes posibilidades de reali­zarse. A su vez, algunas empresas editoras (Joaquín Mortiz, Era, Siglo XXI, Empresas Editoriales S.A, Fondo de Cultura Económica y Sepsetentas), conscientes de su respon­sabilidad, se esfuerzan por mantener a los es­critores mexicanos en contacto con el público y, en ocasiones, dan su primera oportunidad a los nuevos valores.

 

En este dinámico período -algo más de un lustro- se advierte la presencia de tres promociones de poetas. Los primeros mues­tran franca tendencia a una poesía de ricas y profundas significaciones, que los emparenta con la obra de Octavio Paz, y por el afán de lograr un rigor estético cercano al de los "Contemporáneos", especialmente en la línea de Villaurrutia, que impulsa a la mayoría.

 

Antonio Montes de Oca, el más significa­tivo de toda la promoción, deja escapar su torrente lírico, lindando con el surrealismo y el creacionismo vanguardistas, que va ensar­tando suntuosas imágenes y metáforas en las que juega con las más inusitadas y sutiles aproximaciones; su obra ha sido recogida en Poesía reunida (1953 - 1970).

 

José Emilio Pacheco es más reflexivo y llega a un universo de dramática limpidez por vía intelectual; su libro más inspirado y ter­so es Los elementos de la noche (1966).

 

Homero Aridjis prefiere dejarse arrastrar por el ímpetu sensual del amor y por una ca­dena de aproximaciones de símbolos; Mirán­dola dormir (1964) es el libro de su madurez poética, al que debe agregarse la sugestiva prosa poética de Perséfone (1967).

 

Gabriel Zaid ha buscado, hasta dar con ella, la poesía de la certeza y la brevedad; su ingenio malicioso suele dar vida a ciertos poemas, así como a su obra crítica y de antolo­gista, la cual parece haber acaparado últimamente su vocación. Otros miembros de esta primera camada son Isabel Fraire, Sergio Mondragón y Thelma Nava.

 

En 1960 apareció La espiga amotinada, curiosa publicación que reunía poemarios de una promoción nueva: Juan Sañudos, Oscar Oliva, Jaime Augusto Shelley, Heraclio Zepe­da y Jaime Labastida. La ocupación de la pa­labra, de 1965, repite esta insólita empresa editorial, reuniendo Escribo en las paredes (Sañudos), Aspera cicatriz (Oliva), Hierro nocturno (Shelley), Relación de  la travesía (Zepeda) y La feroz alegría (Labastida), obras que confirman la posibilidad de literatura comprometida cuya denuncia e insatisfacción puede expresarse con el más alto lirismo.

 

Ultimamente han empezado a salir del anonimato algunos poetas independientes que habían sido postergados: Alejandro Aura, capaz de decir lo más profundo con un sencillo lenguaje coloquial; Leopoldo Ayala, José Car­los Becerra o Raúl Garduño. Junto con éstos aparecen poetas muy jóvenes (Guillermo Pa­lacios, Carlos Islas, Argelio Gasca) que toda­vía tienen mucho que decir, pero ya han mos­trado su alta capacidad poética.

 

Este panorama de la poesía en los últi­mos años estaría gravemente incompleto si se omitiera la cita de los últimos libros de Octavio Paz: Salamandra (1958 - 1961) -edi­tado en 1962 y reeditado con correcciones en 1969 y Ladera Este (1962 - 1968), en los cua­les Paz ofrece una nueva manera poética, fru­to de su constante preocupación de la pala­bra, que ahora llega al máximo ejemplo de la "obra abierta", de lo que se ha calificado como "poesía de la poesía".

 

También en la prosa narrativa de estos años se distinguen tres promociones. Tomás Mojarro, Juan García Ponce, Vicente Leñero, Inés Arredondo, Sergio Pitol, Arturo Souto, Vicente Mela, Julieta Campos -los más ma­duros- han llevado, con personal sensibili­dad, las líneas de las generaciones anteriores, en particular las sugeridas por Yañez, Revuel­tas y Rulfo, a un nivel de gran solidez,. seguramente por el serio conocimiento y el domi­nio cabal de las técnicas de la novela europea más reciente.

 

Vicente Leñero y Juan García Ponce son los más representativos. El primero, por su constante renovación de temas y perspecti­vas y un oficio que mereció en 1963 el Pre­mio Biblioteca Breve, siendo ésta la primera ocasión en que un escritor mexicano recibía tal premio. García Ponce, menos prolífico, pero quizá más profundo, tiene, además de su obra narrativa, ensayos de crítica so­bre artes plásticas que son de lo más suges­tivo y penetrante que se ha escrito sobre la especialidad, sin el peso de la erudición aca­démica.

 

La segunda promoción resultó más inno­vadora y rebelde. Elaboró sus novelas con­vencida de que la textura realmente íntima de la narración no se da ni en el tema ni en la estructura por mucha elaboración de que éstas gocen, sino que esa textura profunda del género narrativo está en d propio lenguaje.

 

Con esta actitud creadora y una gran ha­bilidad para manejar el lenguaje en varios niveles y con diversas funciones narrativas, sorprendieron a los lectores y a los críticos algunas obras aparecidas entre 1964 y 1967: Faraboef, de Salvador Elizondo; José Trigo, de Fernando del Paso; La tumba y De perfil de José Agustín, y Aquí, allá, en otros luga­res, de Raúl Navarrete.

 

Los "novísimos", Juan Tovar, Héctor Manjarrez, José J. Blanco, Hugo Hiriarte o Carlos Montemayor, parecen haber reconsi­derado esta teoría de la narración y se mues­tran dispuestos a conciliar tales experiencias con el lenguaje, la tradición literaria -Mon­temayor se retrotrae hasta los clásicos y gre­colatinos- y sus experiencias vitales.

 

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Shneider, L. M. Literatura mexicana, t. II, Buenos Aires, 1967.

 

135.            El Estado (1940-1970).

 

El moderno Estado mexicano no puede ser desvinculado de la Revolución de 1910. La llegada al poder de nuevas clases -fundamentalmente de la clase media- establecerá un modelo de desarrollo político, económico, social, cultural y humano distinto al conocido por México durante el gobierno del general Porfirio Díaz. Las bases del nuevo poder se asientan, en una primera etapa, sobre la fuerza de los caudillos militares; no se tarda mu­cho en buscar un asiento legal más sólido, creándose para ello la Constitución de 1917.

 

Obsesionados por la permanencia del ge­neral Díaz en el sillón presidencial (1876 – 1910) y su estancia de cuatro años tras las bambalinas), los revolucionarios establecerán el principio de la “no-reelección”: cualquier persona que de una u otra manera haya ocu­pado la presidencia de la República queda absolutamente descartada para volverlo a hacer. De hecho, se trata de abrir una brecha para las nuevas elites revolucionarias. Al inmovilismo político le sucederá el imposi­cionismo: el hombre de cargo más alto designa, al menos de manera aparente, a su su­cesor. En 1920, 1923 y 1929 las revueltas de los caudillos militares ponen en evidencia el malhumor de quienes habían quedado al margen de la sucesión presidencial.

 

La Constitución de 1917 no sólo ayuda a la movilidad del personal del partido triun­fador, sino que hace frente a los problemas más graves del país e intenta poner remedio al acaparamiento de tierras, a la enajenación de los recursos naturales del país y a las nun­ca resueltas relaciones entre la Iglesia y el Estado. En Más de un aspecto las soluciones buscadas son circunstanciales. Las enmien­das a los artículos más importantes de la Constitución revelan la necesidad de adecuar el resultado de una coyuntura histórica y el acuerdo entre facciones en apariencia irrecon­ciliables a situaciones imprevistas e imprevisibles en el momento de su elaboración.

 

Merece destacarse un hecho en la carta constitucional. Se trata del reforzamiento de los poderes presidenciales en el marco de la organización política del país, por un lado, y la primacía concedida al Ejecutivo federal sobre los poderes locales, por otro. Cualquier in­tento modernizador debe pasar primero por una fase de integración nacional en todos sus aspectos.

 

En ello logra la Revolución un éxito absoluto: desde 1917 a nuestros días (1970) el poder político tiende, con paso cada vez más firme y acelerado, a concentrarse en un solo grupo, conocido con el nombre ya común de la Gran Familia Revolucionaria.

 

No corresponde a este trabajo explicar cómo se constituyó dicha familia revolucio­naria, sino exponer cómo funciona en el México de 1940 a 1970, es decir, en el México contemporáneo, y la forma adoptada por el Estado actual, llamado por algunos posre­volucionario.

 

El presidente y el Ejecutivo federal.

 

Por ser puro régimen presidencialista, el presidente de la República ocupa el pináculo del poder. Jacques Lambert ha visto en esta organización de los poderes "una dictadura limitada en el tiempo". No se trata, pues, de un primus inter pares, sino de un princeps: con ayuda de sus consejeros formales o in­formales señala la política a seguir y su aplicación, ya que en él se confunden los car­gos de jefe de Estado y primer ministro, la representación de la nación y el gobierno de la misma, las funciones simbólicas y la realidad del poder. Es, a la vez, presidente de la Repú­blica y jefe de la familia revolucionaria; su poder está legitimado por el sufragio universal y sus raíces se adentran en el México políticamente articulado.

 

Tanto en el plano formal como real, el jefe del Ejecutivo es el primer candidato del Partido Revolucionario Institucional. Quienes se han dedicado a estudiar los verdaderos orígenes de esta designación todavía no han llegado a una conclusión común. ¿Es designado realmente por el P.R.I., como sugiere Robert Scott? ¿O está su candidatura elegida por un caucus, como dice Brandenburg? Hasta dónde llega el círculo de quienes intervienen en esta operación es uno de los secretos mejor guardados en México, pero algunos signos externos permiten encuadrar y alumbrar el proceso de la sucesión presidencial.

 

Dejando a un lado la presidencia del general Avila Camacho (1940 – 1946), el último presidente de origen militar, puede advertir­se que, desde entonces, todos los presidentes serán de estado civil. De los cinco, cuatro estudiaron en la Facultad de Derecho y cua­tro ocuparon también el cargo de secretaria de Gobernación en el régimen anterior. To­dos fueron miembros del gabinete del anterior presidente y, excepto uno de ellos, todos ocuparon uno o varios cargos de elección po­pular (presidente municipal, diputado, senador, etc.).  Se  trata, pues, de personas adies­tradas por y para la política, que frecuentemente no han ejercido ninguna actividad ajena al sector público y son entrenados profesionalmente en una última fase de se­cretaría de Estado, encargada de los asuntos políticos: Gobernación.

 

En las elecciones que desde 1945 hasta la fecha (1970) se han llevado a cabo, el candidato del P.R.I. no ha encontrado ante si ningún obstáculo serio, pues iniciada su postulación, nadie ha dudado más tarde de su triunfo.

 

Para evitar conflictos incontrolables por parte de quienes forman la familia a coali­ción revolucionaria, la ley federal electoral establece en su art. 22, III, que para la renovación de los cuadros dirigentes y la selección de candidatos quedan prohibidos los sistemas de elección interna semejantes a los comicios constitucionales, es decir, no se admiten elecciones “primarias” de tipo norteamerica­no. Movilizar electoralmente al país para extraer la legitimidad no sólo del futuro pre­sidente, sino de todo el sistema y, a la par, mantener dicha movilización dentro de los lí­mites impuestos por el sistema político han sido factores decisivos en el terreno estrictamente político y electoral para mantener una estabilidad sorprendente, no en términos latinoamericanos, sino mundiales.

 

Montados sobre esta base popular, legiti­madora y restringida, los poderes conferidos por la Constitución al presidente son de una sorprendente amplitud.

 

No sólo nombra para  los principales car­gos federales secretarios de Estado, procu­radores, gobernadores del D. F. o de los territorios, diplomáticos, magistrados, oficiales superiores del Ejército, sino que además dis­pone de la totalidad de las fuerzas armadas, convoca al Congreso a sesiones extraordina­rias y, sobre todo, tiene, junto con éste y las legislaturas locales, el derecho de implantar leyes y decretos, así como el de veto. Sus facultades, concedidas por la Constitución en el terreno de la economía, son tan vastas como las que posee en el terreno de la polí­tica.

 

Su primacía sobre los demás poderes (legislativo y judicial e incluso los poderes loca­les) es indiscutible. Rara vez sus iniciativas de ley encuentran dificultad para ser aproba­das en el Congreso. Sus nombramientos son aceptados tras una serie de formalismos lau­datorios en torno a su candidato. Asimismo, el proyecto de presupuesto concebido por el Poder ejecutivo federal no suele ser enmen­dado más que de manera simbólica, añadiendo partidas mínimas: jamás es alterado en un solo punto.

 

El gobierno federal mexicano, o por usar el término corriente, el Gabinete, goza de atri­buciones establecidas de manera bastante rígida por la Ley de Secretarías y Departa­mentos de Estado de 1958, votada para deli­mitar claramente el área de actividad de cada una de las dependencias del Ejecutivo. Conocer la composición del Gabinete es indispen­sable para analizar la orientación política de un gobierno determinado. Si bien existen secretarías y departamentos "políticos" o “técnicos” por la naturaleza de sus funciones (Gobernación es siempre "político" y Recursos Hidráulicos es siempre "técnico") la misma dosificación de "políticos" y "técnicos" indicará dónde ha de caer el énfasis del gobierno: el dominio de los “técnicos” suele coincidir con una voluntad más ad­ministradora que reformista, y una mayor proporción de "políticos" apuntará hacia la transformación.

 

El poder presidencial no radica sólo en las facultades concedidas y especificadas por la Constitución. Todos los hilos políticos del país están movidos por sus manos y entre los más decisivos se cuenta el nombramiento de los candidatos a cargos en principio ajenos al Ejecutivo: gobernadores, senadores y diputa­dos son designados directamente por él o, al menos, necesitan su consentimiento para ser designados por las instancias políticas que intervienen en esta selección. Una vez en el cargo, los medios de control legales y reales sobre los hombres que los ocupan son tan fuertes como numerosos. Por ejemplo, en virtud del artículo 76° de la Constitución se podían invalidar los poderes de un estado de la Federación.

 

La capacidad de mando del presidente de la República no encuentra, en principio, nin­gún obstáculo entre el vértice de la pirámide política y la base. El poder del Estado mexicano no es, sin embargo, puramente coerci­tivo pese a la centralización de las decisiones.

 

Uno de los factores más importantes en la aceptación de la concentración del poder radica en lo muy restringido que resulta la parte de la población políticamente articula­da y con capacidad para presentar demandas al gobierno. Frente a esta cohesión, las decisiones gubernamentales no pueden ser ni son arbitrarias; por el contrario, responden a un equilibrado juego de agregaciones, con­cesiones, enfrentamientos y arreglos, que corren por canales informales, comisiones creadas ex profeso para analizarlas, estudiarlas y resolverlas, cuando no hay una instancia u organismo con capacidad resolutoria. El presidente desempeña en casi todos los con­flictos un papel de árbitro superior.

 

El número de comisiones ad hoc es señal de esta necesidad por adaptar el sistema de solución de los conflictos a las coyunturas. La comisión más visible es la llamada Comisión Tripartita, que agrupa a representantes del gobierno, del patronato y de los obreros para discutir especialmente los problemas laborales. Existe asimismo la Comisión de Salarios Mínimos. Tiene por función esta­blecer los mínimos salariales de acuerdo con las condiciones económicas y sociales de las regiones de la República. Si algunas de estas comisiones manifiestan una larga vida -como es el caso de las antes citadas-, otras vegetarán en la esperanza después de haber presentado uno o dos informes que no han llegado al conocimiento del público. Suelen, de todos modos, cumplir su urgente misión informativa, que, de ponerse en manos de la burocracia, tardaría mucho más en cumplir con lo requerido.

 

Sólo en los casos donde se presenta un conflicto interno se acude a este tipo de orga­nismos. La mayoría es resuelta por la organi­zación burocrática del Estado. Por ejemplo, la. secretaría de Relaciones Exteriores no suele abrigar este tipo de comisiones, por ser el presidente quien dirige personalmente la po­lítica exterior de la nación. Tampoco suelen crearse comisiones para estudiar problemas relativos al Ejército o la Marina.

 

La ampliación de las funciones del presi­dente llevó en 1958 a crear la secretaría de la Presidencia, para coordinar la programación de las inversiones y la racionalización de la Administración. En ella quedó la Dirección General de Quejas.

 

Esto último es de por sí muy significa­tivo. Si, por un lado, el presidente decide la política general -económica, social, cultural, exterior, etc.- de la nación, por otro es vis­to, al menos por algunos grupos populares, como un demiurgo a quien debe acudirse para encontrar la solución más justa y equitativa: basta contar las demandas publicadas por la prensa de un día dirigidas al presidente para advertir esta confianza en él.

 

En resumen, el poder político del sistema mexicano está en manos de una sola persona, elegida por sufragio directo para cumplir un mandato de seis años. Esto se ha debido y se debe a la necesidad de su liderazgo, único y con capacidad de articular las demandas del México políticamente organizado. Esta articulación de intereses se hace a través de instancias políticas tales como las Cámaras, los partidos y los grupos de presión o interés, pero sólo la autoridad del presidente les conferirá la posibilidad de transformarse en decisiones obligatorias para toda la nación.

 

El poder legislativo federal.

 

La organización republicana de la nación exige la presencia de un poder legislativo. Por tratarse de un régimen federal la existencia de un senado es indispensable, lo mismo que la de las legislaturas locales.

 

La Cámara de Diputados representa a los ciudadanos. En México son todos aquellos que tienen la condición de mexicanos y son mayores de 18 años. La pérdida de la ciuda­danía se produce sólo en muy pocos casos, todos ellos especificados constitucionalmente. Por tratarse de un sistema político que busca una base legitimadora popular, el voto es tanto un derecho como una obligación. La Ley Federal Electoral estipula severas penas para quienes no cumplan con tal obligación.

 

Dado el número de habitantes de la Repú­blica (57 millones –en 1970-) y la estructura de la pirá­mide de edades, la Cámara de Diputados está compuesta por un número sorprendentemente bajo de representantes (194), pues sólo hay uno por cada doscientos cincuenta mil habitantes, o fracción que pase de ciento cin­cuenta mil. Son elegidos por voto directo y mayoría relativa en distritos previamente es­tablecidos por la Comisión Federal Electoral, donde están representados los partidos, las Cámaras y la secretaría de Gobernación.

 

En 1964 se modificó la ley electoral para dar entrada en la Cámara baja a los represen­tantes de los partidos de oposición. Varias razones impulsaron a esta reforma. La más importante fue el crecimiento de las for­maciones políticas de oposición y, al mismo tiempo, las dificultades con que topaban para ganar los distritos por mayoría. En segundo lugar estaba la necesidad del partido dominante por intentar hallar una oposición "orgánica" -empleando sus propias pala­bras- dentro del Parlamento, de manera tal que el debate pudiera encerrarse en los límites de lo estrictamente legal y evitar con ello las formas incontrolables de la lucha política. Se concedió cinco diputados a los par­tidos minoritarios que obtuvieran un dos y medio por ciento de los votos totales, y uno más, hasta llegar a un máximo de veinte, por cada medio por ciento obtenido por encima del dos y medio inicial. Es decir, el partido que logran el siete y medio de los sufragios obtendría quince diputados. En 1973 se reformó la ley y se bajó el índice al uno y medio por ciento, para obtener los cinco primeros diputados. Se amplió hasta el número de veinticinco componentes la representación de las formaciones minoritarias.

 

El Senado, compuesto por dos senadores por entidad federativa, no conoce represen­tación opositora ninguna. Cada seis años es totalmente renovado. Su elección coincide con la del presidente de la República. La Cá­mara de Diputados es elegida totalmente cada tres años, y una de sus renovaciones cae en el mismo momento en que lo hace la elección presidencial.

 

Si las atribuciones de las dos Cámaras están bien delimitadas, existe, de todos modos, el procedimiento de la "lanzadera". En todos los casos, excepto los especificados, las iniciativas de ley son examinadas y enmendadas sucesivamente, en caso de ser necesario, por las dos representaciones. Entre las funciones privativas de la Cámara baja está el aprobar el presupuesto y examinar su  ejercicio; constituirse en colegio electoral cuando debe calificarse una elección fede­ral o un territorio de la República; conocer las acusaciones contra los funcionarios públicos, y otorgar o negar su aprobación a los nom­bramientos de los magistrados del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal y de los Territorios.

 

El Senado aprueba los tratados, ratifica los nombramientos de los agentes diplomá­ticos y de los altos oficiales del Ejército, nombra a los gobernadores provisionales de los estados (de una terna propuesta por el presidente de la República) y aprueba los nombramientos de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la nación. Las Cá­maras tienen un periodo de sesiones comprendido entre el 1 de septiembre y el 31 de diciembre. Para el período de receso se nom­bra una Comisión Permanente, compuesta por 29 miembros (15 diputados y 14 sena­dores), que tiene de hecho casi todas las fa­cultades que durante los meses de sesiones encierran los diputados y los senadores. El presidente está facultado para llamar a sesión extraordinaria, durante la cual sólo se podrá examinar el proyecto por el que fue convocada.

 

Por no existir vicepresidencia -suprimi­da en la caída del régimen maderista-, las Cá­maras están facultadas para designar al sucesor del presidente en caso de quedar vacante el cargo.

 

Los problemas que se podrían presentar en un parlamento de composición multipar­tidista no suelen darse en México, debido al aplastante dominio ejercido por un solo par­tido. Así la oposición, por ejemplo, no tiene representación alguna en el Senado, como hemos ya señalado. En las Cámaras existe una estricta vigilancia de los diputados y senadores del partido mayoritario por parte de los llamados “jefes de las mayorías”, que ejercen función muy parecida a los whips del Parlamento inglés. Formar parte de las comi­siones bien remuneradas ayuda de manera fundamental a mantener dicha vigilancia. Está también presente la posibilidad de la reelección: los diputados son reelegidos tras haber pasado determinado período entre dos postulaciones. De hecho, toda la carrera polí­tica depende de la actitud observada durante el mandato.

 

Es sorprendente la ausencia de conflictos entre el Legislativo y el Ejecutivo. Al proceder el presidente de la República y las mayorías de ambos cuerpos legislativos de un mismo partido, la colaboración es en parte explicable. Sin embargo, las funciones específicas de los dos poderes deberían crear ciertos frentes de fricción que, de hecho, nunca aparecen: las enmiendas a los proyectos de ley o de decreto son mínimas, y jamás alteran la orientación o el contenido dado por el poder ejecutivo. Al final del período de las sesiones se votan "pa­quetes" de leyes a mano alzada.

 

Los representantes tienen un papel que no está estipulado en ningún texto legal (pero sí en varios documentos políticos) y que resulta, a la postre, el más importante. Ya se los considere “gestores” o "procuradores de los pueblos", actúan como intermediarios entre sus electores y el Gobierno Federal. Su mi­sión consiste en transmitir quejas, peticiones, solicitudes, intervenir para acelerar procesos, etcétera. Tal postura de intermediario perma­nece estrechamente vinculada al origen político del representante, pues depende de su actuación, sobre todo fuera de los recintos parlamentarios, el que proceda del sector popular, del obrero o del campesino del Partido Revo­lucionario Institucional. Por lo demás, la distribución de las curules de diputado entre los tres sectores es un indicio inequívoco de la fuerza de cada uno de ellos y de sus posibi­lidades de "gestión", y,  por consiguiente, de la imagen  popular conseguida.

 

Las Cámaras legislativas, al igual que todo el Gobierno Federal, han sufrido un proceso que se podría llamar de profesionaliza­ción. Legislatura tras legislatura, los profesionalistas liberales y sobre todo los aboga­dos han  ocupado más y más puestos en las Cámaras, por haberlos tenido previamente en los gobiernos y en los parlamentos locales. En la presente legislatura (1970 - 1973), más de la mitad de ellos son egresados de las universidades mexicanas. En el cursus honorum de la política nacional y local, la enseñanza superior parece desempeñar un papel de pri­mera magnitud.

 

Si bien en algunos casos las representaciones elegidas parecen desempeñar un papel secundario a simbólico y, en términos constitucionales, existe una primacía del Ejecutivo incluso pese al principio de la separación de poderes, en el plano de la realidad política los senadores y los diputados cumplen una función indispensable al convertirse en los enlaces informativos y gestionarios de sectores tan importantes de la sociedad como son los sindicatos, las agrupaciones campesinas y ór­ganos de la clase media. La labor propiamen­te legislativa se sitúa en un plano secundario. Varias razones concurren en ello: la compleji­dad y vastedad de la información necesaria para la elaboración de la ley, los problemas surgidos de los aspectos técnicos de ésta, la de un cuerpo jurídico asesor de las Cámaras, etc.

 

Los gobiernos locales.

 

El federalismo mexicano subraya y aventaja a la Federación frente a los estados. Esto no es más que un reflejo del pasado de México, cuando los gobiernos centrales es­taban siempre atentos a cualquier signo dis­gregador, ya que la historia del México mo­derno es, en cierta manera, la historia de su unidad. Por lo demás, en la división de poderes entre la Federación y los estados se sigue la división tradicional de competencias. A esto debería añadirse, para comprender este desajuste entre las entidades federativas y el gobierno federal, la falta de igualdad en­tre los estados de la República. Frente a una Chihuahua con 245.600 km2 se erige una Tlaxcala con sólo 4.200; a los 8 millones de habitantes del Distrito Federal corresponden 280.000 en Campeche. Y no se trata sólo de magnitudes primarias, como la extensión territorial a el monto de población. La desigualdad del desarrollo socioeconómico es igualmente llamativa. Si el Distrito Federal tuvo en 1950 - 1960 un desarrollo socioeconómico igual a 10, en Nuevo León fue de 5,6; Sonora, 5; Tamaulipas, 3,5; Oaxaca, 2,5; Gue­rrero, 2,3, y Chiapas, 2. El gobierno cen­tral, por su capacidad para manejar el presupuesto federal y orientar las inversiones de infraestructura hacia uno o otro estado, posee una capacidad niveladora que sólo en­cuentra ante sí la doble necesidad de atender por fuerza a los polos de desarrollo e invertir en las zonas donde los fondos insumidos sean un factor rentable. Por ejemplo, la inversión pública federal en 1969 fue de 809 millones de pesos en el estado de México; de 607 en Nuevo León; de 89,2 en Tlaxcala, y, sorprendentemente, de 410 en Oaxaca. Las conside­raciones del desarrollo económico y redis­tributivo están todavía presentes.

 

El manejo de las inversiones puede com­portar un control político por depender, en gran medida, la vida económica y el desarrollo de los estados del gasto que la Federación decida.

 

En las relaciones entre una entidad fe­derativa determinada y el gobierno federal suelen estar también presentes los orígenes de los gobernadores. En la actualidad, una mayoría de ellos ha ocupado un cargo impor­tante en la Federación o, al menos, en las ins­tancias directivas del Partido Revolucionario Institucional, antes de llegar al gobierno. Sin incurrir en las exageraciones de Robert E. Scott, que ve en ellos auténticos virreyes, sí puede pensarse en una influencia abierta y notoria de la presidencia de la República sobre ellos. Los instrumentos constitucionales así la permiten, por la curiosa estructura autoritaria -autoridad que corre de arriba hacia abajo- del sistema político mexicano. El ar­tículo 76° de la Constitución implica la posi­bilidad de disolver las poderes de un estado, cosa que no suele darse en los clásicos regí­menes federales. En trece estados, su Constitución faculta a cada uno de sus gobernadores para designar a los presidentes munici­pales. De hecho esto se da en todos los esta­dos de la República.

 

El mismo control mantenido por la Fede­ración sobre los estados se ejerce por los gobernadores sobre los presidentes municipa­les. No sólo puede deponerlas, sino incluso, dada la exigüidad de los presupuestos munici­pales, privarles de toda posibilidad para llevar a cabo las obras públicas necesarias sin la ayuda de la gubernatura del Estado o  el aporte del Ejecutiva federal.

 

Sería inútil señalar por qué esta situación es punta permanente de fricción entre el prin­cipal partido de la aposición y las autoridades federales. La marcha inevitable hacia la cen­tralización observada en todos los procesos de modernización no puede ser del agrado de un partido empeñado en combatir, en primer lugar, los "abusos" de un partido mayoritario y un gobierno centralizado en alto grado. En el día de hoy, una de las reformas políticas que mas se imponen en México es la acepta­ción del diálogo con los partidos minoritarios y opositores, a quienes se está dando entrada incluso en las legislaturas de las estados, a veces con gran oposición por parte de las fuerzas políticas locales, que en algunos ca­sas están dominadas por los caciques.

 

Partidos y elecciones.

 

Cuando, en marzo de 1929, la familia a coalición revolucionaria acepta formar un. partido donde dirimir las contiendas políticas, la estructura de autoridad en México cambia de arriba hacia abajo. El genio político del general Plutarco Elías Calles (1924 – 1928) ad­virtió la necesidad de un mecanismo institucional donde se resolvieran los problemas de la sucesión presidencial -en términos socio­lógicos, se regulara la circulación de la elite- en función de las fuerzas respectivas de las grupos o facciones competidoras, sin llegar en ningún caso al aplastamiento de los perdedo­res, siempre y cuando éstos respetaran las re­glas del juego.

 

El Partido Nacional Revolucionario es, en su primera fase (1929 - 1938), una confederación muy laxa en la que figura una gran mayoría de los mil ochocientos partidos que se agitaban tras sus líderes, a lo largo y a lo ancho del país En 1938 la reforma cardenis­ta reordena a los principales actores políticos colectivos y les confiere una organización sec­torial, a la que algunas autores han queri­do considerar corporativa. Las sectores cam­pesino, obrero, popular y militar constitu­yen las fuerzas orgánicas más importantes de la nación durante el período cardenista. El sector empresarial, todavía débil, y las clases medias urbanas con excepción de la burocracia quedan fuera del juego; la parte más activa y comprometida de otros grupos constituiría en 1939 la primera formación po­lítica seria y duradera de la oposición, el Par­tido de Acción Nacional (P.A.N.), inspirada en las teorías integristas de Charles Maurras.

 

En 1940, el general Avila Camacho, pre­sidente de la República, suprimió el sector militar del P.R.M., adquiriendo el partido su organización actual. En 1947 cambia signifi­cativamente de nombre y es rebautizado como Partido Revolucionario Institucional (P.R.I.), denominación que aun conserva. Ese mismo año, un líder procedente de la Confederación de Trabajadores de México, Vicente Lom­bardo Toledano, convoca a una serie de mesas redondas marxistas de las que posteriormen­te surgirá el Partido Popular, más tarde llamado Partida Popular Socialista (P.P.S.). ­Dentro de un sistema de movilización parcial sobre todo electoral es casi obligada la reglamentación de los partidos políticos. Si, por un lado, la Constitución garantiza el derecho de libre asociación, por otro, la ley electoral establece los requisitos que se les exigía a los partidos para ser considerados nacionales. Requisitos difíciles de cumplir en un país donde la organización política es inci­piente y está vigilada de manera permanente por el Estado.

 

El pedir que se declarase el aprobado a la Constitución, exigir sesenta y cinco mil afiliados distribuidos en las dos terceras partes de los estados de la República y tener un órgano de prensa nacional revela, en primer lugar, el temor a la disgregación, a la plaga de partidos locales -órganos de cau­dillos o caciques- que pulularon en México antes de 1929 y, en segundo lugar, la volun­tad de mantener el juego político dentro de los límites marcados por el Estado: la obe­diencia a las reglas del juego. Basada en estas premisas, la secretaría de Gobernación negó el registro o posibilidad de presentar candidatos a las elecciones federales al Partido Comunista Mexicano y al Partido Naciona­lista, vaga formación fascistoide y epígono de la Unión Nacional Sinarquista.

 

El afán centralizador de los gobiernos re­volucionarios se muestra también en el esta­blecimiento de normas generales para regir la organización de los partidos. Pedirles la creación de un órgano directivo central y prohibir las elecciones internas señala claramen­te la intención de forjar partidos de cuadros o de elites y muestra también un deseo de con­trol político centralizado  dentro de la diversidad ideológica. El acceso al juego político es, pues, gradual y cerrado: gradual porque dentro de los partidos se cierran las directi­vas a los vaivenes de las masas, y cerrado porque la única vía de ascenso es, en términos reales, la cooptación.

 

Dentro de este marco resulta inevita­ble que los partidos queden reducidos bien a una función puramente electoral, cuando se trata de partidos de oposición, o bien electo­ral y de comunicación, en el caso del P.R.I. Este partido “oficial” es también un instru­mento para. reclutar y previamente sociali­zar, o sea, educar dentro de sus normas una parte importante del personal político local y nacional.

 

Las elecciones son, por lo expuesto, la principal forma de participación de los mexicanos en la vida política. Ocasiones no faltan, pues cada seis años eligen a un presidente de la República, al Senado, renuevan dos veces la Cámara de Diputados, votan a un gobernador, eligen a su presidente municipal, o a los síndicos y a los regidores. Los comicios son frecuentes y reviven de manera especial la simbología revolucionaria, con su cauda de héroes y acciones gloriosas y también la unidad nacional. Las elecciones son una de las bases legitimadoras más fuertes del sistema político y de la persona del presidente de la República. Durante las eleccio­nes nacionales, los órganos del P.R.I., y de manera principal a través de su Instituto de Estudios Políticos, Económicos y Sociales, a nivel nacional o local, recogen las quejas, pe­ticiones y deseos de la población, los cuales son después más o menos atendidos. La par­ticipación es, así, limitada, y la fuerza de una queja o petición será atendida en la medida que tenga la fuerza organizativa del grupo quejoso o peticionario. Es ya sabido que tie­ne muchas más posibilidades de ser escuchado un sindicato obrero que una organización campesina.

 

Entre 1929 y 1973, el desarrollo político de la nación conduce a una apertura del sistema político, confiriendo a los partidos una posi­bilidad de vigilancia del proceso electoral, que hasta 1973 estaba exclusivamente en manos del gobierno. Un cómputo más estricto de los votos ha permitido construir un mapa más preciso del desarrollo político del país.

 

El interés y la vida política del país están concentrados en los centros urbanos, donde se agolpa la clase media. Las ciudades de México, Guadalajara, Monterrey, Puebla, Tampico, etc., contemplan una creciente participación electoral y la subida especta­cular del sufragio en favor del Partido de Ac­ción Nacional. El norte de México, donde se encuentran las zonas más importantes de desarrollo agrícola, se muestra indiferente a las luchas electorales. El sur y el sureste permanecían aplastantemente dominados por el P.R.I. Por ello hay un claro desequilibrio entre las grandes ciudades y las regiones más desa­rrolladas, por un lado, y las zonas no urbanizadas y menos desarrolladas, por otro.

 

La pluralidad de opciones hay actualmente (1973) cuatro partidos representados en la Cámara de Diputados ha llevado al fraccionamiento del voto en las ciudades; eso le permite al P.R.I. proseguir una existencia relativamente segura. Además cuenta con el único aparato político amplio,  centralizado y bien establecido, con frecuencia identificado con el aparato administrativo federal y local, controlado verticalmente por el Comité Ejecutivo Nacional y apoyado por una parte importante del país.

 

La burocracia.

 

Cualquier Estado moderno requiere una burocracia profesional para hacer frente a todos los problemas surgidos del crecimiento económico, de la urbanización, la seguridad social, etc. Con el período de lucha armada revolucionaria se produjeron numerosos cam­bios dentro del aparato burocrático del Es­tado, acarreando una baja en la eficacia de la administración pública. Durante el gobierno del general Lázaro Cárdenas se votó la pri­mera ley sobre los funcionarios públicos (1938), posteriormente modificada por el go­bierno de Avila Camacho (1941). En ella se especifican las distinciones que median entre los trabajadores y los burócratas, a quienes, por ejemplo, sólo se les concede un restringi­do derecho de huelga, a la vez que se establecen sus derechos y obligaciones (condiciones y horarios de trabajo, vacaciones, sanciones, et­cétera). Esta legislación sólo afecta a los em­pleados del gobierno federal, quedando los empleados de los gobiernos locales bajo la jurisdicción legal de estos últimos.

 

El punto decisivo de la ley es la diferen­cia que establece entre los "empleados de base" y los "empleados de confianza". A esta última categoría pertenece el personal que es político en rigor: secretarios y subsecretarios de Estado, oficiales mayores, directores y subdirectores, parte del personal especializa­do, etc. Los excluidos de esta categoría son, por principio, “empleados de base”, los úni­cos con derecho a sindicalizarse y, por consi­guiente, con derecho a declararse en huelga.

 

Aunque existe una escala salarial para cada categoría y en la ley se establecen los ascensos escalafonarios, la burocracia mexi­cana responde al sistema de despojos, el spoil system americano. Después de cada elección, una parte sustancial de las catego­rías superiores, incluso de los "empleados de base", suelen abandonar la burocracia o cambiar de secretaría de Estado o agencia estatal, para formar parte del equipo de algún hombre político. Conviene no identificar es­tos movimientos del personal administrativo con los “cesantes” del siglo XIX. La movili­dad de los funcionarios públicos obedece a la necesidad de ampliar al máximo el grupo directamente adjunto al secretario, subse­cretario, director, etc., por ser este grupo el más eficiente y leal. Si bien en México no tiene carácter legal alguno el gabinete perso­nal de un secretario de Estado, como en Fran­cia, o una alta burocracia permanente, como en la Gran Bretaña, esto no evita su existencia bajo la forma de un grupo de "aseso­res" y una amplísima secretaría particular: sólo en el caso de la secretaría particular de la presidencia se la elevó, como ya se conoce, a la categoría de secretaría de Estado.

 

La alta burocracia mexicana se encuentra entre las mejores pagadas de América latina, debido, entre otras razones, a la competencia del sector privado de la economía y a la esca­sez de profesionales muy cualificados. La pe­queña burocracia es, a su vez, uno de los sec­tores más protegidos desde el punto de vista de las prestaciones sociales y económicas de la nación.

 

Agrupados obligatoriamente en uno de los sindicatos más poderosos, la Federa­ción de Sindicatos de Trabajadores al servi­cio del Estado logró un instituto de seguri­dad social orientado hacia las necesidades de la clase media -donde se recluta gran parte de los empleados del Estado-, a diferencia del Instituto Mexicano del Seguro Social, destinado primordialmente a obreros y cam­pesinos.

 

Las fuerzas armadas podrían situarse dentro del aparato administrativo del Esta­do. En ellas se da una clara división entre el Ejército Nacional (profesional) y el Servicio Militar Nacional Obligatorio. El primero, compuesto por unos ochenta mil hombres, ha ido profesionalizándose desde 1940; resulta ya difícil encontrar oficiales que no hayan sa­lido del Colegio Militar o de alguna de las escuelas especializadas. Entre los jefes superiores empiezan a abundar los egresados de la Escuela Superior de Guerra. El Ejército posee sus propias escuelas, como la Médico mili­tar, Ingenieros militares, Transmisiones, Escuela Militar de Clases, etc., todas ellas de excelente calidad.

 

El Servicio Militar Nacional Obligatorio no es más que un período de entrenamiento dominical, de un año de duración; al que deben someterse todos los mexicanos al cumplir los 18 años de edad.

 

En conjunto, la burocracia ha conocido una profesionalización general desde 1940, aunque puede señalarse todavía zonas donde no se encuentra un cuerpo de servidores del Estado totalmente apto para cumplir su función específica. Esta zona resurge y se configura a medida que se baja en la pirámide del personal administrativo.

 

Hacia el Estado moderno.

 

La Revolución de 1910, al destruir parte de las estructuras económicas, políticas, so­ciales y culturales del país y aportar una idea nueva sobre la unidad nacional, introduce la posibilidad de la modernización del aparato del Estado. Las revoluciones, como escribe Bertrand de Jouvenel, o sirven para concentrar el poder o no sirven para nada. En 1910 se li­quida el poder, el cual no podrá ser concen­trado y centralizado hasta el gobierno del general Calles. En 1929, con la creación del P.N.R, el poder no sólo queda en manos de la familia revolucionaria, sino que además se instituye. El resultado es una centralización tan violenta que las instancias gubernativas se confunden. Entre Ejecutivo y Legislativo, poder federal y poder local, partido y buro­cracia, corren líneas tan tenues que no es po­sible advertirlas sino a través de los esquemas constitucionales; en la realidad política se advierte, en cambio, una organización pirami­dal, donde el presidente de la República goza de una privilegiada situación política y del papel de árbitro indiscutible. La moderniza­ción política, cultural y social de México encuentra como causa original esta posibili­dad decisoria, carente de retos reales.

 

Desde 1940, sin embargo, la moderniza­ción ha ido depositando a su paso un conjun­to de diversificaciones y, por ende, de con­flictos, cuya solución se antoja cada vez más difícil en un marco autoritario. Las empren­didas reformas políticas son otras tantas res­puestas.

 

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136.            Las relaciones internacionales (1940-1970).

 

Los aspectos más interesantes de las relaciones exteriores de México, durante los años que van de 1940 a 1970, son la vincu­lación con los Estados Unidos, el manteni­miento de una línea de independencia relati­va en el marco del sistema interamericano y la participación en los esfuerzos para la con­secución del desarme internacional, mediante iniciativas en materia de no proliferación de armas nucleares.

 

Las consecuencias de estas relaciones en la vida interna de México y en la situación general de la política internacional son muy diversas.

 

La vinculación con los Estados Unidos ha sido un elemento fundamental para determi­nar la orientación del desarrollo mexicano; la relativa independencia dentro del sistema interamericano ha sido motivo de prestigio y legitimidad para los dirigentes del país y freno a la extensión de la guerra fría al conti­nente americano; finalmente, las iniciativas en favor de la desnuclearización tratan de evi­tar que se produzcan situaciones que habrían de hacer aún más difícil la penosa marcha de la humanidad hacia el logro de un desarme general y completo.

 

Una visión de los temas anteriores per­mite, pues, un mejor entendimiento del México de nuestros días, señala los cauces que han seguido las relaciones interamericanas e invitan a reflexiones sobre el significado de un país como México en el contexto de las negociaciones encaminadas al mantenimiento de la paz.

 

La vinculación con los Estados Unidos.

 

En los años que precedieron a la segunda Guerra Mundial las relaciones entre México y los Estados Unidos se encontraban en uno de sus puntos más bajos. El comercio había decaído, la colaboración económica era inexistente y un fuerte sentimiento de hostilidad hacia el país del norte se advertía en amplios sectores de la sociedad mexicana. Los pro­blemas habían surgido con los inicios de la Revolución mexicana al presentarse choques entre los dirigentes mexicanos, deseosos de recuperar el control sobre los recursos natu­rales, y el gobierno norteamericano, fiel a su política de protección de los intereses de sus súbditos en el extranjero. Las tensiones fueron particularmente severas a finales de los años treinta, cuando el gobierno del general Lázaro Cárdenas decretó la expropiación del petróleo; sin embargo, en estos mismos años ocurrieron en el continente europeo, y en las relaciones panamericanas, acontecimientos que facilitaron una nueva y más estrecha vin­culación económica y política entre ambos países.

 

Desde la séptima reunión interamericana celebrada en la ciudad de Buenos Aires en el año 1936, los países americanos establecieron un sistema de consulta para organizar su acción común en caso de ocurrir un conflicto mundial. La decisión se vio precipitada por el deterioro de los acontecimientos en Euro­pa, en especial el fortalecimiento de los regí­menes fascistas, que eran vistos con alarma por algunos gobiernos americanos, y por la política norteamericana de buena vecindad inaugurada por el presidente Franklin D. Roo­sevelt.

 

La solidaridad continental se fue perfeccionando en las conferencias interamericanas, celebradas en Lima y Panamá en 1938 y 1939, y fue definida claramente en la reunión de consulta celebrada en La Habana en junio de l940 cuando se decidió que “un acto de agresión contra un Estado americano será considerado como un acto de agresión contra todos”, y, “en caso de que se prepare una agresión, los Estados americanos procederán a organizar su defensa colectiva...”. Pocos me­ses después de haber suscrito estos compro­misos ocurrió el ataque japonés a Pearl Har­bor; los Estados Unidos entraron en la guerra y los países latinoamericanos iniciaron los preparativos para hacer efectiva su solidari­dad contra la agresión.

 

La tercera reunión de consulta interame­ricana, celebrada en Río de Janeiro en 1942, fue uno de los acontecimientos de mayor tras­cendencia en la historia de las relaciones en­tre los Estados Unidos y América latina. Allí se establecieron instituciones político-militares, como la Junta Interamericana de Defen­sa, cuya influencia en el futuro de los ejérci­tos latinoamericanos y en la firma de pactos bilaterales de carácter militar con los Esta­dos Unidos fue definitiva. El resultado más importante de la reunión fue la decisión de encauzar la economía de los países latinoa­mericanos por un camino favorable a la pro­ducción bélica norteamericana. Estos acuer­dos y la hermandad panamericana, fortale­cida por la embestida fascista en Europa, son el marco de referencia obligado para enten­der la nueva época que se inició en las rela­ciones entre México y los Estados Unidos.

 

La cooperación durante la guerra.

 

A partir de 1940 las relaciones mexicano-norteamericanas se distinguen por el deseo de poner fin a los conflictos suscitados por la política económica del régimen cardenista. La solidaridad interamericana, prometida en la conferencia de La Habana, se avenía mal con la  persistencia de conflictos entre ambos países, debidos a reclamaciones de las com­pañías norteamericanas afectadas por la ex­propiación del petróleo. El gobierno nortea­mericano sentía la urgencia de. llegar a un acuerdo con México para probar a este país y a toda la opinión pública latinoamericana la sinceridad de su política de buena vecin­dad. A su vez, impulsado por fuerzas antifas­cistas, México había respaldado la posición norteamericana ante el conflicto europeo y había expresado en las conferencias intera­mericanas su decisión de cooperar con los Estados Unidos para fortalecer la solidaridad y defensa del hemisferio.

 

Bajo tales circunstancias, las cuentas de! pasado se saldaron. A finales de 1941 ambos países firmaron un acuerdo, según el cual se liquidaban el conjunto de reclamaciones pen­dientes, se otorgaban créditos al gobierno me­xicano para estabilizar su moneda y rehabi­litar el sistema de comunicaciones del país y, por último, se aceptaba que la evaluación de las propiedades, derechos e intereses de las empresas afectadas por la expropiación del petróleo se efectuara de tal manera que, en términos generales, fuera favorable a los in­tereses mexicanos. Por primera vez, en una larga y penosa historia de conflictos motivados por el petróleo, México ganaba la partida a las empresas extranjeras.

 

El paso dado por Washington al suscribir este acuerdo, conocido como el Acuerdo del Buen Vecino, se vio retribuido pocos meses después cuando el presidente Avila Camacho anunció a la nación que México declaraba la guerra a las potencias del eje. El motivo in­mediato para ello fue el hundimiento del barco mexicano Potrero del Llano, que se diri­gía con un cargamento de petróleo hacia los Estados Unidos.

 

Con la entrada de México en la guerra se activaron las negociaciones para establecer un esquema de cooperación que, según las pautas establecidas en la conferencia de Río de Janeiro, orientara a la economía mexicana en orden a contribuir a los esfuerzos bélicos de los Estados Unidos. La primera expresión de este nuevo esquema fue el tratado de Co­mercio, firmado a finales de 1942 cuyo objetivo principal era impulsar las exportacio­nes mexicanas a los Estados Unidos de materiales estratégicos, como el petróleo o el zinc, y de bienes de consumo, tales como los productos alimenticios, textiles, de calzado, etc., que comenzaban a escasear en el país del norte, como resultado de la concentración de esfuerzos en actividades militares.

 

El tratado en cuestión establecía también una larga lista de concesiones arancelarias, otorgadas por México a productos manufacturados norteamericanas. Pero, estos aspectos del tratado no podían ser efectivos a cor­to plazo. Los Estados Unidos habían programado un vasto plan de abastecimiento a los países europeos en lucha contra el Eje, por lo que la posibilidad de aumentar sustancialmente sus ventas hacia México era remota. En realidad, la existencia misma de la guerra estaba creando un sistema de protección a la industria mexicana, que comenzó a desarrollarse alentada por la ausencia de competen­cia y las posibilidades de exportación a los Estados Unidos.

 

Se inició así, con paso firme, el proceso de industrialización en México. Las conse­cuencias fueron inmediatas en el fortaleci­miento de empresarios y comerciantes, cuya influencia sobre las decisiones gubernamen­tales comenzó a acrecentarse. A su vez, el auge de las exportaciones de productos pri­marios repercutió inmediatamente en el crecimiento del sector agrícola y en la marcha de la reforma agraria. Con respecto a este úl­timo punto es interesante advertir cómo la necesidad de elevar la productividad y la con­veniencia de adquirir divisas justificó el aban­dono de los sistemas cooperativos impulsa­dos por el general Cárdenas, el retorno a prácticas latifundistas y la canalización de re­cursos hacia cultivos comerciales que, frecuentemente, sólo beneficiaban a sectores reducidos de la población rural.

 

Así, el nuevo esquema de cooperación con los Estados Unidos y las condiciones generales creadas por la guerra iban dejando su sello en el fortalecimiento de ciertos grupos, en la adopción de determinadas políticas y, en general, en la orientación y modalidades del desarrollo mexicano.

 

La decisión del gobierno mexicano de co­laborar con los Estados Unidos durante los años de la guerra se manifestó también en el campo de la mano de obra. En el mismo año que se firmó el tratado de Comercio entró en vigor el acuerdo sobre trabajadores migrato­rios, reglamentando la entrada de 200.000 tra­bajadores mexicanos en los Estados Unidos. Se aceleró entonces el viaje hacia el país del norte de campesinos que llegaron a los esta­dos fronterizos de Texas y California para ayudar en las faenas agrícolas. Pocos tuvie­ron la oportunidad de trabajar en estableci­mientos ganaderos, de dirigirse a las zonas más adelantadas del país y, aún menos, de incorporarse en la industria. En este sentido, su contribución a los conocimientos técnicos de México fue secundaria; desde el punto de vista económico constituyeron una fuente de divisas importante, siendo calificada su idea, desde el campo de la política, como “una de las mejores formas en que México cooperó al esfuerzo de las Naciones Unidas para la victoria final, ya que, aún en detrimento de la producción del país, ayudó al sostenimien­to de la producción norteamericana”.

 

Menos espectacular fue la colaboración en el terreno militar. El gobierno mexicano no ponía en duda su decisión de apoyar la causa de los aliados, pero veía con recelo el esta­blecimiento de bases militares en México, controladas exclusivamente por los Estados Unidos, y la influencia excesiva que éstos po­dían adquirir sobre el ejército mexicano, a través de los programas de entrenamiento masivo o la instalación de cuantiosos equi­pos militares. En estas circunstancias, la co­laboración militar fue restringida; los crédi­tos otorgados por los Estados Unidos a México para la compra de equipo militar no fueron utilizados en su totalidad; los grupos del ejército mexicano entrenados en los Es­tados Unidos, provenientes sobre todo de la fuerza aérea, fueron pequeños; finalmente, no se llegó a un acuerdo sobre el establecimien­to de bases militares. Así, México entró en el período de la posguerra sin contemplar la influencia creciente de los Estados Unidos sobre los grupos castrenses, observada en otros países de América latina. Este era qui­zás el único aspecto en el que la guerra no había acentuado su dependencia del país del norte.

 

La época de la posguerra.

 

Al finalizar el conflicto habían ocurrido cambios sustanciales en el orden internacio­nal, que no habían sido percibidos al inicio de la conflagración. El más importante de ellos fue la elevación de los Estados Unidos y la Unión Soviética a la categoría de gran­des potencias, cuyo poderío militar y econó­mico no podía ser impugnado por nación alguna. Apareció entonces la estructura inter­nacional, que los observadores llamaron bi­polar por la concentración de poder en dos grandes países. A su vez, el choque ideológi­co entre éstos dio lugar a lo que durante va­rios años se conoció como “la guerra fría”, ca­racterizada, entre otras formas, por el creciente interés de los Estados Unidos y la Unión Soviética en afianzar el dominio sobre sus res­pectivas áreas de influencia.

 

En América latina, los Estados Unidos aseguraron la colaboración de los países del continente en materia de seguridad, promo­viendo la firma del tratado interamericano de Asistencia Recíproca, primer acuerdo defensivo de la época de la posguerra. En el ám­bito económico, no canalizaron hacia América latina recursos capaces de contribuir a su desarrollo, pero hicieron sentir su decisión de no aflojar la influencia sobre las economías latinoamericanas, que tanto se había fortalecido durante los años de la guerra.

 

Tal influencia era particularmente clara en el caso de México. En 1945 más del 80 % del comercio exterior del país estaba concen­trado en los Estados Unidos y las industrias que se habían expandido durante la guerra necesitaban urgentemente de equipo y maqui­naria, provenientes del país del norte. Al mis­mo tiempo, ante la popularidad de los alia­dos en los momentos de la guerra, el senti­miento antiyanqui de los años treinta había sido sustituido por la amistad y admiración hacia los Estados Unidos; tales actitudes se percibían bien en los medios de comunica­ción de masas y en las opiniones de grupos importantes desde el punto de vista econó­mico y político.

 

Deseosos de obtener el apoyo económico de los Estados Unidos, los gobernantes mexicanos se apresuraron en reafirmar el deseo de preservar las buenas relaciones que se ha­bían establecido entre ambos países. Con mo­tivo de la primera visita de un presidente mexicano a los Estados Unidos, Miguel Alemán señalaba en 1948: "México y los Estados Uni­dos tienen un ejemplo que dar a las naciones que los rodean: el ejemplo de dos países que, distintos por la magnitud y por los recursos, se encuentran decididos a colaborar". En realidad, los factores internos y externos para una época de cordialidad entre ambos países estaban dados. Desde 1945 hasta nuestros días (1970) ninguna diferencia irreconciliable ha sur­gido entre los Estados Unidos y México. Las negociaciones constantes entre sus gobiernos se refieren a problemas normales entre Esta­dos que poseen una frontera común, contem­plan el intercambio continuo de hombres y mercancías y hacen uso de las aguas de sus ríos internacionales.

 

Algunos ejemplos citados frecuentemente como prueba de las buenas relaciones mexi­cano-norteamericanas en los últimos 25 años son:

 

El tratado de Límites de 1944, en el cual se incluyeron estipulaciones relativas a la construcción de presas y trabajos de irriga­ción en los ríos fronterizos;

 

Los acuerdos que prolongaron hasta 1964 el programa de trabajadores emigrantes iniciado durante la gue­rra;

 

El arreglo del caso del Chamizal, territo­rio fronterizo que se había anexado a los Estados Unidos, como resultado de las des­viaciones caprichosas del río Bravo.

 

Otros ejemplos dan una visión menos optimista de la comprensión del gobierno nor­teamericano por los problemas mexicanos. Tal es el caso de la salinidad de las aguas del río Colorado, cuya solución quedó pendiente durante más de diez anos, mientras se ocasionaban graves daños a las zonas agrí­colas del norte de México.

 

Ahora bien, sería erróneo valorar las relaciones mexicano-norteamericanas a la luz, exclusivamente, de los ejemplos anteriores. Para México, los problemas vitales en sus re­laciones con los Estados Unidos son, en pri­mer lugar, el de la situación geográfica. Por su cercanía con los Estados Unidos, el terri­torio mexicano es considerado zona estratégica para la seguridad norteamericana, área en donde se ejercerían, en caso necesario, to­das las presiones para mantenerla bajo el con­trol de la potencia hegemónica. Esta circunstancia tiene una influencia profunda, aunque difusa, en la vida política de México; se trata de  una situación condicionante que, de ma­nera indirecta, influye sobre las tácticas y es­trategias de los grupos que participan en la política mexicana.

 

El segundo problema vital es el de la in­fluencia del país del norte en el gran objetivo de los gobiernos mexicanos desde 1940: el mantenimiento del ritmo de crecimiento y aceleración del proceso de industrialización. En este punto un examen más cuidadoso de las relaciones económicas entre los Estados Unidos y México resulta necesario.

 

Las relaciones comerciales.

 

En el campo económico, el problema más grave para México al término de la segunda Guerra Mundial fue el de la entrada masiva de artículos manufacturados que venían aprovechando los términos del tratado de Comer­cio con los Estados Unidos. El aumento considerable de ventas norteamericanas en México reflejaba varios fenómenos:

 

La recu­peración de industrias en el país del norte;

 

La necesidad de adquirir equipo para las indus­trias mexicanas; y,

 

El ansia de consumo en las clases más favorecidas de la sociedad mexi­cana, deseosas de adquirir los refrigeradores o automóviles que habían escaseado durante la guerra.

 

Sea como fuere, el aumento de las importaciones esfumó rápidamente las divi­sas acumuladas durante la guerra, llevó a la primera devaluación del peso mexicano en los años de la posguerra y obligó a renegociar los términos del acuerdo comercial.

 

Las negociaciones no fueron fáciles; por una parte, el gobierno mexicano deseaba el reconocimiento de una política proteccionis­ta que sirviera de defensa a las industrias ya establecidas y alentara la instalación de nue­vas plantas. Por la otra, numerosos grupos dirigentes en los Estados Unidos eran favo­rables a la idea de la libertad de comercio -leit motiv de las grandes conferencias eco­nómicas de la época-, cuya consecuencia ne­cesaria era perpetuar el intercambio de materias primas por productos manufacturados, que tradicionalmente había dominado las relaciones económicas entre los Estados Uni­dos y América latina.

 

Las conversaciones sobre un nuevo acuer­do comercial que incorporara las demandas de la naciente clase industrial mexicana no tuvieron éxito. Por acuerdo mutuo, el tratado de 1942 dejó de estar en vigor el 31 de diciembre de 1950. Sin embargo, varios mo­tivos permitían pensar que las fuerzas favo­rables a la libertad de comercio en los Esta­dos Unidos estaban conciliándose con los sectores interesados en la industrialización de México, industrialización en la que éstos ten­drían una participación importante. Sin ha­cerlo explícito, los Estados Unidos fueron aceptando gradualmente el proteccionismo mexicano; a comienzos de los años cincuen­ta, la prohibición mexicana de importar los bienes que se producían en el país constituía ya la nota dominante de la política industrial en México, aceptada, sin mayor oposición, por el gobierno norteamericano.

 

Solucionado el problema del proteccionis­mo, quedaba en pie el tema de las exporta­ciones mexicanas. El papel preponderante que los Estados Unidos adquirieron en las relaciones económicas internacionales de México se reafirmó durante los años de la guerra. Al cerrarse los mercados europeos principalmente los de Alemania y el Reino Unido y ampliarse la demanda en los Estados Unidos, las exportaciones mexicanas se dirigieron en un 86 % hacia el país del norte Aunque desde la terminación del conflicto bélico los di­rigentes mexicanos expresaron su inquietud por esta situación, no se tomaron, o no pu­dieron tomarse, las medidas necesarias para desarrollar una oferta exportable capaz de reconquistar los antiguos mercados para los productos mexicanos. Al finalizar la década de los cincuenta más de un 70 % de las ven­tas mexicanas hacia el exterior seguía diri­giéndose a los Estados Unidos, porcentaje muy elevado cuando se compara con el de otros países latinoamericanos de orden tan diferente, como Argentina, Brasil, Colombia o Perú. La situación comenzó a modificarse en los años sesenta cuando aumentaron las exportaciones a la Asociación Latinoamerica­na de Libre Comercio, a la Comunidad Económica Europea y al Japón; así se aligeraba algo la concentración en el mercado estadou­nidense, el cual en 1964 absorbía un 64 % de las exportaciones totales de México. Sin embargo, esta tendencia volvió a invertirse en los años posteriores y así, en 1970, las exportaciones a los Estados Unidos represen­taban de nuevo un 70 % del total.

 

A pesar del desarrollo industrial experi­mentado en México, en las exportaciones ha­cia los Estados Unidos han seguido domi­nando los productos de origen agropecuario –65 %, en 1970-. El cambio significativo en la estructura de las exportaciones ocurrió, pues, en los años cuarenta, al descender el porcentaje de las ventas de minerales –los cuales constituían dos tercios de las expor­taciones totales y elevarse sensiblemente la venta de productos de origen agrícola. A pri­mera vista, la diversidad de la oferta para ex­portación, que se desarrolló en México bajo el estímulo de la guerra la cual incluía pro­ductos tan variados, como café, algodón, azú­car, henequén, etc., era un signo alentador para disminuir la dependencia de la econo­mía mexicana. Si en ello hay algo de cierto, no lo es menos que un porcentaje elevado de estos productos fueron desarrollados con la mira exclusiva de surtir al mercado norteamericano. De esta manera, los grupos agroex­portadores, que se fortalecieron en México a comienzos de los años cuarenta, fueron tejiendo una dependencia más sutil y compleja: respondían, exclusivamente, al estimulo pro­veniente de los Estados Unidos y, en conse­cuencia, no desarrollaban las técnicas de em­barque o conquista de mercados, necesarias para hacer llegar sus productos más allá de la frontera norteamericana.

 

Las circunstancias anteriores parecieron secundarias en la medida en que la cercanía a los Estados Unidos aseguraba una situa­ción privilegiada al desarrollo de la exporta­ción en México. Las relaciones comerciales entre ambos países a partir de 1955 no con­firmaron, sin embargo, esta visión excesivamente optimista.

 

En realidad, terminada la emergencia de la segunda Guerra Mundial, las buenas con­diciones para las exportaciones mexicanas se debieron a un acontecimiento circunstancial: la participación de los Estados Unidos en la guerra de Corea y su interés consiguiente por materiales estratégicos y bienes de consumo procedentes de México. Pero, el fin del con­flicto en Corea, el desarrollo de materiales sintéticos y el nuevo auge de las actividades agrícolas en los Estados Unidos cambiaron bruscamente el panorama.

 

A partir de 1955 los ingresos en concepto de exportaciones en México sufrieron un des­censo considerable, de modo que en 1959 sólo alcanzaron un 89 % de lo logrado en 1955. El valor de las ventas mexicanas a los Esta­dos Unidos se recuperó en los primeros años de la década de los sesenta, para volver a contraerse en 1963. A partir de entonces, las exportaciones hacia los Estados Unidos -en­frentadas frecuentemente al proteccionismo norteamericano- han crecido a un ritmo fir­me, pero moderado, que no contrarresta el aumento creciente de importaciones de maquinaria y equipo provenientes de ese país.

 

El cambio en el comercio exterior de Mé­xico ocurrido a mediados de los anos cin­cuenta fue algo más que un cambio cuantitativo en los ingresos por concepto de expor­taciones. Se había iniciado una nueva época en la vinculación económica con los Estados Unidos: la cooperación surgida durante los años de la guerra, caracterizada por la gran aceptación de productos mexicanos en el país del norte, había terminado. A medida que avanzaba el desarrollo industrial de México y se incrementaban los gastos del gobierno en materia de infraestructura, educación y beneficio social, la vinculación se establecía a través de otros canales que, sin ser nove­dosos, adquirían nuevas modalidades y una importancia fundamental: las inversiones extranjeras directas y los préstamos al sector público.

 

Las inversiones extranjeras directas.

 

La política mexicana hacia la inversión extranjera constituía un punto clave para la rees­tructuración de las relaciones entre México y los Estados Unidos que se contempla desde comienzos de los años cuarenta. Desde fina­les de la segunda Guerra Mundial los di­rigentes mexicanos creían en la conveniencia de impulsar estas inversiones, pero imponiéndoles una serie de condiciones que, a la luz de la política de otros países latinoamerica­nos, aparecían altamente restrictivas. Se trataba, en primer lugar, de impedir la entrada de productos o servicios considerados estra­tégicos, como el petróleo, la energía eléctrica o las comunicaciones; en segundo lugar, de someterlas a un orden jurídico que hiciera imposible la repetición de las famosas recla­maciones internacionales, que tantos proble­mas habían causado en las relaciones exte­riores de México hasta 1942; por último, se deseaba hacer partícipes de sus beneficios a los empresarios nacionales mediante una política que favorecía las inversiones asociadas al capital nacional.

 

A partir de 1950, coincidiendo con la acep­tación del proteccionismo mexicano, los in­versionistas norteamericanos aceptaron sin mayores conflictos las reglas del juego. Entre 1950 y 1960 la inversión extranjera casi se duplicó, pasando de 566 a 1.080 millones de dólares; de 1960 a 1968 se volvió a duplicar, alcanzando los 2.300 millones de dólares, una de las cifras más altas en los países de Amé­rica latina. Mientras esto sucedía, el predomi­nio del capital norteamericano se iba acen­tuando; en 1940 representaba el 61 % del total de la inversión extranjera en México; en 1950, el 68 %, y de 1960 a 1970, el 83 % aproximadamente.

 

Estas inversiones se concentran en los sectores que tuvieron un crecimiento más rá­pido durante las dos décadas pasadas y han llegado a tener un control mayoritario sobre las empresas productoras de bienes de capi­tal, adquiriendo así un lugar estratégico en la economía mexicana. Este predominio adquiere mayor significado si se considera que muchas de estas empresas son parte de un com­plejo más amplio, pues son empresas multi­nacionales, cuya matriz se encuentra en los Estados Unidos. Se calcula que de las 187 corporaciones multinacionales norteamerica­nas más importantes, que controlan el 70 % de la inversión directa del país en el extran­jero en el ramo de manufacturas, 179 se hallaban establecidas en México.

 

No es fácil precisar el peso de estas in­versiones en la vida económica y política de México. Algunos estudios recientes dan ele­mentos para conocer su influencia en la for­mación de capital, en el comportamiento de diversos sectores industriales, en la balanza de pagos, etc. En ellos se comprueba que las bondades atribuidas tradicionalmente a las inversiones extranjeras directas, como la for­mación de cuadros técnicos, el apoyo a la ca­pitalización o al equilibrio de la balanza de pagos, son inexistentes; se reafirma, en cam­bio, su peso en los sectores estratégicos de la industria manufacturera en México en los últimos años, como la química, la automotriz o la fabricación de aparatos eléctricos.

 

La presencia de las inversiones extranje­ras condiciona variados aspectos de la vida nacional. Por ejemplo, los gastos del Estado en autopistas y pasos a desnivel o periféricos obedecen, en gran medida, a la expansión de la civilización del automóvil, impuesta a la sociedad mexicana por la publicidad de las grandes compañías multinacionales. En otro orden de cosas, la asociación entre capitales nacionales y extranjeros favorecida por la política misma del gobierno mexicano hace difícil distinguir cuáles son los intereses que determinan el comportamiento de los grupos empresariales mexicanos. Finalmente, las ac­tividades de la ITI' en Chile durante la épo­ca de Salvador Allende dejaron un recuerdo alarmante en los procedimientos usados por los inversionistas extranjeros para intervenir en la vida interna de los países latinoameri­canos.

 

Por estas circunstancias, el crecimiento de las inversiones extranjeras directas en Méxi­co es visto como causa de vulnerabilidad y dependencia del país; condiciones acentuadas por el crecimiento incontenible de la deuda pública en los últimos años.

 

La deuda pública.

 

El crecimiento de la economía mexicana desde finales de los años cincuenta fue posi­ble gracias a la entrada de préstamos exter­nos, que hicieron posible el financiamiento de las actividades del Estado en materia de energía, comunicaciones, obras de beneficio social, etc. Se pensó que el impulso a la eco­nomía proveniente de estas inversiones públicas daría como resultado una elevación en el nivel de vida de los habitantes y un creci­miento del ahorro interno, que pronto harían innecesaria la contratación de nuevos présta­mos. Semejante visión era demasiado opti­mista. Al no adoptarse medidas para una me­jor captación por parte del Estado de los recursos internos, como hubiera sido una reforma fiscal, y al deteriorarse la actividad exportadora en México, se debió recurrir a nuevos préstamos para cumplir con los pagos de amortizaciones e intereses de la deuda anterior. Se cayó así en un círculo vicioso de en­deudamiento que, a finales de los años sesen­ta, se ha convertido en el problema más serio de la economía mexicana.

 

En las relaciones con Estados Unidos el problema de la deuda pública mexicana pre­senta modalidades interesantes; sobre todo cuando se le compara con la situación exis­tente en otros países latinoamericanos. A di­ferencia de éstos, México ha evitado recurrir a los préstamos bilaterales, otorgados por el gobierno norteamericano, acompañados de fuertes condiciones políticas. Se han hecho esfuerzos por diversificar las fuentes de cré­dito, acudiendo a organismos multilaterales, a instituciones privadas y a los préstamos bi­laterales de países europeos.

 

En 1970, los financiamientos otorgados al gobierno mexicano, cuya suma asciende a 3.511,3 millones de dólares, provienen en un 53 % de bancos e instituciones privadas nor­teamericanas, en un 27 % de instituciones fi­nancieras internacionales y sólo en un 20 % de préstamos bilaterales. Tales cifras indican la independencia mexicana en préstamos, que obligan a seguir determinadas políticas inter­nas; pero no se ha eliminado la influencia po­tencial del gobierno norteamericano sobre los préstamos al sector público en México. Si­gue presente la posibilidad de ejercer presio­nes sobre las instituciones privadas norteamericanas y, en particular, sobre las institu­ciones multilaterales, en donde los Estados Unidos tienen una posición dominante.

 

A finales de los años sesenta, en las rela­ciones entre México y los Estados Unidos, los problemas más graves no se manifiestan en las negociaciones, generalmente amables, sobre cuestiones fronterizas; los problemas vitales se encuentran en aquellos aspectos que, efectiva y potencialmente, ejercen una gran influencia sobre la vida económica y po­lítica del país:

 

El carácter estratégico del territorio mexicano;

 

La concentración de sus re­laciones económicas en los Estados Uñidos;

 

El crecimiento de las inversiones extranjeras directas, que ha puesto en manos de grandes compañías norteamericanas la posibilidad de decidir sobre el destino y las modalidades de sectores claves de la industria manufacturera mexicana; y, por último,

 

La dependencia del gobierno mexicano de préstamos de instituciones financieras norteamericanas e interna­cionales.

 

Diversos sectores de la sociedad mexicana han expresado su preocupación por los problemas anteriores. Para unos sería conve­niente  volver al impulso nacionalista de la época del general Cárdenas, dar una nueva orientación al desarrollo de la economía me­xicana y limitar el flujo de capitales extran­jeros. Para otros, la asociación con los capi­tales norteamericanos es inevitable, e, incluso, conveniente. Sólo deben modificarse las reglas del juego, que permitan al gobierno mexicano una mejor selección de los capitales que llegan al país, de acuerdo con su contri­bución a objetivos nacionales de desarrollo. Las discusiones en torno a semejantes pro­blemas no han producido tensiones serias; el ambiente de cordialidad y entendimiento en­tre los Estados Unidos y México se mantie­ne apoyado en el respeto y tolerancia del país del norte por la política mexicana en el seno del sistema interamericano.

 

México y las relaciones interamericanas.

 

Las relaciones exteriores de México de 1940 a 1970 han estado condicionadas por la existencia de un sistema regional americano, en el cual se han sentado las bases para las relaciones entre los países del hemisferio y entre éstos y otras regiones geográficas. Los instrumentos principales de este sistema han sido, por una parte, el tratado interamerica­no de Asistencia Recíproca, firmado en Río de Janeiro en l947 bajo la presión de los intereses norteamericanos en materia de segu­ridad; por la otra, la carta de la Organización de Estados Americanos, firmada en Bogotá en 1948, expresión del deseo latinoamericano de consagrar, en un instrumento jurídico, los principios que deben regir las relaciones in­teramericanas.

 

Durante la segunda mitad de los años cua­renta México fue un partidario entusiasta del sistema interamericano. Veía en él un marco apropiado para la solución de los problemas ancestrales entre los Estados Unidos y América latina y un mecanismo constructivo para el desarrollo económico y social de los países al sur del Río Bravo. Sin embargo, desde la IV Reunión de Consulta celebrada en 1951 para buscar el apoyo de América latina a las actividades de los Estados Unidos en Corea, se puso de manifiesto que la OEA sería, ante todo, un instrumento para la contención del comunismo internacional, tal y como era en­tendido por los dirigentes norteamericanos. El gobierno mexicano, poco interesado en participar activamente en la guerra fría, per­dió el entusiasmo por la OEA e inició una política de distanciamiento, expresada a tra­vés del apego a la no intervención, el rechazo a interpretaciones extensivas de los acuerdos interamericanos existentes y la oposición a toda acción colectiva dirigida en contra de algún país americano.

 

Las características anteriores quedaron bien definidas desde la X Conferencia Inte­ramericana, celebrada en la ciudad de Caracas, Venezuela, en 1954. El tema que dio a la reunión una gran resonancia en la historia de las relaciones interamericanas fue el rela­tivo a la intervención del comunismo inter­nacional, puesto sobre la mesa de discusio­nes por el representante norteamericano. El interés de los Estados Unidos por el tema no era inusitado; en aquellos momentos era mo­tivo de inquietud la situación existente en la república de Guatemala, en donde el gobier­no encabezado por Jacobo Arbenz llevaba adelante una política de reforma agraria, cuyos efectos eran contrarios a los intereses de las grandes compañías norteamericanas estable­cidas en aquel país. La guerra fría se encon­traba en su apogeo; el fantasma del comu­nismo era invocado fácilmente para evitar cualquier cambio en el status quo, capaz de afectar el dominio económico y político de los Estados Unidos sobre América latina. El proyecto presentado en la conferencia podía considerarse un instrumento para organizar una acción hemisférica en contra del gobier­no guatemalteco.

 

La política de la delegación mexicana en aquella reunión constituye uno de los acon­tecimientos que dan mayor prestigio en la historia de la diplomacia mexicana. En opi­nión del gobierno de México eran indeseables las propuestas para llevar a los gobiernos americanos a tomar decisiones que conduje­ran a situaciones internas, sujetas exclusivamente a la soberanía de cada Estado. La de­legación mexicana no se oponía a los esfuerzos para combatir el comunismo, siempre y cuando éste expresara actividades políticas sub­versivas de potencias extracontinentales inte­resadas en lograr el control de algún país americano. Pero, podría ocurrir que el pro­yecto presentado por la delegación norteame­ricana fuera utilizado en contra de un país que, en uso de su legítimo derecho a la autodeterminación, decidiese cambiar de sis­tema económico y político sin que tal cambio hubiera sido provocado por actividades subversivas.

 

Con base en tales ideas, la delegación mexicana presentó un proyecto para modificar la propuesta norteamericana en el sentido de salvaguardar los principios de no interven­ción y autodeterminación. Las propuestas mexicanas se encontraron en franca minoría. La resolución encabezada por los Estados Unidos fue aprobada por una mayoría de 17 vo­tos a favor, dos abstenciones (México y Ar­gentina) y un voto en contra  (Guatemala).

 

La conferencia de Caracas dejó una huella muy profunda en el comportamiento poste­rior de México en el sistema interamericano. Allí se había puesto de manifiesto la decisión del gobierno mexicano de mantener su apego a los principios de corte nacionalista, que ha­bían dado el tono a su política interamerica­na desde los años treinta. Todo sucedía como si, ante la vinculación con los Estados Unidos por motivos geopolíticos y económicos, México encontrara en la resistencia a manio­bras intervencionistas en la OEA una manera de resguardar su soberanía, un instrumento de negociación con los Estados Unidos y una fuente de legitimidad y prestigio para los go­biernos posrevolucionarios. Con estos ante­cedentes, se acudió a las reuniones intera­mericanas, celebradas entre 1960 y 1964, para organizar la política interamericana hacia la revolución cubana.

 

La instauración del primer régimen socialista en América latina rompió el equilibrio de poder, establecido entre las dos grandes potencias desde fines de la segunda Guerra Mundial; fue un factor decisivo en la acepta­ción de la política de coexistencia pacífica por parte de los Estados Unidos, y puso a prue­ba la política exterior de los países latinoamericanos.

 

En México la revolución cubana desper­taba encontrados sentimientos. Por una parte, no se podía olvidar que algunas de las medidas adoptadas por los dirigentes cubanos, tales como la reforma agraria o la na­cionalización de propiedades extranjeras, ya habían sido introducidas en México desde comienzos de los años veinte y habían provo­cado, como estaba sucediendo en Cuba, la oposición de las grandes potencias de la épo­ca, en especial de los Estados Unidos. Por otra parte, el proceso de radicalización de la revolución cubana, evidente desde comienzos de 1961, causaba un sentimiento de perpleji­dad entre los dirigentes mexicanos, dispues­tos a dar su apoyo a una revolución de corte nacionalista, pero recelosos ante la instaura­ción de un régimen basado en la abolición de la propiedad privada y en la aceptación de los principios económicos y políticos del marxismo-leninismo. Bajo tales presiones, la política sobre la revolución cubana evolucionó de una época de apoyo y entusiasmo, evi­dente durante los años de 1959 y 1960, a una política de distanciamiento y oposición vela­da hacia la instauración del socialismo en la isla.

 

El problema vital en las relaciones exteriores de México en aquellos años no fue el de la definición frente al carácter de la revo­lución en Cuba. La problemática principal fue enfrentarse a la política encabezada por los Estados Unidos, dispuesta a movilizar el sis­tema interamericano hacia una acción colectiva en contra del régimen castrista.

 

La nota sobresaliente de la política de Mé­xico en el sistema interamericano al discutirse el problema de Cuba fue la oposición a las interpretaciones del tratado interamericano de Asistencia Recíproca que abrían la puerta a una política hemisférica en contra del gobier­no de Fidel Castro. El tratado, firmado en Río de Janeiro en lo inicios de la guerra fría, tiene como objetivo organizar la acción conjunta de los países americanos en caso de ocurrir un ataque armado, una agresión que no sea ataque armado o cualquier hecho que ponga en peligro la paz y seguridad del con­tinente con tal que, al mismo tiempo, se vea afectada la integridad territorial, la soberanía o la independencia política de cualquier esta­do americano.

 

Teniendo en cuenta tales estipulaciones resultó sorprendente la convocatoria para la VIII Reunión de Consulta Interamericana, que debía celebrarse en los inicios de 1962, para aplicar al problema de Cuba los com­promisos adquiridos en Río de Janeiro. La reunión fue solicitada para "considerar las amenazas a la paz y a la independencia de los países americanos, que puedan surgir de la intervención de potencias extracontinentales, encaminadas a quebrantar la solidaridad americana". El gobierno mexicano señaló de inmediato que éstas no eran las situaciones pre­vistas en el tratado de Río; la reunión debía ocuparse de eventualidades, cuya urgencia -en caso de ser apremiante una eventualidad- no se había puesto de manifiesto; nada indicaba que hubiera sido afectada la integridad terri­torial, la soberanía o la  independencia políti­ca de un estado americano.

 

Argumentos similares fueron adelantados para oponerse a la convocatoria de la X Reu­nión de Consulta, celebrada en Washington en 1964, y para votar en contra de la reso­lución adoptada entonces, que impuso el rompimiento de relaciones diplomáticas y consu­lares, la suspensión de intercambios comer­ciales y el cese de todo transporte marítimo hacia Cuba. Aunque estos votos en contra no fueron sorprendentes, resultó espectacular la declaración del secretario de Relaciones Ex­teriores de México unos días después de terminada la reunión, anunciando que México no acataría las decisiones adoptadas: "El señor presidente de la República ha resuelto mantener nuestros contactos con el gobierno cubano en el mismo estado que guardan en la actualidad... Como otros gobiernos tienen opiniones distintas y aún opuestas a las que han servido de fundamento a nuestra determinación... el gobierno de México no se opondría a que un grupo de estados miembros de la OEA solicitara a la Corte Internacional de Justicia por conducto de la Asamblea General de la ONU una opinión consultiva sobre esta reunión de acuerdo con el artículo 96 de la Carta de San Francisco".

 

Durante los años que van de 1964 a 1970 México fue el único país latinoamericano que mantuvo relaciones con el gobierno de Fidel Castro. Fue un acto de independencia que hizo de México una verdadera excepción dentro de los países miembros del sistema interamericano.

 

Con tales antecedentes a nadie sorpren­dió que en la XI Reunión de Consulta celebrada en 1965 con motivo de la crisis políti­ca de la República Dominicana, México votara en contra de la creación de una fuerza interamericana de paz  e introdujera un proyecto de resolución -y otro similar en las Naciones Unidas- para la salida de la fuerza expedicionaria de los Estados Unidos. Mantenía así su línea antiintervencionista y la oposición a los aspectos militares del interamericanismo, que ya se había manifestado desde los años de la segunda Guerra Mundial.

 

Diversos factores contribuyen a explicar la línea independiente de México en el sistema interamericano. El primero de ellos es la tradición. Las experiencias históricas con los Estados Unidos, particularmente graves durante los años que siguieron a la Revolución mexicana, llevaron a consolidar una política esencialmente defensiva, cuya mejor expresión es el apego a los principios de la no in­tervención y autodeterminación de los pueblos. El segundo factor es la permanencia de un mismo partido político en el poder desde 1929; esto ha dado a la política exterior me­xicana una continuidad y consistencia sin pa­rangón en la historia diplomática de otros países latinoamericanos. Por último, y éste es quizás el factor de mayor peso en los úl­timos años, parece existir un entendimiento tácito con los Estados Unidos, que permite disentir dentro del sistema interamericano sin poner en duda las buenas relaciones mexica­no-norteamericanas. Después de la oposición de México a la convocatoria de la VIII Reunión de Consulta, el presidente Kennedy visitó México en medio de uno de los ambien­tes más cordiales que se hayan dado con motivo de la visita de un funcionario extran­jero. Cuando México decidió el mantenimien­to de relaciones con Cuba, el embajador nor­teamericano en México declaraba: "México es el mejor amigo que tienen los Estados Uni­dos".

 

La comprensión de los Estados Unidos hacia la política interamericana del gobierno mexicano tiene, a su vez, diversas interpreta­ciones. Por una parte, desde 1950 hasta 1970, los dirigentes  mexicanos no trataron de in­fluir en la política de otros países latinoame­ricanos; sus posiciones en la OEA fueron solitarias, como resultado quizá de una aprecia­ción correcta de las posibilidades de encontrar eco en otros países latinoamericanos, o bien, del convencimiento de que un intento de li­derazgo haría difícil la benevolencia de los Estados Unidos. Por otra parte, México tam­poco llevó sus posiciones en la OEA hasta el grado de poner en peligro intereses vitales para los Estados Unidos; durante la crisis de los misiles en 1962, México apoyó el bloqueo a Cuba mientras el presidente López Mateos declaraba: “Estamos con las filas de la de­mocracia”.

 

Esta visión realista de los límites impues­tos a la política exterior mexicana por la ne­cesidad de mantener buenas relaciones con los Estados Unidos se percibe también en la política mexicana en materia de desarme.

 

México y el desarme.

 

El interés de México por el desarme es evidente desde la década de los cincuenta, cuando el entonces secretario de Relaciones Exteriores, Luis Padilla Nervo tuvo un pa­pel destacado en las discusiones sobre el tema, que se desarrollaron en la Asamblea General de las Naciones Unidas. La visión del canciller mexicano sobre el papel de México en el mantenimiento de la paz se percibe bien en un discurso pronunciado en 1955 cuando señaló: "Los países medianos y pequeños tienen una misión especial que cum­plir en la era de las armas atómicas: tienen que usar su influencia moderadora para im­pedir el abuso de la energía atómica y mantener la paz internacional".

 

Por su interés en el problema del desarme México fue elegido miembro de la comisión del Desarme en 1957, presidente de la misma en 1960 y miembro del comité del Desarme de 18 naciones, creado a finales de 1961.

 

En aquellos años las negociaciones sobre desarme giraban en torno al tema de la re­ducción de armamentos. Los países como México llamaban la atención sobre la conve­niencia de desviar los recursos destinados a la carrera armamentista hacia la solución de los problemas económicos del mundo subde­sarrollado. Sin embargo, a lo largo de los años sesenta la preocupación por la carrera arma­mentista fue cediendo el paso al interés por aspectos colaterales del desarme, como es el de la no proliferación de las armas nucleares.

 

En América latina el problema de la pro­liferación de armas nucleares se presentó con urgencia debido a los intentos de la Unión Soviética de instalar misiles nucleares en la isla de Cuba en 1962. El mundo entero per­cibió entonces la posibilidad de una confla­gración entre las grandes potencias, originada por el rompimiento del status quo en materia de armamento nuclear. Estos acontecimientos creaban un ambiente favorable a la idea mexicana de una América latina com­prometida a no fabricar, recibir, almacenar ni ensayar armas nucleares. La situación inter­nacional coincidía con una época de acercamiento de México hacia los países latinoa­mericanos y con su interés por encontrar una iniciativa que fuera un desafío a "la imagina­ción y a la capacidad de los Estados latinoa­mericanos de trabajar juntos".

 

En tales circunstancias nació, en marzo de 1963, el proyecto mexicano para una po­lítica latinoamericana frente al problema de la desnuclearización. Inicialmente pareció que la idea no encontraría mayores obstáculos para su realización. Los países latinoameri­canos, poco adelantados en la investigación nuclear, no parecían tener los recursos ni el interés suficientes para la fabricación de ar­mas atómicas. Los gobiernos invitados a co-patrocinar el proyecto, Bolivia, Brasil, Chile y Ecuador, reaccionaron favorablemente. En particular, la respuesta del presidente brasi­leño Joao Goulart fue entusiasta y dio la impresión de que coincidía la diplomacia de Bra­sil con la de México.

 

El golpe de Estado que en 1964 derrocó a Joao Goulart e impuso un régimen encabe­zado por el mariscal Castelo Branco cambió el panorama. Durante los trabajos de la co­misión preparatoria para la desnuclearización de América latina, la delegación brasileña dio pruebas de no compartir del todo el entusias­mo de sus antecesores por el proyecto mexicano. El término mismo "desnuclearización" incomodaba a los nuevos dirigentes del sur, quienes lograron que fuera abandonado; el acuerdo finalmente adoptado por la comisión preparatoria fue titulado "tratado para la pres­cripción de armas nucleares en América lati­na", el cual se conoce comúnmente como tratado de Tlatelolco.

 

La nueva política brasileña, acompañada en ocasiones por Argentina, dificultó las ne­gociaciones destinadas a cumplir con el pro­yecto mexicano. Fue necesario una labor de conciliación, introduciendo modificaciones que debilitaron ligeramente los objetivos ori­ginales. Las modificaciones se encuentran, por ejemplo, en los artículos relativos a la entrada en vigor del pacto y a las explosio­nes nucleares para fines pacíficos.

 

Con respecto al primer punto existían dos tendencias contradictorias. De acuerdo con la primera, el tratado entraría en vigor entre los Estados que lo hubieran ratificado, en el mo­mento de hacer el depósito de sus respecti­vos instrumentos de ratificación. Respecto a la segunda tendencia, encabezado por el Bra­sil, el tratado sólo cobraría vigencia al cum­plirse dos requisitos fundamentales: haber sido ratificado por todos los estados latino­americanos, Cuba incluida, y haber obtenido que las potencias nucleares, así como los es­tados extracontinentales que poseen territorio en el hemisferio, firmaran los protocolos adicionales. La tendencia brasileña quedó in­cluida en el primer párrafo del artículo 28 del tratado, mientras en el segundo párrafo del mencionado artículo se estableció una fórmu­la acertada para satisfacer el deseo de quienes, como México, anhelaban un camino más fácil para la entrada en vigor del pacto. De acuerdo con ella, los signatarios pueden prescindir de los requisitos establecidos en el pá­rrafo primero, mediante una declaración en ese sentido presentada al momento de llevar a cabo la ratificación. Esto ha permitido que el tratado ya se encuentre en vigor para al­gunos países latinoamericanos a pesar de no haber sido firmado por Cuba.

 

Otro de los aspectos controvertibles del tratado de Tlatelolco es el artículo 18, en que se reconoce a los signatarios el derecho a pro­ducir explosivos nucleares para fines pacífi­cos. El reconocimiento de este derecho pare­ce inusitado dentro de un acuerdo que, en su artículo primero, establece la obligación de no fabricar o adquirir armas nucleares, y, en su artículo 5, define arma nuclear como "todo artefacto que sea susceptible de liberar energía nuclear en forma no controlada". Si, como mantienen los expertos, es imposible trazar una línea divisoria entre los explosivos nu­cleares empleados con fines pacíficos y los usados con fines militares, es evidente que el artículo 18 se contradice con los artículos 1 y 5. Conscientes de ese problema, los diplomáticos mexicanos se apresuraron a dar a conocer su punto de vista sobre el particular: según su opinión, el artículo 18 sólo se puede interpretar a la luz de otros artículos del pacto. Resulta entonces que el artículo 18 fue introducido previendo que los adelantos de la ciencia podían permitir algún día dife­renciar explosivos nucleares pacíficos de explosivos nucleares no pacíficos; de no suce­der así, los países signatarios no podrían hacer uso de la facultad concedida en el men­cionado artículo.

 

Los problemas anteriores no disminuyen la importancia del tratado de Tlatelolco. El ideal de la desnuclearización es válido como un buen ejemplo de los mecanismos que se pueden establecer para librar al  mundo de los instrumentos de destrucción en masa. Lo an­terior, unido al hecho de que el tratado es el único instrumento internacional vigente que posee un sistema de control internacional efi­caz para asegurar su cumplimiento, explica los reiterados elogios de que ha sido objeto en la Asamblea General de las Naciones Uni­das o en el comité del Desarme. No es ocio­so terminar citando la opinión de quien fuera secretario general de la ONU, U. Thant: "Los Estados signatarios del tratado de Tlatelolco tomarán la iniciativa de demostrar al mundo que la energía nuclear será, como debe ser, un gran bien para la humanidad y no el ins­trumento de su destrucción".

 

Bibliografía.

 

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Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México, La política exterior mexicana; realidad y perspectiva. México, 1972.

 

Cline, H. The United States and Mexico, Nueva York, 1963.

 

García Robles, A. El tratado de Tlatelolco, México, 1970.

 

Zorrilla, L. G. Historia de las relaciones entre México y los Estados Unidos, Mé­xico, 1966.

 

137.            El arte contemporáneo (1940-1970).

 

El año 1940 representa, en más de un sentido un momento capital de la actividad ar­tística y cultural de México. Para entonces se han producido prácticamente todas las ma­yores abras de la pintura mural. La ''escuela mexicana" está en la plenitud de su fama y gloria. También es 1940 la charnela, el par­teaguas que divide en dos el proceso artísti­co de México. De ahí en adelante la "escue­la" iniciaría su largo, pesado y difícil ocaso: se cerraría cada vez más sobre sí misma, eli­minada -por el éxito de los mayores y de su "manera"- o congelaría a una serie de pin­tores muy significativos, que podríamos lla­mar heterodoxos, los cuales en diálogo con­tinuo habían enriquecido la escuela y que de alguna manera la constituían; a partir de entonces entraría todavía más en la pereza for­mal y mental que caracterizaría su vida en el futuro; aparecerían, apañados por algunos de los "grandes", los epígonos despersonaliza­dos; se haría una pintura cada vez más peli­grosamente oficializada, cuyo mismo éxito re­presentaba una amenaza. Pero los procesos artísticos suelen ser más o menos lentos y, sobre todo, revelarse lentamente: el México de 1940 no advertía lo que a mas de treinta años de distancia podemos distinguir; veía entonces solamente el éxito, despejadas ya las críticas y las dificultades de comprensión de los primeros años, y se entregaba, arrobado, a la alabanza de sus grandes artistas.

 

Si la situación de la escuela mexicana de pintura y su futuro ominoso, pero no adver­tido, es el hecho más relevante hacia esa fe­cha, también entonces se dan otros fenóme­nos que complementan el marco artístico mexicano. Los años cuarenta son la época de oro de nuestro cine, que produce algunas pe­lículas de gran calidad, que de alguna manera conforman para nuestra cinematografía un rostro propio, a la vez que -en términos eco­nómicos- pudo en poco tiempo colocarse a la cabeza de la industria fílmica de los países de habla española y hacerse dueño de los mer­cados americanos. Entonces surgieron los "monstruos sagrados" de nuestro cine, esas personalidades destacadas que fueron uno de sus factores de éxito y que veinte o treinta anos después, no habiendo sido sustituidos por figuras de la misma talla, sobreviviéndo­se a sí mismos, contemplarían su fracaso ar­tístico y su bancarrota económica.

 

Los años cuarenta vieron también un im­portantísimo auge constructivo en las ciuda­des, las cuales empezaron a resentirse de la presión de un índice de aumento demográfico y de una concentración urbana creciente; la arquitectura con alguna pretensión de es­tilo se divide, más marcadamente que en las épocas anteriores, entre la que busca una expresión acorde con el pulso de la arquitectu­ra internacional y que precisamente a fines de ese decenio alcanza ya una calidad supe­rior y el "retorno" a la arquitectura colo­nial, que incluye esa subrama o variante, de tanta aceptación entonces y ahora tan mal vista (aunque quizá, no por eso, indigna de ser considerada), que es el llamado "estilo co­lonial californiano".

 

Por su parte, la música ha adquirido ya entonces una personalidad propia, sobre la base de las incursiones a la música popular que había iniciado Manuel M. Ponce, repre­sentada especialmente por Carlos Chávez, Sil­vestre Revueltas, Candelario Huízar y los dis­cípulos que ellos formaron; una danza mo­derna mexicana, que, al fin y al cabo, quedaría a la larga más bien reducida a embrión, ve entonces sus primeros ensayos importantes, que conjugan nuestros mejores músicos y pin­tores y cuyos ejecutantes y coreógrafos suplen las deficiencias técnicas con imaginación y con una fe inquebrantable en su misión ar­tística; paralelamente a esto, la labor de difu­sión de la música y el ballet contemporáneos es muy intensa y un público ávido y a menudo joven abarrota las salas de conciertos.

 

Junto a todo eso se da una pujante cul­tura "popular" o más bien “populachera”, eminentemente citadina, por más que incluya entre sus elementos otros muchos traídos del medio rural, que se ve propiciada por el cine y la radio, en los cuales participa muy am­pliamente; surgen en esa cultura multitudina­ria personalidades muy notables, verdaderos ídolos populares que  de alguna manera sustituyen en el corazón popular a los viejos ídolos políticos o sociales, definitivamente retirados de la escena o en vías de retirarse.

 

Además del cine y la radio, lo “popula­chero" se manifiesta en los concurridísimos teatros de revista, donde alternan llorosos bo­leros con el grito estridente de la canción ran­chera y la agudeza (crítica política y ambigüedad sexual) de los cuadros cómicos; ahí el espectáculo puede ser alternativamente el escenario, los palcos de los "mangoneadores" de turno o el graderío de los humildes. To­man entonces su forma plena algunos géneros musicales: el bolero (melodrama de bajos fondos citadinos, prostitución, exaltación de la mujer ya pura, ya ligera de cascos, llo­riqueo, cursilería), la canción ranchera (grito del macho, descripción de paisaje, despecho por el abandono de la mujer amada, drama violento), el danzón, al que se agregaría el mambo.

 

También es época dorada del toreo; rotas las relaciones taurinas con España, los tore­ros mexicanos de entonces logran la plenitud de su gloria en El Toreo de La Condesa (la Plaza México no se inaugura hasta 1946): Armillita "el maestro", Pepe Ortiz "el orfebre tapatío", Chucho Solórzano "el rey del tem­ple", Garza "el ave de las tempestades", el Soldado, Silverio Pérez "el faraón de Tezcoco". Todo contribuye a dar un tono brillante a ese ambiente mexicano, que entre lo culto y lo populachero (con lo culto y lo popula­chero), después del asentamiento de los gobiernos revolucionarios, heredero de un pa­sado inmediato de luchas sociales pero con­tento del nuevo sesgo de los negocios, se siente, en realidad, satisfecho de su propio rostro.

 

La década que va de 1940 a 1950, en la que a distancia se pueden advertir ya signos de descomposición, es, sin embargo, la de la sa­tisfacción plena. La siguiente es la de la desconfianza, la de un despertar de aquel sueño dorado que parece esfumarse a ojos vistas, la de la lucha entre el furioso nacionalismo de los años anteriores y los pocos Davides que se atrevían contra el gigante. Los diez años que corren a partir de 1960 verán el na­cionalismo exacerbado en franca retirada, aun­que nunca derrotado del todo, y hacia sus fi­nes la constitución de un nuevo rostro en la cultura y el arte mexicanos, si bien tal vez menos coherente y compacto que el anterior.

 

Los muralistas.

 

En 1940 ya nadie discute, de hecho, la va­lidez de la pintura mexicana, expresada sobre todo en los muros de los edificios públicos. México está seguro del genio de los ya entonces bautizados como los "tres grandes" de la pintura: José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros. Las preferencias podrán ir a uno u otro de los miem­bros de la tríada, pero los tres en conjunto constituyen un orgullo nacional.

 

Han transcurrido diecinueve años desde el inicio de la aventura muralista que propi­ciara José Vasconcelos como secretario de Educación Pública del gobierno del general Alvaro Obregón, y dieciocho desde la publi­cación del Manifiesto del Sindicato de Pinto­res y Escultores, que es el documento sobre el que se cimienta la base teórica de la escuela mexicana. El Manifiesto, dirigido a "los soldados, obreros, campesinos e intelectuales que no estuvieran al servicio de la burgue­sía", pedía un arte nacionalista que se inspi­rara en la tradición del arte popular mexica­no (al que postulaba, nada menos, que como la más alta manifestación artística del mun­do), que fuera para el pueblo y no para la burguesía (por lo que rechazaba el cuadro de caballete y proponía el arte monumental) y que alcanzara una belleza capaz de sugerir la lucha e impulsarla a fin de transformar el or­den social.

 

Dieciocho años después, los viejos y am­biciosos postulados se sentían lejanos y de algún modo eran letra muerta. Orozco haría en 1945 una aguda e insidiosa crítica de ellos y sus resultados, haciendo notar que no se había abandonado la pintura de caballete porque era lo que más provecho producía a los pintores; que la exaltación del arte popular no había producido efectos importantes en las formas de la pintura mexicana y que, cuan­do lo había hecho, era más para mal que para bien; que la pintura no había conseguido pro­ducir ningún cambio social, y que el pensar hacer una pintura para obreros había resul­tado un fracaso, toda vez que los trabajadores ni tenían dinero para comprar cuadros que representaran a otros trabajadores ni deseaban encontrar en sus casas a la vuelta de una dura jornada en las fábricas, más obreros, sino un mundo de seudorrefinamiento que los alejara de  la obsesión de la faena diaria, de todo lo cual resultaba que los cuadros con obreros habían ido a parar a ricos burgueses mexicanos o extranjeros.

 

De alguna manera, todo eso era cierto. Como cierto era también que cada pintor con personalidad había entendido los postulados de 1922 a su leal saber y entender, y que  al paso de los años había ido formando y transformando su propio estilo de manera libre y espontánea, sin pedir permiso al viejo Mani­fiesto sobre el rumbo que debía dar a su pin­tura.

 

Los “tres grandes” eran, en verdad, per­sonalidades muy diferentes, con formación diversa, y su estilo es entre sí muy distinto. Los demás pintores, con obras más o menos destacadas, constituían, junto con ellos, un mosaico variadísimo de posibilidades. No obstante, y a pesar de las apostasías tácitas o explícitas, es indudable que de algún modo eran deudores del Manifiesto. Negado por cada uno en particular ese texto, sin embargo, se hace notar en obras muy diferentes entre sí. En cierto sentido, es él quien da a la pintura mexicana durante treinta años su unidad y la constituye como escuela.

 

Hace años, cuando arreciaba la crítica con­tra el muralismo, se dijo repetidamente que, en realidad, no existía ni había existido una "escuela mexicana"; se trataría sólo de algu­nos artistas importantes, rodeados de otros mediocres, con características diferentes y sin más unidad entre sí que el haber producido su obra durante los mismos años. En verdad creemos que uno de los notables hechos del fenómeno, que permite hablar de el como de un todo, es que, por encima de las diferen­cias a veces grandísima, que existen entre los pintores y más allá del genio de cada uno, sin el cual nada habría existido y no valdría la pena siquiera ocuparse del asunto, la “escuela mexicana” puede reconocerse como tal y como un hecho unitario, con una personalidad propia en el mundo del arte del siglo XX, que se hace sentir con diferentes resultados incluso fuera del ámbito mexicano. Y a esto no es ajeno en forma alguna el Manifiesto de 1922, por más que fuera desde un principio interpretado y entendido de maneras tan di­versas.

 

Para 1940 esa escuela ha conseguido un éxito rotundo. Las polémicas de los primeros años se han cambiado por una admira­ción prácticamente sin reservas. Se ha col­mado una vieja aspiración de la cultura mexicana, expresada desde el siglo pasado en boca de algunos de los más importantes in­telectuales, como Ignacio M. Altamirano, Mi­guel López López, Olaguíbel, José Martí: la de poder contar con una expresión nacional que manifestara nuestro modo de ser, nues­tras costumbres, nuestra historia, pero que, al mismo tiempo, lo hiciera en tal forma que su expresión resultara universal, que contu­viera valores formales capaces de ser apreciados en cualquier lugar. Proyecto teñido, sin duda, de romanticismo, que implicaba el rescate y la presentación de las esencias na­cionales, un retorno a los orígenes, no había tenido realmente respuesta clara en la producción artística del siglo pasado: el intento de algunas pintores (Leandro Izaguirre, José Salomé Pina, Obregón) por representar nues­tra historia no había pasado de un intento fundamentalmente fallido, porque su talento no fue capaz ni podía quizá serlo en aquella circunstancia de encontrar soluciones formales propias y adecuadas.

 

José María Velasco, a fines del siglo, por medio del paisaje había sido el más cercano a la consecución del proyecto propuesto: su obra refleja la realidad física mexicana desde el mar hasta el Altiplano, pasando par la vegetación feraz de la tierra caliente, pero, más importante, expresa una realidad moral de ese paisaje, la que lo hace mexicano, en ocasio­nes acudiendo a mostrar sitios históricamen­te significativos, como las pirámides de Teo­tihuacán, los baños de Nezahualcóyotl, la catedral de Oaxaca o el alcázar de Chapultepec. Pero todo el genio de Velasco no fue bastante para responder cabalmente a la as­piración de la cultura mexicana: arte que exprese las esencias mexicanas en el lenguaje universal. Y tampoco había llegado a serlo la pintura ya francamente nacionalista de Satur­nino Herrán, que se da en la segunda década del siglo XX.

 

Todo eso, en cambio, lo conseguiría plenamente -y estaba muy segura de haberlo lo­grado- la pintura posterior a 1920. Por pri­mera vez (¿por única vez?) nuestro arte alcanzaba un lenguaje a la altura de su tiem­po, realmente universal, y que sin dejar de serlo se aplicaba a manifestar lo que el país era y lo que habla sido (y aun lo que deseaba ser). En realidad, no se podía pedir más.

 

En el colmo de la satisfacción, la crítica fue muy dada a relacionar la pintura mural con la Revolución, a entender esa pintura como un producto directo y exclusivo del hecho político y social que fue la Revolución mexicana. (Orozco, por su parte, diría en 1945 que en 1920 la pintura mexicana se había en­contrado con "la mesa puesta".) También llevada de su entusiasmo, la crítica sería proclive a asignarle a la pintura mexicana una especie de autonomía formal, cuyo anteceden­te había que buscar sólo en el arte popular y en el prehispánico. Cuando, años después del primer éxito de la escuela, se descubrirían los frescos de Bonampak pudo advertirse, con buena voluntad y en medio del mayor entu­siasmo, la continuidad de las formas mayas del siglo VII, que reaparecían, resucitadas y esplendentes, en la pintura de Diego Rivera. (Orozco, otra vez, echaría un jarro de agua fría cuando, a pesar de su reconocimiento ha­cia el grabador José Guadalupe Posada, renegaría de la pintura popular y haría escar­nio de ella, aunque tal vez el sea de todos  el que más se enriqueció con ella.) Otros mitos hicieron su aparición; se habló de los "tres grandes", esa nueva trinidad excluyente que tuvo -quizá por la magia del número tres- una gran aceptación; se habló, sobre todo, del "Renacimiento mexicano": por forzada que fuese la expresión, pronto se hizo corrien­te, pues lo de "renacimiento" resultaba, por una parte, altamente prestigioso y era, además, aceptable por aquello de los murales, tan abundantes aquí como en la Italia de los siglos XV y XVI, y por otra parte, porque alu­día a un renacer o reaparición de las más verdaderas esencias mexicanas.

 

En cambio, muy pocos insistieron en las relaciones que había entre las soluciones for­males de la pintura mexicana y la vanguardia europea. Se olvidaba fácilmente que la famo­sa y después puesta en duda universalidad de la pintura mexicana no era, de ningún mo­do, ajena al echo de que en buena parte ha­bía abrevado de aquella fresca fuente. Como se olvidaba asimismo que la misma revalori­zación de nuestro brillante pasado artístico precolombino y del pasado y presente arte popular no era tampoco ajena a la apertura estética que se había producido en Europa y en el mundo. Esto nos daba a nosotros mis­mos la posibilidad de tener por manifestaciones artísticas lo que antes se había tenido sólo como dato arqueológico o etnográfico. Y, desde luego, se exageraba la presencia de lo prehispánico y lo popular en los pintores de entonces, confundiendo su admiración ha­cia aquel arte y sus elogios verbales con una influencia directa y definitiva.

 

Y, más que todo eso, se olvidaba casi por completo la relación que había entre la nueva pintura y el acariciado proyecto del siglo pa­sado. Ciertamente, el Manifiesto de 1922 apela a la tradición prehispánica y popular, propo­ne un arte monumental y capaz de producir un cambio social, aunque, sin embargo, resulta curiosamente cercano a los postulados del siglo pasado. En realidad, en más de un sentido, el gran arte mural mexicano es la culminación de un proceso muy viejo, que cancela con sus logros el antiguo proyecto romántico. Así, pues, se nos puede presentar más como un fin que como un principio. Y este hecho está quizás en relación con el de­sarrollo posterior de la "escuela mexicana", puesto que comprometía necesariamente su futuro.

 

Orozco.

 

José Clemente Orozco tenía cumplida en 1940 la mayor parte de su obra. Todavía an­tes de su muerte (1949) seguiría produciendo murales y cuadros de primordial importancia. Después de sus difíciles inicios en el muralismo, en San Ildefonso (Preparatoria), la Casa de los Azulejos y Orizaba, tuvo la ex­periencia brillante de sus obras monumenta­les en los Estados Unidos, empezando con el Prometeo del Pomona College, en California (1930) y después con los de la New School for Social Research de Nueva York y con las pinturas del Darmouth College (1930 y 1934).

 

Estos encargos de Orozco en los Estados Unidos, para los que intervinieron críticos y consejeros no mexicanos, son muestra de la aceptación y el interés que nuestra pintura empezó a tener en el exterior por los años treinta. En 1934 pinta en el Palacio de Bellas Artes una de sus obras más importantes: el mural que Justino Fernández bautizó como Catarsis, visión atormentada y dramática del mundo coetáneo, cuya base es la prostitución desenfrenada y que se resuelve en una lucha implacable de todos contra  todos, mientras un fuego terrible parece amenazar con con­sumirlo íntegramente; las violentas diagona­les de la composición del mural se entrecru­zan para subrayar un movimiento incesante y convulso.

 

Entre 1936 y 1939 realizaría sus grandes murales de Guadalajara: el paraninfo de la Universidad, con el drama de un pueblo ham­briento y deshecho por sus jefes (en los mu­ros) y el ensayo de soluciones formales muy novedosas en la cúpula, donde las posibilida­des y solicitaciones del hombre pensante se expresan en la cabeza de cinco rostros. La escalera del palacio de gobierno de Guadala­jara muestra la célebre imagen de Hidalgo como el incendiario, el hombre de acción ca­paz de mover pueblos con su fe desmesura­da, y el enlace entre la interpretación de un hecho histórico y la realidad actual en el "cir­co político" pintado en el muro lateral.

 

También de Guadalajara y precisamente de 1939 es la más ambiciosa de sus obras y la que se considera por lo general como su pieza maestra: la decoración de la capilla del Hospicio Cabañas. En ella lleva al máximo su estilo de pinceladas bastas y brutales, la seguridad de un dibujo maestro, su manera de contrastar claros y oscuros en una oposi­ción como de grabado en madera, el tipo de composiciones dinámicas a base de exaltar los ejes diagonales, el gusto de los escorzos violentos y toda esa terribilitá barroca, profundamente dramática, que supo plasmar con tanta fuerza en sus obras; e incluso la pre­sencia de lo irónico, lo mordaz y lo caricatu­resco que sólo él tuvo el valor  de llevar con tal descaro a la monumentalidad de los mu­ros. Allí, en el Hospicio Cabañas, desarrolla también con más amplitud que en otras par­tes el tipo de temática histórico-filosófica, de reflexión sobre la historia y la realidad del hombre mexicano y del hombre universal a que era afecto.

 

Su visión del mundo prehispánico como un mundo que nos constituye, pero que nos es íntimamente ajeno, que no deja de ser un mundo monstruoso para nuestros ojos; su idea de la Conquista (su idea de la realidad mestiza de la cultura mexicana) como un en­frentamiento de la técnica brutal (el caballo de hierro de la Conquista) contra un mundo desnudo, incapaz de resistirse; la colonia como la religiosidad seca y feroz y la caridad gran­diosa de los misioneros; nuestra cultura como un hacinamiento de residuos (el mundo clásico, el cristianismo, las religiones prehispá­nicas) que no acaba de tomar una forma pre­cisa; y, en fin, su interpretación del hombre como ese desamparado, auténticamente deja­do de la mano de Dios (plasmado en esos grandiosos trazos terribles), cuya única posi­bilidad de salvación y de trascendencia se muestra en una especie de indefinible sacrifi­cio representado por el fuego feroz y violento que aparece en toda la obra orozquiana.

 

En el año 1940 se encargaría a Orozco la decoración de la Biblioteca Gabino Ortiz, de Jiquilpan, que resolvió a base de grandes ta­bleros casi monocromos, donde sobre el muro blanco se. aplican pinceladas de color oscuro, como dibujos monumentales; sólo el muro del fondo y unos tableros a la entrada tienen pleno color. En los dibujos monumentales, escenas de la tragedia del campo en época porfirista y de la lucha revolucionaria; al lado de esa "crónica", el gran arco apuntado del fondo acoge un tema simbólico, especie de alegoría de México, donde lo solemne, lo trá­gico y lo grotesco se dan la mano en extraño contubernio: dos grandes tigres, pintados con una especie de rabia feroz, son las figuras do­minantes.

 

Después pintaría los frescos del recién construido palacio de la Suprema Corte de Justicia, que se construyera en el espacio de la antigua plaza del Volador. La iconoclasia de Orozco, su sentido crítico demoledor y su ironía expresada en formas que lindan con lo caricaturesco encuentran acomodo en largos paneles apaisados, mientras el gran espacio casi cuadrado que está sobre la escalera ad­quiere una monumentalidad y solemnidad mu­cho mayor: ahí, dominados por una inmensa bandera roja, los hombres en lucha incesante entre sí y por sus derechos, parecen ansiar la presencia de una justicia que se hace ojo de hormiga.

 

El mismo año 1940 había realizado Oroz­co para el Museo de Arte Moderno de Nueva York una obra extraordinaria (en los dos sen­tidos de la palabra: por su alta calidad y por lo que tiene de fuera de lo común en su obra y en la de otros). Dive bomber es una serie de seis tableros móviles, capaces de ser combinados en diversas posiciones, donde predo­minan las formas abstractas, formas mecáni­cas que de algún modo recuerdan  aparatos mecánicos, instrumentos de guerra, aviones, cadenas, y donde la figura humana (caso raro éste en la pintura de Orozco) casi no está presente.

 

En cierto sentido más tradicional, pero sin duda una de sus obras cumbres -aunque la crítica, en general, tiende a ignorarla- es la decoración al fresco de la antigua iglesia de Jesús en la Ciudad de México, construcción del siglo XVII anexa al antiguo hospital de la Concepción o de Jesús, el primero de este lado del Atlántico. Para ello, Orozco es­cogió un tema que se prestaba a su tempe­ramento como quizá ninguno otro: el Apoca­lipsis.

 

Frente a un texto tan lleno de sugeren­cias, tan intemporal por las implicaciones que encierra, tan hermético en su simbolis­mo, Orozco se movió a sus anchas. Allí está la Bestia Bermeja, allí los cuatro jinetes, allí el demonio, primero atado y luego liberado..., pero todo con una implicación actual, que vuelve a ponernos frente a los temas caros del pintor: el hombre deshumanizado, vícti­ma de su propia civilización, de su propio hermano, doblado bajo las cadenas del ma­quinismo, atónito en un mundo del que forma parte, pero del que no participa el con­denado, el perdedor por definición; y el otro mundo, el suprahumano, que se muestra sólo como la otra cara del humano. Sin héroes que entronizar (por más que Orozco haya tenido siempre una manera muy personal y atí­pica de hacerlo), sin necesidad de respetar una historia concreta (aunque Orozco lo haya hecho muy a medias), allí se mueve con una libertad formal absoluta y a sus anchas; las formas abstractas geometrizantes por las que Orozco había mostrado ya cierta afición y las tomadas aunque con mucha libertad de la naturaleza, se encuentran representadas allí en tenso maridaje.

 

Pintura para ser vista y no contada, porque nunca se acerca siquiera al simbolis­mo explícito, como señalaría Orozco en uno de sus textos de esa época.

 

El pintor se encontró en 1947 ante la necesidad de ceñirse -siempre con las salveda­des suyas- a un tema cívico cuando le fue encargada la decoración del muro curvo del teatro al aire libre de la nueva Escuela Nor­mal. Resolvió el problema utilizando con mu­cho sentido formas cuasi geométricas, que interfieren con la alegoría que le había sido propuesta. Sitios nuevos, formas nuevas, materiales nuevos.

 

Ninguno otro de los pintores salió mejor librado de su enfrentamiento con el mural al aire libre.

 

Por aquellos años, Orozco se mueve en una clara ambivalencia. En la propia Escuela Normal pinta, simultáneamente, un par de tableros, en donde no se aleja del tipo de soluciones formales que había hecho suyas siete u ocho anos antes. Y todavía sin terminar dicha obra, en 1948 iniciaba en aquella for­ma, aunque siempre renovada por su genio; la gran cabeza de Benito Juárez, para el castillo de Chapultepec, sobre el cadáver tragi­cómico de Maximiliano, que cargan los cul­pables de la Intervención.

 

La misma ambigüedad está presente en su muy numerosa y espléndida obra de ca­ballete de sus últimos diez años de vida. De 1942 y 1943 son una Crucifixión enormemen­te dramática y otros cuadros de tema religio­so, con extrañas y complejas significaciones: Cristo destruyendo su cruz (asunto que ha­bía tratado ya dos veces monumentalmente, aunque con sentido diverso) y un cuadro es­pléndido de San Esteban. Después, como miembro fundador del Colegio Nacional des­de 1943, expuso anualmente en la sede de la institución, sustituyendo así la obligación legal de dictar una serie de conferencias, pues, según él había expresado: "Lo que tengo que decir, lo digo pintando". Espléndido dibujante y grabador de primer orden, combina esas técnicas. con el óleo en obras a veces muy distintamente fundamentadas. Retratos (entre los que destacan uno de sí mismo –1946- y otro del arzobispo de México, Luis María Martínez –1944-), obras de crítica, escarnio de valores consagrados, expresiones del dra­ma humano (Indio alanceado), reflexiones so­bre el aquí y el allá (Muerte y resurrección, Paisaje metafísico). De todo ese conjunto so­bresale la serie de Los teules (1947), reflexión profunda del hecho central de la Conquista -central por sí mismo, central porque toda lucubración sobre la realidad del mexicano parte de ahí, y central hacía ya tiempo en la obra de Orozco- y en donde se maneja con un desparpajo formal inaudito, ya aceptando su propia "escuela", ya haciendo incursiones por soluciones formales completamente no­vedosas.

 

Orozco dejaría dos obras inconclusas: la decoración del nuevo edificio del Conservatorio Nacional y apenas los primeros trazos de una obra que se le había encomendado para el edificio multifamiliar Alemán. Su tra­bajo no había dado señales de fatiga (con ex­cepción quizá de la decoración de la Cámara de Diputados de Guadalajara, donde el "ci­vilismo" del tema -la legislación revolucionaria mexicana- se impuso a su talento, que sólo pudo brillar en detalles aislados) cuando murió, en 1949.

 

Diego Rivera.

 

Como Orozco, pero en mayor grado, Die­go Rivera había realizado lo mejor y más im­portante de su obra antes de 1940. Las per­sonalidades y la obra de ambos son muy diferentes, aun contradictorias en más de un sentido. Cuando en 1922 los dos se lanzan, animadas por Vasconcelos, a la gran aventu­ra mural, sus antecedentes distan mucho de ser los mismos. Orozco se había formado, por así decirlo, a salto de mata: vocación tar­día en definirse, cortos estudios (aunque, eso sí, de la mayor seriedad) en la Academia de San Carlos, entusiasmo por el animoso canto de sirena del doctor Atl, trabajo como ca­ricaturista..., apenas en 1917 había hecho un viaje a San Francisco y Nueva York. Diego Rivera fue el caso contrario: vocación pre­coz, formación muy cuidada y gradual (des­pués de aprovechar lo que podía ofrecerle San Carlos, beca en España; luego, en París, el contacto con la vanguardia, relación con las grandes figuras artísticas e intelectuales del momento). Traía, de regreso al país, un ba­gaje de conocimientos mucho más ordenado y las ideas bastante más claras -lo que no quiere decir necesariamente mejores-; está en el punto de inflexión preciso, en el cual pue­de poner a un lado todo lo aprendido, hasta el cubismo, para, sobre ello, "inventar su forma personal de hacer arte, recurriendo siempre, en la medida que lo sienta necesa­rio, a aquel equipaje de maravillas. "Orozco es el barroco y Diego Rivera el clásico", ha dicho Justino Fernández, y la apreciación es acertada, siempre que aceptemos que el ca­rácter dionisíaco del primero y el apolineo del segundo no se dan en estado “puro”.

 

El temperamento más metódico, aunque de ninguna manera falto de imaginación, de Diego Rivera y su propia actitud ante el mun­do político y ante la realidad histórica y pre­sente de México, le permitieron trabajar mucho más cerca de los postulados del Manifiesto de 1922. Si para Orozco aquellas ideas fueron un soberbio pretexto (óptimo, si se quiere, y venido en el momento justo, pero quizá no mucho más que eso), en Rivera fueron realmente la base teórica de su quehacer. Ya en esa obra magnifica que es la decoración de la Secretaría de Educación (1923 - 1928) pudo dar amplitud a la teoría: sus frescos ahí son una especie de crónica intencionada que pretende -y lo consigue- dar cuenta de la realidad humana del país, al mismo tiempo que aleccionadora del debe ser y señaladora de los "errores históricos". La vida entera de México está ahí soberbiamente plasmada, en un presente que se estira hacia atrás, en el tiempo, lo suficiente para conseguir  la coherencia didáctica necesaria: la realidad física, del mar al altiplano, en la escalera; en los paneles de la planta baja, el campo, el trabajo de la tierra, las minas, los ingenios de azú­car, la metalurgia, pero también  la injusticia de una situación en vías de cambiar y la es­peranza sincera en el cambio que se avecina­ba ("belleza que sugiera la lucha e impulse a ella"); más adelante, las fiestas, el ritual de las ceremonias campesinas, las fiestas mixtas de los alrededores de la Ciudad de México (Santa Anita), que le da ocasión para hacer retratos intencionados de personas connota­das del momento. En el tercer piso, dos co­rridos de la Revolución, socialistas e idealis­tas, resultan más incendiarios con la ilustración que de ellos hace el pintor, en crítica a veces despiadada de situaciones y personas. En esos años tempranos del muralismo ya Rivera había madurado su propio estilo y lo manejaba con incuestionable maestría; Su pre­ciso dibujo geometrizante y al mismo tiempo mórbido; su rica coloración, a base de peque­ñas pinceladas; ese manejo de las superficies de cuadros o tableros que se mueven en pla­nos muy cercanos entre sí, prácticamente respetando su bidimensionalidad; la cualidad rít­mica de sus obras, lograda por una cuidadosa geometría que los sustenta, basada en ejes ortogonales, que le permite alcanzar una di­mensión casi musical (en Trapiche, por ejemplo), y el contenido dramatismo, solemne y grandioso, de, verbigracia, La muerte del peón. Sus cualidades de retratista fino y agudo, y la ternura de sus personajes niños, y el juego de blancos de las muchedumbres campesi­nas.

 

Rivera había interrumpido su largo traba­jo de la Secretaría de Educación para atender a otro ambicioso proyecto entre 1926 y 1927: la decoración de la ex capilla de la hacienda de Chapingo, nueva sede de la Escuela de Agricultura. El resultado fue otra obra maestra, quizá la que más merecida fama dio al pintor. Realizadas en el mismo momento de temprana madurez, las obras de la Secretaría de Educación y de Chapingo son, de hecho, muy diferentes. En la primera domina un de­sarrollo lineal, que va discurriendo pausada­mente, entregando esa crónica de lo concreto -sólo muy sutilmente elevado a un plano sim­bólico- que precisa ser leído según el mismo ritmo que el artista ha impuesto. En la se­gunda se trata de una idea unitaria, destina­da a ser aprehendida de una sola vez, donde los detalles enriquecen la visión de conjunto, pero cuya lectura no se exige para la impre­sión del todo; es claro que en tales condicio­nes -propiciadas, es obvio, por las caracte­rísticas arquitectónicas, pero íntegramente aprovechadas por el pintor- se imponían temas más ampliamente simbólicos.

 

Rivera realizó, así, una gran alegoría de la vida natural en paralelo con la vida humana que en ella se desenvuelve, en constante comercio, en una especie de cumplimiento de una armonía universal; lo referido a realida­des concretas ocupa espacio menor, y aun en ese caso se remite al simbolismo general. El desnudo, tan abundante en Chapingo, da ya ese tono de universalidad, de esencialidad que ha buscado y conseguido Rivera. Un gran desnudo, de formas eminentemente clásicas, pero no por ello menos modernas, representa la tierra dormida, virgen; la misma tierra, ahora madre, ocupa, con otros símbolos que se refieren a las modernas actividades de ex­plotación, el testero de la capilla; magníficos desnudos masculinos de cuerpos indios y mestizos llenan la bóveda dividida en lunetos (y son una especie de respuesta moderna y local a los desnudos de la Capilla Sixtina), mien­tras sobre el único lado de la capilla que tie­ne ventanas, a contraluz, se encuentran her­mosos desnudos femeninos cuyas formas se entremezclan con formas vegetales. Al otro lado, los temas se concretan más específicamente en la realidad mexicana del momento: entre ellos sobresale por su símbolo sencillo y eficaz, por la calidad del color -usado tam­bién simbólicamente- y por la plenitud de las formas sintéticas, el que representa a Zapata y a Montaño amortajados en sarapes e inhu­mados en una tierra que fructifica por ellos y cuyas milpas se alimentan de sus propios cuerpos.

 

Rivera seguiría dando todavía muestras de su genio en otras obras. De 1930 es la de­coración, rica en imaginación y de altísima calidad, que llevó a cabo en la galería abierta del palacio de Cortés -quizá la mejor obra civil del siglo XVI que conserva México- en Cuernavaca; allí entra por primera vez en el tema propiamente histórico, al representar el mundo de la Conquista y la Colonia; se ha­cen presentes sus cualidades de meticuloso investigador para lograr la verosimilitud de la obra y, sobre todo, se advierte su inter­pretación histórica maniquea y didáctica, en la que insistiría después sobradamente. No cabe duda que ese tipo de interpretación era la que requería un arte como el que había propuesto el Manifiesto y que Rivera se em­peñaba en plasmar: arte público, para todos, de fácil lectura y con un sentido didáctico. Los conquistadores son malos: tienen caras torvas; los indios son buenos: tienen caras an­gelicales en su sufrimiento. Y haciendo con­trapunto la magnífica figura de Zapata, que en su sintetismo parece inspirada en grabados de Posada.

 

En 1926 había iniciado Rivera el gran fresco de la escalera del Palacio Nacional, obra que no pudo concluir hasta 1935. Con ella se cierra realmente el ciclo de sus obras mayo­res. Allí, en un abigarramiento monstruoso, desfila la historia entera del país, dominada por el símbolo nacional (águila y serpiente), inspirado en formas prehispánicas. En la par­te baja, la lucha de la Conquista con abiga­rradas formas que, sin embargo, en su esta­tismo y en su definición lineal, no dejan de recordar a Uccello. En la parte superior, has­ta culminar con los tres medios puntos de la bóveda, un horizonte de rostros y personas, calificados de buenos o malos según el pintor y su actuación histórica. En los paños la­terales, una visión del mundo prehispánico y otra "del mundo de hoy y del mañana", que promete el futuro pensado por Marx, y que no dejó, como era de esperar, de suscitar pro­testas y polémicas.

 

A partir de ese momento la obra de Ri­vera parece declinar algo. No volvió a produ­cir frescos de tanto aliento y de tanta valentía desde el punto de vista formal. Un didactismo cada vez más fácil se fue impo­niendo, junto con un pintoresquismo arqueo­lógico y etnográfico, que restó fuerza a su an­terior voluntad creadora. Al mismo tiempo, Rivera hizo no pocas veces academia de sí mismo y repitió sus gallardas formas, aun­que, claro está, sin el entusiasmo de sus de­más obras. En el color exacerbó también la viveza, perdió aquellas entonaciones claras. Todo lo cual no impide que siempre, prácticamente en cualquier obra suya, se haga pre­sente en algún detalle la mano del maestro y brillen, aunque sea por poco, sus mejores cua­lidades. De 1943 es el mural para el Instituto de Cardiología, con el tema de la historia de la medicina, que se convierte en una galería de retratos sin el vigor de los de palacio; des­pués repetiría el mismo tipo de obra detallista y un tanto fría en el Hospital de la Raza, esta vez inclinado a la cuidadosa arqueología (1954). No merecen juicio mucho mejor sus obras murales en el exterior del Teatro Insurgentes (1953) ni el transportable con el tema Pesadilla de guerra, sueño de paz (1954). En cambio, sin alcanzar a sus obras anterio­res, resulta mucho más vivo el tablero Sueño de una tarde dominical en la Alameda, que pintó entre 1947 y 1948 para el Hotel del Prado, porque rescató algo de aquella imagina­ción alerta y pudo comunicar una amorosa ternura a sus personajes.

 

Dos de sus ensayos últimos adquieren una significación particular y hablan de lo que pudo haber sido una renovación formal de Diego Rivera: los mosaicos en relieve, reali­zados con piedras naturales, que hizo en 1951 y 1952 para la "caja de agua" del acueducto del Lerma y para el estadio de la Ciudad Uni­versitaria. De cualquier manera, Rivera ter­minó siendo sólo la sombra de lo que había sido en sus mejores años, y esto es válido tanto para sus obras murales como para sus cuadros de caballete: sus amanerados retratos de los últimos años y sus paisajes moscovitas de entonces están muy lejos de la magnífica obra de caballete de los años vein­te y treinta, como la Molendera, de 1924, la Bailarina en reposo, de 1939, o incluso el retrato de Lupe Marín (1938).

 

Siqueiros.

 

David Alfaro Siqueiros, el tercero de los llamados "tres grandes" del muralismo mexicano, desarrolló su obra en tiempos que no coinciden con los de sus anteriores compa­ñeros. Orozco y Rivera, como se ha dicho, habían realizado la mayor parte de sus más importantes obras antes de 1940; Siqueiros, aunque participó en el movimiento artístico desde sus antecedentes, como la huelga de la Academia en 1911, y estuvo presente en 1922 como  redactor principal del Manifiesto del Sindicato de Pintores y Escultores (“Siquei­ros redactó, y nosotros aprobamos y firma­mos...”, diría Orozco después) y como autor de unos frescos inconclusos en la escalera de ­la Escuela Preparatoria de San Ildefonso, en 1940 tenía una muy parca producción mural. Pero sí contaba ya en su haber con una im­portante obra de caballete, gran parte de ella del año 1930, cuando estuvo judicialmente arraigado en Taxco: de entonces son su Madre obrera y su Madre proletaria, magníficas en su monumentalidad y su sintetismo for­mal, capaz de llegar a un fuerte sentido dramático; en 1939 una exposición en la Ciudad de México reunía otros cuadros de primer orden, como El sollozo, Maria Asúnsolo niña y un célebre autorretrato.

 

Pero en el terreno mural sólo había tra­bajado una serie de ensayos frustrados y des­truidos (por su deficiente técnica) en San Francisco, y el conjunto de Proceso del fas­cismo para el nuevo edificio del Sindicato de Electricistas (1939), donde inicia prácticamen­te su preocupación por formas que nieguen la rigidez del muro que las sustenta, ya sea a base de perspectivas engañosas, ya modi­ficando físicamente ese espacio. Mejor cam­po para tal tipo de ensayos encontró, en 1941, en Chillán (Chile), donde con el tema de Muer­te al invasor realizó un gran mural por en­cargo del gobierno mexicano; allí se advierte ya ese barroquismo formal del que daría buenas muestras, las complejas alegorías y la fuerza de formas plenas y rotundas. En 1946 inició un interesantísimo ensayo en la esca­lera de la antigua aduana de Santo Domingo, edificio del siglo XVIII, en la Ciudad de México, que, sin embargo, nunca vio su fin, como tampoco lo vio el que iniciara en San Miguel de Allende en 1949.

 

Cuatro años antes había pintado, con el tema Nueva democracia, una decoración poco feliz en el Palacio de Bellas Artes, donde al menos se salvan los tableros de Víctimas del fascismo. Después, en 1951, completaría su trabajo en ese lugar con la obra Cuauhtémoc redivivo, algo obvio en su sentido y en su realización, pero no exento de fuerza. Dos trabajos emparentados por el tipo de solucio­nes empleadas, aunque mucho más desarro­llado el segundo, son los dos murales del Ins­tituto Politécnico Nacional y del Hospital de la Raza, realizados entre 1952 y 1953. En la Ciudad Universitaria pinta en el edificio de la rectoría, al exterior, dos pobres murales en relieve recubierto de mosaico de vidrio, y un tercero, inconcluso, sin recubrimiento y hoy prácticamente desaparecido.

 

En el alcázar de Chapultepec pinta un mu­ral sobre el porfirismo y la Revolución, im­propio para una sala de museo, pero gran­dioso en sí mismo, donde una estudiada perspectiva consigue envolver al espectador en un ambiente extraño e irracional, sin que por ello desmerezca el sintetismo de formas potentes. Esa especie de borrachera formal le hace pintar su última gran obra, la cual le llevó muchos años de preparación: el Poliforum Siqueiros del Hotel de México, que combina, en un espacio absurdamente complicado y construido ex profeso, pintura exterior y pin­tura interior, aplicación de otros materiales, perspectivas desquiciantes. El resultado es una especie de síntesis megalómana de las teorías del pintor por lo que se refiere a la representación espacial, en lo que él conside­raba la "tercera etapa" del muralismo mexicano (sólo representada por él mismo); como tal muralismo era la única forma de "verdad" artística, en términos absolutos, puede enten­derse, con toda lógica, que su Poliforum re­presentaba el último y superior momento del arte.

 

Si no es así, la obra tampoco resulta tan fallida como se la ha querido calificar: repre­senta un momento determinado (y ciertamen­te un poco desquiciado) del arte muralista mexicano, sobrevivido a sí mismo y quizá mantenido a flote sólo en este caso por la fe y los recursos del propio David Alfaro Si­queiros.

 

Ortodoxos y heterodoxos de la escuela.

 

Si la atención se concentro pronto sobre Orozco, Rivera y Siqueiros por la fuerza de sus personalidades, por la calidad intrínseca de sus obras y aun porque, más que las de otros, reunían condiciones para ser acepta­das, es necesario no olvidar que no sólo el muralismo, sino toda la escuela nacionalista tuvo, en el momento de sus inicios, un gran número de seguidores y no pocos con buen acopio de cualidades. Unos abandonaran pronto la empresa mural, como Roberto Mon­tenegro, después de sus pinturas en la ex igle­sia de San Pedro y San Pablo; otros no lle­garon a mantener la calidad de las obras que les dieron renombre, como es el caso de Francisco Goitia, cuyo cuadro Tata Jesucristo (1927) bastó, en su intenso dramatismo, en su misterio, en su simplicidad monumental, para dar a su autor la fama merecida que por él logró y que no pudo refrendar en otras obras, buenas quizá pero nunca próximas si­quiera a aquélla.

 

Amado de la Cueva y Fernando Leal, aun­que participaron en las primeras empresas, fueron desde un principio artistas con pocos recursos para desarrollar un estilo propio. Mucho más personal, más independiente, se­ría Manuel Rodríguez Lozano, rebelde aun por su ideología al grupo de los consagrados "Tres". Rodríguez Lozano realizó algunos murales en la Penitenciaría y en el antiguo palacio de los condes de Miravalle donde con formas muy simplificadas, con figuras alargadas en extremo, consigue un callado y concentrado dramatismo. Más ricos quizás en sus resonancias interiores son sus cuadros de caballete, evocadores de un indefinible mundo doloroso, donde las despedidas, los duelos, los adioses, las esperas, crean una at­mósfera enigmática y cálida a un tiempo.

 

Todavía hay otro grupo de pintores, mas jóvenes, que sólo tangencialmente participan de las características que -aunque difusa­mente- pueden considerarse de la "escuela mexicana". Entre ellos hay que contar a Julio Castellanos (1905 - 1947), cuyo indefinido e indefinible sentido poético, ternura e imagi­nación fresca y ágil, proclive a lo fantástico, le dan un lugar ciertamente particular y des­tacado.

 

Esa misma vena fantástica reaparece en Agustín Lazo, de alguna manera en Alfonso Michel (aunque aquí sometida a una sabia estructura compositiva y colorística), en la simplicidad casi infantil de Antonio Ruiz, en la límpida inmediatez de María Izquierdo, en las búsquedas de Carlos Orozco Romero y, sobre todo -con un sentido simbólico muy explícito-, en Frida Kahlo. Esposa de Diego Rivera, semibaldada desde la adolescencia, Frida es pintora autodidacta y espontánea; expresa sus dolores, sus angustias, sus ensueños y sus alegrías a través de esa pintura  directa y fresca, unas veces estremecedora en su fealdad, otras, de un encanto indudable; surrealismo sin Breton y sin manifiestos de ninguna clase, la obra de Frida Kahlo es uno de los balbuceos más directos y más profundos en el mundo que está al otro lado de la conciencia.

 

Juan O'Gorman, arquitecto de formación, destaca su personalidad entre los epígonos más o menos opacos que atraerá la estela de los grandes muralistas. Cuando entra en contacto con ellos, O'Gorman tiene ya camino andado en un  arte refinado  y prolijo, de pai­sajes amorosamente trabajados, de retratos donde lo fantástico se cuela por la puerta fal­sa; ya en el muralismo realiza una obra llena de encanto, emoción e imaginación en el vie­jo aeropuerto de la Ciudad de México (1937), y otra, sabrosa como un retablo, en la Bi­blioteca Gertrudis Bocanegra, de Pátzcuaro (1942); a pesar de que otros trabajos murales desmerecen de las  posibilidades de su autor, mantiene su calidad en paisajes y retratos (entre ellos el magnífico y fantástico autorretrato de 1950), y después sorprende con la discutida pero personalísima y muy intere­sante decoración del edificio de la biblioteca de la Ciudad Universitaria, a base de inmen­sos mosaicos realizados en piedras de colo­res naturales: conjunto abigarrado, cúmulo de ideas procedentes de fuentes diversas, re­suelto con imaginación y no ajeno a un sen­tido amablemente irónico.

 

Triunfo y caída. Los epígonos.

 

 

Hacia 1940 la pintura mural, la pintura de “escuela mexicana”, esta en su cenit. Pero justamente entonces empiezan a advertirse signos de descomposición, que se harán pa­tentes más tarde. Orozco y Rivera han cum­plido ya buena parte de su mejor obra, y es­tos dos y Siqueiros han sido invitados a realizar obras murales fuera del país, lo que es de alguna manera sintomático. Dentro, casi la totalidad de los encargos monumentales ha corrido por cuenta del gobierno, lo que no deja de tener su significación.

 

Cuando el ministro de Educación, José Vasconcelos, llamó a los pintores a decorar los muros públicos, su intención fue la de darles la oportunidad, tanto tiempo acaricia­da, de realizar un gran arte nacional; y el éxi­to con que lo lograron está a la vista. Cuan­do Lombardo Toledano, como director de la Escuela Preparatoria, los apoya irrestrictamente, lo hace porque cree en el valor de su arte y en su eficacia revolucionaria. Cuando, en cambio, veinte o treinta años después los gobiernos, inclinados a la derecha, siguen ha­ciendo encargos a los pintores, la situación es diferente: ahora se hace porque se consi­dera prestigioso que esos artistas decoren los edificios públicos (lo que implica la acepta­ción tan grande que su obra había tenido) y porque en esa pintura cívica, tan heterodoxa como en ocasiones llegó a ser, se veía, en última instancia, un medio de propaganda, un lazo más en el fortalecimiento de la naciona­lidad.

 

Las obras de caballete de los grandes ar­tistas, si no han ido a parar a museos o co­lecciones extranjeros, han sido compradas. por la nueva burguesía mexicana, formada al ca­lor de los regímenes revolucionarios, por gen­te del mundo oficial o que con él está en con­tinua relación y trato. No fue pequeño mérito de los artistas abrir ese mercado interno, an­tes infinitamente pobre y desconfiado de todo lo que no viniera de Europa; aquella nueva burguesía se sintió orgullosa del arte mexi­cano por primera vez desde hacia más de cien años y disfrutó de una pintura que por sus cualidades resultaba, en general, de compren­sión fácil y substanciosa.

 

El muralismo había sido aceptado fuera de México y aun ejerció una  influencia  im­portante en el arte de América del Sur.

 

La crítica, que en un primer momento ha­bía reaccionado con reticencia, se entregaba ya sin reserva a cantar las justas alabanzas. Los ataques de una postura artísticamente conservadora, que señalaba con malicia a los pintores como "pintamonas", se había ya aca­llado hacia 1940. La acusación de estar pa­gada por intereses extranjeros (debida al indigenismo de algunos pintores, especialmente de Rivera) tampoco tenía ya peso. Incluso se había formado toda una crítica específica que en cierto sentido descubriría a ojos de los mexicanos la maravilla de ese arte nuevo, y en la que sobresalieron Justino Fernández y Luis Cardosa y Aragón.

 

Todo, en fin, contribuía al éxito de la pin­tura mexicana. Y este gran éxito, en cierta manera, comprometía su futuro. En efecto, si las personalidades mayores estaban a salvo (pues la "decadencia" de Diego Rivera depen­de quizá de otros factores), no sucedía lo mismo con quienes venían después. Quedaron congelados y más o menos olvidados los pin­tores que no se apegaban a la escuela, e incluso corrieron similar suerte importantes pintores extranjeros que por entonces se encontraban en México. Y se fue formando una generación de epígonos, de pintores menores que no tenían la más mínima intención de arruinar un mercado que se les ponía en las manos ni la seguridad en su talento para iniciar nuevos rumbos. Si la Revolución, las alegorías elementales, la arqueología, el folklore, la miseria de los menesterosos habían sido los temas de éxito, no había por qué buscar otros temas. Si un realismo simplificado en formas más o menos sintéticas había sido tan alabado, no había por qué intentar otras formas.

 

Así, la pintura mexicana entre 1940 y 1950 -y aun después-, en lugar de renovarse temática y formalmente, se aferró a las recetas probadas, que por cierto siguieron mos­trándose exitosas.

 

Surgió así gran cantidad de artistas, a quienes en estricto sentido se podría llamar epígonos, que convirtieron la escuela me­xicana en una nueva academia, con principios establecidos y básicamente inalterables ("no hay más ruta que la nuestra", diría Siqueiros). Lo triste es que en algunos de esos pin­tores de segunda fila podía, en sus primeras obras, advertirse talento y capacidad, pero prefirieron apoltronarse y aceptar las circuns­tancias, conformándose con poder imprimir a sus obras algún rasgo distintivo para ser reconocidos pronto y bien. Personalmente al­gunos consiguieron el éxito deseado y forma­ron "frentes" de defensa del arte nacional; no pocas veces demostraron su amor por los hu­mildes, se proclamaron antiimperialistas y lo­graron para plasmar su arte los muros de los edificios públicos y una buena clientela de particulares. Las cualidades de unos y otros no son las mismas, pero en el curso de esta breve reseña del arte mexicano contemporá­neo quizá no tenga cabida ocuparse de ellas.

 

Reconociendo lo abusivo que pueda resul­tar no distinguir las diversas personalidades, nos conformamos con anotar que todos cum­plen el mismo papel en la historia del arte mexicano: han sido, muy a su pesar, los que acogotaron la pintura mural. Entre ellos pueden citarse a Jesús Guerrero Galván, no exen­to de una ternura y un hálito de misterio; Raúl Anguiano, Jorge González Camarena (premio nacional de artes), Alfredo Zalce, Pa­blo O’Higgins, José Chávez Morado (tam­bién premio nacional), Fernando Castro Pa­checo, Guillermo Meza, Fanny Rabel y otros.

 

La insurgencia.

 

Durante la década de los años cincuenta la situación del arte en México ofrecía un pa­norama poco alentador. Orozco había muer­to; Diego Rivera vivía aún pero repitiéndose incansablemente, cada vez con mayor vacui­dad, y vivía y hablaba Siqueiros, tonante con­tra cualquier interferencia en la "escuela me­xicana",  que él estaba dispuesto a conservar en estado puro. Los epígonos habían conseguido una posición bonancible y defendían pro domo sua el patronazgo oficial.

 

Los ministros hacían retratar a sus señoras en traje de tehuanas y compraban cua­dros donde indefectiblemente aparecieran za­patistas ensombrerados, soldaderas con cananas cruzadas sobre el pecho, trajes regionales. Para las instancias oficiales no había más arte que aquél, y en México muy poco se mueve sin el apoyo de esas instan­cias.

 

Los jóvenes que en esos años se inicia­ban en la pintura y que estaban animados de un impulso creador genuino advertían una at­mósfera cada vez más irrespirable. Se sentían aislados, separados del mundo, ignorantes realmente de lo que pasaba en el ambiente artístico de otros países. "Como México no hay dos", se decía para señalar la satisfac­ción del país y su cultura. José Luis Cuevas hablaría después de la existencia de una "cor­tina de nopal" que separaba a México del mundo civilizado. En su búsqueda desespe­rada encontraron algunos puntos de apoyo.

 

Calladamente, con no mucho éxito, pero con un modesto reconocimiento, trabajaba en México el pintor Carlos Mérida, que nunca había aceptado los dictados de la "escuela". El había preferido una expresión lírica abs­tracta y después se había inclinado hacia un esquematismo geometrizante, de gran limpi­dez y perfección, que recrea esquemas eter­nos. Y hacia Mérida se volvieron los jóvenes de aquellos años, como se volvieron hacia la obra de Paalen, el surrealista que pasó aquí los últimos años de su vida, y a un pintor más joven, pero ya entonces maduro, dueño de una maestría para plasmar la serenidad de lo definitivo en formas abstractas, de planos que se sobreponen: Günther Gerzso.

 

Tamayo.

 

Más que ellos atraía la atención y se con­vertiría en el gran hombre a seguir en la in­surgencia contra la "escuela" el pintor Rufi­no Tamayo, que por esos años volvía al país, aureolado de un gran reconocimiento inter­nacional. Tamayo, más joven que los inicia­dores del muralismo, se formó primero junto a ellos y había dado muestras de calidades superiores en un mural de 1930 (El pueblo contra los tiranos) en el antiguo palacio de la Moneda; ya más lejano a los paradigmas, más libre en sus soluciones formales, con un vago gusto geometrizante y a la vez una morbidez atractiva es su fresco La música, de 1933, en el palacio del mayorazgo de Guerrero, entonces Conservatorio Nacional.

 

Inconforme con la pintura que se iba im­poniendo en México, que al decir del pintor sólo era mexicana superficialmente y caía, por tanto, en el pintoresquismo, Tamayo aban­dona el país en la década de los años treinta y se instala en Nueva York a probar fortuna. Su preocupación es, podría decirse, investi­gar sobre las esencias de la pintura, elimi­nando todo lo que pueda haber de retórico o literario en ella. En algunos de sus cuadros de entonces, como Niña bonita (1937), se ins­pira en la simplicidad de una fotografía po­pular, de las llamadas "de cubeta", y a fuerza de exprimir lo superfino alcanza formas de­finitivas, fuertemente estructuradas; su paleta era entonces bastante dura, moviéndose en tonos cálidos y secos, pero de una precisión sorprendente.

 

Al iniciarse la década de los años cuaren­ta, Tamayo es ya dueño de un estilo produc­to de su personal investigación, aunque no ajeno a las experiencias de la vanguardia francesa. Lo que destaca en él es ese amor decidido por la forma, esa capacidad maestra de definir en el cuadro ciertas formas con un sentido de absoluto. De entonces es la serie de "perros" (uno de ellos en el Museo de Arte Moderno de Nueva York), en donde a la re­dondez formal se agrega un toque de ironía, de amabilidad, también muy característico del artista. Para finales de los años cuarenta se puede decir que Tamayo es un maestro consumado, al mismo tiempo que su obra re­cibe una aceptación sin límite en el mercado internacional: de entonces son Músicos can­tores, Mujer en la noche, El grito, y sobre todo esa obra maestra incomparable que es Músicas dormidas (en el Museo de Arte Mo­derno de México, precisamente del año 1950).

 

Después de su vuelta, entre 1952 y 1953, Tamayo realizaría dos grandes murales sobre bastidor en el Palacio de Bellas Artes: Naci­miento de la nacionalidad y México de hoy, dignos del lugar que ocupan y de ese espléndido momento del artista. Su maestría en el uso del color -quizá su cualidad más alaba­da- ha llegado ya ahí al máximo en el ma­nejo de lilas, amarillos, rosas, azules, atem­perados siempre por los sienas y grises. Es pasmosa la facilidad con que se mueve en el espacio del cuadro, y así sus formas geome­trizantes, pero siempre amables, se muestran esplendentes.

 

De entonces acá la pintura de Tamayo ha variado, pero siempre conservando las cuali­dades intrínsecas que la han hecho famosa, incluso cuando se hizo más geométrica o cuando llegó a ser completamente abstracta. Su obra de caballete sigue siendo un venero inagotable; en cambio, en las obras monu­mentales no parece haber ido más lejos de lo ya logrado en el Palacio de Bellas Artes, in­cluso en el magnifico mural del Museo Na­cional de Antropología, que, siendo quizás uno de los mejores de ese tipo, no aporta verdaderas novedades.

 

Los caudillos.

 

Mérida y Tamayo tuvieron principalmen­te para los jóvenes de los años cincuenta un valor de ejemplaridad. Sin embargo, aun con ser seguidos -sobre todo el segundo- y co­piados por pintores poco diestros e imagina­tivos, su obra, moderna y pálida en ese mo­mento como continúa siéndolo ahora, no ofrecía salidas muy viables a la pintura joven de entonces. Otras eran las inquietudes que se agitaban en el exterior y en México. Lo que no quita el gran valor que tuvieron como pilares y puntos de referencia, pues demostraron, el uno con el éxito rotundo y espec­tacular y el otro con su quehacer callado y sostenido, que en México no todo tenía que ser “escuela mexicana”, por más que ésta si­guiera siendo casi la única forma de arte acep­tada por las instancias oficiales.

 

Función parecida cumplieron tres pintores más cercanos en edad a los noveles, los cuales ya para la década de los cincuenta tenían una importante obra realizada. Tres pin­tores muy diferentes entre sí, pero que individualmente se habían podido sacudir el peso de la "escuela": Pedro Coronel, Juan Soriano y Günther Gerzso.

 

El caso de Pedro Coronel es el de un ar­tista formado junto a los muralistas, admira­dor de ellos, pero al mismo tiempo conscien­te de la imposibilidad de seguir la rutina de su escuela y de que había otros mundos ar­tísticos de los que no podía desentenderse. Así se lanza, en solitario, a la búsqueda de lo que podía y debía haber sido la consecuen­cia lógica de la pintura mexicana si no se hu­biera estereotipado y no hubiese renunciado a toda renovación formal. Abandona las so­luciones fáciles y demagógicas y encuentra un mundo rico, de formas sólidas, que inclu­yen el antecedente prehispánico y la experien­cia mural. Su obra ha emprendido después diversos rumbos, pero reteniendo siempre esos valores que considera propios y mexi­canos. Mientras Tamayo propone una escuela mexicana que se desentienda de los logros del muralismo, Coronel propone otra que recoja esa rica tradición: rara avis, su extraor­dinaria aventura ha permanecido solitaria.

 

Juan Soriano, rebelde desde los años de una juventud brillante y proclamado en los años cincuenta por Rivera mismo como el “joven pintor más talentoso”, con gran es­cándalo de los epígonos, recoge una vena par­ticular de la tradición mexicana, rica y llena de posibilidades, pera echada a un lado por el  éxito del muralismo: la vena de la pintura fantástica de Orozco Romero (su maestro), Agustín Lazo, Castellanos. A partir de ese punto de apoyo desarrolla un estilo ágil, de gran libertad e indudable riqueza colorística, donde la línea se maneja como un arabesco que discurre con seguridad sorprendente.

 

Gerzso, por su parte, se aleja de todo lo que México podía ofrecerle y va depurando un estilo en cierto sentido constructivista, del que consigue eliminar todo elemento super­fino para quedarse sólo con un refinado juego de planos capaces, sin embargo, de hacer aflorar las vibraciones de una sensibilidad a flor de piel.

 

Instauración de la nueva pintura.

 

Es difícil ahora, y más en una circunstan­cia que ha cambiado, hacerse cargo de lo her­mética  que era la situación de las artes plás­ticas mexicanas en los años cincuenta. Cierto que a Tamayo se le invitaba a pintar -con gran escándalo- en el palacio de Bellas Artes, pero la tónica era que todo pintor que no siguiera la "escuela" se le considerara, en principio, traidor a la patria. Esto endureció, por así decirlo, a los jóvenes que buscaban otras salidas.

 

Se entabló una lucha que para ellos sig­nificaba la supervivencia.

 

Para tener una idea de lo que aquello fue, baste recordar que todavía muchos años des­pués (en 1970) un grupo de artistas pidió pú­blicamente que se "prohibiera atacar a la es­cuela mexicana", por lo que significaba de orgullo para el país. Esa lucha, que se llamó el "asalto al palacio de mármol de Bellas Ar­tes", trajo diversas consecuencias. Los jóvenes se unieron “por” la batalla, mucho más que por afinidades en sus particulares preo­cupaciones poéticas (salvo la muy generaliza­da de estar contra la "escuela"). Al mismo tiempo, la situación hizo que repudiaran in toto los valores del muralismo. Con la excep­ción ya señalada de Pedro Coronel los jóvenes se sintieron totalmente faltos de una tra­dición, como surgidos de la nada en un medio hostil. La poca información que entonces (y justamente por el predominio de la “escuela”) había en México respecto a lo que en materia de arte pasaba en el exterior produjo también una serie de encuentros fortuitos, de coincidencias azarosas entre las preocupacio­nes personales de esos jóvenes y las manifes­taciones de su talento, y aquello que buenamente podían pescar en el confuso mar del arte internacional y que llegaba en aislados reflejos.

 

Todo lo anterior provocó en México, en esa generación de pintores muchos de ellos muy dotados que en los años cincuenta te­nían unos veinte años y ahora alrededor de los cuarenta, una situación curiosa. No se es­tructuró el panorama artístico en tendencias, grupos, afinidades poéticas, ni aparecieron rumbos definidos sobre los cuales algunos grupos de artistas pudieran trabajar. Se pro­dujo una polarización, porque lo único que los unía era su defensa frente a la "escuela".

 

No parecía haber lugar para que se for­maran grupos hermanados por el interés en determinadas líneas poéticas. Los poco débi­les intentos se cancelaron sin mayor trascen­dencia: el grupo llamado de los "interioris­tas", que capitaneaba Arnold Belkin y que vagamente se apoyaba en el antecedente orozquiano, no produjo mayores consecuencias; el manifiesto de los "hartos" ("hartistas", har­tos del arte), que propuso Matías Goeritz, fue suscrito por personas tan ajenas entre sí que jamás estuvo ni siquiera cerca de poder consolidar algún quehacer con valores en co­mún. Y ese panorama es el que quince años después sigue privando.

 

En 1968 se formó una unión de artistas que deseaba exponer sin el patrocinio del Instituto de Bellas Artes y establecer relaciones con artistas de otros lugares: el Salón Inde­pendiente. La experiencia, que duró tres años, fue interesante en tanto que intentaba rom­per con una vieja y no siempre muy saluda­ble tradición mexicana, es a saber, que nada existe sin el espaldarazo oficial. Curiosamen­te se llevó a cabo en un momento en que la batalla contra la "escuela" estaba ya ganada y en que el Instituto de Bellas Artes reconocía también como mexicana la pintura de los jóvenes y la incluía en exposiciones enviadas al extranjero y la compraba (siempre con cuen­tagotas) para sus colecciones; pero lo que im­porta destacar aquí es que, por interesante que la experiencia haya sido, reflejaba la situación de hecho que se daba en México: el Salón Independiente pudo reunir a no pocos de los más valiosos artistas de mediana edad, pero incluyó también a muchos de muy infe­rior categoría y, sobre todo, no fue capaz de mostrar líneas poéticas comunes y permane­ció en una miscelánea más o menos confusa.

 

Aceptando, pues, que en la situación ac­tual -y desde hace, digamos, veinte años- de la pintura en México no se distinguen fácil­mente tendencias, puede hacerse un intento de agrupar a los pintores en ciertas ligas vir­tuales no explícitas y de las que quizá tal o cual de ellos renegaría. Y esto es válido si lo es para los fines de los años cincuenta como lo es ahora, exceptuando, desde luego, el hecho de que actualmente estén presentes algunos artistas que entonces todavía no pin­taban y de que en los años recientes se ha hecho sentir entre nosotros el reflejo de las últimas tendencias mundiales, si bien -otra vez- generalmente en artistas aislados y no en grupos que, como tales, quieran hacer suya una investigación por determinada vía. Cuan­do se rompió el cerco mágico de la vieja "es­cuela" han sido no pocos los que se han apli­cado, con más voluntad que fortuna, a seguir a galope tendido las últimas novedades que aparecen en las revistas internacionales; de ellos será de los que menos se hable aquí, porque resulta mucho mejor ocuparse de quienes, teniendo siempre ventanas abiertas al exterior y participando de lo que podríamos lla­mar el tiempo actual de las artes plásticas, han sido capaces de levantar los valores de su propio arte.

 

Podría distinguirse primero un grupo de artistas que quedarían incluidos en la abstracción lírica, ajena, sin embargo, al infor­malismo. Entre ellos estarían Lilia Carrillo, quizá quien mejor ha podido beneficiarse -aunque en forma muy personal- del arte de Tamayo; Fernando García Ponce, empeñado en recrear incansablemente las variaciones po­sibles de un cuadro único a partir de elemen­tos mínimos que se combinan de manera constantemente novedosa; Ricardo Rocha, mucho más joven, que fía la suerte de sus obras a la calidad de las texturas, incluidas, no obstante, en esquemas cuidadosamente de­corativos, y Roberto Donís.

 

Lo expresivo con sentido dramático, relacionado en algo con el expresionismo ale­mán y con viejos y magníficos antecedentes en la pintura española y mexicana, pero renovado en las formas y en el sentido, puede encontrarse en Alberto Gironella, cuya obra destruye y recrea simultáneamente la de los viejos maestros (Velázquez, Goya, El Greco); en José Luís Cuevas, extraordinario dibujante, que consigue expresar un torturado mun­do interior y una insatisfecha y crítica visión de la realidad humana; en Francisco Corzas; en Rafael Coronel, o en Gilberto Acévez Navarro.

 

Servirse de la figuración con un sentido eminentemente lírico es lo que hacen algunos ­como Roger von Gunten o Brian Nissen, quienes consiguen, mediante diferentes mo­dos, una frescura artística rebosante: en uno como puro y simple testimonio de su presen­cia en el mundo; en el otro, con un fino sen­tido crítico que se enmarca en ciertos esque­mas decorativos. Francisco Toledo, uno de los pintores más jóvenes y con un prestigio reconocido, se mueve con pasmosa facilidad en un mundo figurativo fantástico, que abreva en viejos mitos del istmo de Tehuante­pec; la calidad de su materia pictórica, la ri­queza de su imaginación y su capacidad para resolver las formas en esquemas válidos ha­cen de su obra una de las más ricas y suge­rentes de la realidad actual mexicana.

 

Toledo representa la presencia del elemen­to fantástico en nuestra pintura, que, como se ha visto, tiene antecedentes importantes. Esas tendencias (a veces presentes en un mun­do de formas ingenuas, como en Saldívar) se habían entrecruzado explícitamente, desde una famosa exposición en 1937, con la presencia de obras y artistas propiamente surrealistas, entre los cuales destaca el citado Paalen. Cuando se rompió el cerco mágico de la "escuela" salieron a la luz –digamos- dos finas artistas surrealistas que conocieron un notable éxito: Remedios Varo, extraordinariamente delica­da en la recreación de sus ensueños compli­cados, y Leonora Carrington, de imaginación mas abierta y rica. Se formó una cohorte de seguidores más o menos afortunados, entre los cuates hay que destacar por su originali­dad, su riqueza, sus complicadas estructuras geométricas de ilusión óptica (verdadero "opart" ante litteram) a Pedro Friedeberg. Por su parte, Matías Goeritz, atento y ligado de alguna manera al movimiento dadaísta, rea­lizaba y realiza una obra parca y sorprenden­te, eminentemente consciente, que se propo­ne siempre como crítica de la actividad artística.

 

Vlady entre los mayores y Arnaldo Coen, Luis López Loza, Arístides Coen entre los jóvenes, pero por caminos diversos, parecen empeñados en devolver a la forma su auto­nomía, liberándola de las cargas sentimenta­les y expresivas que la empañarían. Otros han intentado el mismo resultado por medios más explícitos, como el neoconstructivismo o, de una manera general, el arte geometrizante. Entre ellos destacan Manuel Felguérez, que, después de un largo y tortuoso camino, está enfrascado en la tarea de reencontrar el len­guaje primigenio del arte (y del hombre), estudiando el mecanismo de las formas posi­bles; Vicente Rojo, cuyo geometrismo deja siempre la puerta abierta a un enriquecedor sentido romántico, logra para sus obras una dimensión particularmente ambigua que cons­tituye su verdadera fuerza; Kazuya Sakai, que en un hacer y deshacer caminos se plantea problemas pictóricos “autónomos” y se dedi­ca a resolverlos; Helen Escobedo, Raúl He­rrera en un momento de su carrera, y en fechas recientes Regazzoni, Realh de León, Sebastián.

 

Escultura.

 

En México, la escultura nunca había al­canzado la altura de la pintura mural. En 1940 no había dado con artistas verdaderamente de gran talla. Trabajaba entonces Mardonio Magaña, especie de fauvista tardío, dueño de una expresión muy directa aplicada a la representación de temas populares muy al gus­to del momento en México. Muerto en 1947, otros escultores, como Augusto Escobedo y Francisco Marín, continuaron hasta los años cincuenta un tipo de expresión similar, con logros, en definitiva, bastante modestos. Peor, sin embargo, era la escultura "civilis­ta" en uso para las causas oficiales, fría de formas, seca de espíritu y francamente vulgar, que practicaban por entonces, y siguie­ron practicando sin ningún asomo de reno­vación formal, artistas como Guillermo Ruiz, Ignacio Asúnsolo o Juan Olaguíbel, que inun­daron el país de mediocres obras cívicas, cada vez más muertas, hasta hace unos años. Tam­poco podía ni pudo salir mucho bueno de ac­titudes cerradamente indigenistas o naciona­listas, carentes de estro, como las que practicaban después Alberto de la Vega, Tomás Chávez Morado o Francisco Zúñiga (al que seguramente le salve algo su aplicación al oficio).

 

Una apertura mayor hacia las corrientes contemporáneas de la escultura, y por lo tan­to logros más interesantes, presenta desde los años cuarenta Germán Cueto, y lo mismo puede decirse de Luis Ortiz Monasterio. Die­go Arenas Betancourt consigue un eclecticis­mo que combina formas naturalistas sinteti­zadas (un poco en la estela de un Bourdelle) hacia el inicio de los años cincuenta, como en su Prometeo de la Ciudad Universitaria.

 

Dos escultores no formados en México, pero con una obra de primer orden, trabajaron aquí en la década de los años sesenta: Olivier Séguin y Kiyoshi Takahashi, los cuales, en cambio, dejaron escuela, en tanto que propusieron numerosos e importantes ejem­plos; a ellos habría que agregar, aunque con una obra menos significativa, a Waldemar Sjölander y a Hoffman-Isenberg, que perma­necieron entre nosotros. La presencia de Matías Goeritz, con una importante obra de es­cultor, fue otro elemento.

 

Esos hechos, más la circunstancia de que, en general, el arte y la cultura mexicanas se decidían a abrirse hacia las experiencias de fuera, crearon un ambiente en la escultura bastante más sólido que el anterior, pero sólo advertible en los últimos años. Helen Esco­bedo, Federico Silva y Manuel Felguérez, tanto escultores como pintores, han realizado obras que permiten tener esperanzas en el futuro de la escultura mexicana; otros pintores han trabajado más esporádicamente los volúmenes, y sobre todo con mucha más fortuna Pedro Coronel y Juan Soriano. Entre los más jóvenes escultores hay que señalar a Angela Gurría, Jorge Dubón, González Cor­tázar, Hersúa, Sebastián y Gastón González.

 

El arte de la estampa.

 

Contrariamente a la escultura, el grabado sí tuvo en el México de los años cuarenta un auge de primer orden y una personalidad pro­pia, fuerte y definida. Afincado a partir de la soberbia tradición de Manuel Manilla, Picheta y, sobre todo, José Guadalupe Posada a principios de siglo, por los años veinte se resintió del impacto benéfico de la entonces nueva escuela de pintura.

 

De hecho siguió, en la medida que esto puede decirse, un camino paralelo al de la pintura. Varios de los grandes pintores se aplicaron esporádicamente a la litografía, al grabado en madera e incluso al grabado en metal. Pero aún más interesante que esto, se hizo presente un grupo importante de artis­tas específicamente grabadores. Fue el pintor y grabador francés Jean Charlot, tan ligado a los inicios de la pintura mural mexicana, quien despertó el interés en aquel grupo por las artes de la estampa (así como fue el pri­mero que redescubrió a José Guadalupe Po­sada), a las que para esas fechas había desplazado el fotograbado. Se formó entonces ese grupo iniciador con Francisco Díaz de León y Gabriel Fernández Ledezma, a los que se agregarían después Carlos Alvarado Lang y Leopoldo Méndez. Puede decirse que ellos reinventaron el grabado en México.

 

Sin embargo, no hay prácticamente pin­tor que en un momento u otro de su carrera, desde entonces, no haya utilizado las técni­cas del grabado con mayor o menor fortuna y constancia, e incluso se da el caso de gra­badores específicamente tales o de pintores que en el color resultan mediocres y no en el grabado, como es el caso de Federico Cantú. La temática y la intención de los grabadores son semejantes a las de los artistas de la pintura mural: también ellos buscaron un arte nacional, que expresara nuestras esencias y recogiera nuestra tradición, y que fuera elemento importante en el cambio social. Por eso el tipo de soluciones formales -habida cuenta de las diferencias que impone el me­dio técnico- fue también el mismo. Se prefi­rió a otras técnicas la del grabado en madera de hilo por la rapidez de la ejecución, la fa­cilidad de la reproducción y su bajo precio; después, la madera de hilo se sustituiría por el hule de cámara de automóvil y, finalmente, por el linóleo, que resultaba todavía más barato y más fácil de trabajar que la madera.

 

Se ve, pues, que la idea dominante era eli­minar los problemas técnicos y no hacer de ellos, como había sido la tradición de la estampa, su fuerza. Con estas bases, los grabadores trabajaron con indudable acierto, acordes con el tono de la cultura y el arte mexicanos de entonces. Entre todos destaca Leopoldo Méndez, que fue para el grabado lo que los muralistas para la pintura. La fuerza de su expresión, la riqueza de su inventiva, el acoplamiento entre los fines que se proponía, y la utilización de los medios dramáticos adecuados, su capacidad para transmitir emo­ciones con los limitados recursos del blanco y el negro (en lo que a veces llega a acercarse a la obra de Posada), hacen de él, con mu­cho, la personalidad más relevante. Leopoldo Méndez fundó, con otros, en 1937 el Taller de Gráfica Popular, que se proponía llevar a cabo, en grupo, la tarea que ellos creían cumplía al arte de la estampa e incluso una libre crítica interna y el trabajo en común. Ambas casas fueran sueños irrea­lizables: en lugar de la crítica se cayó en el engolosinamiento con la realizada y en la pereza por buscar soluciones formales nuevas; el arte en común -ya de por sí tan problemático- no podía tener resultados importan­tes cuando, junto a personalidades de la talla de Leopoldo Méndez, había artistas francamente mediocres. El hecho fue que, salvo en sus primeros años, el Taller de Gráfica Popular caería en la inercia total. Los grabadores famosos no decayeron en la calidad de su trabajo, pero permanecieran prácticamente inactivos; el propio Méndez no grabó nada importante en los últimos años de su vida.

 

En este estado de cosas, en la década de los sesenta la situación del grabado era -en un tiempo brillante- similar o peor a la de la pintura. Desde el punto de vista formal, la estampa había permanecido estática, aquerenciada a las viejas fórmulas de éxito, sin el más mínimo deseo de cambio. Así pues, mientras, por un lado, los pintores nuevos se volvían también hacia el grabado en sus di­versas técnicas, por otra surgió un nuevo gru­po de artistas específicamente grabadores, en cierto modo apoyados en Mariano Paredes, eterno inconforme silencioso, y en Silva San­tamaría, cuya obra tenía por lo menos recur­sos formales hacía tiempo olvidados en México.

 

Lo que los nuevos grabadores se propo­nían y se proponen es devolver al grabado sus valores específicos, que dependen estrechamente de las condiciones técnicas que tal medio impone, al mismo tiempo que entrar en comunicación directa con las experiencias que el arte de la estampa ha tenido en otras partes en años recientes. Entre los grabado­res mexicanos hay que citar a Carlos García, Fernando Vilchis, Leticia Tarragó, Ignacio Manrique, Carlos Olachea, etc.

 

Arquitectura.

 

Hacia 1940 la arquitectura mexicana se debatía en una polémica violenta, cuyo fin podía ya entonces avizorarse claramente en el triunfo de un internacionalismo funcionalista frente a un nacionalismo de "recuerdos" que terminaría refugiándose en ciertos barrios de “nuevos ricos” y caería así en los peores excesos.

 

En las dos décadas que van del año 1920 a 1940 se había planteado el nacio­nalismo arquitectónico en oposición a las nuevas tendencias funcionalistas de la actua­lidad internacional del momento. El primero respondía mucho a la actitud de rescatar e incorporar el pasado de las tradiciones mexicanas, al "redescubrimiento" de México, que fue tan propio de los años posteriores a la Revolución; los medios oficiales vieron con buenos ojos la empresa, aunque nunca excluyeron del todo la posibilidad de realizar ensayos de otras tendencias.

 

Los arquitectos que desde mil novecientos veintitantos venían luchando por una ar­quitectura congruente a su tiempo y ajena a los viejos prejuicios como José Villagrán Gar­cía, Juan O'Gorman, Carlos Obregón Santa­cilia, habían conseguido para entonces sitios importantes en la Escuela de Arquitectura de la Universidad, en la recién fundada -preci­samente por los innovadores- Escuela Supe­rior de Ingeniería y Arquitectura del Institu­to Politécnico, y en los medios oficiales.

 

Para el tipo de construcciones que requerían las ciudades en furiosa expansión (edifi­cios de apartamentos y edificios de oficinas) la nueva arquitectura respondía mucho mejor que la anterior, entre otras cosas por sus más bajos costos, y lo mismo puede decirse por lo que toca a los edificios públicos, especial­mente en época de un erario nada bonancible. De tal manera, durante los años de 1940 la nueva arquitectura funcional, alentada por un racionalismo a ultranza, baja de costos y falta de imaginación, se fue imponiendo por razón natural. Y el estilo "neocolonial" (en este caso, más estrictamente "colonial cali­forniano") fue a refugiarse a los barrios de polendas.

 

Ahora es fácil reírse de esa arquitectura ridícula, que sin ningún conocimiento de lo que había sido el arte de Nueva España la­braba recargadas fachadas en cantería, galerías de arcos apuntados, columnas de órdenes inimaginables, vidrieras de emplomados de colores, aleros cubiertos de teja, ventanas ajimezadas, torreones, escalinatas, azulejos a diestra y siniestra, gárgolas, rejas, celosías y mil y una ocurrencias extrañas; pero el fenómeno no deja de tener su importancia: en realidad, esa arquitectura civil colmaba los deseos de ostentación de una clase burguesa, en su mayoría de nuevos ricos que, por in­cultos que fueran, sentían de alguna manera la obligación tradicional de vivir en un marco digno de su poder y de su dinero. La arqui­tectura funcional de ninguna manera era capaz de satisfacer esa necesidad de tipo espi­ritual. Y de alguna manera también aquella clase social quería afirmar su nacionalismo y rechazaba ya la imitación de chalets alpinos.

 

Para la década de los años cincuenta la situación había cambiado. En lo que toca a la construcción de casas habitación, los ar­quitectos habían podido convencer a los nue­vos clientes de las comodidades de la arqui­tectura verdaderamente moderna; pero no los habían convencido sólo con palabras, sino que ellos mismos habían encontrado la ma­nera de quitarle al funcionalismo su sequedad, su falta de carácter, su aridez y desangelamiento y habían podido enriquecerlo de tal modo que ofrecían a los propietarios el marco de modernos palacios. Es ése el tono y el sentido de la arquitectura residencial de los años cincuenta, con obras de Carlos Lazo, Yáñez, De la Mora, Del Moral, González Reyna, Madaleno, Artigas y tantos otros que, por lo normal, ya no se alojaron en los ba­rrios de Polanco y Las Lomas de Chapulte­pec, como el "colonial californiano", sino en barrios más nuevos, como El Pedregal de San Angel.

 

Otra solución que aparece también en los años cincuenta y adquiere mayor auge en la década siguiente es la de un curioso estilo “neocolonial” mucho más racional que el ca­liforniano, de mayor gusto, que utiliza a me­nudo materiales de desperdicio de barrios en vías de destrucción, representado e iniciado por Manuel Parra, con multitud de seguidores. En realidad, la salida mejor -en este caso, de muy alta calidad- al problema de ha­cer una arquitectura verdaderamente moderna, pero que contenga valores propios y distin­tivos, es la que ha dado Juan Barragán, al to­mar de la arquitectura tradicional mexicana su sentido del espacio, de solidez y de repo­so, y reinterpretarlos en un contexto a la vez nuevo y funcional; se trata, en realidad, de una arquitectura tan personal, que expresa una sensibilidad de tal modo refinada, que no ha podido realmente hacer escuela, a pesar de que en fechas recientes han menudea­do los imitadores.

 

Hacia 1950 en edificios privados y públi­cos era moneda corriente el funcionalismo a ultranza que habían traído José Villagrán y Juan O'Gorman. Pero tal arquitectura ("cajones con ventanas", la denominaba el pueblo) no satisfacía a nadie, salvo a los presupues­tos estatales y a los bolsillos particulares. La necesidad de una arquitectura más humana, más acorde con el temperamento del país, más sensual, estaba en el ambiente; también en aquellas esferas empezaba por esos años a haber más dinero. El resultado fue un en­riquecimiento formal de las formas constructivas, una "barroquización" lograda por un relativo rebuscamiento formal y el común em­pleo de pintura y escultura incorporadas a la obra.

 

De esta etapa de la arquitectura mexica­na, iniciada al principio de la segunda mitad de nuestro siglo, la mejor muestra es el gran­dioso conjunto de la Ciudad Universitaria de México, levantado en el corto plazo que va de 1950 a 1954 bajo la dirección de Carlos Lazo. Se trata de una serie de grandes edifi­cios organizados según una estupenda distri­bución espacial (cuyos detalles se deben al taller del arquitecto Mario Pani -que había realizado muchos contratos oficiales- y el arquitecto Enrique del Moral, sobre la base de un proyecto conjunto de los estu­diantes de la Escuela de Arquitectura), en donde cada arquitecto ha podido desarrollar su imaginación con libertad casi absoluta y que incluye no pocos elementos pictóricos y escultóricos integrados. Destacan, entre otros, el estadio (Palacios, Pérez, Salinas), la biblio­teca (O'Gorman y otros), el conjunto de ciencias (Raúl Cacho y otros), la escuela de ar­quitectura (Villagrán y otros) y los frontones (Arai).

 

La arquitectura religiosa también encuen­tra en este momento expresiones adecuadas y aun magníficas, como en la iglesia de la Purísima en Monterrey (de De la Mora, en 1946) o la Medalla Milagrosa, en México (Félix Candela).

 

Del mismo nuevo espíritu se tiñe mucha de la arquitectura. pública de escuelas (Pani), hospitales (Yáñez), mercados (Del Moral), conjuntos multifamiliares (el "Juárez" y el "Nanoalco Tlatelolco" de Pani), museos (el de Antropología y el de Arte Moderno en Chapultepec, de Ramírez Vázquez) y edificios burocráticos (Secretaría de Comunicaciones, de Carlos Lazo); y ha alcanzado a no poca de la arquitectura privada de edificios de ofi­cinas. En conjunto se puede decir que la ar­quitectura actual en México ofrece obras de primera calidad, aunque recurre a veces, con demasiada frecuencia, a inspirarse en las revistas internacionales.

 

Cine.

 

Con el cine mexicano, toda proporción guardada rebasaría, en forma extrema, lo que ha sucedido con la pintura y el grabado: de un momento de plenitud al principio de los años cuarenta caería en el mayor estancamien­to, y no será sino en fechas recientes cuando haya dado signos -todavía no muy seguros- de resucitar. Ciertamente no son comparables las situaciones en que se mueve una indus­tria como la del cine, tan ligada a los nego­cios, a posibilidades de crédito, a problemas sindicales, con la que se da en la pintura, que si no es ajena a las condiciones económicas en que se produce, deja al creador una liber­tad en todo caso mucho mayor. Pero sí hay cierta similitud en el hecho de que en 1945 México estuviera satisfecho de haber creado un cine nacional de alta calidad, ganador de los más altos premios internacionales (y de paso haber conquistado el mercado latinoamericano), y que se aferrara a ésa fórmula exitosa sin querer prácticamente salir de ella; que, ante la pereza y el temor de aventurar caminos novedosos, se eliminara a sí mismo y se tapara todas las salidas.

 

Como la posibilidad de cerrarse las puer­tas se daba en la industria cinematográfica en forma mucho mayor y definitiva (porque los sindicatos de directores y productores simplemente se negaron, como gremios medievales, durante años y años a admitir a un solo miembro más que no fuera hijo de un agremiado), se dio el caso de que, aunque los jóvenes cineastas se rebelaron desde los años cincuenta y principios de los sesenta contra esa situación, no pudieron hacer mucho más que quejarse amargamente en la prensa espe­cializada a que tenían acceso. En franca caída, el cine nacional tuvo que esperar a ver su ruina casi completa (ruina económica, que la artística poco importaba) y la pérdida to­tal de los mercados exteriores, para empezar a reaccionar pausadamente. De ahí que la aparición de un nuevo cine no tuviera lugar sino casi a fines de la década de los sesenta, y aún dista mucho de haber alcanzado una consolidación.

 

Poco después de que se lanzara al merca­do estadounidense el cine hablado, en 1930 se inicia el cine hablado mexicano, que en su segunda experiencia (Santa, 1931, de Alfon­so Moreno, sobre la novela de Gamboa) con­sigue una calidad digna y un éxito suficiente. Era la respuesta mexicana al temor de ser in­vadidos por películas habladas en inglés (lo que, de todos modos, no pudo ni podía evi­tar) o, lo que era peor, de películas estadou­nidenses habladas en español. No pocos actores mexicanos que trabajaban entonces en Hollywood, desplazados, en parte, precisa­mente por el cine hablado, se repatriaron entonces. Surge así un cine mexicano modesto, de inversión corta, que poco a poco va ha­ciéndose sólido y encontrando los géneros propios que le serán fructíferos: la comedia ranchera (la exitosísima Allá en el Rancho Grande, de Fuentes), la película histórica, el melodrama citadino, la película musical de cabaret, los temas referidos a la Revolución (como Vámonos con Pancho Villa y la mag­nífica El compadre Mendoza, de Fernando de Fuentes), de "ambiente histórico" (Cruz Dia­blo, de E. de Fuentes) o de temas sociales indigenistas (Janitzio, de Carlos Navarro). Hacia 1940 ese cine ha conseguido una indudable aceptación del público y, aunque siempre modesto en términos de inversión, ha sentado sus reales en el mercado latinoamericano. Su producción es, con mucho, la mayor de habla española. Dos factores inter­vinieron entonces favorablemente para, con las altas y bajas del caso, consolidar la situación: por un lado, la guerra había cortado las re­laciones cinematográficas con Europa y las firmas estadounidenses encontraron conve­niente invertir en la industria mexicana, lo que significó un aumento considerable de di­nero; por otro lado, habían hecho su entrada en escena las grandes y populares figuras, esos "monstruos sagrados" sin los cuales difícilmente existe una industria cinematográ­fica de arraigo popular. Nuestros "monstruos" tenían personalidad y cualidades, y cumplie­ron a maravilla su cometido: Dolores del Río, María Félix, Lupe Vélez (después la impor­tada Libertad Lamarque), Jorge Negrete, Pe­dro Armendáriz, Arturo de Córdova, los So­ler (a los que se agregaría después, con menos cualidades pero mucho arraigo popular Pedro Infante), y una serie de figuras menores, actores "de carácter", entre los que sobresalen los cómicos, y entre ellas uno que pronto brillaría con luz propia: Cantinflas. Muchos de aquéllos siguieron haciendo, veinte o treinta años después, papeles de damas y galanes jó­venes, ya cayéndose de polilla (por ejemplo, Libertad Lamarque), lo que contribuyó no poco al fracaso posterior del cine.

 

Es 1940 el año de la primera gran película de Cantinflas, Ahí está el detalle, dirigida por Juan Bustillo Oro, a la que seguirían El cir­co, Ni sangre ni arena (de Alejandro Galin­do), El gendarme desconocido, Romeo y Julieta y tantas otras, magnificas en su comi­cidad populachera, basada sobre todo en el artificio de una falsa retórica muy cercana al habla popular: el hablar cantinflesco; todo durante los años cuarenta y a principios de los cincuenta, antes de que el cómico empezara a perder fuerza y se dejara envolver por argumentos cada vez más faltos de inteligencia, hasta su decadencia definitiva. Es también 1940 el año en que se inician como directores el indio Fernández y Julio Bracho, y poco después lo harían Rafael Gavaldón y Alejandro Galindo, cuatro de los más impor­tantes creadores mexicanos.

 

El indio Fernández asimilaría la enseñanza de Eisenstein -que filmó en México en 1830 el material de su frustrada gran obra Que viva México- y conseguiría películas de alta calidad plástica, con dramas rurales be­llamente planteados, pero, por lo general, me­lodramáticamente resueltos de mala manera, entre los que destacan quizás Enamorada, La perla y, sobre todo, la más conocida y más alabada María Candelaria, de 1943, que obtuvo grandes premios internacionales en los festivales de Cannes y Locarno y dio  a co­nocer en Europa la cinematografía mexicana. En 1946 ingresa en el cine mexicano Luis Buñuel, con flojos principios, que años más tarde daría obras maestras como El, Ensayo de un crimen o Los olvidados.

 

Pero, a pesar de todo eso y de las alabanzas que el cine mexicano recibió de propios y extraños, como la contrapartida de la gran pintura mural, ya a principios de las años cincuenta sus defectos se hacían más eviden­tes y su buena estrella declinaba. Engolosinados con el triunfo anterior, los productores no hacían nada por cambiar. Ante el temor de perder puestos de privilegio, directores y productores se negaban a la entrada de gente nueva en sus agrupaciones, evitando así toda posibilidad de que pudieran hacer películas.

 

Incluso los mejores, como Fernández, se conformaban con seguir aplicando su conocida receta.

 

Los géneros se gastaban y no eran renovados: charros, rumberas, madres sacrifica­das, hijas perdidas, cantantes excesivos, cómicos cada vez más vulgares y faltos de inventiva eran dueños inconmovibles de la pantalla. No se encontraba mejor salida para sobreponerse a la crisis económica, cada vez más ominosa, que bajar todavía más el costo de producción, que ya de por sí habla sido siempre corto, con lo que era materialmente imposible competir internacional e interna­mente frente a las grandes superproducciones de otros países.

 

En este estado de cosas, a fines de los años sesenta se hizo sentir un cambio. Se aceptaba, por fin, la participación de directores jóvenes. A pesar de que ahora se empieza ya a hablar de un nuevo cine mexicano, den­tro y fuera de México, y de que, sin duda, el cambio ha sido muy favorable, éste no ha podido encontrar realmente un nuevo y propio rostro. La razón es clara: como los pintores, los cineastas no hallan en la tradición inme­diata nada rescatable, nada en que apoyarse, y tienen que discurrir caminos aislados, to­mando de aquí y de allá lo que creen puede servirles, en un trabajo aislado, y no pocas veces hostilizados de continuo. A esto agréguese que habían estado ajenos a los tejema­nejes de un oficio tan complicado como es el cine. Entre los que han realizado abras de algún mérito cabe citar a José Luis Ibáñez, Alberto Isaac, Alejandro Jorodowski, Alfonso Arau, Felipe Casals, Paul Leduc, Arturo Ripstein, Luis Alcoriza y otros.

 

Bibliografía.

 

Cardeza y Aragón, L. México, pintura activa, México, 1961.

 

Fernández, J. Arte moderno contemporáneo de México, México, 1952.

 

García Riera, E. Historia documental del cine mexicano. México, 1969 - 1971.

 

Katzman, I. Arquitectura contemporánea mexicana, México, 1963.

 

Tibel, R. Historia general del arte mexicano. Epoca moderna y contemporá­nea, México, 1964.

 

FIN.

 

Compilación realizada por el Ing. Gerardo Ferrétiz de León. A Martes 7 de mayo de 2002.

 



[1] Todas las fechas contenidas en este capitulo son anteriores al presente; se ha establecido como módulo de presente el año 1950.

 

[2] Un sujeto de instrucción y veracidad, me ase­guró después que había visto este meteoro des­de las ocho; bien que a esta hora comenzaba a extenderse sobre él horizonte.

[3] Salvo que semejante fenómeno fuese el que consterné a muchos en 1776 en el mes de abril. Según lo que se me comunicó, era una aurora boreal: con esta duda lo comuniqué a Europa.

 

 

[4] Se llama aurora boreal porque en el color se asemeja a la luz del crepúsculo antes del otro del sol, y boreal porque es hacia el polo norte; también se asemeja a la luz del crepúsculo de la tarde, aunque a éste no se le llama aurora (ex­presión que regocija), sin duda porque la diferen­cia de uno a otro es muy grande; al primero aun las aves lo festejan y nos deleitamos, con consi­derar salimos de las tinieblas; el de la tarde anun­cia funestidad, y un silencio imagen de la muerte.

[5] El temor de las divinas venganzas es don de Dios; mas esto no tiene por objeto un fuego inocente que se presenta a los ojos de la carne en el cielo, sino aquel fuego devorador que vemos con los ojos de la fe encendido en las cavernas de la tierra por la justicia de un Dios airado contra los pecadores.

 

[6] Lo costoso que es aquí la impresión de lámi­nas me impide publicar una estampa, en la que demostraría gráficamente las partes del globo en que se observó el meteoro, a qué horas, y su ex­tensión en el horizonte respectivo a cada país. Para suplir en algún modo, digo, que el centro del círculo luminoso de la aurora se hallé en el zenit o perpendicular en los grados 110 de lon­gitud, y en el 48 de latitud boreal. En el desierto de Cobichamo al norte del Tibet y sur de Tobolsk, ciudad de Siberia rusiana, allí se presentaría como un quitasol o para lluvia cubriendo casi la mayor parte del horizonte; fenómeno admirable y que deleitaría mucho a los habitantes de aquel bár­baro país que no estén preocupados.

 

 
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