Historias, Leyendas y Cuentos de México

Capítulos 31 a 40

31.            El primer siglo de Tenochtitlan.

Por: Miguel León-Portilla.

 

La situación política prevalente en el valle de México.

 

Para valorar lo que significó el asentamiento definitivo del pueblo de Hutzilo­pochtli en el islote de Tenochtitlan, es nece­sario recordar cuáles eran entonces los dis­tintos grados de poder y desarrollo cultural de los señoríos y reinos que, de tiempos atrás, florecían ya en las riberas de los lagos y en las regiones vecinas. Tres eran los reinos, Azcapotzalco, Culhuacán y Coatlichan, que sobre­salían por encima de los otros señoríos, rela­tivamente numerosos. El reino de Azcapotzalco, situado al noroeste de Tenochtitlan, fue gobernado por el señor de estirpe tecpaneca Acolnahuacatzin (1304-1363). Había éste iniciado el período de expansión de su reino y en sus dominios se incluían buena parte de los lagos con los islotes de Tenochtitlan y Tlatelolco: Los tec­panecas de Azcapotzalco, al tiempo del asen­tamiento de los mexicas, habían demostrado una gran capacidad de organización política, militar y económica. Ello iba a permitirles al­canzar muy pronto la hegemonía entre los po­bladores del Altiplano central. Y justamente en sus afanes de dominación no les tocó desempeñar un papel nada secundario a los me­xicas que, como tributarios de Azcapotzalco, tuvieron que participar en muchas de sus empresas bélicas y de otra índole.

 

Al sur de los dominios de Azcapotzalco, en un territorio bien conocido por los mexicas, ya que en él habían vivido hasta su esta­blecimiento en Tenochtitlan, continuaba exis­tiendo el antiguo reino de Culhuacán. Sus gobernantes, de noble origen tolteca, habían hecho posible la preservación de la herencia cul­tural proveniente de Tula. El señor Coxcox­tli, huey tlatoani o jefe supremo de Culhua­cán, había tenido una amarga experiencia con los mexicas, que entre otras cosas, durante su estancia en Tizapán, habían sacrificado a una hija suya. Tal hecho, según algunos testimonios que se conservan, fue la gota de agua que colmó la tolerancia culhuacana y obligó a los mexicas a dar el paso decisivo hacia el lago y pasar al islote de Tenochtitlan.

 

Mas, a pesar de la antipatía por algún tiempo existente entre culhuacanos y mexi­cas, hubo también, desde los días en que estos últimos vivían en las cercanías de Culhuacán, algunas formas espontáneas de acercamiento y vinculación, concretadas en los matrimonios que, violando prohibiciones, existían entre mexicas y mujeres culhuacanas. Esto tuvo más tarde significativas conse­cuencias. Cuando el reino de Culhuacán, cuya decadencia iba en aumento, fue a la postre conquistado, brotó en los mexicas la idea de que eran ellos precisamente los legítimos herederos de su realidad política y su cultura, derivadas ambas del antiguo imperio tolteca.

 

Coatlichan era el tercero de los reinos con particular significación en este momento en el valle de México. Situado en las riberas orientales del lago de Tetzcoco, allí tabla go­bernado un nieto del gran chichimeca Xólotl, el señor Huetzín. Gracias a un hijo de éste, Acolmiztli Huitzilíhuitl, Coatlichan se en­contraba, aunque en menor grado que Azca­potzalco, en el umbral de un período de ex­pansión. El señorío de Tetzcoco, su vecino norteño, gobernado por Quinatzin, otro descendiente de Xólotl, era entonces tributario sumiso de los señores de Coatlichan.

 

Algunas décadas más tarde, el precario equilibrio de fuerzas, motivado de algún modo por la existencia de los tres reinos -alguna vez aliados-Azcapotzalco, Culhuacán y Coa­tlinchan, se rompió de forma violenta. Primero tuvieron lugar las luchas entre Azcapotzalco y Culhuacán, en las cuales se produjo la de­rrota de este último.

 

Más tarde vino el debilitamiento de Coa­tlichan, atacado por sus vecinos, Tetzcoco y Huexotla, apoyados por Azcapotzalco. En un lapso relativamente breve hubo profundas alteraciones en la situación política que había prevalecido en el valle de México. En los cam­bios, muchas veces sangrientos, desempeñaron los mexicas un papel de gran impor­tancia.

 

Dado que, desde su establecimiento en Tenochtitlan, vivían como tributarios de Azca­potzalco, su actuación a lo largo de casi un siglo fue la de aliados forzados o, si se quiere, de proveedores de tropas mercenarias, que debían prestar apoyo a los tecpanecas en sus empresas de conquista. Puede anticiparse que la relación de dependencia con Azcapotzalco sirvió a los mexicas para adiestrarse en el oficio de la guerra y tomar conciencia de su capacidad y valor extraordinarios en los com­bates.

 

Además de los tres importantes reinos de Azcapotzalco, Culhuacán y Coatlichan, hubo también señoríos menores con los que, en diversas ocasiones, tuvieron también que en­trar en contacto los mexicas. Los principales fueron: Tenayuca y Xaltocan, al norte, que habrían de sucumbir un día ante la fuerza de Azcapotzalco. Chimalhuacán-Atenco, Chalco y Amaquemecan, al sudeste, en donde asimis­mo subsistían elementos culturales toltecas y de procedencia olmeca tardía, en fusión con los rasgos  propios de los chichimecas. Otros estados, que serían también víctimas de la penetración tecpaneca y de sus obligados aliados los mexicas, eran Xochimilco, Mízquic, Cuitláhuac y, bastante más al sur, el señorío tlahuica de Cuauhnáhuac.

 

Al otro lado de los volcanes, ejercía su influencia el centro de antigua raíz cultural, Cholula, y comenzaban ya a florecer las cua­tro cabeceras tlaxcaltecas, al igual que Hue­xotzinco. Todos estos señoríos, al pasar el tiempo, tendrían  que ver, de un modo o de otro, con la nación mexica, que entonces ape­nas había tomado contacto con el lugar que le tenía  predestinado su dios patrono Hui­tzilopochtli.

 

Los comienzos de México-Tenochtitlan.

 

Lacónicamente consignan los Anales de Cuauhtitlán -fuente náhuatl, pero no mexica- lo que fueron los comienzos de la nueva población: "Entonces tuvo principio México-Tenochtitlan. Sólo unas cuantas  chozas em­pezaron a edificarse. Allí fueron construidas en medio de los carrizales que había en el lugar...".

 

Otros relatos de los descendientes directos del pueblo de Huitzilopochtli destacan por encima de todo lo que fue preocupación principal de los sacerdotes y jefes: levantar un primer templo en honor de su dios protector.

 

El cronista Alvarado Tezozómoc, en su Crónica Mexicáyotl, se hace eco de las pala­bras que entonces debieron decirse:

 

Obtengamos piedra y madera,

paguémosla con lo que se da en el agua:

los peces, renacuajos, ranas,

camaroncillos, moscos acuáticos,

culebras del agua, gusanillos laguneros, patos,

y todos los pájaros que viven en el agua.

Luego dijeron:

Así se haga.

 

Enseguida se pusieron a pescar,

atraparon, cogieron peces,

ajolotes, camaroncillos, ranas

y todos los pájaros que viven en el agua.

 

Y en seguida fueron a vender y a comprar.

Luego regresaron.

Vinieron hacía acá con piedra y madera,

la madera era pequeña y delgada.

Y con esta madera, nada gruesa,

toda ella, la madera delgada,

con ella cimentaron con estacas,

a la orilla de una cueva,

así echaron las raíces del poblado

y el templo de Huitzilopochtli.

El adoratorio aquel era pequeñito.

Cuando se vio la piedra,

cuando se vio la madera,

en seguida empezaron,

apuntalaron el adoratorio.

 

Y de nuevo, por la noche,

dio orden Huitzilopochtli,

habló, dijo:

Escuchad, oh Cuauhtlequetzqui, oh Cuauhcóatl,

 

Estableceos, haced partición,

fundad señoríos,

por los cuatro rumbos del universo...

 

Doble sentido había de tener  esta orden de Huitzilopochtli. Entendida como profecía, fue un apuntamiento a lo que llegaría a ser el poderío de los mexicas. En un sentido más inmediato, señalaba asimismo el modo como debía distribuirse el poblado en cuatro sec­tores originales, a la manera de los cuadran­tes cósmicos representados en los códices.

 

Al noroeste quedó Atzacoalco, “en donde está la compuerta del agua”, sede del barrio colonial de San Sebastián. Al noreste se eri­gió Cuepopan, “donde abren sus corolas las flores”, futuro barrio novohispano de Santa María la Redonda. Al sudeste quedó Zoquia­pan, "en las aguas lodosas", que más tarde se llamaría barrio de San Pablo. Finalmente, al sudoeste, estuvo Moyotlan, "en el lugar de los moscos", el barrio de San Juan, en los días de Nueva España. Estos cuatro sectores originales fueron el germen del poblado que, para transformarse en ciudad, debió de ir ganando tierra al lago. Esto se lograría por medio de las célebres chinampas o semente­ras flotantes, que se construían haciendo una especie de armazón con varas y carrizos en donde se amontonaban la tierra y cieno del lago. A la postre las chinampas quedarían fi­jas y unidas al islote, divididas a veces entre sí por algunos canales.

 

Organizadas las cuatro grandes divisio­nes, se instalaron los dioses propios de los varios calpulli, o sea, de los grupos de dis­tintos linajes que comenzaron a vivir allí. Según el mismo cronista Tezozómoc, unos cuantos años después de la fundación de Tenochtitlan por discordias internas algunos de los mexicas decidieron abandonar la ciu­dad. Ocurrió en un año 1 Casa, 1337. La con­secuencia fue que se consolidara, como población gemela, la que se denominó Tlatelolco, en un islote más pequeño, al norte de Tenoch­titlan, en donde, desde tiempos más antiguos, se habían asentado ya otros grupos, anterio­res a los de estirpe mexica.

 

El caudillo Tenoch y los otros jefes del pueblo eran conscientes de que el lugar en donde se habían establecido, Tenochtitlan, pertenecía a los señores tecpanecas de Azca­potzalco. Por ello algunos pensaron que era necesario presentarse en dicha metrópoli aceptando la condición de vasallos y tributarios. Prevaleció, sin embargo, la opinión de que era preferible no hacer tal cosa y aguar­dar con cautela lo que pudiera ocurrir. El so­berano de Azcapotzalco hubo de manifestar expresamente su disgusto ante lo que consi­deró una especie de invasión de los mexicas. El resultado fue que éstos tuvieron que reco­nocer su inevitable dependencia, manifestan­do hallarse prestos a cumplir con los tributos y servicios que les fueran asignados.

 

Algunos años más tarde, hacia 1367, un nuevo huey tlatoani o supremo señor fue en­tronizado en Azcapotzalco. Es éste el céle­bre tecpaneca Tezozomoctli, que llegaría a desempeñar un papel de suma importancia en el desarrollo histórico de la región central durante más de cincuenta años.

 

Acerca de la actitud asumida por Tezozo­moctli con respecto a los tributarios mexicas, existen varios testimonios de particular in­terés. En ellos se describen las pesadas car­gas que el soberano de Azcapotzalco impuso a los habitantes de Tenochtitlan.

 

Entre otras cosas hubo mandatos que se antojan inverosímiles. Por ejemplo, los mexicas debían traer, en tiempos determinados, una garza que estuviera empollando huevos. El momento en que debía ser ofrecida en Az­capotzalco tenía que coincidir con el naci­miento de los polluelos. Pero, en todos los casos, cuando se recuerdan exacciones como ésta, se añade que Huitzilopochtli acudía en auxilio de su pueblo. He aquí, como muestra, lo que manifestó el supremo sacerdote como mensaje del dios: "Decidles, padre mío, a vuestros hijos los mexicas que no tengan pena, y luego hagan y pongan esto en obra, que yo lo sé y entiendo el modo y arte que será, para que no exceda en un punto lo que piden estos tecpanecas".

 

Y haciendo pronóstico de lo que algún día habría de suceder, al ordenar Huitzilo­pochtli que se cumplieran las exigencias de los tecpanecas, había también dicho: "Con estos mandos (de los tecpanecas) los com­pramos como esclavos, y lo serán en tiempo adelante sin remisión alguna".

 

Veladamente el dios anticipaba que tanta exacción y tantas disposiciones arbitra­rias y ofensivas habrían de colmar a la postre la paciencia de los mexicas y, en este sentido, buena cosa eran tales "mandos", pues, gra­cias a ellos, los tecpanecas, de señores, pasarían a convertirse en esclavos. Testimonios como éstos dejan ver, más que otra cosa, la conciencia que de sí mismos llegaron a te­ner los mexicas, en cuanto pueblo dueño del destino, y la misión que les tenía asignada su dios Huitzilopochtli.

 

Tenochtitlan.

 

“Tenochtitlan si ha fundado in el sitio en que el águila, representante de Huitzilopochtli, se posa sobre el nopal de piedra, en el centro de la isla que estaba en el lago de la Luna, el Meztlilapan, como se llamaba esotéricamen­te al lago de Texcoco. Allí, donde fue arrojado el corazón del primer sacrifica­do, debía brotar el árbol espinoso, el árbol del sacrificio, que representa el lugar de las espinas, Huitztlampa, la del Sol, hacia donde saliera en peregrinación la tribu, partiendo de la tierra blanca, Aztlán.

 

“Y sus sacerdotes, los conductores de la peregrinación, les habían dicho que sólo cuando el Sol, representado por el Aguila, se posara sobre el nopal espino­so, cuyas tunas rojas son como corazo­nes humanos, únicamente en ese lugar habían de descansar y de fundar la ciu­dad, porque eso representaba que el pueblo del Sol, el elegido por Huilzilopochtli, habría llegado al sitio desde donde debía engrandecerse y transfor­marse en el señor del mundo, y en el instrumento con el cual el dios iba a realizar grandes proezas. Por eso les dice:

 

‘De verdad os iré conduciendo adon­de habréis de ir; apareceré como águila blanca; por donde hayáis de ir, os iré voceando; id viéndome nomás; y cuan­do llegue allí, adonde me parezca bien que vosotros vayáis a asentaros, allí posará, allí me veréis; de modo que luego allí haced mi adoratorio, mi casa, mi cama de hierba, donde yo estuve levantado para volar; y allí la gente hará casa, os asentaréis.

 

‘La primera cosa que os adornará será la cualidad de águila, la cualidad de tigre, la Guerra Sagrada, flecha y escudo; esto es lo que comeréis, lo que iréis necesitando: de modo que anda­réis atemorizando: en pago de vuestro valor andaréis venciendo, destruyendo a todos los plebeyos y pobladores que ya están asentados allí, en cuanto sitio iréis viendo’.

 

“Y ofrece, para los conquistadores y hombres valientes, las mantas labra­das, los maxtles, las plumas colgantes de quetzal; para que sean sus divisas y sus escudos, y recibirán ‘las cosas en general: lo bueno, lo placido, lo fragan­te, la flor, el tabaco, el cantar: toda cosa cualquiera que sea’.

 

‘Asimismo también fui yo mandado de esta venida, y se me dio por cargo traer armas, arco, flechas y rodela; mi principal venida y mi oficio es la guerra, y yo asimismo con mi pecho, cabeza y brazos, en todas partes tengo de ver y hacer mi oficio, en muchos pueblos y gentes que hoy hay...

 

‘Primero he de conquistar en gue­rra para tener y nombrar mi casa de preciada esmeralda y oro y adornada de plumería; adornada la casa de preciada esmeralda transparente como un cris­tal, y asimismo tener y poseer géneros de preciadas mazorcas, cacao, de muchos colores algodón e hilado: todo lo tengo de ver y tener, pues me es man­dado, y mi oficio, y a eso vine’.

 

“Y cuando estaban en Coatepec les había dicho:

 

‘Ea, mexicanos, que aquí ha de ser vuestro cargo y oficio, aquí habéis de guardar y esperar, y de cuatro partes cuadrantes del mundo, habéis de con­quistar, ganar y avasallar para vosotros; tened cuerpo, pecho, cabeza, brazos y fortaleza, pues os ha de costar asimis­mo sudor, trabajo y pura sangre, para que vosotros alcancéis y gocéis las fi­nas esmeraldas, piedras de gran valor, oro, plata, fina plumería, preciadas plu­mas de colores, fino cacao de lejos venido, algodón de diferentes tintes, diversas flores olorosas, distintas ma­neras de frutas muy suaves y sabrosas, y otras muchas cosas de gran placer y contento’.

 

“El pueblo del Sol, conducido por los sacerdotes del dios, se establece en medio del lago de la Luna, y de allí va a emprender su misión, que no es otra sino colaborar por medio del sacrificio humano en la función cósmica, que representa la ayuda que debe propor­cionar el hombre al Sol; para que pueda luchar contra la Luna y las estrellas, y vencerlas todos los días”.

 

(De A. Caso: El pueblo del Sol pági­nas 118-120, México, 1953).

 

La nueva organización política de Tenochtitlan.

 

Habiendo muerto el viejo caudillo Tenoch hacia 1369, tuvieron los mexicas que conju­rar, una vez más, el doble propósito de trans­formar su existencia y mantener sus propios valores y tradiciones. Sin hacer supresión de las raíces de su organización tribal, recono­cieron que era necesario dar nueva estructura a su realidad social y política. Por esto se de­cidieron a buscar un tlatoani o gobernante supremo que, como sucedía en el caso de otras  naciones vecinas, fuera apoyo y guía en futuras empresas. La decisión tomada implicaba además una vinculación con el linaje de origen tolteca. Y en ninguna otra parte mejor que en Cuhuacán podía encontrar­se lo que buscaban. Ya desde su estancia en tie­rras de ese señorío, muchos mexicas habían tomado como mujeres a hijas de los culhua­canos.

 

Aquel noble culhuacano de estirpe tolteca que aceptara gobernarlos tendría así algún parentesco con la nación mexica. Se presen­taron, en consecuencia,  los principales y los sacerdotes ante el señor de Culhuacán y, con estas palabras, conservadas en la Crónica Mexicáyotl, le manifestaron su propósito:

 

¡0h señor, oh nieto nuestro,

oh rey...!

Venimos a pedirte humildemente

para tu ciudad de Tenochtitlan,

queremos llevarnos a tu siervo, tu recuerdo,

tu hijo y vástago,

nuestro collar, nuestra pluma de quetzal,

él llamado Itzpapálotl Acamapichtli.

Nos lo concederás,

es nuestro hijo mexicano,

también sabemos

que es nieto de los culhuacanos,

es cabello y uña de ellos,

de los señores, de los reyes culhuacanos.

El ha de cuidar la pequeña ciudad de México-Tenochtitlan...

 

El señor culhuacano oyó la súplica de los mexicas. Hizo consultas y, tras larga deliberación, accedió a la demanda. Su respuesta fue la siguiente:

 

Que gobierne Acamapichtli

a la gente del pueblo,

a los que son siervos de Tloque Nahuaque

(el Dueño del cerca y del junto),

que es Yohualli Ehácatl,

el que es noche y viento,

de Yaotzin, Tetzcatlipoca,

y del sacerdote Huitzilopochtli.

 

El señor culhuacano, hablando desde el punto de vista del pensamiento de origen tol­teca, se refrió al dios supremo Tloque Na­huaque, el dueño de la cercanía y la proximidad. Bien le pareció que "quien es como la noche y el viento" fuera también venerado por el pueblo de Huitzilopochtli. Tloque Na­huaque, en lo religioso, y el noble Acamapichtli, como primer rey o tlatoani, debían ser, según el pensamiento del jefe culhuacano, los nuevos guías de los aztecas. La pequeña ciudad de Tenochtitlan podría así prosperar. Hubo de aceptar, sin embargo, y expresamente lo manifestó, que los mexicas siguieran siendo también "los siervos de Huitzilo­pochtli".

 

De este modo, México-Tenochtitlan tuvo, como los otros pueblos herederos de la cultura tolteca, un tlatoani o supremo gober­nante.

 

Los mexicas eran conscientes, sin embar­go, de lo muy adversa que seguía siendo su situación. Tanto acerca de ella, como de sus ambiciones para el futuro, hablaron sin rodeos a Acamapichtli al tiempo de su entronización. Entre otras cosas, según la crónica indígena, le dijeron:

 

Oh nieto nuestro, oh señor:

te hemos causado fatiga, has tenido que cansarte,

has llegado a tu pequeña casa,

en medio de los cañaverales, en medio de los carrizales.

Son menesterosos tus tíos, tus abuelos,

nosotros los mexicas-chichimecas.

Tú tendrás que atender al servicio

del sacerdote, del portentoso Huitzilopochtli.

Bien sabe tu corazón

que nos hallamos en linderos,

en sitios que son de otra gente,

todavía no es nuestra esta tierra,

habrás de afanarte, de esforzarte,

de trabajar y de obrar como siervo,

pues éstas son tierras propiedad de Azcapotzalco...

 

Acamapichtli gobernó durante veintiún anos. Durante ese tiempo se prosiguió el mejoramiento de la ciudad. Pudo construirse un nuevo templo, todavía no muy suntuoso, en honor de Huitzilopochtli. Fueron edificándo­se casas más amplias que se consideraron auténticos palacios. El rostro de los mexicas comenzó a darse a conocer. Se seguían pa­gando tributos al señor Tezozomoctli de Az­capotzalco y la juventud se ejercitaba ya en la guerra, luchando en calidad de forzados alia­dos de los tecpanecas. Entre otras cosas, Acamapichtli consumó en favor de los pro­pósitos expansionistas de los tecpanecas las conquistas de Xochimilco, Míxquic, Cuitlá­huac y Cuauhnáhuac.

 

Hacia 1396, por vez primera, tuvieron lugar en Tenochtitlan los ritos funerarios propios de la muerte de un tlatoani. El señor Acamapichtli, después de haber trabajado es­forzadamente en el apoyo y guía de su pueblo, había terminado su vida en la tierra. El y otros culhuacanos establecidos en Tenoch­titlan habían dado origen, a través de uniones matrimoniales con las hijas de los mexicas, a una nueva forma de nobleza, considerada ya como parte integrante de los seguidores de Huitzilopochtli. No pocos de los antiguos principales mexicas se habían identificado con este grupo. Así empezó a existir la clase de los pipiltin, las nobles, con atributos y privilegios que, como se puede comprobar en la organización social y política de los aztecas, eran distintos de los que correspondían a la gente común, los hombres del pueblo o mace­hualtin.

 

El reinado de Huitzilíhuitl.

 

En el año 1397 fue elegido como huey tlatoani uno de los hijos de Acamapichtli, el nombrado Huitzilíhuitl, al que correspondió continuar la obra iniciada, manteniendo a la vez la preponderancia de los pipiltin o nobles. Huitzilíhuitl, a través de enlaces matrimoniales, obtuvo sagazmente beneficios para su pueblo.

 

Primeramente escogió como mujer a una hija del viejo Tezozomoctli de Azcapotzalco. Su parentesco con la nobleza de este lugar bien pronto significó la reducción de cargas y tributos. Igualmente le permitió alcanzar algo de suma importancia para el bienestar de Tenochtitlan. En el islote era escasa el agua y la que se sacaba del lago no siempre era aprovechable.

 

Valiéndose de la interven­ción de un hijo suyo, Chimalpopoca, nieto del tecpaneca Tezozomoctli, logró Huitzilíhuitl que el señor de Azcapotzalco consintiera en la construcción de un pequeño acueducto desde Chapultepec a México-Tenochtitlan. Enton­ces, por primera vez, la ciudad contó con agua traída de fuera. La condescendencia del viejo Tezozomoctli provocó, sin embargo, el dis­gusto de algunos tecpanecas, entre ellos, de manera muy especial, el del príncipe Maxtlaton. Su odio a los mexicas había de acrecentarse y, años más tarde, sería la causa más visible de una guerra declarada que pondría en peligro la existencia de Tenochtitlan.

 

Huitzilíhuitl, que se había vinculado con la nobleza tecpaneca, consiguió, gracias a un matrimonio posterior, otra suerte de benefi­cios. Al desposarse con una hija del señor de Cuauhnáhuac, pudo traer fácilmente a la ciudad productos que abundan en la llamada “tierra caliente”. Entre otras cosas obtuvo, con el beneplácito de sus nuevos parientes, el algodón requerido para dar mejor indumen­taria a su pueblo, así como gran variedad de frutos hasta entonces no probados en Te­nochtitlan.

 

Como había acontecido durante los días de Acamapichtli, también ahora los mexicas, guiados por Huitzilíhuitl, tuvieron que parti­cipar, al lado de Azcapotzalco, en muchas acciones bélicas. El poder de Tezozomoctli había llegado a su máxima expresión. De tiempo atrás Culhuacán le estaba ya someti­da. Por el norte, las conquistas abarcaban al antiguo reino de Xaltocan. Finalmente, en 1418 -con ayuda mexica- los tecpanecas vencieron a sus rivales de Tetzcoco, tras haber dado muerte al señor Ixtlilxóchitl, el padre del príncipe Nezahualcóyotl.

 

Tezozomoctli -ya de edad muy avanza­da- veía con condescendencia al pueblo gobernado por su yerno Huitzilíhuitl. Este había dado de hecho pasos muy significati­vos en su constante empeño de superación. Así, en Tenochtitlan, el culto a los dioses, y particularmente a Huitzilopochtli, florecía como nunca. Las incipientes escuelas, los telpochcalli o casas de jóvenes y los calmécac, recintos de cultura superior, recibían cada vez mayor número de niños que debían formarse allí. También el mercado, con productos traídos de lugares apartados, empeza­ba a dar señales de prosperidad. En una pala­bra, aunque Tenochtitlan seguía siendo en rigor tributaria de Azcapotzalco, mostraba ya cambios extraordinarios.

 

El momento de la gran crisis.

 

La muerte de Huitzilíhuitl, ocurría ha­cia 1417, marcó el principio de una situación mucho menos propicia. El nieto de Tezozo­moctli, el príncipe Chimalpopoca, fue elegido entonces como tercer tlatoani de Tenochtitlan. Unos cuantos años después, fallecía el anciano señor de Azcapotzalco. Los acontecimientos tomaron entonces un sesgo fran­camente desfavorable para la nación mexica. Maxtlaton, su antiguo enemigo, se adueñó del trono tecpaneca. Entre sus primeros propósitos figuró atajar cuanto antes el desarrollo de Tenochtitlan.

 

Numerosos son los relatos que se conser­van sobre la actuación de Maxtlaton, que, entre otras cosas, eliminó a Chimalpopoca en el año 12 Conejo, 1426.

 

La situación de los mexicas, amenazados por los tecpanecas, se tornó en extremo difícil. La conmoción que todo ello produjo en Tenochtitlan nos la pinta con breves palabras el siguiente texto, que corresponde a la Cróni­ca Mexicáyotl: "Mucho se afligían los me­xicas cuando se les decía que los tecpanecas de Maxtlaton los harían perecer; los rodearían en son de guerra...".

 

La presencia en la ciudad de varios hom­bres excepcionales ayuda a comprender cómo la nación azteca superó entonces el peligro y se encaminó al logro de su propia grandeza. Figuras próceres fueron en este contexto el nuevo tlatoani Itzcóatl, hijo del señor Acamapichtli; Moctezuma Ilhuicamina, vás­tago de Huitzilíhuitl, y otro descendiente de este último, el célebre Tlacaélel, que actuaría más tarde como consejero de varios gobernantes mexicas. También la alianza del sabio Nezahualcóyotl, que por ese tiempo se esfor­zaba en liberar a Tetzcoco del yugo a que lo tenía sometido Azcapotzalco, contribuyó sobremanera a alcanzar una victoria que pa­recía imposible.

 

A estos cuatro personajes –si nos fiamos de lo que refieren las fuentes indígenas- debe atribuirse la resistencia y después el triunfo, casi inverosímil, sobre los poderosos tecpa­necas.

 

Acudiendo al testimonio del cronista in­dígena Chimalpahin se sabe que:

 

Vencieron a los tecpanecas de Atzcapotzalco,

a los de Coyohuacan  y Xochimilco

y a La gente de Cuitláhuac.

Fue Tlacaélel quien, levantándose,

combatió primero e hizo conquistas

y así sólo vino a aparecer

porque nunca quiso ser gobernante supremo

en la ciudad de México-Tenochtitlan,

pero de hecho a ella vino a mandar...

 

Más lacónicamente consigna esto mismo la Crónica Mexicáyotl al expresar que, en un año 1 Pedernal, 1428, fueron conquistados los de Azcapotzalco". El usurpador Maxtla­ton, tras la pérdida de la capital tecpaneca, huyó a sus antiguos dominios de Coyoacán. Allí, una vez más, las fuerzas de los mexicas lo asediaron hasta infligirle la más completa derrota.

 

El triunfo alcanzado por el ejército mexica y sus aliados tetzcocanos se completó con la ocupación de distintos señoríos que habían estado hasta entonces sojuzgados por los tecpanecas.

 

Tal fue el caso, entre otros varios; de Xochimilco y luego de Tetzcoco, cuya recuperación era uno de los objetivos principales del joven Nezahualcóyotl. La liberación de Tetzcoco y la consolidación de la plena independencia de México-Tenochtitlan marcaron el comienzo de lo que iba a ser el último siglo de esplendor.

 

En tal aspecto, papel de suma importancia habría de tener en los futuros acontecimien­tos la constitución formal de una triple alianza entre Tenochtitlan, Tetzcoco y Tlacopan, este último a modo de "estado pelele", en sus­titución de Azcapotzalco. El nuevo equilibrio en la región central facilitaría sobre todo la expansión de los mexicas, tanto a través del comercio como de las guerras de conquista, concebidas en función de su pensamiento místico-guerrero y de pueblo escogido del Sol.

 

Bibliografía.

 

Bernal, I. Tenochtitlan en una isla, México, 1959.

 

Caso, A. El águila y el nopal. Mems. de la Acad. Mex. de la Hist., t. V, págs. 93-104, México, 1946. El pueblo del sol. México 1953.

 

Durán, fray D. Historia de las Indias de Nueva España y islas de Tierra Firme. (2 vols. y atlas), publicada por José F. Ramírez, México, 1867-1880.

 

Krickeberg, W. Las antiguas culturas mexicanas, México, 1961.

 

León-Portilla, M. Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares, Mé­xico, 1971. (3ª  ed.).

 

32.            Casi cien años de grandeza del pueblo del sol.

Por: Miguel León-Portilla.

 

En los manuscritos de cantares prehispánicos se deja entrever cuál fue la actitud de los mexicas al sentirse libres de cualquier sujeción, como dueños absolutos de la tierra que les tenía asignada su dios. Varios son los himnos, verdaderos cantos épicos, en que los antiguos forjadores de poesía expresaron su orgullo de ser pueblo predestinado al triun­fo en la guerra; seguidores de Huitzilopochtli, identificado con el Sol.

 

La composición literaria que exalta a la ciudad de Tenochtitlan fue compuesta al parecer varios años después de la victoria sobre los tecpanecas de Azcapotzalco. En ella, a tra­vés de un enjambre de símbolos, surge lumi­nosa la imagen de la metrópoli edificada en medio de los lagos. Tenochtitlan es la casa del Dador de la vida. El a su vez la protege, la embellece y le da su palabra de mando: aurora de guerra, voluntad de conquista, atributo irrenunciable de la gente que allí mora. He aquí la versión del texto náhuatl:

 

Haciendo círculos de jade se muestra la ciudad,

irradiando rayos de luz, cual plumas de quetzal,

se levanta México-Tenochtitlan.

Allí son llevados en barcas los nobles:

sobre ellos se extiende florida niebla.

 

¡Es tu casa, Ipalnemohuani, Dador de la vida!

Reinas tú aquí.

En Anáhuac se oyen tus cantos:

sobre los hombres se extienden.

 

En Tenochtitlan se yerguen los sauces blancos,

aquí las blancas espadañas:

tú, cual garza azul, extiendes tus alas volando,

tú las abres y embelleces a tus siervos.

 

Huitzilopochti revuelve la hoguera,

da su palabra de mando

hacia los cuatro rumbos del universo.

¡Hay aurora de guerra en la ciudad!

 

La realización del destino de Tenoch­titlan iba a depender en gran medida de la sagacidad y sabiduría de sus dirigentes, entre ellos los sacerdotes, sabios maestros y jue­ces, capitanes y guerreros, jefes de los mer­caderes y artistas. Las decisiones más importantes tenían que corresponder, como es obvio, a los gobernantes supremos, a la serie de tlatoque, elegidos por los mexicas hasta los días de la conquista.

 

Un período de transformaciones.

 

Los años que siguieron al triunfo sobre Azcapotzalco constituyen -conviene reiterarlo- un período de cambios radicales. Itz­ecóatl, el huey tlatoani vencedor, asistido siempre por su eficaz consejero Tlacaélel, fue quien inició las reformas. Primeramen­te concedió títulos de nobleza a los capitanes que se habían distinguido en la guerra. Luego hizo distribución de las tierras conquistadas. No sólo los nobles o pipiltin se vieron favore­cidos, sino también la gente del pueblo, los integrantes de los calpulli o barrios, gozaron de semejante benefició. Tanta importancia tuvo esta antigua distribución de tierras que, todavía en tiempos de Nueva España, en algunas reclamaciones formuladas por indíge­nas, como en la que se incluye en el Códice Cozcatzin, se apeló expresamente a esta temprana disposición de Itzcóatl y Tlacaélel.

 

Sobre la decisiva influencia que tuvo Tla­caélel en el ánimo de Itzcóatl, conviene recor­dar algunos testimonios sumamente expresivos. En el Códice Ramírez se dice: "No se hacía en todo el reino más que lo que Tla­caélel mandaba...". Por su parte, la Crónica Mexicáyotl adjudica a Tlacaélel un título que no se ha encontrado atribuido a ningún otro señor o jefe de la nación azteca. Dicho título es el de Cemanáhuac tepehua, que literalmente tra­ducido, significa "conquistador del mundo". He aquí un expresivo pasaje de la Séptima relación del cronista Chimalpain:

 

"El primero en la guerra, el varón fuerte, Tlacaélel, como se verá en los libros de años, fue quien anduvo proclamando, quien anduvo siempre persuadiendo a los mexicas de que su dios era Huitzilopochtli..."

 

En realidad, si se da crédito al conjunto de testimonios que se conocen sobre la actua­ción de Tlacaélel, se habrá de reconocer su capital importancia no sólo durante el reinado de Itzcóatl, sino también a lo largo de posteriores gobiernos de Moctezuma Ilhui­camina y Axayácatl. A sugerencia de Tlacaélel, además de los títulos de nobleza otor­gados y de la repartición de tierras, se im­plantaron otros cambios fundamentales en la organización política, social, económica y religiosa.

 

Tlacaélel.

 

“Como puede verse, las nuevas reformas de Tlacaélel se refieren a tres aspectos básicos:

 

Organización política y jurídica;

 

Cambios en la administración económica; y finalmente,

 

Modificaciones en la organización sacerdotal y en las formas de culto que debían darse a sus dioses.

 

“Respecto de este último punto, es conveniente recordar que ya mucho antes de los tiempos aztecas se practi­caban los sacrificios humanos. Sin embargo, en lo que toca a la frecuencia de este rito, verosímilmente puede afir­marse que fue Tlacaélel quien elevó su número, de acuerdo con la idea de pre­servar la vida del Sol con la sangre de las víctimas.

 

“En honor de Huitzilopochtli se empe­zó a edificar luego -por consejo también de Tlacaélel- un templo mayor, rico y suntuoso. En él se iban a sacrifi­car numerosas víctimas al Sol-Huitzilopochtli, que había llevado a los mexicas a realizar grandes conquistas: primero de los señoríos vecinos, y luego de los más lejanos de Oaxaca, Chiapas y Guatemala. Hablando con el rey Mocte­zuma Ilhuicamina, a propósito de la de­dicación del templo mayor de Tenoch­titlan, se expresó así Tlacaélel:

 

‘Sacrifíquense esos hijos del Sol, que no faltarán hombres para estrenar el templo, cuando estuviese del todo aca­bado. Porque yo he pensado lo que de hoy más se ha de hacer; y lo que se ha de venir a hacer tarde, vale más que se haga desde luego, porque no ha de es­tar atenido nuestro dios a que se ofrezca ocasión de algún agravio para ir a la guerra. Sino que se busque un cómodo y un mercado donde, como a tal mer­cado, acude nuestro dios con su ejérci­to a comprar víctimas y gente que cama; y que bien, así como a boca de comal de por aquí cerca halle sus tor­tillas calientes cuando quisiera y se le antojase comer, y que nuestras gentes y ejércitos acudan a estas ferias a com­prar con su sangre y con la cabeza y con su corazón y vida las piedras pre­ciosas y esmeraldas y rubíes y las plu­mas anchas y relumbrantes, largas y bien puestas, para el servicio del admi­rable Huiztilopochtli’.

 

“Disposiciones de Tlacaélel, introduci­das después de la muerte de ltzcóatl, cuando reinaba ya en México-Tenoch­titlan el valeroso Moctezuma Ilhuicamina:

 

“Era entonces Tlacaélel ya hombre muy experimentado y sabio. Y así por su consejo e industria puso el rey Moc­tezuma, primero de este nombre, en mucho orden y concierto todas sus repúblicas.

 

“Puso consejos casi tantos como los que hay en España. Puso diversos consistorios que eran como audiencias de oidores y alcaldes de corte: asimismo otros subordinados como corregidores alcaldes mayores, tenientes, alguaciles mayores e inferiores, con un concierto tan admirable que entendiendo en di­versas cosas, estaban de tal suerte su­bordinados unos a otros, que no se impedían, ni contundían en tanta di­versidad de cosas, siendo siempre lo más encumbrado el consejo de los cua­tro príncipes que asistían con el rey, los cuales, y no otros, daban sentencias en otros negocios de menos importan­cia, pero habían de dar a éstos memo­rial de ello; los cuales daban noticias al rey cada cierto tiempo de todo lo que en su reino pasaba y se había hecho.

 

“Puso asimismo este rey por consejo e industria del sabio Tlacaélel en muy gran concierto su casa y corte, ponien­do oficiales que le servían de mayordo­mos, maestresalas, porteros, coperos pajes y lacayos, los cuales eran sinnú­mero, y en todo su reino sus factores, tesoreros y oficiales de hacienda. Todos tenían cargo de cobrar sus tributos, los cuales le habían de traer por lo menos cada mes, que era como queda ya referido, de todo lo que en tierra y mar se cría, así de atavíos, como de comida.

 

“Puso asimismo no menos orden que éste, ni con menos abundancia de ministros de jerarquía eclesiástica de sus ídolos, para lo cual había tantos minis­tros supremos e ínfimos que me certi­fican que venía a tal menudencia que para cada cinco personas habla uno, que los industriaba en su ley y culto de sus dioses.

 

“Así fue consolidando Tlacaélel la grandeza mexícatl. Sirviéndose del bra­zo poderoso de Moctezuma Ilhuica­mina, comenzó a extender los dominios del naciente imperio. Primero fue la conquista de Tepeaca. Más tarde los ejércitos aztecas se lanzaron sobre los huastecos, sobre la gente de Orizaba sobre los mixtecos de Coaixtláuac. Con­secuencia inmediata de estas conquistas fue el engrandecimiento de México-Tenochtitlan.

 

“Afluían a la capital azteca algunos tributos procedentes de las regiones sometidas. Fray Diego de Durán, co­piando de una antigua crónica indíge­na, como lo dice expresamente, refie­re que entre otras cosas llegaban a la ciudad grandes cantidades de oro en polvo y en joyas, piedras preciosas, cristales, plumas de todos colores, ca­cao, algodón, mantas, mantas labradas con diferentes labores y hechuras, escudos, pájaros vivos de las más preciadas plumas, águilas, gavilanes, garzas, pumas, tigres vivos y gatos monteses que venían en sus jaulas, conchas de mar, caracoles, tortugas chicas y gran­des, plantas medicinales, jícaras, pintu­ras curiosas, camisas y enaguas de mujer, esteras y sillas, maíz, frijoles y chía, madera, carbón, diversas clases de frutos. Tras esta larga enumeración de los principales tributos pagados, con­cluye el texto diciendo que:

 

‘Tributaban las provincias todas de la tierra, pueblos, villas y lugares, des­pués de ser vencidos y sujetados por guerra y compelidos por ella, por cau­sa de que los valerosos mexicanos tu­viesen por bien de bajar las espadas y rodelas, y cesasen de matarlos a ellos y a los viejos y viejas y niños por re­dimir sus vidas y por evitar la destruc­ción de sus pueblos y menoscabos de sus haciendas. A esta causa se daban por siervos y vasallos de los mexicanos y les tributaban de todas las cosas cria­das debajo del cielo...’”.

 

(De Miguel León-Portilla: Los antiguos mexicanos, págs. 96-98, México, 1970).

 

Una nueva conciencia histórica.

 

Paso previo en el pensamiento del sagaz consejero fue forjar lo que hoy llamaríamos una "conciencia histórica", de la que pudieran estar orgullosos los mexicas. Reunido Tlacaélel con Itzcóatl y otros jefes principa­les, se acordó quemar los antiguos libros de pinturas de los pueblos vencidos y algunos de los mismos mexicas, porque en ellos, en vez de reconocerse el verdadero destino de los escogidos de Huitzilopochtli, se daba cabida a apreciaciones erróneas. Se concibió entonces la historia como instrumento de exaltación de la propia grandeza y de la do­minación sobre otros pueblos. Del Códice matritense proviene el texto que refiere cómo tuvo lugar esta quema de libros de pinturas:

 

Se guardaba su historia,

pero entonces fue quemada:

cuando reinó Itzcóatl en México.

Se tomó una reso1ución,

los señores mexicas

(Tlacaélel, Moctezuma Ilhuicamina y otros)

dijeron:

No conviene que la gente

conozca estos libros de pinturas.

Los que están sujetos,

se echarán a perder,

y andará torcida la tierra,

porque en ellas se guarda mucha mentira

y muchos en estas pinturas han sido tenidos

falsamente por dioses.

 

Quemados los viejos libros de pinturas, se elaboró entonces una nueva visión de la historia. Las fuentes indígenas de proceden­cia mexica que hoy se conservan son la mejor prueba. Concebidas para ser fundamento de la propia grandeza, se subraya en ellas la importancia del pueblo de Huitzilopochtli, relacionándolo de diversas formas con los toltecas y con otras naciones poderosas. Los antiguos númenes tribales, Huitzilopochtli y su madre Coatlicue, se sitúan en el mismo plano que las divinidades creadoras venera­das por los toltecas.

 

Visión místico-guerrera del mundo.

 

No sólo la historia, sino también el pensamiento religioso fueron objeto de nuevos modos de interpretación. Esto sobre todo se hace patente en los mitos de contenido cosmogónico. De tiempo atrás se sabía que el mundo había existido de manera intermitente a tra­vés de varias edades o soles. En cada caso, después de un período de luz y de vida, había habido un cataclismo. Se sucedieron así las edades o soles de tierra, viento, fuego y agua. La edad presente, quinta de la serie, había tenido su origen en Teotihuacán, cuando los dioses, reunidos junto al fogón divino, crearon un nuevo sol, llamado de movimiento. En esta quinta edad vivió Quetzalcóatl en Tula, era el sol bajo el cual el pueblo mexica debía desarrollar su historia.

 

El quinto sol, al igual que los ante­riores, terminaría un día. Precisamente esta idea del acabamiento cósmico, que para otros era motivo de preocupación angustiosa, fue para los mexicas raíz de su visión místico-guerrera del mundo. Debía haber también un modo de posponer indefinidamente el cataclismo final. Si los dioses se habían sa­crificado en Teotihuacán para que el sol se moviera y los hombres existieran, de igual forma, con el sacrificio de los humanos, con su sangre, debía fortalecerse la vida del sol. Multiplicando los sacrificios de hombres, cuyo corazón y sangre se ofrecieron al Sol-Huitzilopochtli, éste, lejos de desfallecer, mantendría henchida de luz la edad presente, los tiempos históricos, el ámbito de prepotencia de su pueblo escogido.

 

Los ideales mexicas de hegemonía y de conquista recibieron así su justificación más plena. Había que luchar según lo expresó Tlacaélel "para recoger y atraer a sí y a su servicio (del Sol-Huitzilopochtlil) a todas las naciones con la fuerza de su pecho y de su cabeza...". Situados los aztecas al lado de Huitzilopochtli, no dudaron ya de que reali­zaban una suprema misión al someter a otras naciones y obtener víctimas para el sacrificio. Las guerras de conquista, emprendidas por cuenta propia, y no como antes en servicio de Azcapotzalco, adquirían honda connota­ción religiosa y un sentido de místico acerca­miento a la divinidad de cuya fuerza dependía el existir del mundo y la totalidad de los seres humanos.

 

Reestructuración del Estado azteca.

 

Cimentada la nueva visión de la historia, con el pasado y la realidad entera concebidos en función del destino del Pueblo del Sol, consagró Tlacaélel su atención al logro de sus ­ya proclamados ideales. Ello implicaba diversas formas de reorganización en la estructura del Estado azteca. En el campo político, además de haber otorgado títulos de nobleza y mando a los guerreros que se habían distinguido en la lucha contra Azcapotzalco, debía darse mayor agilidad a la administración pública en sus distintos niveles. Entre otras cosas se organizaron varios consejos o cuer­pos colegiados, que debían auxiliar al huey tlatoani y al cihuacóatl en tareas específicas. El más importante de estos consejos, el Tlatocan, estaba integrado por cuatro nobles o pipiltin, que actuaban como jueces de la más alta jerarquía; su opinión siempre se tomaba en cuenta en asuntos particularmente difíciles o de primordial importancia; eran electores y posibles elegidos en caso de muer­te del gobernante supremo.

 

Por sugerencia de Tlacaélel, se dispuso la organización de otros varios cuerpos auxi­liares. El cronista fray Diego Durán, al describir con cierto detalle sus funciones, propor­ciona buen ejemplo de “una aculturación conceptual”. Es decir que, para hacer com­prensible a sus lectores hispanos lo que desea exponer sobre los sistemas de organización indígena, se vale muchas veces de conceptos y vocablos tomados de la terminología polí­tica y judicial española. A pesar de esto -que puede ser un escollo para acercarse a la men­talidad mexica- su exposición refleja lo que pudo él indagar basándose en testimonios nativos de primera mano. Entre otras cosas Durán escribió lo siguiente:

 

"Puso Tlacaélel consejos casi tantos como los que hay en España. Puso diversos consistorios que eran como audiencias de oidores y alcaldes de corte; asimismo otros subordinados como corregidores, alcaldes ma­yores, tenientes, alguaciles mayores e inferiores, con un concierto tan admirable que, entendiendo en diversas cosas, estaban de tal suerte subordinados unos a otros, que no se impedían, ni confundían en tanta diversidad de cosas, siendo siempre lo más encumbrado el consejo de los cuatro príncipes que asistían con el rey, los cuales, y no otros, daban sen­tencias en otros negocios de menos importancia, pero habían de dar a éstos memorial de ello; los cuales daban noticias al rey cada cierto tiempo de todo lo que en su reino pasaba y se había hecho.

 

“Puso asimismo este rey, por consejo e industria del sabio Tlacaélel, en muy gran concierto su casa y corte, poniendo oficiales que le servían de mayordomos, maestresalas, porteros, coperos, pajes y lacayos, los cuales eran sinnúmero, y en todo su reino sus factores, tesoreros y oficiales de  hacienda. Todos tenían cargo de cobrar sus tributos, los cuales le habían de traer por lo menos cada mes, que era como queda ya referido, de todo lo que en tierra y mar se cría, así de atavíos como de comida.

 

“Puso asimismo no menos orden que éste, ni con menos abundancia de ministros de jerarquía eclesiástica de sus ídolos, para lo cual había tantos ministros supremos e ínfimos que me certifican que venía a tal me­nudencia que, para cada cinco personas, había uno que los industriaba en su ley y culto de sus dioses...”.

 

A través de estos cuerpos y consejos, base de una más eficaz administración estatal, Tlacaélel fue consolidando la grandeza interna de la nación mexica.

 

Las primeras conquistas de los mexicas.

 

Los ejércitos de Tenochtitlan some­tieron primeramente los señoríos de  Cuitláhuac, Cuauhnáhuac, Tlachco (Taxco) y Yohuallan (Iguala), los dos últimos en territorio del actual estado de Guerrero. Por su parte el reino aliado de Tetzcoco había ensan­chado sus fronteras, contando con el apoyo de Itzcóatl. Los dominios de la Triple Alianza llegaron a abarcar, por el oriente, varios señoríos, como los de Cuauhquechollan (Huaquechula) e Itzocan (Izúcar) en el estado de Puebla.

 

Reinado de Moctezuma Ilhuicamina.

 

A Itzcóatl, que falleció en 1440, sucedió en el rango de huey tlatoani el príncipe Moctezuma Ilhuicamina. Este, de valor bien comprobado en la guerra de Azcapotzalco, era hijo de Huitzilíhuitl y medio hermano, por la rama paterna, de Tlacaélel. Entre los primeros empeños de Moctezuma debe mencionarse la orden de comenzar a edificar un templo mayor, más rico y suntuoso, en honor de Huitzilíhuitl. En él debían sacrificarse numerosas víctimas de entre los cau­tivos hechos en las nuevas guerras, dirigidas a ensanchar los dominios del Pueblo del Sol.

 

Conquistas en tiempos de Moctezuma Ilhuicamina.

 

Moctezuma Ilhuicamina sometió a los otomíes de Xilotepec y penetró hasta la re­gión de Zimapan. Por el sur afianzó primeramente el poder mexica en tierras de los actua­les estados de Morelos y Guerrero, preparán­dose para la penetración de sus ejércitos en varios puntos de Oaxaca y Veracruz. Hacia 1458 emprendió varias campañas contra el señorío mixteca de Coixtlahuacan, hasta que logró su completa sujeción tres años más  tarde.

 

La ayuda proporcionada por los tetzco­canos hizo posible el avance hacia la región del golfo de México. Hacia 1463, el territorio comprendido entre Cuetlaxtlan y Chalchiuh­cueyehcan (donde existen hoy la ciudad y puerto de Veracruz) pasó a formar parte  de las provincias tributarias de Tenochtitlan. Todavía en tiempos de Moctezuma Ilhuicamina, los mexicas se impusieron en la región de Chalco-Amaquemecan y en las de Tepeaca, al sur del estado de Puebla, y Ahui­lizapan (Orizaba), muy cerca de los grandes núcleos de población totonaca.

 

Según los testimonios de varios cronistas, entre ellos de Alvarado Tezozómoc, la afluen­cia de tributos recibidos en la metrópoli azte­ca fue grande. Entre otras cosas llegaban a la ciudad grandes cantidades de oro en polvo y en joyas, piedras preciosas, cristales, plumas de todos los colores, cacao, algodón, paños labrados con diferentes labores y hechuras, escudos, pájaros vivos de apreciada pluma, águilas, gavilanes, garzas, pumas, tigres traídos en sus jaulas, conchas de mar, caracoles, tortugas, plantas medicinales, jícaras, pinturas curiosas, camisas y enaguas de mu­jer, capas y bragueros, esteras y sillas, maíz, frijol, chía, madera, carbón y toda suerte de frutas.

 

Expedición en busca del mítico Aztlán.

 

En medio de tal abundancia, Moctezu­ma Ilhuicamina, aconsejado por Tlacaélel, puso en marcha diversos proyectos dirigidos al engrandecimiento de la nación mexica. Entre otras cosas, Moctezuma envió una expedición  en busca del mítico lugar llamado Aztlán, de donde se decía que procedían los aztecas. La idea subyacente era descubrir de manera tangible las raíces del pasado remoto.

 

Confundiendo artificiosamente la realidad y el mito, cuando regresaron los enviados afirmaron haber descubierto el antiguo lugar de las Siete Cuevas, Chicomóztoc, y el vio Culhuacán, junto a una gran laguna, en don­de todavía vivía la madre de Huitzilopochti, la diosa Coatlicue. Los emisarios afirmaron haberla contemplado y haberle hecho presen­tes, a nombre de los aztecas y del señor de éstos, Moctezuma Ilhuicamina.

 

Esta expedición a las llanuras del norte, con la mítica visita a Coatlicue, que parece recordar la entrevista de Sancho con Dulcinea del Toboso, pone de manifiesto, una vez más, que los mexicas estaban empeñados en encontrar y exaltar sus propios orígenes his­tóricos.

 

Persiguiendo este mismo fin, y también por consejo de Tlacaélel, Moctezuma man­dó esculpir en unos peñascos de Chapul­tepec su efigie y la  del mismo Cihuacóatl, “para que viendo allí nuestra figura, se acuer­den nuestros hijos y nietos de nuestros grandes hechos y se esfuercen en imitarnos”.

 

Crecía así cada vez más el prestigio y la gloria del Pueblo del Sol. Es cierto que tam­bién hubo que hacer frente a grandes problemas, no ya sólo de guerras, sino también de calamidades, como la famosa gran hambre, que comenzó el año de 1454 y duró otros dos más, debida a una sequía que asoló al valle de México y sus alrededores. Sin embargo, de esta y de otras dificultades salieron adelante los mexicas, apoyados siempre en su voluntad indomable, manifiesta desde los tiempos de su peregrinación.

 

El primero de los Moctezuma murió en un año 2 Pedernal (1468), tras un largo reinado de casi tres décadas. A su muerte, los electores mexicas ofrecieron a Tlacaélel el rango supremo de huey tlatoani. Pero el sagaz consejero que, ya desde la muerte de Itzcóatl, había desechado otras sugerencias en el mismo sentido, rehusó nuevamente el cargo. A instancias suyas se eligió entonces a Axayácatl, que, por cierto, era el menor de los tres hermanos que habrían de sucederse en el trono mexica. El padre de éstos había sido un noble, hijo de Itzcóatl, que nunca ocupó el rango de huey tlatoani. Su nombre era el mismo que el del célebre señor de Azcapotzalco, es decir, Tezozomoctli.

 

Reinado de Axayácatl.

 

El gobierno de Axayácatl prosiguió las conquistas llevadas a cabo por los ejércitos mexicas.

 

Entre éstas hubo una en extremo signifi­cativa, la de la ciudad gemela y hermana, situada en el islote vecino conocido con el nombre de Tlatelolco.

 

En apariencia, los motivos de la guerra fueron de índole familiar. Una hermana de Axa­yácatl, casada con el señor de Tlatelolco, Moquíhuix, se quejó de las ofensas e infide­lidades de su esposo. Aunque esto fue la ocasión de la guerra, en el corazón de los mexicas existía ya la determinación de im­ponerse de manera absoluta sobre sus her­manos de Tlatelolco. La lucha, que estalló en 1473, fue rápida y fácil. De ella resultó la incorporación total de Tlatelolco a Te­nochtitlan.

 

Consumada la victoria,  Axayácatl dirigió personalmente una campaña contra varios señoríos mazahuas, matlatzincas y  otomíes, establecidos en el valle de Toluca. Según cuenta Diego Durán, para poder salir al frente del ejército mexica, tuvo Axayácatl que in­terrumpir otras formas de actividad de mucho interés. Las antiguas doctrinas religiosas, la poesía y la ciencia del calendario, que le eran familiares desde sus días de estudiante en el Calmécac, seguían cautivando su aten­ción. Hasta poco antes de emprender las conquistas, se hallaba ocupado en vigilar cómo se tallaba la que Durán  describe como “piedra famosa y grande, muy labrada, donde estaban esculpidos las figuras de meses, años, días y semanas, con tanta curiosidad. que eran cosa de verse”.

 

Interrumpiendo la supervisión directa del trabajo de los canteros, que estaban por terminar la que actualmente se conoce como “piedra del Sol”, marchó Axayácatl a someter a los mencionados grupos habi­tantes del valle de Toluca. Esta vez una grave herida en un muslo costó el triunfo a Axayácatl.

 

La guerra contra los tarascos.

 

Las celebraciones de la victoria fueron largas y solemnes en Tenochtitlan. El anciano consejero Tlacaélel concibió con renovado en­tusiasmo la idea de emprender otra conquista de suma importancia.

 

Era absolutamente necesario  imponerse sobre los habitantes de Michoacán y, con los cautivos que de allí habían de traerse, inaugurar al fin el recinto en donde iba a colocarse la piedra del Sol, obra en la que tanto empeño había puesto Axayácatl. Hacia 1478, el so­berano y sus aliados, con un ejército que, según los cronistas, estuvo formado por veinticuatro mil hombres, marcharon con rumbo al occidente, hacia la región poblada por las renombrados purépechas. El histo­riador indígena Chimalpahin conserva un fragmento del discurso que, según la tradi­ción, pronunció entonces Axayácatl:

 

Ahora nos acercamos a Michoacán,

sobre ellos han caído,

habrán de caer los viejos guerreros mexicas,

allá vendrán a exponerse al peligro,

vendrán a terminar la obra de viejos águilas,

el guerrero,

el águila experimentada,

el Huitznáhuatl,

la antigua nobleza...

 

Situados ya los mexicas en territorio enemigo, muy cerca de Tlaximaloyan (Tajimaroa), descubrieron por sus espías que el ejército de Michoacán era, según se dijo, más poderoso puesto que tenía cerca de cuarenta mil hombres. Lo imprevisto e inevita­ble sucedió entonces. Los mexicas –citando las palabras de Diego Durán- “acometieron a los tarascos, y fue tan sin provecho la reme­tida, que como moscas -dice la historia- que caen en el agua, así cayeron todos en manos de los tarascos. Y fue tanta la mortandad que en ellos hicieron, que los mexicanos tuvieron por bien de retirar la gente que quedaba porque no fuese consumida y acabada.

 

Triste fue esta vez el regreso a Tenoch­titlan. La descripción hecha por los cronistas indígenas, tanto de la llegada de los sobrevivientes derrotados como de las exequias y otras ceremonias religiosas que tuvieron en­tonces lugar, es ciertamente dramática:

 

"Los viejos comenzaron a cantar, y todos atados y trenzados los cabellos, con cueros colorados, señal de tener tristeza por su ca­pitán, y como buenos soldados y amigos, hacían aquel sentimiento, ayudando con lágrimas a las mujeres, hijos y parientes...". Axayácatl fue confortado y consolado por los sacerdotes, los nobles, los ancianos y en especial por Tlacaélel. Mas no por esto se apaciguó su profundo dolor, según refleja un poema suyo, compuesto, a lo que parece, poco tiempo después de su regreso a Tenochtitlan. En el manuscrito de cantares mexicanos, en el cual se incluye, aparece esta clara anotación:

 

"Lo hizo cantar el señor Axayácatl cuando no pudo conquistar a los de Michoacán, sino que se regresó de Tlaximaloyan, porque no sólo murieron muchos capitanes y guerreros, sino que muchos se fueron huyendo...."

 

"Canto de ancianos", huehuecuícatl, se tituló la composición. En ella, si bien se hace patente el llanto de la derrota, tampoco falta una exhortación a los guerreros valientes para que recobren el ánimo y recuerden que quienes son conquistadores de tiempos antiguos, deben volver a la vida y al triunfo.

 

Fin del reinado de Axayácatl.

 

Algunos años vivió Axayácatl después de la infausta guerra de Michoacán. En ellos tuvo ocasión de alcanzar triunfos menores, como el logrado contra las gentes de la región de Tliliuhquitépec. Para él fue una gran sa­tisfacción contemplar la solemne ceremonia que se hizo al inaugurar la piedra del sol. Pero la tragedia de la derrota, única conocida por el pueblo de Huitzilopochtli, y las mur­muraciones e intrigas que despertó, habían afligido de tal forma a Axayácatl, que nun­ca pudo ya recuperarse del todo.  Poco después, hacia el año 1480, cayó gravemente enfermo. Su muerte acaeció en 1 Caña, 1481. El lapso de su reinado fue relativamente bre­ve, ya que no pasó de trece anos.

 

Quizá como único consuelo de sus últimos días, Axayácatl tenía la esperanza de que entre sus varios hijos al menos alguno habría de llegar al rango supremo de tlatoani. Sus hermanos mayores Tízoc y Ahuítzotl fueron sus sucesores inmediatos, pero al fin, no uno sino dos de sus hijos llegaron a sucederle, y por cierto en circunstancias más dramáticas aún que las que trajo consigo la derrota en Michoacán. Moctezuma II y Cuitláhuac, hijos de Axayácatl, vivirían los últimos días de grandeza de la nación azteca.

 

Respecto de Tlacaélel, que había sido sabio consejero de Itzcóatl, Moctezuma Il­huicamina y Axayácatl, parece, por el testi­monio de la Crónica Mexicáyotl que murió durante los últimos años del reinado de Axayácatl. Su fallecimiento debió ocurrir en­tre 1478 y 1480. Desaparecido el gran reformador, su influencia se siguió sintiendo, no obstante, hasta los tiempos de la conquis­ta española. Es indudable que las muertes de Tlacaélel y Axayácatl trajeron consigo una declinación transitoria en la actividad guerrera del Pueblo del Sol.

 

Fugaz reinado de Tízoc.

 

Tízoc, hermano de Axayácatl y nieto de Itzcóatl, fue el sucesor elegido. Su reinado duró tan sólo cinco años y en él mostró más bien pusilanimidad y poco ardor guerrero.

 

En su historia, Diego Durán explica su muerte precisamente por esto: “Viéndolo los de su corte tan para poco, ni deseoso de en­grandecer y ensanchar la gloria mexicana, creen que le ayudaran con algún bocado, de lo cual murió muy mozo y de poca edad. Murió el año de 1486...”.

 

Gobierno de Ahuítzotl.

 

Hermano de Tízoc y Axayácatl,  el nuevo huey tlatoani, Ahuítzotl, elegido el mismo año 1486, iba a convertir en calmada realidad muchos de los ideales del Pueblo del Sol. Desde un principio, para hacer más solemne su entronización y más grandiosa la dedica­ción del nuevo templo mayor, Ahuítzotl deci­dió emprender una amplia campaña de conquistas.

 

En la Huaxteca sometió varios señoríos y obtuvo numerosos cautivos. No satisfecho con esto, penetró luego hasta el valle de Oaxa­ca y consiguió significativas victorias sobre los zapotecas.

 

De regreso en Tenochtitlan, concluyó la edificación del suntuoso templo en honor de Huitzilopochtli y Tláloc. En las fastuosas ceremonias de su dedicación, un año más tar­de, sacrificó en honor del Sol-Huitzilopochtli gran número de cautivos, botín sagrado de las conquistas realizadas por Ahuítzotl.

 

Nuevas campañas guerreras.

 

Durante el reinado de Ahuítzotl se ensan­charon en gran manera las fronteras de la na­ción mexica. Los ejércitos de Tenochtitlan sometieron a distintos señoríos que se ha­bían rebelado, aprovechando tal vez la fama de debilidad de Tízoc, el anterior soberano. La realización de nuevas conquistas tuvo como consecuencia que quedaran al fin bajo el imperio de los mexicas casi toda la región central y grandes porciones de los territorios que comprenden los actuales estados de Guerrero, Veracruz, Puebla, Oaxaca, algunos luga­res de Chiapas y otros más allá del río Su­chiate, que marca la moderna frontera entre México y Guatemala. La larga  serie de empresas bélicas acometidas por Ahuítzotl mereció cálidos elogios de varios cronistas indígenas. El  Códice Ramírez refleja lo si­guiente:

 

“Fue este rey tan valeroso que extendió su reino hasta la provincia de Guatemala, que hay de esta ciudad, de distancia, trescien­tas leguas, no contentándose hasta los últi­mos términos de la tierra que cae al mar del Sur...”.

 

Las relaciones con Tlaxcala, Huexotzinco y Cholula.

 

Única excepción del predominio mexica en la región central la constituían los antiguos señoríos de Cholula, Huexotzinco y las cua­tro cabeceras de Tlaxcala. Circundados todos ellos por territorios dominados por Tenochtitlan, su destino en medio de frecuentes in­trigas y disensiones internas fue mantenerse a la defensiva frente a los designios del Pue­blo del Sol.

 

De hecho, entre Huexotzinco y Tlaxcala por una parte, y Tenochtitlan con los inte­grantes de la Triple Alianza por otra, se había establecido tiempo atrás una peculiar manera de pacto, que fue el origen de las “guerras floridas” (xochtyaóyotl).

 

Consistían éstas en luchas, que periódicamente debían tener lugar, con el propósito primordial de hacer prisioneros que pasaran luego a convertirse en víctimas de los sacri­ficios en honor de las deidades del pueblo vencedor. La práctica de las guerras flori­das, iniciada por lo menos desde tiempos de Moctezuma Ilhuicamina, además del hon­do antagonismo que implicaba, despertó tam­bién odios profundos entre los pueblos de las naciones contendientes. Esto último ayuda a comprender por qué, al tiempo de la apari­ción de Hernán Cortés y sus huestes, los Tlax­caltecas optaron por aliarse con ellos para combatir en contra de los mexicas, a quienes consideraban como sus más acérrimos ene­migos.

 

Incremento del comercio y establecimiento de colonias mexicas en apartadas regiones.

 

Prescindiendo del caso particular de las cuatro cabeceras de Tlaxcala y de los señoríos de Huexotzinco y Cholula, hay un he­cho que conviene destacar en relación con el conjunto de territorios sometidos a la nación azteca durante el reinado de Ahuítzotl. Se trata del gran incremento que tuvo entonces el comercio, a través de las caravanas de mercaderes que, por rutas bien definidas, lle­gaban hasta apartadas regiones de Mesoa­mérica. Prueba de la significación que llegaron a alcanzar estas actividades en tiempos de Ahuítzotl es la abundancia de informa­ción que hay sobre este asunto en dicho pe­ríodo. El Códice matritense refiere un testi­monio en el que se habla del modo como co­merciaban, por encargo de Ahuítzotl, quienes partían a las costas del Golfo o a la ruta del Pacifico. He aquí la porción más  importante de este texto:

 

Cuando había empezado el viaje,

los traficantes que van a las costas,

se dividían allá en Tochtepec (Oaxaca).

La mitad iba hacia la casa de Ayotla (e1 Pacífico)

la otra mitad entraba por allá,

por la costa de Xicalanco (golfo de México).

Los que entraban a Xicalanco

llevaban mercancía del rey Ahuítzotl

para comerciar con ella,

lo que ya se dijo:

mantas para los nobles,

bragueros para los señores,

faldas finas,

bordadas o con flecos,

medias faldas y camisas bordadas...

Cintos de oro para la frente,

collares elaborados,

collares de oro con figuras de frutas,

hechos por los orfebres de México...

 

Cuando regresaban a México,

presentaban esto ante el rey Ahuítzotl.

Todo lo habían ido a traer los comerciantes,

habían ido en comisión real,

con esto prosperaba la ciudad,

el pueblo mexica...

Por esto el rey Ahuítzotl

tenía a los comerciantes en gran estima,

los equiparaba a los nobles,

los hacia iguales,

como si fueran caballeros de guerra,

los comerciantes eran así reputados,

eran así considerados...

 

Precisamente para hacer posible la actua­ción de los distintos grupos de comercian­tes se habían establecido por orden del soberano mexica diversas guarniciones a lo largo de las rutas recorridas por los trafican­tes. Con el fin más amplio de asegurar la do­minación mexica en los territorios conquistados, ordenó asimismo el huey tlatoani que se fundaran allí diversas colonias de gentes de idioma náhuatl, procedentes preferentemen­te de las comunidades que de antiguo perte­necían a los estados miembros de la Triple Alianza.

 

Otras formas de actuación de Ahuítzotl.

 

Consagró también su atención a embellecer aún más la ciudad de Tenochtitlan. De él se dice que edificó nuevos templos y palacios y, con particular énfasis, se refiere su empeño en traer agua de Coyoacán para uso de la ciudad y para lograr un nivel uniforme en el lago. Entre otros testimonios está el del Códice Ramírez, que describe con abundantes detalles las festividades celebradas cuando el agua de Coyoacán llegó a la capital azteca.

 

Esta obra realizada por Ahuítzotl vino a ser la causa de su muerte. En efecto, el ex­ceso de agua produjo una inundación en la ciudad de México. Ahuítzotl se hallaba en aquel momento en un aposento de su palacio; quiso salir rápidamente de él, con tan mala suerte que, siendo la puerta baja, se dio un golpe en la cabeza que le produjo la dolencia de la que al fin habría de morir. Aún tuvo tiempo para reparar los daños causados por la inundación y mejorar, como nadie hasta entonces, la ciudad. Incluso llegó a empren­der una guerra para someter a los de Huitzotla, gente de origen huaxteco, que se había rebelado contra la dominación azteca. Mas, al fin, su dolencia se recrudeció y tres años después de la inundación, en 1502, murió. De él puede afirmarse que consolidó mejor que nadie el poderío de su pueblo.

 

A Ahuítzotl le sucedió, en el mismo año 10 Conejo (1502), Moctezuma Xocoyotzin, hijo de Axayácatl. Sus dieciocho años de go­bierno hasta su trágica muerte en 1520, después de recibir como huéspedes a Hernán Cortés y su gente, marcan el último floreci­miento de la nación, que alcanzó hegemonía en buena parte de Mesoamérica. Precisamen­te por darse en él reinado de Moctezuma II una máxima concentración de poder en un tiempo de presagios adversos que se vuelven realidad en la conquista, se considera adecuado remitir su estudio al capítulo final de este acercamiento a la historia prehispánica de México.

 

Antes ha de quedar constancia de las principales instituciones, formas de organiza­ción, de pensamiento y de creación cultural, alcanzadas por los mexicas a lo largo del período de su pleno desarrollo autónomo. Apa­recerá así el complejo universo de sus mitos y creencias, su ritual sagrado y su sacerdocio; también sus producciones literarias y  lo que fueron sus fiestas y representaciones dramáticas, así como los resultados de recientes investigaciones sobre sus formas de gobierno, la estructuración de la sociedad, las fuerzas y relaciones de producción. Interesa también considerar la educación mexica -como arte de forjar rostros y corazones- tanto en el hogar como en los diversos tipos de escuelas, y valorar, finalmente, la significación de sus creaciones en lo que hoy se llama el universo de su producción artística.

 

Importa, en resumen, lograr una imagen de lo que alcanzaron los mexicas como for­jadores de cultura. Ello permitirá compren­der mejor el lugar que les corresponde en el desarrollo de la civilización mesoamericana y, asimismo, la hondura del trauma, cuando, consumada la conquista española, su heren­cia se redujo según la expresión del poeta indígena “a dardos rotos y a una red hecha de agujeros”.

 

Bibliografía.

 

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Códice Borgia, ed. facsimilar con comentarios de E. Seler, México, 1963.

 

Durán, fray D.            Historia de las Indias de Nueva España y Islas de Tierra Firme (2 vols. y atlas), publicada por José F. Ramírez, México, 1867-1880.

 

Garibay K., A. M. Veinte himnos sacros de los nahuas, Informantes de Sahagún 2, Seminario de Cultura Náhuatl, Instituto de Historia, Universidad Na­cional de México, 1958.

 

León-Portilla, M. La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes, México, 1975 (4ª ed.). ­

 

López Austin, A. Augurios y abusiones. Textos de los informantes de Sahagún vol. IV, México, 1969.

 

Sahagún, fray A. de, Historia general de las cosas de Nuevo España, ed. prep. por Angel M. Garibay K. (4 vols.), México, 1956.

 

33.            La religión de los mexicas.

Por: Miguel León-Portilla.

 

Para los mexicas -al igual que para los demás pueblos mesoamericanos- cuanto exis­ta se hallaba integrado esencialmente en un universo sagrado. De aquí la suma importancia que tuvo para ellos lo que hoy se llama su religión. Esta, lejos de ser una institución aislada, era el sustrato último en el cual todo tenía su fundamento y explicación. Los cálcu­los del tiempo, las edades cósmicas y cada una de las fechas eran portadores de símbo­los y realidades divinas. A través de los ciclos de fiestas se vivía de nuevo el misterio de los orígenes y de la actuación de los dio­ses. Los edificios sagrados evocaban, por sí solos, la antigua concepción religiosa del uni­verso. Desde la infancia, quedaba de múltiples modos inserto el hombre indígena en ese mundo de símbolos. La educación en el ho­gar y en las escuelas, el trabajo, el juego, la guerra, el acontecer entero, desde el naci­miento a la muerte, encontraban en lo reli­gioso un sentido unitario.

 

Tal manera de existir y pensar resulta hoy difícil de entender, precisamente porque vivimos en una época de secularización, en la que adjudicar un carácter sagrado a lo que existe se antoja hipótesis arcaica. Y, sin embargo, así integró la realidad de su cultura el hombre prehispánico y así realizó, con sentido unitario, creaciones tan extraordina­rias como las que conocemos en el mundo de su arte o en su organización social y política.

 

Sincretismo religioso.

 

El estudio de los ritos y creencias reli­giosas del pueblo mexica y del pensamiento de sus sacerdotes y sabios ha permitido lle­gar a una probable conclusión, que ha tenido como consecuencia el planteamiento de nue­vos problemas. La probable conclusión se refiere al hecho de que en esta última etapa del México antiguo el fenómeno religioso fue resultado de una fusión de elementos de origen distinto. En él subsistían, al parecer, tradiciones de muy antiguo arraigo, comunes a casi todos los pueblos de alta cultura en Mesoamérica. Como un ejemplo, puede re­cordarse el culto a la deidad del fuego, el dios viejo, que en náhuatl se llamó Huehuetéotl.

 

En la religión mexica existían creencias y ritos que se presentan como más caracte­rísticos de este grupo desde los tiempos de su peregrinación. Puede mencionarse, como muestra, la adoración que daban a sus anti­guas divinidades tutelares, o sea a Huitzilopochtli y a su madre Coatlicue. Entre los fundadores de México-Tenochtitlan era obvia la influencia de tradiciones de origen tolteca. No ya sólo las formas de culto a dioses como Tláloc y Quetzalcóatl, sino también la aceptación de doctrinas sumamente elaboradas, como las referentes al supremo dios dual, Ometéotl, corroboran la asimilación de ele­mentos religiosos atribuidos originalmente a los toltecas.

 

El pensamiento religioso de los sabios y las creencias con mayor vigencia.

 

En el mundo mexica coexistieron, inclu­yéndose mutuamente en ocasiones, diversas creencias populares y verdaderos sistemas de pensamiento religioso debidos a los sacer­dotes y los sabios. Estos reelaboraron conceptualmente los antiguos mitos y doctrinas en función de lo que ellos llamaron la teotla­matiliztlli o sabiduría acerca de las cosas divinas. Numerosos textos permiten afirmar, por ejemplo, que el conjunto de los dioses de la religión popular vino a tener un sentido muy diferente en la concepción religiosa de los sabios. Algunos de ellos, ahondando en la herencia tolteca, llegaron a plantearse pro­blemas en torno a la suprema divinidad, Tlo­que Nahuaque, Dueño del cerca y el junto, nombrada también con los títulos de Moyocoyani, el que se inventa a sí mismo, y Ome­téotl, el  Señor de la dualidad. Su pensamien­to llegó a la formulación de otras cuestiones, como  la del sentido y propósito de la existencia en la tierra y la del destino humano más allá de la muerte. Así se manifestó entre ellos el interés por inquirir las causas de las cosas, lo que en otras culturas ha sido calificado de pensamiento filosófico.

 

En resumen puede afirmarse que, dentro de la religión y el pensamiento de los mexicas, llegó a haber evidentes contrastes. En sus fiestas, a lo largo del calendario, perdu­raron ritos como los de los sacrificios hu­manos y florecieron otras expresiones de culto con un carácter que hoy parece distinto. De esto último dan testimonio, entre otras cosas, algunos de sus himnos, expresión  de un  sentido que  se puede llamar teológico, en honor del Dador de la vida, el Dueño del cerca y del junto. De cualquier modo que se mire, el elemento religioso se hizo entrañable en la vida de este pueblo. No sólo en sus ceremonias de culto, sino también en cada momento de la existencia su reconoci­miento y su actitud se hacían presentes ante un universo esencialmente sagrado.

 

Fuentes para el conocimiento de la religión mexica.

 

Para el estudio de la religión y el pensa­miento mexicas se dispone de abundantes testimonios.

 

Los hallazgos arqueológicos realizados permiten conocer cómo eran sus recintos sagrados, pirámides, templos y monumentos. Los símbolos religiosos pueden estudiarse a tra­vés de sus esculturas, pinturas y representaciones en barro y en otros materiales. Cobran suma importancia, para asomarse a lo que fue la organización del sacerdocio y el culto a los dioses, los códices  que se conservan y los textos que, en lengua náhuatl, se recogie­ron y transcribieron en alfabeto latino pocos años después de la conquista. Pueden considerarse como fuentes secundarias algunos de los testimonios dejados en sus escritos por los cronistas  españoles en los que se reflejan, sobre todo, sus propias ideas acerca de un fe­nómeno religioso incomprensible y al que casi siempre consideraron fruto de la inspiración del demonio.

 

En las obras de los investigadores de tiempos más recientes son importantes las distintas conclusiones a que han llegado con base en las fuentes  primarias. Algunos, de todas formas, parecen haberse limitado a una mera descripción de las distintas divinidades y formas de culto. El tema de los sacrificios humanos ha sido también objeto de múltiples consideraciones.

 

De muy particular interés resultan aque­llas que constituyen un esfuerzo por compren­der esos ritos en función del contexto inte­gral de la cultura prehispánica. No han faltado ensayos exponiendo teorías del fenómeno religioso de los mexicas, como la que relaciona universalmente a las diferentes deida­des con los astros. El tema del pensamiento cosmológico y las especulaciones de carác­ter filosófico han comenzado también a ser valoradas. Para ello se ha acudido funda­mentalmente a los textos indígenas, si bien algunos estudiosos han analizado directamente el simbolismo de determinadas representaciones plásticas en busca de elemen­tos explicativos de la visión indígena del mundo.

 

Aun cuando son relativamente abundan­tes los trabajos sobre la religión y el pensa­miento de los mexicas, mucho queda todavía por esclarecer. Afortunadamente existen nu­merosas fuentes cuyo análisis y valoración críticos pueden llevar a un conocimiento, cada vez más profundo, acerca de las creen­cias y lucubraciones de los antiguos mexicanos.

 

De la rica temática que aparece en el es­tudio de la religión mesoamericana, en su versión mexica, serán tratados los siguientes puntos: los mitos del espacio tiempo primordiales o de los orígenes. cósmicos; los mitos sobre el ser y actuar de algunos dioses parti­cularmente venerados por los mexicas; las doctrinas acerca de la suprema divinidad dual, destacando sus relaciones con la advo­cación de Quetzalcóatl; las distintas creen­cias sobre los destinos después de la muer­te; el ritual y el sacerdocio.

 

Los mitos del espacio-tiempo primordiales o de los orígenes cósmicos.

 

Según el pensamiento indígena, el mundo había existido no una, sino varias veces con­secutivas. La que se llamó "primera funda­mentación de la tierra" había tenido lugar hacía muchos milenios. Tantos, que, en con­junto habían existido ya cuatro soles y cua­tro tierras anteriores a la época presente. En esas edades, llamadas "soles" por los antiguos mexicanos, había tenido lugar  cier­ta evolución en espiral, con la aparición de formas cada vez más perfectas de seres hu­manos, de plantas y de alimentos. Las cuatro fuerzas primordiales agua, tierra, fuego y viento (curiosa coincidencia con el pensamiento clásico de Occidente y del Asia) habían presidido esas edades o soles, hasta llegar a la quinta época, designada como la del Sol de Movimiento.

 

Tal vez partiendo de antiguos cultos  al Sol y a la Tierra, concebidos como principio fecundante y como madre universal, llegó a concebirse la realidad de una deidad supre­ma de naturaleza dual. Sin perder su unidad, ya que los antiguos himnos lo evocan siem­pre en singular, se afirma de él que es Ometéotl, “Dios dual”; Señor y Señora de nuestra carne (Tonacatecuhtli y Tonacacíhuatl), el cual, en una misteriosa generación y con­cepción cósmica, ha  dado origen a todo cuan­to existe.

 

El es, como se repite con frecuencia, "Madre de los dioses, Padre de los dioses, el dios supremo". En un primer desdoblamiento de su propia realidad dio origen a "cuatro hijos", los Tezcatlipocas, "Espejos que ahúman", blanco, negro, rojo y azul. Estos dio­ses, con uno de los cuales se identificará muchas veces Quetzalcóatl, símbolo de la sabiduría divina, constituyen las fuerzas pri­mordiales que pondrán en marcha la historia del mundo. El simbolismo de sus colores per­mitirá seguir su acción múltiple, identifica­dos algunas veces con los elementos naturales, con los rumbos del universo y con los períodos de tiempo que están bajo su influen­cia. Con los dioses, hijos de la suprema divinidad dual, entran de lleno en el mundo el espacio y el tiempo, como factores dinámicos que dan plenitud y vida a todo lo que es real.

 

En un principio, los hijos del dios dual obraron todos de acuerdo para echar los cimientos de la tierra, del cielo y de la región de los muertos. Apareció así el primero de los mundos que han existido en tiempos antiguos. Pronto, en un afán de prevalecer,  trató de adueñarse de él uno de los Tezcatlipocas, transformándose en sol y haciendo venir al mundo, para su propio servicio, a los  primeros seres humanos hechos de ceni­za, que no tenían otro alimento que bellotas. Como consecuencia del disgusto de los otros dioses por la osadía de su hermano, que trataba de imponerse por encima de ellos, intervino Quetzalcóatl y destruyó ese primer sol y esa tierra con cuanto en ella había. Entonces, "todo desapareció; todo se lo llevó el agua, las gentes se volvieron peces". Así, con un cataclismo, concluyó esta primera edad o sol.

 

Otras edades más existieron antes de la ­actual, según el pensamiento de los antiguos mexicanos. Fueron consecuencia de otros tantos intentos de los hijos del dios dual, empeñado cada uno en sobresalir más que sus hermanos. La segunda edad o sol trajo consigo a los gigantes, aquellos seres extraños que, al saludarse, decían: «No se caiga usted, porque el que se cae, se cae para siem­pre". Ese segundo sol pereció, porque se hundió el cielo y los monstruos de la tierra acabaron con todo. La tercera y cuarta eda­des terminaron también de un modo trágico. En la tercera, uno de los Tezcatlipocas hizo llover fuego y todo fue consumido por él. La cuarta edad,  finalmente, fue devastada por el viento que destruyó todo lo que había en la tierra. Entonces fue cuando existieron aquellos seres que el texto indígena llama tlaca-ozomatzin, "hombres-mono".

 

La quinta edad en que ahora vivimos, la época del Sol de Movimiento, tuvo su ori­gen en Teotihuacán y en ella surgió también la grandeza tolteca con Nuestro Príncipe Quetzalcóatl. Debe añadirse que, si bien el texto indígena, que a continuación se ofrece, no menciona expresamente la evolución que lle­vó a la aparición de alimentos cada vez más ricos, esta ausencia se suple en parte con el antiguo testimonio de la Historia de los me­xicanos por sus pinturas, que asigna sucesivamente a cada una de las edades las si­guientes formas de mantenimiento: primero bellotas de encina, en seguida "maíz de agua", luego cincocopi, o sea "algo muy semejante al maíz", y finalmente para la cuar­ta edad -última de las que han existido, se­gún esa relación- el maíz genuino, nuestro sustento, descubierto por Quetzalcóatl.

 

Tales son los rasgos que parecen caracterizar el mito indígena de los soles. Cada edad o sol termina siempre con un cataclis­mo Pero en vez de volver a repetirse una historia, fatalmente idéntica a la anterior, el nuevo ciclo ascendente en espiral va origi­nando formas mejores. El texto que aquí se transcribe proviene de la recopilación de Cuauhtitlán:

 

Se refería, se decía

que así hubo ya antes cuatro vidas,

y que ésta era la quinta edad.

 

Como lo sabían los viejos,

en el año 1 Conejo

se cimentaron la tierra y el cielo.

Y así lo sabían,

que cuando se cimentaron la tierra y el cielo

habían existido ya cuatro clases de hombres,

cuatro clases de vidas.

Sabían igualmente que cada una de ellas

había existido en un sol (una edad).

 

Y decían que a los primeros hombres

su dios los hizo, los forjó de ceniza.

Esto la atribuían a Quetzalcóatl,

cuyo signo es 7 Viento,

él los hizo, él los inventó.

El primer sol (edad) que fue cimentado,

Su signo fue 4 Agua,

se llamó Sol de Agua.

En él sucedió

que todo se lo llevó el agua.

Las gentes se convirtieron en peces.

 

Se cimentó luego el segundo sol (edad). Su signo era 4 Tigre.

Se llamaba Sol de Tigre.

En él sucedió que se oprimió el cielo,

el Sol no seguía su camino.

Al llegar el Sol al mediodía,

luego se hacía de noche

y cuando ya se oscurecía,

los  tigres se comían a las gentes.

Y en este sol vivían los gigantes.

Decían los viejos

que los gigantes así se saludaban:

"No se caiga usted,

porque quien se cae,

se cae para siempre".

 

Se cimentó luego el tercer sol.

Su signo era 4 Lluvia.

Se decía Sol de Lluvia (de fuego).

Sucedió que durante él llovió fuego,

los que en él vivían se quemaron.

Y durante él llovió también arena.

Y decían que en él

llovieron las piedrezuelas que vemos,

que hirvió la piedra tezontle

y que entonces se enrojecieron los peñascos.

 

Su signo era 4 Viento.

Se cimentó luego el cuarto sol,

se decía Sol de Viento.

Durante él todo fue llevado por el viento.

Todos se volvieron monos.

Por los  montes se esparcieron,

se fueron a vivir los hombres-mono.

 

El quinto sol:

4 Movimiento su signo.

Se llama Sol de Movimiento,

porque se mueve, sigue  su camino.

Y como andan diciendo los viejos,

en él habrá movimientos de tierra,

habrá hambre

y así pereceremos.

En el año 13 Caña,

se dice que vino a existir,

nació el Sol que ahora existe.

 

Entonces fue cuando iluminó,

cuando amaneció,

el Sol de Movimiento que ahora existe.

4 Movimiento es su signo.

Es éste el quinto sol que se cimentó,

en él habrá movimientos de tierra,

en él habrá hambres.

 

Este Sol, su nombre 4 Movimiento,

éste es nuestro Sol,

en el que vivimos ahora,

y aquí está su señal,

cómo cayó en el fuego el Sol,

en el fogón divino,

allá en Teotihuacán.

Igualmente fue este Sol

De Nuestro Príncipe, en Tula,

o sea de Quetzalcóatl.

 

Destruido el universo cuatro veces consecutivas por las pugnas de los dioses, se preocuparon éstos por poner fin a tanta desgracia. Fue entonces cuando se reunieron en Teotihuacán para dirimir sus envidias y dar principio a una nueva edad, la quinta  de la serie, en la que habían de nacer los hombres actuales. Esta quinta edad, que recibió el nombre de Sol de Movimiento, fue el resul­tado  de la intervención y el sacrificio voluntario de todos los hijos del dios dual.

 

Los mitos relacionados con el origen de la quinta edad.

 

El primer empeño de los dioses fue ci­mentar de nuevo a la tierra. Trajeron para esto a la que llegada a ser diosa de la tierra. Era una especie de monstruo, lleno por todas partes de ojos y bocas. Transformándose en serpientes dos de los Tezcatlipocas, circun­daron a la diosa de la tierra, apretándola con tal fuerza, que la partieron en dos. De una de sus mitades hicieron la superficie de la tierra y de la otra la bóveda del cielo. Hecho esto, para compensar de algún modo el daño que le habían causado, dispusieron los dio­ses que de ella nacieran todas las cosas. De sus cabellos se originaron los árboles, las flo­res y las hierbas. En su piel brotaron las hierbecillas. De sus múltiples ojos se originaron las fuentes y las cavernas pequeñas. De su boca nacieron los ríos y las cuevas muy grandes. Las montañas y los valles provinie­ron de su nariz y de sus espaldas. Así, de la realidad viviente de la diosa fue surgien­do todo lo que existe. Restaurada la tierra, los dioses reunidos en el recinto de Teotihuacán se preocuparon por formar de nuevo el Sol, la Luna y los se­res humanos con lo que habría de ser su alimento.

 

“Aún era de noche, no había todavía ni luz, ni calor.” Tales son las palabras con que se introduce el mito de la creación del Sol en Teotihuacán. Cuatro días estuvieron allí reunidos los dioses alrededor del "fogón divino". Estuvieran deliberando acerca de­ quién habría de arrojarse al fuego para convertirse en el astro que alumbra el día. Hubo dos candidatos: el arrogante Tecuciztecatl, "Señor de los caracoles", y el modesto Nanahuatzin, "el bubosillo". El primero de ellos, buscando la solemnidad y la gloria, hizo ofrendas con espinas de oro y plumajes de quetzal; Nanahuatzin, en cambio, practicó su penitencia ritual, como la que más tarde habrían de adoptar los sacerdotes del México antiguo.

 

Llegó, por fin, el momento de la prueba. Tecuciztécal se dispuso a lanzarse al fuego para convertirse en Sol, a la vista de todos los dioses. Pero el dios arrogante lo intentó cuatro veces y otras tantas tuvo miedo a las brasas encendidas. Los dioses  consideraron que era ya tiempo de que el humilde Nanahuatzin probara a su vez. Nanahuatzin escuchó la invitación de los dioses y, cerran­do los ojos, se arrojó al fuego, en el que bien ­pronto se consumió. Al  ver esto Tecuciztécatl, tardíamente, se arrojó también a la hoguera. El humilde dios bubosillo, que fue el primero en arder, apareció al fin convertido en Sol; Tecuciztécatl, temeroso y tardío, sólo logró transformarse en la Luna. Sol y Luna aparecieron en el firmamento. Pero, con asombro de todos los dioses, no se movían.

 

Fue necesario que los dioses allí reunidos aceptaran someterse al sacrificio de la muer­te para que el Sol y la Luna se movieran al fin, uno durante el día y la otra durante la noche.

 

Así fueron restaurados y puestos en movimiento el Sol y la Luna, gracias al sacri­ficio de los dioses. Quedaba en el mito la semilla que mucho más tarde habría de fructificar en el ritual de los cultos religiosos aztecas. Si por el sacrificio de los dioses se hizo posible el movimiento y la vida del Sol, tan sólo por el sacrificio de los hombres, que­ desempeñarán en la tierra el papel de los dioses, podrá preservarse su vida y su mo­vimiento, evitándose así el cataclismo que, como en las edades antiguas, podría poner fin a este Sol y a este tiempo en que viven los seres humanos.

 

De igual modo que para crear al Sol y la Luna, así también para restablecer a los hombres en la tierra, volvieron a deliberar los dioses. Esta vez fue Quetzalcóatl, símbolo de la sabiduría divina, quien aceptó ir a la región de los muertos en pos de los huesos preciosos de los hombres de otras eda­des. Acompañado tan sólo por su nahual, especie de doble de Quetzalcóatl, desciende éste al mundo de los muertos, donde tiene que hacer frente a una serie de pruebas y dificultades que le pone Mictlantecuhtli, "señor de la región de los descarnados". Al fin Quetzalcóatl reúne los huesos de hombre y mujer y los lleva al mítico lugar de Tamoanchan. Allí, una vez más, se reúnen los dio­ses y, después de moler los huesos en un barreño precioso, Quetzalcóatl sangra sobre ellos su miembro para comunicarles la vida.

 

Una vez más el sacrificio sangriento vuelve a ser el origen del movimiento y la vida. Los hombres, como refiere el mito, se llamaron entonces macehuales, que quiere decir  "los merecidos", porque con el sacrificio de Quetzalcóatl fue posible su existencia en esta quinta edad.

 

Tales son algunas de las más antiguas creencias que, acerca de los orígenes del mundo, el Sol, la Luna y el hombre, referían los antiguos mexicanos, relacionándolos con Tamoanchan y el gran centro ritual de Teo­tihuacán. De estos mitos habrían de derivarse varios de sus ritos principales, dirigidos a repetir de algún modo la acción divina que hizo posible la vida y el movimiento en esta quinta edad del mundo.

 

Integración de la imagen espacio-temporal del universo.

 

Los mitos tratados y otros testimonios, incluidos en varios de los antiguos códices, nos permiten reconstruir, al menos en forma general, la imagen que el antiguo pensamien­to indígena llegó a forjarse de su universo espacio-temporal. Haciendo artificial pero necesaria distinción, he aquí, primeramente, su concepción del espacio.

 

La superficie de la tierra (tlaltipac) es un gran disco situado en el centro de un universo que se prolonga horizontal y verticalmente. Alrededor de la tierra está el agua inmensa (teo-atl) que, extendiéndose por to­das partes como un anillo, hace del mun­do “lo-enteramente-rodeado-por-agua” (cemanáhuac). Tanto la tierra como su inmenso anillo de agua no son algo amorfo e indeferenciado. El universo se distribuye en cuatro grandes cuadrantes o rumbos, que se abren en el ombligo de la tierra y se prolongan hasta donde las aguas que rodean al mundo se juntan con el cielo y reciben el nombre de agua celeste (Ilhuíc-atl). Los cuatro rumbos del mundo implican enjambres de símbolos. Los mexicas los describían colocándose frente al poniente y contemplando la marcha del sol: allá, por donde éste se pone, se halla su casa, es el país del color rojo; luego, a la izquier­da del camino del sol, está el sur, él rumbo del color azul; frente a la región de la casa del sol está el rumbo de la luz, de la fertilidad y de la vida, simbolizadas por el color blanco; finalmente, a la derecha de la ruta del sol se extiende el cuadrante negro del universo, el rumbo del país de los muertos.

 

Tal era el aspecto horizontal de la imagen del universo. Verticalmente, arriba y abajo de este mundo o cemanáhuac, había trece cielos y nueve pisos inferiores. Estos últimos son planos cada vez más profundos, en donde existen las pruebas que deben afrontar durante cuatro años los descarnados (los muertos) antes de descansar por completo.

 

Arriba se extienden los cielos que, jun­tándose en un límite casi metafísico  con las aguas que rodean por todas partes al mundo, forman una especie de bóveda azul surcada de caminos que corren en distintos planos, separados entre sí por lo que describen los na­huas como travesaños celestes. En los cinco primeros planos están los caminos de la Luna, las estrellas, el Sol, Venus y los planetas. Luego están los cielos de los varios co­lores y, por fin, el más allá metafísico: la región de los dioses. Por encima de todo está el Omeyocan (lugar de la dualidad), en donde existe el principio dual generador y conservador del universo.

 

Esta era la que se podría llamar, em­pleando anacrónicamente un concepto occi­dental y moderno, cosmología estática de los nahuas. Para completar la imagen es menester introducir los rasgos dinámicos, los ciclos del tiempo. En el centro del mundo, en su ombligo, como decían los nahuas, ejerce primordialmente su acción sustentadora el prin­cipio dual, que mora en lo más alto de todos los cielos. Ometéotl, actuando en el ombligo del mundo, da fundamento a la tierra (tlalla­mánac) y "la viste  de algodón" (tlallíchcaltl).

 

Al lado de este primer principio dual, ge­nerador constante del universo, existen las otras fuerzas que en el pensamiento popular son los dioses innumerables; sin embarg9, en lo más abstracto de la cosmología náhuatl constituyen las cuatro fuerzas en que se desdobla Ometéotl -sus hijos-,  las deidades que presiden los elementos: tierra, aire, fuego y agua. Estas deidades, actuando desde los cuatro rumbos del universo, introducen en él conceptos de lucha, edades, cataclismos, evo­lución y orientación espacial de los tiempos.

 

En su afán de prevalecer y dominar, cada deidad trata de dirigir por sí misma la acción vivificadora del Sol. Comienzan en­tonces las grandes luchas cósmicas, simbol­izadas por los odios entre Tezcatlipoca y Quetzalcóatl. Cada período de predominio es un sol, una edad. Luego viene la destrucción y el surgir de un nuevo mundo, en el que las plantas alimenticias y los macehuales (la gente) parecen ir evolucionando hacia formas mejores. Han terminado así cuatro soles. El nuestro es el quinto, el Sol de Mo­vimiento. En él se ha logrado cierta armonía entre los varios principios cósmicos que han aceptado dividir el tiempo de su predominio, orientándolo sucesivamente hacia cada uno de los cuatro rumbos del universo desde donde actúan las fuerzas cósmi­cas fundamentales. Nuestra edad es, pues, la de los años espacializados: años del rumbo de la luz o años de la región de los muertos, años del rumbo de la casa del Sol o de la zona azul a la izquierda del Sol. La influencia de cada rumbo se deja sentir no sólo en el universo físico, sino también en la vida de todos los mortales. El tonalámatl es el libro que permite señalar los varios influjos que sin cesar se van sucediendo, de acuer­do con una oculta armonía de tensiones que los astrólogos nativos -como los de todos los demás pueblos y tiempos- en vano se esfuerzan por conocer y dominar.

 

El destino final de nuestra edad será también un cataclismo: la ruptura de la armonía lograda "Habrá movimientos de tierra, habrá hambre y con esto pereceremos." Tal conclusión cósmica de carácter pesimis­ta, lejos de hacer perder a los mexicas su entusiasmo vital, fue precisamente el móvil último que los llevó a orientarse por el camino de un misticismo guerrero. Persuadidos de que para evitar el cataclismo final era necesario fortalecer al Sol, tomaron como misión proporcionarle la energía vital encerra­da en el líquido precioso que mantiene vivos a los hombres. El sacrificio y la guerra flo­rida, que es el medio principal de obtener víctimas para mantener la vida del Sol, fueron sus ocupaciones centrales,  el eje de su vida personal, social, militar y nacional. Su actitud, condensada en lo que se podría llamar "visión Huitzilopóchtlica del mundo", hizo de ellos el pueblo guerrero por excelencia, "el pueblo del Sol". Tal fue la reac­ción suscitada en lo más representativo de los mexicas por la amenaza del cataclismo final del quinto sol.

 

Significado de los veinte días nahuas.

 

Cipactli                       Lagarto

Ehecatl                       Viento

Calli                            Casa

Cuetzpallin                 Lagartija

Coatl                          Serpiente

Miquiztli                     Muerte

Mazatl                        Venado

Tochtli                        Conejo

Atl                              Agua

Itzcuintli                     Perro

Ozomatli                    Mono

Malinalli                     Hierba torcida

Acatl                          Caña

Ocelotl                       Tigre

Cuauhtli                     Aguila

Cozcacuautli              Zopilote real

Ollin                           Movimiento

Tecpatl                       Pedernal

Quiahuitl                    Lluvia

Xochitl                       Flor

 

Nombre náhuatl de los veinte primeros números (su sistema numeral era vigesimal).

 

1          Ce

2          Ome

3          Ye o Yei

4          Nahui

5          Ma Cuilli

6          Chicuace

7          Chicome

8          Chicuei

9          Chiconahui

10        Matlactli

11        Matlactli Once

12        Matlactli Omome

13        Matlactli Omei

14        Matlactli Onnahui

15        Caxtolli

16        Caxtolli Once

17        Caxtolli Omome

18        Caxtolli Omei

19        Caxtolli Onnahui

20        Cempoalli

 

Los meses del calendario náhuatl. Cada mes de veinte días.

 

        Izcalli

       Atlacahualo

       Tlacaxipehualiztli

       Tozoztontli

       Hueytozooztli

       Toxcatl

        Itzalcualiztli

        Tecuilhuitontli

        Hueytecuilhuitl

10º      Miccailhuitontli

11º      Hueymiccailhuitl

12º      Ochpaniztli

13º      Pactontli

14º      Hueypachtli

15º      Quecholli

16º      Panquetzaliztli

17º      Atemoztli

18º      Tititl

 

Nemontemi (5 días nefastos).

 

Los trece señores del día.

 

       Xiutecuhtli                             Dios del Fuego

       Tlaltecuhtli                             Dios de la Tierra

       Chalchiutlicue                        Diosa del agua

       Tonatiuh                                 Dios del Sol

       Tlazolteotl                              Diosa del Amor

       Mictlantecuhtli                       Dios de los Muertos

       Centeotl                                 Dios del Maíz

       Tlaloc                                     Dios de la Lluvia

       Quetzalcoatl                           Dios del Viento

10º      Tezcatlipoca                           Dios de la Providencia

11º      Chalmacatecuhtli                   Dios del Sacrificio

12º      Tlahuizcalpantecuhtli             Dios del Alba

13º      Citlalinicue                             Diosa del Cielo

 

Dioses particularmente venerados por los mexicas.

 

En un estudio completo acerca de la re­ligión de los pueblos que florecieron en el Al­tiplano central de México, sería imprescindible ocuparse de los atributos y de las jerar­quías propias de un considerable número de deidades, veneradas en algunos casos desde la época tolteca y en otros desde tiempos aún más antiguos. Para acometer semejante ta­rea podrían asumirse puntos de vista y cri­terios muy diferentes entre sí.

 

Por una parte, como lo han intentado en diversos grados varios investigadores, cabría ocuparse del estudio especifico de los nume­rosos integrantes del panteón prehispánico. En cada  caso habría entonces que valorar y analizar las informaciones aportadas por las distintas frentes, tanto a propósito de la naturaleza de las deidades, como acerca de los ritos y otras formas de culto.

 

Otra manera de acercamiento, probablemente más penetrante, en el que se tomara en cuenta la búsqueda de una estructura en el pensamiento de los sacerdotes y sabios prehispánicos, podría conducir, en cambio, a percibir diversas formas de interrelación en el universo de sus realidades sagradas Entre otras cosas cabría atender específicamente a las relaciones que guardan los distintos dioses dentro de la compleja precisión que suponen los cómputos calendáricos. Ello supondría estudiar el rico tema de los nom­bres calendáricos de los dioses. Alfonso Caso que, al menos en parte, aplicó tal tipo de enfoque a propósito de la cuenta de 260 días (el tonalpohualli), escribió al respecto: "La gran cantidad de nombres calendáricos que pueden relacionarse con los dioses sugiere que todos los  días del tonalpohualli deben haber sido considerados como nombres de alguna divinidad o por lo menos de algunas de sus atribuciones...".

 

A propósito de esto no parece fuera  de lugar añadir que el ciclo de las fiestas, de acuerdo ya con el xiuhpohualli o calendario solar de 365 días, podría describirse como principio ordenador de la liturgia prehispáni­ca en la que, con base en el transcurso y sig­nificación de los períodos de tiempo, se ha­cía presente el conjunto de los dioses que en cada momento debían ser propiciados. Así, para dar un solo ejemplo, en el que Sa­hagún designa como cuarto mes, o cuenta de veinte días, llamada Hueytozoztli (“gran vi­gilia"), se hacía particular fiesta a la deidad fomentadora de las sementeras, Cintéotl, cuyo signo calendárico era Chicome Cóatl (7 Serpiente). Entonces el signo calendárico, concebido como advocación de la diosa, ad­quiría a su vez múltiples significados, en función de sus interrelaciones en el contexto de las distintas medidas del tiempo, tanto de las implicadas por el xiuhpohualli o año solar, como por el tonalpohualli o cuenta de los destinos de 260 días. Códices como los que integran el llamado "grupo Borgia" y textos en náhuatl, como los que sirvieron de base a Sahagún para redactar los libros II y IV de su Historia general, abren ciertamente el camino para un estudio de las deidades aisladas y del conjunto de las que integraron del mundo de los seres divinos en el pensa­miento de los sabios prehispánicos.

 

Este capítulo se circunscribe a señalar diversas posibilidades de estudio. En fun­ción de ellas, podría enriquecerse lo que, a lo largo de este libro, se dice a propósito de dioses tan importantes y conocidos como Tláloc y Chalchiuhtlicue, el Señor de la lluvia y la Señora de las aguas terrestres: Xipe Tótec, nuestro Señor descarnado, dios de la fertilidad; Xiuhtecuhtli, el Señor del fuego, conocido también como Huehuetéotl, el dios viejo, o como Ixcozauhqui, el de rostro amarillo, venerado por lo menos desde la última etapa del horizonte preclásico, anterior a la era cristiana.

 

Para dar unos cuantos ejemplos, la correlación de estas deidades y sus nombres ca­lendáricos podría hacer percibir que la fecha 9 Quiáhuitl (9 Lluvia) era uno de los nom­bres con que se invocaba a Tláloc en el cen­tro ceremonial de Cholula A su vez, la fecha 9 Atl (9 Agua) aparece en la página 25 del códice Laud como estrechamente vinculada con Chalchiuhtlicue, la Señora de las aguas terrestres. El día 4 Ehécatl (4 Viento), ade­más de ser uno de los varios nombres de Quetzalcóatl, se emplea también en el Códice Telleriano Remensis, folio 13 v., como advocación en la que Tláloc y Quetzalcóatl aparecen estrechamente vinculados. Por lo que toca a Xipe Tótec, el dios de la fertili­dad, la fecha 1 Océotl (1 Ocelote), tal como se consigna en el Códice Cospi, página 29, marca la relación de esta deidad con Tlatlauhqui Tezcatlipoca, es decir, con el Tezca­tlipoca Rojo. Finalmente, entre las varias fechas relacionadas con Xiuhtecuhtli, el señor del fuego, pueden mencionarse las de 4 Cipactli (4 Cocodrilo), 1Itzcuintli (1 Perro) y 3 Itzcuintli (3 Perro), todas ellas cargadas de múltiples connotaciones.

 

Algo muy semejante podría decirse a propósito de deidades tan importantes como Tlaltecutli, que era a la vez Señor y Señora de la tierra; Xochipili, el dios del canto y la danza; Yacatecuhtli, el Señor de los mercaderes, y de dioses, como Quetzalcóatl y los Tezcatipocas de varios colores, que ocupan un lugar prominente desde todos los puntos de vista, incluyendo el de la complejidad de sus atributos y significaciones. Quetzalcóatl y los Tezcatlipocas tienen relaciones, a veces de identidad, con la suprema pareja, Ometecuhtli y Omecíhuatl, "el Señor y la Señora de la dualidad".

 

Muchos nombres y rostros de deidades femeninas parecen participar, de un modo o de otro, como advocaciones distintas, en la naturaleza de la que tantas veces recibe el epíteto de Tonantzin, "Nuestra madre". Se trata de títulos de diosas como Chicome Cóatl, la del signo calendárico 7 Serpiente, "Señora de los mantenimientos"; Xochiquetzal, "Flor preciosa"; Toci, "Nuestra abuela"; Tlazoltéotl, "Señora de la inmundicia"; Itzpapálotl, "Mariposa de obsidiana"; Mictlan­cíhuatl, “Señora de la región de los muertos”, y, para mencionar ya a una deidad con especial veneración entre los mexicas, Coatlicue, "la del faldellín de serpientes".

 

Precisamente el estudio de los atributos y actuaciones de la diosa Coatlicue, madre del numen tutelar de los mexicas, Huitzilopochtli, puede hacer comprender mejor las formas de sincretismo religioso que alcanzaron plena vigencia en el pensamiento y vida religiosos de los fundadores de México-Tenochtitlan. Si Coatlicue llegó a identificarse con la diosa madre, su hijo Huitzilopochtli vino a ser per­sonificación de Tonatíuh, el Sol, invocado con títulos como el de Ipalnemohuani, "Dador de la vida", e identificado con uno de los Tezcatlipocas, como dios que presidió uno de los soles o edades cósmicas que han existido. Respecto al papel que desempeñó Coatlicue, los textos indígenas y la gran escultura que de ella se conserva son muy elocuentes.

 

Iniciación del siglo y conducción del Fuego Nuevo.

 

Cada 52 años terminaba un siglo entre los pueblos prehispánicos mesoamericanos. Al término de cada siglo, los hombres mesoamericanos temían la destrucción de su mundo. Al final del quinto sol, su era presente, creían que perecerían por la acción del fuego y los terremotos.

 

Con el fuego nuevo se iniciaba un siglo más de 52 años. En el siguiente texto tenemos la descripción de lo que era esta ceremonia y lo que significaba para este pueblo.

 

Los sacerdotes, los ofrendadores del fuego, ya envían mensajeros hacia todas partes: les dan el encargo los ofrendadores del fuego de México.

 

Y hacia todos los lejanos rumbos parten los mensajeros, los corredores, cada uno de los que han sido elegidos, los esforzados, los viriles, los valientes guerreros, los escogidos, el corredor, el ligero de pies, el que corre como el viento. Así, rápido, harán llegar el fuego hasta sus pueblos.

 

Lo primero que preparaban, arre­glaban la tea, la llamada mazo de teas. Y ésta traían los ofrendadores del fuego. Primero la subían, la llevaban directamente a la cumbre del templo, allá donde se guarda la imagen de Huitzilopochtli. La ponían en el fogón, luego la esparcían, le derramaban polvo de copal blanco.

 

En seguida bajan. Primero llevan el fuego, lo llevan directamente al calmécac, al llamado [calmécac] de Mé­xico.

 

Después cunde, es encendido el fuego en todos los calmécac, en los calpulco. En seguida van a todos los tel­pochcalli.

 

Era cuando todos los hombres del pueblo pisoteaban, se arrojaban por el suelo, se ampollaban al coger el fuego.

 

Cuando en esta forma se había distribuido el fuego por todas partes se tranquilizaban los corazones.

 

Así lo hacían los ofrendadores del fuego en todos los pueblos. Así conducían, llevaban el fuego, se daban mucha prisa, aguijaban a los porta­dores.

 

Así lo hacían llegar rápidamente a sus casas; salía uno para darlo a otro; salía éste para tomarlo; así hacían re­levos. Sin pérdida de tiempo, sin intromisión, en poco tiempo hacían llegar, hacían resplandecer el fuego. Sólo en poco tiempo por todas partes asentaban el surgir del fuego, hacían que abriera sus corolas.

 

También lo llevaban primero allá, lo conducían directamente a su templo, a su calmécac, a su calpulco. Después esparcían el fuego por todas las demarcaciones y por las casas.

 

Coatlicue en la religiosidad de los mexicas.

 

El distinguido investigador Justino Fernández, en su clásica obra acerca de Coatlicue, estética del arte indígena antiguo, se ocupó precisamente de estudiar el enjambre de formas y relaciones cosmológicas y sa­gradas que integran la imponente estatua de la diosa madre de los mexicas. Mostrando cuáles son las estructuras fundamentales que dan a la efigie de Coatlicue, piramidal, cruciforme y humana a la vez, Justino Fer­nández descubrió en ella "la concepción azteca del espacio cósmico con todas sus di­mensiones", transformada a la vez en realidad misma de la reiteradamente invocada como Tonantzin, "Nuestra madre". El párrafo transcrito de la obra de Justino Fernández es elocuente por sí mismo. En él, atendiendo primeramente a la parte superior de la es­cultura, se ofrece la siguiente descripción:

 

"Por último, o por principio, en lo más alto llegamos a Omeyocan, el lugar en que mora la pareja divina: Ometecuhtli y Omecí­huatl, creadora por excelencia, origen de la generación de los dioses y de los hombres. Si esta masa bicéfala (con representaciones de serpientes), tomó el lugar de la cabeza y parece surgir de las entrañas mismas del todo, también hay un sentido de decapitación que alude a  Coyolxauhqui, la Luna, con lo cual se completa el sistema astral.

 

"Todavía hay que agregar las cuatro direc­ciones cardinales, que se expresan en forma de cruz, y la quinta dirección de arriba aba­jo, en cuyo centro estará Xiuhtecuhtli, "el Señor viejo", el dios del fuego. Por último, la forma piramidal, de ascenso y descenso, que va desde el fondo de la tierra, el mundo de los muertos, hasta el más alto sitio: Omeyocan. Así, la escultura no sólo está concebida exteriormente, sino que los cuerpos de las serpientes, cuyas cabezas asoman en lo más alto, provienen de sus entrañas; hay que recordar, además, que bajo sus plantas se extiende el mundo de los muertos. Toda ella, pues, vibra, vive, por dentro y por fuera, toda ella es vida y muerte; sus significaciones abarcan todas las direcciones posibles y se prolongan en ellas. En resumen, Coatlicue es, in nuce, la fuerza cósmica-dinámica que da la vida y que se mantiene por la muerte en la lucha de contrarios, tan necesaria, que su sentido último y radical es la guerra...".

 

Enjambre de símbolos, vida que se incorporó a la escultura de piedra, imagen del prin­cipio cósmico con apariencia femenina, cuerpo piramidal con orientación cruciforme hacia los rumbos del universo, dinamismo del tiem­po en el que por medio de la lucha, todo se crea, se destruye y renace, todo esto y más es la plástica representación, dramáticamente bella, de la diosa madre Coatlicue.

 

Si se recuerda ahora el mito mexica del nacimiento y primeras hazañas de Huitzilopochtli, se pueden comprender mejor los alcances del pensamiento del pueblo del Sol en torno a Coatlicue y a su hijo, el supremo nu­men protector de Tenochtitlan. De modo portentoso ocurrió la concepción de Huitzilopochtli, al. introducirse en el vientre de Coatlicue una pequeña bola de plumas finas.

 

Al quedar encinta la diosa, sus otros hij9s, Coyolxauhqui, "la de máscara de cascabeles", y los Centzon Huitznahua, “los cuatro­cientos guerreros del sur”, se irritaron grandemente, teniendo tal hecho por deshonra. Todo esto ocurrió en  Coatepec, "la montaña de la serpiente", allá por el rumbo de Tula. Coyolxauhqui, identificada con la Luna, y a su vez, los cuatrocientos  guerreros del sur, con las innumerables estrellas de la Vía Láctea, iniciaron entonces una violenta lucha contra Coatlicue, que estaba a punto de dar a luz a quien debía convertirse en el Sol.

 

Pero el mito refiere que Huitzilopochtli hablaba con su madre estando todavía en su seno. Le decía: "No temas, yo sé lo que ten­go que hacer", Así, cuando los cuatrocientos guerreros del Sur, guiados por Coyolxauhqui, se lanzaron a dar muerte a Coatlicue, enton­ces precisamente nació Huitzilopochtli. Ata­viándose al momento con las insignias de ca­pitán y armado con la serpiente de fuego, cortó la cabeza de Coyolxauhqui y acometió a sus 400 hermanos. Como lo relata el mito:

 

Huitzitopochtli se irguió,

persiguió a los cuatrocientos del Sur,

los fue acosando

desde la cumbre de la montaña de la serpiente.

Y cuando los había seguido

hasta el pie de la montaña,

los persiguió, los acosó cual conejos,

en torno de la montaña.

Cuatro veces los hizo dar vueltas.

En vano trataban de hacer algo contra él,

en vano se revolvían...

Huitzilopochtli los destruyó,

los aniquiló, los anonadó...

 

Tras aniquilarlos, se apropió de lo que había sido su destino, hizo también suyas sus armas e insignias. Así nació, en la ver­sión del mito, el doble portento de Coatlicue y de Huitzilopochtli, Señor de la guerra: el Sol, Dador de la vida.

 

El culto de Huitzilopochtli.

 

La transcripción de un antiguo himno sagrado, en el que se invoca a Huitzilopochtli, muestra claramente la importancia que éste llegó a alcanzar dentro del conjunto de dioses venerados en Tenochtitlan. Si su ma­dre Coatlicue había quedado identificada como uno de los rostros de la suprema dei­dad femenina, Huitzilopochtli recibió por su parte las más elevadas formas del culto. Su santuario se situó, con el de Tláloc, el Señor de la lluvia, en lo más alto de la pirámi­de principal, dentro del recinto del que se conoce como Templo Mayor.

 

El himno en honor de Huitzilopochtli se entonaba probablemente en forma de diálogo. Al principio un cantor habla haciendo alu­sión al joven guerrero que, identificado con el Sol, recorre su camino en los cielos. A él responde, por medio de un coro, el mismo Huitzilopochtli: él es quien ha hecho salir al Sol. De nuevo vuelve a hablar la voz de quien dirige el canto para ensalzar el portento que habita en la región de las nubes. La parte final es entonada por la comunidad, ensalzando al dios y concluyendo con varias exclamaciones de carácter guerrero:

 

-Huitzilopochtli, el joven guerrero,

el que obra arriba, va andando su camino.

-“No en vano tomé el ropaje de plumas amarillas:

porque yo soy el que ha hecho salir al sol”.

-El Portentoso, el que habita en región de nubes:

¡uno es tu pie!

El habitador de la fría región de alas:

¡se abrió tu mano!

Junto al muro de la región de ardores,

se dieron plumas.

 

El sol se difunde,

se dio grito de guerra... ¡Ea, ea, oh, oh!

Mi dios se llama Defensor de hombres.

Oh, ya prosigue, va muy ataviado de papel,

el que habita en región de ardores, en el polvo;

en el polvo se revuelve en giros.

 

-Los de Amantla son nuestros enemigos:

¡ven a unirte a mi!

 

Con combates se hace la guerra:

¡ven a unirte a mi!

Los de Pipiltlan son nuestros enemigos:

¡ven a unirte a mi!

Con combate se hace la guerra:

¡ven a unirte a mi!

 

Huitzilopochtli, el Sol, es quien da vida y conserva, alentando la guerra, la quinta edad o sol, es decir, la de los tiempos presentes. Es verdad que, desde antes, los mexicas y otros pueblos de Mesoamérica habían practi­cado las  guerras floridas, para hacer cauti­vos cuyo destino era el sacrificio. Sin embargo, cuando los mexicas hicieron suya la idea de que su propia misión consistía en extender los dominios de Huitzilopochtli, para obtener víctimas con cuya sangre debía preservarse la vida del Sol, tal forma de rito  se practicó ya con mayor frecuencia. De esto parecen dar testimonio las palabras de  Tlacaélel, el gran consejero de varios gobernantes aztecas, de dos de cuyos discursos son las siguientes líneas:

 

"Este es el oficio de Huitzilopochtli, nuestro dios, y a esto fue venido: para recoger y atraer a sí y a su servicio todas las na­ciones con la fuerza de su pecho y de su ca­beza...".

 

Este testimonio, conservado por fray Diego Durán, se complementa, a su vez, con lo que en otra ocasión, según el mismo cro­nista, manifestó también el consejero Tla­caélel.

 

“Sacrifíquense esos hijos del Sol, que no faltarán hombres para estrenar el templo (de Huitzilopochtli) cuando estuviese del todo acabado... Y que nuestras gentes y ejércitos acudan a estas ferias a comprar con su san­gre y con la cabeza y el corazón y vida las piedras preciosas y esmeraldas y rubíes y las plumas anchas y relumbrantes (las víctimas de los sacrificios) para el servicio del admi­rable Huitzilopochtli”.

 

Así, el sacrificio y las guerras floridas, medio este último de obtener víctimas para fortalecer al Sol, fueron sagrada ocupación del pueblo mexica e  interés de su vida so­cial, militar y nacional. Orientados por el camino del misticismo guerrero, a través de él integraron su peculiar visión del mundo, fundada en el concepto y la realidad de la lucha. Seguían en esto el antiguo ejemplo de los enfrentamientos cósmicos entre las antiguas deidades, cuya culminación había sido el nacimiento del quinto sol, el astro identificado con el portentoso Huitzilopochtli.

 

Tras haber destacado estos aspectos de la religiosidad de los mexicas, importa con­siderar las más antiguas doctrinas acerca de la suprema divinidad dual. Tales formas de pensamiento, con vigencia entre los mismos mexicas, tenían hondas raíces, como legado de Tula y quizá de épocas más remotas.

 

Antiguas doctrinas acerca del supremo dios dual.

 

En contraste con las creencias y formas de culto, como las mencionadas a propósito de Huitzilopochtli, identificado con el Sol, Dador de la vida, encontrarnos que hubo, en el contexto de los pueblos de idioma náhuatl, sacerdotes y sabios que continuaron especulando acerca de las antiguas doctrinas  rela­cionadas con Ometecuhtli y Omecíhuatl, "el Señor y la Señora de la dualidad". Sobre todo en las colecciones de cantares en lengua indígena hay varios textos en los que se for­mulan diversas cuestiones que apuntan directamente a este tema. Por ejemplo, en lo que toca a los posibles caminos que llevan a la morada por excelencia del dios de la duali­dad, algunos forjadores de cantos se plantearon preguntas como éstas:

 

¿Adonde iré? ¿Adonde iré?

¿El camino del dios de la dualidad?

¿Por ventura es tu casa en el lugar de los descarnados?

¿Acaso en el interior del cielo?

¿O solamente aquí en la tierra

es el lugar de los descarnados?

 

En busca de respuesta, los interrogantes mencionan tres posibilidades distintas: ¿Vive Ometéotl, el dios de la dualidad, en las regiones celestes, o abajo en el lugar de los descarnados, o solamente aquí en la tierra, donde se habla acerca de él?

 

Una respuesta, atribuida a la tradición tolteca pero enriquecida nuevamente por los sabios del período mexica, lleva una y otra vez a pensar que quien todo lo engendra y concibe, Ometecuhtli y Omecíhuatl, habita en las aguas color de pájaro azul, en la región de las nubes, más allá de los cielos, en Omeyocan, el lugar de la dualidad. Pero asimismo se afirma que el dios supremo ejerce su ac­ción sustentadora en el ombligo de la tierra y se hace presente también en la región de los muertos. Identificado en más de un antiguo texto con Huehuetéotl, “el dios viejo”, de quien se dice que es "madre y padre de los dioses", se proclama expresamente que Ometéotl  penetra la realidad entera con su realidad y su acción:

 

Madre de los dioses, padre de los dioses, el dios viejo:

tendido en el ombligo de la tierra,

oculto en un encierro de turquesas;

el que está en las aguas color de pájaro azul,

el que está sobre las nubes,

el que habita en las sombras de la región de los muertos...

 

El texto anterior, que forma parte de uno de los huehuetlatolli, discursos de los ancianos, queda corroborado por la afirmación de los sabios que, recordando tradiciones de origen tolteca, señalan como sitio principal de residencia de Ometéotl el ya mencionado Omeyocan, lugar de la dualidad, más allá de todos los pisos celestes:

 

"Y sabían los toltecas

que muchos son los cielos,

decían que son doce divisiones superpuestas.

Allá vive el verdadero dios y su comparte.

El dios celestial se llama Señor de la dualidad,

Y su comparte se llama Señora de la dualidad, Señora celeste;

quiere decir:

sobre los doce cielos es rey, es señor".

 

De interés resulta destacar el sentido de la frase en que se habla del “verdadero dios y su comparte. Para expresar la idea de "com­parte" se emplea una forma verbal sustanti­vada: i-námic. Esta última palabra, derivada del verbo naniqui (encontrar, ayudar) y del prefijo posesivo i, significa, según Alonso de Molina  en su clásico diccionario, "su igual, o cosa que viene bien y embona con otra". Considerando el sentido estricto de la pala­bra, puede traducirse i-nármic como su com­parte, indicando así  la  relación en que se halla el dios supremo con "su igual o lo que con él embona". En consecuencia Ometecuh­tli y su comparte Omeclhuatl no constituyen principios o realidades distintas, sino que comparten una misma naturaleza, característica de un supremo ser que es único y dual a la vez.

 

Existen otros varios textos que enriquecen y muestran el hondo sentido que llegó a tener esta doctrina en tomo al dios dual. Se le menciona unas veces con el nombre más abstracto de Ometéotl "dios de la dualidad". Otras se le invoca como Tonacatecuhtli y Tonacacíhuatl, "Señor y Señora de nuestra carne". Se alude a él también con frecuencia bajo la referencia de In Tonan,  In Tota, In Huehuetéotl, "Nuestra madre, nuestro padre, el dios viejo".

 

El fraile franciscano Juan de Torquemada, tratando de dilucidar lo que acerca de tal concepción religiosa llegó a percibir a tra­vés de cuanto le contaban, acertadamente escribe lo siguiente:

 

“Podemos decir que estos indios quisieron entender en esto que había Naturaleza Divi­na repartida en dos dioses (dos personas), conviene a saber hombre y mujer...”.

 

Pero si esto es lo que pudo captar fray Juan de Torquemada, los textos indígenas son todavía más ricos y reflejan mejor la pro­fundidad de las lucubraciones de los sacer­dotes y sabios en este punto. Existe un poema, tal vez la versión más antigua de las ideas acerca del principio dual, que incluye aspectos de suma importancia para compren­der el meollo de esta forma de pensamiento. Es un poema incluido en la Historia Tolteca-chichimeca, redactada sobre la base de los informes dados por indígenas de Tecama­chalco, en el actual estado de Puebla, hacia 1540; se trata de una de las mejores fuentes que poseemos para el estudio de las antiguas tradiciones de varios grupos que habían emi­grado de Tula. He aquí la versión castellana del poema:

 

En el lugar del mando,

En el lugar del mando gobernamos:

Es el mandato de mi señor principal

Espejo que hace aparecer las cosas.

 

Ya van, ya están preparados,

embriágate, embriágate,

obra el dios de la dualidad,

el inventor de los hombres,

el espejo que hace aparecer las cosas.

 

Para comprender mejor la significación de este poema conviene recordar brevemente las circunstancias en que, según la Historia Tolteca-chichimeca, fue cantado. Dos jefes de origen tolteca habían llegado frente a la cueva del “cerro encorvado” para invitar a un grupo de chichimecas a unirse con ellos. “Venimos -les dicen- a apartaros de vuestra vida cavernaria y primitiva...”

Entonces los chichimecas, que se hallaban en el interior de la cueva, exigieron que los visitantes se dieran a conocer con un cantar que los identificara. El poema que entonaron los jefes toltecas se relaciona precisamente con lo que pensaban acerca del supremo dios dual.

 

Entre los atributos de Ometéotl que se enumeran en el cantar citado están las advocaciones de ser "señor principal" e "inventor de los seres humanos". Pero además se dice que este mismo dios de la dualidad es tam­bién "espejo que hace aparecer las cosas": Tezcatlanextía.

 

Este último término se contrapone clara­mente al más conocido de Tezcatlipoca, "es­pejo que ahuma". Tal era el nombre de los primeros cuatro hijos o desdoblamientos del ser de Ometéotl: Tezcatlipoca rojo del orien­te, negro del norte, blanco del poniente y azul del sur.

 

La atribución del concepto de Tezcatlanextía, "espejo que hace aparecer las co­sas", sugiere que en un principio Tezcatlipo­ca y Tezcatlanextía fueron dos fases o aspec­tos del mismo Ometéotl, considerado en cuanto señor que oculta la realidad y asimis­mo la vuelve manifiesta. Hay más de un tex­to que refiere la identificación del rostro masculino de Ometéotl con el astro que “hace lucir las cosas”, Citlallatónac, en tanto que su aspecto femenino parece ocultarse con el nocturno "faldellín de estrellas", Citlali­nicue.

 

A este respecto pueden citarse las palabras que pronunciaba la partera cuando, después de cortar el cordón umbilical al recién nacido, la lavaba y hacía la siguiente invocación:

 

Señor, amo nuestro,

la de la falda de jade,

el de brillo solar de jade.

Llegó el hombre,

lo acá nuestra madre, nuestro padre,

el señor dual, la Señora dual,

el del sitio de las nueve divisiones,

el del lugar de la dualidad.

 

La del faldellín de jade", Chalchiuhtlicue, y "el de brillo solar de jade", Chalchiuhtlatónac, se muestran como dos títulos más de la Señora y el Señor de la dualidad. Para penetrar en el sentido de estas formas de atribución, en el texto se afirma que Ometéotl es deidad que reside y actúa en las aguas color de pájaro azul, que vive y obra por encima de las nubes. El jade (chalchíhuitl), símbolo del agua y la vida, se asocia ahora plenamente a la deidad dual. Las metáforas del faldellín que cubre a Omecíhuatl y del resplandor propio de Ometecuhtli se conservan. Pero en realidad el nuevo elemento jade-agua enriquece todavía más el enjambre de atributos metafóricamente expresados.

 

Las palabras de la partera al lavar a la criatura están apuntando a relaciones dignas de tomarse en cuenta. Dado que Chalchiuhtlicue aparece en múltiples lugares en asocia­ción directa con Tláloc, antigua deidad a quien se debe el beneficio de las aguas celestes, espontáneamente surge una pregunta: ¿Tláloc, bajo el nombre de Chalchiuhtlatónac, "el del brillo de jade", y Chalchiuhtlicue, "la del faldellín de jade", llegaron también a ser pensados, en un determinado momento, como otros aspectos del mismo supremo principio dual? En tal sentido parecen ha­berse encaminado las lucubraciones de los sacerdotes y sabios prehispánicos.

 

Las ideas expuestas en este capítulo constituyen un breve esbozo acerca del dios dual. Sus múltiples interrelaciones eran consideradas como deidades distintas por la religiosidad popular. La investigación en los códices y en los textos redactados en idioma indígena permite afirmar, además, que Ometéotl, concebido también como Tonacatecuhti y Tonacacíhuatl, "Señor y Señora de nuestra carne", al habitar asimismo en la región de los descarnados, coincide en última instancia con la doble presencia de quien gobierna en el mundo de los pisos inferiores, Mictlantecuhtli y Mictlancíhuatl, "Señor y señora del lugar de los muertos".

 

Ometéotl y Quetzalcóatl.

 

Es importante considerar la identifica­ción, que encontramos formulada en varios testimonios, entre Ometéotl y Quetzalcóatl. Bernardino de Sahagún recoge un huehuetlatolli que se expresa así:

 

¿Es verdad acaso?

¿Lo mereció el señor Quetzalcóatl,

el que inventa hombres, el que los hace?

¿Acaso lo determinó el Señor y la Señora de la dualidad?

Así fue transmitida la palabra.

 

Aparece en este contexto la distinción, que expresamente hacen algunos textos, entre el sacerdote 1 caña, Nuestro Príncipe, Quetzalcóatl (el sabio gobernante de Tula) y el dios Quetzalcóatl, del que se dice era considerado por los toltecas como divinidad suprema. Así, según el Códice Matritense: "Un dios tenían (las toltecas), lo tenían por su único dios, lo invocaban, le hacían súpli­cas, su nombre era Quetzalcóatl..." En rela­ción con esto mismo conviene destacar que la significación de la voz Quetzalcóatl no es solamente la de "Serpiente preciosa o de plumas de quetzal". Dado que la palabra cóatl, además de serpiente, significa también melli­zo (cuate), es interpretación igualmente vá­lida la de "mellizo precioso", entendiendo el término quetzal como metáfora de "algo muy estimable", adoptando el sentido que tiene en otros muchos contextos. Tal forma de interpretar el nombre de Quetzalcóatl permite comprender por qué en expresiones como la citada se dice que es "el que inventa a los hombres, el que los hace", y a continuación se precisa que ello es atributo del Señor, Señora de la dualidad.

 

Naturaleza del dios dual en sí mismo.

 

La oscura complejidad del panteón ná­huatl se ilumina de diversas formas al aten­der a lo que dejaron dicho los sabios acerca del dios dual, Ometéotl. Por una parte no es posible negar que en la religión popular se tuvieron como dioses, en número creciente, los muchos "señores" de la lluvia, el viento, el fuego, la fertilidad, los mantenimientos, la región de los muertos, la guerra, la caza, el comercio e incluso la embriaguez. Por otra parte, es menester aceptar que todas esas deidades -con frecuencia formando parejas- llegaron a ser pensadas como personificaciones del supremo principio dual que asume rostros distintos en función de sus diversas maneras de obrar. Mas para ahondar un poco más en las antiguas doctrinas que así relacionaron la multiplicidad con el ser uno y dual, se deben recordar varias de las designaciones aplicadas fundamentalmente a Ometéotl, con breve comentario acerca del sentido que tuvieron. He aquí las princi­pales:

 

In Tloque, in Nahuaque: "el dueño del cerca y del junto", es decir, aquel que está presente en todas partes, o, como con acierto tradujo fray Juan de Torquemada, "cabe quien está el ser de todo lo que existe".

 

Totecuyo, in ilhuicahua, in tlalticpaque, in mictlane: "el señor nuestro, dueño del cielo, de la tierra, de la región de los muertos".

 

Yohualli, ehécatl: "noche, viento"; advocación que tradujo Sahagún como "invisible e impalpable".

 

Moyocoyani, teyocoyani, tlayocoyani: “el que a sí mismo se inventa, el inventor de los hombres, el inventor de las cosas”.

 

La omnipresencia de Ometéot, su misterio y la plenitud de su capaciaad creadora constituyen el meollo de lo que, con estos vocablos, quisieron expresar los sabios del México antiguo. La identificación de su do­ble rostro con las manifestaciones, también duales, de otras muchas deidades, fue proba­ble consecuencia de su ser omnipresente, su misterio y su fuerza de creador.

 

De  este modo, los sabios prehispánicos, en su afán de atinar con aquello que es ver­dadero, aprisionaron en su pensamiento, por el camino de los símbolos y metáforas -flo­res y canto-, el más hondo sentido de lo que para ellos debía implicar la divinidad. Dijeron así que Ometéotl era "nuestra madre, nuestro padre", "origen de todos los dioses", “inventor de sí mismo”, “invisible e impalpable como la noche y el viento”, "espejo que ahuma y que hace aparecer a las cosas", "mellizo precioso", el que habita en el lugar de la dualidad, en el ombligo de la tierra y en la región de los muertos, el dios supremo, Tloque Nahuaque, dueño del universo que, engendrando y concibiendo en sí mismo, da ser a todo cuanto existe.

 

Si la doctrina acerca de Ometéotl con­trastaba en múltiples aspectos con las creencias de la religión popular, también difería en mucho de aquello que proclamaba la actitud oficial, místico-guerrera, de los mexicas. No significa esto, sin embargo, que la preserva­ción y el enriquecimiento del antiguo legado hayan sido ajenos a Tenochtitlan. En otros sitios dentro del valle de México, como en Tetzcoco, donde floreció el sabio y poeta Netzahualcóyotl, las antiguas doctrinas habían cobrado nueva vida, pero también existieron hombres en Tenochtitlan que, sin prescindir del culto a dioses como Huitzilopochtli, mantuvieron abierto su espíritu a las lucubraciones en relación con Tloque Nahuaque, el dueño del cerca y del junto, que es como la noche y el viento.

 

Creencias acerca de los destinos después de la muerte.

 

Respecto de las creencias acerca de los lugares adonde marchaban los muertos, no poco es lo que se ha escrito desde los tiem­pos de los cronistas del siglo XVI hasta el presente. Para un estudio más pormenorizado son varias las fuentes que deben tomarse en cuenta. Por una parte están los testimonios de varios  códices; por otra, algunos textos indígenas escritos ya con el alfabeto latino, entre ellos los tres primeros capítulos del apéndice al libro tercero, en la recopila­ción de testimonios, incluida en el Códice Florentino.

 

Los mexicas, en estrecha relación con su pensamiento místico-guerrero, creían que todo aquel que moría en la guerra se convertía en compañero del  Sol, marchando para ello al Tonatiuhílhuicac, al “cielo del Sol”. Transformados los guerreros en aves preciosas, formaban el cortejo del astro que ilumina el día. De igual modo que los guerreros hechos cautivos en el combate, las mujeres que morían de parto, es decir, con un prisionero en su vientre, tenían por destino ser compañeras del Sol. Su lugar de residencia estaba en la parte occidental del cielo. Por esto él poniente, además de ser "la casa del Sol", era también Cihuatlampa, "hacia el rumbo de las mujeres", la región de la tarde, desde donde salían al encuentro de Tonatíuh las que se llamaban también cihuateteo, "mu­jeres divinas".

 

Otros sitios existían en el más allá, a los que iban determinadas clases de muertos. El Tlalocan, mansión de Tláloc, dios de la llu­via, era lugar de deleite y felicidad. A él mar­chaban los elegidos del Señor de la lluvia, que les enviaba la muerte en forma directa: los que perecían ahogados o fulminados por un rayo, los hidrópicos y los gotosos. A todos éstos no se les quemaba como a los demás fallecidos, sino que sus cuerpos recibían sepultura.

 

En relación con el destino de quienes iban al Tlalocan, hay en el himno de Tláloc una estrofa que parece implicar cierta for­ma de vida ulterior del alma o corazón de quien pereció como elegido de Tláloc. Se tra­ta de algo así como una velada doctrina so­bre otra posible existencia en la tierra. He aquí el fragmento del himno que habla acerca de esto:

 

En cuatro años, allá hay resurgimiento,

ya no se fija la gente, perdió la cuenta,

en la casa de plumas de quetzal, allá,

hay transformación de lo que pertenece

al queda nueva vida a los hombres.

 

Al parecer, tal forma de retorno a la tierra se refería principalmente al caso de los niños pequeños que morían sin haber alcanzado el uso de razón. Tales criaturas, cuando su vida se rompía, moraban en el Chichihuaquauhco, “el lugar del árbol nodri­za", cuya ubicación se situaba en función del Tlalocan. Los niñitos eran allí alimentados por  ese árbol, de cuyas ramas goteaba leche. En el Códice Florentino encontramos buena descripción de lo que era allí su existencia:

 

"Se dice que los niñitos que mueren como jades, turquesas, joyeles, no van a la espantosa y fría región de los muertos. Van allá a la casa de Tonacatecuhtli (el señor de nuestro sustento); viven a la vera del árbol de nuestra carne. Chupan las flores de nuestro sustento: viven junto al árbol de nuestra carne; junto a él están chupando".

 

El yólotl o corazón de tales niñitos, después de cierto tiempo, podía volver a la tierra. Su realidad y su destino, a modo de gotas, podían penetrar en el seno de quienes iban a ser sus madres en una nueva oportu­nidad de existir.

 

El sitio, morada de la gran mayoría de los humanos fallecidos, se conocía con el nombre de Mictlan, “lugar de los muertos”. Existía éste en lo más profundo de los nueve pisos inferiores, situados debajo de la super­ficie de la tierra. El Mictlan recibía también otros nombres que reflejan lo que acerca de él pensaba el hombre prehispánico. Se le designaba: "nuestra casa común, nuestra casa común de perdernos, sitio adonde todos van, el lugar donde de algún modo hay exis­tencia, la región de los descarnados...". Al Mictlan iban todos los que morían de muerte natural, sin distinción de personas y sin que hubiera de tomarse en cuenta su comporta­miento en la tierra.

 

Conviene destacar en este punto que, en el pensamiento de los mexicas, el destino final estaba determinado no precisamente por la conducta moral desarrollada en la vida, sino por el género de muerte con que se abandonara este mundo. Los que morían de rayo, ahogados o de hidropesía, iban al Tlalocan; los que perecían en el combate y las mujeres que morían de parto, pasaban a ser acompañantes del Sol; los que acababan sus días siendo aún niños iban al lugar del árbol nodriza y, por fin, los que terminaban de otro modo cualquiera llegaban al Mictlan, que parecía ser el menos codiciado de los destinos. Esto quizá suscitará extrañeza en el modo de pensar que, influido por el cristia­nismo, relaciona conducta moral y destino después de la muerte. Sin embargo, las con­cepciones éticas del hombre prehispánico tenían raíces distintas. En vez de la amenaza de un castigo o de la esperanza de un premio más allá de la muerte, influían sobre todo en la conducta el deseo de alcanzar en la tierra el beneplácito divino, el perfeccionamiento del propio rostro y corazón y, en consecuen­cia, la felicidad de que son capaces los huma­nos. Por lo que tocaba al posible destino des­pués de la muerte, la opinión era que ello correspondía a la decisión de los dioses.

 

Tales eran las creencias de los pueblos nahuas y, por tanto, también de los mexicas, acerca de los posibles destinos más allá de la muerte. Frente a estas maneras de pen­sar hay otros testimonios de inquietud y duda en el ánimo de algunos sabios y poetas prehispánicos. Si en algún punto, en el contexto de las tradiciones religiosas nahuas, es evidente la separación entre lo que cree y acepta el hombre del pueblo y lo que lucu­braron los sabios, es precisamente aquí, a propósito del tema de una posible  supervi­vencia en el más allá. En un poema, a modo de ejemplo, se refleja que, tras reconocerse lo inevitable de la muerte, surge en seguida la duda y la inquisición angustiadas, anhelo de nuevas formas de comprensión:

 

Muy cierto es:

de verdad nos vamos, de verdad nos vamos.

Dejamos las flores y los cantos,

cuanto existe en la tierra.

¡Es verdad que nos vamos,

es verdad que nos vanos!

¿Pero adónde iremos, adónde iremos?

¿Estamos allá muertos o vivimos aún?

¿Otra vez viene allí el existir?

¿Otra vez el gozar del Dador de la vida?

 

El afán de encontrar respuestas que muestren algún camino para escapar a la propia destrucción, llevó a los sabios y poetas a afirmaciones muy distintas entre sí. Hubo quienes, con pesadumbre, aceptaron la idea de que con la muerte todo termina. Sien­do esto así, a modo de consejo se proclama la conveniencia de encontrar al menos cuanto puede hacer feliz al hombre en la tierra:

 

Lloro, me siento desolado,

recuerdo que hemos de dejar

las bellas flores, los bellos cantos.

¡Deleitemos entonces, cantemos ahora!

Ya que un día totalmente nos iremos,

totalmente habremos de perdernos...

Así, en paz y en placer,

pasemos la vida.

¡Venid y gocemos!

¡Ojalá siempre se viviera,

ojalá nunca tuviera uno que morir!

 

Postura diferente fue la de quienes no creyeron posible superar la duda. Para ellos el más allá continuó siendo "región de misterio". Así, ante lo que no puede conocerse y es destino inexorable, la única palabra de consuelo es la que lleva a liberar de aflicción los corazones. El siguiente poema es muestra de esta forma de pensar:

 

¿Acaso allá habremos de existir?

¿Vivimos donde sólo dicen que hay tristeza?

¿Acaso es verdad,

acaso no lo es, como dicen?

No se aflijan nuestros corazones.

¿Cuántos de cierto dicen:

qué es verdad o qué no lo es allí?

Tú sólo te muestras inexorable, Dador de la vida.

No se aflijan nuestros corazones.

 

Hubo entre los sabios una tercera tenden­cia, la de aquellos que, aceptando el carácter de experiencia única, inherente a esta vida, y el misterio que rodea al más allá, se atrevieron a afirmar que de alguna manera continúa la existencia después de la muerte. Partiendo de que la tierra no es lugar de felicidad cumplida y reconociendo a la vez el anhelo que impulsa a buscarla, a modo de conclusión se afirma que "hay que ir a otra parte", al lugar de la rectitud y el bien, ya que de otra suerte habría que aceptar "que sólo en vano se ha venido a existir en la tierra".

 

En verdad no es éste el lugar de la rectitud y el bien.

Ciertamente hay que ir a otra parte, más allá:

allá tendrá que existir la felicidad.

¿O es que sólo en vano vinimos a la tierra?

Ciertamente otro sitio debe ser el de la vida.

 

Tales fueron, en sus principales varian­tes, las formas como llegaron a plantearse los sabios prehispánicos el viejo problema de la supervivencia más allá de la muerte. En México-Tenochtitlan, en Tetzcoco y en otros muchos sitios de la región central, al lado de las creencias populares florecieron también la duda, la búsqueda y el atisbo que, una y otra vez, encontramos expresados en el cau­dal de poemas y cantares que por fortuna ha llegado hasta nuestros días.

 

El ritual sagrado.

 

En los códices y en otros textos en lengua indígena hay información para adentrarse en el conocimiento de lo que fue la liturgia prehispánica, con sus distintos ritos, sacrifi­cios y otras maneras de culto. Con suma frecuencia las ceremonias religiosas eran evoca­ción de los hechos primordiales, de aquello que constituía el meollo mismo de los relatos míticos. El ofrecimiento de la sangre, que hacía posible la preservación de la vida del Sol, revivía la inmolación de los dioses que aceptaron la muerte al principio de la quinta edad en Teotihuacán. Los ritos para alcanzar la  benevolencia de Tláloc y de las otras dei­dades de la lluvia evocaban el recuerdo de la ayuda que habían prestado a Quetzalcóatl en la obtención del maíz para hacer posible la alimentación de los hombres. La escenifica­ción de la historia del sacerdote Quetzalcóatl, su salida de Tula y su huida hacia el Oriente, hacía renacer la esperanza en su retorno que quizá sería el comienzo de una nueva época de tanto esplendor como la que conocieron los toltecas. En las celebraciones y sacrificios de los mexicas a lo largo del año, la interpretación de mitos y creencias estaba enraizada además en los propios ideales místico-­guerreros. Todo esto tenía lugar en los recin­tos sagrados, con numerosos templos, erigidos en Tenochtitlan y en otros muchos si­tios de la región central y de fuera de ella, hasta donde llegaban los dominios del pueblo del Sol.

 

En la recopilación de testimonios indígenas llevada a cabo por fray Bernardino de Sahagún se encuentran abundantes testimo­nios en los que, con considerable detalle, aparece la descripción de una rica gama de sacrificios y ritos, tal como se practicaban en cada una de las veintenas de  días, a lo largo del calendario solar, el xíuhpohualli. La sola enumeración de los principales ritos es de por sí elocuente.

 

Tlamanaliztli era la voz empleada  para expresar el concepto de ofrenda, la cual podía hacerse de muchas maneras. En diversas cir­cunstancias se ofrecían a los dioses alimentos, mazorcas tiernas de maíz, semillas de chía, flores, aves y otros animales. Las ofren­das del fuego y del copal, o incienso de la tierra, teñían particular importancia. También se presentaban para el culto de los dio­ses lechos de grama, ramas de abeto, cargas de leña y retoños de diversas plantas recogi­das en el campo. Entre los sacrificios propiamente dichos, el elenco de los principales deja ya ver su considerable variedad. Sin du­da el que con mayor frecuencia se menciona era el que, de un modo o de otro, implicaba la muerte de víctimas humanas. Tal forma de sacrificio recibía, de manera general, el nombre de tlacamictiliztli, "muerte sacrifi­cial". En el Códice Matritense se ofrece la siguiente descripción, asimismo de carácter genérico:

 

"Así se hacia la muerte sacrificial; con ella mueren el cautivo y el esclavo. Se llamaban 'muertos divinos'. Así lo suben delante del dios, lo van cogiendo de sus manos, y el que se llamaba colocador de la gente, lo acostaba sobre la piedra del sacrificio. Colocado en ella quien había de morir, cuatro hombres lo estiraban de sus manos y pies. Estando de este modo tendido, se ponía allí el sacerdote sacrificador con el cuchillo con que debía abrir el pecho a la víctima. Después de haberle abierto el pecho, le arrancaba primero su corazón, cuando aún estaba vivo aquel a quien había abierto el pecho. Tomando su corazón, se lo presentaba al Sol".

 

Para estudiar la amplia gama de ceremonias en que tenía lugar el rito de la muerte sacrificial, necesariamente hay que acudir a los relatos acerca de las fiestas en las dieciocho cuentas de veinte días del año solar. Las diferentes deidades y las distintas clases de víctimas, que en su honor se sacrificaban, se hacen allí presentes.

 

Además del ofrecimiento del corazón de las víctimas humanas, había otras formas de sacrificio. Entre ellas estaba la que se nom­braba tlaquechcotonaliztli, "acción de cortar el cuello a las codornices". Consistía ésta, como su misma designación indica, en decapitar a tales avecillas delante de la imagen del dios y en arrojar luego su cuerpo sobre las gradas del templo. Papel de suma impor­tancia tenían, por otra parte, los distintos actos de autosacrificio, como el  atravesamiento de varas en las orejas, en la lengua o en otras partes del cuerpo. También el punzarse con espinas, el sangrarse con un cuchillo de obsidiana, la abstinencia penitencial, el tenderse sobre espadañas, el horadarse los labios formaban parte del ritual de peniten­cia y merecimiento personales Como ejemplo de las ocasiones en que se practicaban estas penitencias, un breve relato acerca de la fiesta del día que tenía por  signo 4 Ollin, (4 Movimiento) dice:

 

"Así se  hacía su fiesta, en el signo 4 Movimiento, el día 203 de la cuenta. Cuando ya se acercaba el día, la gente hacía penitencia; cuatro días ayunaba la gente.

 

"En el día de dicho signo, cuando llegaba ya su fiesta, cuando estaba el Sol en el medio, tomaban las flautas, se atravesaban sus miembros con jarillas y a los niñitos, que yacían en sus cunas, les hacían cortaduras en las orejas, sangrándose también toda la gente. No se hacía ningún otro saludo al Sol. Todos únicamente se sangraban, se atravesaban con jarillas, ofrecían copal. Toda la gente; nadie se quedaba sin hacer esto.

 

"En donde estaba la imagen del Sol, en el llamado Cuauhxicalli, "Vaso del águila", allí estaba puesta su efigie. De este modo es­taba pintada: tenía una como cara de hom­bre, de allí salía su resplandor. Su aderezo solar era redondo, grande, como hecho  de mosaico de plumas de guacamaya. Allí, de­lante de él, se hacia el sangramiento ritual, el atravesamiento de los miembros con jarillas, la ofrenda, el sacrificio de codornices.

 

"En su fiesta también había sacrificios de muchas cautivos; se decía que el que murió en la guerra va a la casa del sol y vive allí junto a él".

 

Ante la imposibilidad de penetrar en el complejo conjunto del ritual de los pueblos nahuas, y especialmente de los mexicas, he aquí al menos la lista de los objetos que se requerían en los templos para el servicio del culto, según lo refiere el Códice Matritense. La enumeración parece elocuente por sí sola: "piedras del sacrificio, pedernales, sahumadores, papel de amate, copal o incienso de la tierra, altares, espinas, navajas de obsidiana, leña, madera fina, ramas de abeto, ortigas, huesos, hule, tabaco comestible, caracoles, jícaras para el copal, sandalias de hule, bol­sas para el tabaco, chalequillos ceremoniales, jarros para el tabaco, mantos de mariposas, mantos para la penitencia, cuerdas".

 

Existe otra enumeración, también de considerable interés, en la que se mencionan los nombres de los distintos sitios dentro de un recinto sagrado: teucalli, templo o casa del dios; cuauhxicalli, vaso del águila; calmécac, hilera de casas, centro superior de educación; ixmomomoxtli, altar frontal; cuauhxicalli, casa de las águilas, es decir, de los guerreros; teutlachtli, juego de pelota divino; tzompantli, hilera de palos donde se colocan los cráneos de los sacrificados; temalácatl, rueda de piedra para el llamado sacrificio gladiatorio; ithualli, patio; cohuatenámitl, muro o muralla de culebras; teuquiyáhuatl, puerta o entrada sagrada.

 

Organización sacerdotal.

 

Si nada se ha podido decir respecto de alguna forma especial de culto a la suprema deidal dual, Ometéotl, se encuentra, en cam­bio, el hecho de que, en los más altos rangos de la jerarquía religiosa, eran siempre dos los sacerdotes que desempeñaban funciones estrechamente relacionadas entre sí. En el mundo mexica dos eran los supremos sacer­dotes, designados con los títulos de Quetzalcóatl-Tótec-tlamacazqui, "el ofrendador de nuestro señor Quetzalcóatl", y Quetzalcóatl-Tláloc-tlamacazqui, "el ofrendador de Tláloc-­Quetzalcóatl". Ostentando ambos el nombre de Quetzalcóatl, como reminiscencia de la religiosidad y sabiduría de quien fue a la vez señor de los toltecas, correspondía al primero el culto especial de Huitzilopochtli; al segun­do, el de Tláloc, dios de la lluvia. Cabe recordar, en este contexto, que Huitzilopochtli  y Tláloc eran precisamente las deidades cuyos santuarios se encontraban arriba de la pirá­mide principal, dentro del recinto del templo mayor de Tenochtitlan.

 

En lo más elevado de la organización política de los mexicas puede percibirse otro reflejo de la misma forma de concepción dual. Al lado del Huey tlatoani o supremo gobernante estaba el Cihuacóatl, que, entre otras cosas, atendía asuntos de índole religiosa. La voz cihuacóatl, interpretada generalmente como "serpiente femenina" o "mujer serpien­te", tiene asimismo el sentido de "mellizo o cuate femenino", es decir, de comparte o complemento del tlatoani, como lo era, en el universo de la divinidad, Omecíhuatl, la Señora dual, respecto de Ometecuhtli, el Señor dual.

 

En otros rangos, dentro de la jerarquía sacerdotal, se encuentra la presencia de Mexicatl teohuatzin, "el sacerdote mexicano", que tenía como complemento y colaborador al Huitzáhuac teohuatzin, "el sacerdote de la región de las espinas". El primero de éstos, según se refiere en varios testimonios, era “como padre de los del calmécac, la escuela o centro de formación superior. Era también el que presidía a los sacerdotes de todas partes. "El daba órdenes en los templos de diversos sitios, indicando lo que debían hacer los otros sacerdotes". Por lo que toca al Huitznáhuac teohuatzin, se cuenta que "guardaba también sus costumbres", así como las guardaba el Mexicatl teohuatzin, incluyendo lo referente a la educación en el calmécac.

 

Rangos inferiores tenían los que genéricamente se designaban como teopixque, "guardianes del dios" o tlenamacaque, "ofrendadores del fuego". A éstos, que desempeñaban muy variadas funciones, los seguían, en niveles más bajos, los tlamacasque, "ofrendadores", y los tlatlamacazton, que literalmente significa "ofrendadorcillos", título que correspondía generalmente a los estu­diantes o novicios en las escuelas y templos en donde se impartía la formación sacerdotal. Finalmente deben mencionarse las mujeres consagradas al culto, algunas de ellas auténticas sacerdotisas. Un ejemplo de estas últimas lo ofrecen las que ostentaban el nombre de cihuacuacuilli, "mujeres tonsuradas", cuyo oficio consistía en disponer las ofrendas de flores, tabaco y otras cosas para dar culto a la diosa. Toci, "Nuestra abuela".

 

Para mostrar de algún modo la gran variedad de ocupaciones propias de los dis­tintos sacerdotes, tanto de los tlenamacaque como de los tlamacasque, a continuación se citan algunos textos que tratan de esta materia. El Códice Matritense describe cuál era el oficio del que se nombraba tlapixcatzin, "el conservador":

 

"Tenía cuidado de los cantos de los dio­ses, de todos los cantares divinos. Para que nadie errara, se esmeraba en enseñar él a la gente los cantos divinos en todos los barrios. Daba pregón para que se reuniera la gente del pueblo y aprendiera bien los cantos".

 

Ocupación relacionada con la anterior tenía el llamado Epcohua cuacuiltzin, "el sacerdote tonsurado de la Serpiente de nácar", o sea del dios Tláloc, invocado bajo tal nombre. He aquí lo que se consigna:

 

"Disponía lo referente a los cantos. Cuando alguien componía cantos, se lo decía a él para que presentara, diera órdenes a los cantores, de modo que fueran a cantar a  su casa. Cuando alguien componía cantos, él daba su fallo acerca de ellos".

 

Paralelamente con los encargos propios de estos sacerdotes, la relación, incluida en los primeros memoriales del Códice Matri­tense, describe cuáles eran las ocupaciones y atributos de quienes ostentaban más de treinta títulos diferentes en el conjunto de la jerarquía religiosa de los mexicas. A varios de ellos correspondía, de manera específica, el culto a una determinada deidad. Se habla así de los sacerdotes de Ometochtzin, la dei­dad cuya fecha calendárica era el día 2 Conejo, es decir, el patrono del pulque; de los que cuidaban de la diosa Xilonen, "la de la mazorca tierna de maíz": de Izcoxauhqui, "el Señor del rostro amarillo", el dios del. fuego; de Xipe Tótec, "Nuestro señor el desollado", dios de la fertilidad; de Yacatecuhtli, "el Señor de la nariz puntiaguda", patrono de los comerciantes; de Chalchiuhtlicue, "la del fal­dellín de jade",  diosa de las aguas terrestres; de la diosa madre bajo su advocación de Iztaccíhuatl, "la mujer blanca", y, en fin, de otros dioses más, que debían ser venerados con los ritos que correspondían a cada uno.

 

Había otras diversas formas de actuación que requerían también la presencia y el cuidado especial de los sacerdotes. Una era la docencia en los calmécac o centros de educa­ción superior y en los telpuchcalli, "casas de jóvenes". Debe mencionarse asimismo el quehacer de los que -según refieren los textos- "se dedicaban a observar el curso y el proceder ordenado del cielo,  las divisiones del día y de la noche, de los años y de los otros períodos de tiempo". Finalmente,  oficio en verdad primordial era el de aquellos que se conocían como  tonalpouhque, “los que leen y refieren cuáles son los destinos", con base siempre en lo que se consignaba en los tanalámatl y xiuhámatl, "los libros de los días y los libros de los años". Acer­ca de éstos los testimonios conservados son sumamente abundantes. Como muestra, El libro de los coloquios, con  información  recogida por Bernardino de Sahagún, consigna:

 

“Los tonalpouhque están mirando, leyen­do, refieren lo que hay en sus libros; vuel­ven ruidosamente sus hojas. En su poder está la tinta negra y roja, la sabiduría, las pinturas. Ellos nos llevan, nos guían, nos muestran el camino. También ordenan cómo cae un año, cómo avanza la cuenta de los destinos y los días y cada una de las veintenas. De esto se ocupan, a ellos les toca hablar de las cosas divinas...”.

 

Resta añadir que, en el contexto de los rangos superiores del sacerdocio y de quienes, de un modo u otro, mantenían particular relación con los “guardianes de los dioses”, hombres de gran finura de espíritu, tal vez pertenecientes a la nobleza y en ocasiones a la gente del pueblo, fue donde mejor florecieron la creación literaria y deter­minadas formas de pensamiento que bien merecen el calificativo de profundización filosófica. Del pensamiento y las obras de estos sabios algo ha llegado hasta nosotros. Además de algunas de las cuestiones que se plantearon en torno al tema de la supervi­vencia más allá de la muerte, pueden conocerse con más detalle sus inquietudes y lu­cubraciones, expresadas con frecuencia por la vía de la metáfora y el símbolo, en discursos y poemas. Por este camino precisamente se puede penetrar un poco en su concepción del ser humano como "dueño de un rostro y un corazón"; en sus doctrinas a propósito de quienes "saben estar dialogando con su propio corazón"; o en los sentidos de su expresión de "flor y canto", el acercamiento por la poesía, para hallar "las palabras verdaderas en la tierra".

 

La comprobada existencia de testimonios dejados por estos sabios y maestros deja en­trever un hondo sentido espiritualista, tam­bién herencia del México antiguo. Al lado de la religiosidad orientada hacia la guerra florida y los sacrificios sangrientos, destinados a fortalecer la vida del Sol, surgió la diferen­te actitud  de los "forjadores de cantos",          cuicapicque, y los sabios, tlamatinime, que insistentemente buscaron en "lo secreto, lo oculto", posibles resquicios a través de los cuales se pudieran atisbar los misterios y destinos de la existencia del hombre sobre la tierra. La realidad operante de estos pensadores, que percibieron problemas en aquello mismo que aceptaba el pueblo mexica, abre otras perspectivas en el estudio del desarrollo religioso en los tiempos prehispánicos.

 

Asunto complejo y, por tanto, de muy difícil indagación, es el de la religión en Mesoamérica. La riqueza de testimonios -ha­llazgos arqueológicos, códices y otros textos- son ciertamente invitación a proseguir la búsqueda. El estudio de la religiosidad prehispánica encierra sorpresas de interés para el historiador de la cultura, el psicólogo, el filósofo y, en una palabra, para todos los que de un modo o de otro valoran los afanes del hombre, empeñado en atisbar los mis­terios de su propia existencia.

 

Bibliografía.

 

Caso, A. El pueblo del Sol, México, 1953.  

 

Códice Borgia, Edición facsimilar con comentarios de Eduard Seler, México, 1963.

 

Durán, fray D.            Historia de las Indias de Nueva España y Islas de Tierra Firme, 2 vols. y atlas, publicado por José F. Ramírez, México, 1867-1880.

 

Garibay K, Angel M. Veinte himnos sacros de los nahuas, Informantes de Sahagún 2, Seminario de Cultura Náhuatl. Instituto de Historia, Universidad Nacional de México, 1958.

 

León-Portilla, M. La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes, México, 1965 (3ª. ed.).

 

López Austin, A. Augurios y abusiones: Textos de los informantes de Sahagún, vol. IV, México, 1969.

 

Sahagún, fray B. de, Historia general de las cosas de Nueva España (4 vols.), ed. preparada por Angel M. Garibay, México, 1956.

 

34.            Pensamiento y literatura de los mexicas.

Por: Miguel León-Portilla.

 

Entre las más importantes aportaciones a la cultura intelectual de las pobladores del México antiguo se encuentran numerosas textos de contenido literario. Así como los arqueólogos han descubierto durante las úl­timas décadas incontables piezas de arte prehispánico, también los lingüistas y fi­lólogos han hallado en archivos y bibliotecas, principalmente de México, Estados Uni­dos y Europa, numerosos textos en idioma indígena. El estudio, traducción y publica­ción de muchas de esas composiciones ha puesto de manifiesto que es posible hablar de literaturas prehispánicas, pertenecientes, principalmente, a pueblos de idioma náhuatl (azteca o mexicano) y a varias lenguas ma­yanses.

 

Trayectoria del conocimiento e investigaciones acerca de la literatura en náhuatl.

 

Ya desde los días de la conquista, Her­nán Cortés y Bernal Díaz del Castillo, entre otros, expresaron su admiración por la sun­tuosidad de los templos y palacios y recibieron por lo menos una vaga noticia acerca de cantares y poemas de los nativos, como aquellos "a los que Moctezuma era aficionado", o como otros que los mismos indios "dirigían a sus demonios". Alusiones como éstas, y como la que expresó d mismo Ber­nal sobre "las casas de ídolos, donde se guardaban muchos libros de papel cogidos a dobleces, a manera de paños de Castilla", deben recordarse entre los primeros testi­monios acerca de las formas de que dispuso el hombre prehispánico para conservar el recuerdo de sus mitos y tradiciones.

 

Lo que los conquistadores sólo entrevieron, llegó a ser más tarde objeto de estudio por parte de algunos frailes humanistas, como Olmos, Motolinía, Durán, Mendieta, Sahagún y Torquemada. Sobre todo Olmos y Sahagún, iniciadores de un método de in­vestigación directo, pudieron recoger, de los ancianos informantes, fragmentos de códi­ces, de pinturas y también algunos huehuetla­tolli o discursos de los viejos, leyendas y crónicas, cantares que se decían en honra de los dioses, poemas y otros textos de contenido mitológico. Debe mencionarse expresamente que en esta labor participaron, unas veces como auxiliares de los frailes y otras por cuenta propia, grupos de indígenas empeñados en rescatar del olvido cuanto pudieran.

 

De los textos literarios, que entonces se transcribieron por medio del alfabeto latino, nada o muy poco se dio a conocer durante los siglos de la época colonial, debido al am­biente claramente desfavorable al efecto. Solamente algunos estudiosos como Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Carlos de Sigüenza y Gón­gora y, después, Lorenzo Boturini y el jesuita Francisco Javier Clavijero pudieron reunir y estudiar algunos documentos. Pero, una vez más, por circunstancias adversas, no pudieron publicarlos ni en su lengua original ni en otra.

 

En un ambiente más propicio, ya en las últimas décadas del siglo XIX, se hizo realidad la presentación de algunos de estos testimo­nios. Muchos de ellos habían salido de Méxi­co, por lo que comenzaron a ser estudiados en el extranjero. Los que quedaron en México fueron igualmente valorados. Para dar ejemplo, José María Vigil, siendo director de la Biblioteca Nacional de México, hizo públi­ca la noticia de haber encontrado en 1880, como él mismo refiere, "entre muchos libros viejos amontonados", el precioso manuscrito de Cantares mexicanos en idioma náhuatl.

 

Entre los estudiosos que, en México o en el extranjero, tradujeron y publicaron do­cumentos en náhuatl, de contenido histórico o literario, merecen destacarse los nombres de Daniel G. Brinton, Remi Simeon, Francisco del Paso y Troncoso, Eduard Seler, Ernst Mengin, Konrad Preuss, Walter Lehmann, Gerdt Kutscher y Leonhard Schultze Jena.

 

A partir de Del Paso y Troncoso, otros investigadores mexicanos señalaron  también la importancia de la rica documentación en náhuatl, entre ellos Luis Castillo Ledón, Ma­riano Rojas, Rubén M. Campos y Pablo Gon­zález Casanova. A este último, al igual que a Wigberto Jiménez Moreno, se debió principalmente el renacimiento de los estudios nahuas sobre la base de la lingüística y la filología modernas. En lo referente al estudio de los textos literarios, ocupó lugar prominente, desde la década de -1930, Angel María Garibay. Mérito suyo fue ofrecer una serie de obras en las que, con un criterio genuinamente humanista, dio a conocer no pocas muestras de esta literatura. En los estudios llevados a cabo por Garibay, las antiguas composiciones nahuas fueron valoradas desde el punto de vista de la estética literaria para buscar a través de ellas la capacidad de ex­presión y los sentimientos e ideas de hombres que, aislados del contacto con el Viejo Mundo, desarrollaron una cultura en muchos aspectos extraordinaria.

 

Jiménez Moreno y Garibay han tenido varios discípulos que, de un modo o de otro, han proseguido el estudio directo de las tex­tos en náhuatl, atendiendo a su valor literario. Relativamente abundante es en la actualidad la bibliografía en torno a estas producciones de los antiguos mexicanos. Incluso se ha logrado relacionar, hasta donde las fuentes lo permiten, determinadas composiciones con sus mismos autores, sabios y poetas, anterio­res a la conquista. Tal ha sido el propósito del libro Trece poetas del mundo azteca, de Mi­guel León-Portilla.

 

Los huehuetlatolli.

 

En los huehuetlatolli es frecuente el paralelismo, o sea la repetición de un mismo pensamiento con ligeras varian­tes, indicio del propósito de que estas palabras pudieran conservarse más fácilmente en la memoria. Sin duda el es­tudio de los huehuetlatolli es uno de los mejores caminos para acercarse a la cultura intelectual del hombre prehispá­nico. A modo de ejemplo, se ofrece un fragmento de las palabras del padre náhuatl que revela a su hija, con senci­llez pero con hondura de pensamiento, la doctrina de los ancestros. Así se adentraba aquella pequeña niña en el sentido que daban a la existencia los mexicas:

 

“Aquí estás, mi hijita, mi collar de piedras finas, mi plumaje de quetzal, mi hechura humana, la nacida de mí. Tú eres mi sangre, mi color, en ti está mi imagen.

 

“Ahora recibe, escucha: vives, has nacido, te ha enviado a la tierra el Señor Nuestro, el Dueño del cerca y del junto, el hacedor de la gente, el inventor de los hombres.

 

“Ahora que ya miras por ti misma, date cuenta. Aquí es de este modo: no hay alegría, no hay felicidad. Hay angustia, preocupación, cansancio. Por aquí surge, crece el sufrimiento, la preocupación.

 

“Aquí en la tierra es lugar de mucho llanto, lugar donde se rinde el aliento, donde es bien conocida la amargura y el abatimiento. Un viento como de ob­sidiana sopla y se desliza sobre nosotros.

 

“Dicen que en verdad nos molesta el ardor del sol y del viento. Este es lugar donde casi perece uno de sed y de hambre. Así es aquí en la tierra.

 

“Oye bien, hijita mía, niñita mía, no es lugar de bienestar en la tierra, no hay alegría, no hay felicidad. Se dice que la tierra es lugar de alegría penosa, de alegría que punza.

 

“Así andan diciendo los viejos: para que no siempre andemos gimiendo, para que no estemos llenos de tristeza, el Señor Nuestro nos dio a los hombres la risa, el sueño, los alimentos, nuestra fuerza y nuestra robustez y finalmente el acto sexual, por el cual se hace siem­bra de gentes.

 

“Todo esto embriaga la vida en la tie­rra, de modo que no se ande siempre gimiendo. Pero, aun cuando así fuera, si saliera verdad que sólo se sufre, si así son las cosas en la tierra, ¿acaso por esto se ha de estar siempre con miedo? ¿Hay que estar siempre temiendo? ¿Ha­brá que vivir llorando?

 

“Porque se vive en la tierra, hay en ella señores, hay mando, hay nobleza, águi­las y tigres. ¿Y quién anda diciendo siempre que así es en la tierra? ¿Quién anda tratando de darse muerte? Hay afán, hay vida, hay lucha, hay trabajo. Se busca mujer, se busca marido...”

 

Tal era, de acuerdo con la antigua sabiduría, la condición del hombre en la tierra tan bellamente expresada en el fragmento de este huehuetlatolli.

 

En él y en varias exposiciones parecidas se destacan sobre todo ideas de hondo sentido moral. Otros discursos hay a los que, por su contenido, debe aplicarse la designación más específica de teutlatolli, disertaciones acerca de la divinidad. Tal es el caso de varios de aquellos que, a modo de oración, se di­rigen a Tloque Nahuaque, el Dueño de la cercanía y la proximidad.

 

Orígenes y formas de transmisión de esta literatura en la época prehispánica.

 

Dos hechos fundamentales han permitido responder a la cuestión del origen y modo de transmisión de la literatura; por una parte, la existencia de escritura jeroglífica en las altas culturas mesoamericanas y, por otra, la de los antiguos sistemas educativos suficientemente organizados. Los tlacuiloque o escribanos -como ya se ha dicho en capítulos anteriores- valiéndose de glifos pictográficos, ideográfi­cos e incipientemente fonéticos, podían con­signar en sus códices cuanto se refería a los cómputos calendáricos e, igualmente, al es­quema y los elementos fundamentales de su mitología, la descripción de los atributos de sus dioses y del ritual religioso, la memoria de sus peregrinaciones, la sucesión de sus go­bernantes, de sus guerras y otros aconteci­mientos particularmente significativos.

 

No hay base para afirmar que se consig­naran composiciones literarias en los códices o libros de pinturas. Recordando, sin embar­go, el modo como eran estudiados y comen­tados esos códices, sobre todo en los calmécac del mundo náhuatl, se ha precisado la forma en que, paralelamente  al contenido de los libros de pinturas, aparecieron algunos textos de contenido religioso, histórico y literario. Por el testimonio de algunos cronistas, sobre todo Bernardino de Sahagún y Diego Durán, se sabe que en las escuelas nativas los maestros explicaban las pinturas de los códi­ces y hacían aprender de memoria a los es­tudiantes, a modo de comentario, himnos, poemas, antiguos discursos y relatos. Los textos así aprendidos provenían a su vez, de la tradición de los sabios y sacerdotes. En ocasiones se debían a la creación personal de determinados tlanatinime, "los sabedores de algo", o de algunos célebres cuicapicque, "los forjadores de cantos".

 

De esta forma quedó organizada la trans­misión sistemática que fielmente se perpetua­ba de una a otra generación. También había entre los calpulli sacerdotes que tenían por oficio mantener vivo el recuerdo de lo que se había memorizado en las escuelas. Finalmente, las fiestas, ceremonias religiosas y tam­bién lo que muchos de los cronistas llamaron areitos ofrecían reiterada ocasión de seguir escuchando cada día los himnos sagrados, los discursos; los poemas y las leyendas.

 

Al sobrevenir la conquista ocurrió, res­pecto de muchos de esos antiguos textos, un doble fenómeno. Algunos de los sabios super­vivientes, que  aprendieron el alfabeto latino, se interesaron por cuenta propia en consignar por escrito, en su propia lengua, determinadas tradiciones. Así se conservó, para dar un ejemplo, la serie de textos transcritos en 1528, conocidos hoy como Unos anales his­tóricos de la nación mexicana. Muchos docu­mentos se salvaron gracias al empeño de mi­sioneros como Olmos y Sahagún. Este últi­mo, con sus discípulos indígenas de Tlate­lolco, recogió de labios de ancianos indígenas los célebres veinte himnos sacros, la serie de huehuetlatolli incluida en el libro sexto de su manuscrito original y otros muchos mitos, leyendas, descripciones e incluso relatos indígenas acerca de la conquista, que constituyen lo que hemos llamado “visión de los vencidos”. Tal es la respuesta que ha podida darse a las cuestiones sobre el origen y modo en que se preservaron muchos de los textos literarios en lengua náhuatl. Varios son los es­tudios críticos que se han llevado a cabo para precisar su autenticidad. El acercamiento directo a esas composiciones, su análisis y valoración, son quizá la mejor confirmación. Las producciones que se conocen de esta literatura pueden distribuirse en distintas categorías según su contenido y formas de expresión. En el mundo prehispánico se designaban con diferentes términos que describían ya sus características propias.

 

Las diversas formas de composición literaria.

 

Con el propósito de distribuir en distin­tas categorías literarias las producciones nahuas prehispánicas se ha empleado en ocasio­nes una terminología derivada de contextos culturales por completo ajenos. Resulta más adecuado atender a los conceptos y vocablos de que se valieron los tlamatinime y los cuicapicque (sabios y forjadores de cantos) para caracterizar sus propias formas de expresión. Para ellos, que mantenían antiguas tradicio­nes, toda composición se situaba o en la rica gama de los cuícatl, cantos y poemas, o en la de los tlatolli, relatos y discursos. Estas dos categorías, tal vez afines a las de poesía y prosa, daban cabida a muchas variantes.

 

Los cuícatl, según dijo el forjador de canto Ayocuan Cuetzpaltzin, “del interior del cielo vienen”, son inspiración y también sentimiento. En ellos afloran los recuerdos y el diálogo con el propio corazón. El ritmo, la medida y a veces la entonación, acompañada de la música, son sus atributos exteriores. En las culturas antiguas fue frecuente que las composiciones sagradas, conservadas por tra­dición oral, tuvieran en la medida y en el ritmo auxiliares poderosos que facilitaban su retención en la memoria. Entre los nahuas fue muy amplia la gama de creaciones con es­tas características, implícitamente evocadas por la voz cuícatl.

 

Las varias formas de "cuícatl"

 

En primer lugar deben mencionarse los múltiples teocuícatl, cantos divinos o de los dioses. Constituían la materia principal en la enseñanza impartida en los calmécac. Aten­diendo a diferentes textos, puede afirmarse que los antiguos himnos de carácter mítico en los que se recordaban la serie de creacio­nes de las distintas edades o soles fueron auténticos teocuícatl. Igualmente se puede decir de poemas como el conocido acerca del origen del quinto sol en Teotihuacán o aque­llos en los que se refieren las actuaciones entre los toltecas de Quetzalcóatl, el dios o el sacerdote; y de los mitos en torno a otros dioses: Tláloc, Coatlicue y Huitzilopochtli, conservados en la recopilación en náhuatl de Sahagún y, con variantes, también en otras fuentes, como los Anales de Cuauhtlán.

 

Otros teocuícatl fueron los veinte himnos sacros que se entonaban, con acompañamiento de música, en las correspondientes fiestas religiosas. El análisis literario de estas com­posiciones pone de manifiesto algunas de sus características: además del ritmo y el metro, existe en ellas el paralelismo y la repetición, con variantes, de un mismo pensamiento. La expresión propia del teocuícatl es de necesi­dad solemne, muchas veces esotérica. En ellos no hay palabras que estén de más. Son el recuerdo de los hechos primordiales o la invocación por excelencia que se dirige a la divinidad. Un ejemplo, incluido en el Códice ma­tritense, el teocuícatl de Xochipilli, el dios protector de los cantos, que aquí aparece en relación esencial con Tláloc, muestra algo de lo que fueron este tipo de composiciones:

 

Sobre el campo del juego de pelota

bien canta el precioso faisán.

Responde a Cintéotl, dios del maíz.

Ya cantan nuestros amigos,

ya canta él precioso faisán,

en la noche resplandece Cintéotl

Sólo escuchará mi canto,

el que tiene cascabeles,

el que tiene máscara en el rostro,

sólo Cipactonalli escuchará mi canto.

Yo ordeno en Tlalocan,

sacerdote, yo ordeno...

He llegado a donde se divide el camino,

sólo soy Cintéotl.

¿Adónde habré de ir?

¿Por dónde seguiré el camino?

En el Tlalocan, el sacerdote:

los dioses hacen llover.

 

Aunque en la mayor parte de las composiciones, que genéricamente recibían el nom­bre de cuícatl, solía estar presente el tema de las realidades divinas, no todas ellas eran himnos sagrados, teocuícatl. La serie de designaciones que se conservan y el contenido mismo de muchos cantares y poemas confirman la variedad de expresiones.

 

Así, teponazcuícatl era voz que designaba a los cantos que requerían el acompañamiento musical. Precisamente en muchos de ellos es­tuvo el germen de las primeras formas de ac­tuación o representación entre los nahuas.

 

Cuauhcuícatl, cantos de águilas, ocelo­cuícatl, cantos de ocelotes, yaocuícatl, cantos de guerra, eran diversas maneras de nombrar a las producciones en las que se enaltecían los hechos de capitanes famosos y las victo­rias de los mexicas o de otros grupos. También estos poemas eran a veces objeto de actuación, canto, música y baile, en las conmemoraciones y fiestas. Una muestra la ofrece el siguiente poema de la colección que se con­serva en la Biblioteca Nacional de México:

 

Desde dónde se posan los águilas,

desde donde se yerguen los tigres,

él solo es invocado.

Como un escudo que baja,

así se va poniendo el sol.

En México está cayendo la noche,

la guerra merodea por todas partes,

¡oh Dador de la vida, se acerca la guerra!

Orgullosa de sí misma

se levanta México-Tenochtitlan.

Aquí nadie teme la muerte en la guerra.

Esta es nuestra guerra, éste es tu mandato,

¡oh Dador de la vida!

 

En contraste con estas formas de poesía, eran frecuentes los conocidos como xochicuícatl, cantos de flores, xopancuíatl, cantos de primavera, icnocuícatl, cantos de tristeza, todas ellas composiciones de tono lírico. Unas veces eran ponderación de lo bueno que hay en la tierra: la amistad de los rostros humanos, la belleza misma de las flores y los cantos; otras, reflexión íntima y apesadumbrada en torno a la inestabilidad de la vida, la muer­te y el más allá. Precisamente la existencia de estos poemas, en los que, no una, sino muchas veces, se plantean preguntas semejantes a las que se formularon en otros tiempos y latitu­des los primeros filósofos, ha llevado a afirmar que también entre los tlamatinime prehispánicos hubo quienes cultivaron parecidas formas de pensamiento al reflexionar sobre los enigmas del destino humano, la divinidad y el valor que debe darse a la fugacidad de lo que existe. Y como en los  manuscritos en náhuatl aparecen en ocasiones los nombres de quienes concibieron estas lucubraciones o aquellas otras más despreocupadas y alegres, ha sido posible relacionar algunos poemas con sus autores, desterrando así un su­puesto anonimato universal de la literatura prehispánica.

 

Forjadores de cantos de rostro conocido.

 

Entre quienes observaron en la región de Tetzcoco una actitud espiritualista, percep­tible en algunos de sus icnocuícatl, estuvie­ron Tlaltecatzin, que vivió desde la segunda mitad del siglo XIV y llegó a gobernar en Cuauhchinanco, y Cuacuauhtzin de Tepech­pan, contemporáneo del más famoso poeta y sabio señor de Tetzcoco, Nezahualcóyotl. También el hijo de éste, Nezahualpilli, y otros forjadores de cantos de esa región dejaron composiciones que son testimonio de igual tendencia. El área que hoy se conoce como poblano-tlaxcalteca tuvo tlamatinime distin­guidos en  Tecayehuatzin de Huexotzinco, Ayocuan Cuetzpaltzin de Tecamachalco y el viejo Xicoténcatl de Tizatlan. Oriundo de México-Tenochtitlan, hijo del gran tlatoani Itzcóatl, fue Tochihuitzin Coyolchiuhqui, prototipo del sabio entre la gente del pueblo del Sol. Lo mismo puede decirse de Temilotzin, amigo y compañero de Cuauhtémoc,­ que supo aunar la profesión de guerrero con la de forjador de poesía.

 

Composiciones de hondo sentido lírico, reflexión profunda y metáforas que son inconfundibles fueron obra de estos y otros personajes de la última época anterior a la llegada de los españoles. Su expresión fue unas veces la de los xochicuícatl y xopancuícatl, cantos de flores y de primavera; otras, autén­ticos icnocuícatl, cantos de tristeza, medita­ción e interrogantes de sentido metafísico en relación con Tloque Nahuaque, el Dueño del cerca y del junto, o sobre Ximohuayan, el país de los descarnados, y acerca de in ixtli, in yóllotl, los rostros y los corazones huma­nos. De Tochihuitzin Coyolchiuhqui es el siguiente icnocuícatl, versión náhuatl del viejo tema de la concepción de la vida como un sueño:

 

Así lo dejó dicho Tochihuitzin,

así lo dejó dicho Coyolchiuhqui:

De pronto salimos del sueño,

sólo vinimos a soñar,

no es cierto, no es cierto,

que venimos a vivir sobre la tierra.

Como yerba en primavera es nuestro ser.

Nuestro corazón hace nacer,

germina flores de nuestra carne.

Algunas abren sus corolas, luego se secan.

Así lo dejó dicho Tochihuitzin.

 

Y de casi treinta composiciones, que con fundamento son atribuibles al célebre Nezahualcóyotl, puede recordarse el xopancuícatl en que las aves y el poeta parecen estar en competencia en la casa de las pinturas que es la primavera. Se halla incluida esta produc­ción suya en el manuscrita conocido bajo el título de Romances de los señores de Nueva España, que se conserva en la Colección Latinoamericana de la Universidad de Texas.

 

En la casa de las pinturas comienza a cantar,

ensaya el canto, derrama flores,

alegra el canto...

Sobre los flores canta el hermoso faisán,

su canto despliega en el interior de los aguas.

A él responden varios pájaros rojos,

el hermoso cuello de hule bellamente canta.

Libro de pinturas es tu corazón,

has venido a cantar,

haces resonar tus tambores,

tú eres el cantar,

en el interior de la casa de la primavera,

alegras a las gentes.

 

Como otra muestra de la hondura de reflexión del señor de Tetzcoco está el poema en el que se atribuye a Tloque Nahuaque, la suprema deidad, ser un tlacuilo, pintor de códices que, con flores y cantos, da vida e ilumina a cuanto triste en la tierra, para después, con tinta negra y a su debido tiempo, borrar y suprimir las cosas.

 

Con flores escribes, Dador de la vida,

con cantos das color,

con canto:  sombreas

a los que han de vivir en la tierra.

Después destruirás a águilas y tigres,

sólo en tu libro de pinturas vivimos

aquí sobre la tierra.

Con tinta negra borrarás lo que fue la hermandad,

La comunidad, la nobleza.

Tú sombreas a los que han de vivir en la tierra.

 

Los pocos ejemplos aquí presentados y lo que se ha dicho acerca de las distintas formas de cuícatl, cantos y poemas, dejan ver algo acerca de la riqueza propia de esta expresión en la época prehispánica.

 

Las varias formas de “tlatolli”.

 

Categoría literaria distinta es la que, con otro concepto también genérico, describieron los nahuas como tlatolli, es decir, palabra, discurso, relato, historia, exhortación. En el término tlatolli se comprendía todo aquello que, no siendo pura inspiración o recordación poética, se ofrecía como fruto de inquisición y de conocimiento en diversos grados sistemáticos.

 

Entre las principales formas de tlatolli que cultivaron los nahuas pueden percibirse marcadas diferencias, expresadas. Por ellos con vocablos distintos: los huehuetlatolli, palabras o discursos de los ancianos; los teutlatolli, disertaciones divinas o acerca de la divinidad, incluidas muchas veces en los mis­mos huehuetlatolli; los ye uecauh tlatolli relatos acerca de las cosas antiguas, o tam­bién itolloca, lo que se dice de algo o de alguien, versión nativa de la historia; los tlamachiliztlatol-zazanuilli, que literalmente significa "relaciones orales de lo que se sabe", es decir, leyendas y narraciones ligadas mu­chas veces con tradiciones de contenido mi­tológico; los in tonalli itlatlatollo, conjunto de palabras acerca de los destinos en función del tonalámatl y, finalmente, los nahuallatolli (de nahualli y tlatolli), conjuros, o sea, aquello que pronunciaban los que se dedica­ban a la magia.

 

Numerosos son los "discursos de los ancianos" que han llegado hasta nosotros. Las transcripciones que de ellos hicieron princi­palmente Olmos y Sahagún permiten valorar esta peculiar forma de expresión náhuatl. En opinión de fray Bernardino, en ellos podía hallarse el mejor testimonio "de la retórica y filosofía moral y teológica de la gente mexicana, donde hay cosas muy curiosas, tocantes a los primores de su lengua, y cosas muy delicadas tocantes a las virtudes morales".

 

En varios de los huehuetlatolli hay exhortaciones paternas o maternas,  henchidas de enseñanzas para los hijos que han llegado a la edad de discreción. También se conservan diversas formas de pláticas, como las que se dirigían al tlatoani recién electo de­mandándole, como escribe Sahagún, “favor y lumbre para hacer bien su oficio”, y otros discursos clásicos de los mismos señores o tlaloque que, como modelo de expresión, se conservaron vivos en el recuerdo. Los conse­jos e invocaciones de la partera ante el recién nacido; las palabras de enhorabuena con motivo del nacimiento; las consultas de los padres con los tonalpouhque, que debían interpretar los destinos del nuevo ser; la promesa de llevar a los niños, cuando tuvie­ran edad para ello, al telpuchcalli o al cal­mécac; los discursos de los maestros, de tono moral o dirigidos a enseñar las artes del bien hablar y de la cortesía; las palabras de prepa­ración para el matrimonio, y, finalmente, determinadas formas de oración o impreca­ción a modo de discurso, todo esto, referido a momentos diferentes a lo largo de la vida entera, integraba el contenido de los distintos huehuetlatolli.

 

Atendiendo a la peculiaridad misma de los huehuetlatolli, a aquello que muestra, co­mo dice Sahagún, "los primores de su lengua", aparecen varios rasgos dignos de ser notados. Entre todas las formas de tlatolli es ésta una de las más refinadas, que podía merecer en rigor el título de tecpillatolli, “lenguaje propio de gente noble”. Toda la gama de las fórmulas de respeto, en las que abundó tanto esa cultura, se hacen presen­tes en los huehuetlatolli. Hay en ellos proliferación extraordinaria de metáforas. Al ser humano se le nombra casi siempre "dueño de un rostro y de un corazón". Para aludir al poder y al mando se mencionan el icpalli y el pétlatl, "la silla y la estera". De la suprema deidad se dice siempre que es Yohualli, Ehécatl, como “la noche y el viento”. La niña pequeña es chalchiuhcózcatl, quetzalli, “collar de piedras finas, plumaje de quetzal”.

 

Los "tlatolli" de tema histórico.

 

Relativamente abundantes son los testi­monios nahuas de contenido histórico. Por una parte existían, como es sabido, determinados libros, principalmente los xiuhámatl "papeles de los años", en los que, en forma de anales, se inscribían y pintaban, al lado de la correspondiente fecha, los sucesos más dignos de recuerdo. Algunos de estos manuscritos, de origen prehispánico o en copias que datan de los primeros tiempos de Nueva España, han llegado hasta nuestros días.

 

Una vez más la relación oral fue complemento esencial de lo que se consignaba en los códices. En los centros de educación, sobre todo en los calmécac, tenía lugar im­portante la memorización de los ye uecauh tlatolli, relatos sobre lo que sucedió en tiem­pos antiguos. En ellos se fijaba, a modo de itoloca, “lo que permanentemente se dice de alguien o de algo”. Se conservan varios textos que, memorizados en la  antigüedad prehispánica, se transcribieron más tarde con el alfabeto latino. Entre ellos están los Anales históricos de la Nación Mexicana, conocidos también como Anales Tlatelolco, los Anales de Cuauhtitlán, la Historia Tolteca-Chichimeca y otros manuscritos en parte pic­tográficos y redactados parcialmente en náhuatl con el alfabeto latino. El ejemplo que se ofrece, tomado del Códice Aubin, es prueba del permanente propósito de los mexicas de situar dentro del calendario la memoria de su pasado, en este caso el recuerdo de su peregrinación.

 

"Año 2 Caña: aquí se hizo por vez primera la atadura de los años. Sobre el cerro de Coatépetl se encendió el fuego en el año 2 Caña. En 3 Pedernal los mexicas vinieron a trasladarse a Tula. En el año 9 Caña cumplieron veinte años en Tula los mexicas. Año 10 Pedernal: vinieron a llegar a Atlitlalaquian. Aquí permanecieron once años. En el año 8 Caña vinieron a Tlemaco. Allí perma­necieron cinco años. En el año 13 Pedernal vinieron a trasladarse a Atotonilco. Cuatro años permanecieron los mexicas en Atotonilco...".

 

En contraste con el carácter escueto de anales como éstos, los ye uecauh tlatolli se enriquecieron también muchas veces con narraciones y leyendas, verdaderos tlamachilliz tlatol zazanilli, relatos de lo que se sabía, que permitían conocer con más detalles la vida y la actuación de los gober­nantes y lo que había acontecido a la comuni­dad en las distintas épocas. Ejemplo de esto son las célebres leyendas acerca de Quetzalcóatl, incluidas en el Códice Matritense de Sahagún y en los Anales de Cuauhtitlán, o lo que refiere esta última fuente acerca de la vida del señor de Tetzcoco, Nezahualcóyotl.

 

Otras formas de tlatolli hubo en el mun­do prehispánico, además de las que se han mencionado. Entre las más importantes estuvieron los in tonalli itlatlatollo, discursos de los tonalpouhque que hacían la lectura de los destinos. A esta materia  se dedica íntegramente el libro IV del Códice Matritense de la Real Academia, en donde aparecen los tes­timonios en náhuatl que recogió Sahagún de sus informadores. Hay vestigios de otra forma de expresión esotérica,. que se designó con el vocablo nahuallatolli: el tlatolli de los nahualli, lenguaje encubierto o mágico, propio de brujos. Material para su estudio lo ofrece el Tratado de las supersticiones de los naturales de esta Nueva España, de Hernan­do Ruiz de Alarcón. Allí se conservan en su original algunos de los conjuros que recogió éste entre los brujos nahuas que aún ejercían sus funciones a principios del siglo XVIII. Aunque literatura por esencia esotérica, el nahuallatolli encierra sorpresas del mayor interés.

 

Variada y rica, más de lo que pudiera sospecharse, fue la producción literaria del México antiguo. Mucho se perdió, pero son nu­merosos los textos que se conservan. No es exageración afirmar que algunas de las composiciones en náhuatl, especialmente las de carácter religioso, tienen una antigüedad de, por lo menos, varios siglos. En ellas está la clave para ahondar en el sentido de las insti­tuciones prehispánicas, en particular el arte y las normas de la vida cotidiana. Como en toda literatura, también en la que se expresó en náhuatl, quedó testimonio de los ideales que dieron ser y forma a una cultura. A lo largo de este libro, se acude en multitud de ocasiones al acervo de este rico caudal de pro­ducciones con el fin de fundamentar e ilustrar, con expresión indígena, lo que aquí ha sido tema de estudio.

 

Bibliografía.

 

Barrera Vázquez, A. Él libro de los libros de Chilam Balam, México, 1948. El libro de los Cantares de Dzitbalché, México, 1965.

 

Garibay K., A. M. Poesía indígena de la altiplanicie, México, 1952 (2ª. ed.).  Épica náhuatl, México, 1945. Historia de la literatura náhuatl (2 vols.), México, 1953-1954.

 

León-Portilla, M. Literaturas precolombinas de México, México, 1964. Trece poetas del mundo azteca, México, 1972.

 

Recinos, A. (ed.) Popol Vuh, Las antiguas historias del Quiché, México,  1953 (2ª. ed.).

 

35.            Los mexicas y su sociedad.

Por: Víctor M. Castillo Farreras.

 

En los estudios de la situación social de los mexicas es notorio el desacuerdo entre los diversos autores contemporáneos, sobre todo en cuanto a la existencia o no de clases sociales. En tanto que unos abogan por ellas, otros las niegan rotundamente; y en no pocas veces tanto unos como otros se han valido simplemente del concepto. Por ello, para abordar la materia propuesta es conveniente fijar un marco de referencia universal a tra­vés del cual puedan explicarse las relaciones humanas que fueron características en México-Tenochtitlan.

 

Consideramos que para el examen de la dinámica social, o para la utilización del concepto “clase social”, no debería perderse de vista, por lo menos, la definición amplia y precisa que da V. I. Lenin, en la cual los puntos esenciales expresan que las “clases sociales” son sectores de la sociedad que se diferencian entre sí por el lugar que ocupan en un sistema de producción social, históricamente determinado; por las relaciones en que se encuentran respecto a los medios de producción (rela­ciones que en gran parte quedan establecidas y formalizadas por las leyes); por el papel que desempeñan en la organización social del trabajo, y, consiguientemente, por el modo y la proporción en que perciben la parte de la riqueza social de que disponen. Las “clases sociales” son tipos humanos, uno de los cuales puede apropiarse del trabajo del otro por ocupar puestos diferentes en un régimen determinado de economía social.

 

Desde luego, cabe aclarar que el hecho de que se considere la definición transcrita no significa de ningún modo pretender ajustar la historia del México antiguo a las formas que fueron o son propias de otros lugares, sobre todo teniendo en cuenta que dicha definición surgió en nuestro siglo y fue originada por acontecimientos peculiares en el mismo y en Europa. Aunque sea de sobra conocido, no hay que olvidar el hecho de que el desa­rrollo del complejo cultural mesoamericano fue independiente de cualquier influencia ex­tracontinental directa.

 

Con esto, antes de iniciar la exposición de los rasgos de los sectores diferentes de la sociedad mexica, trataremos de las premisas que suponen la existencia de tal diferenciación. Empero, siendo nuestro interés ir directamente, en lo posible, de las fuentes do­cumentales, tomaremos sobre todo la infor­mación de los que en cierto modo alcanzaron a vivir dentro de la tradición nativa.

 

Van a continuación tres notas, traduci­das del náhuatl, del Códice Florentino. La primera se refiere al castigo dado a los que eran sorprendidos en estado de embriaguez: "Si es sólo macehualli, o quien es así no más, ante la gente es apaleado; con palos cae, con palos muere, o quizás el azote lo acaba. Pero si es       en secreto lo ahorcan".

 

En la ceremonia dedicada a Xiuhtecuhtli, dios del fuego, la gente rica y los mercaderes hacían ofrendas de papel cortado, ricas plu­mas, jades, codornices, "...pero los que son solamente macehualtin, los pobres, sólo copalxalli (arena de copal) echan en el fogón. Y los que son en suma postreros, los menesterosos en extremo, los trabajadores indigentes, los que están insatisfechos, los descontentos, sólo yauhtli  (una hierba olorosa) espar­cen en el fogón; así ofrendan en su propio hogar".

 

Y ahora una referencia a la vida en su proyección al más allá. La calidad de la piedra que se colocaba en la boca de los muertos variaba según fuera en vida el nivel eco­nómico-social del individuo: "Y así que morían los señores e igualmente los nobles, les hacían ‘tragar’ un chalchíhuitl (esmeralda o jade). Pero en los macehualtin sólo de texo­xoctli (una piedra azul), o de obsidiana, diz­que se hace su corazón".

 

Aunque breves en su extensión, las notas expuestas llevan en cambio una apreciable carga semántica que hace precisar la diferen­cia en riqueza y prestigio entre los mexicas. En la primera, para un mismo delito, aunque el resultado sea el mismo, la aplicación del castigo varía si se trata de un infractor macehualli, de alguien que es “como quiera”, que es "así no más", que si se trata de un tlazopilli, un auténtico pilli (noble), un hijo legitimo, pero “legítimo” en tanto que es de ilustre cepa.

 

Si la distinción que establece esta primera nota es en cuanto al rango, en la segunda lo es en cuanto a la distribución de la riqueza social. Nuevamente a una misma actitud -un rito religioso en este caso- correspon­den diferentes medios de ejecución. En tanto que los que pueden hacen ricas ofrendas, los macehuales presentan sólo los sustitutivos más a su alcance. En el primer caso, mace­hualli aparece como sinónimo de gente sin lustre, sin abolengo, pero en el segundo es equivalente de gente pobre (motolinía). Aún más, el texto parece indicar una subdivisión inferior al mencionar a los que "son en suma rostreros", "los más o finalmente postreros", pero en realidad se refiere a los trabajadores: "los menesterosos en extremo, los trabajadores indigentes, los que están insatisfechos, los descontentos".

 

El último fragmento enfrenta a pipiltin (nobles) y tlatoque (gobernantes) contra macehualtin. Por su riqueza y su rango, los primeros utilizan piedras finas en sustitución del corazón de sus muertos. No así los segundos, pues no tienen riqueza ni mucho menos linajes ilustres, y por lo mismo su ni­vel social se ve proyectado horizontalmente hacia el ultramundo.

 

En consecuencia, puede entreverse en el conjunto de los tres fragmentos la división de la sociedad mexica en dos sectores: el de los pipiltin y el de los macehualtin; dicho de otro modo, el de los que todo lo tuvieron y el de los que nada o casi nada poseyeron. De esta división -y de las de ilustres y no-, libres o no, el mexica conocía y sentía su existencia, pero ignoraba las causas reales, o bien, como ha acaecido en otras sociedades, las achacaba a la naturaleza o a Dios. El sitio que cada uno ocupa aparece como nor­mal, como un hecho natural, y sólo varía la actitud dentro de él. Para nada se toma en cuenta el proceso que hizo posible al hortela­no o al artífice, al hombre rico o al que no lo es, llegar a ser tales.

 

Pipiltin y macehualtin.

 

Por lo que respecta a los primeros, basta con tener en cuenta que fueron ellos los que ocuparon los principales puestos de la orga­nización social, ya sea en la administración civil, en el ejército o en el sacerdocio; asimis­mo, que se localizaba primordialmente en ellos la posibilidad de acceder a la propiedad privada de la tierra y de artículos especiales y que no sólo estaban exentos del pago de tri­butos y del trabajo agrícola (como rutina obligada, por supuesto), sino que podían llegar a ser tributados y disfrutar del servicio de otra gente. Al tratar de los macehualtin y de otros grupos se harán referencias continuas a los pipiltin.

 

Desde el punto de vista conceptual y reli­gioso, macehualli es aquel que reconoce su origen en Dios, que hace penitencia, que se eleva a Dios; así entonces, macehualtin son todos, sean del estrato y del lugar que sean. Pero, desde el punto de vista social y econó­mico, el hecho es distinto: todos los que no son pipiltin son macehualtin. No obstante, hubo excepciones a esto último, ya que a los pochtecas y a ciertos grupos de artesanos no se les consideró así, aunque tampoco pipil­tin; y tal vez no tanto por su situación económica como por su origen étnico, en cierto modo diferente. De ser así, resulta más clara la división interna en dos sectores a partir de Acamapichtli: los que se unieron a él en parentesco, pipiltin; los que no, macehualtin, pero mexicas todos.

 

Un macehualli podía ascender la escala de prestigio e igualarse, por ejemplo, a los cuacuahtin o nobles guerreros águilas, y por lo mismo, según Durán, "vestirse de algodón y traer zapatos en palacio... y beber vino (públicamente, que en escondido todos lo bebían); podían tener dos o tres mancebas, eran libres de tributos..., dábanles tierras y licencia para comer en palacio y bailar entre los principales"; no obstante, continuaba siendo el mismo. Aunque encumbrado, era un macehualti; lograba acortar la distancia social, pero nunca llegaba a identificarse con un pilli. Además, esto no solía acontecer a menudo.

 

Un dato más que esclarece la situación del macehualti está  en su relación con aque­lla en que cae el pilli transgresor de alguna norma. Por ejemplo, a los pipiltin reducidos a macehualtin se les vedó, como a cualquiera de éstos, la posesión y uso de determinadas prendas; debieron servir en las obras comunales, y a los poseedores de tierras se les recomendaba que los tratasen como a viles vasallos y les trajesen atropellados en su servi­cio. Esto, dispuesto por el primer Mocte­zuma, parece tener su origen en el suicidio del pilli Teuctlehuacatzin durante el preámbulo a la guerra de Azcapotzalco e inmediatamente después del asesinato de Chimalpopocatzin. Considerando que todo pilli debía demostrar su arrojo en el momento preciso y ser siempre digno de su posición, no es de extrañar entonces la actitud que adoptaron ante el siguiente hecho, que traducido de los Anales de Cuauhtitlán dice así: “También entonces fue cuando tranquilamente se quitó la vida Teuctlehuacatzin, tlacochcálcatl de Tenochtitlan; puesto que tuvo temor una vez muerto el tlatoani Chimalpopocatzin. Dudaba que acaso le harían la guerra (los tepanecas), que tal vez serían conquistados los tenochcas. Por consiguiente, se sacrificó, tomó un veneno. Y cuando fue sabido, fue visto, se indignaron los tenochcas, los pipiltin", los que mandaban. Y por esta causa se consultaron, se congregaron, determinaron, juzgaron, dijeron: 'Sus hijos, sus sobrinos, sus nietos, ninguno será estimado ni será gobernante; por siempre serán considerados como macehualtin...' Y así se hizo, pues aunque sus nietos salían mucho a la guerra y bien que andaban ba­tiéndose, ninguno de ellos gobernó ni fue estimado".

 

Aparte de la degradación en lo social y en lo económico, es importante señalar un detalle un tanto velado en el texto que ayuda a caracterizar un poco más a los pipiltin. En el primer párrafo se tradujo: “se sacrificó, tomó un veneno”, indicando un suicidio común. Pero este autosacrificio aparece en náhuatl como omoxochimicti; vocablo que contiene las radicales de xóchitl (flor) y mictía (sacrificar); entonces, aunque tal, el sui­cidio fue “florido”, es decir, un sacrificio ofrendado a la divinidad por vía de acción bélica. Sin embargo, lo curioso es que el contexto indica claramente que Teuchtlehuaca­tzin se quitó la vida por temor ante el porvenir, y que precisamente por ello los demás pipiltin condenaron a toda su descendencia. ¿A qué se debe entonces la contradicción de presentarlo como un xochimiqui y, como tal, merecedor de la feliz ultravida en el Cielo del Sol, junto a guerreros distinguidos? Qui­zá se deba a que un pilli no dejaba de serlo nunca. Al contravenir las normas de la dig­nidad y la valentía, Teuctlehuacatzin debía ser castigado para escarmiento de los de su clase y para ejemplo de los del pueblo, Pero no por ello dejaba de pertenecer a la línea de Acamapichtli. Y esta línea era la base, la  sustentación más pura y más firme de la nobleza mexica y por lo mismo no debía presentar ninguna grieta.

 

Por lo dicho puede asegurarse que los macehualtin de la isla de México fueron solamente los mexicas integrantes del pueblo llano, fuesen tales por origen o, por rareza, pipiltin vueltos a su estado inicial. Sus ocupaciones, enmarcadas en la producción directa del sustento y de la riqueza sociales, fueron sobre todo agrícolas, o de pesca y caza, combinadas generalmente con labores de artesanía común y con diferentes servicios de tipo civil, militar y religioso.

 

En cuanto a la riqueza social, basta con recordar que, salvo en pocas ocasiones espe­ciales, les estaba vedada la propiedad indi­vidual de tierras y ropas o artículos de deter­minada calidad. Desde luego, es obvio decir que todo esto tenía el significado opuesto para el pilli. Simple y llanamente, en tanto que aquél producía, éste disfrutaba. La dife­rencia era tajante; como advierte López Austin al referirse a la. movilidad social y a los derechos de unos y otros: "Un pilli podía alcanzar con sus esfuerzos una posición de tributado; un macehualli aspiraba, por el mismo camino, a dejar de ser tributario".

 

Y puesto que los macehualtin en su in­mensa mayoría estaban dedicados a las faenas del campo, o como se dijera poco después de la conquista, "su modo de vivir es universalmente de sembrar un poco de maíz en unos pedazos de tierra que tienen alrededor de sus casas y en algunos pueblos apartados", es oportuno dejar esbozada su imagen, como hombre y como trabajador, a través de la descripción de los mismos informantes indígenas. En el Códice Florentino se dice que: "El labrador es fuerte, rudo, trabajador, duro, recio. El buen labrador, el que hace la milpa, es esforzado, desenvuelto, muy diligente. Es comprometido, cuidadoso, atento, duerme despierto. Es apesadumbrado, es afligido. No duerme, no come, piensa; se provoca el desvelo, quebranta su corazón, está apercibido... El que no es buen labrador es torpe, negli­gente, descuidado; es perezoso, es tonto, es necio; no es hábil..., es glotón, es flojo; es mezquino..., es desatento, no es generoso; enemigo de dar y amigo de recibir...".

 

Para cerrar este apartado, señalaremos la clara diferenciación social de los mexicas considerada a través de esta manera típica, ciertamente universal, de definir a un indivi­duo desde un ámbito económico y social di­ferente, aunque también, en no pocas ocasio­nes, igual pero inconsciente: según el texto anterior, vemos que todo labriego es “bueno” si se esfuerza y desvela en su trabajo, "malo" si no se empeña en sus labores, y, por lo tanto, además de flojo resulta mezqui­no, enemigo de dar y amigo de recibir. Las cosas no han cambiado todavía.

 

Los tlameme.

 

Quizá por la costumbre ya generalizada de extender el término macehualli a todos los hombres de escasos recursos y carentes de un linaje relevante, comúnmente se omite hacer mención de los cargadores del México antiguo, los "tameme", tlameme o tlamama. Vale la pena entonces considerar algunos aspectos de su trabajo y de su situación.

 

Dada la inexistencia de bestias de carga y del hecho de no emplear la rueda como instrumento motor, debe suponerse un número elevado de individuos dedicados a estas faenas. Muchas fuentes los citan, como lo hace Motolinía al decir que “las recuas son de ellos mismos”. Y si se parte del análisis de las campañas guerreras, puede deducirse que tal vez el mayor porcentaje, si no la tota­lidad, de estos cargadores estaba constitui­do, por lo menos en Tenochtitlan., por gente de diverso origen étnico. Según Alvarado Tezozómoc, una modalidad de tributo para los pueblos conquistados consistía en la transportación del fardaje del ejército y aun de sus altos jefes; y según las Relaciones gráficas, los de México servíanse de la mayor parte de los naturales de los distritos por hombres de carga, y así los llevaban a las guerras con bastimentos y municiones. Por lo tanto, el trabajo de los tlameme de guerra era sólo de carácter eventual; y ellos,  campesinos que debían llevar su propio bastimento, su itacate.

 

Pero había otros que estaban plenamente integrados en la sociedad tenochca y dentro de la misma metrópoli. A ellos se refiere Cortés cuando expresa, visitando el merca­do de Tlatelolco, que también había allí hombres como los que llaman en Castilla ganapa­nes, para traer cargas; y otro tanto refiere Torquemada. Por el tipo de trabajo de estas personas se infiere que no pertenecían al sector considerado campesino, por lo menos eventualmente.

 

Tal vez fueran ellos los reclutados por el ejército mexica en las últimas etapas del regreso, y convertidos, por lo tanto, en el últi­mo sector del sistema social de producción encajado en la metrópoli. Para estos individuos era muy difícil, si no imposible, el. ascenso en la escala social, y quizá por ello mismo llegara a instituirse su trabajo como oficio regular y  aun transmitirse de padres a hijos, según afirma Clavijero.

 

Los mayeque.

 

Como podrá advertirse en el capítulo re­lativo a las fuerzas y relaciones mexicas de producción, durante la tercera década del siglo XV México aún formaba parte de las tierras tepanecas, y que a costa de éstas, particularmente, se formó después la mexica­tlalli, la tierra de los mexicas, de la que ya fraccionada resultaron los tipos de tierras de labor reseñados. Pues bien, de allí, de la mexicatlalli, principalmente de la ribera oeste del lago, surgieron las primeras -si no las únicas- tierras trabajadas por los maye­que literalmente: “poseedores de manos o brazos”, y que éstos fueron los antiguos macehualtin de Tepeyácac, de Azcapotzalco, de Coyohuacan, etc.

 

De este modo puede afirmarse que los mayeque fueron gente étnicamente extraña a los mexicas; que ocuparon y trabajaron precisamente las mismas tierras que con anterioridad habían poseído en forma comunal. Pero si antes el producto de su trabajo había sido para sí y para su calpulli, ahora lo era para sí y para el pilli a cuyo nombre se habían asignado las tierras, al cual debían proporcionar servicio  doméstico, además de obligarse en tiempo de guerra o de necesidad al tlatoani de México.

 

La situación de estos hombres, dentro de la sociedad mexica, tuvo que haber sido ínfi­ma en contraste con la del resto de la pobla­ción; piénsese sólo en que después de la guerra de liberación mexica no cupo nada a los macehualtin, y los nobles o pipiltin, como asienta Durán, “los echaron por ahí como a gente de poco valor”; y si esto sucedió den­tro de la población vencedora, que no pasaría con la de los vencidos. Estos últimos, los mayeque, quedaron excluidos de toda posibi­lidad real de desarrollo, y aunque con ciertos derechos (como eran el de seguir formando parte de sus antiguos calpulli y el de conser­var sus costumbres y dioses particulares), las circunstancias impuestas los confinaron definitivamente a las tierras de los pipiltin mexicanos. "Según el tratamiento que les hacían los nobles -comenta fray Domingo de la Anunciación-, así holgaban o no los mayeque de servir y obedecer", y esto significa que eran libres, libres para tomar o no el tra­bajo, para quedarse o para marchar a otro lugar.

 

En efecto, eran libres, pero sólo en su oferta de trabajo, puesto que siendo mayeque, es decir, “poseedores de brazos, de manos” eran sus brazos y sus manos los únicos medios de su propiedad.

 

Tlatlacohtin y mamaltin.

 

Desde el mismo siglo XVI, al tlacohtli se le ha venido identificando con el esclavo, aunque las condiciones en que se encontra­ban uno y otro difieran notablemente.

 

Si los españoles tradujeron la palabra tla­cohtli como "esclavo", ello sólo significa que, como solía acontecer, al encontrar desde su peculiar punto de vista ciertas semejanzas con las formas de vida ya conocidas, utilizaron términos occidentales para designar los aspectos varios de la cultura indígena. De ahí que se lean en sus escritos palabras como rey, emperador, siervo y muchas más que, si bien dan una idea, no se identifican plenamente con la realidad que se quiso determinar. Y no hay que perder de vista que, en el caso con­creto de los tlatlacohtin, interesaba sobrema­nera a los colonizadores hispanos que aquéllos hubieran existido desde antes como escla­vos. Respecto a su etimología, debemos precisar que la palabra tlacohtli tiene por raíz el adjetivo tlaco, que denota mitad, medianía, algo que no es grande ni pequeño; y el significado último es entonces el mismo del adjetivo, pero sustantivado por el sufijo tli. La única otra posibilidad etimológica de la palabra tlacohtli es el verbo tlacoa, cuyo significado, en todas sus acepciones, tiene también un sentido en cierto modo similar al de tlaco, es decir, de acciones que no condu­cen a resultados definitivos, como son perjudicar, corromper, mimar, dañar, quebrantar, pecar, mal hacer, etc.

 

Como señala López Austin, la condición de estas personas “era un estado casi siem­pre transitorio en que podía caer un indivi­duo por diversas  razones, entre las que sobresalía el contrato". La vida del tlacohtli transcurría en forma semejante a la de cual­quier  otro individuo; las leyes lo protegían; podía tener propiedades, incluyendo entre éstas la posesión de otros hombres de su misma categoría social; su servidumbre nunca fue mayor que la del resto del pueblo, y en caso de tener descendencia, ésta no partici­paba de su suerte. La única diferencia con­sistía, pues, en que su persona, pese a sus derechos, era posesión de otra, y además de una relativa  degradación moral, en determinadas circunstancias podía verse en peli­gro de muerte por sacrificio.

 

En cuanto al modo de contraer la condi­ción de tlacohtli, o tlatlacoliztli se advierten dos formas fundamentales: a) por coacción del derecho, y b) por voluntad propia o fami­liar. Las principales causas de la primera eran el robo, las deudas, el homicidio y el juego; entre las de la segunda destacaban 1a necesidad y el escarmiento para algún miembro de la familia. La persona que por determinado motivo se convertía en tlacohtli de otra, en pago del delito cometido, de la deuda o de la cantidad recibida, se obligaba a servirle en su hogar (barrer, hilar, surtir leña), a ayudarle en las faenas del campo o a trans­portar mercancías en caso de que su poseedor estuviese dedicado al comercio, propor­cionándole éste alimentos durante el período fijado. En cuanto a los tlatlacohtin reinciden­tes por tercera vez, los desahuciados, no ha­cían ningún trabajo.

 

Según se advierte, los bienes materiales que recibía el tlacohtli eran más, o al menos proporcionaban mayor seguridad, que los que podía alcanzar un individuo del pueblo llano a través de un trabajo semejante, máxime si, como afirma Torquemada, "el servicio que hacían a sus amos era limitado y no siempre ni ordinario". De esta manera se entiende que aparte de los muy necesitados hubiera gente, como los jugadores, los haraganes o las prostitutas, que se arriesgaran a apostar lo que no tenían o se vendieran por un determinado precio (mantas o granos), a fin de alargar un poco más sus deleites particulares, aunque tuvieran que servir luego a sus acreedores.

 

No obstante, la tlatlacoliztli presentaba aspectos negativos. Aparte de la falta de ple­na libertad, se la consideró siempre un casti­go. Además, la aparente inclinación del dios Tezcatilpoca hacia el tlacohtli no representa­ba más que el afán de encubrir la realidad, de justificarla, ocultando las desigualdades existentes en bienes y posición. Por otro lado, al cabo de tres amonestaciones y ventas sucesivas, alcanzaba su última alternativa: o huía en forma singular o se veía arrastrado al sacrificio.

 

Si se considera la significación histórica de la esclavitud y se confronta con lo que se ha anotado acerca del tlacohtli, se hace pa­tente que la situación de éste difiere en lo más esencial de la de las esclavos, los cuales, como indica Carlos Marx, constituyen "una parte de la sociedad que es tratada como la simple condición inorgánica y natural de su propia reproducción". Al tlacohtli no se le des­­humaniza ni aun siendo de collera  (el desahu­ciado); y si se considera que podía tener propiedades, incluso poseer a otros de su misma condición, resulta entonces que su “dueño” no se apropiaba del producto completo de su trabajo y que no lo consideraba, como diría Marco Terencio Varrón, una “herramienta parlante”. Tan sólo con estas dos excepcio­nes de la definición clásica de la esclavitud bastaría para invalidarla por completo y sorprende en verdad que no se haya tomado en cuenta el juicio de Torquemada a este respecto: "Decimos –expresa- que les falta­ban a los tlatlacohtin muchas condiciones en esta materia para hacerlos esclavos propiamente".

 

Pasando ahora a los mamaltin, o cauti­vos de guerra, no tuvieron ninguna significación de importancia dentro del sistema de pro­ducción básico de los mexicas, más bien lo desbordaban. Su destino fue siempre alguna de las formas de sacrificio ritual, y por lo tanto su aprehensión sólo podía representar el beneplácito de los dioses y la obtención de pres­tigio por parte de guerreros esforzados  que, por supuesto, pertenecían por lo general a estratos sociales elevados.

 

Desde los puntos de vista social y económico, mamaltin y tlatlacohtin de collera (los desahuciados) se igualaban en su situa­ción; ninguno de ellos fue utilizado en for­ma alguna de producción material y sus vidas sólo sirvieron para obtener prestigio ante la sociedad y ante los dioses. De los cautivos dice Durán que eran “la dulce comida de los dioses” y que “no servían de otra cosa sino de holocaustos”. Y respecto a los tlatlacohtin destinados al sacrificio, los informantes indí­genas de Sahagún refieren cómo los dejaban en la cárcel y, al amanecer, “venían a sacar a la mujer y le daban algodón; quizá tejerá para esperar la muerte... Pero los hombres nada hacían”. Por lo tanto puede afirmarse que en México-Tenochtitlan no se empleó la fuerza productiva que representaba el torrente de cautivos que a menudo pasaba por sus calzadas; y lo mismo puede decirse de los tlatlacohtin, los cuales no sólo no constituyeron ninguna fuente importante de ingresos, sino que, por el contrario, a muchos de ellos convino más el haber adquirido tal estado.

 

A través del análisis efectuado, es innegable la existencia de una dicotomía en la estructura social de Tenochtitlan. Continuamente se advierten o se expresan diferencias estratigráficas entre los sectores de la pobla­ción, de las cuales destacan las de casta, las de prestigio, las de riqueza y las de dominio. En estos cuatro puntos de diferenciación únicamente los pipiltin ocupan los primeros lugares y ninguno de los demás puede, desde el punto de vista estricto de la estratigrafía social, competir al menos por la primacía del segundo lugar. Esto indica que el sistema so­cial de valoración fue ideado ex profeso para tal fin e indudablemente por el sector primado; y desde luego, no se descarta el hecho de que los otros grupos se excluyeran entre sí a través de sistemas particulares. Este últi­mo es el caso de los pochteca y de algunos grupos de artesanos (amanteca), que, de hecho, ocupaban un nivel económico superior con relación al del resto de la población, perfilándose así como una clase emergente, o no fundamental de rango elevado.

 

Ahora bien, de lo dicho y de la revisión de cada uno de los cuatro puntos, y considerando que la diferenciación de estratos socia­les refleja las relaciones que se dan en la so­ciedad, se desprende que, al igual que en toda estructura clasista, los pipiltin (o no­bles), como poseedores que fueron de la ri­queza y del poder, trataran de justificar y de conservar su status por medio de ideologías peculiares -una de las cuales fue el sistema valorativo de estratificación, derivado del régimen de derecho establecido por ellos-. Y es indudable también el desarrollo implíci­to en las relaciones entre éstos y los macehualtin (los  del pueblo), que fueron receptores de su mandato y los productores de la riqueza -como trabajo excedente, obligado y absorbido por aquéllos-. Asimismo, el dina­mismo histórico de sus relaciones es eviden­te, puesto que en ningún momento es posible definir a un grupo si no se hacen referencias continuas acerca del otro; al explicar uno queda en consecuencia explicado su opuesto.

 

La patente diferenciación económica y social entre los mexicas movió a Orozco y Berra a esbozar el siguiente esquema de la "deslumbradora apariencia" de México-Te­nochtitlan: "El rey, los sacerdotes, los nobles, los soldados, las clases privilegiadas, vivían en la comodidad y la abundancia; pero los demás, atados al suelo, agobiados por el trabajo, con malo y escaso alimento, vegeta­ban para sus señores sin recompensa ni es­peranza. Inmensa era la distancia entre el rey y su vasallo; distinta la condición entre la capital del imperio y las provincias someti­das. Aquella sociedad se dividía marcadamente entre vencedores y vencidos; entre señores y esclavos; entre privilegiados poseedores de los bienes de la tierra, e ilotas desheredados, sin otro porvenir halagüeño que la muerte alcanzada en el campo de batalla o en el ara de un dios".

 

Pese al uso de algunos términos y con­ceptos no apropiados en rigor, y asimismo del tono, criticable para muchos, la descripción de Orozco y Berra no deja de expresar una gran certidumbre. Y es que, teniendo presente que no existe una sociedad idéntica a otra ni a sí misma a través de su historia, a pesar de todas las semejanzas, lo dicho has­ta aquí conduce a pensar en los antiguos me­xicanos como integrantes de una sociedad que, de manera similar a otras en la his­toria, presenta las características más pro­fundas de la división de la sociedad en cla­ses; es decir, la dominación y explotación conjuntamente dirigidas por unos y sufridas por los más.

 

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36.            Fuerzas y relaciones mexicas de producción.

Por: Víctor M. Castillo Farreras.

 

Al tiempo de su fundación, México-Tenochtitlan ofrecía un panorama poco prometedor: el área de la isla era bastante reduci­da, el agua semisalobre y la vegetación com­puesta sobre todo por junceas; "entre cañas, entre juncias", dirían luego los informantes indígenas. Por lo que respecta al sustento, sólo podía ofrecer raíces de diversas plantas, peces, ranas, ajolotes, acoziles o camaronci­llos, y todo género de sabandijas propias de una región lacustre, además de pájaros y de aves acuáticas. La economía estaba entonces basada primordialmente en la caza de aves y en la recolección y pesca de productos de la laguna. Con esto se lograba satisfacer las necesidades más urgentes, pero quedaban por resolver otras, asimismo importantes, como las del vestido y la habitación, tanto para los hombres como para el dios.

 

La carencia, entre otras cosas, de piedra, madera y demás materiales para la edifica­ción movió a los antiguos mexicanos a establecer sus primeros contactos de  índole comercial con la gente de tierra firme. Y para pasar de la simple subsistencia al mercadeo tuvieron que dedicarse al logro de una mayor cosecha de productos lacustres, que a la postre ofrecieron en trueque principalmente en los mercados tepanecas de la ribera occiden­tal del lago.

 

Ya para principios del siglo XV el incre­mento en las relaciones de intercambio con el exterior les permitió edificar con adobes y piedra, y se dieron asimismo las condiciones para un relativo desarrollo; cegando la laguna aumentaron la superficie cultivable de la isla; dispusieron acequias y acrecentaron la navegación que,  por la  naturaleza misma de la isla, permitió traficar con cierta autonomía en los centros ribereños, servirse de los bienes introducidos por mercaderes propios y extraños, y aun establecer lazos ventajosos por la vía diplomática o de matrimonio. Esta situación hizo también posible benéficos contactos con lugares más alejados, de los que fue caso típico el de Cuauhnáhuac (la actual Cuernavaca), de donde se obtuvo al fin el algodón para el vestido.

 

Con la caída de Azcapotzalco, los mexi­cas cerraron un ciclo que bien pudiera lla­marse de preparación, e iniciaron al mismo tiempo otro de franco desenvolvimiento en todos los ámbitos de su organización social. Y es durante este período, comprendido en­tre la tercera década del siglo XV y la segun­da del  XVI, cuando se observan los factores siguientes que caracterizaron la estructura económica de su sociedad.

 

Potencial humano.

 

Han sido diversos y numerosos los cálcu­los efectuados desde el siglo XVI a la fecha relativos a la densidad de población del México antiguo. Entre los modernos  más con­servadores figuran los que dan para el Valle de México, hacia 1519, una cantidad que rebasa los dos millones de habitantes; y de 300.000 para Tenochtitlan, aproximadamen­te. Otros hay que fijan en veinticinco millones la población del México central.

 

Por su parte, las fuentes del primer siglo novohispano proporcionan datos generalmente vagos y en muchas ocasiones tergi­versados por las circunstancias. Por ejemplo, para Alva Ixtlilxóchitl, la población prehispánica, considerada en íntima relación con su trabajo, fue "de tal manera, que hasta los montes y sierras fragosas las tenían ocupadas con sembrados y otros aprovechamien­tos; y el menor pueblo de aquellos tiempos tenía más gente que la mejor ciudad que el día de hoy hay en la Nueva España". Y para Chimalpahin: "en los tiempos antiguos hubo muchísima más gente de la que hoy existe, según nos refieren y muestran, pues no había parte alguna donde no hubiese gente, pues sea cual sea la parte que pueda mencionarse, allí había gente". Torquemada, tratando de ser más preciso, expresó que había ciudades, "algunas, de diez mil y otras de quince mil y más y menos vecinos, y las que llamamos villas y aldeas eran las que menos tenían, de a mil vecinos, y si alguna había de menos gente era muy singular y rara, y no sé si la había". En suma, tal vez debiera afirmarse, como otrora lo hizo Orozco y Berra, que la población del México antiguo fue en verdad cuantiosa, tanto como para que "bastara a los contingentes  exigidos por la guerra, sin que escasearan el labrador en los campos y el oficial en los talleres".

 

Recursos naturales.

 

Son en verdad abundantes las descripcio­nes que se conservan en lengua náhuatl acer­ca de la naturaleza en tanto que proveedora de habitación y sustento del hombre. En ellas se habla de la diversidad de tierras, de bosques, de praderas y ríos, así como de los recursos contenidos, ya sean de carácter animal, vegetal o mineral.

 

De lo dicho por los informantes indígenas se infiere la actitud que los hombres adoptaron ante los recursos naturales y, por ende, el grado de complejidad de su organi­zación social. Van en seguida, como ejem­plos, las versiones de algunos fragmentos del Códice Florentino que se refieren a tres distintos tipos de tierra de labor: dicen de las tierras de aluvión o atoctli, que "su nombre viene de atl, agua, y totoca, ir de prisa; quiere decir que corrió el agua. Es tierra amarilla rojiza, menuda y húmeda, blanda, molida, desmenuzada, buena, suave. Es creadora de cosas, es ejemplo, modelo, buena". De la de mantillo, o cuauhtlalli, se señala que "su nombre viene de cuáhuitl, árbol, y tlalli, tierra; está es, de árboles po­dridos u hojarasca, astillas o tierra áspera. Es arbolada, es oscura o quizás amarillo ro­jiza; es fructífera". Por último, en cuanto a la tierra en barbecho, o tlalzolli: "Cuando se dice tlalzolli, tierra vieja, es que no es buena tierra por razón de que allí nada se hace bien; es lugar en donde nada se engen­dra, que no sirve para nada, que es inútil de un lado al otro; sin provecho, arruinada, tierra vieja, envejecida".

 

Respecto de los vegetales de carácter ali­menticio, o utilizados en los diversos ámbi­tos de la producción social, de que disponían los antiguos mexicanos, podría formarse una relación bastante extensa proveniente no sólo de escritos en náhuatl o en español, sino aun en latín. Como recordación de ello basta con citar los célebres nombres de Mar­tín de la Cruz, Juan Badiano, Bernardino de Sahagún y Francisco Hernández.

 

Sin embargo, a guisa de ejemplo de lo que fue el conocimiento y utilización de los vegetales, veamos la descripción de los múltiples beneficios que se conseguían del cultivo del maguey (metl). Como se sabe, las formas de aprovechamiento de esta planta trascendieron el mundo prehispánico y aún tienen vigencia en nuestros días. En los Papeles de Nueva España (VI, 22) se señala que, entre otras cosas, de los magueyes "hacen miel, como arrope de Castilla; hacen della vino, vinagre, y beben el agua miel por cocer, que es una bebida muy saludable, purgativa, que engorda y da salud; de las pencas y raíces hacen una comida a su modo, dulce; del zumo de las hojas se curan llagas y heridas, que es una medicina que aprovecha mucho y se ha hecho gran experiencia dello; sacan dello nequén con que hacen las mantas, cuer­das y otras jarcias; sirven estas hojas de tablas a manera de tejas con que cubren sus casas para las aguas; sírvenles de canales y de leña; crían estos árboles, en las raíces dellos, unos gusanos que los naturales co­men...".

 

Por lo que toca a la fauna, sabido es que en el México prehispánico no se utilizó la fuerza animal ni hubo tampoco la gran variedad de animales domésticos que se utilizaron en otras partes del mundo. Las únicas excepciones en este sentido fueron el guajolote y algunos tipos especiales de perros, como el chichi o el itzcuintli que se criaron para fines alimenticios, particularmente, y que llegaron además a constituir una fuente importante de ingresos. Había, además, en las ciudades de importancia, siempre casas para fieras y aves donde se conservaban y criaban diversas especies aprovechables, princi­palmente por sus pieles y plumas y por su continuo uso en el ritual religioso. Desde lue­go, es obvio que se contó con una gran va­riedad de animales de caza (cuadrúpedos y aves), con otra no menor de sabandijas o in­sectos (lagartijas, langostas,  etc.) y con otra de pesca y recolección en la laguna.

 

Aparte lo anterior, debe recordarse la existencia de gran número de animales que se destinaban más bien para funciones médi­cas y mágico-religiosas. Por ejemplo, los in­formantes indígenas de Sahagún señalan al colibrí (huitzitzilin) como medicina para las bubas "el que quiere, nunca tendrá bubas comiendo muchas veces su carne; empero, dizque hace estéril a la gente"; y también las tórtolas (cocotli); que "acaban la tristeza de la gente; dizque su carne disipa su aflicción. Los celosas, después de comer su carne, con ello dizque dejan los celos".

 

Pero es indudable que a la par que los recursos que la naturaleza ofrece al bienestar de los hombres, existen otros que les son adversos. Están allí, en actitud contraria, constriñendo al hombre a actuar para supe­rarlos; y puesto que su existencia puede anu­lar a los que son necesarios, el hombre, por la tanto, tiene que entrar en contacto con ellos, tiene que contar con ellos. Un ejemplo de este tipo de animal nocivo es el de la hormiga tzicatana, que tomamos del Códice Florentino y vertemos del náhuatl: "Se dice que es guerrera; así como las hormigas berme­jas que andan en lugares fríos. Y de este modo viven: no pueden andar solas, únicamente marchan en conjuntos; por esto se les llama 'conquistadoras', porque comen todo lo que es verde, lo que es fresco. Lo que alguna vez cae junto a ellas, ya no lo dejan, lo terminan, lo acaban. Así avanzan, se van exten­diendo; son, en fin de cuentas, como escua­drones, puesto que son conquistadoras".

 

Instrumental y técnica.

 

Es bien conocido el hecho de que en el México antiguo no se utilizó la fuerza de tracción o de carga de ningún animal, y que tampoco se llegó al uso del arado ni al em­pleo de la rueda como elemento motor, como aconteció en el Viejo Mundo. El instrumental y la técnica utilizados fueron ciertamente, en relación con otras partes, poco desarrollados. Sin embargo, corno lo prueban las fuentes y las evidencias arqueológicas, tuvieron resultados de elevado valor. De ahí la admiración de Cortés, en su segunda relación, ante las manifestaciones de la cultura realmente bár­bara (en cuanto no occidental), que encon­tró en Tenochtitlan: ... "porque, como he dicho, qué más grandeza puede ser que un señor bárbaro como éste (Moctezuma Xocoyotzin) tuviese contrahechas de oro y plata y piedras y plumas todas las cosas que deba­jo del cielo hay en su señorío, tan al natural lo de oro y plata, que no hay platero en el mundo que mejor lo hiciese; y lo de las piedras, que no baste juicio comprender con qué instrumentos se hiciese tan perfecto; y lo de pluma, que ni de cera en ningún bordado se podría hacer tan maravillosamente?".

 

Lo anterior es prueba del más puro rela­tivismo cultural. Al ser obviamente distintos hombres y medios, las circunstancias varían y hacen variar la utilización de los recursos y de las técnicas para su explotación, y en consecuencia los logros correspondientes deben ser de muy diferentes matices. Empero, aparte la producción artística, para las circunstancias económicas, sociales, geográfi­cas, etc., del mundo prehispánico, la tecnología y el instrumental utilizados resultaban apenas suficientes, es decir, cumplían sus ob­jetivos, pero no podían dar más de sí; aunque aparentemente dice lo contrario el hecho de que los conquistadores hispanos prefirieron, por ejemplo, las navajas de obsidiana y las corazas de algodón, o ichcahuipilli, a las que traían de metal.

 

El instrumental agrícola se fundó, pri­mordialmente, en el huictli, comúnmente conocido por el nombre caribe coa, que era una herramienta de uso múltiple, de madera resistente y dura. El sistema de cultivo fue generalmente el de milpa, basado en la roza, quema y preparación del campo. Sin embar­go, en la región de los lagos, principalmente al Sur de la isla de México, predominó la forma de cultivo intensivo mediante las chinampas.

 

La preparación de una nueva chinampa, según Armillas y West, se realizaba como sigue. Primeramente se cortaban tiras de césped del tamaño requerido, frecuentemente de cinco a diez metros de ancho y hasta cien metros de largo; tres o cuatro tiras semejan­tes eran movidas como balsas hasta el lugar elegido y allí se amontonaban una sobre otra, de modo que la tira superior emergía ligeramente sobre el agua. La superficie se cubría entonces con cieno extraído del fondo del lago o tierra tomada de chinampas viejas, y quedaba la nueva lista para ser plantada. La joven chinampa, que al principio flotaba realmente, era anclada por medio de estacas de sauce (Salix acumilata), llamado en México ahuejote (ahuéxotl), hincadas en sus bordes; estas estacas arraigaban y se desarrollaban los ahuejotes que aún dan fisonomía propia al paisaje de la región y que sirven para rete­ner con sus raíces la tierra de los bordes de la chinampa, evitando que se desmorone.

 

Antes de cada siembra se extiende sobre la superficie de la chinampa suelo nuevo, constituido por cieno del fondo de los canales. Al cabo de cinco o seis años la chinam­pa se asentaba sobre el fondo de la ciénaga; sus fundamentos de materia vegetal se ha­bían descompuesto y formaban una base porosa, permeable, en la cual la humedad se infiltra fácilmente; para facilitar esta infil­tración los islotes construidos son siempre de poca anchura, pero, en cuanto a la longi­tud, no había más límite que la del espacio disponible.

 

La adición periódica de suelo nuevo va elevando el nivel de la chinampa y haciendo cada vez más difícil que la humedad penetre hasta las raíces de las plantas. En consecuencia, es necesario "rebajar" la chinampa de cuando en cuando, quitando con pala una capa de la tierra superficial, la cual puede usarse para "alzar" otra chinampa que esté demasiado baja.

 

Las chinampas del Valle de México -agregan Armillas y West-, se cultivaban y cultivan en forma extraordinariamente inten­siva. Las siembras en almáciga permite aho­rrar espacio en las chinampas mientras germinan las semillas y comienzan a brotar las matas. La chinampa raramente se deja descansar; su fertilidad se mantiene mediante el generoso uso de abonos que hace posible mantener un ciclo continuo de intensa pro­ducción año tras año. El clima favorable, la humedad del subsuelo, los riegos de auxilio, el abrigo, el amoroso cuidado individual que se dedica a cada mata, todo contribuye al mismo resultado.

 

Régimen de propiedad.

 

La propiedad de bienes muebles e in­muebles estaba rígidamente reglamentada y se basaba sobre todo en el estrato social del individuo y en la distinción que en la guerra tuviese. Una persona, aunque su situación económica se lo permitiera, no podía poseer determinados bienes si éstos no correspon­dían a su estrato social. Había diferencias en las cualidades de los adornos, en la indumen­taria, en los utensilios caseros y aun en el corte y la disposición del cabello, según fuera la fama de la persona o del sector social al que pertenecía.

 

Desde mediados del siglo XV Moctezuma Ilhuicamina había dictado leyes en este sentido, las mismas que más tarde el segun­do gobernante de igual nombre haría aún más rigurosas. Según el resumen del testimo­nio de Durán: "Ordenóse entonces que sólo el rey y Tlacaélel pudiesen traer zapatos en la casa real y que ningún grande entrase cal­zado en palacio, y sólo ellos pudieran traer zapatos por la ciudad, y ningún otro, so pena de la vida, excepto los que hubiesen hecho al­guna valentía en la guerra, a los cuales por su valor y señal de valientes les pudiesen permitir traer unas sandalias de las muy co­munes y baladíes. También se determinó que sólo el rey pudiese traer las mantas galanas de labores y pinturas de algodón e hilo de diversos colores y plumería; y los grandes señores, las mantas de tal y tal hechura, y los de menos valía, como hubiesen hecho tal o tal valentía o hazaña, otras diferentes; los soldados, de otra menor labor y hechura. Toda la demás gente, so pena de la vida, salió determinado que ninguno usase de algodón ni se pusiese otras mantas sino de henequén, y questas mantas no pasasen más de cuanto cubriesen la rodilla; y si alguno la trujese que llegase a la garganta del pie, fuese muerto, salvo si no tuviese alguna señal en las piernas de herida que en la guerra le hubiesen dado; y así, cuando se topaban alguno que traía la manta más larga, luego le miraban las piernas si tenía alguna señal de herida que en la guerra le hubiesen dado, y no hallándosela le mataban, y si la tenía le dejaban y se la permitían para cubrir la heri­da que por valiente le habían dado; y decían, que pues no huyó el pie a la espada, que era justo con aquélla la galardonase y fuesen aquellas piernas honradas".

 

Por lo que respecta a los bienes inmuebles -con excepción de la tierra- se seguían los mismos lineamientos de posesión y uso que para los muebles. Por ejemplo, como señalan Durán y Alvarado Tezozómoc, no se podía tener casas con almenados altos, ni con techos puntiagudos, ni con miradores elevados, a no ser que sus propietarios fuesen de notoria valentía guerrera.

 

El calpulli.

 

Para tratar lo relativo a las distintas for­mas de posesión de la tierra y del destino de sus frutos son necesarias algunas conside­raciones generales respecto al calpulli, ya que, según veremos, va ligado íntimamente con la  propiedad territorial.

 

Las controversias acerca del significado de esta institución, pese a su antigüedad, no han conducido sino a resultados fragmenta­rios. Se ha discutido lo referente a su carácter clánico, a su territorialidad, a sus patrones de  parentesco, a su posible estado de disolución, y a otros puntos más, que, en conjunto,  integran un complejo proble­ma cuyo estudio somero rebasaría los lí­mites fijados para este trabajo. Empero se debe considerar al calpulli por lo pronto, no como algo estático, sino como una institu­ción de existencia histórica; como un ente en continuo proceso de cambio a través del tiempo y del espacio; y ello no únicamente a partir de su contacto con Occidente, sino en el ámbito mismo de origen, dentro del propio mundo precortesiano. De tal manera se observará que los calpulli nombrados durante la migración azteca no pudieron haber tenido, lógicamente, la misma estructura y fun­ción que los que se organizaron en 1325 en Tenochtitlan, ni éstos que los del mismo lugar, pero a parir de la caída de Azcapotzalco, en 1428, y menos aún que los del tiem­po del segundo Moctezuma. Después de 1521, si bien es cierto que el calpulli fue desapareciendo paulatinamente allí donde era mayor la influencia hispana, en otros muchos lugares, los más apartados sobre todo, per­sistió hasta nuestros  días  matizado por las nuevas  circunstancias.

 

Así, pues, considerando lo anterior y partiendo de las informaciones del siglo XV y de la confrontación de investigaciones modernas, podemos considerar los siguien­tes rasgos como los más característicos del calpulli al tiempo de producirse la conquista española:

 

Conjunto de linajes o grupos de familias generalmente patrilineales (ambilaterales en el caso de los pipiltin, o nobles), y de amigos y aliados; cada linaje con tierras de cultivo aparte de las que tenían carácter co­munal.

 

Entidad residencial localizada, con reglas establecidas sobre la propiedad y usu­fructo de la tierra.

 

Unidad económica que, como persona jurídica, tiene derechos sobre la propie­dad del suelo y la obligación de cubrir el to­tal de los tributos.

 

Unidad social, con sus propias ceremonias, fiestas y organización política, que llevan a la cohesión de sus miembros.

 

Entidad administrativa con dignatarios propios, dedicados principalmente al registro y distribución de tierras y a la super­visión de obras comunales.

 

Subárea de cultura, en cuanto se refiere a vestidos, adornos, costumbres, activi­dades, etc.

 

Institución política con representantes del gobierno central y alguna injerencia.

 

Unidad militar, con escuadrones, y símbolos propios.

 

Resumiendo, puede concluirse que el calpulli es la unidad social mesoamericana típicamente autosuficiente en la que se dan todas las condiciones básicas de la producción, incluidas las de producción de exceden­tes, entendidas éstas como trabajo en común realizado para el esplendor y dicha de la propia unidad social integral y de la unidad superior encabezada por el huey tlatoani o supremo gobernante.

 

Posesión de la tierra.

 

El territorio mexica, o mexicatlalli, tuvo su origen en las antiguas posesiones tepanecas. En él se advierten estas divisiones y modos de posesión y uso de la tierra:

 

Tierras de propiedad comunal. Cal­pullalli era el nombre de las tierras poseídas comunalmente por los integrantes de cada calpulli. En ellas, aparte de las cultivadas en forma comunal para el pago de tributos, estaban las entregadas en usufructo a cada uno de los miembros del calpulli. La condición para disfrutar de este derecho era precisa­mente pertenecer al calpulli; siendo así, un individuo y su familia podían tenerla de por vida, con las restricciones de no poder ena­jenarla ni dejar de labrarla durante un perío­do máximo de tres años, ya que de lo contrario la perdían. Y lo mismo acontecía si la persona se iba a vivir a otro calpulli.

 

Si un calpulli contaba con tierras vacan­tes -como las de los agricultores renuentes o de los emigrados a otro-, las podía ofrecer en arrendamiento a otra persona, con la con­dición de que sus frutos se dedicaran a cubrir las necesidades de aquél.

 

Tierras administradas por el Esta­do. Son propiamente las altepetlalli, o al­tepemilli, es decir, las tierras o sementeras de la ciudad. De ellas se distinguen las siguientes modalidades:

 

Teopantlalli, o tierras de los tem­plos. Eran destinadas a sufragar 1os gastos de manutención del cuerpo sacerdotal, los de reparación y conservación de los templos y los de las celebraciones religiosas. Según parece, estas tierras eran de magnífica calidad y de sorprendente extensión.

 

Tlatocatlalli o tlatocamilli, es decir, tierras o sementeras del señorío; llamadas también Itónal in tlácatl, o tierras del destino del  señor. Eran arrendadas para sufra­gar los gastos de palacio, que incluían, entre otros, el dar de comer a los huéspedes, a los pobres y a los principales. Estaban asigna­das a los tlatoque, o gobernantes, en cuanto tales, de tal manera que a cualquier individuo, aunque fuese el tlatoani, o señor supremo, le estaba vedado disponer de ellas a no ser que pagase el arriendo correspondiente.

 

Tecpantlalli.  Sus frutos eran aprovechados para el sostenimiento de los servi­dores de palacio, los tecpanpouhque o tecpantlaca. Al igual que las tlatocatlalli, los derechos a estas tierras pasaban a los sucesores del cargo; pero siendo éste también hereditario, aparentaban ser propiedad de los cortesanos. Sin embargo, no había tal, pues­to que no podían cederlas a su arbitrio ni tampoco se excluía la posibilidad de perder sus derechos.

 

Tierra de los jueces o tecuhtlatoque. Eran las señaladas por el tlatoani como pago a los servicios de estos dignatarios. La asignación se hacía con respecto al cargo, y su labor con base en el arrendamiento.

 

Milchimalli y cacalomilli.  Eran las tierras señaladas para cubrir el avitualla­miento durante las guerras. La única diferencia entre ambas consistía, al decir de Tor­quemada, en que con los frutos de la primera se hacía  bizcocho (tlaxcaltotopochtli o torti­llas de maíz tostadas), y con los de la segun­da, grano tostado con el que se preparaban ciertos atoles.

 

Yaotlalli, o tierras del enemigo.  Eran las ganadas por guerra y por lo tanto el botín para México y sus aliados. Después de efectuarse su delimitación, pasaban a tomar las formas de posesión y aprovechamiento ya descritas.

 

La forma de posesión de la tierra en torno a la que más se ha controvertido es la tradicionalmente considerada como de propiedad privada. Las tierras sobre las que se ha aplicado esta categoría son las siguientes:

 

Pillalli, tierra de los pipiltin o nobles. El tipo de posesión para estas tierras parece haber tenido dos modalidades:

 

Era propio de los miembros de la antigua nobleza transmitir a su descendencia los derechos a estas tierras.

 

A los individuos no nobles, por su valor y hazañas en la guerra, el tlatoani podía encumbrarlos y al mismo tiempo otorgarles tierra de donde se sustentasen.

 

En ambos casos se adviene que la tenencia se fundaba en el alto status de las personas, ya fuese antiguo y recién adquirido. Para la primera modalidad existe el siguiente término preciso.

 

Tecpillalli, tierra de los tecpillin o individuos de ilustre cepa.  Como   se dijo, los derechos a estas tierras los poseían los pipiltin merced a una muy lejana ascenden­cia. Alva Ixtlilxóchitl explica que las tecpillalli "eran casi como las que se decían pillalli; eran de unos caballeros que se decían de los señores antiguos". Clavijero anota a su vez que "eran posesiones antiguas de la nobleza que habían heredado los hijos de sus padres".

 

Ambos poseedores -los nobles y los encumbrados por hazañas-, podían enajenar las tierras a su arbitrio, salvo el único impe­dimento de hacerlo a los macehualtin, es decir, a la gente común del pueblo. Por lo tanto el carácter individual de la propiedad resultaba en cierta manera restringido. En caso de contravenir la norma dicha de enaje­nación, las tierras tornaban a su legítimo pro­pietario, el Estado, a través de su máximo representante, el huey tlatoani, para que éste las adjudicara en el momento oportuno a quien fuera necesario.

 

Con lo dicho podría concluirse la formación de la inexistencia de la propiedad pri­vada territorial entre los antiguos mexicanos, ya que vimos que la propiedad recaía únicamente en dos entidades: el calpulli y el Estado. En las tierras del primero, sus inte­grantes las trabajaban para su provecho y para las finalidades de su propia comunidad; en tanto que en las del segundo, el  tlatoani, como cabeza del Estado y siguiendo las normas vigentes, adjudicaba sus derechos a los templos, al palacio, al ejército y a sí mismo.

 

Todo ello parece ser evidente. Empero, si se observa el mismo panorama a partir de un sitio distinto pero igualmente histórico, se advertirá que las conclusiones dadas han sido elaboradas tomando sólo en consideración las normas que se encontraban vigentes, es decir, que el fundamento de todo ello ha sido de tipo puramente formal. Y es que por lo general únicamente interpretamos una parte de la realidad histórica, tomando en cuenta sólo los estímulos de la norma jurídica y olvidando lo sustancial de las relaciones y cualidad de las cosas humanas; porque ¿acaso existía o existe alguna diferencia esencial, fuera de lo jurídico, entre el autén­tico terrateniente y el individuo poseedor solamente del usufructo de la tierra, pero con el derecho, además, de transmitirlo a toda su descendencia? Si se toma en cuenta esto, siendo relativamente válidas las dos posiciones, puede afirmarse que una forma de la tenencia de la tierra en el México antiguo tendía claramente hacia la privada según hoy se entiende (pero de hecho, era tal).

 

Trabajo agrícola.

 

Las tierras antes reseñadas eran labradas fundamentalmente por los siguientes cuatro tipos de trabajadores, diferenciados por su origen, su relación con la tierra y el destino del usufructo de su labor.

 

Calpuleque.  Eran los mecehuales que trabajaban en las calpullalli, para su propio provecho y para el pago de los tributos. Las tierras dedicadas a este último fin se labraban mediante jornadas rotativas.

 

Teccaleque.  Eran labradores de las tecpantlalli dentro de su propio calpulli, es decir, macehuales de posición similar a los calpuleque. Unos y  otros trabajaban para sí y para cubrir los tributos, de tal manera que la única diferencia entre ambos parece haber estado sólo en el destino de los frutos del suelo que cultivaban en comunidad. En tanto que los calpuleque tributaban al huey tlatoani, o señor supremo, los teccaleque lo hacían sólo al noble al cual estaba adjudicado el de­recho de la tierra.

 

Renteros.  Labraban tierras ajenas y podían tener o no parcelas asignadas a sus personas. Era gente que, no teniendo o no queriendo tierras en su propio calpulli, rentaba por un tiempo determinado las de nobles o de alguna comunidad. Las tlatocatlalli, según se dijo, eran trabajadas por estos campesinos, y también se anotó que los miembros de un calpulli podían arrendar las tierras de otro, siempre y cuando la renta se aplicara en beneficio del primero.

 

Mayeque.  Eran gentes de origen étnico distinto que el de los usufructuarios de su trabajo. Labraban pan los pipiltin, o nobles, las mismas tierras que con anterioridad había poseído comunalmente, pero que habían perdido por la conquista. Las mayeque de México aparecen con la toma de Azcapotzalco.

 

Los mayeque eran  también renteros en las tierras que labraban, pero a diferencia de los propiamente llamados así, que lo eran sólo por un determinado tiempo, ellos estaban ligados de por vida a esta forma de trabajo; además, juntamente con los derechos a la tierra, quedaban incluidos en las sucesiones hereditarias de los poseedores. La renta que pagaban, aparte del servicio de leña y agua para la casa del pilli o noble, consistía en una porción del producto recolectado, o bien del cultivo de determinada superficie. Como los teccaleque, tampoco éstos tributa­ban al tlatoani, ni trabajaban en las semen­teras comunales, y únicamente en tiempos de guerra acudían al servicio del señor supremo, quien, además, tenía sobre ellos jurisdicción civil y penal.

 

Intercambio comercial.

 

De manera general puede afirmarse que las formas de intercambio comercial entre los antiguos mexicanos estuvieron condiciona­das por la necesidad recíproca de satisfactores y realizadas por los mismos productores. Dentro de la masa de la población era de hecho imposible la aparición de intermediarios, ya que siendo su estructura económica prácticamente insuficiente para la creación de verdaderos excedentes de producción, la finalidad del intercambio se reducía sólo a nivelar la subsistencia familiar. De este modo, el pequeño productor quedaba convertido al mismo tiempo en pequeño vendedor y consu­midor de artículos de primera necesidad. No obstante, si cualquier persona del pueblo lle­gaba a adquirir algunas de las contadas mer­caderías de "lujo" que le eran permitidas, sólo significaba, como aún suele acontecer, una adquisición relativa de prestigio a costa de una continuada y penosa acumulación de bienes, a costa del descenso de su propio ni­vel de subsistencia.

 

Sin embargo, para los sectores que fueron poseedores de la acumulación de los bie­nes y del poder, la cuestión resultaba distin­ta. Para el caso de los tlatoque (gobernantes) y pipiltin (nobles) de México, el origen y existencia  de esta acumulación se localizaba, por una parte, en las recaudaciones con que afectaban a sus propios súbditos, y por otra, secundaria y decisiva, en los artículos tribu­tados por los pueblos sometidos. Por esta última vía se obtenían diversos tipos de cereales (utilizados para el sostenimiento del ejército, de las fiestas, de los convites y del pueblo en épocas de sequía), pero también se abastecían de objetos, más bien suntuarios, manufacturados, semielaborados o en su es­tado natural, los cuales si bien es cierto que sirvieron como obsequios para guerreros y artífices distinguidos, embajadores y digna­tarios de otros pueblos y aun para los mis­mos comerciantes, una buena porción de ellos quedaba atesorada por la nobleza e incluso otra parte retornaba a los señores de los lugares tributarios. En suma, las exigencias por las cosas suntuarias de parte de esta minoría encumbrada de la sociedad y el im­pulso dado ulteriormente a la expansión mili­tarista, provocaron tanto el origen como la consolidación de la renombrada institución prehispánica del comercio, la pochtecáyotl, cuyas rutas alcanzaron a cubrir, a la llegada de los españoles, desde las costas del Pacífi­co hasta las del Golfo de México, y desde el altiplano central hasta distintos puntos del sudeste mesoamericano.

 

Pero no fue precisamente Tenochtitlan la cuna de esta poderosa institución. Desde los albores del. siglo XV (o poco antes quizás), había ya aparecido en Tlatelolco, la ciudad hermana en el vecino islote, un primer grupo de comerciantes nombrados con el antiguo titulo de pochtecas. Ocurrió esto durante el gobierno de Cuacuauhpitzáhuac (1373?-1418). Empero, algunos años más tarde los tenochcas tendrían la oportunidad de con­templar no sólo el surgimiento de siete orga­nizaciones similares propias, sino aun el con­trol universal de las transacciones mercanti­les; primero, a través de su victoria sobre Azcapotzalco en la tercera década, y luego, como remate de su campaña, por el sojuzga­miento de los tlatelolcas en 1473.

 

La preponderancia social alcanzada por los pochtecas se manifiesta, como expresa León-Portilla en su estudio sobre el comercio prehispánico, "en la posesión de lo que pudiera llamarse un código jurídico y económico propio, así como en las varias funciones que casi con exclusividad les correspondía desempeñar. Los comerciantes tenían ritos y ceremonias exclusivos de ellos; poseían sus propios tribunales; organizaban los diversos sistemas de intercambio comercial; desempeñaban con frecuencia las funciones de emba­jadores, emisarios y espías. Al tiempo de la conquista española era ya tan grande su importancia en el conglomerado social, que tanto por su riqueza como por las múltiples funciones que desempeñaban, ejercían, muchas veces, más influencia en la vida públi­ca que los mismos nobles o pipiltin. Pudie­ra decirse que con los pochtecas o comerciantes en el mundo azteca se repitió un fe­nómeno parecido al de la burguesía de industriales y comerciantes que llegó a adquirir tanta importancia dentro de la historia mo­derna de los estados europeos. Los pochtecas, entre otras cosas, habían obtenido la exención de tributos personales, así como la posesión de tierras en forma individual, cosa que los colocaba en algunos aspectos casi a la par con los miembros de la nobleza".

 

La actividad de los pochtecas estaba estrechamente vinculada a la de los artesanos. Un ejemplo característico lo constituye su convivencia con los amanteca: o artífices de la pluma. Ambos grupos residían en locali­dades inmediatas y participaban de algunos rasgos culturales semejantes. De este modo, en tanto que unos, como auténticos interme­diarios, proporcionaban la materia prima, los otros la elaboraban para que de nueva cuenta los pochtecas la trataran. Este espíritu puramente mercantil de los pochtecas quedó claramente dibujado por los indígenas infor­mantes de Sahagún en un texto en náhuatl que, vertido al español por León-Portilla, dice: "El pochteca: traficante, vendedor; hace préstamos, hace contratos; acumula riquezas, las multiplica. El buen comerciante es viaje­ro, caminante; obtiene ganancias; encuentra lo que busca; es honrado".

 

Conforme se iba desarrollando, la pochtecáyotl llevaba consigo la desvinculación de la tierra de buen número de campesinos hábiles en oficios artesanales diversos, y provocaba también la formación de grandes mercados, los célebres tianquiztli, especializados en manufacturas y objetos determinados. De estas plazas, o “tianguis” como hoy se les llama, sobresalían la de México Tlatelolco, cuya viva imagen dejaron impresa los sorprendidos conquistadores: para Cortés, la plaza era como dos veces mayor que la de Salamanca; para el Conquistador anónimo, "tan grande como tres Veces" aquélla; y para Bernal Díaz: “desde que llegamos a la gran plaza, que se dice el Tatelulco, como no habíamos visto tal cosa, quedamos admirados de la multitud de gente y mercaderías que en ella había y del gran concierto y regimiento que en todo tenían. Y los principa­les que iban con nosotros nos lo iban mostrando; cada género de mercaderías estaban por sí, y tenían situados y señalados sus asientos"... y para acabar de "decir todas las cosas que allí se vendían, porque eran tantas de diversas calidades, que para que lo acabá­ramos de ver e inquirir, que como la gran plaza estaba llena de tanta gente y toda cer­cada de portales, en dos días no se viera todo". (Cap. XCII.)

 

Aparte de los mercados de México, había en otras muchas ciudades plazas de impor­tancia, tanto por su grandeza cuanto por su especialización. Nombraremos, a guisa de ejemplos, el de Tlaxcala, al que concurrían más de treinta mil contratantes según testimonia Cortés; el de Cholullan, célebre por su cerámica y joyería; el de Tetzcoco, con sus pintores y artífices del tejido; el de Acolman, con su mercado de perros chichime o itzcuintin y el de Azcapotzalco, dedicado a la compra y venta de tlatlacohtin, los mal llamados "esclavos". Para este último lugar los informantes indígenas de Sahagún, a través de la versión de Garibay, describen cómo eran expuestas y vendidas tales personas:

 

"A los varones, primero los adornan. Les vestían una manta valiosa, un paño femoral valioso; y lo que les ponían de calzado eran muy buenas sandalias... Y les cortaban el pelo a la usanza de los capitanes de guerra y les ponían collares y guirnaldas de flores... Andaba fumando, andaban aspirando el aroma de las flores por el mercado; allí anda­ban bailando". Y en cuanto a las mujeres, "de igual modo las aderezaban: les ponían una buena camisa con flores esparcidas en bordados y su faldellín era con olanes o bien con ondas y puntas en el ribete. Tam­bién las trasquilaban: no más les dejaban el pelo hasta la altura del hombro; las engalana­ban con su collar y su guirnalda de flores... En esta forma andaban bailando..., andaban aspirando la miel de las flores". Los cantores "les están tañendo el atabal, les están tocando el tambor, les están echando sus cantos... Y él que había de comprar, mucho se esmeraba en ver a quién... Y mucho lo veía si era listo, si cantaba bien, si llevaba su baile al compás... Y si tenía buena cara, buen cuerpo, si era hermoso, que no tenía peros...". Luego trataba con el vendedor: "Del que no es diestro para bailar, su precio era treinta mantas. En cambio el que bailaba diestramente, tenía buen cuerpo, su precio era cua­renta mantas". Hecho el trato, "el vendedor les quita todo lo que tienen puesto: las mantas ricas, los pañetes femorales ricos,  los zapatos ricos. Y si es mujer, le quita todo: el faldellín fino, la camisa fina, y todas las flores... Y los que compran gente..., llevan mantas y pañetes, faldellines y camisas, no muy buenos. Allí los vestían..., para poderlos llevar" (Vida económica de Tenochtitlan, 121).

 

Sin embargo, eran dos los sitios de mercado de mayor significación para los tratos que efectuaban los pochtecas. Uno, Xicalanco, junto a la Laguna de Términos, en el Golfo de México, en donde se adquirían pro­ductos provenientes de Yucatán, Honduras y las islas del Caribe. El otro estaba en la costa del Pacífico, en la región del Soconusco, de donde se extraía el cacao, las plumas de quetzal, el jade y los metales preciosos. De nuevo son los informantes de Sahagún quienes describen elocuentemente la partida de los pochtecas, sus tratos y los objetos que obtenían. Iban aderezados como para la guerra; numerosos tameme o cargadores los acompañaban; y ya por el rumbo del estado de Oaxaca, según la versión de León-Portilla, "se dividían allá en Tochtépec. La mitad iba hacia la costa de Ayotla (el Pacífico); la otra mitad entraba allá, por la costa de Xicalanco (Golfo de México). Los que entraban a Xica­lanco llevaban mercancía de Ahuítzotl para comerciar con ella lo que ya se dijo: mantas para los nobles, bragueros para los señores, faldas finas..., cintos de oro para la frente, collares elaborados... Para la gente del pueblo, lo que necesitaban era: orejeras de obsidiana, orejeras de metal barato, rasuraderas­ de obsidiana, punzones y agujas, grana, alumbre, piel de conejo, drogas y medicinas...

 

Al retornar a México, los pochtecas pre­sentaban los objetos logrados al señor su­premo, ya que, como indica el mismo texto, "habían ido en comisión real; con lo cual prosperaba la ciudad, la nación mexicana...". De esta manera se entiende el porqué de su grande reputación y poderío. El señor, o tlatoani, los tenía por esta causa en grande estima, "tanto como a sus nobles los hacía -dicen los informantes de Sahagún-; y aun los hacía iguales, como si fueran caballeros de guerra: los traficantes eran como tales tenidos y reputados".

 

En suma, con bastante certidumbre pue­de decirse que hacía los albores de la con­quista los pochtecas o comerciantes, cuyas actividades habían llegado a ser indispensables para la expansión económica y militarista de los tenochcas, ocupaban un lugar pree­minente en la sociedad y se perfilaban ya como una clase no fundamental, como un poderoso sector social emergente del sistema de producción tenochca.

 

Bibliografía.

 

Acosta, J. de Historia natural y moral de las Indias, ed.  preparada por E. O'Gor­man, México, 1962.

 

Clavijero, F. J. Historia antigua de México (4 vols.), México, 1945.

 

Durán, fray O.            Historia de las Indias de Nueva España y Islas de Tierra Firme (2 vols. y atlas), publicada por José F. Ramírez, México, 1867-1880.

 

Garibay K., A. M. Historia de la literatura náhuatl (2 vols.), México, 1953-1954.

 

León-Portilla, M. La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes, México 1966 (3ª  edi­ción).

 

Sahagún, fray B. de, Historia general de las cosas de Nueva España. ed. prep. por Angel M. Garibay K. (4 vols.), México, 1956.

 

Torquemada, J. de, Los Veintiún Libros Rituales y Monarquía Indiana (3 vols.), Madrid, 1723 (2ª ed.); ed. facsímil, México, 1943.

 

37.            La educación entre los mexicas.

Por: Miguel León-Portilla.

 

Tal vez no haya modo mejor de acercarse al conocimiento de una cultura que estudiando el concepto alcanzado en ella sobre la educación. Al investigar la evolución de la Paideia, o sea del concepto y la realidad de la educación entre los griegos, señaló acertada­mente Werner Jaeger que ésta puede entenderse como “la expresión de una voluntad altísima mediante la cual (cada grupo huma­no) esculpe su destino”. Efectivamente, a través de sus sistemas educativos, las distintas comunidades y naciones se han empeñado en comunicar  a niños y jóvenes las experiencias y el legado intelectual de las generaciones anteriores, con el doble fin de formarlos e incorporarlos eficientemente a la vida de la sociedad, para que, a su debido tiempo, contribuyan también ellos, con sus propias ideas y actuaciones, al desarrollo del grupa al que pertenecen.

 

Como es obvio, las distintas culturas han llegado a matizar de modos diferentes sus propios conceptos acerca de la educación. En el caso de la cultura náhuatl prehispánica, sa­bemos que hubo en ella doble tipo de escuelas o centros de educación. Igualmente consta, gracias a los textos que se conservan, que sus antiguos sabios expresaron de hecho los prin­cipios y normas en relación con éste, que con­sideraron asunto de primordialísima impor­tancia.

 

De ello dan testimonio las pinturas de códices como el Mendocino y el Florentino, así como varios textos en lengua indígena e igualmente las crónicas e historias de autores como Motolinía, Sahagún, Durán, Mendieta, Torquemada e Ixtlilxóchitl, para citar a las más conocidos.

 

Sobre los datos aportados por estas fuen­tes se han publicado varios estudios, en los que se describe el funcionamiento de los telpochcalli o casas de jóvenes, donde se prepa­raba a la gran mayoría de éstos. Se menciona también la existencia de centros de educación superior, los calmécac, en los que se trasmitían los conocimientos más elevados de la cultura náhuatl.

 

Finalmente, se añade que funcionaban también entre los nahuas las llamadas cui­cacalli "casas de canto", en las cuales se daba enseñanza a los jóvenes acerca tanto del canto como de la danza y la música.

 

Sin embargo, tanto como estudiar el fun­cionamiento de los distintos tipos de escuelas prehispánicas, creemos que importa indagar, hasta donde ello sea posible, si hubo o no en la cultura náhuatl clara conciencia de un con­cepto preciso sobre lo que hoy llamamos educación. En otras palabras, pensamos que resulta de interés dar cabida a una pregunta como ésta: ¿existen textos en los que los sa­bios nahuas, los tlamatinime, se hayan expre­sado acerca de una concepción, debidamente elaborada, de lo que debía ser la educación que se impartía en centros como los calmécac y las telpochcalli?

 

"Rostro y corazón": punto de partida del concepto náhuatl de la educación.

 

Para penetrar un poco en los ideales de la educación entre los náhuas es necesario aten­der antes a otra concepción suya fundamental. Nos referimos al modo como llegaron a considerar los sabios nahuas lo que llamamos “persona humana”. Ante el peligro de des­viarnos de nuestro asunto principal, diremos brevemente que encontramos en los textos algo que se repite, especialmente en pláticas o discursos, al referirse el que ha tomado la palabra a aquél con quien está hablando, aparece la siguiente expresión idiomática náhuatl: "vuestro rostro, vuestro corazón". Obviamen­te designa con estas palabras la persona del interlocutor. Y hallamos esto no en casos aislados, sino en la casi totalidad de los discursos pronunciados de acuerdo con las reglas del que llamaban los nahuas tecpilatolli, o sea, "len­guaje noble o cultivado".

 

In ixtli, in yóllotl, “la cara, el corazón”, simbolizan siempre lo que hoy llamaríamos fisonomía moral y principio dinámico de un ser humano. Y resulta interesante notar, aunque sea de paso, el paralelismo que existe en este punto entre la cultura náhuatl y la griega. En esta última se concebía también la fisono­mía moral e intelectual del hombre, o sea la persona, como un prósopon o rostro. Sólo que entre los nahuas se yuxtaponía a la idea de "rostro" la del "corazón", órgano al que atribuían el dinamismo de la voluntad y la con­centración máxima de la vida.

 

Pues bien, la concepción náhuatl de la persona como "rostro y corazón" es punto clave en la aparición de su concepto de la educa­ción. El siguiente texto, recogido por Sahagún, en el que se describe el supremo ideal del “hombre maduro”, mostrará mejor que un lar­go comentario el papel fundamental del "rostro y corazón" dentro del pensamiento náhuatl acerca de la educación.

 

El hombre maduro:

corazón firme cono la piedra,

corazón resistente como el tronco de un árbol;

rostro sabio.

Dueño de un rostro y un corazón,

hábil y comprensivo.

 

Ser "dueño de un rostro y un corazón", he aquí el rasgo definitivo que caracteriza a un auténtico hombre maduro (omácic oquichtli). De no poseer alguien un “rostro y un corazón”, tendría entonces que ocultar "su corazón amortajado» y cubrir con una máscara su fal­ta de rostro, como se afirma expresamente en otro texto, hablando de lo que se presupone para llegar a ser un artista.

 

Pero hay algo más. En el texto citado no se dice únicamente que el auténtico hombre maduro "es dueño de un rostro y un cora­zón", sino que se añade que posee "un rostro sabio" y “un corazón firme como la piedra”.

 

Estos calificativos están presuponiendo, como vamos a ver, que el omácic oquichtli, "el hombre maduro", ha recibido el influjo de la educación náhuatl.

 

La educación entre los mexicas, según Acosta.

 

“Ninguna cosa más me ha admirado ni parecido más digna de alabanza y memoria que el cuidado y orden que en criar sus hijos tenían los mexicanos. Porque entendiendo bien que en la crianza e institución de la niñez y juventud consiste toda la buena espe­ranza de una república (lo cual trata Platón largamente en sus libros De legi­bus), dieron en apartar sus hijos de regalo y libertad, que son las dos pestes de aquella edad, y en ocuparlos en ejercicios provechosos y honestos. Para este efecto había en los templos casa particular de niños, como escuela o pu­pilaje, distinto de los mozos y mozas del templo, de que se trató extensamente en su lugar.

 

“Había en los dichos pupilajes o escuelas gran número de muchachos, que sus padres voluntariamente llevaban allí, los cuales tenían ayos y maestros que les enseñaban e industriaban en loables ejercicios: a ser bien criados, a tener respeto a los mayores, a servir y obedecer, dándoles documentos para ello; para que fuesen agradables a los señores, enseñábanles a cantar y danzar, industriábanlos en ejercicios de guerra, como tirar una flecha, fisga o vara tostada, a puntería, a mandar bien una rodela y jugar la espada. Haciánles dormir mal y comer peor, porque desde niños se hiciesen al trabajo y no fuese gente regalada...

 

“Gran orden y concierto era éste de los mexicanos en criar sus hijos, y si agora se tuviese el mismo orden de hacer casas y seminarios donde se criasen estos muchachos, sin duda florece­ría mucho la cristiandad de los indios. Algunas personas celosas lo han co­menzado, y el rey y su Consejo han mostrado favorecerlo; pero no es nego­cio de interés va muy poco a poco y hácese fríamente. Dios nos encamine para que siquiera no sea confusión lo que en su perdición hacían los hijos de tinieblas, y los hijos de luz no se que­den tanto atrás en el bien”.

 

(Tomado de Joseph de Acosta, Historia natural y ­moral de las Indias, edición preparada por Edmundo O'Gorman, páginas 315-316, México, 1962).

 

"Ixtlamachiliztli": acción de dar sabiduría a los rostros ajenos.

 

Dos textos que vamos a transcribir a con­tinuación nos hablan, según parece, con la máxima claridad, de la finalidad asignada por los nahuas a su forma de educación. El pri­mero describe precisamente la figura del sabio náhuatl en su función de maestro, temachtiani:

 

Maestro de la verdad,

no deja de amonestar.

Hace sabios los rostros ajenos,

hace a los otros tornar una cara,

los hace desarrollarla.

 

Les abre los oídos, los ilumina.

Es maestro de guías,

les da su camino, de él uno depende.

 

Pone un espejo delante de los otros,

los hace cuerdos y cuidadosos,

hace que en ellos aparezca una cara...

 

Gracias a él, la gente humaniza su querer,

y recibe una estricta enseñanza.

Hace fuertes los corazones,

conforta a la gente,

ayuda, remedia, a todos atiende.

 

Entre los diversos atributos del temachtiani, o maestro náhuatl, podemos distinguir claramente dos clases. Por una parte, aquellos que se refieren a "hacer que los educandos to­men un rostro, lo desarrollen, lo conozcan y lo hagan sabio". Por otra, los que nos lo mues­tran “humanizando el querer de la gente,” (itech netlacaneco) y “haciendo fuertes los corazones”.

 

El solo análisis lingüístico de cinco térmi­nos nahuas con que se describe en el texto ya citado la figura del maestro o temachtiani, constituirá el más elocuente comentario  acer­ca de su misión dentro del mundo náhuatl.

 

Es el primero, te-ix-cuitiani: "que a los otros una cara hace tomar". Magnífico ejemplo de lo que hemos llamado "ingeniería lingüística náhuatl". Está compuesto de los siguientes elementos: el prefijo te- (a los otros); el semantema radical de ix- (tli: rostro); y la forma participal cuitiani ("que hace tomar"). Reunidos estos elementos, te-ix-cui-­tiani significa a la letra (el que) "a1os otros un rostro hace tomar".

 

El segundo término es te-ix-tlamachtiani “que a los rostros de los otros da sabiduría”. De nuevo indicamos los elementos que lo for­man: te- (a los otros); ix- (tli: rostro o ros­tros); tlamachtiani (el que hace sabios, o hace  saber las cosas). Reunidos los diversos semantemas, te-ix-tlamachtiani vale tanto como “el que hace sabios los rostros de los otros”.

 

Tercer término, tetezcahuiani: “que a los otros un espejo pone delante”. Compues­to de te- (a los otros); tézcatl (espejo), palabra que a la vez forma el verbo tezcahuiani: “que espejea”' o pone delante un espejo. La finali­dad de esta acción claramente se indica al añadirse en el texto citado que obra así para que se vuelvan "cuerdos y cuidadosos".

 

 Cuarto término, netlacaneco (itech): “gracias ­a él, se humaniza el querer de la gente”. Se aplica al maestro, diciendo que itech (gracias a él); ne- (la gente); tlacaneco (es querida humanamente). Este último tér­mino es a su vez compuesto de neco (forma pasiva de nequi: "querer") y de tláca (tl), “hombre”.

 

Quinto término, tlayolpachiuitia: “hace ­fuertes los corazones”. Compuesto de tla, prefijo de carácter indefinido que connota una relación con “las cosas o las circunstancias más variadas”; yól- (otl: corazón); pachiuitia (hace fuertes). Reunidos pues los diversos ele­mentos: tla-yol-pachiuitia significa precisamente “con relación a las cosas, hace fuertes los corazones”.

 

Tal es el significado de estos cinco atribu­tos del maestro náhuatl. En ellos se destaca, como en acción, el concepto de la educación náhuatl, que a continuación vamos a ver for­mulado con la máxima claridad en el segun­do de los textos que antes mencionamos, recogido por fray Andrés de Olmos. Al lado de una breve enumeración del carácter moral de la educación náhuatl, se formula en él lo que constituía la raíz misma de su sentido y finalidad, “dar sabiduría a los rostros ajenos”:

 

Comenzaban a enseñarles:

cómo han de vivir;

cómo han de obedecer a las personas,

cómo han de respetarlas,

cómo deben entregarse a lo conveniente, lo recto,

y cómo han de evitar lo no conveniente, lo no recto,

huyendo con fuerza de la perversión y la avidez.

Todos allí recibían con insistencia:

la acción que da sabiduría a los rostros ajenos, la educación,

la prudencia y la cordura.

 

Difícil sería querer desentrañar aquí el sentido de todos los conceptos expresados en este texto. Pero, al menos, sí hemos de anali­zar el pensamiento fundamental en el que se describe precisamente la concepción náhuatl de la educación.

 

Después de indicarse en el texto varios de los temas que constituían el objeto de la educación entre los nahuas: “cómo han de vivir, cómo han de obedecer a las personas..., cómo deben entregarse  a lo conveniente”, lo recto (criterio náhuatl de lo moral), pasa a formularse expresamente aquello que era la inspiración y el meollo de lo que se impartía a los estudiantes: “todos allí recibían con insistencia, la acción que da sabiduría a los rostros ajenos”, la ixtlamachilztli náhuatl.

 

Un breve análisis lingüístico del término ixtlamachiliztli, nos revelará los matices de su significado. Se trata de un compuesto de los siguientes elementos: ix- (tli: al rostro, o a los rostros), y tlamachilliztli, sustantivo de sentido pasivo y de acción aplicativa. Se deri­va del verbo macho, voz pasiva de mati: “sa­ber". En su forma terminada en -l-iztli, toma el sentido unas veces abstracto, y otras de acción que se aplica a alguien. Aquí, al anteponérsele el semantema radical de ix-tli, “rostro”, obviamente se indica que se aplica precisamente a éste, como sujeto pasivo, la transmisión de la sabiduría. Por consiguiente, creemos aproximarnos al sentido original del término ixtlamachiliztli al traducirlo como “acción de dar sabiduría a los rostros ajenos”.

 

Visto el sentido de esta palabra, parece importante tocar ahora siquiera un punto que ayudará a comprender mejor el alcance de este concepto náhuatl de la educación: la gran resonancia que alcanzó esta idea en los más variados órdenes de la vida cultural nahua.

 

Muchos son los textos que pudieran aducirse para mostrar lo que estamos diciendo. Así, por ejemplo, cuando se  describe la figura del sumo sacerdote que llevaba el título de Quetzalcóatl, se afirma que una de las condiciones para llegar a tan elevada dignidad era precisamente poseer "un rostro sabio y un corazón firme".

 

Igualmente significativo es otro texto en el que, al mostrarse el ideal del amantécatl, o artista de los trabajos de plumería, se dice ya en las primeras frases:

 

El amantécatl, artista de las plumas:

nada le falta:

es dueño de un rostro y un corazón.

 

Y finalmente, para no alargar más esta serie de testimonios, transcribimos un texto en el que, hablando de los pochtecas o comer­ciantes, quienes, como se sabe, tenían que emprender largos y penosos viajes a lugares a veces tan distantes como el Xoconochco (Soconusco), se refiere que todo esto presuponía en ellos:

 

Un rostro que sabe hacer que

las cosas se logren...

y un corazón recto,

un corazón respetuoso de Dios.

 

En resumen, volviendo a citar aquí las lí­neas más significativas acerca del supremo ideal humano entre los nahuas, el "varón ma­duro", omácic oquichtli debía poseer:

 

Un corazón firme como la piedra,

resistente como el tranco de un árbol;

un rostro sabio.

Ser dueño de un rostro y un corazón.

 

La educación en el hogar.

 

Empecemos por tratar de la primera educación dada en la casa paterna. Giraba ésta, ya desde su comienzo, alrededor de la idea de fortaleza y control de sí mismos, que de manera práctica y por vía de consejos se inculcaba en los niños. Así, el Códice Mendoci­no nos ilustra acerca de lo reducido de la ra­ción alimenticia que se les daba, para ense­ñarles a controlar su apetito, al igual que sobre los primeros quehaceres de tipo doméstico, como los de acarrear agua o leña, en que eran ejercitados. Por lo que toca a los consejos paternos, es elocuente el siguiente texto de los informantes indígenas de Sahagún, en el que se describe la primera misión educado­ra del padre:

 

“El padre de gentes: raíz y principio de li­naje de hombres.

 

“Bueno es su corazón, recibe las cosas, compasivo, se preocupa, de él es la previsión, es apoyo, con sus manos protege.

 

“Cría, educa a los niños, les enseña, los amonesta, les enseña a vivir.

 

“Les pone delante un gran espejo, un espejo agujereado por ambos lados, una gruesa tea que no ahuma...”.

 

Como podrá comprobarse, varias de las funciones que se asignan aquí al "padre de gentes" (te-ta) guardan estrecha semejanza con algunos de los rasgos del tlamatini o sabio en su misión de educador. Ya en la segunda línea del texto que ahora citamos es descrito como un hombre de buen corazón (in qualli iyollo), previsión, sostén y protección de sus hijos. Pero es sobre todo en las líneas si­guientes donde aparece claramente la forma como desempeña su papel de educador en el hogar; no sólo cría a sus hijos, atendiendo al aspecto meramente biológico, sino que su misión principal está en enseñarlos y amonestarlos.

 

Y esta idea, que evoca la de largos dis­cursos paternos dirigidos al hijo en diversas ocasiones, la encontramos repetida por la gran mayoría de los cronistas, que incluso han llegado a conservar, en versión castellana, varias de las que hoy llamaríamos exhorta­ciones morales.

 

Y como para dar mayor fuerza a la idea de que el padre es quien primero amonesta y enseña a sus hijos a conocerse y gober­narse a sí mismos, encontramos aquí la misma metáfora aplicada al sabio: el padre tam­bién "les pone delante un gran espejo" para que aprendan a conocerse y a hacerse dueños de sí mismos.

 

Eran, pues, dos principios fundamentales los que guiaban la educación náhuatl impartida ya desde el hogar: el del autocontrol por me­dio de una serie de privaciones a que debía acostumbrarse el niño y el del conocimiento de sí mismo y de lo que tenía que alcanzar, inculcado a base de repetidas exhortaciones paternas.

 

Una segunda etapa en el proceso de la Neixtlamachiliztli ("acción de dar sabiduría a los rostros ajenos") se abría con la entrada del niño a los centros de educación que hoy lla­maríamos públicos.

 

El modo de formar "rostros sabios y corazones firmes" en las escuelas prehispánicas.

 

Este es el último punto que nos hemos propuesto tocar, para acabar  de mostrar algo de lo más importante del pensamiento náhuatl acerca de la educación. Entre las infor­mes recogidos por Sahagún existen varios textos que pudieran describirse como “los reglamentos”, en los que se especifica que es lo que se enseñaba a los jóvenes nahuas, y cómo se llevaba a cabo la formación de su “rostro y corazón”. Aquí sólo vamos a transcribir dos de los más significativos.

 

El primero, proveniente del Códice Florentino, menciona, por una parte, toda una serie de prácticas exteriores, como "ir a traer a cuestas la leña, barrer los patios, ir a buscar puntas de maguey", dirigidas principalmente a desarrollar en los estudiantes el sen­tido de obligación y responsabilidad, aun en el cumplimiento de quehaceres que podían parecer de poca importancia. De este modo se iba dando firmeza a la voluntad, o como decían los nahuas, "al corazón" de los edu­candos. Pero la parte más interesante del texto, y que es la que aquí transcribimos, presenta lo que constituía la enseñanza propiamente intelectual en los calmécac, dirigi­da a formar “rostros sabios”.

 

Se les enseñaban cuidadosamente

los cantares,

los que llamaban cantos divinos;

se valían para esto de las pinturas de los códices.

Les enseñaban también la cuenta de el libro de los días,

y el libro de los sueños

y el libro de los años (los anales).

 

Abarcaba por tanto esta "acción de dar sabiduría a los rostros ajenos" (ixtlamachiliz­tli) la transmisión de los cantares, especialmente de los llamados "divinos", donde se encerraba lo más elevado del pensamiento religioso y filosófico de los nahuas. Aprendían asimismo el manejo del tonalpohualli o "cuenta de los días"; la interpretación de los sueños y los mitos, así como los anales históricos, en los que se contenía, indicándose con precisión la fecha, la relación de los hechos pasados de mayor importancia.

 

Y como un complemento de lo dicho en el texto citado, encontramos, en uno de los hue­huetlatolli recogidos por Olmos, otro testimonio de máxima  importancia para acabar de conocer lo que constituía el núcleo de enseñanzas en los centros nahuas de educación, ahora principalmente en los telpochcalli, las escuelas que existían en cada uno de los dis­tintos barrios o calpulli:

 

Cuando han comido,

comienzan otra vez a enseñarles;

a unos cómo usar las armas,

 a otros cómo cazar,

cómo hacer cautivos en la guerra,

cómo han de tirar la cerbatana,

o arrojar la piedra.

 

Todos aprendían a usar

el escudo, la macana,

cómo lanzar el dardo y la flecha

mediante la tiradera y el arco.

También cómo se caza con la red

y cómo se caza con cordeles.

Otros eran enseñados en las variadas artes

de los toltecas..

 

Así, mientras en los calmécac  se ponía más empeño en la enseñanza de tipo intelectual, en los telpochcalli se preocupaban es­pecialmente por lo que se refiere al desarrollo de las habilidades del joven para la guerra y la caza. Sin embargo, aun allí no se descui­daba la transmisión de "las variadas artes de los toltecas".

 

Mucho es lo que puede añadirse, presen­tando en su integridad los varios "reglamentos" en náhuatl, principalmente de los calmécac, transmitidos a Sahagún por sus informantes. Igualmente podrían estudiarse los discursos y exhortaciones de índole moral que se repetían con frecuencia a los estudiantes. Pero todo esto alargaría este capítulo más allá de toda proporción razonable.

 

Mencionaremos al menos un hecho que, por su importancia, ayudará a comprender en toda su extensión las resonancias de la ixtlamachiliztli: "acción de dar sabiduría a los rostros ajenos", en el mundo náhuatl prehispánico.

 

Mientras en la época actual, por varias razones que no nos toca discutir aquí, hay aún en México escasez de escuelas, lo que impide a muchos niños y jóvenes recibir los beneficios de la educación, en el mundo ná­huatl prehispánico, y aunque parezca sor­prendente este hecho, sabemos por numerosos testimonios que no había un solo niño privado de la posibilidad de recibir esa “ac­ción que da sabiduría a los rostros ajenos”. Concretamente, los informantes indígenas de Bernardino de Sahagún hablan precisamente de esto al tratar de sus distintas prácticas rituales:

 

Cuando un niño nacía,

lo dedicaban sus padres

o en el calmécac o en el telpochcalli.

Prometían al niño como un don:

habrían de llevarlo un día al calmécac,

para que llegara a ser sacerdote,

o al telpochcalli, para que fuera un guerrero.

 

Y hablando en relación con esta práctica que obligaba a todos los padres de familia nahuas a atender la educación de sus hijos, factor indispensable para que pudieran ocu­par su puesto dentro de la comunidad, nos dice fray Juan de Torquemada lo siguiente: "Todos los padres en general tenían cuidado, según se dice, de enviar a sus hijos a estas escuelas o generales (por lo menos), desde la edad de seis años hasta la de nueve, y eran obligados a ello..."

 

Frente a este hecho, que permitía a todo niño o joven nahua poder recibir la forma­ción necesaria para hacer de sí mismo "un rostro sabio y un corazón firme, creemos que no hay mejor comentario que 1as palabras de Jacques Soustelle en su libro La vida cotidiana de los aztecas:

 

"Es admirable que, en esta época y en este continente, un pueblo indígena de América haya implantado la educación obligatoria para todos y que no hubiera un solo niño mexicano del siglo XVI, cualquiera que fuese su origen social, que estuviera privado de escuela".

 

Bibliografía.

 

Acosta, J. de, Historia natural y moral de las Indias, ed. preparada por E. O'Gor­man, México, 1962.

 

Clavijero, F. J. Historia antigua de México (4 vols.), México, 1945.

 

Durán, fray D. de, Historia de las Indias de Nueva España y Islas de Tierra Firme (2 vols. y atlas), publicado por J. F. Ramírez, México, 1867-1880.

 

Garibay K., A. M. Historia de la literatura náhuatl (2 vols.)., México, 1953-1954.

 

León-Portilla, M. La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes, México, 1965 (3ª. ed.).

 

Sahagún, fray B. de, Historia general de las cosas de Nueva España. ed. preparada por A.         M. Garibay K. (4 vols.), México, 1956.

 

Torquemada, J. de, Los Veintiún Libros Rituales y Monarquía Indiana (3 vols.), Madrid, 1723 (2ª. ed.); publicada en facsímil, México, 1943.

 

38.            El arte de los mexicas.

Por: Miguel León-Portilla.

 

Como en otros campos de la cultura, también en el de la creación artística actuaron los mexicas, por una parte, como herederos de los pueblos que los habían precedido, y, por otra, enriqueciendo el antiguo legado con formas y estilos, fruto de su propia inspira­ción. En su arte se renovaron concepciones, criterios y símbolos que habían florecido en centros como Teotihuacán, Cholula, Xochicalco, Tula y Culhuacán. Piénsese, por ejem­plo, en su extraordinario sentido urbanístico o en lo que fue su arquitectura sagrada, con edificaciones a base de terrazas superpues­tas y con taludes inclinados, escalinatas cen­trales con alfardas y el santuario en la parte más  alta; todo ello probable imagen plástica de los varios pisos celestes, por encima de los cuales se encuentra la morada de la divinidad suprema.

 

Un antecedente en la concepción de lo que fueron las ciudades prehispánicas con sus centros ceremoniales y palacios lo ofrece Teotihuacán, que fue una metrópoli en sentido estricto. Otro tanto puede decirse de creaciones como las pinturas murales, la escultura, la cerámica y, en general, el rico mundo de los símbolos de connotación religiosa, cuyas raí­ces estuvieron en Teotihuacán y se conocieron, más tarde, como atributo de los toltecas y parte esencial de la toltecáyotl o toltequidad.

 

Las grandes creaciones del arte mexica no fueron, sin embargo, mera copia o servil repetición de lo alcanzado por sus predecesores en el mismo ámbito de cultura. Sus realizaciones, inspiradas en el pensamiento místico-guerrero de sus guías, que habían ahondado en la conciencia de pertenecer al pueblo escogido del sol, tuvieron características propias, muchas veces extraordinarias. Auténtico arte hubo en la cada vez más esplendorosa realidad urbanística de Tenochtitlan, con su recinto central del templo mayor, sus palacios, escuelas, cuarteles, grandes mer­cados, jardines botánicos y zoológicos, casas de nobles y gente del pueblo, todo eficazmente comunicado por canales y calzadas.

 

Si bien los mexicas destacaron por su sentido urbanista, su arquitectura, pintura mural, orfebrería, arte plumario y cerámica, fue la escultura en piedra el campo en que alcanzaron más renombre entre todos los pueblos de Mesoamérica. De esto último dan prueba las numerosas efigies de dioses y hombres y también las obras en bajo relieve que se conservan sobre todo en el Museo Na­cional de Antropología de México y, en menor grado, en algunas zonas arqueológicas y en varios museos de Europa y los Estados Unidos.

 

Testimonios sobre la evolución urbanística de Tenochtitlan.

 

Profunda significación tuvieron las varias transformaciones urbanísticas de Tenochtitlan, la ciudad que fue marco de la actividad de no pocos hombres consagrados a distintas formas de creación artística. Sabido es que fueron modestas las primeras edificaciones en el poblado, erigido en donde se había realizado el portento del águila, anunciado por el dios Huitzilopochtli En la Crónica Mexicáyotl el historiador indígena Tezozómoc refiere que, en los primeros tiempos, sólo se levantaron chozas de madera y carrizos y sólo se erigió un pequeño adoratorio, desprovisto de cualquier forma de ostentación.

 

Lo que se conoce del poblado, cuya vida se inició hacia 1325, contrasta radicalmente con lo que, con sus propios ojos, contem­plaron hombres como Bernal Díaz del Casti­llo. Maravillado ante la grandeza de la ciu­dad, poco menos de dos siglos después, en 1519, el cronista español escribió que “parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís. Algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían era entre sueños...”. Así nada tiene de raro que dedicara luego varias páginas a describir las maravillas de la ciudad, sus grandes calzadas, plazas, templos y casas reales, el gran mercado de Tlatelolco, los jardines y huertas. El mismo Bernal afirma que “hubo soldados que habían estado en muchas partes del mun­do y en Constantinopla y en toda Italia y Roma, y dijeron que plaza (como la de Tlatelolco), tan bien compasada... y llena de tanta gente, no la habían visto...”.

 

Entre los dos extremos, la modesta fun­dación de Tenochtitlan y la grandeza de la metrópoli que contemplaron los conquistadores, había habido una evolución, con logros cada vez mejores. Parece oportuno hacer referencia a un momento, particularmente significativo, dentro de la serie de cambios.

 

Es el de las transformaciones, verdaderamen­te importantes, que conoció la ciudad poco después de que su supremo gobernante, el señor Ahuítzotl, hubiera sido causante involuntario de una gran inundación. Empeñado Ahuítzotl en aumentar el caudal de agua po­table, edificó un acueducto a partir de una fuente, situada más allá del lago, en la región de Coyoacán. Cuando la obra se concluyó y se dejó entrar el agua, el golpe de ésta fue tan brusco que Tenochtitlan quedó inundada.

 

Ahuítzotl, que se hallaba entonces en un aposento de su palacio, pretendiendo salir de él con la mayor prisa posible, se dio un golpe en la cabeza, consecuencia del cual fue su muerte, acaecida algún tiempo más tarde. Al menos, durante los años que sobrevivió, pudo atender a la reparación de los daños sufridos en la ciudad y a echar las bases de lo que llegó a ser luego su transformación definitiva. Buen testimonio de esto lo ofrece Diego Durán  en su clásica Historia de las In­dias de Nueva España.

 

"Cegaron -nos dice- toda el agua en los lugares que había entrado, quedando debajo del agua muchos de los edificios antiguos, y tornaron a edificar México, de mejores y más curiosos y galanos edificios, porque los que tenía eran muy antiguos y edificados por los mismos mexicanos en tiempo de su pobre­za y poco valor. Y así había cosas muy viles y soeces...

 

"Y así quedó de aquella vez México muy ilustrado y curioso y vistoso, con casas gran­des y curiosas, llenas de grandes recreaciones de jardines y patios muy galanos; de acequias muy estancadas y cercadas de arboledas de sauces y álamos blancos y negros, con mu­chos reparos y defensas para el agua que, aunque fuesen muy llenas no hiciesen ningún perjuicio.

 

"Todo lo cual el rey Ahuítzotl lo mandó pagar y satisfacer a todos los oficiales y comunidades, dándoles mantas, ceñidores, cacao, chile, frijol, esclavos, todo sacado de sus tesoros. Con lo cual todos quedaron muy satisfechos y la ciudad de México muy ilus­trada."

 

Otros testimonios existen que, como éste, llevan a ponderar lo que, con fino sentido urbanístico, lograron en Tenochtitlan sus go­bernantes. La cita de la obra de Durán tiene el particular interés de referirse a uno de los más importantes momentos de cambio y consiguiente florecimiento en la metrópoli del pueblo del Sol.

 

Realismo en el arte náhuatl.

 

En el arte náhuatl se buscaba la representación de la vida, no por simbó­lica menos dinámica. Al crear en el oro o en la plata la figura de un huasteco, de una tortuga, de un pájaro o de una lagartija, se iba en pos de una imagen de la vida en movimiento. El texto que a continuación se transcribe, debido tam­bién a los informadores de Sahagún, es elocuente por sí mismo:

 

Aquí se dice

cómo hacían algo

los fundidores de metales preciosos.

Con carbón, con cera diseñaban,

creaban, dibujaban algo,

para fundir el metal precioso,

bien sea amarillo, bien sea blanco.

Así daban principio a su obra de toltecas...

 

Si comenzaban a hacerla figura de un ser vivo,

si comenzaban la figura de un animal

grababan, sólo seguían su semejanza,

imitaban lo vivo,

para que saliera en el metal,

lo que se quisiera hacer.

 

Tal vez un huasteco,

tal vez un vecino,

tiene su nariguera,

su nariz perforada,

su flecha en la cara,

su cuerpo tatuado con navajillas de obsidiana.

 

Así se preparaba al carbón,

al irse raspando, al irlo labrando.

 

Se toma cualquier cosa,

que se quiera ejecutar,

tal como es su realidad y su apariencia,

así se dispondrá.

 

Por ejemplo una tortuga,

así se dispone del carbón,

su caparazón como que se irá moviendo,

su cabeza que sale de dentro de él,

que parece moverse,

su pescuezo y sus manos,

que las está como extendiendo.

 

Si tal vez un pájaro.

el que va a salir del metal precioso,

así se tallará,

así se raspará el carbón,

de suerte que adquiera sus plumas, sus alas,

su cola, sus patas.

 

O tal vez cualquier cosa que se trate de hacer,

así se raspa luego el carbón,

de manera que adquiera sus escamas y sus aletas,

así se termina,

así está parada su cola bifurcada.

Tal vez es una langosta, o una lagartija,

se le forman sus manos,

de este modo se labra el carbón.

 

O tal vez cualquier cosa que se trate de hacer,

un animalillo o un collar de oro,

que se ha de hacer con cuentas como semillas

que se mueven al borde,

obra maravillosa pintada,

con flores.

 

La escultura entre los mexicas.

 

Precisamente en los recintos sagrados, en donde era visible lo mejor de la arquitectura -pirámides, santuarios, altares, escuelas, juegos de pelota y otras edificaciones-, tam­bién la pintura mural y la escultura tenían un papel de suma importancia. Se sabe, por ejemplo, que las pirámides y templos estaban muchas veces recubiertos con pinturas policromas y símbolos estrechamente relacionados con los dioses que allí se veneraban. Por lo que toca a la escultura, consta que dentro del recinto del templo mayor había no pocas efigies talladas en piedra, así como otros monumentos con bajos relieves. Allí estuvie­ron la colosal escultura de la diosa Coatlicue, la gran cabeza de Coyolxauhqui, el Océlotlcuauhxicalli, el gran recipiente en forma de ocelote; algunas representaciones de Mictlancíhuatl, la Señora de la región de los muertos; la piedra de Tízoc, y el que se conoce como "Calendario azteca" o piedra del sol.

 

La presencia de monumentos y escultu­ras como éstas en el templo mayor o en otros de los muchos santuarios que había en Tenochtitlan y en distintas poblaciones fuera de ella era complemento esencial en la concep­ción del espacio sagrado, objeto de culto y a la vez plástica representación del mensaje religioso que se trasmitía a la comunidad en­tera. Además de las esculturas y bajos re­lieves, de connotación fundamentalmente reli­giosa, se esculpían algunas para recordar determinados acontecimientos y  personajes

que habían dejado profunda huella en la vida del pueblo del Sol. Un ejemplo de esto lo te­nemos en las efigies que, a sugerencia del célebre consejero Tlacaélel, mandó tallar Moctezuma Ilhuicamina en Chapultepec. El cronista Diego Durán recuerda esto e incluso transcribe las palabras que, según los testimonios de que disponía, pronunció en esa ocasión Tlacaélel. El sagaz consejero había hablado a Moctezuma de esta manera.

 

"Hermano, ya veis los trabajos y aflic­ciones con que hasta el día de hoy hemos sustentado esta república y cómo hemos en­sanchado y engrandecido la nación mexicana, venciendo en muchas guerras. Justo será quede memoria de vos y de mí, para lo cual tengo determinado que se labren dos esta­tuas, una mía y otra vuestra, dentro, en el cercado de Chapultepec, y que allí, en la pie­dra que mejor pareciere a los canteros, quede­mos esculpidos para perpetua memoria, en premio de nuestros trabajos. Para que, viendo allí nuestra figura, se acuerden nuestros hijos y nietos de nuestros grandes hechos y se esfuercen a imitarnos".

 

El trabajo se llevó a cabo y en él se indi­có el glifo de un año Ce Tochtli (1 Conejo), correspondiente al de 1454, ya que Moctezuma, algún tiempo antes de morir, dispuso se dejara constancia de esa fecha. No es éste el único ejemplo que puede citarse de tal tipo de monumentos en el mundo mexica. Por ello, quien desee alcanzar una apreciación sobre el desarrollo y maestría de los antiguos mexicanos en el arte del tallado de la piedra, deberá tener en cuenta la existencia de una amplia gama de producciones, a veces muy diferentes entre sí. Si fue rica en extremo la temática de lo que se esculpía, conviene insistir en que -a pesar de limitaciones téc­nicas- los trabajos abarcaron desde la finura y complejidad del bajo relieve hasta la escul­tura de grandes o pequeñas proporciones, e, incluso, obras, como la del extraordinario templo de Malinalco en donde águilas y ocelotes quedaron incorporados a la roca en la plástica simbología de un santuario para siempre adosado a la montaña.

 

Hablando de la variedad de producciones escultóricas, se ha tocado el punto de las limitaciones técnicas de los canteros y esculto­res prehispánicos. Para mejor ilustración en esta materia debe acudirse de nuevo al tes­timonio de Diego Durán que, al referirse a la forma como se talló un cuauhxicalli, hecho a semejanza del sol, dice lo que pudo conocer sobre el modo de trabajar de estos artistas.

 

“Por no tener mazos ni escoplos de hierro, como los canteros de nuestra  nación usan, sino con otras piedras sacar las figuras pequeñas tan al natural, era cosa de admiración, y aun de poner en historia, la curiosidad de los canteros antiguos y particular virtud que, con otras piedrezuelas, labrasen las piedras grandes e hiciesen figuras chicas y grandes, tan al natural como un pintor con un delicado pincel o como un curioso platero podría con un cincel sacar una figura al na­tural..."

 

Admirable es ciertamente que, con medios a todas luces precarios, el arte de la escultura haya llegado a alcanzar entre los mexicas tan alto grado de desarrollo. El solo acercamiento a algunas de sus creaciones mas conocidas da base para comprender por qué se ha dicho, sin soslayar el punto de las limi­taciones técnicas, que en el tallado de la piedra los mexicas fueron maestros supremos en Mesoamérica. Efigies colosales, como la de Coatlicue, o pequeñas, como la de Xólotl, "el doble de Quetzalcóatl", conservada esta última en el Museo de Stuttgart, a pesar de sus obvias diferencias, nunca podrían ser tenidas por otra cosa que lo que realmente son: producto de la inspiración que floreció en el mundo azteca.

 

En las esculturas de Coatlicue y de Xólotl o de la diosa decapitada, Coyolxauhqui; de Xochipilli, "dios del canto y la danza", encontrado en Malinalco; del Océlotl-Cuauhxicalli, el vaso del águila en forma de jaguar; de la diosa Chicomecóatl, la Señora de los mantenimientos; de Mictlancíhuatl, la compañera del dios de los muertos; de las cabezas del hombre muerto, o del caballero águila hay un estilo y una fuerza de expresión que claramente denotan origen cultural común. Entre los principales rasgos y elementos, que parecen configurar el estilo escultórico mexica, primeramente se halla un empleo frecuen­te de formas geométricas, aunque muchas veces atenuadas y casi desvanecidas, sin que por ello se pierda su función y sentido, como principio que integra y hace posible unificar los símbolos y la plenitud del tema de la obra.

 

En el caso de Coatlicue salta a la vista su gran estructuración geométrica, piramidal y cruciforme, en la que se incorporan elemen­tos de un cuerpo femenino y otra multitud de formas y símbolos que van desde las dos cabezas de serpiente en lo más alto -incluyendo el adorno del collar de corazones y manos, los pechos colgantes, un cráneo en el centro del vientre, el faldellín de serpientes entrelazadas- hasta los pies que rematan con garras de águila. La presencia de lo geo­métrico -atenuado muchas veces o suavemente desvanecido- resulta también patente, como receptor de formas y símbolos, en las otras esculturas que se han mencionado y en varias más que podrían citarse, producciones todas de los mexicas.

 

Como ya se apuntó al hacer referencia a la efigie de Coatlicue, otro rasgo característico del arte escultórico azteca parece ser la abundancia de elementos que, en sí mismos y originalmente, son representaciones que cabría describir como naturalistas. Así, por ejemplo, los cráneos en el caso de las diosas de la muerte, los tatuajes de cascabeles en el rostro de Coyolxauhqui, las serpientes, las manos, los corazones, los pechos y las garras de Coatlicue, las flores en la efigie de Xochipilli, contempladas aisladamente, no puede negarse que son afortunadas muestras, repro­ducción casi viviente de lo que existe en la naturaleza. Sin embargo, el gran cúmulo de elementos, calificables de naturalistas, adquiere en la escultura mexica propósitos y sentidos que le confieren un carácter incon­fundible. Las representaciones de serpientes, flores, caracoles, corazones, cráneos, garras, jeroglíficos y otras muchas cosas -incorporadas a veces a estructuras geométricas- llegan a integrar verdaderos enjambres, de riqueza y significación  no siempre inmediatamente perceptibles. Allí, cada elemento, en sí mismo o en su yuxtaposición con otros, contribuye plásticamente a la realización de los símbolos: verdadera madeja de insinuaciones e interrelaciones en el universo sagrado de dioses y hombres.

 

Toda esta complicación, cuya realidad unitaria surge en función de la misma escul­tura, origina a su vez formas de un dinamismo en el que con frecuencia late o se mani­fiesta la oposición de contrarios. De todo esto se derivan, en esculturas como las men­cionadas y en otras muchas, debidas tam­bién a los mexicas, desusadas maneras de belleza, siempre acercándose a lo divino, a ve­ces atisbo del misterio, connotación  de lo cósmico y, al menos de modo implícito, conciencia de lo que significa existir en la tierra. Pero el sentido trágico, humano y sagrado, inherente a tal forma de belleza, en una pala­bra la posible significación de este arte, sólo se tornará comprensible a quienes hayan penetrado siquiera un poco en el conocimiento de la simbología nativa, portadora de men­sajes.

 

Se ha destacado, como rasgo sobresalien­te en la escultura de procedencia mexica, la frecuente presencia de formas geométricas, el empleo de elementos en apariencia naturalistas, la integración de éstos, a modo de enjambres, que son ya insinuación al universo de lo divino y lo humano, la tensión de con­trarios, todo ello dando lugar a lo que se ha descrito como desusada belleza, unas veces trágica, otras veces como imagen que connota el misterio, pero siempre con el dinamismo que bebe su fuerza en las raíces más hondas de la propia cultura. Precisamente por esto se insiste en que la significación de este arte sólo se hará alcanzable para aquellos que se han interesado previamente en el estudio de las instituciones prehispánicas, sus mitos, sus creencias y sus maneras de vida. En tales intentos de comprensión, búsqueda a la vez de una más íntima vivencia del arte indígena, ayudará la existencia de textos, provenientes de la cultura nativa, en los que se habla de los orígenes históricos de la creación artísti­ca, de la predestinación de quienes la realiza­ban, así como de sus atributos y distintas obras.

 

Entre los materiales recogidos por Ber­nardino de Sahagún, se encuentra la docu­mentación que permite conocer algo de lo que los antiguos sabios pensaron sobre estas ma­terias, haciendo referencia expresa al arte ná­huatl y, en consecuencia, al que fue propio de los mexicas. Justamente la indagación sobre el tema de los orígenes ayudará a conocer cuáles fueron los conceptos y vocablos con que los antiguos mexicanos expresaron aquello que, para nosotros, son su arte y sus artistas.

 

Origen histórico del arte náhuatl.

 

Los informantes indígenas de Sahagún dan una versión del origen histórico de sus creaciones artísticas. Su versión es, más que nada, un testimonio de lo que creían y pen­saban acerca de esto los ancianos y los sa­bios, por lo menos desde fines del siglo XV y principios del XVI. Como en casi todas las grandes culturas, se habla de maravillosos tiempos pasados, en los cuales todo fue bueno y hermoso: en  ellos nació la toltecáyotl, el conjunto de las artes y los ideales de los tol­tecas.

 

La descripción que de la cultura tolteca nos ofrecen los informantes es muy expresi­va. Después de mencionar los varios sitios en que los toltecas moraron antes, narran lo que se sabe acerca de Tula. Es interesante que estos datos son fruto de un conocimiento directo, casi experimental, de los restos dejados en Tula por los toltecas:

 

De verdad allí estuvieron juntos,

estuvieron viviendo.

Muchas huellas de lo que hicieron

y que allí dejaron, todavía están allí, se ven,

las no terminadas, las llamadas columnas de serpientes.

Eran columnas redondas de serpientes,

Su cabeza se apoya en la tierra,

su cola, sus cascabeles están arriba.

Y también se ve el monte de los toltecas

y allí están las pirámides toltecas,

las construcciones de tierra y piedra, los muros estucados.

Allí están, se ven también restos

de la alfarería de los toltecas,

se sacan de la tierra tasas y ollas de los toltecas,

y muchas veces se sacan de la tierra collares de los toltecas,

pulseras maravillosas, piedras verdes, turquesas, esmeraldas...

 

A continuación, explicando el origen de todas esas creaciones toltecas, los sabios y ancianos ofrecen la visión del ideal de la an­tigua cultura, de la que los nahuas afirmaban ser herederos:

 

Los toltecas eran gente experimentada,

todas sus obras eran buenas, todas rectas,

todas bien hechas, todas admirables.

 

Sus casas eran hermosas,

sus casas con incrustaciones de mosaicos de turquesa,

pulidas, cubiertas de estuco,  maravillosas.

La que se dice una casa tolteca,

muy bien hecha, obra en todos sus aspectos hermosa...

Pintores, escultores y labradores de piedras,

artistas de la pluma, alfareros, hilanderos, tejedores,

profundamente experimentados en todo,

descubrieron, se hicieron capaces

de trabajar las piedras verdes, las turquesas.

Conocían las turquesas, sus minas,

encontraron las minas y el monte de la plata,

del oro, del cobre, del estaño, del metal de la luna...

Estos toltecas eran ciertamente sabios,

solían dialogar con su propio corazón...

Hacían resonar el tambor, las sonajas,

eran cantores, componían cantos,

los daban a conocer,

los retenían en su memoria,

divinizaban con su corazón

los cantos maravillosos que componían...

 

Después de haber descrito así los infor­mantes de Sahagún las que consideraban extraordinarias dotes artísticas de los tolte­cas, resulta superfluo acumular citas de otros textos indígenas o de cronistas posteriores. Tal vez la mejor forma de ponderar esto la da el hecho de que la palabra toltécatl vino a significar en la lengua náhuatl lo mismo que artista. En todos las textos en los que se describen la figura y los rasgos característicos de los cantores, pintores, orfebres, etc., se dice siempre de ellos que son "toltecas", que obran como “toltecas”, que sus creaciones son fruto de la toltecáyotl. Hay incluso un texto en el cual, en forma general, se describe la figura del artista, refiriéndose precisamente a él como a un toltécatl. El mencionado texto, testimonio elocuente de la atribución que hacían los nahuas del origen de su arte a la cultura tolteca, queda así transcrito:

 

Toltécatl: el artista, discípulo, abundante, múltiple, inquieto.

El verdadero artista: capaz, se adiestra, es hábil;

dialoga con su corazón, encuentra las cosas con su mente.

El verdadero artista todo lo saca de su corazón;

obra con deleite, hace las cosas con calma, con tiento,

obra como tolteca, compone cosas, obra hábilmente, crea;

arregla las cosas, las hace atildadas, hace que se ajusten.

 

Tras atender así a la que pudiéramos lla­mar conciencia histórica acerca del origen de su arte, pasamos a considerar, como un segundo punto, la predestinación que según se decía debía de tener todo artista dentro del mundo náhuatl.

 

Predestinación y características personales del artista prehispánico.

 

No sólo en el mundo náhuatl, sino tam­bién en nuestra propia cultura, es verdad aceptada que se requieren numerosas cua­lidades para llegar a ser artista. En la ciencia y en el arte no deja de ser verdadero el refrán latino que dice: lo que la natura­leza no da, Salamanca no lo suple). Pues bien, esto mismo, pero en función de su mitolo­gía y su pensamiento astrológico, lo repitieron también los sabios indígenas respecto de los artistas.

 

Para llegar a ser como los toltecas, hacía falta estar predestinado a ello. Esa predesti­nación se manifestaba de doble manera. Por una parte era necesario poseer una serie de cualidades: ante todo ser "dueño de un rostro y un corazón", es decir, tener una personali­dad bien definida. Además, como se ve en el texto que a continuación se transcribe, convenía haber nacido en una de las varias fechas que, según los conocedores del calendario adivinatorio, eran favorables a los artistas y a la producción de sus obras. Pero esto último estaba necesariamente condicionado a que el artista tomara en cuenta su destino, se hiciera digno de él y aprendiera a "dialogar con su propio corazón". De otra suerte, él mismo acabada con su felicidad, perdería su condición de artista. He aquí el pensamiento de los sabios:

 

El signo 7 Flor,

se decía que su destino era bueno y malo.

 

En cuanto bueno: macho lo festejaban,

lo tomaban muy en cuenta los pintores,

hacían la representación de su imagen,

le hacían ofrendas.

 

En cuanto a las bordadoras,

se alegraban también con este signo.

Primero ayunaban en su honor,

unas por ochenta días, o por cuarenta,

o por veinte ayunaban.

 

Y he aquí por qué hacían estas súplicas y ritos:

para poder hacer algo bien,

para ser diestras,

para ser artistas, como los toltecas,

para disponer bien sus obras,

para poder pintar bien,

sea en su bordado o en su pintura.

 

Por esto todos hacían incensaciones.

Hacían ofrendas de codornices.

Y todos se bañaban, se rociaban

cuando llegaba la fiesta,

cuando se celebraba el signo 7 Flor.

 

Y en cuanto malo (este signo),

decían que cuando alguna bordadora

quebrantaba su ayuno,

dizque, merecía

volverse mujer pública,

ésta era su fama y su manera de vida,

obrar como mujer pública...

 

Pero la que hacía verdaderos merecimientos,

la que dialogaba con su propio corazón,

le resultaba bien:

era estimada,

se hacía estimable,

donde quiera que estuviese,

estaría bien al lado de todos,

sobre la tierra.

 

Como se decía también:

quien nacía en ese día,

por esto será experto

en las variadas artes de los toltecas,

como tolteca obrará.

Dará vida las cosas,

será muy entendido en tu corazón,

todo esto, si se amonesta bien a sí mismo.

 

Al igual que los textos anteriores pudieran traducirse otros en los que se habla de la educación especial que recibían los distintos artistas: por ejemplo, la severidad y los métodos de enseñanza, en las cuicacalli o casas de canto, o la forma como se proponían los maestros dar a los bisoños artistas “un rostro y un corazón firme como la piedra”. Los mismos nahuas describieron las principales clases de artistas con sus características fundamentales.

 

Diversas clases de artistas o "toltecas".

 

El texto que describe la figura del amantécatl, artista de las plumas, señala ya dos cualidades fundamentales del artista náhuatl en general: poseer una personalidad definida, o como decían los sabios "ser dueño de un rostro y un corazón", y “humanizar el querer de la gente”, suprema finalidad de su arte. Después de presentar el lado positivo del amantécatl, que como se sabe trabajaba penachos, abanicos, mantos y cortinajes hechos de plumas finas, se traza en el mismo texto el lado negativo, aplicable a los torpes artistas de las plumas:

 

Amantécatl: el artista de las plumas.

Integro: dueño de un rostro, dueño de un corazón.

El buen artista de las plumas:

hábil, dueño de sí,

de él es humanizar el querer de la gente.

 

Nace trabajos de plumas,

las escoge, las ordena,

las pinta de diversos colores,

las junta unas con otras.

 

El torpe artista de las plumas:

no se fija en el rostro de las cosas,

devorador, tiene en poco a los otros.

Como un guajolote de corazón amortajado,

en su interior adormecido,

burdo, mortecino, nada hace bien.

No trabaja bien las cosas,

echa a perder en vano cuanto toca.

 

La figura del tlahcuilo, pintor, era de má­xima importancia dentro de la cultura ná­huatl. Él era quien pintaba los códices y los murales. Conocía las diversas formas de escritura náhuatl, así como todos los símbolos de la  mitología y la tradición. Era dueño del saber que se expresaba con la tinta negra y roja. Antes de pintar, debía de haber aprendi­do a dialogar con su propio corazón. Su meta era convertirse en un yoltéotl, "corazón endiosado", en el que había entrado el simbo­lismo y la fuerza creadora de la propia  reli­gión. Teniendo a la divinidad en su corazón, trataría entonces de transmitir su simbolis­mo a las pinturas, los códices y los murales. Para lograr esto, debía conocer mejor que na­die los colores de todas las flores.

 

El buen pintor:

tolteca (artista) de la tinta negra y roja,

creador de cosas con el agua negra...

 

El buen pintor: entendido,

Dios en su corazón,

que diviniza con su corazón a las cosas,

dialoga con su propio corazón.

 

Conoce los colores,  los aplica, sombrea.

Dibuja los pies, las caras,

traza las sombras, logra un perfecto acabado.

Como si fuera un tolteca,

pinta los colores de todas las flores.

 

La descripción del pintor y del artista de las plumas nos han dado ya varios rasgos del artista en el mundo náhuatl. La figura del alfarero, suquichiuhque, "el que da forma al barro", “el que lo enseña a mentir”, para que aprenda a tomar figuras, aparece en seguida. Sin ser un perrillo, la figura de barro semejará un perrillo; no siendo una calabaza, pare­cerá serlo. El alfarero, dialogando con su propio corazón, "hace vivir las cosas". Su acción da vida a lo que parece más muerto. "Enseñando a mentir a la tierra", tomarán forma en ella y parecerán vivir toda clase de figuras:

 

El que da un ser al barro:

de mirada aguda, moldea,

amasa el barro.

 

El buen alfarero:

porte esmero en las cosas,

enseña al barro a mentir,

dialoga con su propio corazón,

hace vivir a las cosas, las crea,

todo lo conoce como si fuera un tolteca,

hace hábiles sus manos.

El mal alfarero:

torpe, cojo en su arte,

mortecino.

 

La presentación de textos acerca del ori­gen histórico del arte náhuatl, la predestina­ción y características personales del artista y finalmente la descripción de los artistas de la pluma, los pintores, los alfareros, los orfebres y plateros, dan al menos una idea de la riqueza documental de que se dispone para un estudio especializado acerca de la concepción náhuatl del arte. Ese estudio  podría aprovechar los textos aducidos y otros más que se omiten, Se podría asimismo acudir a códi­ces en los que se ilustra pictográficamente mucho de lo encontrado en los textos. Resul­tan fundamentales a este respecto los Códices mendocino y florentino.

 

Después de estudiar en códices, textos indígenas y cronistas, lo que se podría lla­mar el pensamiento estético de los nahuas, el paso definitivo consistirá en tratar de descu­brir la aplicación que hacían de estas ideas los artistas nativos en las obras que hoy se conocen por la arqueología. Solamente así, relacionando códices, textos, cronistas y ha­llazgos arqueológicos, será posible penetrar, por lo menos un poco, en las modalidades y simbolismo del arte de esta cultura.

 

Podrá verse entonces al artista, heredero de la gran tradición tolteca, al predestinado en función del tonalámatl (libro de los destinos), convertido en un ser  que "dialoga con su propio corazón", moyolnonotzani; que ru­mia por así decirlo, los viejos mitos, las tra­diciones, las grandes doctrinas de su religión y filosofía. Dialogando con su corazón, podrá atraer al fin sobre sí mismo la divina inspi­ración. Se convertirá entonces en un yoltéotl, “corazón endiosado”, que equivale a decir visionario, anhelante de comunicar a las cosas la inspiración recibida. Podrá ser el pa­pel de amate de los códices, el lienzo de un muro, la piedra, los metales preciosos, las plumas o el barro.

 

El proceso psicológico que ha precedido a la creación artística logrará entonces su culminación. El artista, yoltéotl, "corazón endio­sado", se esfuerza y se angustia por intro­ducir a la divinidad en las cosas. Al fin, como se ha visto en los textos, pasa a ser un tlayolteuhuiani "aquel  que introduce el sim­bolismo de la divinidad en las cosas". "Enseñando a mentir", no ya sólo al barro, sino también a la piedra, al oro y a todas las cosas, crea entonces los enjambres de símbolos, incorpora al mundo de lo  que no tiene alma la metáfora de la flor y el canto, mientras permite que la gente del pueblo, los macehuales, viendo y "leyendo" en las piedras, en los mu­rales y en todas sus obras de arte esos enjambres de símbolos, encuentren la inspiración y el sentido de sus vidas aquí en tlaltícpac, sobre la tierra. Tal es quizás el meollo de esa concepción náhuatl del arte, humana y de posibles consecuencias de validez universal.

 

Conocer el alma del artista y el sentido del arte en el mundo del México antiguo no es algo estático y muerto. Puede constituir una verdadera lección de sorprendente nove­dad dentro del pensamiento estético contem­poráneo. En la concepción náhuatl del arte hay atisbos e ideas de una profundidad ape­nas sospechada. Recuérdese solamente que, para los sabios nahuas, la única manera de decir las palabras verdaderas en la tierra era encontrando "la flor y el canto de las cosas", o sea, el simbolismo que se expresa por el arte.

 

Bibliografía.

 

Caso, A. Trece otras maestras de la arqueología mexica, México, 1938.

 

Fernández, J. Coatlicue, estética del arte indígena antiguo, prólogo de Samuel Ramos, México, 1959 (2ª ed.). Arte mexicano, de sus orígenes a nuestros días, México, 1961  (2ª edición).

 

León-Portilla, M. La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes. México, 1966 (3ª. ed.).

 

Toscano, S. Arte precolombino de México y de la América Central, prólogo de Miguel  León-Portilla, notas de Beatriz de la Fuente, México, 1970.

 

Westheim, P. Arte antiguo de México. México, 1960.

 

39.            Los aztecas durante el reinado de Moctezuma Xocoyotzin.

Por: Miguel León-Portilla

 

En capítulos anteriores hemos tratado sobre la evolución histórica de los antiguos mexicanos, desde la época de su peregrina­ción hasta el reinado del huey tlatoani Ahuítzotl. Según vimos, en tiempos de la muerte de este monarca, acaecida en un año 10 Co­nejo (1502), los aztecas habían alcanzado una bien cimentada grandeza y una amplia expan­sión aun en las más apartadas regiones de Mesoamérica. Para conocer cuál era el grado de desarrollo conseguido por los mexicas hemos estudiado sus principales instituciones y for­mas de creación cultural. Entre otras cosas nos interesó atender a lo más sobresaliente de su religión, al pensamiento de sus sabios, a la literatura, las celebraciones religiosas y representaciones dramáticas. Nos ocupamos asimismo de su organización sociopolítica y de las fuerzas y relaciones de producción económica. Finalmente tratamos de sus sis­temas de educación y del rico universo de su arte.

 

Todo ello nos permite intentar ahora una valoración de lo que fue la vida de la nación mexica en vísperas de la conquista española. Con este enfoque nos acercaremos a los postreros años de existencia autónoma del pueblo del Sol, durante el reinado de Mocte­zuma II Xocoyotzin. Debemos anticipar que, como en el caso de los monarcas mexicas que le precedieron, importa mucho conocer los rasgos más sobresalientes de la persona­lidad del último Moctezuma para mejor comprender lo que significó su actuación en la cada vez más compleja realidad de México-Tenochtitlan y del mundo azteca en general.

 

La personalidad de Moctezuma Xocoyotzin.

 

A modo de introducción citaremos dos expresivos testimonios: "Sabio, astrólogo, astuto, experimentado en todas las artes, en las militares y en otras..., en comparación con sus antecesores ninguno llegó a tener tanto poder y majestad como Moctezuma Xocoyotzin". Tal es la imagen que del soberano mexica nos dejó el comentarista del Códice Mendoza, manuscrito destinado a informar a Carlos y sobre la historia y la cultura del México antiguo.

 

A su vez, el conquistador Bernal Díaz del Castillo, recordando la apariencia física del que llamó gran Moctezuma, nos dejó este re­trato de él: "Era de buena estatura, bien proporcionado, delgado, y el color no muy moreno... y traía los cabellos no muy largos y pocas barbas, oscuras y bien puestas, y el rostro algo largo y alegre y los ojos de buena manera, y mostraba en su persona, en el mirar, por un lado amor y, cuando era menester, gravedad. Era muy pulido y limpio. Bañábase cada día una vez. Tenía muchas mujeres... Cuando alguien le iba a hablar, había de entrar descalzo, y los ojos bajos, puestos en tierra, sin mirarlo a la cara, y con tres reverencias que le hacían, le decían señor, mi señor, mi gran señor...

 

Moctezuma II Xocoyotzin, hijo de Axayácatl y de una noble señora de Iztapalapa, había nacido en la Ciudad de México hacia 1467. Hombre de gran talento, desde muy joven ocupó elevados puestos y actuó como sabio y sacerdote. Fue así, por algún tiempo, tlacatécatl, "comandante de hombres", ran­go al que con frecuencia se refieren los textos con descripciones como ésta: "gran águila y gran tigre, águila de amarillas garras y poderosas alas... El genuino tlacatécatl instrui­do, hábil, de ojos vigilantes, dispone las co­sas, hace planes, ejecuta la guerra sagra­da. Entrega las armas, las rige. Dispone y ordena las provisiones, señala el camino, inquiere acerca de él...".

 

Siendo verdad que Moctezuma ya antes de ocupar el trono de Tenochtitlan se dis­tinguió como guerrero y en sus funciones de tlacatécatl, consta también. que era hombre de honda sensibilidad, escudriñador de las cosas divinas e incluso inspirado forjador de cantos. De esto último son muestra algunos poemas atribuidos a él en las colecciones de antiguos cantares en lengua mexicana. Un solo ejemplo recordaremos. Se trata de un fragmento de la  composición en la que Moctezuma evoca a su hermano Tlacahue­pan muerto en la lucha al ir a socorrer a los de Huexotzinco, en un año 3 Caña, 1495. He aquí la expresión de Moctezuma:

 

Allá vas, tú, príncipe Tlacahuepan:

todo se oscurece con el humo,

el dios lo remueve,

él es quien hará de ti un descarnado.

 

Sobre ti se cierne, se revuelve,

hace ondulaciones la hoguera;

hace estruendo, reverbera.

 

Flores de oro se esparcen,

aquí estás tú, mi príncipe, Tlacahuepan.

Estoy afligido, mi corazón está triste:

contemplo al príncipe desafortunado,

se estremece cual si fuera una pluma.

Voy al lugar de las flores,

con ellas os adornáis

unos a otros, vosotros, oh príncipes.

Contemplo al príncipe desafortunado,

se estremece cual si fuera una pluma...

 

Además de esta evocación  del infortu­nado Tlacahuepan se conservan otros va­rios poemas de Moctezuma, entre ellos al­gunos que son exaltación de Tenochtitlan y del pueblo mexica. Y como otra prueba del profundo interés de Xocoyotzin por cuanto se refería a la cultura y la creación espiritual, sabemos que, cuando los electores aztecas lo escogieron como gobernante supremo, se vie­ron precisados a buscarlo en el recinto del templo de Huitzilopochtli, donde disponía de un aposento para consagrarse a la medita­ción y al estudio.

 

Entronización de Moctezuma II.

 

Moctezuma, ascendido al rango de huey tlatoani en un año l Conejo (1502), fue el último de los señores que escuchó, estando en paz Tenochtitlan, las antiguas palabras que sacerdotes y ancianos repetían al nuevo soberano. Sus dos sucesores, Cuitláhuac y Cuauhtémoc, entronizados durante las luchas de la conquista, tal vez apenas tuvieran tiem­po de atender a más discursos, puesto que el escudo y la flecha requerían por entero su atención. A Moctezuma Xocoyotzin se di­rigieron estas palabras:

 

“Señor, poderoso sobre todos los de la tierra: se han deshecho ya las nubes y se ha desterrado la oscuridad en que estábamos. Ya ha salido el Sol, ya la luz del día nos es presente, la cual oscuridad se nos había cau­sado por la muerte del rey tu tío; pero este día se tomó a encender la candela y antor­cha que ha de ser luz de México.

 

"Hásenos hoy puesto delante un espejo, donde nos hemos de mirar; hate dado el alto y poderoso Señor su señorío, y hate enseñado con el dedo el lugar de su asiento. Ea, pues, hijo mío, empieza a trabajar en esta labranza de los dioses, así como el labrador, que labra la tierra, saca de su flaqueza un corazón varonil, y no desmayes ni te descui­des...

 

Las ceremonias de la coronación de Moc­tezuma II fueron solemnes como ninguna antes. Establecido ya en el poder, tomó luego medidas que permiten descubrir en él una personalidad bien definida que en cierto modo trazó su propio camino.

 

Nuevas disposiciones tomadas por Moctezuma.

 

Ante todo ordenó que fueran despedidos los antiguos oficiales y servidores reales de tiempos de Ahuítzotl. Expresamente, Moctezuma II afirmó según refiere Diego Durán que él "quería llevar las cosas de su gobierno por la vía que a él le diese más con­tento y por otra vía de la que su antecesor había gobernado...".

 

Mandó luego le trajeran varios jóvenes, hijos de los señores de México, Tetzeoco y Tacuba, de los que habían estudiado en los centros superiores de educación, que él mismo había dirigido antes, para encomendarles los puestos de más importancia en su gobierno. Teniéndolos ya en su palacio, dice la historia indígena que los reunía con frecuencia en un gran aposento para continuar su enseñanza e instrucción, hasta que lograba infun­dir en ellos sus propios ideales.

 

Otro hecho también muy significativo de este cambio de actitud manifestado por Moctezuma puede hallarse en monumentos conmemorativos tales como él monolito cir­cular, conocido como "piedra de Tízoc", que, en lugar de ensalzar las grandes conquistas de Ahuítzotl, conmemora las más bien limi­tadas hazañas del rey Tízoc, el cual, como se sabe, no se había mostrado muy inclinado a la guerra.

 

¿Son estos hechos indicio de algún ocul­to propósito de Moctezuma II por apar­tarse de algún modo o pretender modificar quizá la antigua actitud del pueblo del Sol, tan bien representada por su antecesor Ahuí­tzotl? ¿Es que tal vez Moctezuma II estuvo influido por las ideas de hombres como Nezahualcóyotl y Nezahualpilli de Tetzcoco, de Tecayehuatzin y Ayocuan de Huexotzinco, que pretendían renovar la antigua concep­ción tolteca con un sentido religioso y hu­mano tan distinto del misticismo guerrero del pueblo del Sol?

 

Parece difícil responder a tales preguntas. Pero al menos sí puede afirmarse que la ac­titud de Moctezuma II, como lo mostrará más tarde al recibir las primeras noticias de la llegada de los españoles, era muy distinta de la de Ahuítzotl. En vez de empuñar las armas desde un principio y rechazar a los forasteros, Moctezuma consultó sus anti­guos y se preguntó si acaso Quetzalcóatl y los dioses habían regresado. Así, lo que en Moctezuma se describe a veces como una actitud vacilante, parece que fue realmente consecuencia de la posición personal de un hombre eminentemente religioso y muy versado en las antiguas doctrinas.

 

Para corroborar lo dicho recordemos otro hecho. En su palacio y en medio del boato extraordinario con que rodeó su corte, Moctezuma se preocupó también por conocer y acercarse de algún modo al culto religioso de los pueblos vencidos por los mexicas. Mandó edificar con este fin un adoratorio dentro del recinto del gran templo de Hui­tzilopochtli y Tláloc, al que llamó Coateocalli, «casa de diversos dioses». Según el cronista Diego Durán, la explicación de esta medida es la siguiente:

 

"Parecióle al rey Moctezuma que faltaba un templo que fuese conmemoración de todos los ídolos que en esta tierra adoraban y, movido con celo de religión, mandó que se edificase, el cual se edificó contenido en el de Huitzilopochtli, en el lugar que son ahora las casas de Acevedo: llámanle Coateocalli que quiere decir casa de los diversos dioses que hay en todos los pueblos y provincias; los tenían allegados dentro de una sala, y era tanto el número de ellos y de tantas ma­neras y visajes y hechuras...".

 

Estos son algunos de los distintos indi­cios que permiten sospechar cierto cambio de actitud en el pensamiento de Moctezuma II. Sin embargo, ello no significa que hubiera descuidado las guerras floridas, las conquis­tas de pueblos lejanos, ni el engrandecimiento de su ciudad.

 

La postrera expansión mexica.

 

Poco tiempo después de ser entronizado, Moctezuma marchó en contra de los de Atlixco, a los que infligió completa derrota.

 

Más tarde, en el tercer año de su reinado, iniciaría nuevas campañas en tierra de los tlaxcaltecas, que frecuentemente incitaban a pueblos sometidos al imperio de Tenochil­tlan a que se levantaran en rebelión. Acción asimismo de suma importancia fue la empren­dida en contra de los mixtecas que habían dado muerte a los soldados de la guarnición azteca de Huaxyácac. En resumen, por no ser posible hacer aquí el elenco de la larga serie de victorias alcánzalas por los ejércitos de Moctezuma Xocoyotzin, bastará decir que, al tiempo de la aparición  de los hombres de Castilla, sus dominios se extendían por la mayor parte de lo que son los estados de México, Hidalgo, Puebla, Veracruz, Morelos, Guerrero, Oaxaca y llegaban hasta apartadas regiones de Chiapas e incluso más allá de los actuales límites con la república de Guatemala.

 

El florecimiento de Tenochtitlan.

 

Ensanchadas. las fronteras de la nación azteca, México-Tenochtitlan llegó también al clímax de su esplendor. Hacía ya tiempo que por el Norte se había unido con el veci­no islote de Tlatelolco, sometido al poderío azteca en 1473. Además, la gran ciudad seguía creciendo gracias al terreno ganado a las aguas como resultado de lo que podría cali­ficarse como hábil empresa de ingeniería lacustre. Su superficie, en forma de cuadrado más o menos regular, tendría algo más de tres kilómetros por lado. La población reba­saba probablemente la cifra de 80.000 habi­tantes.

 

En el interior de la metrópoli las comuni­caciones se efectuaban a través de calles y canales. Para salir a tierra firme existían las calzadas que tanto admirarían más tarde los conquistadores hispanos. La del Norte, partiendo de Tlatelolco, conducía hasta el Tepe­yácac, donde estaba edificado el santuario de la diosa madre Tonantzin. Del Sur de la ciudad salía otra calzada que, llegada al pun­to conocido con el nombre de Xóloc, se bifurcaba. La rama del Sudoeste llegaba a Coyoa­cán, en tanto que la enderezada al Sudeste remataba en Iztapalapa. Finalmente, partien­do del centro de Tenochtitlan con rumbo a Occidente se encontraba la calzada que se dirigía al señorío aliado de Tlacopan y por la cual tuvieron que escapar los españoles en la célebre "noche triste".

 

México-Tenochtitlan estaba dividida en cuatro grandes sectores orientados hacia cada uno de los rumbos del universo. Al Noroeste, Cuepopan, "el lugar donde se abren las flores", que corresponde al actual barrio de Santa María la Redonda. Al Sudoeste, Moyotlan, "el lugar de los mosquitos", sección consagrada posteriormente por los mi­sioneros a San Juan Bautista. Al Sudeste se enclavaba Teopan, «el lugar del dios», donde se erigía el gran recinto del templo mayor, barrio conocido más tarde, durante la colonia, con el nombre de San Pablo. Fi­nalmente, al Noreste estaba Atzacoalco, "en el lugar de la compuerta", que llegó a con­vertirse en barrio de San Sebastián.

 

Dos eran los sitios más destacados en Tenochtitlan: uno, el amplio recinto sagrado en el que se levantaban los setenta y ocho edificios que constituían el templo mayor con sus adoratorios, escuelas y dependencias. Otro lo constituía la gran plaza de Tla­telolco, donde tenía lugar el mercado en el que se vendían y  compraban los más variados productos, procedentes en su mayoría de lejanas tierras. El recinto del templo ma­yor estaba circundado por un muro que formaba un gran cuadrado de aproximadamente 500 m. de lado. En la actualidad tan sólo unos cuantos vestigios pueden contemplarse frente al costado oriental de la catedral de México. Allí mismo, y también en la estación "Zócalo" del ferrocarril subterráneo, se han ins­talado maquetas que permiten contemplar, reducida, la grandeza extraordinaria de esa verdadera ciudad dedicada al culto de los dioses.

 

Frente al templo mayor y por su costado occidental se levantaba el palacio de Axa­yácatl, antiguo gobernante azteca de 1469 a 1481. Allí fue precisamente donde se alojaron los españoles al llegar a la ciudad en calidad de huéspedes. El palacio imperial de Moctezuma, situado frente a la gran plaza, ocupaba aproximadamente el mismo espacio donde hoy se levanta el Palacio Nacional de México. Además de estas edificaciones principa­les y otras que no nombramos había infinidad de templos menores y construcciones de cal y canto reservadas a habitación de nobles, comerciantes, artistas y gente del pueblo.

 

Las calles eran más bien estrechas, muchas de ellas con canales que permitían la entrada de embarcaciones provenientes de las riberas del lago. Entre los atractivos de la ciudad pueden mencionarse los jardines botánicos y zoológicos, que tanta admiración provocaron en los conquistadores españoles.

 

Eran múltiples las actividades de los ha­bitantes de Tenochtitlan. Por una parte fi­guraban las ceremonias en honor a los dio­ses, así como los sacrificios y el solemne ritual. A esto hay que añadir la presencia de sabios y maestros que, con sus grupos de estudiantes, entraban y salían de los calmécac y telpuchcalli, centros prehispánicos de educación. El ir y venir de las canoas car­gadas de mercaderías y la continua actividad de los comerciantes y la gente del pueblo en

el mercado de Tlatelolco resultaban tan impresionantes que a los conquistadores pareció todo aquello algo así como un hormi­guero. Los ejercicios militares y la partida o llegada de los guerreros constituían asimismo un espectáculo de por sí interesante.

 

En pocas palabras, puede decirse que la vida de Tenochtitlan era la de una metrópoli; cabeza de lo que, en forma análoga, puede llamarse un inmenso imperio. A ella llegaban embajadores y gobernantes de lejanas regiones. Por sus canales y  calles se recibían los tribu­tos, joyas de oro y plata, plumajes finos, cacao, papel hecho de corteza de amate, in­cluso los esclavos o las víctimas elegidas para el sacrificio. México-Tenochtitlan era, en verdad, un hormiguero en el que todos sus integrantes trabajaban incansablemente al servicio de los dioses y en favor de la grandeza del que habría de conocerse como “pueblo del Sol”.

 

Presagios funestos.

 

En tanto que el mundo azteca alcanzaba la plenitud de su desarrollo, ciertos rumores y presagios empezaron a alterar el ánimo de Moctezuma y, a la postre, también la tranquilidad de cuantos vivían en Tenoch­titlan. Un primer hecho fue la expedición de Francisco Hernández de Córdoba, que con tres naves había partido de Cuba en febrero de 1517 y llegado a las costas de Yucatán; después, a las de Campeche y hasta Potonchán, no muy lejos de lo que hoy se conoce  como el  puerto de Frontera, en Tabasco. Los ex­traños forasteros habían combatido contra los indígenas en Potonchán. Más de una noticia acerca del caso debió de llegar a oídos de Moctezuma.

 

En abril de 1518, un año más tarde, cuatro navíos a las órdenes de Juan de Gri­jalva, procedente también de Cuba, habían alcanzado la isla de Cozumel. Luego, tras seguir costeando, arribarían a la laguna de Términos y al río de Tabasco, para desembarcar después en la isla de Sacrificios, frente a la actual Veracruz. Los expedicionarios hispanos establecieron esta vez un contacto directo con los indígenas vasallos del gran señor de Tenochtitlan. Los informes recibidos por el soberano mexica no dejan lugar a dudas: gente nunca vista antes, que venía a bordo de casas del agua, grandes como montañas, y que empeñosamente se afanaba por conocer el país y tal vez por penetrar en él.

 

Moctezuma, profundamente versado en las doctrinas y tradiciones de los tiempos totlecas, comenzó a hacer pública su preocu­pación, ansioso por conocer cualquier posible indicio de la voluntad de los dioses. De él se ha dicho con frecuencia que era propenso a la incertidumbre y las supersticiones. Los libros de pinturas y los textos indígenas insisten en su honda religiosidad y describen la inquietud y las dudas a las que necesariamente tuvo que dar cabida el señor de Tenochtitlan.

 

Historia y leyenda parecen aunarse cuando se alude a que Moctezuma afirmó ha­ber observado varios portentos o presagios. Algunos de éstos fueron también percibidos por el pueblo. Apareció en la ciudad una es­piga como de  fuego, como aurora al rojo vivo punzando al cielo. Se veía por la noche y dejaba de manifestarse cuando la hacia huir el sol. En una ocasión ardió el templo de Huitzilopochtli. La gente del pueblo fue testigo de que cayó sobre el santuario de Xiuhte­cuhtli una especie de rayo, aunque sin true­no. Pudo observarse también un cometa y hervir el agua del lago. Se escucharon las voces de la diosa Cihuacóatl, que por las noches lloraba.

 

La diosa decía: “¡Hijitos míos, ya tene­mos que irnos lejos!”. Y a veces añadía: "Hijitos míos, ¿adónde habré de llevaros?". Pero únicamente Moctezuma contem­pló en su "casa de lo negro", lugar donde se encerraba para orar y meditar, cierto pájaro ceniciento que le llevaron quienes lo atrapa­ron en la laguna. En la molleja del pájaro había un espejo. Moctezuma lo miró y des­cubrió allí el cielo estrellado, lo contempló por segunda vez y percibió en él grupos de seres humanos que marchaban apresuradamente y dándose empellones. Venían sobre animales similares a venados. El señor mexi­ca consultó a los sabios y conocedores de las cosas ocultas, Examinaron éstos el espejo, pero nada vieron en él.

 

Los textos indígenas refieren también cómo llegaron a Moctezuma noticias de la aparición de los forasteros blancos por las costas del Oriente, venidos, según se decía, de más allá de las aguas inmensas. De nuevo Moctezuma consultó a los sacerdotes y a los sabios. Hizo venir a algunos desde tierras lejanas, como Yohualichan y Mitla, en Oaxaca. Se preguntó e incluso se insinua­ría si no eran Quetzalcóatl y los dioses que habían regresado.

 

Lo que ocurriera a partir de entonces es asunto que habremos de estudiar en detalle al ocuparnos de la confrontación de dos mundos con culturas diferentes: el indígena de Mesoamérica y el hispano. Poco será, en consecuencia, lo que aquí podamos añadir. La crónicas indígenas hablan extensamente de las idas y venidas de los mensajeros que envió Moctezuma al encuentro de los hom­bres de Castilla. Relatan también su afán por impedir que se acercaran a México-Te­nochtitlan. El soberano por todos temido, el hombre sagaz, verdadero sabio en asuntos políticos, se afligió entonces más allá de lo previsible.

 

Un texto nos dice que “estaba dispuesto a huir y anhelaba esconderse de la presencia de aquellos extranjeros que tal vez serían los dioses que regresaban. Pero al fin no pudo ocultarse. Dominó su corazón, quiso ver y admirar lo que tenía que suceder”. Recibió a los hombres de Castilla como huéspedes en su ciudad. Al encontrarse con Hernán Cortés, el retorno de Quetzalcóatl parecía ha­cerse verdad. Los testimonios en lengua náhuatl, y asimismo aquellos que nos dejaron los cronistas hispanos, hacen posible el estudio de los acontecimientos que enton­ces se sucedieron. Y cabe añadir que, justa­mente en crónicas como la de Bernal Díaz del Castillo y asimismo las célebres Car­tas de relación de Cortés, hay páginas don­de se refleja lo que era el esplendor de México-Tenochtitlan y de ese mundo hasta en­tonces desconocido. Sin  exageración puede decirse que los capítulos que consagró Ber­nal a describir la metrópoli mexica consti­tuyen algo así como una guía para el visi­tante de la Tenochtitlan prehispánica, urbe que antes de dos años sería arrasada por completo.

 

Alojados los hombres de Castilla en los palacios de la ciudad, acabaron por perca­tarse de la grandeza y del poderío mexica. Pero, como apreciaremos más adelante al inquirir sobre sus causas y efectos, la permanencia de los hispanos en México-Tenoch­titlan se interrumpió violentamente debido al ataque perpetrado a traición por Pedro de Alvarado en ausencia de Cortés. Moctezuma fue hecho prisionero de quienes había hospedado. Durante la gran fiesta de Tóxcatl, celebrada en fecha cercana a la Pas­cua de Resurrección del año 1520, tuvo lu­gar la que se conoce como matanza del tem­plo mayor. Hernán Cortés, de regreso ya a la ciudad, comprendió que sería necesario sacar cuanto antes de ella a su gente. El so­berano mexica, forzado por el conquistador, habló a su pueblo tratando de pacificarla. Nos cuentan algunos cronistas que los mexicas le lanzaron piedras y que murió a con­secuencia de ello. Otros afirman que le dieron muerte los españoles.

 

El dramático fin de Moctezuma vino a ser la nueva forma del presagio: pronto la nación azteca también habría de sucumbir. El gobernante que había consolidado mejor que nadie el poderío del pueblo del Sol no al­canzó a comprender la significación de hom­bres y realidades de un origen tan distinto, que de pronto se habían hecho presentes en la tierra de Anáhuac.

 

En el enfrentamiento de culturas y fuer­zas desiguales, el universo de los símbolos indígenas, con su preciosa carga de pensa­miento mágico, quedó desgarrado para siem­pre. Grandeza trágica de Moctezuma fue permanecer hasta lo último aferrado a sus creencias como si en sí mismo pudiera salvar, al menos, la verdad de un mundo inexorablemente destinado a dejar de existir.

 

Bibliografía.

 

Bernal, E.                               Tenochtitlan en una isla, México, 1959.

 

Caso, A. El pueblo del Sol, México, 1953.

 

Díaz del Castillo, B. Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, introducción y notas de Joaquín Ramírez Cabañas (2 vols.), México, 1955.

 

Durán, fray O.            Historia de las Indias de Nueva España e islas de Tierra Firme, edición de Angel M. Garibay (2 vols.), México. 1967.

 

León-Portilla, M. Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares, México, 1971.

Trece poetas del mundo azteca. México, 1967.

 

Marquina, I. El templo mayor de México, México, 1960.

 

40.            Significado cultural de Mesoamérica.

Por: Miguel León-Portilla.

 

Apoyándonos en diversas formas de in­vestigación -hallazgos arqueológicos, estudio de los códices, de los textos indígenas redactados a raíz de la conquista, de las obras de cronistas e historiadores- hemos realizado un acercamiento a la trayectoria milenaria del pasado prehispánico de México. Ciertamente algo podemos conocer hoy, a partir de su compleja prehistoria y de la aparición de la alta cultura en el área olmeca. Otro tanto puede decirse de lo que serían luego, en términos de auténtica civilización, los dis­tintos florecimientos, con alternancias de la decadencia y nuevo desarrollo a lo largo de los períodos clásico y posclásico mesoamericanos. Pero si los resultados de las investigaciones, por fortuna cada vez más amplias y mejor encaminadas, han revelado y conti­núan mostrándonos aspectos antes ignorados de este rico mundo cultural, debemos reconocer que, paralelamente, se ha incremen­tado el planteamiento de problemas, con la consiguiente toma de conciencia de que es aún mucho lo que queda por esclarecer. Así, como en otros campos del conocimiento, también en el estudio de la evolución cultural mesoamericana cada descubrimiento se pre­senta como nuevo incentivo para proseguir la tarea inacabable de la investigación.

 

Por ello, ante la obvia imposibilidad de ofrecer conclusión alguna con visos de defini­tiva, optamos por dar aquí cabida a algunas reflexiones sobre la posible  significación de la trayectoria cultural de Mesoamérica, ba­sándonos en lo que hasta hoy conocemos acerca de ella. Esto, según creemos, contribui­rá sin duda a una valoración más profunda de lo logrado y también de la problemática inherente a nuestro estudio.

 

Enfoques distintos.

 

Pueden adoptarse diversos puntos de vis­ta al investigar sobre la significación cultural del pasado prehispánico, que se nos presen­ta como el sustrato más profundo del ser histórico de la moderna nación mexicana. Es obvio que nadie alcanzará una comprensión de esta realidad contemporánea si desatien­de los orígenes prehispánicos, aunque tam­bién es cierto que, debido a este tipo de acercamientos, en ocasiones afloran encona­dos antagonismos. Nos referimos a las exal­taciones del pasado indígena hechas con el anacrónico propósito de oponerlo al otro le­gado hispánico y occidental, raíz también del propio perfil mestizo. Y lo mismo podría decirse, a la inversa, de las expresiones for­muladas desde aristocrática torre de marfil que desdeñan las que, por ignorancia, se califican de "culturas primitivas".

 

Desde el punto de vista mestizo, y superadas ya las antiguas fobias, se comprende el enfoque de quienes investigan y valoran como antecedente, y también por sí mismas, las creaciones y formas de vida del mundo prehispánico. La riqueza de los hallazgos arqueológicos, el contenido de los códices y los tex­tos en idiomas nativas se nos ofrecen como portadores de rica significación y campo abier­to a la indagación de un universo de cultura.

 

Otro modo de acercamiento -también necesario- es el que además toma en cuenta la presencia contemporánea de varios millones de indígenas descendientes de los antiguos creadores de alta cultura en México. Resulta claro que tampoco puede intentarse estudio alguno sobre los grupos nativos ni acerca de sus relaciones de participación en la vida política, social y económica del país si se hace caso omiso de sus antecedentes precolombinos.

 

Significación a la luz de la historia universal.

 

Pero si las culturas que florecieron en el México precolombino han sido objeto de cier­tos intentos de comprensión, cabe también preguntarse por su posible significación en un contexto todavía más amplio, libre de cual­quier limitación. El punto de vista al que deseamos referirnos es precisamente el de la historia universal. Para precisar en qué senti­do puede enfocarse la trayectoria cultural prehispánica en términos de la historia universal, debemos recordar previamente cuál ha sido la atención que ha concedido ésta al nacimiento y desarrollo de las más antiguas civilizaciones del Viejo Mundo.

 

Los investigadores de la historia univer­sal se han ocupado ya tiempo atrás de lo que fue, por vez primera, el paso a la alta cul­tura y la civilización en aquellos ámbitos geográficos donde tal cosa sucedió de manera autónoma y plenamente. Su atención se ha concentrado en Egipto y Mesopotamia, en el valle del río Indo y en el del río Amarillo en china. Con razón se nos dice que en dichas regiones acaecieron cambios radicales, uno de los cuales se conoce como "revolución urbana", adoptando la terminología de Gordon Childe. De hecho, las transformaciones que fueron enraizándose en los distintos ámbitos del Viejo Mundo implicaron la superación definitiva de los tiempos prehistóricos.

 

A partir del desarrollo de las más anti­guas comunidades de agricultores y alfareros, los procesos evolutivos trajeron consigo más complejas maneras de organización económi­ca, social, religiosa y política. La tecnología se enriqueció también con nuevos recursos, entre ellos la domesticación de animales, la aplicación de la rueda, el trabajo del cobre. Unas veces por la necesidad de colaborar en empresas de interés mutuo -como serían los sistemas de irrigación- y otras como resulta­dos de guerras o diversos contactos, varias de esas comunidades llegaron a tener vinculacio­nes permanentes, apareciendo así las primeras estructuras de carácter estatal. En el cen­tro, constituido en cabecera, comenzó a existir lo que hoy llamamos vida urbana. Se manifestó ésta en la planificación de las dis­tintas edificaciones, templos, palacios, merca­dos, escuelas y habitaciones de sus diferentes moradores. Surgió asimismo un arte, de pro­porciones antes desconocidas, en la escultu­ra, la pintura y los objetos suntuarios.

 

Todo esto ocurrió primeramente en Egipto y en Mesopotamia; más tarde también en los valles del Indo y del río Amarillo. Dentro de esos contextos geográficos se dieron otros descubrimientos de enorme importancia: calendarios cada vez más precisos y formas de escritura, o sea, el medio de preservar de mo­do seguro cuanto interesaba conocer o recordar.

 

Esta conjunción de novedades constituyó el paso a la alta cultura. A su vez la aparición de metrópolis, y en  general de ciudades propiamente dichas, marcó el inicio de lo que se ha llamado "civilización". En el caso de Egip­to y Mesopotamia tales transformaciones, al­canzadas allí desde el III milenio a. de C., habrían de propagarse por el Mediterráneo hasta llegar a ser la raíz más antigua de la ul­terior trayectoria de los pueblos del continente europeo. El florecimiento en el valle del Indo, hacia II milenio a. de C., fue, por su parte, antecedente de la revolución cultural de la India y de otras regiones adyacentes. El foco, un poco más tardío, originado en el valle del Hoang Ho o río Amarillo tuvo luego amplia difusión en lo que hoy es China y en diversas áreas del Asia que incluyen la península de Corea, el archipiélago japonés y algunos luga­res más. En última instancia todas las naciones, estados, señoríos, reinos e imperios que posteriormente habrían de surgir en distin­tos lugares del Viejo Mundo -Asia, Africa y Europa- derivaron de los antiguos focos de alta cultura y civilización que hemos mencionado, el impulso inicial que hizo posibles nuevas formas de desarrollo.

 

Ahora bien, y es aquí donde entra la cues­tión que queremos plantearnos, ¿cabe pensar que las transformaciones culturales alcanzadas en el México antiguo tienen, a su vez, un lugar y una significación especifica precisamente en términos de la misma historia uni­versal? Obviamente la pregunta podría refe­rirse no sólo al caso del México prehispánico, sino también al de las culturas indígenas del área andina en la  América del Sur. Nuestro enfoque, sin embargo, se restringe aquí al ámbito que constituye el tema de este estudio.

 

Los testimonios para investigar la realidad cultural del México prehispánico.

 

Por una parte están los abundantes vesti­gios materiales que continúan descubriendo los arqueólogos y, por otra, el rico caudal de fuentes genuinamente históricas: las inscripciones, los códices pictográficos, los textos en lenguas indígenas, la recopilación de antiguas tradiciones e incluso las obras escritas por al­gunos conquistadores y por cronistas del siglo XVI. Quien haya visitado zonas arqueológicas con restos de las ciudades y centros prehispánicos o haya contemplado en los mu­seos ejemplos del arte, escultura, pinturas, trabajos en metal precioso y en simple barro o que, al menos por lo que se ha publicado, tenga noticia de las inscripciones y los anti­guos textos históricos y literarios, aceptará que ese gran conjunto de creaciones ofrece una base firme para investigar la evolución cultural del México antiguo. Sin hipérbole puede afirmarse que -fuera de las civiliza­ciones clásicas del Viejo Mundo- no hay otro contexto geográfico del que provenga tan grande caudal de testimonios como en el caso de Mesoamérica. Sobre todo, esto es vá­lido respecto de la existencia de códices y tex­tos, donde llegó a expresarse una auténtica conciencia histórica.

 

Las investigaciones realizadas con adecuado método desde hace ya varias décadas han permitido establecer una secuencia que abarca varios milenios de cultura en Mesoa­mérica. Otro tanto puede decirse de los estu­dios que comienzan a revelar lo más sobresaliente del legado espiritual de esos pueblos, manifiesto en su arte, simbología, visión del mundo y literatura. Los conocimientos al­canzados han permitido, a su vez, descubrir nuevos problemas, antes ni siquiera sospechados. De continuo se abren así otros cami­nos a la investigación, lo que implícitamente confirma la riqueza de sentidos inherentes a este ámbito, donde, de hecho, llegaron a florecer la alta cultura y la civilización.

 

Algunos riesgos en nuestro acercamiento.

 

Al plantearnos ahora el tema de la signifi­cación que cabe adjudicar al México antiguo en términos de la historia universal, recono­cemos que, no obstante la abundancia de tes­timonios y fuentes, son muchos los peligros y obstáculos capaces de desviar nuestra búsque­da. Y no nos referimos ya a las eventuales crí­ticas de estudiosos para quienes las civiliza­ciones del Nuevo Mundo -la mesoamericana y la del área andina- sólo merecen, a la luz de la historia universal, una fugaz consideración dentro de los capítulos dedicados a los viajes y descubrimientos de fines del siglo XV y principios del XVI. En realidad, semejante actitud, manifiestamente etnocéntrica, impli­ca que la única posible significación del México y Perú prehispánicos debe derivarse del hecho de que los europeos los hayan descubierto y conquistado a continuación. Corolario de tal postura  -hoy anacrónica- ha sido la idea de considerar la totalidad del Nuevo Mundo como tierra virgen y escenario de pueblos primitivos, donde a la postre tuvo que implantarse la cultura, a imagen y semejanza de lo que habían sido las respectivas potencias colonizadoras.

 

Riesgo más sutil es el enfoque de otros investigadores, empeñados en valorar las crea­ciones de estas culturas buscando, en todos los casos, semejanzas con lo que hoy conoce­mos de las civilizaciones clásicas del Viejo Mundo. Y no deseamos fijarnos precisamente en las no pocas y desacreditadas hipótesis y teorías fantásticas. Creemos que existen tra­bajos muchas veces valiosos desde otros pun­tos de vista, en los que, al estudiar la secuen­cia cultural de México antiguo o algunas de sus etapas e instituciones, se adopta un mar­co de referencia casi idéntico al empleado, en otros tiempos y latitudes, para analizar realidades culturales muy distintas. Y algo parecido podría decirse de los intentos de ex­plicar procesos específicamente mesoamerica­nos basándose en determinados sistemas de filosofía de la historia. Para dar un solo ejem­plo, recordemos que se han aplicado indiscri­minadamente al caso de México antiguo los esquemas del modo de producción asiática y otras categorías derivadas de la dialéctica materialista de la historia.

 

Por todo esto, la búsqueda de una posible significación de lo mesoamericano en función de la historia universal ha corrido el riesgo de convertirse en un problema que, aunque debe plantearse, difícilmente deja de ser campo de meras especulaciones.

 

Una pregunta queremos formularnos ante tal situación: ¿no es posible encaminar la búsqueda en el sentido de discernir lo que se presenta como característico de los procesos y creaciones prehispánicas, o sea, aquello que, de un modo o de otro, ha individualizado esta realidad cultural? Si el caso particular del México prehispánico -alejado culturalmente en el espacio y tiempo respecto del Viejo Mun­do- puede tener un sentido diferente y específico en el contexto de la historia universal, éste sólo podrá descubrirse atendiendo direc­tamente a su particular trayectoria y a las características de las creaciones que a lo largo de ella se alcanzaron.

 

Lo peculiar en la evolución cultural del México prehispánico.

 

Comencemos por recordar algo de lo que se ha llamado su prehistoria. Un elemental acercamiento deja ver ya que este concepto básico adquiere aquí una connotación muy peculiar. La presencia del hombre en Améri­ca tiene probablemente una antigüedad de 30 ó 35 mil años, por lo que es imposible utilizar para ella los mismos términos que para el lar­guísimo paleolítico de centenares de milenios en el Viejo Mundo, período durante el cual culminó en éste la evolución de la especie humana. Los prehistoriadores hasta hoy han encontrado en el continente americano vestigios y fósiles de individuos que tuvieron plenamen­te los atributos del homo sapiens. Cuantos hallazgos se han hecho dan testimonio acerca de los primeros grupos de cazadores y recolec­tares nómadas que, con escaso desarrollo cultu­ral, habían penetrado por el estrecho de Beh­ring y quizás asimismo provenientes, en mu­cha menor grado, de las islas meridionales del Pacífico. Específicamente, en el área de Mesoamérica el instrumental lítico u óseo y los restos humanos de mayor antigüedad que se han descubierto limitan aún más el ámbito temporal de lo prehistórico. El célebre "hom­bre o mujer de Tepexpan" vivió, al parecer, hacia el año 8000 a. de Cristo.

 

Gracias a investigaciones efectuadas du­rante las últimas décadas, sabemos hoy algo más sobre la evolución cultural de estos pri­meras pobladores. Puede afirmarse que, por lo menos desde mediadas del VI milenio a. de Cristo apareció en Mesoamérica una inci­piente forma del cultivo de plantas: el maíz, la calabaza, el frijol y el chile. Basándose en el método del carbono 14, Richard S. MacNeish pudo asignar tal antigüedad a los hallazgos que hizo en el sudoeste de Tamaulipas y des­pués en la cueva de Coxcatlán, municipio de Tehuacán, en Puebla.

 

Querer aplicar en este punto los conceptos propios de la prehistoria concebida al moda clásico daría lugar a una serie de paradojas. Comparando el proceso que entonces se inició en Mesoamérica con lo que, a partir igualmente de las primeras formas de cultivo, ocurrió en el Viejo Mundo, nos lleva a adver­tir, en vez de semejanzas, grandes diferencias. Es cierto que cuando en algunas comunidades del México precolombino aparecen las activi­dades agrícolas, paulatinamente se va enri­queciendo su cultura y se desarrollan técnicas como la cestería, la cerámica y los tejidos. Pero, en cambio, hay aquí ausencia total de muchos de los descubrimientos que se generalizaron entre los primeros pueblos agrícolas del Viejo Mundo.

 

En Mesoamérica nunca se empleó utilita­riamente la rueda. Por consiguiente, la alfarería se logró siempre por obra únicamente de las manos. Tampoco hubo molinos de ninguna especie y en su lugar se usó, como utensilio doméstico que hasta hoy perdura, el tradicio­nal metate. No se conocieron otros telares que los que fijaban a su cintura los tejedores. Por lo que a la  misma agricultura se refiere, el hombre prehispánico jamás llegó a emplear otro instrumento que la "coa", el largo peda­zo de madera aguzado y endurecido al fuego.

 

Y completando el elenco de las diferencias que en este caso son limitaciones, en el Méxi­co antiguo fue prácticamente desconocida la domesticación de animales. La razón es obvia, ya que no había equinos, ni bovinos, ni lanares. Sólo los perrillos, como acompañantes en la vida y más allá de la muerte, fueron ex­cepción. La única fuerza de trabajo hubo de ser necesariamente la de los propios seres hu­manos. Y en la explotación de otros recursos, particularmente los metales, tampoco se llegó muy lejos. De hecho, jamás se trabajaron en Mesoamérica artefactos de hierro. La conclusión que de todo esto podía deducir el prehis­toriador, habituado a pensar en función de los esquemas clásicos del Viejo Mundo, era que estos pueblos, que nunca llegaron a dis­poner de un más elaborado instrumental ni desarrollaron técnicas esencialmente superiores, permanecieron estancados en una inci­piente forma de desarrollo cultural.

 

El paso a la alta cultura y la civilización (I milenio a. de C.)

 

Pero las investigaciones arqueológicas so­bre la ulterior secuencia cultural de Mesoamérica, contrariando la aplicación de los esquemas, obligan a plantear nuevas cuestiones. Los mesoamericanos, tan necesitados de instrumental técnico, dieron principio, hacia fines del II milenio a. de C., a lo que llegaría a ser, rigurosamente hablando, una civiliza­ción. En su libro sobre los olmecas, Ignacio Bernal analiza las transformaciones que en­tonces comenzaron a ocurrir. A lo largo de las costas del golfo de México, en los límites de los actuales estados de Veracruz y Tabasco, aparecen los primeros centros ceremoniales y con ellos las más antiguas formas de un arte que nadie puede denominar primitivo. Las grandes esculturas en basalto, los refinados trabajos en jade y el pieciosismo en la cerámi­ca de los olmecas, juntamente con los recintos ceremoniales, dan testimonio de cambios ra­dicales.

 

Asimismo surgen nuevas formas de orga­nización social, religiosa, política y económi­ca. En lugares como San Lorenzo, La Venta, Tres Zapotes y algunos más de esta área existen ya diversas formas de especialización en el trabajo y en otras suertes de actividades.

 

Hay sacerdotes y sabios, guerreros, agricultores, artesanos y artistas. También allí se efectúa un descubrimiento que habrá de ser esencial en la ulterior trayectoria de Mesoamérica. En el mundo olmeca, y verosímilmen­te en el I milenio a. de C., nace el calendario y con él los primeros vestigios de escritura.

 

Los núcleos originales de esta cultura, quizás a través del comercio, de conquistas o de otra clase de contactos, difundieron sus creaciones por muchos lugares del México an­tiguo. Hoy sabemos que su influencia se dejó sentir en la región del altiplano, en el área del Pacífico y también en Oaxaca e igualmente en lo que llegaría a ser el mundo maya y todavía más lejos. La presencia de los olmecas, que coexistieron en el tiempo con otros grupos mesoamericanos con mucho más precario desenvolvimiento, confiere nuevo sentido al período que los arqueólogos designan como preclásico, ya que es entonces cuando en esta parte del continente se inició definitivamente el proceso que culminó en una civilización. Así, los que, por sus limitaciones técnicas -se­gún los esquemas aplicados en el caso del Viejo Mundo-, debían ser situados en un inci­piente neolítico, aparecen, gracias al análisis de lo que realmente fueron, dentro del marco de una peculiar forma de alta cultura.

 

Características del esplendor clásico mesoamericano (siglos I-lX).

 

Siglos después, desde poco antes de la era cristiana, el surgimiento de Teotihuacán en el altiplano central, el nuevo esplendor de Monte Albán y otros sitios en Oaxaca e igualmente en el área maya, la proliferación de centros religiosos y urbanos son precisamen­te consecuencia de la implantación de una cul­tura superior. Los teotihuacanos, los zapotecas y los mayas, por sólo mencionar a los grupos más conocidos, fueron tributarios cul­turalmente de la herencia olmeca. Sus crea­ciones revelan la personalidad propia de cada uno, pero, a su vez, dejan entrever la influen­cia recibida en común de la que ha sido lla­mada cultura madre.

 

Por lo que atañe a Teotihuacán, recientes investigaciones evidencian que el gran centro ceremonial llegó a convertirse en una enorme metrópoli. Al lado de las pirámides y adorato­rios se edificaron también, siguiendo una admirable concepción urbanística, gran número de palacios y residencias, escuelas para sacer­dotes y sabios, almacenes y mercados La grandiosidad de la traza teotihuacana, con multitud de espacios abiertos, calzadas y plazas, se hace hoy patente ojeando los planos de Teotihuacán que, gracias a la arqueología, han podido confeccionarse. De hecho, esa ciudad donde, según los mitos, había ocurrido la transformación de los dioses, fue paradigma no superado en el que habrían de inspirarse los futuros pobladores de la región del alti­plano.

 

Y otro tanto podría decirse respecto de su arte: pintura, murales, esculturas, bajos relie­ves y cerámica de formas muy distintas, pero siempre refinadas. La antigua visión del mun­do y las creencias y prácticas religiosas ha­bían de ejercer gran influencia en las culturas de otros grupos  de la altiplanicie y de fuera de ella.

 

Un proceso semejante se desarrolló en Monte Albán, donde, desde algún tiempo an­tes de los comienzos de la era cristiana, fue conocido el arte de las inscripciones y de las medidas del tiempo. La secuencia de las cul­turas de Oaxaca, sobre todo la zapoteca y la mixteca, constituye otra variante en la asimi­lación de la antigua herencia olmeca enri­quecida por pueblos que, hasta los días de la conquista, se mantuvieron a nivel de la alta cultura.

 

Finalmente, los mayas, mejor tal vez que cualquier otro grupo en Mesoamérica, aparecen como testimonio viviente de lo que, comparado con categorías procedentes de fuera, resulta paradójico. Recordemos el florecimiento de centros tan importantes como los de Tikal, Uaxactún, Yaxchilán, Palenque, Copán y otros muchos más. Aquellos que no pu­dieron superar la mencionada serie de limitaciones técnicas, sí alcanzaron, en cambio, a producir un arte extraordinario y asimismo sistemas calendáricos de precisión inverosímil.

 

Seguramente que desde los tiempos olme­cas se asignaba ya un valor a los números en función de su posición. Esto condujo a un concepto y un símbolo de completamiento muy semejantes a lo que entendemos por cero. Las cuentas de los días, de los años y de otros grandes períodos que por obra de los sabios mayas se perfeccionaron cada vez más, nos muestran que el cero y el valor de los números por su colocación fueron elementos de constante uso en los cómputos. Los resultados de las observaciones de los astros, las complejas anotaciones calendáricas y mu­cho más que no ha podido descifrarse quedó en las inscripciones, sobre todo en las este­las de piedra. Precisamente la lectura de algu­nas ha permitido afirmar que lograron un acercamiento al año astronómico superior en una diezmilésima al del año gregoriano.

 

Durante el período llamado clásico, la civi­lización mesoamericana se expandió hasta apartadas regiones que sólo habían habitado antes comunidades de incipientes agriculto­res y alfareros. Un universo de símbolos, en el que quedaron reflejados los mitos y las creencias religiosas, denota cierta afinidad cultural, profunda dentro de una vasta área, a pesar de las variantes.

 

El período posclásico a partir del siglo X.

 

La decadencia que sobreviene entre los si­glos VIII y IX al ser abandonados muchos centros y ciudades, plantea problemas que tampoco pueden esclarecerse basándonos en criterios y esquemas tomados de otros contextos culturales. Por lo menos sabemos que el declinar del antiguo florecimiento no signi­ficó el fin de la civilización en Mesoamérica. La reacomodación de pueblos y la penetración por el norte de tribus con precarias for­mas de vida hacen entrever un dinamismo que sólo en parte ha comenzado a valorarse. Lugares como Cholula y Xochicalco y des­pués Tula, la metrópoli de Quetzalcóatl, confirman que sobrevivió buena parte del anti­guo legado. Y otro tanto puede decirse de lo ocurrido en sitios como El Tajín o en la zona de Oaxaca, sin excluir a Monte Albán, lo mismo que en el área maya,  donde perduraron centros importantes como Chichén Itzá y Uxmal entre los más célebres de Yucatán.

 

En esta época comienza a laborarse el oro, la plata y un poco el cobre. Estas técnicas se adquieren como resultado de una lenta difusión originada, al parecer, en el ámbito andino y desde las costas de América del Sur.

 

De manera especial debemos destacar el florecimiento de los toltecas, que marcó una renovación cultural en Mesoamérica. A ellos se debió la ulterior difusión de múltiples elementos e instituciones heredadas del período clásico, tales como el culto al dios Quetzal­cóatl. En Tula, según los relatos indígenas, vivió y actuó el célebre sacerdote y gobernante, especie de héroe cultural, cuyo nombre fue asi­mismo Quetzalcóatl. A él se atribuyen la inven­ción de muchas de las artes de los toltecas, la edificación de grandes palacios y templos, así como la formulación de una doctrina teológica acerca del dios supremo, identificado en algu­nos textos con Quetzalcóatl, y concebido como principio dual, masculino y femenino a la vez, que engendra y concibe cuanto existe.

 

Son ya abundantes los testimonios que permiten conocer algo del pensamiento, las prácticas religiosas y la historia a lo largo de esta nueva etapa en la evolución del México antiguo. Gracias a los hallazgos arqueológicos y también a los códices y textos en len­guas indígenas de épocas posteriores, pero que se refieren a sucesos ocurridos varios si­glos antes, es posible estudiar las formas de gobierno, la organización social y religiosa que entonces hubo. Recordemos, por ejemplo, códices como los seis que integran el llamado ''Grupo Borgia", así como los siete de procedencia mixteca y de tema histórico, sin olvidar los tres importantes manuscritos de origen maya prehispánico. Puede citarse también la información que proporcionan ciertas cróni­cas en náhuatl como la Historia tolteca-chi­chimeca, los Anales de Cuauhtitlán y los Ana­les de la Nación Mexicana. Entre los docu­mentos escritos en varios idiomas de la fami­lia mayanse, se cuentan los libros de Chilam Balam, el Popol Vuh, los Anales de los Cak­chiqueles y algunos otros. En el caso de los mixtecas de Oaxaca, como fue compro­bado por Alfonso Caso en la investiga­ción que concluyó poco antes de su muer­te, es posible, a través del desciframiento de los códices, conocer las genealogías y biografías de varios centenares de figuras prominentes a partir del siglo VII de nuestra.

 

A lo largo del período que nos ocupa fueron más intensos y frecuentes los contactos entre las diversas zonas de desarrollo cultural en Mesoamérica. Entre otras cosas, la arqueología nos permite percibir no pocos elementos del altiplano que se difundieron en lo que hoy es Guatemala y asimismo en Yuca­tán, con huellas tan obvias como el “Templo de los Guerreros”, en Chichén-Itzá, tan semejante al de Tlahuicalpantecuhtli, "el Señor de la aurora", en Tula. El comercio y las gue­rras de conquista fueron instituciones que al­canzaron cada vez mayor importancia.

 

La decadencia de Tula y su definitivo abandono hacia mediados del siglo XI permitieron un nuevo proceso, plenamente documentable, de fusión y asimilación culturales de otros grupos procedentes del norte, como los célebres chichimecas de Xólotl. Se inició así en el valle de México y en otros lugares del ámbito mesoamericano una nueva etapa cultural, dentro de la que hizo su aparición, en el siglo XIII, el pueblo mexica, que a la postre se convertiría en amo y  señor de buena parte del México antiguo.

 

Dinamismo y paradojas culturales de la nación mexica.

 

En el ulterior reajuste, que inevitablemen­te se produjo, fue destino de los mexicas determinar más que nadie la postrera fisonomía que tuvieron la alta cultura y la civilización nativas de Mesoamérica. Los viejos mitos resonaron de nuevo, pero expresados en térmi­nos de la visión del mundo azteca. Una decidida voluntad de conquista llevó a los mexicas a extender sus dominios por diversas regio­nes, desde el Golfo hasta el Pacífico y por las tierras del Sur. El idioma náhuatl fue enton­ces lingua franca en Mesoamérica. Con una herencia de más de dos mil años de evolución cultural, el pensamiento y la literatura nahuas habrían de escapar al olvido y llegarían a ser objeto de estudio en los códices y textos que hasta hoy se conservan en bibliotecas de América y de Europa. En esa rica documentación figuran anales históricos, ordenamientos rituales y tradiciones religiosas, pláticas de los ancianos y -dando testimonio de elevado refinamiento espiritual- una rica poesía en la que se hizo presente cuanto puede preocupar al hombre en la tierra.

 

A través de esas fuentes y de los descubrimientos de la arqueología es  posible compren­der el sentido que dieron a su vida los mexi­cas y otros pueblos, sin excluir las prácticas y ritos que, como los sacrificios humanos, nos resultan hoy tan sombríos. Así se hacen pa­tentes de nuevo el dinamismo, las tensiones y paradojas que caracterizan la trayectoria cul­tural de Mesoamérica. Por una parte están los tlamatinime, los sabios que cultivaban la poesía y se planteaban problemas sobre la divini­dad y el hombre, y, por otra, los guerreros que, para mantener la vida del sol, hacían conquistas y ofrecían el agua preciosa y el corazón de sus víctimas.

 

Hemos recordado únicamente algunos de los momentos mejor conocidos en la secuen­cia cultural del México antiguo. En vez de buscar semejanzas con otros contextos de cul­tura, nos ha interesado señalar circunstancias y rasgos que parecen característicos y propios de la realidad mesoamericana. Con anteceden­tes prehistóricos relativamente limitados en el caso del Nuevo Mundo, los primeros pobla­dores desarrollaron aquí, en aislamiento, su propia cultura. Si algún contacto hubo con el exterior, éste debió de haber sido transitorio y accidental, ya que no dejó vestigios que hayan podido comprobarse.

 

Una serie de peculiaridades a veces para­dójicas muestra, en cambio, las radicales di­ferencias de los procesos que aquí ocurrieron. Por lo menos desde el I milenio a. de C., cuando nació entre los olmecas la alta cul­tura, se lograron múltiples creaciones en el campo del espíritu sin que hubieran desapa­recido las impresionantes limitaciones mate­riales y técnicas. Repetiremos que nunca se empleó utilitariamente la rueda, ni se pasó a la llamada edad de los metales, ni pudo dis­ponerse de bestias domesticables, ni se llegó a tener mejor instrumental que el hecho de piedra, pedernal y madera. Y, sin embargo, pro­liferaron los centros ceremoniales y urbanos. La organización social, política y religiosa se tornó compleja. Lo que hoy llamamos su arte adquirió grandes proporciones en la ar­quitectura, en los murales y esculturas, y aun en el barro alcanzó preciosismo. Finalmente se registraron las medidas del tiempo, apare­ció la escritura en las inscripciones y en los códices y se hizo factible poder preservar definitivamente el testimonio histórico.

 

El rostro distinto de la civilización mesoamericana.

 

La individualidad esencial de este mundo de cultura parece derivarse del hecho de que aquí dinámicamente se integraron instituciones y creaciones que son ya atributo de una alta cultura urbana, con un instrumental y con recursos técnicos que nunca dejaron de ser precarios. Nos parece que ha llegado el momento de hacer comparaciones. Pensemos en aquellos contextos en los cuales, de manera autónoma, se había dado antes el paso decisivo de crear una civilización. En Egipto y Mesopotamia, en el valle del Indo, en las már­genes del río Amarillo en China, el desarrollo cultural supuso siempre una radical transfor­mación en las técnicas, empleo constante de rueda, elaboración de instrumentos de bronce y de hierro; en una palabra, nuevos medios para aprovechar cada vez mejor las potencialidades naturales. Distinta comparación puede hacerse también con lo que sucedió en la otra zona nuclear fuera del Viejo Mundo, donde asimismo floreció una alta cultura: el caso de los pueblos andinos en la América del Sur. Su realidad cultural, aunque semejante en muchos aspectos a la de Mesoamérica, al­canzó mayor desarrollo en algunas de sus téc­nicas, pero jamás llegó a la invención de la escritura.

 

El solo enunciado de estas comparaciones permite afirmar que la evolución del México antiguo siguió caminos distintos de los que recorrieron, en otros tiempos y latitudes, los pocos pueblos que autónomamente llegaron a la alta cultura y la civilización. De hecho, fue­ra del ámbito del Viejo Mundo, el caso de Mesoamérica se presenta como el del único núcleo que, en su aislamiento de milenios, también por obra de sí mismo, desarrolló una civilización con escritura y con historia. Sólo liberados del afán de aplicar criterios y esque­mas que fueron pertinentes en ámbitos muy distintos, y analizada la peculiaridad esencial mesoamericana, llegaremos a percibir la sig­nificación que puede tener ésta dentro de la historia universal.

 

En el México antiguo se hizo realidad una hipótesis muy diferente lo que ocurrió a los humanos cuando, en un medio distinto y bá­sicamente aislado, lograron superar de nuevo el primitivismo y la barbarie. Para el filósofo de la historia y para cuantos se interesan por conocer la  trayectoria del hombre como crea­dor de instituciones y de diversas formas de arte y pensamiento, el pasado precolombino de México surge como experiencia de excep­cional atractivo. Su lugar en la historia uni­versal no puede ya circunscribirse a una anacrónica mención en el capítulo sobre los viajes y descubrimientos en los siglos XV y XVI. La civilización mesoamericana, aunque alejada en el tiempo y en el espacio de las altas cultu­ras del Viejo Mundo, se sitúa por propio derecho al lado de ellas como el otro único caso de pueblos que, con múltiples limitaciones téc­nicas, desarrollaron auténticas formas de vida urbana, tuvieron un arte excepcional y co­nocieron los medios para preservar, en ins­cripciones y códices, el testimonio de su pasado de milenios.

 

Por vía de conclusión recordemos un viejo mito del mundo náhuatl que precisamente ha­bla de una reinvención de la cultura, acontecimiento que se sitúa en tiempos remotos, anteriores incluso al florecimiento de Teotihuacán. Las palabras del mito describen la presencia y actuación de un grupo de sabios, dueños ya de la escritura, el calendario y ex­traordinarias creaciones artísticas. Esos hom­bres sabios vivían cerca de las costas del Golfo, por cierto no muy 1ejos de lo que hoy, gracias a la arqueología,  conocemos como área influida por la cultura olmeca. Según el antiguo relato, entre esas gentes sucedió algo imprevisto. Los sabios poseedores de "la tinta negra y roja", es decir, los códices o libros de pinturas, recibieron de su dios la orden de abandonar a su pueblo.

 

Y allí estaban los sabedores de cosas,

los llamados poseedores de códices.

Pero éstos no permanecieron mucho tiempo,

los sabios luego se fueron...

Dicen que les venía hablando su dios...

Y cuando se fueron...

se dirigieron hacía el rumbo del rostro del sol,

se llevaron la tinta negra y roja,

los libros de pinturas,

se llevaron la sabiduría,

todo lo tomaron consigo,

los libros de cantos

y la música de las flautas...

 

La relación indígena presenta entonces el cuadro, de verdad dramático, de quienes ven partir a los poseedores de los libros y las artes y se sienten privados de la antigua sa­biduría. Ha aflorado la conciencia de lo que significa la cultura para el existir humano. El mito nos conserva el clamor de quienes ven en la partida de los sabios la pérdida de la luz que guiaba su existencia en la tierra:

 

¿Brillará el sol, amanecerá?

¿Cómo irán, cómo se establecerán los macehuales (el pueblo)?

Porque se ha ido, porque se ha llevado

la tinta negra y roja (los códices).

¿Cómo existirán Los macehuales?

¿Cómo permanecerá la tierra, la ciudad?

¿Cómo habrá estabilidad?

¿Qué es lo que va a gobernarnos?

¿Que es lo que nos guiará?

¿Qué es lo que nos mostrará el camino?

¿Cuál será nuestra norma?

¿Cuál será nuestra medida?

¿Cuál será el dechado?

¿De dónde habrá que partir?

¿ Qué podrá llegar a ser la tea y la luz?

 

Pero en medio de la confusión reinante se advirtió que habían quedado cuatro viejos sabios. A instancias del pueblo, los viejos se reunieron y, tras largo deliberar, pudieron vol­ver a hacer suya la antigua sabiduría, las medidas del tiempo y el recuerdo del pasado:

 

Entonces inventaron la cuenta de los destinos,

Los anales y la cuenta de los años,

el libro de los sueños,

lo ordenaron como se ha guardado,

y como se ha seguido

el tiempo que duró

el señorío de los toltecas,

el señorío de los tepanecas,

el señorío de los mexicas

y todos los señoríos chichimecas.

 

El viejo mito es el reflejo de los empeños de un pueblo con conciencia de la historia. El saber calendárico, el contenido de los códices y el conjunto de las artes -meollo mis­mo de la alta cultura- eran el hachón que iluminaba la significación de las cosas y el trans­currir de los tiempos.

 

Lo que hoy conocemos de la civilización mesoamericana debemos considerarlo como un estímulo para penetrar en el sentido que dieron a su vida y pensamiento los pueblos prehispánicos. Como florecimiento con grandes limitaciones técnicas y trayectoria dife­rente, el México antiguo, no a pesar de esto, sino precisamente por todo ello, se presenta como un capítulo antes olvidado en la historia universal. En rigor, su rostro distinto debe situarse al lado de aquellos que igualmente propiciaron el nacimiento de las otras civili­zaciones clásicas. Cuanto ocurrió en Egipto y Mesopotamia, en los valles del Indo y del río Amarillo, en México y el Perú prehispánicos es, en verdad, antecedente y herencia de la humanidad entera.

 

Bibliografía.

 

Garibay K., A. M. Historia de la literatura náhuatl (2 vols.). México, 1953-1954.

 

Jiménez Moreno, W.  Síntesis de la historia pretolteca de Mesoamérica, en Esplendor del México Antiguo (2 vols.), México. 1959 (LII, págs. 1019-1108).

 

Krickeberg, W. Las antiguas culturas mexicanas, México, 1961.

 

León-Portilla, M. La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes, México, 1966 (3ª  ed.).

 

Sahagún, fray B. de   Historia general de las cosas de Nueva España, ed. prep. Por Angel Ma. Garibay K (4 vols.), México, 1956.

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