Historias, Leyendas y Cuentos de México

Capítulos 61 a 70

61.            Las letras en México de 1530 a 1700.

Por: Jorge Alberto Manrique.

 

Larga ha sido la discusión sobre la iden­tidad de las letras mexicanas de los tres si­glos de la colonia. Cierta crítica buscaba sin encontrar -y se desesperaba- mayor sabor local o color nacionalista que pudiera identificar nuestras letras de entonces cómo incontrover­tiblemente mexicanas. Parecería más fácil hallar lo propio y distintivo en alguna arqui­tectura (digamos la iglesia de Santa María Tonantzintla) que no en la creación literaria. No encontrando ese sabor o ese color, resul­taba obligado aceptar que nuestras letras eran una parte muy secundaria de las letras espa­ñolas o quizá sólo un reflejo de. ellas. La dis­cusión ahora nos parece un poco carente de sentido. Sí son nuestras letras novohispanas parte del gran mundo hispánico, como tam­bién lo es la arquitectura barroca más popu­lar, pero parte constitutiva con un rango a veces de primerísimo orden y no un reflejo secundario; y no por ser parte dejan de mostrar un carácter propio y diferente, como hi­jas de la sociedad que las produjo, de aquellos hombres que tenían una circunstancia y una vida propias, lo cual podemos rastrear, entre muchas otras cosas, precisamente en la producción literaria.

 

La falta de la referencia a lo local y a for­mas mexicanas del lenguaje es mucho menor de lo que supuso una crítica poco enterada, antes de que principalmente Alfonso Méndez Plancarte nos hiciera conocer mucho de la poesía de esos siglos; y ese hecho, junto con ­el desagrado general del siglo pasado por la poesía barroca (al que, desde luego, no escapa Menéndez y Pelayo, precisamente al juzgar nuestra producción poética), eran sus dos baldones de infamia. Ahora nos resulta un poco ingenuo restar identidad a nuestras letras y especialmente a la poesía cuando no aparecen chiquihuites en las consonantes o referencias a Moctezuma o descripciones de paisajes, pues entendemos que lo mexicano está en un plano menos superficial y que no sólo -aunque también- reside en esos elementos.

 

Como quiera que sea, y refiriéndonos sólo a la poesía, la presencia de temas locales es muy abundante, ya en la épica, como en la Conquista y Nuevo Mundo del "ingenio soberano" Francisco de Terrazas, el Mercurio de Arias de Villalobos y el Peregrino indiano de Saavedra Guzmán, ya en la frecuente descripción de ciudades y campos (Villalobos, Salazar, Balbuena, Oquendo), ya en la referen­cia a la evangelización (Coloquio de la nueva conversión y bautismo); o, en fin, es asimismo notable la alusión a la vida criolla, la oposición del criollo y el gachupín, la descripción de fiestas criollas o indias, los sucesos dramáticos, como la degollación de los Avilas, y demás. El uso de nahuatlismos, la imitación del habla de los indios o de la de los negros tampoco es infrecuente, hasta llegar a la "tra­ducción" o recreación que Alva Ixtlilxóchitl hace de los cantares de su tatarabuelo Neza­huacóyotl o los "tocotines" en náhuatl de sor Juana.

 

La primera expresión literaria novohispa­na es la de las crónicas antiguas, que inicia desde luego Hernán Cortés y que habría que llevar hasta Bernal Díaz del Castillo. Cortés, fray Toribio de Benavente como figura central, el Conquistador Anónimo, Andrés de Tapia, fray Bernardino de Sahagún y Bernal son los testigos de la conquista y los del mundo indígena en eclipse. Sus escritos tienen el valor del testimonio, la intención de informar a la corona, de dar a conocer noti­cias curiosas, de preservar del olvido la gesta conquistadora y la hazaña de la evangeliza­ción, corregir y enmendar la plana a histo­rias tendenciosas para el autor (el caso de Bernal Díaz), salvar el conocimiento sobre costumbres y ritos anteriores a la conquista, principalmente en vistas a facilitar la con­versión y detectar la supervivencia de las viejas religiones.

 

No son, pues, obras con lo que podríamos llamar una intención literaria, que aspiren a brillar por la corrección del estilo. Y, sin embargo, su valor, aparte del que ofrecen como fuente histórica, es literariamente muy alto. Se ha destacado en especial su sabor de cosa fresca, su estilo directo, la reciedum­bre de su prosa, todo lo cual es cierto y con­viene a esos testimonios en una interesante lectura aun para quien no anda a la caza de un dato histórico; pero, aunque eso es cierto, también hay que señalar que, aun siendo la intención primaria, no deja de haber un pruri­to por escribir bien, muy explicable en quienes no eran del todo ajenos a las letras: no lo era Cortés, remojado en claustros universi­tarios y hasta "algo poeta" según Bernal, ni lo eran los frailes, por razón de su mismo estado, y aun en Bernal Díaz se nota, como en los demás, cierta preocupación por la frase correcta, por la armonía de un período.

 

Sobre la primera expresión teatral novo­hispana, que fue el teatro evangelizador,  puede decirse también que su intención no co­rrespondía a lo que después se llamó artís­tico, sino al fin directo y preciso de la conver­sión de los indios y de su afirmación en la nueva fe. En realidad no existen textos de las obras propiamente evangelizadoras de los años inmediatos a la conquista, pues fueron

escritos en lenguas vernáculas y a veces in­cluían canciones o coplas en español; los tex­tos que se han supuesto de entonces resul­tan francamente dudosos o se ha comprobado de manera definitiva que son de fines del siglo. Este es el caso del Coloquio de la primera conversión...

 

Tenemos, en cambio, numerosísimas referencias en los cronistas y aun descripciones largas de esas representaciones, si bien a pesar de ellas no logramos hacernos una idea muy clara de cómo era ese espectáculo, ­muchas veces con intervención de un inmenso número de actores-espectadores. De cual­quier forma, es seguro que los textos depen­dían, en ocasiones, directamente de los mis­terios medievales. La primera obra de que tenemos noticia fue un auto sobre El Juicio Final (tema muy socorrido en la época) que se dio en México en 1533, primero en Santia­go Tlatelolco y luego en San José de los Naturales (lo que indica el deseo de dirigirse a los neófitos), cuyo autor fue el fraile cronis­ta Andrés de Olmos; pero el texto que se ha supuesto como de esa obra no parece merecer crédito suficiente. Muy extensas son las des­cripciones  que hace Motolinía de las representaciones que tuvieron lugar en Tlaxcala en 1538 y 1539: una de ellas, sobre Adán y Eva arrojados del Paraíso, mostraba montes v ríos e infinidad de animales de ambos continentes; otra, La toma de Jerusalén, presentaba batallas campales entre grandes ejércitos de diferentes naciones (incluso uno de indios capitaneados por el virrey Mendoza) y apariciones celestiales: cómo podrían ser esos autos y cuál sería la función del texto es algo que difícilmente podemos imaginar. Pero sobre su eficacia (y por ello mismo su logro teatral) no puede dudarse, no sólo por­que el cronista nos hable del "mucho sentimiento" y de las lágrimas que provocaban las representaciones, sino por el uso continuo que se siguió haciendo de ellas.

 

Las crónicas nos dan también trasuntos de la más temprana expresión poética, ya en aquel romance que dedicaron a Cortés después de la Noche Triste:

 

En Tacuba está Cortés

con su escuadrón esforzado;

triste estaba y muy penoso,

triste y con muy gran cuidado,

una mano en la mejilla

y la otra en el costado...

 

ya en el pareado que escribieron como pas­quín al conquistador, quejándose de que no les daba la parte prometida del botín:

 

Tristis est ánima mea

hasta que la parte vea.

 

De hecho, hasta después de mediado el siglo XVI, y más bien hacia sus últimas décadas, no puede advertirse un florecimiento literario, en poesía, en teatro y en prosa, real­mente notable. En ello influyen la presencia de la imprenta, desde 1539, y la fundación de la Universidad, en 1551, y más tarde la aper­tura de los colegios jesuitas, coincidiendo ya claramente con el florecimiento literario e incidiendo en gran medida en él. Para fines de siglo se hacían grandes alabanzas de poetas en particular y de las letras mexicanas en general, como entre muchos otros la de Eugenio de Salazar:

 

En ellas se señala y amplifica

'la Nueva España. Ya resuena en ella

el canto de las musas deleitosas

que vienen con gran gusto a  ennoblecella...

 

aunque exista la frase maliciosa de González de Eslava: "Ya te haces coplero, poco ganarás a poeta, que hay más que estiércol". Aunque frase dirigida precisamente a poetas y a gente de letras, es desde luego sintomática del am­plio movimiento literario de entonces.

 

A ese florecimiento de las letras conflu­yen, como iniciadores, los primeros catedrá­ticos de la Universidad, fray Alonso de la Veracruz, el doctor Frías de Albornoz y, sobre todo para este caso, Francisco Cervantes de Salazar, escritor en latín (Diálogos, de 1554) y español en prosa (como primer cronista de la Ciudad de México) y en metro (sonetos del Túmulo Imperial, de 1559). Y confluyen también, desde mediados hasta fines del si­glo XVI, algunas plumas famosas del Siglo de Oro que pasaron a Nueva España, entre ellas especialmente Gutierre de Cetina, que escribió aquí un libro de comedias morales en prosa y otro de comedias profanas en verso; Diego Mexía o Mateo Alemán, que dio a la imprenta aquí su Ortografía castellana. Juan de la Cueva, activo en el ambiente literario sevillano, escribió durante su estancia en México epístolas y sonetos que alaban la tierra y son de mucho mérito. En todo caso, es segura la correspondencia constante del ambiente de las letras, y especialmente la poesía, a ambos lados del Atlántico, como lo mues­tran las numerosas influencias y referencias de unos poetas a otros -y no sólo en un sentido- manuscritos como el de las Flores de varia poesía, de la Biblioteca Nacional de Madrid, que influye indistintamente poetas peninsulares o criollos. Lo que importa des­tacar es que ese movimiento literario de Nueva España se va definiendo indudablemente como una actitud culta, que correspon­de con el ambiente cortesano de nuestras ciudades, en especial de la de México, que se hace sentir lo mismo en las letras que en todas las demás manifestaciones artísti­cas hacia las últimas décadas del siglo XVI.

 

En  ese ambiente culto puede distinguirse una vertiente clasicista e italianizante, otra de preocupación por los temas novohispanos y reflexión sobre ellos, y una tercera, popu­lar y satírica, que incluye también, aunque en otro tono, la consideración de la circunstancia particular y la descripción de lo inmediato. Estos tres modos no son privativos de uno, u otro poeta, sino que a menudo se dan todos en el mismo. Del primer modo habría que destacar a Pedro de Trejo, a quien  condenó la Inquisición hacia 1570 a que “perpetuamente no haga coplas”; a Cervantes de Salazar; a Juan Pérez Ramírez, autor del Desposorio espiritual entre el pastor Pedro y la Iglesia mexicana, considerada como la primera producción teatral de ingenio criollo, y a Juan Sánchez Barquero y Vincencio Lanucci, autores de El triunfo de los santos, de 1578. Del segundo modo merece citarse a Francisco de Terrazas, alabado no sólo por sus contemporáneos coterráneos, sino aun por Miguel de Cervantes, prolífico y por eso mismo tam­bién asomado indistintamente a lo culto y a lo popular; son notables por su corrección y su emoción algunos de sus sonetos, intervino en juegos de ingenio poético que le valieron incluso ser mal visto por el Santo Oficio, pero se le recuerda principalmente por su Conquisto y Nuevo Mundo, que inaugura la épica nuestra y es al mismo tiempo alabanza y crítica del hecho cortesiano. Arias de Villalobos, Antonio de Saavedra Guzmán y Gaspar Pérez de Villagrá (Historia de la Nueva Mé­xico) deben incluirse junto a Terrazas como sus seguidores, sin descontar, sobre todo en el primero, lo que aporta de personalidad pro­pia y de descripción de su tiempo.

 

Hernán González de Eslava, poeta culto, es sin embargo muy aficionado a la vena popular. En sus Coloquios se muestra como uno de los más hábiles y frescos cultivadores de un género que, no siendo privativo de Nueva España, tuvo aquí una gran aceptación y un desarrollo peculiar: el de poesía popular usada “a lo divino”, del cual son ejemplo el gusto por los villancicos; sus "ensaladas" son uno de los casos más logrados de poesía “sacro-chusca”; como la Ensalada de las adivinanzas que utiliza estribillos populares y adivinanzas comunes con un sentido religioso:

 

Generosa compañía,

al qué es, qué es y qué es juguemos,

pues es noche de alegría.

Comenzá

Si quisieres preguntá,

que todos estos señores,

monacillos y cantores,

cada cual responderá.

-¿Qué es cosa y cosa

entra en el mar y no se moja?

-Ese es el sol, pienso yo.

-Es la Virgen celestial

que en el mar del mundo entró

y culpa no la mojó

del pecado original.

¿Qué es, qué es y qué es

que te da y tú no lo ves?

Es el viento.

Es Dios en el Sacramento,

que tu vista no lo ve,

y verás lo con la fe

y con sano entendimiento.

La razón dice sin tiento

en misterio tan sutil:

Alúmbrame ese candil,

que no veo nada;

que no sé si es alguacil,

si cabo de escuadra.

 

Meramente populares son algunos de los romances de Mateo Rosas de Oquendo, sevi­llano pasado por Lima y avecindado después en México, autor también de obras "serias", como su Indiano volcán famoso, que es sen­tido recuerdo de su tierra de adopción; su espíritu chocarrero, sin embargo, es más abun­dante, como en su Romance del mestizo que casi prefigura nuestros modernos corridos:

 

 ¡Ay, señora Juana!

Vusarcé perdone

y escuche las quejas

de un mestizo pobre;

que, aunque remendado,

soy hidalgo y noble,

y mis padres hijos

de conquistadores;

 

No temo alguaciles

ni a sus porquerones,

que -por Dios del cielo-

que los mate a coces;

que estoy hecho a andar

por aquestos montes

capeando los toros

como unos leones...

 

o bien en su Romance a México, donde describe al interés con los rasgos de un joven novohispano de la época, muy sabrosa:

 

Es un mancebo galán,

talle corto y calza larga;

de Oro y brocado se viste,

aforrado en finas martas.

Valiente, sabio, discreto,

tañe, baila, danza, canta;

requiebros brota y produce,

aunque no habla palabra.

 

Pero coincidiendo con el gracejo de Oquendo se da ya, en el primer tercio del siglo XVI, la primera gran floración de las letras novo­hispanas, con poetas de la talla de Bernardo de Balbuena y Arias de Villalobos, que siendo clásicos penetran ya en la metáfora y en la sintaxis francamente barrocas, cumpliendo así entre nosotros el proceso que Góngora adelantaba en España; o bien, en la misma época, con la extraordinaria poesía sacra de Córdova y Bocanegra, Francisco Bramón o fray Miguel de Guevara, tocada también de barroquismo, Simultáneamente, don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl "recreaba" la poesía de su antepasado Nezahualcóyotl y Juan Ruiz de Alarcón alcanzaba en su producción teatral una de las cimas más elevadas del tea­tro del Siglo de Oro.

 

Bernardo de Balbuena es sobre todo co­nocido por su gran poema Grandeza mexicana, que, conservando una forma  más bien clásica en sus tercetos, es ya barroca en el sentido de alabar hiperbólicamente la realidad mexicana, como resultado, según ha señalado O'Gorman, de la necesidad de afirmar la propia personalidad frente a Europa. Méxi­co resulta en ese gran poema una suma de lo mejor de las grandes ciudades del mundo, antiguas y coetáneas:

 

...Es toda un feliz parto de fortuna,

y sus armas un águila engrifada

sobre las anchas hojas de una tuna;

de tesoros y plata tan preñada,

que una flota de España, otra de China

de sus sobras cada año van cargadas.

 

Ya das ley a Milán, ya a Flandes lumbre;

ya el Imperio defiendes y eternizas

o la iglesia sustentas en su cumbre;

el mundo que gobiernas y autorizas

te atabe, patria dulce, y a tus playas

mi humilde cuerpo vuelva, o sus cenizas.

 

Pero si más leída y conocida es la Gran­deza mexicana, aparte de sus méritos, por el interés especial que tiene para escudriñar el espíritu naciente del criollismo barroco, no menos importantes son, literariamente hablando, su gran novela pastoril Siglo de Oro donde combina prosa y verso, y El Bernar­do, que ha sido a menudo alabado como el mejor poema épico en español, anteponiéndolo a la Araucana de Ercilla, y aunque su tema se refiere a la batalla de Roncesvalles, no faltan largas descripciones de la realidad mexicana o rasgos de sorprendente lirismo:

 

Todas las cosas que en el mundo vemos,

cuantas se alegran con la luz del día,

aunque de sus lenguajes carecemos,

su habla tienen, trato y compañía.

 

Arias de Villalobos, autor de comedias, poeta oficial de la Ciudad de México por los primeros años del siglo XVII, resulta más plenamente barroco, en coincidencia con Gón­gora. Muy característica suya y de su tiempo es la Canción esdrújula a san Hipólito, patrono de la Ciudad de México. Su Canto intitulado Mercurio, en más de doscientas octavas, hace la alabanza, en más barroca forma que Balbuena, de su ciudad, con un largo relato fabuloso de la conquista, que se agrega al rosario de la épica mexicana.

 

Fray Miguel de Guevara, agustino de Mi­choacán, alcanza gran altura con sus sonetos religiosos, algunos francamente conceptistas, como el de La cuenta del tiempo, y otros de sentimiento más profundo, como Nó me mue­ve,  mi Dios, justamente tenido como uno de los mejores poemas sacros de la lengua:

 

No me mueve, mi Dios, para quererte,

el cielo que me tienes prometido;

ni me mueve el infierno tan temido

para dejar por eso de ofenderte.

  me mueves, Señor; muéveme el verte

clavado en una cruz y escarnecido;

muéveme el ver tu cuerpo tan herido,

muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, en tal manera

que aunque no hubiera cielo yo te amara,

y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No tienes queme dar porque te quiera,

porque aunque cuanto espero no esperara

lo mismo que te quiero te quisiera.

 

A Femando de Córdova y Bocanegra, mar­qués de Villamayor, que renunció al marquesado y a su hacienda para llevar una vida de humildad en uno de esos accesos religiosas tan del tiempo, debemos una obra parca, pero de gran valor, en sus Canciones sacras. Y a Francisco Bramón, poesías en que glosa barrocamente trozos bíblicos y otras en que ini­cia la forma popular-sacra del “tocotín”, de inspiración náhuatl (que luego seguiría con tanto gusto sor Juana):

 

Bailad, mexicanos,

suene  el  tocotín,

pues triunfa María

con dicha feliz.

 

Juan Ruiz de Alarcón, alabado como el más correcto de los autores teatrales del Siglo de Oro, aunque nacido en Tasco, graduado en la  universidad de México y con un puesto en la Audiencia, ejecutó su obra en España, si bien parece que parte de ella fue escrita en México. Aunque los asuntos de sus comedias no son mexicanos, y aunque las referencias a su patria son mínimas en su obra, se ha in­sistido (Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Valbuena Prat, Méndez Plancarte) en que el carácter "comedido" y cuidadoso de su obra, el "medio tono" que en ella reina y su sentimiento “crepuscular”; rasgos que lo diferen­cian de sus competidores Lope de Vega, Tir­so de Molina y Calderón, son precisamente rasgos mexicanos.

 

Baste recordar a este respecto que su obra acaso más acabada, La verdad sospechosa, modelo de comedia "de enredo" y de aná­lisis psicológico, es quizá la obra teatral del Siglo de Oro que mayor y más continuada resonancia tuvo, como lo muestran las muchas versiones que autores (y no pequeños) de otras lenguas dieron de ella, desde el francés Corneille hasta el italiano Goldoni.

 

Si bien Alarcón representó sus obras en España, aquí había desde fines del siglo XVI un movimiento teatral importante, en donde alternaban las compañías venidas de fuera y que traían obras de autores españoles, con las compañías y las obras novohispanas, cuyos empresarios (a menudo empresarios poetas, como el mismo Arias de Villalobos) se queja­ban de la competencia: una muestra más de la pugna criollo-gachupin. El teatro, como espectáculo gratuito financiado por las auto­ridades civiles o religiosas o por los colegios principalmente jesuitas, no desapareció, pero junto a él surgían las casas de comedias, que cobraban la entrada y anunciaban las obras en (según parece) los primeros carteles escritos de la historia del teatro de habla española.

 

Don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl escri­bió unas liras y unos romances de Nezahual­cóyotl, su tatarabuelo, que presenta como traducciones libres de poemas del rey sabio. En su hermosura son vivida muestra de la tarea que, según O'Gorman, se había echado a cuestas: la de dar una versión “occidentalizada”, capaz de ser moneda corriente en la cultura criolla, del pasado prehispánico, que quedaba así elevado a una categoría superior; véase, pues, el inicio de las Liras del rey poeta:

 

Un rato cantar quiero:

pues la ocasión y el tiempo se me ofrece;

ser admitido espero,

que mi intento por sí no desmerece;

y comienzo mi canto,

aunque fuera mejor llamarle llanto.

Y tú, amigo mío,

goza la amenidad de aquestas flores;

alégrate conmigo,

desechemos las penas, los temores,

que el gusto trae medida

por ser al fin con fin la mala vida.

Porque no hay bien seguro:

que siempre trae mudanza lo futuro.

 

En esta tarea de presentar el pasado indio en una estructura comprensible y aceptable para la cultura criolla, y en la que está implí­cita la idea fundamental de poderlo sentir como pasado propio, acompañan a Ixtlilxóchitl muchos cronistas y escritores más o menos contemporáneos suyos, entre los últimos años del siglo XVI y los primeros del XVII.

 

Los franciscanos Jerónimo Mendieta y Juan de Torquemada, el agustino Grijalva, el dominico Dávila Padilla, los laicos Muñoz Camargo y Baltazar Dorantes de Carranza y muchos otros. Siendo cada uno diferente en su intención concreta y en su personalidad, todos ellos participan de características comunes. Se sirven de los datos que los primeros cronistas habían asignado, pero los rea­comodan en visiones para ellos coherentes de aquel pasado indio; miran, además, con ojo crítico la obra de conquista, de evangeli­zación y de colonización y muchas veces os­tentan desconfianza hacia ella; no obstante, muestran añoranza por ese momento glorioso de Nueva España, del que se ven tan alejados, y no se sienten con los tamaños de sus padres o abuelos; manifiestan un claro encono hacia los gachupines, pero mantienen una actitud ambivalente hacia su patria, de imprecación dura a veces, otras ya de alabanza extrema (la alabanza que será el tono de la época fran­camente barroca). Otro rasgo común es que resultan, frente a los primeros cronistas, cui­dadosos del estilo, que a veces alcanza cimas muy altas, por ejemplo en Dávila Padilla, lo que se aviene muy bien con el tono reflexivo general de sus obras. Y todo esto sin negar la personalidad definida de cada uno. Como dijo el propio Dávila: "Las letras son alas, mire cada uno cómo vuela con ellas".

 

A medida que se avanza hacia la mitad del siglo XVII se instala definitivamente el barroquismo en la literatura novohispana. El "nuevo Apolo" Luis de Góngora fue sin duda alguna el poeta tenido en más en el mundo criollo; las alabanzas que de él se ha­cen, como alabanzas barrocas -y aun gongorinas-, si se quiere, no tienen límite. El fue el poeta más glosado (y, después de él, su seguidor Pantaleón Ribera) entre nosotros, aunque no falten tampoco ecos de Quevedo, de Lope y, especialmente en el teatro, de Cal­derón. Pero los grandes poetas del primer esplendor de las letras novohispanas, como Guevara, Ruiz de Alarcón y Balbuena, siguen ejerciendo una influencia persistente a lo largo del siglo: influencia perceptible debajo del traje barroco con que va vestida.

 

Es importante señalar, sin embargo, que, como en tantas otras cosas, la cultura litera­ria de Nueva España encuentra su propio ca­mino por una vía que, a falta de nombre mejor, calificamos de eclecticismo; en efecto, aquí no se repite en pequeño, íntegramen­te, el fenómeno de la poesía barroca española, sino que en grande se combina indistintamen­te las influencias propias y ajenas, sumadas también al omnipresente influjo de la poesía clásica latina. De tal manera que, dentro de la "atemporalidad" (respecto a las letras peninsulares) que caracteriza toda nuestra cultura, y que hace prolongarse hasta los principios del siglo XVIII la gran literatura barroca, entre nosotros no hay pugna por el culteranismo gongorino o conceptismo, sino que en el mismo poeta se da la combinación de ambas escuelas (el barroquismo de con­ceptos y el barroquismo de formas), sumada a menudo a la vena popular o popularizante y al influjo de las letras latinas. Ni de sor Juana, ni de Sigüenza, ni de Sandoval y Zapata, ni de Salazar y Torres, ni de Diego de Ribera puede decirse que sean conceptistas o culteranos, porque son ambas cosas a la vez.

 

Mucha de nuestra poesía tiene el sentido de “glosa”: ya sea de los grandes poetas españoles, ya de los clásicos, ya de salmos bíblicos o de romances populares. Aparentemente eso la desvalorizaría; pero no es así, porque la idea de glosa es sólo el punto de partida que, si se quiere, al dar límites a la inspiración presenta un reto mayor al poeta y lo obliga a virtuosismos inimaginados. Piénsese en que nuestra propia arquitectura está también imbuida del sentido de la glosa de las formas manieristas. Y sobre que esa ''limitación" no limita ni la imaginación del escritor ni su vuelo poético, baste traer a cuento que el Primero sueño de Sor Juana imita, en principio, las Soledades de Góngora, y no es por eso ni menos personal, ni menos grande, ni en sentido ni en forma.

 

Otra propiedad de nuestra poesía es el ser, en la mayor parte, agonal: poesía para certamen, para regocijo público, para ser musicada, para decorar arcos festivos. Esto tam­bién parecería ir en su detrimento, puesto que implica limitación de tema y en muchos casos limitación de forma. Pero, otra vez, es en ese margen que se diría estrecho, don­de el verdadero poeta es capaz de lucir sus mejores empeños. Y debemos entender que no son cualidades románticas las que ahí debemos buscar -error lamentable de tanta crítica que no acaba de desprenderse de la idea del poeta como necesariamente francotirador de su propia cultura y sociedad-, sino precisamente esas cualidades agonales. Y el hecho de ser pública no impide ni niega la variedad del sen­timiento, y eso aun en casos extremos; los certámenes poéticos señalaban a veces el tema, las consonantes, la metáfora mayor del poema, y hasta incluso el verso a glosar. Una de los mayores ejemplos de esto es la Canción de los centones de Francisco de Ayerra, que, con una pedacería (o centón) de versos de Góngora, utilizados en otro sentido y con­texto, hace la alabanza del virrey marqués de la Laguna, comparándolo a Eneas; he aquí cómo describe el viaje del virrey a México:

 

Poniendo ley al mar robusto pino,

velero bosque de arboles al viento,

que lo trata imperioso, alado roble

en campo azul, del líquido elemento

desata montes de inquieto lino:

de escollos mil no hay cabo que no doble.

 

Y sobre la dificultad para comprender alguna de esa poesía, sin duda más fácil para aquellos hombres que tenían a flor de labio la cultura clásica y la barroca, pero aun para ellos a veces de difícil lectura, basta recor­dar cómo se refiere él calificador Echavarrri a la obra de su contemporáneo Francisco de Castro, de la que dice está llena de flores entre las "espinas" de sus sentidos arcanos y que su  poesía "la presentirá aun el que perfectamente no la entendiere".

 

Haga el lector la experiencia propia en esta octava de su gran poema guadalupano, la Octava maravilla y sin segundo milagro de México, que reproducimos a continuación y en que figura la destrucción de México ("Américo mundo"), si la presencia de la Guadalu­pana no hubiera logrado su conversión y su salvación:

 

...Ya del que me asombro tridente ardido

aguardo en la respuesta pavorosa,

si cadáver no soy del estallido,

ver, cual Pentaplis mariposa,

el Américo mundo convertido

de lago a monte en Libia cenizosa,

futura escuela donde el escarmiento

licionase a los ojos cualquier viento...

 

Si bien es necesario insistir en que junto a la poesía de los "sentidos arcanos" está siempre presente otra de mucho más fácil lec­tura, a menudo en comercio constante con la lírica popular, por ejemplo en los villancicos que florecen más todavía en esta época que en las anteriores.

          

Así, verbigracia, un mismo poeta,  como Luis de Sandoval y Zapata (uno de los ma­yores), al lado de poemas de tan refinada forma como su metafísico Soneto a la materia prima ("viuda a tanta vida") no desdeña el romance para su Relación fúnebre a la muerte de los Avila, ejecutados por tenerlos por culpables del intento de separar a México de España en 1566.

 

¡Ay, Avilas desdichados!

¿Quién os vio en la pompa excelsa

de tanto luz de diamantes,

 de tanto esplendor de perlas,

blandiendo el fresno o la caña

y en escaramuzas diestras

corriendo en vivientes rayos,

volando en aladas flechas,

y ya en un lóbrego brete

tristes os mira, depuesta

la grandeza generosa

entre tan oscuras nieblas...?

 

El tema religioso ocupa buena parte de la poesía de entonces, como corresponde a la piedad de la sociedad para la que estaba hecha, ya en formas cultas, como en Palafox y Men­doza (de un barroquismo muy contenido), en el citado Castro o en Salazar y Torres, ya en formas picadas de lo popular, como en los villancicos de sor Juana o los de Santillana.

 

En fin, mucha de nuestra poesía barroca es de elogio o de encargo. Sor Juana misma dice en su carta autóbiográfica que no escribió por gusto propio sino el Primero sueño. Pero tampoco eso fue impedimento para que brillaran cualidades de verdadera poesía; dígalo si no la Lamentación, de Juan Ortiz de Torres a la muerte del príncipe Baltasar Car­los, o el Pésame de las damas, de Diego de Ribera, o el encantador Romance a los años del virrey, de sor Juana; sin contar que sus hermosas y alabadas liras al Amado ausente, por ejemplo, son también obra de encargo. Y obras de circunstancia también son las Glorias de Querétaro de don Carlos de Sigüenza y Góngora, en donde nos describe con orgullo criollo la iglesia de Guadalupe:

 

Embarazo del aire,

de Querétaro nobles suspensiones,

sin mendigar a Europa perfecciones

ni recelar del tiempo algún desaire,

miro un galante templo

donde airosa contemplo

la perfección en término sucinto,

del volado arquitrabe al bajo plinto...

 

Poesía de glosa, poesía agonal, poesía re­ligiosa, poesía de circunstancia y de encargo: sobre esas “dificultades” se levanta airosa y en no pocos casos magnifica la voz de nues­tros poetas, haciendo de su debilidad su fuer­za. Sin que eso impidiera, tampoco, la exis­tencia de una vertiente no sujeta a ese marco, en donde la sátira se mueve ágil y aguda, en ocasiones volviendo al siempre vivo tema de la pugna con el gachupín; como, por ejem­plo, en la Fe de erratas, en que  Pedro de Avendaño hace burla de un pomposo predica­dor peninsular:

 

Soberbio, como español,

quiso con modo sutil

hacer alarde gentil

de cómo parar el sol;

no le obedeció el Farol,

que antes –Icaro fatal-

lo echó en nuestra equinoccial,

porque sepa el moscatel

que para tanto oropel

tiene espinas el nopal..

 

Nuestro siglo XVII se cierra, en poesía, con la presencia de sor Juana Inés de la Cruz, la tan justamente alabada y ya en vida, aunque hostilizada, también consentida "Décima musa".

 

El poco conocimiento general de las letras novohispanas tiende a menudo a hacer aparecer a sor Juana y a don Carlos de Si­güenza y Góngora como las únicas voces importantes de su siglo; las páginas anteriores insisten en que no es así, y que si don Carlos y sor Juana existieron como tales y pu­dieron ser apreciados como lo fueron, era por­que el terreno estaba ampliamente abonado. Otros contemporáneos o anteriores suyos tuvieron calidades tan altas como las de la monja.

 

Todo lo cual no quita que sor Juana represente, por última, por mujer y por la ex­tensa y gran variedad de su producción (que va de la poesía satírica a las profundidades formales y espirituales del Primero sueño, de la obra de circunstancia a la más íntima reflexión del Soneto a un retrato, de los popula­res villancicos y tocotines a las elegantes liras, sin excluir el mejor teatro americano de la época colonial), la suma y cumbre de la poesía novohispana.

 

Como la poesía, la prosa nuestra se ba­rroquiza al avanzar en el siglo XVII. Lo hace en forma y en contenido, y cumple también la función de colmar la aspiración criolla a defi­nirse como hombres diferentes en un mundo diferente, equiparables en todo y por toda a Europa. Así, los tratados reflexivos de principios del siglo van cediendo a los escritos apologéticos: descripciones de la tierra y, más todavía, de sus obras, como la Solemne, de­seada, última dedicación..., de Isidro Sariña­na sobre la catedral de México, o la Octava maravilla... del padre Gorozpe sobre la capi­lla del Rosario de Puebla; o de sus gentes, como el Menologio del padre Francisco Flo­rencia o la biografía. del arzobispo Cuevas y Dávalos, de Antonio de Robles, o la extraor­dinaria, por su tamaño y por la presencia constante (más quizá que en los otros) de lo milagroso, que escribiera Alonso Ramos sobre Catalina de San Juan, la "China poblana": Prodigios de la omnipotencia y mila­gros de la gracia...

 

El tema guadalupano resulta central para la época que estamos considerando, tanto en prosa como en poesía, y tenemos los numero­sísimos tratados histórico-apologéticos que van desde el padre Sánchez (el primer “evangelista” guadalupano, según Francisco de la Maza, hasta el padre Francisco de Florencia, en  competencia constante y exaltada de hi­pérbole apologética.

 

La prosa sacra, contenida en sermones y tratados, ha sido tildada de vana y engorrosa, y a ella no parece haberle llegado todavía la hora de que estudios serios o siquiera pru­dentes puedan darnos una idea ponderada; en todo caso, formalmente alcanza alturas in­sospechadas en el manejo de la metáfora ba­rroca.

 

En el lado opuesto, en la crónica cotidia­na y el testimonio, Nueva España no fue rica: conservamos los diarios de sucesos notables, como los de Robles y Guijo, que son más bien parcos registros de sucesos, ayunos por la mayor parte del chisme y la lengua afilada que pudieran darles interés literario. Don Carlos de Sigüenza, el polígrafo omnipresen­te, nos ha dejado, junto a su poesía y sus tex­tos históricos, los infortunios de Alonso Ramírez, delicioso relato que por su tinte verídico viene a resultar la primera novela americana, historia de un pícaro trajinado en­tre las Antillas, México y las Filipinas: como siempre sucede con nuestra literatura, este texto, pariente de la picaresca española de un siglo antes, resulta, frente a ella, pondera­do y limado de asperezas, con menos fuerza y menos claroscuro y con más elegancia y refinamiento; que ésa parece ser, en general, la característica distintiva de nuestras letras del siglo XVII frente a las del resto del ámbito de lengua española.

 

La vena popular en la poesía.

 

Además de la poesía estrictamente popular, existe entre los poetas cultos una inclinación muy clara por hacer poe­sía de corte festivo, utilizando o glosando versos del pueblo o inventando otros a su semejanza. Casi se trata de juguetes graciosos y amables, propios para las festividades civiles o religiosas, pero no es raro que, entre juego y jue­go, aparezcan rasgos de tierna poesía. Poesía en todo caso de fácil compren­sión, está destinada a que la goce el pueblo de mestizos indios y mulatos que asistía a las festividades, y maneja no sólo un lenguaje propio de ellos, sino un modo de discurrir sencillo, de sabiduría popular. He aquí algunos ejemplos:

 

Sor Juana: Villancico a Santa Catarina.

 

La monja aquí, además de conseguir en los ligeros hexasílabos un ritmo de baile alegre, de usar formas populares de lenguaje (como dizque/dice o llamar "Patillas al demonio), introdu­ce uno de los temas de toda su vida; la degradación de la mujer a los ojos del hombre; todo dentro del relato de Santa Catarina, que vencía a los ma­yores doctores con su sabiduría y que fue martirizada por negarse a volver al paganismo de su real esposo.

 

Erase una niña,

como digo a usté,

cuyos años eran

ocho sobre diez;

Esperen, aguarden,

que yo lo diré.

Esta (¿qué sé yo

cómo pudo ser?)

dizque supo mucho

aunque era mujer.

 

Porque, como dizque

dice no sé quién,

ellas solo saben,

hilar y coser.

Pues ésta, a hombres grandes

pudo convencer;

que a un chico cualquiera

lo sabe envolver.

 

Y aun una santita

dizque era también,

sin que la estorbase

para eso el saber.

 

Pues como Patillas

no duerme, al saber

que era santa y docta,

se hizo un lucifer.

 

Porque tiene el diablo

esto de saber

que hay mujer que sepa

más que supo él

...................................

 

Tentóla de recio,

mas ella, pardiez

se dejó morir

antes que vencer...

 

Gabriel de Santillana: Villancicos a San Pedro (1688).

 

Fue común rimar en villancicos y poesía festiva el habla de los grupos popu­lares; así, los “tocotines”, de inspiración náhuatl, imitaban la forma de ha­blar de los indios, si no eran de plano escritos en náhuatl, como algunos de sor Juana. En estos villancicos de San Pedro, Santillana imita el habla de los mulatos: Flasico por Blasito, Perro por Pedro, mus por nos, cumtlata por con­tralto, mastine por maitines, etc.; la eliminación de la “D” y su substitución por “L” (li por di le por de...); las palabras cortadas, los géneros equivocados; e incluso nos permite ver cómo era la participación de las congregaciones de mulatos en las fiestas, tocando tam­bores, cacambé o calabazo, y pitos y flautas.

 

-Flasico, ¡atesió!

-¿Oui lisi, Manué?

-Fiesa li san Perro

este noche es.

 

-Ya yo lo sabé.

-Cantal lo mastine

mus toca també.

-¿Pus qui ha le hacé?

 

-Prevení tambó,

soná cacambé,

tucá la pitilla,

a lo santo papa

besallo la pe.

-He, he, he, he, he,

paléseme be.

¿Y cómo ha li sé?

 

-Las tipla, fa, sol;

cumtlata, mi re;

tenole, fa, mi;

bajone, re, re.

Paléseme be,

le, te, le, le, le,

 y a la santo papa

besalle la pe...

 

Anónimo: El paraíso de la gula.

 

Para celebrar el nacimiento del infante Felipe Pedro, en 1713, se discurrió una invención inusitada y casi “archimbol­desca": se colocó en la plaza mayor de México una gran montaña de cosas comestibles -"el pirámide"- que costó cuatro mil setenta y tres pesos; lo describe fray José Gil Ramírez en su Esfera mexicana.. (1714), en donde da algunos de los poemas anónimos que acompañaban la pirámide gastronómica; de ellos es esta octava, curiosa además por descubrir cosas mexicanas usando, obviamente, nahuatlismos.

 

En un monte formado de petate,

itacate ocultó diestro el cuidado:

no mescalpique entre hojas de zacate,

ni tierno guajolote bien asado;

si de los granos que molió el metate,

el tamal y el tlatlaoyo regalado,

que franqueron caciques liberales

a la chusma de hambrientos macehuales...

 

Un historiador colonial, don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl.

 

Por los motivos que se verán, don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl merece ser destacado entre otros muchos historiadores que florecieron en Nueva España durante el siglo XVII. Se ignora la fecha precisa de su nacimiento y el lugar en que ocurrió. Es posible que haya sido en Texcoco, pero más probable en San Juan Teotihuacán y no antes de 1578. Fue intérprete de la lengua náhuatl (que poseía desde su infancia) en el Juzgado General de Indios; desempeñó el cargo de juez gobernador de los naturales de Texcoco, Tlalmanalco y Chalco, y murió en la Ciudad de México en 1650. Eso es casi todo lo que se sabe de su vida. Se tienen noticias por­menorizadas, en cambio, acerca de sus ascendientes en razón de que, por la línea materna, su familia poseyó el importante cacicazgo de San Juan Teoti­huacán y procedía directamente de los señores de Texcoco, entre los cuales destaca singularmente el rey Neza­hualcóyotl, tan prominente en los ana­les políticos y culturales del México antiguo.

 

Por raza, nuestro historiador fue lo que se llamaba un "castizo", nieto de tres abuelos españoles y sólo uno indígena. Por cultura, fue un criollo novohispano, concediéndole a esa desig­nación un sentido que trasciende el meramente étnico que indebida y habi­tualmente se le concede. Y es que, en nuestra historia, el "criollismo" es categoría que remite a la conciencia que tuvo el novohispano de sí mismo como español, pero diferente al español peninsular. Pero es más, Alva Ixtlilxóchitl no sólo debe estimarse como criollo, sino que según se tratará de mostrar, constituye un hito decisivo en el proceso mismo del criollismo por el objetivo que persiguió en su obra historiográ­fica.

 

Desde su adolescencia (él mismo nos lo dice) don Fernando se entregó con entusiasmo a recoger y descifrar cuan­to testimonio y vestigio alcanzó acerca de la historia de los antiguos habitantes de Anáhuac y en particular, por sus vínculos personales acerca de la historia del señorío texcocano. Fruto de esa tarea fueron varias las obras que com­puso. A este respecto, los eruditos distinguen entre una serie de escritos conocidos como las Relaciones y una obra más larga y definitiva a la que se ha dado el nombre de Historia de la nación chichimeca. Carecemos de espacio para entrar en detalles bibliográficos y bastará aclarar, respecto a las prime­ras, que la más importante es la Relación que don Carlos de Siguenza y Góngora describió como un “Compen­dio del reino de Texcoco” y cuya famosa decimotercera relación es texto capital para el conocimiento de la expe­dición emprendida por Hernán Cortés a las Hibueras y de las circunstancias que rodean la ejecución de Cuauhtémoc, or­denada por el conquistador. Dicho esto, nos limitaremos a considerar la Historia de la nación chichimeca.

 

En esa obra el autor se propuso na­rrar, desde sus orígenes legendarios, la historia del señorío texcocano con inci­dencia de los sucesos relativos a otros señoríos, particularmente el mexicano y el tepaneca. Se trata, pues, de una visión de conjunto de la historia del México antiguo que destaca en pri­mer plano los principios, progresos y acabamiento del Imperio chichimeca o, si se prefiere, de la monarquía de Texcoco. Por ese motivo la obra de Alva Ixtlilxóchitl ha sido censurada de par­cialidad notoria en detrimento de la importancia que debe concederse a la historia de los mexicanos y a la gloria de sus monarcas. El cargo es cierto y también lo son otros que se han hecho valer al señalarle a nuestro autor incongruencias cronológicas, creduli­dad excesiva en la admisión de elemen­tos portentosos y la tendencia de presentar los sucesos que narra con un ropaje de corte europeo y mediando conceptos de obvia procedencia occi­dental. Todo esto se advierte de manera flagrante en el cuadro que nos ha dejado Alva Ixtlilxóchitl de su ilustre ascendiente el rey Nezahualcóyotl, cuya per­sonalidad y reinado constituyen, sin duda, el tema central del autor y apogeo de su narración. De sus manos sale un señor indígena injertado en las imá­genes bíblicas de David y Salomón, y cuya vida se encuadra en un ambiente que más pertenece a la Crónica General de Alfonso el Sabio que al del mundo del México prehispánico. Y donde mas resalta tan abigarrada mezcla es en el monoteísmo, poco menos que cristiano, atribuido por nuestro autor a Nezahualcóyotl y en virtud. del cuál, se nos dice, llegó a prever el verdadero destino de su pueblo en la no lejana implantación de la fe evangélica en la tierra de sus mayores.

 

No sorprenderá que todo eso haya contribuido a desacreditar la obra de Alva Ixtlilxóchitl a los ojos de los historiadores que gustan calificarse de científicos, y sin embargo es, precisamente, todo eso lo que más debe recomendarla si la juzgamos como debe juzgarse, es decir, como una historia del México antiguo escrita por un novohispano del siglo XVII para sus coterrá­neos y contemporáneos. En efecto, es necesario tener presente que el novo hispano de esa época vivió el dilema, según lo hemos expresado en otro lugar, "de albergar en el corazón dos lealtades en principio irreductibles, la de pertenecer en cuerpo y alma a Espa­ña la vieja, sin dejar de ser en alma y cuerpo hijo de la Nueva España: dramática ambivalencia de dos orgullos sólo reconciliables en el seno de una visión de acaecer universal que incluyera, pero con signo positivo, la historia precristiana del Nuevo Mundo" (Edmundo O'Gorman, “Prologo” en Fer­nando de Alva Ixtlilxóchitl, Netzahual­cóyotl Acolmiztli, México, Gobierno del Estado de México, 1972). Ahora bien, no será difícil comprender que para llenar tan deseable requisito era necesario mostrar que esa historia precristiana no lo era de modo absoluto; que no era, por decirlo así, una historia dejada de la mano de Dios y, por ello, carente de sentido universal verdadero, sino que, por lo contrario, era una historia vinculada a los designios divinos, pese a las apariencias, y, por lo tanto, un acaecer de signo positi­vo, como lo fue el de la historia sagrada a pesar de haber acontecido con an­terioridad a la revelación evangélica. Y eso es lo que intenta y logra el libro de Alva Ixtlilxóchitl al presentarnos a Ne­zahualcóyotl investido de un nimbo que, no casualmente, lo asemeja a David y Salomón.

 

He aquí. pues, justificada la elección que hicimos de este historiador, cuya importancia hemos revelado como es­labón decisivo en el proceso de la toma de conciencia del novohispano y, en el límite, de la conciencia nacional. Se dirá, quizá, que esa interpretación histórica que hace Alva Ixtlilxóchitl no es la verdad, y a ese reparo replicamos preguntando: ¿verdad, para quién? Lo fue, sin duda, para el historiador y sus lectores contemporáneos, y así resul­ta que la censura de falsedad sólo se sostiene para quien incurra en, ésa sí, falsedad de pretender juzgar la obra de Alva Ixtlilxóchitl fuera del contexto de las circunstancias históricas y exigen­cias vitales que la justifican y le dieron vida.

 

Sigüenza como poeta guadalupano.

 

Don Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700), una de las personalida­des más atrayentes y notables de la se­gunda mitad del siglo XVII mexicano, fue prototipo del hombre criollo. Piadoso, maledicente, inquinoso, extraordinaria­mente culto, con una curiosidad siempre amplia y nunca satisfecha, orgulloso hasta el punto de emprender ya vie­jo una travesía marina para demostrar que tenía razón en sus apreciaciones geográficas, polémico feroz (contra el padre Kino, por ejemplo, sobre la natu­raleza de los cometas) y aun tocado de pícaro, como se puede ver de su ex­pulsión de la Compañía de Jesús por su arraigada costumbre de saltar en las noches las bardas del Colegio de la Compañía en busca de aventuras y emociones non sanctas. Se asomó a la historia, recopilando muchos do­cumentos, especialmente los de Ixtlil­xóchitl; a la astronomía y a las mate­máticas como catedrático de la Univer­sidad y autor de la Libra astronómica y filosófica; a la cosmografía y a la geo­grafía.

 

Muy moderno en parte de sus apreciaciones científicas, como lo deja ver lo que escribió sobre los cometas, resulta tradicional y pegado estrecha y volitivamente a la más estricta ortodoxia católica en otras manifestaciones de su espíritu. Autor de lunarios (o sea calendarios adivinatorios basados en la astrología) y autor de cuidadosas obras científicas. Su criollismo se manifiesta en su interés por lo propio. en su exaltación del pasado prehispánico, patente, entre muchas otras cosas, en el arco a la entrada del virrey conde de Paredes (cuyos textos recogió en su Teatro de virtudes políticas), donde le pone al gobernante como ejemplo las cualidades de los antiguos emperado­res mexicanos; y también es íntima­mente criollo en su guadalupanismo.

 

Sumado a todo lo anterior, Sigüenza fue también poeta, a veces de altos quilates. De su guadalupanismo y de su obra poética es ejemplo su Primavera indiana, rico y barroco poema en octavas que escribiera a los diecisiete años, en 1662, siendo todavía colegial de Tepotzotlán; he aquí como muestra unas octavas, donde relata la orden dada por la Virgen a Juan Diego y la impresión milagrosa de la imagen en la tilma del indio:

 

-“Estas, le dice son; éstas las claras

divinas señas de mi dulce imperio;

por ellas se me erijan cultas aras

en este vasto rígido hemisferio.

No hagas patente a las profanas caras

tan prodigioso plácido misterio:

sólo al sacro pastor, que ya te espera,

muéstrale esa portátil primavera.

Hácelo así; y al descolgar la manta

fragante lluvia de pintadas rosas

el suelo inunda, y lo que más espanta

(¡oh maravillas del amor gloriosas!)

es ver lucida, entre floresta tanta,

a expensas de unas líneas prodigiosas,

una copia, una imagen, un traslado

de la Reina del Cielo más volado.

A despecho del tronco fementido

de donde se deriva su belleza,

intacta bella flor se ha concebido

en sacra pompa, exenta de maleza:

libre de espinas, brota del florido

siempre ameno vergel de su pureza

y -entre púas hibernas rozagante-

es flor en pompa, y en el ser diamante.

 

Aclaremos, quizá para mejor comprensión del poema, algunas de sus partes: Las "claras divinas señas" o "portátil primavera" son las rosas que la Virgen ordenó a Juan Diego que recogiera, como prueba de la aparición, y para que por ello se le levantaran templos ("aras") en todo México, o América: el "vasto hemisferio", "rígi­do" porque todavía no cristiano, estaba como muerto.

 

El "sacro pastor", el único a quien debía llevar el secreto mensaje, es el obispo Zumárraga.

 

La "manta" o tilma o ayate que se desanuda Juan Diego deja ver, "a expensas de unas líneas prodigiosas", es decir, pintada por mano no humana, el "traslado" o retrato de la Virgen, reina del más “volado” o alto cielo.

 

El "tronco fementido" es la raza de Adán (fementida por pecadora), a pesar de lo cual María fue concebida "in­tacta bella flor", es decir, sin pecado original. Y se hace aquí una equipara­ción entre la concepción inmaculada de la Virgen y la concepción de la imagen no humana del Tepeyac.

 

Entre "púas hibernas" o invernales espinas, las del mundo pecador, la Virgen, otra vez aquí confundida con su retrato celestial, es "flor en pompa" por su belleza espiritual y física, y "diaman­te" por ser eterna, no destructible.

 

La pugna criollo-gachupín en la sátira.

 

Uno de los elementos constantes en la cultura novohispana desde fines del siglo XVI hasta principios del siglo XX es la pugna del criollo, es decir, del hombre nacido aquí e identificado con la tierra, frente al español peninsular, el advenedizo que llegaba con arrogan­cia, protegido por sus coterráneos y por las autoridades: ése a quien se llamó, ya desde finales del siglo XVI, “gachu­pín". Cabe insistir en que el criollo no es necesariamente el hijo de españoles, es decir, no se define por une pura cir­cunstancia sanguínea, sino que puede ser también racialmente mestizo; y de modo inverso, no fue infrecuente que un hombre nacido en España y venido aquí más o menos joven pudiera iden­tificarse plenamente con la tierra; no es, así, ya un gachupín, sino un criollo por derecho propio. Como quiera que la oposición al gachupín es al mismo tiempo afirmación de la personalidad propia, se da en todos los terrenos, desde los claustros y los colegios has­ta la corte virreina y la calle. Y la sáti­ra no dejó, como puede suponerse, de tratar el asunto. Uno de los mejores ejemplos de sátira contra el gachupín es el soneto siguiente, anónimo, recogi­do por Baltazar Dorantes de Carranza en su Relación, y producto indudable por su correcta forma, su elegancia y sus alusiones clásicas de una pluma culta:

 

Viene de España por la mar salobre

a nuestro mexicano domicilio

un hombre tosco, sin ningún auxilio,

de salud falto y de dinero pobre.

 

Y luego que caudal y ánimo cobre

le darán en su bárbaro concilio,

otros como él, de César y Virgilio

las dos coronas de laurel y robre.

 

Y el otro, que agujeras y alfileres

vendía por las calles, ya es un conde

en calidad, y en cantidad un Fúcar;

Y desprecia después el lugar donde

adquirió estimación, gusto y haberes:

¡y tiraba la jábega en Sanlúcar!

 

El soneto muestra toda la inquina contra el advenedizo, que viene de España tosco, rudo (pues los criollos se enorgullecían de su cultura y refina­miento, como entre tantos otros lo hace notar el doctor Cárdenas a fines del siglo XVI) y pobre; que aquí, una vez que ha hecho dinero, es alabado por otros peninsulares ("en su bárbaro con­cilio,/otros como él") como si fuera valioso o valiente (César, corona de roble o robre, con latinismo culto) y como hombre cultivado y hasta poeta (Virgilio, corona de laurel); y uno que era vendedor callejero, después nuevo rico ("en cantidad un Fúcar", o Fugger, el famoso banquero de Carlos V, proto­tipo de hombre rico), se las da de noble ("conde/en calidad"). Y en fin, el car­go mayor hecho a este advenedizo es que procediendo de las clases más hu­mildes ("tiraba la jábega en Sanlúcar", es decir, en España era un pobre pes­cador que echaba redes o jábegas), después de haberse encumbrado en esta tierra, la desprecia y no tiene ni arraigo ni amor por ella.

 

Bibliografía.

 

Méndez Plancarte, A. Poetas novohispanos (3 vols.), México, 1942 - 1945.

 

Pascual Buxó, J. Arco y certamen de la poesía mexicana colonial (siglo XVII), Jalapa, 1959.

 

Reyes, A. Letras de Nueva España. México.

 

Rojas Garcidueñas, J. El teatro la Nueva España en el siglo XVI, México, 1973.

 

62.            La ciencia en México en los siglos XVI y XVII.

Por: Elías Trabulse.

 

Los orígenes.

 

Amplias perspectivas se abrieron para los hombres de ciencia europeos a raíz de la conquista y colonización de México. Las conoci­mientos que los antiguos mexicanos tenían y su indudable avance en diversos aspectos de la ciencia despertaron un vivo interés en conquistadores y evangelizadores españoles. Las técnicas indígenas fueron aprovechadas en labores agrícolas y en la explotación de minas. Los conocimientos médicos y botá­nicos de los indios atrajeron poderosamente la atención de los europeos. El territorio del país mostraba especies de animales y plantas para ellos desconocidas, de tal forma que el estudio de la fauna y de la flora se enriqueció notablemente con variedad de nuevos gru­pos que permitieron el estudio comparativo de especies similares y de tipos afines.

 

Sorprendía particularmente la farmacoterapia indígena, rica en multitud de substancias de composición simple o compleja, narcóticos y estimulantes de origen vegetal.

 

Los viajes de conquista y colonización hicieron  posible el levantamiento de los pri­meros mapas del territorio. Las cada vez más logradas determinaciones geográficas permi­tieron la elaboración de planos y cartas que sirvieron a su vez para elaborar los esplén­didos y opulentos mapamundis y atlas de un Mercator o de un Ortelius.

 

Estos fueron los orígenes de la investi­gación científica colonial en nuestro país. La in­cipiente curiosidad de los conquistadores por el pasado indígena y el arribo a costas novohispanas de la ciencia europea permitieron que se gestara una pequeña comunidad de hombres de ciencia que desarrollaron su labor en los recién fundados colegios; así, la tarea científica quedó desde los primeros años de la colonia asociada a alguna institución educa­tiva, hecho que perdurará durante toda la épo­ca colonial y buena parte de la independiente.

 

La medicina.

 

Como es de suponer, fueron la medicina y la farmacoterapia las primeras ciencias que se investigaron  sistemáticamente en nuestro país. Las grandes crónicas históricas de la conquista, tales como la de Bernal Díaz del Castillo o las cartas de Hernán Cortés, así como las obras de Acosta, Oviedo, Motolinía, Mendieta y Torquemada, y multitud de cartas, informes y relaciones de los si­glos XVI y XVII, abundan en descripciones de prácticas médicas y terapéuticas. Fray Ber­nardino de Sahagún logró, por su parte, reu­nir importantes y copiosos informes sobre la medicina náhuatl, proporcionados por sus informantes, médicos de Tepeapulco, Tlatelolco, Tenochtitlan y Xochimilco. En el colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, lugar donde Sahagún residía, se impartía una cátedra de medicina indígena teórica, siendo catedráticos de ella los mismos indios. Fueron ellos quienes colaboraron en la elaboración y redacción del primer texto de farmacología de la época colonial, el inapreciable Herbario de la Cruz-­Badiano, así denominado en honor de Martín de la Cruz, profesor indígena autor del texto náhuatl original, y de Juan Badiano, también indígena, quien lo tradujo al latín. Esta obra es, a la vez, un tratado de farmacología y de botánica indígenas. Estudia los posibles remedios vegetales de diversas enfermedades, clasifica los síntomas de las mismas y las agrupa en cuadros clínicos específicos que fa­cilitan la identificación del padecimiento. Algunos de estos posibles medicamentos todavía resultan eficientes en el tratamiento de varias afecciones, aunque otros no son sino curas a base de embrujamientos y hechicerías, con piedras preciosas y partes de animales, que nos revelan la índole a la vez mágica y científica de la medicina prehispánica.

 

La difusión en Europa de este tipo de medicina debida totalmente a la inventiva de los indios no fue motivada por este valioso Herbario, que permaneció ignorado y en ma­nuscrito hasta el año 1929, ni la obra de Sahagún, que corrió una suerte similar, sino a la obra del doctor Nicolás Monardes. Este médico sevillano publica en 1545 su obra denominada Dos libros, el uno que trata de todas las Cosas que traen de Nuestras In­dias Occidentales, que sirven al uso de la Medicina, y el otro que trata de la Piedra Bezaar, y de la Yerva Escuerconcera. Este libro logró dos ediciones, una en 1565 y otra en 1569, antes de que apareciera en 1571 la segunda parte, lo que en lo sucesivo permitía editar el libro con ambas secciones unidas.

 

La obra de este facultativo sevillano fue muy popular en Europa y logró gran difusión y repetidas ediciones, tanto en castellano como en sus traducciones al italiano, latín, inglés y francés, durando su influencia todo el siglo XVI y buena parte del XVII.

 

El doctor Monardes se dedicó a seleccio­nar y clasificar las diversas noticias que sobre medicina indígena llegaban de América. Esto le permitió elaborar todo un tratado de far­macopea que fuese útil para los galenos eu­ropeos. Los remedios y medicamentos nahuas fueron empleados con profusión en Europa, mostrando que en muchos casos y para cier­to tipo de padecimientos eran superiores a los del Viejo Mundo. Sobre todo los medica­mentos vegetales fueron pronto incorporados, con universal aceptación, a las enfermedades más comunes. Esta medicina tendría influencia aun en los estudios de fitoquímica moderna.

 

La práctica de la medicina en Nueva España corrió paralela a las investigaciones teóricas y a las recopilaciones de recetarios indígenas. Un tal doctor Olivares fue el pri­mer facultativo español llegado a estas tierras proveído de real licencia datada en Burgos el 8 de julio de 1524. Diversas disposiciones del Ayuntamiento regulaban la actividad de los primeros médicos que desde los inicios de la colonia ya practicaban plenamente la cirugía europea. Sabemos, por ejemplo, que entre 1531 y 1536 el doctor Cristóbal Mén­dez, médico español, estuvo en Nueva España, donde pudo presenciar y luego relatar una "operación de talla ejecutada en México... y extracción de una piedra de la vejiga del ta­maño de un huevo".

 

El mismo año en que la universidad fue oficialmente inaugurada se otorgó el grado de doctor en Medicina a Pedro López, aunque, de acuerdo con el "Primer Libro de Grados de la Universidad", fue un sevillano llamado García Farfán el primero en recibir dicho título en el año 1567. Este médico, cuyo nombre de religión fue Agustín, publicó en 1579 un Tractado Breve de Chirugía, al que siguió pocos años después el Tractado breve de medicina y de todas las enfermeda­des, ambos impresos en México.

 

Ya desde el año 1570 se había llevado a las prensas la primera obra de medicina escrita en Nueva España. Su autor fue el doctor Francisco Bravo y la obra se tituló Opera Medicinalia. Este interesante estudio se ocu­pa, entre otras cosas, de impugnar algunas opiniones del célebre divulgador Monardes, a quien citamos más arriba. En 1607 el doctor Juan de Barrios publicó su interesante libro Verdadera medicina, astrología y cirugía, que trata de las yerbas y plantas mexica­nas que tuviesen algún efecto curativo, así como de las posibles influencias astrales en los padecimientos y el modo eficaz de con­jurar el maleficio.

 

La primera autopsia realizada en México se debió al bisturí del doctor y catedrático Juan de la Fuente, quien la practicó en el año 1576 en el Hospital Real, haciéndose común dicha práctica durante toda la época colonial.

 

Cabe mencionar, por último, que en 1727 se publicó en México el primer tratado de fi­siología impreso en América y que se debe a la pluma del doctor Marcos José Salgado, quien era entonces catedrático de Prima de Medicina en la Universidad. El título de este rarísimo libro dado a la estampa por la imprenta de Rivera es Cursus Medicus Mexica­nus, Iuxta Sanguinis circulationem et alia Recentiorum Inventa... Pars Prima Physilogica.

 

La botánica y la zoología.

 

Es indudable que los antiguos mexicanos habían logrado positivos avances en el conocimiento de las especies vegetales y ani­males que existían en su territorio. Las aplicaciones medicinales de las primeras son prueba evidente de ello. Una obra tal  como el Her­bario manuscrito de De la Cruz y Badiano resulta, en consecuencia, tanto un tratado de medicina como uno de botánica, ya que agrupa y ordena ciertas familias vegetales, además de que incluye numerosas ilustraciones de plantas delicada y profusamente coloreadas por los artífices indígenas, verdaderos maes­tros en este materia. Dicho tratado es, por otra parte, un completísimo glosario de términos botánicos nahuas que revela toda una nomenclatura perfectamente diferenciada y clasificada. También la ya citada obra de Sahagún se ocupa ampliamente en los diferentes tipos de animales, plantas y minerales de Nueva España, así como de sus propiedades y de su eventual aprovechamiento.

 

El primer trabajo riguroso y sistemático en torno a la flora y la fauna mexicanas y rea­lizado de acuerdo con las normas europeas de la época fue debido al doctor Francisco Hernández, quien llegó a Nueva España en septiembre de 1570 investido del pomposo título de "Protomédico general de las Indias, islas y tierra firme del Mar Océano". Venía comisionado por el rey Felipe ir para estudiar la flora, la fauna y los minerales de estas tierras. Durante siete años ininterrumpidos, Hernández se dedicó al acucioso estudio y a la investigación de estos temas, para lo cual hubo de recorrer gran parte del país. Su expedición científica, la primera así organizada en América, visitó las zonas de Querétaro, Colima y Michoacán, la meseta central y el istmo de Tehuantepec, recogiendo multitud de especies botánicas.

 

Los conocimientos herbolarios de Juan Hernández, hijo de don Francisco y también miembro de la expedición, permitieron la cla­sificación y el estudio de dichas especies. La variada colección que lograron formar provino principalmente de los jardines botánicos que los nahuas habían establecido en Texcoco, Azcapotzalco y Oaxtepec. En  este último, los indígenas habían reunido multitud de hermosas especies tropicales. La dedicación y el empeño con que Hernández llevó a cabo su tarea se pone de manifiesto cuando conocemos la labor experimental que desarrolló en los hospitales, usando las yerbas y plantas que los médicos indígenas le aconsejaban y aun sometiendo su propia persona a los efectos de ciertas substancias de origen vegetal para probar sus posibles resultados en el cuerpo humano, con riesgo de perjudicar su salud. Su labor fue en algunos aspectos prác­ticamente exhaustiva, pues contó además con la valiosa ayuda de los indios, quienes no sólo le allegaron nuevas especies desconocidas de la flora mexicana, sino que fueron los auto­res de los numerosos dibujos de plantas que ornaban los dieciséis volúmenes manuscritos de su obra. Esta, acompañada de muchas muestras de plantas disecadas y aun de especímenes vivos, fue llevada por Hernández a España en 1577.

 

Estos volúmenes llevaban por título His­toria de las Plantas de la Nueva España y fueron ricamente encuadernados y guardados en la biblioteca de El Escorial, donde los destruyó el fuego que consumió dicha biblioteca el 7 de julio de 1671.

 

La negligencia que las autoridades espa­ñolas manifestaron con respecto a la obra de Francisco Hernández es incuestionable cuan­do vemos que tardó más de dos siglos, o sea hasta 1790, en ser impresa, aunque en forma incompleta. Esta edición fue posible gracias al empeño que tuvo en ello el entonces cosmógrafo real don Juan Bautista Muñoz, quien descubrió en la biblioteca del Colegio Imperial de Madrid unos borradores completos de Hernández. Apoyado en estos manuscritos, logró editar la parte botánica de los mismos, excluyendo la de fauna y  la de minerales.

 

Las ediciones compendiadas de la obra datan, en cambio, del siglo XVI, ya que fue posible hacerlas gracias a las copias manuscri­tas que Hernández había hecho sacar de su obra y que se conservaban en México o en España. La más antigua recopilación fue debida al ya citado Agustín Farfán, quien la publica en 1577. Fray Francisco Ximénez, residente del hospital de Oaxtepec, edita en 1615 y vertida al español la mayor parte del original latino, añadiendo nuevos capí­tulos de su propia experiencia y con gran acopio de datos interesantes. En 1628, An­tonio Recco preparó en Roma una nueva edición, que resulta de notoria importancia, ya que el conocimiento y estudio de las especies vegetales novohispanas en Europa fue debido principalmente a esta compilación, que fue impresa, tras larga preparación, en el año 1651.

 

Otros escritos de este gran médico y hom­bre de ciencia no corrieron mejor suerte edi­torial, ya que no han sido publicados sino hasta fechas muy recientes. Cabe referirse entre ellos a sus textos acerca de la fauna mexicana y sobre los minerales, algunas tra­bajos médicos y farmacológicos y sus investi­gaciones de tema histórico, filosófico o meteorológico.

 

Por último, conviene mencionar el ascen­diente que tuvieron sus estudios de la flora novohispana en las expediciones botánicas del siglo XVIII. Las investigaciones de Sessé y Moziño, al igual que las del barón de Hum­boldt, tienen una deuda evidente con la obra de Francisco Hernández.

 

Todavía dentro de este esquema de las investigaciones acerca de la flora y la fauna de Nueva España podemos incluir la obra del doctor Juan de Cárdenas, quien en 1591 publica en México su enjundioso libro llama­do Primera Parte de los Problemas y Secretos Maravillosos de las Indias. Esta obra es un interesante sumario de los fenómenos naturales comunes en estas regiones del globo, pero que a los atónitos ojos de los españoles parecían hechos insólitos. Los temas trata­dos son los siguientes:

 

Las razones de que la mayor parte de las tierras sean calientes y húmedas;

De que en un espacio reducido haya una parte de tierra fría y otra de tierra caliente;

De que a la sombra se sienta gran frío y al sol mucho calor;

De que el estado del tiempo sea muy variable y los cambios muy bruscos;

De que las costas y los puertos de mar sean sumamente calientes;

De que los árboles tengan hojas perennes;

De que las tierras calientes sean fértiles y producti­vas en el invierno;

De que en todas las épocas del año se produzcan cereales y todo género de frutas y semillas;

De que sean habitables las tierras, no obstante encontrarse dentro de la zona tórrida;

De que las lluvias sean en vera­no y no invierno;

De que en algunas partes haya grandes tormentas de rayos y en otras ni siquiera se conozcan;

De los frecuentes temblores de tierra;

De la abundancia de vol­canes;

De la existencia de gran número de fuentes de aguas termales; y,

De que la mayor parte de los españoles nacidos en las Indias fuesen de ingenio vivo, trascendido y deli­cada, etc.

 

Además, esta obra del doctor Cár­denas incluye amenas disertaciones sobre el cacao, el chocolate, el chile, la tuna, la yuca, la coca, el tabaco, el atole y los métodos para beneficiar la plata.

 

En suma, la obra es un digno epítome y compendio de la labor naturalista de los hom­bres de ciencia españoles que visitaron tierras novohispanas a todo lo largo del siglo XVI. Este libro, junto con la Historia Natural y Moral de las Indias debida a la pluma del sabio jesuita Joseph de Acosta recapitulan en forma enciclopédica los primeros informes que se obtuvieron en Europa acerca de las características y propiedades de las tierras recién descubiertas. Son textos indispensales para conocer la mentalidad científica, muy propia del Renacimiento, de los científicos europeos que llegaron al Nuevo Mundo en dicho siglo.

 

La minería.

 

La historia de la minería en Nueva España tiene dos aspectos correlativos: por un lado, está la explotación de yacimientos de metales las más de las veces preciosos, y por otro lado, las técnicas empleadas en dicha explotación. Aunque muy relacionados entre sí, el primer aspecto pertenece más bien a la historia económica colonial, y el segundo a la historia de la ciencia y la tecnología. Anali­zaremos sucintamente ambos.

 

Apenas transcurridos unos cuantos años después de la conquista, comenzaron a explo­tarse los yacimientos metalíferos que los es­pañoles habían descubierto por sí mismos o a través de los informes de los indios sojuzgados. El oro se explotaba en Oaxaca; la pla­ta en Taxco, Zumpango, Sultepec y Tlalpuja­hua, y el cobre y el estaño en Taxco, Sultepec y Zacatecas. A estas minas vinieron a añadirse las de Etzalán y Culiacán, que beneficiaban la plata, y la de Xoltepec, que explotaba una rica veta aurífera. En 1548 se inicia la extracción de plata de las opulentas minas de Guanajuato y Pachuca, y en 1555 Francisco de Ibarra descubre los yacimientos de Fresnillo. El mismo año se inicia la explotación de las ricas vetas de Temascaltepec.

 

Las riquezas que dichas minas produjeron a sus propietarios fueron verdaderamente enormes. Las cargas de metales preciosos, sobre todo plata, eran intercambiadas, a través de España, por manufacturas y mercancías suntuarias de otros países europeos, lo que provocaba el enriquecimiento paulatino de es­tos y el empobrecimiento y la postración eco­nómica de la metrópoli. La decadencia de la minería en el siglo XVII tuvo repercusiones evidentes en la economía peninsular y ultramarina.

 

El auge de esta explotación mineral, que era primordialmente argentífera, se debió, en buena medida, al descubrimiento del mé­todo de amalgamación para la extracción y beneficio de las minas de plata. Se conocían y utilizaban los tratados teóricos de Alvaro Alonso Barba y de Barrio de Montalbo, im­presas en el siglo XVII, y de Lorenzo de la Torre, Juan de Ordóñez y Francisco Javier Gamboa, que lo fueron en el XVIII, aunque la práctica de la amalgamación cuenta con gran cantidad de instructivos, las más de las veces manuscritos, que datan de los primeros lustros coloniales.

 

Una importantísima modificación al mé­todo tradicionalmente utilizado fue debida a las experiencias del sevillano Bartolomé de Medina, quien entre 1559 y 1567 realizó sus experimentos, muchos de ellos costeados de su propio peculio, en la hacienda de beneficio de la Purísima Grande en Pachuca. Su intención era la de suplir o eliminar el método de molienda y fusión utilizado para la separación del mineral de plata de otros minerales que lo contaminaran. El método llamado "de patio", que fue el descubierto por nuestro metalurgista, no sólo beneficiaba metal puro de plata, sino también las combi­naciones de esta última.

 

La adaptación de esta variante al proceso de amalgamación tradicional fue inmediata no sólo en las minas novohispanas, principalmente Zacatecas, sino también en el Perú. Este método, que revela en Medina un profundo sentido de la experiencia y de la obser­vación científicas, permanecerá vigente hasta fines del siglo XVIII, que será cuando sufra ligeras modificaciones debidas a las experien­cias de Sonneschmidt o a las de Garcés y Eguía. Este último fue quien introdujo la interesante variante llamada del “tequesquite”. A un interés práctico y relacionado directamente con la minería debe la ciencia no­vohispana la impresión del primer libro científico publicado en el continente americano. El título de la obra es Sumario compendioso de las quentas de plata y oro q. en los reinos del Perú son necesarias a los mercaderes: y todo género de tratantes. Con algunas reglas tocantes al Arithmetica. Fue impreso por Juan Pablos en 1556, siendo su autor el "arit­mético" Juan Díez, vecino de México. La obra consta de 124 páginas de tablas, reducciones y una breve sección de "questiones ó proble­mas de arithmetica" con un apéndice de "arte mayor", donde se hace uso de ciertos métodos algebraicos avanzados para la época. Estos manuales de minería menudearon du­rante toda la época colonial, ya que eran de gran uso y provecho para las conversiones de valores, cálculos del impuesto del quinto real y para diversidad de operaciones  aritméticas que resultaban muy difíciles de resolver. Por todo ello fueron el complemento perfecto de los tratados de beneficio que vimos más arriba.

 

La geografía.

 

Los viajes marítimos por los litorales del. golfo de México y del océano Pacífico permi­tieron, desde la segunda y tercera décadas del siglo XVI, configurar los primeros planos car­tográficos de nuestro territorio.

 

La costa del Golfo fue reconocida por Alfonso Alvarez de Pineda, quien logró llegar a la desembocadura del río Mississippi en 1519; por Lucas Vázquez de Ayllón, quien llegó hasta los 32° de latitud en 1520, y por la armada dispuesta por Hernán Cortés, que recorrió el litoral atlántico llegando hasta la isla de Terranova. Nuevos viajes se siguieron a todo lo largo de este siglo y del siguiente, lo que permitió conocer la porción septentrio­nal de Nueva España. Cabría también men­cionar los de Juan Enríquez Barroso y Martín de Ribas, llevados acabo entre 1686 y 1687, y el de Andrés de Pes, de 1691. En este último  participó el entonces cosmógrafo real don Carlos de Sigüenza y Góngora, quien hizo un levantamiento geográfico bastante preciso para la época y que bien puede ser considerado como el resumen cartográfico de casi dos centurias.

 

En la costa del Pacífico es digna de men­cionarse la expedición de Alvaro de Saavedra y Cerón, quien, partiendo en el año 1527 de Zihuatanejo, logró llegar, en una formida­ble hazaña marítima, hasta las islas de Guam, Mindanao y las Molucas. Tres años más tar­de, la expedición de Diego Hurtado de Men­doza recorre el litoral occidental y, pasando por el puerto de Buena Esperanza (Manza­nillo), descubre las islas Marías. En 1533 la expedición encabezada por Fortún Ximénez toca por primera vez la península de Baja California. La expedición dirigida por Hernán Cortés en 1535 arriba al cabo San Lucas y da nombre al mar que se encierra entre la península y el macizo continental. Nuevas expediciones llegaron a los 30° N, de tal forma que para fines del siglo quedaba reconocida buena parte del litoral llamado Mar del Sur.

 

Dos brillantes gestas marítimas logran Ruy López de Villalobos en el año 1542 y Mi­guel López de Legazpi en 1563. El primero, al llegar a las islas que bautizó como Filipinas, y el segundo, al consumar el viaje hasta el mismo archipiélago, fundar ahí la ciudad de Manila y enviar a fray Andrés de Urdaneta, experto marino, en lo que parecía irrealizable por las condiciones marítimas  adversas: el regreso del Asia a América. Esta última ha­zaña tuvo repercusiones económicas notables.

 

Los viajes de Sebastián Vizcaíno en los años 1596 y 1602 cierran las exploraciones españolas del Pacífico en el siglo XVI y abren las del siglo siguiente. De relevancia en esta centuria es el viaje de Isidro de Atondo y Antinón, quien en el año 1683 costea la Alta California acompañado del matemático y as­trónomo jesuita Eusebio Francisco Kino. Este sacerdote logra levantar un mapa bas­tante preciso de California, demostrando con ello que no era una isla como erróneamente se había supuesto hasta entonces.

 

Los datos aportados por todas estas ex­pediciones permitieron configurar los primeros mapas del territorio y los litorales de Nueva España. Así, en 1521 Francisco de Ga­ray traza el primer mapa del golfo de México basándose en los datos que le allegó Alvarez de Pineda. En el año 1527, Diego de Rivero, haciendo cuidadoso acopio de los da­tos existentes, levanta un plano bastante ru­dimentario de buena parte del territorio de Nueva España. El océano Pacífico fue deli­neado en el año 1541 por Domingo del Castillo con las informaciones obtenidas de las expediciones a California, particularmente por la de Cortés.

 

La conjunción de estos planos y cartas geográficas y de otros que dejamos de lado permitió que en la llamada colección de Ramusio, aparecen en el año 1546, apenas veinticinco años después de la conquista, el primer mapa completo de Nueva España; ahí aparece Yucatán como península y no como isla, como se había venido suponiendo. Mayor precisión cartográfica se logró con el mapa de 1562, que iba incluido en la edición de la Geografía de Tolomeo de ese año, y con el configurado por G. Porcachi en 1576. La carta general de Nueva España levantada por Sigüenza hacia fines del siglo XVII no fue superada sino hasta el último cuarto del XVIII por la de José Antonio Alzate. Ahora bien, la cartografía del siglo XVI no permitía señalar con precisión las posiciones de las diferentes ciudades ni los cursos de los ríos, por lo cual resultaba, en este aspecto, bastante deficiente. Ya en el siglo XVII las posiciones geográficas fueron determinadas con mayor exactitud, lo que permitió fijar las latitudes y longitudes de ciudades como México, Puebla y Veracruz, así como las de otras pobla­ciones menores, con errores a menudo prácticamente despreciables. Tal es el caso de la determinación de la longitud de la Ciudad de México, notable por su exactitud, establecida por fray Diego Rodríguez en 101°27’30” al occidente de París.

 

Acorde con las determinaciones geográfi­cas generales iban las demarcaciones internas del país. Las divisiones territoriales se hacían en un principio casi sin precisar los deslin­des y sólo se enumeraban las poblaciones que quedaban incluidas en la zona en cuestión. El establecimiento de la Audiencia en 1527 y del virreinato en 1534 permitió subdividir con mayor exactitud el territorio de Nueva España. La creación de las gubernaturas, alcaldías y corregimientos facilitó las divi­siones comarcanas, de tal manera que cuando fueron erigidas las audiencias de Guatemala y de Nueva Galicia en los años 1543 y 1548, respectivamente, pudieron ser delimitadas con cierta precisión las regiones que caían en sus jurisdicciones respectivas. La expansión colonial y las guerras de conquista per­mitieron ampliar  en número las subdivisiones territoriales, ayudando al mismo tiempo a consolidar geográficamente las ya establecidas. Así, para fines del siglo XVII el territorio de Nueva España comprendía: el llamado reino de México, con las Provincias Mayores de México, Tlaxcala, Puebla, Antequera y Michoacán; el reino de Nueva Galicia, con las Provincias Mayores de Jalisco, Zacatecas y Colima; las gubernaturas de Nueva Vizcaya y Yucatán; el Nuevo Reino de León, y las provincias de Nuevo Santander, Tejas, Coahuila, Sinaloa, Sonora, Nayarit, Nueva y Vieja California y la de Nuevo México.

 

Las divisiones eclesiásticas no corres­pondían, por lo general, a estas subdivisiones políticas, puesto que quedaban determinadas, cuando se trataba de las órdenes religiosas, en provincias, y cuando se trataba del clero secular, en obispados.

 

Como resultado lógico de las divisiones territoriales y en consonancia con la política de la corona se expidieron ciertas disposi­ciones para que fuesen redactadas, en las diversas regiones del país, "relaciones geográficas" precisas que, a la par de dar idea de la configuración geográfica de las  diferentes zonas del virreinato, debían suministrar multi­tud de datos tales como el número de habitantes, pueblos que comprendía, forma de gobierno, forma de tributación, etc. Estos documentos, que actualmente resultan de valor inapreciable para el estudio de la sociedad y la economía de la época, orientaron en ciertos aspectos la política real en las colonias, aunque debe reconocerse que tan ingente labor fue, en su mayor parte, lamentablemente desaprovechada. Una suerte similar corrieron los padrones generales de Nueva España, levantados entre 1591 y 1667, puesto que los datos estadísticos que aportaban se conside­raban como secretos por la corona y casi nunca fueron publicados. Una excepción la constituye el libro de Juan Díez de la Calle, llamado Memorial y Noticias Sacras y Rea­les del Imperio de las Indias Occidentales, impreso en Sevilla en 1646 y que proporciona datos estadísticos de positivo valor.

 

La astronomía y las matemáticas.

 

La dedicación a las ciencias aplicadas no fue obstáculo para que en México flore­cieran con evidente brillantez los estudios de ciencias teóricas tales como la matemática y la astronomía. Los sabios a ellas dedicados forman una esplendente pléyade, honra  de su siglo y de Nueva España.

 

El más remoto testimonio histórico que poseemos acerca del estudio de la astronomía en tierras novohispanas es la sección que fray Alonso de la Veracruz dedica, en. la última parte de su libro llamado Physica Speculatio, publicado en México en 1557, a comentar el texto astronómico llamado De Sphaera debido al italiano Giovanni Campa­no de Novara. En esta parte de su obra, fray Alonso se dedica a exponer el sistema del mundo dentro de los más puros cánones del geocentrismo tolemaico. Otro astrónomo italiano de la época, llamado Francisco Mau­rolico, cuya obra fue impresa en México, coin­cidía con las ideas astronómicas del sabio agustino, quien comentaba el Almagesto de Tolomeo y la Física de Aristóteles apoyado en autores tales como Jerónimo de Sacrobosco o el inevitable Pedro Apiano, sin mo­dificar nada ni aventurar ninguna nueva interpretación sobre la estructura del cosmos. Ya más corrido el siglo XVI aparece don Diego García de Palacio, quien hace profesión de fe de geocentrismo al creer que el sol era a la vez una "estrella y planeta, de cuya influencia proceden todas las creaciones y corrupciones". Además, como buen astrólogo creía en la influencia inevitable de lo de "arriba", o sea los cielos, y en lo de "abajo", o sea la tierra. En su obra llamada Instrucción Náutica para Navegar, impresa en México en 1587, hace gala de conocimientos astronómicos avanzados. Sus cálculos de conjunciones, ciclo solar, áureo número, etc., los rea­liza apoyado en las efemérides astronómicas basadas en las tablas medievales.

 

El siglo XVI lo cierra la obra del ya mencionado jesuita Joseph de Acosta. Su libro contiene suficientes datos cosmológicos, bas­tante ilustrativos, acerca de las creencias as­tronómicas que prevalecían en España y en la América española hacia finales del menciona­do siglo. El padre concibe un cosmos finito, limitado en su parte externa por la esfera de las estrellas fijas y cuyo centro es la Tierra. Las cielos, que son “de redonda y perfecta figura”, envuelven la Tierra central. Sobre la zona llamada "elemental" se encuentra la Luna, que ocupa la primera esfera cristalina de las diez de la región ultralunar. Más allá de la última estaba el cielo, morada de Dios, los ángeles y los bienaventurados.

 

Esta arcaica concepción del mundo, por extravagante que nos parezca, era  comparti­da por casi todos los hombres de ciencia no sólo novohispanos, sino incluso europeos. La hipótesis de Copérnico, que desalojó a la Tierra de su trono central, penetró lentamen­te en las mentalidades de los astrónomos novohispanos, quienes podrían incurrir en herejías condenables por el Santo Oficio al manifestar abiertamente opiniones astronómicas que estaban en flagrante oposición no sólo con Aristóteles y Santo Tomás, sino también con la Biblia. Cuando a fines del siglo XVI aparece la teoría de Tycho Brahe, a medio camino entre la hipótesis geocentrista de Tolomeo y la heliocentrista de Copérni­co, algunos astrónomos debieron respirar aliviados, pues su ortodoxia religiosa no era ya vulnerada por sus creencias astronómicas.

 

Sin embargo, a principios del siglo XVII podemos todavía encontrar ciertos autores apegados al tradicionalismo astronómico de tipo medieval que ya vimos representado por el padre Acosta. Fray Diego Basalenque y fray Andrés de San Miguel, con ligeras variaciones insubstanciales, son dos ejemplos típicos de esta postura astronómica aristoté­lico-tolemaica.

 

En la obra de Enrico Martínez, simpáti­co ingeniero, impresor, astrónomo, escritor, matemático, astrólogo, naturalista y psicólogo de origen alemán y avecindado en Nueva España a principios del siglo XVII, tenemos uno de los documentos más importantes para el estudio de la ciencia en México. Fue un observador incansable de los fenómenos celestes y ostentaba el título de Cosmógra­fo Real. Fue maestro de matemáticas y as­tronomía, materias que impartía siguiendo los textos clásicos de Sacrobosco, Purbach y Eu­clides. Fue además impresor de sus propias obras y de las ajenas, y el catálogo de los libros que hicieron gemir a sus prensas es bas­tante interesante desde el punto de vista bibliográfico. Fue además, no siempre con fortuna, el director de las obras del desagüe del valle de México.

 

Su obra principal es el Repertorio de los tiempos e historia natural de esta Nueva España, recopilación enciclopédica de todo lo que era de interés científico para la época. En la primera parte expone el sistema geocentrista de corte medieval, aunque aventura algunas hipótesis astronómicamente heterodoxas, pero que no afectan la totalidad de su concepción del mundo. En la segunda y tercera partes trata algunos asuntos de historia natural tomados principalmente de Motolinía y  de Acosta. Pasa luego, en la cuarta parte, a tra­tar los graves asuntos de la astrología judicia­ria y las influencias astrales en los seres infe­riores, y dedica la quinta y sexta partes a cálculos astronómicos y a una pormenorizada cronología histórica de México.

 

Sabemos además que Enrico Martínez redactó un tratado de fisonomía del rostro, actualmente perdido, que, según su mismo autor, "estudia la causa natural de las varias inclinaciones humanas y enséñase cómo se podrá, por medio de la fisonomía de los rostros y de los actos que cualquier niño hace en ciertos tiempos de su edad, rastrear algo de su complexión y natural inclinación para, conforme a ello, elegirle ejercicio en que se ocupe".

 

Escribió también todo un Tratado de Agricultura, igualmente perdido, donde daba amplías instrucciones para el cultivo no sólo del campo, sino incluso “de huertas, jardi­nes, cañas de  azúcar, cría de ganados y otras cosas semejantes, y todo ello acomodado según el temperamento y clima desta Nueva España”.

 

Es indudable que la valiosa obra de Enrico Martínez marca un hito en la historia de la ciencia en México, ya que con ella empiezan a ser conocidas las teorías astronómicas más en boga en esta época. Así, a partir de 1630 es posible detectar los primeros síntomas de la penetración en Nueva España de las nuevas teorías astronómicas, tan revolucionarias como heterodoxas. Se conocían las obras de Copérnico, pese a la condenación que le ha­bía lanzado la Inquisición en el año 1616, de Tycho Brahe, de Kepler, de Galileo y de mu­chos otros autores de menor importancia.

 

En este ambiente tan propicio desde el punto de vista científico, pese a lo que en con­tra  se haya dicho, florece la figura de uno de los más preclaros hombres de ciencia de Nue­va España y posiblemente el más importante astrónomo mexicano del siglo XVII: fray Diego Rodríguez, miembro de la orden de la Merced y primer catedrático de astrología y matemáticas en la Real y Pontificia Universidad de México.

 

Su obra impresa es mínima, aunque sus manuscritos científicos son en número con­siderable, si bien algunos de ellos, de los que tenemos referencia, están lamentablemente perdidos. Fray Diego conocía con amplitud la teoría de los logaritmos de Neper y la utilizaba a menudo en sus cálculos astronómicos. Estaba al corriente de las últimas aportaciones de la ciencia matemática, lo que le permitía exponer en su cátedra los métodos y las teorías más modernos de su época. En el campo de la astronomía dudaba de la existencia de los cielos sólidos y cristalinos al modo tolemaico. Aventuraba, en cambio, la hipótesis de que los espacios celestes estén llenos de un “purísimo éter”. Impugna, de paso, a la autoridad de Aristóteles en materia de ciencias, con lo que se coloca entre los miembros más avanzados de la ciencia de su época. Conocía los trabajos de Kepler, a quien en ocasiones corrige. Hace uso de las tablas de Copérnico, aunque aparentemente prefiere inclinarse por la hipótesis de Tycho Brahe, con quien además compartía, al igual que casi todos los astrónomos contemporá­neos suyos, las teorías astrológicas. Sus sucesores en la cátedra, principalmente el erudi­tísimo don Carlos de Sigüenza y Góngora, le son deudores en muchos aspectos.

 

Empero, a pesar del avance que representa la obra de este mercedario, vemos proli­ferar simultáneamente tratados de astronomía tolemaica y de astrología judiciaria, que iban dirigidos a impugnar los incipientes pero notorios brotes de modernidad astronómica que surgían en nuestro país. Los libros de Juan Ruyz, Gabriel López de Bonilla o Joseph de Escobar Salmerón y Castro nos ponen en contacto con toda esa corriente tradicionalis­ta aristotélico-tolemaica que chocaba con las nuevas tendencias.

 

El momento culminante de dicho enfren­tamiento en el siglo XVII lo constituye la sonada polémica que sobre asuntos de cometas y otras aparentes menudencias sostuvieron el entonces catedrático de matemáticas y astrología don Carlos de Sigüenza y Góngora y el jesuita alemán Eusebio Francisco Kino, recién llegado a playas indianas.

 

El motivo de la querella lo dio un come­ta que apareció en noviembre de 1680. La virreina de aquel entonces, condesa de Paredes, asustada por el celeste fenómeno, buscó alivio en la profunda ciencia del sabio Sigüenza. Este, para tranquilizar el virreinal áni­mo, escribió un tratadillo al que puso el barroquísimo título de Manifiesto filosófico contra los cometas depojados del imperio que tenían sobre los tímidos. En él, don Carlos arremete contra los que creían que los cometas eran causas de infortunios y calamidades.

 

Este breve opúsculo tuvo tres detractores. El primero fue el padre Kino, quien intentó refutarlo en su obra Exposición As­tronómica de el Cometa. El  segundo  fue don Martín de la Torre, quien salía en defensa de los malignos cometas con su Manifiesto cristiano en favor de los cometas mantenidos en su natural significación. El tercero en brincar a la palestra de esta “justa de los co­metas” fue don Joseph de Escobar Salmerón con su Discurso Cometológico y Relación del Nuevo Cometa.

 

La contraofensiva de Sigüenza estuvo constituida por dos obras. Contra Kino es­cribió la Libra Astronómica y Philosophica y contra De la Torre el Belerofonte Mathematico contra la quimera astrológica, actualmente perdido. A Escobar Salmerón no le quiso contestar, pues consideraba impropio dedicar tiempo y agobiar intelecto en refutar sus “indignas” proposiciones astrológicas.

 

La Libra Astronómica es una de las obras capitales de la historia de Nueva España científica. Ahí, Sigüenza da fe del avance as­tronómico y matemático a que había llegado la colonia en el siglo XVII, mostrando la su­perioridad que guardaban dichos estudios con respecto a la mayoría de los europeos de la misma época. Así, mientras que Kino, quien había sido maestro de matemáticas en Ingolstadt, creía en la astrología judiciaria y era partidario de las teorías de Aristóteles y Tolomeo, el americano y marginado Sigüenza, en cambio, Conocía a Copérnico, a Kepler, a Descartes, a Galileo, a Tycho Brahe y presumiblemente apoyaba las tesis de este último. La modernidad científica de don Carlos, si bien parcial, se patentiza primeramente en sus cálculos, donde rinde justo tributo a fray Diego Rodríguez, y en segundo lugar, en su con­cepción del cosmos, la cual, con respecto a la de este mercedario, muestra un ligero retro­ceso. Impugna a Aristóteles y a las diversas autoridades que en ciencia se opusiesen a la "razón y a la experiencia". Fue, en suma, un preclaro hombre de ciencia, liberado de la preocupación astrológica de la mayoría de sus contemporáneos y uno de los más distingui­dos eruditos mexicanos.

 

Del clima de la ciudad de México.

 

“En mi opinión la Ciudad de México tiene un clima intermedio entre frío y caliente, pero un poco húmedo debido a la laguna. Ni durante el invierno se ven obligados los habitantes a recurrir al fuego, ni durante el estío son moles­tados por el calor, y basta con que se acojan a lugares expuestos al sol si tienen frío, y si tienen más calor del necesario, aun en medio del verano, con que eviten sus rayos. En mayo empiezan las lluvias y duran hasta septiembre: la temperatura en esos meses corresponde a nuestra primaver­a; entonces casi todas las plantas flo­recen y dan fruto. Los cuatro meses siguientes se inclinan algo a lo frío; desde febrero hasta mayo crece poco a poco el calor como en tiempo estivo. El cielo es salubre en gran parte, pero de­bido a la humedad lacustre, como diji­mos más arriba, a veces predomina la podredumbre.

 

“Los llamados ‘puntos o exantemas’, que suelen acompañar a las fiebres, son peculiares de esta ciudad. A veces son superados por la fuerza intacta de los enfermos, si les atiende un médico perito y asiduo. Además, el dolor de costado, grave en verdad en esta re­gión, las infecciones de los riñones y de la vejiga, la disentería y la diarrea son allí generalmente mortales. Los alimentos son más húmedos y copio­sos que agradables al gusto, aun cuan­do gustan a aquellos que se han acos­tumbrado. Los frutos del estío, tanto indígenas como los de nosotros, se sir­ven en las mesas casi durante todo el transcurso del año porque abundan.

 

“Apenas hay en el orbe una ciudad que por la copia de los alimentos (pa­ra no hablar del oro, de las piedras preciosas y de la plata) y por la abundancia de los mercados y del suelo pueda ser comparada a México. ¿Qué más? Dirías estar en un suelo ubérrimo y fertilísimo, de tal manera brillan y abundan todas las cosas, con penu­ria de nada y con fertilidad y abundancia de todo. Los caballos, las casas, los caminos públicos, los caballeros y todo lo que si se enumera en lengua espa­ñola empieza por la letra c (lo que en­tre ellos ha pasado a proverbio) son hermosísimos.

 

“Si vivieras en México podrías, movido por la naturaleza, echar de menos solamente el suelo patrio y natal y la abundancia de tu gente y, si hemos de hablar con libertad, las inteligencias superiores de los españoles. Los indios son en su mayor parte débiles, tími­dos, mendaces, viven día a día, son perezosos, dados al vino y a la ebrie­dad, y sólo en parte piadosos. ¡Que Dios lo remedie! Pero son de natura­leza flemática y de paciencia insigne, lo que hace que aprendan artes aun sumamente difíciles y no intentadas por los nuestros, y que sin ayuda de maestros imiten preciosa y exquisitamente cualquiera obra.  Pero ni las plantas echan profundas raíces, ni cualquiera es de ánimo constante y fuerte, y los hombres que nacen en estos días y que a su vez empiezan a ocupar estas regiones ya sea que deriven su nacimiento únicamente de españoles o ya sea que nazcan de progenitores de diversas naciones, ojalá que obedientes al cielo, no degeneren, hasta adoptar las costumbres de los indios. Pero divagamos.

 

“Los que han salido de cualquiera en­fermedad convalecen con dificultad. En el estío comienzan las lluvias y en el tiempo sereno de los vientos, principalmente de los boreales; adquiere vigor el campo. La riqueza del trigo indio y del nuestro, de legumbres y de otros cereales, es inagotable. Es de admirar que en un intervalo de tres millas se encuentren tantas temperaturas dife­rentes; aquí te hielas y allá te quemas: no por razón del cielo, sino de la si­tuación y de los valles, a los cuales toca en suerte un cielo muy adecuado, casi templado. Por lo que resulta que estas regiones producen dos cosechas anuales y hasta tres, porque en el mis­mo tiempo que aquí domina el frío, allá el calor está en vigor y en otra parte una temperatura primaveral aca­ricia a los hombres y a los otros seres vivientes y hay donde esto mismo pase a un tiempo, si la región es de riego y un cielo perpetuamente blanco la enti­bia.

 

“¿Qué diré de las admirables natura­lezas de tantas plantas, animales y minerales; de tantas diferencias de idiomas, como mexicano, texcoquense, otomite, tlaxcalteco, quexteco, michoacano, chichimeca y otros muchos que apenas pueden ser enumerados y que varían con brevísimos intervalos de terreno; de tantas costumbres y ritos de los hombres; de tantos vestidos con los que se cubren y modos y maneras de otros ornamentos, que apenas pudiera seguirlos la inteligencia humana in­cluso cuando hubiéremos proporcionado cuanta ayuda hubiéramos podido para que, de cualquier modo, se pusiera bajo los ojos de los ausentes, cuando la verdadera imagen sólo puede ser com­prendida por los presentes por la experiencia misma y como lo mismo son ofrecer y representar?

 

(El texto de este inciso se tomó de Francisco Hernández, Antigüedades de la Nueva España.)

 

De los pescados y pesquerías.

 

“En tierra firme loe pescadores que hay, y yo he visto, son muchos y muy diferentes; y pues de todos no será po­sible decirse aquí, diré de algunos; y primeramente digo que hay unas sar­dinas anchas y las colas bermejas, excelente pescado y de los mejores que allá hay. Mojarras, diahacas, jureles, dahaos, rajas, salmonados; todos és­tos, y otros muchos cuyos nombres no tengo en memoria, se toman en los ríos en grandísima abundancia, y asimismo camarones muy buenos; pero en la mar asimismo se toman algunos de los de suso nombrados, y palo­metas, y acedias, y pargos, y lizas, y pulpos, y doradas, y robalos muy grandes, y langostas, y jaibas, y ostias, y tortugas grandísimas, y muy grandes tiburones, y manatíes, y morenas, y otros muchos pescados, y de tanta di­versidad y cantidad de ellos, que se podría expresar sin mucha escritura y tiempo para lo escribir; pero solamente especificaré aquí, y diré algo más largo, lo que toca a tres pescados que de suso se nombraron, que son: tortuga, tiburón y el manatí.

 

“E comenzando del primero, digo que en la isla de Cuba se hallan tan grandes tortugas, que diez y quince hom­bres son necesarios para sacar del agua una de ellas; esto he oído yo de­cir en la misma isla a tantas personas de crédito, que lo tengo por mucha ver­dad; pero lo que yo puedo testificar de vista de las que en Tierras Firme se matan, yo la he visto en la villa de Acla, que seis hombres tenían bien qué llevar en una, y comúnmente las menores es harta carga una de ellas para dos hombres; y aquella que he dicho que vi llevar a seis, tenía la concha de ella por la mitad del lomo, siete palmos de vara de luengo, y más de cinco en ancho o por el través de ella. Tómanlas de esta manera: a veces acaece que caen en las grandes redes barrederas algunas tortugas, pero de la manera que se toman en cantidad en cuando las tortu­gas se salen de la mar a desovar o a pacer fuera por las playas; y así como los cristianos o los indios topan el ras­tro de ellas en la arena, van por él, y en topándola, ella echa a huir para el agua; pero como es pesada, alcánzan­la luego con poca fatiga, y pónenles un palo entre los brazos, debajo, y tras­tórnanlas de espaldas así como van corriendo, y la tortuga se queda así, que no se puede tornar a enderezar; y dejada así, si hay otro rastro de otra o otras, van a hacer lo mismo, y de esta forma toman muchas donde salen, como es dicho. Se trata de un muy excelente pescado y de muy buen sabor y sano.

 

“El segundo pescado de los tres que de suso se dijo, se llama tiburón; éste es grande pescado y muy suelto en el agua, y muy carnicero, y tómanse muchos de ellos, así caminando las naves a la vela por el mar Océano, como surgidas y de otras maneras, en espe­cial los pequeños; pero los mayores se toman navegando los navíos, en esta forma: que como el tiburón ve las naos, las sigue y se va tras ellas, comiendo la basura y inmundicias que de la nao se echan fuera y por carga­da de velas que vaya la nao, y por próspero tiempo que lleve, cual ella lo debe desear, le va siempre el tiburón a la par, y le da en torno muchas vuel­tas, y acaece seguir a la nao ciento y cincuenta leguas, y más; y así, podría todo lo que quisiese; y cuando lo quieren matar, echan por popa de la nao un anzuelo de cadena tan grueso como el dedo pulgar, y tan luengo como tres palmos, encorvado como suelen estar los anzuelos, y las orejas de él a proporción de la groseza, y al cabo del asta del dicho anzuelo, cuatro o cinco eslabones de hierro gruesos, y del úl­timo atado un cabo de una cuerda, grueso como dos veces o tres el dicho anzuelo, y ponen en él una pieza de pescado o tocino, o carne cualquiera, o parte del asadura de otro tiburón si le han muerto porque en un día yo he visto tomar nueve, y si se quisieran to­mar más, también se pudiera hacer; y el dicho tiburón, por mucho que la nao corra, la sigue, como es dicho, y trá­gase todo el dicho anzuelo, y de la sa­cudida de la fuerza de él mismo, y con la furia que va la nao, así como traga el cebo y se quiere desviar, luego el anzuelo se atraviesa, y le pasa y sale por una quijada la punta de él, y prendido, son algunos de ellos tan grandes, que doce, y quince hom­bres, o más, son necesarios para lo guindar y subir en el navío, y metido en él, un marinero le da con el cotillo de una hacha en la cabeza grandes gol­pes, y lo acaba de matar; son tan grandes. que algunos pasan de diez, y doce pies, y más, y en la groseza, por lo más ancho tiene cinco, y seis, y siete palmos, y tienen muy gran boca, a proporción del cuerpo, y en ella dos órdenes de dientes en torno, la una distinta de la otra algo, y muy espesos y fieros los dientes; y muerto, hácenlo lonjas delgadas, y pónenlas a enjugar dos o tres o más días, colgadas por las jarcias del navío al aire, y después se las comen. Es buen pescado, y gran bastimiento para muchos días en la nao, por su grandeza; pero los mejores son los pequeños, y más sanos y tier­nos; es pescado de cuero, como los cazones y tollos: los cuales, y el dicho tiburón, paren otros semejantes, vivos; y esto digo porque el Plinio ninguno de aquestos tres puso en el número de los pescados que dice en su Historia Natural que paren. Estos tiburones sa­len de la mar, y súbense por los ríos, y en ellos no son menos peligrosos que los lagartos grandes de que atrás se dijo largamente; porque también los tiburones se comen los hombres y las vacas y yeguas, y son muy peligrosos en los vados o partes de los ríos donde una vez se ceban. Otros pescados, mu­chos, y muy grandes y pequeños, y de muchas suertes, se toman desde los navíos corriendo a la vela, de lo cual diré tras el manatí, que es el tercero de los tres que ya dije de suso que expre­saría.

 

“El manatí es un pescado de mar, de los grandes, y mucho mayor que el tiburón en groseza y de luengo, y feo mucho, que parece una de aquellas odrinas grandes en que se lleva mos­to en Medina del Campo y Arévalo; y a la cabeza de este pescado es como de una vaca, y los ojos por semejante, y tiene unos tocones gruesos en lugar de brazos, con que nada, y es animal muy mansueto, y sale hasta la orilla del agua, y si desde ella puede alcanzar algunas yerbas que estén en la costa en tierra, pácelas; matánlos los ballesteros, y asimismo a otros muchos y muy buenos pescados, con la ballesta, desde una barca o canoa, porque andan someros de la superficie del agua; y como lo ven, dánle una saetada con un arpón, y el tiro o arpón con que le dan, lleva una cuerda delgada o traílla de hilo muy sutil y recio, alquitranado; y vase huyendo, y en tanto el ballestero da cordel, y echa muchas brazas de él fuera, y en el fin del hilo un corcho o palo, y desque ha andado bañando la mar de sangre y está cansado, y vecino a la fin de la vida, llégase él mismo hacia la playa o costa, y el ballestero va cogiendo su cuerda. y desque le quedan siete o diez brazas, o poco más o menos, tira del cordel hacia tierra, y el manatí se allega hasta tanto que toca en tierra. y las ondas del agua le ayudan a enca­llarse más, y entonces el dicho balles­tero y los que le ayudan acábanle de echar en tierra; y para lo llevar a la ciu­dad o adonde lo han de pesar, es menester una carreta y un par de bueyes, y a las veces dos pares, según son grandes estos pescados. Asimismo, sin que se llegue a la tierra, lo meten en la canoa, porque como se acaba de morir, se sube sobre el agua; creo que es uno de los mejores pescados del mundo en sabor, y el que más parece carne; y en tanta manera en la vista es próximo a la vaca, que quien no le hubiere visto entero, mirando una pieza de él cortada, no se sabrá determinar si es vaca o ter­nera, y de hecho lo tendrán por carne y se engañarán en esto todos los hombres del mundo; y asimismo el sabor es de muy excelente ternera propiamente, y la cecina de él muy especial, y se tiene mucho; ninguna igualdad tie­ne, ni es tal, con gran parte, el sollo de estas partes.

 

“Estos manatíes tienen una cierta piedra o hueso en la cabeza, entre los sesos o meollo, la cual es muy útil para el mal de la ijada, y muélenla después de haberla muy bien quemado, y aquel polvo molido tómase cuando el dolor al siente, por la mañana en ayunas, tanta parte como se podrá coger con una blanca de a maravedí, en un trago de muy buen vino blanco; y bebiéndolo así tres o cuatro mañanas, quitase el dolor según algunos que lo han proba­do me han dicho; y como testigo de vista, digo que he visto buscar esa piedra con gran diligencia a muchos para el efecto que he dicho”.

 

El texto de este inciso se tomó de Gonzálo Fernández de Oviedo).

 

Bibliografía.

 

Bravo Ugarte. J. La ciencia en México, México, 1967.

 

Gortari, E. de La Ciencia en la Historia de México, México, 1963.

 

Maza, F. de la Enrico Martínez. Cosmógrafo e impresor de Nueva España, México, 1943. Memorias del Primer Coloquio Mexicano de Historia de la Ciencia, México, 1964.

 

Somolinos d’Ardois, G. La primera expedición científica en América, México, 1971.

 

63.            La música.

Por: Andrés Lira.

 

Aunque someramente, la historia del Mé­xico colonial debe ocuparse de la música, pues fue un importante instrumento de conquista en manos de los primeros misioneros, quienes la utilizaron para enseñar la doctrina de Cris­to a los indios de Nueva España. Fue tam­bién una de las expresiones más claras de la sociedad colonial, tanto en la vida diaria como en las ocasiones solemnes o en los regocijos profanos y religiosos. Llegó a ser, como las letras, un aspecto de la cultura en el que la sociedad novohispana cifró su orgullo, pues con apoyo de autoridades civiles y eclesiásticas florecerían las capillas musicales a cargo de eximios maestros, cuyas obras que hasta el día de hoy no empiezan a estudiarse con la atención que merecen muestran habilidad y genio creador dentro de los cánones de la mú­sica culta, que si bien eran los mismos que los de la música religiosa de Europa, no por ello dejaron de ser un vehículo para que se expresara el genio y la originalidad de los músicos formados en nuestras catedrales.

 

Como instrumento en la conquista espi­ritual de Nueva España destaca el de la músi­ca, especialmente  en las crónicas de los primeros franciscanos. Su empeño en resaltar las virtudes y cualidades de los indios es del todo explicable, pues era condición para ase­gurar la capacidad humana que los haría merecedores de la doctrina cristiana y, con ésta, de un sitio en la historia universal del hom­bre, según la comprendían en Europa. Paralelo a la ponderación de la inocencia, ingenuidad y buena disposición de los indios, cuadro de las virtudes humanas exigidas por la ética cristiana de aquéllos años, se ponderó su capacidad para la música. Esta completaba las muchas cualidades de aquel "tierno rebaño" que se incorporaba al seno de la cristiandad.

 

Al lado de conversiones milagrosas, pro­digios y señales de predestinación se relatan casos como él del viejo religioso Juan Caro, que "apenas sabía alguna cosa de la lengua de los indios -cuenta fray Toribio de Motolinía en su Historia de tos Indios de Nueva España...,- y hablaba tan en forma y en seso con los muchachos como si fuera con cuerdos españoles; los que lo oíamos no nos podía­mos valer de risa, y los muchachos con la boca abierta oyéndole muy atentos qué quería decir. Fue cosa de maravilla que aunque al principio ninguna cosa entendían, ni el viejo tenía intérprete, en poco tiempo lo entendieron y aprendieron en canto, de tal manera que ahora hay muchos de ellos que rigen capi­llas de música.

 

A través del canto los indios entendían y captaban, con la impresión de los sonidos, cosas que quizá no hubieran aprendido por medio de las explicaciones más sesudas, pues era mucha  la distancia cultural que había que salvar para explicar los principios de una religión decantada por los medios del razonamiento escolástico, empeñado en someter a principios de razón dogmas y  creencias.

 

Fray Pedro de Gante supo apreciar esa cualidad de los indígenas y la utilizó como medio para la evangelización. "Considerando -dice a Felipe II en una carta de 1558- que antes de convertirse estos indios no cesaban de bailar y cantar en  sus ceremonias religiosas, he compuesto versos en que se ve cómo Dios se hizo hombre para salvar al mundo, cómo nació de la Virgen María, concebida sin pecado, y donde aprenden también los mandamientos de ese Dios que nos salvó."

 

Por la vía del culto y de la enseñanza religiosa fueron penetrando formas e instru­mentos musicales traídos de Europa. El canto polifónico de los servicios religiosos fue pron­to entendido por aquellos indios, que al poco tiempo imitaban a los europeos en el arte de dibujar la notación musical en hermosos libros empastados. También se asimilaría la construcción de instrumentos: flautas, clari­nes, trompetas, pífanos, trombones, jabela o flauta morisca, chirimía, dulzaina, sacabu­che, orlo, rabel, vihuela de arco y atabal. El órgano hizo pronto su aparición en los dis­tintos templos. Cuando no lo había se improvisaba echando mano de "flautas concertadas de madera" que ya tañían bien los indios para acompañar los cánticos religiosos.

 

Con el tiempo creció su habilidad musical, al punto de valerse de la música para expresar su regocijo en cualquier ocasión festiva, casi siempre relacionada con acontecimientos del culto religioso, aunque no exclusivamente. Viajeros ilustres eran recibidos, agasajados y despedidos con gran aparato de músicos. Cada pueblo tenía, en torno a las capillas y templos, un grupo de ministriles (músicos instrumentistas) y cantores que, con danzantes y tañedores de melodías prehispánicas, hacían su aparición por cualquier motivo.

 

Los ministriles y cantores del culto religioso fueron sujetos de especial atención en los quehaceres de las comunidades indígenas.

 

Por razón de su cargo se les eximía de servi­cios y hasta de tributos. Su crecido número llegó incluso a constituir un problema para las autoridades, a tal grado, que a lo largo de la época virreinal se dictaron disposiciones que moderaban la cantidad de músicos en los pueblos, aunque sin éxito visible, como lo mues­tra la repetición de tales disposiciones.

 

Pocas aportaciones de la cultura europea se asimilaron tan rápida y profundamente como la música. Salvo en los pueblos muy apartados, es difícil encontrar hoy en día los testimonios de la música prehispánica: música pentatónica o con cinco tonos básicos, sustituida por la europea de siete tonos. Esta sustitución se inició pronto. Se hace patente en las llamadas "danzas de la conquis­ta", que ejercitaban -y todavía ejecutan ciertos grupos que han mantenido la tradición- los "indios amigos" que emprendieron la conquista de las tierras de chichimecas. En. estos grupos, cantos y bailes se acompañaban indistintamente por instrumentos prehispánicos e instrumentos de cuerda rasgueada de origen español. Quedan en ellos residuos de ritmos y tonalidades indígenas opacadas por las europeas.

 

En las ciudades y villas de españoles se cultivó la música profana y religiosa. Con los conquistadores vinieron algunos músicos, quienes al no alcanzar recompensa suficiente por sus servicios se dedicaron a vivir de su oficio. Luego, ya en una situación más esta­ble, hubo maestros españoles que se ganaron la vida enseñando a los jóvenes hijos de los conquistadores. En ellos, el gusto por la danza, la música instrumental y el canto fue siem­pre virtud señalada. Las jóvenes criollas unían a la educación doméstica el cultivo de la música, respaldado por el empeño de sus pa­dres. El hecho llama la atención de viajeros como Tomás Gage (1624) y Gemelli Carreri (1699), quienes no dejan de apuntar ese gusto por concertar los sonidos, socorrido en las casas de villas y ciudades, en los templos, paseos y lugares de reunión.

 

El primero de ellos anota que la gente acudía a los templos preferentemente por el gusto de escuchar la buena música que se ejecutaba, más que por devoción. En verdad, no andaba lejos de lo cierto. Sacerdotes y religiosos eran tan buenos músicos en lo pro­fano que no desaprovechaban la ocasión para mostrar sus dotes con la vihuela y con el canto; si el servicio del culto exigía, en aque­llos tiempos, conocimientos musicales que hoy se han perdido, también el desempeño social, en distintos escenarios de la vida cotidia­na, hacía del buen tañedor, bailador y can­tor, el personaje preferido en las reuniones.

 

Por desgracia, poco nos ha quedado de estas actividades. Música improvisada y sin notación para conservarla, se ha perdido en su forma original, y será cada día más difícil encontrar testimonios de ella.

 

No ocurre lo mismo con la música culta, creada y conservada en aquellos días para el esplendor de los servicios religiosos. Las au­toridades eclesiásticas se preocuparon desde un principio de la creación de capillas musicales, a las que se atraía a los maestros más destacados en el arte de la enseñanza, la composición y la dirección musical. En estas capillas se formaron archivos que en su tiempo tuvieron valor de repertorio siempre renovado y que hoy son acervos documentales en espera de investigadores doctos capaces de descifrar cantidad de partituras. Esta es una mues­tra de una actividad culta que hoy se va per­diendo, pero que rescatada sería una fuente de placer no sólo para los eruditos, sino tam­bién para los amantes de la buena música, pues entre lo poco que se ha logrado recobrar y hacer escuchar en nuestros días puede advertirse creaciones de gran calidad.

 

Por su importancia como primera capi­lla musical de Nueva España destacó la de la catedral de México. Sabemos, gracias a una investigación del músico Jesús Estrada, que dicha catedral contó, desde 1538, con un coro a los diez años esca­sos de su fundación. Fue dirigida por dos maestros: Juan de Juárez y Lázaro del Alamo. De sus obras no tenemos noticias, pues fueron destruidas en el siglo XVII, cuando se renovó y reorganizó el archivo de la ca­tedral. Quedan, afortunadamente, obras del tercer maestro de capilla, el español Hernan­do Franco, que rigió como director del coro de la catedral entre 1575 y 1585, año este último en que murió.

 

La obra de este maestro es del género polifónico, compuesta en el estilo escolástico del canto llano (mixtificación del canto gregoriano), pero con una inspiración propia, hasta el punto de lograr una originalidad creadora dentro de la justeza de los cánones tradicionales. Sucede con este artista lo que con los escolásticos del Siglo de Oro español, quienes se valen de una forma de razonamiento medieval renovada con las urgencias  de su tiempo.

 

A Hernando Franco siguieron otros maes­tros cuyas obras nos son desconocidas, pues no pudieron salvarse de la incuria del tiempo ni de las sucesivas renovaciones de los archivos musicales de la catedral metropolitana. Sólo se ha rescatado una parte de lo que escribió el maestro Francisco López y Capilla, que ocupó la dirección del coro entre 1648 y 1675. En estas composiciones se advierte ya un claro indicio de renovación musical, pues concilia el estilo escolástico tradicional de la composición polifónica con la tendencia a dar valor propio a la melodía sobre el complicado juego de voces, propio de la polifonía; hecho explicable si se tiene en cuenta que a México eran enviadas las últimas producciones de los más destacados músicos italianos, que ya por aquel entonces habían iniciado la renovación en la factura musical, que acusaba ya un estilo melódico.

 

Quien llevó a su plenitud la capilla mu­sical de la catedral de México fue un criollo, Antonio de Salazar, probablemente originario de Puebla, donde ocupó el maestrazgo de la capilla hasta el año 1688, en que se apersonó en México para presentarse a las oposiciones convocadas por el cabildo eclesiástico de la capital de Nueva España. Ganó entonces el sitio de primer músico del reino y lo mantuvo hasta su muerte, ocurrida en 1715. Desempeñó con singular acierto su cargo: organizó el archivo musical, reforzó el coro y las voces de la capilla, preparó músicos, etc. Uno de sus discípulos, Manuel de Zumaya, originario de la Ciudad de México, lo habría de suceder. Llevaría éste la primera capilla musical de Nueva España hacia su época de esplendor, pues supo conciliar la sobriedad y gravedad de la composición con la renovación de medios orquestales y nuevas corrientes que el siglo XVIII, lleno de esplendor para la música barroca, le iba imponiendo.

 

De la época del maestro Antonio de Sa­lazar data el primero de los grandes órganos de la catedral metropolitana. Él se encargó de supervisar su instalación, que duró de 1693 a 1695, año en que se estrenó con el beneplácito de las autoridades eclesiásticas y regocijo de los habitantes de la ciudad. Los fieles cifraban su orgullo en el progresivo atuendo de su máximo templo, considerado ya entonces el primero de América. El segundo gran órgano, construido como réplica del primero, se estrenó en 1736, bajo la dirección de Zumaya.

 

Estos dos maestros cierran la mejor épo­ca en los anales musicales de nuestra catedral. Coinciden con el tiempo en que florecieron los talentos de la cultura novohispana y fueron a la música lo que sor Juana Inés de la Cruz (a quien también se deben obras mu­sicales) y don Carlos de Sigüenza y Góngora a las letras y a la ciencia. Ambos músicos propiciaron la educación musical, y no sólo dentro del coro de la catedral, ya que se en­cargaron de la "escoleta pública", a la que acudían "quienes querían, sin costo alguno, a aprender música y contrapunto". La labor de ambos fue una de la que nos han quedado excelentes muestras; sobre todo, composiciones de villancicos, ya que en obras mayores, como misas y otras, no se han encontrado. No obs­tante, se afirma que las compusieron.

 

Desgraciadamente no hubo quien los sucediera, pues cuando Manuel de Zumaya abandonó el coro de la catedral de México en 1739, no se encontró entre sus músicos un director competente. Hacia la segunda mi­tad del siglo XVIII el cabildo eclesiástico tuvo que conformarse con que alguien "echara el compás". Renunció a la posibilidad de tener un auténtico maestro capaz de componer para las necesidades del culto religioso. Fue en 1759 cuando, a falta de un eclesiástico apto, contrató los servicios de un seglar de origen italiano: Antonio de Jerusalén y Stella, portador de la música operística. Era la época en que se abandonaba nuestra rica tradición de música barroca para dar paso a otras corrientes.

 

Pero la influencia de los maestros que llevaron a su apogeo la capilla musical de la catedral se hizo sentir en las provincias. Oaxaca, Durango y Valladolid desarrollaron sus propias capillas, donde se encuentran obras de Zumaya y se crearon obras de gran mérito.

 

Arde, afable hermosura.

 

El esplendor de la música en Nueva España coincidió con el de las letras y la ciencia. Figuras literarias de primer orden escribieron poemas a los que luego ponían música los mejores maestros del reino.

 

No siempre es posible identificar a los autores de tan bellas obras. He aquí una poesía, compuesta para la celebración de la Navidad de 1693, a la que puso música el maestro Antonio de Salazar.

 

Estribillo:

 

Arde afable hermosura,

en falsos alientos,

en telas fingidas

de paja en el heno.

¡Fuego, fuego, fuego!,

que reduce a uno solo

dos elemento.

En la tierra el Niño

es luz clara.

Fuego, fuego, fuego!,

en el mar de su llanto

es incendio.

¡Fuego, fuego, fuego!,

en el aire se encienden suspiros.

¡Fuego, fuego, fuego!,

y el que nace

a sus iras opuesto.

Fuego, fuego, fuego!,

con fuego se hiela,

 se abriga con hielos;

y entre ambos absortos

preguntan a un tiempo:

diga la nieve,

diga el fuego

cómo se abrasa mi

Niño en el hielo.

Oye y sabráslo:

cómo se hiela

mi Niño en el fuego.

 

Coplas:

 

Hiela a mi Niño una llama

que alentó mi helado pecho

porque con dureza ingrata

en lugar de llama es hielo.

Arde en la nieve mi Niño

que el candor nevado y bello

de su dulce pecho amante

en lugar de nieve es fuego.

Entre hielo y desabrigo

arde con mayor exceso

porque de mis inclemencias

se originan sus incendios.

 

Bibliografía.

 

Estrada, J. Música y músicos de la época virreinal (prólogo, revisión y notas de Andrés Lira). 1973.

 

Motolinía, Fray T. de, Historia de los indios de la Nueva España (estudio crítico, apéndice y notas de Edmundo O’Gorman), México, 1934.

 

Saldívar, G. Historia de la música en México, México, 1934.

 

Spiess, L. y Stanford, T. An Introduction to Certain Mexican Archives, Detroit, 1969 ("De­troit Studies in Music Bibliography" núm. 15).

 

64.            La Ciudad de México.

Por: Roberto Moreno.

 

Un poeta azteca proclamaba orgullosamente: “Mientras permanezca el mundo no acabará la gloria de México-Tenochtitlan”, poco antes de que su mundo se destruyera y fuera sustituido por otro completamente dis­tinto. La ciudad prehispánica, fundada en 1325 en el islote en medio de la laguna, sede de uno de los más poderosos imperios del México antiguo, alcanzó una opulencia tal, que a nadie se le ocurriría jamás que sus glorias se fueran a eclipsar de un solo golpe y de manera tan definitiva. Son muy bien co­nocidas las descripciones en que los conquis­tadores y, como siempre, Cortés a la cabeza, admirados de la grandeza de la metrópoli mexicana, manifestaron su asombro y entu­siasmo por el tamaño, la belleza y el orden de la ciudad.

 

Pero todo se acabó. Como en muy pocos casos históricos conocidos, la Ciudad de México-Tenochtitlan fue arrasada hasta sus mis­mos cimientos y de ella no nos queda casi nada. La moderna Ciudad de México, como en infame venganza, se está erigiendo, a su vez, sobre la ruina de los viejos y maravillosos edi­ficios coloniales.

 

Terminado el sitio de la ciudad prehispá­nica en agosto de 1521, había mucho derriba­do por las necesidades de la lucha, pero se conservaba más en pie. Contra la opinión de muchos capitanes, Cortés decidió erigir la nueva ciudad española en el mismo sitio que la de los indios, y para ello se derribaron los edificios que quedaban y se rellenó de tierra el espacio. Al propio conquistador Hernán Cor­tés se debe, por consiguiente, que la capi­tal virreinal se localizara exactamente en el sitio de la prehispánica, seguramente por­que predominaron razones políticas sobre las militares. La "traza", o sea la delimita­ción de los terrenos para la habitación de los españoles quedó peligrosamente encerrada entre la población indígena. Pero mucha con­fianza teñía Cortés en su fuerza o en lo signi­ficativo del hecho, pues la realidad es que no pasó nunca más serios peligros la nueva México que el de las inundaciones.

 

También al mismo Cortés se le atribuye un célebre plano de la ciudad prehispánica, que sirve muy bien para dar idea sobre el sistema de poblamiento de los indios. El pla­no se publicó por primera vez en Nuremberg en 1524. Desde luego, ni es de Cortés ni es una vista correcta de la ciudad. Es una recomposición europea, bastante fantasiosa, hecha sobre otros mapas o descripciones. Sin embargo, tampoco está tan alejada de la rea­lidad. Se notan claramente los dos ejes prin­cipales compuestos por las calles o calzadas de Tlacopan (hoy Tacuba) y de Itztapalapa, y en el centro, el recinto del templo mayor, un enorme cuadrángulo circundado por una muralla no muy elevada. Los cuatro rumbos demarcados por la cruz de las grandes calzadas eran la ciudad dividida en cuatro barrios. Como el mapa es recompuesto en Europa, no se percibe allí la traza reticular propia de la antigua México.

 

Sobre esta ciudad, el alarife Alonso Gar­cía Bravo efectuó la nueva traza. Seguramen­te por influencia renacentista en parte, y en parte por lo que aún quedaba de la antigua planta, hizo la traza en forma reticular. Es necesario conocer, aunque sea de forma aproxi­mada, este trabajo del alarife para poder for­marse una idea más o menos clara de la dis­posición de la ciudad colonial.

 

En el estudio histórico a los Planos de la Ciudad de México. Siglos XVI y XVII, Manuel Toussaint explicó con mucha claridad la forma de proceder del geómetra García Bra­vo: "Para hacer la traza de la nueva ciudad, García Bravo tenía que sujetarse a los elementos que quedaban de la anterior pobla­ción: algunos edificios, las principales aveni­das y las acequias que no era posible cegar de golpe. Las cuatro avenidas o calzadas princi­pales, que llegaban a los muros del coate­pantli (límite del recinto del templo) vinieron a servir de ejes para la traza, y los dos pala­cios de Moctezuma, el viejo y el nuevo, que Cortés se apropió, y por ende eran intocables, marcaron los derroteros fijos a que tenía que sujetarse. Las acequias le pusieron el límite y así, por el poniente, la que seguía la actual calle de San Juan de Letrán, marcó el lindero de la traza. Dividiendo el espacio comprendido entre las espaldas de las casas viejas de Moctezuma (actual Monte de Piedad) y la acequia en dos grandes núcleos por medio de una calle (actual de Bolívar), tuvo el tamaño de las calles, más tarde subdivididas de norte a sur, con lo cual quedó la disposición de calles y cabeceras invertidas en esta parte de la traza. Por el lado del oriente, la calzada de Itztapalapa marcó la dirección y el palacio viejo de Moctezuma fue el módulo. Tomando otra medida igual, trazó su paralela a la calza­da de Itztapalapa y así fijó su límite por este lado a la traza en la actual calle de Jesús María. La acequía corría media distancia más al oriente (calle de Roldán), pero venía inclina­da. Otro tanto ocurría por el lado del norte, en que la acequia de la calle del Apartado obligó más tarde a desviar esa vía en relación con el resto. Por eso el alarife toma el punto en que la acequia cruza la de San Juan de Letrán y desde allí tira la perpendicular hasta unirla con su límite oriental; por el sur, toma una distancia sensiblemente igual a la que había de las casas nuevas de Moctezuma a su límite norte y por allí cierra su cuadro (calle ­de San Miguel). En el interior quedaba una acequía inclinada que duró siglos, pues todavía figura en planos de 1700, pero que corría atravesando los grupos de casas sin formar calle. Así logró el alarife trazar una ciudad de forma regular sujetándose a las condiciones preexistentes . Sobre esta planta se fundó la nueva ciudad, que bien pronto rebasó los lí­mites de la traza.

 

Hacer la historia de la Ciudad de México en unas cuantas páginas sería imposible y muy poco ameno; por ello hemos resuelto, en beneficio del lector, mostrar diversos momen­tos de su historia a través de los más interesantes documentos de la época, que mostra­rán mejor los avances del urbanismo mexicano en los siglos XVI y XVII. Estos documentos son descripciones, planos y vistas en pers­pectiva. Empecemos por un texto de media­dos de siglo.

 

Francisco Cervantes de Salazar, profesor de la Real y Pontificia Universidad de Méxi­co, latinista y autor de muchos trabajos interesantes como la Crónica de la Nueva España y el Túmulo imperial, publicó el año 1554 un libro en latín con los célebres diálo­gos de Juan Luis Vives, a. los que añadió co­mentarios y adiciones con otros diálogos de su propia invención. En estos Diálogos de 1554 presenta una descripción, muy exacta, de la ciudad. Desde el siglo pasado los tradujo Joaquín García lcazbalceta y han tenido mu­chas ediciones. Nosotros nos basamos en la más moderna y completa, preparada por Ed­mundo O'Gorman (México, 1963).

 

El asunto del diálogo segundo de Cervan­tes de Salazar es un recorrido por la ciudad. Los interlocutores son dos vecinos de México, Zuazo y Zamora, y un forastero, Alfaro, al que los  primeros enseñan las calles y edifi­cios. Salen de un punto intermedio de la calle de Tacuba y caminan hacia el centro de la plaza, la rodean y, saliendo por la actual calle de Argentina, caminan en un cuadro grande que pasa por San Francisco.

 

El diálogo se inicia con Zuazo:

 

"Es tiempo ya, Zamora, de que llevemos a pasear por México, cual nuevo Ulises, a nuestro amigo Alfaro, que tanto lo desea, para que admire la grandeza de tan insigne ciudad. De este modo, mientras le vamos enseñando lo más notable, él nos dirá algo que no sepamos o nos confirmará lo que ya sabemos."

 

A continua­ción discuten un poco sobre si ir a caballo o a pie, y una vez resuelto lo primero echan a caminar por Tacuba. El forastero Alfaro se entusiasma con esta calle:

 

"¡Cómo se regoci­ja el ánimo y recrea la vista con el aspecto de esta calle! ¡Cuán larga y ancha, ¡qué recta!, ¡qué plana y toda empedrada para que en tiempo de aguas no se hagan lodos y esté sucia. Por en medio de la calle, sirviendo a ésta de adorno y al mismo tiempo de comodidad a los vecinos, corre descubierta el agua, por su canal, para que sea más agradable."

 

Zamo­ra le pregunta entonces por las casas de la misma calle, y Alfaro contesta:

 

"Todas son magnificas y hechas a gran costa, cual corres­ponde a vecinos tan nobles y opulentos. Se­gún su solidez, cualquiera diría que no eran casas, sino fortalezas."

 

Zuazo le explica que convino hacerlas así por no poderse resguar­dar la ciudad con torres y murallas, a lo que replica el forastero:

 

"Prudente determinación; y para que en todo sean perfectas, tampoco exceden de la altura debida con el fin, si no me engaño, de que la demasiada elevación no les sea causa de ruina con los terremotos que, según oigo decir, suele hacer en esta tierra; y también para que todas reciban el sol por igual, sin hacerse sombra unas a otras."

 

Zuazo habla también de que con casas bajas la ciudad sería más salubre.

 

Con una digresión sobre las formas de te­char las casas en España, llegan a un costado del palacio, que eran las casas viejas de Cor­tés, que habían sido las casas viejas de Moc­tezuma y que para 1554 estaban ocupadas por el gobierno virreinal. Actualmente el Monte de Piedad ocupa una parte de ese terreno. ­El gobierno ocupó poco después, en 1562, el edificio de las casas nuevas de Cortés, en el mismo sitio donde actualmente se encuentra el palacio nacional, y Cortés reocu­pó sus viejas casas.

 

­Zuazo explica a continuación en qué forma estaba ocupada la calle de Tacuba en las proximidades a la plaza:

 

"Ocupan ambas ace­ras, hasta la plaza, toda clase de artesanos y menestrales, como son carpinteros, herreros, cerrajeros, zapateros, tejedores, barberos, pa­naderos, pintores, cinceladores, sastres, borceguineros, armeros, veleros, ballesteros, espa­deros, biscocheros, pulperos, torneros, etc., sin que sea admitido hombre alguno de otra con­dición y oficio".

 

Este cuadro nos permite ver que, ya hacia mediados del siglo XVI, ape­nas treinta años después de la conquista, la Ciudad de México contaba con la población su­ficiente para dar ocupación a tantos indivi­duos. Desde entonces se mostraba ya la opu­lencia de la capital de Nueva España, que tanto asombraría a los viajeros.

 

Las actividades del palacio lee dan tema de conversación hasta desembocar en la pla­za. Dice Zuazo:

 

"Estamos ya en la plaza. Examina bien si has visto otra que le iguale en grandeza y majestad'',

 

a lo que replica Al­faro:

 

"Ciertamente que no recuerdo ninguna ni creo que en ambos mundos pueda encon­trarse igual. ¡Dios mío!, ¡cuán plana y ex­tensa!, ¡qué alegre!, ¡qué adornada de altos y soberbios edificios!, ¡por todos cuatro vientos!, ¡qué regularidad!, ¡qué belleza!, ¡que disposición y asiento! En verdad que si se quitasen de en medio aquellos portales de en­frente, podría caber en ella un ejército ente­ro".

 

Antes de pasar a lo que contestó Zuazo, conviene recordar que el texto era para la en­señanza del latín, y tantos adjetivos y admi­ración tienen mucha parte de ejercicio grama­tical, aunque mucho también de cierto. Zuazo explica:

 

"Hízose así tan amplia para que no sea preciso llevar a vender nada a otra parte;

pues lo que para Roma eran los mercados de cerdos, legumbres y bueyes, y las plazas Li­via, Julia, Amelia y Cupedinis, esta sola lo es para México. Aquí se celebran las ferias o mercados, se hacen las almonedas y se en­cuentra toda clase de mercancías; aquí acu­den los mercaderes de toda esta tierra con las suyas, y en fin, a esta plaza viene cuanto hay de mejor en España".

 

La arquitectura del palacio ocupa buena parte del dialogo. De pronto Alfaro pregunta:

 

"¿Qué son aquellas gentes que en tanto nú­mero se juntan en los corredores de palacio y que a veces andan despacio, a veces aprisa, ora separan, luego corren, tan pronto gritan como se callan, de modo que parecen locos?"

 

Dice Zuazo:

 

"Son litigantes, agentes de nego­cios, procuradores, escribanos y demás, que apelan de los alcaldes ordinarios a la Real Audiencia, que es el tribunal superior."

 

A continuación, se meten todos en el palacio a ver los salones y nosotros los esperamos fuera hasta que llegan a la confluencia con la calle de San Agustín,

 

"no menos ancha que la de Tacuba",

 

que hace que Zuazo nos diga algo sobre el estado de las calles de México:

 

“Otras muchas hay tan buenas como ésa, sólo que les falta el empedrado. Pero contem­pla detenidamente cuánto adornan y enrique­cen la plaza los portales que viendo al oriente quedan al lado, pues el palacio está hacia el mediodía”.

 

Arriba de estos portales se encon­traba el cabildo y

 

"por enfrente vemos ense­guida la casa de la fundición, no menos mag­nífica que la del cabildo. En un amplio local del piso bajo están como encerrados los oficiales que sellan plata; y para evitar fraudes tienen prohibición de ejecutarlo en otra parte. En los portales bajos del palacio se hacen también las almonedas públicas, y los oficia­les reales pesan las barras de plata para co­brar él quinto de su majestad. Este segundo lado de la gran plaza se cierra con las casas llamadas de doña Marina (no es la Malinche), que siguen a los portales. Una acequia que corre hacia la laguna es de grandísima utilidad a esta hermosa hilera de pórticos y gale­rías, pues cuanto necesitan los vecinos se trae por ella desde muy lejos en canoas go­bernadas con varas largas, que los indios usan en lugar de remos.

 

Cervantes Salazar se muestra a continuación buen conocedor de la historia de la ciudad. Dice Zamora:

 

"El terreno en que ahora está fundada la ciudad todo antes era agua, y por lo mismo los mexicanos fueron inexpugnables y superiores a todos los demás indios. Como habitaban en la laguna, hacían a mansalva excursiones contra los vecinos, va­liéndose de grandes troncos ahuecados, que usaban por barcas. Ningún daño recibían de los enemigos, pudiendo recogerse a sus casas como a asilo seguro, defendido por la natu­raleza."

 

Alfaro preguntó cómo pudo Cortés ganarla, a lo que Zuazo contestó aludiendo a los famosos bergantines. Aunque no la men­ciona ahora, la prolongación de la calle de Ta­cuba era llamada de las Atarazanas, porque desembocaba en el lago, en el edificio cons­truido para protección de estos barcos pe­queños.

 

A estas alturas del diálogo ya habían lle­gado frente a las casas nuevas de Cortés, que ocho años después serían la sede permanente del gobierno colonial. El comentario de Alfa­ro revela que eran ya construcciones formida­bles:

 

"¡Cuán extensa y fuerte es su fachada! De arriba abajo son todas de calicanto, con viguería de cedro; por el otro lado dan a la acequia; divídense en tres patios, rodeados cada uno de cuatro grandes crujías de piezas; la portada y el zaguán corresponden al resto del edificio."

 

De pronto Alfaro descubre una pequeña iglesia en medio de la plaza. Pregunta qué es y se sorprende de que le informen que es la catedral. En efecto, para 1554, la catedral de México era un templo muy pequeño y pobre. El forastero se ve precisado a comentar:

 

"Da lástima que en una ciudad a cuya fama no sé si llega la de alguna otra y con vecindario tan rico, se haya levantado en el lugar más pú­blico un templo tan pequeño, humilde y po­bremente adornado; mientras que en España no hay cosa que a Toledo (ciudad por lo demás nobilísima) ilustre tanto como su rica y hermosa catedral. Sevilla, ciudad opulentísima, es ennoblecida por su excelso y aún mucho más rico templo. Pero qué mucho, si hasta las iglesias de los pueblos son tan nota­bles y tan superiores a los demás edificios, que siempre es lo más digno de ver que hay en cada lugar."

 

Al pobre de Zamora no le quedó más que decir que no tenía rentas y que en cinco años no tuvo prelado, pero que el arzobispo Montúfar vería de hacer un templo como se debe. Lo que también es cier­to es que existían en la Ciudad de México entonces buenos edificios para las iglesias mayores de cada una de las tres órdenes que había: San Francisco, San Agustín y San­to Domingo.

 

Pasan caminando  por la actual calle de Seminario, frente al palacio arzobispal, que gustó mucho al visitante, quien pregunta:

 

"Pero sin salir de esta misma acera ¿qué es aquella casa última junto a la plaza, adornada en ambos pisos por el lado del poniente, con tantas y tan grandes ventanas, y de las que oigo salir voces como de gentes que gritan?"

 

Zuazo:

 

"Es el santuario de Minerva, Apolo y las Musas: la escuela donde se instruyen en ciencias y virtudes los genios incultos de la juventud; los que gritan son los profesores."

 

Se refieren, naturalmente, a la recientemente fundada universidad de México. Y con esto abandonamos a los visitantes.

 

Este vivo e interesante testimonio de Cervantes de Salazar se ha visto plenamente confirmado por un plano del centro de la ciudad que se conserva en el Archivo de Indias. en Sevilla. La fecha del plano se ha calculado entre 1562 y 1566. Representa la plaza ma­yor, un rectángulo limitado al Sur por la gran acequia de palacio, en que se ven tres puen­tes para cruzarla. Aunque no aparece en el plano, hacia ese lado sur se encontraba y se encuentra aún el edificio del cabildo. Al este, limita la plaza la calle de Itztapalapa, y en ella aparece representado el palacio del vi­rrey, en su reciente local de las casas nuevas de Cortés; un letrero abajo dice: "Casas rea­les". Siguiendo hacia el norte por esta calle, aparecen los solares de palacio a su costado, solares que un tiempo fueron caballerizas de Cortés; se cruza la calle donde están las casas arzobispales y se desemboca en la inter­sección con la calzada de Tacuba, en cuya esquina se encuentran las “Casas de Avila”. Recorriendo al oeste la calle de Tacuba, se ve al norte una construcción larga sin rótulo -casas y tiendas- y al sur un edificio que dice "Estas son las escuelas", refiriéndose evidentemente a la Universidad. Entre Tacu­ba y la calle de San Francisco, en la acera poniente, aparece un  castillo torreado, que es la casa de Cortés. Al centro del plano, li­mitando por el norte la plaza mayor, se en­cuentra a la izquierda el pequeño edificio de la "iglesia mayor", y a su derecha un solar que dice: "El cimiento de la Iglesia".

 

Este plano es un precioso testimonio que sirve para dar una idea del estado de México en esos años. Los edificios son, como refería Cervantes, medio fortalezas, sólidos y pesados. Este ambiente austero de la ciudad se va perdiendo paulatinamente conforme entra más el siglo. Otro plano del Centro de la ciudad, de fecha de 1596, la muestra ya más ligera y sin ataduras por la preocupa­ción ya para entonces desvanecida de un ataque de los indios.

 

Aparte las construcciones de la plaza, que eran las céntricas, existían ya gran núme­ro de iglesias. De éstas, las más importantes eran la de San Francisco el Grande, que daba frente por el occidente al sitio más poblado de indígenas, y que llegó a ser un edificio sun­tuoso, desgraciadamente destruido ahora casi por completo, que se localizaba frente a la ac­tual calle de San Juan de Letrán. Existía también otro templo riquísimo de San Agustín, local que ahora ocupa la Biblioteca Nacional. Y finalmente el convento de Santo Domingo, en la actual plaza del mismo nombre.

 

El plano de 1596, que se encuentra tam­bién en el Archivo de Indias, muestra el cen­tro de la ciudad. Aparecen allí las casas del cabildo, el palacio, las casas arzobispales, el mayorazgo de Guerrero, las casas de Cor­tés, la catedral en construcción y la Real y Pontificia Universidad en el lugar que ocu­paría en definitiva. Este plano localiza los edi­ficios en el mismo sitio que conservaron, de­dicados a esos fines, durante el resto de la época colonial.

 

No tenemos una estadística correcta de la población de la ciudad en el siglo XVI. Es difícil, por lo demás, aventurar cifras, pues aun los especialistas no llegan a un acuerdo sobre el asunto. Para el siglo XVII hay datos que en su mayoría son muy abultados. La población se componía de españoles, criollos, indios, castas y negros. Desde luego, los in­dios formaban el mayor núcleo de población. Los más reducidos eran los españoles y los negros. Puede creerse que el número de habi­tantes era variable, tanto por la afluencia de visitantes y comerciantes y gentes que iban a la corte virreinal a despachar sus asuntos, como por las no infrecuentes catástrofes -inundaciones y epidemias- que diezmaban la población en poco tiempo. Quizás un cálculo conservador para mediados del siglo XVII sea el de 50.000 habitantes. Debe tenerse en cuenta que la población indígena, al principio muy numerosa, decreció considerablemente en el transcurso de los tres siglos y que, naturalmente, la población criolla y mestiza fue aumentando. Por ello, la vieja traza que encerraba a la población blanca o europea bien pronto fue sobrepasada.

 

Uno de los más bellos testimonios sobre la ciudad es el muy célebre de Juan Gómez de Trasmonte. Se trata de una visita en pers­pectiva que muestra toda la ciudad y parte de sus alrededores, hecha en 1628. Arriba, correspondiendo al oriente, se ve la laguna de Texcoco y en su medio el Peñón. Defiende la ciudad contra las aguas el "albarradón de San Lázaro". La gran calzada que sale de abajo (el poniente) y cruza toda la ciudad es la de Tacuba. En el centro se marcan la plaza mayor, con una fuente en medio; con la le­tra A, el palacio real; con la letra B, la cate­dral y a su lado este (letra D), las casas arzobis­pales; dando frente al templo, la Universidad (letra F) y las casas del cabildo (letra C). Abajo, al poniente, la Alameda (letra G).

 

A la izquierda de la calle de Tacuba, al norte, muestra el pueblo de Santiago Tlate­lolco. Entre éste y la calle de Tacuba, un sector interesante de la ciudad, que contiene tres iglesias importantes: el  Carmen (n.0 6), Santo Domingo (n.0 3) y San Pedro y San Pa­blo (n.0 4). Al Sur de Tacuba y a la derecha de la vista se representa, en primer plano, la Alameda, que es donde termina el largo acueducto de Chapultepec. Contraesquina de la Alameda, un solar por medio, por la calle que va al sur aparece, con el número 1, el tem­plo de San Francisco. Descollando entre todos, en el sector sur de la ciudad, se ve el templo de San Agustín(n.0 2).

 

En la vista de Gómez de Trasmonte figu­ran 18 conventos de religiosos. De los fran­ciscanos (los más antiguos evangelizadores), existían en 1628: San Francisco el Grande, Santiago Tlatelolco, San Diego y Santa Ma­ría la Redonda. De los agustinos: San Agus­tín, San Pablo, San Sebastián y Santa Cruz y Soledad. Los dominicos tenían: Santo Domingo y Porta Coeli. La Compañía de Jesús, llegada tardíamente a México, tenía: la Pro­fesa, la Casa de Estudios de San Andrés, San Pedro y San Pablo y San Ildefonso. Los mer­cedarios contaban con dos conventos: La Mer­ced y Belem de los Mercedarios. Dos, también, tenían los carmelitas: El Carmen y Nuestra Señora de Monserrate.

 

En la época de la vista, la ciudad contaba con los siguientes conventos de monjas: La Encarnación, Santa Inés, Santa Teresa, Je­sús María, La Concepción, San Lorenzo, Las Descalzas, Santa Clara, San Juan de la Peni­tencia, Regina Coeli, Santa Mónica, que se llamó San José de Gracia, Las Recogidas y San Jerónimo. Había además ocho hospitales: el fundado por Hernán Cortés, el más antiguo de todos, Hospital de Jesús; Hospital Real de los Indios; Hospital del Amor de Dios o de las Bubas, fundado por el arzobispo Zumárraga; El Espíritu Santo; Hospital de San Juan de Dios; Hospital de la Misericordia y,  final­mente, el de San Hipólito para ancianos y dementes.

 

Los colegios que aparecen en esta perspectiva de Gómez de Trasmonte son: San ­Juan de Letrán, de primeras letras, fundado en tiempo del virrey Antonio de Mendoza; Santa María de Todos Santos, establecido en 1573 para becar estudiantes distinguidos de escasos recursos; el Colegio de Niñas, asilo para mestizas, y el colegio de Cristo, que dejó de funcionar a principios del siglo XVII.

 

Un estudio detenido de la vista de 1628 convence de los enormes progresos que había hecho la primitiva ciudad fortaleza. Basándose en este testimonio ha dicho Francisco de la Maza sobre la transformación de la ciudad:

 

"Si la traza resultó moderna, el alzado fue an­tiguo, porque las primeras casas fueron poco menos que pequeños castillos feudales con torres, almenas y fosos. Así duró la ciudad hasta principios del siglo XVII, en el que fue cambiando su rudo aspecto por el más amable de casas renacentistas, platerescas o mudé­jares, y templos con bóvedas y cúpulas."

 

El siglo XVII es el de la estabilización del virreinato. Es cuando cuaja ya la nueva realidad y se asienta todo lo que se removió con la conquista y los intentos de establecer una administración. Es cuando se definen los grupos sociales que permanecerán  durante toda la colonia: españoles administradores o comerciantes más ricos o más pobres; criollos ingeniosos y derrochadores, celosos de privilegios, decidores y en busca de lo propio; mestizos y castas, especie de inframundo casi olvidado  por las leyes, mano de obra que em­pieza a ser fundamental, vagabundos y asaltan­tes, carne de patíbulo en su mayoría, que van a dar la sorpresa de ser el fermento nuevo del país; los indios, sometidos y protegidos, explo­tados y mimados, reducidos a sus cultivos mi­serables o los trabajos que se les imponían; y los negros, escasos, esclavos de las buenas familias. Mucho lujo y mucha miseria, como ad­virtieron inmediatamente los más despiertos de los viajeros.

 

La ciudad, hacia la segunda mitad del siglo XVII, era abigarrada, confusa y con­trastada. Capital de un territorio cada vez más grande; opulenta corte virreinal a que acudían cuantos creían merecer favores; sede de la Audiencia Real más importante en mi­les de leguas a la redonda, llena de pleiteantes y quejosos; el cabildo de la ciudad, tradicional y decadente, viviendo de pasadas glo­rias; los nobles de abolengo, con grandes casonas y malas finanzas; los descendien­tes de conquistadores y primeros pobladores, sin nobleza de grandes ínfulas y constantes quejas; el clero regular y secular, enfrascado en serios asuntos políticos y en competencias por hacer templos a cual más lujoso, pasado ya el fervor misionero y en pleno fervor la discordia entre criollos y gachupines por los cargos importantes; los estudiantes alborota­dores, que más de un quebradero de cabeza dieron a las autoridades; las tertulias amenas y las diversiones muy escasas; las lecturas de vidas edificantes; el arrobo de las monjas; la mansedumbre de indios y miserables rota en estallidos de violencia cuando el hambre se hacía intolerable y llegaban hasta pegar fuego al cabildo; las graves disputas de autori­dad entre el virrey y el arzobispo, que ponían en riesgo la seguridad de la colonia; los personajes pintorescos como Lampart, Treviño, la Monja Alférez o el Tapado; las campanas de aviso de la flota, con noticias de guerras que no importaban y cambio de reyes que nunca se verían; los arcos de triunfo para la entrada de los virreyes, presencia física del rey; los corrillos para comentar noticias de las tierras fronteras con el virreinato, donde ha­bía indios sin someter; la milagrería criolla; los chismes sobre el martirio de algún apostólico varón de Tierradentro; las carrozas y paseos; los deliciosos jardines de canoas y chinampas y adornados por la paciencia de los indios; la hediondez de las acequias; el miedo a las inundaciones, y tantas cosas más que dan su carácter en este siglo XVII a la que fue principal ciudad española en el Nuevo Mundo. La Ciudad de México se extasiaba en sí misma y sus naturales le cantaban loas que nunca merecieron Roma ni Toledo.

 

Todavía tenemos un testimonio más de finales del siglo. En 1695, fray Agustín de Vetancurt describe a grandes rasgos, en su Teatro mexicano, la ciudad en que le tocó vivir:

 

“La planta es cuadrada, con tal orden y concierto, que todas las calles quedaron pa­rejas, anchas  de a catorce varas, y tan igua­les, que por cualquiera se ven los confines de ella; quedó de acequias en cuadro cercada, con otras tres que atraviesan de oriente a po­niente la ciudad, para la comunicación del bastimento que entra por canoas; los barrios y arrabales de ella quedaron para la vivienda de los indios, con callejones angostos y huerte­cillos de camellones con acequias, como los tenían en su gentilidad, donde siembran flo­res y plantan sus arboledas... Los edificios tienen altos y bajos, con vistosos balcones y ventanas rasgadas de rejas de hierro labra­das con primor... por las calles donde hay acequias tienen puentes de calicanto fuertes, para pasar del ancho de las calles siendo és­tas las más, empedradas, y con ser que todo el año no cesan los empedradores de aderezar­las, es tanto el concurso de las carrozas, que no acaban de componerlas... tiene tres plazas, donde no cesa el contrato, así de las casas del comercio de ropas como de bastimentos y de comidas: la principal y mayor al poniente del Palacio (actualmente llamada "Zócalo"); la del Volador, que es de las Escuelas (la Universidad, plaza que ya no existe) y la del Marqués (tampoco existe, quedaba en la calle de Monte de Piedad)... los montes dan su leña y maderas; las sierras, piedras dife­rentes; de Santa Marta la piedra liviana como piedra pómez (tezontle); la de los Remedios de cantería; la de Tziluca piedra dura para casas y la blanda para cornisas y capiteles y la de Calpulalpan piedra de jaspe blanco y de alabastro... Hay mesones y hospitales para caballeros y plebeyos; bodegones donde co­men; garitas en las plazas, donde hay quien bata chocolate y cocineras que venden sus guisados... si el año de 1607 se apreció (el valor de la ciudad) en veinte millones y el año de 1637 en cincuenta millones, después acá habrá crecido en valor, en que se han labrado más de veinte suntuosos templos y millares de edificios, que apenas hay calle donde no se labren o se aderecen casas..."

 

Al iniciarse el siglo XVII, el poeta Bernardo de Balbuena, en su celebérrima Grandeza mexicana, poema dedicado a la exaltación de la joven ciudad, había señalado este mismo proceso de urbanización.

 

Toda ella en llamas en llamas de belleza se arde,

y se va, como fénix, renovando,

que es ver, sobre las nubes, ir volando

con bellos lazos, las techumbres de oro

las de ricos templos que se van labrando.

 

Las inundaciones de la ciudad de México y el desagüe del Valle.

 

La ciudad prehispánica de México-Tenochtitlan se fundó en un islote en medio del lago de Tetzcoco. La rodea­ban cinco lagos: Xaltocan, Zumpango, Tetzcoco, Xochimilco y Chalco, y, aunque el enorme proceso de desecación llevaba ya milenios, hubo siempre el riesgo de inundaciones. Ocurría que en las crecidas por las fuertes lluvias, las lagunas de Xaltocan y Zumpango desaguaban sobre la de Tetzcoco, cuyo nivel subía tanto que anegaba la ciudad. El año 1466, gobernando Mocte­zuma Ilhuicamina, ocurrió la primera grave inundación, que duró mucho tiempo. El monarca azteca llamó a Neza­hualcóyotl de Tetzcoco a consulta y se propuso hacer una albarrada de madera y piedra, dique gigantesco y eficaz de unos 16 kilómetros. Con este dique se dividió el lago en dos partes; el oriente y mayor, lago de Tetzcoco, y el poniente, lago de México, con lo que se logró, además, reservar en el de México el agua dulce que se vertía sobre el salobre lago de Tetzcoco.

 

En 1499, gobernando Ahuitzotl, se pidió a Coyoacán agua de sus manantiales. Pese a la prudente advertencia hecha por el señor coyoacano de que en ocasiones el agua se desbordaba, se construyó un acueducto el cual inun­dó por segunda vez la ciudad. Todavía hubo otra inundación prehispánica en tiempo de Moctezuma II.

 

La ciudad colonial también padeció el terrible azote de las aguas. Como cosa curiosa se observó que, entre 1520 y 1524, las aguas de la laguna disminu­yeron notablemente, por lo que la po­blación creció sobre lo desocupado por las aguas. Pasado el tiempo, se notó que algunos aguaceros fuertes ponían en peligro la ciudad, pero no se intentó nada en firme para precavería hasta que el 17 de septiembre de 1555, cayó una fuerte lluvia que inundó Mé­xico varios días. El cabildo tomó algu­nas medidas y el virrey Velasco decidió hacer un albarradón más próximo a la ciudad que el antiguo de los indios. En efecto, antes de la mitad del año siguiente estaba construido el célebre al­barradón de “San Lázaro”. Pero en todo el siglo XVI, a pesar de que se su­frió otra inundación en el año 1580, no se hizo más que reparar calzadas, desa­zolvar y construir diques.

 

Por agosto del año 1604 llovió tanto que la ciudad volvió a anegarse, esta vez casi por un año, y se cayeron natu­ralmente muchas casas. El virrey Mon­tesclaros ordenó reparar las calzadas y revivió algunos proyectos para desa­guar las lagunas, pero no se hizo nada. Como estaba visto que se requerían muchas amargas experiencias para que las autoridades se animaran a co­ger -por decirlo así- el agua por los cuernos, el año 1607 se presentó una inundación todavía más seria, que llegó a derribar edificios ya más grandes y que obligó a la gente a habitar sólo en segundos pisos. Don Luis de Velasco, segunda vez virrey, convocó a juntas y reunió a expertos que presentaron pla­nes y proyectos para el desagüe de la laguna. A la postre se resolvieron por el de Enrico Martínez -alemán avecin­dado en México-, que propuso desviar el río Cuautitlán haciendo un tajo hasta Nochistongo.

 

El virrey pregonó la obra y se em­pezaron a reunir indios que harían la enorme fosa que convertiría el valle de México, de cuenca cerrada natural, en cuenca abierta artificial. El 28 de no­viembre de 1607, desde Huehuetoca, el virrey Velasco inauguró la más fabu­losa, cara y sangrienta empresa de ingeniería que se intentó jamás en Nue­va España. Los trabajos empezaron el 30 de noviembre de ese año. A me­diados de 1608, el virrey visitó el tajo abierto y el cerrado. En once meses, con pala y azadón, estaba concluido el socavón o galena subterránea, que te­nía cerca de 7 kilómetros de largo y 3,5 metros de ancho por 4 de altura. Más de 60.000 indios se ocuparon en la obra, que dirigió Enrico Martínez.

 

En octubre de 1608 se concluyó la obra, pero bien pronto se empezaron a producir derrumbes por la tierra floja que arrastraban las aguas. Martínez inició el revestimiento de mampostería para el socavón. En 1611, los enemigos del ingeniero cosmógrafo rindieron al rey un informe contrario a la obra. El monarca envió, en 1614, al holan­dés Adrián Boot para reconocer la obra, lo cual una vez hecho, le permitió dic­taminar que no servía.

 

Enrico Martínez cayó entonces en desgracia, pero se las arregló para seguir trabajando en su proyecto.

 

En 1623 el virrey Gelves visitó las obras. Ante una reunión de expertos en Huehuetoca, su excelencia no en­tendió nada, por lo que decidió hacer la experiencia de volver las aguas a sus cauces normales hacia la laguna, según dijo “para acabar de entender el caso” y ver quién tenía razón. En abril se suspendieron las obras de Enrico Martínez. Otro porrillo de opiniones y dictámenes sobre el asunto mientras las aguas del experimento crecían y crecían. El suce­sor del científico Gelves, marqués de Cerralvo, ordenó que se reiniciaran las obras, pero, claro, ya tarde; el aguacero que la historia recuerda como de "San Mateo", por haber caído el 21 de septiembre, inundó por completo la ciudad por más de cuatro años, con lo que acabó la experiencia de Gelves.

 

México fue por todo ese tiempo un "cadáver de piedra hundido en crista­lino sepulcro", como escribió un poeta de entonces. Se dice que perecieron 30.000 indios a consecuencia de la inundación y se llegó a pensar en cambiar la capital. Se corrió la voz de que Martínez era el culpable y fue a dar con toda su ciencia en la húmeda cárcel, de donde salió poco después para volver a las obras, Martínez murió en 1632 y su obra fue continuada durante más de dos siglos, hasta que se logró salvar a la ciudad del peligro de las inundacio­nes, y ahogaría en una nube de tierra.

 

Bibliografía.

 

Galindo y Villa, J. Historia sumaria de la Ciudad de México, México, 1955.

 

González Obregón, L. Las calles de México, México, 1944 (2 vols.). México viejo y anecdótico, Buenos Aires. 1945.

 

Meza, F. de la La Ciudad de México en el siglo XVII. México, 1958.

 

O'Gorman, E. Reflexiones sobre la distribución urbana colonial de la Ciudad de México, México, 1938.

 

Toussaint, M.  Fernández, J y Gómez de Orosco, F. Planos de la Ciudad de México, siglos XVI y XVII, México, 1938.

           

Valle Arizpe, A. del, Historia de la Ciudad de México según sus cronistas. México, 1945.

 

65.            Los hospitales de Nueva España en los siglos XVI y XVII.

Por: Elías Trabulse.

 

Orígenes y funcionamiento.

 

De las colonias hispánicas de ultramar fue quizá Nueva España la que mayor tra­dición hospitalaria tuvo durante los tres si­glos que duró la dominación española. Si­multánea a la labor evangelizadora y a la construcción de templos y monasterios vemos aparecer, desde época temprana, el dispen­sario, que por lo general se ubicaba a un costado de estos últimos.

 

La creación de hospitales no fue, sin em­bargo, labor exclusiva de las órdenes religio­sas. En ella intervinieron también los reyes, los virreyes, los cabildos, los indios princi­pales y algunos acaudalados filántropos, lo que fue sin duda un factor determinante en la erección y conservación de los múltiples no­socomios que se dispersaban, prodigando sus valiosos socorros, en buena parte del terri­torio del virreinato. Hacia fines del siglo XVI eran en número de 150 aproximadamente y salvo algunos que se cerraron, en el siglo siguiente su número aumentó, debido prin­cipalmente al arribo a playas novohispanas de órdenes hospitalarias tales como los betlemitas.

 

El siglo XVIII no sólo erigió nuevas y eficientes instituciones hospitalarias para todas las clases sociales, sino que asimismo esta­bleció los llamados hospitales militares para cuidar de soldados y marinos. A este mismo siglo debemos el remozamiento de buena parte de los nosocomios que databan del si­glo XVI y cuyo estado era poco menos que ruinoso, siendo, por lo tanto, inadecuados para la delicada labor que desempeñaban.

 

El sostenimiento de los hospitales queda­ba, en un principio, a cargo generalmente del fundador quien lo dotaba de renta y casa, proporcionándole además los necesarios enseres y muebles para su debido funcionamiento. Cuando el bienhechor fallecía, el man­tenimiento recaía en la siempre exhausta finanza real o bien en algún patronato, que podía estar constituido por la sucesión del mismo fundador o bien por algún otro rico y pudiente filántropo que quisiese cargar con la institución.

 

La labor que desempeñaban los dispen­sarios y nosocomios públicos del siglo XVI no siempre era precisamente la de cuidar en­fermos, sino que en muchas ocasiones ser­vían de albergue para viajeros y caminantes ­o bien como asilo de desvalidos, cuyo nú­mero era cuantioso; de ahí la importancia so­cial de la labor que desarrollaban. El Primer Concilio Provincial Mexicano, reunido en el año 1555, captó los alcances y beneficios de dicha labor cuando insistió en lo necesario que era, tanto para los indios pobres de los pueblos como para los forasteros que a ellos acudían, que hubiese un hospital donde los necesitados fuesen recibidos y atendidos, así como los pobres y, por supuesto, los enfer­mos y convalecientes.

 

Pero fue posiblemente en las terribles épocas en que las epidemias azotaban a las poblaciones, principalmente indígenas, cuando la labor de los dispensarios y hospitales era verdaderamente inapreciable. La mortífera viruela, traída a Nueva España por un negro anónimo, pero no por ello menos célebre, que venía con la expedición de Narváez, se cebó en las poblaciones de naturales provo­cando gran mortandad. A esta bien llamada "gran lepra" sucedió la "pequeña", la cual no era otra que el sarampión, que también ayu­dó al despoblamiento indígena y por ende a la Leyenda Negra. En el año de 1545, una epidemia azotó Tlaxcala, provocando, en aquellos en quienes recaía, fuertes hemorra­gias nasales y calenturas que pronto los con­ducían a la tumba. Más grave y virulenta que las anteriores fue la epidemia de "matla­záhuatl" o tifus exantemático, que devastó una gran porción del territorio de Nueva Es­paña entre 1576 y 1578. La mortandad fue masiva y principalmente de indígenas. Otras epidemias se desataron en 1588 y 1595 y a todo lo largo de los siglos XVII y XVIII.

 

A todas ellas hicieron frente los hospita­les que ya existían entonces o que se crea­ban ex profeso para contrarrestar la morta­lidad que acarreaba la epidemia.

 

Cabría mencionar, por último, que los nosocomios novohispanos prestaban servi­cios regulares, especializándose cada uno de ellos en el tratamiento de ciertos padeci­mientos, siendo las epidemias que acabamos de mencionar meros fenómenos esporádicos o de excepción. Conviene que repasemos someramente los principales de estos centros hospitalarios, tanto los creados en la capi­tal de la colonia como los que prestaban sus servicios en las más importantes ciudades provinciales.

 

Fundaciones del siglo XVI.

 

Motivos piadosos y de devoción llevaron a Hernán Cortés a fundar, hacia fines del año 1521, el llamado Hospital de la Purísima Concepción de Nuestra Señora. Sábese que el solar que se le destinó era conocido por el nombre de Huitzillán, que quiere decir lugar de colibríes. El pontífice Clemente VII concedió a Cortés el patronato de ese nosocomio, el cual estuvo inicialmente al cuidado de fray Bartolomé de Olmedo. El conquistador lo dotó de una renta regular, lo que favoreció que pronto  dispusiese de un amplio edificio con grandes salas y espaciosa iglesia. Hacia 1535 se había concluido la construcción de la sección oriental del edificio, lo que permi­tió que entrasen en funciones las primeras enfermerías y la botica. Se recibían pacientes aquejados de todos los males, excepción hecha de los sifilíticos y de los locos, aten­diéndose indiscriminadamente a indios y a españoles. El hospital llegó a contar, antes de su marcada decadencia provocada por pe­nurias económicas, con un selecto grupo de médicos tales como el emérito doctor Pedro López, Francisco de Soto y el mismo Bernardino Alvarez, quien sirviera ahí como simple enfermero antes de lanzarse a la tan­tas veces encomiada misión de fundar hospi­tales en las provincias.

 

Desde finales del siglo XVI se le llegó a conocer como Hospital del Marqués, aunque pocos años después, y a raíz de la donación de una imagen de Jesús Nazareno hecha al templo por una devota indígena, se le empezó a llamar Hospital de Jesús, nombre que conserva hasta la fecha.

 

En la iglesia yacen, en una urna, los retos de su fundador.

 

Otra pía institución, contemporánea casi de la anterior, fue el llamado Hospital del Amor de Dios, debido a la iniciativa de fray Juan de Zumárraga. Su primitivo objeto fue la atención de las enfermedades venéreas y contó para su sostén con el real patronazgo, aunque con el tiempo dispuso del apoyo fi­nanciero de algunos caritativos y acaudala­dos particulares. Durante dos siglos prestó valiosos servicios a los aquejados de dichos males, Contaba para ello con salas para en­fermos y enfermas y buenos servicios clíni­cos a cargo de un médico, un cirujano mayor y un cirujano segundo, varios enfermeros y enfermeras y sus ayudantes, dos "untadoras" de sales mercuriales, un barbero y un jara­bero. Un capellán se ocupaba del cuidado es­piritual de los enfermos, siendo quizá don Carlos de Sigüenza y Góngora el más señalado de dichos clérigos, no tanto por su santi­dad cuanto por sus conocimientos científicos e históricos.

 

También dentro de la capital del Virreinato fue erigido, hacia el año 1554, el Hos­pital Real de San José, que pronto fue cono­cido como el Real de Indios, debido a que se dedicaba casi exclusivamente a la atención y cuidado de estos últimos. Gozó también del patronato regio, así como de la valiosa co­laboración económica y espiritual de la orden franciscana, la cual costeó la ampliación que sufrió el primitivo edificio en 1568.

 

La construcción fue creciendo con el tiempo, merced a diversas aportaciones tan­to reales como particulares, por lo que hacia fines del siglo XVIII era ya un espléndido edificio con rica portada y amplio patio de gran valor arquitectónico. A un costado estaba la iglesia barroca del Divino Salvador, de espa­ciosa nave y delicada ornamentación.

 

Contaba este hospital con botica y ocho salas de enfermería bastante amplias, de las que una se dedicó a los hidrófobos; habita­ciones para los convalecientes, cocina, des­pensa, das roperías y un baño. Su personal lo constituían cinco capellanes, dos médicos y dos cirujanos, los cuales debían hablar el náhuatl y el otomí, así como varios practican­tes y enfermeros. Todos ellos eran. seglares, siendo el hospital durante muchos años decididamente laico en lo tocante a su administración, hasta que en 1701, por real cédula, pasó a ser custodiado por los Hermanos de San Hipólito, quienes duraron en este encar­go hasta 1741, año en que volvió a ser administrado por seglares. El hospital contaba, por otra parte, con una escuela anexa que impartía eventualmente cátedras de anatomía y cirugía.

 

Hospital e iglesia fueron demolidos com­pletamente en el año 1935, salvándose sólo la espléndida portada del edificio.

 

Los ya mencionados hermanos hipólitos fundaron, a iniciativa del santo y caritativo varón que fue Bernardino Alvarez, el primer hospital de dementes que hubo en América y que se puso bajo la advocación de San Hi­pólito.

 

Todavía dentro de la Ciudad de México cabría mencionar, por último, tres institu­ciones hospitalarias de importancia. En pri­mer término está el hospital de San Lázaro, creado alrededor de 1524 por el empeño que en ello tuvo Hernán Cortés. Este nosocomio duró en funciones hasta 1862. Viene después el llamado Hospital de la Santísima Trinidad, anexo a la iglesia del mismo nombre y que prestaba sus servicios a sacerdotes enfermos, pasando luego a ser asilo y hospedería. Por último, conviene citar el hospital de Montse­rrat, creado con el fin de combatir la terrible epidemia de "matlazáhuatl" del año de 1576 y que ya mencionábamos más arriba.

 

Al igual que en la capital virreinal, fueron numerosas las fundaciones hospitalarias creadas en las diversas regiones del virrei­nato en el siglo XVI. Desde 1535, y a inicia­tiva de fray Julián Garcés, se fundó en Perote el llamado Hospital de Nuestra Señora de Belem, que servía de albergue a los cami­nantes que recorrían el camino que unía México con el puerto de Veracruz. La recién fundada ciudad de Guadalajara contó, ya en 1557, con el hospital de la Santa Veracruz para el tratamiento de las enfermedades venéreas. Este nosocomio fue administrado desde 1606 por los hermanos de la Orden de San Juan de Dios, también conocidos como juaninos, aunque dejó de funcionar a prin­cipios del siglo XIX con la supresión de dicha congregación.

 

En el año 1562 fue creado en Mérida el hospital de Nuestra Señora del Rosario,. que tendría un notable florecimiento durante el sido XVIII. Siete años después Bernardino Alvarez fundó los hospitales de San Juan, en el Puerto de Veracruz, y de la Santa Cruz, en Oaxtepec. En este último residió el pro­tomédico Francisco Hernández y el no menos acucioso investigador fray Francisco Xi­ménez, así como el místico eremita Gregorio López. La benignidad del clima, unida a los medicamentos de origen vegetal que se uti­lizaban, hicieron de este centro de salud un lugar muy frecuentado por enfermos no sólo provenientes de todos los rincones del virrei­nato, sino aun de la audiencia de Guatemala y hasta del lejano Perú.

 

Campeche en 1540, Atlixco en 1581, Durango en 1588 y 1593 y Colima en 1599 vieron instituir se fundaciones pías de im­portancia. El puerto de Acapulco erigió el hospital llamado de Nuestra Señora de la Con­solación en el año 1575. Este establecimiento fue creado por el ya varias veces mencionado Bernardino Alvarez y tuvo una accidentada existencia durante el período colonial y parte del independiente. Fue destruido y recons­truido varias veces, llegando incluso a servir de bastión realista en la guerra de la independencia. Precisamente en una escaramuza sostenida entre Morelos y los ejércitos del. virrey voló el polvorín que éstos habían concentrado en el sufrido hospital, destruyéndolo casi totalmente. Empero, fue reconstruido con fines militares en 1814.

 

Para finalizar con las fundaciones provin­ciales del siglo XVI cabría mencionar el célebre hospital de San Roque, fundado por Alvarez en la Puebla de los Angeles en 1592, con el fin de atender a los dementes y locos. Ahí se asilaban también los llamados “llovidos”, que eran los polizontes que se ha­bían embarcado para las Indias sin autoriza­ción real ni inscripción. El sanatorio contaba con amplia huerta para cultivo de plantas medicinales y con un completísimo servicio clínico. El hospital duró como manicomio hasta el siglo XIX.

 

Fundación del hospital del Amor de Dios.

 

“El Emperador D. Carlos y el Cardenal Gobernador, a 29 de Noviembre de

1540.

 

“Por cuanto Don Fray Juan de Zumá­rraga, Obispo que fue de la Santa Iglesia de México, vista la extrema necesi­dad que entonces había en la dicha Ciudad de un Hospital donde se acogie­sen los pobres enfermos y llagados del mal de las bubas, le hizo a su costa y nos suplicó, que admitiésemos el titulo de Patrón del Hospital, y proveyésemos ­que se llamase e intitulase Hospital Real, y se mandó así; y aceptado el Patronazgo de él, para que Nos, y los Reyes fuésemos Patronos, y como tales proveyésemos lo conveniente al bien del Hospital y sus pobres, se mandaron poner en él nuestras Armas Reales, y que los Obispos que adelante fuesen de aquella Santa Iglesia, tuviesen la ad­ministración del dicho Hospital, y que las Constituciones que para él se hubie­sen de nacer, las hiciese el dicho obispo y nuestro Virrey, que entonces era de la Nueva España, y se mandó que los obispos que adelante sucediesen, diesen cuenta de la administración y rentas de él, sin que por ello hubiesen, ni llevasen interés alguno. Es nuestra voluntad, que todo lo susodicho se guar­de y cumpla con el Arzobispo que eso fuere de la dicha Iglesia, y con el Hospital, como hasta ahora se hubiere guar­dado y cumplido.

 

(El texto de este inciso se tomó de Recopilación de leyes de los Reinos de Indias).

 

Fundaciones del siglo XVII.

 

Menos numerosas, aunque no por ello menos importantes, fueron las fundaciones hospitalarias del siglo XVII.

 

La Ciudad de México contó con nuevos nosocomios administrados por órdenes religiosas dedicadas exclusivamente a la aten­ción y el cuidado de los enfermos. La labor de estas congregaciones de caridad dieron notable impulso a la labor hospitalaria, con sensible mejora de las prácticas seguidas has­ta entonces.

 

El hospital de San Juan de Dios, erigido en lo que en otro tiempo había sido el hos­pital de la Epifanía, para la atención de ne­gros, mulatos y mestizos, inició sus activi­dades en los primeros años del siglo XVII. Esta fundación fue el centro de operaciones de la Orden de los juaninos en Nueva España. Ahí se atendía a los enfermos de ambos sexos que estuviesen aquejados de cualquier padecimiento. Disponía de amplias salas, bo­tica y un excelente servicio de enfermería, ya que los mismos frailes hacían las veces de médicos y enfermeros.

 

A un costado del hospital y a la vera de la vieja calzada de Tlacopan está la hermosa iglesia de San Juan de Dios, la cual fue consagrada en el año 1729. La actual construcción data del último tercio del siglo XVIII, ya que en el año 1766 un devastador incen­dio consumió la vieja construcción y redujo a cenizas su espléndido retablo churrigueresco.

 

La congregación que más se distinguió, junto con los juaninos, en la labor hospitala­ria fue la de los betlemitas. Fundada por Pedro de Betancourt en Guatemala en el año 1653, llegó a Nueva España en 1673 a instancias de fray Payo Enríquez de Rivera. Pronto se les dotó de hospital, el antiguo de San Francisco Javier, y de rentas provenientes de un grupo de nobles filántropos. "El hospital -nos dice Rivera Cambas- ocupó un lugar central de la ciudad (la actual esquina de Tacuba y Filomeno Mata) y aún sobró espacio para extender las habitaciones; todo el interior era una magnífica exposición de las pinturas más afamadas; la portería y una espaciosa escalera que daba paso a los altos del hospital estaba revestida en sus paredes con pasos de la Historia Sagrada y con imágenes de santos en que se admiraban grandes obras de artistas nacionales; el locu­torio estaba adornado con cuadros de la vida de Nuestra Señora, de Rubens, obras de mu­cho precio. El espacioso claustro alto servía para desahogo de los convalecientes y en las paredes se veían muy buenos cuadros representando la vida y muerte de Jesucristo y de la Virgen y desde ahí se solazaban los conva­lecientes con hermosas vistas y magníficos panoramas, habiendo un bellísimo jardín adornado con primorosa fuente y las cruces suficientes para rezar las estaciones". Las funciones de este  nosocomio duraron hasta el año 1820, en que fue suprimida la orden betlemítica por un decreto de las cortes españolas.

 

Son dignos de mención los hospitales del Espíritu Santo y del Divino Salvador, fundados en los dios 1600 y 1680, respectivamente, y que fueron, por desgracia, des­truidos en las últimas décadas.

 

Las ciudades provinciales de Nueva Es­paña también recibieron los beneficios de las diversas órdenes hospitalarias que acabamos de ver y a las cuales conviene añadir la de los hipólitos. Orizaba funda un hospital en 1618, Celaya en 1623, Oaxaca en 1678, To­luca en 1695, administrados la mayoría de ellos o por los juaninos o por los betlemitas.

 

Así, a finales del siglo XVII las institu­ciones hospitalarias novohispanas cubrían gran parte del territorio del virreinato, cum­pliendo una labor social inestimable para la época.

 

Bibliografía.

 

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y Ezquerra Peraza, R.

 

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Muriel, J. Hospitales de la Nueva España, México, 1956.

 

Santiago Cruz, F. Los Hospitales de México y la Caridad de Don Benito, México, 1959.

 

66.            El despertar ilustrado.

Por: María del Carmen Velázquez.

 

Es difícil precisar cuándo empezaron los cambios que transformaron la sociedad colo­nial en el siglo XVIII. No es posible ver el origen de la transformación solamente en la política seguida por los gobernantes ilustra­dos de la casa de Borbón, según los nuevos conceptos del mundo y de la vida; pero tam­poco es posible restar importancia a las dis­posiciones que les dictó su "vigilante celo". Es igualmente difícil señalar hechos precisos y cambios bruscos y radicales que marquen el paso de la sociedad colonial señorial a la sociedad moderna; es más, parece que la tendencia, en el siglo XVIII, fue reforzar las disposiciones dadas en los anteriores. No obs­tante esto, es indudable que la sociedad del XVIII tiene carácter  propio, distinto del que tuvo la sociedad colonial del siglo anterior. No es posible decir cuándo se efectuó la transformación; sólo cabe hacer notar que a fines del XVIII aparecen matices, tonalidades, actitudes e instituciones que no encon­tramos a principios del siglo.

 

No estará demás insistir en que la sociedad colonial se parecía en todo a la española, puesto que fueron españoles los que la for­maron y le marcaron las directrices genera­les, pero no hay que olvidar que la sociedad colonial se organizó sobre la base de una población indígena muy numerosa. Tanto los pueblos de indios como la aclimatación de las disposiciones metropolitanas son lo que le da su carácter propio.

 

Sociedad novohispana de la primera mitad del siglo XVIII.

 

Al empezar el siglo XVIII, la sociedad colonial es la misma del anterior. La influencia del pensamiento renovador e ilustrado europeo no se dejó sentir en Nueva España en las primeras décadas del siglo. Quizás el primer indicio de un gobierno de tendencias dis­tintas fue la precipitada sustitución del virrey José Sarmiento de Valladares, conde de Moc­tezuma y Tula (1696 - 1701), por el arzobispo Juan de Ortega y Montañés, en noviembre de 1701. Pero sería muy aventurado afirmar que la sociedad colonial se percató, por este solo hecho, de las transformaciones que el cambio de dinastía en España traería al gobierno del virreinato.

 

A fines del año 1703, Antonio de Robles, lúcido y conciso cronista, consigna que aten­dían al gobierno civil del virreinato, en la Ciu­dad de México, el virrey, doce oidores y un corregidor. El eclesiástico lo llevaban el arzobispo de México y su chantre. Componían el cabildo metropolitano de 22 a 28 dignidades y había cuatro curas en la catedral. En el Tri­bunal del Santo Oficio, esto es, en la Inquisición, calificaban tres funcionarios, y seis obispos cuidaban de los fieles en las diócesis en que se había ido repartiendo la tierra conquistada. La lista de religiosos franciscanos, dominicos, agustinos, de la Merced, de San Hipólito, de la Compañía de Jesús y de otras órdenes religiosas seguramente era mucho más larga entonces que la de los alcaldes ma­yores y corregidores encargados del gobierno civil en las provincias o reinos.

 

El que fuese mayor el número de religiosos entre los rectores de la vida colonial no quiere decir que hubiera triunfado en Nueva España la conquista espiritual por predica­ción y ejemplo de buena vida, como querían los primeros franciscanos y dominicos veni­dos al Nuevo Mundo, ni la utopía de una vida sencilla y austera, como la del primitivo cristianismo, que propuso don Vasco de Qui­roga en Michoacán. La vida en el virreinato al iniciarse el siglo XVIII era áspera, vulgar, incómoda y llena de penalidades, no sólo para el indio conquistado, sino también para el español. La habían conformado así el abando­no, la superstición, el favoritismo y el desor­den de los monarcas de la casa de Austria. El virrey duque de Linares advertía a su su­cesor, el marqués de Valero: "Porque en este reino todo es exterioridad, y viviendo poseí­dos de los vicios que tengo referidos, les pa­rece a los más que trayendo el rosario al cue­llo y besando la mano a un sacerdote, son católicos; que los diez mandamientos no sé si los conmutan en ceremonias".

 

La intervención de la Iglesia en todos los actos de la vida diaria y en el gobierno de Nueva España fue poderosa durante todo el siglo XVII. En el XVIII, los Borbones españoles habrían de batallar por hacerse reconocer señores absolutos de sus reinos, sometiendo a su voluntad a todos los grupos sociales, a fin de imponer el gobierno ilustrado con el que querían lograr la felicidad de sus súbdi­tos. El fortalecimiento del poder real y de su influencia habría de ser a costa del de los eclesiásticos.

 

La sociedad clasista que inició el siglo es­taba compuesta de un gran número de indios, quizá millón y medio, en el corazón del vi­rreinato (arzobispado de México y obispados de Puebla, Michoacán, Guadalajara y Oaxa­ca), menos de medio millón de españoles peninsulares y criollos y otro medio millón más de mestizos, mulatos y africanos. No faltaron algunos asiáticos (filipinos y los llamados chi­nos) y extranjeros europeos (portugueses, franceses e ingleses), vistos siempre con recelo y vigilados por la autoridad. Había leyes y disposiciones precisas para el comporta­miento de indios y españoles; los demás se acomodaban en la sociedad como podían. Algunos, con el apoyo de los padres o del dinero; otros, sufriendo las intransigencias de una sociedad mojigata y amedrentada.

 

Por demás está decir que los privilegia­dos eran los españoles venidos de la penín­sula. Las supremas autoridades del virreina­to, virrey y arzobispo, encabezaban la lista de aquellos que merecían todo respeto y con­sideración. Su conducta era observada maño­samente por los novohispanos para ganarse su favor; y por los peninsulares, para intri­gar en la corte europea. No por estar distan­tes del rey estos personajes quedaban exen­tos de alabanzas o reprimendas. Cuando las reales cédulas eran de encomio, su posición en Nueva España se fortalecía, pero cuando eran de represión o de "disgusto" empezaban las murmuraciones y cuchicheos y sufría su autoridad. Sin embargo, los protegían de la falta de respeto local los signos externos de su posición eminente: instrucción, vivienda, vestidos y cortesías mandadas observar celo­samente. Como ellos actuaban los demás pe­ninsulares, quienes de hecho y derecho representaban la fuerza del poder real.

 

Aun para los criollos ricos era difícil fi­gurar con relevancia entre ellos. Don Fran­cisco de Anguita consiguió el puesto de oidor supernumerario de la Audiencia de México a costa de dispensas, en las que gastó 12.000 pesos por ser criollo y estar casado con criolla. Tras la llegada de un oidor de España, perdió el puesto. Viajó a Madrid, a pedir su restitución; la obtuvo, pero murió antes de volver a Nueva España. Don Antonio Vidal Abarca, otro oidor de México, fue promovido a la presidencia de la Audiencia de Guadala­jara. Al año, poco antes de morir, confesó que había gastado más de 100.000 pesos de la dote de su mujer en conseguir puestos de honor, por lo que le pedía perdón. Por otra parte, parece que el soborno era la manera de conseguir altos cargos en Indias en la corte de los Austrias españoles, pues por entonces se rumoreó que el marqués de Cañete había ofrecido 300.000 pesos por el puesto de vi­rrey  en el Perú.

 

Los eclesiásticos encontraban menos opo­sición para escalar los puestos. Entre ellos, ser criollo no era tan gran defecto. Hubo religiosos nacidos en el virreinato que llegaron a ser obispos, como, por ejemplo, Juan Igna­cio Castorena y Urzúa, oriundo de Zacatecas; fue a estudiar a España, residió en la corte y volvió a México, en 1699, de medio racionero de la catedral. Desempeñó otros muchos empleos y tuvo actuación distingui­da en los círculos cultos de la capital. Ter­minó sus días, en 1733, como obispo de Yucatán, respetado y querido por sus feligreses. Tiene el mérito de haber sido el primero que publicó un periódico en México, con el título de "Gaceta de México y Noticias de Nueva España". Sólo pudo sacar seis números, los correspondientes a los primeros seis meses del año de 1722. Según unos, porque fue nom­brado obispo y tuvo que dejar la capital; según otros, porque el público no demostró in­terés por la publicación y tenía que sufragar él todos los gastos.

 

La nobleza criolla, dueña de vastas ha­ciendas de labor y ganado, cedía, sin embargo, el lugar preeminente al gachupín venido de España. Aparecía al lado de los funciona­rios y las dignidades religiosas con gran os­tentación, pero en segundo lugar. Condes y marqueses prestaban sus casas para recibir y hospedar a visitas importantes venidas de la metrópoli, y sus coches, criados y vajillas de plata para los festejos y días de campo. Lograban, casi sin oposición, ser alcaldes de las villas importantes. El cabildo de la Ciu­dad de México lo componían generalmente una docena de criollos distinguidos. Contri­buían generosamente a la construcción de iglesias y conventos y al morir dejaban gruesas sumas a la Iglesia para obras pías.

 

Hubo criollos, descendientes de primeros y segundos conquistadores, que trabajaron sin alardes en el virreinato y cuya fama quedó sepultada entre sus vecinos más inmedia­tos, pues, como decía el licenciado Mota Pa­dilla, era común desgracia de los que servían distantes de quien los podía premiar, quedar sin remuneración por su lealtad. Otros se dedicaron a los placeres intelectuales haciendo “versos para honestar ocios” o sermones cul­teranos que pocos entendían. Habían aprendido a amar la tierra y a interesarse por lo que en ella acontecía. Empezaron a mirar como suya la obra de dos siglos de la corona española.

 

Pertenecían al grupo peninsular los comer­ciantes del Consulado de México. Se movían con holgura y facilidad tanto entre los fun­cionarios como entre los criollos ricos. Participaban activamente en la vida social de la capital, ostentando sus grados militares de miembros del Regimiento de Comercio en las funciones privadas y públicas. Era secreto a voces que los comerciantes se hacían ricos con la introducción fraudulenta de mercan­cías, a pesar de las órdenes estrictas y severos castigos que el rey dictaba para acabar con "ese desorden, tan repetido, perjudicial e intolerable". Fue ocupación particular de los comerciantes de México servir al rey como generales de la nao de China, llamada tam­bién galeón de Manila o Filipinas. En cuanto a quienes comerciaban con géneros traídos del Oriente, al rey no le cabía duda de que, tanto para ellos como para los del Perú, el negocio era el contrabando. Los riesgos que corrían en él eran grandes, ya que la navega­ción transpacífica era de las más penosas: cuatro o cinco meses embarcados en nave pequeña, atestada de mercancías. Muchas naos se perdieron en el océano y se ahogaron todos los pasajeros. Otros morían al desembarcar en Acapulco debido a la poca resistencia con que se enfrentaban al clima malsano del puerto. Cuando el gentilhombre de la nao brincaba a tierra antes de llegar a Acapulco para dar la noticia oficial del arribo de la nao, autoridades y comerciantes empezaban a prepararse para ver cómo defraudaban al fisco. Pero parece que para todo daba el comercio asiático, pues los que lo hacían tenían fama de muy ricos. Luis Sánchez de Tagle, dueño de una casa de comercio en México, que ha­bía sido gentilhombre de una nao de China, decían que había muerto contando una talega de dinero.

 

Entre los comerciantes hubo muchos plei­tos y diferencias, en los que tuvieron que intervenir la Audiencia o el virrey, pero, vistos desde fuera, presentaban un frente unido y el gremio era cerrado y exclusivo.

 

El cambio de costumbres que se efectué en el siglo XVIII es más perceptible en la clase alta que en las bajas. Los españoles y criollos modificaron sus maneras de proceder con mayor facilidad por recibir la influencia  eu­ropea  directamente. En la sociedad novohis­pana se advierten también influencias mu­tuas. Así como las clases bajas imitaban las costumbres de la aristocracia, deformándolas y adaptándolas a su medio, los españoles y criollos aflojaron la tensión que les imponían los viejos moldes castellanos y adoptaron el tono más despreocupado y ligero, más flexi­ble y propio de la tierra de los mestizos y castas.

 

Conviene señalar la diferencia entre las costumbres de la capital y principales ciuda­des de las provincias y las costumbres del campo. Lejos de los centros urbanos, el cam­bio es más lento e insignificante.

 

A pesar de que el monarca español pare­cía no querer dejar nada a la  iniciativa indi­vidual, y para ello dictó leyes y formuló ordenanzas, éstas no siempre fueron obedecidas puntualmente, pues la reiteración con que recordaba lo que tenía dispuesto nos lleva a pensar que, con bastante frecuencia, se olvi­daba o desatendía lo que el rey ordenaba para Nueva España.

 

Las diversas clases sociales se siguieron distinguiendo por la manera como vestían.

 

La aristocracia peninsular y criolla, a la usanza europea, con ropa española o francesa o confeccionada en Nueva España con artícu­los importados. Algunas ricas prendas mexi­canas o chinas, como rebozos, tápalos y mantones, formaban parte del ajuar de los adinerados. Las clases bajas se vestían de algodón o alguna otra tela del país, confeccionando sus ropas en una mezcla variadísima de es­tilos. Los indios descuidaron a tal grado sus vestidos, que, a fines del siglo, los virreyes tuvieron que dar severas disposiciones para que cubrieran su desnudez. Pero, a pesar de que los gobernantes sabían que los indios y castas se hacían "notables y aborrecibles" por su falta de aseo y decencia, la prohibición para que usaran los trajes de los españoles nunca fue levantada.

 

Las diferencias en los vestidos de los em­pleados en la administración, de capa y golilla, así como el uniforme militar y el hábito talar de los religiosos, eran muy notables e imponían restricciones para presentarse en público o frecuentar lugares públicos.

 

Desde principios de siglo se dejó sentir la influencia francesa en las modas, especialmen­te en los círculos elevados. Un  historiador dice: "Desde el día de Reyes del año de 1703 se presentaron los soldados de Palacio con uniformes franceses, llamando mucho la aten­ción del público los sombreros de tres picos, y desde entonces se comenzaron a mudar los trajes de hombres y mujeres, ajustándose todo al modelo de Francia".

 

El afrancesamiento se fue extendiendo y se dejó sentir en todas las manifestaciones sociales. Criados franceses que llegaban a Nueva España a servir a los nobles fueron silenciosos agentes del cambio. Sin embargo, la sociedad colonial, que muchas veces se sin­tió más castiza que la peninsular, recibió al principio con recelo las nuevas modas. Poco a poco se introdujo el uso de pelucas y se sustituyó la capa española por la casaca. Las mujeres conservaron el uso de la mantilla, que fue obligatoria en ciertos lugares públi­cos y sólo a al final del período colonial la aristocracia imitó el lujo y extravagancia de las modas francesas.

 

No fue por espíritu de tolerancia por lo que los monarcas europeos ilustrados dieron mayor soltura a su gobierno en el siglo XVIII, sino para adecuar la sociedad colonial a nue­vas exigencias. Esto se advierte cuando se habla de los tratamientos y cortesías que regían la vida social. Por ejemplo, sólo a los ministros de la Audiencia se les podía dar el tratamiento de Señoría, y a los oficiales militares nobles y a sus hijos, el de Don. El complicadísimo ceremonial con que se llevó a cabo el entierro del virrey Casafuerte que­dó como Modelo a seguir en funerales de la primera autoridad del virreinato.

 

Mucho hubo que enmendar en la Audien­cia. Un auto acordado prohibía a los empleados ir a "fiestas ni funciones algunas... que no sean de las signadas por Tabla porque se hallen más desembarazados para estudiar los pleytos". A los ministros togados se les prohibió que anduvieran visitándose, para que más desembarazadamente se hallaran en el cumplimiento de su obligación y se les exigió que no se ocuparan de otra cosa que no fue­ra estudiar los pleitos. La Audiencia como cuerpo podía en ciertas ocasiones cumplimen­tar al virrey, pero no a la virreina. No todos los empleados podían acompañar al virrey en actos públicos, ni mucho menos en su coche.

 

Desde el tiempo de la duquesa de Albur­querque, Juana Francisca de Armendáriz, mu­jer frívola muy conocida en España, se hizo costumbre que los virreyes tomaran a su cargo amueblar y alhajar el palacio. El duque aderezó el palacio y en el cuarto suyo y de la duquesa puso ricas y costosas colgaduras traídas de España, sin permitir que se pusie­ra en palacio ni un clavo prestado. Empezó desde entonces una competencia en lujos di­fícil de detener. Señal de que se intentó es la disposición de 1730 en la que se fijaba el va­lor de las alhajas de plata y oro que se la­braran en Nueva España y el Perú.

 

La vida de los hombres y las mujeres era bien distinta en la sociedad colonial. Los hom­bres de buena posición tenían sus ocupaciones en la mañana. Hacían todas sus diligen­cias con mucha parsimonia, sin precipitacio­nes; charlaban largamente con sus conocidos y se enteraban de las noticias. Volvían a su casa alrededor del mediodía, hacían una co­mida copiosa y después dormían la siesta. La tarde la dedicaban a paseos o visitas hasta la hora del chocolate, que tomaban en compañía, ya fuera en visita o en sus casas, en la tertulia que se hacía generalmente al ano­checer. Allí se discutían las noticias impor­tantes, tales como la llegada de cartas de Es­paña y los acontecimientos más notables de la ciudad. El modelo de buen vasallo era "ser un hombre temeroso de Dios y de su con­ciencia, de buena vida y costumbres, quieto, pacífico y honesto, quitado de ruidos y pen­dencias y que no hubiera dado que decir en la ciudad, por ser muy ajustado en sus pro­cederes".

 

Las mujeres llevaban una vida bastante regalada; ocupaban la mañana en arreglarse y componerse, hacían visitas a sus modistas, iban de compras, especialmente cuando aca­baban de llegar las mercancías de Veracruz o Acapulco. Terminaban su salida en la igle­sia, para oír misa y saludar a sus amistades.

 

Tanto en la capital como en las poblaciones pequeñas el balcón tuvo una gran impor­tancia como medio de comunicación con el exterior. La vigilancia que sobre las jóvenes se ejercía en la provincia fue más rígida que en la  capital, y la única manera para una jovencita de saber lo que pasaba en el exterior era asomarse al balcón. Estando en observa­ción en él, se conocían las costumbres de los habitantes del lugar, a qué horas se dirigían a sus ocupaciones, cuándo iban a la iglesia, qué vendedores entregaban mercancía y en cuáles casas, y quién visitaba a quién. Y, por la noche, fue el balcón el lugar en donde se concertaban los matrimonios.

 

Las castas y los indios vivían de manera muy distinta. Tanto en la ciudad como en el campo, su jornada era de sol a sol con pocas variantes. En las grandes haciendas, los tra­bajadores vivían en un mundo muy distinto al del amo. Este llevaba a su hacienda o ran­cho, hasta donde era posible, las comodida­des de que gozaba en la ciudad y entablaba relaciones sociales con sus vecinos de otras haciendas o de pueblos cercanos mientras vi­vía allí. Cuando él y su familia se ausentaban para pasar una temporada en sus palacios de la capital del virreinato o de la provincia, sólo quedaban en la gran finca los trabajadores y los capataces, suspendiéndose el intercambio social hasta su regreso.

 

En los pueblos, el cura y las autoridades principales, alcaldes, regidores, etc., desem­peñaban un importante papel, disputándose generalmente el predominio de la pequeña sociedad rural. Lejos de la autoridad central, su voluntad era casi ley y cada cual quería sacar mayor provecho de su alejamiento de la ca­pital. Los curas, quienes más bien escogían la carrera por necesidad que por vocación, se comportaban en las pequeñas comunidades como cualquier seglar. Muchos fueron acusa­dos de incontinentes y revoltosos.

 

La ganadería introdujo algunas modifica­ciones en los hábitos de los indios. Los pas­tores de ganado mayor, pero sobre todo de cabras y ovejas, fueron abandonando sus tra­dicionales ocupaciones. Lo que al principio de la conquista se hizo a lomo de indio, se hacía en gran parte, en el siglo XVIII, a lomo de mula. En general, el indio no usó las bes­tias para montarlas, pero éstas le ayudaron en muchas de sus más pesadas tareas.

 

Los indios de las parcialidades en las afueras de México eran la mano de obra ba­rata y compelida, por severos mandatos, a estar siempre a disposición de aquellos espa­ñoles que la requerían. Ya no vivían aparta­dos de los otros habitantes de la ciudad, pues poco a poco se habían ido instalando en ve­cindades, traspatios y accesorias de las gran­des casas y conventos. Cuando escaseaba el maíz y el pan, estos indios, a quienes muchos llamaron la plebe de la ciudad, se amotinaban, llenando la plaza mayor para recla­mar alivio a su hambre. Entonces se cerraban las puertas de  casas y conventos y los ala­barderos de la guardia del virrey se preparaban a rechazarlos. Generalmente lo lograban con ayuda de religiosos que salían arengando a los indios para apaciguarlos, aunque a ve­ces después de que muchos habían sido he­ridos y algunos muertos.

 

En los testimonios de comienzos del siglo ya se advierte la preocupación de las autori­dades virreinales por la situación en que ha­bía ido cayendo la población indígena. Se reconoce en ellos un principio de crítica social, la cual se fue acentuando con el correr de los años. El virrey Linares, por ejemplo, se com­padeció sinceramente de "los pobres indios". Por el año de 1716, en la Instrucción que dejó a su sucesor, sobre la sociedad de Nueva Es­paña, ciertamente urgido por escrúpulos de tipo moral, pero atendiendo especialmente a las distintas clases sociales, con gran melancolía, escribió sobre un reino como no había visto otro igual entre todos los que había recorrido: suave y apacible en su clima, fértil y hermoso en su naturaleza, barato por la abundancia, libre por sus costumbres, pero que caminaba a su ruina y desolación por el exceso de sus vicios. Los indios, a quienes su necesidad obligaba a servir, eran los úni­cos que trabajaban de verdad y en pésimas condiciones, por añadidura. Para ellos no ha­bía artilugios, ni componendas, ni beneficios, sólo ásperas condiciones de trabajo, pues si se quejaban, un juez daba la razón a la parte que tenía más dinero.

 

La sociedad indígena permaneció, sin em­bargo, al margen de la sociedad española, en mutua incomprensión y desconfianza. Se ad­vierte, en cambio, la influencia africana, más poderosa en su vida por el crecimiento del grupo mestizo y mulato. A la mezcla del cul­to católico y pagano se sumaron las brujerías y conjuros de los africanos. Un considerable número de mujeres africanas y mulatas en­señaron a los indios sus hechicerías y brujerías. Los objetos más diversos les sirvieron para el culto de las deidades ocultas: clavos de ataúd ya enterrados, para provocar cojera o invalidez; orejas de gato cosidas a la ropa, para doblegar la voluntad; dados preparados, enterrados en cementerio, para ganar en el juego; huevo de gallina puesto en Jueves San­to, para conseguir el intento propuesto; pol­vos de huesos, entrañas, pájaros muertos, etc. No obstante que las burdas creencias pertenecían a las clases bajas de la sociedad, algunas penetraron en círculos menos ignoran­tes. Fue claro empeño de las autoridades en esta época luchar contra la superstición de tal tipo.

 

Las diversiones en que participaron los indios fueron muy escasas: las fiestas de los patronos de sus pueblos, las grandes fiestas de la Iglesia, el tianguis o mercado. Pero, aflojado el rigor de tiempos pasados, empie­zan a ser frecuentes distracciones no ortodoxas. Un denunciante confesó que "en la calle del Burro hay una capilla en la que los do­mingos por la tarde, desde las cuatro a las oraciones o después de la noche, se juntan varios sujetos de ambos sexos, en la que se aparentan dos religiones, fingiéndose unos dominicos y otros franciscanos, los que cele­bran sus fiestas revistiéndose, confesando a las mujeres y predicando, terminando todo esto con un baile de Pan de Jarabe, etc. Asis­ten a esta capilla indios, negros, españoles y gente de bajos oficios''. La decepción con que muchas autoridades se refieren a los indios en esta época por su desnudez, supersticiones e indiferencia no es general. Hay quien vio cualidades en ellos y apreció su pasado gentil.

 

El tribunal de la Acordada.

 

Por lo que revelan documentos que ahora se han estudiado, era cierta la exposición del virrey marqués de Valero al rey, en 1721, cuando asentaba que, debido al mayor núme­ro de navíos que empezaron a llegar a Méxi­co y a trámites menos engorrosos y estrictos a los que se sujetaba a los emigrantes en la metrópoli para trasladarse al Nuevo Mundo, se había favorecido el paso al virreinato de muchos vagabundos y facinerosos fugitivos, pero, eso sí, que llegaban muy bien vestidos. Su explicación era relativa a la incesante que­ja de viajeros y autoridades sobre el hecho de que era imposible transitar por los cami­nos del virreinato, pues cuadrillas de ban­doleros asaltaban aun a aquellos que iban con fuerte escolta. Especialmente en el cami­no a Veracruz, cerca del Popocatépetl y Ixtaccihuatl, en el paraje llamado de Río Frío, se escondían bandidos famosos por sus muchas fechorías.

 

En épocas anteriores, los provinciales de la Santa Hermandad nombrados en algunas villas (México, Puebla, Veracruz, Durango, Acapulco, Maravatío. Oaxaca, Querétaro, San Luis Potosí, Tajimaroa, Colima, Cuernavaca, Tlalpujahua y Celaya) habían tenido la obli­gación de perseguir a los malhechores, no in­dios, en su jurisdicción. Pero habían relajado mucho su vigilancia. Justificaban el poco re­sultado que obtenían en mantener a raya a los ladrones alegando que les faltaba dinero para pagar a los guardias que debían estar apostados en los caminos y que éstos eran insuficientes para acabar con los bandoleros.

 

Al empezar el siglo, el conde de Moctezuma informó al rey sobre la delincuencia y decía que a los ladrones que apresaban se les ponía en el cuerpo una marca con hierro can­dente, pero que ese castigo no les causaba miedo y seguían en sus fechorías, por lo que proponía que se les cortase un pie o una ma­no. El rey contestó que mucho le extrañaba que la Sala del Crimen de Nueva España apli­case penas tan anticuadas, ya desechadas por los tribunales de España. Le mandaba que siendo los hurtos de “grave calidad y circuns­tancias” era conveniente se ampliara el cas­tigo a pena de muerte, siendo éste, en su con­cepto, el único remedio para lograr la quietud, sosiego y buen vivir de la gente. Esa era su decisión y le encargaba su puntual observan­cia en lo que estuviera de su parte.

 

El permiso para tratar con todo rigor a los delincuentes no mejoró la situación. El mal estaba en los lentos procedimientos de la Sala del Crimen, en la venalidad de la jus­ticia y en la necesidad de enviar gente a las fortalezas.

 

No sólo se enviaba a los malhechores y a los vagos al destierro de los presidios, sino que a veces, cuando el rey lo ordenaba, iban en calidad de pobladores, pues no había gen­te honrada que se quisiera expatriar.

 

En 1703, cuando se trató de limpiar de ingleses las costas de Yucatán, el virrey Al­burquerque mandó delincuentes a la provin­cia con muy poca fortuna. A pesar de que muchos forzados se fugaban y volvían al reino, el virrey y los alcaldes del crimen tuvie­ron muchos escrúpulos en decretar la pena de muerte. El virrey Linares informaba al rey que durante su gobierno, en los años de 1711 y 1712, se habían sustanciado y determina­do 409 causas de reos, de los cuales 25 fue­ron condenados a muerte y los 384 restantes a penas de azotes y servicio de obrajes y pre­sidios, siendo el hurto el delito más común. Muchos delincuentes abusaron del refugio que encontraban en las iglesias. Muchos pleitos hubo entre la autoridad civil y  la eclesiástica, porque los religiosos no consentían que los alcaldes sacaran por la fuerza a los malhechores del sagrado. Cuando éstos se sentían protegidos, salían a cometer sus delitos y luego volvían a refugiarse a la iglesia. En fin, que parecía que no había en la Audiencia quien tuviera la suficiente autoridad y energía para acabar con la delincuencia.

 

Debido a las numerosas consultas que par­tieron de Nueva España pidiendo instruccio­nes para proceder contra los malhechores, el rey mandó en 1721 que por primera provi­dencia se restituyera a don Juan Miguel de Vértiz en el uso y ejercicio de las Guardas Mayores de Río Frío, Cerro Gordo, en el ca­mino a Cuernavaca, y Monte de las Cruces, en el de Toluca. Había que exigirle que pu­siera las guardas que estaba obligado a mantener para garantizar la seguridad de los pasajeros en los caminos en que estaban dichos parajes.

 

El rey no se declaró partidario de que se ajusticiaran los ladrones en el momento de aprehenderlos, pues todos los delincuentes te­nían derecho a ser juzgados en un tribunal, y a nadie se le podía negar el recurso de que ministros doctos revisaran su proceso según las leyes.

 

Desde 1715, el virrey había nombrado una comisión de la Audiencia para que propusie­ra el remedio a la delincuencia, pero ésta no hizo ninguna proposición útil. Otra junta nom­brada con el mismo objeto propuso, en 1719, que los justicias no ejecutaran sentencias sin consultar a la Real Sala del Crimen, pero que el virrey confiriera comisión a persona de su mayor confianza y satisfacción para que, en calidad de juez, y asesorado por abogados expertos, procediese contra todos y cualesquiera delincuentes, ladrones o salteadores en des­poblado y poblado, los prendiera, sustanciara sus causas en forma sumaria y con la mayor brevedad posible ejecutara las sentencias, aun­que fuesen de muerte, sin consulta previa a la Real Sala del Crimen, y que, después de la ejecución, diese cuenta, con los autos, al virrey y a la Sala. El comisionado sería res­ponsable sólo ante el virrey. En buenas pa­labras, que se creara un nuevo órgano de policía y justicia para evitar los lentos trámites administrativos de la Sala del Crimen.

 

Estas proposiciones fueron aceptadas por el virrey, quien confirió la comisión acordada por la Audiencia a Miguel Velázquez Lorea, provincial de la Santa Hermandad, quien ya había perseguido con energía a muchos malhechores.

 

Velázquez Lorea se dispuso a cumplir de inmediato esta comisión acordada. Se hizo acompañar de sus comisionarios, cuadrilleros de un escribano y un capellán, de un clarinero que portaba el estandarte de color morado, a la usanza de la Santa Hermandad de Toledo, y empezó a ir a buscar a los malhechores a sus guaridas o por donde tenía noticia de que se escondían. Si los lograba capturar, les hacía un juicio sumario y si los encontraba culpables los mandaba colgar de un árbol para escarmiento de otros.

 

Primero se dedicó a limpiar de malhechores los caminos de Nueva España y luego extendió su persecución a los de Nueva Galicia y Nueva Vizcaya. Los magistrados de la Sala del Crimen empezaron a mostrarse celosos de la comisión que el virrey había conferido a Velázquez Lorea, de su autoridad e independencia. Escribieron varias cartas al rey quejándose de la irregularidad del nombra­miento y de los procedimientos usados por el  comisionado. El éxito de Velázquez Lorea al restablecer la paz pública con las prisiones y castigos que impuso afirmó, sin embargo. su posición como juez de la Acordada, como se empezó a llamar su comisión. Cuando al virrey Casafuerte llegaron las quejas de la Sala del Crimen, consultó con el rey y, con su autorización, decidió dejar en libertad a Velázquez Lorea para determinar los castigos que debían imponerse a los malhechores que apresaba.

 

La lista de bandoleros que cayeron en ma­nos de Velázquez Lorea se nutre de delin­cuentes menores. No es muy larga la de los famosos, pues sólo fueron apresados uno o dos cada año, pero éstos fueron individuos que habían cometido muchos crímenes. Por ejemplo, un Juan Tomás, llamado "el Sevillano", que mandaba una cuadrilla de europeos españoles; se le comprobaron 23 robos en camino y 3 homicidios; fue sentenciado a la pena de garrote. Otro fue Juan Zerón, hijo de unos caciques de Texcoco. El y su banda ha­bían cometido 16 asaltos; también fue ajus­ticiado.

 

Alicia Bazán, a quien debemos el estudio más completo de este Real Tribunal de la Acordada, revisando los papeles del archivo del Tribunal encontró que, de 1719 a 1731, durante la gestión de Miguel Velázquez Lorea (12 años) se vieron en el Tribunal de la Acordada 577 causas, de las que correspon­dieron 551 a blancos, 7 a indios, 3 a mesti­zos, 13 a mulatos, 2 a "coyotes" (una casta muy mezclada) y una a "lobos" (casta todavía más mezclada). Fueron sentenciados 453 reos en este período. De éstos sufrieron la pena de muerte 74, fueron azotados 35, ven­didos a los obrajes 69, enviados a presidio 214, desterrados 5 y absueltos 56.

 

Cuando el 7 de septiembre de 1732 murió don Miguel, la "Gaceta de México" publicó la siguiente noticia: "EI 7 murió a los 62 años de su edad el Capitán D. Miguel Velázquez Lorea, natural de Querétaro, Alcalde Provin­cial de la S. Hermandad de este Reino, Al­guacil Mayor de la Inquisición, etc.; enterró­se el día 9 en la iglesia de la Casa Profesa de la Compañía de Jesús con asistencia de la Nobleza e innumerable pueblo, que, con sen­tidas demostraciones, lamentaba la pérdida del Sujeto, que por sus prendas, y ajustados procedimientos, se hizo acreedor a la Real atención, y mereció la de los Excmos. Señores Virreyes, quienes en todas ocasiones le favorecían, y fomentaban, mayormente en las que se ofrecían, conducentes a el terminar de los caminos la perniciosa semilla de tantos insolentes forajidos, para cuyo castigo, no do­blegaban a su integridad los empeños, ni tor­cían a su rectitud los intereses.

 

Para sustituir a don Miguel, el virrey Casafuerte nombró al hijo, José Velázquez Lorea, en 1732. Para entonces parece que los delincuentes se habían refugiado en la capital. Los ladrones no respetaban ni palacio ni iglesias y las "guerras" que se desarrollaban en las calles tenían verdaderamente azorado al vecindario.

 

Habiendo podido establecer alguna seguridad en despoblado e impuesto temor a los delincuentes, en 1744, además de mantener el orden en los caminos, el juez de la Acor­dada recibió la comisión de poner rondas en la Ciudad de México y prender, juzgar y sentenciar a los delincuentes.

 

La nueva comisión no recibió la aproba­ción del rey, pero de hecho la Acordada se ocupó de vigilar el orden en la capital.

 

Don José Velázquez Lorea ayudó mucho a limpiar de delincuentes las tierras de Nueva Galicia. No sabemos si porque persiguió más encarnizadamente a los malhechores o porque el crecimiento de la población trajo un aumento de la delincuencia, cuando mu­rió, en 1756 (había desempeñado el cargo du­rante 24 años, el doble que su padre), se había ocupado de 3.559 causas. De ellas, 3.517 fueron de blancos, 20 de indios, 5 de mestizos, 11 de mulatos, 4 de "coyotes" y 2 de "lobos". Las sentencias vuelven a ser en ma­yor número para los presidios, 1.600; vendidos a obrajes, 455; absueltos, 412; ajusticia­dos, 262; azotados, 95; muertos en la cárcel, 26, y desterrados, 7. El hecho de que haya habido absueltos habla en favor de la justicia del rey.

 

Durante su vida, don José, dice el cronis­ta Sedano, "aprehendió y destruyó las gavi­llas de Pedro Raso, Garfias y Miguel del Va­lle, Juan Manuel González y Miguel Ojeda, y doce cuadrillas de campeadores, ganzueros, guerristas e incendiarios. A su muerte, Ja­cinto Martínez de la Concha fue nombrado tercer juez de la Acordada.

 

La primera casa y cárcel de la Acordada estuvo en unos galerones del castillo de Chapultepec. Después se pasó a una casa que ha­bía sido obraje, propiedad de Baltasar de la Sierra. Se le hicieron algunas adaptaciones, se reforzaron los muros y se le construyeron bartolinas En 1757, la casa estaba muy de­teriorada y además era ya insuficiente para jueces y reos. Por tal motivo, el virrey mar­qués de las Amarillas pidió la asistencia de personas ricas, cabildos y del Consulado de México y con lo reunido pudo mandar cons­truir un edificio propio de la Acordada. Este se erigió cerca de la Alameda, junto al Hos­pital de Pobres, y se inauguró en diciembre de 1759.

 

La Ciudad de México.

 

La Ciudad de México era sede de todos los poderes: político, económico, religioso y social. A ella afluían todos los caminos y to­dos los negocios del virreinato. Había gran­des casas, palacios, conventos e iglesias, pero también barrios enteros de miserables jaca­les. La plaza mayor lucía sus enormes proporciones, desfiguradas con frecuencia por tenderetes de ropa y comestibles, horcas, pi­cotas, tablados y arcos conmemorativos. Menudeaban las disposiciones para limpiar de muladares las plazas, rincones y cementerios. Atravesaban la ciudad canales y acequias, unas veces limpias, otras atascadas de basu­ras, animales muertos e inmundicias. Durante años, en tiempo de lluvias, se desbordaron, inundando la ciudad. Entonces se pedía socorro a la Virgen de los Remedios, cuya imagen se traería de su santuario a las igle­sias de la ciudad, acompañada de rogativas y novenarios.

 

Muy a menudo se sentían temblores en la ciudad y sus habitantes estaban más o menos acostumbrados a ellos, pero cuando du­raban más de tres credos, las bardas se des­plomaban, se rajaban las bóvedas de las iglesias, aullaban los perros y el vecindario se llenaba de pánico.

 

Por la noche faltaban luz y vigilancia, por lo cual la oscuridad de las calles propiciaba desmanes, asaltos y robos, con preferencia en las iglesias. Los malhechores despojaban a los santos de sus joyas y vestimentas, a los altares de sus manteles, cálices y vasos, y aún hubo quien cometiera el sacrilegio de comerse las Sagradas Formas. Por todo ello se recomendaba a los habitantes de la ciudad que se recogieran temprano, al toque de que­da. Al pertiguero de la iglesia catedral se le daban, por cuenta del Ayuntamiento, 50 pe­sos al año como gratificación del toque de queda, que se realizaba de las nueve a las diez de la noche. Los repiques y toques de campana, que según un vecino de la villa de Aguascalientes significaban la predica­ción de los apóstoles y eran las trompetas sa­cerdotales del Antiguo Testamento, se con­virtieron, en mayor medida en los pueblos pequeños que en la capital, en mensajes a la comunidad. Se trató de corregir su abuso.

 

La ciudad ofrecía a los vagos un asilo más propicio. En ella podían pasar inadvertidos y vivir con un mínimo de esfuerzo, cosa que no sucedía en las pequeñas poblaciones, en donde todo el mundo se conocía. Era, por tanto, el refugio más seguro para los delin­cuentes. Mucha gente vulgar no tenía habitación fija: pasaba el día en las cales y se alojaba por la noche en donde podía, en casas de parientes y amigos. La autoridad hacía lo posible por suprimir la vagancia y la mendicidad, pero poco era lo que se lograba. Ni siquiera el temor de ser entregado a los dueños de oficinas y obrajes o de ir de forzado a las fortalezas hacía que disminuyera el número de vagos y maleantes. El abuso de las autoridades a este respecto consistía, cuan­do había que enviar gente a las fortalezas, en coger hombres fuertes y vigorosos que tenían un oficio para mandarlos a que "sirvieran al rey". Muchos intentos se hicieron para organizar la vigilancia y cuidar del orden público en la capital. Desde el gobierno del duque de Linares. (1713), se dividió la ciudad en nueve cuarteles, al cargo de seis alcaldes que había entonces, pero este arreglo no subsistió. La ciudad crecía e iba sobrepasando la traza pri­mitiva. Es posible que hubiera en ella más de 100.000 habitantes. En 1744, el rey expi­dió una real cédula para remediar los robos y homicidios que afligían a los capitalinos, y en 1750, ante los repetidos homicidios, robos y otros delitos, se hizo una nueva división en cuarteles y se eligieron comisarios y cuadri­lleros que viviesen en ellos, pero tampoco se advirtió sensible mejoría.

 

Para ir de un lugar a otro de la ciudad, los hombres y mujeres de las clases adinera­das usaban sus coches y caballos ruanos, pero muchos que no tenían ni coche ni caballos usaban sillas de manos, a pesar de la disposición en contrario, dictada desde 1579, para evitar que los indios cargaran con tales sillas de mano o literillas.

 

Los humildes peatones se hacían a un lado o corrían a protegerse cuando veían venir por las estrechas calles los coches y los caballos de los personajes que iban a sus negocios o a entretenimientos al aire libre, como los pa­seos por la Alameda, las corridas de toros en la plazuela de San Diego o los autos de fe de la Inquisición en la plaza de Santo Domingo. No había mes en que no pasaran por las ca­lles los verdugos azotando a los delincuentes, y en plazas y caminos no era insólito ver cla­vadas, para espanto y escarmiento de la población, las manos y cabezas de los más empedernidos ladrones y asesinos.

 

Las procesiones, desfiles y pregones eran diarios y por muchos y variados motivos, ya fuera por señalados acontecimientos, como la llegada o partida de un virrey o arzobispo, o por celebrar fiestas de santos, los años o la muerte de reyes o virreyes, entierros de nobles o doctores de la Universidad, buenas o malas noticias del arribo de la nao de China a Acapulco o la flota a Veracruz, o simplemente para dar a conocer el precio del pan o las ceremonias diarias con que se iniciaban o daban por terminados los asuntos de go­bierno. Con frecuencia, los pregones eran en lengua castellana y mexicana.

 

En 1706 se repitió un edicto que prohibía erigir cruces en los lugares públicos y mandaba quitar cruces e imágenes de rinconadas y esquinas, pero esta disposición fue una a las que se le hizo poco o ningún caso.

 

El afán de disponer y regular llegó, en el siglo XVIII, hasta la prohibición de volar papalotes, pasatiempo muy extendido y que probablemente había ocasionado muchas muer­tes, pues se practicaba desde azoteas, balcones y albarradas.

 

Otras disposiciones estuvieron dirigidas a cosas más serias y enojosas, como fueron las guerras en las calles y barrios. Estas riñas callejeras entre indios de distintos barrios fueron especialmente sangrientas en Puebla y México y se prestaban para que, alterando el orden, se cometieran "robos, muertes y otros excesos". Reiteradamente se prohibieron (1749, 1781), pero no llegaron a extirparse del todo. Por real cédula de 1722 se ordenó que se guardara la pragmática sobre la. prohibición de desafíos. La tenencia de armas cortas, blancas y de fuego también fue muy combatida, pues se suponía, y con ra­zón, que, yendo los hombres armados, ha­brían de hacer uso de sus armas a la menor provocación, alterando el orden público y creando un ambiente de inquietud e insegu­ridad.

 

El ruido, el sobresalto, las escaseces, la severidad de las relaciones familiares azora­ban en mayor grado a las mujeres. Al final del siglo anterior, sor Juana Inés de la Cruz se hizo monja por considerar que era lo mejor y lo más decente que podía elegir en ma­teria de la seguridad que deseaba tener acer­ca de su salvación. A los conventos entraban las doncellas después de elaboradísimas ce­remonias públicas, para poder vivir seguras y entretenidas. Tenían sus sirvientes, recibían visitas, cosían, bordaban, hacían dulces, leían, cantaban. No siempre la vida en comu­nidad se deslizaba plácidamente; en ocasio­nes las monjas refunfuñaron por la elección de prioras, y en el convento de la Concepción, cierta vez, se amotinaron, diciendo que querían matar a la abadesa. Al arzobispo Or­tega y Montañés, que fue llamado para apa­ciguar el alboroto, le costó trabajo tranquili­zarlas, “por estar tan inquietas que al mismo arzobispo respondían y hablaban con resolu­ción”

 

Pero parece que pleitos y disgustos eran más fáciles de sobrellevar en la comunidad religiosa que en el seno de la familia, pues allí intervenían padres, parientes, amigos y hasta el propio virrey y el arzobispo.

 

Las grandes diferencias que se observaban en el aspecto de la ciudad se traslucían en el ambiente social que se respiraba en ella: por una parte, los macizos y ricos edificios españoles; por otra las humildísimas vivien­das de los indios y castas; de un lado, los gobernantes ilustrados intentando hermosear y sanear la ciudad con paseos, alumbrado, adoquines; de otro, los ricos criollos recalci­trantes oponiéndose a toda medida de refor­ma y progreso; a su vez los mineros y comerciantes se enriquecían rápidamente, al tiempo que la vagancia aumentaba. Por su parte, la Iglesia continuaba haciendo labor de proselitismo, pero no podía reprimir la su­perstición y la ignorancia.

 

Por último, el propio monarca español, empeñado en ejercer y gozar de un poder personal absoluto, encaminaba en su intento, por decirlo así, a la colonia a la separación de la metrópoli.

 

Iglesia y religión.

 

Como ya hemos apuntado, los religiosos y sacerdotes tuvieron una gran influencia en los cambios sociales que se efectuaron en la colonia. Todas las actividades de la misma estaban relacionadas con la Iglesia de una manera u otra. La pugna tradicional española entre el Estado y la Iglesia se acentuó con la dinastía borbónica, a veces hasta extremos dramáticos, por el deseo de la corona de adoptar una política liberal.

 

En México hubo dos tendencias en el seno de la Iglesia: una, reformadora en sentido amplio y moderno, y otra, celosa y tradicionalista, ignorante y estática. La Inquisición, que fue el órgano para eliminar de la socie­dad todo lo que constituyera una falta de dis­ciplina de curas y religiosos, hechicerías y brujerías, y que hizo las veces de conciencia pública, no tuvo grandes problemas que resolver en el siglo XVIII. La sociedad colonial estaba ya bien constituida y las normas so­ciales bien establecidas. Los pleitos que perseguía eran los de bigamia, hechicerías y solicitación, delito que cometían los sacerdotes con muchísima frecuencia. Al empeño de conquistar a los indios por medio de la religión, del primer siglo de conquista, había sucedido una tranquilidad bastante indiferente a que la religión se practicara rectamente. La sociedad daba muestras de un convincente temor de Dios y con eso se conformó la Iglesia mexicana.

 

El desdén con que se veía a los curas y sacerdotes en las poblaciones pequeñas nació de que estos administradores de los cuidados espirituales encontraron más fácil y produc­tivo administrar los bienes temporales de los aristócratas que echarse a cuestas la ímproba tarea de convertir al cristianismo a seres con los que era difícil entenderse. Los curas cometieron toda clase de abusos en los pueblos: se dedicaban al comercio, quitaban sus tierras a los indios, tenían mujer e hijos y abusaban de todas las prerrogativas que les daba su calidad de miembros de la Iglesia. En 1730, el rey ordenó que se registraran las petacas de los religiosos para evitar los con­trabandos que éstos practicaban corrientemente y se les impusiera el castigo a que fueran merecedores. Pero así como había reli­giosos negligentes, también hubo otros que se interesaron por las nuevas ideas, y las autoridades eclesiásticas trataron de remediar la relajación de las costumbres del clero y la indiferencia religiosa de los feligreses. Al mediar el siglo, ya se advertía que la religión que se practicaba en la colonia era distinta de la que se practicaba en España. En Nueva España la religión se hizo mexicana, con modalidades propias, y aunque originalmente to­das sus manifestaciones estuvieron dentro del más estricto espíritu católico y romano, en el siglo de las luces son sólo mexicanas "Las mi­sas que llaman de aguinaldo", en ocasión del nacimiento del niño Jesús o las festividades de cofradías.

 

Las diversiones.

 

Diversiones favoritas de los novohispanos fueron las corridas de toros y las peleas de gallos. Estas últimas estuvieron prohibidas en diversas ocasiones, pero en 1727 fue levantada la prohibición. Muchos individuos se dedicaban a la profesión de galleros, especialmente en Chalco. Otra diversión popular fueron los días de campo al pueblecito de Ja­maica, a orillas del canal de la Viga e Ixtacalco. Allí se comía y bebía al estilo del país, mu­jeres y hombres juntos; se compraban flores y legumbres y se paseaban por el canal en trajineras. Mucho gustaban también las sere­natas, que llegaron a ser, en ocasiones, verdaderos conciertos, en que los más diestros músicos de la colonia tocaban todo género de instrumentos y a las que asistían el virrey y la aristocracia.

 

Las máscaras se prohibieron repetidas ve­ces, lo cual indica que se siguió practicando esta diversión, que consistía en que hom­bres y mujeres cambiaban de ropa y se ponían mil disfraces, embromando a la gente.

 

Poco frecuentes fueron los bailes de pala­cio. La clase media, en cambio, dio muestras de mucho gusto por este entretenimiento. La autoridad empezó a ver los bailes con prevención, porque la influencia de las danzas africanas comenzó a ser muy notable en los bailes populares españoles. Los encontraron "lascivos y llenos de abominación, indignos de nombrarse entre los Cristianos, que por sus canciones, gestos, movimientos, horas, lugares y ocasiones en que se ejercen y fre­cuentan son positivamente contrarios a la profesión del Cristianismo".

 

Algunas diversiones fueron estrictamente reglamentadas y prohibidas en Nueva Espa­ña, entre ellas los juegos de azar. Sólo se podían practicar en sitios que tuvieran licencia para ello y estaban muy vigilados, pues formaban un ramo de la hacienda pública que generalmente estaba en arrendamiento. En 1744, el rey dispuso que se administrara de cuenta de la Real Hacienda. Las disposi­ciones, reales cédulas y bandos que prohibían los juegos de apuesta, suerte y embite son numerosísimos, con castigos especiales para los religiosos y militares que los practicaran. De ello se desprende que aunque las autori­dades superiores pusieron todo su empeño en suprimir y vigilar los juegos de azar, por lo paradójico de las disposiciones el fin propues­to no se logró, pues permitiendo hasta cierto punto el juego para poder recabar impuestos, se hizo de un uso un abuso exagerado.

 

Jugar y beber son dos entretenimientos que andan siempre juntos, tanto más en la colonia, en donde estaba dispuesto que sólo en hosterías, mesones y figones se podía ju­gar y adquirir bebidas. El aguardiente lo con­sumían generalmente los peninsulares; el pul­que, el pueblo indígena. Parecía obligado que cualquier regocijo terminara con embriaguez, lo que daba lugar a grandes desórdenes.

 

Muchas medidas se intentaron para aca­bar con los alborotos, escándalos y disoluciones en las pulquerías, producidos, según al­gunos, por el mal uso del pulque. Como en el caso del juego, en el de las bebidas em­briagantes también fue irreconciliable el deseo de las autoridades superiores de poner coto a las relajadas costumbres que propiciaba la venta de pulque y los intereses de los dueños de haciendas de magueyes y aun del rey. Los dueños de haciendas pulqueras ale­gaban que de suprimirse el pulque vendrían perjuicios a la hacienda o finca y, por conse­cuencia, a las casas ilustres del reino que las poseían, a los menores y viudas, a obras pías y aun a los reales intereses, porque no habría contribuciones. Gobernantes y eclesiásticos se acomodaron a la idea de que el uso mo­derado del pulque no era perjudicial; sólo los excesos, las adulteraciones y la no observancia de las ordenanzas causaban el mal.

 

En el siglo XVIII se empezaron a fabricar en Nueva España, en grande escala, otras muchas bebidas ­de alto grado alcohólico. Entre ellas una llamada chinguirito, un aguardiente muy nocivo que fue tan solicitado como pro­hibido. En 1744 se reiteró la prohibición para la fabricación de aguardiente de caña, que hecho en México era de menor calidad que los traídos de España, aunque más barato y por lo mismo más accesible al pueblo y menos nocivo que los chinguiritos. Eran, en reali­dad, unos cuantos los que se preocupaban por la salud del pueblo. La indiferencia de fabricantes y consumidores a las disposiciones que en última instancia podían beneficiarlos era completa. Por bando se tenía que hacer saber al pueblo cuáles eran las bebidas prohibidas. En 1754, se procedió a establecer el Juzgado de bebidas prohibidas para ver las causas contra fabricantes y expendedores de chinguiritos y demás bebidas vedadas. Fue puesto a cargo del juez de la Acordada.

 

Al mediar el siglo XVIII ya se advierte que los medios empleados en los siglos anteriores por los gobernantes para modelar la sociedad colonial pierden su fuerza y ya no pro­ducen el efecto que se busca Las corrientes populares son poderosas en estas décadas y las disposiciones que se dictaron parecen no haber podido contrarrestar su efecto.

 

Todo parece tender a avivar y acelerar la vida social en el virreinato: la revisión que los gobernantes hicieron de las leyes rectoras de la sociedad en el siglo anterior, las comu­nicaciones más frecuentes con la metrópoli, la influencia de otros países, el acrecentamien­to de la riqueza del país y el aumento de la población mestiza, todo esto contribuyó a re­lajar las costumbres que la tradición y el ais­lamiento habían hecho válidas.

 

Andanzas de Lorenzo Boturini.

 

La historia de las andanzas de Lorenzo Boturini Benaduci en Nueva Es­paña parece ser el resultado del modo de sentir de muchos novohispanos de las clases altas y de los patrones de gobierno de las autoridades virreinales. Este caballero Boturini, nacido en Italia, vivió en Viena por algún tiempo y, debi­do a que la corte de España ordenó, por guerra entre España y Austria, que todos los italianos saliesen de los dominios austríacos, pasó a Portugal y luego a España. Sin arraigo en ésta, aceptó venir a Nueva España, en 1735, a ges­tionar el pago que la condesa de San­tibáñez cobraba en México como des­cendiente del emperador Moctezuma.

 

No se sabe por qué razones el pasa­porte y la licencia para viajar al virreinato no cumplían todos los requisitos que exigían las autoridades metropoli­tartas. Para salir de España no tuvo ma­yores dificultades; éstas vendrían des­pués. Llegó a México en febrero de 1736.

 

Como se recordará, en 1737 la Virgen de Guadalupe fue proclamada patrona de la Ciudad de México, y la curiosidad de Boturini se despertaría ante esta manifestación de fe popular. Se interesó por averiguar el origen del culto a la ima­gen conservada en el Tepeyac. Dicen sus biógrafos que anduvo durante seis años buscando testimonios que docu­mentaran la aparición a Juan Diego. Durante ese tiempo no sólo recogió la tradición oral de la historia prehispánica, sino también muchos documentos que han sido considerados muy valiosos para conocer el pasado de México.

 

Mientras todo fue afán de satisfacer su curiosidad de anticuario parece que no tuvo dificultades. Según los catálo­gos o inventarios que existen de su colección, pudo reunir una considerable cantidad de manuscritos y pinturas an­tiguas. Pero no paró allí su interés por las cosas de Nueva España. Poseído de fervor guadalupano, quiso contribuir ­mayor esplendor de la Virgen, gestionando su coronación para lo cual se acogía a la gracia que concedía la basílica va­ticana de Roma de que fueran coronadas públicamente las imágenes “taumaturgas”. Aquí ya entraba en terrenos ajenos y no iba a poder actuar con independencia de los órganos de gobierno colonial. La Audiencia de México pasó por alto la licencia que debía expedir el Con­sejo de Indias para llevar a cabo la Coronación, se mostró anuente a los de­seos de Boturini y le permitió seguir adelante con los preparativos. Estaba Boturini recogiendo limosnas o dona­tivos para costear la ceremonia cuan­do llegó a Nueva España el virrey Fuen­clara. Antes de llegar a la capital, en Jalapa se enteró de lo que se proponía don Lorenzo. La desconfianza con que se miraba a los extranjeros hizo que el virrey pidiera un amplio informe sobre la estancia del italo-español. Inmedia­tamente fue llamado a comparecer ante el alcalde del crimen y se le procesó. Fue acusado de ser extranjero y hallar­se en el país sin la debida licencia, de haber recogido donativos sin permiso, de haberse atrevido a promover el culto de Nuestra Señora de Guadalupe siendo extranjero y de haber tratado de poner en la corona de la Virgen otras armas que las del rey. Fue puesto en prisión en febrero de 1743. Papeles, ropa y di­nero le fueron embargados y de todo el asunto se dio cuenta al rey. ­

 

Boturini se defendió enérgicamente durante su proceso y logró demostrar su inocencia, pero el virrey juzgó que era mejor alejarlo de Nueva España y dio orden para que saliera hacia España a principios de 1744. Con trabajos llegó a Madrid, pues unos corsarios ingleses apresaron el navío en que viajaba, le quitaron su equipaje y lo desembarca­ron en Gibraltar. De allí, a pie, se fue a España. Se presentó ante el Consejo de Indias pidiendo que se le hiciera justi­cia y reclamando sus papeles. El rey había mandado amonestar a los oidores de México por no cumplir con todos los trámites en los negocios de Boturini, pero no encontró reprensible su interés de anticuario. Accedió a recompensarlo por el trabajo que había realizado al juntar los documentos y aprovechar sus conocimientos para que escribiera una historia de los indios. Le concedió licencia para volver a México y le nombró historiógrafo de Indias. Pero Boturini no vivió lo suficiente para gozar del favor del rey. Se quedó en España y allá murió en 1751. Su famosa colección, llamada Museo, quedó depositada en la secre­taría de Cámara del virreinato.

 

Esos papeles, a los que se refieren posteriores historiadores lamentándose de su pérdida, fueron utilizados por don Mariano Veytia (Mariano José Fernán­dez de Echevarría y Orcolaga, Alonso Linage Veytia), criollo distinguido, aboga­do e historiador, nacido en Puebla de los Angeles en 1720. Su padre fue José de Veytia, oidor decano de la Real Audiencia y primer superintendente de la Casa de la Moneda, y un tío abuelo, don José Veytia Linage, autor de la cé­lebre obra Norte de la Contratación de Indias. Estudió en México, en donde obtuvo los grados de bachiller en artes, en 1733, y en leyes, en 1736, y el títu­lo de abogado en 1737. Viajó extensamente por Europa y visitó Jerusalén y Marruecos. Después de servir al rey en la península, volvió a su patria, a la muerte de su padre, para ponerse al fren­te de los negocios de la familia.

 

En Madrid tuvo estrecha amistad con Boturini, a quien alojó en su casa. Allí escribió Lorenzo su libro Idea de uno nueva historia de la América septentrional y también allí fue donde Veytia re­cibió las primeras ideas de las antigüe­dades mexicanas, que más tarde habían de servirle para redactar su libro Histo­ria antigua de México.

 

Veytia dejó varios escritos inéditos, entre otros una pequeña obra llamada Baluartes de México, en la que da noticia de cuatro santas imágenes de Nuestra Señora, que se veneraban en cuatro santuarios, a los cuatro vientos de México. De las cuatro, "la más prodigiosa y que verdaderamente se lleva la admiración y asombro... es la de Gua­dalupe". Si se desconociera el lugar y fecha de su nacimiento, leyendo sus obras advertiríamos su amor y preferencia por la Virgen morena y su interés y predilección por la historia de los in­dios, y podríamos determinar la época en que vivió y su nacionalidad.

 

Extensión del culto a la virgen de Guadalupe.

 

A fines del siglo XVII, el culto a la Vir­gen morena Nuestra Señora Santa María de Guadalupe se había ido exten­diendo y afirmando. La devoción creciente de los indios y de otros grupos raciales hizo de la ermita, al pie del cerro del Tepeyac, al norte de la Ciudad de México, un lugar de peregrinación. El arzobispo de México se había inte­resado en arreglar la cañería de agua potable para el consumo del capellán y los feligreses de la ermita y la calzada que mandó componer para poder visi­tar a la Virgen desde México, produjo mucha alegría a los devotos. El bachi­ller José López de Avilés expresó su emoción en unos versos que escribió al arzobispo:

 

“A descalzaros id por la cal­zada

Que vos propio dejasteis recalza­da

Y en Guadalupe, donde está María,

Rogadle en oración sea vuestra guía”.

 

Muchos fieles ofrecieron donativos para adecentar la ermita, por lo que se pudo sustituir por un santuario que me­reciera albergar la preciosa imagen. El arzobispo de México, Francisco de Aguilar y Seijas (1683 - 1698), puso la primera piedra del nuevo templo, en 1695: años después recogió limosnas para terminarlo el arzobispo Juan de Ortega y Montañés.

 

En el año 1709, con gran solemnidad, la Virgen de Guadalupe estrenó su nue­vo santuario. La construcción no podía competir en belleza arquitectónica con la catedral de México. Sin embargo, en su interior se gastaron muchos miles de pesos para adornar paredes y bóve­das y, a lo largo del siglo, al calor de un culto siempre creciente, los regalos al templo y a la Señora aumentaron en esplendor y magnificencia.

 

Según algunos cronistas, el número de víctimas de la “peste” que asoló al virreinato por los años de 1735 a 1737 crecía de día a día en la Ciudad de México. Apenas unos años atrás se ha­bía celebrado, en su nuevo santuario (1731), el segundo centenario de la aparición de María Santísima de Guadalupe a Juan Diego y a ella acudieron los atribulados mexicanos, indios en su mayoría, en demanda de alivio a la enfermedad. Dicen que sólo cesó la peste cuando, en 1737, la Virgen de Guadalupe fue proclamada patrona de la Ciudad de México:

 

"Día veintisiete de abril

la ciudad y ayuntamiento

la juró por su patrona

en el mexicano impe­rio".

 

Diez años más tarde lo fue de todo el reino.

 

En los años siguientes, y con mayor frecuencia, los mexicanos acudieron a ella tanto en sus aflicciones y calami­dades como en sus regocijos y devociones, al igual que lo habían hecho an­tes con la imagen de la Virgen de los Remedios. Los altares e iglesias y aun pueblos de Nuestra Señora de Guada­lupe (como el cercano a Monterrey, en el Nuevo Reino de León, fundado alre­dedor de 1716) que se le fueron dedi­cando en todo el virreinato hablan con elocuencia de la importancia que fue adquiriendo su culto.

 

Bibliografía.

 

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López Sarrelangue, E. Una villa mexicana del siglo XVIII. México, 1957.

 

Rivera Cambas, M. Los gobernantes de México (8 vols.), México, 1982.

 

Robles, A. de Diario de sucesos notables (1665 - 1703), México, 1936 (3 vols.)

 

Rubio Mañé, I. Introducción al estudio de los virreyes (4 vols.). México, 1955 - 1959.

 

67.            Política hispana en la primera mitad del siglo XVIII.

Por: María del Carmen Velázquez.

 

La defensa.

 

La ruta de la plata fue, desde su fundación en el siglo XVI, la envidia de las otras naciones europeas. Por arrebatarle a España su paso al oriente y sus minas de plata lucharon incesantemente Inglaterra, Francia y Holanda, atacando todos los puntos estraté­gicos de la ruta, ya fuera por mar o por tierra. Sabían que mientras España mantuviera operante su línea de comunicación sería poderosa en Europa.

 

En la reagrupación dinástica europea que resultó del ascenso del príncipe Borbón al trono español, esto es, en la guerra de Sucesión española (1701 - 1713), ya se vio que, para im­ponerse a España, no sólo era necesario en­viar ejércitos a la península, sino que, de ma­nera especial, había que impedir que recibiera las riquezas de sus posesiones de ultramar.

 

Una de las primeras providencias que tomó Felipe V cuando llegó a España fue aprovechar la armada de Francia para proteger los dominios americanos. Esto fue una novedad en la política internacional: la asociación de las dos coronas borbónicas, resultado de pertenecer a una misma familia los reyes de rei­nos que habían sido enemigos y que habría de ser precisada y elaborada en los Pactos de Familia de años después.

 

Formaba parte de la rutina administrati­va del Consejo de Indias informar a los gobernantes de las posesiones americanas de los posibles ataques de enemigos. Si los di­plomáticos y espías españoles observaban de­susados preparativos de armadas en los puer­tos europeos o manejos sospechosos en las cortes, transmitían las noticias al rey, quien a su vez las hacía llegar al virrey de Nueva España para que estuviera alerta y preparara la defensa del reino.

 

Una de las primeras disposiciones que dictó Felipe V para precaver sorpresas en el virreinato de Nueva España, cuando empezó la guerra entre sus partidarios y los del prín­cipe habsburgués Carlos, fue la de que se confiara el gobierno de las fortalezas de Veracruz, Florida y Acapulco a castellanos de reconocida lealtad; además, el virrey ordenó que fueran a Veracruz todos los hombres que se consideraran capaces del servicio militar. No sólo se dirigió a los que tradicionalmente prestaban este servicio, inscritos en el  Regimiento de Comercio, sino que también anunció que perdonaría a los vagos y delincuentes que se alistaran en alguna compañía que saliera para el puerto. Este movimiento de tropa no fue inusitado, pero si de mayores proporciones que en otras ocasiones en que llegaban noticias de hostilidades entre las na­ciones europeas o cuando de La Habana, Campeche o Tampico llegaban avisos de ha­ber visto embarcaciones extranjeras navegando cerca de la costa.

 

Los avisos de peligro eminente fueron sólo un aspecto de la política de defensa de la corona española. Además de las disposiciones para enfrentarse a emergencias en los lugares estratégicos, los reyes españoles protegieron sus reinos americanos adoptando una política de expansión y poblamiento que con el tiempo podía llegar a ser más efectiva que las grandes fortalezas, pues en caso de inva­sión de enemigos habría quien peleara por defender la tierra que ya estaba efectivamen­te poseída por súbditos españoles.

 

Los caminos indígenas y la “ruta de a plata”.

 

Cruzaban la Ciudad de México viejos caminos indígenas que llevaban, por los cuatro puntos cardinales, a las fronte­ras conocidas del virreinato.

 

Hacia el norte, el camino conducía hasta Nuevo México. Hacia el Sur, se dirigía a Oaxaca y Guatemala. Era pe­noso, pero seguro y preferido por los viajeros, por ser la mejor comunicación con la metrópoli, pues por mar era casi imposible llegar a Guatemala. Por él ve­nían los correos con noticias de aque­lla capitanía general y de los puertos de Centroamérica en el océano Pací­fico.

 

Hacia el occidente, el camino llevaba a Acapulco, punto de partida y término del tornaviaje a las islas Filipinas. Pa­sando por tierras del marqués del Va­lle, seguía por tierra caliente, desolada y cruzada por ríos que sólo en tempo­rada de sequía se podían atravesar. Al­gunos virreyes recorrieron el camino a Acapulco en espera del navío que ha­bría de llevarlos a Perú.

 

El camino más cuidado y protegido, y también más transitado, era el que unía la Ciudad de México hacia el orien­te con la Villa Rica de la Veracruz y la fortaleza de San Juan de Ulúa. La Nue­va Veracruz era la puerta de entrada a Nueva España, adonde arribaba la flota con las noticias más importantes, pues­to que venía de quien tenía los medios para hacerse oír y obedecer, las auto­ridades y viajeros que salían del virrei­nato y entraban en él, el azogue para trabajar las minas, el papel sellado de los documentos oficiales y las demás mercancías apetecidas por la sociedad criolla y peninsular. Por Veracruz salían asimismo los caudales con que contri­buía el virreinato al sostenimiento de la monarquía y los productos del Nuevo Mundo, como cacao y cochinilla, que enriquecían la vida europea. Era el puer­to malsano; cuando arribaba la flota o estaba preparándose para zarpar, esca­seaban víveres y alojamientos. Por ser lugar de paso, era alegre y bullicioso, de población heterogénea, en donde primero conocían muchas de las noti­cias que llegaban del mundo exterior.

 

Los caminos novohispanos fueron, en buena medida, tributarios de la línea de comunicación a la que los españoles prestaron más atención y cuidado du­rante todo el período de su hegemonía en el Nuevo Mundo. Esta era la que partía de Cádiz con destino a Veracruz, pasaba por México y Acapulco, para ex­tenderse por mar hasta Manila, en la isla de Luzón. Este extraordinario trayecto que unía a España con el fabuloso Oriente, pasando por mar y tierra, necesitó muchísimas disposiciones para mantenerlo integrado. Hay motivos su­ficientes para llamarlo la “ruta de la plata”, aunque generalmente se designa con ese nombre la navegación que ha­cían flotas y galeones, cuando, una vez recogidas la plata y mercancías provenientes de todas las provincias ameri­canas en La Habana, salían con desti­no a España. Pero también funcionaba para el transporte de plata hacia el Oriente, pues de Nueva España salie­ron para Filipinas regularmente muchos navíos llevando la plata para pagar las ricas mercancías asiáticas y los sueldos de soldados de guarnición en las islas Filipinas. Mantener el dominio sobre cada trecho de la línea, sobre los yaci­mientos minerales que le daban nom­bre (de ahí la importancia del virreinato de Nueva España) y sobre el comercio que le daba vida, durante casi tres si­glos, fue pericia y sabiduría de España; uno de los logros que le da derecho a figuraren la historia de las grandes naciones colonizadoras y civilizadoras.

 

La primera armada borbónica.

 

Españoles y franceses recelaban que, por el rompimiento de hostilidades entre las cortes europeas a consecuencia del cambio de dinastía, ingleses y holandeses atacaran los puertos america­nos. Robles, el cronista, explica que en previsión de alguna sorpresa, Luis XIV envió a socorrer los puertos del Nuevo Mundo, ocho bajeles de Francia gober­nados por el vizconde de Corlogon, pri­mer cabo de las escuadras de las ar­madas navales de Francia, con provisión de artillería, armas, municiones de gue­rra y boca, algunos géneros, cabos y oficiales de artillería, y otros diez baje­les de guardia, que habían de ir bajo el mando del conde Fernando de Chater­nau, primer lugarteniente general de las armadas de Francia, para que, junto con las demás fuerzas navales españolas que se hallaran en esas partes, se compusiera un armamento capaz de echar de los mares americanos a ingleses y holandeses o a lo menos impedirles eje­cutar sus designios. El rey español dio a dicho conde de Chaternau el título de capitán general de las armadas maríti­mas de Indias y ordenó que, mientras llegaba, ostentara el mando Corlogon. Al reunírsele Chaternau, éste debía asu­mir aquel cargo y a él quedaban suje­tos dicho Corlogon, el general de la ar­mada de Barlovento y el general de la flota de ese año, don Manuel Velasco. Todo lo cuál constaba por cédula del rey Felipe V dirigida al general de la armada de Barlovento, fechada en el Buen Retiro, a 25 de mayo de 1701.

 

Ordenes posteriores mandaban que el general de la flota, Velasco, fuera acompañado en su travesía por los na­víos del conde de Corlogon, quien esperaba que se le reuniera en La Haba­na. Allá quedó Corlogon aguardando la flota de Veracruz para dirigirla a Espa­ña, pero viendo que no llegaba, que ha­cia dos meses que esperaba y que en La Habana no se le daba el socorro que estaba ordenado, se despidió del gober­nador y se fue. Al mes siguiente, en marzo de 1702, llegó a La Habana el general Chaternau y aviso a Veracruz que quedaba aguardando la flota con 36 navíos de la armada de Francia para comandar los navíos de la flota de Es­paña. Poco después mandó Chaternau otro aviso en el que informaba que ha­bía en el mar una armada de 40 ingle­ses y holandeses a fin de capturar la flota.

 

¿Qué debía hacer el virrey? ¿Exponer los caudales a que cayeran en manos enemigas? Convocó una junta de guerra en México para determinarlo. Pero, mientras tanto, ordenó que no saliera la flota de Veracruz. En abril, el general Chaternau avisó desde La Habana que habiendo apresado un navío de enemi­gos y habiéndoles dado tormento confesaron que habían sufrido la peste en la armada, de suerte que se habían echado más de doce mil cuerpos al agua y habiendo llegado a Jamaica en busca de auxilio no los quisieron reci­bir por temor al contagio. Conforme todo ello, decía, la flota debía zarpar cuanto antes, con todos los navíos y gentes que pudieran ir, excepto aque­llos que tuvieran orden de permanecer en Veracruz. Quizás en vista de que la flota no llegaba a La Habana, anuncia­ba que el 5 de mayo estaría él en Ve­racruz.

 

El virrey dio órdenes de preparar la partida de la flota para el día 15 de mayo. Llegó, efectivamente, Chaternau a Veracruz con seis navíos para condu­cir la flota a La Habana, en donde se juntaría con la armada que allí había dejado y ya todos los navíos saldrían en convoy para España. Trajo a la ca­pital muchas cartas que recogió a un navío que había encontrado en Campe­che. Como era costumbre, para anun­ciar su presencia, Chaternau envió de regalo al virrey un bastón de diaman­tes y una cajuela de oro. El virrey de­volvió el obsequio mandándole choco­late, cajetas, una vasija y un peinador.

 

La flota salió por fin con rumbo a Es­paña en la primera quincena de junio. Iban en elle el anterior virrey conde de Moctezuma, su mujer y familia y mu­chos otros personajes del reino y, lo más importante, 38 millones y medio de pesos en plata y mercancía registra­das, que con lo no registrado llegarían aproximadamente a los 50 millones. Lo que Robles no explica es que durante su permanencia en aguas mexicanas los franceses trataron de aprovechar la ocasión para comerciar con los géne­ros que habían traído, lo cual tenía pro­hibido el rey, y asimismo que el virrey puso mucho empeño en entregar los caudales al general Velasco y no a Cha­ternau.

 

Después de la partida de la flota si­guieron llegando noticias ominosas que hacían temer por la suerte de los cau­dales. En un navío de Francia llegó el correo con cartas de España que ad­vertían que en el canal de Inglaterra había una armada de 150 navíos que se temía que fuera para apresar a la flota o apoderarse del puerto de Veracruz. En esta consideración, el rey mandaba al gobernador de! puerto, en cé­dula de 24 de febrero, que estuviera con toda precaución para la defensa y lo mismo mandaba decir al virrey. Ad­vertía que si la flota no había salido se retirara la plata a cincuenta leguas del puerto.

 

Poco después, otro correo de Vera­cruz anunciaba que se había divisado desde allí un navío y que habiendo te­nido tiempo de arribar al puerto no lo había hecho, por lo que se presumía ser vigía del enemigo. Días después se aclaró que era el navío de registro que volvía de Campeche, después que salió la flota. Lo había cogido un temporal que lo desvió de su ruta. Navegando al garete, sin embargo, pudo darse cuen­ta que no había “rumor” de enemigos ­por el Seno mexicano.

 

En el mes de septiembre, las campa­nas de la Ciudad de México empezaron a repicar debido a que habían venido nuevas de Veracruz, que anunciaban no­ticias de España. Estas llegaron en una embarcación que salió de La Coruña el 30 de junio; avisaban que la flota que había salido de Veracruz llegó a La Ha­bana el 2 de julio, pero que había pes­te a bordo. Asimismo informaban que en España se estaban cargando urcas para enviarlas a Nueva España y que en ellas vendría el nuevo virrey, duque de Alburquerque, nieto del otro Albur­querque que también había sido virrey. Vendrían con él 2.000 gallegos desti­nados a servir en diferentes guarniciones. También decían que en la flota que salió de La Habana para España, el 24 de julio, habían muerto 500 franceses de los que iban en ella, y de los que iban de Nueva España murieron un hijo del conde de Moctezuma, llamado don Miguel, y otros varios prominentes ca­balleros, más once damas.

 

En febrero de 1703 se supo, por co­rreo llegado a Veracruz en un navío mercante, que el enemigo capturó cerca de España la nave almirante de la flota, aunque no había certidumbre de la no­ticia. Al mes siguiente empezaron a precisarse las noticias: la flota que había salido del reino de Nueva España haba llegado con bien al puerto de Brest en Francia y de allí había pasado a San­tander, salvo un navío de la armada de Chaternau que apresó el enemigo. En abril se completaron las noticias con cartas que dieron un buen rodeo para llegar a México, pues fueron remitidas desde La Habana a Veracruz por el gobernador de la isla, a quien había escrito el de Cartagena, que había cogido un pingue de ingleses frente a sus cos­tas, por el que había sabido con certe­za que, estando el enemigo con poderosa armada en las costas de España, esperando la flota del reino de Nueva España para apresarla y habiendo apre­sado un “vaso” que despachó Chater­nau mañosamente para averiguar por dónde andaba el enemigo, con cartas para Cádiz, en que decía que estaba ya de viaje para allá con la flota, quedaron persuadidos los enemigos de que la flota se dirigía a Cádiz, por lo que la estuvieron aguardando en aquellas costas. Pero después supieron que la flota ya había llegado al puerto de Vigo, en Galicia.

 

Por no volverse sin ningún provecho, los enemigos intentaron saquear a Cádiz, para lo cual, en un puerto cercano, desembarcaron cantidad de gente: ha­llaron, sin embargo, tan buena resisten­cia, que les mataron más de 800 hom­bres y los restantes se retiraron a los navíos y se fueron para al puerto de Vigo, “entendiendo lograr algo”. Estas palabras de Robles, discretas y ambiguas, ocultan el triste final de la historia. Va­rados frente a Vigo estaban los navíos de la flota aún cargados de mercancías y plata. Precipitadas maniobras, entor­pecidas por la presencia del enemigo, dieron con los navíos en donde no po­dían salvarse: se hundieron, llevándose al fondo la plata que tantos trabajos, cuidados y sacrificios había costado transportar del otro lado del mar.

 

La expansión.

 

La expansión territorial en Nueva España en el siglo XVII fue escasa. Es posible que ello se debiera a la poca fuerza del gobierno austríaco, al descenso del número de pobla­dores indígenas o al cansancio español que siguió al primer siglo de conquista. Es difícil precisar las causas, sólo se sabe que fue así. Pero en el siglo XVIIL la situación europea obligó a la monarquía española a intensificar el cuidado de los límites de su Imperio para impedir que por las tierras menos pobladas y defendidas penetraran los enemigos a las regiones cercanas a las minas de plata y a las líneas de comercio. Al llegar a esa centu­ria, el Rey Sol había logrado dar fuerza y renombre a la monarquía francesa y, en Gran Bretaña, la religión reformada se había convertido en estímulo para muchas empresas. Además, los ingleses tenían una poderosa armada. Sintiéndose más poderosas, su política  imperial consistiría en seguir el camino español y combatir con fuerza a España en el Nuevo Mundo.

 

Las fortalezas de Veracruz y Acapulco y las defensas de Campeche cerraban las entradas marítimas de Nueva España a los enemigos europeos. Los presidios internos que se fueron erigiendo por el norte estaban destinados a contener las incursiones de indios bravos en las tierras que poco a poco iban ganando los españoles.

 

Los indios que habitaban el sur (mayas, zapotecas, mixtecos), es decir, Oaxaca y Yu­catán, no siempre estuvieron en paz y en oca­siones dieron quehacer al gobierno español. En verdad, en la gobernación de Yucatán los ingleses proveían de armas de fuego a los in­dios de la Laguna de Términos y de Zacatán (Belice) y los azuzaban contra el gobierno virreinal, mientras ellos cortaban y se llevaban las cargas de "palo de Campeche". A princi­pios del siglo, don Martín de Ursúa, gober­nador de Yucatán y Campeche, mandó ocho expediciones a la Laguna de Términos para desalojar a los ingleses y redujo gran número de indios que se habían protegido en las bos­ques. Sin embargo, los españoles tenían experiencia para resolver los problemas de gobierno que se les presentaron por el sureste en el siglo XVIII, pues se trataba de tierras más o menos "trajinadas" y de indios, en su mayor parte, sedentarios. En cambio, en la región que los españoles llamaron el Septentrión de Nueva España, lo desconocido se prolongaba centenares de kilómetros y sólo había tribus de gentiles hostiles que vivían de la caza y la recolección de frutos silves­tres. Poco se sabía, por ejemplo, de las tierras al otro lado del río Bravo.

 

Desde el siglo XVI, los franceses se ha­bían aventurado por tierras costeras muy al norte de Nueva España; más tarde, holandeses e ingleses habían intentado también colonizaciones muy modestas en tierras frías. A fines del siglo XVII, don Carlos de Sigüen­za y Góngora decía que si los  españoles supieron esas aventuras, les dieron poca importancia, pues estaban muy distantes del virreinato de Nueva España. Al empezar el siglo XVIII, el Septentrión aparecía a los novohispanos tranquilo y seguro; de lo que ellos tenían vieja experiencia era de la efervescen­cia que producían las rivalidades europeas en las islas del Caribe.

 

Desde fines del siglo XVII ingleses, fran­ceses y holandeses hablan logrado posesionarse de alguna de las islas antillanas: los in­gleses, de Jamaica; los franceses, de la mitad de Santo Domingo; los holandeses, de Cura­zao. Sus establecimientos del Caribe les ser­vían para abastecerse de leña y agua fresca y para depósitos de mercancías. De allí partían hacia el Seno mexicano y las costas de la Florida unas veces para comerciar de contrabando, otras para atacar los navíos de la flota que llevaban las riquezas americanas a España y en no pocas ocasiones para asaltar los puertos, como Veracruz y Campeche, en donde sabían que había mercancías almacenadas o ricos eclesiásticos y comerciantes que podían pagar rescates para salvar de la des­trucción y el saqueo a la ciudad.

 

Los asedios y asaltos a las formidables fortalezas de La Habana, San Juan de Puerto Rico o a la menos imponente de San Agustín de la Florida, emprendidos generalmente por órdenes de los reyes y por las armadas de guerra, eran conocidos en seguida en Nueva España, pues esas defensas se tenían por "llaves de las Indias" y porque para su sosteni­miento enviaba el virrey de México trabajadores forzados y plata. También la armada de Barlovento destinada a perseguir y recha­zar a los navíos de piratas y filibusteros en el Caribe y el golfo de México y a llevar el situado a las islas de Barlovento y a recoger noticias y viajeros de los puertos en las islas antillanas, se sostenía con dinero de las cajas de Nueva España.

 

En dos siglos de dominio, los españoles habían aprendido a salir adelante de difíciles situaciones en las aguas tibias del trópico a pesar de los frecuentes y amenazadores en­crespamientos causados por huracanes, ciclones y enemigos. También cobraron gran ex­periencia los antillanos de todas nacionalida­des en hacer buenos negocios con el azúcar, los colorantes y los esclavos africanos. Pero las cortes europeas ambicionaban algo más que ganancias comerciales. Querían, como España, posesiones territoriales en el conti­nente.

 

Hay escritores que han llamado al Mar del Sur de la época colonial "el Pacífico de los iberos". Ciertamente, durante dos siglos y medio, salvo contadas excepciones, los españoles pudieron navegar por ese imponente océano en un navío raramente equipado con cañones y sin ninguna escolta armada. Si tuvieron pérdidas de consideración en la navegación transpacífica fue porque la esperanza de sobrevivencia, al cruzar tan enormes dis­tancias, embarcados en navíos que hoy nos parecen cáscaras de nuez, no podía ser en realidad muy alta.

 

Como en el Atlántico, el peligro de asal­tos de enemigos estaba al llegar a las costas. ¡Quién se iba a aventurar a buscar una nave en las inmensidades del océano! Cerca de de­sembarcaderos, en los alrededores de Acapul­co, fue donde Thomas Cavendish (1587) y Joris von Spilbergen (1615) esperaron las naos de China que apresaron. Con excepción del fuerte de San Blas, en Acapulco, el cual empezaron a construir los españoles a principios del siglo XVII, no había defensas en ningún otro sitio del litoral del Pacífico, desde la pe­nínsula de California hasta el cabo Mendoci­no, que era más o menos la altura adonde las corrientes conducían las naos en el tornavia­je. Los intentos de poblar Monterrey nunca prosperaron y los puertos de Nueva Galicia, como Salagua (Manzanillo), y de Nueva Viz­caya, como Chiametla, en donde había barcazas y algunas vigías, quedaban muy lejos de la ruta de la nao de Filipinas.

 

Comparadas con las del Atlántico y el Golfo, es evidente que las costas del Pacífico eran mucho más vulnerables. Los reyes españoles bien lo sabían y  no se preocuparon mayormente por mandar erigir fortalezas en ellas porque navegar por el Mar del Sur significaba, para los enemigos, haber pasado ante la línea de defensas atlánticas y luego atravesar el estrecho de Magallanes, del cual se dijo, en el siglo XVII, que se había cerrado. Si salían con bien de esta travesía de meses, todavía esperaba a los navegantes ir costeando por el litoral inhóspito y peligroso de América del Sur, pasar por enfrente de la  poderosa fortaleza del Callao, en el virreinato del Perú, y seguir adelante hacia el norte, para ver si en aguas novohispanas tenían la suerte de encontrar el galeón o nao de China. Era casi imposible que una travesía tan larga se ocultara a los españoles. En cuanto veían pasar navíos enemigos daban los avisos a las autoridades de otras provincias y el virrey esperaba que al enemigo se le acabaran las provisiones o se le deterioraran las naves y se fuera para permitir la salida del galeón.

 

Con la experiencia de que los ataques de los rivales eran cada vez más osados y per­petrados en embarcaciones mejores que las españolas, la corona empezó a estar a la expectativa de lo que pudiera acontecer por el Mar del Sur. Por de pronto, ordenó que se exploraran tanto California como las tierras del litoral hacia el norte, por las provincias de Sinaloa y Sonora, se dibujaran sus contornos, se elaboraran planos y se establecieran presidios o misiones en las tierras que se fueran ganando para atraer a los indios gentiles y nómadas para asentarlos en pobla­ciones.

 

Esta actividad, pensada y dirigida desde España por el rey y el Consejo de Indias, pero que tocaba llevar a cabo al virrey y a los súbditos de Nueva España, presentó opor­tunidades para que funcionarios y criollos ambiciosos y ricos del reino, deseosos de sobresalir, encontraran ocasión de distinguirse. Hay ejemplos de que el rey supo estimular la buena voluntad de algunos novohispanos al empezar el siglo XVIII. Con gusto respondieron a su llamado poniendo "su vida, su espada y su hacienda" al servicio del rey. Se produjo una especie de renacimiento de viejos patrones señoriales. Pero el gobierno metropolita­no de los Borbones más se inclinaba a la administración de sus posesiones por la eficacia burocrática que valiéndose de los arranques de lealtad de los vasallos americanos. Estos, a su vez, pronto se percataron de que por ese camino no conseguirían los premios que  anhelaban.

 

Para lograr una mayor sumisión de las colonias y su mejor aprovechamiento había que estudiar, planear y encontrar soluciones adecuadas a los fines de la conservación del Imperio. Era necesario aplicarse a meneste­res poco lucidos e ingratos, como fijar impuestos para contar con suficientes rentas para los nuevos proyectos y con empleados diestros que obedecieran sin poner objecio­nes. Había que moralizar la administración colonial y para esto se necesitaba la mano firme y severa del peninsular.

 

La política imperial de expansión y defen­sa en Nueva España tuvo consecuencias ines­peradas, pues iba a costar trabajo a los reyes dejar sentir su voluntad en el reino, en donde la pugna entre criollos y peninsulares era ya bien discernible. Los novohispanos, a la pos­tre, tendrían que escoger entre el interés im­perial y el nacional.

 

Los indios del norte.

 

En la conquista del siglo XVI, los españoles dominaron a los indios mediante la guerra; destituyeron o echaron a los "señores na­turales", se repartieron la tierra y a los indios que la trabajaban, y poco a poco fueron mo­dificando la vida indígena hasta moldearla a su conveniencia. Fueron muy cuidadosos de no destruir ni las poblaciones indígenas ni la organización social que les daba cohesión. Además, los indios protestaban de los malos tratos y el rey tuvo muy en cuenta las quejas de sus vasallos indios.

 

Para todos los negocios que los conquis­tadores emprendieron en Nueva España, ya fuera el del cultivo de la caña de azúcar, de cochinilla, de vainilla, de trigo o el de la ex­plotación de minas o crianza de ganado, ocuparon mano de obra indígena. Tener indios a su disposición era poder salir adelante en sus empresas. Para ello establecieron la encomienda, que recogió la obligación del indio de prestar servicios a los amos. En cuanto terminaba su tarea con el español, el indio sembraba el maíz para su sustento y se entendía con sus principales en la forma tradi­cional. En otras palabras, superpusieron y añadieron a la sociedad indígena el dominio español. Otra fue la situación al salir del antiguo reino de Anáhuac.

 

En el norte no había indios asentados, ni poblaciones prósperas con agricultura, ni co­mercio, ni red de comunicaciones, ni organi­zación social capaz de ser el puente para imponer el trabajo en beneficio del conquistador.

 

Por otra parte, el carácter privado que tuvieron las empresas de conquista y población sólo produjo resultados para los españoles cuando encontraron indios que sabían traba­jar y explotar los recursos naturales. En tie­rras de indios cazadores y recolectares, sin asiento fijo, el español no obtenía recompen­sa alguna de los gastos que le originaba la empresa. No podía apoderarse del maíz y el frijol y otros productos agrícolas indios para mantenerse mientras él no producía; ni en­contraba a quien poner a construir chozas o sementeras, ni trabajar minas. Llevar los mantenimientos a lugares alejados de la producción era ilusorio. Para cualquier empresa se tenía que empezar por sembrar el maíz y el trigo que se consumirían en ella. Debido a los pocos alicientes que tenían las tierras nuevas y a los trabajos que daban indios insumisos aun a sus propios jefes, la penetración del siglo XVIII en el Septentrión tuvo carácter distinto de la del siglo XVI en Nueva España. Si el rey quería posesionarse efectivamente de los confines de su Imperio, iba a tener que pagar bien a quienes se aventura­ran a tanta distancia y a tantos peligros, y a poner de sus cajas todo el dinero que costara la empresa.

 

Apenas si un avance lento, originado por la búsqueda de minas que pronto podían hacer rico al empresario, si las encontraba, ha­bía permitido ir conociendo y adaptando a la vida española regiones alejadas del centro. Las circunstancias externas, esto es, la necesidad que tuvo el rey de proteger las tierras del Septentrión que codiciaban franceses e ingleses le obligó a ordenar el avance rápido, no ya de fundación de pueblos, sino de de­fensas militares. Los encargados de llevarlo a cabo no serían los particulares, sino soldados y misioneros a quienes el rey pagaría para formar el cordón de presidios y misiones de la última penetración española a las Indias de Nueva España, llamada por algunos historiadores geográfico-política.

 

Extender el dominio real hacia las tierras del norte significó entrar en contacto perma­nente con tribus de indios a los que no se había podido someter. Indios guerreros insumisos habían atacado los establecimientos españoles desde las primeras entradas al Septentrión. Se les conocía con el nombre de "chichimecas" y durante dos siglos habían sido rechazados o  exterminados conforme se iban fundando poblaciones. Al penetrar más tierra adentro aparecieron los "apaches", a los cuales describió fray Alonso de Benavi­des en 1630. Otras naciones indias que no pertenecían realmente a los chichimecas o apaches fueron designadas con estos nombres por el hecho de resistir y atacar al español.

 

No falta razón a los escritores que afir­man que la monotonía fue la nota predomi­nante en la vida del virreinato al empezar el siglo XVIII. Sólo que convendría distinguir entre los hechos que le daban ese carácter en la capital y el primitivo reino de Nueva Es­paña y aquellos que caracterizan la vida de los otros reinos, los de Nueva Galicia, Nueva Vizcaya, Nuevo México, Nuevo Reino de León, Nueva Andalucía, Nueva Toledo y Nueva Filipinas. En ellos, la guerra al indio gen­til, bravo o guerrero, se hizo crónica, como lo ha hecho ver un distinguido historiador de la colonia, y la historia del Septentrión de Nueva España la componen incontables epi­sodios en los que se repite la misma situa­ción. Ya fuera porque los indios apenas so­metidos se sublevaran o porque penetrando más y más el español en tierras nuevas inquietaba a los indios por quitarles sus ran­cherías y sus mantenimientos, el caso es que la guerra en el norte fue constante y llegó a adquirir proporciones alarmantes en la segun­da mitad del siglo XVIII.

 

Al decir de muchos españoles, era equi­vocado hablar de guerra cuando se aludía a los enfrentamientos con los indios del norte. No era guerra ciertamente al estilo europeo. Eran encuentros armados en los que la sorpresa era el elemento principal, seguidos de muertes y cautivos en ambos bandos. Tanto españoles como indios ponían empeño en recoger el botín, bastimentos, caballos, mulas, reses, cueros o ropa. Después de una escaramuza, generalmente corta, los indios huían y el español se quedaba en el llano o en el monte recogiendo sus muertos o ayudando a los heridos, temeroso de que en el camino de regreso al rancho, presidio o misión de donde había salido lo volvieran a sorprender los in­dios embravecidos. En las entradas puniti­vas, si el español salía victorioso hacía justi­cia sumaría: mandaba asaetear a los cabecillas y poner en collera a los prisioneros. Exaspe­raba a los españoles que el enemigo indio no presentara batalla formal, lo que los predis­ponía a acciones de suma crueldad cuando podían apresar a los atacantes. Veteranos de la frontera, criollos y mestizos sabían que los indios se escurrían por las veredas y montes y que era muy difícil alcanzarlos, pues los ca­ballos que habían aprendido a montar con gran destreza les daban una movilidad que tiempos antes fue sólo superioridad del blan­co. Los indios cambalacheaban pieles por fu­siles y balas, pero era con las flechas con las que podían causar gran mortandad.

 

El hecho de convivir con indios que no aceptaban el gobierno español, y por tanto en tierras de “guerra viva”, había hecho concluir a los colonos del Septentrión que era necesa­rio mantener la paz con las tribus belicosas de cualquier manera. Les permitían que pa­saran a efectuar sus cambalaches y muchas veces no los persiguieron cuando robaban unas pocas mulas o reses para saciar su ham­bre. Las paces eran falsas, como lo advirtie­ron  gobernadores e inspectores, pero, al fin y al cabo, mientras existiera algún  entendi­miento se evitaban muertes y robos y podían los españoles explotar sus minas y ranchos.

 

No faltó quien intentara llevar a esas le­janas tierras indios ladinos, mexicanos o tlaxcaltecas, como mano de obra eficaz. Pero no había suficientes en Nueva España como para trasladar al Septentrión la cantidad que re­querían los trabajos de agricultura, minas y ganadería. Algunos mulatos llegaron allá en calidad de capataces.

 

La “caza de piezas”.

 

Muchos empresarios quisieron suplir la falta de trabajadores en el Septentrión forzando a los indios nómadas. Ocupación frecuente de capitanes y po­bladores de los puestos fronterizos fue salir en pequeñas partidas a “coger in­dios" para llevarlos a trabajar a sus gran­jerías. Por supuesto que el rey tenía prohibidas las entradas para hacer cau­tivos. Pero estaba a tan gran distancia y había tan gran necesidad de obtener peones y trabajadores, que la tentación de evadir las disposiciones reales era poderosa. Los que practicaban la “caza de piezas”, esto es, la esclavitud, entre los que hubo algunos gobernadores, en­contraron en la interpretación de cier­tos mandatos del rey la justificación del cautiverio que imponían a los indios, pues el rey había justificado en alguna ocasión el cautiverio por haber sido para “lograr el servicio de ambas majesta­des y remedio de este reino, sin procu­rar sus aprovechamientos, cumpliendo con su obligación y reales disposicio­nes”. Pero lo que practicaban los escla­vistas era precisamente para procurar su aprovechamiento y desatendiendo su obligación y reales disposiciones.

 

Mientras más se alejaban los pobla­dores del centro del virreinato, más se acercaban a los indios que por su ma­nera de vivir podían justificar los atropellos y la desobediencia a las órdenes del rey. Si alguna vez el español había pasado por una ranchería india y había pedido la obediencia al rey y algún re­ligioso había podido bautizar a algunos indios y más tarde estos indios huían o se enfrentaban a los blancos, eran considerados rebeldes y apóstatas y es­taba permitido castigarlos con la escla­vitud. Ahora bien, frecuentemente los indios atacaron a los españoles en re­presalia de daños sufridos o por ham­bre. Un testigo, vecino de Nuevo Mé­xico, dijo, en la información que se levantó después de un alzamiento, que los españoles “aporreaban a los indios, les quitaban lo que tenían y los hacían trabajar sin pagarles”. La rebeldía de los indios del Septentrión y los frecuen­tes choques que tuvieron con ellos fue­ron aprovechados para hacer presas que luego vendían capitanes y soldados a los mineros para tenateros y morteros, en los obrajes, o para regalo como es­clavos en el servicio doméstico de per­sonajes y autoridades. Justificaban las entradas que hacían a las rancherías in­dias diciendo que, sujetos a los espa­ñoles, los gentiles aprenderían a vivir en policía y se convertirían más fácilmente a la religión cristiana. En el Nuevo Reino de León la denominada “caza de piezas” se convirtió en un negocio lucrativo difícil de extirpar y que dio por resultado la extinción de los indios chichimecas.

 

Los gobernadores que quisieron pro­teger a los indios como lo tenía mandado el rey se encontraron ante una si­tuación complicada, pues en el norte de Nueva Vizcaya, en Sonora y en Nue­vo México las tribus indias practicaban la esclavitud. Las guerras que se hacían unas a otras terminaban con el cauti­verio de algunos de sus miembros. Pron­to aprendieron a cambalachear escla­vos por cosas de los españoles. Los comanches y los navajos conocieron bien este comercio; los primeros daban un indio por dos caballos y se decía que los navajos se libraron de ataques de los españoles porque eran sus pro­veedores de esclavos.

 

Había que tener mucho cuidado con los indios cautivos, pues aun yendo en collera, al ser transportados de un lu­gar a otro se solían soltar y huir. Era frecuente tenerlos encadenados en las minas y obrajes y eran azotados al me­nor indicio de desobediencia. En dife­rentes ocasiones se intentó deportarlos a regiones lejanas de sus rancherías, pero con poco éxito, pues en cuanto podían huían, no se sabía cómo, y vol­vían a su lugar de origen. En estos tra­jines muchos indios morían, fuera por hambre, enfermedades o malos tratos. En los encuentros, los blancos procu­raban apresar a la chusma, esto es, a las mujeres y a los niños, quienes prestaban menos resistencia y se creía podrían adaptarse a la vida española con más facilidad, pero perder a sus muje­res e hijos desesperaba a los hombres y entonces no había esperanza de poderlos pacificar. Con los hombres no se tenía conmiseración, los cuales eran ar­cabuceados o ahorcados.

 

A fines del siglo XVII, la corona tuvo empeño en corregir los desmanes con­tra los indios y mandó (1672) que se castigara a los que hacían esclavos a los chichimecas para venderlos en las minas y asimismo que con ningún pre­texto se sacara indio o india de su ju­risdicción. Como resultado de las dili­gencias que en esta época mandó el virrey que se hicieran, se devolvió su libertad a algunos indios. Pero poco des­pués vino el gran levantamiento de los indios de Nuevo México (1680), que costó tantas vidas de españoles e in­dios, y la buena disposición hacia los indios se tomó en rigor para someter­los. Durante la reconquista, que no quedó terminada hasta principios del siglo XVII, el gobernador Diego Vargas mandó arcabucear a 70 gandules y re­partió como sirvientes cautivas a las mujeres e hijos de los vencidos en las casas de los soldados y nuevos pobla­dores.

 

Tanto Vargas como otros gobernado­res probaron otros métodos menos drás­ticos para atraer a los indios. Les apre­saban a las mujeres e hijos y cuando los hombres se acercaban para recla­marlos se los entregaban haciéndoles prometer que guardarían la paz. Pero no es posible decir que éste fuera un procedimiento eficaz para evitar nuevos asaltos, robos y muertes.

 

No fue fácil gobernar las tierras de guerra viva. Mantener la paz entre españoles rudos y levantiscos e indios re­beldes y gentiles fue duro trabajo para muchos gobernadores. Tenían que proceder con mucho tino y apegados a sus instrucciones, pues tanto el virrey como el rey los vigilaban a distancia. Félix Martínez, por ejemplo, gobernador de Nuevo México (1715 – 1717), cayó en desgracia por combatir a los indios sin escrúpulos. Se supo en México que en una expedición capturó 26 hombres y mujeres y mató a "no se sabe cuántos". En otra expedición contra los indios iu­tas, mató a más de 450 y capturó 350 hombres y mujeres “y porque los dichos estaban de paz, se le originó que le qui­taran el gobierno”.

 

La inspección de los presidios.

 

Para visitar los presidios internos, es decir, las defensas por el Septentrión, contra los indios gentiles y los europeos que iban invadiendo las tierras al otro lado del río Bravo, el marqués de Ca­safuerte envió al brigadier de los reales ejércitos, don Pedro de Rivera, que ha­bía servido desempeñando varias fun­ciones desde hacía tiempo en el virrei­nato.

 

Inquirió en qué situación se encon­traban y lo que convenía ordenar para su buen funcionamiento; le debían acompañar el ingeniero militar Francis­co Alvarez Barreiro, un ayudante y dos amanuenses.

 

En noviembre de 1724 inició Rivera su viaje. No se limitó solamente a la inspección de los presidios; llevaba en­cargo más general del virrey de atender otros asuntos, como, por ejemplo, reunir a los mineros en Zacatecas para ponerse de acuerdo y decidir lo que se había de hacer para lograr el desagüe general de las minas; en otros lugares, debía ayudar a dirimir pleitos que es­tuvieran, desde tiempo atrás, pendien­tes de resolución.

 

Una vez terminada su visita a Zacatecas empezó propiamente la visita de inspección de los presidios. Se dirigió primero a los de la provincia de San José del Nayarit y Nuevo Reino de To­ledo, pasó luego a los de Nueva Vizca­ya y Nuevo México y después a los de Sonora. Una vez inspeccionados los pre­sidios del noroeste, se dirigió al cami­no de Santa Fe, por el que se fue a Cuencamé, por donde había camino a Saltillo.

 

Desde allí se dirigió a visitar los pre­sidios del noreste hasta los más retirados del Pilar de los Adaes y el de Lo­reto, en la bahía del Espíritu Santo. Volvió por la ruta de Monterrey, en el Nuevo Reino de León, Saltillo, San Luis Potosí, Valle del Maíz y San Miguel hasta la capital, en junio de 1728.

 

En cerca de cuatro años, Rivera re­corrió 3.082 leguas (12.912,5 kilómetros) y fijó las coordenadas geográficas de 29 poblaciones del reino reuniendo infor­mación fresca y fehaciente sobre el nú­mero y calidad de los habitantes de las provincias que visitó. La descripción del paisaje natural se conserva en el Diario que él llevó.

 

Es bien conocido el informe que hizo al virrey Casafuerte, con quien mantuvo nutrida correspondencia durante toda su visita.

 

Después de estudiar la información recogida por Rivera, el virrey elaboró un Reglamento para el funcionamiento de los presidios internos. Mucho insis­tió Rivera en que tuvo que proceder consultando de continuo al virrey porque los presidios se habían ido fundando sin ningún orden ni método; este pri­mer Reglamento, aprobado por el rey en 1729, iba a proporcionar normas precisas a los soldados y oficiales presidiales.

 

Rivera formó un arancel con los pre­cios a los que los capitanes tenían que vender los géneros a los soldados. Tan­to el Reglamento como el arancel estuvieron vigentes hasta el año 1772 y para poderlos sustituir, el virrey, mar­qués de Cruillas, mandó hacer otra visita (1766-1768), que también resultó famosa.

 

En general, Rivera encontró que los presidios ayudaban a contener a los indios bravos. Había diferencias, sin em­bargo, en la presentación de la tropa y en la disciplina interna del presidio. En Nayarit, soldados y oficiales carecían de vestuario y armas para la defensa y los soldados no eran dignos de llevar el honroso nombre de tales. En Loreto, en cambio, había buena disciplina. No todos los soldados y capitanes cumplían con su obligación militar. Frecuente­mente encontró que los capitanes vivían lejos del presidio que debían cui­dar y que los soldados se ocupaban en menesteres ajenos a su oficio, como, por ejemplo, andar llevando y trayendo mensajes y encargos de los capitanes o fungiendo como mayordomos en las siembras de los misioneros. A Rivera le pareció que los sueldos que el rey pa­gaba eran muy altos, en general de 450 pesos anuales, tanto para soldados como para oficiales.

 

Este fue el motivo por el cual propu­so que hubiera diferencia en la paga entre tropa y clases, con el fin de que los capitanes tuvieran un estímulo para cumplir su servicio.

 

Los capitanes de los presidios y, en Texas, el gobernador de la provincia abusaban notoriamente de sus puestos vendiendo a los soldados los géneros a un alto precio. En el concepto géne­ros estaban incluidos maíz y frijol para su manutención, ropa y utensilios. Este fue un abuso bien conocido y difícil de extirpar porque en los presidios no ha­bía almacenes, ni se producía lo que se consumía en él. Muchos efectos eran mandados a las fronteras desde Méxi­co. Las semillas se podían conseguir en ranchos y misiones cercanos. Los capi­tanes tenían sus aviadores, o sea, co­merciantes que organizaban el envío de mercancías por medio de arrieros y que tenían sus agentes para el cobro del si­tuado del presidio en la capital. Todas las transacciones originaban gastos que se iban sumando al precio de la mercancía, como el de las gratificacio­nes necesarias debidas a los trámites; de esta forma los productos al llegar al Septentrión tenían un precio muy ele­vado.

 

Llegados al lugar sufrían un nuevo in­cremento que le agregaba el capitán encargado de proveer a las necesida­des del presidio. Para evitar este abu­so, fue pues elaborado por Pedro de Ri­vera el arancel.

 

En Coahuila y Texas tuvo Rivera se­rias dificultades con los misioneros fran­ciscanos, pues éstos ocupaban a los soldados en sus labranzas y para que los escoltaran cuando salían a buscar indios para las misiones. Especialmen­te desvirtuado encontró el funciona­miento del presidio de San Juan Bautista del Río Grande. Allí, como quedó establecido en California, por acuerdo del virrey Moctezuma, querían los mi­sioneros que los soldados estuvieran bajo sus órdenes. Rivera protestó por­que no era para el oficio de labradores para lo que el rey pagaba a los soldados.

 

Encontró que el presidio de Nuestra Señora de los Dolores sólo servía a los misioneros. Hasta él llegaban algunos indios amigos a comerciar, pero no ha­bía peligro de apaches. Propuso su ex­tinción, lo cual el virrey aprobó, causan­do con ello mucha contrariedad a los misioneros.

 

Airados escritos de los misioneros lle­garon hasta e virrey e incluso al rey, pero éste sostuvo lo que Casafuerte ha­bía determinado.

 

En general, los militares aceptaron las rebajas de sueldos que propuso Pedro Rivera y por algún tiempo se ajustaron a los precios que fijó a los géneros en el arancel.

 

La visita de Rivera a las tierras del Septentrión y las dificultades que tuvo en ella apuntan ya a los graves proble­mas de los virreyes para poder extender el dominio del rey a provincias tan lejanas del centro del virreinato, en don­de la población  preponderantemente criolla y mestiza y la numerosa de in­dios insumisos, no se ajustaba a los pa­trones de gobierno, establecidos desde el siglo XVI.

 

Los misioneros.

 

Esta vida insegura y violenta de frontera produjo muchas querellas entre los militares, capitanes, soldados y gobernadores, y los religiosos misioneros que los acompañaron en sus entradas y en los poblados que fueron estableciendo.

 

Los misioneros atraían a los indios por métodos pacíficos y aunque con frecuencia se contagiaron de los procedimientos bárbaros de los militares, azotando a los indios y poniéndolos en cepos, por deber y escrúpulos de conciencia protestaron contra las arbitra­riedades de los gobernadores que no ponían coto al desorden y los atropellos. Aceptaban en las misiones a los indios castigados con el servicio de esclavos por diez años tratando de enseñarles a sembrar, cosechar, tejer, hilar y fabricar utensilios. Trataban de pacificar­los con la rutina y la disciplina de la vida simple y laboriosa de la misión, pero siem­pre fueron pocas las misiones para recibir a todos los indios que necesitaban enseñanza y muchas veces se negaron a recibir a los más bravos porque decían que seducían a los ya apaciguados a volver a su vida libre de salvajes. Sufrieron incontables ataques de los indios y muchos fueron sacrificados. Los gen­tiles sólo veían en ellos a los colaboradores de los amos que los privaban de su libertad, los maltrataban, les quitaban a sus mujeres y los obligaban a trabajar en faenas muy ajenas a las de sus primitivas costumbres.

 

Cuando los misioneros llegaban a tener ascendencia sobre los indios, la usaban para oponerse a las demandas de los vecinos y militares. Los primeros querían aprovechar a los indios mansos en los trabajos de sus gran­jerías; los segundos, a la persecución o "mariscadas" de los indios que atacaban. A esto se oponían los misioneros, que pretendían mantenerse al margen de los problemas de población y defensa y estar sólo atentos a la conversión de los indios que evangelizar para ganar nuevas almas para la cristiandad, ale­jándose por este medio de las controversias con la autoridad civil. En el siglo XVIII, y en todas las provincias del Septentrión, hubo grandes pleitos, acusaciones y disgustos en­tre los religiosos y militares, pero  no cabe duda que la historia de la expansión no se podría escribir si no se mencionan las misio­nes de jesuitas, franciscanos y dominicos que fueron fundando esos religiosos, una tras otra, alejadas cientos de kilómetros de sus colegios en la capital.

 

Dos órdenes religiosas se destacan en esa última expansión: la Compañía de Jesús, que había ido tejiendo un cordón de misiones ha­cia el noroeste, por Sinaloa, Sonora y Naya­rit, y la orden de San Francisco, que había avanzado erigiendo misiones por el noreste, por el Nuevo Reino de León y Coahuila. Tan­to a una como a otra les iba a tocar fijar los puestos de avanzada en los dominios del rey en esas tierras septentrionales que en verdad resultaron difíciles de gobernar y muy costo­sas de sostener.

 

Para tener individuos que penetraran por nuevas regiones, tanto las órdenes religiosas como el rey necesitaron gente que se encar­gara de los nuevos proyectos. Efectivamente, la corona empezó a facilitar el paso de emigrantes a Nueva España. Con el virrey Al­burquerque llegaron 2.000 gallegos, destina­dos a servir en diferentes guarniciones. La Compañía de Jesús reclutó misioneros alema­nes e italianos para sus misiones del noroes­te y California. Con el padre Eusebio Francisco Kino llegaron otros 18 misioneros. Los franciscanos fundaron los colegios de Propa­ganda Fide, primero en Querétaro (1683), luego en Zacatecas (1704), Pachuca y San Fer­nando de México (1731), especialmente des­tinados a la administración de las misiones.

 

Una vez que soldados y misioneros em­pezaron a abrir brecha, vinieron tras ellos otros pobladores españoles, distintos en genio y aptitudes a los andaluces y extremeños de la primera conquista, radicados en el rei­no de Nueva España.

 

La utilidad de las misiones y los presi­dios era bien conocida. Se plantaba una misión por algún tiempo para atraer a los in­dios gentiles, generalmente por un lapso de diez años, mientras los pobladores tomaban la tierra y ponían a trabajar a los indios; lue­go eran secularizadas, y los indios, supuestamente convertidos, empezaban a pagar tribu­to al rey y diezmos a los párrocos. Es conveniente insistir en que en el siglo XVIII las misiones operaron en tierras de indios nó­madas y guerreros. Allí no hubo apoyo de una población española consistente y directora de la producción y de la vida civil; las misiones se convirtieron, por tanto, en cen­tros o núcleos de producción, rectoras de la vida civil, a la vez que unidades de evangelización, y fue muy difícil que el rey lograra su secularización, ordenada desde 1703.

 

La península de California.

 

El conocimiento y población de la penín­sula de California se había intentado desde el siglo XVI. Hernán Cortés, al decir de Ber­nal Díaz, gastó muchos pesos de oro en sus expediciones por el Mar del Sur sin ningún provecho. Salvo algunos exploradores y em­presarios que se ilusionaron con encontrar los legendarios yacimientos de perlas, no hubo quien se interesara por posesionarse de las tierras de la península. El rey, por su parte, concedió licencias para viajes a California por­que le interesaba cuidar ese flanco de su im­perio. Las noticias que traían los expedicio­narios eran confusas, no se sabía si era verdad o imaginación lo que contaban. Unos decían que California era isla; otros, península, ol­vidando los reconocimientos del siglo XVI. En realidad eran tierras áridas de indios bravos y de muy primitiva cultura que frustraban todos los intentos de población.

 

Desde el último cuarto del siglo XVII, el rey había ordenado al virrey de México que procurase fomentar el descubrimiento, po­blación y conversión de los gentiles de las provincias de California, ya fuera haciendo capitulaciones con algún particular o si no encontraba persona idónea, organizando la ex­pedición por cuenta de la Real Hacienda. Al virrey le pareció que don Isidro de Atondo y Antillón, antiguo gobernador de las provin­cias de Sinaloa y Sonora, que además se interesaba en el proyecto, era la persona indi­cada, por el conocimiento que tenía de la región. Si podía llegar a algún acuerdo con él se cumpliría el deseo del rey de agregar una nueva provincia a la monarquía y se reducirían al gremio de la Santa Iglesia tantas almas como se decía había en California.

 

Atondo estuvo dispuesto a ir a las Californias. Presentó un pliego de condiciones al virrey proponiéndole los medios con que él rey le había de ayudar, los títulos con que entraría a la empresa y a lo que se obligaba. La navegación por la costa hasta penetrar en el mar de Cortés (golfo de California) fue len­ta. En abril de 1683 desembarcaron los ex­pedicionarios cerca del antiguo establecimien­to de La Paz. Los indios guaycuras de esta bahía habían sufrido muchas vejaciones de los pescadores de perlas, por lo que se pre­pararon a resistir la entrada de los españoles. Durante cuatro meses, Atondo exploró por las inmediaciones en busca de buenas tierras donde asentar la población, tratando de ga­narse la voluntad de los indios. Pero en vista de que se le acababan los comestibles y los pobladores vivían en continuo sobresalto por las visitas amenazadoras de los guaycuras, Atondo decidió el abandono de La Paz, no sin antes hacer un escarmiento a los indios. Ya de salida mandó disparar su cañón ma­tando a muchos. Volvió a Sinaloa, donde dejó a mucha gente, se reabasteció y volvió a la península con los jesuitas. Desembarcaron más al norte de La Paz, en un lugar al que impusieron por nombre San Bruno.

 

La segunda entrada fue menos penosa que la primera. Los indios de San Bruno, poco avezados al trato con españoles, se mostra­ron menos ariscos y los socorros enviados del presidio y misiones de Sinaloa llegaron con regularidad. Atondo se dedicó a explorar la tierra. En uno de sus viajes, acompañado del padre Kino, yendo siempre hacia el occi­dente, atravesó la península hasta llegar a la costa del Mar del Sur. Volvió a San Bruno pasando grandes penalidades. Las exploracio­nes que hizo por barco en busca de los ban­cos de perlas, según comunicó al virrey, fue­ron infructuosas. Al enterarse éste de los pobres resultados de las expediciones, por ser California, según los informes que le llega­ban, tierra árida y estéril de indios bravos, mandó al almirante Atondo que se contentase con conservar lo adquirido sin empeñarse en nuevas empresas. Pero ni siquiera en San Bruno consideró Atondo poder subsistir. Francisco Javier Clavijero, en su Historia de la Baja California, dice: "Así terminó aque­lla famosa expedición en que se consumieron tres años y se gastaron 225.000 pesos del real erario.

 

Pero un fracaso más en la conquista de California no era razón para olvidar las órde­nes del rey para que el virrey atendiera a la defensa y población de la península. Por unos años quedó pendiente la empresa, pues vino el cambio de dinastía, y para enfrentarse a los gastos de la guerra de Sucesión, Felipe V ordenó a virreyes y gobernadores de Indias que le enviaran todos los caudales que pu­dieran reunir. Por falta de fondos, la empresa de California quedó en suspenso.

 

Contrato entre Isidro de Atondo y el virrey de México para entrar en la península de California.

 

Una vez que el virrey tomó parecer del fiscal Martín de Solís Miranda y de la Junta de Guerra aceptó las condicio­nes de Atondo y firmó la escritura de contrato. Por ella el rey se comprome­tía a proporcionar a Atondo dos fragatas con sus lanchas y un barco luengo con todos los pertrechos necesarios, jar­cias y esquifazones, 8 pedreros, 50 ar­cabuces de chispa, 100 hierros de chu­zo, 24 de partesanas, 100 palas, 50 azadones, 24 hachas carpinteras, 6 azuelas, 6 sierras grandes y medianas, 6 escoplos, 12 barrenas grandes, me­dianas y pequeñas, 100 coas grandes, 6 calderos de cobre, 6 ollas de los mis­mo, 80 barriles para la aguada, 4 quin­tales de fierro para lo que se pudiera ofrecer; una arroba de acero, dos cam­panas pequeñas, 6 quintales de pólvo­ra (la balería la tomaba Atondo a su cargo por tener allá facilidad y plomo para hacerla); los sueldos y las órdenes para que se sumaran a la expedición dos carpinteros, un escribano real, dos pilotos con sus ayudantes, 24 hombres de mar, 30 soldados para guarnecer la fortificación que se edificara y hacer las entradas necesarias. Se le había de dar facultad para que en las ocasiones que se ofreciera pudiera sacar de los presi­dios de Sinaloa los soldados que hu­biere menester. Los 30 soldados habrían de gozar sueldo de 350 pesos al año. Además, debía haber la plaza de un cabo, con 620 pesos de sueldo al año, cantidad igual a la que percibía el del presidio de Sinaloa. El cabo era ne­cesario como segundo de Atondo, para mandar la guarnición, o para el caso de que enfermara Atondo o para que fue­ra en alguna de las fragatas Si se tenía que enviar por bastimentos.

 

Se le habían de entregar seis mil pe­sos para frazadas, sayal, huipiles, quisquemiles, naguas, sombreros, cuchillos y otras niñerías con las que se había de ganar la voluntad de los gentiles para atraerlos a la conversión de la San­ta Fe. De la evangelización se habían de encargar los padres de la Compañía de Jesús, enviando los religiosos misio­neros necesarios para hacer la conver­sión en conformidad con lo que estaba dispuesto por el rey, cooperando y fo­mentando dicha conversión como lo acostumbraban y se esperaba de su santo celo.

 

Atondo a su vez se comprometía a que la conquista se hiciera conforme a lo dispuesto en las Ordenanzas de Fe­lipe II de 1573, las cuales mandaban que no había de ser por la fuerza de las armas, sino por el medio suave de la persuasión y predicación evangélica. Se comprometía a llevar algunos indios e indias amigos para las cosas necesarias y para moler y hacer tortillas, susten­tándolos y pagándoles su salario a su costa, así como también se pagaría a todas las demás personas que llevara en su compañía, excepto a las que "tiraban" sueldo de S. M. Quedaba a su cargo remitir una de las fragatas a los establecimientos de Sinaloa a buscar bastimentos siempre que fuera necesa­rio. Pedía al rey hacerle merced del go­bierno de Sinaloa y sonora, por lo me­nos durante tres años y a despacharle el título de Almirante de las Californias, con facultad para ocupar a los solda­dos del presidio de la costa sinaloense en las ocasiones en que los necesitara.

 

Atondo se obligaba a permanecer y no salir de la tierra de la California por espacio de un año después de su lle­gada y, si en ese tiempo hallaba ser la tierra a propósito y de fertilidad, se obligaba a hacer sementeras, a fortificarse y a dar cuenta al virrey de todo lo que fuera descubriendo y ejecutando, para que el virrey pudiera darle las órdenes que tuviera por más convenientes. Se­gún las noticias que adquiriera de la tie­rra -si así lo juzgaba conveniente- ten­dría el derecho de hacer nuevas capi­tulaciones con el rey. Hasta que la exploración y el asentamiento estuvie­ra bien adelantado no llevaría ni con­sentiría que otros llevaran mujeres para que no hubiera ocasión de disturbios. Sólo irían las indias que fueran necesa­rias para molenderas y hacer tortillas, guisar y lavar la ropa, como ya estaba dicho. De todo el dinero que recibiera daría fianzas y ropa; las otras cosas que adquiriría con los seis mil pesos las dis­tribuiría entre los religiosos con certifi­cación de escribano para que los pa­dres las dieran a los indios; si algo quedaba lo devolvería a S. M.

 

Si encontraba perlas, plata u otras cualesquiera cosas preciosas o éstas se obtuvieran por algún otro medio tendría particular cuidado en que se descontara el quinto de S. M. El rey apro­bó el contrato y Atondo se dedicó a preparar la expedición. Dos años pasa­ron durante los cuales se construyeron los navíos en la costa de Sinaloa, se llevaron los pertrechos del puerto de Veracruz a la otra costa y se reunieron los bastimentos. Cuando por fin partie­ron se habían reunido una buena can­tidad de pobladores. Con Atondo salie­ron del puerto de Chacala ochocientas personas. Los jesuitas que iban en la expedición eran los padres Juan Bau­tista Copart, Pedro Martín Goñi y Eu­sebio Francisco Kino, natural de Tren­to, "docto matemático y misionero muy laborioso que obtuvo del rey el empleo de cosmógrafo".

 

Los jesuitas en California.

 

En cuanto a los jesuitas, el padre Kino consideró la evangelización de los californios una obra digna de la Compañía, pero tuvo que conformarse con hacer sólo propaganda de la conversión, en sus cartas y escritos, pues, como no hubo nueva entrada con Aton­do, el jesuita fue destinado a las misiones de la Pimería Alta, en donde había disturbios entre los tarahumaras y se le necesitaba, por lo que no volvió más a California. En 1711 murió en su misión de Los Dolores.

 

En sus pláticas con otros jesuitas, el padre Kino había comunicado su entusiasmo por California al padre Salvatierra, especialmente cuando éste fue, en 1691, a visi­tar las misiones de la Pimería. La cercanía de las misiones de Sinaloa y Sonora de aquellas que se fundaran en California salvaría el principal obstáculo para el éxito de la entra­da, puesto que la causa de tantos fracasos se debía, en buena medida, a la imposibilidad de hacer producir la tierra californiana.

 

Desde el momento en que el padre Salvatierra vio la posibilidad de extender la acción misionera a California, no cesó de escribir cartas y memoriales al rey, virrey, patronos y simpatizantes de la Compañía de Jesús, a quienes se dirigía unas veces directamente, otras a través de los excelentes conductos di­plomáticos que los jesuitas tenían estableci­dos en el Viejo y en el Nuevo Mundo, pidién­doles que apoyaran la entrada en California.

 

Las rebeliones de pimas, tarahumaras y apaches que brotaron en el norte a fines del siglo XVII y principios del XVIII, fueron im­pedimento para el pronto arreglo de la entrada de los hijos de San Ignacio a California. El virrey no quería provocar más disturbios con nuevas entradas, primero había que sofocar las existentes. También los superiores de la Compañía se mostraron precavidos. Tal como ellos veían el asunto, se trataba de una conquista para la que no tenían misioneros, en regiones muy remotas e inhóspitas, con indios muy difíciles de reducir. Pero la per­sistencia del padre Salvatierra tuvo su recom­pensa, ya que, después de muchas gestiones, obtuvo el permiso de su superior y licencia del virrey para la entrada en California.

 

Las condiciones que puso el virrey para llevarla a cabo eran que, sin orden del rey, no se había de poder librar ni gastar cosa al­guna de su Real Hacienda y que todo lo que se conquistara había de ser en nombre de su majestad. Pero a cambio de esas limitaciones daba permiso a Salvatierra y a Kino para que, en bien de su seguridad y la de los pobladores que los acompañaran y con el fin de prevenir cualquier contingencia o sublevación de gentiles, los padres pudieran llevar la gente de armas y soldados que pagaran y municionaran a su costa, así cómo a un cabo que fuera de su entera satisfacción, a quien pudieran suspender si faltaba a su obligación. La compañía de soldados, así como el cabo o capitán, gozarían de los mismos fueros y preeminencias de que gozaban los demás militares y soldados de los reales ejércitos y sus hojas de servicios se llenarían en igual forma que las de los militares destinados en tierra de guerra viva, como los del presidio del Parral. Podían asimismo los jesuitas reclutar po­bladores y hacer levas cuando lo juzgaran ne­cesario y conveniente. Como se ve, a cambio de no hacer erogaciones, el virrey ponía en manos de la Compañía de Jesús la tierra y el gobierno de California.

 

El padre Salvatierra había ido consiguiendo donativos de personajes adictos a la Com­pañía para asegurar la primera instalación de las misiones. El tesorero de Acapulco, don Pedro Gil de la Sierpe, José de la Puente y Peña, marqués de Villapuente, don Juan Caballero y Ocio, la esposa del virrey, conde de Moctezuma, y otros personajes adinerados de la colonia se ofrecieron a contribuir "para tan santo y alto fin". El dinero reunido fue pues­to a rédito para asegurar una renta fija con que sostener las misiones. Este fue el prin­cipio del Fondo Piadoso de las Californias, administrado por un procurador en México, encargado de enviar a la península víveres, ropa, utensilios y todo lo que se necesitara para el culto. Establecidos los primeros contactos con la eficacia que era característica de los jesuitas, no les faltó a los padres lo necesario para su obra de evangelización. In­cluso llegaron a recibir en cajones y desar­mado, un altar dorado para la iglesia de San Javier.

 

En febrero de 1697 firmó el virrey la li­cencia y en octubre ya estaba el padre Sal­vatierra en California. En una goleta que fa­cilitó el tesorero de Acapulco transportaron el equipo. La capitaneaba Juan Antonio Ro­mero de la Sierpe, veterano de los viajes del almirante Atondo. Como acompañantes Sal­vatierra sólo llevó cuatro europeos, un crio­llo, un mulato y tres indios. Desembarcaron en un lugar no muy distante del abandonado San Bruno; no muy lejos de la playa encon­traron un aguaje, cerca del cual decidieron erigir la misión, a la que llamaron de Nues­tra Señora de Loreto. Poco después llegó la goleta con el padre Francisco María Piccolo, siciliano, compañero del padre Salvatierra.

 

Este pequeño grupo de pobladores pudo obtener suficiente abastecimiento, sobretodo maíz para subsistir, acarreado en los viajes frecuentes de la goleta a las costas de Sinaloa y Sonora. De las misiones ya bien esta­blecidas en esas provincias eran enviados con­tinuos socorros a los de la península de California, para asegurar la permanencia de su empresa.

 

Empezaron los misioneros a ganarse a los indios dándoles de comer. Cuentan cómo les repartían pozole. A algunos lograron conquis­tar, pero en muchas ocasiones no tuvieron más remedio que rechazar, usando las armas de fuego, a los que querían acabar con ellos. Asimismo disciplinaron a los indios azotán­dolos y poniéndolos en los cepos, como era usual en aquella época.

 

En California los jesuitas pasaron muchos trabajos (como los pasaron los misioneros que se acercaron a indios bravos en tierras poco propicias para la agricultura) y dieron ejem­plo de tenacidad, perseverancia y disciplina, pues en los setenta años que permanecieron en la península lograron fundar quince misio­nes, algunas muy prósperas. En 1720 volvie­ron a La Paz y fundaron la misión de Nues­tra Señora del Pilar de la Paz, pero Loreto siguió siendo la primera misión y más im­portante.

 

A pesar de los donativos que obtuvieron de particulares, los jesuitas no consideraron que tenían el dinero suficiente para sostener las misiones de California, por lo que mucho tiempo después de que Felipe V aprobara lo determinado por el conde de Moctezuma para la entrada en California suplicaron al rey que de su cuenta se pagaran los soldados. Nuevamente tuvieron éxito en sus gestiones, pues en 1701 el rey dio orden de que se asignara a las misiones de California un "situado" de seis mil pesos para sostener a trece soldados. A los dos años, en 1703, por otra cédula, el monto del situado se elevó a trece mil pesos con lo que se podía pagar a un mayor núme­ro de soldados. Además ordenó el rey que se pagara sínido a los misioneros y que se les socorriera con vino, aceite, campana y orna­mentos, al igual que a los misioneros de otras misiones.

 

En la corte virreinal, estas cédulas encon­traron oposición para ser cumplidas por la pe­renne escasez en los fondos de las cajas rea­les y porque la licencia del conde de Mocte­zuma había sido en concepto de entrada sin costo alguno para la Real Hacienda. Sin em­bargo, los jesuitas supieron abogar con éxito por su causa, con argumentos que convencieron al rey. Ellos señalaron la necesidad de proseguir la conquista de almas que ya ha­bían entrevisto su salvación y la necesidad de conservar la península que codiciaban las potencias rivales por medio de la fundación de pueblos que pudieran socorrer al galeón de Manila en su travesía a Acapulco.

 

En 1716 el virrey, marqués de Valero, fijó el situado para California en un poco más de dieciocho mil pesos anuales. Desde 1739 has­ta 1765 las misiones de California recibieron para su sostenimiento treinta y dos mil pesos al año.

 

Una rebelión originada en La Paz a fines de 1733 y principios de 1734 puso en peligro la existencia de las misiones. Los indios pericues se lanzaron llenos de odio contra las misiones del sur, arrastrando con ellos a otros indios, en el otoño de 1735. Mataron a los padres Lorenzo Carranco y Nicolás Tamaral y destruyeron la casa y la iglesia de la mi­sión. Los padres dieron cuenta al virrey de la rebelión y solicitaron su auxilio. Pedían que se fundara otro presidio, pues el de Loreto, adonde se habían refugiado los misioneros, quedaba muy retirado de las misiones del sur y había muchos rumores de nuevos levantamientos de indios. Por de pronto los misioneros recibieron auxilio de las misiones de Sinaloa. De allá llegaron indios yaquis, con cuya presencia y los soldados de Loreto se restableció la calma.

 

Cuando el virrey ordenó al gobernador de Sonora, Manuel Huidobro, que pasara a California a combatir a los rebeldes, los misioneros empezaron a inquietarse, pues Huidobro no se puso a la disposición de los padres. En la primavera de 1737 fueron capturados los cabecillas de la rebelión, enviados a Loreto y finalmente desterrados a México, "si bien la mayor parte murió en el trayecto".

 

La presencia de Huidobro en California fue larga y poco satisfactoria para los misioneros. Como gobernador y enviado del virrey se consideraba con suficiente autoridad para actuar con independencia y sin consultar a los misioneros. Cuando se trató de la creación de un nuevo presidio, declaró que el capitán y los soldados allí residentes no quedarían subordinados ni a los misioneros ni al capitán de Loreto, fiel servidor de los jesui­tas, sino inmediatamente al virrey. Los misioneros habían escogido a un capitán para el presidio de Loreto que estuvo de acuerdo en recibir órdenes sólo de los padres. Luego su hijo aceptó la misma dependencia, lo cual pareció irregular a Huidobro. Nombró capi­tán del nuevo presidio a Pedro Alvarez de Acevedo, quien al fin tuvo que salir de California después de soportar la tremenda opo­sición de los misioneros. Ellos justificaban su proceder amparándose en la cédula del virrey Moctezuma, por la cual, como se recordará, el capitán y soldados de California debían de quedar bajo las órdenes de los jesuitas.

 

Los considerables caudales con que con­taban los jesuitas para sostener las misiones de California, las quejas de las autoridades virreinales al rey, relativas a la oposición de los jesuitas a la entrada de pobladores a California y el hecho de que en esa tierra hacían sólo su voluntad, contribuyeron al recelo y desconfianza con que el rey empezó a mi­rar a la Compañía de Jesús y que en última instancia decidió, en 1767, su expulsión de todos los reinos españoles. Cuando los jesuitas salieron de California la población indígena había disminuido notablemente y los in­dios que decían haber evangelizado y enseñado a vivir en policía no dieron muestras de preferir la vida cristiana a su salvaje libertad. Tampoco lograron establecer, y sin presión ninguna para lo contrario, los pueblos en el litoral del Pacífico que como lo quería el rey socorrieran a la nao de Filipinas.

 

Texas.

 

El avance de los jesuitas por el occidente careció de la urgencia con que tuvo que emprenderse por el oriente. El temor de una in­vasión por el Pacífico no llegó a tener con­firmación a principios del siglo XVIII. En cambio, por el Atlántico, los franceses de Nue­va Francia o Canadá lograron avanzar explorando el sur, a fines del siglo XVII, hasta en­contrar el nacimiento del río Mississippi, lo que era una amenaza muy real para las provincias españolas del Septentrión.

 

Una expedición, cuya preparación fue bien conocida por la gente de mar, tan temida y recelada por los españoles, que pasó frente a puertos hispanos de las Antillas, tenía que llegar al conocimiento del virrey de Nueva España. En cuanto el marqués de la Laguna y conde de Paredes, por noticias llegadas de La Habana, Campeche, Veracruz y Tampico, supo que naves extranjeras navegaban por el Golfo, dictó las órdenes necesarias para que pilotos españoles salieran a buscar a los franceses por las costas del Seno mexicano. Una expedición al mando de Juan Enrique Barroto y Antonio Romero buscó  por las costas del Golfo sin poder localizar la colonia de franceses. El marqués de la Laguna dejó el virreinato y cuando el nuevo virrey, conde de la Monclova, llegó a México, en septiembre de 1686, traía instrucciones terminantes de buscar a los franceses hasta encontrarlos. Varias expediciones salieron por mar a reconocer las costas, pero no hallaron a los invasores. Exploraron la bahía de Panzacola, que a todos los navegantes causó admiración, vie­ron restos de naves naufragadas, pero no en­contraron rastro de lo que buscaban.

 

En 1693, el siguiente virrey, conde de Gal­ve, dio el encargo al general de la armada de Barlovento, don Andrés de Pez, de ir a reconocer la bahía de Panzacola, bastante lejana de la del Espíritu Santo, y de erigir allí un fuerte. Nombró a don Carlos de Sigüenza y Góngora cosmógrafo de la expedición. El sa­bio mexicano ya tenía noticia de la bahía por la descripción que de ella había hecho su dis­cípulo Barroto. Debido al examen que hizo del problema de defensa, llegó a la conclusión de que era preferible concentrar la fuerza es­pañola en Panzacola y no en San Agustín de la Florida, por lo que difería de don Andrés de Pez. En mayo de 1693, se supo en la Ciu­dad de México que los navíos habían llegado a Panzacola y habían tomado nuevamente posesión de la bahía en nombre del rey. Tam­bién se tuvo conocimiento que los expedicionarios habían iniciado la construcción de un fuerte y habían rebautizado el puerto con el nombre de Santa María de Galve, en honor del virrey. En enero de 1694 volvió destrozada la armada de Barlovento a Veracruz.

 

En los años siguientes fueron enviados al nuevo presidio todos los vagos y malvivien­tes que la Sala del Crimen pudo sentenciar a trabajos forzados. En realidad el presidio era el destierro y sólo iba a servir para que la hermosa bahía no cayera en poder de exploradores de naciones rivales.

 

El rastreo de los franceses se había orde­nado también por tierra. El marqués de San Miguel de Aguayo, don Agustín de Echevers y Subiza, gobernador del Nuevo Reino de León había recibido orden del virrey para buscar al norte de su gobernación a los fran­ceses. Desde luego reunió gente que puso al mando del capitán Alonso de León residente en Monterrey. La expedición salió en junio de 1686 pero no llegó lejos. Otra tentativa al año siguiente también fracasó.

 

Poco después Alonso de León fue nom­brado gobernador de una nueva provincia, la de Coahuila, apenas dibujada con indepen­dencia de la Nueva Vizcaya, con lo que le tocó a él encargarse de la búsqueda de la colonia francesa.

 

Estando en su presidio de San Francisco de Coahuila tuvo noticia, por un indio ami­go, de un blanco con la cara pintada que vivía en una gran ranchería de mil indios. Había aprendido la lengua india, según le con­taron, y era tratado con gran consideración por los jefes nativos. Alonso de León se hizo acompañar de unos pocos hombres y salió hacia donde los indios le dijeron que estaba el extranjero. Tuvo la suerte de encontrarlo y poderlo apresar. En seguida lo envió a buen recaudo a México.

 

Con las noticias que proporcionó el fran­cés se disiparon las dudas acerca de la pre­sencia de otros en la bahía del Espíritu Santo. Entonces ordenó el virrey no sólo que Alonso de León volviera a cruzar el río Bra­vo y buscara a los franceses que hubieran quedado entre los indios, sino también que le acompañaran misioneros franciscanos para empezar la obra de evangelización entre esas tribus de indios texas, a los que hasta enton­ces no habían visitado los españoles.

 

En la cuarta entrada de Alonso de León, en 1689, la expedición llegó a la bahía del Es­píritu Santo, a la población que iniciaron los franceses. Los indios de los alrededores con­taron a los expedicionarios que otros indios de la costa del mar habían dado muerte a los franceses. Alonso de León y sus soldados en­contraron seis casas de madera bien construi­das, todas saqueadas, destruido y arruinado todo cuanto había dentro; las puertas quebradas, algunos vasos hechos pedazos sin en­contrar algo que les sirviera, y así dentro de ellas, como en los patios despedazados, mu­chos libros, unos impresos y algunos manus­critos en lengua francesa. Encontraron tam­bién, cerca de la casa que parecía haber sido el fuerte, ocho piezas de artillería de hierro de mediano porte, tres pedreros incompletos muy viejos, muchos arcabuces quebrados y restos de cañones. Reconocieron un lote cer­cado como para  sembrar maíz. Muy cerca de las casas hallaron tres cuerpos, entre ellos uno de mujer, a los que dieron sepultura.

 

Pudieron aprehender a otros franceses re­fugiados con los indios, quienes contaron la triste historia del intento de poblamiento he­cho por orden del rey de Francia.

 

Cuando el obispo de Guadalajara, Juan de Santiago León Garavito, supo de las entra­das de Alonso de León a lo que se empezó a considerar como una nueva provincia, la de los indios texas, creyó obligación suya proponer al virrey que ya que esas tierras eran, por decirlo así, prolongación de las de su obispado, que fuera él quien dispusiera la conversión de los texas. Le habían informado que eran indios gentiles más políticos y tratables a nivel racional que otros de su obis­pado. Sabía ya que el rey tenía intención de mandar poblar la bahía del Espíritu Santo, para que en ningún caso los franceses pudie­ran alegar derecho de posesión y quisieran recuperar el  establecimiento. Proponía al vi­rrey que fueran los religiosos misioneros del Colegio de la Santa Cruz de Querétaro los encargados de la conversión de los texas.

 

Alonso de León hizo relación de sus via­jes. También levantó actas de los interrogato­rios a que sometió a los franceses. En un lar­go informe expuso al virrey lo que él creía conveniente para el poblamiento de Texas.

 

En vista de toda la información que se había ido reuniendo sobre Texas, el virrey, conde de Galve, decidió lo que había de ha­cerse para cumplir con las órdenes del rey. Mandó que Alonso de León hiciera una nue­va entrada con el principal objeto de recono­cer la tierra de los texas y pedir a éstos la sumisión al rey español. En 1690 volvió Alonso de León a la provincia acompañado de franciscanos misioneros, entre quienes se con­taba fray Damián Mazanet, entusiasta ani­mador del proyecto de evangelización. Nuevamente visitó la bahía del Espíritu Santo para destruir completamente los restos de la población francesa y no paró hasta encontrar el asiento principal de los texas, para fundar allí el pueblo y misión de San Francisco de los Texas (mayo de 1690).

 

Una vez que fue reconocida la tierra por soldados y misioneros y escogido el lugar en el que había de fundarse la misión principal, el virrey dio orden de que se preparara una gran expedición de poblamiento, desgraciada­mente no ya a Alonso de León, quien acaba­ba de morir, sino al nuevo gobernador de Coahuila y Texas, general Domingo Terán de los Ríos. Tres eran los objetivos de ella: ayudar a los franciscanos a fundar ocho mi­siones, reconocer la tierra y verificar si había franceses establecidos en alguna parte. Si así era, había que apresarlos de inmediato y man­darlos custodiados a México. Terán recibió órdenes estrictas de que “ni a la real obe­diencia ni dominio, ni a la religión católica ni a la admisión de misioneros han de ser apremiadas ni reducidas dichas naciones (te­xas) por fuerza ni hostilidad, sino por ra­zón, agasajos y términos muy caritativos y suaves...”

 

Como era costumbre, Alonso de León y los misioneros habían llevado regalos para agasajar y conquistar la buena voluntad de los indios en sus entradas. Pero no faltaron soldados que maltrataran a los texas. Además, a pesar de que con gran solemnidad los indios principales dieron la obediencia al rey, otros no respetaron la alianza de paz y robaron a los españoles lo que pudieron. Terán de los Ríos no resultó ser ni tan buen explorador ni conocedor de los indios como Alonso de León. Llevó en la expedición al padre custodio Da­mián Mazanet y a otros misioneros y desde un principio tuvo dificultades porque los sol­dados querían aprovechar el viaje para coger indios y los franciscanos reclamaban una en­trada de paz. Dejó sólo a cuatro misioneros, de los diez que llevó, para empezar la reducción de los texas con diez soldados. Luego partió con rumbo a la bahía del Espíritu San­to. Allí lo esperaba una embarcación que lo llevaría a Veracruz. Debía hacer este viaje para probar si la comunicación de la provin­cia por mar era fácil.

 

Aislados y con escasa protección de ar­mas, los misioneros empezaron a ser ataca­dos por los indios. Les robaron el ganado, la ropa y los comestibles. Los soldados desea­ban volver a tierra de cristianos; el sargento forzó a cuantas indias se le antojó y luego huyó. Ante la amenaza de ser atacados, los misioneros abandonaron precipitadamente la misión. Escondiéndose de los indios y cami­nando por rumbos desconocidos pudieron lle­gar por fin al presidio de Coahuila, en 1694.

 

Cuando Terán de los Ríos llegó a México, en 1692, informó al virrey que los indios texas no eran como lo habían contado, que no había peligro alguno de franceses y que la tierra de Texas era tan mala que nadie la quería. No concordaba su relación con otros informes; pero cuando el virrey recibió noti­cias de fray Damián Mazanet, en las que le comunicaba el abandono de la misión, deci­dió suspender el envío de más pobladores, tanto más cuanto que en México había ham­bre y la situación no era propicia para hacer nuevos gastos.

 

Los cortesanos franceses, los empresarios de Nueva Francia, los religiosos y aun los sa­bios de las academias en Francia no olvida­ban la colonización iniciada por La Salle. En 1698, Pedro le Moyne de Iberville, oriun­do de Montreal, logró obtener licencia y ayu­da para organizar una gran expedición que volviera a poblar la desembocadura del Mis­sissippi. Llegó la noticia a la corte española y en seguida el rey escribió al virrey, conde de Moctezuma, recordándole que, en vista de que anteriores virreyes de Nueva España le habían escrito diciendo que no podían erigir una gran fortaleza en la bahía de Santa Ma­ría de Galve, porque faltaba dinero para com­prar pertrechos y no había gente que quisie­ra ir, ordenó que todos los años se recorriera y visitara la bahía y las costas adyacentes para vigilar que los extranjeros no se posesionaran de ella. Ahora tenía noticias fidedig­nas de que los franceses, por haber cesado la guerra, iban a aprovechar la paz para volver al Seno mexicano. En Francia tenían prepa­rados cuatro navíos de guerra en los que llevaban toda clase de materiales y ya daban providencias para recoger pobladores en las islas de Martinica, Española y Guadalupe para llevarlos a Panzacola a empezar a cons­truir un fuerte. Con el fin de adelantarse a los franceses, el rey había dado orden para que de España se mandara "precisa e inde­fectiblemente" la artillería, armas, pertrechos y doscientos infantes, que había pedido el conde de Galve, para que "sin perder instan­te de tiempo" se iniciara la fortificación del puerto. En tanto que llegaban material y sol­dados a las costas del Golfo, el virrey debía enviar inmediatamente la embarcación o em­barcaciones que estuvieran disponibles, con el mayor número de personas que pudiera reunir en México y Veracruz, así como al in­geniero militar Jaime Frank, que residía en San Juan de Ulúa, para que luego se empe­zara a levantar el presidio y en caso de que llegaran los franceses hubiera quien los pu­diera rechazar. Le comunicaba asimismo que ya informaba del peligro a los gobernadores de los presidios de La Habana y la Florida para que también enviaran auxilios a Panzacola por si llegaba allí el enemigo.

 

El desconocimiento de la geografía del Septentrión y del litoral del Seno mexicano era aún grande, pues el rey decía que del presidio de San Agustín de la Florida "que está inmediato" al de Panzacola podrían los expedicionarios recibir auxilio. Autorizaba al vi­rrey para que tomara de sus cajas reales el dinero que fuera necesario para hacer los gastos de la expedición y además mandaba que el virrey pidiera al comercio de México una contribución para afrontar la empresa.

 

El conde de Moctezuma nombró goberna­dor del presidio de Santa María de Galve, que había que erigir, a don Andrés de Arriola para que luego saliera a proteger la bahía. Apenas dio tiempo de que llegaran los navíos de Arriola con la gente y los pertrechos enviados de México. En enero de 1699 aparecieron los franceses frente al desembarcadero español. Quisieron quedarse con el pretexto de abastecerse de agua y leña, pero Arriola se mostró firme. Ante la presencia de la gen­te española no tuvieron más remedio que bus­car otro lugar en donde fondear. Recorrieron la costa y decidieron quedarse en la desem­bocadura del río Mobila. Allí permanecieron mientras Iberville buscaba mejor refugio y encontraba la desembocadura del Mississippi, que era todo su afán.

 

Cuando llegó a ella y la reconoció decidió pasar los pobladores a Biloxi, por ser éste un lugar bien protegido, desde donde podía ex­plorar el Mississippi. Erigieron un fuerte y empezaron a levantar la colonia; unos se dedicaron a sembrar, otros a explorar poco a poco el interior en busca de minas y pieles y comerciar con los indios que se les acercaban, siempre en espera de los auxilios de la metrópoli o de las posesiones francesas de las Antillas. Pero no fueron en vano sus pe­nalidades, pues en unos cuantos años llega­ron a ponerse en contacto, por tierra, con los españoles de las inmediaciones del río Bravo.

 

Los franceses soportaron vivir aislados y perdidos en las costas del Seno mexicano con la esperanza de unir las posesiones francesas del Canadá, pasando por la Luisiana, con las Antillas y encontrar de paso el camino al rico virreinato español en donde estaban las mi­nas de plata. Para los novohispanos no había incentivo que los atrajera o hiciera productiva la estancia en Panzacola (Santa María de Galve) o en la bahía del Espíritu Santo. Tam­poco las tierras de Texas les parecían codi­ciables; así pues, una vez cumplidas las ór­denes perentorias del rey y habiendo tomado posesión de la bahía, cesó la necesidad de trasladarse a tan distante soledad. Por otra parte, los virreyes  sentían la urgencia de en­viar a España todo el dinero que pudieran reunir; no podían distraer fondos para nuevas expediciones a Panzacola, por lo que se fue postergando la construcción de las de­fensas contra los franceses.

 

El ánimo y los intereses de los religiosos eran distintos de los funcionarios. A los misioneros les llenaba de entusiasmo en­contrar nuevas naciones de indios para evan­gelizar. Los franciscanos tenían pendiente su proyecto de reducir a los indios texas. Todos los años fray Francisco Hidalgo pedía a sus superiores volver a la nueva provincia. Como pasos preliminares y para ir cerrando la dis­tancia que había entre las misiones del Nuevo Reino de León y Coahuila y las tierras al otro lado del río Bravo, se unieron los frailes con dos pobladores de la frontera, José de Urrutia y Diego Ramón y, por fin, en 1700 obtuvieron autorización del virrey para fun­dar una misión y un presidio en las cercanías de un paso del río Bravo. Dieron el nombre de San Juan Bautista del Río Grande al pre­sidio y misión.

 

Hubo cierta comunicación entre los fran­ciscanos de Coahuila y Antoine La Mothe Cadillac, gobernador de la Luisiana. Este trataba de obtener información sobre los cami­nos que podrían servir al comercio franco-español. Había enviado un navío con mercancías a Veracruz que fue rechazado por las autori­dades del puerto. Intentó también abordar a los españoles de Panzacola, pero éstos lo de­sengañaron, haciéndole saber las severas pro­hibiciones que había para establecer comuni­cación de cualquier índole con los franceses. Algunos antiguos pobladores de Natchitoches tampoco le dieron esperanza de poder esta­blecer comercio lícito con los españoles. Pero él seguía buscando la manera de llegar a los españoles, pues codiciaba la plata mexicana para el fomento de sus transacciones comerciales.

 

En su afán de extender la conquista espi­ritual por Texas, el padre Hidalgo vio en los avances del gobernador La Mothe la posibi­lidad de establecer misiones al otro lado del río Bravo. Escribió al gobernador proponién­dole establecer un comercio de ganado con los de la Luisiana a cambio de la ayuda que le prestara para la pacificación de las tribus indígenas del río Colorado (Riviére Rouge). Esta tenue y particular apertura fue suficiente para que el gobernador organizara una ex­pedición al mando de Luis de Juchernau, señor de Saint-Denis, con el declarado propósito de avanzar hasta los puestos españoles a com­prar bueyes, caballos y otros ganados que ne­cesitaban los colonos de la Luisiana, pero también con la intención de ver la manera de penetrar hasta el corazón del virreinato.

 

La perseverancia del señor de Saint-De­nis logró su propósito llegando, tras varias vicisitudes, incluso hasta la misma Ciudad de México.

 

Durante su estancia en la capital, Saint-­Denis fue hábil para escapar al castigo que temía le impusieran por haberse introducido en el reino sin permiso y con mercancías fran­cesas.

 

Las pretensiones de Saint-Denis no convencieron a diversos funcionarios virreinales y sus recelos resultaron fundados, pues, des­de septiembre de 1715, el francés había lo­grado hacer llegar a la Luisiana la noticia de la expedición que preparaba el virrey y urgía a las autoridades de la Mobila que enviaran un navío que se posesionara de la bahía del Espíritu Santo antes de que llegara la expe­dición española, porque a su juicio la colonia del rey de Francia debía extenderse hasta el río Bravo.

 

Más tarde el virrey de Nueva España, marqués de Valero, nombró gobernador de Coahuila a don Martín de Alarcón para que reconociera las tierras de los indios texas y desalojara a los franceses de los parajes has­ta donde se habían ido extendiendo.

 

El carácter punitivo de esta expedición no hizo fácil un rápido avance por las tierras te­xanas. Alarcón pasó muchos trabajos en el presidio de San Juan Bautista para determi­nar los responsables del comercio ilícito pro­movido por Saint-Denis y para reunir gente que lo acompañara. Mientras duraron estas diligencias los franceses aprovecharon para alejarse de las cercanías de los puestos espa­ñoles.

 

Hasta abril de 1718 no pudo Alarcón in­ternarse en Texas. Llegó al río llamado San Antonio y fundó allí la misión de San Antonio de Valero y río arriba la villa de San Antonio de Béxar, en mayo de 1718. Has­ta 1721 permaneció Alarcón en Texas orga­nizando el gobierno de la provincia, en que­rella continua con los franciscanos, a quienes les parecía que no destinaba todo su esfuerzo en hacer prosperar las misiones.

 

Los franciscanos que se quedaron en Te­xas encontraron muy difícil la convivencia con los indios, al igual que los primeros que fueron allá. Los texas no querían saber nada de la religión católica; sólo a base de regalos evitaban los misioneros que los aniquilaran. Por medio de sus prelados solicitaron ayuda de dinero y protección de soldados; hubieran tenido que abandonar las misiones si la gue­rra europea de 1719 no hubiera dado ocasión para que los franceses atacaran Santa María de Galve, cruzaran el río Colorado y se apoderaran de nuevos sitios y, en consecuencia, el virrey tuviera que mandar otra gran expe­dición a Texas.

 

Esta vez el encargado de rechazar a los franceses fue otro marqués de San Miguel de Aguayo, don Joseph de Azlor, rico terrate­niente de Coahuila. De todas las expedicio­nes que entraron en Texas desde fines del si­glo XVII, está de 1720 - 1722 fue la más grande y la de mayor duración. Un año tardó el mar­qués en reunir maíz, trigo, vacas, caballos y gente que la integraran. De su peculio gastó trece mil pesos en equipo. De Querétaro, Za­catecas, San Luis Potosí, Celaya y Aguasca­lientes llegaron los individuos que lo habían de acompañar. Como lo había intentado Te­rán de los Ríos, proyectaba establecer comu­nicación marítima entre la bahía del Espíritu Santo y Veracruz. Ciertamente fue esta ex­pedición digna de recuerdo, pues antes nun­ca había entrado tanta gente en Texas, tan bien abastecida y con tan ricos regalos para los indios, y ningún jefe se había mostrado tan espléndido y magnánimo.

 

Con el marqués volvieron a Texas fray Félix Isidro de Espinosa y fray Antonio Margil de Jesús. El marqués restableció la misión de San Miguel, con el nombre de Nuestra Señora del Pilar de los Adaes y asimismo erigió un presidio para protección de los misione­ros. En la bahía del Espíritu Santo dispuso la construcción del presidio de Nuestra Señora de Loreto. A Saint-Denis y sus france­ses les ordenó firmemente que se retiraran hasta su puesto de Natchitoches. Quizá por el gran número de soldados que llevaba el marqués, Saint-Denis juzgó conveniente obedecer. Halagó y regaló a los indios, arengán­dolos para que permanecieran fieles al rey de España. Cuando por fin regresó a sus hacien­das, al otro lado del río Bravo, habían muer­to cerca de cinco mil caballos y setecientas mulas; y el marqués estaba enfermo y hasta los oficiales y capitanes caminaban a pie. Para que los soldados consintieran en quedarse en los nuevos presidios les asignó un sueldo de 450 pesos anuales, cosa inusitada. La ganancia de la expedición no fue en botín ni para beneficio del marqués; consistió en ha­ber dejado iniciada la construcción de los presidios de Loreto y Adaes, en haber reforzado las misiones e iniciado el gobierno permanen­te de la provincia.

 

Lucha con los nayaritas.

 

En Nueva Galicia había quedado, según decía el rey, un "padrastro" que estorbaba la completa pacificación del centro del reino. El estorbo lo constituían las tribus llamadas na­yaritas, que comprendían indios tepehuanes, huicholes y coras, resguardados en los peñoles de la sierra de Tepic. Desde el siglo XVI habían rehusado una conciliación. El virrey don Luis de Velasco adoptó entonces  la ''diplomacia de la paz" y para irlos atrayendo poco a poco a la vida cristiana envió familias de indios tlaxcaltecas, fieles e industriosos, a establecerse al pueblo de Colotlán, desde don­de podían atraer a los rebeldes a las costum­bres del gobierno español. Calotlán quedó como frontera india y hubo allí un capitán protector, con mando militar y  político, encargado de  mantener la paz en la región. En el siglo XVII, a la entrada de la sierra, los franciscanos fundaron dos conventos, uno en Guajuquilla (Huejuquilla) y otro más al norte, en Guazamota. Lo empinado de las cuestas, lo estrecho de los caminos y lo continuado de los precipicios del Nayar habían impedido que religiosos y soldados llegaran, en los años sucesivos, hasta el corazón de la sierra para reducir a los indios.

 

No obstante las dificultades, a principios del siglo XVIII los oidores de la audiencia de Guadalajara vieron la necesidad de acabar con el reducto nayarita, pues en él se refugiaban indios rebeldes y apóstatas, malhechores y vagabundos perseguidos por la justicia. Pa­rece ser que, por esos años, los indios empe­ñolados empezaron a inquietarse por tener di­ficultad en coger sal por el rumbo de Acaponeta y Mescatitlán. Hubo asimismo rumores de que los indios habían descubierto unas vetas de plata.

 

Avisado de la situación el rey, se interesó en dar su apoyo a la conquista de los naya­ritas y en 1709 ordenó al virrey, duque de Alburquerque, que se fundara un  real de mi­nas en el lugar en que se habían descubierto las nuevas vetas y se iniciara la conversión de los indios. Dispuso que se encargara de la obra de evangelización el franciscano fray Antonio Margil de Jesús.

 

En 1711, fray Antonio quiso penetrar en la sierra, pero los indios le mandaron decir que no querían ser cristianos y que no intentara llegar a sus pueblos. Era claro que los gentiles persistían en su independencia y sólo se someterían "a fuerza de armas". Para lograr los fines perseguidos, esa situación requería la organización de una expedición mi­litar para la que el virrey no lograba reunir fondos. También en Nueva Galicia, los señores de la audiencia de Guadalajara buscaban a un militar de capacidad que se interesara en hacer la entrada por su cuenta, pero los que tenían caudal ponían muchos reparos para encargarse de la empresa.

 

En 1715 hubo otro intento de penetración; lo llevó a cabo un vecino de Nueva Vizcaya, a quien acompañó el padre Tomás de Sol­chaga, de la Compañía de Jesús. En 1716, sin haber logrado su objeto, este jesuita hizo relación de su visita al gran Nayarit. En ella contaba cómo fueron recibidos por los indios, describía sus costumbres y carácter y pedía que se les hiciera la guerra, pues sólo así en­tregarían a los cristianos apóstatas que se habían refugiado con ellos y recibirían a los religiosos que administraran los sacramentos a los cristianos que vivían desobligados en sus pueblos. Como ejemplo de la situación excepcional en que querían estar los nayari­tas, decía que ellos comerciaban con los pueblos de indios cristianos, pero, en cambio, no permitían a éstos el comercio en sus tierras.

 

La conquista de Nayarit, en 1721 - 1722, tuvo desde un principio aspectos formales de que carecieron las entradas a California y a Texas, en donde no había habido contado previo con los nativos: embajadas de indios amigos, permisos para entrar en territorio na­yarita, propuestas de arreglos por medio de intermediarios intérpretes y por último, ante el fracaso de las negociaciones, guerra declarada a sangre y fuego con las consecuencias de muerte y cautiverio para muchos indios.

 

El primer movimiento que llevó a la con­quista final lo hicieron los indios. Una comi­sión, con el jefe Tonati a la cabeza, fue a Zacatecas a negociar con el capitán protector, don Juan de la Torre, en 1720. Prometían obediencia al rey, a cambio de que les respe­taran sus tierras y no pagaran tributo; pe­dían paso libre para coger sal, y que les soltaran los presos que les habían hecho. De la Torre supo llevar bien las negociaciones y para dar formalidad al acuerdo condujo a la delegación de nayaritas hasta la capital para entrevistarse con el virrey, en febrero de 1721. En México, ante el asombro y curiosidad ge­neral, conferenciaron los jefes nayaritas con el marqués de Valero y convinieron en que el virrey ordenaría que se les facilitara el comercio de la sal y les enviaría padres de la Compañía de Jesús a instruirlos en la reli­gión cristiana. Sin embargo, a pesar de la aparente sumisión y acuerdo, por más esfuer­zos que hicieron las autoridades no lograron que los nayaritas se dejaran bautizar. Volvie­ron éstos a sus montes para esperar la expe­dición, que había de llevarles a los misio­neros.

 

En las villas de Zacatecas y Jérez se re­clutaron los soldados que iban a penetrar en el Nayar; dos jesuitas fueron destinados a acompañarles. Probablemente a causa de que los nayaritas, que no habían estado en México, no aceptaron el arreglo del jefe Tonati, los pueblos de la sierra empezaron a prepa­rarse a resistir la entrada de  españoles. En septiembre de 1721 partió la expedición de Guajuquilla hacia la sierra. Poco pudieron penetrar los españoles que tuvieron que hacer su campamento en un sitio reducido, en don­de esperaban que bajaran los indios. Algunos llegaron, pero, una vez saciada su curiosidad, empezaron a mostrar reticencias a la conciliación. Juan de la Torre, nombrado goberna­dor de Nayarit, trataba de mantenerse fiel al acuerdo evitando la guerra. Por su parte el jefe Tonati calmaba a los jefes indios, pero tanto entre los españoles como entre los indios había muchos que pedían guerra de ex­terminio. Por fin se iniciaron las hostilidades entre españoles e indios en el llano de Teau­rite. A este combate siguieron otros en los que los indios se defendían con flechas, hondas y arrojando piedras por las laderas de los angostos caminos, tratando de impedir la en­trada a los españoles hasta la llamada Mesa del Nayar. Estos recibieron refuerzos de Za­catecas y Jérez, pero no lograban vencer a los indios. En vista de la lentitud con que se desarrollaba la campaña y de la enfermedad del gobernador De la Torre, el virrey nombró a don Juan Flores de San Pedro para proseguir la conquista.

 

Los nayaritas buscaron la alianza de los indios bravos de Nueva Vizcaya en contra de los españoles, pero no la consiguieron. El nue­vo jefe español empezó por volver a ofrecer la paz a los indios, en tanto que los iba cercando. Al empezar el año 1722 puso destaca­mentos de soldados a vigilar las entradas a la sierra. Todavía hubo embajadas y requerimientos para atajar la violencia, pero al fin los indios tuvieron que ser sometidos por las armas. La campaña fue dura, pues no era fá­cil combatir en la sierra. Los caballos eran un estorbo y no una ayuda. Era difícil que llegaran los bastimentos hasta donde iban penetrando los soldados, estando vigilados los caminos por los indios. Los nayaritas se de­fendieron con fiereza, pero las armas de fue­go fueron más eficaces que las peñas y las flechas. Llegaron los españoles hasta el cen­tro del dominio nayarita, en donde tenían sus moradas los jefes. En la Mesa del Tonati acamparon para perseguir a los indios fugitivos que aún no querían entregarse. El To­nati huyó sin saberse por dónde. Los espa­ñoles destruyeron y quemaron el templo que los indios tenían dedicado al sol. Encontra­ron en él el cadáver de un jefe venerado, el cual fue enviado a México como trofeo de la conquista nayarita.

 

Coincidió el arribo a México del sargento que llevaba la noticia al virrey de la victoria española con la aparición de los primeros nú­cleos de la Gaceta de México. Su editor, Cas­torena y Ursúa, que en esa época era Provi­sor y Vicario de Indios del arzobispado de México, estuvo muy ligado a este aconteci­miento. En los números de enero, febrero y abril de 1722 dio cuenta de la conquista y origen de la guerra que se hizo a los nayari­tas. Según su versión los indios fueron sometidos y "se han bautizado más de mil personas y se están catequizando las restantes, en cuatro misiones de los padres de la Com­pañía, a que se reducen todos los pueblos, en que se han congregado los naturales; y están de modo pacíficos y sujetos a la dirección de los padres, que se les han remitido algunas gruesas de Cartillas para enseñarlos a leer y son pacíficos y dóciles, que parece que de muchos años antes profesan la política y ejercitan las costumbres racionales". También le tocó a él presidir otro aspecto de propaganda de esta tardía conquista militar. Dispuso que en la plazuela de San Diego se hiciera un auto de fe, en el cual, a la vista de los peni­tenciados y del concurso general, fue quema­do en la hoguera pública el cadáver del jefe nayarita, en febrero de 1723.

 

El capitán Flores fundó un presidio en la Mesa nayarita al que puso el nombre de San Francisco Javier de Valero y dio el nombre a la provincia conquistada de reino de la Nueva Toledo. En 1723, el rey le mandó cédula mostrando su complacencia por el feliz tér­mino a que Flores llevó una conquista "de­seada y encargada desde dilatado tiempo". Sin embargo, la historia posterior de la pro­vincia no correspondió plenamente a las esperanzas del rey y de los habitantes de Nue­va Galicia. Los españoles no encontraron vetas de plata que justificaran la fundación de nue­vas poblaciones y los indios prácticamente volvieron a sus antiguas prácticas y libertad.

 

Yucatán.

 

El gobierno en Nueva España del virrey don Juan de Acuña, marqués de Casafuerte, ha sido considerado como uno de los mejores del siglo XVIII. Casafuerte nació en Lima, Pe­rú, lugar que lo singulariza en la lista de gobernantes llegados a México, los cuales nor­malmente habían nacido en Europa. Había servido al rey con distinción en Italia y España. Le tocó en suerte tener en España un jefe superior activo y reformista, el secretario de Estado don José Patiño, quien procuró dar pronta y moderna solución a los muchos negocios de Ultramar. Terminó su vida de buen administrador,  caritativo, justiciero e íntegro como virrey de México. En once años que duró su mandato pudo activar y moralizar la administración e introducir las reformas necesarias en la lenta y complicada burocracia novohispana.

 

Era costumbre de los virreyes, al llegar a Veracruz, hacer una visita de inspección a las defensas del puerto. Estas siempre estaban carecientes de algún beneficio, ya fuera por los deterioros naturales o porque necesitaran ampliarse o robustecerse. Los ingenieros militares residentes en San Juan de Ulúa aprovechaban el paso del virrey para señalarle la urgencia de emprender obras de conservación o ampliación, pues una vez llegado el virrey a la capital era difícil que volviera al puerto.

 

En los últimos años del siglo XVII, el ingeniero Jaime Frank transformó el castillo en la isla de San Juan de Ulúa “de ser un lienzo para amarradero de navíos, en una fortaleza de figura cerrada, bastante regular”. Una mu­ralla semicircular, que se terminó en los pri­meros años del siglo XVIII, dado el temor que en esos años prevaleció de ataques de ingle­ses y holandeses, impedía que desembarcando en la ciudad de Veracruz pasaran adelante los enemigos. En 1715 la atención se centró en el baluarte de Santiago o de la pólvora, cuyos cimientos se estaban desmoronando.

 

Durante su estancia en Veracruz, el virrey Casafuerte mandó que se prolongaran las murallas de la ciudad y que se abriera otra gran puerta en ellas para facilitar el tránsito. Determinó aumentar el número de soldados de la guarnición para lo cual elaboró un nuevo Reglamento. Decidió que para evitar competencias entre las autoridades quedara reuni­do en una persona el mando del castellano de la fortaleza y el de gobernador político de la ciudad. También dispuso que se quitara la arena del muelle.

 

Por los mismos años que las de Veracruz quedaron terminadas las murallas y baluar­tes que protegían a la ciudad de Campeche de los ataques de piratas y enemigos franceses e ingleses. En los primeros años del si­glo XVIII se perfeccionaron las defensas. Don Antonio de Figueroa, gobernador de Yucatán de 1725 a 1733, se ocupó, entre otras muchas cosas que hizo para bien de la penínsu­la, de modificar el uso de las puertas de las murallas. Mandó construir una, llamada de Tierra, y cerrar otras dos para evitar la introducción de contrabando.

 

La Laguna de Términos en la costa del Golfo de la península de Yucatán fue en el siglo XVII "paraíso de los cortadores de palo de tinte" ingleses. A fines de 1716 y principios de 1717, Alonso Felipe de Andrade, sargento mayor de la plaza de Veracruz, logró desalojar a los invasores y luego procedió a fortificar la isla de Términos (del Carmen), en la Laguna, para impedir una nueva ocupación. El presidio o fuerte que se construyó allí estaba hecho de "estacas o palizadas plantadas sobre el terreno, de ocho pies de alto. La artillería asomaba por las aberturas, sin que ninguna otra cosa cubriera a los hom­bres de pies a cabeza, de forma que igual ventaja tenían los de dentro que los atacan­tes". Técnicos enviados a inspeccionar el presidio del Carmen como se le llamó después del triunfo sobre los ingleses, el 16 de julio, en honor de la patrona de la marina española, Nuestra Señora del Carmen en los años siguientes juzgaron de poca utilidad el fuerte y recomendaron que se construyera uno de piedra y mampostería. La necesidad de protección no era urgente porque los ingleses abandonaron la Laguna y se establecieron en el río Valis (Belice).

 

Respecto al castillo de San Diego de Aca­palco, el virrey Casafuerte informaba a la cor­te en 1730 que: "es muy capaz para defen­derse de cualquier insulto o ataque que se ofrezca, y nunca parece que podrá temerse grande, porque debiendo venir los enemigos por la Mar del Sur, sería cosa muy remota y rara el que trajesen fuerzas suficientes para rendir esta fortaleza".

 

Sierra Gorda.

 

Quizá tenga algún interés histórico pre­guntarse por qué los españoles dejaron desa­tendidas y deshabitadas las costas septentrio­nales del Seno mexicano después que tanto las recorrieron en el siglo XVI. Parece que una vez que penetraban en el virreinato, por el camino de Veracruz, se perdían en las tierras altas, buscando minas, criando ganado o cul­tivando productos tropicales, sin que les in­teresara volver a poblar las costas del Golfo, más cerca de la puerta del reino de Nueva España. Procedieron de muy distinta manera los colonos angloamericanos, quienes cruzaron los montes Alleganhies para explorar el interior del continente cuando ya tuvieron bien reconocida y explotada la costa del Atlán­tico.

 

En el siglo XVIII, debido a los viajes por mar y tierra a la provincia de Texas y al de­seo del monarca por acabar de someter a los indios gentiles, la orla de tierras costeras, desde Tampico hacia el norte, empezó a ser motivo de atención, tanto por parte del rey como por la de particulares. Sin embargo, es muy posible que esas riberas, poco atracti­vas, hubieran permanecido aún por algún tiempo en la penumbra histórica si no hubie­ra llegado, en 1715, a Mérida de Yucatán el joven José Escandón (1700 - 1770).

 

Venía de Soto la Marina, en Santander, a servir como cadete de la Compañía de Caba­lleros Montados Encomenderos. En este des­tino se mantuvo por espacio de seis años y participó en todo lo que se llevó a cabo para desalojar a los ingleses de la Laguna de Tér­minos. Allí adquirió experiencia en el com­plicado arte de colonizar tierras indias y del comercio colonial.

 

En 1721 se estableció en la ciudad de Que­rétaro. Buscó y obtuvo el nombramiento de teniente de una compañía del Regimiento de Milicias. Los oficiales milicianos tenían la obligación que habían olvidado los encomenderos, esto es, mantener la tierra en paz y en ocasiones rechazar y castigar a los indios bár­baros y apóstatas que llegaban hasta los establecimientos españoles a cometer tropelías. Persiguiendo a los chichimecas, Escandón se fue adentrando por la llamada Sierra Gorda, conociendo sus pasos, barrancas y rancherías de indios. No sólo aprendió a mantener a raya a los indios, sino que su acción lo llevó a una política de pacificación y poblamiento acorde con las tendencias ilustradas de la metrópoli.

 

En 1728, el virrey Casafuerte lo ascendió a sargento mayor del Regimiento y desde en­tonces se dedicó con mayor autoridad y fuerza a proteger y fomentar las poblaciones es­pañolas, evitando las incursiones de chichimecas con dádivas y agasajos a los jefes. Estuvo presente en las escaramuzas de Cela­ya, Guanajuato, Irapuato y San Miguel el Grande, adonde se dirigía con su tropa cuan­do le avisaron que había peligro de subleva­ción de indios. No faltan en su hoja de ser­vicios las noticias sobre capturas de bienes de gentiles o rebeldes, pero no obstante la dureza de los castigos que impuso, que sus críticos le reprocharon repetidas veces, avanzó fácilmente en el escalafón militar. En 1741 era teniente de capitán general de la Sierra Gorda y sus fronteras, lo que quería decir que substituía al virrey en la región.

 

Ese año de 1741 fue de sobresalto para los novohispanos. Llegaron noticias de que los ingleses preparaban una ofensiva contra las posesiones americanas. El virrey ordenó que todos los milicianos del reino bajaran a Veracruz a defender la entrada del reino. El asalto inglés tuvo efecto en Cartagena de In­dias; pero ya don José Escandón había mar­chado a México con 510 soldados de caballería armados y con víveres más el sargento mayor, capitanes y demás oficiales y 195 criados de servicio y lanceros. Parte de esa tropa se quedó en Orizaba, en prevención de lo que pudiera suceder; el resto volvió a Querétaro.

 

Tanto el virrey Fuenclara como el primer Revillagigedo tuvieron confianza en Escandón y le confiaron difíciles tareas. Al primero sirvió en cuatro entradas que hizo para infor­mar sobre las poblaciones y misiones de la Sierra Gorda, en 1742.

 

Esta región, en la que Escandón iba a fun­dar muchos pueblos, llamada por fray Vicen­te Santa María, su apologista, "bolsón de tierra que después se ha llamado colonia del Nuevo Santander y costa del Seno mexica­no", estaba habitada y poseída por indios que tenían en ella muchas rancherías, con crecido número de "personas de ambos sexos y eda­des". Estos habitantes se comunicaban pací­ficamente con las misiones inmediatas y no cometían hostilidades mayores que algunos robos de ganado. Habían permitido que va­rios españoles se establecieran en pequeños valles, en donde fundaron las poblaciones de Jaumave, Palmillas y Santa Bárbara (Tan­guanchín). Cada año los indios dejaban que misioneros venidos de Tula y Villa de Valles visitaran esas poblaciones por unos días para bautizar a los niños y confesar a los adultos.

 

Los españoles se avinieron a vivir rodea­dos de indios, siempre peligrosos, porque las tierras eran buenas y las podían "gozar sin pensión". La libertad que podían disfrutar le­jos de la autoridad y del fisco empezó a ser atractiva para muchos nuevos emigrantes. Por otra parte, subsistían algunas antiguas misio­nes, las más sin indios, que recibían regularmente el sínodo o limosna que el rey les te­nía asignado a los misioneros. Había en la región también rancheros que, ya fuera con el título de capitanes protectores o como colonos, disputaban con los misioneros francis­canos, dominicos o agustinos, pues las tres órdenes tenían misiones en la región.

 

No sólo en la Sierra Gorda había conflictos y competencias entre los heterogéneos ha­bitantes. En el Nuevo Reino de León, aledaño a la Sierra Gorda, el licenciado Francisco de Barbadillo Victoria había tratado, en los años 1714 - l716 y 1719 - 1723, primero como visitador y después como gobernador del rei­no, de corregir los abusos de españoles, in­dios y misioneros.

 

Escandón trabajó con tesón acompañado de capitanes, cabos, soldados y misioneros. Levantó padrones de los indios jonaces, "me­cos" y otomíes en sus visitas. Cuando en 1743 volvió a Querétaro envió un informe al virrey en el que le proponía la supresión de algunas misiones en donde no había indios y la fun­dación de otras en lugares más propicios. El virrey aprobó los cambios y la substitución de misioneros agustinos por franciscanos.

 

Respecto a la defensa de la costa frente a la Sierra Gorda para evitar desembarcos de enemigos europeos, el Auditor de Guerra, marqués de Altamira, decía en su parecer al virrey Fuenclara, en 1744: “En la costa del Mar del Norte, o sea Seno Mexicano, sólo hay pobladas como 70 leguas desde dicho puerto de la Nueva Veracruz hasta el de Tam­pico. Aun por lo más internado se ofrece an­tes la Sierra Gorda, Río Verde y otros de­siertos de más de otras 70 leguas en que habitan todavía indios bárbaros chichimecas, cuya pacificación solicita de Vuestra Excelen­cia, sin costo alguno de la Real Hacienda, el teniente de capitán general don José Escandón. Síguese a estos despoblados, la Capitanía General y Nuevo Reyno de León, que dista de México como 150 leguas y tendrá otras 100, pero poco más de 20 de Poniente a Oriente, mediando al Seno Mexicano, otras 60 leguas de indios no reducidos que las ocu­pan”.

 

La segunda empresa de Escandón iba a resultar más larga y difícil por motivo de opi­niones contrarias y de inspecciones ordenadas por el rey, aunque "gloriosa" para él pues­to que por ella obtuvo el título de conde de la Sierra Gorda.

 

Se comprometió a pacificar y congregar a los indios y a fundar pueblos que protegieran la costa. Las negociaciones para tan vasta entrada duraron años. Por fin, en 1748, go­bernando el virrey Revillagigedo, Escandón empezó a fundar pueblos en lo que ya no se llamó reino, sino la Nueva Colonia de San­tander.

 

Daba semillas, animales, utensilios y di­nero a los pobladores para que se sostuvie­ran mientras empezaban a sacar provecho de la tierra y les permitía que ellos mismos bus­caran las tierras que les convenían.

 

De los pueblos que fundó, el más cercano a la costa (7 leguas) fue el de Soto la Marina y el más retirado Laredo (75 leguas). Empe­zó por establecer el de Llera, el 25 de diciem­bre de 1748. En el siguiente año creó once más. En 1750, tres. Escandón, en 1751; Mier, en 1753; Santillana, Hoyos junto con el Real de Borbón, en 1752; Laredo y Dolores, en 1755. Un total de 19 pueblos en la Colo­nia y dos más en la Sierra Gorda.

 

En su relación de méritos, Escandón man­dó poner que por la visita que hizo a las mi­siones, así como a la Sierra Gorda y Río Verde, su inspección y representaciones, resultó la Real Hacienda el beneficio de que se suprimieran muchos sínodos de misioneros; también se debió a él la restauración de al­gunas misiones y la nueva creación de otras. Consiguió que se congregara un crecido nú­mero de indios, que antes se refugiaba en las asperezas de la sierra, tarea considerada como imposible. Asimismo había asentado cuatro poblaciones y restablecido otras en aquella serranía. En remuneración de lo cual y del reconocimiento que con tanta felicidad y beneficio del Estado hizo del terreno de la co­lonia, desde la Barra de Tampico hasta la bahía del Espíritu Santo, sin costo alguno de la Real Hacienda, se dignó S. M. concederle el título de Castilla, de conde de la misma Sierra Gorda para sí y sus legítimos descen­dientes, libre de lanzas y de Media Anata, con las más claras expresiones de la compla­cencia y demostración con que había sido del real agrado la fatiga y continua tarea del co­ronel Escandón.

 

El tono grandilocuente con que Escandón enumera sus servicios a la corona es propio de quien solicita mercedes. Ciertamente su actuación fue fatigosa y dedicada, pero hay en sus asertos exageración y silencio. Empecemos con su repetida aseveración de que trabajó sin costo alguno para la Real Hacienda.

 

En 1763, el rey mandó decir al virrey, marqués de Cruillas, que quería puntual no­ticia de lo que se hubiera gastado en la empresa de pacificación y población de Sierra Gorda en el Seno mexicano, que el año de 1748 se había encargado al coronel de mili­cias de Querétaro, don José de Escandón. Al mismo tiempo quería saber por quién y cómo se había dado y tomado cuentas de lo consumido en esa empresa. Escandón siempre había encontrado manera de no mostrar sus cuentas a los oficiales reales. Por tanto el virrey pasó orden al Tribunal de Cuentas para que allí se hiciera la pesquisa. Al año siguien­te, después de hacer una concienzuda revi­sión de los libros, los oficiales reales entregaron una liquidación de las cantidades de diversos ramos entregadas al conde o a sus apoderados. Estas comprendían los situados para soldados y oficiales, los sínodos de los misioneros y los gastos de construcción o fundación de misiones. En ella quedó reflejado que en el año 1748 se le entregaron a Es­candón 75.000 pesos y en los años siguientes otras cantidades hasta completar, en 1762, 804.049 pesos, 5 tomines, 11 granos, enorme cantidad en aquella época.

 

Por lo que respecta al número de pobla­dores, muchos gallegos y vascos emigraron a Nueva España en el siglo XVIII, sin embargo no fueron tantos como para poder poblar los pueblos con el número de familias que decía Escandón.

 

En 1757, el capitán de Dragones José Tienda de Cuervo y el teniente coronel ingeniero segundo Agustín López de la Cámara Alta entregaron al virrey, marqués de las Ama­rillas, el informe que resultó de la primera vi­sita de inspección, ordenada por el rey a la colonia del Seno mexicano. En él dan cuenta de 33 pueblos que visitaron y del número de familias que había en cada uno. Sólo había 10 en la villa de Escandón, capital de la co­lonia, con 450 personas entre las que se con­taban soldados, parientes y criados de Escan­dón, por ser ese el lugar de su residencia. Los demás pueblos tenían muchas menos. El caso extremo era el de Laredo. Joseph Bázquez Borrego, teniente de Escandón, ofreció fundar un pueblo en el paso de Jacinto del río Bravo, en el camino para el presidio de la bahía del Espíritu Santo, con diez familias. Cuando por fin obtuvo el permiso de Escan­dón sólo pudo llevar tres. En 1757 habían au­mentado a diez.

 

Los pueblos consistían en unos cuantos jacales, tanto para españoles como para in­dios. No fueron trazadas plazas y calles, ni solares para los pobladores como estaba dis­puesto. Las acequias y tomas de agua esta­ban hechas sin ningún arte. Sólo en Escan­dón la casa del fundador era de mampostería, pero poco atractiva y construida sin ningún plan.

 

En cuanto a la pacificación de los indios, Tienda de Cuervo hizo diferencia entre los congregados que tenían jacales en las misiones o pueblos y los agregados que entraban y  salían de las poblaciones a su arbitrio. Se acercaban a los pueblos buscando qué comer; si los españoles no tenían maíz que regalarles trataban de robarlo y de lo contrario desapa­recían por los montes.

 

En la descripción que hizo de cada pue­blo, Tienda de Cuervo advertía con insisten­cia que era necesario que el virrey ordenara que se les asignaran tierras a los indios. De­cía que ellos debían poseer las mejores, pues era preferente su derecho al de otros pobla­dores.

 

En la fundación de poblaciones, Escandón se guió por otras consideraciones. Su prefe­rencia por los pobladores blancos es clara. Con los indios todo era batallar y escapar de peligros, como le sucedió frente a Soto la Marina cuando tuvo que esconderse en su gole­ta para salvarse. No se podía prescindir de ellos y tampoco dejarlos en paz. Decía fray Benito Fernández de Santa María que el gran­de apego que tenían los españoles a las presas, harto conocido de los indios, impedía no sólo su conversión sino la eficacia de la paz. Aun los mismos Misioneros hablan perdido la fe en los indios. Después de muchos cir­cunloquios, Tienda de Cuervo decía al rey a este respecto que él creía que para la conver­sión de los indios de la colonia se hacía pre­ciso "algún más fervoroso celo en los misio­neros" y que para serlo no bastaba la religio­sidad, modestia y demás virtudes, que había encontrado en los padres, si no les acompa­ñaba "aquella tan especial para su apostólico destino".

 

Entre las empresas que tuvieron lugar en tierras de  indios bravos en el siglo XVIII, la de Escandón fue, como lo advirtió fray Vi­cente Santa María, la que se llevó a cabo con más método y por principios de conquista, esto es, para fomentar la región y beneficio de conquistadores. Poco interesado en las mi­nas, quizá porque en la Sierra Gorda no las halló, Escandón buscó otra manera de hacerse rico. Le atraía el comercio y el servicio del rey y pensó que la riqueza que preveía para él y la región podría obtenerse por alguno de los puertos de la colonia, probablemente Santander, estableciendo por allí el comercio eu­ropeo. Pero el fiscal Velarde en 1746 opinó que debía quedar prohibido todo trato de em­barcaciones, aun las menores, por el puerto apellidado Santander, agregando que no se permitiera que en Veracruz o los demás puer­tos de la gobernación de Nueva España se abriera registro y sacara carga para él, o que, gracias a la navegación lícita y permitida, se admitieran en ellos las embarcaciones que salieran de Santander. Así que Escandón vio frustrados sus proyectos y ni siquiera pudo utilizar lícitamente su propia goleta.

 

Fray Vicente, que escribió su relación cuando ya eran difuntos Tienda de Cuervo, López de la Cámara Alta y el propio Escan­dón, culpa a los dos primeros del dictamen adverso sobre el puerto de Santander y de la prohibición para el comercio por otro puerto que no fuera Veracruz, y comenta: "Los sobredichos ingeniero y Comisionado, no obs­tante que eran europeos, y que por tanto debían haber acreditado en el caso de su expedición en América la más escrupulosa imparcialidad, tenían, sin embargo, su giro de intereses, el uno en Veracruz y el otro en México y por este motivo, según parece, más bien que por ignorancia, se aventuraron por entre persuasiones complicadas y contradic­torias a sostener, ante el gobierno, el comer­cio exclusivo de Veracruz, sin haber reflejado ante todo, y como debían, que de esto se si­guió y aún experimenta en el día una excesiva carestía, originada de los fletes por cua­trocientas y hasta quinientas leguas de tierra, y, por consiguiente, el poco consumo de los efectos ultramarinos en las provincias inter­nas de América, que están inmediatas a la misma costa de Veracruz y a otros puertos". El decir de fray Vicente, el de Mota Padilla y otros, que se encuentra en esta época, son ejemplos del conflicto de intereses que esta­ba produciendo el monopolio del llamado comercio de Veracruz. El rey había iniciado ya, aunque con muchas  limitaciones, el camino del comercio libre con las reformas a la actividad comercial en España, otorgando licen­cia para la constitución de compañías de co­mercio y con muchos proyectos elaborados tanto en la metrópoli como en las colonias. Pero no sería hasta 1765 cuando se habilita­ran otros puertos distintos de Sevilla y Cádiz para el comercio con las colonias españolas y hasta después de la independencia no llegó la habilitación para los puertos del Golfo y el Mar del Sur. En cuanto a extender licen­cias en la metrópoli para que mercaderes y armadores pudieran abastecer de mercancías a Nueva España en navíos distintos a los de la flota, la cédula llegó a la colonia en 1789.

 

Escandón siguió al frente de la colonia hasta su muerte, aunque ya sin el apoyo decidido de los virreyes. Sus haciendas y gana­dos le proporcionaban considerables rentas. De los pueblos por él fundados, fueron más los que prosperaron que los que se extinguie­ron por falta de pobladores.

 

Bibliografía.

 

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Rubio Mañé. J. I. Introducción al estudio de los virreyes (4 vols.), México, 1955 - 1959.

 

68.            Nueva España en la segunda mitad del siglo XVIII.

Por: María del Carmen Velázquez.

 

Introducción.

 

La guerra de los Siete Años (1756 - 1763) produjo fuerte conmoción a la monarquía es­pañola. Para firmar la paz, el rey francés, que había iniciado la guerra, tuvo que ceder Canadá y la mitad de la Luisiana a Gran Bre­taña, y el español, como su aliado, la provin­cia de la Florida, con el fuerte de San Agustín y Panzacola. Otras posesiones españolas estu­vieron amenazadas de correr la misma suerte. Las tropas británicas de la armada de George Pocock, al mando del conde de Aber­male, asaltaron La Habana, llave de las In­dias, y permanecieron en la isla por largos meses, y las de la armada del almirante Cornish, al mando del general Draper, atacaron Manila, emporio  del comercio asiático español, y el obispo de Manila se vio forzado a pagar un fuerte rescate para alejar al ene­migo, quien se llevó, además de dos millones de pesos en mercancías, el famoso galeón Santísima Trinidad. Por todo ello, después de la paz de Versalles, Carlos III y sus mi­nistros se propusieron dedicarse de lleno a regenerar la monarquía, combatir el debilitamiento que desde tantos años atrás iba con­sumiendo al Imperio. El remedio sería intro­ducir cambios y reformas administrativas. Había urgencia de obtener resultados inmediatos; por tanto, era necesario poner en movimiento las fuerzas productivas del Im­perio, revivir el antiguo espíritu de empresa, aprovechar los avances de la ciencia, sacudir los prejuicios y el pesimismo y luchar por la felicidad.

 

Para elaborar la nueva política, los espa­ñoles tomaron de aquí y de allá. Algunas reformas consistieron en rescatar del deterioro en que habían caído muchas disposiciones del pujante siglo XVI y adecuarías a las circunstancias del momento; otras, las más no­vedosas, se copiaron de la administraci6n francesa, donde habían sido probadas con éxito.

 

En los proyectos de renovación y reforma de la monarquía, de ministros y funcionarios, figuraron prominentemente las aportaciones que debían hacer al bien general los lejanos reinos americanos. Puesto que pertenecían a la corona, debían contribuir a su lucimiento y respeto ante los rivales europeos.

 

El gobierno colonial siempre fue difícil. La distancia que había entre los novohispa­nos y el rey y sus concejos daba ocasión a que se enfriara el entusiasmo por cumplir con diligencia las órdenes de la corona y facilitaba acomodos y adaptaciones que, en la metrópoli, eran considerados abusos y desviaciones de los fines perseguidos. Por mucho que se esforzaran virreyes y funcionarios, la realidad era difícil ­de describir: había que esperar muchos infor­mes para que en la metrópoli supieran cabalmente lo que pasaba en el virreinato. A Nueva España se la tenía por un reino lleno de rique­za, pues prosperaba el comercio, principalmente de contrabando, y a España volvían ri­cos virreyes, capitanes generales y otros funcionarios de primera y segunda categoría.

 

Algunos historiadores aluden enfáticamente al mal estado en que se encontraba la administración económica de las Indias. En esta generalización de la crítica conviene ma­tizarla, pues el aumento de las rentas del vi­rreinato de Nueva España empezó desde las primeras décadas del siglo. La situación eco­nómica de esta colonia, considerada por lo que enviaba a España y lo que gastaban los novohispanos, era buena. Desde luego que en la península la querían mejor, pero sobre todo más dependiente y vigilada por la metrópoli.

 

Hay razones históricas para explicar lo que consideraban las autoridades metropoli­tanas el mal estado y atraso del gobierno colonial. La estructura administrativa del virrei­nato era prácticamente la misma que fue implantada en el siglo XVI para gobernar el pequeño reino de Nueva España. Al llegar el siglo XVIII, la formación de otros reinos, el crecimiento de las ciudades y de la población mestiza y las frecuentes comunicaciones con el interior y el exterior, por mencionar sólo algunos de los desarrollos, dificultaban y entorpecían la  buena marcha de la maquinaria administrativa. Los asuntos a que había que atender se multiplicaron, los empleados eran insuficientes, los trámites se hacían eternos, muchos asuntos quedaban indefinidamente pendientes y por falta de instrucciones y vi­gilancia se posponía el interés de la corona.

 

En la península, los españoles patriotas, deseosos de "regenerar" el gobierno de la mo­narquía, vieron su oportunidad con el cambio de dinastía. Más tarde, ministros con amplia dedicación se empeñaron en hacer llegar a los reinos americanos los beneficios de la moder­nización. A esta actitud de algunos dirigentes españoles, llamada algunas veces mesiánica, otras ilustrada, se sumó, como hemos dicho, el peligro de que los enemigos se apoderaran de los reinos americanos.

 

Fue característica de los gobiernos de los monarcas borbones que en las disposiciones elaboradas en la metrópoli para las colonias se procediera con orden y método, razonando cuidadosamente cada precepto, cada mandamiento. Los textos de tantas reales cédulas u ordenanzas como llegaron a Nueva España son modelos de prosa clara, lógica, que no se presta a equivocada interpretación. Los fun­cionarios deben de haber estado muy orgullosos de haber producido tan ajustados razonamientos para corregir el desorden atribuido a la administración colonial. Pero hay que advertir que, entusiasmados elaborando planes y proyectos razonados en todos sus detalles, se olvidaron de la realidad. No pensaron en que Nueva España estaba muy lejos, que allá había una sociedad criolla rica, pero subordi­nada a cualquier peninsular, lo cual iba re­sultando cada día más enojoso; muchos in­dios, que ya no eran vistos como personas, sino como mano de obra barata, castas que nadie sabía cómo definir o gobernar, en fin, una naturaleza desconocida que invitaba a la "salvaje libertad". ¿Cómo iban a hacer enten­der los funcionarios peninsulares a los de la colonia que todo lo que mandaban era por la grandeza de España? Ante la resistencia que los súbditos peninsulares ponían para cumplir las "benéficas disposiciones" que le dictaba su “vigilante celo” y "su paternal amor", Carlos III decía que sus súbditos eran como niños, que lloran cuando los bañan. ¿Se dejarían convencer los españoles americanos de que debían dejarse bañar?

 

Los encargados de poner en práctica la nueva política gubernativa fueron los virreyes y de los de la segunda mitad del siglo daremos algunas noticias.

 

En el hecho de que en la historia de Nueva España se conozcan más unos que otros hay una evaluación implícita de los gobernantes coloniales. Del conjunto de virreyes de los reinados de Carlos III y Carlos IV hay unos que se nombran como ejemplos de gobernantes "ilustrados", otros para señalar fracasos o apetencias de gobernantes, otros simplemente para no perder el orden en la continuidad histórica.

 

Dos gobernantes se mencionan como efi­caces servidores del rey en las décadas que siguieron a la guerra de los Siete Años. Inte­resa fijarse en ellos tanto por ser espejo de los esfuerzos de la metrópoli por reformar el gobierno colonial como por la influencia que tuvieron en la sociedad novohispana. Fray Antonio María de Bucareli y Ursúa y el segundo conde de Revillagigedo, don Juan Vi­cente de Güemes Pacheco y Padilla, figuran prominentemente como gobernantes novohispanos del despotismo ilustrado español. Los dos pertenecieron a familias que hicieron ca­rrera en la burocracia colonial. Ninguno de ellos, sin embargo, pertenecía a la primera nobleza  de España. Fueron individuos de gran capacidad de trabajo, para quienes ser­vir fielmente al rey fue no sólo obligación moral, sino motivo de orgullo personal. A nin­guno de los dos le fue fácil cumplir con las órdenes e instrucciones que les vinieron de España. En conformarlas honestamente y con energía a la realidad novohispana radica su renombre. Cada uno de ellos siguió caminos distintos para gobernar el virreinato. Buca­reli ha sido llamado el virrey prudente. Se esforzó en cortar abusos, dando ejemplo de diligencia y rectitud. Revillagigedo razonaba las disposiciones metropolitanas, fue sensible a los cambios de la época, enérgico para introducir las novedades que le ordenaban desde España. A Bucareli le tocó gobernar en una época de paz europea; a Revillagigedo, en otra de continuo sobresalto originado por la revolución en Francia.

 

Otros virreyes sólo pudieron asomarse a problemas de trascendencia, pero les faltó tiempo para poderlos resolver: al marqués de Cruillas, iniciar la formación del ejército mi­liciano; a don Manuel Antonio Flórez, devol­ver al virrey sus facultades de superintenden­te de la Real Hacienda.

 

Bernardo de Gálvez fue el virrey "ro­mántico", joven, poderoso, elegante, casado con  una bella criolla francesa, héroe de la guerra en la Luisiana, muerto en la plenitud de la vida. Su padre, don Matías de Gálvez, fue sólo virrey de transición.

 

A la personalidad  de  don Martín de Ma­yorga, competente administrador, hombre probo y entendido, le hicieron daño los rumores de la época, repetidos por algunos historiadores hasta nuestros días. Este barcelonés había sentido debilitarse su salud en el servi­do colonial. Deseoso de reunirse con su familia en España, había pedido y tenía conce­dido su relevo del cargo de capitán general de Guatemala cuando murió en México el virrey Bucareli. En el pliego de mortaja que abrieron los oidores de la Audiencia con gran solemnidad venía nombrado Mayorga para virrey interino de Nueva España. Luego en­viaron los oidores un correo extraordinario a Guatemala para hacérselo saber. Mayorga no podía rehusar el encargarse del virreinato; así pues, en lugar de partir para España, para reunirse con su mujer e hijos, como tanto deseaba, tuvo que dirigirse a México. La temporada de lluvias en que le tocó viajar hizo penoso su traslado y las noticias relativas a la declaración de guerra a la Gran Bretaña, que le esperaban en México, fueron poco pro­picias para darle ánimo. La sombra que en­tristece su gobierno quizá no sean los Gál­vez, como se ha venido diciendo, sino el he­cho de reunirse en su persona su poca salud, su condición de virrey interino y la guerra en las colonias de Norteamérica.

 

Carlos Francisco de Croix, marqués de Croix, fue un buen burócrata; de manera es­tupenda cumplió lo que el visitador José de Gálvez le ordenó y observó desapasionadamente lo que pasaba a su alrededor sin pretender modificar la situación.

 

La convicción y seguridad de tener los españoles derecho al gobierno de las provincias americanas y a la forma en que éstas debían ser administradas empezó a perderse, tanto por los trastornos internacionales de la última mitad del siglo XVIII como por posibi­lidades que abrían las ideas circulantes. Branciforte, Azanza e Iturrigaray más pensaron en su suerte personal que en la del virreinato.

 

Es de recordar aquí que las atribuciones de gobernador (policía), presidente de la au­diencia (justicia), capitán general (guerra) y superintendente de real hacienda (hacienda) a más de las de vicepatrono que tuvieron los virreyes en los siglos anteriores resultaron excesivas en el XVIII para que las desempeñara una sola persona. Por el sistema de intendencias el rey trataba de repartir las tareas administrativas entre varios funcionarios. Esta forma que, a primera vista sólo parece ser la solución lógica y razonada al congestionamiento administrativo, ha sido vista, a veces, como el deseo de acabar con el omnímodo poder del virrey. Hay incidentes que apoyan esta interpretación de los hechos.

 

Desde que Bucareli fue capitán general de Cuba, en 1769 se opuso a la creación del puesto de intendente. No veía la necesidad de alterar el antiguo método en la isla y no sólo no cambió de opinión cuando llegó como virrey a Nueva España, sino que, debido al dictamen sobre las intendencias que envió al rey, este sistema no se estableció en Nueva España sino hasta años después de su muer­te. Tanto Flórez como el segundo Revillagigedo también se opusieron a separar de sus atribuciones las de superintendente de real hacienda. Otro motivo que lleva a pensar que quizás en los cálculos de la corona sí había la intención de reducir los poderes de los virreyes lo encontramos en relación con la crea­ción de la Comandancia General de Provincias Internas. Fue proyecto predilecto de Gálvez y a todas luces necesario para el buen gobierno de lo que los españoles llamaban el Septentrión de Nueva España. Consistía en separar del reino de Nueva España las provincias internas, con lo cual éstas se goberna­rían con autonomía del centro y atendiendo a las necesidades propias, pero que sin lugar a duda reducía considerablemente la juris­dicción del virrey. Bucareli aceptó la separación de las provincias bajo protesta; Flórez recuperó las atribuciones de hacienda, y Bernardo de Gálvez, por ser sobrino del poderoso ministro de Indias, pudo volver a reunir en su persona las cuatro causas en toda la extensión del virreinato. Pero más tarde, ni el mismo Revillagigedo logró suprimir los pues­tos de comandantes generales.

 

Las guerras europeas y sus repercusiones en América.

 

“Carlos III persistió en la neutrali­dad y la paz, puede decirse, en tanto pareció que Francia, bien que experi­mentando gruesas derrotas, aguantaba aún frente a Inglaterra. Pero cuando los síntomas y las noticias fueron de que Francia se disponía a doblegarse frente a su rival y a aceptar una paz de desastre en todos los campos, Car­los III reaccionó. Le pareció que el hundimiento del imperio colonial francés en beneficio de Inglaterra sería el pre­ludio de la acometida británica al Im­perio español, y creyó que había de ha­ce todos los posibles para lograr que Francia persistiese en la lucha. Esto podía llevar consigo la entrada de Es­paña en la guerra; pero el cálculo de Carlos III debió de ser el de que más valía luchar contra Inglaterra al lado de una Francia debilitada que luchar sola contra ella. Hay que decir que Inglaterra, con su arrogancia y sus aco­metidas, estimulaba más que atenuaba los motivos de animosidad. Hasta el anglófilo Wall, bajo la presión de las ofensivas recibidas por España, adver­tía a menudo al embajador inglés, lord Bristol: “Id con cuidado con arrojarnos entre las manos de vuestros vecinos”. La advertencia fue en vano. Las lamen­taciones innumerables que, a causa de las presas realizadas por los corsarios ingleses, se veía obligado a presentar el embajador español, se transmitían por el gobierno de Pitt al tribunal del Almirantazgo, el cual daba casi siempre la razón a sus nacionales. Los fi­libusteros ingleses se habían estableci­do en la bahía de Campeche (Hondu­ras) y cortaban el palo para teñir e introducían mercancías prohibidas que tenían almacenadas en Jamaica. Las demandas del rey de España para que se permitiese el acceso de los navíos españoles a la pesca sobre el banco de Terranova se rechazaban sistemáti­camente por Pitt, que una vez exclamó: Preferiría ceder a los españoles la Torre de Londres.

 

“El resultado fue que Carlos III envió a París al marqués de Grimaldi con la misión de establecer con el gobierno fran­cés un tratado de alianza ofensiva y de­fensiva que no involucrase a España en la guerra presente, pero que le permitiese tomar parte en las negociaciones de paz y sacar ventajas de ello. Choiseul, el primer ministro francés, no quiso sa­ber nada de tales pretensiones si Espa­ña no prometía una próxima ayuda y no se comprometía a mirar de separar a Portugal de la alianza inglesa. Grimaldi hubo de acceder; y se establecieron dos tratados:

 

El primero, per­manente, era un pacto de familia, que garantizaba los estados de los Borbo­nes de Francia, España, Nápoles y Parma; declaraba enemigo común a la potencia que estuviese en guerra con Francia o con España; consigna­ba las fuerzas de mar y tierra que cada uno de los dos signatarios había de proporcionar al otro cuando lo reclamase, y daba la consideración de súbditos de ambas coronas a los es­pañoles y franceses, de manera que no hubiese ley de extranjería entre ellos (15 de agosto de 1761);

 

El segundo tra­tado era una convención secreta, que después sufrió algunas modificaciones (4 de febrero de 1762), y que, habién­dose establecido de cara a la guerra en curso, estipulaba la unión de todas las fuerzas de las dos coronas y el acuerdo para las operaciones guerreras y para la paz; estipulaba también la entrega, por parte de Francia, de la isla de Me­norca a España a cambio de la cesión por parte de Carlos III a Luis XV de sus derechos sobre la Dominica, San Vicente, Santa Lucía y Tabago; la inti­mación al rey de Portugal para que éste cerrase todos sus puertos a los ingleses; la prohibición de entrada en territorio francés y español de los productos ene­migos.

 

“Pitt, sospechando todo lo que se tra­maba entre los gobiernos francés y español, habría querido adelantarse a los acontecimientos y declarar la guerra a España; pero la oposición que halló en su propio gabinete lo condujo a di­mitir. Pronto los hechos, sin embargo, habrían de darle la razón, y los mismos que no habían querido la guerra con España tuvieron que declarársela (2 de enero de 1762). Pero Inglaterra era muy fuerte y pudo batir en todas partes a los dos enemigos. Un cuerpo expe­dicionario desembarcado en Portugal hizo inoperante la invasión de aquel país por las tropas españolas y france­sas, que penetraron hasta Almeida y de allí hasta Villavella. En América, los in­gleses se apoderaron de La Habana (11 de agosto de 1762). En las Filipinas, Manila tuvo que rendírseles (5 de octubre). Sólo la conquista de la Colonia del Sacramento constituyó un verda­dero éxito para España. Pero el rey de Inglaterra Jorge III y el jefe del gobier­no lord Bute, por miedo al retorno de Pitt aspiraban a una paz inmediata. Choiseul la deseaba ardientemente. En cambio, ni Carlos III ni el pueblo inglés la querían. La caída de La Habana, si no había desalentado al uno, había entusiasmado al otro. El embajador de Francia en Londres, duque de Ni­vernais, escribía; ‘Estas gentes se com­paran de buen grado a los romanos, y tienen de ellos, en efecto, todo el orgullo y la obstinación; tienen, al mismo tiempo, toda la avidez de los car­tagineses. Desgraciadamente, tienen también la marina de los unos y la fortuna de los otros’. Pero triunfaron los designios pacíficos de Jorge III y de su ministro. Y Carlos III cedió a las ins­tancias francesas. La paz, firmada en París el 10 de febrero de 1763, consti­tuía una gran derrota para Francia, que perdía, a favor de Inglaterra, entre otros territorios, el Canadá, la isla de Cap Breton, la mayor parte de sus po­sesiones de la India, el Senegal y Me­norca, y, a favor de España, la Luisia­na; constituía para España una humi­llación, porque el gobierno español se avenía a dejar la cuestión de las presas marítimas a juicio de los tribunales del almirantazgo británico; a permitir a los ingleses que cortasen palo de campe­che en Honduras, con la condición, sin embargo, de demoler todas las fortifica­ciones; a renunciar a las pretensiones de pesca en Terranova; a devolver la Colonia del Sacramento a Portugal; y a ceder a Inglaterra la Florida, el fuerte de San Agustín y la bahía de Pensacola o Panzacola a cambio de La Habana y Manila, que volvían a su poder.

 

“Si la derrota sufrida desazonaba a los vencidos, la victoria obtenida, a pesar de representare hundimiento del gran imperio colonial francés en beneficio de Inglaterra, no satisfacía a la opinión pública inglesa, que esperaba obtener aún mucho más. Siendo éste el estado de espíritu de unos y otros, no es extraño que las fricciones persistiesen e hi­ciesen temer a menudo complicaciones bélicas. Pero la repentina ocupación por Inglaterra (1765) de una de las is­las Malvinas (o Falkland) y las provoca­ciones del jefe de la nueva colonia, que amenazaba con expulsar a los españoles de las otras islas, produjo el rompi­miento de las hostilidades por el gobernador de Buenos Aires, que, obran­do por cuenta propia, rescató la isla ocupada. Carlos III no quería la guerra, pero la reacción inglesa parecía anun­ciarla. Los belicistas de una y otra parte se exaltaban. En España, el conde de Aranda, presidente del Consejo de Cas­tilla, excitaba al rey, insultado por un libelo  inglés.  Choiseul recomendaba prudencia. Luis XV, que no quería la guerra, no sintiéndose lo bastante se­guro de su ministerio, se deshizo de él, y, en una carta a Carlos III, le hizo ver la imposibilidad, para Francia, de lan­zarse a una nueva conflagración, como pretendía el rey de España. Era el fra­caso del Pacto de Familia, y Carlos III no tuvo más remedio que inclinarse (1771). Como reclamaba el gobierno inglés, desautorizó al gobernador de Buenos Aires y restituyó a los ingleses Port Egmont, la colonia fundada por ellos en las Malvinas. Se aceptó el de­sarme por ambas partes, y lord North, el jefe del gobierno inglés, prometió que, tan pronto como la opinión pú­blica se hubiese apaciguado, sería eva­cuada la colonia. Lo fue, en efecto (1774): las islas Malvinas se reputaban entonces por los comerciantes ingle­ses como poco interesantes.

 

“El gran poderío colonial conquistado por Inglaterra en estas luchas gracias a su supremacía marítima iba a sufrir, sin embargo, al cabo de algunos años un grave contratiempo, que eliminaría el peligro, ahora amenazante, de su ex­pansión por la América española. El 4 de julio de 1776, el Congreso de colo­nos reunidos en Filadelfia aprobaba la Declaración de independencia de los Estados Unidos. Para poder conducir la lucha contra la metrópoli, los insurrectos -Franklin- acudían a Francia en demanda de auxilio, y la simpatía des­pertada por su causa y el ansia oportunidad de desquite contra Ingla­terra impulsaban a Ministros como Vergennes y a hombres de armas como La Fayette, incluso antes de que se hubiese tomado ninguna decisión ofi­cial, a dar ayuda a la insurrección. En cuanto a España, el conde de Aranda, entonces embajador en París, que había sido ya el hombre de la guerra cuando la cuestión de las Malvinas, bullía también en ansias bélicas y se esforzaba en comunicarlas a Carlos III, que, de ­momento, bajo la impresión del desas­tre que las armas españolas acababan de sufrir en Argel, se mostraba reacio a enzarzarse en un nuevo conflicto con Inglaterra. Pero también de España, adonde vino el delegado americano Arthur Lee, que se entrevistó con Floridablanca, lograban auxilios secretos los colonos sublevados: y, cuando la noticia de la gran victoria de Saratoga, obtenida por los rebeldes, mostrando la importancia de sus posibilidades, inclinó al gobierno de Luis XVI a la lu­cha declarada contra los ingleses. Car­los III, aunque ofendido porque la deci­sión se había tomado sin contar con él, después de haber agotado todas las gestiones para que Inglaterra aceptase su mediación, entró también en la con­tienda (1779).

 

“La guerra, que duró más de cinco años, fue al fin un desastre para Inglaterra. Caso excepcional, se halló abso­lutamente sola en la lucha. Ni Portugal se puso a su lado. Precisamente, no hacía mucho que, gracias a negociacio­nes llevadas por la reina viuda de Portu­gal, la infanta María Victoria, hermana de Carlos III, se había puesto fin al con­flicto secular de la colonia del Sacra­mento, en condiciones nada desfavora­bles para España. Ella había sido la primera en beneficiarse del alzamiento de las colonias americanas contra In­glaterra. Porque, a pesar de que, en América, españoles y portugueses lle­garon a las manos, Inglaterra no quiso ayudar poco ni mucho a su aliada; sólo en el caso de un ataque al Brasil o a la metrópoli podría contar con ella, declaró el gobierno inglés, que deseaba, ardientemente, evitar la propagación de cualquier conflicto al continente euro­peo. Así, una expedición española, con tropas mandadas por don Pedro Ceva­llos, había salido de Cádiz, había ocupa­do la isla de Santa Catalina ante la costa del Brasil y se había apoderado de la colonia del Sacramento (1777). Entonces se fundó el virreinato de Buenos Aires, que comprendía los terrenos de las actuales repúblicas de la Argentina, el Uruguay, el Paraguay y Bolivia. Mientras tanto habla muerto el rey de Portugal José I y le habla suce­dido su hija María Francisca. El ministro Pombal, antiespañol, había caldo; y las negociaciones para llegar a un arre­glo habían tenido éxito: por el tratado preliminar de primero de octubre de 1777, se estipulaba que el curso del Plata y del Uruguay pertenecería a España, hasta el lugar en que el Piquirí desemboca en éste; y que le pertene­cerían asimismo, la colonia del Sacra­mento, la isla de San Gabriel y los demás establecimientos ocupados hasta entonces por los portugueses. En cambio, España devolvería a Portugal la isla de Santa Catalina y le cedería Río Grande de San Pedro. Es más, por un tratado secreto, Portugal cedió a España una de las pocas colonias que España salvaría del inmenso naufragio de su Imperio: las islas de Fernando Poo y Annobón.

 

“Inglaterra habla asistido impasible a esta victoria española, porque de victorioso puede calificarse el desenlace. Pero la aproximación hispano-lusitana que se había producido, afianzada por la visita de la reina María Victoria a su hermano Carlos III, había de ser muy nociva para Inglaterra en la lucha con­tra la independencia de los Estados Unidos, porque Portugal, lejos de se­cundar a su antigua aliada, se refugió en la neutralidad (una neutralidad be­nevolente, eso sí), que bastaba para evitarle la acometida de España. Para los españoles era también una gran ventaja la tranquilidad en aquella fron­tera en la hora en que iban a hacer el máximo esfuerzo para lograr el rescate de Gibraltar. Porque, esta vez, Carlos III y su ministro Floridablanca quisieron dejar bien ligados todos los cabos y, antes de entrar en la lucha, establecieron un tratado secreto con Francia, en el que quedaban fijados los objetivos que habían de ser acometidos primor­dialmente y los territorios que sería necesario reconocer a España en el trata­do de paz (abril 1779). La independen­cia americana, que no se mencionaba sino accesoriamente y que no era reconocida, se convertía así en una simple ocasión aprovechable, excepcional, para realizar el programa de reivindicaciones españolas.

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“No había para menos. Las ventajas obtenidas por España en una guerra que, exceptuando la victoria del duque de Crillon en Menorca y las gestas de don Bernardo Gálvez en el golfo de México, no se había señalado sino por derrotas, era más para complacer que para indignar a Carlos III y a sus ministros. Los ingleses quedaban expulsados de sus establecimientos clandestinos del golfo de México, las dos Floridas pasa­ban a poder de España, Menorca volvía a ser española. Quedaba Gibraltar, es cierto: la casi inexpugnabilidad del Pe­ñón y el dominio del mar por parte de los ingleses hacían muy difícil su recon­quista”.

 

(El texto de este inciso se tomó de F. Soldevilla: Historia de España, tomo VI Barcelona, 1959).

 

La creación del ejército de Nueva España.

 

El marqués de Cruillas, don Joaquín de Montserrat, fue el primer virrey de Nueva España nombrado por Carlos III, en 1760. Este monarca, desde que llegó a España, en 1759, y en previsión de la política que adoptara respecto a Inglaterra, ordenó que tanto en la península como en las posesiones americanas del Imperio se fortalecieran las defensas militares.

 

Entre las instrucciones que recibió Cruillas, antes de partir para América, estaban aquellas que le encargaban vigilar la frontera norte, especialmente en. las provincias de Texas, Nuevo México y la Luisiana, así como las de la Nueva Colonia de Santander, en la costa del Seno mexicano, por donde se tenía experiencia de que por allí intentarían penetrar al virreinato los enemigos.

 

Del norte habían llegado a la capital noticias desconsoladoras sobre el curso que tomaba en América la guerra entre Inglaterra y Francia, en la que Fernando VI había permanecido neutral. A Veracruz había acudido el gobernador francés de la Luisiana para comprar mercancía que no podía obtener en las sitiadas posesiones francesas y el gobernador de Texas, don Angel Martos Navarre­te, avisó que los ingleses amenazaban Nueva Orleáns. Llegó noticia también de que en Panzacola los indios se rebelaron, no se sabía si azuzados por los ingleses.

 

En cuanto al número de soldados con que contaba el virrey (según había informado el virrey marqués de las Amarillas al rey, en 1758), en caso detener que rechazar al ene­migo, en el virreinato sólo era de 2.897. De éstos, casi la mitad estaban en los presidios internos del Septentrión. En Veracruz sólo había 960 hombres del batallón de la corona, y en la fortaleza de Acapulco, 64. Además de esos soldados, se encontraban 530, pertenecientes al Batallón de Infantería de Castilla, en Yucatán.

 

En realidad, aunque en muy corto núme­ro, la tropa estaba en donde se necesitaba: en los presidios de tierra y fortalezas de las castas por donde era factible que atacara el ene­migo. En caso de alzamiento de indios o pe­ligro de ataques de enemigos europeos, lo que se acostumbraba era llamar a los vecinos y convertirlos en milicias para que defendieran el lugar amenazado. Acudir  a la llamada de la autoridad militar era una especie de servicio obligatorio que debían prestar todos los españoles del reino que tuvieran la edad requerida. Este sistema de defensa funciona­ba especialmente en relación con Veracruz. Luego que desaparecía el peligro, domés­tico o exterior, el virrey ordenaba que se retiraran los milicianos a su lugar de origen para cortar los elevados costos que originaba su concentración. Esta era la estra­tegia conocida en caso de peligro de  guerra. Al virrey Cruillas le tocaría abocarse al pro­blema de organizar las milicias como institu­ción permanente y efectiva.

 

Ya en México, al empezar el año 1761, Cruillas recibió orden de poner en estado de alerta las guarniciones de las fortalezas y pre­sidios y de ver que estuvieran bien abasteci­das. Algunos meses después, el rey le anun­ciaba que había enviado navíos, tropas, muni­ciones y armas a las grandes fortalezas de las Antillas. El anuncio no lo hacía sólo para tenerlo informado, sino para que preparara los situados de las islas de Barlovento que debían cubrir los gastos de esta prepa­ración militar. Los envíos a La Habana para gastos militares empezaron a aumen­tar considerablemente ya desde 1760. Entonces importaron un poco más de dos millones de pesos; en 1761 subieron a tres millones y medio. Las reservas que el virrey, marqués de las Amarillas, había logrado reunir en el tiempo de paz de su gobierno se acabaron muy pronto; la inseguridad de las travesías entorpeció el comercio y el virrey Cruillas empezó a pasar verdaderos apuros para reunir dinero.

 

Apenas pasó la solemne ceremonia de toma de posesión, en enero de 1761, cuando ya Cruillas daba órdenes para reorganizar las milicias que necesitaba enviar a Veracruz para defender lo que era y siempre había sido la entrada al reino. Buscó militares de gradua­ción que hubiera en el país para que desempe­ñaran los puestos que requerían conocimientos militares. Al presidente de la audiencia de Guadalajara, don Pedro Montesinos, lo nom­bró comandante general de la Caballería y del Regimiento de Dragones de México; al gobernador de Nueva Vizcaya, Carlos de Agüero, teniente del rey del castillo de San Juan de Ulúa, y al antiguo gobernador de Nueva Vizcaya, Matheo Mendoza, le encargó que saliera a vigilar las costas cercanas a Veracruz.

 

La rapidez y urgencia con que Cruillas dictaba órdenes tomó desprevenidos a los lla­mados oficiales milicianos, en su mayor parte comerciantes, y a los alcaldes mayores, quienes debían proporcionar las listas de hombres aptos para el servicio. La carencia de milita­res de profesión en el reino, al frente de tropas regulares, hacía que el virrey tuviera que depender de vasallos del rey cuyos intereses estaban reñidos con la movilización miliciana, porque una cosa era ostentar un grado militar en tiempo de paz, que siempre confería cierto prestigio social, aunque sólo fuera de miliciano, y otra abandonar los negocios y marchar adonde estaba el peligro. No había armas, ni municiones, ni uniformes, ni monturas y, desde luego, muy poca voluntad de trasladarse al temido puerto de Veracruz.

 

La indiferencia de la población civil a las preocupaciones de los virreyes cuando Espa­ña entraba en guerra fue frecuente. Eran oca­siones para que después de trajines, de mar­char grandes distancias, pasar incomodidades y privaciones, todo parara en volver al pueblo o rancho después de algunos meses sin haber llegado a ver ninguna acción militar y sí haber sufrido muchas penalidades. Por desentenderse de la obligación muchos novohispanos prefirieron creer que se trataba de exigencias del virrey recién llegado al reino. Aun en el Septentrión, en donde el estado de guerra era crónico, el bando que mandó hacer circular el virrey sonaba a disposición general a la que no había que prestar especial interés. Decía: “Que los presidios fronterizos se hallaren bien completos de soldados y equipados con armas de fuego, espada y lanza. Que en las castas del mar hubiera especial vigilancia. Que se observase e inquiriese de los indios gentiles cualesquiera movimientos, así de ellos mismos, por impulso de nación extranjera o por estar inmediatamente para introducirse en el reino. Que se pidiese auxilio a los gobiernos y pre­sidios inmediatos en caso de peligro. Que el auxilio se prestase pronta y efectivamente. Que se diera cuenta pormenorizada de los acontecimientos al virrey".

 

Una vez que dejó tomadas las primeras providencias, el virrey marchó a Veracruz para inspeccionar las obras que en las fortalezas había dejado encargadas a su llegada. Salió de México en abril de 1752. En Puebla conferenció con don Juan Pineda, nombrado ins­pector de las milicias de ese obispado, para ver la manera de activar la formación de las compañías milicianas, por ser las que primero podían llegar al puerto, dada su proximidad a Veracruz.

 

La actitud de los veracruzanos era distin­ta a la de la gente del interior. Rumores y noticias habían alarmado a la población, así que allí encontró menos obstáculos para organizar la defensa.

 

Apenas había vuelto a la capital cuando recibió la noticia del ataque inglés a La Haba­na. La cercanía del peligro activó la concen­tración de fuerzas en el puerto. Los compañías reclutadas en Puebla marcharon rápida­mente a Veracruz cuando Cruillas hizo saber en México la declaración de guerra de España a Inglaterra.

 

Saber que el enemigo estaba en La Ha­bana, más que la declaración formal de guerra, quizá causó un temor que llegó hasta el centro del virreinato. El consulado de México reclutó un buen número de dragones con los cuales Cruillas reforzó el regimiento de la corona de Veracruz y formó otro para defensa de la Ciu­dad de México.

 

Parece que las calamidades se amontonaban sobre Cruillas. La falta de hombres se exacerbó con una epidemia de "matlazagua" que asolaba a la Ciudad de México y al obispado de Puebla. Se calcula que entre 1761 y 1762 mu­rieron 80.000 indios y no se sabe cuántos blancos y mestizos. El virrey hizo publicar un bando, en septiembre de 1762, para animar a los novohispanos a alistarse. Decía: "Don Joaquín de Montserrat... Respecto de que la actual constitución de la guerra contra ingleses pone en la precisión de tomarlas más estrechas providencias, para la defensa de este reino, arreglando las tropas convenientes para la Guar­nición de Defensa de la Plaza de Veracruz y sus Costas: Hago saber a todos los Vasallos fieles de Su Majestad, que con este motivo y por el honorífico de defender la religión, el Estado y la Patria quieran servir de voluntarios en esta guerra, con sus armas y caba­llos, se les admitirá por el teniente Coronel de Infantería D. Pedro Fermín de Mendinue­ta, Corregidor de esta Capital, a quien debe­rán presentarse, para destinarlos a Veracruz y sus costas, a fin que hagan el servicio agregados a las compañías que he mandado bajar a aquella plaza, siéndome tan grato este Ser­vicio como acreditarán las resultas y premios que cada uno en su clase mereciese por el que haga. Y para que lo entiendan todos, se publi­cará por Bando en esta Capital y demás luga­res del Reino...". No sólo prometió premios. Ofreció indulto a los desertores y mandó que se sacara de los conventos a los que allí se refugiaron para eludir el servicio y que se ve­rificaran estrechamente las disculpas por enfermedad.

 

Puso a los maestros fusteros a fabricar sillas de montar y uniformes a los sastres. Pi­dió a los hacendados que enviaran a sus cria­dos a las compañías milicianas y que contribuyeran con caballos, mulas y armas.

 

Poco a poco empezaron a llegar a la capi­tal, de Michoacán, San Luis Potosí, Guana­juato y Toluca algunas compañías en ruta a Veracruz. En la capital se les pasaba inspec­ción para enviar los mejores hombres al puerto. Eran rechazados los viejos, achacosos, los que tenían familia y algunos "cortos de talla y feos de cara". A los oficiales viejos, remisos, hizo jubilar a cambio de donativos en dinero. En su lugar mandó comisionar a individuos dispuestos a cumplir con las fatigas del ser­vicio. En esta ocasión fue evidente que las compañías milicianas no podían integrarse sólo con españoles o criollos. Había en ellas muchos mestizos y aun individuos pertenecientes a las castas. Una compañía llegó a México formada por 130 "hombres de razón" y éstos eran de todas calidades, "españoles pocos y los más mestizos, coyotes y algunos mulatos y de todos se pueden escoger 50 hom­bres de presencia, habilitados de armas y caballos con ayuda de la demás gente que sobra". Se empezaron a formar entonces compañías de españoles y otras de pardos, compuestas estas últimas de mestizos y mu­latos. No sería muy rigurosa la separación, pues para distinguirlas algunos militares les dieron uniformes distintos: a las de españo­les, de paño azul; a las de pardos, de "coten­se, con divisa amarilla en la casaca". Los in­dios, el grueso de la población novohispana, estaban exceptuados del servicio miliciano, pero es posible que ya hubiera algunos en las compañías reclutadas.

 

Cruillas volvió a Veracruz en octubre de 1762 para organizar las compañías que llega­ban del interior. Formó batallones de infantería y escuadras de dragones, a los que puso nombres que perduraron: a los primeros, el Príncipe, España, Valladolid, León y Puebla; a los segundos, Rey, Reina, Borbón y Farnesio. En vista de que pocos milicianos sabían manejar las armas de fuego, ordenó que el capitán Carlos de Velasco disciplinara y ejercitara en su manejo a los soldados en el cer­cano Departamento de Orizaba.

 

Muy pronto empezaron las dificultades motivadas por la aglomeración en el puerto y sus alrededores, el clima insalubre de la costa y la ociosidad de los soldados. En Veracruz, Orizaba, Jalapa y Córdoba, por primera vez llegaron a reunirse cerca de 18.000 hombres.

 

Tres hospitales de Real Providencia fun­cionaron en el puerto a toda capacidad. De octubre de 1762 a abril de 1763 se gastaron 28.860 pesos en subsistencia y servicio de los enfermos. Por eso, y para evitar las deserciones, disturbios y dificultades en el avituallamiento de la tropa, en cuanto el virrey tuvo noticia de que se habían iniciado negociaciones de paz al empezar el año de 1763, ordenó que fueran volviendo las compañías milicia­nas a sus villas y ranchos. Quedó en Vera­cruz sólo tropa veterana, mientras se consoli­daba la paz. Tuvo el virrey que atender a los refugiados de Panzacola, el lejano presidio del Seno mexicano cedido a los ingleses; llegaron en varias embarcaciones pequeñas a Veracruz. Venían los miembros de la guarnición, los empleados del presidio, los vecinos, los religiosos y dos congregaciones de indios.

 

Fueron repartidos en tierras en las inmedia­ciones del puerto y de Jalapa. Los indios fundaron el pueblo de San Carlos, cerca de Zempoala. Asimismo atendió a los cubanos que huyeron de la isla cuando entraron en La Habana los ingleses. Muchos de ellos, sin embargo, volvieron a Cuba al término de la guerra.

 

La paz fue firmada en París, por Inglate­rra, Francia y España, en febrero de 1763. Al mes siguiente Cruillas la dio a conocer por bando en México. La tarea de levantar el campo, hacer cuentas, pagar servicios y deu­das, almacenar armas y vestuario y muchas cosas más que originó la guerra duró todo el año. Dio oportunidad al virrey para que en sus informes y comunicaciones a la corona sobre estos asuntos hiciera sugestiones prácticas para tener preparado al virreinato en caso de una nueva guerra. Cruillas creía con­veniente que no se perdiera el reciente im­pulso dado a la formación del ejército vetera­no y miliciano.

 

Que era necesario poner en estado de defensa a Nueva España fue evidente a los fun­cionarios de la metrópoli después de la toma de La Habana. Ellos se daban cabal cuenta de lo que significaba para el Imperio la posi­ción dominante en que se había colocado In­glaterra. Por de pronto, el rey aprobó las me­didas tomadas por Cruillas durante el estado de guerra y en premio a sus desvelos le envió la gracia del nombramiento de Gentilhom­bre de la Real Cámara.

 

Pero los ministros del rey consideraron que eran necesarias las luces de los funcionarios metropolitanos para de una vez remediar la vulnerabilidad del rico virreinato. Como sa­bemos, con los caudales de Nueva España se sostenían las defensas de Puerto Rico, La Ha­bana y Yucatán y aun la de las Filipinas. De las cajas de México habían salido más de diez millones de pesos en los últimos tres años, entre situados, gastos de flota y envíos a España. Si se perdiera Nueva España se perde­rían también las fortalezas del Golfo y el Ca­ribe, pues no habría quien las auxiliara con hombres, vituallas y dinero. Hacer inexpug­nable la fortaleza de San Juan de Ulúa y for­tificar Veracruz no era remedio seguro, pues los enemigos podían penetrar al reino por las costas cercanas para utilizar él camino a la capital. Llegaron a la conclusión en la corte de que lo mejor era tener en Nueva España un ejército bien estructurado a la europea, com­puesto de un núcleo de tropa veterano y muchas compañías milicianas.

 

El marqués de Cruillas y Juan de Villalba.

 

Se elaboraron planes en la metrópoli y se dieron instrucciones precisas a don Juan de Villalba, electo para que, como capitán general de las armas e inspector general de todas las tropas veterana y de milicia, de in­fantería y caballería de Nueva España, esta­bleciera el ejercito permanente del virreinato y dictaminara sobre el robustecimiento de las fortalezas. En estos arreglos no faltó el fun­cionario previsor español  que llamara la aten­ción en la corte sobre el conflicto que podría surgir y el fracaso que podía resultar de enviar a un militar de iguales atribuciones a las del virrey a llevar a cabo una tarea que era de la especial incumbencia de Cruillas. Parece que fue al conde de Aranda a quien tocó ser desoído en esta ocasión.

 

En Cádiz se reunieron con Villalba una gran cantidad de militares: mariscales de campo, tenientes coroneles, sargentos y ayu­dantes mayores, tenientes, cabos y el Regi­miento de Infantería de América, compuesto de más de mil hombres, y otro de dragones a medio integrar. Todos iban a Nueva España ascendidos un grado en su escalafón militar y ganando una mitad más de lo que percibían en la península.

 

Empezó realmente entonces la época difí­cil del gobierno del virrey. Más de cien militares que se sentían superiores a los novohis­panos, a quienes había que pagar de unas cajas vaciadas por los gastos de la guerra, sin ninguna experiencia para tratar a un pueblo indiferente a las necesidades imperiales y a quienes había que señalar comisiones nada fáciles de cumplir.

 

Villalba y sus comisionados llegaron a Veracruz en noviembre de 1764. El virrey Cruillas los recibió con todos los honores, a los que Villalba no correspondió ni siquiera con las usuales cortesías. Las dificultades entre Cruillas y Villalba, que fueron noticia comentadísima en las cortes europeas, no sólo tuvieron por origen el temperamento de los dos funcionarios, sino los planes diferentes que tenían para dotar a Nueva España de un ejército. Cruillas quería él puerto de Vera­cruz bien fortificado y la Ciudad de México libre de tropa, que sólo causaba alborotos, desertaba y se dedicaba a negocios ilícitos, como la fabricación de bebidas prohibidas. Villalba quería precisamente lo contrario. Cruillas pensaba en disciplinar los regimien­tos ya formados con ayuda de militares profesionales; Villalba, en desmembrar los cuer­pos ya formados para iniciar otros regimientos nuevos con las compañías que de allí se sa­caran. El agravio mayor que hizo Villalba al virrey fue querer reformar su guardia per­sonal.

 

En otras ocasiones los virreyes de Nueva España habían tenido que sufrir las visitas de inspección de funcionarios de la metrópoli, quienes se amparaban en sus poderes extraordinarios para enterarse bien de lo que sucedía en el virreinato. Mantenían las apariencias y procuraban que sus dificultades no trascen­dieran al público. Aunque la "confrontación" entre Villalba y Cruillas no se produjo porque el rey desconfiara del virrey, sino más bien por celo de autoridad, el virrey adoptó una actitud digna para que “jamás pueda cono­cerse que ni yo he sido maltratado ni mis facultades abatidas”, como decía en su escri­to al ministro don Julián Arriaga y le asegu­raba que estaba dispuesto, a pesar de la difícil situación, a "que ni minuto se atrase el real servicio". Sin embargo, al existir desa­cuerdo e incomprensión entre Cruillas y Vi­llalba, el éxito de una reforma tan novedosa y complicada como era organizar el ejército, y que los novohispanos veían con  desagrado, resultaba dudoso.

 

Villalba dio que hablar también a la so­ciedad de la capital cuando, recién llegado, quiso conceder la administración del ramo de la pólvora al administrador del duque de Monteleone y marqués del Valle, en cuya casa se hospedaba, y cuando mandó arrestar al marqués de Rivas, coronel del Regimiento de Comercio de México, persona muy conoci­da y prominente de la sociedad. Los oficia­les peninsulares fueron recibidos con recelo. Algunos novohispanos prefirieron hacer do­nativos de equipo militar o dinero que tener­los alojados en sus casas.

 

Para poder determinar quién debía servir en los cuerpos milicianos, Villalba pidió nada menos que se hiciera un padrón de los habi­tantes del virreinato. Comisionó a varios de los oficiales que habían llegado con él para que fueran a Puebla, Veracruz, Querétaro, Guanajuato, San Luis Potosí a vigilar la for­mación de las compañías. Pero el reino indiano no gustó a muchos oficiales, que lo en­contraron "desamparado de gente racional". Pronto empezaron a solicitar comisiones que les dejaran algún provecho o volver a España. Otros de experiencia y renombre fueron encargados de comisiones delicadas y urgentes, como la visita a los presidios internos, para la cual fueron nombrados el mariscal de campo marqués de Rubí y el ingeniero militar Nico­lás Lafora o destinados a llenar vacantes, como el mariscal de campo Cristóbal de Za­yas, quien tuvo que abandonar la formación de las milicias en Querétaro, San Miguel el Grande, Valladolid, Celaya y San Luis Potosí para hacerse cargo del gobierno de Yucatán. Otro mariscal de campo, Antonio Ricardos, estuvo en las costas de Veracruz, reconoció los caminos que llevaban al puerto y empezó a formar las milicias de la región. Pero pronto comprendió que algo marchaba mal. Forzar a los veracruzanos a ser milicianos no daría los resultados apetecidos. Escribía sus impresiones al ministro y decía: "Sería fácil alistar indistintamente todos los que pueden sostener un fusil en el hombro y formar una apa­riencia de batallones en tan corto tiempo que acreditase mi actividad, pero el rey se hallaría en la ocasión sin poder defender estos do­minios y el general a quien se fiase la defensa perdería inocentemente su reputación". Para él la seguridad y confiabilidad de las defensas se lograrían sólo con tropa veterana. Esta costaba mucho; lo sabía bien, pero se podrían obtener suficientes sumas para su pago si se gravaba el "chinguirito", bebida prohibida aunque de gran producción clandestina, y el pulque.

 

En julio de  1765, Cruillas recibió carta de España en la que el rey atendía a sus quejas. Sin embargo, la rivalidad entre Cruillas y Vi­llalba siguió, porque el inspector general no quiso doblegarse a la autoridad del virrey.

 

Ese año hubo rebeliones y alzamientos en el reino (la de Jacinto Canek, en Yucatán) y en Puebla, San Miguel el Grande, Guanajuato y San Luis Potosí. Fueron en general rebeliones indígenas que, aparentemente, no debían ha­ber tenido relación con la formación de las compañías milicianas. Sólo que las exigencias para cubrir tantos gastos como había habido en los últimos años, las epidemias que mer­maron el número de tributarios, donativos y contribuciones que se impusieron, crearon un ambiente opresivo propicio a las manifesta­ciones de rebeldía con cualquier pretexto.

 

Cuando el visitador José de Gálvez llegó a México en agosto de 1765, el virrey Cruillas tuvo otro rival más y sus temores por la con­servación de la paz en el reino y las conse­cuencias que podían tener las reformas llega­ron al extremo. Decía al ministro Arriaga "Los disturbios de Puebla son, por su entidad y por su origen, despreciables, pero son unas sordas, tristes voces de la disposición de los ánimos: nada realmente hay en el exterior, sino unos pasajeros vislumbres; pero sepa V.E. que hay una masa agitada y extendida por todo el Reyno que con cualquiera leve chispa puede abrasarlo todo. Sé muy bien que de alto a bajo, entre hombres y mujeres, es asunto de conversaciones el infeliz estado de el Reyno; que unos en tono de que se duelen de lo que puede ser y otros con verdaderos sentimientos todos tratan de posibles levanta­mientos y tumultos, de que si viniere el inglés tendría más partidarios que enemigos y otras especies semejantes... La ínfima plebe en tantas turbaciones va sacudiendo el yugo de el temor y respeto. Los ánimos de grandes y pequeños se han agriado excesivamente con el rigor, tropelías y desprecio en el alista­miento y sorteo para la formación de Milicias y esto es sin haber llegado a la imposición de arbitrios que es preciso que en algo graven a los pueblos... Medite V.E. si las cosas están ahora en tan crítico estado si la plebe desar­mada y desunida se halla insolentada y va acabando de perder el temor y el respeto. ¿Cuál será la suerte de este Reyno cuando a esta misma plebe de que se han de componer las Tropas Milicianas se le ponga el fusil en la mano y se le enseñe el modo de hacerse más temible?..."

 

En 1766, Villalba había logrado dar for­ma al ejército miliciano, por lo menos sobre el papel. Quizá no logró más porque para él también había sido difícil la comisión del rey. Independientemente de que los novohispanos no querían ser milicianos, los piques con Cruillas entorpecieron su comisión, pues por más altivo y autoritario que se mostrara, el virrey disponía de mayor número de recursos administrativos de que echar mano para conservar su preeminencia y hacer difícil el tra­bajo del inspector general.

 

Villalba dejó dispuesto que hubiera siete regimientos provinciales de infantería, que debían reconocer su centro en las ciudades de México, Tlaxcala, Puebla, Córdoba, Toluca, Veracruz y Oaxaca; batallones de pardos en Puebla y México y dos compañías de pardos y morenos en Veracruz. Un regimiento de dragones debía haber en Puebla y uno de caballería en Querétaro; a más de los lanceros de Veracruz, cuerpo antiguo, famoso por su destreza en el manejo del caballo y lanza. Los antiguos regimientos de comercio en Mé­xico y Puebla constituirían las milicias urbanas, a las que se sumarían, como de infante­ría, los individuos del gremio de plateros, y como de caballería, los de los gremios de pa­naderos, tocineros y curtidores de México. Las milicias provinciales estaban previstas en número de 9.244 hombres y las urbanas en 1.454; en total 10.698 milicianos. Este ejér­cito debía apoyar, en caso de guerra, al de tropa veterana (2.341hombres), distribuida en los regimientos de infantería de América y de dragones de Mexico.

 

Los oficiales de los cuerpos milicianos serían veteranos, con el deber de dar instrucción y ejercitar a los reclutas. El nombramiento de esos oficiales fue uno de los trámites por el que Cruillas y Villalba disputaron con más acrimonia.

 

Era obvio que las compañías milicianas debían quedar formadas en las regiones en donde el número de habitantes españoles o criollos fuera mayor, pero no por eso es me­nos el mérito de Villalba, quien, desconocien­do el reino, se aplicó a estudiar su población y dejó elegidos los lugares adecuados en donde debía haber milicias.

 

Desde que empezaron las dificultades con Villalba, Cruillas pidió al rey que le permi­tiera dejar el virreinato. En la corte, el rey y los ministros hicieron todo lo posible, por medio de cartas y órdenes que enviaran a los dos rivales, de limar las asperezas y establecer el entendimiento entre ellos, pero, en vista de que nada consiguieron, el rey decidió nombrar un nuevo virrey y llamar a Villalba a España. Fue designado sucesor de Cruillas el marqués de Croix, en 1766. Todavía al­canzó Cruillas a recibir las noticias del levan­tamiento de los indios seris en Sonora y Si­naloa. Su sometimiento, así como las providencias que se tomaran como resultado de la visita del marqués de Rubí al Septentrión, serían responsabilidad de Croix.

 

Parece que Grullas no habría de poder li­brarse de la presencia de Villalba; después de esperar varios meses a que terminara su jui­cio de residencia, embarcó en el mismo navío en que volvía a España el inspector general.

 

El marqués de Croix y el visitador Gálvez.

 

Las relaciones entre el visitador Gálvez y el virrey Croix fueron de colaboración y entendimiento. Con Villalba, el virrey no tuvo dificultades, pues para evitar los motivos de controversia cesó su comisión y el rey confió a Croix “las amplias comisiones militares que trajo el Sr. Dn. Juan de Villalba para levantar tropas provinciales y veteranas” que asegu­raran la defensa de Nueva España. A Gálvez, ostensiblemente sólo le estaba encomendado reconocer el estado del erario, la recaudación y distribución de las rentas, verificar si se cumplían las disposiciones, así como la visita a los tribunales del reino y el estanco del tabaco. Se trataba de una inspección que más bien facilitaría la administración de Croix, proporcionando a su gobierno mayores ingresos.

 

El marqués de Croix encontró que no era poco lo que entre su antecesor y Villalba habían elaborado para la constitución del ejército. Siguiendo las normas de la Ordenanza de Milicias Provinciales de España, en 1766 habían dado a conocer las Ordenanzas que debían gobernar el ejército miliciano novohis­pano. Asimismo dieron a conocer el Regla­mento de Sueldos y una Ordenanza General de Utensilios y otra sobre el orden y sucesión de mandó en los cuerpos del ejército. Así pues, reglas y disposiciones no faltarían para seguir dándole forma al ejército. Lo que apuraba era tener formadas, vestidas y armadas a las compañías milicianas y concurriendo a sus asambleas. Algunos cambios introdujo Croix en las milicias de Veracruz; reforzó la Compañía de Lanceros y mandó que se formaran milicias urbanas de blancos, morenos y pardos. Extendió el privilegio del fuero criminal y preeminencias de que gozaban los milicianos de las compañías provinciales a las compañías de milicias urbanas. Esta amplia­ción había preocupado al conde de Aranda cuando fue concedida por los generales que reorganizaron las milicias en España a media­dos del siglo. Algunos autores modernos han concedido gran importancia al fuero militar que empezaron a gozar, especialmente los oficiales milicianos en los estudios de la so­ciedad colonial que hizo la independencia. Ciertamente, pronto vieron los criollos las ventajas de tener en qué apoyarse para sobresalir en la sociedad, amén de ser juzgados por sus iguales. No se sabe que en 1765 los mili­cianos de las costas y los de las fronteras, los más antiguos en el reino, reclamaran especial­mente el fuero que los protegía de la justicia ordinaria, y sí que en 1784 reclamaban el fuero más de 15.000 hombres y medio millar el fuero completo. Desde luego, por estas cifras se ve que el fuero fue uno de los atrac­tivos que los criollos novohispanos descu­brieron en el ejército miliciano.

 

Croix se ocupó de los alojamientos para los soldados y los oficiales. No había cuarteles ni en la capital ni en las provincias. Acti­vó las recaudaciones del ramo de arbitrios con las que se deberían pagar a los oficiales milicianos.

 

El virrey fue uno de los primeros testigos de lo que pasaba a las tropas reclutadas en España y que luego eran enviadas a la colonia. La mayor parte de los soldados del Regimien­to de América desertó y los oficiales pedían insistentemente volver a la península. Hubo que devolver lo que quedaba del regimiento a España y para que la Nueva España no se quedara sin tropa veterana el rey envió en 1768 los batallones de Saboya, Flandes y Ultonia. ¿Por qué habría en algunos militares preferencia por la tropa entonces llamada veterana? ¿Desconfiaban de la capacidad del novohispano para ser soldado? Los peninsulares que vinieron a Nueva España fueron reclutados por lo regular en los meses anteriores a su envío a América, así que no era porque, en general, los soldados conocieran bien su oficio. No deben haberse enganchado los hombres en los cuerpos destinados a ultramar con mucha voluntad, pues siempre hubo que prometerles mejor paga para que se decidieran ir a las colonias. Por otra parte, desde los tiempos de Hernán Cortés siempre hubo aventureros para quienes una manera de atravesar el océano y llegar a la rica Nueva España era alistarse en la hueste, y en el siglo XVIII en un batallón o regimiento. Una vez en la colonia, llegaba la hora de la verdad. Unos no podían soportar el clima, la comi­da o las costumbres y querían volver a Es­paña. Otras veían en seguida la manera de hacer negocio; desertaban y, si no lograban provecho en ejercicio honrado, se dedicaban a la vagancia y a mal vivir. Quizás el conocimiento que tuvieron las autoridades de lo que acontecía con el trasplante de los reclutas los obligó a admitir en los regimientos de tropa veterana a muchos novohispanos, aun que no al grado de suspender el envío de soldados peninsulares, que eran en los que, a pesar de las vicisitudes, creían poder depositar mayor confianza.

 

Bucareli y Cisneros.

 

Después de Croix se ocupó del ejérci­to el virrey Bucareli. Tuvo este gobernante como colaborador eficaz al inspector general don Pascual de Cisneros, que antes lo había sido de la isla de Cuba; así que contó con un funcionario de experiencia colonial que lo ayudara. Los años de su gobierno fueron de paz, especialmente en el virreinato, en donde quizá la mano dura de Gálvez había logrado aquietar a la población y mejorar la recauda­ción de rentas. Después de los sobresaltos de la guerra y de las visitas de inspección, el virreinato entraba en una época de recupe­ración que el virrey Bucareli supo dirigir y aprovechar con gran tino.

 

Pascual de Cisneros y viajó por el reino para pasar revista tanto a la tropa veterana como a la de milicias. Le preocupó, al igual que a Bucareli, la deserción en los cuerpos ya formados. Mucho le irritaba que deserta­ran los peninsulares y, sin embargo, no podía castigarlos con toda rigor cuando eran  aprehendidos, pues se necesitaban en los cuerpos de nueva formación. Domingo Elizondo, co­ronel del Regimiento de Dragones de México, le decía: "La dificultad de la recluta, los mu­chos que están para cumplir y la falta de gente que se experimenta particularmente de europeos, porque se va acabando el pie que se trajo de España, a que ha contribuido en gran parte las sacas que ha habido para los provinciales y para China, y siendo los que afianzan el buen estado de los Cuerpos, me pone en la precisión de recurrir a V.S. para que se sirva pedir a el Exmo. Sr. Virrey, que así como se ha dignado destinar al Regimien­to de la Corona a los desertores del de Sabo­ya, sea también de su agrado indultar a los mismos que voluntariamente tomen partido en el Regimiento de mi mando, como lo hizo el Exmo. Señor Marqués de Croix con los Fu­sileros de Montaña, que aún se mantienen y son muy buenos soldados, con lo que a más del beneficio que recibiera el Cuerpo, será grande el que reciba el Reyno, pues no queda­rán vagantes y expuestos a ser perjudiciales los que no tengan inclinación a la Infantería. No extrañe a V.S. que siendo Dragones deseemos Desertores, pues a más de los estímulos tan grandes que tiene el soldado para preferir el servicio de este Reyno al de la Europa, es el único arbitrio que hay para tener Europeos y con la gente del país, se puede contar muy poco o nada...".

 

La gestión de Bucareli en relación con el ejército fue de adecuar y facilitar el cumpli­miento de reglamentos y ordenanzas y en­contrar la mejor solución a las dificultades para hacer atractivo el servicio militar. Ela­boró una ordenanza para reglamentar el pago a los oficiales en comisión, de manera que no exigieran contribuciones a los vecinos a su paso por los pueblos. Buscó casas y lugares adecuados para establecer cuarteles y mandó hacer los planos correspondientes para su construcción, pues alojar a soldados y oficiales era una carga que enojaba a los novohispanos. Cortó los abusos de las gratificaciones para caballos que exigían de los pueblos los dragones. Se preocupó por establecer maes­tranzas para reparar las armas que con tanta dificultad se conseguía que enviaran de España. Dedicó mucha atención a la formación de los padrones de los pueblos, necesarios para elegir con equidad a los hombres que debían prestar el servicio miliciano. No pudo dar solución a la defectuosa distribución de uniformes. Unas veces se apolillaron por quedar muy bien guardados, para evitar que los soldados los vendieran o empeñaran, otras de tanto usarlos pronto se acabaron.

 

Los presidios internos.

 

La labor sistemática, ordenada, perseverante de Bucareli para organizar el ejército de Nueva España vino a apreciarse cuando llegó a México, en 1779, don Martín de Mayorga, virrey interino, quien se tuvo que en­frentar a un nuevo estado de guerra. Funcionó entonces el ejército con el arreglo que le dio Bucareli y, una vez terminada la guerra, Francisco Antonio Crespo, militar de profe­sión y corregidor de la Ciudad de México, presentó, en 1784, un nuevo y gran proyecto para retocar la organización del ejército con la experiencia  que había quedado de dos décadas de ensayos.

 

Mayor crédito hay que reconocerle a Bucareli por la organización que dio a los presidios internos que por lo que hizo por el ejército en el centro de Nueva España. Es de ad­vertir que, en los arreglos hechos por Cruillas y Villalba, la parte norte del virreinato quedó fuera. Los regimientos provinciales que ellos erigieron, estaban radicados en las poblacio­nes del primitivo reino de Nueva España. No tomaron en cuenta a los habitantes de Nueva Galicia, California, Sonora, Sinaloa, Nueva Vizcaya, Nuevo Reino de León, Colonia  del Nuevo Santander, Coahuila y Texas. Posiblemente porque se trataba de organizar a la gente que pudiera llegar más rápidamente a Veracruz. Pero quizás haya otras razones. En todo caso con la repartición geográfica de las milicias que ellos hicieron la antigua "raya" que dividía a los indios sometidos de los in­sumisos se hizo notable y se puede afirmar que la primera organización que tuvo el ejér­cito colonial fue  literalmente para la protección del reino de Nueva España.

 

Las órdenes para preparar la defensa que recibió Cruillas también comprendían la aten­ción a los presidios internos establecidos en la porción menos "trajinada" del virreinato. Como sabemos, los reinos y provincias sep­tentrionales estaban amenazados por la cre­ciente penetración que sufrían de franceses e ingleses y, al mediar el siglo, la de rusos, que fundaron estaciones de comercio y navegación por el litoral del océano Pacífico. Pero, por ser tierra de "guerra viva" y la mayoría de los habitantes indios bravos y gentiles, nece­sitaban de otro tipo de gobierno. Mientras más avanzaban los españoles hacia el norte, menos efectivo era el gobierno del centro y no era previsible un cambio, pues a las tierras del norte no se les conocía el fin.

 

El reino de Nueva Galicia, con su audien­cia de Guadalajara, estaba más cercano a la frontera y parecía tener suficiente fuerza y recursos para encargarse del gobierno y pro­tección del noroeste. Es comprensible por ello que las primeras proposiciones para separar el Septentrión del gobierno del reino de Nue­va España surgieran, a mediados del siglo, de los residentes de Nueva Galicia. Diez años después, en otro proyecto, se propuso la creación de un nuevo virreinato con su capital en Sonora, Chihuahua o Durango, que en cuestiones de defensa cuidara las costas del mar del Sur y protegiera los ranchos y poblados de las incursiones de los bárbaros.

 

Los funcionarios metropolitanos, desde su perspectiva imperial, se dieron cabal cuen­ta de la necesidad que había de dar arreglo a la administración del  Septentrión. Era urgente hacer efectivas sus defensas militares para combatir a enemigos domésticos indios bravos y extranjeros, cortar los crecidos gastos que originaban y robustecer la obediencia al dominio del rey. Uno de los encargos no explí­citos que traía el visitador Gálvez fue, por tanto, estudiar la manera de cumplir con esos propósitos.

 

Cruillas había enviado al marqués de Rubí y a Nicolás Lafora para que visitaran la frontera norte y, en vista del estado que observaran en que estuvieran poblaciones y pre­sidios, dictaminaran sobre lo que había que hacer para mejorar las defensas. Después de su viaje a Sonora y California, Gálvez aportó a la nueva administración de la frontera septentrional sus ideas en relación con Sonora, Sinaloa y las Californias, en un informe que hizo a Bucareli; don Hugo O'Connor, comandante inspector, contribuyó también algo con sus noticias sobre el reino de la Nueva Vizcaya. De todas esos proyectos e informes sa­lieron dos proposiciones concretas que el rey aprobó: crear una Comandancia General de Provincias Internas y un "Reglamento e instrucciones para los presidios que han de formar una línea de fronteras de la Nueva Es­paña". Bucareli no estuvo de acuerdo con la primera; era una medida política que tenía por consecuencia quitar al virrey de México el mando de más de la mitad del territorio del virreinato. En la segunda puso toda su dili­gencia, pues era obra de arreglo, orden y economía, en la que él sobresalió. Ya el virrey Croix, con ayuda del visitador Gálvez, había elaborado un reglamento basado en el infor­me del marqués de Rubí, que en España fue revisado y adicionado por militares conocedores de la situación colonial. Las correccio­nes que le hicieron y la forma que le dieron hizo posible que Bucareli lo usara como un instrumento de pacificación y como norma para defender la frontera con ahorro para la real hacienda.

 

Este Reglamento, dado a conocer en 1772, vigente hasta el fin de la dominación española, declaraba a los soldados presidiales tropa veterana, con lo que gozaron de fuero y preeminencias los fronterizos. Sólo tenían que haber quince presidios, establecidos en una línea o cordón desde Altar en el occidente hasta la bahía del Espíritu Santo, en el golfo de México. Determinaba que el pago a los soldados fuera en dinero efectivo y no en géneros; asimismo cuáles habían de ser las armas y vestuario de los presidiales y número de mulas y caballos que debían tener; las tierras que podían adquirir al término de sus diez años de servicio; cómo habían de tratar a los enemigos indios y cuáles eran las funciones del inspector comandante.

 

El principio de la vida independiente de la Comandancia General de Provincias Inter­nas, nombre oficial con el que se designó desde entonces el septentrión de Nueva Es­paña, fue lento y difícil. En 1776 el rey nom­bró primer gobernador y comandante al caballero Teodoro de Croix, sobrino del anti­guo virrey. Los funcionarios de España, y al­gunos de México, tenían muchas esperanzas de que la Comandancia fuera realmente, en riqueza e importancia, como un nuevo virrei­nato de Nueva España. Cuando la realidad les mostró otra cosa hubo muchas inculpaciones, recriminaciones y disgustos entre los funcio­narios de Nueva España y los de la Coman­dancia, porque todo en el Septentrión resul­taba diferente y contrario a lo que se había supuesto. A decir verdad, las grandes exten­siones deshabitadas, los indios bravos, los recios españoles fronterizos, en su mayoría criollos y mestizos y, quizá lo más importante, la escasez de explotaciones prósperas que proporcionaran suficientes rentas a las cajas reales de la Comandancia, resultaron hechos que impedían la constitución de una nueva jurisdicción territorial independiente. Des­pués de varios ajustes con los que se probó qué facultades podía gozar efectivamente el comandante general, se llegó a la conclusión de que la única que podía ejercer con autonomía era aquélla en materia de guerra. Efec­tivamente, apoyándose en el Reglamento de Bucareli, los oficiales militares lograron, du­rante su  gobierno, contener las incursiones de los indios bravos.

 

En la guerra de 1779 - 1783 de España y Francia contra Inglaterra de nuevo se movili­zaron las milicias y la tropa veterana de Nueva España. Menudearon entonces las solicitu­des de exención de muchos trabajadores de las haciendas, que hacían falta para las labo­res del campo, especialmente para el cultivo del tabaco. Nuevamente hubo que vencer la resistencia de las autoridades locales, en especial la de los alcaldes mayores, para reunir las compañías. La opinión sobre la necesidad de tener un ejército en el virreinato no era todavía unánime, ni aun entre los principales fun­cionarios. El fiscal de la audiencia de México decía que la constitución de los cuerpos veteranos sólo daba lugar a que "en ellos se expenda con mano franca la hacienda real" y en los milicianos “se endereza todo el cuidado y desvelo a disfrutar completamente los honores y fuero militar, con perjuicio las más veces de las rentas reales". Nuevamente de­sertaron muchos soldados y se dejó sentir la carencia de armamento. En las gratificaciones para caballos se cometían muchos abusos, pero ya empezaban a destacar los novohis­panos como buenos jinetes. Mayorga procuró dar pertinente solución a todo, aunque lo que le causó más dificultades fue reunir el dinero para costear los preparativos de guerra, enviar situados a las islas y fortalezas y caudales a España. Dejó el virreinato cuando llegó a México don Matías de Gálvez, virrey propieta­rio, en abril de 1783.

 

A este virrey hermano del visitador ya ascendido a ministro de Indias, por muer­te de don Julián Arriaga, en 1776, presentó Crespo su Informe sobre el ejército de Nueva España y por él podemos apreciar cómo había ido creciendo en hombres y gastos el ejército colonial. Había 4.389 hombres de tropa vete­rana, que costaban al rey 868.856 pesos al año, y 16.755 milicianos, en los que se gasta­ban 483.434. Si a estas cantidades aumentamos los 777.028 pesos que Rucareli decía, en 1776, que costaba sostener la tropa de la fron­tera, pero que ya llegaban al millón en 1783, realmente hay que convenir en que la queja de los virreyes sobre los crecidos gastos del vi­rreinato era justificada, pues las erogaciones para sostener las fuerzas militares de Nueva España habían aumentado  notablemente en veinte años. No obstante las gruesas sumas que se destinaban al ramo de guerra, Crespo consideraba que aún faltaba mucho para tener un buen ejército en la colonia. Señalaba cinco dificultades mayores que había que vencer y en las que había que poner atención si se quería tener un ejército útil en la colonia:

 

“...La primera, en que las poblaciones de cortos y dispersos vecindarios no han po­dido llenar los alistamientos sin despojarse de los vecinos radicados, cuya falta es muy perniciosa y sensible;

 

La segunda, en que las ciudades y lugares populosos han echado mano de los hombres más infelices y propen­sos a variar con frecuencia sus domicilios;

 

La tercera, en los perjuicios que infieren a la Real Hacienda, a las Cargas Concejiles y a la recta Administración de Justicia los fueros y privi­legios militares;

 

La cuarta, en que los fondos de arbitrios no alcanzan a cubrir los gastos de los cuerpos milicianos; y,

 

La quinta, en que el Real Erario no puede mantener un Ejército de Tropas Veteranas”.

 

Prescindiendo de la tropa veterana, Cres­po proponía que se trabajara para atraer a los novohispanos al servicio militar. Creía que los mestizos y castas estaban tan capaci­tados como los de sangre limpia para servir al rey. No sólo completarían las compañías mi­licianas, sino quizá lo más importante, su ingreso en él ejército ayudaría a la transfor­mación social de esos grupos que tanto preocupaban a los gobernantes. Esto es, que encontrarían en el ejército un modo de librarse de los prejuicios sociales que los condenaban a una vida miserable. En cuanto a los oficiales criollos y mestizos afirmaban, contra lo que dijeron muchos peninsulares, que bien podían llegar a ser "oficiales de celo y aplicación", capaces de instruir y gobernar a los soldados. Los jóvenes de buenas familias, sin vocación para la abogacía y el sacerdocio y sin suficiente caudal para competir con los grandes comerciantes, encontrarían un bri­llante porvenir en la carrera militar. Esos jóvenes ayudarían además al sostenimiento del ejército, al adquirir los “empleos de benefi­cio”. Estos eran empleos de capitanes, tenientes y subtenientes que empezaron a ven­derse en seis mil, dos mil y mil quinientos pesos respectivamente.

 

Los años que llevaba don Francisco An­tonio Crespo de residir en Nueva España y la experiencia que había adquirido como fun­cionario probablemente determinaron los jui­cios y proposiciones de su informe. Efecti­vamente, jóvenes criollos y mestizos terrate­nientes empezaron a adquirir el gusto por el "ruido de armas", las insignias, los unifor­mes y las preeminencias del servicio militar. En las fiestas y ceremonias públicas empeza­ron a tomar parte en los cuerpos del ejército, luciendo sus habilidades, con gran aplauso del público.

 

Don Bernardo de Gálvez, quien sucedió a su padre en 1786, rodeado de amigos y compañeros de armas bastante contribuyó, en Nueva España, con su prestigio y poder de oficial militar, a hacer atractiva la carrera de las armas.

 

El proyecto de Crespo fue aprobado por el rey en 1788. Luego, el virrey Revillagigedo introdujo en él algunas modificaciones. Cuando el virrey tomó el mando, en 1789, todavía no era satisfactorio el estado del ejér­cito, pues el subinspector general le informó que "a pesar de incesantes desvelos y crecidos gastos para él buen estado de los cuerpos provinciales del reino, siempre era muy dudosa la subsistencia de la tropa miliciana y más dudosa aún la aptitud de los individuos vete­ranos, y seguras las noticias de lo poco que podía esperarse de los oficiales del país por carecer de las circunstancias necesarias y conducentes, o por estar domiciliados en pa­rajes muy distantes de sus compañías".

 

La gestión enérgica y ejecutiva de Revi­llagigedo algo corrigió la incompleta forma­ción de las compañías milicianas y los cuer­pos veteranos. El número  de hombres que había en el virreinato se pudo conocer mejor, pues exigió que se terminara la formación de padrones y en 1792 pudo ya contar con los de casi toda Nueva España. Quiso reducir los gastos de guerra moralizando la administra­ción, verificando la existencia de compañías o reduciendo el número de soldados que las in­tegraban y rebajando los sueldos, pero, por otra parte, no resistió la tentación de la racionalización tan de moda entonces y creó nuevos cuerpos para los lugares en donde pen­saba que se necesitarían para la defensa del reino. Se ocupó del vestuario y alabó el fabri­cado en Nueva España; formuló nuevos regla­mentos para las compañías de Acapulco y San Blas, para el presidio de Carmen, en la Laguna de Términos, para las compañías li­geras de voluntarios de Cataluña y para un batallón de pardos libres, fijo en la plaza de Veracruz.

 

Dejó dicho a su sucesor, el virrey Branci­forte, que lo más esencial de todo para dar forma del ejército era que vinieran de Europa cabos, soldados de infantería y de caballería para que de ese modo se lograra tener bue­nos cabos y sargentos que impusieran la disciplina, porque en Nueva España no los ha­bía. Recomendaba que no se perpetuaran en el virreinato los oficiales peninsulares, "pues aquí pronto pierden la buena disciplina". El afán era formar el ejército a la europea para combatir europeos. No fue partidario de admitir en las compañías a individuos mesti­zos o de las castas; hubiera preferido que los soldados fueran todas de casta limpia. Pero, por lo que se deducía de los padrones, eso no era posible, pues más o menos un terció de los hombres en edad de servicio militar y que se necesitaban para completar el numero de soldados que debía tener el ejército era de “pardos”, llamados así para distinguirlos de los de “casta limpia”. Revillagigedo tuvo que convenir que en las costas y en las fronteras era indispensable incluir en el ejército a las castas tributarias, relevándolas del tributo para poder contar con competente número de milicia, capaz de contener las primeros ama­gos o insultos de cualesquiera enemigos.

 

El pago de tributo, al que se refería Revi­llagigedo, fue una fuerza que creció en impor­tancia al parejo que crecía el ejército. Para aumentar el número de hombres de los cuer­pos militares, las autoridades tenían que echar mano de los tributarios, indios, mesti­zos y castas, y entonces empezaba el forcejeo: muchos tributarios  entraban en las compañías para librarse del tributo, pero los alcaldes y corregidores se oponían a su ingreso porque entonces disminuía la recaudación por con­cepto de tributos y no podían aportar todo lo que les exigían las autoridades de la real ha­cienda. Algunos años después, liberarse de cargas fiscales fue uno de los incentivos que el pueblo entendió para declararse por los que luchaban por la independencia.

 

En cuanto a los oficiales y la tropa veterana, a fines del siglo, hacía tiempo ya que la distinción entre peninsulares y novohispanos era bastante vaga, pues tanto oficiales como soldados eran reclutados de la población colonial para completar los regimientos de tropa veterana, los cuales se suponía que fueran de peninsulares. Par otra parte un viajero, Pedro Manso de O'Crouley, que estuvo en el virrei­nato en el última tercio del siglo XVIII, comentaba entre irónico y asombrado que la composición racial de la población de Nueva España atraía mucho la atención de las autoridades del reino y que para describirla ha­bían puesto nombres curiosos a cada mezcla, pero que en realidad la cosa no eran tan com­plicada, pues el estigma de sangre mezclada desaparecía a la tercera generación, de la siguiente manera: español e indio producían un mestizo; español y mestizo, un castizo; español y castiza, un español. Lo misma suce­día si se trataba de indios: indio y español daba un mestizo; indio y mestizo, un coyote; indio y coyote, un indio. Sólo la mezcla con sangre africana producía casta infame, difícil de ser aceptada en cualquier generación.

 

Revillagigedo dejó arreglados los regi­mientos de tropa veterana y muchas compañías de milicias, pero todavía no consideró suficiente su número. Encargó a su sucesor que se ocupara de levantar otras muchas compañías de milicias. Al empezar el siglo XIX formaban la tropa veterana, entre infantería y caballería, 6.150 hombres; 11.330 las milicias provinciales; 1.059 las urbanas; 7.103 las de las costas, y 4.320 las de las fronteras del reino de Nueva España. En total, el ejército tenía 29.962 hombres. En opinión de los gobernantes eran pocos para defender el “dila­tado virreinato” de los enemigos europeos y aun no adquirían la disciplina de los ejércitos europeos. Atendiendo a los acontecimientos posteriores, hay que convenir que si algu­na experiencia adquirieron en los cincuenta años de su existencia no fue precisamente en el arte de la guerra, sino en el de la inquietud y los cambios sociales.

 

Bibliografía.

 

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Revillagígedo, Conde de, Informe sobre las Misiones 1793 e Instrucción reservada al mar­qués de Franciforte 1794, México, 1966.

 

Velázquez, M. del C. Establecimiento y pérdida del Septentrión de Nueva España, Mé­xico. 1974. El estado de guerra en Nueva España, 1760 - 1808. México, 1950.

 

69.            Economía novohispana durante el siglo XVIII.

Por: María del Carmen Velázquez y Andrés Lira.

 

El fin de la encomienda.

 

Al irse aproximando el siglo XVIII, el pai­saje que en la antigua tierra india podían contemplar los novohispanos a su alrededor te­nía ya muchos elementos de indudable origen español: iglesias y capillas por todos los lugares transitados, bestias de carga por los caminos, campos de trigo, para mencionar sólo lo que quizás haya sido más evidente a la vista. La naturaleza, trabajada con la or­ganización que dieron los españoles a Nueva España en el siglo XVI, constituía ya un rei­no fuerte y estable que se podía reconocer desde el exterior. En el gobierno introducido por los primeros conquistadores quizá fuera la encomienda el apoyo más efectivo que la corona ideó para hacer suya la antigua na­ción india.

 

A pesar de las muchas quejas de los in­dios y de las autoridades contra los abusos de los encomenderos, esta institución subsis­tió, primero en toda su plenitud, más tarde olvidada la relación que debía haber entre el encomendero y los indios, hasta bien entrado el  siglo XVIII. El tributo indígena de deter­minados pueblos, por lo regular de un peso de oro y media fanega de maíz al año por persona, que el rey cedió a algunos conquistadores en premio a sus servicios, había enriquecido a muchos españoles. La cesión fue considerada como una "merced gratuita", dis­tinta de aquellas comunes que se pagaban de la caja real. Desde mediados del siglo XVII, las obligaciones de los encomenderos fueron preponderantemente fiscales: pagaban al Co­rregidor del pueblo de indios que tenían en encomienda, al cura, daban la limosna de vino y aceite de los conventos y el diezmo y alca­balas de los indios. Pero aunque posiblemente los que vivían en el virreinato tenían ar­mas y caballo para estar prestos a ir a pacificarla tierra, no se sabe que, al acercarse el si­glo XVIII, los virreyes los llamaran a prestar este servicio y de la evangelización de los in­dios se habían desentendido como sin sentir. La encomienda era ciertamente para aquellos que la gozaban una renta difícil de conseguir, pero cuando la poseían, efectivamente una merced gratuita.

 

Desde que el rey mandó que se formara la armada de Barlovento, en la primera mitad del siglo XVII, pidió a los encomenderos que aportaran, para los gastos de su constitución y los de hospital, el quinto del valor de sus rentas. De allí en adelante, buscando el rey de dónde sacar para gastos extraordinarios, consideraría aprovechar el tributo de los in­dios para sus urgencias, con lo cual tendría que acabar por eliminar a los encomenderos.

 

En 1690 se hablaba ya de suspender las encomiendas de indios para incorporarlas a la corona. Fue cuidadosamente revisada su naturaleza jurídica. El fiscal del Consejo de Indias propuso que si el rey quería incorpo­rar a su corona las encomiendas podía dictar una ley general que confirmara la derogada Ley Nueva de 1542, aquella que quitaba la facultad de encomendar indios a las autori­dades de Indias y derogaba la ley de sucesión por dos vidas, compensando solamente a los herederos del encomendero con la pen­sión que el rey les quisiera asignar. A la vez había que derogar la ley de sucesión de 1536 y otras que amparaban a los encomenderos y prohibir que en adelante se volviera a enco­mendar. Como hace notar el historiador de la encomienda, Silvio Zavala, al reproducir el fiscal antiguos argumentos contra las enco­miendas no lo hizo, como en 1542, por en­contrar una legislación que favoreciera a los indios, sino por "las necesidades de la monarquía", que obligaban al rey a echar mano de todos los recursos de sus reinos. La su­presión de las encomiendas, por tanto, se ha­ría, como la mayor parte de las reformas y arreglos que se llevaron a cabo en la Real Hacienda en el siglo XVIII, para aumentar las rentas del rey.

 

En 1694 el rey volvió a pedir el parecer del Consejo de Indias respecto a las encomiendas. Decía: "Obligando la constitución presente y la suma falta de medios de la Real Hacienda a pensar en algunos extraordina­rios para poder acudir, en parte, a los gran­des gastos de la futura campaña, ordeno y encargo al Consejo de Indias que, teniendo a la vista estas consideraciones, discurra y me consulte luego si absolutamente se deberán suspender las encomiendas de que están hechas mercedes en aquellos reinos, excepto lo que se emplea en culto divino, doctrina y otros fines de este privilegio". Mas, aunque eran grandes las urgencias, no era fácil su­primir de pronto una institución fuertemente arraigada.

 

Cinco años después mandó el rey que se incorporaran a su real corona las encomiendas de personas que no residían en las In­dias, puesto que, desde España, los encomen­deros no podían atender a la protección, doctrina y enseñanza de los indios ni contri­buir a la conservación y defensa de los reinos de Indias.

 

Las órdenes de 1703 y 1704 procurarían algún consuelo a los encomenderos, pues el rey pedía de inmediato el pago de dos me­dias anatas, lo que quería decir que por lo menos por dos años más gozarían de la encomienda. También ofrecía a los encomenderos la compra de otra vida, con el fin de ob­tener más dinero con que sostener sus ejér­citos y recuperar la importante plaza de Gibraltar. Pero ya en 1707 el rey ordenó la incorporación a la corona de encomiendas de pocos indios. Las más pequeñas debían ser de 50 y las que no alcanzaran este número tenían que tomarlas en administración los vi­rreyes, gobernadores y oficiales reales, dando al encomendero lo que le correspondía. En 1709 y 1714 el rey insistió en que las auto­ridades revisaran si los encomenderos habían obtenido la confirmación real de su encomien­da. Si no lo habían hecho en los términos le­gales, podían perderla. Todavía pasaron cua­tro años para que el rey se decidiera a decretar la extinción general de las encomiendas. El 23 de noviembre de 1718 firmó la cédula en la que mandaba que se incorporaran a su fa­vor todas las encomiendas. Daba como razón para su decreto que poco era el fruto que producían los premios de encomiendas intro­ducidos para que los conquistadores y pobla­dores se dedicasen a las reducciones de in­dios gentiles, puesto que las que se hacían, con la fuerza de las armas o por el suave medio de las misiones, se llevaban a cabo a expensas de las cajas reales. Por tanto, todas las encomiendas de Indias debían incorporar­se a la real hacienda. Podían todavía disfru­tar de los tributos de los indios los poseedo­res de encomienda en aquel momento, pero en cuanto fueran muriendo el tributo pasaría a las cajas reales.

 

Esta importante disposición no pudo ponerse en ejecución de inmediato y hubo que hacer muchos ajustes. En 1720, el rey dictó otras disposiciones que explicaban o atenua­ban la radical arden de 1718. En 1721, la pro­vincia de Yucatán fue exceptuada legalmente de la incorporación. Poco a poco, sin embar­go, fueron pasando a la administración real los tributos de los indios, aunque las indem­nizaciones que el rey concedió a los herederos de encomenderos se pagaron con fondos procedentes de ese ramo.

 

Una vez las encomiendas entraron en su proceso de liquidación, la atención administrativa se centró en el ramo de tributos. Este ramo, que había languidecido por dos siglos, cobró importancia en el siglo XVIII. Sirvió para pagar algunas pensiones que tuvieron su origen en grandes encomiendas consideradas perpetuas, como las de los descendientes del emperador Moctezuma, o en dotaciones que el rey habla hecho a ermitas y hospitales. La contaduría del ramo fue modernizada por me­dio de reglas y ordenanzas que aseguraran su buen manejo.

 

En el siglo XVIII eran más los indios que pagaban el tributo en dinero que los que todavía lo hacían en productos de la tierra, maíz o mantas, cuyo valor variaba según la región o la voluntad del recaudador. La tendencia fue fijar una sola tasa en dinero para todos los tributarios.

 

Los alcaldes mayores fueron los encarga­dos de cobrar el tributo, y por trimestres, semestres o al año. También en esto se qui­so llegar a la unificación. Por algún tiempo se discutió si era conveniente arrendar este ramo, ya que era pesada tarea para los ofi­ciales del rey llevar las listas de tributarios y andar tras ellos para el cobro, pero, por efecto de la política regalista de los Borbones, no se llegó a llevar a cabo.

 

Había algunos indios que no pagaban tri­buto, tales como los fronterizos o "flecheros", los que servían de vigías o guardacostas y los que estaban en misiones. Los virreyes tuvieron la facultad de eximir a los indios del tri­buto por razones muy justificadas. Por ejem­plo, en tiempo de epidemias o hambres, como las de 1737 y 1762, los virreyes dispensaron temporalmente a muchos pueblos de indios del pago del tributo. Fue facultad que puso en sus manos un medio de coacción im­portante.

 

Las ordenanzas para mejorar el gobierno de la administración de tributos pasaron por largos años de estudio y perfeccionamiento. La primera minuta formal la presentó al rey el marqués de las Amarillas. En 1770, el virrey marqués de Croix recibió la versión apro­bada por el rey con la orden de mandarla pu­blicar para que sirviera de norma "en un ramo de tan difícil y delicado manejo".

 

Desde principios del siglo, un consejero de Indias advirtió al rey que de suprimir las encomiendas aumentarían los gastos milita­res y de defensa en los reinos americanos, así como también los de las misiones. Efectivamente, desde principios del siglo XVIII los gastos de entradas a tierras de gentiles y del establecimiento de misiones corrieron a cuenta del rey. Mas, como advirtieron correctamente en la metrópoli, la época del encomen­dero había pasado ya.

 

El comercio exterior.

 

El transporte de las mercancías europeas a Nueva España y el envío de caudales a la metrópoli fue cuidadosamente reglamentado por la corona española. Los navíos cargados de géneros (la flota) debían atravesar el océa­no protegidos por otros de guerra (la armada o los galeones). La inspección para verifi­car el buen estado de las embarcaciones, que tenían que ser “fuertes y veleras”, era rigu­rosa. La dotación de los navíos también es­taba cuidadosamente reglamentada y los navegantes, capitán y oficiales, pasaban estrictos exámenes y para cada travesía habían de recabar licencia. Tanto cuidado y vigilancia te­nían por objeto que la mercancía estuviera expuesta al menor número posible de riesgos.

 

Al arribar los buques a Nueva España eran recibidos por los comerciantes del consulado de México, pero en el desembarque y reparto de la mercancía intervenían gran número de empleados, desde los negros que amarraban los navíos a la muralla de las argollas en el castillo de San Juan de Ulúa hasta el virrey, que verificaba todas las operaciones. Se tra­taba del mayor comercio del reino, en el que estaban interesados individuos de influencia, tanto en España como en el virreinato, y para el cual se hacían preparativos durante largos meses. Muchos creían que era el comercio la riqueza de las naciones, por lo que en España era actividad muy privilegiada.

 

Al empezar el siglo XVIII, los comerciantes españoles, que traían telas, utensilios de fierro, vino, aguardiente, papel sellado, azo­gue y otras cosas, empezaron a encontrar des­ventajoso conducir sus mercancías hasta la capital. Sus ganancias sufrían mermas con los gastos que ocasionaban los 23 a 35 días de transporte que se requerían para ir desde Veracruz a México. Parecía que sus colegas novohispanos tenían muchas ventajas.

 

A fin de armonizar tanto los intereses de unos como los de otros, el rey ordenó, en 1720, que la llamada "feria", esto es, la venta de mercancías europeas, se efectuara en Xalapa, ciudad de buen clima, intermedia entre el puerto y la capital. Asimismo mandó que, du­rante la feria, y en Xalapa, se vendiera toda la mercancía. De esa manera se evitaría que los comerciantes de España alargaran su per­manencia en México y, en consecuencia, la salida de la flota para España soslayara el pretexto de que no acababan de vender su mercancía. Por otra parte, obligaría a los novohispanos a realizar pronto las transaccio­nes para volver a la capital, en donde se lle­vaba a cabo la reventa y distribución de aquélla.

 

El principio de la "feria de Xalapa" tuvo sus tropiezos. En 1720 no hubo suficientes alojamientos para el gran concurso de vendedores y compradores y los jalapeños se apro­vecharon para cobrar precios abusivos a los españoles por su estancia allí. Después de considerar el asunto detenidamente y de pen­sar en cambiar el lugar de la feria a Orizaba, por influencia del presidente del Tribunal de la Casa de Contratación, el rey decidió, en 1728, que en adelante la feria se efectuase en Xalapa.

 

Al virrey Casafuerte le tocó reglamentarla. Dictó normas relativas sobre quién había de vigilar el transporte de la mercancía a Xalapa, cuándo empezaría la venta, quién fijaría los precios, qué almacenes y alojamientos debía haber en Xalapa y cuánto se cobraría en ellos, quién podía hacer las compras, qué se había de hacer con el resto de la mercancía para evitar que los comerciantes españoles permanecieran en México y qué derechos debían pagar, en general, tanto españoles como novohispanos.

 

Casafuerte aprovechó este reglamento para determinar las condiciones en que debía verificarse la venta de las mercancías que traía el navío y que, por el contrato del Asiento de Negros, el rey permitía que los comercian­tes ingleses mandaran cada año al virreinato.

 

Acuñación de moneda. La minería.

 

A la mayor parte de los habitantes novohispanos (indios y castas) les era ajeno el uso de la moneda al estilo europeo y, por tanto, poca falta les hacía. Pero en el virreinato se necesitaba moneda corriente para algunas transacciones comerciales y, sobre todo, para el pago de situados a La Habana, Puerto Ri­co, Florida, Filipinas y las islas de Barloven­to. Hasta el siglo XVIII, la Casa de Moneda de México había acuñado unas piezas "macuquinas", es decir, de forma irregular, aun­que de peso y ley determinados, elaboradas principalmente a golpe de martillo. Por otra parte, los empleos de la Casa estaban arren­dados en su mayor parte y los arrendadores eran instituciones o personas prominentes de la sociedad.

 

Desde 1706, Felipe V encargó al Consejo de Indias que "se diera el remedio más con­veniente para subsanar los defectos que ha padecido y padece la labor de las monedas en las Indias, y que se han experimentado en la ley, peso e igualdad, resultando de ello gra­ves daños públicos". Ciertamente los falsificadores y el público en general trataban de robarles a las monedas un poquito de metal, oro o plata.

 

La reforma iba a consistir tanto en usar maquinaria moderna para producir piezas regulares y difíciles de falsear, como en recoger para el rey los beneficios del trabajo en la Casa de Moneda.

 

Hasta 1728 no recibió el marqués de Ca­safuerte las instrucciones con las que había de poner el remedio en México a aquel esta­do de cosas. La cédula de 5 de agosto decía que, para obviar los inconvenientes que re­sultaban de los defectos con que se labraban las monedas en Nueva España, ya por falta de la ley que debían tener como por el menor peso con que se advertían, había mandado S. M. formar las instrucciones y ordenanzas a José Patiño para que inviolablemente se guardase en la labor de la moneda lo que en ellas quedaba prevenido. El virrey debía dar­las a conocer a las personas y tribunales que conviniese para su más exacto cumplimiento, procediendo contra los que las contravinieren con todo el rigor de las leyes. Las nuevas disposiciones debían entrar en vigor en seguida, aun antes de que se recibieran en Es­paña las matrices y muestras para las nuevas monedas, y se enseñaba a los operarios a acuñar monedas de figura redonda, de buena estampa y cordoncillo al canto, con la pertene­ciente ley y peso que se preceptuaba.

 

Para llevar a efecto las nuevas reglas en la fábrica de monedas y gobierno de la Casa, Casafuerte consultó a Patiño si no sería con­veniente olvidar la vieja fábrica y construir una nueva casa fuera de la Ciudad de Méxi­co; ello no fue así, pues en 1730 llegaron de España nuevas ordenanzas en las que se in­cluían cuantas providencias parecían conve­nientes para la reforma. Vinieron de España también, trayendo las ordenanzas, los encar­gados de la gran transformación: Nicolás Pey­nado y Valenzuela, director de la fábrica y la­bor de la moneda; su teniente Alonso García Cortés; Francisco Monroy, tallador, y los ins­trumentos modernos, molinos y volantes.

 

El virrey los recibió con mucha cortesía, les buscó alojamiento, les asignó sueldo, re­visó los instrumentos y pagó el precio de su transporte. Peynado traía también los planos para reformar la antigua construcción, detrás del palacio virreinal. En los planos, la nueva Casa aparecía dotada de una fachada de bue­na simetría y proporciones, según mostraban los dibujos, de modo que el edificio manifes­tara desde luego ser fábrica real. Para darle cabida en la manzana de palacio, el virrey mandó que se compraran dos casas adyacen­tes, una en 17.000 y la otra en 2.000 pesos, y que se demolieran parte de las caballerizas del palacio.

 

La obra se empezó en abril de 1731 y pudo terminarse en diciembre de 1734. Para elaborar las primeras monedas redondas, denominadas columnarias porque en una cara tenían labradas unas columnas de Hércules, se hicieron muchos ensayos y las primeras costaron más del valor del metal que contenían; pero pronto aprendieron los operarios, y en los años siguientes fue notable la per­fección y belleza de las monedas que salieron de la Casa de Moneda de México.

 

En la reforma del gobierno de la Casa, el virrey Casafuerte tuvo muchas dificultades. El nuevo sistema lesionaba viejos intereses. En 1732, el rey mandó que se incorporasen a la real corona todos los oficios que estuvieran enajenados por dicha Casa de Moneda, previniendo a sus dueños que acudiesen a la Junta de Comercio y moneda, que residía en Madrid, a pedir lo que les conviniese en recompensa equivalente. Los arrendadores eran: del oficio de tesorero, José Diego de Medina y Zaravia; del de ensayador y fundidor, el convento de Carmelitas Descalzos y el del Santo Desierto; el de tallador, Pedro de Valdivieso y Tagle; el de balanzario, Manuel Cayetano de Eliceaga.; los de guardas mayores, el marqués del Villar del Aguila y Damián Pérez-Bello; el de escribano, Mateo de Picardo. Los nuevos funcionarios presen­taron las siguientes cuentas a los antiguos arrendatarios:

 

En quince años transcurridos desde 1715 hasta 1729, ambos inclusive, se habían labrado en la real Casa de Moneda 1.242.691 marcos, una onza y una ochava de plata de S. M. y 12.743.687 marcos, dos onzas y cuatro ochavas, de cuenta de particulares, rescata­dores o mineros, y que de derechos de bra­ceaje y monedaje que pagaban por reducir la plata a reales percibieron los siete individuos interesados, esto es, el ensayador, tesorero, tallador, balanzario, dos guardas y escribano, 1.783.733 pesos y dos reales. Distribuida esta suma en los quince años mencionados, venían a corresponderles en cada año 149.000 pesos, con poca diferencia de emolumentos; y, distribuida por menor esta cantidad entre los siete, tocaba a cada uno más de 15.000 pesos al año. Por pesquisas realizadas tras la incorporación de todos los empleos a la real co­rona, se vio que a los 15.000 pesos anuales había que añadir otras ganancias que no cons­taban en documentos. Era, pues, conveniente que el rey conservara para sí esa ganancia.

 

De la revisión que hicieron los nuevos empleados resultó que la Casa de Moneda de México ya acuñaba y sellaba más de 7.500.000 pesos anuales a partir de 1715. Por una es­tadística de Labores desde la incorporación de la casa a la real corona que se verificó el año de 1733, sabemos que el promedio de plata acuñada hasta el año de 1743 fue de 9.000.000 por año y de 12.000.000 a partir de 1744 hasta 1762. Consta también por do­cumentos de la Casa de Moneda que, des­de 1733 hasta finales de 1776, ésta produjo de utilidad líquida al erario del rey, deduci­dos todos los gastos, 22.843.975 pesos, 7 reales y 11 granos.

 

Numerosas personas acostumbraban lle­var a vender a la Casa de Moneda alhajas de oro y  plata y pequeñas cantidades de oro plata en pasta, lo cual no hacía mayor mella en las ganancias del rey o en la circulación y control de la moneda. Lo que el rey perseguía con su nueva política era evitar la crecida amonedación de particulares y, además, que todas las monedas de oro, plata o cobre se labraran por su cuenta. Para controlar efec­tivamente todo el proceso, el rey dispuso que se compraran todos los metales que se beneficiaran a rescatadores y comerciantes a los precios establecidos. En 1733, el Consejo de Indias envió al virrey una especie de exposi­ción de motivos por los cuales quedó deter­minada la política adoptada en la Casa de Moneda. En ella se asentaba que la extracción de plata de los minerales de Nueva Es­paña la hacían los dueños de minas con las grandes cantidades que "arriesgaban" los mer­caderes o individuos del comercio. No con­venía alterar en nada este sistema, había que dejar que los dueños de minas vendieran la plata a los tratantes, pues en esta transacción se beneficiaba el real erario con los cre­cidos derechos de quintos, diezmos, 1 % y real de señoraje, sacados a expensas de los caudales de los tratantes. A estos y a cualesquiera otros individuos había que comprarles todos los metales que llevaran a vender a la real Casa de Moneda, "de suerte que, quedando dentro de ella las utilidades de sus labores, fuesen para S. M., y de puertas afuera, los rescates para los vasallos, con cuyo me­dio término se conseguía el fin de que no se labrase plata ni oro alguno en reales ingenios de cuenta de particulares, ni éstos padeciesen atraso en sus contratos, ni tuviesen motivo para alzar la mano en sus avíos, en que con­sistía la conservación de los dominios, no du­dándose que este medio término serviría para traer sin violencia mayor número de pastas a la referida casa".

 

No cabe duda que la nueva organización administrativa y la modernización de la maquinaria de la Casa de Moneda, dieron por resultado el auge en la acuñación de moneda que se registro en México a lo largo del  si­glo XVIII. Esto se debió a una serie de fac­tores: precios justos para las transacciones, mejor distribución del azogue para beneficiar la plata, una estrecha vigilancia y otras reformas, como la rebaja de derechos al oro, plata y azogue del quinto al diezmo (1723).

 

El azogue fue ingrediente de primera necesidad para la minería. De España venía por cuenta del rey para venderse a los mineros. Era bien sabido que los virreyes hacían de su distribución un monopolio lucrativo. Sólo los favoritos lograban, a base de dádivas, el suficiente para la explotación de sus minas. En el siglo XVII, alguna vez se envió azogue del Perú. También en 1704, el gobernador de Manila envió 74 quintales de azogue de Chi­na. También se buscaron yacimientos en Nue­va España; pero en cuanto se enteraban en España de que los novohispanos buscaban o tenían otras fuentes de aprovisionamiento, el rey mandaba que de inmediato se suspendieran o abandonaran, pues era en perjuicio del comercio de azogue de Almadén. Tanto las nuevas disposiciones como los virreyes ho­nestos permitieron, en el siglo XVIII, una más equitativa distribución del azogue.

 

La plata producía grandes ganancias a la corona; la principal renta en Nueva España se traía principalmente de los minerales descubiertos desde el siglo XVI. En los siguien­tes el avance hacia el norte en busca de mi­nas tuvo el incentivo de encontrar otras que quizá pudieran ser aún más ricas que las de Zacatecas. Era de cajón escribir al virrey o al rey pidiendo licencia para fundar un real de minas, asentando que las encontradas eran las más ricas que hasta ese momento se habían visto en Nueva España, según opinión de los interesados. Pero el avance se veía detenido, entre otras cosas, porque en tierras del Septentrión los indios eran obstáculo po­deroso para el asentamiento de españoles y asimismo mano de obra ingobernable para los duros trabajos de la minería. En este pro­blema falta todavía por averiguar si efectiva­mente los habitantes nativos fueron un obs­táculo real para una más abundante explota­ción minera, pues Zacatecas y Guanajuato eran reductos de indios bravos chichimecas y, sin embargo, la riqueza de las vetas hizo que los españoles vencieran todos los obs­táculos. Como quiera que sea, en el si­glo XVIII capitanes exploradores, mineros y misioneros culparon a los indios bravos de impedir la explotación de nuevas minas.

 

Intentos de revalorización económica.

 

Hubo quien, en la primera mitad del si­glo XVIII, intentara explicar la relación entre la explotación de minas, la presencia de in­dios gentiles y el gobierno del virreinato.

 

En 1745, el obispo de Durango, Martín Elizacoachea, escribía al rey informándole sobre la situación de los indios en su obispado y señalando la necesidad de que el rey apro­bara el gasto para la fundación de nuevas misiones, lo que a la larga redundaría en au­mento de sus rentas. Decía que el estableci­miento de misiones en tierras de indios gentiles, amparadas por presidios, atraería a muchos de ellos a la verdadera religión, lo que permitiría el descubrimiento de nuevas minas, que con el tiempo producirían copio­samente al rey, como ya se dejaba ver por los descubrimientos recientes en Sonora. Sólo que allí el rey estaba privado del justo aumento de sus entradas porque no se podían trabajar las minas por miedo a los ataques de los apaches. La conclusión, en muchos es­critos con análogos razonamientos, era que el rey financiara el establecimiento de presi­dios y misiones.

 

En su Historia, terminada en 1742, el li­cenciado Matías López de la Mota Padilla se refiere a la gran riqueza de plata con la que la Divina Providencia había favorecido al vi­rreinato, y está de acuerdo en que hasta em­pezar el siglo XVIII la explotación de mayor provecho había sido en las minas del centro de Nueva España. Pero no menos ricos, decía, eran los yacimientos del norte de Nueva Galicia y Nueva Vizcaya, como quedaba pro­bado por las minas recién descubiertas en el real de Chihuahua. El análisis que él hizo de la situación para proponer la política que llevaría a explotar con éxito la riqueza minera de la parte norte del virreinato, que, según él creía, era mayor que la de Nueva España, es mucho más novedoso que el tradicional del obispo y, en buena medida, sus observacio­nes resultan ser como el anticipo del progra­ma de reformas ilustradas que Carlos III aprobó para Nueva España en la segunda mi­tad del siglo XVIII.

 

Empezó por hacer cuentas. Tuvo a la vis­ta un informe de los oficiales reales de las cajas de Guadalajara, Zacatecas, Sombrerete y Durango que el virrey duque de la Con­quista les había pedido para conocer los ingresos en los anos de 1730 a 1740. En el informe se asentaba que en la caja de Guadalajara  (Nueva Galicia) habían entra­do 2.332.335 pesos, 4 tomines y 10 granos; en la de Zacatecas, 3.721.615 pesos, 3 reales y 9 granos; en la de Durango (Nueva Vizca­ya), 255.558 pesos, 6 tomines y 2 granos, sin contar los derechos del real de Chihuahua. No ignoraba que en la caja de México entraban mayores cantidades que en las de Nue­va Galicia y Nueva Vizcaya juntas. Pero esto era así porque en la de la capital entraban los productos de otros ramos que se cobraban procedentes de todo el virreinato. Cuentas separadas por reinos o provincias demostrarían que parte de las entradas en la caja principal de México provenían de Nueva Galicia y Nueva Vizcaya. La concentración de ingresos se podía corregir si el rey permitía que los puer­tos de Nueva Galicia y Nueva Vizcaya estu­vieran habilitados para el comercio con Fili­pinas, Guatemala y Perú. También ayudaría al fomento de la vida económica de esas dos provincias que las "50.000 cabezas de gana­do mayor, más de 200.000 carneros, 1.000.000 de ovejas, 4.000 mulas, otros tantos caballos, porciones de cebo, pieles, queso, vino para decir misa, barros, plomo, greta y otros pro­ductos" no se llevaran a vender a México, en donde pagaban la primera alcabala, sino que fueran los "mexicanos" quienes viajaran a Nueva Galicia y Nueva Vizcaya a hacer sus compras, con lo que en las dos provincias septentrionales abundarían las monedas y la ropa que en aquella situación sólo se conseguían en México.

 

Las platas que se labraban o acuñaban en la Casa de Moneda provenían, en su mayor parte, de Nueva Galicia y Nueva Vizcaya y el beneficio se quedaba también en la capital. El remedio era fundar otra casa de moneda en los reinos norteños. En ella se lograrían los mismos derechos que en la de la capital para el rey y se evitaría que mucha plata se "extraviase" y se ocultara el oro. Habría en­tonces suficiente moneda para que los mineros pudieran pagar con ella a los operarios y no con plata y oro en pasta, como se veían forzados al presente, lo que llevaba a los "extravíos". Ciertamente eran partidas menudas de plata las que los mineros usaban para los pagos, pero eran en tan gran cantidad, que a veces sumaban mucho más de la mitad de lo que el minero lograba extraer de la mina. Asi­mismo, el pago en pasta por el minero dis­minuía la cantidad que necesitaba para com­prar el mínimo de azogue que estaba mandado vender a cada minero. Con lo que muchas minas modestas se quedaban sin trabajar.

 

En cuanto al azogue era también asunto que necesitaba reforma en beneficio de las provincias, pues, si se vendiera a menor pre­cio, los mineros estarían en posibilidad de comprar más y podrían beneficiar más minas y no se quedarían tantas sin trabajar por no tener el minero suficiente plata para comprar grandes cantidades de azogue. Una de las cau­sas del alto precio del azogue era debida al pago de fletes, porque aumentaba según la distancia, lo cual, por tierra, era de 400 a 500 leguas hasta las minas del norte. Si el rey permitiera que el azogue llegara por mar a las provincias de Sonora, Sinaloa y Ostimu­ri, en donde había innumerables minas, se aminoraría no sólo el costo del azogue, sino de otros materiales que se necesitaban en las minas, como hierro, acero, pólvora, sales, ma­gistrales, gretas y plomo. Podría también el rey permitir que por barco se llevara al ex­tremo noroeste ropa, bastimentos y aun operarios, que mucha falta hacían. Mandando gente al norte se limpiarían las ciudades de ociosos y holgazanes que no tendrían manera de volver a sus casas, pues desconocerían el camino por tierra.

 

Decía que en la caja de Guadalajara se co­braba el quinto de las perlas que se cogían en los placeres de las costas. Constaba en los libros de los oficiales reales que en el año de 1728 se pagaron derechos a S. M. por 16 libras y 3 onzas de perlas. Luego, en los diez años de 1730 a 1740, sólo se cogieron 19 libras y 11 onzas, porque cesó el buceo a cau­sa de haber asaltado la costa los indios bár­baros y dado muerte a los buzos. Por otra parte, había tan poca vigilancia por las cos­tas, que se cogían muchas perlas de las que no se daba cuenta al rey. Estas eran las de mejor calidad, y podían verse en poder de todas las mujeres del reino, lo mismo de seño­ras y plebeyas que de mulatas e indias.

 

En Nueva Galicia, el ramo de tributos no producía lo que en Nueva España porque en muchos pueblos no se cobraba, y en Nayarit tampoco, pues apenas estaban iniciando la reducción de los indios gentiles los padres de la Compañía de Jesús. Los indios de los pue­blos comarcanos se mantenían con las armas en la mano para contener a los gentiles, y por ello gozaban el privilegio de fronterizos y no pagaban tributo, como no lo pagaban tampoco los indios de Sonora, Sinaloa, Nue­va Vizcaya, Nuevo Reino de León, Coahuila, Texas y Nuevo México. Podría decirse que en esas provincias había muchos pueblos del todo pacíficos, pero también que había mu­chas rancherías de indios gentiles que daban que hacer con sus asaltos a los ya reducidos. Los misioneros de la Compañía de Jesús y los franciscanos del Colegio de Guadalupe de Zacatecas trataban por medios suaves de atraer a los indios, pero esto costaba dinero al rey, pues no sólo tenía que proporcionar­les las limosnas para su manutención, sino también darles las ayudas para que trabaja­ran en cultivar la tierra con los pocos indios mansos que tenían reducidos, con el objeto de tener bastimentos con que atraer a los gentiles.

 

En fin, que para Mota Padilla era el Co­mercio y el poblamiento por españoles, y no la evangelización de los indios, lo que beneficiaría los intereses del rey.

 

Resumiendo, declaraba que si le diera fo­mento al reino de Nueva Galicia y de Nueva Vizcaya con el comercio de Filipinas, por los puertos que tenían esas provincias en el Mar del Sur, si se pusiera una casa de moneda y si no se necesitara acudir para todo a Méxi­co, evitando así los altos costos que se car­gaban a todas las mercancías, los reinos se poblarían de españoles, que eran los intere­sados en producir riqueza. Facilitando el co­mercio, los padres misioneros vivirían con menos peligros de perder las vidas a manos de los bárbaros y los dominios de S. M. se extenderían; porque, en realidad, los reinos de Nueva Galicia y Nueva Vizcaya tenían cortadas las alas. La América septentrional era en verdad un dilatado nuevo mundo. Pero su grandeza quedaba reducida a sólo lo que era México, pues la capital era puerta que detenía cuanto de Europa llegaba y cuanto con Filipinas se comerciaba, y a esa puerta se veían precisados a acudir todos los que habitaban el centro de la América septentrional y no podían ni dedicarse al cultivo de la tierra, ni al beneficio de los metales, ni a la con­versión de los infieles, por los costos, dila­ciones y riesgos. Si el rey quisiera mandar dividir las "intendencias", en pocos años po­drían competir Nueva Galicia y Nueva Vizcaya con el resto de Nueva España, lo cual sería útil a S. M., al público y redundaría en la más fácil propagación de la fe católica, que era el blanco al que S. M., por medio de su real y supremo Consejo de Indias, dirigía to­das sus providencias.

 

Organización de la Real Hacienda.

 

El cobro de impuestos, la administración de los bienes de la corona y la regulación del gasto público fueron problemas que preocu­paron siempre a los monarcas españoles y a sus personeros en los dominios americanos. La falta de soluciones adecuadas para dichos problemas fue el resultado del desorden con que se establecieron los impuestos desde el siglo XVI, pues se iban creando a medida que se descubrían riquezas en los territorios conquistados, cuando había gastos inaplazables en las guerras, en la administración y en la evangelización, ya que, como es sabido, los reyes españoles fueron por delegación papal promotores de la cristianización de los indios, y para ello contaron con prerrogativas que se resumieron en el Real Patronato Indiano.

 

En tales circunstancias resultó inevitable la falta de un plan general para la adminis­tración de los recursos del reino de Nueva España, y su ausencia fue siempre señalada como uno de los males que más perjudicaban la marcha de los asuntos públicos. Por eso, cuando en el siglo XVIII se inició el reinado de los Borbones en España y sus dominios, las reformas administrativas se orientaron hacia el saneamiento de las rentas públicas. Para ese entonces, los monarcas y sus ministros contaron con experiencia y con medios que ciertamente no tuvieron en sus manos los que habían gobernado bajo la dinastía de los Habsburgos. En primer lugar, un mejor conocimiento de los límites del territorio no­vohispano; también el sometimiento de cier­tos grupos, como los conquistadores y sus descendientes y las órdenes religiosas, entre otros, al poder del Estado. Por otra parte, se había ido desarrollando una burocracia hábil y capaz de entender muchas de las cuestiones administrativas, y, lo que es de gran importancia, durante el siglo XVIII progresó enor­memente la ciencia económica, hasta el grado de alcanzar su definición como economía política o cuerpo de principios ordenados y sis­tematizados para regir con acierto los intere­ses materiales de las naciones.

 

Todo este arsenal de conocimientos y de experiencias fue acogido con empeño por los monarcas y sus personeros; había un clima propicio para ello, se confiaba en que la razón era capaz de desentrañar el secreto de lo que ocurría en la naturaleza y en la sociedad, y en que los conocimientos logrados por la cien­cia podían aplicarse en la práctica para lograr el poderío y el bienestar de las naciones. Esa confianza en la razón lleva a una política ilustrada, en la que se reconoce el poder de los monarcas, pero, al mismo tiempo, se exige que sus acciones se ajusten a los principios racionales. Nace el despotismo ilustrado, que desde los comienzos del reinado de los Borbones se impuso en los dominios españoles.

 

Fueron muchas las reformas que se in­trodujeron en España y sus dominios como consecuencia del despotismo ilustrado. Las que afectaron directamente a la organización de la Real Hacienda fueron la creación de las secretarías de despacho por materias y el régimen de intendencias. Las secretarías de despacho se introdujeron en España desde 1705 y fueron la de Estado, la de Asuntos Extranjeros, la de Asuntos Eclesiásticos y Justicia, la de Marina e Indias y la de Hacienda. La Secretaría de Ultramar, como también se llamó a la de Marina e Indias, absorbió importantes atribuciones que hasta entonces habían correspondido al Consejo de Indias, órgano principal en el gobierno de los domi­nios americanos. A la Secretaría de Ultramar se encargaron todos los asuntos administra­tivos, entre ellos el de Hacienda, dejando al Consejo lo relativo al gobierno municipal y al Real Patronato, licencias para pasar a América y la proposición de individuos para ocu­par cargos "puramente políticos". Carlos III restó aún más atribuciones al Consejo de Indias y reorganizó la Secretaría de Ultramar con objeto de hacerla más eficiente.

 

El régimen de intendencias se introdujo en la península ibérica desde 1701, luego se suspendió, pero se volvió a imponer dotándo­lo de mayor eficiencia durante la primera mitad del siglo. En América se introdujo primero en el Río de la Plata, en 1782, y en Nueva España a partir de 1786. Fue difícil imponerlo, pues los hábitos adquiridos durante la or­ganización anterior de alcaldías mayores y corregimientos no pudieron desterrarse; pero de todas maneras, desde que comenzó a regir la Ordenanza de Intendentes, se creó la Junta Superior de Real Hacienda, presidida por el superintendente general, -cargo que ocupó el virrey de Nueva España para evitar alteracio­nes en el gobierno y en el orden del reino-. La Junta Superior de Real Hacienda la inte­graron, además del superintendente general, el regente de la Real Audiencia, el ministro más antiguo del Tribunal de Cuentas (tribunal encargado de vigilar el desempeño de los asuntos fiscales) y el contador o tesorero de la Real Hacienda. El objeto de esta junta fue la unificación de criterios en el orden fiscal.

 

Todas esas reformas se orientaron a darle autonomía al aspecto hacendario dentro de la administración y del gobierno. Con esa base se había logrado un paso de gran importancia en la cuestión fiscal, pues, determinándola, conociéndola y haciéndola objeto de especial atención, podía muy bien irse construyendo el plan general que tanto se necesitaba para la buena administración de la Real Hacienda.

 

Paralelamente a las reformas administra­tivas se hicieron informes y estudios parcia­les con fines prácticos e inmediatos. La expli­cación total del sistema hacendario de Nueva España y su funcionamiento se hizo cuando ya se habían actualizado las principales reformas, y fueron Fabián de Fonseca y Carlos de Urrutia quienes escribieron, hacia 1791, la Historia general de real hacienda, cumplien­do la orden del virrey Revillagigedo el Joven. El estudio se reunió en seis tomos, de los cuales Joaquín Maniau hizo un compendio en 1794. Es indudable que el caos de la administración y del fisco comenzaba a entenderse y que se iba intentando la organización fiscal de manera más efectiva.

 

Fonseca y Urrutia definieron muy bien los conceptos principales de la hacienda pú­blica; en su obra se advierte como va dejando de considerarse la Real Hacienda como patri­monio del rey para convertirse en un efecto público, racionalmente organizado con objeto de lograr el bienestar nacional. Los autores definen el ingreso y el gasto público; los ren­glones que componían el ingreso: impuestos personales (o directos, como se dice ahora), reales (o indirectos) y mixtos; las penas y confiscaciones, los bienes propiedad de la coro­na, y los que pasan a ser de la corona, como los bienes sin dueño (mostrencos) o de los que mueren intestados y sin herederos legítimos; las empresas de la corona, y, en fin, otros que no caben dentro de la clasificación anterior. El gasto público lo definieron como perpe­tuo, cuando se destinaba a la administración y defensa del reino; temporal, cuando uno o varios ramos del ingreso se destinaban a pa­gar alguna obligación contraída por el Estado, ya fuera por deuda, ya por donación u otro concepto, y particular, cuando los ramos se encontraban afectados permanentemente a ciertos fines especiales.

 

Con esas bases situaron dentro de una estructura los 94 ramos que había en la Real Hacienda de Nueva España hacia 1791, cuya historia hicieron para entender la forma en que funcionaban. Dividieron los sectores de la hacienda en: Masa Común, Particulares y Ajenos, dejando fuera de estos tres sectores a monopolios del Estado que se habían sustraído de la Masa Común para dejarles mejor administración, debido a su importancia.

 

La Masa Común era sector más importante de la Real Hacienda; en ella se en­contraban los ramos más productivos, como impuestos personales (tributos de indios y castas, servicio de lanzas que pagaban los nobles con títulos de Castilla, impuestos de eclesiásticos y de empleados públicos, impuestos reales que afectaban a la minería, el comercio, la navegación, la industria y la agricultura; penas y confiscaciones, bienes de la corona como tierras, salinas y minerales en general; bienes mostrencos; también varias empresas del Estado o estancos, y otros. Los productos que de la Masa Común se dedica­ban a cubrir los gastos perpetuos del reino, como eran los situados, o cantidades que se enviaban a otros dominios españoles para el pago de gastos militares y administrativos; sueldos de justicia, gastos de guerra, pago de la deuda contraída por el Estado, sueldos y pensiones. También, y esto fue muy fre­cuente por los apuros de la corona, uno o varios ramos de la Masa Común se afectaban para el pago de ciertos préstamos o servicios que los particulares hacían a la corona. Esto era en realidad un embargo de la renta públi­ca, que nunca pudo evitar la administración española.

 

Los Particulares se constituyeron principalmente por los diezmos eclesiásticos o impuesto directo que pagaban los agricultores a la Iglesia; también por los bienes y recursos de la Iglesia, por los sueldos y pensiones de los eclesiásticos, pues el rey era el que debía velar por la administración de los servicios religiosos en los dominios de sus reinos. Los productos de este sector se dedicaban a gastos particulares -de ahí su nombre-, consistentes en obras piadosas, mantenimiento de misiones, pago de sueldos a eclesiásticos y gastos necesarios para el mantenimiento y la administración de templos y de los servicios religiosos.

 

El sector de Ajenos es el más interesante para nosotros, pues en él encontramos importantes innovaciones, debidas a la política ilus­trada. En efecto, durante la segunda mitad del siglo XVIII se crearon los Montepíos de Inválidos, el de Vestuario de Inválidos, el Militar, el de Pilotos, el de Maestranza, el de Ministros, y otros, que eran verdaderas cajas de seguridad para los empleados que servían al Estado. Paralelamente a la creación de una burocracia en el sentido moderno de la palabra, el Estado español se vio en la necesidad de garantizar a sus empleados las pensiones por jubilación, gastos de médicos, de seguri­dad para sus deudos, etc., pues el verdadero empleado público -a diferencia de los que compraban los cargos para administrarlos como empresa personal, cosa frecuente en el si­glo XVII- no cuenta con más ingreso que su sueldo, ya que su vida está consagrada al desempeño del cargo. Con objeto de dar seguridad a la burocracia, el Estado creó estos montepíos, que eran costeados por las apor­taciones de los empleados; pero, y aquí hay un criterio de modernidad incuestionable, las aportaciones eran proporcionales al ingreso de los empleados, de tal suerte que los que ganaban más estaban obligados a contri­buir con un tanto mayor de su sueldo que los que ganaban menos. A este modo de contri­buir es al que los fiscalistas actuales llaman progresivo, pues se cuida de hacer justa la erogación del contribuyente, cuidando que los que reciben poco den sólo lo indispensa­ble, y que aquellos que reciben más, supo­niendo que tienen cubiertos sus gastos princi­pales, contribuyan con una proporción mayor de sus ingresos para mejor distribuir el ingreso total.

 

La progresividad en el impuesto está ausente en todos los demás ramos, pues a los contribuyentes se les obligaba a pasar cuotas fijas, sin mirar los recursos que acu­mulaban, ya fuera por empleos ya por empresas particulares. Sólo se gravaba un tono por cierto, que no se hacia progresar o disminuir si el ingreso era mucho o poco.

 

Dentro de este sector de Ajenos entraban también otros impuestos, bienes y empresas. Todos ellos tenían un destino particular y se consideraba que sólo entraban en las cajas de la Real Hacienda por la especial protec­ción que merecían debido a la necesidad de mantener ciertas obras o gastos, como las de montepíos, el desagüe de la ciudad, la conservación de la catedral, hospitales, etc.

 

Hubo, como hemos dicho, ciertos estan­cos o monopolios del Estado que se sustra­jeron de la Masa Común para darles una administración independiente. Tales fueron: el de Tabaco, llamado Real estanco de tabaco, que en 1768 se reorganizó debido a la importancia de ese producto y sus derivados en el comercio ultramarino. Paralelamente a la distribución del producto se fijaron las condiciones y los lugares en que debería cultivarse, elaborarse y venderse, con objeto de lograr un comercio más eficiente y mejores rentas para el Estado.

 

Los naipes pasaron a ser Real Estanco en 1765. Eran objeto de abundante y desordena­do comercio y era necesario controlar el jue­go, al que era aficionada buena parte de la población de Nueva España. A necesidades de orden social, y no meramente económicas, obedeció la creación de este real estanco.

 

El azogue fue desde el siglo XVI un estanco y como tal se mantuvo dentro de la Masa Común de la Real Hacienda hasta 1777. Pero, debido a las muchas arbitrariedades que hubo en su distribución y al auge de la minería en Nueva España durante la segunda mitad del siglo XVIII situación que interesaba incrementar a la hacienda pública, se empezó a administrar como real estanco a partir de ese año.

 

Una visión total de la Real Hacienda ha­cia finales del siglo XVIII es difícil de lograr; sólo podemos entenderla gracias a la concien­zuda explicación que hicieron los autores que mencionamos.

 

Bibliografía.

 

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Rivera Cambas, M. Los gobernantes de México (6 vols.), México, 1962.

 

Rubio Mañé, J. I. Introducción al estudio de los virreyes (4 vols.), México, 1955 - 1959.

 

Zavala, S. La encomienda indiana, México, 1973. Los esclavos indios en Nueva España. México, 1967. El mundo americano en la época colonial (2 vols.), México, 1968.

 

70.            La Comandancia General de Provincias Internas.

Por: María del Carmen Velázquez.

 

En un principio, las llamadas Provincias Internas fueron, por decirlo así, colonias o territorios agregados o dependientes de los reinos más antiguos de Nueva Galicia y Nueva Vizcaya. Con los recursos, generalmente ganados en esos reinos, exploradores de avan­zada llegaban a las "tierras nuevas" a probar fortuna. Fueron éstos gambusinos en busca de minas, algunos ganaderos, esclavistas a caza de indios bravos, y misioneros. Una vez que encontraban algún poblado indio o las ansiadas minas solicitaban que el rey autori­zara la erección de un presidio que protegiera el real de minas, el rancho o la misión en donde se habían asentado. A mediados del si­glo XVIII, acaso habría en el Septentrión dos docenas de presidios y muchas más misio­nes, amén de pequeñas poblaciones pobres y aisladas. Muchas veces, a propuesta de los virreyes, la corona apoyaba esa manera de extender sus dominios. Una de las ventajas que tenía era la de proporcionar al rey la oportunidad de conceder empleos de benefi­cio, gobernaciones, corregimientos y alcal­días mayores, con lo que entraban a sus cajas algunas sumas. Este modo de conseguir un puesto era a su vez estímulo para que hom­bres emprendedores fueran a explotar las supuestas riquezas de las tierras desconocidas.

 

A pesar de que la vida de frontera era dura y azarosa hubo militares, comerciantes y peninsulares aventureros que solicitaron los puestos de frontera: unas veces porque, ya establecidos en  ella, adquirían autoridad sobre los pocos pobladores de la región; otras, porque ser capitán de presidio permitía el lucro con el dinero del situado; otras, porque los soldados hacían oficios de vaqueros, arrieros o labradores y quien los tenía bajo su mando se ahorraba pagar jornal. También sucedía que el beneficiado tenía otros negocios y para atender el nuevo nombraba un tenien­te, que era el que soportaba las incomodida­des de la vida entre los indios bárbaros, en tanto que él permanecía en las poblaciones civilizadas de Nueva España y, a veces aún más lejos, en las de España. Era también oportunidad para hacer carrera en la burocra­cia colonial. Se sabe asimismo, en el caso de las misiones principalmente, que una vez es­tablecida la misión y conseguida la asigna­ción del sínodo, la suerte posterior de la mi­sión podía quedar desamparada por muer­te del misionero, por falta de indios o por ataques de indios bravos que impedían su existencia.

 

En el siglo XVIII la extensa frontera in­dia del Septentrión empezó a ser reconocida por regiones. Desde que Pedro de Rivera vi­sitó los presidios, en l724 - l728, pensó que era necesario separar el gobierno de las tierras del noroeste,  entre la Sierra Madre Occi­dental y el océano Pacífico, las provincias de Ostimuri, Sinaloa, Culiacán, Chiametla y Sonora, las más distantes de México, del reino de Nueva Vizcaya y constituir con ellas una jurisdicción independiente. Por el oriente habían quedado más o menos separadas, tam­bién de Nueva Vizcaya, las provincias de Coahuila y Texas por efecto de las explora­ciones en busca de los franceses. Más entrado el siglo se configuró, con la colonización de José Escandón, otra región muy poco transi­tada, la colonia del Nuevo Santander. De modo que, cuando los rusos aparecieron por el océano Pacífico, los ingleses lograron terri­torios hasta el río Mississippi y arreciaron las incursiones de los apaches, los españoles con­taban ya con elementos para contemplar la defensa de las tierras al otro lado del río Bra­vo en toda su complejidad.

 

La ocasión para poner manos a la obra, esto es, a lo que se ha llamado la "reestructuración de la frontera", la dieron al visitador José de Gálvez los ataques de los indios pimas y seris en el noroeste.

 

La empresa de Gálvez.

 

La expedición a Sonora, que Gálvez em­prendió con el declarado objeto de combatir a los indios alzados y que empezó a preparar desde que llegó a México, ocultaba, sin em­bargo, muchos designios grandiosos del vi­sitador, que poco a poco fueron saliendo a la luz.

 

Ha dado mucho que pensar y escribir a diferentes historiadores esta empresa de Gál­vez. Estuvo rodeada de misterios y secretos desde un principio y al término de ella, cuando Gálvez fue ministro de Indias, sólo se supo lo que él permitió que se conociera. Recientes estudios han permitido aproximarse a un conocimiento más cabal de lo que enton­ces aconteció.

 

Parece que Gálvez concibió la empresa impulsado por una gran ambición personal y de español. Se ha dicho que quería revivir las hazañas de los primeros fundadores de reinos americanos, emprender una conquista que diera renombre, por igual, al conquistador y a España. A sus ojos, las circunstancias la justificaban, pues llevándola a cabo detendría las pretensiones y avances de los rivales euro­peos, sometería a los indios bravos y, ya paci­ficada la tierra, estimularía la explotación de las minas, daría aliento al comercio y él se convertiría en un nuevo Hernán Cortés. Bien se daba cuenta de que tendría que proceder con energía y decisión, pero a la vez con secreto, pues sabía que encontrarla muchos opositores a su gran proyecto. Iría preparán­dolo paso a paso hasta lograr, con el triunfo, la aprobación y el reconocimiento del rey y la corte.

 

El primero que tuvo conocimiento de sus intenciones fue el virrey Croix. Cuando dis­cutió con él sobre la expedición a Sonora para someter a los seris, ya insistió en el “fin im­portantísimo de dar espíritu y movimiento a unos territorios tan dilatados, abundantes y ricos por naturaleza, que pueden en pocos años formar un nuevo Imperio igual o mejor que éste de México”.

 

Lo primero que necesitaba para llevar a cabo sus planes era poder disponer de importantes sumas de dinero. No las tomaría de la hacienda real, porque el virrey no se las daría sin autorización del rey. Las lograría de los ricos novohispanos o españoles como donati­vo para gastos de guerra. Sería una empresa privada, como las del siglo XVI. En 1765, aprovechó una junta de guerra, a la que con­vocó al virrey Cruillas, para pedir a los comerciantes de España, reunidos en Jalapa, a cambio de ciertas concesiones, una contribución para la expedición contra los seris en Sonora, Sinaloa y Nueva Vizcaya. Con nue­vos apremios a comerciantes, mineros y hombres ricos del virreinato logró reunir, en 1767, cerca de 300.000 pesos.

 

A la vez que inspeccionaba rigurosamente el manejo de la real hacienda iba abriéndose camino para obtener los apoyos necesarios a sus designios, unas veces exigiendo y atemorizando, otras ganándose la voluntad de los funcionarios que eran partidarios de comba­tir a los indios bravos de una vez por todas. Habló de erigir más presidios para la protec­ción de los habitantes de la frontera y facili­tar la comunicación con ella, para lo cual mandó que se construyeran embarcaciones en un puerto del Pacífico y que el virrey aproba­ra despachar tropa veterana a Sonora a reforzar la tropa de frontera. Con este objeto eli­gió el regimiento de dragones de México, al mando del coronel Domingo Elizondo. Justi­ficaba las órdenes perentorias que dictaba con las noticias que llegaban en los informes de Sonora, en los que el gobernador daba cuenta al virrey de los ataques de los indios.

 

Mientras llegaba de Veracruz el ingeniero a quien encargó la construcción de los navíos en Matanchel, se cortaba madera para la construcción de dos bergantines, se completa­ba la tropa y se terminaban otros preparati­vos, Gálvez estuvo ocupado en la expulsión de los jesuitas.

 

El virrey Croix, a quien le llegó la orden (junio de 1767) del rey de llevarla a cabo, no quiso fiarse de nadie del virreinato para hacer los preparativos del extrañamiento, pues temía que por el respeto y afecto que los novohispanos tenían a los miembros de la Compa­ñía de Jesús no guardasen el secreto de lo que les iba acontecer, como se le había mandado. Pidió entonces a Gálvez y a su sobrino, Teodoro de Croix, que le ayudaran a redactar y a escribir las órdenes a los comisionados en cada lugar en donde hubiera jesuitas establecidos y a despachar los correos. La expulsión de los jesuitas causó alborotos en San Luis de la Paz, San Luis Potosí y Guanajuato, y Gálvez, como persona de confianza del vi­rrey, salió a castigar a los sublevados. Otros motivos no menos importantes para Gálvez lo llevaron a las poblaciones de El Bajío. El estanco del tabaco, que él había ordenado, irritó a muchos vecinos y el cobro de contri­buciones municipales, alcabalas y arbitrios, más la formación de milicias acabó por llevarlos a la violencia. Obligar a los habitantes a aceptar esas imposiciones sin rechistar era tarea especial que Gálvez se impuso.

 

Croix consiguió que las tropas que se preparaban para ir a Sonora a su paso por San Blas, lugar escogido por el ingeniero militar para la construcción de los navíos, ayudaran a Gálvez a pacificar la tierra. De­bían apresurarse, pues, ya en Sonora, su pri­mera tarea sería apoyar al gobernador en la expulsión de los jesuitas de las provincias de Sonora, Sinaloa y Ostimuri, así como de los de California. De España había venido con Villalba don Gaspar de Portolá. Fue comisio­nado, con su compañía de dragones de España, en Tepic. Croix y Gálvez lo escogieron para gobernador de California una vez que hubiera recogido a los jesuitas de la penínsu­la. Portolá se trasladó a San Blas. En este lugar, donde hasta entonces sólo había ha­bido ocasionales pescadores, se juntaron oficiales peninsulares, tropa, operarios, marineros y los misioneros franciscanos que susti­tuirían a los jesuitas que estaban en espera de embarcarse en los nuevos navíos "San Carlos" y "San Antonio" y en la antigua embarcación de los jesuitas. Así pues, Gálvez tuvo la habilidad de aprovecharse, dándole realce a su proyecto, de la expulsión de los jesuitas, el arreglo de la real hacienda y las sublevacio­nes de los indios bravos.

 

Las consultas que el visitador hizo a los principales funcionarios de la Audiencia (siempre con la arrogancia del visitador pe­ninsular que poco margen dejaba oponer a sus proposiciones), a los obispos de México y Puebla,. la movilización de tropa, los persona­jes que llegaban de España, las exigencias de contribuir con donativos, la expulsión de los jesuitas y la imposición de nuevas contribu­ciones atemorizaron a los novohispanos, quie­nes, inquietos ante tantas novedades, prefi­rieron obedecer y callar como por bando ha­bía mandado el virrey Croix. No era tiempo todavía de que los criollos manifestaran su descontento abiertamente.

 

En enero de 1768, con la anuencia del virrey y de los obispos, Gálvez envió a Espa­ña el plan que había elaborado para organizar el gobierno del noroeste y, sin esperar a re­cibir la aprobación del rey, partió para Sonora.

 

En el plan decía que los motivos por los que era necesario llevar a cabo la expedición eran el abandono en que estaban las provin­cias septentrionales y la gran distancia a que quedaban de México, a más del peligro inmi­nente de la penetración rusa e inglesa. Era urgente, por tanto, pacificar la tierra, atraer a ella pobladores y empezar a hacerla produ­cir. Para esto había que fomentar la navega­ción por el golfo de California y la mar del Sur para llegar más fácilmente al Septen­trión. Ya había establecido un nuevo puerto y astillero en San Blas y tenía dos naves nue­vas. Con las tierras del noroeste se consti­tuiría una comandancia general (California, Sonora, Sinaloa y Nueva Vizcaya), indepen­diente del virreinato de Nueva España, con su capital en algún  lugar que se escogiera cerca del río Gila. Había que fundar una Casa de Moneda que surtiera de numerario a la comandancia. Quizá conviniera trasladar la audiencia de Guadalajara a la nueva capital para organizar el gobierno político o crear una nueva y, desde luego, establecer un obispado en Sonora. Todas las nuevas autoridades que se nombraran para el gobierno de la Comandancia tendrían por primera obligación fomentar el desarrollo económico de la región, que pronto empezaría a producir grandes ri­quezas. Por dos años pagaría México los sueldos de los funcionarios, pero no había que temer que fuera carga permanente, pues "des­de el segundo año de establecidos estos em­pleos no ha de llegar seguramente la asigna­ción de ellos ni aun a la décima parte del aumento que tendrá el solo ramo de quintos de la plata y el oro que se saquen y beneficien en Sonora y California, a que debe añadirse el de las perlas, cuya pesquería, pu­diendo ser muy abundante en las costas de aquella península, nada producía antes a la real hacienda". Además, se ahorraría el situa­do de los presidios, que con la erección de la Comandancia quedarían suprimidos.

 

Antes de su salida de México, todavía lo­gró Gálvez del virrey y de los funcionarios algo más: le otorgaron facultades de virrey para proceder en el tiempo que durara la ex­pedición. Su secretario, Juan Manuel Vinie­gra, después perseguido y hostilizado por escribir apegándose a los hechos, lo que resultaba en denuncia del proceder de Gálvez, dice que el visitador dictó el acuerdo de la junta que le otorgó facultades de virrey tres días antes de que se celebrara y que los miem­bros de ella lo único que hicieron fue firmar el acuerdo, lo cual es fácilmente comprobable comparando las fechas de los documentos.

 

Si don José de Gálvez no hubiera abusado de su condición de visitador y hubiera tratado a los novohispanos con alguna consideración y a los indios como a vasallos del rey, quizá su estancia en el noroeste hubiera sido de provecho. Pero quiso acaparar todas las fun­ciones, saber más que todos, arrogarse el mé­rito de las disposiciones. Creía que nadie or­ganizaría la administración de las provincias internas tan bien como él. Mientras el virrey Cruillas hizo frente a tantas pretensiones de superioridad de Gálvez, Croix se entregó completamente a él. Así que, como conse­cuencia del entendimiento que había entre estos dos personajes, cuando llegó la orden de expulsión de los jesuitas, en 1767, y un año después la de reconocer las costas de la Alta California y poblar el abandonado puerto de Monterrey, el virrey dejó que el visitador dispusiera a su voluntad. Si bien se ve, la expulsión de los jesuitas se llevó a cabo sin tropiezos en las provincias de Sonora, Sinaloa y Ostimuri gracias a la prudencia del goberna­dor Juan de Pineda, y la de California, a la de Gaspar de Portolá. El reconocimiento de las costas del Pacífico y las visitas a los puer­tos de San Diego y Monterrey tuvo éxito gracias a la habilidad de los marinos y la pe­netración por tierra a la Alta California, al conocimiento del capitán Fernando de Rivera y Moncada y a la fe de fray Junípero Serra. En cambio, en lo que a él personalmente le tocó dirigir, sólo tuvo fracasos y disgustos y gastó mucho dinero y esfuerzos de mucha gente.

 

Cuando en abril de 1768 salió por fin de México, para emprender la pacificación de los indios, viajó a Guadalajara y de allí a San Blas. Después de estancar las salinas de la costa, ya que era su manía establecer im­puestos en todas partes adonde llegaba, y de mandar reconocer las tierras en busca de mi­nas, vetas y placeres de oro y plata, porque no se fiaba de la información que él o sus agentes no hubieran adquirido, embarcó para California, adonde llegó en julio de ese año. Recorrió la península desde el cabo San Lu­cas hasta el presidio de Loreto dictando ór­denes en continua actividad y buscando an­siosamente las riquezas que creía había en California. Los mineros y aventureros que llevó consigo de Guanajuato y San Luis Potosí, al contemplar las yermas tierras califor­nianas, se volvieron, decepcionados, a sus tierras. Tuvo que mandar traer indios ya­quis de la costa de Sonora para que trabaja­ran la única mina que parecía de provecho, por cuenta de la real hacienda. Dejó en Cali­fornia planes, proyectos y órdenes, entre los que figuraba el del establecimiento de una escuela naval a la que él consideraba de suma importancia, a pesar de no haber maestros ni alumnos para fundarla. Los siete millares de californianos que se calcula habría en­tonces en la península vivían dispersos en los pequeños oasis, trabajando duramente por conservar la existencia. Después de casi un año de inútiles esfuerzos salió Gálvez de la península y llegó a las costas de Sonora, en mayo de 1769.

 

La campaña contra los seris y pimas y los apaches de Nueva Vizcaya llevaba ya un año de emprendida. Ni las tropas venidas de Mé­xico, ni las de los presidios habían podido acabar con la rebeldía de los indios, atrincherados en el Cerro Prieto, en lo más hondo de la sierra. El coronel Elizondo y el gobernador Pineda habían logrado reunir más de mil hombres, entre tropa veterana, de los presi­dios y voluntarios que por diversos lugares perseguían a los indios. Habían matado ya a muchos y ajusticiado a varios jefes indios, pero no lograban la pacificación. Gálvez llegó a Sonora proclamando una tregua para esta­blecer la paz con los que quisieran acogerse a los indultos que ofrecía. Mientras esperaba la sumisión de los rebeldes, pasó a Alamos a ocuparse de la organización administrativa de la Comandancia. Quería establecer la real caja, reglamentar los impuestos, nombrar em­pleados. No cesaban sus órdenes y disposi­ciones mientras pudo. En agosto de 1769, cuando se preparaba para salir al pueblo de Pitic, empezó a desvariar. Ya antes había te­nido fiebres tercianas, pero esta vez gritaba y no podía dormir. Desde ese momento, con altas y bajas, duró enfermo -muchos dijeron que loco- hasta abril de 1770. Sus médicos y acompañantes lo llevaron en lentas jorna­das hasta Durango. De allí, y dado por curado por los médicos, marchó para México, adonde llegó en mayo de 1770.

 

Desde que en España conocieron los pla­nes de Gálvez, los funcionarios se mostra­ron escépticos y no creyeron que la pacifica­ción de la frontera se lograra con una guerra de exterminio. En 1770,el ministro Arriaga ordenó al virrey que suspendiera la campaña, porque, además de costar mucho dinero, no se sacaría ventaja de ella. Mandaba que los gobernadores de las provincias, por medios suaves, solicitaran la paz a los indios alzados; que el virrey, el visitador y los gobernadores estudiaran el informe y las propuestas del marqués de Rubí para mejorar la línea de pre­sidios y los medios de conciliar la paz con los indios. No queriendo desligarse de Gál­vez, Croix contestó al ministro que él había recomendado medios suaves a Gálvez para el tratamiento de los indios y que la campaña ya tocaba a su fin.

 

En realidad la guerra se prolongó hasta principios del año 1771, cuando, por las nu­merosas bajas causadas a los indios y los destrozos a sus rancherías, éstos quedaron acabados. Unos cuantos se refugiaron en la isla de Tiburón y otros se rindieron. Las tropas de Elizondo volvieron a México en agos­to de 1771.

 

En los últimos meses de su gobierno, Croix y Gálvez se dedicaron a justificar su política. Dieron a la luz pública una Noticia breve de la expedición militar de Sonara y Sinaloa, su éxito feliz y ventajoso estado en que en consecuencia de ella se han puesto ambas provincias; un Plan de una compañía de accionistas para fomentar con actividad el beneficio de las reales minas de Sonora y Si­naloa y restablecer la pesquería de perlas en el golfo de California y, como resultado del estudio que el rey les había mandado hacer del informe del marqués de Rubí, una ins­trucción para formar una línea o cordón  de quince presidios sobre las fronteras de las Provincias Internas, más otros documentos destinados sólo para el conocimiento de los ministros, pues no convenía que fueran a parar a manos enemigas: Extracto de noti­cias del puerto de Monterrey y Diario histórico de los viajes por mar y tierra.

 

Por su parte, en la corte, el ministro Arriaga pidió a don Alejandro O'Reilly, que desempeñaba el puesto militar más alto en España y que conocía la frontera india espa­ñola por el lado de la Luisiana, al marqués de Rubí, a don Antonio Ricardos y a Diego Or­tiz de Parrilla que revisaran la instrucción presentada por Gálvez y Croix, la adicionaran o modificaran y la dejaran lista para que con ella procediera el nuevo virrey Bucareli al gobierno de las Provincias Internas. La instruc­ción quedó convertida en el Reglamento de 1772, que sirvió a Bucareli y a Hugo O'Connor para pacificar la frontera.

 

El obispado mexicano y los indios.

 

“Durante el gobierno del marqués de Croix ocupó la silla episcopal de México el doctor don Francisco Antonio Lo­renzana y Butrón, uno de los prelados más distinguidos de la iglesia mexica­na. Empeñoso, ilustrado y activo, el ar­zobispo Lorenzana promovió cuanto es­tuvo a su alcance por el bien de Nueva España, y si algunas veces erró en el camino, no fue sin duda por falta de noble intención.

 

“A su costa compró el arzobispo Leorenzana un edificio el 11 de enero de 1767 en donde estableció la Casa de niños expósitos, vulgarmente llama­da La Cuna, que hasta hoy existe, y fun­dación que basta por sí sola para hacer grata la memoria del primer hombre que en Nueva España pensó en abrir un asilo para los niños, evitando así mu­chos crímenes y muchas desgracias. Celebró el arzobispo Lorenzana en Mé­xico el cuarto concilio provincial, que comenzó en 13 de enero de 1771 y que, presidido por el arzobispo, tuvo por asistentes a los obispos don Miguel Al­varez de Abreu, de Oaxaca; don fray Antonio Alcalde, de Yucatán; don Fran­cisco Fabián y Fuero, de Puebla; de Du­rango, don José Díaz, y además el doctor don Vicente de los Ríos, doctoral de Michoacán, en representación del obispo de aquella diócesis don Pedro Sánchez de Tagle; el doctoral don Ma­teo Arteaga, en representación de la mitra de Guadalajara, vacante enton­ces; el oidor de la Audiencia de México don Antonio Rivadeneyra, y el fiscal don José Arechi. Concurrieron al concilio los diputados de las catedrales, los prela­dos de las comunidades religiosas y los consultores, teólogos y canonistas designados para ese objeto; pero ese con­cilio no tuvo la sanción real ni la pon­tificia y sus actas han quedado inéditas.

 

“En las constituciones de ese concilio se procuraba, con una caridad y un empeño digno de os primeros misioneros, el buen trato a los indios y la morali­dad y civilización de éstos. En los Avi­sos para la acertada administración de un párroco en América, decía:

 

‘Ame mucho a los indios y tolere con paciencia sus impertinencias, conside­rando que su tilma nos cubre, su sudor nos mantiene, con su trabajo nos edifi­can iglesias y casas en que vivir; que son propiamente naturales del país; nues­tros Benjamines amados, y que por la propagación de la Fe e instruirles en ella, estamos nombrado a Ministros de la Igle­sia y no para comodidades temporales.

 

‘A los gobernadores de Indios y sus Justicias traten con estimación, pues agradecen mucho los naturales a quien los honra y aun hasta el día de hoy vi­ven reconocidos a la memoria de V. Señor Palafox y de los Prelados más acreditados en virtud y letras, que to­dos sin distinción han amado entraña­blemente a los indios y mirado con com­pasión’.

 

“En otro lugar, procurando que los in­dios fuesen felices, recomendaba con verdadera ternura lo que debía hacerse para conseguirlo.

 

‘Cuidarán los padres de familia -de­cía- que sus camitas o tapestles para dormir ellos, y lo mismo los de sus hi­jos, estén limpios y en alto, porque con­traen muchas y muy graves enferme­dades por acostarse en partes húmedas, y en el mismo suelo; que haya separa­ción en sus xacales; que los casados duerman separados de sus hijos, y que éstos no se junten los hombres con las mujeres, especialmente pasando de diez años; pues aunque sean pequeñas sus casitas pueden poner una división de cañas o un petate.

 

‘No permitan los gobernadores que indio alguno de más de veinticinco años deje de tener oficio en el pueblo, sea de labrador o jornalero, y luego que se casen fabriquen su casa o xacal; procurando en esto ayudarse unos a otros, y así les costará muy poco; como tam­bién cuidarán de que los xacales se ha­gan como para racionales y no para bestias, etc.

 

“Lorenzana se empeñó hasta conse­guir que en abril de 1770 se expidiese una real cédula por la que se prevenía que se obligase a los indios a aprender y hablar el español, empresa que no se había logrado llevar a cabo, pues aun cuando los indios en sus relaciones con los españoles llegaron a usar y usan el idioma castellano, entre sí no abando­nan sus idiomas respectivos todas las tribus”.

 

(El texto de este inciso se tomó de: México a través de los siglos, tomo II, págs. 852-853).

 

Nuevo virrey.

 

El 22 de septiembre de 1771 entregó Croix el mando del reino a don Antonio Ma­ría Bucareli y Ursúa, en el pueblo de San Cristóbal. El nuevo virrey conocía la situa­ción de las provincias internas y había estado enterado del proyecto de Gálvez desde que éste llegó a México. Le parecía que no eran minas las que faltaban para tener mayor ri­queza en el Septentrión, sino mineros que las trabajaran, así como tampoco faltaban inicia­tivas para formar compañías que combatieran a los indios insumisos, sino hombres que las integraran.  Sabía  también del comportamiento de los indios y presentía que no habría paz si se les hacía continua guerra. Cuando supo que Gálvez volvió a México, después de su estancia en Sonora, opinó que la empresa había producido gastos y pocas esperanzas de lograr lo que el visitador habla creído fácil.

 

Comandancia del norte.

 

El proyecto de constituir en Comandancia General el norte del virreinato quedó pen­diente casi todo el tiempo de su gobierno. Durante los meses en que Gálvez permaneció en México,  siendo ya virrey Bucareli, el visi­tador se mostró comedido y cauteloso, pues sabía que Bucareli no era partidario de la Comandancia y por tanto era mejor no hablar de su plan. El virrey informaba a  su amigo Alejandro O'Reilly que en sus relaciones no hubo tropiezos. Esto no quería decir que Gálvez hubiera cambiado definitivamente de idea respecto a crear una nueva jurisdicción al norte del virreinato, pues en cuanto al rey lo nombró ministro de Indias, en 1776 procedió a formular las instrucciones para que Teodoro de Croix llevara a cabo el establecimiento de la Comandancia.

 

La colaboración de Bucareli y O'Connor fue de provecho para la  pacificación de la frontera india. Este último fue nombrado comandante inspector, cuando Bernardo de Gál­vez salió de Nueva Vizcaya para acompañar a su tío José a su regreso a España.

 

Bucareli recomendó "suavidad y maña" para tratar a los indios, procurar la alianza con las tribus hostiles y vigilar los caminos por donde entraban a los ranchos y presidios a hacer destrozos y a robar ganado. O'Connor estuvo en continua actividad, recorriendo la frontera e inspeccionando los terrenos en busca de las rutas indias. Para lograr establecer los quince presidios que había propuesto el marqués de Rubí, procuró recorrer las ran­cherías de los indios hacia el norte, amena­zándolos o bien pidiéndoles la paz. Así logró alejarlos de la margen izquierda del río Bravo, adonde cambió los presidios, como lo dispuso Rubí. Limpió de enemigos y malean­tes el bolsón de Mapimí, escondrijo preferido por los indios para atacar los caminos que llevaban a Nueva Vizcaya, Nuevo México y Nuevo Reino de León.

 

Bucareli insistió que la tropa de los presi­dios fuera de "gente del país", como más a propósito para soportar las fatigas y priva­ciones del servicio. Combatió el comercio de armas de fuego que hacían en el norte españoles, franceses e ingleses y exigió cuentas muy estrechas del situado. Haciendo que todos cumplieran con su obligación y no permitien­do abusos con los indios, la frontera india se fue aquietando poco a poco. Así pudo demostrar Bucareli a los que eran partidarios de la guerra de exterminio que la sumisión de los gentiles no requería de grandes expediciones ni de grandes gastos, sino de un trato justo, vigilancia continua y cumplimiento del deber.

 

Al cabo de seis años de continuo batallar, O'Connor se sentía cansado y enfermo y soli­citó su traslado a México. Había sido nom­brado ya Teodoro de Croix, comandante general de Provincias Internas (15 de junio de 1776), y como sabía que sus ideas respecto a la forma de gobernar la comandancia eran opuestas y diferentes en todo a las suyas, era prudente dejarlo en libertad y él retirarse a su nuevo puesto en Yucatán. Así como el vi­rreinato de Nueva España se empezó a formar con el nombramiento de don Antonio de Men­doza, la comandancia general surgía como entidad político gubernativa con el de Teodoro de Croix.

 

En las instrucciones que recibió el caballero De Croix para gobernar la comandancia, el rey ordenaba que a las provincias del plan de 1768 (Nueva Vizcaya, Sonora, Sinaloa y California) añadiera las de Coahuila y Texas y Nuevo México. Quedó entonces formalmen­te separado del virreinato el norte de Nueva España. Debía durar su empleo cinco años o hasta que fuera voluntad del rey. La capital debía establecerse en el pueblo o misión de Arizpe. Cuando, finalmente, llegó Croix a este pueblo de Sonora, se quejó de que era tan di­fícil gobernar Nuevo México, Coahuila y Te­xas desde Arizpe como desde México.

 

A pesar de que Croix tuvo el mando en las cuatro causas, no pudo cortar la depen­dencia de la comandancia del gobierno de México. En 1779 recibió orden estricta de no hacer guerra ofensiva a los indios y, sin em­bargo, pedía constantemente al virrey armas, soldados y dinero. Como su amigo y protector José de Gálvez, elaboró informes y proyectos que no pasaron de ser constancias de su es­tancia en el norte. De consecuencias en los gastos y sentir de los pobladores fueron las disposiciones para la mudanza de presidios, poblaciones y tropa.

 

Algunos capitanes entendidos, de los que en todo tiempo hubo en la frontera, pudieron pacificar la región que quedaba bajo su cui­dado; por ejemplo, Juan Bautista de Anza, en el occidente, y Juan de Ugalde, en el oriente. En otras provincias la situación de inseguri­dad no cambió y en el caso de los estableci­mientos en la ruta de tierra de Sonora a la Alta California, con los que se quería asegurar la conexión terrestre a la mar del Sur, se perdió la esperanza de poderlos consolidar debido al alzamiento de los indios yumas, en 1781. Croix hubiera devuelto el difícil gobierno de California al virrey si éste lo hubiera aceptado, pero como Mayorga no quiso ha­cerse cargo de él sin instrucciones de la corte, tuvo que conformarse con dejar que los fran­ciscanos decidieran sobre la fundación de pueblos y misiones y ver, sin poder remediarlo, la vida precaria que llevaban los californianos en la península.

 

En 1783, muy poco antes de dejar Croix la comandancia, llegó a Sonora su primer obispo, el franciscano fray Antonio de los Reyes. Había tenido dificultades con los misioneros por el pago de sínodos y la seculariza­ción de las misiones.

 

Al gobierno de Croix siguieron años de cambios en la administración de la coman­dancia y abandono producido por tantos cam­bios de autoridades en el virreinato y en la Corte. Mueren los principales gestores de la comandancia: Carlos III, en 1788, y los Gálvez (Matías, 1784; Bernardo, 1786; José, 1787) en rápida sucesión. Sin embargo, tanto combatir a los indios fue tranquilizando la frontera, aunque entonces empezaron a producir disturbios maleantes y forajidos de to­das clases, a los que también hubo que per­seguir. La población blanca y mestiza allá establecida fue aumentando, aunque lentamente. Se calcula que en la comandancia, de mayor extensión que el virreinato, habría un cuarto de millón de habitantes.

 

Don Felipe de Neve, antiguo gobernador de California, sucesor de Teodoro de Croix, murió a poco más de un año después de ha­cerse cargo de la comandancia.. Provisionalmente recayó el mando de las Provincias Internas en el virrey Matías de Gálvez. Poco duró esta situación, pues al llegar a gober­nar don Bernardo, por muerte de su padre, dictó nuevas instrucciones para la comandancia (1786), que no hubo oportunidad de hacer cumplir.

 

Bernardo de Gálvez dispuso que, en vista de la imposibilidad de que el comandante vi­gilara la extensa línea de frontera, ésta que­dara dividida en tres sectores, cuyos jefes permanecerían subordinados al comandante general. Como el sector oriental era muy pobre en habitantes y explotaciones, se habían de agregar a Coahuila y Texas las jurisdic­ciones de Parras y Saltillo y la colonia del Nuevo Santander. En cambio, California vol­vía a la dependencia del virreinato. Esta divi­sión de las Provincias Internas de la coman­dancia, como queda dicho, no llegó a efec­tuarse, pues, en 1787, el nuevo virrey Flórez dispuso que la comandancia quedara dividida sólo en dos, la de oriente y la de occidente, y sometidos sus comandantes al virrey.

 

Pero tampoco esta división había de per­durar, pues, a fines de 1792, el rey dispuso que las cinco provincias de Sonora, Nueva Vizcaya, Nuevo México, Coahuila y Texas, que eran las verdaderamente internas, que­daran unidas, con su capital en la villa de Chihuahua, y que el comandante tuviera tan­to el mando militar, que  siempre había tenido, como el de hacienda, que a veces disfrutó. Nuevo Reino de León y la colonia del Nuevo Santander volvían a  quedar dependientes del virreinato. El virrey de entonces, el segundo Revillagigedo, proponía que se suprimiera la comandancia para ahorrar gastos y dificul­tades, pero la junta que en España estudió sus proposiciones decidió la reunificación del mando para ahorrar el gasto del sueldo de un comandante, pero no la supresión de la comandancia. Fue nombrado comandante general Pedro de Nava.

 

Durante diez años gobernó Nava con acierto: los indios bravos, muy diezmados, iban perdiendo su agresividad. Aumentaba la producción de las minas con la paz lograda en la frontera y la migración de trabajadores; crecían los ranchos y aumentaba el ganado. En 1811, ya iniciada la guerra de independen­cia en Nueva España, llegaron órdenes para volver a dividir la comandancia en dos. En 1813 fueron nombrados los dos nuevos comandantes, uno de Occidente, otro de Oriente. En 1818 el rey dispuso que los comandantes no tuvieran más atribuciones que las de otros comandantes militares del virreinato,  en todo sujetos al virrey.

 

Lucas Alamán, el famoso historiador de la naciente República mexicana, decía dolorido que, a las razas que habitaron la nación mexicana, se podría aplicar lo que un célebre poeta latino dijo de uno de los más famosos personajes de la historia romana: "No ha quedado más que la sombra de un nombre en otro tiempo ilustre". No es necesario consi­derar la historia de la comandancia general de Provincias Internas con tanta decepción. Ciertamente, a pesar de los cuantiosos cauda­les que en conformaría se gastaron y la gran atención administrativa que se le dedicó, no llegó a quedar constituida en jurisdicción in­dependiente, quizá porque los españoles no tuvieron tiempo bastante para lograrlo y porque la razón de su establecimiento, esto es, para que funcionara como frontera imperial cesó cuando las colonias americanas se independizaron de España. Pero el paso de innu­merables emigrantes de muchas nacionali­dades, que marchaban del este al Oeste en busca de minas de oro y plata, cueros, pieles finas y clientela para su comercio no logró borrar las señas de la presencia española e india. Allí nació la leyenda de apaches y comanches y ha quedado como ejemplo de crisol donde se funde una cultura americana.

 

La Ordenanza de Intendentes (1786).

 

De los muchos planes que se hicieron en España para dar nueva vida a la monarquía, quizá sea el de José del Campillo y Cossío el que se ajustó más de cerca a las disposiciones de la corte. Presentó al rey, en 1734, una memoria titulada Nuevo sistema de gobierno para la América con los males y daños que le causa el que hoy tiene, de los que participa copiosamente España; y Remedios universales para que la primera tenga considerables ventajas y la segunda mayores intereses. Uno de los instrumentos para lograr el nuevo sis­tema sería la Intendencia.

 

En resumen, el proyecto de Campillo proponía empezar por una visita de inspección a los reinos americanos, en la cual se reuniría la información necesaria para conocer la si­tuación económica y social de cada uno de ellos. Con base en esa información se elaborarían instrucciones precisas para modificar el gobierno de las provincias. Los encargados de introducir las reformas serían los intendentes. Cada intendente, a su vez, empezaría su gobierno visitando la intendencia para la cual hubiera sido nombrado. Para estimular el rendimiento colonial, tenía que comenzar por la agricultura. El intendente repartiría baldíos a los indios y españoles que carecieran de tierras y vigilaría que las hicieran producir con nuevos métodos y  procedimientos. Debía favorecer la artesanía y fomentar el comercio y la minería. El remedio más efectivo para los males del Imperio era, para Campillo, de tipo económico, pero no por eso dejó de recomendar otros más bien de tipo político social, como cortar los abusos a los indios y aliviarlos de cargas económicas, pues el agobio al indígena causaba trastornos sociales y rebeliones que entorpecían la producción.

 

El rey debía acabar con el inoperante monopolio del comercio de flotas e inaugurar el libre y dejar bien  establecidas las relaciones económicas entre España y las provincias americanas. Estas aportarían, a la economía imperial, materias primas y excedentes de producción agrícola que enviarían a España y la metrópoli sería principalmente productora de manufacturas, con las cuales surtiría a sus colonias.

 

Ya en la práctica sabemos que el primer intendente nombrado para América fue destinado a la isla de Cuba, con el objeto de tener allá una persona "práctica" que se encargara de la administración y ramos de la real hacienda en la reorganización del gobierno insular, que el rey ordenó se llevara a cabo después de la ocupación inglesa. Parece que los oficiales reales de la isla no estaban técnicamente preparados ni se daban a basto para tramitar el volumen de asuntos, aumentado por el establecimiento del ejército cubano, pues el conde de Ricla, gobernador encar­gado de la reorganización y que había sugerido el nombramiento de un intendente, apoyó su petición diciendo que: "Poco habrá menester la penetración de V.E. para conocer esto mismo luego que lea los varios encargos que solos dos ministros son responsables, pues aunque trabajasen incesantemente día y noche, ni ellos pueden presenciar lo  que deben dentro y fuera de la oficina, ni el corto número de empleados de ésta poner al corriente los trabajos... encargar el Ministerio de Ha­cienda a los que únicamente hemos sido militares, cuando se nos da un mando, si no atrasa lo del servicio a que debemos atender, por lo menos no asegura su desempeño en lo res­pectivo a ella, porque  siéndonos nuevo hasta el idioma, o seguimos ajenos dictámenes o nos separamos del resto del mando para instruirnos en alguna parte de éste con que poder producir los nuestros".

 

 En la instrucción que recibió este primer intendente de América se le señalaba que había de ocuparse de las causas de hacienda y guerra, esto es, administrar eficazmente las rentas de la isla y sufragar adecuadamen­te los gastos del ejército. Aunque era independiente para manejar estos ramos, en última instancia debía consultar y quedaba sujeto al gobernador y capitán general de la isla. El intendente contaría con un administrador, un tesorero, un contador y otros empleados para el desempeño de sus obli­gaciones.

 

El visitador Gálvez.

 

El siguiente paso en las reformas admi­nistrativas y hacendarias se daría en Nueva España.  Como había propuesto Campillo, allí empezó el cambio con la visita de Gálvez y la organización del ejército permanente. El visitador trajo a Nueva España también el tí­tulo de intendente del ejército y por eso inter­vino con Villalba en las juntas de guerra con­vocadas por Cruillas y Croix. Su principal tarea era, sin embargo, enterarse del funcio­namiento de los ramos de hacienda, clases de gravámenes que existían, costos de su administración, capacidad de los oficiales reales y demás personal y conveniencia de adminis­trar los distintos ramos de cuenta del rey. También si era más productivo sujetar la ad­ministración de hacienda al mismo sistema y reglas dictadas para la metrópoli.

 

Gálvez tenía orden de consultar e infor­mar al virrey de todo lo que averiguara; era, pues, su visita sólo el estudio preliminar que había de preceder a la reorganización ad­ministrativa más eficaz del virreinato. Pero, por su manera de ser, introdujo desde luego algunas novedades, como la reforma de las ca­jas reales de Veracruz, el paso a administración real de los ramos del tabaco, la pólvora y los naipes. También se ocupó de corregir el monopolio de las salinas y del azogue y esta­blecer la nueva contaduría general de propios y arbitrios. Estas medidas llevaban a la centralización y unificación de la real hacien­da, lo que significaba más oficinas con empleados nombrados por el rey y, por tanto, el crecimiento de la burocracia colonial.

 

Las primeras reformas de Gálvez encon­traron oposición en los habitantes de Nueva España. Ya dijimos que hubo tumultos en va­rias ciudades del interior y el cabildo de la Ciudad de México protestó por el monopolio real del tabaco. Más tarde, cuando Bucareli ordenó que el ramo de alcabalas pasara tam­bién a administración real, protestó el Con­sulado de México que lo había tenido en arrendamiento.

 

Gálvez se dio buena cuenta del desagrado que en la población producían las reformas, pero creía que la oposición a cualquiera nue­va disposición del rey era la actitud que se debía esperar del pueblo y, como funcionario "ilustrado", pensaba que lo único que había que hacer era proceder con energía y obligar a los novohispanos a cumplir lo mandado.

 

Para los virreyes, que se quedaban en México por varios años y que tenían que hacer cum­plir las nuevas disposiciones, la situación resultaba difícil, pues, aunque a la larga las reformas fueran beneficiosas, vencer la resistencia de los que se oponían al cambio y de­fendían viejos intereses resultaba difícil y generalmente costoso. Por otra parte, no siempre fueron consistentes las órdenes veni­das de España, pues allá el Consejo de Indias y el Ministerio de Indias no procedían con el mismo criterio.

 

Junto con el plan para la comandancia general, Croix y Gálvez enviaron al rey un Informe y Plan de Intendencias para el reino de Nueva España, aprobado también por los obispos de México y Puebla, para cumplir con el encargo dado a Gálvez de ver la con­veniencia de establecer una intendencia  en México. En el plan, Gálvez propuso no sólo crear una, sino once, con las cuales creía él acabar con la "decadencia" de Nueva España.

 

El lnforme y Plan de Gálvez es un docu­mento que produjo muchas reacciones con­trarias y aún es motivo de polémica histórica. Se ha dicho que la situación que él describió no correspondía a la realidad; los datos que proporcionaba no eran ni suficiente ni exactos; su opinión sobre los alcaldes mayores y corregidores, muy prejuiciada e ilógica; la exageración y el lenguaje ampuloso de su escrito no tenían más objeto que justificar y apoyar la substitución de los alcaldes mayores y corregidores, encargados de la adminis­tración provincial, por los intendentes y cortar la autoridad del virrey.

 

Introduciendo el sistema de gobierno por intendencias Gálvez creía resolver viejos problemas políticos, discutidos en la corte desde los albores de la dominación colonial. Se ha reconocido, sin embargo, el mérito de sus intenciones. Son las de un orgulloso y patriota peninsular que no sólo pensó en el virreinato como en una colonia que debía quedar segura militarmente para explotarla en beneficio de la metrópoli, sino que quiso transplantar a ella los beneficios del fomento económico y de la modernización.

 

Respuesta de Bucareli.

 

Este plan fue puesto a la consideración de diferentes funcionarios en España por el ministro Arriaga. Sus dictámenes, cautelosos y en  general vagos, llevaron, no obstante, al rey a aceptar en principio las reformas propuestas. Mas para proceder a la introducción de la reforma en Nueva España había que juntar todavía más información. Con este objeto Arriaga envió el Plan, en 1772, al virrey Bucareli. Hasta 1774 no envió éste su respuesta, acompañada de estados de cuentas y planos. La voluminosa documentación, reu­nida por las empleados novohispanos con los últimos datos, demostraba que el reino no estaba en estado de decadencia, sino todo lo contrario. En concreto el virrey escribía al ministro. "Estudiados estos dictámenes con toda la premeditación de que soy capaz, deduzco que no está la población del reino en estado que permita la variación de sistema en su Gobierno; que el establecimiento de inten­dencias... atraería la confusión, ocasionaría mayores gastos al Erario, minoraría por mu­chos años su entrada y faltaría la seguridad en las cobranzas, que hoy da la mancomuni­dad en la responsabilidad de las finanzas.

 

"Las sabias leyes de estos reinos estable­cieron las reglas más sólidas y fáciles para la Administración de Justicia, recaudo y seguridad de los reales intereses; bajo ellas se ha formado y crecido este Imperio, siempre con aumento del Erario, como demuestra el cotejo de los dos últimos quinquenios, el estado del valor de las rentas del año pasado de 1773, la extraordinaria labor de la Casa de Moneda en el mismo y el cuantioso registro que sacó de Veracruz la última flota, comprensivos en el índice que acompaña.

 

"El mal no ha estado en el sistema o método de Gobierno que prescriben las Leyes, sino en la calidad de los empleados en aque­llos tiempos obscuros, en que el favor, el beneficio de Empleos y la idea de que venían a hacerse ricos, introdujo el desorden y el des­potismo; como que los recursos eran  tardos y  los informes corrompidos por el interés.

 

"...Estando hoy el Gobierno bajo esos seguros, no alcanzo por dónde pueden ser en este reino útiles unos empleos como los de intendentes, a quienes el Rey tiene concedi­das tantas facultades; que no afianzan, que no pueden cumplir sus obligaciones por la dificultad de encontrar subalternos, y de gen­te de razón en los más de los pueblos, a quien dar sus comisiones, por las distancias que abrazan las intendencias, demostradas en los mapas que se acompañan igualmente; y expresa el referido índice, malos caminos para las visitas que nunca harán, y crecidos gastos que no podrán soportar con sus crecidos sueldos, y tal vez les obligaría la necesidad a que los sufriese el infeliz con su trabajo, con sus bagajes y con sus víveres; porque todos somos hombres, y el nombre de intendentes no liberta de las pasiones”.

 

En vista del dictamen de Bucareli y del desconocimiento que los funcionarios metro­politanos tenían de los reinos americanos para decidirse por una reforma tan discutida, el ministro Arriaga prefirió volver a tomar pareceres y suspender las órdenes para el establecimiento de intendencias en Nueva Es­paña. Gálvez, por su parte, desde su puesto de consejero de Indias, hizo considerables modificaciones a su Plan de 1768. Dos años pasaron en los que las dudas sobre la conveniencia de cambiar el gobierno colonial detu­vieron el Plan en las secretarías del Estado. En 1776 murió Arriaga, la Secretaría de Es­tado y del Despacho de Marina e Indias fue dividida en dos y José de Gálvez nombrado ministro de Indias, además de obtener el puesto de gobernador en el Consejo de Indias. Tuvo entonces oportunidad de poner en marcha la reforma por tantos años en trámite.

 

José de Gálvez, ministro de Indias.

 

Lo primero que atendió, en su nuevo puesto, fue a la creación de la comandancia de Provincias Internas y luego a experimen­tar el nuevo sistema con el establecimiento de otra intendencia, como la de Cuba, en Venezuela y luego otra más elaborada en Bue­nos Aires.

 

A la muerte de Bucareli, Gálvez volvió a su proyecto de establecer las intendencias en Nueva España. Muy particular empeño había tenido de separar la administración de Real Hacienda de manos del virrey, para ponerla en las de un conocedor de la materia; así que comenzó por nombrar, en 1779, un administrador general de Real Hacienda, que debía quedar al lado del virrey Mayorga, para que misteriosamente, pues no hizo pública la novedad ni el objeto del nombramiento, le ayudara, en la secretaría del virreinato, con los negocios de hacienda, durante el estado de guerra con Inglaterra. Mientras tanto, Gálvez hizo que los ministros del Consejo de Indias recogieran dictámenes, informes y pareceres y teniéndolos a la vista redactaran una nueva ordenanza de intendentes para Nueva España. En 1785, Carlos III nombró gobernador e intendente de Nueva Vizcaya a Felipe Díaz de Ortega. En octubre de ese año fue también nombrado intendente de Puebla, Manuel de Flon, y en diciembre recibió noti­cias el virrey Bernardo de Gálvez de que el superintendente de la Casa de Moneda, Fer­nando José Mangino, había sido nombrado superintendente general de Hacienda y, por fin, el 4 de diciembre de 1786 aprobó el rey la Ordenanza de Intendentes para Nueva Es­paña. En abril de 1787, recibió la Audiencia Gobernadora las instrucciones para el esta­blecimiento de las intendencias junto con los nombramientos de los nuevos intendentes. No le cupo a Gálvez, marqués de Sonora, la satisfacción de conocer el resultado de veinte años de afanes, pues murió el 17 de junio de 1787.

 

Reformas de Valdés.

 

Antonio Valdés y Bazán fue nombrado ministro de Indias, El vio con desconfianza la organización administrativa impuesta por Gálvez, especialmente el cargo de superin­tendente general de Hacienda. Después de las acostumbradas consultas decidió, por principio de cuentas, suprimir el cargo de su­perintendente en México, Perú, Buenos Aires y Filipinas, en donde no sólo suprimió la superintendencia, sino las propias intendencias. La ordenanza de México consta de más de 300 artículos con los que se pretendía no dejar ningún acto de gobierno al azar. Em­pieza por establecer la nueva división territo­rial con doce intendencias cuyas capitales serían México, Puebla, Oaxaca, Mérida, Ve­racruz, San Luis Potosí, Guanajuato, Valla­dolid de Michoacán, Guadalajara, Zacatecas, Durango y Arizpe, a  las que debían pertene­cer diferentes gobiernos, alcaldías mayores y corregimientos. Estableciendo la exten­sión de las intendencias se trataba de definir los limites geográficos del virreinato. No forman parte de las intendencias de esta Ordenanza, California, Nueva Vizcaya, Nuevo México, Coahuila y Texas, quizá por ser provincias que formaban la comandancia ge­neral de Provincias Internas. Se mencionan como regiones con otro tipo de gobierno Yu­catán, Tabasco, Veracruz, Acapulco, Nuevo Reino de León y Nuevo Santander, Coahuila y Texas y Nuevo México; allí el gobernador debía tener el mando en las causas de hacien­da y guerra. Las poblaciones de las intendencias se llamarían partidos y la autoridad allí sería la del subdelegado, nombrado por el intendente. Es evidente que con las intendencias trataban, en España, de unificar el sistema de gobierno, no sólo de Nueva España, sino de todas las colonias, pero también era propósito nombrar una persona con suficiente autoridad en la región para que fomentara su desarrollo, impusiera orden en la administra­ción y recaudara las rentas del rey con eficacia, tareas bastante difíciles de llevar a cabo desde la capital. Curiosamente, el efecto inmediato de estas disposiciones fue acentuar el regionalismo y robustecer la influencia de los principales de la localidad.

 

Los intendentes tenían amplios poderes en las cuatro causas, pero no llegaron a ejer­cerlos libremente. En la intendencia de México se suscitó grave conflicto, porque Mangina era superintendente de Hacienda de la intendencia de México y a la vez de todas las otras once intendencias, situación bastante complicada, que le daba un control total de los asuntos de Real Hacienda. Contra esa suma de poder protestó el virrey Flórez. Esta queja fue pronto atendida par el ministro Valdés, que, como hemos visto, tampoco era partidario del puesto de superintendente de Real Hacienda independiente. A los diez me­ses de estar Mangino en su puesto, fue llamado a la corte peninsular, donde el rey le había conferido plaza efectiva de ministro de Capa y Espada del Supremo Consejo de Indias.

 

Sería muy largo ir reseñando todas las disposiciones contenidas en la Ordenanza e ir constatando cómo fueron experimentadas, rechazadas o anuladas en la práctica. Al se­gundo Revillagigedo, gobernante enérgico y fiel servidor del rey, le tocó ese largo proceso de experimentación para darle forma a la in­tendencia mexicana. No fue partidario de esta institución y mucho trabajo le costó cumplir con la Ordenanza y las numerosas reales órdenes que le llegaron en respuesta a consultas y modificaciones propuestas. En su Instruc­ción al marqués de Branciforte, decía que el establecimiento de las intendencias había corrido con desgracia desde sus principios, y como disminuían las facultades de otros cuerpos y jefes, empezó a sufrir la oposición de todos. "Y se ha estado pronosticando incesantemente su destrucción. Esto bastaría para que no hubiese hecho todos los progresos de que hubiera sido capaz en otras cir­cunstancias; pero, además, tuvo en si el esta­blecimiento mismo algunos defectos, que hubiera sido fácil remediar si se hubiera tra­tado seriamente de someterlo a su perfección".

 

Una de las fallas había sido no haber elegido para intendentes personas de instrucción y conocimiento, tanto teóricos como del carácter de los habitantes. Uno que otro intendente, como Bruno Díaz de Salcedo, de San Luis Potosí; Manuel de Flon, de Puebla; Lucas de Gálvez, de Yucatán; Juan Antonio Riaño, de Guanajuato, fueron la excepción. La correspondencia que sostuvieron con el virrey revela que mucho tiempo y esfuerzo gastaron en vencer la grande oposición que encontraban en el vecindario para introducir las reformas. Por otra parte, no se logró tener a los doce intendentes trabajando en la misma forma, al mismo tiempo, en las intendencias del virreinato.

 

En 1793, el rey ordenó que se suprimiera la intendencia de México y volviera el gobierno de esa gran extensión al del virrey. Tam­bién hubo muchos problemas con los subde­legados, por recaer su nombramiento en per­sonas sin mérito para el red servicio y no percibir ellos un sueldo que les permitiera siquiera una modesta subsistencia. Muchas en­miendas a la Ordenanza fueron propuestas por Revillagigedo, pero se avecinaban días difíciles para la monarquía española y para Nueva España y otros asuntos urgentes recla­maron la atención de los gobernantes penin­sulares y coloniales.

 

En el Consejo de Indias fueron recogien­do los informes que llegaban de América, los iban estudiando cuidadosamente y por fin elaboraron, en 1802, una Ordenanza de Inten­dentes de Indias, que en 1804 el rey ordenó se recogiera y no tuviera efecto alguno.

 

Como la comandancia de Provincias Internas, el establecimiento de intendencias en Nueva España quedó en suspenso por la crisis de la monarquía  española. Las guerras napoleónicas y la agitación por la indepen­dencia fueron sus principales enemigos Es sólo motivo de especulación imaginar cuál hubiera sido el desarrollo de su historia institucional.

 

El “comercio libre”.

 

El comercio libre, en el que tantas espe­ranzas pusieron los reformadores para recre­cer las riquezas de España y sus colonias, no era precisamente la libertad de todos los espa­ñoles para comerciar con quienes quisieran y en lo que quisieran, sino una planeación y una manera de comerciar que fuera favorable al fomento de la producción agrícola, minera, ganadera e industrial, de acuerdo con las po­sibilidades de riqueza de cada región del Im­perio. Revillagigedo decía, respecto a la explotación de la tierra: "En todas partes serán cortos los progresos de la agricultura mientras se limiten a los consumos del país y no haya extracción de ellos para otras par­tes, lo cual debe proporcionar el comercio”.

 

El monopolio y  el privilegio comercial fue común a las naciones europeas que tenían colonias. En España se mantuvo especialmen­te rígido y peculiar, pues los comerciantes españoles en su mayoría eran, en el siglo XVIII, sólo agentes o intermediarios del comercio francés, inglés y holandés. Por tanto, como ya no cumplía su razón de ser, de proteger la industria y la navegación españolas,. el rey ya no obtenía las ventajas que en tiempos pasa­dos había tenido. Bernardo Ward, en su Proyecto económico, de 1762, exagerando decía que Francia sacaba anualmente de sus colonias cerca de cuarenta millones de pesos, "que quiere decir cuatro veces más de lo que saca España de todo el mundo".

 

La demanda creciente de productos americanos y las licencias especiales para comerciar fuera del monopolio, que España se vio necesitada de expedir con motivo de las guerras del siglo XVIII, dieron oportunidad a los funcionarios españoles de proponer el comercio libre entre las islas de las Antillas (1765). En ellas, de hecho, con el contraban­do, practicaban una especie de comercio li­bre muy perjudicial a España, desde tiempo atrás. El permiso para el comercio interprovincial fue extendido a Yucatán y Campeche (1770). Luego fueron incluidos en él reinos más lejanos, como Nueva Granada y Perú. Nueva España no gozó de este beneficio sino hasta 1789. La tardanza en concederlo a Nueva España se debió al temor de trastornar un comercio tan rico e importante como era el de este virreinato en la segunda mitad del siglo XVIII.

 

En España se habilitaron otros puertos para que, como Sevilla y Cádiz, pudieran enviar y recibir mercancías del comercio trans­atlántico. Trataron los funcionarios de la metrópoli de suprimir varios gravámenes, por ejemplo, el derecho de palmeo, del que decía Campillo. "El método de cobrar los derechos por la medida del fardo, sin abrirlo ni valuarlo, contribuyó también mucho a la ruina del comercio de España; pues con esto se exclu­yen los géneros de mucho volumen y poco valor, mientras se paga lo mismo por un palmo que vale dos pesos que por el que vale veinte; donde resulta que habiendo en América veinte pobres que necesitan de géneros bastos y ordinarios, por un rico que los quiere finos, no se surte sino a éste... y así esta provindencia sólo es útil al extranjero, que es quien fabrica lo fino,  y al español se le excluye en gran parte de su consumo, que pudiera ser el más rico del mundo".

 

Las buenas intenciones de la corona en dar nueva vida y más amplia y fácil distri­bución a la producción encontraron fuerte oposición entre los llamados comerciantes flotistas. Especialmente, los mercaderes de Cádiz decían que el comercio estaba en la mayor decadencia desde que se había concedido la libertad de él para todos los puertos de Indias. Algunos retiraron sus capitales para dedicarlos a la agricultura o imponerlos a rédito.

 

Revillagigedo, que observó muy de cerca y con conocimiento lo que sucedía, asentaba, en 1793, que lejos de haber tenido decadencia había habido un aumento considerable en Nueva España en los años del comercio libre, así de las cantidades de géneros y efectos introducidos como de los caudales y frutos extraídos en retorno, y que la diferencia entre los tiempos presentes y los pasados consis­tía en que, siendo ahora mucho mayor el número de comerciantes, se hallaban mucho más subdivididas y repartidas las ganancias y, por consiguiente, eran mucho menos visi­bles y notables.

 

Al dar cuenta a su sucesor del comercio de Nueva España, proponía mejoras. Escri­bía que Nueva España comerciaba con China, el Perú, las Antillas y España, además del comercio que hacía en el interior del virreinato. De China llegaban cargamentos de se­das, tejidos de algodón pintados, cera, alguna loza y otras menudencias. Este comercio ha­bía sido por mucho tiempo uno de los más lucrativos del mundo, pero había decaído bas­tante, debido al progreso que habían tenido las manufacturas europeas y el menor aprecio en que habían caído los géneros asiáticos, tanto de seda como de algodón. Ahora todos preferían las "cotonías inglesas" y de otras fábricas de Europa, de modo que sólo las muselinas de Asia eran apreciadas por los novohispanos para ropa fina. De Cataluña en­viaban gran cantidad de telas pintadas de bonitos dibujos, que eran muy solicitadas por los consumidores. Además, como la Compa­ñía de Filipinas, que comerciaba con artícu­los asiáticos, había enviado desde Cádiz, en donde tenía almacenada gran cantidad de mercancía, muchos fardos a sus apoderados de Veracruz para que los distribuyeran en el virreinato, no había ya quien demandara la mercancía que llegaba por Acapulco.

 

El comercio con Perú también se hacia por el Pacífico. No había prosperado todo lo que era de desear porque llegó prohibición de España para que por Acapulco se enviaran a Perú los efectos y mercaduría que de Castilla hubieran llegado a México conducidos en flotas. Debía tratarse de que se permitiera este comercio, pues ciertos efectos que en Nueva España eran invendibles, como por ejemplo las sargas, en Perú encontraban buena venta. Quedaba, sin embargo, con ese reino el prós­pero comercio de cacao que llegaba a Nueva España de Guayaquil.

 

Con las Antillas, el comercio que en un tiempo fue de mucha importancia y exten­sión, se veía impedido por los derechos reales que se impusieron a varios artículos, tanto en las islas como en el virreinato. Sólo la grana, añil y vainilla iban libres de derechos a las islas y luego a España para impedir que los comerciantes los vendieran a los extranjeros, codiciosos de colorantes para las fábri­cas de telas europeas. El comercio con las islas era difícil. Los géneros con los cuales los isleños comerciaban eran generalmente de contrabando, y como éste era imposible de atajar en las islas era mejor prohibir la introducción de géneros de allá en Nueva España para no fomentar el contrabando Por otra parte, Nueva España había mandado a las islas efectos de curtiduría, jabón, algodón y más que todo harina, cuya producción habla "animado" la agricultura novohispana, de la misma manera que ahora "fomenta nerviosamente" la de los colonos americanos. Había que procurar recuperar ese comercio.

 

El Mejor comercio que tenía Nueva España era con la metrópoli. Con los productos agrícolas y la plata, Nueva España pagaba ampliamente los efectos que recibía de España. Si no había prosperado más en porque las mercancías estaban recargadas con im­puestos interiores, como la alcabala, y porque de España no enviaban la mercancía del gusto de los habitantes del país. Por recargar exce­sivamente con impuestos los géneros traídos de España los habitantes iban prefiriendo los géneros del país, que no estaban sujetos a dichos gravámenes y por eso habían florecido las fábricas de San Miguel el Grande (Guanajuato) y de otros pueblos de la tierra aden­tro, con notable perjuicio del comercio de España.

 

El comercio interior surtía a las grandes haciendas de efectos fabricados en el país, para el uso de los sirvientes de ellas, y por tanto consumían muy corta cantidad de la mercancía venida de Europa.

 

Para fomentar el comercio en Nueva Es­paña habla que construir caminos, acuñar moneda de cobre, para las transacciones menudas, habilitar a los indios, puesto que habían quedado prohibidos los repartimientos de los alcaldes y los indios no tenían manera de proveerse de las materias, utensilios y enseres necesarios para ponerse a trabajar y producir.

 

Después de Revillagigedo, no fue mucho lo que los gobernantes pudieron hacer para seguir construyendo las bases de la nueva economía sobre las que debía descansar el "comercio libre". Tampoco España, debilitada por las guerras europeas, pudo mantener operante el complicado sistema de comercio que ponía en comunicación el vasto imperio.. Cuando perdió sus colonias americanas, el comercio libre, por el que tanto clamaron los españoles americanos liberales, tuvo que ser organizado sobre nuevas bases.

 

El siglo XVIII fue menos propicio a los desarrollos nacionales en Nueva España que el XVII. Tanto insistir en unificar el gobierno de las colonias con el de la metrópoli dejó huella en el virreinato. A la idea del siglo XVI, de una confederación de reinos, sucedió en el XVIII la de una metrópoli y sus colonias. Quizás el conde de Aranda percibió el cambio y quería prevenir sus consecuencias al presentar su proyecto para modificar la organización de la monarquía, con la formación de varios reinos hispanoamericanos al frente de los cuales quedarían miembros de la familia real.

 

En procurar que Nueva España fuera más española se gastaron muchos caudales y el esfuerzo de muchos servidores del rey, especialmente en la segunda mitad del siglo XVIII. Pero, al mismo tiempo que crecía el deseo de la metrópoli de afirmar el dominio español en las provincias americanas, se robustecía la resistencia de los criollos a acatar un nuevo y perjudicial acomodo a sus intereses, en beneficio de un gobierno tan lejano. La vida de Nueva España, anterior a las guerras de Independencia, estaba llena de contrastes: rica, lujosa, ilustrada, muy posiblemente por efecto de las reformas ilus­tradas y de la modernización, para unos cuantos; angustiosa, incierta para el grueso de la población nativa, que poco cambió sus costumbres ancestrales y cuyo comportamiento producía impaciencia en quienes tenían que gobernarla.

 

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