Historias, Leyendas y Cuentos de México

Capítulos 41 a 50

41.            El hallazgo de América y el descubrimiento de México.

Por: J. Gurría Lacroix.

 

España y Hernán Cortés.

 

El 19 de octubre de 1469 contrajeron matrimonio los príncipes Fernando II de Aragón e Isabel de Castilla. Estos príncipes estaban llamados a desempeñar un importantísimo papel con la denominación de Reyes Católicos. Durante su reinado se inicia la unifica­ción política de España, se termina la recon­quista y se realiza el contacto con el Nuevo Mundo.

 

En efecto, en 1479 Isabel es reconocida como reina de Castilla y Fernando asciende al trono de Aragón. En enero de 1492, los Reyes Católicos acaban la reconquista al vencer a Boabdil y ocupan Granada, después de largo sitio. Granada constituía la última posición de los musulmanes. Finalmente, en abril de 1492, Isabel aprueba el viaje de Cris­tóbal Colón, al término de innumerables penalidades sufridas por el gran descubridor, que había visitado durante varios años las cortes europeas en busca de ayuda para financiar su empresa.

 

Por esta razón la empresa colombina es calificada de castellana e isabelina, ya que los esfuerzos y el interés que demostró la reina hicieron posible el viaje.

 

Colón se dirigió a occidente en busca de una ruta más corta para llegar a la India, y encontró, sin darse cuenta de ello, un nuevo continente; pisó la primera tierra americana, la isla de Guanahani, que bautizó con el nom­bre de San Salvador, llamada hoy en día Watling y que pertenece al grupo de las Bahamas.

 

El hallazgo de Colón causó un gran im­pacto en España y Europa, originando de in­mediato la afluencia de colonos y aventureros hacia esas nuevas tierras.

 

Para evitar futuras disputas entre Portu­gal -que había colonizado la costa occiden­tal de Africa e islas aledañas- y España, los magnates respectivos recurrieron al papa Alejandro Borja,  a fin de que dictara un docu­mento que dividiera las conquistas de estos dos reinos cristianos.

 

El papa, consciente del posible conflicto que podría originarse, dictó una bula por la que se fijaba una línea a 100 leguas de las islas Azores y del Cabo Verde, yendo de norte a Sur, de tal manera que lo que quedara al occidente de esa demarcación fuera español y lo que estuviera al oriente portugués.

 

Aparte de esto, el documento pontificio exigía de los reyes de España y de Portugal la evangelización de los habitantes de las tie­rras descubiertas y las que aún quedaban por descubrir.

 

Por lo que se refiere a la legalidad de ese documento se han entablado enconadas discusiones. Para ello el papa se fundó en otros documentos similares, por los que sus antecesores habían repartido islas desde el si­glo XI, así como también en la Donación de Constantino, que se considera apócrifa.

 

Con todo, españoles y portugueses quisieron asegurar aún más sus derechos, por lo que firmaron el tratado de Tordesillas, documento que ratifica las bulas alejandrinas, y añade que la línea en cuestión se fijará a 370 leguas de las mencionadas islas Azores y del Cabo Verde. Por esta razón, Brasil fue colonizado por los portugueses.

 

Colón realizó otros tres viajes, en los que descubrió las grandes y pequeñas Antillas y la Tierra Firme.

 

Rápidamente se inició la colonización de la Española o Santo Domingo, Puerto Rico o San Juan, Jamaica y Cuba o Fernandina, todo ello de acuerdo con los documentos pon­tificios.

 

A pesar de esos documentos, los españoles no tenían aún tranquilas sus conciencias, por lo que se encomendé al jurista Juan López de Palacios Rubios que compusiera un documento jurídico, conocido por "El Requerimiento", el cual tenía que darse a conocer a los habitantes de las tierras recién descu­biertas por los conquistadores y pobladores, antes de iniciar cualquier actividad en las mismas. Este documento decía: Que había un solo Dios verdadero, el cual confirió a Pedro la dignidad de ser su representante en la tierra, la cual legó después a los que le han sucedido; que el papa había hecho donación a España de esas tierras, por lo que le pertenecían; que los indígenas tenían obligación de pagar un tributo al monarca español, y que les enviarían frailes para que los instruyeran en la religión, siendo libre la aceptación o no, etcétera.

 

El requerimiento estaba escrito en latín; al leerlo a los indígenas, los conquistadores se colocaban a una distancia prudente, para no ser atacados, por lo que ni siquiera lo oían, y aunque lo hubieran oído, no lo podían entender. Sin embargo, el espíritu legalista de los españoles quedaba satisfecho y sus conciencias tranquilas.

 

Todo ello llevó a la convicción de que el pueblo español se considerara el elegido por la divinidad para realizar la empresa americana. Por otra parte, su continuo batallar durante casi ocho siglos contra los musulmanes, tanto para liberar a su patria, como para hacer prevalecer el culto cristiano, amenazado por las creencias de los invasores, hizo de los espa­ñoles un pueblo guerrero por excelencia y los hombres más aptos para emprender la con­quista de América.

 

Hernán Cortés fue un personaje muy ade­cuado a las características de la España del siglo XVI; luchó por engrandecer a su rey y por difundir la fe cristiana, y representaría a su patria en la conquista de México.

 

Los españoles deberían enfrentarse con el pueblo mexica, que había logrado en corto tiempo ejercer su hegemonía sobre un extenso territorio y a sus habitantes les exigía periódi­camente un tributo. En este territorio florecieron en diversas épocas altas culturas de la misma categoría que otras ya existentes en el viejo mundo.

 

A Moctezuma II, monarca mexica, le tocó enfrentarse con los europeos y pereció junto con su pueblo, abrumado por las tradiciones -como la que existía sobre Quetzalcóatl y por la superioridad de la técnica guerrera de que eran portadores los españoles.

 

Antón de Alaminos descubre México.

 

Hasta el presente, pocos son los informados sobre el descubrimiento de la península de Yucatán, primera tierra mexicana encon­trada por los castellanos, y que se debe al pi­loto Antón de Alaminos, el cual asistió en calidad de grumete al cuarto viaje de Cristóbal Colón. La armada se encontraba frente a las islas Guanajas cuando se acercó una canoa de indígenas, quienes informaron sobre la existencia de tierras densamente pobladas en occidente. Los ocupantes de la canoa eran sin duda mayas y su información se refería a la península de Yucatán. Colón no se inte­resó en la búsqueda de esa tierra porque perseguía otros fines, pero no así Alaminos, que guardó en su memoria aquel hecho para aprovecharlo posteriormente.

 

Se despoblaron las Antillas, debido a terribles epidemias y al mal trato que recibían los indígenas por parte de los conquis­tadores, lo cual obligó a los colonos a buscar brazos para emplearlos en sus granjerías; esto ocasionó que zarparan frecuentemente de Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico y Jamaica embarcaciones que iban a las islas cercanas a "saltear indios", los cuales, después de ser capturados, eran vendidos como esclavos en esos lugares. Consecuencia de ello fue igual­mente la expedición que en 1517 organizó Diego Velázquez, gobernador de Cuba, y que puso en manos de Francisco Hernández de Córdoba; como piloto se designó a Antón de Alaminos, viejo conocedor de esos mares y de la existencia de tierras profusamente pobladas.

 

Si es cierto que éste fue él origen de ese viaje, debemos reconocer que, a instan­cias de muchos de los componentes, entre otros de Bernal Díaz del Castillo, se tornó en una expedición descubridora y conquis­tadora y el país fue descubierto gracias a los conocimientos de Alaminos, que buscaba las tierras de donde provenían los indígenas, hecho al que ya nos hemos referido.

 

En la organización de la expedición inter­vinieron el capitán Francisco Hernández de Córdoba, Lope de Ochoa de Caicedo y Cris­tóbal Morante. Formaron una flota de tres navíos, uno de ellos proporcionado por Diego Velázquez. Un clérigo llamado Alonso Gonzá­lez efectuó también este viaje y fue el primer eclesiástico que llegó a México.

 

Dejaron Santiago el día 8 de febrero de 1517, pasaron frente al cabo de San Antón y después de veintiún días de navegación, en los que tuvieron que capear un temporal, descubrieron isla Mujeres, bautizada con este nombre por haber encontrado en un templo indígena esculturas que representaban a per­sonas del sexo femenino.

 

El descubrimiento realizado por el pilo­to Antón de Alaminos no fue casual, sino el resultado de estudios y observaciones; tuvo un papel importante la información proporcionada por los ocupantes de la canoa de merca­deres mayas frente a las Guanajas, en 1502. Alaminos ordenó que su armada navegara hacia occidente, a fin de dar con las tierras ricas y densamente pobladas referidas por los mayas.

 

Desde Isla Mujeres, los sorprendidos es­pañoles pudieron observar la costa yucateca, tierra nunca vista ni hollada por los europeos. La curiosidad les llevó a explorarla; encon­traron una población indígena que, después de visitar las naves, les invitaron a pisar el suelo, diciéndoles: Conex Cotoch, o sea venid. Los castellanos tergiversaron estos vocablos mayas y desde entonces el sitio es conocido como cabo Catoche, al noroeste de la península de Yucatán. En las crónicas también lleva el nombre de Gran Cairo.

 

Los españoles, confiados, bajaron a tie­rra, mas a poco andar fueron atacados por los indígenas. Reaccionando a esta sorpresa, hi­cieron uso de sus armas de fuego y de sus cor­tantes espadas, por lo que los mayas desapare­cieron. Prendieron a dos indios, que fueron lla­mados Julián y Melchor, los cuales más tarde se convirtieron en intérpretes.

 

Habiendo subido de nuevo a las naves, bajaron la parte norte de la península hasta llegar al lugar que ocupa la ciudad de Cam­peche, a fin de abastecerse de agua dulce. El sitio se llamaba en maya Akimpech, "lugar de garrapatas"; los castellanos le llamaron Lázaro, nombre que impusieron al cacique maya. Los indígenas se acercaron a los españoles y por señas les indicaron si venían de donde nace el sol, y agregaban Castilan, Cas­tilan. No nos debe sorprender que usaran el término Castilan,  pues hay que tener presen­te que en Yucatán vivían desde hacía algunos años Gonzalo Guerrero y Jerónimo de Agui­lar, los cuales, junto con otros españoles procedentes de Jamaica, habían naufragado frente a la costa.

 

La agresividad de los mayas acarreó que los expedicionarios abandonaran Lázaro; mas como tenían gran necesidad de agua, después de seis días de navegación llegaron a Champotón, en las márgenes del río de igual nombre.

 

Apenas desembarcaron los castellanos, los indígenas se aprestaron a combatirlos y les dieron a entender que, de no abandonar rápidamente la tierra, se les haría la guerra en cuanto se consumiera una hoguera hecha para tal efecto.

 

Los hombres de Hernández de Córdoba continuaron abasteciéndose de agua, mas los de Champotón, al apagarse la fogata, cumplieron la amenaza y atacaron a los españoles. A pesar de que éstos se defendieron bravíamente e hicieron uso de sus arcabuces, ba­llestas, lanzas y espadas, los mayas no se amilanaron y los persiguieron aun dentro del mar.

 

Los españoles fueron vencidos; murieron la mitad de los componentes de la expedi­ción y el resto, inclusive el capitán, fueron heridos gravemente, de tal forma que, meses después de su arribo a Cuba, falleció a consecuencia de las heridas; con todo, antes había mandado una relación a fray Bartolomé de las Casas sobre el descubrimiento por él realizado y quejándose al mismo tiempo de que no se le diera el mando de la segunda armada.

 

Esta derrota originó que los sobrevivien­tes no pensaran en otra cosa sino en el re­greso a Cuba. Pero esto no podía efectuarse mientras no contaran con la suficiente previsión de agua, por lo que, en busca de ella, volvieron a las cercanías de Campeche, al Estero de los lagartos, que puede identificar­se con la ría de San Francisco, según información del Itinerario de la Armada.

 

Solucionado el problema, Alaminos em­prendió la vuelta, pero como en 1512 había descubierto Florida, tocó esta tierra, y sus hombres tuvieron otro desgraciado encuentro. Finalmente se dirigieron a Cuba.

 

La consecuencia de la batalla entre mayas y españoles en Champotón, lugar al que se denominó Bahía de la mala pelea, parece bastante sorprendente, ya que los últimos eran poseedores de armas muy superiores a las de los  mayas, además de conocer la técnica gue­rrera europea. Mas esta realidad deja de ser sorpresa cuando Bernal Díaz del Castillo nos informa que Gonzalo Guerrero no quiso unirse al ejército de Hernán Cortés, en 1519, porque había participado en ese desastre y temía ser descubierto. Por tanto, los mayas combatieron contra los castellanos mediante el empleo de tácticas militares europeas; esto, unido a la superioridad numérica, les dio el triunfo.

 

El hallazgo de Yucatán causó gran revue­lo ni la isla. Se trataba de una tierra nueva que albergaba una elevada civilización, cuya gente vivía en importantes centros urbanos, que contenían grandes edificios de cal y canto policromados. Poseía una densa población indígena y riquezas nunca vistas por los espa­ñoles en las Antillas.

 

Descubrimientos tan sensacionales, y sobre todo el señuelo del oro, fueron incentivos que provocaron en los colonos de Cuba el deseo de afluir hacia esas tierras.

 

Los europeos y la noticia del descubrimiento de México.

 

En los apartados dedicados a Antón de Alaminos y a la armada de Gri­jalva hemos dado a conocer todo lo relativo al descubrimiento de México. Es ahora imprescindible saber cómo llegaron a Europa las noticias de este importante hecho: por qué conducto y cómo trascendió hasta quedar perpetuada su memoria por la imprenta.

 

Afortunadamente, hemos podido lo­calizar en las crónicas datos que nos solucionan esta problemática. Así, Pe­dro Mártir nos comunica que Antón de Alaminos, Francisco de Montejo y Alon­so Hernández Portocarrero, con los cuáles tuvo oportunidad de platicar, le informaron acerca de las cosas de tal descubrimiento, cuando llegaron a España en calidad de procuradores de Hernán Cortés, aproximadamente en octubre de 1519.

 

Pedro Mártir de Anglería no sólo con­tó con esta información, sino también con la que obtuvo de papeles existentes en el Real Consejo de Indias, cartas privadas y relaciones de los interesados, entre ellos la de Benito Martín, que fue el que llevó a Barcelona las primeras noticias de Yucatán y demás tierras ad­yacentes.

 

Conviene asentar que este cronista nunca estuvo en América, pero no cabe duda que las fuentes en que abrevó son de primerísima mano, por ser sus infor­mantes testigos presenciales de los acontecimientos, sobre todo tratándose de Antón de Alaminos, que ya hemos dicho que fue el piloto mayor en las tres expediciones descubridoras. Mon­tejo, por su parte, había estado en el viaje de Juan de Grijalva.

 

Gonzalo Fernández de Oviedo con­signa a este respecto una noticia por demás interesante al decirnos que, estando él en Barcelona, en el momen­to de ser elegido Carlos V emperador de Alemania, llegó a esta ciudad un clérigo llamado Benito Martín, en mayo de 1519. Dicho clérigo era enviado por Diego Velázquez con muestras del oro recogido por Grijalva y con una rela­ción del viaje realizado por este capi­tán, a fin de enterar al monarca de los descubrimientos y obtener la goberna­ción de las nuevas tierras.

 

Oviedo tuvo, por tanto, oportunidad de conocer la "Relación" del viaje de Grijalva, pues conocía muy bien a Beni­to Martín desde 1514 en que lo trajo él mismo a América. Esta “Relación” es sin duda la del Itinerario de la Armada, redactada por el capellán de la misma, el clérigo Juan Díaz. Por otra parte, Oviedo, que desempeñó importantes cargos públicos en América, co­noció por otros conductos estos hechos, pero principalmente a través de Diego Velázquez, gobernador de Cuba, quien lo hospedó en su casa de Santiago de Cuba. En este lugar se dedicó a "recoger noticias y relaciones sobre el des­cubrimiento de Yucatán y la expedición de Juan de Grijalva" y aceptó llevar a Carlos V un testimonio firmado por Velázquez en el que se daba relación de dicho descubrimiento. Este hecho tuvo lugar en el año de 1523 y, ya en España a principios de 1524, Oviedo fue recibido por el monarca, en Vitoria, en donde sin duda le hizo entrega del escrito de Velázquez.

 

Otras informaciones acerca de la expedición de Grijalva las obtuvo de las Décadas de Pedro Mártir de Anglería, según su propio testimonio.

 

Oviedo fue otro de los vehículos por medio de los cuales España conoció la noticia del hallazgo de México. Ahora bien, este autor dispuso de testimonios únicos y fidedignos para relatar lo re­ferente a las expediciones de Hernán­dez de Córdoba y Grijalva, pues es ine­luctable que Velázquez. dada su partici­pación en la empresa, era una de las personas con mayor capacidad infor­mativa, y si, a esto añadimos el que Be­nito Martín le facilitó el Itinerario de la Armada, comprendemos por qué lo que escribe Oviedo sobre este episodio es lo más completo que existe.

 

Bernal Díaz del Castillo y fray Bar­tolomé de las Casas contienen importantes datos respecto al descubrimiento de México y en cuanto al conducto por el cual esta noticia pasó a Euro­pa. El primero expresa que al llegar a La Habana, aproximadamente entre el 5 y el 10 de abril de 1517, de inmediato procedió Hernández de Córdoba a enviar una comunicación a Velázquez a fin de darle a conocer lo que habían descubierto y éste lo transmitió rápida­mente a Juan Rodríguez de Fonseca, presidente del Consejo de Indias, su favorecedor. Dice también que el capi­tán murió diez días después en Sancti Spiriti.

 

En lo que respecta al viaje de Juan de Grijalva, el propio Bernal expone que, cuando llegó Pedro de Alvarado a Santiago de Cuba con la nueva de los descubrimientos, Diego Velázquez de inmediato envió a su capellán Benito Martín a Castilla, con probanzas y car­tas para el obispo de Burgos, Juan Rodríguez de Fonseca, para el licenciado Luis Zapata y para el secretario Lope de Conchillos, todos los que en aquel entonces conocían de las cosas de las Indias. Benito Martín manejó hábilmente el negocio y consiguió provisión para que Velázquez fuese designado adelan­tado en Cuba, gracias a la relación que el obispo de Burgos hizo al monarca español sobre los descubrimientos que se atribuía éste.

 

Las Casas consigna que los navegantes llegaron a La Habana, se hun­dieron los barcos y los más pasaron a Santiago, si bien no así Hernández de Córdoba, que por estar herido llegó más tarde, y que Velázquez, entusiasmado por los resultados del viaje, inició los preparativos de otra expedición y designó a Juan de Grijalva como capi­tán, hecho que el primero consideró como una injusticia, por lo que escri­bióle una carta, que recibió en Zaragoza en el año 1518, avisándole que iría a España a quejarse al rey, cosa que no pudo realizar por haber muerto en ese año.

 

En otro capítulo de su obra se refiere a la ida de Benito Martín, enviado de Velázquez, quien llevaba relación de los descubrimientos, y que no sólo consiguió la gobernación y capitanía general de las tierras recién halladas para aquél, sino también su designación como obispo de las mismas.

 

La provisión por medio de la cual se nombraba a Velázquez gobernador y capitán general de Santa María de los Remedios (Yucatán) y Cozumel fue dictada por Carlos I de España, en Zara­goza, el 13 de noviembre de 1518.

 

Por tanto, a fines de 1517 ya se sabía en España el descubrimiento de Yucatán a través de Diego Velázquez. Aproximadamente en marzo de 1518 se conoció la versión de este acontecido gracias a la carta que dirigió Hernández de Córdoba a Las Casas, por lo que se concluye que este capitán todavía vivía a principios de 1516. Por otra parte, es indudable que el escrito de Hernández de Córdoba representa la fuente más pura acerca de este hecho.

 

Otro de los medios por los que se conoció en Europa el descubrimiento de México lo constituyen las Cartas de Relación de Hernán Cortés.

 

Fueron designados como procuradores Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo para hacer entre­ga de las cartas, así como de los valiosos objetos que habían conseguido con los indígenas y principalmente con los embajadores enviados por Moctezuma. ­

 

Durante la estancia de Cortés en la segunda Villa Rica, el Ayuntamiento y los vecinos resolvieron escribir al monarca español para informarle de lo que hasta ese momento había acontecido.

 

Bernal Díaz nos dice a este respecto que las Cartas fueron tres: una que escribió Cortés en la que hacía recta rela­ción de lo acaecido, carta que no vieron los soldados. Una segunda que escribió el Cabildo, justamente con diez solda­dos de los partidarios de Cortés, y la tercera que fue firmada por todos los capitanes y soldados.

 

Cortés, en la segunda Carta de Rela­ción expresa: "En una nao que de esta Nueva España de vuestra sacra majestad despaché a diez y seis días de julio del año de quinientos diez y nueve, en­vié a vuestra Alteza muy larga y parti­cular relación de las cosas hasta aque­lla razón, después que yo a ella vine, en ella sucedidas. La cual relación llevarán Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo, procuradores de la Rica Villa de la Vera Cruz, que yo en nombre de vuestra Alteza fundé". A continuación habla del contenido de la Carta.

 

López de Gómara habla también de la Carta primera de relación en los siguientes términos: “Envió con ellas la relación y autos que tenía de lo pasado; y escribió una muy larga carta al Empe­rador, en la cual le daba cuenta y razón sumariamente de todo lo sucedido has­ta allí desde que salió de Santiago de Cuba; de las pasiones y diferencias entre él y Diego Velázquez, de las cosquillas que andaban en el real, de los trabajos que todos habían padecido, de la voluntad que tenían a su real servicio, de la grandeza y riquezas de aquella tierra, de la esperanza que te­nía de sujetarla a su corona real de Castilla; y ofrecióse a ganarle a México; y a haber a las manos al gran rey Moctezuma vivo o muerto ya fin de todo le suplicaba se acordase de hacerle merce­des en los cargos y provisiones que ha­bía de enviar en aquella nueva tierra, descubierta a costa suya, para remunera­ción de los trabajos y gastos hechos”.

 

Esta somera descripción del contenido de la Carta a Carlos I de España, unida a lo aseverado por Bernal Díaz y el propio conquistador, demuestran fe­hacientemente la existencia de dicho documento, a pesar de que hasta la fe­cha no haya sido encontrado en los ar­chivos.

 

Pero Gómara, al igual que Bernal Díaz, nos habla también de las otras dos Cartas: la del Cabildo, que no fir­maron sino alcaldes y regidores, y otra más, que firmaron el propio Cabildo y todos los demás principales que había en el ejército.

 

La afirmación de Pedro Mártir de Anglería ratifica todavía más la existencia de la primera Carta escrita por Hernán Cortés.

 

Las Cartas mencionadas, así como los obsequios que se enviaban al monarca español, fueron entregados a Francisco de Montejo y a Alonso Hernández Por­tocarrero, quienes partieron en la nao capitana, guiada por el piloto Antón de Alaminos, el día 16 de julio de 1519.

 

Después de conocer los testimonios del propio autor, o sea, Cortés, de un testigo presencial, Bernal Díaz del Cas­tillo, y de los autores coetáneos a los acontecimientos, como son Pedro Már­tir de Anglería y Francisco López de Gómara (este último, además, confesor del conquistador), podemos llegar a la conclusión de que no hay duda de la exis­tencia del primer escrito de Cortés.

 

Desde mediados del siglo XVI se ini­ciaron las pesquisas en busca de la primera Carta de Hernán Cortés. Así, Juan Bautista Ramusio, citado por Joaquín García lcazbalceta, decía que no había podido encontrarla.

 

Antonio León Pinelo, en su Epítome de la Biblioteca Oriental i Occidental náutica i Geográfica, expresa al respec­to: “La primera Carta de Cortés no se halla, parece es la que se mandó recoger por el Real Consejo de Indias, a instan­cia de Pánfilo de Narváez”.

 

En la edición de 1738 de esta misma obra, aparte lo ya transcrito, se dice: “...o lo que es más cierto, la que Juan Florín quitó a Alonso de Avila o se per­dió en el combate que tuvo con él".

 

William Robertson, el historiador es­cocés autor de la Historia de América, hizo buscar en los archivos de España la Carta de Cortés a Carlos I escrita poco tiempo después de su arribo a costas mexicanas y que no había sido publicada. Como la búsqueda fue infruc­tuosa, se le ocurrió que el monarca español la pudo haber recibido en Ale­mania, ya que estaba a punto de partir hacia aquel país. Con esta idea se co­municó con Robert Murray Reith, embajador de la Gran Bretaña en Viena, a fin de que se investigara acerca de la existencia de la susodicha Carta en la Biblioteca Imperial.

 

La Carta de referencia no fue encon­trada, pero sí la que escribieron los componentes del Cabildo en la Villa Rica de la Vera Cruz. Esta tampoco habla sido publicada. La comunicación del descubrimiento del Códice llegó a manos de Robertson cuando ya estaba impresa su Historia, por lo que al final de la obra puso sólo un extracto de la Carta.

 

Por tanto, a Robertson se debe la localización del Códice Vindobonen­sis S.N. 1600, de la Biblioteca Nacio­nal de Austria, en Viena, que contiene las Cartas de Relación de la conquista de la Nueva España escritas por Her­nán Cortés al emperador Carlos I y otros documentos relativos a la conquista de los años 1519 a 1527. Fue editada por primera vez en la "Colec­ción de Documentos para la Historia de España", en Madrid, en 1842.

 

La revista anterior nos ha sido de gran utilidad para enterarnos de los medios por los cuales el europeo tomó conocimiento del hallazgo de México. Nuestro siguiente paso consistirá en dar a conocer los impresos que recogie­ron las distintas versiones existentes.

 

Llegada de los españoles a Yucatán.

 

“En ocho días del mes de febrero del año de mil y quinientos y diez y siete salimos de La Habana, del puerto de Axaruco, que está en la banda del norte, y en doce días doblamos la punta de Santo Antón, que por otro nombre en la isla de Cuba se llama Tierra de los Gunahataveyes, que son unos in­dios como salvajes. Y doblada aquella punta y puestos en alta mar navega­mos a nuestra ventura hacia donde se pone el sol, sin saber bajos ni corrien­tes ni qué vientos suelen señorear en aquélla altura, con gran riesgo de nues­tras personas, porque en aquella sazón nos vino una tormenta que duró dos días con sus noches, y fue tal, que es­tuvimos para nos perder, y desque abonanzó, siguiendo nuestra navega­ción, pasados veinte e un días que ha­bíamos salido del puerto, vimos tierra, de que nos alegramos y dimos muchas gracias a Dios por ello. La cual tierra jamás se había descubierto ni se había tenido noticia della hasta entonces, y desde los navíos vimos un gran pueblo que, al parecer, estaría de la costa dos leguas, y viendo que era gran pobla­zón y no habíamos visto en la isla de Cuba ni en la Española pueblo tan grande, le pusimos por nombre el Gran Cairo.

 

“Y acordamos que con los dos navíos de menos porte se acercasen lo más que pudiesen a la costa para ver si ha­bía fondo para que pudiésemos anclar junto a tierra; y una mañana, que fue­ron cuatro de marzo, vimos venir diez canoas muy grandes, que se dicen piraguas, llenas de indios naturales de aquella poblazón, y venían a remo y vela.

 

“Son canoas hechas a manera de artesas, y son grandes y de maderos gruesos y cavados de arte que están huecos; y todas son de un madero y hay muchas dellas en que caben cua­renta indios.

 

“Quiero volver a mi materia. Llegados los indios con las diez canoas cerca de nuestros navíos, con señas de paz que les hicimos, y llamándoles con las manos y capeando para que nos vinie­sen a hablar, porque entonces no teníamos lenguas que entendiesen la de Yucatán y mejicana sin temor ninguno vinieron, y entraron en la nao capitana sobre treinta dellos, y les dimos a cada uno un sartalejo de cuentas verdes, y estuvieron mirando por un buen rato los navíos. Y el más principal dellos, que era cacique, dijo por señas que se querían tornar en sus canoas y irse a su pueblo, que para otro día volverían y traerían más canoas en que saltásemos en tierra. Y venían estos indios vesti­dos con camisetas de algodón, como jaquetas, y cubiertas sus vergüenzas con unas mantas angostas, que entre ellos llaman masteles y tuvímoslos por hombres de más razón que a los indios de Cuba, porque andaban los de Cuba con las vergüenzas de fuera, excepto las mujeres, que traían hasta los muslos unas como ropas de algodón que llaman naguas.

 

“Volvamos a nuestro cuento. Otro día por la mañana volvió el mesmo cacique a nuestros navíos y trujo doce canoas grandes, ya he dicho que se dicen piraguas, con indios remeros, y dijo por señas, con muy alegre cara y muestras de paz, que fuésemos a su pueblo y que nos darían comida y lo que hubiésemos menester, y que en aquellas sus canoas podíamos saltar en tierra; entonces estaba diciendo en su lengua: ‘Cones cotoche, cones cotoche’, que quiere decir: Andad acá, a mis casas. Por esta causa pusimos por nombre aquélla tierra Pun­ta Cotoche, y ansí está en las cartas de marear. Pues viendo nuestro capitán y todos los demás soldados los muchos halagos que nos hacía aquel cacique, fue acordado que sacásemos nuestros bateles de los navíos y en uno de los más pequeños y en las doce canoas saltásemos en tierra todos de una vez, porque vimos la costa toda llena de indios que se habían juntado de aquella población: y ansí salimos todos de la primera barcada. Y cuando el cacique nos vio en tierra y que no íbamos a su pueblo, dijo otra vez por señas al capitán que fuésemos con él a sus casas, y tantas muestras de paz hacía, que, tomando el capitán consejo para ello, acordóse por todos los más soldados que pudiésemos llevar fuésemos. Y lle­vamos quince ballestas y diez escopetas, y comenzamos a caminar por donde el cacique iba con otros muchos indios que le acompañaban. E yendo desta manera, cerca de unos montes breñosos comenzó a dar voces el caci­que para que saliesen a nosotros unos escuadrones de indios de guerra que tenía en celada para nos matar; y a las voces que dio, los escuadrones vinieron con gran furia y presteza y nos comen­zaron a flechar de arte que de la prime­ra rociada de flechas nos hirieron quin­ce soldados, y traían armas de algodón que les daba a las rodillas, y lanzas, y rodelas, y arcos, y flechas, y hondas, y mucha piedra, y con sus penachos, y luego, tras las flechas, se vinieron a juntar con nosotros pie con pie, y con las lanzas a manteniente nos hacían mucho mal. Mas quiso Dios que luego les hicimos huir, como conocieron el buen cortar de nuestras espadas y de las ballestas y escopetas: por manera que quedaron muertos quince dellos. Y un poco más adelante donde nos die­ron aquella refriega estaba una placeta y tres casas de cal y canto que eran cues y adoratorios donde tenían muchos ídolos de barro, unos como caras de demonios, y otros como de mujeres, y otros de otras malas figuras, de manera que, al pare­cer, estaban haciendo sodomías los unos indios con los otros, y dentro, en las casas, tenían unas arquillas chicas de madera y en ellas otros ídolos, y unas patenillas de medio oro y lo más cobre, y unos pinjantes y tres diademas, y otras pecezuelas de pescadillos y ánades de la tierra, y todo de oro bajo. Y desque lo hobimos visto, ansí el oro como las casas de cal y canto, está­bamos muy contentos porque habíamos descubierto tal tierra; porque en aquel tiempo ni era descubierto el Perú ni aun se descubrió de ahí a veinte años, y cuando estábamos batallando con los indios, el clérigo González, que iba con nosotros, se cargó de las arquillas e ído­los y oro, y lo llevó al navío. Y en aque­llas escaramuzas prendimos dos indios, que después que se bautizaron se llamó el uno Julián y el otro Melchior, y en­trambos era trastabados de los ojos. Y acabado aquel rebato nos volvimos a los navíos y seguimos la costa adelante descubriendo hacia do se pone el sol, y después de curados los heridos dimos velas. Y lo que más pasó adelan­te lo diré”.

 

(El texto de este inciso de tomó de Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nue­va España. cap. II: “Cómo descu­brimos la provincia de Yucatán”).

 

La armada de Juan de Grijalva.

 

El resultado del descubrimiento reali­zado el año 1517 por la expedición capitaneada por Francisco Hernández de Córdoba fue el gran incentivo que sirvió para que Diego Velázquez organizara una nueva expedición, en la que puso como capitán a su deudo Juan de Grijalva.

 

La armada se compuso de cuatro navíos, con más ejército y marinería; se enrolaron personas importantes de la sociedad cuba­na de la época: Gil González de Avila, Pedro de Alvarado y Francisco de Montejo. An­tón de Alaminos, el experimentado marino, fue designado piloto mayor de la expedición. El clérigo Juan Díaz, capellán de la armada. Después de abastecerse y reunir a la gente, dejaron Cuba el 1 de mayo de 1518.

 

Alaminos condujo a la armada por la mis­ma vía que en el viaje anterior; mas en vez de llegar a Isla Mujeres, la expedición tropezó con la Isla de las Golondrinas o Cozumel, que Grijalva llamó de la Santa Cruz, por haberla descubierto el 3 de mayo.

 

Establecieron contacto con los isleños a través de Julián, indio maya de Champotón, que ya hablaba castellano. Reconocieron la isla y visitaron varios edificios con torres y escalinatas, todos ellos descritos en el Itine­rario de la Armada.

 

Poco después; Grijalva  celebró la ceremonia de toma de posesión de la tierra en nom­bre del monarca español, de acuerdo con el texto de las bulas alejandrinas. De ello levantó acta un escribano. Como sea que este documento no sólo hacía donación de las tierras, sino que también erigía la conversión de los paganos, Juan Díaz celebró una misa, rito que impresionó a los naturales.

 

Salidos de Cozumel siguieron la costa de Yucatán dirigiéndose hacia el sur, hasta que penetraron en la bahía de la Ascensión. Seguramente que en este recorrido desde las naos avistaron la ciudad de Tulum, con sus bellos edificios en los acantilados y la mura­lla circundante.

 

Siguieron en dirección norte, observando la costa de lo que ellos creyeron ser isla y que llamaron Santa María de los Remedios de Yucatán.

 

Pasaron frente al cabo Catoche y llegaron a Lázaro el 22 de mayo, también en busca de agua. Para evitar cualquier fracaso, se cercio­raron bien del terreno hasta que obtuvieron el líquido deseado.

 

No se detuvieron en Champotón o Bahía de la mala pelea, sino que continuaron la na­vegación hasta llegar a la boca oriental de la laguna de Términos, la cual bautizaron con el nombre de Puerto Deseado, hoy conocido como Puerto Real o Isla Aguada. La armada­ se internó en la laguna y Alaminos dijo: "Aquí parte términos de isla de Yucatán". Este error geográfico, que persistió durante algún tiem­po, se debió a que el piloto creyó que la bahía de la Ascensión tenía comunicación con la laguna de Términos y por ello hizo tal decla­ración. La denominación de laguna de Tér­minos tuvo éxito, pues así sigue llamándose hoy en día.

 

Descubren también la isla del Carmen o This, y a continuación la entrada occiden­tal de la propia laguna, o sea Xicalango, lugar ocupado por una colonia de pochtecas o mer­caderes mexicas. Al seguir el viaje, descubren el río de San Pedro y San Pablo, límite actual entre los estados de Campeche y Tabasco.

 

Dirigiéndose hacia occidente, la armada empieza a percibir una gran corriente que empuja a sus naves mar adentro; mas, venci­da ésta, descubren la boca de un poderoso río en donde fondean. Algunos cronistas llamaron a este lugar Potonchan, seguramente por con­fusión con Champotón. Parece ser que el cacique se llamaba Tabzcoob, de donde nació el corrupto vocablo Tabasco, cuya verdadera significación se desconoce.

 

Los nativos recibieron en paz a los castellanos y traficaron con ellos. El capitán impuso su nombre a la formidable corriente fluvial, que desde entonces se llama río Gri­jalva.

 

La expedición deja atrás el Grijalva e inicia el descubrimiento de la barra de dos Bocas, a la que llama San Bernabé, y des­pués pasa frente a los ahualulcos, dentro del municipio de Huimanguillo. Los ahualulcos eran una población bilingüe, de habla náhuatl y popoloca, que abarcaba también parte de Veracruz.

 

Después llegan al río Tonalá, límite en­tre Tabasco y Veracruz, y al río Coatzacoalcos; admiran desde la costa la sierra de San Martín, y Pedro de Alvarado descubre el río Papaloapan, que durante algún tiempo re­cibió su nombre.

 

Los conquistadores llegan al río Jamapa, en donde se les recibe afablemente y les proporcionan alimentos. A este río le llamaron Banderas, el cual se encuentra a unos 20 kilómetros del puerto de Veracruz y actualmente se le conoce como Boca del Río. De aquí pasan a una pequeña isla cercana a la costa, a la que bautizan como isla de Sacrificios, por haber encontrado en un adoratorio restos de hombres sacrificados. A poco navegar descubren otra isla, que nombran San Juan de Ulúa, frente a los arenales de Chalchiucueyehcan, asiento de la ciudad de Veracruz.

 

Grijalva y los suyos desembarcaron en este punto. Pronto Moctezuma se enteró de la llegada de esos hombres blancos y barbados, que tenían las mismas características físicas que Quetzalcóatl. La confusión no se hizo esperar; Quetzalcóatl había regresado, cumpliéndose así la inveterada tradición. El ánimo del mexica decayó dramáticamente. Hubo junta de nigromantes y adivinos, a los que encarceló. Pretendió ocultarse y por último decidió enviar a unos embajadores -Teutlamacazqui y Cuitlalpitoc- con valiosos presentes y las vestiduras de Quetzalcóatl.

 

El no haber intérpretes privó de la mutua comprensión, y todo se redujo a un intercam­bio de señas y mímica; esto impidió a Gri­jalva que se enterara de que lo consideraban como un dios, un teul, a pesar de que lo in­censaban y sahumaban. Los regalos recibidos por los españoles, en vez de alejarlos, los acercaron aún más; de este modo, el deseo de Moctezuma surtió efectos contrarios. Con todo, Grijalva, hombre poco animoso, se embarcó, no sin antes enviar en uno de los na­víos a Pedro de Alvarado, con todo el oro rescatado y con una relación de lo acontecido.

 

La  expedición continuó su camino por la costa y descubrió el río de la Antigua, el de Nauhtla o Almería, el Tecolutla, el Cazones y el Tuxpan. Posteriormente, la barra de Tan­huijo, boca de la laguna de Tamiahua y por último el río de las Canoas, o sea el Pánuco, la puerta de las Huastecas. Desde aquí retrocedieron de su camino y regresaron a Cuba.

 

Velázquez reprendió injustamente a Gri­jalva por no haber colonizado el país, ya que no había dado instrucciones en este sentido. Los viajes de Hernández de Córdoba y de Grijalva son de gran trascendencia. Gracias a ellos se descubre lo que es hoy la República Mexicana, se aumentan los conocimientos  geográficos universales, se hacen cartas marítimas, se sondean los mares, se conocen nuevas especies animales y vegetales, se descubren hombres de tipo físico distinto a europeos y antillanos, con religión, costumbres e indumentaria desconocidas. Ade­más, se tiene conocimiento de las altas cul­turas mesoamericanas, creadoras de una organización política y social muy avanzada, con elevados conocimientos científicos, poseedoras de una gran sensibilidad artística, como lo demuestran sus estructuras arquitec­tónicas, escultura y pintura, y con una reli­gión politeísta que invade todos los ámbitos de la vida, religión que sorprende y atemoriza al europeo.

 

Todo esto se consigue con el esfuerzo de unos cuantos hombres bajo la dirección del piloto Antón de Alaminos, verdadero descubridor de México. Como Diego Velázquez no tuviera información de los expedicionarios, envía en  su busca a Cristóbal de Olid, quien, al no dar con ellos, retornó a Cuba, lo que causó intranquilidad. Mas se recobró la calma con la llegada de Pedro de Alvarado, que tra­jo consigo los informes y obsequios recibidos.

 

Notificaciones y requerimientos que se ha de hacer a los moradores de las islas y tierra firme del Mar Océano que aún no están sujetos a Nuestro Señor.

 

“De parte del muy alto e muy podero­so y muy católico defensor de la Iglesia, siempre vencedor y nunca vencido, el gran rey don Hernando el Quinto de las Españas, domador de las gentes bárba­ras, y de la muy alta y muy poderosa señora, la reina doña Juana, su muy cara y muy amada hija, nuestros señores, yo..., su criado, mensajero y capitán, vos notifico y hago saber como mejor puedo, que Dios Nuestro Señor, uno y eterno, creó el cielo y la tierra y un hombre y una mujer, de quien nosotros y vosotros y todos los hombres del mundo fueron y son descendientes y procreados y todos los que después de nosotros vinieren; mas por la mu­chedumbre de la generación que de éstos ha sucedido desde cinco mil y más años que el mundo fue creado; fue necesario que los unos hombres fuesen por una parte y los otros por otra, y se dividie­sen por muchos reinos y provincias, que en una sola no se podrían sostener ni conservar.

 

“De todas esas gentes Nuestro Señor dio cargo a uno, que fue llamado San Pedro, para que de todos los hombres del mundo fuese señor y superior a quien todos obedeciesen y fuese cabeza de todo el linaje humano dondequie­ra que los hombres viviesen y estuvie­sen, y en cualquier ley, secta o creencia, y dióle a todo el mundo por su reino, señorío y jurisdicción.

 

“Y como quier que le mandó que pu­siese su silla en Roma, como en lugar muy aparejado para regir el mundo, mas también lo permitió que pudiese estar y poner su silla en cualquier otra parte del mundo, y juzgar y gobernar a todas las gentes, cristianos, moros, ju­díos, gentiles y de cualquier otra secta o creencia que fueren.

 

“A éste llamaron Papa, que quiere decir admirable, mayor, padre y guardador, porque es padre y gobernador de todos los hombres.

 

“A este San Pedro tomaron por señor, rey y superior del universo los que en aquel tiempo vivían, y asimismo han tenido todos los otros que después de él fueron a pontificado elegidos; así se ha continuado hasta ahora y se continuará hasta que el mundo se acabe.

 

“Uno de los pontífices pasados que en lugar de éste sucedió en aquella silla y dignidad que he dicho como señor del mundo, hizo donación de estas islas y tierra firme del mar océano a los di­chos rey y reina y a sus sucesores en estás reinos,  nuestros señores, con todo lo que en ellas hay, según se contiene en ciertas escrituras que sobre ellos pasaron, según dicho es, que po­déis ver si quisiéredes. Así que sus alte­zas son dueños y señores de estas islas e tierra firme por virtud de la dicha donación, y como a tales reyes y señores, algunas islas a más y casi todas a quien esto ha sido notificado, han recibido a sus altezas y les han obedecido y servi­do y sirven como súbditos lo deben hacer, y con buena voluntad y sin ninguna resistencia, luego sin dilación, como fueron informados de lo susodicho obe­decieron y recibieron los varones reli­giosos que sus altezas les enviaban para que les predicasen y enseñasen nuestra santa fe, y todos ellos de su libre agradable voluntad, sin premia ni condición alguna, se tornaron cris­tianos y lo siguen siendo, y sus alte­zas los recibieron alegre y benignamen­te, y así los mandó tratar como a los otros súbditos y vasallos, y vosotros sois tenidos y obligados a hacer lo mismo.

 

“Por ende, como mejor puedo, vos ruego y requiero que entendáis bien esto

que os he dicho, y toméis para enten­derlo y deliberar sobre ello el tiempo que fuere justo, y reconozcáis a la Igle­sia por señora y superiora del universo mundo y al Sumo Pontífice llamado Papa; en su nombre, y al rey y la reina nuestros señores, en su lugar, como a superiores e señores y reyes de esas islas y tierra firme, por virtud de la dicha donación, y consintáis y deis lugar  que  estos  padres  religiosos vos declaren y prediquen lo susodicho.

 

“Si así lo hiciéredes, haréis bien y aquello a que sois tenidos y obligados y Sus Altezas y yo, en su nombre, vos, recibirán con todo amor y caridad y vos dejarán vuestras mujeres, hijos y ha­ciendas libres sin servidumbre, para que de ellas y de vosotros hagáis libremente todo lo que quisiéredes e por bien tuviéredes y no vos compelerán a que vos tornéis cristianos, salvo si vo­sotros informados de la verdad, os qui­siéredes convenir a nuestra santa fe católica, como lo han hecho casi todos los vecinos de las otras islas, y allende de esto, Su Alteza vos dará muchos pri­vilegios y exenciones y vos hará muchas mercedes. Si no lo hiciéredes, o en ello dilación maliciosamente pusiére­des certifico que, con la ayuda de Dios, yo entraré poderosamente contra vosotros y vos haré la guerra por todas las partes y maneras que yo pudiere, y vos sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia y Sus Altezas, y tomaré vuestras personas y de vuestras mujeres e hijos y los haré esclavos, y como tales los venderé y dispondré de ellos como Su Alteza mandare, y vos tomaré vuestros bienes, y vos haré todos los males y daños que pudiere, como a vasallos que no obedecen ni quieren recibir a su señor, y le resisten y contradi­cen, y protesto que las muertes y daños que de ello se recrecieren sean a vuestra culpa y no de Su Alteza ni mía ni de estos caballeros que conmigo vi­nieren, y de cómo los digo y requiero pido al presente escribano que me lo dé por testimonio y sinado, y a los presentes ruego que de ello sean testigos.

 

(Según Juan López de Palacios Rubios).

 

Los primeros impresos.

 

La idea de realizar este estudio his­toriográfico partió de la consulta de la Biblioteca Americana Vetustísima de Henry Harrise, que, como es sabido, registra casi todos los impresos sobre América de 1493 a 1571. En esta obra se localizaron los cinco primeros impre­sos en que por vez primera aparece mencionado Yucatán, es decir, territorio mexicano. Como Harrise consigna los lugares en donde se encuentran esos im­presos, procedimos a solicitar copias en microfilmes de las siguientes bibliote­cas: Pública de Nueva York, John Carter Brown, Colombina de Sevilla y Mar­ciana de Venecia.

 

Poco después cayó en nuestras ma­nos la obra The discovery of New Spain in 1578 by Juan de Grijalva, con una introducción y notas de Henry R. Wagner, edición de The Cortés Society, de Berkeley, California, en donde se consignan casi todos esos impresos, con excepción de la Nueva Noticia (Newe Zeitung), pero tratados con un enfoque distinto. La edición es de 200 ejemplares. El propio autor publicó un es­tudio denominado The discovery of Yu­catan by Francisco Hernández de Córdoba. Las dos obras aparecieron en

1942.

 

Los impresos de referencia constitu­yen piezas bibliográficas extremadamente raras y casi desconocidas. Tres de ellas son ejemplares únicos y por ello que su interés sea aún mucho mayor.

 

El idioma en que aparecieron los cinco impresos fue: italiano (dialecto tal vez toscano), latín, italiano, latín y alemán. Como se ve, ninguno en castellano. No debe extrañarnos, desde luego, que dos fueran impresos en la­tín, ya que era la lengua culta de la época, pero sí el que dos de ellos se imprimieran en italiano y otro en ale­mán, y no en castellano, idioma en que fueron redactados por sus autores. Tal hecho parece indicador de que en los países en que se hablaban esas len­guas había más interés por conocer las cosas del Nuevo Mundo que en la propia España: o que los intelectuales españoles conocieran el italiano, dadas las posesiones de Aragón en Italia.

 

Los títulos son los siguientes:

 

1.- Itinerario de la armada del Rey Católico a la isla de Yucatán, en la India, el año 1578, en la que fue por Comandante y capitán general Juan de Grijalva. Escrito para su alteza por el capellán mayor de la dicha armada. Es­crito en italiano. Impreso en Venecia en 3 de marzo de 1520.

 

2.- Provincias y regiones reciente­mente descubiertas en las Indias Occidentales; en el último viaje. Escrito en latín. Impreso en Valladolid en 7 de marzo de 1520.

 

3.- Carta enviada desde la isla de Cuba, de India, en la cual se habla de ciudades, gentes y animales encon­trados nuevamente en el año 1510 por los españoles. Escrito en italiano. No se conoce dónde se imprimió y la fe­cha parece ser posterior a 1520.

 

4.- Epítome de Pedro Mártir de las islas recientemente descubiertas bajo el reino de Don Carlos y de las costum­bres de los habitantes. Dedicado a Doña Margarita, hija del ínclito Emperador Maximiliano. Escrito en latín. Impreso en Basilea en 1521.

 

5.- Nueva Noticia del país que los españoles encontraron en el año 1527, llamado Yucatán. Escrito en alemán. Impreso en 18 de marzo de 1522.

 

Bibliografía.

 

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42.            La conquista de México.

Por: J. Gurría Lacroix.

 

Primeros tiempos.

 

Cuando llega a Cuba Pedro de Alvarado, enviado por Juan de Grijalva desde los are­nales de Chalchiucueyehcan, e informa al go­bernador de Cuba, Diego Velázquez, de la tierra descubierta y de su riqueza, que comprueba al recibir los obsequios que le envían, éste decide organizar una nueva expedición.

 

Muchos colonos de la isla aspiran a capi­tanear la armada que se está preparando; mas la gran influencia de Amador de Lares, oficial del rey, y de Andrés de Duero, secretario de Velázquez, deciden la designación de Hernán Cortés, amigo del gobernador y casado con Catalina Juárez, hermana de una amiga suya.

 

Una vez designado, Cortés preparó la expedición con gran entusiasmo. Consiguió naves, invitó a sus amigos a participar, contrató a la marinería e hizo acopio de basti­mentos. Obsesionado y contento por su em­presa, empezó a darse el trato de gran señor, comportándose como tal en el uso del vesti­do y de las joyas.

 

Es preciso aclarar que todas estas expediciones descubridoras y conquistadoras se realizaron gracias a los capitales y a los esfuerzos de los particulares, pues el Estado español no contribuía a ellas con un solo céntimo, y sí, por el contrario, en muchos casos, obstaculizaba a los colonos emprendedores, que tenían que contar con la autorización de los frailes jerónimos que radicaban en Santo Domingo. Por tanto, podemos decir que la empresa descubridora y conquistadora de América fue constituida a nivel de empresa privada, en la cual los participantes se repartían los beneficios como en cualquier otro negocio mercantil.

 

El gobernador de Cuba entregó a Cortés un pliego de instrucciones con la obligación de cumplirlas durante el viaje. Entre otras cosas, no se permitía la blasfemia, la fornicación y el juego de dados y de naipes; se prescribía sondear puertos y mares; decir a los natura­les que iban por mandato del rey a visitarles y que vinieran a su obediencia; informarse sobre las cruces adoradas por los indios de Cozumel; catequizar a los indios en la verda­dera fe; inquirir sobre la existencia de espa­ñoles en Yucatán; dar siempre buen trato a los indios y no tomarles sus bienes y mujeres; guardar lo que se había rescatado en arca de tres llaves; hacer la relación de la tierra y de sus particularidades, etc. Estas instrucciones tienen su fundamento en las bulas alejandrinas.

 

Entonces, cuando Hernán Cortés lo tenía casi todo preparado, sus enemigos intrigaron en contra de él para que Velázquez lo desposeyera del mando. Mas aquél, prevenido, diose gran prisa y por sorpresa, como dice Las Casas, dejó Santiago sin despedirse del gobernador, aunque no sin antes apoderarse de toda la carne existente en la población. Bernal habla de una despedida romántica entre Cortés y Velázquez, imposible dado el estado de sus relaciones. Velázquez, azuzado, trató de impedirle que marchara, pero todos sus intentos fracasaron.  Se dio  el caso que, mientras Cortés paseaba con Diego Veláquez y otras personas, un loco, llamado Fran­cisquillo Cervantes, aconsejado por enemi­gos de Cortés, empezó a gritar: "¡Ah, Diego! ¡Ah Diego! A la gala de mi amo. ¿Qué ca­pitán has elegido, que es de Medellín de Ex­tremadura, capitán de gran aventura? Mas temo, Diego, que no se te alce con la armada, que le juzgo por muy varón en sus cosas. E juro a tal, mi amo Diego, que por no te ver llorar tu mal recaudo que agora has hecho, yo me quiero ir con Cortés a aquellas ricas tierras".

 

Viendo esto, Cortés le dijo: “¡Calla, borracho loco, no seas más bellaco! Bien sabemos que esas malicias, so color de gracias, no salen de ti”.

 

Dejando Santiago, se dirigió a Macaca, hacienda del rey, en donde se apoderó por la fuerza de pan de cazabe y otros bastimentos.

 

Poco antes de partir había enviado correos a varias poblaciones de la isla para invitar a los colonos a que intervinieran en la armada, cosa que logró con amplitud. Igualmente, antes de abandonar la isla hizo diversos recorridos en los que logró bastimentos, naves y hombres, pero no con muy buenas maneras, pues él mismo nos dice: "A la mi fe, anduve por allí como un gentil corsario".

 

El postrero lugar de Cuba en donde estuvo fue el cabo de San Antón, llamado también Guaninguanico o cabo de los Guanatahaveyes, en donde  hizo alarde de su ejército y encontró los siguientes efecti­vos, que consignamos por mera curiosidad: once navíos, más de quinientos hombres en­tre soldados y marinería, dieciséis caballos, doscientos isleños, cañones, falconetes, ba­llestas, etc.

 

Antón de Alaminos fue el piloto mayor y los capitanes a cuyo cargo iban los navíos fueron: Pedro de Alvarado, Alonso de Avila, Juan de Escalante,  Alonso Hernández Puertocarrero, Francisco de Montejo, Ginés Nor­tes, Francisco de Morla, Cristóbal de Olid, Francisco de Saucedo, Diego de Ordaz y Juan Velázquez de León.

 

La expedición se alejó de la Fernandina el 18 de febrero de 1519. La nave de Alvarado se adelantó y llegó antes que todas a Cozu­mel o Santa Cruz. Aquí empezó este capitán a dar muestras de su carácter atrabiliario, pues como los indígenas huyeran ante su presencia, hizo una entrada a los pueblos cer­canos en la que tomó unos prisioneros y se apoderó de algunos objetos de un templo. Una vez hubo llegado Cortés, reprendióle acre­mente e hizo devolver lo robado, con lo que los mayas quedaron satisfechos y el capitán demostró su habilidad para saber atraerse a los naturales.

 

Con objeto de cumplir con las instrucciones, inquirió de los de Cozumel por la exis­tencia de unos españoles en la costa de Yuca­tán. Informado de que, en efecto, vivían en la península, envió a Diego de Ordaz para que fuese en su busca.

 

Se dirigió al cabo Catoche y les mandó un mensaje, en el que les fijaba un plazo para comunicarse con él. Vencido el término sin que llegaran, Ordaz regresó a Cozumel.

 

El afán apostólico de Cortés le obligó a iniciar sus prédicas en contra de la religión -para él abominable- que profesaban los indígenas, por lo que ordenó levantar en uno de los adoratorios una gran cruz de madera y una imagen de la Virgen. Además, el clérigo Juan Díaz ofició una misa.

 

También vino con los castellanos el mer­cedario fray Bartolomé de Olmedo, que posteriormente descolló en forma sobresaliente.

 

Aguardaron varios días a los náufragos y, como no llegaran, se dieron a la vela; mas un desperfecto en uno de los navíos les obligó a regresar. En este intervalo, el capitán Andrés de Tapia vio como se acercaba a la playa una canoa con indígenas, uno de los cuales, ante el estupor de Tapia, habló en castellano. Se trataba de Jerónimo de Aguilar, uno de los españoles que buscaban. Llevado ante Cor­tés, relató cómo habían naufragado frente a Yucatán él y sus compañeros y cómo de vein­te que eran se salvaron seis, de los  cuales los mayas mataron a cuatro.

 

Relató que los dos supervivientes eran Gonzalo Guerrero, que había casado con la hija de un cacique y que no quiso abandonar a su familia y posición social, y él, que salvó la vida gracias a que, por ser diácono, no tenía contacto con mujeres, por lo que el ca­cique que lo tenía como esclavo le hizo guardián de su serrallo, después de comprobar las virtudes de Aguilar; para ello lo envió a pasar la noche en la playa con una bella in­dígena. Esta puso una hamaca entre dos pal­meras y le hizo toda clase de insinuaciones, instándolo para que aceptara sus devaneos. Aguilar se mantuvo firme, por lo que el cacique, al recibir aquella información, no sólo le perdonó la vida, sino que le dio el puesto antes indicado.

 

Ya mencionarnos que Bernal Díaz con­signa él dato de que Gonzalo Guerrero no se unió a sus paisanos por el temor de que se descubriera su participación en la derrota sufrida por Francisco Hernández de Córdoba en Champotón. Más tarde hostilizó a Francisco de Montejo y a Alonso de Avila, cuando éstos trataron de conquistar la península yucateca. Gonzalo Guerrero vivió hasta su muerte en Chetumal, a la sombra del cacique Na Chan Kan. Fue este español el primer aculturado, puesto que adoptó las costumbres, lengua y manera de ser de los mayas.

 

La entrada de Aguilar en la hueste con­quistadora fue de amplia trascendencia, ya que desde ese momento Cortés pudo comunicarse fácilmente con los mayas, porque aquél hablaba perfectamente su lengua.

 

Al fin abandonaron Santa Cruz y Ala­minos guió la flota por la ruta ya conocida. Al llegar frente a Champotón, Cortés preten­dió vengar a Hernández de Córdoba, pero el piloto le aconsejó que no lo hiciera, porque en aquella zona menguaba la mar, y los navíos podían quedarse varados y ser presa fácil de los indígenas. El cauto Cortés aceptó el consejo y continuó la navegación hasta la desembocadura del río Grijalva o de Ta­basco.

 

Cortés pensó que no tendría problemas porque ya Juan de Grijalva había sido bien recibido en este lugar; pero las cosas habían cambiado porque los de Champotón les habían tildado de afeminados por aquel hecho, razón por la cual ahora se les presentaba la oportu­nidad de demostrar lo contrario, al rechazar a los nuevos visitantes.

 

El capitán, que era muy formalista, intentó convencerlos, pero los de Tabasco no aceptaron explicaciones, por lo que desembarcó en la Punta de las Palmeras, en la margen izquierda del Grijalva, muy cerca de la población ya conocida como Tabasco. A pesar de la obstinada resistencia indígena, las ar­mas españolas resultaron victoriosas, aloján­dose el ejército en unos templos.

 

La población estaba completamente ro­deada de agua y sus construcciones eran de ladrillo cocido, por no existir allí ningún yacimiento de piedra. Es decir, algo similar a las ruinas de Comalcalco.

 

El día siguiente, los castellanos fueron atacados por un gran ejército, que según los cronistas ascendía a 40.000 hombres. La ba­talla se riñó en las llanadas de Centla o Zintla, zona que puede situarse en la margen izquierda del Grijalva, entre la desembocadura y el arroyo del Coco. Frente a este lugar está el puerto de Frontera. El Tabasco prehispá­nico puede localizarse en los terrenos de la finca El Coco, pues hay muchos montículos arqueológicos y gran cantidad de material cerámico, ya sea piezas completas o frag­mentarias.

 

Cuando el combate se inclinaba en favor de los indígenas, por la  superioridad numérica, llegó un refuerzo español, después de atravesar ciénagas y pantanos, y cambió completamente el panorama; los de Tabasco se retiraron con grandes pérdidas.

 

López de Gómara y Bernardino Vázquez de Tapia dicen al respecto que, cuando los españoles estaban casi vencidos, se apareció el apóstol Santiago, quien con su gran espa­da tiró mandobles a diestra y siniestra y des­barató a los indios, los cuales atemorizados se retiraron.

 

Bernal Díaz del Castillo dice que a él no le fue dable ver tal milagro, seguramente porque era un pecador, que a quien vio fue a Francisco de Morla, montado en un caballo castaño, que impetuosamente se entró entre los enemigos y que ante tal acometida los de Tabasco huyeron.

 

En este episodio podemos comprobar lo ya expresado respecto a cómo el pueblo español se sentía elegido por la divinidad para realizar la conquista y colonización de América. He aquí por qué los santos y vírgenes protegían a los españoles, y, en este caso especial, Santiago les ayudó a vencer a los de Tabasco. Conseguida la victoria, las fuerzas españolas se volvieron al pueblo a descansar, enterrar a sus muertos y curar sus heridas.

 

En los días que siguieron a la batalla, los de Tabasco se presentaron a pedir la paz y se dieron por súbditos del rey de España. Obsequiaron con largueza y esplendidez a Cortés y los suyos y le entregaron veinte esclavas, entre ellas a Malintzin o Malinche, que poco después habría de ser de gran utilidad a los castellanos.

 

Hernán  repartió a las mujeres entre sus capitanes y tocó la Malinche a Alonso Her­nández Puertocarrero. Como los cristianos no podían tener contacto con gentiles, fueron prontamente bautizadas. Cumplido este requisito, los españoles las hicieron sus mujeres.

 

Antes de partir, Cortés procedió tomar posesión de la tierra en nombre del monarca español; el fraile Olmedo y el clérigo Díaz oficiaron en una misa y el domingo de Ramos se celebró una procesión, iniciándose así el establecimiento del cristianismo en nuestro país. Los indígenas estaban a la par sorpren­didos y maravillados. El mercedario, además, a través de Aguilar les hizo algunas pláticas sobre estas materias, pidiéndoles abandona­ran su cruel religión. Por último, se instaló un altar, se plantó una cruz de madera y se les entregó una imagen de la Virgen.

 

El último acto del conquistador en tierras de Tabasco fue la fundación de Santa María de la Victoria, en el mismo lugar que el Tabasco prehispánico, pero no dejó pobladores españoles, sino a las propias autoridades de los naturales, sujetos ya a la corona española. Esta villa estaba situada en la margen izquierda del Grijalva, a corta distancia del mar y completamente rodeada de agua. Ese lugar, como ya se dijo, forma ahora parte de la finca El Coco.

 

Hacia 1523 estuvo poblada por españoles y durante un tiempo fue paso  obligado para Chiapas y Guatemala. La conquista de Yucatán por Montejo se inició en Santa María de la Victoria. Su existencia fue precaria, debido a los continuos ataques piráticos que sufrió, por lo que sus vecinos la abandonaron el año 1596 y, adentrándose en tierra firme, fundaron la Villa Felipe II, llamada hoy Villahermosa.

 

Dejaron la Villa de la Victoria y la armada siguió a la vista de la costa. Alaminos indi­caba a Cortés todos los puntos ya conocidos durante la expedición de Grijalva: Barra de dos Bocas, Barra de Santa Ana, río Tonalá, río Coatzacoalcos, río Papaloapan y río Jamapa. Las naves anclaron frente a la desem­bocadura de este río.

 

Acabados de llegar, se separaron de la costa canoas en las que iban unos embajadores de Moctezuma, que estaban en espera del regreso de Quetzalcóatl, como consecuencia de las dos expediciones anteriores. Se acer­caron a la nave capitana y manifestaron que venían en busca de su señor Quetzalcóatl. En­terados, los españoles convinieron en adere­zar a Cortés con todos sus lujos y preparar un trono.

 

Los embajadores subieron a la embarca­ción, se dirigieron adonde estaba Cortés y le hicieron gran acato, expresándole: "Dios nuestro y señor nuestro, seáis muy bien venido, que grandes tiempos ha, que os espe­ramos nosotros, vuestros siervos y vasallos; Moctezuma, vuestro vasallo y teniente de vuestro reino, nos envía a vuestra presencia, para que en su nombre os saludemos; y dice que seáis muy bien venido y os suplica que recibáis este pequeño don y estos ornamen­tos preciosos, que usábadeis entre nosotros en cuanto nuestro rey y señor".

 

Terminado este discurso procedieron a investir al extremeño con los ornamentos y adornos de Quetzalcóatl.

 

Para ratificar aún más la creencia mexica, Cortés ordenó a sus soldados atar a los emisarios de Moctezuma, hacer correr a los caballos y disparar la artillería. Los pequeños cañones vomitaron fuego y metralla y desgajaron las copas de los árboles. Los indígenas, ante tal portento, se desmayaron unos y otros huyeron despavoridos; los más quedaron se exánimes, sin comprender lo sucedido. Para reanimarlos, les dieron vino. El resul­tado era de esperar:  los mexicas pensaron que, en efecto, eran dioses (teules), pues tenían el control del fuego y el trueno. La profecía se había cumplido; Quetzalcóatl estaba de regreso. Por ello no debe extrañar el que medio millar de europeos pudiera conquistar una nación que contaba con cerca de veinte millones de personas. Contra los dioses nada se puede; todo lo saben, todo lo ven, todo lo escuchan. En inútil tratar de oponérseles; ellos serían los nuevos señores de estas tierras, pues así estaba predestinado.

 

Libertados los embajadores y recibidos los ricos presentes enviados por él mexica, se trasladaron rápidamente a Tenochtitlan a informarle de lo acontecido.

 

Tan tremenda noticia causó gran pesa­dumbre en Moctezuma y se esparció velozmente por toda la tierra.

 

El ejército se instaló en unos médanos inhóspitos, poblados por millones de mos­quitos, lugar denominado Chalchiucueyehcan, el mismo en que había pernoctado Grijalva y que tenía enfrente a San Juan de Ulúa.

 

Los embajadores de Moctezuma dejaron a un buen número de servidores para que atendieran a los recién llegados, entre ellos a muchas naborías o tortilleras.

 

Un día, una de las indias obsequiadas por los de Tabasco fue sorprendida en plá­tica con una de esas naborías, por lo que se supo que conocía la lengua de los mexicas. Este descubrimiento llenó de regocijo a los castellanos, pues así podrían entrar en fácil comunicación con los súbditos de Moctezuma. El sistema que siguieron fue el siguiente: los españoles hablaban en su lengua a Jerónimo de Aguilar, éste a la Malinche (que fue la india sorprendida) en maya y ella a los mexicas en náhuatl. La cosa era fastidiosa, pero muy práctica. Cortés desposeyó entonces a Hernández Puertocarrero de la Malinche, quedándose con ella no sólo como intérprete, sino también como mujer, con quien procreó a Martín Cortés, el bastardo, que fuera injustamente atormentado en 1565, cuando su hermano de igual nombre y segundo marqués del Valle de Oaxaca intentara separarse de la metrópoli.

 

Instrucciones que dio el gobernador de Cuba Diego Velázquez a Hernán Cortés, el 23 de octubre de 1518, para la expedición a México.

 

“Por cuanto yo Diego Velázquez, alcalde, capitán general, e repartidor de los caciques e indios de esta isla Fer­nandina por sus Altezas, envié los días pasados, en nombre e servicio de sus Altezas, a ver e bojar la isla de Yucatán Santa María de los Remedios, que nuevamente había descubierto, e a descubrir lo demás que Dios Nuestro Señor fuese servido, y en nombre de sus Altezas tomar la posesión de todo, una armada con la gente necesaria, en que fue e nombré por capitán de ella a Juan de Grijalva, vecino de la villa de la Trinidad de esta isla, el cual me envió una carabela de las que llevara, porque le hacía mucha agua, e en ella cierta gente, que los indios de la dicha Santa María de los Remedios le habían herido e otros adolecido, y con la razón de todo lo que le había ocurrido hasta otras islas e tierras que de nuevo descubrió: que la una es una isla que se dice Cozumel, e le puso por nombre Santa Cruz; y la otra es una tierra grande, que parte de ella se lla­ma Ulúa, que puso por nombre Santa María de las Niebes; desde donde me envió la dicha carabela e gente, e me escribió como iba siguiendo su deman­da principalmente a saber si aquella tie­rra era isla, o tierra firme; e ha muchos días que de razón había de haber sabi­do nueva de él, de que se presume pues tal nueva dé fasta hoy no se sabe, que debe de tener o estar en alguna o ex­trema necesidad de socorro: e así mis­mo porque una carabela, que yo envié al dicho Juan de Grijalva desde puerto de esta ciudad de Santiago, para que con él e la armada que lleva se juntase en el puerto de San Cristóbal de la Haba­na, porque muy más proveído de todo e como al servicio de sus Altezas conve­nía fuesen, cuando llegó donde pensó fallarle, el dicho Juan de Grijalva se ha­bía fecho a la vela e era ido con toda la dicha armada, puesto que dejó aviso del viaje que la dicha carabela había de llevar; e como la dicha carabela, en que iban ochenta o noventa hombres, no fallo la dicha armada, tomó el dicho aviso, y fue en seguimiento del dicho Juan de Grijalva: y según parece e se ha sabido por información de las personas feridas e dolientes, que el dicho Juan de Grijalva me envió, no se había juntado con él, ni de ella había habido ninguna nueva, ni los dichos dolientes ni feridos la supieron a la vuelta, puesto que vinieron mucha parte del viaje a costa de la isla de Santa María de los Remedios por donde habían ido; de que se presume que con tiempo forzoso podría de caer hacia tierra firme. o llegar a alguna parte donde los dichos ochen­ta o noventa hombres españoles corran detrimento por el navío, o por ser po­cos, o por andar perdidos en busca del dicho Juan de Grijalva puesto que iban muy bien pertrechados de todo lo nece­sario: además de esto porque después que con el dicho Juan de Grijalva envié la dicha armada, he sido informado de muy cierto por un indio de los de la dicha isla de Yucatán Santa María de los Remedios, como en poder de ciertos caciques principales de ella están seis cristianos cautivos, y los tienen por es­clavos, e se sirven de ellos en sus haciendas, que los tomaron muchos días ha de una carabela que con tiempo por allí diz que aportó perdida, que se cree que. alguno de ellos debe ser Nicuesa capitán, que el católico rey D. Fernan­do de gloriosa memoria, mandó ir a tierra firme, e redimirlos sería grandí­simo servicio de Dios Nuestro Señor e de sus Altezas; por todo lo cual pare­ciéndome que al servicio de Dios Nues­tro Señor e de sus Altezas convenía enviar así en seguimiento e socorro de la dicha armada quel dicho Juan de Grijalva llevó, y busca de la cara­bela que tras él en su seguimiento fué, como a redimir si posible fuese los dichos cristianos que en poder de los dichos indios están cautivos: acordé habiendo muchas veces pensado, e pesado, e platicádolo con personas cuerdas, de enviar como envié otra armada tal e también abastecida e apa­rejada así de navíos e mantenimientos como de gente e todo lo demás para semejante negocio necesario; que si por acaso a la gente de la otra prime­ra armada, o de la dicha carabela que fue en su seguimiento hállase en algu­na parte cerca de infieles, sea bastante para los socorrer o descercar; e si así no los hallare, por sí sola pueda segura­mente andar e calar en su busca todas aquellas islas tierras, e saber el secreto de ellas, y hacer todo lo demás que al ser­vicio e de Dios Nuestro Señor cumpla e al de sus Altezas convenga: e para ello he acordado de la encomendar a vos Fernando Cortés, e os enviar por capi­tán de ella, por la experiencia que de vos tengo del tiempo que ha que en esta isla en mi compañía habéis servido a sus Altezas, confiando que sois perso­na cuerda, y que con toda la pendencia e celo de su real servicio daréis buena razón en cuenta de todo lo que por mi en nombre de sus Altezas os fuere mandado acerca de la dicha negociación, y la guiaréis o encaminaréis como más al servicio de Dios Nuestro Señor e de sus Altezas convenga: y porque mejor guiada la negociación de todo vaya, lo que habéis de hacer, y mirar, e con mucha vigilancia y diligencia inquirir e saber, es lo siguiente:

 

Hágase el servicio de Dios en todo, y quien saltare castíguese con rigor.

 

Castigaréis en particular la forni­cación­.

 

Prohibiréis dados y naipes, ocasión de discordias y otros excesos.

 

Ya salido la armada del puerto de esta ciudad de Santiago en los otros, dotaréis de esta este cuidado no se haga agravio a españoles ni indios.

 

Tomados los bastimentos necesa­rios en dichos puertos, partiréis a vuestro destino, haciendo antes alarde de gente o armas.

 

No consentiréis vaya ningún indio ni india.

 

Salido al mar y metidas las bar­cas, en la de vuestro navío visitaréis los otros, y reconoceréis otra vez la gen­te con las copias (las listas) de cada uno.

 

Apercibiréis a los capitanes y maestres de los otros navíos que jamás se aparten de vuestra conserva, y ha­réis cuanto convenga para llegar todos juntos a la isla de Cozumel Santa Cruz donde será vuestra derecha derrota.

 

Si por algún caso llegaren antes que vos, los mandaréis que nadie sea osado a tratar mal a los indios, ni les diga la causa porqué vais, ni les deman­de o interrogue por los cristianos cautivos en la isla de Santa María de los Re­medios: digan solo que vos hablaréis en llegando.

 

Llegado a dicha isla de Santa Cruz veréis y sondearéis los puertos, entradas, y aguadas, así de ella como de Santa María de los Remedios, y la pun­ta de Santa María de las Niebes, para dar cumplida relación de todo.

 

Oiréis a los indios de Cozumel, Santa Cruz, y demás partes, que vais por mandado del rey a visitarles: ha­blaréis de su poder y conquistas, individuando las hechas en estas islas y tie­rra firme, de sus mercedes a cuantos les sirven; que ellos se vengan a su obediencia y den muestras de ello, rega­lándole como los otros han hecho, con oro y perlas, para que eche de ver su buena voluntad y les favorezca y de­fienda: que yo les aseguro de todo en su nombre: que me pesó mucho de la batalla que con ellos hubo Francisco Hernández, y os envió para darles a entender como Su Alteza quiere que sean bien tratados.

 

Tomaréis entera información de las cruces que diz se hallan en dicha isla Santa Cruz, adoradas por los indios, del origen y causas de semejante cos­tumbre.

 

En general sabréis cuanto concierne a la religión de la tierra.

 

Y cuidad mucho de doctrinarlos en la verdadera fe, pues ésta es la cau­sa principal porque sus Altezas permi­ten estos descubrimientos.

 

Inquirir de la armada de Juan de Grijalva, y de la carabela que llevó en su seguimiento Cristóbal de Olid.

 

Caso de juntaros con la armada. búsquese la carabela, y concertad dón­de podréis juntaros otra vez todos.

 

Lo mismo haréis si primero se halla la carabela.

 

Iréis por la costa de la isla de Yu­catán Santa María de los Remedios, do están seis cristianos en poder de unos caciques a quienes dice conocer Melchor indio de allí, que con vos lle­váis. Tratadlo con mucho amor, para que os le tenga y sirva fielmente. No sea que os suceda algún daño, porque los indios de aquella tierra en caso de gue­rra son mañosos.

 

Dondequiera, trataréis muy bien a los indios.

 

Cuantos rescates hiciéredes meteréis en arce de tres llaves, de que tendréis vos una, las otras el veedor y el tesorero que nombráredes.

 

Cuando se necesite hacer agua, leña, etc., enviaréis personas cuerdas al mando de él de mayor confianza, que ni causen escándalo ni se pongan en peligro.

 

Si dentro la tierra viereis alguna población de indios que ofrecieren amistad, podréis ir a ella con la gen­te más pacífica y bien armada, mirando mucho en que ningún agravio se les haga en sus bienes y mujeres.

 

En tal caso dejaréis a muy buen recaudo los navíos; estaréis muy sobre aviso que no os engañen ni se entro­metan muchos indios entre los españoles, etc.

 

Avisdo que placiendo a Dios Nuestro Señor hayáis los Xnos. que en la dicha isla de Santa María de los Remedios están cautivos, y buscado que por ella hayáis la dicha armada e la di­cha carabela, seguiréis vuestro viaje a la punta llana ques el principio de la tierra grande que agora nuevamente el dicho Juan de Grijalva descubrió, y co­rreréis en su busca por la costa de ella adelante buscando todos los ríos e puer­tos de ella fasta llegar a la bahía de San Juan, y Santa María de las Niebes, que es desde donde el dicho Juan de Grijalva me envió los heridos e dolien­tes, e me escribió lo que hasta allí le había ocurrido; e allí halláredes, juntaros e ir con el J.; porque entre los españoles que lleváis o allá están no haya diferencias,... cada uno tenga car­go de la gente que consigo lleva,... y entramos  muy  conformes,  consul­taréis lo que más convenga conforme a esta instrucción, y a la que Grijal­va llevó de sus Paternidades y mías: en tal caso los rescates todos se harán en presencia de Francisco de Peñalosa, veedor nombrado por sus Pater­nidades.

 

Inquiriréis las cosas de las tie­rras a do llegareis, así morales como fí­sica, si hay perlas, especiería, oro, etc., particularmente en Santa  María de las Niebes, de donde Grijalva me envió ciertos granos de oro por fundir e fundidos.

 

Cuando saltéis en tierra sea ante vuestro Sno. y muchos testigos, y tomaréis posesión de ella con las solemni­dades usadas: inquirid la calidad de las gentes: porque diz que hay gentes de orejas grandes y anchas, y otras que tienen las caras como perros,... a que parte están las Amazonas, que dicen estos indios que con vos lleváis, que es­tán cerca de allí.

 

Las demás cosas dejo a vuestra prudencia, confiando de vos que en todo toméis el cuidadoso cuidado de hacer lo que más cumpla al servicio de Dios y de SS. AA.

 

En todos los puertos de esta isla do hallareis españoles que quieran ir con vos, no llevéis a quien tuviese deu­das, si antes no las paga o da fianzas suficientes.

 

Luego en llegando a Santa María de las Niebes, me enviaréis en el na­vío que menos falta hiciere, cuanto hubiéredes rescatado y hallado de oro, perlas, especiería, animales, aves, etc., con relación de lo hecho y de lo que pensáis hacer, para que yo lo mande y diga al rey.

 

Conoceréis conforme a derecho en las causas civiles y criminales que ocurran, como capitán de esta armada con todos los poderes, etc. Fechada en esta ciudad de Santiago puerto de esta isla Fernandina, a 23 de Octubre de 1518”.

 

Inicio de la conquista.

 

Pasado esto, la facción velazquista del ejército opinaba que, cumplidas las instruc­ciones dadas al capitán por el gobernador de la Fernandina y obtenido cuantioso rescate, lo procedente era regresar a esta isla.

 

Cortés y sus  amigos sabían que el regreso a Cuba significaba la muerte o la cárcel, por lo que resolvieron poblar la tierra. Para poder cumplir esto se hacía indispensable constituir y crear una autoridad española, por lo que, valiéndose de intrigas y malas artes,. Cortés consiguió la instalación de un Ayuntamien­to, que quedó compuesto por: Alonso Her­nández Puertocarrero, Francisco de Montejo, Cristóbal de Olid, Juan de Escalante, Gonzalo Mejía y Alonso de Avila; todos ellos parciales del conquistador. Constituido el Ayuntamiento -primera autoridad española en la Nueva España-, Hernán Cortés presen­tó su  dimisión del cargo que le había conferido Velázquez y se le aceptó.

 

De inmediato, el Ayuntamiento le ofreció que fuera capitán general del ejército, a lo que Cortés aparentó no consentir -cosa ya convenida-, mas después de ruegos simulados, quedó como jefe de los expedicionarios.

 

La sutil maniobra desligó a Cortés de la autoridad de Velázquez. Ahora sólo depen­dería del monarca español, que era tanto como no depender de nadie, dada la lejanía y dificultad en las comunicaciones.

 

De inmediato hizo la fundación de la Villa Rica de la Veracruz, en los propios arenales de Chalchiucueyehcan, sitio que hoy ocupa el puerto de Veracruz. El nombre se debió a que llegaron el jueves de la Cena y desembar­caron en viernes santo de la cruz y Rica porque un capitán dijo a Cortés que mirase las tierras ricas y  que supiese gobernarlas. Ese lugar fue el primer asiento de la Villa Rica de la Veracruz.

 

Ya asentados, empezaron a tomar conocimiento de la tierra no sólo por las entradas que hicieron, sino también por embajadas oficiosas de los enemigos del imperio, como fue el caso de los totonacas de Zempoala, cuyo cacique, llamado Chicomécoatl, pero apodado “el gordo o temblador”, se puso a disposición de los conquistadores y los invitó a pasar a su ciudad. Días antes, había sido enviada la nao capitana en busca de mejor fondeadero, la cual regresó poco tiempo después e informó de la existencia de una pequeña rada en las cercanías de Quiahuiztlan, un señorío del Totonacapan, situada a unas cuantas leguas al norte de San Juan de Ulúa. Todo esto provocó el abandono de la primera Villa Rica. Cortés se fue por tierra con el ejército, mientras la armada, a vista del li­toral, se trasladó a Quiahuiztlan.

 

En su camino a Zempoala cruzaron el ­río Huitzilapan o de la Antigua y más adelante el de Actopan, que desagua en la Barra de Chachalacas muy cerca de Zempoala.

 

Chicomecoatl salió a recibirlos. Zempoala era una gran urbe muy poblada. El centro del ceremonial religioso estaba circunscrito por una muralla y contenía grandes edifi­cios, situados unos frente a una gran plaza rectangular con un adoratorio en el centro. Todos estos edificios, así como la mayor parte de las casas, eran de cal y canto, con cubrimientos de estuco bellamente bruñido y pintado en brillantes tonos de rojos, azules, verdes y amarillos. Poco después de la conquista, y tal vez como una venganza de Cortés por la ayuda que los totonacas prestaron a Narváez, la ciudad desapareció hasta perderse su memoria, pero fue sacada del olvido a fines del siglo pasado, gracias a los traba­jos  de don Francisco del Paso y Troncoso. Actualmente ha sido repoblada y las casas están construidas sobre los vestigios de gran parte de la ciudad prehispánica, sin que inspiren el menor respeto ni el deseo de conservarlos.

 

Chicomecoatl se unió al ejército y continuaron rumbo a Quiahuiztlan.

 

Quiahuiztlan, cuyas ruinas pueden ser ad­miradas, se encuentra a una legua de la pequeña rada de Villa Rica, a unos cuantos kilómetros de Zempoala, en las laderas del cerro de los Metates, ante una imponente formación rocosa que llamaron los españoles El Bernal. La zona arqueológica presenta estructuras en forma de maquetas de templos que sirvieron como tumbas. Desde ella  se contempla un maravilloso paisaje de la Villa Rica y del mar.

 

Cuando los españoles se instalaban en la población, Hernán Cortés y los caciques de Zempoala y Quiahuiztlan echaban las ba­ses de una alianza militar en contra de los mexicas. Cuando esto sucedía se presentaron en escena unos recaudadores de tributos, que con gran insolencia exigían la contribución de los totonacas. Cortés dispuso que fueran apresados y  apaleados hasta dejarlos casi muertos, pero más tarde los soltó sigilosamente, haciéndoles ver que él no era el cul­pable, sino los totonacas, y que fueran con su amo, a decirle cómo él era su amigo y desea­ba servirlo.

 

Mientras estaban en Quiahuiztlan, sur­gió un nuevo brote de rebeldía de los partida­rios de Velázquez, quienes hasta se apodera­ron de un navío para escapar a Cuba; mas descubiertos, Cortés ahorcó a Escudero, le cortó un pie a Gonzalo de Umbría y reprendió severamente al clérigo Juan Díaz. Como estos intentos podían repetirse,  con el pretexto de que los navíos no estaban para navegar, se puso de acuerdo con pilotos y marineros para que, subrepticiamente, barrenaran los barcos, a fin de hundirlos y en esta forma evitar cual­quier escapatoria de los descontentos.

 

Ha sido común, al hablar de este hecho, decir que Cortés quemó sus naves. Esta idea parte de mediados del siglo XVI, en que se publicó el Túmulo imperial de Francisco Cervantes de Salazar. Poco después, Suárez de Peralta habló también de quema de las naves, pero la realidad es la que se ha expresado.

 

Las naves fueron hundidas en la pequeña rada a que hemos hecho referencia, que se forma gracias a una península rocosa que se interna en el mar unos quinientos metros. El lugar fue escogido por Montejo como fondea­dero, porque dicha península protegía a las naves del viento norte, propio del golfo de México. Uno de los navíos se hundió de viejo, otros fueron barrenados y los demás dados al través, es decir, fueron varados en la playa, con excepción de la nao capitana y dos pequeños bergantines, que fueron conservados. Antes de hundirlos, los desmantelaron, quitán­doles el velamen, la jarciería y todo lo que pudiera  ser de utilidad. Posteriormente la cla­vazón y las tablas se utilizaron en la construcción de las casas de la Villa.

 

Cortés fundó la segunda Villa Rica de la Veracruz, a media legua del mar y a otra media de Quiahuiztlan, cuyos cimientos se conservan todavía. En ese lugar fue enterrado el capitán Juan de Escalante, muerto por los indígenas de Cuauhpopoca, cuando Cortés ya estaba en la capital del Imperio.

 

Desde este lugar escribió su primera Carta de Relación a Carlos V, y obligó a que el ejército y el Cabildo hicieran otro tanto. La carta escrita por Cortés no se ha encontrado hasta la fecha, pero existen testimonios y do­cumentos que hacen imposible negar su existencia. A instancias de William Robertson, el historiador inglés del siglo XVIII, se localizó en Viena el Códice Vindobonensis, cuando trataba de conseguir la carta de Cortés. En este Códice, que no es un original sino un traslado, apareció la carta del Cabildo de la Villa Rica de la Veracruz, que generalmente se publica como si fuera la del conquistador, con sobrada razón, pues seguramente él fue quien la redactó. Alonso Hernández Puertocarrero y Francisco de Montejo fueron los procuradores encargados de conducirlas a Car­los V, yendo con Alaminos en la nao capitana.

 

Esta Villa Rica no tuvo larga existencia y se pasó a la Antigua, que queda al Sur. La población se fundó dieciocho kilómetros río arriba. De este sitio fue trasladada de nuevo a los arenales de Chalchiucueyehcan, en donde estuvo la Venta de Huitrón. Por tanto, fueron cuatro las fundaciones de Veracruz.

 

Hechas estas cosas, los castellanos prepararon su viaje al Altiplano, en busca de Tenochtitlan y de Moctezuma, no sin antes recibir varias embajadas de este monarca con sus respectivos y abundantes obsequios, que, en vez de alejar a los conquistadores, hicieron que tuvieran aún más interés, dada la fabulosa riqueza que representaban.. Por tanto, no dieron ningún resultado los hechizos y argucias de los nigrománticos y menos todavía los ruegos y las súplicas para que no fueran a visitar la capital hasta el fin de su reinado.

 

Llegaron asimismo representantes de Otumba y Axapuzco, que entregaron a Cortés pictografías de sus antigüedades y le ofrecieron su ayuda contra el imperio. Otra em­bajada procedía de Tetzcoco, pues el príncipe Ixtlilxóchitl, molesto porque Moctezuma ha­bía puesto en el trono de esté señorío a su hermano, ofrecía su ayuda interesada a los españoles. Todo esto ayudó a Cortés a conocer la situación político-social imperante, que se canalizada en contra de los mexicas.

 

Dejaron en la villa a la marinería y a los soldados viejos, bajo las órdenes de Juan Escalante, que a poco fue muerto como ya hemos dicho.

 

Después de Quiahuiztlan pasaron otra vez a Zempoala, en donde, por instrucciones de Cortés y Olmedo, Aguilar y la Malinche afearon a los totonacas la práctica de los Sa­crificios humanos. Además, Cortés, irreflexivamente, ordenó el derrocamiento de los ídolos del Templo Mayor, cosa que cansó enorme excitación y desconsuelo entre los totonacas, aunque por otra parte sirvió para sus fines, pues se dieron cuenta que sus dioses eran notoriamente inferiores a los teules blan­cos y barbados, ya que no habían podido con­trarrestar su fuerza. El fraile Olmedo criticó al conquistador por el procedimiento, porque en esa forma crearía un gran descontento y no abrazarían la nueva fe.

 

No aceptaron tropas zempoaltecas que los acompañaran a México, sino tan sólo ad­mitieron cargadores o tamemes para el trans­porte del fardaje del ejército.

 

Dejaron atrás la árida costa y pasaron por Rinconada Antigua -según informa Cervantes de Salazar-, cerca de la actual Rinco­nada, a la orilla de la carretera de Veracruz a Jalapa. En cuatro jornadas llegaron a esta población, que, como ahora, era un vergel. El clima era diferente, pues se habían  terminado los calores sofocantes de la costa y a más de mil metros de altitud el aire se hacía más ligero, aunque se mantenía la humedad.

 

 De allí continuaron a Sienchimalen, Xocochima, Xico el Viejo o Xico a secas, como ahora se conoce. Pero pasaron por Coatepec o cerca de él y caminaron por todo ese tra­yecto, hoy aromatizado deliciosamente por flores de naranjo y de cafeto.

 

Siguieron su camino por tierras áspe­ras y barrancas profundas, hasta el punto más elevado, llamado puerto del Nombre de Dios.. Aquí iniciaron el descenso y llegaron a Ixhuacan, conocido hoy como Ixhuacan de los Reyes, estado de Veracruz. Los cronistas corrompieron la grafía de este toponímico y le llamaron Tejutla, Teuhixuacan o Teixuacan. También fueron recibidos afablemente y les proporcionaron bastimentos.

 

En Ixhuacan empieza el descenso, durante el cual sufrieron intenso frío y las moles­tias del polvo, y del suelo cubierto de lava, que lastimaba mucho a los caballos. A esto le llamaron el Mal País, región aledaña al Cofre de Perote, que se prolonga hasta las cercanías de la laguna de Alchichica. Los castellanos penetraron en los llanos del Salado entre el Cofre de Perote y el Pico de Orizaba, eminencias de más de 4.000 y 5.000 metros, respectivamente.

 

El Salado es una amplia región salitrosa y pantanosa que se extiende entre los montes ya dichos, estribaciones del cerro de la Malinche y Libres, antes San Juan de los Llanos. Es una zona despoblada en la que se encuentran unas lagunas de agua salada que llevan los nombres de Alchichica, Quecholac, Tlachac y Texcatl, que aunque no están rodeadas de vegetación, son bellas. Algunos piensan que fueron antiguos cráteres.

 

Poco después de atravesar una parte de la zona indicada, pasaron cerca de Tenextepec.

 

Durante el trayecto por el Salado, pade­cieron sed, hambre y frío. Al llegar a las la­gunas de referencia, trataron de saciar la sed, pero se encontraron que el agua era amarga por su alto grado de salinidad. Algunos enfer­maron por haberla bebido.

 

Después caminaron por Jalapazco y Te­peyahualco. La hueste tomó rumbo al no­roeste y, al terminar el Salado, se abre un puerto que comunica con un valle angosto, que atravesaron para iniciar la ascensión de unas sierras bastante quebradas y llegar al valle de Zacatami o Caltanmic, en el que encontraron dos poblaciones importantes: Zautla e Ixtac-imaxtitlan.

 

Olintetl, el cacique de Zautla, los recibió con agrado, pero cuando Cortés le empezó a explicar que venía de parte del monarca español a visitar a Moctezuma y le preguntó de quién era vasallo, el cacique le contestó: “¿Y quién no es vasallo de Moctezuma?”, con lo que quiso decir que allí era el señor del mundo. Le hizo otra clase de razonamiento, solicitó informes sobre el poder del mexica y la ciudad de Tenochtitlan y, por último, le pidió oro, a lo que contestó que no podía dárselo sin permiso de aquél. Los caciques de las cercanías trajeron al capitán alguna que otra joya, sin gran valor.

 

El capitán trató de destruir los ídolos y poner en su lugar una cruz. Olmedo lo disua­dió, pues con razón pensó que los indígenas podían cometer algún desmán con ese símbo­lo cristiano.

 

De Zautla continuaron hacia Ixtac-imaxtitlan, población a quien algunos soldados portugueses llamaron Castilblanco. Como cerca de esta población  daban principio los dominios de Tlaxcala, Hernán Cortés envió dos embajadores para que solicitaran de la Señoría que se recibiera de paz a los castellanos. Estos embajadores eran, según unos, zempoaltecas y, según otros, de Metztitlan, ya que en la lámina primera del Lienzo de Tlaxcala la figura aparece con una media luna pintada en la pierna izquierda.

 

Esta república era una nación indepen­diente de la mexica y aunque procedían de un tronco común y poseían religión, lengua y costumbres iguales, constituían un estado con jurisdicción sobre un determinado territorio y con autoridades propias.

 

Se gobernaba a través de la reunión de los señores de cuatro cabeceras: Tepeticpac, Tizatlan, Ocotelolca y Quiahuiztlan. A la reu­nión de ellas se ha dado en llamarles el senado de Tlaxcala. Hay que aclarar de inmediato que la ciudad de Tlaxcala, capital del estado del mismo nombre, no existía en la época prehispánica, puesto que es una fundación española. Ante el senado se presentó por los embajadores la solicitud del ejército español para ser recibido, que fue  discutida en pleno.

 

Maxizcatzin, señor de Ocotelolco, opinó que fuesen recibidos de buena gana esos teules, pues si eran los qué según la tradición tenían que venir, entrarían a la ciudad así se les opusiera resistencia.

 

Xicotencatl, señor de Tizatlan, expresó que era don de dioses dar hospitalidad a los extranjeros, pero no cuando venían para hacer daño, máxime que no se sabía con certeza si eran dioses, que mejor se les combatiera, que si resultaban mortales no habrían caído en engaño y, si eran inmortales, tiempo habría para reconciliarse con ellos. Al final de la discusión privó la opinión de Xicotencatl, iniciándose los prepa­rativos para resistir a los españoles.

 

Este procedimiento fue dilatado, por lo que el capitán, desesperado porque sus emisarios no retornaban, dejó Ixtac-imaxtitlan y avanzó rumbo a Tlaxcala. Tocó Uliyocan o Iliyocan, "lugar de alisos", fuera todavía de los límites de este país.

 

Andadas unas cuantas leguas tropeza­ron con "una gran cerca de piedra seca, tan alta como estado y medio, que atravesaba todo el valle de la una sierra a la otra, y tan ancha como veinte pasos, y por toda ella un pretil de pie y medio de ancho para pelear desde encima y no más de una entrada, tan ancha como diez pasos; y en esta entrada doblaba la una cerca sobre la otra a manera de rebellín, tan estrecho como cuarenta pasos, de manera que la entrada fuese a vueltas y no a derechas".

 

Para Cortés, esta muralla fue construi­da por los señoríos de Ixtac-imaxtitlan y Zautla, dependientes del Imperio, para defenderse de los tlaxcaltecas. Bernal, por el contrario, dice que la construyeron éstos. Creemos que el primero está en lo justo, puesto que los de la república no defendieron este bastión. Respecto a la muralla, Lorenzana nos ratifica su existencia y nos dice cómo se conservan restos de la misma en todo ese distrito y que los más importantes parten de un gran peñasco que llaman la Mi­tra, encontrándose en el piso los restos de los cimientos de la misma. Por nuestras propias investigaciones personales, hemos podido comprobar tal hecho al recorrer esa misma zona.

 

Traspuesta la cerca, Cortés se encontró dentro del territorio de Tlaxcala y, a poco andar, tuvo un primer encuentro en el que perdió dos caballos; mas, repuestos de la sorpresa, vencieron a sus oponentes. Posteriormente los tlaxcaltecas negaron esta bata­lla, e hicieron recaer la culpa en unos otomíes a quienes se les había autorizado a vivir en esa zona, o sea Tecoac o Tecoaccinco, que podemos situar en la región de Coaxamalu­can, la Laguna y Zotoluca, ranchos de cría de ganado bravo.

 

Posteriormente el ejército acampó en el cerro de Tzompantepec. Los cronistas ofrecen una terrible anarquía en cuanto a la gra­fía de este nombre. geográfico y le llaman Tehuacingo, Zompancingo, Tecotzingo, Tzopachtzingo, etc. Todas ellas corresponden en la realidad  al actual San Salvador Tzompantepec o de los Comales. Entre este pueblo y San Andrés Ahuahuaztepec se libraron las batallas entre los castellanos y los tlaxcaltecas, que estaban comandados por el capitán Xicotencatl.

 

En las laderas del cerro y llanos circun­vecinos, se encuentran a cada paso, y en gran cantidad, cerámica prehispánica y restos de materiales bélicos de obsidiana y pedernal, signo inequívoco de que en ese sitio tuvieron lugar las famosas batallas entre castellanos y tlaxcaltecas.

 

Los documentos de origen tlaxcalteca no se refieren en lo más mínimo a estas batallas; así, el Lienzo de Tlaxcala, el Códice entrada de los españoles en Tlaxcala, la Historia de Tlaxcala, de Diego Muñoz Camargo, y las Informaciones de méritos y servicios de la propia república pasan por alto estos célebres episodios que consignan Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo, Andrés de Tapia, Bernardino Vázquez de Tapia, fray Francisco de Aguilar y demás cronistas e historiadores.

 

El motivo de este proceder fue porque los tlaxcaltecas participaron en la destruc­ción del imperio mexica, proporcionaron eficaz ayuda en la conquista y colonización de la Nueva España y tuvieron siempre privi­legios y distinciones que nunca se hicieron extensivos al resto de la población indígena. Todo ello hizo que se consideraran españoles y se avergonzaran de haber tomado las armas en contra de Hernán Cortés.

 

Tenemos que recordar que Tlaxcala fue utilizada como fundente en la colonización de la Nueva España para pacificar y atraerse a los indígenas rebeldes. Con este propósito, cientos de familias tlaxcaltecas colonizaron: San Esteban de Nueva Tlaxcala, junto a Saltillo; San Miguel de Mexquitic, en San Luis Potosí; Colotlan, en Jalisco; San Cristóbal las Casas, Chiapas, y hasta en Gua­temala. Además, los caciques de la señorío iban frecuentemente a España a visitar al mo­narca español y fueron de tal manera leales a la metrópoli, que, cuando el señor Hidalgo dio el grito en 1810, la república de Tlaxcala se expresó en duros términos sobre la revolución y su caudillo.

 

Derrotados los de Tlaxcala, el capitán Xicotencatl se presentó ante Cortés con una numerosa comitiva a ofrecer la paz de parte del senado y a pedirle ser admitidos como amigos. Era Xicotencatl, según Bernal Díaz, "alto de cuerpo y de grande espalda y bien hecho, y la cara tenía larga y como hoyosa y robusta; y era de hasta treinta y cinco años, y en el parecer mostraba en su persona gravedad". Terminada la plática, invitó a Cortés a pasar al señorío de Tizatlan, resi­dencia de Xicotencatl el Viejo.

 

Tizatlan está a corta distancia de la ciu­dad de Tlaxcala, en una eminencia. Hay en este lugar una capilla de indios del siglo XVI y restos de pintura de las ruinas del templo de uno de los adoratorios.

 

Ya en Tizatlan, los conquistadores fueron muy halagados y regalados, y a partir de esta fecha los tlaxcaltecas se constituyeron en sus incondicionales aliados, a fin de destruir el poderío de sus temibles adversarios los mexicas, e instaron a Cortés para que no continuara su viaje rumbo a México por Cholula, ciudad enemiga de ellos.

 

Matanza de Cholula.

 

Era Cholula un importantísimo centro religioso y una urbe muy poblada. El con­vento franciscano del siglo XVI y la Capilla Real fueron edificados sobre templos prehispánicos, al igual que las otras treinta y ocho iglesias que tiene esta ciudad.

 

Una vez en Cholula, el conquistador creyó observar que se habían hecho preparativos para atacarlos, porque la ciudad estaba desierta y en las azoteas de las casas tenían una gran provisión de piedras. Esto, unido a otras informaciones falaces y no compro­badas, hicieron que por miedo se decidiera a atacar por sorpresa a los de Cholula y se rea­lizara una matanza a todas luces injusta e inhumana.

 

La razón esgrimida para dar justificación a tal hecho, fue que Moctezuma tenía en las afueras de Cholula un ejército de veinte mil hombres para atacar, en connivencia con los de esta ciudad, a los españoles.

 

La matanza de Cholula se difunde rápida­mente por toda la tierra, lo que sirve para que de ahí en adelante la marcha del ejército se convierta en un paseo militar, ya que, ante semejante acto, nadie osa interponerse en su camino.

 

Por Cholula se dirigieron rumbo a los volcanes, por lo que pasaron por los ranchos de Ixcalpan, hoy Calpan, estado de Puebla.

 

En el lapso de este recorrido, Moctezuma envió embajadas, agoreros y nigrorantes, con la idea de impedir la entrada de los cas­tellanos en Tenochtitlan, actividades que por supuesto no dieron ningún resultado favora­ble,  pues los blancos siguieron rumbo a esa ciudad.

 

Calpan queda en las estribaciones de los volcanes Popocatepetl e Iztaccíhuatl, hacia los que ascendieron y llegaron al Paso de Cortés. Desde este lugar pudieron presenciar el maravilloso espectáculo que  presentaba el valle de México, con su región lacustre y sus populosas ciudades pintadas de vi­vos y relucientes colores, muchas de ellas que emergían de la laguna de Tetzcoco.

 

En el  descenso se encontraron con Amecameca, población de 20.000 habitantes, que tenía como señor a Cacamatzin, quien recibió a Cortés y los suyos, aposentándoles y obsequiándoles con algunas joyas de oro y otros objetos.

 

Después llegaron a Tlalmanalco, per­tenencia de Chalco y nada amigos de los mexicas, por lo que se quejaron a Cortés del comportamiento de Moctezuma.

 

De este sitio no pararon sino hasta la laguna de Chalco, en cuyas riberas se asienta Ayotzingo, el puerto más importante de la laguna, por donde, en canoas, se llevaban a Tenochtitlan los productos provenientes de la costa del golfo de México. Los cronis­tas, como siempre, afearon o corrompieron el nombre, consignándolo como: Acacingo, Ayucingo, Ayoango, Aiocingo, etc.

 

Ayotzingo era un pueblo que estaba construido parte sobre la laguna y parte en una sierra áspera y pedregosa; situación que coincide exactamente con la del pueblo actual.

 

En Ayotzingo murió fray Martín de Va­lencia, a las órdenes del cual llegaron los pri­meros doce franciscanos. Estando ya gravemente enfermo, lo llevaban rumbo a México, mas, sintiéndose muy mal, lo desembarcaron y expiró a la orilla de la laguna.

 

La hueste conquistadora continuó su camino entre la pequeña sierra y la laguna, pa­sando por Tezompa y Tetelco, desde donde pudieron ver a Mixquic, que era una isla rodeada de chinampas.

 

No hay dudas acerca de su paso por Ix­tayopa y Tulyéhualco, de donde arrancaba la calzada que dividía los lagos de Chalco y Xochimilco y en la cual se localiza Tláhuac, antes Cuitlahuac, otra zona chinampaneca. Por esta calzada llegaron al norte del lago de Xochimilco, más o menos por Tlaltenango o Tlaltenco, para seguir después entre los ce­rros de San Nicolás y Xaltepec y pasar al norte del cerro de la Estrella, hasta llegar a Ixtapalapa, o sea la punta de una península que se formaba entre los lagos de Tetzcoco, Chal­co y Xochimilco. En la ladera sur del cerro de la Estrella está Culhuacán, población de gran relevancia en la época prehispánica.

 

En Ixtapalapa fueron recibidos por Cuitlahuac, señor de ese lugar, y por el de Coyo­huacan y otras personas de la nobleza. Los alojaron cómodamente y les obsequiaron con mujeres y oro, todo en nombre de Mocte­zuma.

 

Tenía cerca de 20.000 habitantes, y lla­mó la atención de Hernán Cortés por sus bien labradas casas, por sus frescos y aromados jardines, albercas de agua dulce y pájaros de todas clases.

 

Llegada a Tenochtitlan.

 

El arribo de los europeos a la ribera de la laguna causó gran sensación. Los habi­tantes de las ciudades se agolpaban junto a las casas en que aquéllos se alojaban y mu­chos llegaban en canoas. Todos querían ver a aquellos hombres blancos y barbados, a los caballos y lebreles; les asombraban su indumentaria, sus armas, las armaduras y yelmos. Los españoles por su parte, a la par que atemorizados por tanta gente que los rodea­ba, estaban maravillados de que sus ojos hubieran tenido oportunidad de ver un mundo tan original, tan distinto a lo por ellos conocido, que más les parecía cosa de en­cantamiento que realidad. Hay que recor­dar, además, que la mayor parte de estos españoles procedía de pequeños pueblecitos y que, por tanto, nunca habían visto tanta gente junta. Toledo, la mayor ciudad española, no llegaba a 40.000 habitantes; Madrid era aldea de 5.000, mientras que la gran Tenoch­titlan se acercaba a los 300.000, Tetzcoco a los 80.000 e Ixtapalapa, como ya se dijo, a unos 20.000.

 

Por último, el martes 8 de noviembre de 1519, Hernán Cortés ordenó a sus soldados marchar rumbo e la capital del Imperio, a pesar de la insistencia de Moctezuma para que no entrasen.

 

Delante del ejército caminaba un indígena que a grandes gritos pregonaba, en lengua mexicana, que aquel que osara atravesarse por el camino sería inmediatamente muerto.

 

Luego de caminar media legua, entraron por una calzada en la que cabían holga­damente ocho caballos, en hilera, tan derecha, que de no haber sido por una rinconada se podían haber visto las casas de México. La distancia de esta ciudad a Ixtapalapa era de dos leguas: aproximadamente 10 kilómetros y medio. A medida que se internaban en la laguna, pudieron admirar las poblaciones de Mexicalt­zingo, Culhuacan; Huitzilopochco y Coyohuacan.

 

Por la lectura de las crónicas de Bernal Díaz, Hernán Cortés, Francisco López de Gómara y fray Juan de Torquemada conocemos la existencia de una calzada que partía de la ciudad hacia el sur y que recibía el nombre de calzada de Ixtapalapa. Consistía en una especie de dique construido mediante hiladas paralelas de pilotes, que servían para contener el relleno. De cuando en cuando presentaba cortaduras para dar paso al agua y las canoas; cortaduras que se cruzaban por puentes de tablones o troncos.

 

La calzada debió de llamarse de Coyohuacan o Xochimilco y no de Ixtapalapa, pues fue construida, durante el reinado de Itzcoatl, por tecpanecas y xochimilcas cuando fueron vencidos por el poder de los mexicas, a fin de comunicar a estos pueblos con Tenochtitlan. Posteriormente se construyó el ramal que iba a Ixtapalapa y que caía casi perpendicularmente en la principal. Los espa­ñoles, después de entroncar con la calzada en cuestión, llegaron a un lugar fortificado conocido como Xolotl, el mismo en donde se unía la rama que venía de Coyohuacan. Este lugar puede ser ubicado actualmente en la antigua parada de los tranvías conocida como Lago, en la calzada de Tlalpan, y no, como preci­san algunos, en la intersección de esta misma vía con la que se dirige a Ixtacalco.

 

Al fuerte de Xolotl llegaron cientos de nobles y principales a recibir a los teules, obsequiarlos y rendirles acatamiento.

 

Terminada esta ceremonia continuaron su camino hasta una ancha cortadura que daba paso a las aguas de la acequia de Xoloc, Xoloco o Xoluco. Esta acequia la cruzaba el puente de igual nombre. En la ciudad colonial, la acequia y el puente recibieron el nombre de San Antón, porque junto a ellos se construyó el convento de San Antonio Abad. Todo esto era cerca de las casas de Pedro de Alvarado.

 

Actualmente, la acequia, ya cegada, re­cibía el nombre de Calzada de Chimalpopoca, mas las obras del periférico de Tlalpan cambiaron la fisonomía de esta zona. Sólo quedan restos del claustro del convento y de la iglesia, convertida en bodega.  Damos toda esta explicación porque éste fue él sitio en que tuvo lugar la primera entrevista entre Hernán Cortés y Moctezuma.

 

El mexica se presentó transportado en andas y servido por la nobleza. Estaba lujo­samente vestido y con calzado con suelas de oro. Al frente de él marchaba uno como heraldo, con un  bastón de oro, que levantaba en señal de que nadie  debía acercarse. Al bajarse, fue tomado de los brazos por los señores de Tetzcoco e Ixtapalapa. A su paso barrían el suelo y tendían ricas mantas, sobre las que él pisaba. Nadie osaba mirarle a la cara.

 

El conquistador se apeó de su caballo y saludó respetuosamente. El mexica y sus acompañantes hicieron una reverencia. Terminado este primer acto, la comitiva siguió por lo que es hoy la calle de Pino Suárez, hasta un lugar llamando Huitzilan, que ahora ocupa el Hospital de Jesús.

 

Aquí pasó el hecho más trascendente, lo que decidió la suerte de los mexicas. Moctezuma, dirigiéndose a Cortés, en tono por demás dramático, dijo: "Yo soy Moctezuma", y entonces, enhiestóse delante del capi­tán, haciéndole gran reverencia, y enhiestóse luego de cara a cara del capitán cerca de él y comenzó a hablar de esta manera: "¡Oh, señor nuestro! Séais muy bien venido; habéis llegado a vuestra tierra y a vuestro pueblo y a vuestra casa México; habéis venido a sentaros en vuestro trono y en vuestra silla, el cual yo en vuestro nombre he poseído algunos días. Otros señores, que ya son muertos, le tuvieron antes que yo; el uno que se llama Itzcoatl, y el otro Moctezuma el Viejo, y el otro Axayacatl, y el otro Tizoc, y el otro Ahuizotl. Yo, el postrero de todos, he venido a tener cargo y regir este vuestro pue­blo de México; todos henos traído a cuestas a vuestra República y a vuestros vasallos; los difuntos ya no pueden ver ni saber lo que ahora pasa; ¡plugiera a aquél por quien vivi­mos que alguno de ellos fuera vivo y en su presencia aconteciera lo que acontece en la mía! Ellos están ausentes, señor nuestro; ni estoy dormido, ni soñando; con mis ojos veo vuestra cara y vuestra persona; días ha que yo esperaba esto; días ha que mi corazón está mirando aquellas partes por donde habéis venido; habéis salido de entre las nubes y de entre las tinieblas, lugar a todos escondi­do. Esto es, por cierto, lo que nos dejaron dicho los reyes que pasaron, que habíais de volver a reinar en estos reinos,  que habíais de asentaros en vuestro trono y en vuestra silla; ahora veo que es verdad lo que nos dejaron dicho. Seáis muy bien venido; trabajos ha­bréis pasado viniendo desde tan largos caminos; descansad ahora aquí, ésta es vuestra casa y vuestros palacios, tomadlos y descan­sad en ellos con vuestros capitanes y compañeros que han venido con vos".

 

En este párrafo, que consigna Sahagún en el Libro XII, de su Historia de las cosas de la Nueva España y que es una versión in­dígena por él recogida,  está resumida toda la tragedia del pueblo tenochca y de su gober­nante. Las tradiciones existentes cayeron pesada y estruendosamente sobre ellos. Quetzalcóatl estaba de regreso, suyo era el trono. Todo lo que se hiciera era inútil.

 

Malinche transmitió al capitán el discurso de Moteczuma y aquél respondió: "Decidle a Moctezuma que se consuele y huel­gue y no haya temor, que yo le quiero mucho y  todos los que conmigo vienen, y de nadie recibirá daño; hemos recibido gran contento en verle y conocerle, lo cual hemos deseado muchos días ya y se ha cumplido nuestro deseo; hemos venido a su casa a México; despacio nos veremos y hablaremos".

 

Acomodados en el palacio de Axayacatl, su curiosidad les llevó a conocer la ciudad: recorrieron el recinto sagrado, treparon por las escalinatas de los templos, admiraron desde lo alto del Templo Mayor la ciudad lacustre, las calzadas que comunicaban a la tierra firme y quedaron maravillados de su belleza. Una de las cosas que más atrajo su atención fue el mercado de Tlatelolco, en donde se ex­pendían toda clase de productos, la mayor parte de  los cuales eran desconocidos  para los europeos.

 

Descubren los españoles en el palacio de Axayacatl la existencia de un tesoro, consis­tente en objetos de oro, de pluma, mantas de algodón, objetos de cobre y cerámica, tesoro que no es tocado por el momento y que dejan oculto tal y como se encontraba.

 

Días después reciben Cortés y Moctezuma noticias de la costa en el sentido de que Juan de Escalante y unos soldados espa­ñoles han sido muertos por el cacique de Nauhtla, llamado Cuauhpopoca. Cortés se indigna, decide apoderarse de Moctezuma y lo obliga a llamar a dicho cacique, quien es ajusticiado, junto con otros, en México.

 

Pánfilo de Narváez arriba a las costas de Veracruz con una expedición compuesta de 18 barcos, buen número de soldados y caballos, para tratar de apresar a Cortés, por or­den de Diego Velázquez. Al enterarse, Moctezuma se muestra contento, porque piensa que Cortés, que había destruido sus navíos, ahora en éstos podría irse. Cortés no recibe con agrado la mencionada noticia, pues sabía que sólo se podía tratar de gente de Velázquez con instrucciones de apresarlo. Envía primero al fraile Olmedo, quien en el campo de Narváez realiza una labor de quinta columna y deja todo dispuesto para que al llegar Cortés pueda destruir fácilmente a este capitán. Cortés sale de Tenochtitlan, llega a las cercanías de Zempoala y vence a Narváez.

 

Cuando esto acontece, en México surge una revolución en contra de los españoles por culpa de Pedro de Alvarado, que realiza una matanza, injusta a todas luces, en el Templo Mayor.

 

Salida de Cortés.

 

Cortés regresa a la ciudad, entra en ella y queda sitiado en sus cuarteles. Los mexi­canos atacan a los españoles, dejan de proveerlos de alimentos y erigen a Cuitláhuac como monarca y caudillo militar, el cual muere poco después de viruelas, que le contagia un soldado de Narváez. Lo substituyen por Cuauhtémoc, que era el gobernador de Tla­telolco y pertenecía a la nobleza.

 

Cortés desesperado por la situación, pre­tende calmar a los mexicanos exigiendo a Moteczuma que salga a una azotea y hable a su pueblo. Esto no da resultado, porque los mexicanos ya no obedecen ni respetan a este rey y, por el contrario, le lanzan proyectiles, uno de los cuales le da en la cabeza. Los españoles dicen que murió a consecuencia de ese golpe, pero los indígenas hacen respon­sables de la muerte de Moteczuma a los es­pañoles, diciendo que lo asesinaron metién­dole una espada por las partes bajas. El cadáver de Moctezuma es puesto cerca de la tapia del recinto sagrado y sus deudos lloran por él y después incineran el cuerpo.

 

Como el empuje de los mexicanos arrecia­ra, Cortés se ve precisado a salir de la ciu­dad, iniciándose así el episodio de la Noche Triste. El ejército se dirige por la calzada de Tacuba y los españoles tienden un puente en la primera cortadura. Pronto los mexica­nos se dan cuenta de que Cortés pretende escapar y brotan por todos lados indígenas que atacan sin cesar. Los castellanos no pueden continuar hacia delante sino hasta que las siguientes cortaduras se llenan de cadáveres de hombres y caballos y pasan sobre ellos.

 

Cuarenta jinetes, más o menos, al mando de Juan Velázquez de León, se ven obligados a retroceder hasta el Centro de la ciudad, en donde, después de combatir durante varias horas, son hechos prisioneros y sacrificados. El resto del ejército logra llegar a tierra firme y descansar brevemente en Popotla (árbol de la Noche Triste), sin que el acoso de los mexicanos termine. Los españoles se dirigen a Tlaxcala, pero, a su paso por Otumba, un gran ejército les cierra el paso, y están a punto de ser totalmente destruidos, si no es que aquél se dispersa gracias a que Cortés derriba a su jefe.

 

La Noche Triste.

 

De lo primero que se preocupó Her­nán Cort6s al llegar a Tenochtitlan fue tratar de poner en claro el porqué del levantamiento, aunque Pedro de Alvara­do trató de justificar su actuación al afirmar que le dieron guerra para tratar de liberar a Moctezuma y sustituir la ima­gen de la Virgen por Huitzilopochtli. El capitán no le dio fe, y le reprendió acremente por lo acaecido, diciéndole “que era muy mal hecho y grande de­satino e poca verdad”.

 

Por tanto, con esta condenación el propio Hernán Cortés acepta la responsabilidad de Alvarado en la “matanza del Templo Mayor” y todo lo que conforma este execrable hecho pasa a su cargo.

 

Si bien los mexicas permitieron la entrada de Hernán Cortés en la ciudad y permanecieron quietos por unas horas, pronto dejarían esta actitud al desatarse cruentos ataques que pon­drían a los españoles en grave peligro. Por otra parte, cesaron los abasteci­mientos de alimentos y se cerró el mercado.

 

El capitán se sorprendía de la situa­ción, pues estaba absolutamente convencido del control que mantenía sobre los mexicanos, y ello había constituido para él un motivo de vanagloria ante los soldados de Narváez durante el trayecto de Zempoala a Tenochtitlan.

 

Los mexicas atacaron fieramente a sus enemigos, iniciándose así una tremenda guerra.

 

Nada adelantaban los españoles a pesar de los estragos operados por la artillería ni la efectividad de las cortan­tes espadas. Los tenochcas peleaban bravamente, y como eran tantos, los muertos eran sustituidos inmediatamente como si nada hubiera pasado. Se provocó un incendio y algunos sol­dados penetraron en la fortaleza, es­tando a punto de vencer definitivamen­te a los invasores. Mucho influyó en esto el hecho de que llegara la noche, por lo que suspendieron el ataque.

 

Al día siguiente, el capitán quiso ven­gar la afrenta, pero cuando salió ya le esperaban los mexicas. De nuevo las armas hispanas causaban gran mortandad, pero esto tenía sin cuidado a los aguerridos mexicanos, que estaban dispuestos a todo, con tal de acabar con los castellanos.

 

Mientras tanto, los tenochcas conti­nuaron atacando cada vez con más ahínco, poniendo en grave aprieto a los españoles. Cortés, atemorizado, recu­rrió a un método que le había dado re­sultado cuando la matanza hecha por Alvarado, o sea pedir a Moctezuma su intervención para tratar de calmar a sus súbditos. Según Bernal Díaz del Casti­llo, sucedió así:

 

“Y viendo todo esto acordó Cortés que el gran Moctezuma les hablase desde una azotea, y les dijese que cesa­sen las guerras, y que nos queríamos ir de su ciudad. Y cuando el gran Mocte­zuma se lo fueron a decir de parte de Cortés, dicen que dijo con gran dolor: ‘¿Qué quiere ya de mí Malinche, que yo no deseo vivir ni oírle, pues en tal estado por su causa mi ventura me ha traído?’ Y no quiso venir, y aun dicen que dijo que ya no le quería ver ni oír a él ni a sus falsas palabras ni promesas y mentiras. Y fue el padre de la Mer­ced y Cristóbal de Olid, y le hablaron con mucho acato y palabras muy amo­rosas”.

 

Moctezuma, muy a pesar suyo, acce­dió a presentarse ante sus súbditos, para lo cual subió a una azotea. Lo protegían unos españoles con sus rodelas y le acompañaba la Malinche para comunicar a Cortés lo que decía y lo que le contestaban. En un principio pareció tener éxito, pues su pueblo al verlo se postró ante su presencia, y él les dijo que si estaba con los españoles era porque quería, que podía salir a su gus­to, que no siguieran la guerra, pues no había razón para ello, que los cas­tellanos saldrían de la ciudad. Pero al terminar su alocución, se le increpó, pues llegaron hasta llamarlo bellaco y mujer de los españoles, según las fuen­tes indígenas.

 

La versión española nos asegura que unos principales se acercaron donde él estaba y le dijeron que, sintiéndolo mu­cho, habían nombrado ya a Cuitláhuac como su sucesor, con lo que acabarían con los españoles. Seguidamente se desencadenó una gran pedrea, y por descuido de los rodeleros, una gran pie­dra del tamaño de una pelota le dio en la sien, muriendo en consecuencia. La versión indígena nos dice que, aun­que le hubieran dado una pedrada no le podían haber causado ningún mal porque hacia más de cinco horas que había muerto.

 

Como vemos, la medida tomada por Cortés no tuvo éxito, sino que ocasionó la muerte de Moctezuma.

 

La situación general del ejército se tornaba cada día más precaria. De tal forma escaseaban los víveres, que sólo se disponía de una tortilla para cada uno de los aliados y de un puñado de maíz para los castellanos; faltaban municiones y el desaliento se había apoderado del ejército, quejándose muy acremente respecto del capitán que los había puesto en tal situación, con inmi­nente peligro de perder sus vidas. Tal era el estado de las cosas el último día del mes de junio de 1520.

 

Esta situación provocó que capitanes y soldados requirieran al capitán que procediera de inmediato a dejar la ciu­dad. ­Influyó también en esta decisión la opinión de un soldado, de nombre Blas Botello Puerto de Plata, al parecer as­trólogo, que pronosticaba la muerte de todos ellos.

 

Aceptada por el capitán la propues­ta de los capitanes, e influida sin duda la decisión por la sentencia de Botello Puerto de Plata, se procedió a dejar expedita la salida por la calzada de Tlacopan, habiéndose cerciorado de que las cortaduras y puentes estaban en buenas condiciones para ser utilizadas en la salida, llegando en este recono­cimiento hasta las cercanías de Chapultepec.

 

El capitán dio órdenes para que du­rante la marcha por la calzada de Tlacopan el ejército avanzara como sigue: la vanguardia al mando de Gonzalo de Sandoval, auxiliado por los capitanes Antonio de Quiñones,  Francisco de Acevedo, Francisco de Lugo, Diego de Ordaz y Andrés de Tapia. La tropa estaba constituida por 200 hombres de infantería y 20 de a caballo.

 

Para poder cruzar las cortaduras se construyó un puente móvil de tablones, que debería ser transportado por cuatro mil tlaxcaltecas, custodiados por cincuenta soldados bajo las órdenes de Magarino.

 

El centro de la columna lo ocupaban Hernán Cortés, Alonso de Avila, Cristóbal de Olid y Bernardino Vázquez de Tapia:  la artillería era conducida por doscientos cincuenta aliados y defendida por cuarenta rodeleros; luego el quinto del rey iba a lomo de bestia, así como la parte de Cor­tés; después el bagaje del ejército; y doña Marina y demás mujeres, custo­diadas por trescientos aliados y trein­ta españoles.

 

La postrera parte del ejército estaba comandada por Pedro de Alvarado y Juan Velázquez de León; gente de in­fantería y buena parte de jinetes.

 

Dejemos la palabra al capitán Alonso de Aguilar, o sea fray Francisco de Aguilar, testigo presencial  que nos hace un relato por demás dramático de lo acontecido:

 

“Hecho esto, venida ya la noche, el capitán Hernando Cortés con los demás capitanes dieron orden cómo todos saliesen con gran silencio; mas empe­ro, todo esto no bastaba ni era posible salir, porque la claridad de la luna y braseros de lumbre que había en las calles y azoteas lo estorbaba, y así no se podía hacer sin ser sentidos. Había muchos enfermos cristianos, heridos: diose remedio cómo en algunos caba­llos saliesen dos o tres de ellos así que apenas hubo caballos para todos. Estando en esto, ya que anochecía se levantaron unos remolinos y torbelli­nos, de manera que a las nueve o diez de la noche comenzó a lloviznar y tronar y granizar tan reciamente, que parecía romperse los cielos. Cosa cierta que más parecía milagro que Dios quiso hacer por nosotros para salvarnos, que cosa natural, porque era imposible que todos nos quedáramos aquella noche allí muertos. Llevábamos la ya dicha puente levadiza para pasar, la cual como cargaron sobre ella se quebró e hizo pedazos, por manera que cinco o seis calzadas o acequies que había de agua, bien de dos estados en ancho poco más o menos, hondas y llenas de agua, no había cómo pasarse, salvo que proveyó nuestro Señor el fardaje que llevábamos de indios e indias car­gados. Aquestos metiéndose en la pri­mera acequia se ahogaron, y el hanto (sic) y hacían puente por donde pasá­bamos los de a caballo. De manera que echábamos delante el fardaje, y por los que allí se ahogaban, salíamos de la otra parte; y esto se hizo en las demás acequias, donde a revuelta de los indios e indias ahogados quedaban algunos españoles. Y ya que habíamos pasado las acequias y salido con gran silencio al cabo de la calzada estaba un indio en vela, el cual se dejó caer en la ace­quia y subióse en una azotea que esta­ba junto al agua y comenzó a dar gran­des voces y a decir: ‘¡Oh, valientes hombres de México! ¿Qué hacéis que los que teníamos encerrados para ma­tar, ya se nos van?’ Y esto decía muy muchas veces. Aquel torbellino y granizo que ten­go dicho fue causa que las velas y gen­te de los indios se metiesen en las ca­sas a dormir, y a valerse del agua; mas empero los españoles por salvar las vidas sufríamos todo trabajo; y así como aquella vela dio aquellas voces salieron todos con sus armas a defen­dernos la salida y tomarnos el paso, siguiéndonos con mucha furia, tirándo­nos flechas, varas y piedras, hiriéndonos con sus espadas. Aquí quedaron muchos españoles tendidos, de ellos muertos y de ellos heridos, y otros de miedo y espanto sin herida alguna, des­mayados; y como todos íbamos huyen­do, no había hombre que ayudase y die­se la mano a su compañero, ni aun a su propio padre, ni hermano a su pro­pio hermano. Sucedió que ciertos caba­lleros e hidalgos españoles, que serían hasta cuarenta, y todos los más de a caballo y valientes hombres, traían con­sigo mucho fardaje, y el mayordomo del capitán traía mucha cantidad, el cual también venía con ellos: y como venían despacio, la gente mexicana, que eran los más valientes, les atajaron el cami­no y les hicieron volver a los patios, en donde se combatieron tres días con sus noches, con ellos, porque subidos a las torres se defendían de ellos valien­temente; mas empero, la hambre y la muchedumbre de gente que allí acudió, fue ocasión que todos fuesen hechos pedazos. De manera que así como íba­mos huyendo, era lástima de ver los muertos de los españoles y de cómo los indios nos tomaban en brazos y nos lle­vaban a hacer pedazos. Podrían ser los que nos seguían hasta cinco o seis mil hombres, porque la demás muchedumbre de gente de guerra había quedado envasada y ocupada en robar el fardaje que quedaba en el agua anegado, y así unos a otros los mismos indios se cor­taban las manos por llevar cada uno más del despojo: por manera que mila­grosamente nuestro Dios proveyó que el fardaje que llevábamos, y los que lo llevaban a cuestas, y los cuarenta hom­bres que quedaron atrás, para que tirados no fuésemos muertos y despeda­zados. Tardamos en llegar a la torre de la victoria, que ahora dicen Nuestra Señora de los Remedios. que habrá hasta allí media legua; digo legua y me­dia desde donde partimos; lo cual andu­vimos desde media noche que salimos hasta este día ya de noche que allega­mos, en donde otro día por la mañana, hecho alarde de los que quedaban, ha­llamos que quedaban muertos más de la mitad de los del ejército, y así comen­zamos a caminar con gran dolor y tra­bajo, y muertos de hambre, la vía de Tlaxcala”.

 

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43.            La caída de Tenochtitlan.

Por: J. Gurría Lacroix.

 

La Malinche.

 

El río de Tabasco fue descubierto el año 1518 por Juan de Grijalva, que dio su nombre a esa corriente fluvial; fue bien recibido por los naturales, con los que comerció amistosamente.

 

Al año siguiente, la armada de Her­nán Cortés llegó a la desembocadura del Grijalva, desembarcando cerca de la población. Los tabasqueños los atacaron de inmediato, sin que valieran las exhortaciones de los castellanos, que pe­dían ser recibidos pacíficamente. Esta actitud se debía a que los de Cham­potón les habían llamado afeminados por haber recibido bien a Grijalva.

 

En esta primera escaramuza, los es­pañoles los vencieron, aposentándose en unos edificios donde pernoctaron.

 

Los tabasqueños decidieron tomar venganza, con lo que reunieron un ejército que los cronistas hacen ascender a cuarenta mil hombres, cosa exagera­da dada la población que en aquel en­tonces tenía esa provincia.

 

Las armas castellanas triunfaron, rin­diéndose los de Tabasco, quienes, para halagar a Cortés, le obsequiaron con veinte indígenas, de las cuales él entregó una a Alonso Hernández Portoca­rrero, uno de sus capitanes.

 

Hernán Cortés abandonó Tabasco y parece ser que, durante el viaje rum­bo a Ulúa, las indígenas fueron bautiza­das por el clérigo Juan Díaz.

 

Se encontraban en los arenales de Chalchiucueyehcan, ahora asiento del puerto de Veracruz, cuando unos solda­dos se percataron de que la indígena que le tocara en el reparto a Portoca­rrero conversaba animadamente con una naboría, una de aquellas enviadas por los mexicas para hacer tortillas a los españoles, y la plática era en me­xicano. Sabedor Cortés de tal hecho, la llamó, dándose cuenta de que habla­ba tanto maya como nahuat (así, con terminación en t); era, pues, bilingüe. El conquistador quedó maravillado, por­que con ello tenía resuelto el proble­ma de cómo entenderse con los mexi­canos, a quienes conocía a través de Grijalva, cuando estuvo en los arenales de Chalchiucueyehcan.

 

El procedimiento era largo, aunque efectivo: Cortés hablaba en castellano a Jerónimo de Aguilar, éste en, maya a dicha indígena, quien se comunicaba en nahuat con los mexicanos.

 

Ni que decir tiene que Cortés despo­seyó inmediatamente a Portocarrero de esa mujer, y habiéndose cumplido el indispensable requisito del bautismo, la convirtió en su barragana.

 

¿Quién era esta mujer y cuál su origen? Se trataba de Marina, Malinche o Ma­lintzin, indígena nativa del pueblo de Painalla, en la provincia de Coatzacoal­tos, según Díaz del Castillo, el cual conoció a la madre y familiares de ella a su paso por dicha provincia.

 

Hay que tener presente que Coat­zacoalcos no era provincia tributaria del Imperio mexica, por lo que no aparece en la Matrícula de Tributos ni en el Códice Mendocino Es decir, Coat­zacoalcos estaba fuera de su juris­dicción; nunca perteneció a esta na­ción, por lo que sus habitantes no eran mexicas, sino de otro país, tan dis­tintos uno del otro como puede ser Es­paña de Francia, Inglaterra de los Estados Unidos o Argentina de Uruguay.

 

Considerando a Bernal de mayor au­toridad en relación a otros cronistas, diremos que la Malinche fue desde su niñez gran señora y cacica de pueblos y vasallos; que sus padres eran señores y caciques de un pueblo llamado Pai­nalla, a ocho leguas de Coatzacoalcos; que, siendo todavía niña, murió su pa­dre y su madre casó con otro cacique; que de este nuevo matrimonio nació un hijo y se acordó dejarle a éste el caci­cazgo: y que, a fin de que la niña no fuese un estorbo, una noche la regala­ron a unos indígenas de Xicalango y dijeron que había muerto.

 

Xicalango se encontraba frente a la boca occidental de la laguna de Términos, siendo lugar de descanso de mercaderes o pochtecas. Los de Xica­lango la dieron a los de Tabasco y éstos, como ya se dijo, a Hernán Cortés.

 

Bernal asegura que conoció a su ma­dre y a su hermano de madre, los cua­les, al ser bautizados, se llamaron Marta y Lázaro, respectivamente.

 

Intérprete y mujer del capitán, Malinche fue su inseparable compañe­ra durante toda la conquista. Códices y documentos consignan sus buenas y continuadas relaciones. Aparecen jun­tos en el Códice Florentino, Códice Du­rán, lienzo de Tlaxcala, Códice del ape­rreamiento, pintura de Ahuahuaztepec, mapa de San Pedro Tlacotepec, Códice de entrada de los españoles en Tlaxca­la y Códice de Cuautlancingo.

 

En todos los documentos citados aparece al lado, delante o detrás de Hernán Cortés. Seguramente, aparte de fiel intérprete, debió ser también una consejera inestimable hasta lle­gar a ejercer una poderosa influencia sobre el conquistador, cosa que se comprueba en el caso de Cholula, ya que su palabra y consejo fueron consi­derados por Cortés, ordenando la matanza por pensar que existía una conni­vencia entre cholultecas y mexicas para acabar con los españoles.

 

Su trabajo le hizo tener conocimien­to de los designios del conquistador y del contenido de las pláticas entre Cortés y Moctezuma.

 

Cuando por mandato de Cortés, Moctezuma sale a una azotehuela, para tratar de apaciguar a sus súbditos, la Malinche le acompaña; así podría enterarse de lo que decía a los sublevados y conocer las respuestas.

 

Logró salir con vida en la escapatoria de la Noche Triste, episodio en el que perdieron la vida varias mujeres españolas.

 

Durante el sitio participó en las plá­ticas habidas entre Cortés y nobles mexicanos, en busca del rendimiento de Cuauhtémoc, y, sin duda, cuando Hol­guín se presentó también ante Cortés, fue testigo e intérprete de esa famosa entrevista. en que el mexica le pidió que lo matare con un puñal que aquél llevaba en el cinto.

 

Poco después de la toma de la ciu­dad, y antes de partir Cortés rumbo a las Hibueras, debió nacer Martín Cor­tés, el bastardo, fruto de la unión de Hernán Cortés y la Malinche, por quien el conquistador mostró siempre gran cariño y a quien recomendó en varias ocasiones a Carlos V. Su padre lo llevó consigo a España en 1528.

 

Este Martín Cortés fue sujetado a tormento y desterrado de Nueva Espa­ña cuando su hermano, el segundo marqués del Valle, intentó la separa­ción de España. Parece ser que nunca volvió a Nueva España y que murió en la metrópoli, tal vez en 1595.

 

Cuando Hernán Cortés partió para las Hibueras en 1524, iba acompañado por la Malinche. Bernal nos relata un episodio sumamente interesante a su paso por Orizaba:

 

“Fuimos con él aquel viaje toda la mayor parte de los vecinos de aque­lla villa, como diré en su tiempo y lugar; y como doña Marina en todas las guerras de la Nueva España y Tlaxcala y México fue tan excelente mujer y buena lengua, como adelante diré, a esta causa la traía siempre Cortés consigo. Y en aquella sazón y viaje se casó con ella un hidalgo que se decía Juan Ja­ramillo, en un pueblo que se decía Ori­zaba, delante ciertos testigos, que uno de ellos se decía Aranda, vecino que fue de Tabasco; y aquél contaba el casamiento, y no como lo dice el cronista Gómara. Y la doña Marina tenía mucho ser y mandaba absolutamente entre los indios habitantes en toda la Nueva España.

 

“Y estando Cortés en la villa de Gua­zacualco, envió a llamar a todos los caciques de aquella provincia para hacer­les un parlamento acerca de la santa doctrina, y sobre su buen tratamiento, y entonces vino la madre de doña Mari­na y su hermano de madre, Lázaro, con otros caciques. Días había que me había dicho la doña Marina que era de aquella provincia y señora de vasallos, y bien lo sabía el capitán Cortés y Agui­lar, la lengua. Por manera que vino la madre y su hijo, el hermano, y se cono­cieron, que claramente era su hija, porque se le parecía mucho. Tuvieron miedo de ella, que creyeron que los enviaba a hallar para matarlos, y llora­ban. Y como así los vio la doña Marina, les consoló y dijo que no hubiesen mie­do, que cuando la traspusieron con los de Xicalango que no supieron lo que hacían, y se los perdonaba, y les dio muchas joyas de oro y ropa y que se volviesen a su pueblo; y que Dios la ha­bía hecho mucha merced en quitarla de adorar ídolos ahora y ser cristiana, y tener un hijo de su amo y señor Cor­tés, y ser casada con un caballero como era su marido Juan Jaramillo; que aun­que la hicieran cacica de todas cuantas provincias había en la Nueva España, no lo sería, que en más tenía servir a su marido y a Cortés que cuanto en el mundo hay. Y todo esto que digo sélo yo muy certificadamente, y esto me pa­rece que quiere remedar lo que acae­ció con sus hermanos en Egipto a Josef que vinieron en su poder cuando lo del trigo. Esto es lo que pasó, y no la relación que dieron a Gómara, y tam­bién dice otras cosas que dejo por alto. Y volviendo a nuestra materia, doña Marina sabia la lengua de Guazacualco, que es la propia de México, y sabía la de Tabasco, como Jerónimo Aguilar sabía la de Yucatán y Tabasco, que es toda una; entendíanse bien, y Aguilar lo declaraba en castellano a Cortés; fue gran principio para nuestra conquista, y así se nos hacían todas las cosas, loado sea Dios, muy prósperamente. He querido declarar esto porque sin ir doña Marina no podíamos entender la lengua de la Nueva España y México”.

 

López de Gómara dice al respecto:

 

“Creo que aquí casó Juan Jaramillo con Marina, estando borracho, de lo que culparon a Cortés, que lo consintió te­niendo hijos en ella”.

 

Después de la expedición a Honduras o Hibueras, Jaramillo y la Malinche se establecieron en la ciudad de México, en donde el primero desempeñó el car­go de alcalde ordinario, según consta en las Actas de Cabildo. Tenía, además, solar en la ciudad y en 1526 se les dio a Jaramillo y a la Malinche un sitio para hacer una casa de placer o huerta, en donde pudieran tener sus ovejas, situada en una arboleda que estaba jun­to a Chapultepec.

 

Se le dio también una huerta que caía cerca de Coyohuacan, que lindaba con el río de Atlapulco. Se cree que su casa principal estaba en lo que fue la calle de Medinas, en México.

 

Se piensa que, en 1519, la Malinche tenía la edad de 17 años, es decir, ha­bía nacido aproximadamente en 1502, y su fallecimiento tuvo lugar en Méxi­co, en 1527. Uno de sus biógrafos supone que fue enterrada en la iglesia de la Santísima Trinidad, la cual poste­riormente perteneció al monasterio de Santa Clara.

 

No cabe duda que esta mujer desem­peñó un importantísimo papel en la conquista. El hecho de haber sido intér­prete del capitán le llevó a conocer todos los principales acontecimientos. Es innegable su influencia en los propios hechos de la conquista, ya que de­sempeñó admirablemente el puesto de consejera de Hernán Cortés. Por otra parte, el hecho de ser mujer del capi­tán obligó a que fuera respetada por los mismos españoles, llamándola res­petuosamente doña Marina, tratamien­to que Bernal Díaz del Castillo usa para con ella.

 

Ni que decir tiene que, al aparecer siempre junto a Hernán Cortés y con­vivir con los dioses blancos, los indí­genas la obedecían, y prácticamente mandaba sobre ellos, tal como lo ex­presa el soldado Bernal.

 

Creemos que siempre fue leal a los españoles, y que transmitía las órdenes del conquistado sin cambiar maliciosamente las cosas; pero sí pudo haber influido en las decisiones que tomaba Hernán Cortés, y de ahí el gran poder de que gozó durante la conquista y aun posteriormente.

 

Por desconocimiento del origen de la Malinche, o por notoria mala fe, la gente se ha forjado un concepto que ha te­nido gran aceptación y se repite y usa frecuentemente. Nos referimos al voca­blo “malinchismo”, que es considerado como sinónimo de traidor o simpatizante con el extranjero.

 

En fin, siempre que una persona opi­na desfavorablemente de nuestras cosas, de inmediato alguien le gritando indig­nado: ¡Eres un malinchista! Esta frase en boca de una persona de escasos re­cursos culturales no tendría la menor trascendencia; pero se da el caso que la usan hasta persones consideradas con notable preparación, a las que un mal entendido nacionalismo las induce a proferir semejante expresión.

 

A este respecto, hay que recordar que en párrafos anteriores dejamos en claro que la Malinche no había nacido en territorio perteneciente al Imperio mexica, sino en una provincia llamada Coatzacoalcos, la cual no pertenecía a esa nación; cosa que aparece evidente al no encontrar su nombre ni en la Ma­trícula de Tributos ni en el Códice Men­docino. Por lo tanto, empleando una denominación moderna, no siendo la Malinche ciudadana mexicana, no se le puede aplicar en forma alguna el calificativo de traidora. ¿Es que a un francés se le puede llamar traidor por ayudar a los enemigos de Inglaterra o de Alemania o de Argentina? Esta es, sin duda, una denominación equívoca que ha perjudicado la memoria de la Malinche. Está bien que no simpaticemos con su actuación; pero no habien­do ayudado a los enemigos de su pa­tria, Coatzacoalcos, sino a los de otro país extranjero, como para ella lo repre­sentaban los mexicas, el término trai­dora no se le puede aplicar; pues trai­ción quiere decir, entre otras cosas: “Delito que se comete contra la Pa­tria por los ciudadanos”. La Malinche, insistimos, no se encuentra en este caso. Hay que tener en cuenta también que los mexicas eran odiados por el resto de los pueblos mesoamericanos, por lo que no debe extrañarnos la acti­tud de tlaxcaltecas, zempoaltecas y de­más señoríos que se unieron a los espa­ñoles en contra del Imperio; a éstos tampoco les cabe la denominación de traidores por las mismas razones ya ex­puestas.

 

Campañas iniciales.

 

No estaban seguros los españoles de si serían bien recibidos por los de Tlaxcala. Mas al llegar a Hueyotlipan pronto se disi­paron sus dudas: los señores de Tlaxcala, acompañados de gente de Huejotzingo, fueron a darle la bienvenida a Cortés y se con­dolieron de su descalabro, ofreciéndole su amistad, así como vengar la muerte de mu­chos tlaxcaltecas que perecieron en la Noche Triste. Aquí recibió Cortés la noticia de la muerte de unos españoles procedentes de Zempoala.

 

Dejaron poco después Tlaxcala, sien­do aposentados en las casas de Xicoten­catl y Maxizcatzin. Descansaron aquí veinte días, tiempo que aprovechó Cortés para restañar las heridas de su ejército, además de celebrar con los tlaxcaltecas una alianza militar con el señuelo de otorgarles, al salir victoriosos, una serie de concesiones y privi­legios que nunca les fueron cumplidos.

 

En la capital del Imperio, Cuitláhuac, el caudillo de la insurrección en contra de los blancos, fue electo emperador, preocupándose por el arreglo de la ciudad, en parte destruida, así como de la reorganización política de las provincias y de la Triple Alianza, bastante resquebrajada.

 

Los tenochcas sabían que tan pronto como los castellanos se rehicieran marcharían sobre México-Tenochtitlan, con la ayuda de los enemigos del Imperio, sobre todo de las provincias sojuzgadas por la fuerza y a las que se exigían tributos, las cuales, con tal de liberarse de tal carga, se constituirían en alia­dos de Cortés.

 

Para evitar esas situaciones, los mexicas enviaron por todo el territorio del Imperio embajadores que llevaban como instrucciones la de invitar a los pueblos a luchar en contra de los europeos, haciéndoles ver la tiranía en que podían caer si aquéllos los vencían. Para que dichos pueblos aceptaran combatir al lado del Imperio, les ofrecían quitarles sus tributos y devolverles las propiedades que les ha­bían usurpado; mas estos ofrecimientos, por extemporáneos, no tuvieron el éxito que deseaban. Muchos de estos pueblos o señoríos se alegraban de la desgracia en que estaban a punto de caer los mexicas, sus enemigos tradicionales, por lo que, en vez de ayudar­los, se sumaron a sus enemigos.

 

La misión más importante fue envia­da a Tlaxcala, nación que se había dado por aliada de los castellanos, la que los había re­cibido con los brazos abiertos después del desastre de la Noche Triste. El senado tlaxcalteca se reunió para deliberar acerca de la proposición mexica, que demandaba ayuda y socorro para combatir a los inva­sores. Usó de la palabra Xicotencatl el Mozo, quien denodada y angustiosamente pidió a la señoría que se auxiliara a los mexicas en su lucha contra los españoles. Por su parte Ma­xizcatzin, apoyado en su influencia, hizo ver que a Tlaxcala le convenía  seguir unida a Cortés, ya que era cosa no correcta volverle la espalda. Que, además, los mexicas no eran gente de fiar, que si ahora hacían toda clase de ofrecimientos, en el caso de que triunfaran volverían al comportamiento anterior. La réplica de Xicotencatl no fue tomada en cuenta, privando al final la opinión de Maxizcatzin.

 

Caltzontzin, cacique de los tarascos, ofreció ayuda, pero jamás envió ni hombres ni recursos.

 

Cuitláhuac luchaba tesoneramente en contra de la decepcionante actitud de los com­ponentes del Imperio y de la peste que sobrevino, imposible de combatir con los conoci­mientos médicos indígenas, máxime porque las viruelas eran desconocidas en Mesoa­mérica. A pesar de todos estos inconvenien­tes, se logró reunir una guarnición que se puso en las cercanías de Tlaxcala.

 

El propio Cortés tenía tropiezos; su ejér­cito estaba dividido y las intrigas menudea­ban, mas logró imponerse por la entereza y energía de que dio  muestra, venciendo a sus opositores.

 

Recuperado el ejército y allanadas las presiones de índole política, decidió iniciar la campaña en el mes de agosto, lanzándose de inmediato sobre Tepeaca hoy en el estado de Puebla, debido principalmente a la insis­tencia de los tlaxcaltecas. Estos proporcionaron guerreros, al igual que Cholula y Huejot­zingo, en número superior a 100,000. Mucha de esta gente, más que a pelear, se dedicaban al robo y al saqueo. Los españoles, según dice Bernal, eran 420 peones, 6 ballesteros y 17 de a caballo.

 

Yendo rumbo a Tepeaca, el ejército sufrió una emboscada, mas rehechos de la sorpresa, los españoles y sus aliados triunfaron sobre los indígenas. Hecho digno de reseñar fue el que los aliados se alimentaran con los restos de los guerreros muertos.

 

Hay que recordar que Cortés combatió desde un principio los sacrificios humanos, así como también el comer la carne de los sacrificados, hecho de carácter estrictamente ritual.

 

Sin embargo, en la campaña de Tepeaca, si no lo permitió, si se hizo el desentendido y a sabiendas de ello no castigó a los responsables de tal ignominia, cosa de la que lo acu­saron varios de los testigos que depusieron en su contra al celebrarse su Juicio de Resi­dencia.

 

Además, hay que hacer notar que era imposible que la zona de Tepeaca pudiera soportar económicamente la permanencia de un ejército de 100.000 hombres, ya que, segura­mente, en los primeros días acabaron con todo lo que podía ser útil como alimento, no quedándoles otro recurso que comerse los restos de los vencidos.

 

Arrasaron Acatzingo y  desde este lugar requirió a Tepeaca para que se rindiera, pero sus habitantes no lo aceptaron y decidieron resistir. Los amenazó con hacerlos esclavos si los vencía, puesto que habían faltado a la obediencia ya dada al monarca español por Moctezuma.

 

Derrotados los de Tepeaca, los vencedores y sus aliados se distribuyeron a los cautivos y la señoría de Tlaxcala participó en la repar­tición de los despojos, en calidad de socio.

 

Tepeaca, por ser la intersección de co­municaciones entre la costa y Tenochtitlan, era un punto vital, lo que decidió a Cortés a fundar una villa con el nombre de Segura de la Frontera, designándose a las autoridades correspondientes.

 

Esto tuvo lugar en septiembre de 1520 y, desde esta misma villa, remitió el último de octubre del propio año una de sus Cartas de Relación.

 

Por este tiempo llegaron a la costa diver­sas expediciones, entre ellas las de Francisco de Garay, que fracasaron por diversos moti­vos, viniendo a engrosar, a fin de cuentas, el ejército de Cortés.

 

Usada Tepeaca como base de operaciones, partió de ella Olid para apoderarse de Tecamachalco y Quecholac; mientras que Ordaz y Avila fueron contra Huaquechula, que se había constituido en aliada de los españoles y que estaba ocupada por una guarnición mexicana; mas no creyendo en la buena fe de sus habitantes, regresaron a informar al capitán, quien, después de com­probar la lealtad de los mismos, atacó la po­blación y destruyó al ejército mexica a que nos hemos referido.

 

Esta derrota de los mexicanos trajo con­sigo la rendición de Ocuituco, hoy en el esta­do de Morelos.

 

Después siguió la destrucción de Izúcar, hoy Izúcar de Matamoros, en el estado de Puebla.

 

La forma inhumana en esta guerra rin­dió frutos a los españoles, pues los pueblos, atemorizados, se rendían en forma incondi­cional y se sumaban a los enemigos de los mexicanos.

 

Cortés sabía que, independientemente de acabar con la resistencia de los antiguos señoríos pertenecientes a los mexicas, no podría apoderarse de Tenochtitlan mientras no se acabara con el poderío naval constituido por millares de canoas que impedirían el acceso a la misma. Esto hizo que diera ins­trucciones para proceder a la fabricación de bergantines, comisionándose para tal efecto al carpintero Martín López, quien se dirigió a Tlaxcala, en donde se dedicó al corte de la madera, en el cerro de la Malinche, y, des­pués de haberla obtenido, a construirlos, tras lo cual los probó en una represa hecha en el río de Zahuapan.

 

El fin de esta campaña fue el do­minio español desde los límites del valle de México hasta la costa del golfo de México; es  decir, Tlaxcala, Huejotzingo, Cholula, Tepeaca, Acatzingo, Quecholac, Tecali, Izú­car y Huaquechula, amén de contar con la buena voluntad de los señoríos totonacas y de la Chinantla.

 

Por otra parte, Cortés ya gozaba de un gran prestigio, constituyéndose en árbitro de las discordias internas de los pueblos y designando como gobernantes a los que mayor sumisión presentaban.

 

La mayor desgracia que cayó sobre los mexicas fue la epidemia de viruelas, que diezmó la población y acabó con la vida de Cuitláhuac, el caudillo de la resistencia  en contra de los españoles y quien los expulsó de la ciudad en la Noche Triste. Es ésta una de las figuras más limpias de nuestra historia y, por tanto, merecedor del reconocimiento de todos los mexicanos por su conducta llena de dignidad.

 

Por la muerte del valeroso Cuitláhuac, fue electo emperador un joven llamado Cuauhtémoc, que había sido gobernador  de Tlatelolco y era hijo de Ahuizotl y sobrino o pariente muy cercano de Moctezuma. Su glifo representa a una águila en descenso.

 

Bernal Díaz del Castillo nos proporciona el siguiente retrato del decimoprimero y último gobernante mexica: “...mancebo de hasta veinticinco años, bien gentilhombre para ser indio, y muy esforzado, y se hizo temer de tal manera, que todos los suyos temblaban de él; y era casado con una hija de Moctezuma, bien hermosa mujer para ser india”; y más adelante:.. “Dejemos éstos y digamos cómo Cuauhtémoc era de muy gentil disposición, así de cuerpo como de facciones, y la cara algo larga y alegre y los ojos más parecían que cuando miraba que era con gravedad que halagüeños, y no había falta en ellos, y era de edad de veintiséis años, la color tiraba su matiz algo más blanco que a la color de indios morenos...”.

 

La exaltación de Cuauhtémoc se llevó a cabo encontrándose la nación en condiciones por demás críticas, ya que se sabía que los españoles estaban preparándose para sitiar a Tenochtitlan. Cuauhtémoc estaba cierto del destino que esperaba a su pueblo; sin embar­go, actuó diligentemente, ganó muchos amigos, hizo acopio de armas, llevó gente a la ciudad, hizo ejercitar a la tropa y ofreció premios a los que más se distinguiesen en la lucha contra los invasores.

 

Antonio de Herrera expresa que Cuauh­témoc tuvo gran cuidado de saber los movi­mientos del enemigo, que persuadió a la nobleza para que defendieran su religión, la patria, las vidas, honras, hijos y mujeres.

 

Muchas de sus gestiones y requerimien­tos fracasaron, ya que el temor a los españoles y el odio que profesaban a los mexicas los pueblos sojuzgados actuaron dramática y cruelmente en su contra.

 

Desde la base de operaciones que era Segura de la Frontera, Hernán Cortés envió a Gonzalo de Sandoval contra Zautla, con un concurso de 20 jinetes, 200 peones y muchos aliados. El resultado fue la destrucción de una guarnición mexicana. No dejaron de presentarse dificultades en el real de los caste­llanos; los descontentos insistían en regresar a Cuba, resolviendo Cortés permitirles su regreso para evitar que este mal cundiera.

 

Acabada la campaña sobre Tepeaca y demás señoríos,  Cortés decidió partir rumbo a Tlaxcala, no sin resolver una serie de nego­cios de índole política, consistente en la su­misión de los gobernantes de los pueblos vencidos, constituyéndose el conquistador en gran elector.  Su entrada en Tlaxcala fue en verdad triunfal. La República mostraba sus galas y contento, sobre todo por los múltiples despojos obtenidos de sus enemigos, venci­dos con la ayuda y bajo la dirección de los europeos.

 

Entristeció el recibimiento la noticia del deceso de  Maxizcatzin, también víctima de las viruelas, pero que alcanzó a recibir el bautismo de manos del mercedario Olmedo. Animado por éste, Xicotencatl recibió tam­bién las aguas bautismales.

 

Entre tanto, la construcción de los ber­gantines seguía sin descanso. El maestro car­pintero Martín López, auxiliado por Andrés Nuñez y Ramírez el Viejo, hacían los corres­pondientes cortes y ensambles. Por otra parte, de la Villa Rica eran remitidos hierro, clavos, estopa, jarcia, velas y anclas. La brea para calafatear las embarcaciones se obtuvo por compra; ballestas, caballos, jarcia, pól­vora y gente, que se sumaron a sus efectivos.

 

Hizo el recuento de sus elementos y se encontró que podía disponer de 40 caballos, 550 peones, de ellos 80 ballesteros y escopeteros, y 8 piezas de artillería. Los de a caballo fueron divididos en cuatro cuadri­llas de a 10, y la infantería, en nueve compa­ñías de a 60.

 

Las Ordenanzas a que hace referencia es un documento que, al mismo tiempo que prohibe las cosas que puedan dar margen a la in­disciplina y vela por las buenas costumbres y honorabilidad del ejército, tiene además un fondo filosófico cuando expresa que la justi­ficación de la guerra que están sosteniendo, es el  hecho de tratar de acabar con la religión idolátrica de los naturales, e introducir el cris­tianismo; que si no es esto lo que se persigue, la guerra sería injusta y todo lo que en ella se obtuviese tendría que ser restituido a sus poseedores.

 

Al partir, recomendó a sus aliados la ter­minación de los bergantines. Aquéllos le pro­porcionaron tropas, que unidas a las de Cho­lula, Huejotzingo y otras poblaciones, llegaron a más de 100.000 hombres.

 

La señoría, por novedad e imitación, hizo también la presentación de su ejército: desfi­laron los músicos con sus instrumentos de caracol y hueso, a los cuales seguían los cua­tro senadores, con sus macuahuitl y rodelas, estandartes de plumas y piedras preciosas, portando orejeras, diademas y bezotes de oro; a continuación iban pajes con arcos y flechas; los estandartes de la República los conducían cuatro alféreces; pasaron después 70.000 flecheros, 40.000 rodeleros y 10.000 piqueros. Todos saludaban a Hernán Cortés, quien devolvía el saludo tocándose la gorra. De estos efectivos guerreros, 80.000 hombres partieron hacia la campaña y el resto de los mismos se quedó para transportar los bergantines que se esta­ban construyendo.

 

Salieron de Tlaxcala el 28 de diciembre, yendo a pernoctar a  Texmelucan. Al día  siguiente, recibió la visita del príncipe Ixtlilxóchitl, quien, en nombre de los tetzcucanos, lo invitaba a que pasara a su capital y lo enteró allí de la situación política que privaba en su patria.

 

Sobre las montañas que cercan el valle, los invasores tuvieron a la vista las ciudades y lagos ya por muchos de ellos conocidos; a mayor de ellas, Tenochtitlan, sumamente afectada por toda clase de calamidades, no presentaba el brillante aspecto de cuando fue visitada por Cortés, a su llegada.

 

Llegando al valle se recibió una emba­jada de Coanacochtzin, rey de Tetzcoco, que invitó al capitán a pasar a esa ciudad, pero que esto no fuera hasta el día siguiente. Cor­tés no aceptó tal propuesta y avanzó de inme­diato sobre Tetzcoco, dando órdenes estrictas para que las fuerzas de sus aliados no se dedicaran al saqueo.

 

Entró en la ciudad y se alojó en el pala­cio de Nezahualpilli, prohibiendo a su ejér­cito salir de ese recinto. Como Coanacoch­tzin no saliera a recibirlos, anduvieron con gran cautela, previendo cualquier mala sorpresa, máxime cuando se les informó de que el rey había partido para Tenochtitlan. Mientras tanto, Ixtlilxóchitl ayudaba a los españoles y los aposentaba cómodamente.

 

Tomada como burla la actuación de Coa­nacochtzin y unido a la que mayor parte de los habitantes trataron de abandonar la ciudad, se permitió el saqueo, que se toma­ran como esclavos a mujeres y muchachos y que los aliados, aprovechándose de esta si­tuación, destruyeran y robaran, no salvándose ni los archivos y biblioteca reales, en donde se conservaba la memoria de las anti­güedades del reino; pérdida irreparable que nunca dejaremos de lamentar.

 

Hernán Cortés se dedicó principalmente al arreglo de la situación política de Tetzco­co, designando a Tecocoltzin como rey en sustitución de Coanacochtzin. Días después, gente de Huexotla, Coatlinchan y Atenco se presentaron ante el capitán a dar disculpas y ofrecerse como aliados. Los dos primeros pueblos eran importantes debido a que te­nían una gran producción de maíz en sus nu­merosas milpas, de las cuales se abastecía la capital mexica.

 

Decidió realizar la primera campaña de reconocimiento, escogiendo a Ixtapalapa, ubicada en una península que se formaba gracias a la eminencia del cerro de la Estrella. Era Ixtapalapa una bella ciudad ornada con jardines y albercas a la que concurrían toda clase de volátiles y en donde existía un dique que contenía las aguas del lago de Tetzcoco. Pertenecía Ixtapalapa a la región chinam­paneca y sus casas estaban en la tierra y en palafitos sobre la laguna.

 

Cortés se hizo acompañar de sus capita­nes Pedro de Alvarado y Cristóbal de Olid con los siguientes efectivos: 18 jinetes, 30 ballesteros, 10 escopeteros, 200 peones, buen número de tlaxcaltecas y veinte capitanías de acolhuas, enviadas por Tecocoltzin. La gente de Ixtapalapa fue auxiliada por un xiquipil de mexicas. Mañosamente dejaron pene­trar a los aliados hasta la zona que, rotos todos los diques, podía ser inundada; cosa que hi­cieron. Los españoles, estando a punto de pe­recer, salváronse por haber sido informados oportunamente por unos acolhuas. Sin em­bargo, experimentaron  importantes  pérdidas, aunque,  repuestos de la sorpresa, vencieron a los mexicas y fue destruida la ciudad, cosa que aprovecharon los tlaxcaltecas para sa­quearla.

 

En Tenochtitlan había gran actividad; sus habitantes se disponían a la lucha cons­truyendo defensas, haciendo acopio de ar­mas y bastimentos, muchos de los cuales los obtenían por la fuerza. El principal granero de la ciudad, o sea Huexotla y Coatlinchan, ya estaba en manos de los enemigos. Sin em­bargo, el espíritu de los mexicas era muy elevado y procedían sin complejos.

 

Además, el poderío naval mexica se en­contraba intacto y los lagos eran suyos to­davía.  Pero la situación se tomaba cada día más dramática, pues pueblos enteros, algunos tan importantes como Otumba, se unían a los aliados.

 

Con posterioridad de la batalla de Ixta­palapa, partieron Gonzalo de Sandoval y Fran­cisco de Lugo a desempeñar varios trabajos: escoltar a tlaxcaltecas que transportaban a su tierra los despojos obtenidos en esa campa­ña; custodiar a unos mensajeros que iban a Villa Rica; cuidar que otros mensajeros llegaran a Tlaxcala e informarse acerca de la construcción de los bergantines, y auxiliar a los de Charco y Mixquic, que estaban siendo hostilizados por los mexicas. Todo esto se cumplió a pesar de los ataques de las tropas imperiales, consiguiéndose además el control de estas provincias a través de los herederos de sus antiguos gobernantes, los cuales ha­bían indicado que se unieran a los castella­nos, cumpliendo con la tradición existente sobre Quetzalcóatl. Por cierto que a unos mexicas que apresaron, Cortés los soltó y por su conducto ofreció la paz a Cuauhtémoc, quien nunca contestó.

 

Gonzalo de Sandoval acompañó hasta Chalco a los señores de esta provincia y si­guió después hacia Tlaxcala en busca de unos españoles y de Ahuaxpitzactzin, el suce­sor de Tecocoltzin, en Tetzcoco.

 

A Ixtlilxóchitl le dio un cargo militar, siendo siempre leal servidor de los españoles. Uno de sus principales trabajos fue el cons­truir una zanja de más de media legua; en ella trabajaron 8.000 hombres, tardando en hacerla cincuenta días. Se hizo para lanzar por ella los bergantines a la laguna.

 

Los tenochcas, que tenían gran necesidad de alimentos, trataban de apoderarse de las cosechas de las milpas de Huexotla y Coa­tlinchan, por lo que con frecuencia hostiliza­ban a estas poblaciones. Como su fuerza era insuficiente para hacerles frente, pidieron a Cortés que los ayudara, quien salió con este fin con 12 jinetes, 200 peones y dos tiros. Los combates se dieron en la orilla del lago, siendo vencidos los mexicas y destruidos los pueblos; por supuesto que los aliados tam­bién intervinieron en esas batallas.

 

Lo anterior nos demuestra que los mexicas no cesaban en su afán de defender su ciudad, hasta el punto que la comunicación entre Tlaxcala y Tetzcoco estaba cortada; mas un soldado que se encontraba en Tlax­cala sorteó cuantos escollos encontró y logró llegar a Tetzcoco, informando que los bergan­tines ya se habían terminado, así como del arribo de unos españoles a Villa Rica.

 

A pesar de que Gonzalo de Sandoval ha­bía inferido una derrota a los mexicas en las provincias de Chalco y Mixquic, la insistencia de éstos persistía y continuamente los molestaban. No pudiendo el ejército aliado acudir en auxilio de todos los pueblos que eran atacados por los mexicas, Hernán Cor­tés propuso a los de Cholula, Huejotzingo y Quecholac que acudieran a ayudar a los de Chalco.

 

Los bergantines.

 

Con el fin de transportar los bergantines a Tetzcoco, Cortés envió al alguacil mayor, Gonzalo de Sandoval, con 15 de a caballo, 200 peones y numerosos acolhuas y tlaxcal­tecas. En su camino destruyó a Calpulalpan, lugar en donde había sido sacrificado Juan Yuste y sus acompañantes.

 

Es sensacional el episodio de los ber­gantines, ya que es un caso muy singular su construcción en plena tierra firme, así como todo lo que a ellos se refiere: la madera fue cortada en el cerro de la Malinche; la construcción se efectuó en un barrio llamado Atempan, en Tlaxcala. Este barrio se llamó en la época colonial San Buenaventura. Fue­ron probados en el río de Zahuapan, habién­dose hecho una represa. Al terminar el trabajo, el carpintero Martín López y sus colabora­dores Alonso de Ojeda, Juan Márquez y Juan González, solicitaron de la República gente para conducir las piezas que componían los trece bergantines, así como tropa para proteger el transpone. Fueron 2.000 los cargadores utilizados y un ejército numeroso, al mando de generales de mucha consideración.

 

Partieron de Tlaxcala rumbo a Hueytlipan, sin que apareciera Gonzalo de Sando­val, que venía a custodiar este trabajo, por lo que Martín López se opuso a que continua­ran, a pesar de la insistencia de los tlaxcaltecas, que se consideraban competentes para realizar esa empresa, razón por la cual acam­paron. Por la noche se presentaron unos jinetes de Sandoval y más tarde este capitán.

 

Organizó Sandoval la partida en la si­guiente forma: 8 jinetes, 100 peones y 10.000 indígenas que cargaban las piezas de los ber­gantines, con gente para relevarías, más car­gadores con las jarcias, velas y clavos; 2.000 más con los bastimentos. A ambos lados, los jefes Ayotecatl y Tenetepil, con 10.000 hom­bres cada uno. Todos estos elementos constituían la vanguardia. En la retaguardia, peones, gente de a caballo y 10.000 tlaxcaltecas. Cuando tan enorme columna penetró en territorio dominado por los mexicas, se invirtió  el orden por  instrucciones de Sandoval, surgiendo entonces el resentimiento de Chichimecatecuhtli, ameritado jefe tlaxcalteca, que se sintió relegado, por lo que Sandoval tuvo que maniobrar hábilmente para contentarlo.

 

Espectáculo impresionante debió de ser presenciar este convoy de 10 kilómetros de largo, que semejaba una gigantesca oruga atravesando llanuras y montañas, ante la admira­ción y sorpresa de gente no acostumbrada a estas empresas.

 

Cautelosamente Hernán Cortés salió de Tetzcoco con 25 jinetes, 300 peones, 50 ba­llesteros, 6 cañones y muchos aliados. Se dirigió al norte, tropezando de inmediato con unos guerreros del Imperio que fueron fácilmente vencidos. Como se viniera la noche encima, acamparon entre Chiconuatititla y Xaltocan.

 

Estaba Xaltocan en aquel entonces en una isla, comunicándose con la tierra firme por medio de una calzada o dique. Los habi­tantes, auxiliados por los mexicas, presentaron una eficaz resistencia, parapetándose tras tablones que pusieron a sus canoas; pero descubierto un paso por los aliados, la caballería pudo maniobrar, destrozando a los defensores, que huyeron en sus embarcaciones. La ciudad fue saqueada y quemada, yendo los aliados a aposentarse a unos cuantos kilómetros de la misma. La próxima jor­nada la rindieron en Cuauhtitlan.

 

Caminaron después por Tenayuca yAz­capotzalco, que encontraron deshabitadas, por lo que continuaron hasta Tlacopan, cabece­ra de los tepanecas y uno de los componentes de la Triple Alianza. Tlacopan se comunica­ba  con  Tenochtitlan por medio de una cal­zada que se iniciaba en Popotlan. Sobre este dique descansaban los cañas por donde corría el agua potable de los manantiales de Chapultepec, principal abastecimiento de Tenochtitlan.

 

Los tenochcas defendieron ferozmente Tlacopan, ya que se encontraba sólo a cuatro kilómetros de su capital, máxime porque entendieron que Cortés tenía  intenciones de apoderarse por sorpresa de Tenochtitlan. Tlacopan fue saqueada y quemada.

 

Durante el tiempo que estuvieron en Tlacopan fueron atacados por los mexicanos, quienes, según Antonio de Herrera, gritaban indignados a los de Tlaxcala: “Bellacos, mancebos de los cristianos, que nunca osasteis llegar adonde estáis sino con su favor: a ellos y a vosotros comeremos en chile, porque no nos preciamos de teneros por escla­vos”. A esto los tlaxcaltecas contestaban: “Nosotros os hemos siempre hecho huir como gente medrosa, y sin fe, y nunca de nuestras manos escapasteis sino vencidos, vosotros sois las mujeres, y nosotros los hombres; pues siendo tantos y nosotros tan pocos, jamás habéis podido entrar en nues­tros términos, como nosotros en los vuestros; los cristianos no son hombres, sino dioses, pues uno basta para mil de vosotros”. Generalmente estos insultos terminaban en desafíos personales, con la muerte de uno de los dos contendientes.

 

El capitán hacía intentos por penetrar en la ciudad por la calzada y, de ser posible, apoderarse de ella. En uno de ellos, los mexicas lo dejaron avanzar, engolosinándolo. Entonces los defensores se volvieron y lo atacaron por agua y tierra, estando Cortés a punto de caer en manos de sus enemigos; mas, rehaciéndose, logró desbaratarlos y regresar a tierra firme. Esta batalla costó la vida a varios españoles.

 

Por no poder conseguir lo que deseaba, dejó Tlacopan, regresando a Tetzcoco por Cuauhtitlan, Xaltocan y Acolman, en donde fue recibido por Sandoval, que había queda­do en la capital de los acolhua, como jefe de la guarnición.

 

Con motivo de las campañas en contra de los mexicas y de los continuos saqueos de que eran objeto las poblaciones atacadas, los aliados, principalmente los tlaxcaltecas, lucían joyas que, dada su inveterada pobreza, no eran cosa común en ellos, sino producto de los despojos obtenidos. Viendo eso, Cortés mandó a Alonso de Ojeda y Juan Márquez que les tomaron el oro. Estos procedieron de inmediato y se apoderaron de la mayor parte de ese metal; mas como la reacción fuera que abandonaban a los españoles, de ahí en adelante les permitieron quedarse con lo robado.

 

Ya en Tezcoco, los chalcas se presentaron a pedir ayuda en contra de los mexicas. Cortés, en un principio, les indicó que se unieran y los combatieran, que ya no eran ni tantos ni tan poderosos; mas ante la insistencia, y como esa provincia surtía de bastimentos a Tetzcoco y era paso obligado para Veracruz, había necesidad de sostenerlos. Por estas razones se envió a Gonzalo de Sandoval con 20 jinetes, 12 ballesteros. 12 escopeteros, unos tlaxcaltecas y 8.000 aculhuas, comandados por Chichincuatzin. Esto aconteció el 12 de marzo de 1521.

 

Destacaron en las cercanías de Chalco y, unidos a gente de Quecholac y Huejotzin­go, entraron en Tlalmanalco. Continuaron por Chimalhuacan y, después de remontar las montañas que circundan el valle por el sur, se aproximaron a Oaxtepec, que estaba ocupada por los mexicas. Se entabló el com­bate y se luchó fuertemente contra la ca­ballería, que, auxiliada por los peones, balles­teros y escopeteros, desbarató a los enemigos.

 

Oaxtepec era famosa por sus huertos. El capitán la describe como sigue: “...es la mayor y más hermosa y fresca que nunca se vio, porque tiene dos leguas de circuito y por medio de ellas va una muy gentil ribera de agua, y de trecho en trecho, cantidad de dos tiros de ballesta, hay aposentamientos y jar­dines muy frescos y infinitos árboles de di­versos frutos y muchas yerbas y flores olorosas; que cierto es cosa de admiración ver la gentileza y grandeza de toda esta huerta”. Estaban los aliados refrescándose en este vergel cuando  se presentó de improviso un escuadrón mexica y se entabló la lucha en las calles de la ciudad, aunque al final fueron vencidos; como siempre, se procedió al saqueo.

 

Estando en esto Gonzalo de Sandoval, los aliados de Chalco le comunicaron que en la población de Yecapichtla había un regi­miento mexica. Siguiendo la costumbre im­puesta, los mexicas fueron requeridos para que no pelearan e hicieran las paces, mas su respuesta fue amenazar a los españoles y sus aliados. A pesar. de ello, Sandoval no quería pelear, vistas las condiciones en que se en­contraba el ejército y dada la situación de Yecapichtla, fortaleza casi inexpugnable pro­tegida por profundísimas barrancas; estaba a punto de dirigirse a Tetzcoco cuando, por consejo e insistencia de Luis Marín, quien manifestó que los de Chalco abandonarían a los castellanos, Sandoval decidió atacar.

 

Sandoval regresó victorioso a Tetzcoco e iba a informar a Hernán Cortés de los resul­tados de su campaña, cuando una escuadra mexica de 2.000 canoas, que transportaban a 20.000 guerreros, se dirigía a atacar Chal­co. El extremeño, sorprendido por tal hecho, contra su costumbre, obró apresuradamente y sin prudencia, culpando al joven Sandoval, pues creía que ello se debía a impericia. Este, acatando órdenes, fue en auxilio de  Chalco y gracias a la intervención de Tlaxcala, Huejotzingo y Huaquechula los mexicas fueron vencidos.

 

Gonzalo de Sandoval, resentido en con­tra de Cortés, ni siquiera se presentó a infor­marle, pero éste, sabedor de la injusticia que había cometido, se deshizo en disculpas y contentó a su amigo. Los prisioneros fueron convertidos en esclavos y marcados con la G de guerra.

 

Cuauhtémoc, en vista de las campañas de los castellanos y sus aliados alrededor de los lagos, decidió reunir el mayor número de soldados en los aledaños de Tenochtitlan. Esta disposición dio como resultado que la línea de abastecimiento e información entre Tetzcoco, Tlaxcala y Villa Rica quedara ex­pedita, por donde se enteraron de la llegada de navíos, con caballos, ballestas, escopetas y hombres, muchos de los cuales se unieron a Cortés.

 

En ese entonces llegó a estas tierras Juan de Alderete, que venía con el cargo de tesorero del rey, y un fraile llamado Pedro de Melgarejo, quien lucró con unas bulas del señor San Pedro, aprovechándose de que los conquistadores, por no tener muy limpias sus conciencias respecto a sus actuaciones en la guerra, se componían adquiriéndolas y así tranquilizaban sus almas dándole a Mel­garejo una parte de lo mal habido.

 

Cortés insistía ante Cuauhtémoc que ter­minara la guerra y se diera por vasallo del monarca español, mas este pundonoroso caudillo dejaba siempre sin respuesta tales proposiciones, continuando en la lucha. La me­jor muestra de la actividad que desplegaba se comprueba con los continuos ataques que sufrió Chalco.

 

La situación de los mexicas era cada día más precaria, pues las provincias desconten­tas seguían sumando sus efectivos a los españoles. El 4 de abril, Tizapan, Mexicaltzin­go y Nauhtla, no sólo se dieron por vasallos, sino que aportaron ropa de algodón para uso de los castellanos.

 

A fin de preparar el sitio a Tenochti­tlan, Hernán Cortés partió de Tetzcoco el 5 de abril de 1521, decidido a acabar con las incursiones mexicas contra Chalco, a evitar que los tlahuicas siguieran colaborando con Cuauhtémoc y someter a las poblaciones ribereñas a los lagos de Chalco, Xochimilco, Tetzcoco, Xaltocan y Zumpango.

 

Con Cortés iban Pedro de Alvarado, An­drés de Tapia, Cristóbal de Olid, Alderete y el fraile Melgarejo. El ejército estaba com­puesto por 30 jinetes, 300 infantes, 40 ballesteros y escopeteros, 20.000 tetzcucanos comandados por Ixtlilxóchitl y los tlaxcal­tecas.

 

Tetzcoco quedó protegida con 20 jinetes y 300 infantes, bajo la dirección de Gonzalo de Sandoval.

 

La primera jornada terminó en Tlalma­nalco, para seguir después a Chalco. Cortés mandó llamar a todos los caciques de esta provincia, a quienes por conducto de la Malinche y Jerónimo de Aguilar les explicó sus planes y les pidió que le acompañaran con toda su gente de guerra.

 

Díaz del Castillo expresa a este respecto: “Y desde que lo hubieron entendido, todos a una de buena voluntad dijeron que así lo harían. Y otro día fuimos a dormir a otro pueblo sujeto del mismo Chalco, que se dice Chimalhuacan, y allí vinieron más de vein­te mil amigos, así de Chalco y Tezcuco y Guaxocinco, y los tlaxcaltecas y otros pueblos, y vinieron tantos que en todas las en­tradas que yo había ido después que en la Nueva España entré, nunca tanta gente de guerra de nuestros amigos fueron como ahora en nuestra compañía. Ya he dicho otra vez que iba tanta multitud de ellos a causa de los despojos que habían de haber, y lo más cierto por hartarse de carne humana, si hubiese batallas, porque bien sabían que las había de haber, y son a manera de decir como cuando en Italia salía un ejército de una parte a otra y le siguen cuervos y milanos y otras aves de rapiña que se mantienen de los cuerpos muertos que quedan en el campo, ­después que se daba una muy sangrienta ba­talla; así he juzgado que nos seguían tantos millares de indios”.

 

Durmieron en Chimaihuacan-Chalco y, después de haber oído misa, el ejército traspuso las montañas que rodean el valle por el Sur y, ya dentro de la provincia de Totola­pan, siguió por unos llanos hasta llegar a las cercanías de Tlayacapan. En una eminencia sumamente escarpada y difícil de ascender se habían instalado gran número de guerreros que provocaban a los invasores y se mo­faban de ellos. El capitán pensó que si no los atacaban los tacharían de cobardes, por lo que dio órdenes para que tres compañías iniciaran el asalto; mas fue tal la cantidad de flechas y piedras que llovían sobre los españoles, que, unido a lo fragoso del terreno, hizo que desistieran de tomarlo. Envalento­nados los tlahuicas, atacaron a los que esta­ban al pie de la fortaleza, comandados por Cortés, quienes hicieron huir a los mexicas, los cuales se refugiaron en otro peñol menos difícil de tomar.

 

Al amanecer, después de reconocer la for­taleza, ordenó atacarla y, aunque los defen­sores presentaron ruda resistencia, al fin la superioridad de la técnica guerrera empleada por los europeos venció a los tlahuicas, quie­nes no sólo se rindieron, sino que hicieron que los del otro peñol también se sometieran.

 

Terminada esta dura lucha, los españo­les llegaron a Oaxtepec, población que había sido conquistada por Gonzalo de Sandoval y que recibió de paz al ejército.

 

Siguieron hacia Yauhtepec y Xiuhtepec, cuyos habitantes se rindieron después de que fueron saqueados y quemados sus pueblos.

 

Lo mismo pasó a Cuauhnahuac, hoy llamada Cuernavaca, que, a pesar de estar de­fendida por profundas barrancas, casi inacce­sibles, fue tomada al encontrarse un paso constituido por las ramas de un árbol que atravesaban la barranca. Los tlahuicas y tenochcas, sorprendidos, fueron fácil presa de españoles y aliados,  por lo que su cacique Yaotzin se presentó a pedir la paz y declarar­se vasallo del rey.

 

Al fin de la campaña contra los tlahui­cas y vencidas las guarniciones mexicas, todas estas provincias abandonaron la causa de Cuauhtémoc. Así íbase cerrando el círculo alrededor de Tenochtitlan. Su vida se extin­guía a pasos agigantados. Sus tributarios y aliados la dejaban perecer en manos de los teules. La hueste entró en el valle y, después de pasar por Coajomulco, se encontró frente a Xochimilco.

 

Xochimilco era una gran ciudad,  con sus casas en la laguna de agua dulce; sus habi­tantes cultivaban sobre chinampas, al igual que los de Ixtapalapa, Culhuacan, Mixquic y Cuitláhuac. Su nombre significa "sementera de flores". Se llegaba a la ciudad por medio de una calzada con cortaduras; los pobladores habían construido albarradas y toda da­se de defensas, en prevención de ser atacados por los invasores.

 

Hernán Cortés, imprudentemente, se apeó de su caballo y se puso al frente de al­gunos peones para combatir a los defensores, quienes recibieron mucho daño de las balles­tas y escopetas, por lo que se retiraron. Ma­ñosamente, mientras unos combatían, otros pedían la paz; todo ello era una estratagema con el fin de tener tiempo para evacuar a las mujeres, niños y pertenencias, así como para que llegara un ejército mexica en su ayuda.

 

Al anochecer, penetró un fuerte contin­gente tenochca, luciendo sus divisas y armados con lanzas, que imitaban a las de los es­pañoles. Los capitanes traían espadas de las tomadas a los españoles en la Noche Triste.

 

En esta batalla estuvo Cortés a punto de perecer, de no haber sido por un guerrero que, poniéndose a su lado, le dijo: "No ten­gas miedo, soy tlaxcalteca". En ese instante llegó Cristóbal de Olid en su montura y otros españoles y levantaran al capitán, que se ha­bía caído. De no haber sido la costumbre mexica de llevar a los prisioneros para ser sacrificados, Cortés hubiera perecido.

 

Cortés, Olid y otros capitanes recibieron en esta ocasión heridas que los obligaron a dejar el combate mientras se les atendía. Curaban sus heridas quemándolas con aceite y apretándolas con paños.

 

Los encuentros siguieron hasta arrojar a los mexicas de la ciudad. El capitán ordenó cegar todas las cortaduras para que pudiera accionar la caballería; se construyeron sae­tas para las ballestas y se fabricaron muni­ciones.

 

Desde el templo mayor de Xochimilco, Cortés pudo ver como por el lago se acerca­ban 2.000 canoas, con más de 12.000 guerreros y, por tierra, nutridos escuadrones al mando de capitanes que blandían espadas de acero, lanzando aterradores gritos, tocando sus instrumentos musicales y apellidando: "¡México, México, Tenochtitlan, Tenochtitlan!".

 

Cortés, al frente de la caballería y de los tlaxcaltecas, salió al encuentro de los tenoch­cas, que resistieron bizarramente durante un tiempo, pero las continuas entradas de la caballería los hizo huir desordenadamente. Mientras, el capitán no se había percatado de que la ciudad habla sido atacada por agua y que la guarnición española había pasado innúmeros trabajos para resistir a los asal­tantes. Los españoles rescataron en estos encuentros varias de sus espadas que les ha­blan sido tomadas en la Noche Triste. La ciudad fue saqueada y quemada por españoles y aliados, sin ningún miramiento, según nos informa el propio conquistador en sus Cartas de Relación.

 

Pero los mexicas, imbuidos del espíritu de combate y sacrificio, obtenido en las prédicas que les hacía su caudillo, atacaron de nuevo y sorprendieron a unos españoles y tlaxcaltecas, a los que llevaron a Tenochti­tlan y fueron sacrificados a Huitzilopochtli. Los brazos y piernas de las víctimas fueron paseados por los pueblos adictos a los espa­ñoles, diciéndoles que esa misma suerte iban a correr todos ellos.

 

Como los ataques de los mexicas conti­nuaron, siendo inútil y peligroso seguir en Xochimilco, el jueves 18 la dejaron; el ejérci­to y aliados iban cargados con los despojos obtenidos. En el camino no dejaron de ser perseguidos hasta llegar a Coyohuacan, que habla sido abandonada.

 

Coyohuacan se comunicaba con Tenoch­titlan por medio de un dique que llegaba al fuerte de Xólotl, en donde se unía la calzada que venía de Ixtapalapa.

 

Hernán Cortés penetró en la calzada, dedicándose a reconocer el terreno, viendo desde el fuerte de Xólotl las poblaciones de Culhuacan, Huitzilopochco, Cuitláhuac y Mixquic. Coyohuacan fue, al igual que las otras ciudades, saqueada y quemada.

 

Los mexicas, dada la cercanía de los españoles, se retrajeron a Tenochtitlan, mientras éstos dejaban Coyohuacan y proseguían su camino hasta Tlacopan.

 

Tlacopan estaba en ruinas y desde el teocalli se veía la ciudad y el lago, surcado en todas direcciones por canoas; y dice Bernal como desde ese lugar miraban el gran templo de Huitzilopochtli y el de Tlatelolco: “...y mirábamos toda la ciudad y los puentes y calzadas por donde salimos huyendo; y en ese instante suspiró Cortés con una muy gran tristeza, muy mayor que la que antes traía, por los hombres que le mataron antes que en el alto cu subiese, y desde entonces dijeron un cantar o romance:

 

“En Tacuba está Cortés

con su escuadrón esforzado,

triste estaba y muy penoso,

triste y con gran cuidado,

una mano en la mejilla

y la otra en el costado,  etc.

 

"Acuérdome que entonces le dijo un sol­dado que se decía el bachiller Alonso Pérez, que después de ganada la Nueva España fue fiscal y vecino en México: Señor capitán: no esté vuesa merced tan triste, que en las guerras estas cosas suelen acaecer, y no se dirá por vuesa merced:

 

‘Mira Nerón de Tarpeya

a Roma cómo se ardía’.

 

Y Cortés le dijo que ya veía cuántas veces había enviado a México a rogarles con la paz; y que la tristeza no la tenía por sola una cosa, sino en pensar en los grandes trabajos en que nos habíamos de ver hasta tornarla a señorear, y que con la ayuda de Dios que presto lo pondríamos por obré”.

 

Para estas fechas, y después de tan larga y fatigosa campaña, el ejército estaba can­sado; muchos de sus componentes heridos; faltaba pólvora para arcabuces y saetas para ballestas; había peligro de nuevos ataques. En fin, lo prudente era regresar, por lo que continuaron su camino pasando por Azcapotzalco, Tenayuca, Cuauhtitlan y Citlal­tepec, donde descansaron. Al día siguiente pasaron a Acolman, llegando a recibirlos Sandoval y unos españoles provenientes de Villa Rica.

 

No hay duda de que la campaña había sido fructífera, pues, debido a ella, los mexicas  se habían  concentrado en Tenochtitlan y sólo dominaban parte de las márgenes del lago de Tetzcoco.

 

Contemporáneos a estos acontecimientos, hubo una serie de movimientos e intrigas, tanto de Diego Velázquez como de Cortés, ante las autoridades españolas de la metrópoli, de Cuba y de Santo Domingo, en que los dos se disputaban las conquistas realizadas por los españoles en Nueva España.

 

Además, en Tetzcoco, durante la ausen­cia del capitán se fraguó una conspiración con miras a asesinar a éste, así como a sus principales capitanes y a sus adeptos. Una oportuna delación lo salvó de morir, procediendo de inmediato a prender a la cabeza de este movimiento que era un oscuro soldado llamado Antonio de Villafaña y que fue sorprendido hablando con unos capitanes, que huyeron. Detenido Villafaña, Cortés le sacó del seno un papel en el que aparecían los nombres de los inodados, que, por ser tantos y muy impor­tantes, decidió propalar la versión de que el acusado se había comido dicho papel.

 

En la aprehensión y proceso de Villafaña, procedió de acuerdo con los ordenamientos legales, habiendo estado compuesto el tribu­nal que lo juzgó por capitanes de la hueste, dos alcaldes ordinarios y Cristóbal de Olid. Habiendo confesado Antonio de Villafaña y depuesto varios testigos, se dictó sentencia de muerte. Se le ahorcó en una ventana de la casa en donde moraba.

 

Lo anterior no evitó que el capitán con­tinuara su actividad, herrándose los escla­vos obtenidos, sacando el quinto real y el de él. En estos días le llegaron noticias de los resultados de expediciones a Oaxaca.

 

El sitio de la capital.

 

Vencidas la mayor parte de las provin­cias favorables a los mexicas y localizada la resistencia sólo en Tenochtitlan y pequeñas zonas aledañas, Cortés decidió preparar el asedio y sitio de la capital del Imperio.

 

Una de las principales cosas que procuró hacer fue el abastecimiento de municiones. Se hicieron astiles de madera y casquillos de saetas labrados de cobre, en un total de 50,000 de cada una de ellas. El capitán Pe­dro Barba, jefe de los ballesteros, vigiló la construcción de saetas, utilizando la planta tzautli para pegar las plumas. Se tenían a mano cuerdas y mueces dobles para las ballestas, habiéndose traído todo esto de España. Los de a caballo tenían en buenas condiciones sus armas y monturas, y sus caballos estaban enseñados para maniobrar en la guerra.

 

Alonso de Ojeda fue encargado de ir a buscar a Villa Rica dos piezas de artillería que habían llegado en un navío procedente de Jamaica. Su  transporte a Tetzcoco lo lle­varon a cabo 5.000 tlaxcaltecas. A Ojeda se le dio el mando de los aliados, que en aquel entonces ascendían a 80.000.

 

Terminados los bergantines, fueron dota­dos de jarcias y velas, y se procedió a lan­zarlos a la laguna utilizando la zanja de cerca de 3 kilómetros construida por 8.000 hombres. El 28 de abril de 1521 tuvo lugar la ceremonia de botar los bergantines. El capitán y su ejército se confesaron y comul­garon. Toda la hueste se formó a la orilla del lago y oyó la misa de Espíritu Santo. El mercedario Olmedo bendijo los navíos; terminado esto, los bergantines fueron pasando por el canal hasta salir a la laguna, en donde, después de desplegar sus banderas, hacían tronar  su artillería, a la que contestaba la del ejército y tocaban los músicos españoles y los aliados. Al final se entonó un Te Deum.

 

Hízose también el recuento de los efec­tivos del ejército, del que resultó que eran: 86 de a caballo, 118 ballesteros y escopeteros, 700 peones de espada y rodela, tres tiros de hierro, quince tiros de bronce, diez quintales de pólvora y todo el aprovisiona­miento para las ballestas.

 

Además, se les comunicó a los aliados que ya se iba a iniciar el sitio de Tenoch­titlan, a fin de que se presentaran en Tetz­coco con sus guerreros, en la inteligencia de que, de  no hacerlo en diez  días, serían amonestados.

 

Mientras esperaban a los contingentes aliados, el capitán se dedicó a reconocer la la­guna con los bergantines, con el fin de en­terarse de las condiciones de navegación de la misma.

 

En un lugar llamado Acachinanco, al sur de México-Tenochtitlan, Cortés pidió ha­blar con Cuauhtémoc, el cual accedió a hacerlo, acercándose en una canoa al bergantín ocupado por el capitán. La alocución del conquistador, consignada por fray Bernardino de Sahagún, fue como sigue: “Señores mexicanos, ya estamos determinados yo y mis españoles y mis amigos de Tlaxcotla para daros guerra”. Después hizo una serie de acusaciones y consideraciones para terminar diciendo: “Todas estas cosas y otras muchas más que callo, hicisteis contra no­sotros, como gente idólatra, y cruel, y ajena de toda justicia y humanidad; y por tanto, os venimos a dar guerra como gente bestial y sin razón, de la cual no cesaremos hasta que venguemos nuestras injurias, y echemos por tierra a los enemigos de Dios, idólatras, que no tienen ley de projimidad ni de huma­nidad para con sus prójimos. Esto se hará sin falta alguna”. El discurso que aquí se extracta corresponde a la versión de Sahagún de 1585. Según Torquemada, Cuauhtémoc no respondió nada, diciendo sólo que acep­taba la guerra y que cada cual hiciese por defenderse.

 

Aceptando con el mandato de Cortés, la mayor parte de los aliados se fueron pre­sentando, a fin de participar en la guerra contra los mexicas y obtener un buen botín al ser éstos derrotados. Así, concurrieron al sitio los siguientes: de Topoyanco, 12.000; de Cholula, Huejotzingo y Huaquechula, 12.000; de Tlaxcala, 150;000, mandados por Chichimecatecuhtli y Xicotencatl el Mozo; de Tetzcoco, 200.000, aparte 50.000 para ocuparse del arreglo de puentes y caminos; de Itzcocan, Tepeyacac, Cuauhnahuac y demás poblaciones tlahuicas, 50.000, y de Otompan, Tollantzinco,  Xilotepec y otras provincias, 50.000 más. Por otra parte, los aliados proporcionaron cientos de canoas para el transporte de los bastimentos y desempeñar labores en las partes de la laguna que no podían entrar los bergantines, por su calado.

 

Los mexicas, dirigidos por Cuauhtémoc, Tetlepanquetzaltzin y Coanacochtzin, orga­nizaban la resistencia, dejando en la ciudad sólo a las personas aptas para la guerra. Se ocupaban también en la fabricación de armas, hacer acopio de víveres y en fortificar los puntos básicos para la defensa.

 

Listos los aprestos para el sitio, el ca­pitán español hizo la designación de los oficiales que encabezarían cada una de las di­visiones, y les señaló sus efectivos y sus bases de operaciones.

 

En Tlacopan fue colocada la capitanía de Pedro de Alvarado, que tuvo como subalter­nos a Jorge de Alvarado, Gutierre de Badajoz y Andrés de Monjaraz, con los siguientes efectivos: 30 jinetes, 18 ballesteros y arca­buceros, 150 peones de espada y rodela y más de 25.000 aliados.

 

En Coyohuacan, Cristóbal de Olid, con los capitanes Andrés de Tapia, Francisco Verdugo y Francisco de Lugo, contaban con 33 de a caballo, 18 ballesteros y escopeteros, 160 peones y 25.000 aliados.

 

Gonzalo de Sandoval fue enviado a Ixtapalapa, auxiliado por Luis Marín, Hernan­do de Lerma y Pedro de Ircio. Su capitanía la formaban 24 de a caballo, 4 escopeteros, 13 ballesteros, 150 rodeleros, entre ellos 50 mozos de los que servían a Cortés. Los aliados ascendían a 30.000.

 

Por lo que hace a los bergantines, fueron equipados con una pieza de artillería  cada uno y con la siguiente tripulación: un capi­tán, un veedor, doce remeros, seis ballesteros, seis escopeteros y dos artilleros. Fueron designados capitanes: Juan Jaramillo, Juan García Holguín, Juan Rodríguez de Villafuerte, Francisco Rodríguez Magarino, Cristóbal Flores, Antonio de Carvajal, Pedro Barba, Gerónimo Ruiz de la Mota, Pedro de Briones, Antonio de Sotelo, Rodrigo Morejón de Lobera, Juan de Portillo y Juan de Limpias Carvajal. Todos estos preparativos se hicieron en Tetzcoco el 20 de mayo de 1521, re­cibiendo los capitanes las instrucciones y diciéndoseles que en todo se atuvieran a las Ordenanzas dadas en Tlaxcala.

 

Rápidamente se ordenó la salida de las divisiones de Alvarado y Olid, mas para evi­tar el entorpecimiento de la movilización, sa­lieron primero de Tetzcoco los tlaxcaltecas, que, como ya quedó dicho, estaban bajo las órdenes de Xicotencatl y Chichimecatecuh­tli. Pero es el caso que el primero abandonó su ejército por motivos hasta la fecha no esclarecidos; por ello, el segundo dio cuenta al extremeño de la deserción de Xicotencatl, quien, a pesar de ser invitado a que regresara, no hizo el menor caso. Cortés, molesto con tal proceder, consiguió autorización de la Señoría para prenderle y posteriormente para ajusticiarlo, ahorcándole en Tetzcoco.

 

No hay que olvidar que Xicotencatl el Joven nunca estuvo de acuerdo en recibir pacíficamente a los españoles y que no sólo les opuso una tenaz resistencia, sino que des­pués de la Noche Triste insistió ante los senadores de Tlaxcala para que se ayudara a los tenochcas en su lucha en contra de los invasores; mas su resistencia resultó inútil y fue insultado y atropellado por Maxizcatzin.

 

Bernal Díaz del Castillo describe a Xi­cotencatl en estos términos: “Era este Xico­tencatl alto de cuerpo y de grande espalda y bien hecho, y la cara tenía larga y como ho­yosa y robusta; y era de hasta treinta y cinco años, y en el parecer mostraba en su persona gravedad”.

 

La tropa de Pedro de Alvarado y Cris­tóbal de Olid, que iban a ocupar las pobla­ciones de Tlacopan y Coyohuacan, dejaron Tetzcoco el 22 de mayo, yendo a pernoctar a Acolman, en donde surgió un grave inci­dente entre las dos fuerzas del que estuvieron a punto de batirse los propios comandantes. Hubo necesidad de que Cortés enviara dos emisarios para calmarlos ánimos.

 

Siguieron su camino por Citlaltepec, Cuauhtitlan, Tenayuca y Azcapotzalco, pueblos que habían sido abandonados por sus pobladores, hasta llegar a Tlacopan, punto en el cual se tenía que instalar la hueste de Pedro de Alvarado, ya que de ahí partía la calzada que unía a Tenochtitlan con la tierra firme, por la parte oeste.

 

Una de las cosas que se hablan compro­metido a cumplir los dos capitanes era la destrucción del acueducto de Chapultepec, de donde  se abastecía la ciudad de agua potable. Para tal fin, se dirigieron hacia el sur y se internaron en dicho bosque y rompieron los caños, por lo que Tenochtitlan quedó sin agua. Esta medida perjudicó notablemente a los defensores, pues a partir de esa fecha el aprovisionamiento se hacía en vasijas que transportaban por medio de canoas que tenían que burlar la vigilancia ejercida por los bergantines. De nada sirvió a los mexicas la resistencia opuesta, pues la superioridad de la técnica militar europea y las armas usadas por los hispanos los hizo huir.

 

Por Chapultepec penetraron en la calzada de Tlacopan, siendo acometidos seriamente por tierra y agua, pues las canoas atacaban por ambos flancos, mientras los tri­pulantes se protegían mediante tablones que impedían a los ballesteros y arcabuceros ofenderlos con efectividad. Como la caballe­ría no pudiera accionar fácilmente, españoles y aliados se refugiaron en su campamento.

 

Olid, que estaba disgustado con Alvarado desde el paso por Acolman, inculpó a éste del descalabro sufrido y decidió abandonar Tlacopan a pesar de las múltiples consideraciones que se le hicieron, encaminándose a Coyohuacan, punto que le había sido fijado por Cortés, para el ataque a la ciudad. En su primer intento por penetrar en la calzada, los mexicas los hicieron retroceder con algunas pérdidas.

 

Tlacopan y Coyohuacan quedaron siem­pre en comunicación a través de la caballe­ría, la cual protegía a los aliados que salían a buscar víveres para la tropa; se entablaban furiosas batallas, principalmente entre tlax­caltecas y mexicas, cuyos odios dirimían en forma por demás brutal.

 

El que los españoles se hubieran apodera­do del arranque de las calzadas del oeste y del sur y que la ciudad careciera de agua po­table, así como que los bergantines impidieran la mayor parte de las comunicaciones por medio de canoas, hizo que Cuauhtémoc se reuniera con sus principales colaboradores y les presentara realistamente la gravísima situación en la que se encontraban, poniendo a su consideración si se continuaba la guerra o se aceptaba la paz que proponía Hernán Cortés.

 

La juventud tenochca se decidió por la guerra, y como pueblo cuya sociedad giraba alrededor de su religión, la cual controlaba todas las actividades humanas y en ese mo­mento único refugio y esperanza de salir bien librados de la encrucijada en que se deba­tían, pensaron que su salvación la podían obtener solamente agradando a sus dioses ofreciéndoles sacrificios, muy en especial el de unos españoles y de 4.000 aliados que habían caído prisioneros. Sus creencias, tan fuertemente acendradas, y su inquebrantable fe les hicieron pensar que sus dioses los protegerían de los males que les amenazaban.

 

El sitio se completó con la salida de Tetz­coco del alguacil mayor Gonzalo de Sandoval, el 30 de mayo de 1521.Se dirigió a ocupar su puesto en Ixtapalapa, pasando por Huexotla, Coatlinchan, Chimalhuacan y Aztahuacan. En las cercanías de Ixtapalapa se trabó un combate con los mexicas que defendían la ciu­dad, pero finalmente fueron vencidos y pudieron aposentarse en ella españoles y aliados.

 

Hernán Cortés, mandando a los trece bergantines, partió de Tetzcoco y navegó hasta Tepepolco, o sea El Peñol del Marqués, ocu­pado por una guarnición mexica que hosti­lizó e increpó a los españoles. Cortés, con 150 peones, los atacó y venció, posesionán­dose de esta isla. Pronto corrió la noticia de la incursión de los bergantines. Quinientas canoas se deslizaron rápidamente y de improviso se hallaron frente a la flotilla española, que, ayudada por un favorable viento y por los remeros, se lanzó sobre las frágiles canoas destrozándolas y matando a sus ocupantes; pocas lograron escapar, al abrigo de canales no navegables, de los bergantines que las perseguían implacablemente. Esta primera batalla naval entre mexicas y españoles fue de gran significación. Los mexicanos se dieron cuenta de que su  poderío naval no podía contrarrestar a esos barcos, que desempeña­ban un papel similar al de la caballería en tierra.

 

Los bergantines fueron avistados desde Coyohuacan, por lo que Olid penetró  por la calzada arrasando a los defensores, que tuvieron que ponerse a salvo en la ciudad. Este ataque se combinó con el de Ixtapalapa y los bergantines.

 

Hernán Cortés se dirigió con su flota a la calzada de Ixtapalapa, andando frente al pequeño fuerte de Xolotl en donde se unían las calzadas de Coyohuacan e Ixtapalapa. Con la toma de este lugar, Tenochtitlan quedó sin comunicación con la tierra firme por el sur.

 

Conocedor Olid de la llegada de Cortés a Xolotl, se puso en camino hacia ese sitio, uniéndose a él. Como los defensores del fuer­te eran unos cuantos hombres, el capitán con 30 soldados los desalojó sin dejar de me­diar ciertas dificultades y una tenaz resis­tencia de los mexicas.

 

La capitanía invasora se adentró por la calzada con la ayuda de los bergantines y de tres cañones de hierro, empuje que no pudie­ron resistir los defensores. El ejército pasó esa noche en el fuerte, custodiado por los bergantines, uno de los cuales fue a Ixtapala­pa en busca de pólvora.

 

En la noche, contra la costumbre de los indígenas, atacaron el fuerte; mas como los españoles ejercían una estricta vigilancia, pronto el fuego de los bergantines y de la gente de tierra los hizo retirarse.

 

El extremeño había ordenado que el pri­mero de junio se presentaran en el fuerte buena parte de la guarnición de Coyohuacan y cincuenta de la de Gonzalo de Sandoval. Los mexicas desataron un fuerte ataque tanto por la calzada como a ambos lados de la misma por medio de canoas.

 

Papel importante desempeñaron aquí los bergantines. Los españoles habían roto una parte de la calzada para que pasaran al lado izquierdo, de tal manera que cuatro fustas cruzaron por esa cortadura y, coordinadas con los movimientos de otras, navegaron por los dos flancos hacia el norte destrozando las canoas y matando a sus ocupantes. Los ber­gantines continuaron la persecución, llegan­do hasta el inicio de la ciudad y quemando muchas chozas. Terminado el día, regresaron al fuerte.

 

El que los castellanos tuvieran en su poder el fuerte de Xolotl, o sea el punto en que se unían las calzadas de Coyohuacan e Ixtapalapa, hizo inútil la estancia de Sandoval en esa población, por lo que se dirigió a Coyohuacan, siendo atacado por los tenochcas en Mexicaltzingo auxiliados por canoas. Cuauhtémoc ordenó destruir la calzada para inundar la población y evitar el avance español. Ente­rado de esto Olid, fue en ayuda de Sandoval. Los atacantes fueron derrotados y quemada la ciudad. Sandoval, utilizando dos de los bar­cos como puente, se refugió en Coyohuacan. Apenas llegado, partió con los de a caballo rumbo a Xolotl, que era asaltado por los mexicanos. Se apeó del caballo al igual que sus hombres, presionando fuertemente a los ata­cantes, quienes, barridos por la artillería de los bergantines, ballestas, arcabuces y armas de los aliados, tuvieron que retirarse.

 

Como en la parte norte de la ciudad no había sido puesta ninguna guarnición, los mexicas transitaban libremente por la calza­da de Tenochtitlan o Tepeyacac. Informado de esta circunstancia por Pedro de Alvarado, el capitán ordenó a Gonzalo de Sandoval que se trasladara a Tepeyacac con 23 de a caballo, 100 peones, 18 ballesteros y escopeteros y gran cantidad de aliados. Esta decisión completó el cerco de Tenochtitlan tendido por los castellanos.

 

Cuauhtémoc, sabedor de todos estos preparativos, redoblaba sus esfuerzos fortifican­do la ciudad, poniendo trampas a los bergan­tines, fabricando armas e imitando la organi­zación militar de los españoles. Ordenó que el aprovisionamiento de víveres lo hicieran las canoas  por la noche,  en  que había menos vigilancia, por lo que se pudo transportar normalmente agua potable, quelites,  capulines, tortillas de maíz y tunas.

 

Dominadas todas las entradas a la ciu­dad, los castellanos programaron un ataque a Tenochtitlan por todos los puntos cardinal­es. En el fuerte de Xolotl tenía Cortés 200 de infantería, de los cuales 25 eran ballesteros y escopeteros, más 250 que tripulaban los bergantines. Buena parte de la guarni­ción de Coyohuacan también fue al frente.

 

Para que Coyohuacan no fuera vulnera­ble a un ataque, dejó a unos cuantos españoles con 10.000 aliados, pues temía que los chinampanecas (de Xochimilco, Ixtapalapa, Huitzilopocho, Cuihuacan, Mexicaltzingo, Cuitláhuac y Mixquic), todavía parciales de los mexicas, pudieran atacar. El golpe debía ser apoyado por los bergantines y 80.000 aliados, con la colaboración de Pedro de Alvarado y Gonzalo de Sandoval, que entrarían por Tlacopan y Tepeyacac.

 

Cortés inició el ataque por la calzada de Ixtapalapa, yendo a pie. Su columna esta­ba protegida por la artillería de los berganti­nes, que iban a los dos flancos. En esta for­ma llegaron a la acequia llamada Xoloco, cerca del templo de  Tocitlán, que fue descubierto hace pocos años, durante las obras de instalación del "metro". Desde Tocitlán atacaron los mexicas, pero fueron rechazados gracias a la intervención de la flotilla.

 

Los españoles continuaron por lo que es hoy la calle de José Maña Pino Suárez, procurando cegar las cortaduras que encontra­ban a su paso. Al llegar a la acequia que estaba al sur del Recinto Sagrado, tuvieron dificultad en pasar; mas vencida la resisten­cia penetraron en la plaza por la puerta lla­mada Cuauhquiauac, o sea la del Sur.

 

Estaban sorprendidos los mexicas de te­ner en el corazón de su ciudad a los caste­llanos. El capitán hizo llevar un cañón que causaba grandes estragos. Los sitiados defendían heroicamente sus edificios y principalmente sus templos, mas el empuje de los españoles los desalojaba de ellos. Tomado el templo de Huitzilopochtli, se dedicaron a destruir a los dioses, cosa que incitó de tal manera a los mexicanos, que lograron hacer huir a aquéllos e inclusive a desalojar la pla­za; mas la aparición de gente de a caballo decidió la batalla a favor de Hernán Cortés.

 

Al caer la tarde, los mexicas repitieron sus embestidas  y acosaron a los españoles, quienes, en su retirada, destruyeron o quema­ron buen número de las mejores casas, para evitar ser ofendidos por los sitiados desde las azoteas. Finalmente se retrajeron hasta el fuerte de Xolotl.

 

Los de Alvarado y  Sandoval atacaron por sus respectivas calzadas, sin recibir daños de consideración.

 

Pero todo favorecía a Cortés porque recibió un refuerzo de 50.000 tetzcocanos. De estos, 30.000 quedaron con Cortés y los 20.000 restantes se repartieron entre Alva­rado y Sandoval. Por otra parte, Xochimilco se sometió, lo mismo que unos otomíes.

 

Los bergantines  fueron divididos  así: siete con Cortés, cuatro con Alvarado y dos con Sandoval.

 

El 16 de junio se escogió para un nuevo ataque, que se inició después de una misa El capitán empleó 300 de infantería y dos gruesos tiros, más multitud de aliados.

 

Combatióse a  lo largo de la calzada, con la protección de los bergantines, y de nuevo entraron a la plaza. Los mexicas se defendie­ron con tal coraje y determinación que, vien­do Cortés que las pérdidas que les causaban no los hacia desmayar, decidió arrasar la ciudad, empleándose en esto a los  aliados, que derrocaron casas, palacios y santuarios en forma despiadada.

 

Incendiada y destruida parte de la ciudad, los españoles se retiraron, sin dejar de ser atacados tenazmente por los tenochcas. Com­pletó este lastimoso cuadro el ataque de Alvarado y Sandoval.

 

Los triunfos de los castellanos hicieron que los chinampanecas se les unieran, lo que vino a recrudecer la falta de alimentos en la ciudad y trajo la abundancia en el real de Xolotl, lugar en donde esta misma gente construyó alojamientos para los españoles. No conformes con abandonar a  los mexicas, les jugaron la mala pasada de aparentar amistad,. sólo para apoderarse de sus muje­res. Indignados los mexicas, los atacaron y ejecutaron a varios de ellos.

 

Los encuentros que siguieron fueron un constante flujo y reflujo, en los que los españoles continuaron la destrucción de la ciudad.

 

Al pasar de los días se tornaba más difí­cil la situación de los tenochcas. La  ciudad era cruelmente arrasada. Las comunicaciones con la tierra firme, casi nula, por la actividad de la flotilla, lo que hacía que faltara lo más indispensable para continuar la lucha. Usaron su ingenio para atrapar a los bergantines poniéndoles celadas, mas al final resultaban derrotados. Todo esto hizo que los mexicas se trasladaran al barrio de Tlatelolco, junto con sus mujeres e hijos.

 

El  21 de junio se ordenó un nuevo ata­que a la ciudad. Se contaba para ello con cerca de 100.000 indígenas. El capitán se dirigió hacia el centro de Tenochtitlan por la calzada de Ixtapalapa. La retaguardia es­tuvo cubierta por Alonso de Avila y Andrés de Tapia con 70 españoles, 6 de a caballo y 12.000 aliados cada uno.

 

La armada de bergantines se dividió en dos partes: cuatro, con 1.500 canoas; y tres, con otras 1.500. Su misión consistía en lim­piar de enemigos los flancos  de la calzada y en destruir y quemar las casas. Las canoas penetrarían por las calles de agua cometiendo toda dase de destrucción y perjuicios.

 

La capitanía de Cortés llegó por Ixtapala­pa hasta la plaza y recorrió parte de la cal­zada de Tlacopan, tratando de unirse a Alvarado. Al anochecer retrocedieron al fuerte, después de obtener muchos éxitos. El 22 de junio se repitió la entrada, usando la misma estrategia. Los mexicas se retrajeron. Cortés pensó que, dadas las condiciones existentes, se rendirían, mas esto no aconteció.

 

Los combates entre Alvarado y Sandoval contra los mexicas eran continuos, y como el primero consideró que mientras no se instalara dentro de la población la situación podría continuarse indefinidamente, resolvió  plan­tar su campamento en una pequeña plaza en donde habla dos templos, lugar que puede fijarse actualmente como el sitio que ocupa la capilla de la Concepción. Los encargados del abastecimiento quedaron en Tlacopan bien custodiados. Para evitar sorpresas, el campamento era vigilado por tres turnos de cuarenta españoles cada uno.

 

El que Alvarado desviara sus esfuerzos hacia Tlatelo1co es indicador de la gran re­sistencia que encontraba en la calzada de Tlacopan. Sus avances estaban protegidos por los bergantines. Seguía las instrucciones de no avanzar sin previamente quemar las casas y cegar las cortaduras y fosos que ha­cían los enemigos. En esta forma llegó hasta una ancha y profunda acequia que era la que separaba a Tenochtitlan de Tlatelolco, que en la época moderna es una calle que un tiem­po se llamó del Organo y ahora República de Panamá.

 

Algunos bergantines procedentes de Tlacopan desembarcaron gente en Nonoalco Iliacac y no hubo resistencia hasta que se presentó, según Sahagún, "Tzilacatzin, un gran caudillo, un hombre muy  valiente" y "...este Tzilacatzin fue un otomí: ...despreciaba a sus enemigos, y aunque fueren espa­ñoles, los estimaba como nada, por aterrori­zar a todos. Cuando veían a Tzilacatzin, nuestros enemigos se agazapaban y los españoles se empeñaban en matarlo con la saeta o con el arma de niego; pero Tzilacatzin se disfrazaba para no ser reconocido".

 

No pudiendo vencer a Tzilacatzin, los es­pañoles se fueron a Ayauhcaltitlan, en donde pelearon reciamente. Aquí murieron los cau­dillos de Tlatelolco, Temutzin y Tzoyotzin. En estas batallas los tenochcas apresaron a 18 españoles, que fueron trasladados al barrio de Tlacochcalco, y después sacrificados por órdenes de Cuauhtémoc.

 

Sandoval envió un bergantín por la parte noroeste de Tlatelolco y atracó en Xocotitlan, o sea San Francisco. Los tlatelolcas los embistieron rudamente, viéndose obligados a retirarse a Coyonacazco y Amaxac. Aquí tuvieron los castellanos uno de sus mayores descalabros, pues los tlatelolcas, cuyo jefe, Tlapanecatl, arrebató la bandera al alférez español, envalentonados, arrollaron a  los in­vasores y les hicieron 53 prisioneros, que unidos a cientos de los aliados fueron sacrifi­cados en Tlacochcalco, junto con cuatro ca­ballos.

 

Los de Tenochtitlan no sólo se defen­dían, sino que también tomaban la iniciativa, como sucedió el 23 de junio, en que atacaron el campamento de Alvarado, en la Con­cepción. Repelida la agresión por los españoles, los mexicas se retiraron simulando una derrota. Los de Alvarado cayeron en la tram­pa y los siguieron, sin cuidarse de cegar las cortaduras que dejaban atrás. De pronto, miles de tlatelolcas que  estaban agazapados se lanzaron unos por las calles contra los es­pañoles y otros los atacaban desde lo alto de las casas. La retirada, aunque ordenada, no pudo evitar que en la acequia no cegada fueran apresados varios españoles, no pudiendo maniobrar en su defensa ni los bergantines ni Alvarado. Por fin se retiraron a su real, habiendo estado en grave riesgo de perecer casi todos.

 

Los tenochcas celebraron alegremente la victoria, sacrificando a Huitzilopochtli los cinco españoles. Entre los de Alvarado cun­dió la zozobra y la tristeza por tal derrota.

 

Cortés fue informado de tan mala noti­cia, por lo que pasó a Tlacopan con deseos de reprender acremente a Tonatiuh (así llamado Pedro de Alvarado por los indígenas); mas enterándose de la posición que guardaba su guarnición en la ciudad, en vez de culparlo reconoció sus méritos.

 

Tenochtitlan vibraba de entusiasmo por las victorias obtenidas. Los sacerdotes ofrecían a sus dioses los cuerpos de los castellanos sacrificados, y una completa victoria sobre éstos. Se pensaba que pronto los echarían de su ciudad, al igual que en la Noche Triste.

 

Del 25 al 28 de junio, Alvarado logró tomar el puente en donde lo habían derrota­do, aunque con la pérdida de varios castella­nos. Cortés, auxiliado por la flotilla y canoas, daba certeros golpes en distintas partes de la ciudad.

 

A pesar de todo, el capitán seguía en el fuerte y aún no se ponía en contacto con Pe­dro de Alvarado. Este se encontraba muy cercano al mercado de Tlatelolco, y los capi­tanes pensaban que de la toma de éste depen­día la rendición de la ciudad. Contra su ma­nera de pensar, accedió a lo resuelto por aqué­llos, que era tratar de ocupar ese lugar. Se comunicó tal decisión a los de Tlacopan y Tepeyacac. A Sandoval se le ordenó que pa­sara al real de Alvarado con 100 infantes, 15 ballesteros y escopeteros y que dejara 10 de a caballo en su campamento. Los bergan­tines de Alvarado y Sandoval auxiliarían a la gente de tierra, buscando acercarse al mer­cado.

 

Para apoyar al capitán Cortés le enviaron 80 peones. Su ejército, oída la misa, se puso en camino; eran 25 jinetes, más los infantes y miles de aliados. Los protegían los siete bergantines y varios miles de canoas. Llegado a la calzada de Tlacopan, dividió su hueste a fin de que avanzaran por las tres calzadas que conducían al tianguis: una al mando de Julián de Alderete, con 70 de a pie y 20.000 aliados; avanzaría al norte por lo que es hoy la calle de Argentina. Andrés de Tapia y Jorge de Alvarado, con 80 peones y 10.000 indígenas, por la actual calle de Bra­sil; a la entrada de dicha calle dejaron dos piezas de artillería y a ocho jinetes. Hernán Cortés, con 100 infantes, entre ellos 25 ba­llesteros y escopeteros, ocho de a caballo y miles de aliados, iría por una calzada que podemos hacer coincidir con la actual calle de República de Chile. En el arranque de ésta quedó la caballería.

 

En marcha el capitán rumbo al norte, pudo trasponer una acequia gracias a la ayuda de un pequeño cañón y al fuego de ballestas y escopetas. Más adelante, se apoderó de unos puentes, y los aliados, de las azoteas de las Casas.

 

El grueso del ejército siguió adelante; él hizo alto en una especie de isla, con 20 jinetes, a fin de proteger la retaguardia. En ese lugar recibió noticias de que el resto del ejército estaba cerca de Tlatelo1co; lo que le hizo adelantarse hasta una acequia de doce metros de ancho, seguramente la que dividía a Tlatelolco de Tenochtitlan, llamada de Tet­zontlalamacoyan. Desde el puente de Tezon­tlali pudo ver Cortés cómo su gente huía atemorizada y se lanzaba a una cortadura. Los mexicas, enfurecidos, caían sobre ellos  ayudados por las canoas, salvándose muy pocos.

 

El extremeño, con 15 soldados, se defen­día; los tenochcas lo agarraron, pero, en vez de acabar con su vida, como lo que pretendían era llevarlo a sacrificar, dieron oportunidad para que Olea cortara de un tajo los brazos del que lo sujetaba, salvándole la vida, pero muriendo a en este lance. Terminó el peli­gro con la llegada de Ixtlilxóchitl, de un tlaxcalteca llamado Teamacatzin y con la intervención de Antonio Quiñones. Los mexicas continuaron la persecución, hasta  que Cortés subió a un caballo, con el que logró llegar a la calzada de Tlacopan y ordenar la retirada a la plaza.

 

Las capitanías de Alderete y de Tapia se concentraron en la plaza y, juntas, las tres se retiraron a Xólotl sin dejar de ser perseguido a por los tenochcas, quienes les aventa­ban las cabezas de los sacrificados diciendo que eran de Sandoval y Alvarado. Estos dos capitanes llegaron a estar a un paso de Tlatelolco, pero la recia acometida de los escua­drones indígenas les hizo retirarse.

 

Las bajas de los españoles ascendieron a 60 hombres, ocho caballos, dos tiros y varios miles de aliados. Dos bergantines corrieron gran peligro.

 

Los triunfadores celebraron la victoria con danzas, cantos, grandes hogueras en los teocalli, tocando el gran tambor de Huitzilopochtli, caracoles y otros instrumentos musi­cales. Pero lo que mayor regocijo causó fue el sacrificio de los españoles. Los sacerdotes daban por hecha la destrucción de los invaso­res. Las cabezas de españoles y caballos eran paseadas por los pueblos para aterrorizarlos y evitar que siguieran prestando ayuda a los extranjeros. Esto hizo que muchos de los aliados abandonaran a Cortés. El resultado final fue que los mexicas recuperaron la parte de la ciudad, ya en posesión de Cortés, reconstruyendo las fortificaciones.

 

Guarniciones mexicas hostilizaban al ejército a unos cuantos pasos del fuerte de Xolotl. A fin de restañar las heridas y recu­perarse, los castellanos evitaron combatir durante un tiempo. Tenían, además, el problema de la deserción de los aliados, que, dando por cierto el dicho de los sacerdotes, huían; pero a decir verdad, no fueron los más, pues los tetzcocanos no creían en Huitzilopochtli, ni tampoco los tlaxcaltecas, que adoraban a Camaxtli. Los disidentes, cum­plido el término señalado por los sacerdotes mexicas y no habiendo sido destruidos los extranjeros, volvieron a prestarles ayuda.

 

Estos y otros problemas preocupaban al capitán; Cuauhnahuac pidió ayuda en contra de los de Malinalco. A pesar de la precaria situación en que se encontraban se decidió darles ayuda, para evitar que pensaran que la derrota les impedía hacerlo. Andrés de Ta­pia, con diez jinetes, 80 infantes y muchos aliados, realizó esta campaña, saliendo victorioso y recuperando parte del prestigio per­dido. Sin embargo, los de Xolotl y Tlacopan seguían en actividad, no cesando de combatir contra los tenochcas.

 

Chichimecatecuhtli, el capitán tlaxcalteca que estaba con Alvarado, puso por su cuenta una emboscada a los mexicas, que, no previendo el engaño, fueron duramente castigados. Como el vaticinio de los dioses no se cumpliera, los desertores aliados regresaron, sin que Cortés les afeara su conducta, ofreciéndoles, por el contrario, los despojos de los de Tenochtitlan. El extremeño no cejaba en ofrecer la paz a Cuauhtémoc, mas éste rechazaba esas insinuaciones con extrema dignidad.

 

Como los matlatzincas hostilizaran a los aliados otomíes, Sandoval, con 18 jinetes, 100 peones y aliados, los derrotó, regresando a Xolotl. Estas campañas seguían fortaleciendo a los invasores, uniéndoseles los ven­cidos. Además, llegó a Villa Rica un barco con hombres, armas y municiones que alivió aún más la situación.

 

Sabemos, por las diversas crónicas, los esfuerzos que hizo Cortés para terminar la guerra, así como también la determinación de Cuauhtémoc de no aceptar las condiciones que se le proponían y continuar la resisten­cia; esto en buena parte debido a las seguri­dades que le daban sus dioses de que obtendrían la victoria. Por otra parte, a Cortés le interesaba la pronta rendición de la ciudad, tanto "porque era la cosa más hermosa del mundo" como porque, de seguir la guerra, quedaría destruida totalmente, perdiéndose todos los bienes que ellos y sus aliados podían obtener.

 

El fin de Tenochtitlan.

 

Mas como los tenochcas no se rendían, a pesar de las continuas insinuaciones, Her­nán Cortés decidió arrasarla. Con este fin concerté a los  aliados y les dio instrucciones para destruir las casas y con los escombros rellenar las acequias. Esto  acaeció el 19 de julio de 1521.

 

A fin de preparar la batalla final se apro­visionó de víveres, que fueron traídos de Tlaxcala por Alonso Ojeda y Juan Márquez, habiendo logrado reunir 15 cargas de maíz, 1.000 de gallinas y 300 de carne de venado. Transportaron también a Tetzcoco las pertenencias de Xicotencatl el Mozo.

 

Más de 100.000 hombres se reunieron en Xolotl, los cuales se dirigieron a la ciudad por  Ixtapalapa, con el fin de destruir la ca­pital mexica. Al llegar a la acequia que se encontraba al sur de la hoy plaza de la Cons­titución y que corría a lo largo de las calles de 16 de Septiembre y Corregidora, los mexicas dijeron que deseaban la paz, aunque sólo fue una estratagema para ganar tiempo.

 

Como no se rindieran se ordenó la com­pleta destrucción de las casas y cegado de las acequias, que ya jamás volvieron a abrir­se dadas las condiciones de  cansancio y debilidad de los defensores. Sin embargo, el comportamiento de la población fue por demás heroico y conmovedor: mujeres, niños y ancianos prestaban sus fuerzas y ánimos para la defensa, todos  ellos dispuestos al sacrificio.

 

El 21 de Julio, los españoles llegaron a la plaza y el capitán enviaba y daba órdenes desde lo alto del Templo Mayor. Los alia­dos y la tropa se dedicaban a proteger a los que hacían la labor de destrucción. Después de ligeros combates y  de un descalabro de la caballería, se volvieron al fuerte.

 

Sandoval se concentró en Xolotl, juntán­dose 40 jinetes. Mandó diez de avanzada para provocar una celada, en la que cayeron los tenochcas, siendo rematados por los 30 ji­netes restantes.

 

Hernán Cortés, en sus Cartas de Rela­ción, proporciona el dato interesante del descubrimiento de una tumba, seguramente de alguno de los señores de Tenochtitlan, de la que se obtuvieron joyas por un valor de más de 1.500 castellanos.

 

El postrer combate en la plaza fue de graves consecuencias para los mexicas, pues desde ese día ya no se atrevieron a penetrar en ella. El capitán tuvo conocimiento de que, aunque los caudillos tenochcas habían decidido sacrificarse, muchos de sus súbdi­tos deseaban la rendición, dada la falta de víveres y de elementos para la defensa.

 

Fue útil a  los castellanos el prendimien­to de Coanacochtzin, pues los aculhua aban­donaron a los mexicas. Por otra parte, como la caída de la ciudad era inminente y con ella la derrota mexica se consumaba, muchos de los amigos se pasaron a los españoles. El. miércoles 24 de julio quedaron definitivamen­te comunicados los campamentos de Tlaco­pan y Xolotl. El siguiente paso fue dirigirse a Tlatelolco por una calle que ahora corres­ponde a la de Bolívar, demoliéndose la casa de Cuauhtémoc. Como la mayor parte de la ciudad estaba ya en posesión de Cortés, los defensores se refugiaban en casas que  construían sobre pilotes en la laguna. En la ace­quia de Tezontlala, que como ya quedó dicho servía de límite entre Tlatelolco y Tenochti­tlan, hubo fuerte resistencia, aunque al día siguiente consiguieron pasar.

 

El 27 de Julio se vio desde el fuerte una columna de humo proveniente de Tlatelolco; pensaron que se trataba de un nuevo sacri­ficio, mas no era esto, sino un aviso de que Alvarado se había apoderado de aquel barrio. Esto hizo que Cortés se dirigiera hacia Tla­telolco y, aunque fue atacado en la acequia ya citada, la presencia de Alvarado con unos cuantos jinetes resolvió el problema, conti­nuando ya juntos hasta el mercado. Desde el Templo Mayor se podía observar la cruel destrucción de la ciudad y la parte de ella que todavía retenía Cuauhtémoc.

 

Un grupo de jinetes entró en la plaza de Tlatelolco y venció a unos guerreros mexicas y tlatelolcas; después incendiaron el templo del dios de la  guerra, lo que puso en sobre­salto a los indígenas, pues daban por hecho que era un augurio de que  serían vencidos.

 

Tomado Tlatelolco, se designó a Alva­rado para custodiarlo, parándose la actividad por unos días. Aunque hubo nuevos inten­tos de concertar la paz, todo fracasó; hasta el 4 de agosto no se volvió a la guerra. Acerca de la situación en que se encontraban los últi­mos defensores, Sahagún nos hace una dra­mática narración en la versión de 1585: "Así comenzaron a darles combates expresamente de noche y de día, y por agua y por tierra. Estaban los tristes mexicanos, hombres y mujeres, niños y niñas, viejos y viejas, heri­dos y enfermos en un lugar bien estrecho, y bien apretados, y al calor del sol y al frío de la noche, y cada hora esperando la muerte. No tenían agua dulce para beber, ni pan de ninguna manera para comer; bebían del agua salada y hedionda, comían ratones y lagarti­jas, y cortezas de árboles, y otras cosas comestibles, y de esta causa enfermaron y murieron muchos".

 

Al tener dificultades en la toma del últi­mo reducto, trataron de construir una especie de catapulta, que fracasó rotundamente. El capitán realizó nuevas entradas, en las que tuvo rudos lances con los tenaces y valien­tes defensores e hizo que se respetara a los niños y mujeres. No cejaba Cortés en conseguir la paz, mas Cuauhtémoc siempre se mantuvo firme y no la aceptó.

 

Los mexicas,  por su parte, simulaban tratos sólo para ganar tiempo y ver si por medio de magias o conjuros podrían vencer a sus enemigos. Uno de sus últimos recur­sos fue utilizar al joven Tlapaltecatlopucht­zin, a quien se le dieron las armas y divisas de Ahuizotl, a fin de que se presentara ante los españoles, pensando que al verlo huirían despavoridos y perderían la guerra. Como esto no resultó, cundió aún más el desánimo.

 

Una vez más hizo un nuevo intento Cor­tés el 11 de agosto, pero fue inútil porque el caudillo mexica no se presentó, como había dicho. Ese mismo día sobrevino un torbelli­no de fuego color de sangre que lanzaba cen­tellas, chispas y brasas; seguramente un aerolito, lo que tomaron los mexicas como signo inequívoco de su aniquilamiento.

 

Disgustado el capitán porque los mexicas no se rendían, dio instrucciones a Alvarado para que atacase por tierra y a Sandoval por agua con la flotilla en dirección al pequeño reducto que ocupaba Cuauhtémoc, al noroeste de Tlatelolco. Era casi imposible dar un paso sin pisar cadáveres y cuerpos despedazados. Los tenochcas no tenían armas; muchos de ellos se lanzaban al lago a sabiendas de que se ahogarían y que no tenían fuerzas para sostenerse; mujeres y niños lloraban descon­solados; se originó una masacre; se calcula en más de 30.000 los muertos y prisioneros. Los españoles trataban de evitar que los ensoberbecidos aliados continuaran tan horri­ble matanza. Esto ocurrió el 12 de agosto; la caída de la ciudad era cuestión de horas.

 

Todas las fuerzas invasoras se precipi­taron sobre el último punto de resistencia. Cortés, subido a una azotea, insistió todavía en la rendición, volviendo a fracasar. La gente, desesperada ante el empuje español, perecía en las aguas de la laguna y otros se escondían entre los tulares. Cortés dio ins­trucciones para que no los matasen, pero a pesar de ello murieron miles y otros fueron despojados de sus pertenencias. Sólo resis­tieron hasta el final los guerreros, la nobleza y los sacerdotes. La pestilencia mató a miles de personas. Como a pesar de esa hecatombe no pedían la paz, la artillería siguió ata­cando y castellanos y aliados completaron su labor degollando a los pobres mexicanos.

 

Sandoval navegaba en los bergantines por la laguneta del barrio de Amaxac, arremetiendo contra las canoas; una de éstas se deslizaba silenciosamente custodiada por otras. Sandoval dio órdenes a García Hol­guín para que las persiguiera, descubriendo que en una de ellas iba Cuauhtémoc. Holguín gritó que se detuviera, mas como los remeros continuaran adelante fueron amenazados por arcabuceros y ballesteros. La canoa se detu­vo y el señor de Tenochtitlan enhiestóse y levantando el brazo, según Bernal, dijo: "No me tire, que yo soy rey de esta ciudad y me llaman Guatemuz; lo que te ruego es que no llegues a cosas mías de cuantas traigo ni a mi mujer ni parientes, sino llevándome a Ma­linche. Y como Holguín lo oyó, se gozó en gran manera y con mucho le acató, le abrazó y le metió en el bergantín a él y a su mujer y a treinta principales, y les hizo asentar en la popa en unos petates y mantas, y les dio lo que traían para comer, y a las canoas donde llevaba su hacienda no les tocó en cosa nin­guna, sino que juntamente los llevó con su bergantín". Sandoval, que era el comandante de la flotilla, pidió a Holguín la entrega del real prisionero. Holguín se negó, estando a punto de llegar a las armas de no haber in­tervenido Marín y Lugo.

 

Hernán Cortés se encontraba en la azotea  de una casa del barrio de Amaxac cuando Sandoval y Holguín presentaron a Cuauh­témoc y sus acompañantes. Dejemos que sea Cortés el que nos describa tal episodio y luego el dicho capitán García Holguín me trajo allí a la azotea donde estaba, que era junto al lago, al señor de la ciudad y a los otros principales presos; el cual, como le hice saltar, no mostrándole rigurosidad ninguna, llegóse a mí y díjome en su lengua que ya él había hecho todo lo que de su parte era obli­gado para defenderse a sí y a los suyos hasta venir en aquel estado y que ahora hiciese de él lo que yo quisiese; y puso la mano en un puñal que yo tenía, diciéndome que le diese de puñaladas y le matase. Y yo le animé y le dije que no tuviese temor ninguno, y así, preso este señor, luego en ese punto cesó la guerra, a la cual plugo a Dios Nuestro Señor dar conclusión martes, día de San Hipólito, que fueron 13 de agosto de 1521 años".

 

Los tenochcas, arrastrando sus pobres humanidades, los más hambrientos, enfer­mos y heridos, parecían espectros ambulan­tes, sin tener adónde dirigirse; sabían que los aliados acabarían con ellos; se sentían abandonados de sus dioses, sin el menor consuelo ni salvación.

 

Esta muchedumbre de hombres, mujeres, niños y ancianos era interceptada por los ven­cedores: "los españoles y sus amigos pusiéronse en todos los caminos y robaron a los que pasaban, tomándoles el oro, y las mujeres por escaparse disfrazábanse poniendo lodo en la cara, y vistiéndose de andrajos; también tomaban mancebos y hombres recios para esclavos... y a muchos de ellos herraron en la cara".

 

En esta forma dramática y desgarradora, terminó la existencia del poderoso Imperio mexica. Los españoles, con una muy superior preparación y técnica militar, aplastaron a unos hombres poseedores de recursos guerre­ros sumamente primitivos. Además sus tra­diciones y creencias, principalmente la relati­va al regreso de Quetzalcóatl, facilitó enormemente la conquista, al establecerse la confu­sión y pensar que Cortés era Quetzalcóatl y dioses sus castellanos.

 

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44.            Hernán Cortés.

Por: J. Gurría Lacroix.

 

Nacimiento y juventud.

 

Fray Juan de Torquemada, influido por la concepción providencialista de la historia, nos da una preciosa interpretación del porqué de la venida de Hernán Cortés a tierras de América:

 

"Pero lo que yo quiero aquí ponderar y encarecer es que parece, sin duda, haber ele­gido Dios a este animoso capitán don Fernan­do Cortés, para abrir, por industria suya, la puerta de esta gran tierra de Anáhuac y hacer camino a los predicadores de su Evangelio en este Nuevo Mundo, donde se restaurase y recompensase a la Iglesia Católica, en la con­versión de las muchas ánimas, que por este medio se convirtieron, la pérdida y daño grande que el maldito Lutero había de causar en la misma sazón y tiempo en la anti­gua cristiandad; de suerte que lo que por una parte se perdía, se cobrase por otra, en más o menos número, según la cuenta de Dios, que sabe con verdad infalible cuántos son los predestinados; y así no carece de misterio que el mismo año que Lutero -nació, en Islebio, villa de Sajonia (Lutero nació en 1483 y no en 1485, año del nacimiento de -Cortés-), na­ciese Fernando Cortés en Medellín, villa de España, en Extremadura. Aquel maldito hereje, para turbar el mundo y meter debajo de la bandera del demonio a muchos de los fie­les... y este cristiano capitán para traer al gremio de la Iglesia Católica Romana infinita multitud de gentes, que por años sin cuenta habían estado debajo del poder de Satanás."

 

He aquí una “justificación” de la con­quista de América por España, dada por un representante de esta corriente histórica, de gran raigambre desde tiempos muy lejanos, y he ahí el porqué de la manera de pensar de cronistas como López de Gómara y Vázquez de Tapia, que dan intervención a la Virgen y a Santiago en los hechos de la conquista, protegiendo a Hernán Cortés, a fin de que pudiera cumplir con la misión de rescatar del reino de Satanás a los habitantes del Nuevo Mundo.

 

No debe extrañarnos la manera de pensar de estas gentes, ya que tales ideas estaban muy en boga en esa época y lo siguieron es­tando por mucho tiempo.

 

El caso es que, siendo España el pueblo elegido para conquistar y colonizar América, su representante para realizar esta empresa en tierras de México fue Hernán Cortés, dis­cutida personalidad que lo mismo es enalteci­da que vilipendiada, a quien se le concede todo o todo se le niega y que hasta en Medellín, su propia tierra, no se pudo salvar de la destrucción la casa del conquistador, de la que sólo existe una piedra, señalada por una estela, en donde se dice que Hernán Cortés nació el año 1484 y, cosa por demás curiosa, las leyendas que aparecen en el zócalo del monumento a Cortés también adolecen de errores, como el de escribir Tebasco por Tabasco.

 

En fin, lo importante es que Hernán Cor­tés nació en el pueblo de Medellín de Extre­madura, en el año 1485.

 

Fueron sus padres Martín Cortés de Monroy y Catalina Pizarro Altamirano. Se ha disentido mucho acerca de su categoría social. López de Gómara dice que eran hidalgos; Las Casas llama a Martín Cortés “escudero pobre y humilde y dicen que hidalgo". Si esta men­ción poco amistosa es cierta, aún más mérito tiene el conquistador, por haberse elevado de tan humilde prosapia a uno de los hombres más célebre del siglo XVI.

 

En la niñez, su salud fue sumamente pre­caria y en varias ocasiones estuvo a punto de morir, hasta el punto de que se le escogió pa­trono, resultando vencedor San Pedro en la elección.

 

La universidad de Salamanca contó a Hernán Cortés entre sus alumnos de las Escuelas Menores, gracias a que en esa ciudad vivían Francisco Núñez Valera e Inés de Paz, hermana de su padre.

 

Los padres de Cortés deseaban que se de­dicara al estudio del Derecho, una de las pro­fesiones más prestigiosas de entonces, mas el joven aprovechó muy poco en los dos años que estuvo; si acaso algo de latín, que repetía en sus conversaciones, así como citas de autores latinos. El hecho de haber concurrido a la universidad es indicador de que su familia era de la pequeña nobleza, muchos de cuyos componentes ocuparon posiciones impor­tantes en los distintos órdenes de la vida.

 

Era entonces Salamanca un emporio de la cultura peninsular, con sus 25 colegios, 52 im­prentas, 84 librerías (bibliotecas) y 7.000 es­tudiantes.

 

Parece ser que, después de abandonar Salamanca, estuvo algunos meses en Valladolid en una escribanía, donde aprendió a redactar documentos y actas forenses, que posterior­mente le serían de gran utilidad en los innú­meros pleitos en que intervino.

 

Habiendo fracasado en sus estudios, sólo le quedaban dos caminos al joven extremeño: Italia o las Indias. Los padres escogieron las Indias, aprovechando la partida de Nicolás de Ovando, que iba como gobernador de La Española y era pariente de los Cortés. Todo estaba arreglado, mas un incidente inesperado retrasó la ida a América. Se cayó al derrum­barse una tapia al tratar de escalarla para visitar a una mujer con quien sostenía relaciones amorosas. Un vecino, al oír el estruendo, salió espada en mano y trató de matarlo, cre­yendo tratarse de su esposa. La intervención de la suegra frenó al presunto ofendido y todo acabó en moretones, susto y fiebres cuar­tanas.

 

Como la armada de Ovando partió, que­dóse en España y perdió casi un año andando por Valencia y otros sitios, sin oficio ni beneficio.

 

Estancia en el Nuevo Mundo.

 

Por fin llegó el momento esperado, y, a los diecinueve años, se embarcó en Sanlúcar de Barrameda en la nao de un traficante llamado Alonso Quintero, que iba rumbo a La Española. La nao llegó a la isla de la Gomera, junto con otras cuatro que componían un convoy de tipo mercantil. Aquí intentó adelantarse Quintero para vender mejor y más pronto sus mercaderías, pero como un fuerte viento quebrara el mástil, tuyo que regresar. A pesar de aquella acción, no sólo lo esperaron, sino que le ayudaron a repararlo. Salidas las cinco naves, Quintero desplegó sus velas a fin de adelantarse con el mismo fin. El autor de De rebus gestis Ferdinandi Cortessi expresa que el móvil no fue la codicia, sino que Quintero estaba molesto porque habían nombrado a Francisco Niño piloto de la nave, en vez de a su padre, y que por ello soborna­ron a los que manejaban el timón para que apartasen la nave de las otras cuatro, aun con riesgo de su vida, pues la nao se extravió. Descubierto el engaño, los Quintero confesa­ron su culpa y pidieron perdón.

 

Se consideraban perdidos cuando vieron revolotear alrededor del mástil una paloma, cuyo vuelo fue seguido por la nave; al día siguiente vieron tierra, a la que pronto arribaron, encontrando anclados a los otros navíos. Un tal Medina, secretario de Nicolás de Ovando y amigo de Cortés, entre otras cosas le dijo que le convenía asentarse como vecino en la ciudad de Santo Domingo, para tener los mismos derechos y privilegios de que go­zaban los conquistadores, con la obligación de permanecer un mínimo de cinco años en la isla, transcurridos los cuales podría irse y disponer libremente de los bienes habidos. Cortés, dando ya muestras de su carácter, le contestó: "Ni en esta isla, ni en ninguna otra de este Nuevo Mundo, quiero ni pienso estar tanto tiempo; por lo mismo, no me que daré aquí con semejantes condiciones". Poco después de llegado y sin esperar la vuelta de Ovando, que estaba ausente, acompañado por los criados que traía de España se fue a buscar oro. Vuelto Ovando, hizo llamar a Cortés y lo convirtió en vecino.

 

Muy pronto tuvo oportunidad de demos­trar sus aptitudes, al ser comisionado para pacificar a unos indios levantiscos, a los que el gobernador había declarado la guerra. Cortés reunió tropas, las organizó y marchó contra los indígenas, a quienes venció en varias ocasiones, dando muestras de sus talentos militares. Ovando apreció sus esfuer­zos y como premio le concedió un reparti­miento.

 

Era entonces La Española, o sea Santo Domingo, el centro neurálgico de la conquista y colonización española de América. Su gobernador, Nicolás de Ovando, era, según Fernández de Oviedo, "...manso y bien hablado con todos; y con los desacatados tenía la prudencia y rigor que convenía a los flacos y humildes, favorecía y ayudaba y a los soberbios, altivos, mostraba la severidad que se requería haber con los transgresores de las leyes reales". "Castigaba con la templanza y moderación que era menester; y teniendo en buena justicia esta isla, era de todos amado y temido. Y favoreció a los indios mucho; tuvo la tierra en mucha prudencia y sosiego". Las Casas, citado por Madariaga, dice res­pecto a Ovando: "Este caballero era varón prudentísimo y digno de gobernar mucha gente, pero no indios, porque con su gober­nación inestimables daños les hizo".

 

A punto estuvo Hernán Cortés de enrolarse en una expedición organizada por Alonso de Ojeda y Diego de Nicuesa, que decidieron ir a Cuba en busca de oro; "un tumor en el muslo derecho que se le extendía hasta la pantorrilla" le impidió concurrir a esa cam­paña.

 

Cuando Diego Colón sustituyó a Ovando en el gobierno de Santo Domingo, se dio a la tarea de preparar una armada para conquis­tar y colonizar Cuba, una de las primeras is­las que habían sido descubiertas por el Almi­rante, su padre.

 

Dio el mando de la expedición a Diego Velázquez de Cuéllar; hombre que unía a su buena posición el ser práctico y conocedor en cosas de guerra, con diecisiete años de servi­cios en la isla.

 

Diego Velázquez pidió ser acompañado en esa empresa por Hernán Cortés, quien fue su consejero y ejecutor, ya que la obesi­dad de Velázquez le impedía determinadas actividades.

 

En 1511 partieron hacia Cuba, encon­trando poca resistencia, por lo que, vencido Hatuey, el único caudillo, pronto se inició la colonización. Hernán Cortés demostró su va­lor, aprendió el modo de combatir de los na­turales y supo ganarse la amistad y reconoci­miento de la tropa por su carácter alegre. Logró, además, el apreció y distinción de Diego Velázquez, que lo trataba como a su hermano.

 

En premio de sus hazañas se le reconoció como vecino de Santiago de Baracoa, dedi­cándose a partir de entonces a la cría de va­cas, yeguas y ovejas. Además, se enriqueció con la cantidad de oro que recogió, auxiliado por sus indios.

 

El socio de Cortés en su encomienda fue Juan Xuárez. Este Juan Xuárez era hijo de Diego Xuárez y María de Marcaida, familia granadina que había pasado a La Española con la virreina doña María de Toledo, esposa de Diego Colón. La familia Xuárez tenía cuatro hijas mujeres, todas de buen parecer, que, no encontrando maridos en Santo Domingo, pasaron a Cuba a vivir bajo la protección de Juan Xuárez.

 

Hernán Cortés trabó relaciones con una de las Xuárez, llamada Catalina, la Marcai­da. Con ella contrajo nupcias el extremeño, a pesar suyo y sólo porque Diego Velázquez, que tenía amores con una de las hermanas, le obligó a hacerlo.

 

La situación de Cortés, como consejero y amigo íntimo del gobernador, le atrajo la enemistad de los Antonio Velázquez y Baltasar Bermúdez, muy amigo también de Veláz­quez, que intrigaron tenazmente hasta con­seguir convencerlo de que Cortés quería mudanzas en el gobierno y que en su casa se reunían los descontentos. Velázquez dio oído a estos malintencionados sujetos y no sólo lo reprendió públicamente, sino que ordenó se le apresara. Pero se apresó también a los presuntos conspiradores, quienes, con tal motivo, se quejaban amargamente de la actuación de Velázquez.

 

Hernán Cortés, hábilmente, calmó a los conjurados, librando a Velázquez de todo peligro.

 

Preso en la fortaleza, buscaba la manera de evadirse, lo que logró, según parece, gracias a que el alcalde, Cristóbal de Lagos, fingió dormir; De inmediato se refugió en la iglesia, pero sabedor Velázquez de que salía a tomar el sol por las mañanas, le puso tan estricta vigilancia, que fue sorprendido por Juan Escudero, que lo abrazó hasta que lle­garon otros más y lo llevaron a una nave que estaba en el puerto.

 

De allí también logró escapar, seguramente con la complicidad del carcelero, habién­dose percatado, antes de abandonar la nave, de que no se le reconocía con el traje de un criado suyo que se había puesto. Se fue en un bote, poro antes de dirigirse a la costa soltó un esquife de otro barco surto en la bahía, para despistar a sus perseguidores. Remó con fuerzas para alcanzar la playa, pero como en vez de adelantar lo arrastraba la corriente, decidió lanzarse a nado, no sin poner sobre su cabeza unos documentos contrarios a Veláz­quez. Por fin pudo vencer al mar y se escondió entre unas plantas, para después ir a la casa de su cuñado Juan Xuárez.

 

Púsose de acuerdo con Xuárez y un día, ya de noche, llegó subrepticiamente a la casa del gobernador, y persuadido de que nadie le aguardaba, abrió la puerta y de improviso dijo: "Hola, señores; Cortés está a la puerta y saluda al señor Velázquez, su excelente y bizarro capitán". Velázquez quedó sorprendido, le pidió que entrara y no tuviera temor, porque siempre le había considerado amigo y hermano; al mismo tiempo ordenó preparar cena y cama. Cortés todavía expresó: “Mandad que nadie se me acerque, porque a quien tal haga, le pasaré con este chuzo; si tenéis de mi alguna queja, decídmela cla­ramente; por lo que a mí toca, como nada he temido más en mi vida que la nota de traidor, preciso me es vindicarme y que no quede de mí sospecha. Por lo demás, os suplico me recibáis en vuestra gracia con la misma buena fe que yo a ella vuelvo”. "Ahora creo -con­testó Velázquez- que no cuidáis menos de mi nombre y fama que de vuestra lealtad". Se dice que después de esto Cortés entró a la casa y se sucedieron las consecuentes explicaciones y durmieron juntos, en la misma cama.

 

Poco después, aunque no desde el princi­pio, Cortés participó en una campaña contra los indios. Su comportamiento fue excelente y desde allí en adelante todo lo resolvía, gozando más que nunca de la confianza y estimación de Velázquez.

 

En De rebus gestis, escrito que es de López de Gómara, se relata un incidente poco conocido de la vida de Hernán Cortés. Se dice que cuando no había guerra, se dedicaba a vigilar a sus trabajadores, así como a visitar a sus indios que sacaban oro; que en una ocasión, navegando de la boca de Barri a Barucoa, un vientecillo que fue arreciando poco a poco lo echó mar adentro. Perdida la esperanza de recalar en Puerto Escondido y viniéndose la noche a pesar de remar con gran ánimo, no conseguía avanzar. Volcada la canoa, se asió a ella, hasta que, gracias a una hoguera hecha por unos indios en la playa, logró recalar, después de una fiera lucha de tres horas. Así salió avante, posteriormente, de los problemas y dificul­tades que le afligieron.

 

Preparación del paso al nuevo continente.

 

Mientras todo esto acontecía, se fue labrando rápidamente una muy buena posición, llegando a ser uno de los más prominentes colonos de la isla, tanto por su influencia política como por los bienes que reunió.

 

Así las cosas, en 1517, Velázquez, asociado a Hernández de Córdoba, Lope Ochoa de Caicedo y Cristóbal Morante, armó tres navíos con. los que, gracias al piloto Antón de Alaminos, fue descubierto Yucatán.

 

Al siguiente año, Juan de Grijalva con­tinuó los descubrimientos, enviando a infor­mar de ellos a Pedro de Alvarado desde Ulúa. Como Grijalva no retornara, Velázquez envió a Cristóbal de Olid en su busca; pero regresó sin dar con él. A poco arribó Alvarado y fue tal el entusiasmo que despertó en el gober­nador estos descubrimientos, que de inmediato inició la preparación de otra expedición.

 

En esta ocasión hubo varios candidatos dispuestos a capitanear la nueva armada, en­tre otros: Vasco Porcallo, Baltasar Berrnúdez, Antonio Velázquez Borrego y Bernardino Velázquez. Por distintas causas fueron desechados, recayendo el nombramiento en Hernán Cortés, gracias a la influencia de Amador de Lares, oficial del rey, y de Andrés de Duero, secretario del gobernador de Cuba. Desde luego que no obraron desinteresadamente, ya que convinieron con Cortés en tener una participación en el oro y demás cosas que se rescataran, es decir, eran socios en la empresa.

 

Recibió Cortés unas instrucciones que debía aplicar y obedecer durante el viaje. De inmediato se dio a la tarea de organizar h expedición, reuniendo los navíos, gente y bas­timentos indispensables.

 

Como empezara a darse trato de gran se­ñor y anduviera muy alhajado, sus émulos trataron de que se le quitara la armada; pero Hernán Cortés maniobró con tal habilidad y presteza, que cuando Velázquez intentó sustituirlo, ya se había lanzado a la mar.

 

Antes de abandonar la isla, la recorrió en varias direcciones, haciendo acopio de hombres y bastimentos. Por fin, partió del cabo de San Antón, guiada la armada por el piloto Antón de Alaminos.

 

Cuando todo esto acontecía, Hernán Cor­tés contaba treinta y cuatro años, y, si durante su estancia en Santo Domingo y Cuba había mostrado sus capacidades, ahora tendría mayor oportunidad de hacerlo.

 

Cortés y su gente actuaba de acuerdo con las ideas en boga. Sentían que tenían dere­cho a hacer la guerra a los indígenas, a fin de combatir la idolatría y de hacerlos esclavos en caso de oposición. Manejaban igual el Evangelio que la espada y en nombre del primero cometían atrocidades sin fin.

 

Campaña de México.

 

Así, con este espíritu, inició el extremeño su sorprendente campaña. Desde Cozumel sentó las bases de cómo debía tratarse a los naturales, cuando reprendió a Alvarado por las arbitrariedades cometidas. En Tabasco muestra que las enseñanzas obtenidas en la campaña de Cuba le son útiles para enfren­tarse a miles de enemigos, dándose cuenta, además, de la notoria superioridad que su técnica guerrera y la de sus armas le daban sobre sus enemigos.

 

En Ulúa aflora su intuición y sagacidad política, cuando, por la manera de proceder de los emisarios de Moctezuma, se entera de que lo consideran un ser sobrenatural, un teul; así como la forma de resolver la situa­ción existente entre él y Velázquez, que concluye con la fundación del ayuntamiento de la Villa Rica de la Vera Cruz, rompiendo sus nexos con aquel gobernador.

 

En Zempoala, al mismo tiempo que des­pliega sus facultades diplomáticas, actúa como un poseído al derrocar los ídolos del Templo Mayor.

 

Tlaxcala le sirve de marco para ratificar sus dotes de gran capitán, y su atractiva per­sonalidad hace que los tlaxcaltecas se le unan incondicionalmente.

 

La "matanza de Cholula" fue producto del miedo. Sintiéndose en territorio hostil y rodeado de enemigos, decidió adelantarse a los presuntos acontecimientos sin haber comprobado la veracidad de las informaciones recibidas.

 

Ya en Tenochtitlan, se aprovecha de la circunstancia de que Moctezuma le cree Quetzalcóatl y se apodera de la ciudad con asombrosa facilidad.

 

Confía en Alvarado y lo deja al mando de la guarnición de México cuando parte a com­batir a Narváez, a quien vence aún con más rapidez y facilidad que a los indígenas; pero su confianza le hace cometer el increíble error de entrar a la ciudad cuando sus habi­tantes se habían sublevado en contra de los españoles; error que estuvo a punto, si no de impedir la conquista, por lo menos de retardarla y que dicho mérito recayera en persona distinta de la suya.

 

Rehace su prestigio político y militar en las campañas que precedieron al sitio y durante el mismo; pero en lo que hace a las primeras, quiebra con el anterior tratamiento para con los indígenas, procediendo cruel e inhumanamente, permitiendo incluso la antropofagia, que tanto había combatido, con tal de que sus aliados se alimentaran.

 

En múltiples ocasiones propuso a Cuauh­témoc la terminación de la guerra, pero lo hizo porque no desaparecieran los bienes exis­tentes en la ciudad y aprovecharse de ellos co­mo botín, más que por motivos humanitarios.

 

Volviendo a su anterior manera de ser, trató a Cuauhtémoc y acompañantes con toda clase de deferencias cuando el mexica fue hecho prisionero.

 

Terminado el sitio, permitió una celebra­ción en Coyohuacan, que se convirtió en tal orgía, que los comensales corrían sobre las mesas y aun rodaban por las gradas. Increpa­do Cortés por Olmedo, le dijo que celebrara una procesión y misa para contrarrestar tan nefastos hechos.

 

Intentos de organización.

 

Pronto tuvo que enfrentarse con el descontento de capitanes y soldados, dado el irregular reparto del botín, lo que terminó con el injusto e inhumano tormento aplicado a Cuauhtémoc y Tetlepanquetzaltzin, en bue­na parte promovido por el tesorero del rey, Julián de Alderete, pero que pudo ser impe­dido por Cortés sin que le cupiera responsabilidad alguna. A fin de cuentas, el ejército, a pesar de su protesta, recibió sólo una in­significancia.

 

Asentados los españoles en Coyohuacan, una de las primeras cosas que se atendieron fue el decidir dónde sería conveniente fundar la población española. Se pensó en estable­cerla en Coyohuacan, en Tlacopan o en Tetzcoco, sitios que no presentaban el problema de la laguna; mas Hernán Cortés opinó que debía ocupar el mismo lugar que la ciudad prehispánica. Opinión muy fundada, pues de no haber sido así, hubiera quedado como un símbolo de la grandeza del Imperio mexica, mientras que sobreponiendo la ciudad española, se denotaba la superioridad de los cas­tellanos y de la cristiandad sobre los idólatras.

 

Las intrigas de Velázquez y el obispo Fonseca fructificaron cuando Cristóbal de Tapia fue designado gobernador de Nueva España, quien se presentó en Villa Rica y dio a conocer sus provisiones. Cortés y su grupo maniobraron de tal manera, que Tapia fue reembarcado casi violentamente.

 

Por aquellos días llegó a Coyohuacan Ca­talina Xuárez, esposa de Cortés, la cual mu­rió repentinamente pocos meses después; muerte que algunos atribuyeron al extremeño.

 

Por Cm, en octubre de 1522 los procuradores de Hernán Cortés le comunicaron que el monarca español lo había nombrado "Go­bernador y Capitán General de la Nueva Es­paña".

 

Tal designación le inclinó a mayor activi­dad: otorgó encomiendas a los conquistadores como premio a sus hazañas; introdujo cultivos tan importantes como la caña de azú­car; trajo sementales para propagar especies animales; continuó la exploración del territo­rio, principalmente en busca de oro, plata, cobre y estaño, auxiliado en parte por las ma­trículas de tributos; insistió en el envío de gente del clero regular para la difusión del cristianismo, logrando que en mayo de 1524 arribaran los primeros doce franciscanos, ca­pitaneados por fray Martín de Valencia, ante quienes se postró y besó sus raídos hábitos, mientras los indígenas eran presa de gran ex­pectación, pues veían humillarse a persona tan encumbrada.

 

Mas no conforme con tantos éxitos obte­nidos, organizó nuevas expediciones en dis­tintas direcciones, una de ellas a Honduras, al mando de Cristóbal de Olid, que había de rebelarse contra él y que fue muerto por Francisco de las Casas, enviado por Cortés. Este, no sabedor de tal hecho, indignado por el proceder de Olid, abandonó irreflexivamen­te la capital de Nueva España y se lanzó a un viaje que había de ocasionarle la pérdida del gobierno y trastornos y conflictos a la colonia.

 

En el transcurso de tan largo y penoso recorrido por las impenetrables selvas del su­reste del país, surcado por innúmeros y cau­dalosos ríos y sembrado de ciénagas y pan­tanos, demostró Cortés ser poseedor de un espíritu superior, enfrentándose a situaciones desesperadas, en combate con el terrible e in­hóspito medio geográfico. Seguramente todo ello influyó en la decisión tomada por Hernán Cortés de ajusticiar a Cuauhtémoc, con fundamento en una delación nunca bien comprobada y sólo por temor de que fuera cierta, da­das las condiciones en que se encontraba. Es también de lamentarse la muerte de los fran­ciscanos Tecto y Ahora.

 

Este fue el resultado de la descomunal empresa realizada por el conquistador en su ida a Honduras.

 

Mientras tanto, en México se le dio por muerto y hasta se le hicieron honras fúne­bres; mas sus partidarios no creyeron tal infundio.

 

Tiempo después, Hernán Cortés desembarcaba en Ulúa, dirigiéndose a la capital, donde recibió toda clase de halagos y mues­tras de cariño y adhesión, tanto de los natu­rales como de los españoles; se normalizó la vida de la colonia.

 

Viaje a España.

 

Todo parecía sonreírle; habían desapare­cido Velázquez y Fonseca, sus irreconciliables enemigos, así como también Cristóbal de Olid; mas nuevas y desagradables noticias enturbiaban su vida. Carlos V, dando por cier­tas falaces informaciones de sus enemigos, decidió sujetarlo a un juicio de residencia, enviando como juez a Luis Ponce de León. A Cortés convenía tal juicio, pues él podía fácilmente comprobar la falsedad de los cargos, mas se produjo la muerte de Ponce de León que se atribuyó a Cortés, en buena parte por insinuación de fray Tomás Ortiz, de los pri­meros dominicos y la de su sucesor, Marcos de Aguilar.

 

Aguilar dejó dispuesto que le sucediera el tesorero Estrada, asociado a Gonzalo de Sandoval. Mas como las cosas se complica­ran y surgiera agria disputa entre Cortés y Estrada, se le desterró de la ciudad. Lo an­terior le decidió a ir a España a defender su causa y acabar con las intrigas en su contra, máxime cuando llegó la noticia de la muerte de su padre.

 

Partió de Nueva España acompañado de Gonzalo de Sandoval y de Andrés de Tapia, llevando toda clase de objetos, joyas y curiosidades, así como indígenas hábiles en jue­gos de palos y pelota de hule.

 

Sabía Cortés que contaba con grandes admiradores de su obra, pero que también tendría que enfrentarse a sus acusadores.

 

El monarca español lo recibió cordialmente, pero no lo ratificó como gobernador, mas sí como capitán general. A cambio del gobierno, se le hizo adelantado de la Mar del Sur, caballero de Santiago y marqués del Valle de Oaxaca; se le otorgaron 22 pueblos y 26.000 vasallos.

 

Durante su estancia en España contrajo matrimonio con doña Juana de Zúñiga, sobri­na del duque de Béjar, con quien procreó a Martín Cortés, que posteriormente fue cabeza en una fallida conspiración que tenía por finalidad separar a Nueva España de la metrópoli.

 

Con la Malinche tuvo a Martín Cortés el bastardo, quien sufrió tormento por considerársele cómplice de su hermano, en esa misma ocasión.

 

En 1529, Cristóbal Weiditz hízole un retrato y grabó una medalla con su efigie.

 

Regreso a Nueva España.

 

A su vuelta a Nueva España, dedicó su tiempo al cuidado de sus haciendas, habiendo sido el introductor de ganados y de la morera. Pero su inquietud le llevó a cumplir con el compromiso de realizar expediciones en la Mar del Sur, empresas todas ellas fracasadas en cuanto a los intereses de Cortés, pero útiles para los descubrimientos y avan­ces de la conquista y colonización española.

 

Poco después había de recibir el desaire de no haber sido nombrado virrey de la tierra por él ganada para España. Ingratitud debida seguramente al temor de que se levantara con la tierra, o también por celos del gober­nante español, por la enorme popularidad de que gozaba el conquistador.

 

La muerte.

 

Tuvo dificultades muy serias con el virrey Mendoza, quien trataba de emularlo y aun de empañar sus glorias, habiéndolo hostilizado y no dejándolo actuar como capitán general que era. Para tratar de obtener justicia, se trasladó por segunda vez a España, si bien fracasó en su intento.

 

Acompañó a Carlos V en la fallida expe­dición contra Argel.

 

Pasó en España sus últimos años y falleció en Castilleja de la Cuesta, cerca de Sevilla, en 1547, a los sesenta y dos años.

 

Mas aún después de muerto continuó en actividad: se le enterró en San Isidro de Sevilla; en 1559 se le cambió de lugar, en el propio monasterio; en 1566 se extrajeron sus restos para ser trasladados a Nueva España, perdiéndose el rastro de ellos hasta 1608, en que, por informes de fray Juan de Torquemada, sabemos que estaban en Tetzcoco; en 1629, con motivo de la muerte de su nieto Pedro, fueron trasladados a San Francisco de México, en donde también sufrieron cambios de lugar; en 1794 eran llevados a la del Hospital de Jesús. Aquí también los cam­biaron de sitio, hasta que en 1946 se les puso en el lugar que ahora ocupan, en el presbiterio de la iglesia.

 

Vida y carácter de excepción, supo conci­tar tanto acérrimos enemigos como impertérritos amigos. Aventurero, guerrero intuitivo, sagaz diplomático, político astuto, ratimago y de gran ductilidad, magnífico administra­dor, conquistador cruel y benévolo, descu­bridor y colonizador incansable, leal a su Dios y a su rey. Todo este conjunto encerraba en alma y cuerpo Hernán Cortés.

 

En México más se le odia que se le ama. Unos quieren levantarle un monumento, otros se lo niegan.

 

Su nombre y personalidad estarán siem­pre enzarzados en agrias polémicas y disputas.

 

Tres opiniones sobre Hernán Cortés.

 

“Cortés era hablador y decía gracias y muy resabido y recatado, puesto que no mostraba saber tanto ni ser de tan­tas habilidades como después demostró en cosas arduas; era natural de Medellín, hijo de un escudero que yo conocí harto pobre y humilde, aunque cristiano viejo y dicen que hidalgo”. (Bartolomé de las Casas).

 

“Verdaderamente fue elegido Hernan­do Cortés para ensalzar nuestra fe y servir a Su Majestad, como adelante diré. Antes que más pase adelante quiero decir cómo el valeroso y esfor­zado Hernando Cortés era hidalgo conocido por cuatro abolengos. El prime­ro, de los Corteses, que ansí se llamaba su padre Martín Cortés: el segundo, por los Pizarros; el tercero, por los Monroys; el cuarto, por los Altamiranos. E puesto que fue tan valeroso y esforzado y venturoso capitán, no le nombraré de aquí adelante ninguno de estos sobrenombres de valeroso, ni esforzado, ni marqués del Valle, sino solamente Hernando Cortés, porque tan tenido y acatado fue en tanta esti­ma el nombre de solamente Cortés, ansí en todas las Indias como en Espa­ña, como fue nombrado el nombre de Alejandro en Macedonia, y entre los romanos Julio César y Pompeyo y Esci­pión, y entre los cartagineses Aníbal, y en nuestra Castilla a Gonzalo Hernán­dez, el Gran Capitán, y el mesmo vale­roso Cortés se holgaba que no le pusie­sen aquellos sublimados ditados, sino solamente su nombre, y ansí le nom­braré de aquí adelante”. (Bernal Díaz del Castillo).

 

“Fuese bachiller o no lo fuese, que al caso no importa, hemos de ver a Cortés revelar en toda su vida igual apti­tud para las letras que para las armas; asombrosa  capacidad  para hallarse siempre presente -presencia de la voluntad en la acción, de la mente en el pensamiento-, una mano maestra para manejar hombres, una mente maestra para forjar cosas; adaptando el acto al momento, en el pensamiento, adaptando la palabra a la ocasión, siempre a tiempo; y finalmente la ojeada rápida y la garra potente del águila, pero también la habilidad tortuosa y taimada de la serpiente, uniendo así en su compleja personalidad el águila y la serpiente, símbolo a la vez del pueblo que con­quistaría y del dios Quetzalcóatl o Serpiente Alada que para aquel pueblo encarnó”. (Salvador Madariaga).

 

Bibliografía.

 

Díaz del Castillo, B. Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, México, 1944. Diccionario de Historia de España, Madrid, 1952.

 

López de Gómara, F. Historia de la conquista de México, México, 1943.

 

Madariaga, S. de, Hernán Cortés, Buenos Aires, 1945.

 

Pereyra, C. Hernán Cortés, Buenos Aires, 1946.

 

Torquemada, fray J. de, Monarquía indiana, México, 1969. Vida de Hernán Cortés (De rebus pestis Ferdinandi Cortessi). "Colección de documentos para la historia de México", México, 1971.

 

45.            Quetzalcóatl y Cortés.

Por: Miguel León-Portilla.

 

Ocuparse de Quetzalcóatl en el mismo contexto de la conquista de México equivale a dar cabida a un tema en extremo interesante, objeto a veces de apreciaciones poco fundadas y aun fantásticas. Como es fácil supo­ner nos estamos refiriendo a lo descrito como trágico error de los antiguos mexicanos: haber considerado un retorno de Quetzalcóatl la llegada de Hernán Cortés.

 

La existencia de muchas obras en las que, como algo ya sabido, se recuerda la propalada identificación de Cortés con Quetzalcóatl, aduciéndola como factor que facilitó inicialmente la penetración de los españoles, podría llevarnos a pensar que el tema ha sido ya dilucidado por completo. Un estudio más detenido de la cuestión revela, sin embargo, que en tomo a ella giran problemas que deberían ser reexaminados cuando se quiera com­prender mejor la significación del mito en la historia de la conquista.

 

Comencemos aludiendo a un reciente tra­bajo en que se enuncia una peculiar tesis so­bre él asunto que nos ocupa. Según el autor, la divulgada identificación Quetzalcóatl-Cortés fue, en realidad, una sutil elaboración insinuada en sus escritos por el propio don Hernando y completada luego, tanto como difundida, por quien fue su capellán, Francisco López de Gómara. Y no es incongruente, por cierto, la explicación que de esto se aduce en el mencionado trabajo. Al parecer según nos dice, el sagaz conquistador conoció desde temprana fecha, aun cuando fuera vaga­mente, que los indios mantenían la creencia en un dios blanco y barbado, ser portentoso que se había marchado al oriente y había profetizado su regreso para imperar un día de nuevo entre los descendientes de los antiguos pobladores de esta gran porción del mundo. Así, al escribir Cortés a Carlos V, puso en labios de Moctezuma la relación de todo esto. Las razones que lo movieron a ello nos parecen hoy explicables.

 

El soberano indígena vio en la llegada de don Hernando el cumplimiento de la profecía. Por eso le ofreció tan formal bienvenida. También y esto es lo más importante, por ello mismo hizo pronta cesión de su reino, reconociendo en el capitán español, si no al supremo señor que se había marchado al oriente, por lo menos a un especial enviado suyo. Con otras palabras: en la interpreta­ción, atribuida a Moctezuma, de la antigua creencia, se tenía el mejor argumento para legitimar la adquisición del reino y sus domi­nios, ya que el mismo gobernante indígena había hecho una incondicional entrega de ellos. Lo escrito así por Cortés -se nos dice en el trabajo que estamos comentando- tuvo después más precisa divulgación en la obra de Gómara, donde se afirma claramente que los indios pensaron, en un principio, que don Hernando era el supremo señor Quetzalcóatl que regresaba.

 

Admitiendo que el autor de esta tesis incurre a veces en sofisticadas lucubraciones, debemos reconocer que tiene a mérito de ha­ber replanteado algo que se tenía como caren­te de problemas, a pesar de que las anteriores investigaciones distaban mucho de haberlo esclarecido. Sin aceptar aquí esta que hemos llamado "peculiar tesis", creemos, sin embar­go, que tiene sentido volver a hurgar en el tema de la pretendida o real confusión atri­buida a Moctezuma y al pueblo mexica en general. Queremos inquirir, en consecuencia, acerca de los orígenes que verosímilmente tuvo la fabulosa o mítica afirmación, según la cual la llegada de Cortés y sus hombres se identificó con el retorno de Quetzalcóatl y los otros teteo, teules, o dioses. Para mejor encauzar nuestra indagación atenderemos primero a las más tempranas formas de difusión de la idea del Cortés-Quetzalcóatl. Estu­diaremos luego otros testimonios de particular interés, principalmente por su procedencia indígena.

 

El relato de Hernán Cortés.

 

La segunda Carta de Relación dirigida al emperador Carlos V con fecha 30 de octubre de 1520 y escrita por don Hernando en el pueblo de Tepeaca -rebautizado con el nom­bre de Segura de la Frontera- es la primera y más antigua de las fuentes que debemos examinar. En el párrafo que vamos a citar,  tras referirse Cortés a su encuentro con el gran señor de Tenochtitlan, poco antes de entrar en la ciudad, recuerda luego una conversa­ción en extremo importante tenida con Moctezuma y estando ya ambos en uno de sus palacios. Según Cortés, el soberano azteca se expresó así:

 

"Muchos días ha que por nuestras escrituras tenemos de nuestros antepasados noti­cias que yo ni todos los que en esta tierra habitamos no somos naturales della sino extranjeros, y venidos a ella de partes muy extrañas; e tenemos asimismo que a estas partes trajo nuestra generación un señor cu­yos vasallos todos eran, el cual se volvió a su naturaleza, y después tomó a venir dende en mucho tiempo, y tanto, que ya estaban casa­dos los que habían quedado con las mujeres naturales de la tierra y tenían mucha genera­ción y fechos pueblos donde vivían, y queriéndolos llevar consigo, no quisieron ir ni menos recibirle por señor, y así se volvió.

 

“E siempre hemos tenido que los que dél descendiesen habían de venir a sojuzgar esta tierra y a nosotros como a sus vasallos; e según de la parte que vos decís que venís, que es do sale el sol, y las cosas que decís deste gran señor o  rey que acá os envió, creemos y tenemos por cierto él ser nuestro señor natural, en especial que nos decís que él ha mu­chos días que tenía noticia de nosotros. E por tanto, vos sed cierto que os obedeceremos y tenemos por señor, en lugar de ese gran señor qué decís, y que en ello no había falta ni engaño alguno; e bien podéis en toda la tierra, digo que en la que yo en mi señorío poseo, mandar a vuestra voluntad, porque será obedecido y fecho; y todo lo que nosotras tenemos es para lo que vos dello quisié­redes disponer...”

 

En estas palabras que, según Cortés, pro­nunció Moctezuma no parece difícil perci­bir la más temprana alusión que se conoce en castellano al viejo mito de la partida y el anunciado retorno de Quetzalcóatl, sumo señor de los toltecas; de los cuales se sentían herederos, de modo especial, los mexicas. E igualmente en lo que según don Hernando le manifestó entonces Moctezuma hubo ba­se para establecer con claridad la aceptación del soberano indígena de obedecer al "gran señor" que vivía en el oriente; al mismo acer­ca  del cual el propio conquistador le había hablado teniendo en mente, por supuesto, a Carlos V.

 

Y como si lo expuesto no fuera suficiente, un poco más abajo, en esta segunda carta de relación enviada en octubre de 1520 vuelve Cortés sobre el mismo asunto. Aduce enton­ces las palabras que, según él, pronunció también Moctezuma ante la "congregación de todos los señores de las ciudades y tierras allí comarcanas" Lo que pone entonces en labios del monarca azteca suena a manifiesta reiteración de lo hablado antes en privado. He aquí lo que dijo Moctezuma a sus va­sallos:

 

"Hermanos y amigos míos, ya sabéis que de mucho tiempo acá vosotros y vuestros pa­dres y abuelos habéis sido y sois súbditos y vasallos de mis antecesores y míos, y siempre dellos y de mí habéis sido muy bien tratados y honrados, e vosotros asimesmo habéis he­cho lo que buenos y leales vasallos son obli­gados a sus naturales señores; e también creo que de vuestros antecesores tenéis memoria como nosotros no somos naturales desta tierra, e que vinieron a  ella de otra muy lejos, y los trajo un señor que en ella los dejó, cuyos vasallos todo serán. El cual volvió dende hace mucho tiempo y halla que nues­tros abuelos estaban ya poblados y asentados en esta tierra y casados con las mujeres des­ta tierra, y tenían mucha multiplicación de hijos, por manera que no quisieron volverse con él ni menos lo quisieron recibir por señor de la tierra­".

 

Y él se volvió, y dejó dicho que tomaría o enviaría con tal poder, que los pudiese constreñir y atraer a  su servicio. E bien sabéis que siempre lo hemos esperado, y según las cosas que el capitán nos ha dicho de aquel rey y señor que le envió acá, y según la parte de donde él dice que viene, tengo cierto, y así lo debéis vosotros tener, que aqueste es el señor que esperábamos, en especial que nos dice que allá tenía noticia de nosotros.

 

"E pues nuestros predecesores no hicie­ron lo que a su señor eran obligados, hagá­moslo nosotros, y demos gracia a nuestros dioses porque en nuestros tiempos vino lo que tanto aquéllos esperaban. Y mucho os ruego, pues a todos es notorio todo esto, que así como hasta aquí a mi me habéis tenido y obedecido par señor vuestro, de aquí adelante tengáis y obedezcáis a este gran rey, pues él es vuestro natural señor, y en su lugar ten­gáis a este capitán; y todos los tributos y servicios que hasta aquí a mí me hacíades, los haced y dad a él, porque yo asimesmo tengo de contribuir y servir con todo lo que me mandare; y demás de hacer lo que debéis y sois obligados, a mí me haréis en ello mucho placer".

 

Formulada una vez más la idea del retorno, más tajantemente se enuncia aquí la cesión del poder "a ese gran rey" y a quien está en su lugar, su capitán, con la arden expresa de que todos los otros señores de los pueblos sometidos debían obrar en igual forma. Y en seguida, a modo de comentario, añade dan Hernando que "todos aquellos señores que le estaban oyendo lloraban tanto que, en un gran rato, no le pudieron responder". La contesta­ción llegó al fin. De ella, por cierto, podía muy bien ufanarse el astuto Cortés. Lo que a este respecto escribió es elocuente de por sí. Los señores, vasallos de Moctezuma:

 

"Después de algo sosegadas sus lágrimas, respondieron que ellos lo tenían por su señor, y habían prometida de hacer todo lo que les mandase; y que por esto y por la razón que para ello les daba, que eran muy contentos de lo hacer; e que desde entonces para siempre se daban ellos por vasallos de vuestra alteza -dice Cortés dirigiéndose a Carlos V- y desde allí todos juntos y cada una por sí prometían, y prometieron de hacer cumplir todo aquello que con el real nombre de vues­tra majestad les fuese mandado, como buenas y leales vasallos lo deben hacer, y de acudir con todos los tributos y servicios que antes al dicho Moctezuma hacían y eran obligados, y con todo lo demás que les fuese mandado en nombre de vuestra alteza. Lo cual todo pa­só ante un escribano público, y lo asentó por auto en forma, y yo pedí así por testimonio en presencia de muchos españoles".

 

La entrega del poder y la promesa de to­tal obediencia por parte no ya de Moctezuma, sino también del conjunto de los señores que allí estaban, no fue algo que quedaría en el aire, como mero vibrar de palabras y sollozos. El escribano, preparado por Cortés, tomó registro de toda ello. La justificación de la ocupación del territorio y el traspaso de su soberanía al rey de Castilla quedaban así confirmadas por "auto en forma".

 

La divulgación hecha por Gómara.

 

Lo que consignó Cortés en esta segunda carta de relación alcanzó, años más tarde, nueva forma de resonancia gracias a su anti­guo capellán, Francisco López de Gómara. Este, en su Historia de la conquista de Mé­xico, publicada en 1552, ampliando a su modo y comentando las palabras atribuidas al soberano azteca, encontró en ellas el argu­mento válido para justificar la transferencia de autoridad  y de posesión de la tierra. Tex­tualmente escribió Gómara: "Moctezuma primero, y luego tras él todos, se dieron par vasallos al rey de Castilla y prometieron lealtad...".

 

Además, antes de que ningún otro lo hi­ciera en letra impresa, Gómara mencionó ex­presamente el nombre de Quetzalcóatl al referirse al supremo señor cuyo profetizado retomo pareció a los indios que se cumplía con la llegada de Hernán Cortés. Así, por ejem­plo, al hablar Gómara de los embajadores que envió Moctezuma a los españoles cuando estaban en tierras de Veracruz, nos escribe: “Los indios contemplaron mucho el traje, gesto y barbas de los españoles. Maravillábanse ver comer y correr a los caballos. Temían del resplandor de las espadas. Caíanse en el sue­lo del golpe y estruendo que  hacía la artillería y pensaban que se hundía el cielo a truenos y rayos; y de las naos decían que venía el dios Quetzalcóatl con sus templos a cuestas, que era dios del aire que se habla ido y le esperaban...”

 

Otro pasaje mencionaremos de la misma obra de Gómara en que implícitamente  se reitera la identificación de Quetzalcóatl-Cortés. Se refiere éste a la reacción que tuvo Moctezuma al enterarse de la quema y matanza ocurridas en Cholula. Según Gómara, el señor de los mexicas dijo entonces: "Esta es la gente que nuestro dios me dijo que había de venir y señorear esta tierra...".

 

Y añade luego el propio Gómara que, encerrado Moctezuma en uno de sus templos, escuchó allí al diablo que le manifestó que precisamente Quetzalcóatl, dios de Cholula, de tiempo atrás estaba enojado, porque le sacrificaban muy pocas víctimas y que, por ello, el dios había tomado el partido de los foras­teros. El vínculo de identidad se acentuaba. Si Cortés y sus hombres eran Quetzalcóatl y los otros teules que regresaban, nada tenía de extraño que la figura del dios adorado en Cholula hubiera actuado en favor de los forasteros y aun aceptado, a falta de otros sacrificios, la mortandad de hombres allí perpetrada.

 

A partir de la ulterior difusión de la obra de Gómara, la gran mayoría de los autores que se ocuparon de la historia de la conquista de México aceptaron, sin entrar en mayores precisiones, que Moctezuma y su pueblo, haciendo equivocada referencia de sus mitos y tradiciones, vieron en la aparición de Cortés el retomo de Quetzalcóatl. El general desconocimiento de los testimonios en lengua náhuatl impidió por mucho tiempo cualquier forma de confrontación con lo que los propios nativos pudieran haber expresado sobre tal punto.

 

En épocas más recientes, el estudio de textos en náhuatl, coma las incluidos en las Códices matritenses y florentino (testimonios de los informantes de fray Bernardino de Sa­hagún), o los que se hallan en el manuscrito de las Anales de la nación mexicana y en otras fuentes indígenas, ha permitido enmar­car la cuestión en términos de la que hemos llamado “visión de las vencidos”. Atendamos, pues, a lo que los supervivientes indígenas consignaron sobre la interpretación que se dio a la llegada de Hernán Cortés.

 

Los testimonios en lengua náhuatl.

 

Si lo hasta aquí expuesto confirma la sa­gacidad siempre en acción de Hernán Cortés, no pone necesariamente en entredicho que Moctezuma u otros mexicas hayan hecho desde un principio aplicación del mita de Quetzalcóatl a la venida de los conquista­dores españoles. Es cierta que fue Cortés  el primero en hablar, en su segunda carta de relación, de una antigua tradición indígena en torno al esperado regreso del supremo señor marchado al oriente. También es verdad que fue su capellán, Francisco López de Gómara, quien comenzó a divulgar en letra impresa que era precisamente Quetzalcóatl el supremo señor con quien habían confundida las indios a don Hernando. Esta, y no otra cosa, es la que, a nuestra parecer, puede inferirse de las testimonios hasta aquí analizados.

 

Antes de pasar a ocuparnos de lo que aportan sobre esta materia las textos de pro­cedencia indígena, recordaremos al menos la que otro cronista español consignó, en fecha bastante temprana, sobre el mismo asunto. Nos referimos a fray Toribio de Benavente Motolinía, que, como se sabe, llegó a México formando parte del grupo de los doce franciscanos en 1524. Destacando el interés mostrado por las indígenas en conservar su propia memoria de los hechos, nos dice:

 

"Mucho notaron estos naturales indios, entre las cuentas de sus años, el año que vi­nieron y entraron en esta tierra los españoles, como cosa muy notable y que al principio les puso muy grande espanto y admiración. Ver una gente venida por el agua, lo que ellas nunca habían vista ni oído que se pudiese ha­cer, de traje tan extraño del suyo, tan deno­dados y animosos, tan pocos entrar por todas las provincias de esta tierra con tanta autori­dad y osadía, como si todas los naturales fueran sus vasallos... A los españoles llamaron teteuh, que quiere decir dioses, y los españoles, corrompiendo el vocablo, decían teules, el cual nombre les duró más de tres años, hasta que dimos a entender a los indios que no ha­bía más de un solo Dios y que a los españoles que los llamasen cristianos, de lo cual algu­nos españoles necios se agraviaron y quejaron, e indignados contra nosotros, decían que les quitábamos su nombre, y esto muy en for­ma, y no miraban los pobres de entendimien­to que ellos usurpaban el nombre que sólo a Dios pertenece; después que fueron muchos los indios bautizados, llamáronlos españoles...".

 

Muy significativa es esta recordación de Motolinía, que se encontraba ya en México apenas tres años después de la caída de México-Tenochtitlan. Por una  parte, confirma cla­ramente que, en un principio, se atribuyó a los españoles el título de dioses, teteúh o teules. Por otra, nos muestra que, como una reli­quia de tal atribución y se mantuvo por algún tiempo el empleo del vocablo teules, hasta que los frailes lograron erradicarlo, con el consi­guiente enojo de algunos españoles "pobres de entendimiento". Y aunque en lo dicho por Motolinía no se habla del esperado retorno de un supremo señor, se destaca al menos que, al entrar los españoles, pareció a los indios que lo hacían "como si todos los naturales fueran sus vasallos...". De cualquier for­ma, las palabras del franciscano muestran que -independientemente de lo insinuado por Cortés en su carta al emperador- tuvo, de he­cho, considerable vigencia el que los indios llamaran a los españoles teteúh o teules.

 

En busca de  testimonios aún más preci­sos, corresponde ahora ocuparnos ya de lo que expresaron acerca de ello los supervivien­tes indígenas de la conquista. La primera fuente a que acudimos es justamente la más antigua, los Anales históricos de la nación mexicana, de autores anónimos de Tlatelolco, que acabaron de escribirla en  náhuatl,  en 1528. En la parte final del manuscrito se en­cuentra el relato acerca de los acontecimien­tos que se fueron sucediendo a partir del año 13 Conejo, correspondiente al de 1518. He aquí la versión del texto en que se describen las primeras reacciones de los mexicas:

 

"Año 13 Conejo (1518), entonces fueron vistos los españoles encima del agua...

 

"Año 1 Caña (1519), los españoles salieron por el rumbo de Tecpan Tlayácac. Luego apareció también su capitán. Cuando ya es­taban en Tecpan Tlayácac, fue a darle la bienvenida el Cuetlaxteca, fue a entregarle dos soles de metal precioso, uno de metal amarillo y otro blanco. También un espejo para colgarlo sobre su espalda, una gran bandeja de oro, un jarro de oro, abanicos, adornos de plumas de quetzal y escudos de concha de nácar.

 

"Delante del capitán se hicieron sacrifi­cios. Por esto mucho se irritó. Porque le da­ban sangre en un vaso del águila. Por esto hirió al que le daba la sangre; le dio golpes con su espada. En seguida se desbandaron en desorden los que habían ido a darle la bien­venida.

 

“Todo esto habían llevado al capitán pa­ra dárselo por órdenes de Moctezuma. Por esto habían ido a encontrar al capitán. Había ido a cumplir este oficio el Cuetlaxteca...”

 

Bastante es lo que puede inferirse de este breve texto escrito, como ya dijimos, en 1528. El enviado de Moctezuma, además de una serie de presentes, le hizo entrega a Cortés de varias insignias propias de un dios. Esto úl­timo resultará más claro cuando citemos más adelante otro testimonio indígena. Finalmente, el sacrificio y la ofrenda de sangre en un vaso del águila, que tanto irritaron a don Hernando, denotan, fuera de cualquier duda, la creen­cia de que era un dios el que había llegado de más allá de las aguas inmensas.

 

Veamos ahora otro testimonio más amplio: el que proporcionaron a fray Bernardino de Sahagún sus informantes indígenas. Se trata de los textos en náhuatl que sirvieron de apoyo al franciscano para redactar más tarde el libro XII de su Historia general de las cosas de Nueva España. Estos materiales, cuyo tema es la visión indígena de la conquista, fueron puestos por escrito aprovechando los relatos de ancianos nativos. Eso ocurrió en la primera redacción, concluida en 1555. Más tarde, como asiente el propio Sahagún, tales testimonios sobre la lucha entre mexicas y españoles fueron objeto de cuidadosa revi­sión. Así, hacia 1585 pudo tenerse el texto definitivo, aunque se hicieron algunas correcciones, ya que en la primera redacción, según fray Bernardino: "Se pusieron algunas cosas que fueron mal puestas y otras se callaron que fueron mal calladas...". La relación de la conquista, debida a los informantes y revisada por Sahagún, es el más amplio testimonio dejado al respecto por los indígenas.

 

Abarca desde los varios presagios que se dejaron ver "cuando aún no habían venido los hombres de Castilla a esta tierra", hasta uno de los discursos "con que amonestó don Hernando a todos los señores de México, Tetzcoco y Tlacopan", exigiéndoles la entrega de sus varios tesoros. A lo largo del relato es frecuente hallar referencias a distintas for­mas de portentos y aun de intervenciones de dioses.

 

Como muestra pueden recordarse los ya aludidos presagios "que pusieron gran espanto en el ánimo de Moctezuma" y, asimismo lo que se dice acerca de una aparición del dios Tezcatlipoca, que habló y reprendió severa­mente a los hechiceros enviados por el soberano mexica al campamento de Hernán Cortés.

 

Dentro de este contexto, donde se trasluce lo portentoso, están los textos que a conti­nuación transcribimos y que más estrechamente tocan a la cuestión que aquí nos inte­resa. En ellos se habla sobre el estado de ánimo de Moctezuma a fines ya del año 13 Conejo y asimismo acerca de sus primeros enviados cuando en 1 Caña (1519) -año con el signo calendárico de Quetzalcóatl- decidió establecer las primeras formas de contacto con los misteriosos forasteros desembarcados en la orilla de las aguas inmensas:

 

"Hizo su turno el año que linda con 13 Conejo. Cuando ya va a tener fin, al acabarse el año 13 Conejo, vienen a salir, son otra vez vistos los hombres de Castilla.

 

"Con presura, de esto se informa a Moctezuma. Al enterarse éste, envía también de prisa a sus mensajeros. Era como si pensara que el recién llegado era nuestro príncipe Quetzalcóatl. Así estaba en su corazón: venir solo, salir acá. Vendrá tal vez él para conocer donde se halla su trono y su solio. Como que por eso se fue, recto, al tiempo que se fue.

 

"Envió Moctezuma cinco que lo fueran a encontrar, que le fueran a ofrecer sus dones. Los guiaba un sacerdote, el que tenía a cargo y bajo su nombre el templo de Yohualichan. En segundo lugar iba el de Tepoztlan; en tercero, el de Tizatlan; el cuarto era el de Huhuetlan y el quinto el de Mictlan.

 

"Moctezuma les dijo. Venid acá, vosotros que sois también guerreros ocelotes, venid acá. Dicen que otra vez ha salido a tierra el señor nuestro. Id a su encuentro, id a hacerle oír. Poned buena oreja a lo que él os diga. Buena oreja tenéis que guardar. He aquí con lo que habéis de llegar al señor nuestro:

 

"Este es el tesoro de Quetzalcóatl. Una máscara de serpiente, de hechura de turquesas. Un travesaño para el pecho, hecho de plumas de quetzal. Un collar tejido a manera de petatillo. En medio tiene colocado un dis­co de oro. También un escudo de travesaños de oro y de concha de nácar. Tiene plumas de quetzal en el borde y unas banderolas de la misma pluma.

 

“También un espejo de los que se ponen atrás los danzantes, guarnecido de plumas de quetzal. Ese espejo es como un escudo de tur­quesas. Es mosaico de turquesas; de turque­sas está incrustado, tachonado de turquesas.

 

"También una ajorca de jades con cascabelillos de oro. Igualmente un lanzadardos guarnecido de turquesas, todo de turquesas lleno, con cabecillas de serpiente. Y asimismo unas sandalias de obsidiana...

 

"Y éste es el atavío de Quetzalcóatl:

 

"Una diadema de piel de tigre con plumas de faisán. Sobre ella hay una enorme piedra verde con que está ataviada la cabeza. Oreje­ras de turquesas de forma redonda, de las cuales pende un zarcillo curvo de concha de oro. Un collar de jades tejido a manera de petatillo. También en el medio tiene un disco de oro. Y la manta con que se cubre el dios tiene ribetes rojos. También en el pie cascabeles de oro. Y un escudo de oro, perforado en el medio, con plumas de quetzal tendidas en su borde; también con banderola de quetzal.

 

"Asimismo el cayado torcido propio de Ehécatl. Curvo por arriba y con piedras preciosas blancas. Asimismo sus sandalias de espuma...

 

“A los cinco enviados que se han mencio­nado, luego les dio órdenes Moctezuma: Id, no os demoréis. Haced acatamientos al señor nuestro, el dios. Decidle: nos envía acá el que ocupa tu lugar. Moctezuma. He aquí lo que te da en ofrenda al llegar a tu casa de México...”

 

El texto indígena habla en seguida de la llegada de los enviados de Moctezuma al campamento de Cortés y de la entrega que se hizo allí de sus distintos dones, entre ellos los atavíos de Quetzalcóatl. Al decir de los informantes, el propio don Hernando dejó que los indios le pusieran todo aquello que lo convertía de hecho en una representación viviente de Quetzalcóatl. Si esto fue así -y no encontramos razón  alguna que nos mueva a negarlo-, ya que también en el texto de los Anales de la nación mexicana se alude a este episodio, tenemos verosímil explicación de cómo pudo haberse enterado el sagaz con­quistador de la creencia indígena acerca del supremo señor que se había marchado al oriente y que un día iba a regresar. Nada tiene de extraño que, al verse ataviado con las insig­nias que le pusieron los mensajeros de Moctezuma, inquiriera a través de sus intér­pretes, Jerónimo de Aguilar y Malintzin, sobre la significación que todo ello tenía.

 

No siendo posible citar aquí otros frag­mentos de estos textos de los informantes de Sahagún, recordemos al menos en forma resumida lo que se nos dice en algunos pasajes de particular interés. Así, páginas adelante, se recuerda otra embajada despachada por el mis­mo Moctezuma. Los enviados, al encontrar­se delante de Cortés, trataron de practicar en su honor el rito de los sacrificios humanos. Como  referirían también los Anales de la na­ción mexicana, quisieron hacerle entonces un ofrecimiento de sangre en un vaso del águila. El texto de los informantes describe con mayor detalle la reacción de los hombres de Castilla:

 

"Cuando ellos vieron esto sintieron mu­cho asco, escupieron, se restregaron las pestañas, cerraban los ojos, agitaban la cabeza. La comida estaba manchada de sangre, la desecharon con nauseas...

 

"La razón de haber obrado así Mocte­zuma es que tenía la creencia de que ellos eran dioses. Por dioses los tenían y como a dioses los veneraban. Por esto fueron lla­mados, fueron designados como los dioses venidos del cielo, de las aguas celestes. En cuanto a los hombres negros que venían con ellos, se dijo que eran divinos sucios...".

 

A un último pasaje debemos aludir. Recoge éste las palabras que, según se decía, pronunció Moctezuma al hallarse, al fin, frente a Cortés, todavía antes de su entrada a la ciudad, en un sitio de la que hoy se cono­ce como Calzada de San Antonio Abad. Por varias fuentes sabemos que dicho encuentro tuvo lugar el 8 de noviembre de 1519. He aquí lo que manifestó Moctezuma, según el testimonio de los ancianos informantes:

 

"Señor nuestro, te has fatigado, te has dado cansancio. Ya has llegado tú a esta tierra. Has arribado a tu ciudad, México-Tenoch­titlan. Has venido aquí a sentarte en tu estrado, en tu trono. Por breve tiempo lo guardaron para ti, lo conservaron los que ya se fueron, tus sustitutos

 

"Eran éstos los señores Itzcoatzin, Huehue Motecuhzomatzin, Axayácatl, Tízoc, Ahuítzotl. Por breve tiempo tan sólo lo guar­daron para ti; ellos gobernaron en la ciudad de México-Tenochtitlan. Bajo tu espalda, bajo tu abrigo estaba metido el pueblo.

 

"¿Han de ver ellos y sabrán acaso de los que dejaron, de sus pósteros? Ojalá uno de ellos estuviera viendo, viera con asombro lo que yo ahora veo venir a mi. Lo que yo veo ahora, yo el residuo, el superviviente de nues­tros señores.

 

"No es que yo sueñe; no me levanto del sueño adormilado. No lo veo en sueños, no estoy soñando. ¡Es que ya he visto, es que ya he puesto mis ojos en tu rostro. Hace cinco, hace diez días, estaba yo angustiado: tenía fija la mirada en la región del misterio.

 

"Tú has venido entre nubes, entre nie­blas. Como que esto era lo que nos habían dejado los señores, los que rigieron, los que gobernaron tu ciudad: que habrías de insta­larte en tu trono, en tu sitial, que habrías de venir acá.

 

"Pues ahora se ha realizado ya. Has lle­gado con gran fatiga; con afán viniste. Llega a tu tierra, ven y descansa; toma posesión de tus casas reales. Da refrigerio a tu cuerpo. ¡Llegad a vuestra tierra, señores nuestros!".

 

El inmediato comentario que nos mani­fiesta el texto náhuatl, a propósito del discur­so de Moctezuma, es el siguiente: "Cuando hubo terminado sus palabras, las oyó el mar­qués. Se las tradujo Malinche, se las dio a entender...".

 

No parece necesario añadir aquí ulterio­res consideraciones en relación con los testimonios que hemos transcrito. Mayor sentido tendrá recordar lo que asentó el propio Ber­nardino de Sahagún acerca de la veracidad de los indios en el siguiente texto:

 

"Los que fueron conquistados supieron y dieron relación de muchas cosas que pasa­ron entre ellos durante la guerra, las cuales ignoraron los que conquistaron. Por las cua­les razones me parece que no ha sido trabajo superfluo el haber escrito que eran vivos los que se hallaron en la misma conquista y ellos die­ron esta relación, y personas principales y de buen juicio, y que tienen por cierto que di­jeron toda verdad".

 

Ofrecemos ahora un. último testimonio in­dígena. Por tratarse de una fuente distinta de las dos anteriores resulta obvia su importancia. El texto en cuestión se halla precisamente al final de la obra, escrita en náhuatl por recopiladores anónimos, que se conoce con el título de Anales de Cuauhtitlán. Esta es la versión del pasaje relacionado con nuestro tema:

 

"Cuando aún reinaba Moctezuma, en­tonces vinieron acá por primera vez los espa­ñoles. Por primera vez salieron allá, se acercaron al lugar que se nombra Chalchiuhcue­yecan.

 

"Cuando lo supieron y pudieron verlo los 7 de Cuetlaxtla, vasallos de Moctezuma, cuyo señor se llamaba Pínotl, en seguida se fueron para comenzar a observar a los cris­tianos.

 

"Cuando ya pudieron verlos, los tuvieron por dioses. Los llamaron teteo, dioses, con los nombres que ellos daban a sus demonios, 4 Viento, Tonatiuh, Quetzalcóatl...".

 

Aunque relativamente pobre en informa­ción, el texto citado concuerda en lo esencial con los que hemos analizado anteriormente.

 

Aquí se reitera que los cuetlaxtecas tuvie­ron por dioses a los forasteros. Se añade incluso que pronto comenzó a nombrárseles con los títulos de varios dioses. Además de usar la advocación de Tonatiuh, el sol, que por cierto volvería a ser atribuida más tarde a Pedro de Alvarado, se mencionan los nombres de Quetzalcóatl y de 4 Viento, este último designación calendárica de Ehécatl, otra de las personificaciones del propio Quetzalcóatl.

 

La presentación y el análisis que hemos hecho de estos testimonios indígenas no siendo ni mucho menos exhaustivos, pues podrían citarse algunos otros, permite entresa­car algunas conclusiones. La primera de ellas es que en la conciencia indígena -específi­camente en la de quienes, sobreviviendo a la conquista, pudieron poner por escrito sus re­latos- existió la convicción de que la llegada de los extraños forasteros se tuvo en un prin­cipio como cumplimiento del profetizado retorno de Quetzalcóatl y de los otros dioses acompañantes suyos. Es cierto, por otra parte, que en los textos se deja también en­trever que surgió en ocasiones la duda, in­cluso en el mismo ánimo de Moctezuma. Sin embargo, el hecho es que, al menos por algún tiempo, prevaleció la idea de que los presagios y el portento se habían realizado.

 

Obviamente, no es posible precisar cuál fue el lapso durante el cual se mantuvo el trágico error. En los mismos documentos aducidos encontramos también, a partir sobre todo de los relatos de la que se conoce como “matanza del templo mayor”,  durante la fiesta de Tóxcatl, que los mexicas comenza­ron ya a referirse a los hombres de Castilla con epítetos muy diferentes. Entre otras cosas los llamaron ya entonces popolocas, es de­cir; bárbaros. La aplicación del mito se había desvanecido, aunque, en verdad, tardíamente. Como un recuerdo y tal vez también como permanente expresión de temor, subsistió el tratamiento de teules, dioses, que muchos de los vencidos siguieron dando a los españo­les, hasta que los frailes pusieron término a lo que a sus oídos sonaba como blasfemia.

 

Respecto de Hernán Cortés, si apeló éste a la creencia indígena del retorno del su­premo señor, no hay duda de que supo apro­vechar sagazmente lo que conoció y, de modo palpable, cuando hallándose aún en las costas de Veracruz fue ataviado con las insignias de Quetzalcóatl. Y aunque cabe imaginar que pudieron ser ficción de don Hernando los discursos que puso en labios de Moctezu­ma, haciendo la cesión de. su imperio, el haber aludido así al antiguo mito prueba cuán bien supo aprovechar el conquistador lo que sabía ya del mundo indígena. De este modo quiso justificar la legitimidad de sus actos.

 

El que Gómara haya sido el primero en difundir en letra impresa la alusión al retorno de Quetzalcóatl, ello tiene dos explicaciones fácilmente comprensibles La primera es que convenía a la memoria de Cortés, puesto que así, con el artilugio de la cesión de dere­chos al supremo señor del oriente, don Hernando no debía ser tenido como agresor, sino como aquel que recibió justos títulos del so­berano indígena en favor de quien era rey de Castilla. La otra razón es casi una verdad de Perogrullo. El capellán de Cortés, Gómara, tuvo la suerte que ni remotamente podían al­canzar los informantes y escritores indígenas y ni siquiera hombres como Motolinía o Bernardino de Sahagún. En tanto que Gómara logró publicar su Historia de La conquista de México en 1552, la documentación indígena se mantuvo oculta y en ocasiones perseguida, hasta que, ya en nuestro propio siglo, fue estudiada y rescatada para siempre.

 

El conocimiento de tales testimonios na­tivos, como ya hemos visto, no deja lugar a ninguna duda: el hombre indígena, haciendo espontánea aplicación de sus  propias creencias, pensó en un principio que el anunciado retorno de Quetzalcóatl se había cumplido.

 

Bibliografía.

 

Anales de Cuauhtitlán y leyenda de los soles, en Códice Chimaloapoca, edición y traduc­ción de Primo F. Velázquez, México, 1945.

 

Anales de Tlatelolco (unos anales históricos de la nación mexicana), edición facsimilar en Corpus Codicum Americanorum Medii Aevi, ed. Ernst Mengin, vol. II, Copenhague, 1945.

 

Códice Matritense del Real Palacio (textos en náhuatl de los indígenas informantes de Sahagún), ed. facs. de Del Paso y Troncoso, vols. VI (2ª parte) y VII, Madrid, 1906.

 

Códice Matritense de la Real Academia de la Historia (textos en náhuatl de los indí­genas informantes de Sahagún). ed. facs. de Del Paso y Troncoso, vol. VIII, Madrid, 1907.

 

Cortés, H. Cartas de relación de la conquista de México, Buenos Aires-México, 1957 (3ª  ed.).

 

Gurría Lacroix, J. Hernán Cortés y Diego Rivera, México, 1971.

 

León-Portilla, M. Quetzalcóatl, México, 1968. Visión de los vencidos, México, 1972.

 

López de Gómara, F. Historia de la conquista de México ( vols.), con introducción y no­tas de Joaquín Ramírez Cabañas, México, 1943.

 

Motolinía, fray T. Historia de las Indias de la Nueva España, México, 1941.

 

Sáenz, C. A. Quetzalcóatl, México, 1962.

 

46.            Viaje a las Higueras.

Por: J. Gurría Lacroix.

 

Cristóbal de Olid.

 

Hernán Cortés había tenido conocimien­to de que el territorio ahora denominado América Central, y en especial Honduras, que entonces se llamaba Hibueras, en muy rico en metales preciosos. A fin de explorar las Hibueras y conseguir oro, decidió enviar al capitán Cristóbal de Olid, que partió de Villa Rica el 11 de enero de 1524.

 

Contra lo convenido con Hernán Cortés, al llegar a La Habana entró en arreglos con Diego Velázquez. Partido de la isla, en el trayecto a Honduras, topó con una nao en que iba Francisco de Montejo y los oficia­les Gonzalo de Salazar y Pedro Almíndez Chirinos.

 

Al llegar a la costa de las Hibueras, tomó posesión de la tierra en nombre de Carlos V y por Hernán Cortés, habiendo fundado la población El Triunfo de la Verdadera Cruz, a la que dio ese nombre por haber llegado a aquel lugar el 3 de mayo. Para disimular sus tratos con el gobernador de Cuba, las autoridades de la nueva villa fueron las mismas aprobadas por Cortés.

 

Las noticias del encuentro con Cristóbal de Olid y de que estaba en rebeldía respecto de Cortés se las transmitió uno de los viajeros mencionados. Tan desagradable nueva le causó grande indignación y hasta pensó trasladarse a Cuba y apresar a Velázquez; mas como esto era demasiado audaz, optó por preparar un viaje por tierra, para ir a castigar personalmente a Olid. Tal idea chocó con la oposición de las otras autori­dades de la colonia, quienes hicieron observar los males que ello acarrearía; por lo tanto, de momento hizo salir de Ulúa a su pariente Francisco de las Casas con poderes para apresar al disidente. Este viaje se supo en Cuba, en donde se tomaron providencias para tratar de evitar desafueros y conflictos en las Hibueras.

 

De las Casas recaló en Triunfo de la Cruz y pidió ser recibido pacíficamente por Olid; éste decidió atacarlo, mas como uno de sus navíos fuera destruido, entró en tratos con el enviado de Cortés. Por desgracia para De las Casas, una fuerte tormenta lan­zó sus naves contra la costa, a consecuencia de lo cual murieron muchos de sus soldados y los restantes cayeron en poder de Olid, que retuvo al capitán en su propia casa.

 

Inicio del viaje de Cortés.

 

Mas no contento con el envío de Fran­cisco de las Casas, y sin conocer lo que había acontecido, contra todo consejo y sin prever los males que podían presentarse por su ausencia, preparó un ejército compuesto de 150 de a caballo, otros tantos de infantería, varios miles de guerreros indígenas y naborías para el servicio doméstico. Para no padecer hambre, llevó consigo una piara de centenares de cerdos.

 

Se hizo acompañar de los flamencos fray Juan de Tecto y fray Juan de Ahora, así como de un mercedario llamado fray Juan de las Varillas. El fiel Gonzalo de Sandoval fue obligado a ir, al igual que otros conquis­tadores que alistaba cuando cruzaba las po­blaciones, como Bernal Díaz y la misma Malinche, a quien casó con Juan Jaramillo, a su paso por Orizaba.

 

Por temor a un levantamiento, hizo que­ fueran con él Cuauhtémoc y Tetlepanquetzal y otros señores indios. El príncipe de Tetzcoco, Ixtlilxóchitl, iba como capitán de un fuerte contingente de guerreros nativos. Designó como autoridades, mientras él estaba ausen­te, al licenciado Alonso de Zuazo, Rodrigo de Albornoz y Alonso de Estrada. Enco­mendó a Rodrigo de Paz, su pariente, todo lo relativo a su hacienda.

 

Dejó la capital de Nueva España el 12 de octubre de 1524, dirigiéndose, por la cos­ta, hasta la Villa del Espíritu Santo de Coat­zacoalcos. Estaba apenas en este lugar cuan­do se enteró de que, en México, las autori­dades por él designadas estaban luchando entre sí. Para solucionar tal problema no se le ocurrió sino dar amplios poderes a Gon­zalo de Salazar y a Chirinos, que le acompañaban, para sustituir en un caso dado a Al­bornoz y Estrada. Lo prudente hubiera sido suspender el viaje, pero venció su honor ofendido y continuó su camino.

 

Aquí, en Coatzacoalcos, se entregó a Hernán Cortés, por los caciques de Tabasco y Xicalango, un lienzo en que se daba razón de todos los pueblos de la costa hasta la zona en que estaba Pedro Arias de Avila, que le fue de gran utilidad en su recorrido. Tam­bién, desde Coatzacoalcos, envió Cortés un barco con bastimentos y armas rumbo a Tabasco.

 

De Coatzacoalcos, caminaron ocho le­guas hasta el río Tonalá y de allí hasta la Barra de Santa Ana, o sea el pueblo de Ahualulco o La Rambla. Para cruzar la Barra de Copilco tuvieron necesidad de construir un enorme puente de novecientos treinta y cuatro pasos.

 

El siguiente lugar tocado por la expedi­ción fue la Barra de Dos Bocas o Río Seco, cuyo paso debió de hacerse en las cercanías de la actual población de Paraíso, desde donde continuaron por Nacajuca, población que es cabecera del municipio de igual nombre y que está ubicada en la bifurcación del Chacalapa, continuando hasta el paso del Quet­zalapan, o sea el Grijalva. Después de recorridas 12 leguas, entraron en la provincia de Tsahuatlan y pernoctaron en su capital, lla­mada Jalapa o Astapa.

 

La provincia de Tsahuatlan fue dejada atrás por los expedicionarios y en dos jorna­das llegaron a Chilapan, a orillas del río del mismo nombre, conocido también como Ma­cuspana. En el mapa de Alfaro Santa Cruz, aparece en la margen derecha del Pusca­tan. En dos jornadas sólo avanzaron ocho leguas, por los obstáculos que les oponían la selva, los ríos y los esteros, penetrando en Tepetitan, con ubicación distinta del actual pueblo de ese nombre, ya que ese topónimo significa "Entre Cerros" y Cortés dice que es­taba en la falda de una cordillera.

 

Después de caminadas 12 leguas en tres jornadas, llegaron a Iztapan, en el Usumacinta y en el municipio de Monte Cristo, hoy Emiliano Zapata, donde localizan varios historiadores a dicho poblado como el mismo que es ahora Emiliano Zapata. En Iztapan recibieron informes acerca de la provincia de Acalan, Gran Acala o Gueyacala, como dice Bernal, que distaba 40 leguas, y que el con­quistador nos dice ser "gran cosa porque hay en ella muchos pueblos y de mucha gente, y muchas de ellas vieron los españoles de mi compañía, y es muy abundosa de manteni­mientos y de mucha miel; hay en ella muchos mercaderes y gentes que tratan en la tierra".

 

Bien adiestrado don Hernando en la ruta que había de seguir para Acalan, continúa su exploración siguiendo el curso del Usumacinta hasta Tatahuitalpan, cuyo significado es "Llanura Quemada" en mexicano, y que concuerda, según Becerra, con el signi­ficado del vocablo maya Balancan "Lugar abandonado o quemado", y que posiblemente por estar acompañados los españoles de intérpretes mexicanos, éstos verificaban la traslación del maya a su idioma, la cual Bernal y Cortés usaron al escribir, por estar más adiestrados en el idioma mexicano; pero otro autor da una distinta significación a Balancan, o sea la de "Tigre y Culebra", de Balan=tigre y Can=culébra, por lo que debe considerarse poco feliz el argumento esgrimi­do por el primero de los escritores, aunque por otra parte es segura la localización de Ta­tahuitalpan en el municipio de Balancan.

 

De Tatahuitalpan frieron enviados emisarios que tenían como misión llegar a Zagoa­tespan, pasando antes por Ozumazintlan y remontando la corriente del río de igual nom­bre. Cortés no esperó el resultado de esa pequeña exploración, yendo por tierra en pos de Zagoatespan o Tsauatecpan (Palacio de Hilanderos o Hiladores), significado que concuerda con Tenosique o Tanatsiic (Casa del Deshilador o del Hilandero), razón por la cual Becerra localiza a Zagoatespan en el mismo lugar del Tenosique actual, tomando como base las mismas razones y argumentos expresados en cuanto a Balancan, cosa que en el presente caso sí es aplicable.

 

En Zagoatespan se discutió cuál sería el mejor camino para internarse en la pro­vincia de Acalan, inclinándose los naturales por que siguieran por los pueblos que quedaban río arriba, para lo cual ya hablan abier­to un trecho de seis leguas para que pasara el ejército, y, por otra parte, enviados de unos lugares comarcanos recomendaron a Cortés que siguiera otro rumbo pasando el río en donde se encontraba, pues siguiendo el que primero se le indicaba daría un gran rodeo. Don Marcos Becerra expresa que desde este último punto, y después de tres días de camino, llegarían al río San Pedro, afluente derecho del Usumacinta, continuan­do hasta Tizatepetl, primera población de Acalan. Morley, por su parte, cree que, de Tenosique, continuaron hacia el Este a través de pantanos y selvas, llegando a la provincia de Acalan, gobernada por un jefe maya-chon­tal de nombre Ah-Paxz-Bolon-Acha.

 

Por tanto, coinciden Becerra y Morley, porque el río San Pedro se encuentra al este de Tenosique. Pero Cortés desmiente las de­ducciones de los autores a que se hizo referencia, pues dice: “Finalmente, se averiguó entre ellos ser éste el mejor camino, y yo había enviado antes un español con gentes de los naturales de aquel pueblo de Zagoa­tespan, en una canoa por el agua, a la Provin­cia de Acalán, a les hacer saber cómo yo iba, y que se asegurasen y no tuviesen temor, y para que supiesen si los españoles que de­bían ir con los bastimentos desde los bergantines eran llegados... fueme forzado par­tirme antes que me escribiesen, porque no se me acabasen los bastimentos que estaban recogidos por el camino, porque me decían que habla cinco o seis días de despobla­do; y comencé a pasar el río con mucho apa­rejo de canoas que había, y por ser tan ancho y corriente se pasó con harto trabajo”.

 

Así que, según Cortés, y tomando en con­sideración la importancia de los ríos Usuma­cinta y su afluente el San Pedro a que se refiere Becerra, el río que salvaron fue primero el Usumacinta, continuando después río aba­jo, y la grande puente de que habla fue tam­bién construida sobre algún brazo del propio caudaloso río, pues no se explica de otra ma­nera cómo se encontró con los mensajeros procedentes de Espíritu Santo y de San Es­teban del Puerto, lo que indica en forma por demás fehaciente que esta provincia de Aca­lan tenía fácil y rápido acceso tanto con Santa María de la Victoria como con Tér­minos y Xicalango, por la vía fluvial, ya que esperaba que a su llegada ya estuvieran los bastimentos que se le enviarían desde los bergantines que se encontraban en la mar. Además, al hablar de Acalan dice: "Está toda cercada de esteros, y todos ellos salen a la Bahía o puerto que llaman de Términos, por donde canoas tienen gran contratación en Xicalango y Tabasco". Esto hace aún más errónea la tesis de Becerra, porque, según él, después del paso del San Pedro, que localiza en la confluencia con el río Xotal o Chotal, dice todavía que caminaron ocho leguas para entrar en Tizatepetl, puerta o límite entre las provin­cias de Zagoatespan y Acalan, de donde, en compañía de Ah-Paxz-Bolon, se dirigió Cortés a Itzankanac pasando por Teutiercas, y que sitúa en Centroamérica, a muy grande distancia de Tabasco.

 

Según Cortés, Itzankanac "es muy grande y de muchas mezquitas, y está en la ribera de un gran estero que atraviesa hasta el punto de Términos de Xicalango y Tabasco". Esto significa que Itzankanac se encontraba en el río Usumacinta y que se comunicaba con Xicalango por medio del río llamado de Palizada, que es una bifurcación del primero antes de llegar a Jonuta, y con Tabasco siguiendo el curso del río principal, que desemboca en el Grijalva en un punto denominado Tres Bra­zos, pocos kilómetros antes de verter sus aguas en el golfo de México; por lo que no tiene base sólida el que Itzankanac se localice en Centroamérica, pues, a excepción del Usumacinta y San Pedro, no existe comunica­ción fluvial con esos países.

 

Por otra parte, Morley afirma que "Dávi­la fue llamado de la costa oriental de Yucatán y enviado a reducir la provincia de Acalan al sur y este de la laguna de Término, en donde fundó la cuarta ciudad de Salamanca en Itzankanac, capital de la provincia de Acatan", y en otro párrafo: "En 1550 y 1566, varios misioneros habían llevado a cabo algunas ex­pediciones desde Campeche a la provincia vecina de Acalan, al sur y oriente de la laguna de Términos." La capital de Acalan se trasladó en 1557 de Itzankanac, que estaba en el interior, a varios días de viaje, a Tixchel, en el extremo oriental de la laguna de Términos, lo que está en perfecto acuerdo con lo dicho por el extremeño.

 

Morley, sin atrever se a dar una localiza­ción de Itzankanac, cree encontrarla en el ángulo noroeste del Petén, o, lo que es más probable, cerca, pero fuera de dicho vértice, o sea en Acalan, dentro de los límites del es­tado de Tabasco, por ser parte de éste com­ponente de dicha provincia.

 

Molina Solís, al estudiar los mismos ca­cicazgos, localiza a Acalan al sudoeste de la laguna de Términos y dice que los mexicanos la llaman Onogualco, y que sus habitantes y su rico cacique eran intrépidos traficantes que llegaban hasta Panamá; y agrega que las ciudades principales de Acalan eran: Titacat, Tanche, Petenecte y Tanochil, y su capital, Itzankanac. Esto confirma plenamente mi aseveración de que Acalan, y por tanto It­zankanac, se encontraban en territorio entonces de Tabasco, pues esas poblaciones están en el mapa de Tabasco hecho en 1579 por Melchor Alfaro de la Santa Cruz, a orillas del Usumacinta en el siguiente orden: Xonutla, Popane, Iztapa, Ozumacintla, Petenecte y Tanochil.

 

Acatan, según los testimonios aducidos, sólo abarcaba una pequeña región que hoy corresponde al estado de Campeche y a la región conocida con el nombre de Los Ríos, que abarca los municipios de Jonuta, Montecristo, Balancan y Tenosique, pertenecientes al estado de Tabasco, y una pequeña faja de Guatemala.

 

De todo lo anterior, y con apoyo en Scholes y Roys, podemos concluir que Itzankanac, capital de la provincia de Acalan-Tixchel, puede ser ubicada en la margen izquierda del río de la Candelaria, en un lugar denominado El Tigre, en donde han sido explorados unos edificios arqueológicos que conocería Cortés.

 

Cómo Hernando Cortés salió de México para ir camino a las Hibueras.

 

“Como el capitán Hernando Cortés hacía pocos meses que había enviado a Francisco de las Casas contra el Cristóbal de Oild, parecióle que por ventura no habría buen suceso la armada que había enviado, y también porque le decían que aquella tierra era rica de minas de oro; y a esta causa estaba muy codicioso, ansí por las minas como pensativo en los contrastes que podían acaescer en la armada, poniéndosele por delante las desdichas que en tales jornadas de mala fortuna suele acarrear. Y como de su condición era de gran corazón, habíase arrepentido por haber enviado a Francisco de las Ca­sas, sino haber ido él en persona; y no porque no conocía muy bien quel que envió era varón para cualquier cosa de afrenta. Y estando en estos pensamientos, acordó de ir, y dejó en Méjico buen recaudo de artillería, ansí en la fortaleza como en las atarazanas, y por gobernadores en su lugar tenientes al tesorero Alonso de Estrada y al conta­dor Albornoz. Y si supiera de las cartas que Albornoz hubo escrito a Castilla a Su Majestad diciendo mal dél no le dejara tal poder, y aún no sé yo cómo le aviniera por ello. Y dejó por su alcal­de mayor al licenciado Zuazo, ya otra vez por mí nombrado y por teniente del alguacil mayor y su mayordomo de todas sus haciendas a un Rodrigo de Paz, su deudo; y dejó el mayor recaudo que pudo en Méjico; y encomendó a todos aquellos oficiales de la hacienda del Rey, a quien dejaba el cargo de la gobernación, que tuviesen gran cuidado de la conversión de los naturales, y an­simismo lo encomendó a un fray Toribio Motolinea, de la orden de señor San Francisco, y a otros buenos religiosos; y que mirasen no se alzase Méjico ni otras provincias. Y porque quedase más pacífico y sin cabeceras de los mayores caciques, trujo consigo al mayor señor de Méjico, que se decía Guatemuz (Cuauhtémoc), otras muchas veces por mí nombrado, que fue el que nos dio guerra cuando ganamos a Méjico, y también al señor de Tacuba, ya un Juan Velázquez, capitán del mismo Guatemuz (Cuauhtémoc), y a otros muchos principales y entrellos a Tapiezuelo, que era muy principal: y aun de la provincia de Mechuacán trujo otros caciques, y a doña Marina, la lengua, porque Jerónimo de Aguilar ya era fallecido; y trujo en compañía muchos caballeros y capitanes, vecinos de Méjico, que fue Gonzalo de Sandoval, que era alguacil mayor, y Luis Marín, y Francisco Marmolejo, Gonzalo Rodrí­guez de Ocampo y Pedro de Ircio, Avalos y Sayavedra, que eran hermanos, y un Palacios Rubios, y Pedro de Saucedo de Romo, y Jerónimo Ruiz de la Mota, Alonso de Grado, Santa Cruz, burgalés; Pedro Solís Casquete, Juan Jaramillo, Alonso Valiente y un Nava­rrete, y un Serna, y Diego de Mazariegos, primo del tesorero, y Gil González de Benavides, y Hernán López de Avila, y Gaspar de Garnica, y otros muchos que no se me acuerdan sus nombres; y trujo un clérigo y dos frailes francis­cos, flamencos, grandes teólogos, que predicaban en el camino; y trujo por mayordomos a un Carranza, y por maestresala a Juan de Jaso, y a un Rodrigo Mañuelo, y por botiller a Serván Beja­rano, y por repostero a un Fulano de San Miguel, que vivía en Guaxaca, y por despensero a un Guinea, que ansimismo fue vecino de Guaxaca; y trujo grandes vajillas de oro y de plata, y quien tenía cargo de la plata, un Tello de Medina; y por camarero, un Salazar, natural de Madrid; y por médico a un licenciado Pedro López, vecino que fue de Méjico; y zurujano, a maese Diego de Pedraza; y otros muchos pejes, y uno dellos era don Francisco de Mon­tejo, el que fue capitán en Yuca­tán el tiempo andando; no digo al ade­lantado su padre; y dos pejes de lanza, aquel uno se decía Puebla; y ocho mozos despuelas; y dos cazadores halconeros, que se decían Perales y Garci­ Caro, y Alvarado Montáñez; y llevó cinco chirimías y sacabuches y dulzai­nas, y un volteador, y otro que jugaba de manos y títeres; y caballerizo, Gon­zalo Rodríguez de Ocampo; y acémilas, con tres acemileros españoles; y una gran manada de puercos, que venía comiendo por el camino; y venían con los caciques que dicho tenga sobre tres mil indios mejicanos, con sus armas de guerra, sin otros muchos que eran de su servicio de aquellos caciques. Ya questaban de partida para venir su via­je, viendo el factor Salazar y el veedor Chirinos, que quedaban en Méjico, que no les dejaba Cortés cargo ninguno ni se hacía tanta cuenta dellos como qui­sieran, acordaron de se hacer muy ami­gos del licenciado Zuaco y de Rodrigo de Paz y de todos los conquistadores viejos amigos de Cortés que quedaban en Méjico, y todos juntos le hicieron un requirimiento a Cortés que no salga de Méjico, sino que gobierne la tierra, y le ponen por delante que se alzará toda Nueva España; y sobrello pasaron grandes pláticas y respuestas de Cortés a los que hacían el requerimiento. Y desque no le pudieron convencer que se quedase, dijo el fator y veedor que le querían venir a servir y acompañarle hasta Guazacualco, que por allí era su viaje. Pues ya partidos de Méjico de la manera que he dicho, saber yo decir los grandes recibimientos y fiestas que en todos los pueblos por donde pasaba se lo hacían fue cosa maravillosa, y más se le juntaron en el camino otros cincuenta soldados y gente extrava­gante, nuevamente venidos de Castilla, y Cortés les mandó ir por dos caminos hasta Guazacualco, porque para todos juntos no habría tantos bastimentos. Pues yendo por sus jornadas el fator Gonzalo de Salazar y el veedor íbanle haciendo mil servicios a Cortés  en especial el fator, que cuando con el Cortés hablaba, la gorra quitaba hasta el suelo y con muy grandes reverencias y palabras delicadas y de grande amis­tad, con retórica muy subida le iba diciendo que se volviese a Méjico y no se pusiese en tan largo y trabajoso cami­no, y poniéndole por delante muchos inconvenientes; y aun algunas veces, por le complacer, iba cantando por el camino junto a Cortés, y decía en los cantos: ‘¡Ay tío, y volvámonos! ¡Ay tío, volvámonos, questa mañana he visto una señal muy mala! ¡Ay tío, volvámonos! Y responde Cortés, can­tando: ¡Adelante, mi sobrino! ¡Adelan­te, mi sobrino, y no creáis en agüeros, que será lo que Dios quisiere! ¡Adelan­te, mi sobrino!’ E dejemos de hablar en el fator de sus blandas y delica­das palabras y diré cómo en el ca­mino en un poblezuelo de una Ojeda el Tuerto ques cerca de otro pueblo que se dice Orizaba, se casó Juan Jaramillo con doña Marina, la lengua, delante de testigos. Pasemos adelante y diré cómo van camino de Guazacualco y llegan a un pueblo grande que se dice Guas­paltepeque que era de la encomienda de Sandoval. Y como lo supimos en Guazacualco que venia Cortés con tan­to caballero, ansí alcaide mayor como capitanes y todo el cabildo y seguidores fuimos treinta y tres leguas a lo recibir a Cortés y a dalle el para bien venido como quien va a ganar bene­ficio. Y esto digo aquí por que vean los curiosos lectores e otras personas qué tan tenido y aun temido estaba Cortés, porque no se hacia más de lo que él quería, agora fuese bueno o malo. Y desde Guaspaltepeque fue caminando a nuestra villa; y en un río grande que había en el camino comenzó a tener contrastes, porque al pasarse le tras­tornaron dos canoas y se le perdió cier­ta plata y ropa, y aun al Juan Jaramillo se le perdió la mitad de su fardaje, y no se pudo sacar cosa ninguna a causa questaba el río lleno de lagartos muy grandes. Y dende allí fuimos a un pueblo que se dice Uluta, y hasta llegar a Guazacualco le fuimos acompañando, y todo por poblado. Pues quiero decir el gran recaudo de canoas que tenía­mos ya mandado questuviesen apare­jadas y atadas de dos en dos en el gran río, junto a la villa, que pasaban de trecientas. Pues el gran recibimiento que le hicimos con arcos triunfales y con ciertas emboscadas de cristianos e moros, y otros grandes regocijos e invenciones de juegos; y le aposenta­mos lo mejor que pudimos, así a Cortés como a todos los que traía en su com­pañía, y estuvo allí seis días. Y siempre el fator le iba diciendo que se volviese del camino que traía; que mirase a quién dejaba en su poder; que tenía al con­tador por muy revoltoso e doblado e amigo de novedades, y que el tesorero se jactanciaba que era hijo del rey ca­tólico, y que no sentía bien de algunas cosas e pláticas;  y que por ellos vio que hablaban en secreto después que les dio poder, y aun de antes; y, demás desto, ya en el camino tenía Cortés cartas que enviaban desde Méjico diciendo mal de su gobernación de aquellos que dejaba. Y dello avisan al fator sus ami­gos, y sobrello decía el fator a Cortés que también sabría él gobernar, y el veedor que allí estaba delante, como los que dejaba en México, y se le ofre­cieron por muy servidores. Y decía tan­tas cosas melosas y con tan amorosas palabras, que le convenció para que le diesen poder a el fator e a Chirinos veedor, para que fuesen gobernadores, y fue con esta condición: que si viesen quel Estrada y el Albornoz no hacían lo que debían al servicio de Nuestro Señor y de su Majestad, gobernasen ellos solos. Estos poderes fueron causa de muchos males y revueltas que hubo en México, como adelante diré después que haya pasado cuatro capítulos y ha­yamos hecho un muy trabajoso camino; y hasta lo ver acabado y estar en una villa que se llamaba Trujillo no contaré en esta relación cosa de lo acaecido en Méjico. Y quiero decir que a esta causa dijo Gonzalo de Ocampo en sus libelos infamatorios:

 

¡Oh fray Gordo de Salazar

fator de las diferencias!

Con tus falsas reverencias

engañaste al provincial.

Un fraile de santa vida

Me dijo que me guardase

de hombre que así hablase

retórica tan pulida.

 

Dejemos de hablar de libelos, y diré que cuando se despidieron el fator y el veedor de Cortés para se volver a Mé­jico, con cuántos cumplimientos y abra­zos. Y tenía el fator una manera como de sollozos, que parecía que quería llorar al despedirse, y con sus provisiones en el seno, de manera que las quiso notar. Y el secretario, que se decía Alonso Valiente, que era su amigo, las hizo. Vuelven para Méjico, y con ellos Hernán López de Avila, questaba malo de dolores e tullido de bubas. Y dejé­moslo ir su camino, que no tocaré en esta relación en cosa ninguna de los grandes alborotos y cizañas que en Méjico hubo hasta su tiempo y lugar, desque hubiéremos allegado con Cortés todos los caballeros por mí nombrados con otros muchos que salimos de Gua­zacualco hasta que hayamos hecho es­ta tan trabajosa jornada, questuvimos en puntos de nos perder, a Según ade­lante diré, y porque en una sazón acaescen dos cosas y por no quebrar el hilo de lo uno por decir de lo otro, acor­dé de seguir nuestro trabajosísimo ca­mino”.

 

(El texto de éste inciso fue tomado de Bernal Díaz del Castillo, His­toria verdadera de la conquista de la Nueva España, cap. CLXXIV).

 

La muerte de Cuauhtémoc.

 

La importancia de esta localización se debe a que en las afueras de Itzankanac, o sea en un lugar que Alva Ixtlilxóchitl, llama Teotilac, fue muerto el último rey mexica, Cuauh­témoc. Esta muerte se inició con una delación hecha por un mexica llamado Mexicaltzinco, que tenía el nombre castellano de Cristóbal, quien presentó al capitán un lienzo en que se representaba a Cuauhtémoc, Coanacochtzin, Tetlepanquetzaltzin y otros nobles más, y en él se daba a entender que habían dispuesto matar a Cortés y a todos los españoles que estaban con él y en Tenochtitlan.

 

A este respecto, Cortés nos dice que, enterado de la conspiración, los interrogó por separado, recayendo la culpa de todo en las personas de Cuauhtémoc y Tetlepanquetzaltzin.

 

Bernal Díaz, consternado por tamaño sucedido, expresa: "Cuauhtémoc confesó que así era como lo habían dicho los demás; empero que no salió de él aquel concierto, y que no sabe si todos fueron en ello, o se efectuara, y que nunca tuvo pensamiento de salir con ello, sino solamente la plática que sobre ello hubo. Y el cacique de Tacuba dijo que entre él y Cuauhtémoc habían dicho que valía más morir de una vez que morir cada día en el camino, viendo la gran hambre que pasaban sus maceguales y parientes. Y sin haber más probanzas, Cortés mandó ahorcar a Cuauhtémoc y al señor de Tacuba, que era su primo. Y antes que los ahorcasen, los frailes franciscanos les fueron esforzando y encomendando a Dios con la lengua doña Marina. Y cuando le ahor­caban, dijo Cuauhtémoc: ‘¡Oh Malinche: días había que yo tenía entendido que esta muerte me habías de dar y había conocido tus falsas palabras, porque me matas sin justicia! Dios te la demande, pues yo no me la di cuando teme entregaba en mi ciudad de México’. El señor de Tacuba dijo que daba por bien empleada su muerte por morir junto con su señor Cuauhtémoc. Y antes que los ahorcasen los fueron confesando los frailes franciscanos con la lengua doña Marina; y verdaderamente yo tuve gran lástima de Cuauhtémoc y de su primo, por haberles conocido tan grandes señores, y aun ellos me hacían honra en el camino en cosas que se me ofrecían, especial en darme algu­nos indios para traer yerba para mi caballo. Y fue esta muerte que les dieron muy injustamente, y pareció mal a todos los que íbamos.

 

Alva Ixtlilxóchitl, que recibió la información de su pariente el príncipe que acompaña­ba a Cortés, nos dice: "Algunos autores escriben que la muerte de Cuauhtémoc fue en Itzankanac; pero los naturales, y las pinturas, cantos e historias de esta tierra, a quien yo sigo, lo dicen según está referido atrás; y sea como fuere, ellos murieron en tierra de la provincia de Acalan, y Cortés los mató sin culpa, sólo porque la tierra quedase sin señores naturales".

 

Así murió Cuauhtémoc por designio de Hernán Cortés, muerte que a todos pareció injusta, pues dejándose llevar por informes falaces dio todo por cierto, actuando en igual forma que cuando ordenó la matanza de Cholula.

 

Bernal Díaz relata que la situación en que se encontraba y la muerte de Cuauhtémoc, a todas luces indebida, hizo que Cortés no pudiera conciliar el sueño, por lo que pasaba las noches dando vueltas alrededor de una sala, donde había ídolos.

 

Partidos de Teotilac, entraron en Mazatlán, en donde encontraron abundancia de comida, principalmente venados. De ahí pasaron a la laguna de Petén Itza y al pueblo de Tayasal, cuyo señor era Canek. Aquí fue informado de la existencia de españoles a no muchas jornadas.

 

Poco después penetraron en la provincia de Talca, compuesta tanto de ciénagas, ríos y llanos, como de ásperas sierras, en la que murieron 68 caballos. Al llegar a un pueblo llamado Acuculin, los guías los abandonaron, quedando sin saber dónde dirigirse; pero aquí tuvieron noticia de que a dos jornadas esta­ba Nito, habitado por españoles. En busca de Nito, fue Gonzalo de Sandoval, que llegó a la costa y apresó a unos hombres, quienes, llevados a presencia de Cortés, informaron de todo lo acaecido, quedando éste sorprendido ante el relato del degüello de Olid por Francisco de las Casas, lo que hacía inútil tantos tra­bajos y angustias pasadas en aquel terrible recorrido que había de traerle infortunios de todo género.

 

Fin de la expedición.

 

Desde Nito navegaron hasta Puerto de Caballos, o sea El Triunfo de la Cruz, que pareció buena tierra a Cortés para poblar, fundando una villa a la que puso por nombre Na­tividad de Nuestra Señora. A continuación se dirigió a Trujillo, adonde Zuazo envió una carta a Cortés de todo lo sucedido duran­te su ausencia. Es de imaginarse la pesadum­bre que tal noticia causó en el ánimo de Hernán Cortés.

 

Con esto damos por terminado lo relativo al fabuloso viaje realizado por Hernán Cortés, viaje en el que atravesó territorios que hoy corresponden a los estados de Veracruz, Tabasco y Campeche, de la República Mexicana, así como de las repúblicas de Guatemala y Honduras. Tierras todas éstas que si en la ac­tualidad presentan todavía innumerables di­ficultades para cruzarlas, hay que pensar que en el siglo XVI serían verdaderamente imponderables: pantanos, ciénagas, ríos, lagunas y esteros sin cuentos; millares de mosquitos, jejenes, chaquistes, tábanos, colmoyotes, garrapatas y reptiles, que aún en la actualidad ha­cen casi imposible la vida en esos lugares; por último, la lucha contra la naturaleza, los hombres y mil vicisitudes. Todo esto fue el viaje a las Hibueras, y todo esto lo venció la férrea voluntad de un hombre.

 

Bibliografía.

 

Alva Ixtlilxóchitl, F. de, Decimatercia relación de la venida de los españoles, México, 1938.

 

Becerra, M. Itinerario de Hernán Cortés en Tabasco. México, 1910.

 

Cortés, H. Cartas de relación, México, 1963.

 

Díaz del Castillo, B. Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, México, 1944.

 

Orozco y Berra, M. Historia de la dominación española en México, México, 1938. Re/aciones de Yucatán. Documento inédito de la Real Academia de la Historia, Madrid, 1900.

 

Scholes, F.V., L. Roys. y Ralph, The maya chontal indians of Acalan-Tixchel. Washington, 1948.

 

47.            Avance de la conquista y la colonización.

Por: Rosa Camelo.

 

Después de la toma de México-Tenochtitlan, Cortés pudo continuar con los  proyectos de reconocimiento del territorio, que la llegada de Pánfilo de Narváez y el posterior levantamiento mexica interrumpieron.

 

En 1519, durante su estancia en la ciu­dad, quiso hacer exploraciones que le permi­tieran encontrar un fondeadero mejor que el de Veracruz, donde las naves no sufrieran el embate de los vientos, y localizar aquellos lu­gares que fueran ricos en oro. Obtuvo de Moctezuma la información necesaria para que sus emisarios no marcharan a ciegas, sino a lugares ya determinados. El señor de México le mostró, para tal fin, unas "mantas" donde aparecía configurada la costa del golfo de Mé­xico con todos sus accidentes, así como unas pinturas donde estaban registrados los tributos que se le entregaban y cuál era su procedencia.

 

Para encontrar el mejor puerto decidió en­viar a Diego de Ordaz con diez castellanos y algunos guías mexicas, quienes recorrieron la zona comprendida entre los arenales de chal­chiuhcuecan -lugar donde ahora se encuen­tra Veracruz- y Coatzacoalcos, sondeando a su vez las desembocaduras de los ríos.  El señor de Coatzacoalcos, Tochintecuhtli, permi­tió a los españoles que entraran en su río a condición de que los mexicas permane­ciesen fuera. Aceptó tributar al rey de España y mandó sus embajadores a Cortés cuando Ordaz regresó a Tenochtitlan. Cortés, des­pués de haber recibido los mensajes y los regalos, ordenó que al regreso de los de Coa­tzacoalcos a su pueblo les acompañara un segundo grupo de españoles. Estos reconocie­ron y sondearon el río entregándole a Cortés unos informes que le hicieron considerar el enclave como lugar propicio para que atraca­ran allí los barcos y para construir una fortaleza. Con dicho encargo partió Juan Velázquez de León, quien a la llegada de Pánfilo de Narváez recibiría de él un mensaje invi­tándole a unirse con los sublevados en con­tra de Cortés. Sin hacer caso de la invitación, interrumpió sus trabajos de exploración y marchó para reunirse con su capitán, a fin de atacar al enviado de Velázquez.

 

Para buscar oro, Cortés envió a Gonzalo de Umbría hacia Zozollan y Tamazulapan, en la Mixteca, y a un pariente suyo, apellidado Pizarro, a Malinaltepec, en el actual estado de Oaxaca. Las informaciones que le dieron acerca de la fertilidad de las tierras le impul­saron a fundar en varios lugares “ciertas casas de granjerías, en que hubiesen labranzas y otras cosas, conforme a la calidad de aquellas provincias”. Para cumplir con tal encar­go partió Rodrigo Rangel, pero se vieron tam­bién detenidos los intentos por la llegada de Narváez. Permanecieron en el lugar algunos españoles que no salieron a unirse con su capitán y fueron muertos por los indígenas cuando éstos tuvieron conocimiento de la guerra que los mexicas iniciaron contra los conquistadores. Protegidos por los chinante­cas, lograron sobrevivir Hernando de Ba­rrientos y Nicolás Cervantes, que permane­cieron aislados hasta 1521. Consiguieron hacerle llegar a Cortés una carta mientras éste se encontraba en Tetzcoco, poco antes del sitio de Tenochtitlan.

 

Vencidos los tenochcas, Cortés volvió a pensar en la necesidad de ampliar su cono­cimiento de la tierra y extender su domi­nio. Entre 1521 y 1524 sus enviados llegaron a muchos lugares para sujetar a sus gentes, ya fuera en forma pacífica o por la fuerza de las armas. Algunos señores indígenas man­daron embajadas aceptando tributar al rey de España, como los de Meztitlán y Tututepec, en el actual estado de Hidalgo, y los de Zaa­chila y Tehuantepec, en el de Oaxaca.

 

Meztitlán y Tututepec en Hidalgo.

 

Después de que en 1521 estos señoríos aceptaron de manera pacífica dar tributo a los españoles, las exigencias de los encomen­deros establecidos en la región hicieron que, en 1522, los indígenas se sublevaran y mataran a los castellanos que allí vivían. Cortés mandó a uno de sus capitanes a someterlos y después de duros encuentros se rindieron.

 

En 1523, encontrándose don Hernando en Pánuco, hubo en Tututepec una nueva rebelión. Al enterarse el conquistador, acudió per­sonalmente para reprimirla. Los indígenas mantuvieron una  tenaz resistencia y se refu­giaron en lugares inaccesibles de la sierra. Al final fueron vencidos y el señor fue ahorca­do; en su lugar quedó como gobernante un hermano suyo.

 

Pedro de Alvarado en Tututepec.

 

“Es menester que volvamos algo atrás para dar relación de esta ida que fue Pe­dro de Alvarado a poblar Tututepec, y es así: Que como se ganó la ciudad de Méjico y se supo en todas las comarcas y provincias que una ciudad tan fuerte estaba por el suelo, enviaban a dar el parabién a Cortés de la victoria y a ofrecerse por vasallos de Su Majes­tad, y entre muchos grandes pueblos que en aquel tiempo vinieron fue uno que se dice Tehuantepec y Zapote­cas, y trajeron un presente de oro a Cortés y dijéronle que estaban otros pue­blos algo apartados de su provincia, que se decían Tututepec, muy ene­migos suyos, e que les venían e dar guerra porque habían enviado los de Tehuantepec a dar la obediencia a Su Majestad, y que estaban en la costa del Sur, e que era gente muy rica, así de oro que tenían en joyas como de mi­nas, y le demandaron a Cortés con mu­cha importunación les diese hombres de a caballo y escopeteros y ballesteros para ir contra sus enemigos.

 

“Cortés les habló muy amorosamente y les dijo que quería enviar con ellos al Tonatiuh, que así llamaban a Pedro de Alvarado, y luego le dio sobre ciento y ochenta soldados y entre ellos sobre treinta y cinco de a caballo, y le mandó que en la provincia de Oaxaca, donde estaba un Francisco de Orozco por ca­pitán. pues estaba de paz aquella pro­vincia, que le demandase otros veinte soldados y los más de ellos ballesteros, y así como le fue mandado ordenó su partida y salió de Méjico en el año de veinte y dos. Y mandóle Cortés que, de camino, que fuese e viese ciertos peño­les que decían questaban alzados, que se decían Ulamo. y entonces todo lo halló de paz y de buena voluntad, e tar­dó más de cuarenta días en llegar a Tututepec; y el señor de él y otros principales, desde que supieron que alle­gaban cerca de su pueblo les salieron a recibir de paz y les llevaron apo­sentar en lo más poblado del pueblo, adonde el cacique tenía sus adoratorios e sus grandes aposentos, y estaban las Casas muy juntas unas de otras, y son de paja, porque en aquella provincia no tenían azoteas, que es tierra muy caliente.

 

“Aconsejóse el Alvarado con sus capi­tanes y soldados que no era bien aposentarse en aquellas casas tan juntas unas de otras, porque si ponían fuego no se podrían valer, y fue acordado que se fuesen en cabo del pueblo; y desde que fue aposentado, el cacique le llevó muy grandes presentes de oro y bien de comer, y cada día que allí estuvieron le llevó presentes muy ricos de oro; y como el Alvarado vio que tanto oro te­nían, les mandó hacer unas estriberas de oro fino de la manera de otras que le dio para que por ellas las hiciesen, y se las trajeron hechas, y desde a pocos días echó preso al cacique porque le dijeron los de Teguantepec al Pedro de Alvarado que le querían dar guerra toda aquella provincia, e que cuando le apo­sentaron entre aquellas casas donde estaban los ídolos y aposentos, que era por les quemar e que allí muriesen to­dos, y a esta causa le echó preso. Otros españoles de fe y de creer dijeron que por sacarle mucho oro; y sin justicia murió en las prisiones, y esto se tuvo por cierto.

 

“Ahora sea lo uno o lo otro, aquel cacique dio a Pedro de Alvarado más de treinta mil pesos, y murió de enojos de la prisión, e quedó a un su hijo el caci­cazgo. y le sacó mucho más oro que al padre; y luego envió a visitar los pue­blos de a la redonda y los repartió entre los vecinos, y pobló una villa que se puso por nombre Segura, porque los más vecinos que allí poblaron habían sido de antes vecinos de Segura de la Frontera, que era Tepeaca; y como esto tuvo hecho y tenía allegado buena su­ma de pesos de oro y se lo llevaba a Méjico para dar a Cortés y también dijeron que el mismo Cortés le escribió que todo el oro que pudiese haber que lo trajese consigo para enviar a Su Ma­jestad, por causa que habían robado los franceses lo que habían enviado con Alonso de Avila e Quiñones, e que no diese parte ninguna a ningún soldado de los que tenía en su compañía; e ya que el Alvarado quería partir para Méjico, tenían hecho ciertos soldados una con­juración, y los más de ellos ballesteros y escopeteros, de matar otro día a Pedro de Alvarado y a sus hermanos porque les llevaba el oro sin dar partes, y aun se las pedían muchas veces e no se las quiso dar, y porque no les daba buenos repartimientos de indios, y esta conju­ración, si no se la descubriera un solda­do que se decía Trebejo, que era en la misma trama, aquella noche que venía habían de dar en ellos; y como el Alva­rado lo supo, que se lo dijeron a hora de vísperas y yendo a caballo a caza por unas cabañas e iban en su compañía a caballo de los que entraban en la conjuración, y para disimular, dijo: ‘Se­ñores, a mí me ha dado dolor de costa­do; volvamos a los aposentos e llámen­me un barbero que me sangre’.

 

“Y como volvió envió a llamar a sus hermanos Jorge y Gonzalo y Gómez, todos Alvarados, e a los alcaldes y al­guaciles, y prenden a los que eran en la conjuración, y por justicia ahorcaron a dos de ellos, que se decía el uno Fulano de Salamanca, natural de Condado, que había sido piloto, e a otro que se decía Bernaldo, levantisco, y con estos dos apaciguó los demás; y luego se fue para Méjico con todo el oro, y dejó po­blada la villa. Y desde que los vecinos que en ella quedaban vieron que los reparti­mientos que les daban no eran buenos y la tierra doliente y muy calurosa, e habían adolecido muchos de ellos, y las naborías y esclavos que llevaban se les habían muerto, e había muchos murcié­lagos y mosquitos y aun chinches, y, sobre todo, quel oro no repartió el Al­varado entre ellos y se llevó, acordaron de quitarse de mal ruido y despoblar la villa y muchos de ellos se vinieron a Méji­co, y otros a Oaxaca, y se derramaron por otras partes. Y desde que Cortés lo supo envió hacer pesquisa sobrello, y hallóse que por los alcaldes y regidores en el cabildo se concertó que se despo­blase y sentenciaron a los que fueron en ello a pena de muerte, y apelaron, y fue en destierro la pena. Y de esta mane­ra sucedió en lo de Tututepec, que jamás nunca se pobló, y aunque era tie­rra rica, por ser doliente; y como los naturales de aquella tierra vieron esto que se habían despoblado y lo que Pe­dro de Alvarado habla hecho sin causa ni justicia ninguna, se tornaron a rebe­lar, y volvió a ellos el Pedro de Alva­rado y los llamó de paz, y sin darles guerra volvieron a estar de paz. Deje­mos esto, y digamos que como Cortés tenía allegados sobre ochenta mil pe­sos de oro para enviar a Su Majestad, y el tiro ‘Fénix’ forjado, vino en aquella sazón nueva cómo había venido a Pá­nuco Francisco de Garay con grande armada; y lo que sobrello se hizo diré adelante”.

 

(El texto de éste inciso se tomo de Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquisto de la Nueva España, págs.415-417, Madrid, 1968).

 

Oaxaca.

 

Mientras se preparaba el sitio de Tenoch­titlan, los españoles que habían quedado en Segura de la Frontera -actualmente Tepeaca en Puebla- eran constantemente hostilizados por algunos grupos mixtecas procedentes del hoy estado de Oaxaca. Francisco de Orozco, que era el jefe de la guarnición, salió a combatirlos pero fue rechazado.

 

En 1521, ya establecido en Coyoacán, Cor­tés decidió castigar a los mixtecas y dar hom­bres a Orozco para que conquistara Huaxya­cac, que no era un señorío, sino lugar donde existía una guarnición mexica. La deforma­ción del nombre de aquel emplazamiento se usó posteriormente para designar la región.

 

Cuando Orozco inició su campaña, los di­ferentes señoríos mixtecas y zapotecas combatían entre sí. A consecuencia de tal situa­ción, la resistencia que a su paso encontró pudo ser vencida. Al entrar en el valle, después conocido como de Oaxaca, los mixtecas y los mexicas de la guarnición estaban ya re­fugiados en unas abruptas alturas. Orozco fue en su búsqueda y logró entablar conversacio­nes con los indios. Estos acordaron que an­tes de aceptar el sometimiento mandarían unos embajadores a Coyoacán, los cuales die­ron en su regreso tan terribles noticias acer­ca de la destrucción de Tenochtitlan que los guerreros resolvieron no resistir más.

 

Tuxtepec.

 

Tuxtepec fue uno de los ya citados luga­res a los que llegaron los españoles antes del desembarco de Narváez, a fin de establecer granjerías. Hacia tal sitio acudió un grupo al mando del soldado Salcedo, muerto a manos de los tuxtepecanos, cuando éstos se organi­zaran para resistir y mataron a todos los conquistadores que encontraron en sus tierras.

 

Cortés comisionó entonces a Gonzalo de Sandoval para que fuese a castigar a los de Tuxtepec. Salió el 30 de octubre de 1521, en compañía de Francisco de Orozco, el cual se dirigía a Oaxaca. Se separaron en Segura de la Frontera. Sandoval tomó el camino de Huatusco y Orizaba, poblaciones donde ha­bían matado a varios españoles, para, una vez allí, poder castigarles. En ninguno de estos lugares encontró resistencia. Siguió su camino a Tuxtepec,  donde también los encontra­ría en paz. En uno de los templos pudieron ver las pieles de los españoles que habían sido sacrificados. Sandoval tuvo que apaci­guar los ánimos de sus soldados, que, enar­decidos por el espectáculo, pretendían hacer una feroz matanza; sólo permitió castigar al capitán mexica que organizó y dirigió el ataque. Pudo hacerlo prisionero y lo condenó a morir quemado.

 

Estando en Tuxtepec tuvo conocimiento de la llegada de Cristóbal de Tapia, que ve­nía con el nombramiento de gobernador de Nueva España. Dejó el mando de la tropa a Andrés de Monjaraz y se dirigió a su encuen­tro en Veracruz. Junto con Alvarado y los re­gidores de los ayuntamientos, lo persuadie­ron de que era mejor regresar a Santo Do­mingo. Habiendo librado a Cortés de este grave problema, regresó a Tuxtepec y llamó a someterse a los zapotecas y mijes de la región. Como no se presentaron, mandó reducirlos por la fuerza de las armas, hecho no logrado por un capitán de apellido Briones, que presumía haber estado en las guerras de Italia. Los de Tiltepec lo esperaron en un te­rreno desfavorable y lo vencieron. Los de Xaltepec, en guerra con los primeros, solicita­ron alianza a los europeos en contra de  sus vecinos. Sandoval tenía pocos hombres, pero envió a diez de ellos a Xaltepec, trayendo a su regreso varias muestras de oro. Dando por pacificada la región, partió al litoral para cumplir las órdenes de Cortés: encontrar el sitio propicio para establecer un puerto.

 

Medellín y la Villa del Espíritu Santo.

 

De acuerdo con las informaciones que se tenían sobre la región, Gonzalo de Sandoval se dirigió a Coatzacoalcos, explorado ya por Diego de Ordaz y Juan Velázquez de León.

 

En el camino, sin que se conozca exactamente el enclave, fundó la villa de Medellín, a la que puso tal nombre en homenaje a la ciudad natal de Cortés. Este, concluido su viaje a Pánuco, en 1523, recorrió la costa del actual estado de Veracruz y trasladó el asien­to de la población a la desembocadura del río de Banderas o Jamapa. Pensaba que llegaría a ser una de las ciudades más importantes de Nueva España; un puerto adonde arriba­ran todos los navíos que quisiesen comerciar con la naciente colonia.

 

En cumplimiento de su comisión, Sandoval llegó a las márgenes del río Coatzacoal­cos, requiriendo desde allí a los de la pobla­ción. Al no obtener respuesta atacó el poblado y tomó prisionera a una dama allí muy res­petada. La mujer mandó llamar a los princi­pales de la región, que se presentaron por­tando joyas y regalos en señal de paz. Pidió Gonzalo de Sandoval que lo ayudaran a pa­sar el río, proporcionándole los caciques las canoas necesarias. Fundó la villa del Espíritu Santo en la ribera del río Coatzacoalcos y repartió pueblos entre los fundadores, llevando la jurisdicción de esta puebla hasta regiones tan apartadas como Chinantla, Tabasco y Chiapas. Se ocupaba de la organización de la provincia cuando supo que había llegado un barco a la desembocadura del río de Ahua­lulco, barco en el que venía doña Catalina Xuárez, esposa de Hernán Cortés. Suspendió sus trabajos y salió a recibirla con grandes honores. Como la señora quiso dirigirse con presteza en busca de su marido, Sandoval la  acompañó a Coyoacán. Aprovechando su ausencia los indígenas de Coatzacoalcos se sublevaron, inconformes con el tributo que los españoles les obligaban a entregar. Mata­ron a varios de los encomenderos que allí estaban establecidos y se prepararon a resistir. Luis Marín, que había quedado como tenien­te de la villa, salió a combatirlos y al final los sometió.

 

Un segundo levantamiento se produjo en el año 1523. Marín no pudo esta vez contenerlo y pidió auxilio a la Ciudad de México. Fue en su ayuda Diego Godoy, que portaba instrucciones para que Marín, después de someter a los sublevados, redujera a los de la provincia de Chiapas, considerada dependien­te de la villa del Espíritu Santo.

 

Conforme se fundaban nuevos pueblos fue disminuyendo la demarcación de la villa del Espíritu Santo. Sus pobladores la abandona­ban al darse cuenta de que la tierra no era tan rica en oro como habían supuesto.

 

Tututepec.

 

Cercano a la. costa de la Mar del Sur, en territorios que se encuentran actualmente en el estado de Oaxaca, se hallaba el señorío de Tututepec, no  sometido aún por el poderío mexica.

 

Cortés tuvo noticias de él en 1522, cuan­do los de Tehuantepec se quejaban de que los orgullosos tututepecas los hostilizaban y les destruían sus sementeras, vengándose aquéllos porque éstos se habían sometido de buen grado a los castellanos. Hernán Cortés mandó a Pedro de Alvarado en auxilio de sus amigos. No encontró la resistencia que espe­raba, puesto que el señor le recibió en forma pacífica y le brindó hospedaje. Las casas don­de los aposentaron eran de paja. Temiendo que los indios las incendiaran, aprovechán­dose de un descuido, prefirieron sentar sus reales fuera de la población. Alvarado pidió oro al señor de Tututepec, quien le entrega­ría muchas joyas. Los de Tehuantepec advir­tieron luego a don Pedro que se estaba pre­parando gente para atacarlo. Para adelantarse a cualquier sorpresa, el capitán hizo encarcelar al cacique tututepeca, a pesar de sus protestas de amistad. Murió de disgusto y vergüenza en la prisión. Un hijo suyo fue designado por Alvarado para sucederlo en el gobierno del señorío, y ante la insistencia del conquistador, se vio obligado a entregar más cantidad de oro.

 

Don Pedro tuvo noticias de que la Mar del Sur se encontraba cerca y marchó a recorrer sus costas, donde adquirió algunas per­las. Con ellas y con el oro que se le había dado, quiso regresar a Coyoacán. Sus solda­dos, inconformes por no haber repartido las riquezas, se reunieron para conspirar. Su plan era matar a Alvarado y a sus hermanos. Fray Bartolomé de Olmedo, que acompañaba a la expedición, advirtió a la posible víctima del peligro que corría. Descubierta la conjura, los cabecillas fueron ahorcados.

 

Cortés pensó que era importante estable­cer una población en Tututepec. Consideran­do que la villa de Segura de la Frontera no era ya necesaria en el asiento que tema, or­denó que se trasladara hacia aquella región. Después de hacer el traslado, Alvarado regre­só a Coyoacán.

 

Mas en Tututepec no había las riquezas y el oro que los españoles esperaban. Los pobladores de la nueva Segura de la Frontera la abandonaron en 1523, aprovechando el que Cortés marchara a Pánuco. A su regreso mandó hacer una información para encontrar a los responsables de esta desobediencia, a quienes juzgó y condenó a muerte. La condena no se cumplió, convirtiéndose, en 1524, en destierro.

 

Los naturales de Tututepec se rebelaron en 1524. Fue otra vez Alvarado el encargado de someterlos cuando se dirigía con  un im­portante contingente a la conquista de Soco­nusco y Guatemala.

 

Michoacán.

 

Entre los señoríos de cuya existencia Cor­tés recibía mayor información se encontraba el de Michoacán, adonde envió, poco después de su establecimiento en Coyoacán, un soldado apellidado Villadiego, el cual había llegado a conocer muy bien la lengua náhuatl. Partió con unos guías indios, pero jamás volvieron a tenerse noticias de todos ellos. El dicho tomó las de Villadiego, alusivo a alguien que no regresó, se refiere a este suceso.

 

Poco después, el encargado de conseguir alimentos para el ejército, Parrillas, se pre­sentó a Cortés acompañado por unos emba­jadores y le informó de que, en cumplimiento de su misión, había recorrido la zona matla­tzinca -en el actual estado de México- y lle­gado hasta Taximaroa -hoy Ciudad Hidalgo, Michoacán-, la cual se encontraba circunda­da por una muralla de troncos y representaba el límite del señorío de Michoacán. Sus habitantes le recibieron muy bien, proporcionándole información sobre las minas de oro que se hallaban situadas en el señorío. Asi­mismo, le hicieron muchos regalos y mandaron con él a los embajadores que deberían entrevistarse con don Hernando. Los enviados purépechas o tarascos -el último nombre se lo dieron los españoles- fueron interroga­dos sobre su pueblo. En los agasajos que se les hizo tuvo lugar una escaramuza en la que se dispararon las armas y se exhibieron los caballos, para intimidar a todos ellos. Cuando regresaron, llevaban mensajes para su señor, en los cuales se le pedía que recibiera en paz a los españoles. Los acompañaban Francisco Montaño y algunos señores mexicas, conducidos hasta Tzintzuntzan, capital del señorío. Se presentaron ante Tangaxoán o Tzintzicha y después fueron conducidos a unos aposentos. Permanecieron allí durante dieciocho días y ninguno de los nobles puré­pechas se presentó.

 

Mientras, Tangaxoán y los sacerdotes celebraban grandes ceremonias para consultar a sus dioses sobre la resolución que debían tomar. Al término de los dieciocho días, Tan­gaxoán mandó llamar a los mexicas que ha­bían acompañado a Montaño y les interrogó acerca de los españoles. Los mexicas iban aconsejados por Cortés y les dijeron que los españoles eran muy esforzados y valientes y que la caballería les daba un poderío difícil de contener. Tangaxoán reunió a su consejo y acordaron aceptar la paz que se les ofrecía. Se presentó el señor de Michoacán ante Montaño, con muchos regalos, y le comunicó su resolución. Cuando los enviados españoles salieron de Michoacán iban acompañados por ocho embajadores purépechas.

 

A su negada a Coyoacán fueron recibidos solemnemente por Cortés, quien, a fin de im­presionarlos, se vistió de un largo traje de terciopelo, se sentó en un alto sitial y se hizo rodear de sus capitanes. Después les presen­taron escaramuzas en las que se disparó la artillería y se soltaran los caballos. De vuel­ta, contaron a su señor todo aquello que ha­bían visto. Este expresó su deseo de ir a en­trevistarse personalmente con don Hernando. Los miembros de su consejo le pidieron que enviara en su lugar a su hermano Huitzitzil­tzi, porque temían por su vida. Huitzitziltzi partió con muchas joyas y regalos para Cor­tés. A su llegada se repitieron las escaramu­zas del ejército y le mostraron los berganti­nes y la destruida ciudad de Tenochtitlan. Así, muy impresionado por toda cuanto ha­bía vista, volvió a Michoacán para informar a su hermano.

 

En julio de 1522 encargó Cortés a Cris­tóbal de Olid que hiciera un reconocimiento del señorío purépecha. Salió, pues, acompa­ñado de un poderoso ejército. Cuando las ha­bitantes de Taximaroa observaran que se acercaba una hueste tan grande temieron que fuera en son de guerra y abandonaron la ciu­dad. Tangaxoán, al recibir esta noticia, orde­nó que se aprestaran sus soldados para re­sistir. Mientras se reunía el ejército, marchó Cuinierángari, también hermano de Tanga­xoán, a las proximidades de Taximaroa. Hecho prisionero, fue llevado ante Olid, quien le dio seguridades acerca de sus intenciones pacíficas y le entregó mensajes para  que los llevara a Tangaxoán.

 

Mientras Cuinierángari estaba en el cam­po español, un grupo de nobles encabezado por un tal Timas había convencido al señor de Michoacán que era preferible ahogarse en la laguna a sufrir las daños que le podrían ocasionar los españoles. Su hermano le disuadió de su propósito y le hizo marchar a Uruapan. Tangaxoán le pidió que hiciera creer a los españoles que ya se había muerto. Olid entró en Tzintzuntzan y se apoderó del tesoro de los señores, guardado en uno de los aposentos del palacio. Eran cuatrocientas car­gas de objetos de oro que se mandaron a Cortés. Para conducirlas fue comisionado Cuinierángari, quien al entregarlas comunicó a don Hernando que Tangaxoán había muerto. El conquistador no se lo creyó y ordenó decir a Tangaxoán que no tuviera miedo y que acudiera a visitarlo.

 

Entre tanto, Olid pudo averiguar dónde se encontraba oculto el señor de Michoacán y mandó que lo llevaran a su presencia. Le pidió más oro y lo persuadió de la conveniencia de presentarse en Coyoacán. Tangaxoán llegó ante Cortés con las cargas del preciado metal. Se dice que iba tan atemorizado que en el camino se le veía lloroso. Don Hernan­do lo recibió con grandes honores y repitió las exhibiciones de fuerza militar que había hecho ante los anteriores visitantes. También hizo ver al Caltzontzin -nombre con el cual designaban los mexicas a los señores de Mi­choacán y los españoles a Tangaxoán- los bergantines y la arruinada Tenochtitlan. Después volvió a su tierra con el encargo de hacer llegar a Zacatula, puerto donde Cortés tenía astilleros, varias áncoras que le entregara.

 

Por aquel tiempo, Olid abandonó Michoa­cán. Algunos españoles que allí estaban asen­tados consideraron que la tierra no era tan buena como en un principio se habla creído, volviendo a Coyoacán. Otros permanecieron en este señorío, que de tal forma quedó sometido a la corona de Castilla.

 

Colima.

 

El primer intento para conquistar Colima parece que fue el realizado por Juan Alvarez Chico y Alonso de Avalos, que penetraron en el señorío con la fuerza dividida para distraer de esta manera la defensa de los naturales. Los guerreros colimenses concentraron sus fuerzas contra Alvarez Chico y lo derrotaron, mientras Avalos pasaba sin problemas por grupos que no estaban conformes con el do­minio que sobre ellos ejercían los de Colima. Por varios años, parte de Colima y el centro y el sur del actual estado de Jalisco se cono­cía con el nombre de provincias de Avalos.

 

Juan Rodríguez de Villafuerte y los hom­bres establecidos en los astilleros de Zacatu­la fueron atacados por los de Colima. En vis­ta de ello, los indios que hasta aquel momento los habían ayudado, comenzaron entonces a rebelarse. Llegó el momento en que Zacatula quedó prácticamente sitiada y sin medios para proveerse de alimentos. Pidieron auxilio a Cortés, el cual envió a Olid, que se encontra­ba en Michoacán, pero "llendo a dicha provincia tuvieron noticias de Colimán que está aparte del camino que habían de llevar, sobre la mano derecha, que es al poniente, cincuen­ta leguas; ...y fue a ella sin mi licencia", in­formaba el conquistador al emperador en su tercera Carta de Relación. Los de Colima salieron al encuentro de Olid y lo rechazaron, causando mucho daño a los españoles y a los indios aliados. Continuó Olid su camino a Zacatula y pudo llegar hasta ella. Posterior­mente fue llamado por don Hernando a Co­yoacán y puesto en prisión por su desobe­diencia.

 

Como los de Zacatula continuaron sufrien­do ataques, el gobernador de Nueva España decidió enviar a Gonzalo de Sandoval, llegado a Coyoacán procedente de la villa del Es­píritu Santo y de escolta a doña Catalina Xuá­rez para que pacificara a los colimenses. En 1522 partió para cumplir su encargo. Sostuvo fuertes batallas en la provincia de Impil­cingo. Lo escarpado del terreno no permitía que la caballería se moviera libremente, de manera que prefirió retirarse a Zacatula. Con el refuerzo de los hombres que había allí ins­talados volvió a cargar contra los de Colima, quienes aceptaron al final someterse a los castellanos.

 

Pánuco.

 

Establecer su derecho sobre la provincia de Pánuco fue uno de los fines perseguidos por Cortés, el cual pretendía evitar que en las cercanías de su gobernación se estableciera cualquier otro conquistador.

 

Cortés sabía que el gobernador de Jamai­ca, Francisco de Garay, había puesto todas sus miras en esta provincia, puesto que en el año 1519, cuando se encontraba en Zem­poala preparando el avance hacia Tenochtitlan, el capitán de la Villa Rica, Juan de Es­calante, le avisó que en la costa había cuatro navíos. Cortés regresó a la Villa Rica dejan­do a Pedro de Alvarado y a Gonzalo de San­doval al frente del ejército.

 

Escalante se acercó con una barca a las naves y habló con los tripulantes. Le infor­maron de que eran gente que venía a descu­brir por cuenta de Francisco de Garay. Es­calante les respondió que la tierra estaba ya poblada por Hernán Cortés y que a una legua de donde estaban se encontraba la villa que había fundado. Los de los navíos le dijeron que se presentarían para dar cuenta de su lle­gada, pero no lo hicieron.

 

Cortés marchó en busca de los recién llegados. Antes de alcanzar el lugar en que ha­bían fondeado se encontró con tres hombres. Uno de ellos era escribano y los otros iban como testigos. Le leyeron un requerimiento por parte de su capitán, el cual hizo el descubrimiento de aquella tierra para que "par­tiese con él los términos, porque su asiento quería ser cinco leguas de la costa abajo, des­pués de pasada Nautecal (Nauhtla)". Cortés les respondió que fuera el capitán a hablar con él, mas respondieron que él no lo haría. No insistió don Hernando y "ya que era no­che me puse secretamente junto a la costa del mar, frontero donde los dichos navíos es­taban surtos, y allí estuve encubierto hasta otro día casi a mediodía, creyendo que el ca­pitán o piloto saltarían en tierra... y jamás salieron ellos ni otra persona. Visto que no salían, hice quitar los vestidos de aquellos que venían a hacerme el requerimiento y se los vistiesen otros españoles de los de mi compañía, los cuales hice ir a la playa y que llamasen a las navíos. Y visto por ellos, salió a tierra una barca con hasta diez o doce hom­bres con ballestas y escopetas, y los españo­les que llamaban de la tierra se apartaron de la playa a unas matas que estaban cerca, como que se iban a la sombra de ellas; y así saltaran cuatro,... los cuales... fueron tomados". Los otros de la barca se retiraron a los na­víos y se hicieron a la mar. Los que allí quedaron dirían que habían venido a descubrir por cuenta de Francisco de Garay, que se había interesado por estas tierras cuando se conocieron las resultados de los viajes de Her­nández de Córdoba y Juan de Grijalva. Con autorización de los jerónimos habían zarpado de Jamaica a fines de 1518, al mando de Alon­so Alvarez de Pineda.

 

Exploraron desde la Florida en busca de un canal y costeando llegaron hasta encon­trarse con Cortés. Por esta expedición se reconoció la zona norte del golfo de México.

 

Después de la armada de Alvarez de Pi­neda, Francisco de Garay envió otras que ex­ploraron la región del río Pánuco, pero esta vez con resultados desastrosos. Los sobrevi­vientes se unieran a Cortés y le ayudaron en la conquista de México. La primera de aquellas estaba formada por tres carabelas, que venían al mando del capitán Diego Camargo. Llegaron a Huaxtecapan y entraron por el río Pánuco. Desembarcaron cerca de unos pobla­dos, donde fueron recibidos amigablemente, pero después de un tiempo de permanencia en estas lugares, los indios se sublevaron y los desbarataron en el pueblo de Chila. Lograron embarcarse, mas como no tenían víveres se vieron obligados a desembarcar en la Villa Rica, y dado que los navíos estaban en muy mal estado, no pudieron continuar a Jamaica y fueron a unirse a Cortés, que se encontraba en Tepeaca organizando su cam­paña en contra de Tenochtitlan. Sobre ellos dice Bernal que no podían andar a pie de fla­cos. Y cuando Cortés los vio tan hinchados y amarillos, y que “no eran para pelear, harto teníamos que curar en ellos, y les hizo mucha honra,... y entonces por burlarles llama­mos y pusimos por nombres los panciverde­tes, porque traían las colores de muertos y las barrigas muy hinchadas”.

 

En auxilio de los anteriores vino otra ca­rabela al mando de Miguel Díaz de Auz, que llegó a Pánuco; empero, como los tripulantes no encontraron gente y estaban sin alimen­tos, fueron a dar también a Veracruz, de don­de pasaron a Tepeaca. "Y porque los solda­dos que traía Miguel Díaz de Auz venían muy rectos y gordos, les pusimos los de los lomos recios”, dice Bernal.

 

Después de éstos arribó un tercer grupo que el gobernador de Jamaica había mandado a Pánuco. Venía al mando de Ramírez el Viejo, quien antes de dirigirse a su destino llegó a la Villa Rica. Algunos de los sobrevivientes de las anteriores expediciones que habían permanecido en el puerto le dieron informes harto desalentadores. Pero Ramírez insistió en cumplir con las órdenes recibidas. Antes de que pudiera zarpar, un viento muy fuerte arrastró su nave, quedando en tan mal estado que tuvo que desistir de su empeño. Al igual que sus antecesores, los hombres que figuraban en aquella expedición marcharon a Tepeaca, donde al ver que "traían unas ar­mas de algodón de tanto gordor que no las pasaba ninguna flecha y pesaban mucho, pu­simosles por nombre los de las albardillas", prosigue diciendo Bernal Díaz del Castillo.

 

En carta del 15 de mayo de 1522, Cortés informa al rey de que había preparado una expedición a Pánuco para someter la región y fundar un puerto en el río de este nombre. Señalaba que era muy necesario un buen puer­to en la Mar del Norte y que tenía informa­ción sobre un magnífico lugar en esta zona. Por lo que toca al levantamiento de Huaxtecapan, consideraba culpables a los hombres de Garay, que habían maltratado a los natu­rales, pero como había recibido emisarios de Pánuco aceptando  someterse, deberían ser considerados como rebeldes y luego castiga­dos. El capitán designado para este fin tuvo que suspender su salida a causa de la llegada de Cristóbal de Tapia.

 

En 1523, cuando Cortés tuvo conocimien­to de que Francisco de Garay, con ayuda de Diego Velázquez y de Diego Colón, prepara­ba una cuarta expedición, se dirigió personal­mente a Pánuco con intención de pacificar la zona y dejar establecido el derecho sobre ella.

 

Llegó a Chila, población en las márgenes del río Pánuco, y sentó allí sus reales. Man­dó en seguida varios embajadores con men­sajes de paz, en los que ofrecía a los huaxtecos no ser castigados por su resistencia a la gente de Garay, porque conocía que éstos los habían hecho víctimas de malos tratos. Los indígenas rechazaron las embajadas y mata­ron a algunos de los embajadores. Cortés avanzó en pie de guerra y los indios salieron a combatirlo "tan reciamente dice el con­quistador que después que yo estoy en es­tas partes no he visto acometer en el campo tan denodadamente como aquellos nos aco­metieron...". A pesar de la tenaz resistencia que ofrecieron, los huaxtecos tuvieron que abandonar el campo. Después de la victoria los españoles pasaron la noche en un pueblo desierto, donde encontraron las pieles de al­gunos de los soldados de Garay que habían sido sacrificados. Al día siguiente continua­ron su marcha, hasta entrar en otra pobla­ción que parecía desierta. Repentinamente aparecieron muchos guerreros que antes se encontraban ocultos. La lucha fue tremenda. Los españoles hubieran sido desbaratados a no ser porque, inexplicablemente, algunos de los naturales se echaron al río, abandonando el campo. Los demás los siguieron y permanecieron en las márgenes observando el cam­pamento español. Los siguientes días mar­charon sin encontrar resistencia y hallaron todos los pueblos desiertos. De regreso a Chila prepararon el ataque a una población muy grande, situada en la orilla de la laguna. Una vez vencidos, los indios aceptaron la paz. Cor­tés ordenó que se explorara la tierra. En el sitio que mejor le pareció, fundó San Este­ban del Puerto, hoy Pánuco. Después de ha­berse nombrado alcaldes y regidores, salió el conquistador a someter a los de Tututepec que se habían levantado. Hecho esto, marchó por la costa hasta el ría Jamapa y regresó a México.

 

En julio del mismo año, Francisco de Ga­ray desembarcó en el río de las Palmas -río Soto la Marina, según Manuel Orozco y Berra y marchó por tierra al Pánuco después de que sus exploradores le informaron que la región era muy pobre. En el camino sólo en­contró pueblos abandonados, lo que hacía muy difícil que consiguiera mantenimientos. En busca de éstos, sus hombres se dispersa­ron y causaron mucho daño a los naturales, quienes comenzaron a hostilizarlos.

 

Algunos de los habitantes de San Esteban del Puerto, partidarios de Cortés, hicieron prisioneros a varios de los hombres de Garay y con el señuelo del oro lograron que abandonaran a su capitán. Francisco de Ga­ray, mientras tanto, se acercó por tierra a San Esteban y mandó decir a los habitantes que venía a poblar en nombre del rey y exi­gía que se le devolviesen sus hombres. Los de la población respondieron que si verdade­ramente venía en nombre del rey mostrase sus provisiones. Garay no las mostró, a pe­sar de que las tenía.

 

Por la boca del río Pánuco penetraron los navíos de Garay, los cuales, después de dejar a su capitán en el río de las Palmas, habían seguido la costa hasta situarse a la vista de San Esteban. El teniente de la villa, Pedro de Vallejo, les ordenó que llegaran a la pobla­ción o los consideraría corsarios, pero Juan de Grijalva, homónimo del descubridor del Pánuco, se negó.

 

Cortés tuvo conocimiento de la situación por los mensajes que le mandó Vallejo y por la llegada a Nueva España del licenciado Alon­so de Zuazo, quien venía como mediador de parte de Garay. Zuazo fue muy bien recibido por Cortés, el cual, dispuesto a defender su conquista, mandó al Pánuco a Pedro de Alvarado y a Rodrigo Rangel. Dispuesto a par­tir personalmente, llegó una real cédula que ordenaba a Garay que no se entrometiera en las conquistas de Cortés. Desistió de hacer el viaje y salió el alcalde mayor de la ciudad de México, Diego de Ocampo, para notificar la cédula a Garay. Cortés ordenó a Alvarado y a Vallejo que no hicieran nada en contra del gobernador de Jamaica. Ocampo le noti­ficó la orden del rey a Garay, quien aceptó cumplirla, pero sus hombres lo habían aban­donado y sus barcos se encontraban en muy mal estado, de manera que solicité autoriza­ción para pasar a México. El permiso le fue concedido y Cortés lo recibió con muchos honores. Por intervención de fray Bartolomé de Olmedo, Gonzalo de Sandoval y Pedro de Alvarado, Cortés llegó a un acuerdo con Fran­cisco de Garay: su hijo, que lo había acom­pañado a Pánuco, se casaría con doña Catalina Pizarro, hija del conquistador de Nueva Es­paña, y la conquista de la Victoria Garayana, o río de las Palmas, la haría Garay con la ayuda de Cortés, quien le proporcionaría ar­mas, gente y mantenimientos.

 

Celebraron juntos la Navidad de 1523, pero poco después Garay enfermó y a los tres días murió. Algunos enemigos de Cortés lo acusaron de haber hecho envenenar a su ri­val en la conquista de Pánuco.

 

La gente de Garay andaba desbandada y sin medios de vida, asolando entre tanto la región huaxteca, o practicando la destrucción de maizales y el saqueo de las poblaciones. Los indígenas comenzaron a abandonar sus casas y huyeron para esconderse en los montes.

 

Las depredaciones de los soldados conti­nuaron hasta que en diciembre de 1523 aqué­llos se levantaron en armas, mataron a los españoles que encontraron dispersos y ataca­ron la villa de San Esteban, a la que pusie­ron en estado de sitio. Gonzalo de Sandoval salió de la Ciudad de México en auxilio de los sitiados y los huaxtecas fueron rápidamente vencidos, a pesar de su valerosa resis­tencia. Sandoval envió tres grupos de solda­dos, que se repartieron por la región y quemaron todos los pueblos que encontraban a su paso. Hicieron prisioneros a cuatrocien­tos señores, los cuales fueron juzgados y mu­chos de ellos condenados a morir en la horca o en la hoguera. Los hombres de Garay, entre los que había muchos amigos de Diego Velázquez fueron embarcados rumbo a Cuba.

 

En 1525 la corona decidió separar la gobernación de Pánuco de la Nueva España. Designó gobernador a Nuño Beltrán de Guzmán, quien llegó a San Esteban del Puerto ea 1527. El nuevo gobernador quiso ampliar su territorio y mandó conquistar el río de las Palmas a Sancho de Caniedo, quien regresó al hallar solamente tierras inhóspitas, habita­das por indios nómadas. Guzmán volvió sus ojos hacia el sur e invadió un territorio per­teneciente a Nueva España, lo que originó un fuerte choque con el gobierno de ésta.

 

Como la tierra no era rica y no se encon­traron minas, don Nuño autorizó a su gente para que esclavizara indios y los cambiara por caballos en las islas. Dado que tales bes­tias eran muy escasas en la región, el negoció les produjo pingües ganancias.

 

A finales de 1528 Nuño Beltrán de Guzmán se trasladó a la Ciudad de México para tomar posesión del cargo de Presidente de la primera Audiencia, nombrada para gobernar Nueva España. Pánuco quedó así incorpora­do al gobierno de México.

 

Chiapas.

 

Cuando se fundó la villa del Espíritu San­to, en 1522, se la consideró con una demar­cación muy amplia. Dentro de ella quedaba incluida la provincia de Chiapas. En 1523, Luis Marín, teniente de la villa, tuvo que sa­lir a combatir con algunos grupos indígenas que se habían sublevado. La resistencia que allí encontró fue tan fuerte que no pudo ven­cerlos. Pidió auxilio a México y partió en su ayuda Diego de Godoy, portador de instrucciones para que Marín, después de pacificar la provincia, fuera a sujetar a los de Chiapas y fundara una villa de españoles.

 

Marín penetro con sus hombres en la región y al llegar a Iztapa salieron los naturales a combatirlos. Lucharon todo el día y los indígenas abandonaron el campo al anoche­cer. Los españoles se dirigieron a Chiapa y auxiliados por los de Xaltepec, que querían librarse de la sujeción a que estaban sometidos, los vencieron. Los de Chamula, que habían permanecido pacíficos, se sublevaron porque uno de los capitanes españoles, ansioso de encontrar oro, maltrató y aprisionó a su cacique para que le diese objetos del pre­ciado metal. Luis Marín tuvo que salir a someterlos. Durante varios días tuvieron sitia­da la población. Los chamulas lograron huir del sitio un día que había mucha niebla, pero Bernal Díaz del Castillo, que advirtió la huida, dio la alarma. Los españoles salieron en su persecución y lograron apoderarse de al­gunos de los jefes. Por esta acción, Bernal recibió Chamula en encomienda.

 

Después de esta entrada, la región se fue poco a poco abandonando hasta que en el año 1527, Alonso de Estrada mandó a su primo Diego de Mazariegos para que la conquista­ra. Salió con un grupo de españoles y aliados tlaxcaltecas y mexicas. Los de Chiapa se defendieron valientemente, se refugiaron en una escarpada altura y resistieron hasta el límite de sus fuerzas. Cuenta una tradición que cuando no les fue posible continuar en la lucha se despeñaron con sus familias y sus bienes, antes que permitir que los españoles los sometieran.

 

En 1528, desde la gobernación de Guatemala, penetró el capitán Pedro Portocarrero, el cual llegaría hasta Comitán. Mazariegos sa­lió a su encuentro y le obligó a abandonar su jurisdicción.

 

En el mismo año se fundó Villa Real -actualmente San Cristóbal de las Casas- en la llanura llamada de Hueyzacatlán. Al año si­guiente, la primera Audiencia mandó a Juan Henríquez de Guzmán como juez de residen­cia. Este obligó a Mazariegos a marcharse de la región y cambió el nombre de la puebla por el de Villa Viciosa. En 1531 sufrió un nuevo cambio de nombre, se le designó San Cristóbal de los Llanos. Cinco años después, por cédula del 7 de julio recuperó el nombre de Villa Real.

 

Guatemala.

 

Dice Cortés, en su carta del 15 de octu­bre de 1524, que "viniendo de la provincia de Pánuco, en una ciudad que se dice Tuza­pan", llegaron dos españoles que había man­dado a reconocer la costa de la Mar del Sur hasta Soconusco, acompañados de gran nú­mero de indios que traían mensajes de paz de las provincias de Utatlán y Guatemala. "Pues como Cortés siempre tuvo los pensa­mientos muy altos y en la ambición de mandar y señorear quiso en todo remedar a Ale­jandro Macedonio, y con los muy buenos capitanes y extremados soldados que siem­pre tuvo, y después que se hubo poblado la gran ciudad de México -dice Bernal Díaz del Castillo- tuvo noticia que en la provincia de Guatemala había recios pueblos y de mucha gente, y que había minas, acordó de enviar a conquistarla y poblar a Pedro de Alva­rado".

 

Alvarado salió de México el 6 de diciem­bre de 1523. Después de pacificar Tututepec marchó por Tehuantepec a  Soconusco, don­de fue recibido como amigo. Desde allí envió mensajeros a Utatlán, capital de la provincia de Quiché, para que lo recibieran en paz. Ki­cab Tenub, señor de Quiché, quiso resistir y mandó mensajeros a los señores de los cakchiqueles y zutugiles para que unidos se opusieran a la penetración española. El primero respondió que él quería ser amigo de los castellanos. El segundo alegó que no necesitaba aliarse con nadie para guerrear. Cuando los quichés se organizaban para la lucha murió Kicab Tenub. Le sucedió Tecum Umam, el cual tomó la dirección de los ejércitos. Resistieron valerosa y tenazmente en Zapotitlán y entre los ríos Samanalá y Olintepec, donde dicen que hubo tantos muertos que las aguas del río se tiñeron de rojo. Después de estos combates, Alvarado llegó a Quetzaltenango y encontró que la población había sido abandonada. Algunos de los habitantes ocultos en los montes regresaban atendiendo a  los llamados de paz del capitán español.

 

Comandado personalmente por Tecum Umam, llegó un gran ejército a las cercanías de Quetzaltenango. La lucha fue muy encarnizada y en ella murió el mismo Tecum Umam. Después de la derrota, los quichés mandaron embajadores solicitando la paz. Alvarado acor­dó pasar a Utatlán, pero los de Quetzaltenan­go le advirtieron que en la población no se veían mujeres ni niños, y que sabían que pen­saban encerrar en ella a los españoles y luego incendiarla. Para impedir que algunos logra­ran escapar del incendio un gran ejército per­manecía oculto en las inmediaciones. Como medida de precaución, Alvarado estableció su campamento fuera del poblado,  manifestando que los caballos necesitaban pastar y espacio para moverse. Los de Utatlán no se opusieron a ello.

 

Como algunos grupos continuaron luchando y atacaban a los españoles que salían del pueblo, Alvarado arrasó la población hasta los cimientos e hizo morir en la hoguera a varios de los señores.

 

Sinacán, cacique de los cakchiqueles, man­dó a los conquistadores una embajada invi­tándolos a pasar a su capital, Guatemala, y ofreciendo recibirles en paz. Alvarado marchó con grandes precauciones porque desconfia­ba de la invitación, pero Sinacán salió a su encuentro y disipó todos sus recelos.

 

Los zutugiles de Atitlán, indignados por la actitud de los cakchiqueles, combatían e incendiaban sus campos. Sinacán se quejó de los ataques ante Alvarado, quien mandó unos embajadores indígenas a ofrecerles la paz. Sus emisarios no fueron aceptados y seguidamen­te los mataron. Alvarado marchó a Atitlán. Después de una cruenta batalla logró que se dispersaran los ejércitos zutugiles, quienes ante la derrota optaron por aceptar la paz.

 

Fue luego don Pedro a la costa de la Mar del Sur, en donde sometió a los de Izcuintle­pec y Acajutla. A su regreso a Guatemala fundó la ciudad de Santiago de los Caballe­ros, el 25 de julio de 1524. En 1527, cuando se encontraba en España, recibió el cargo de gobernador y capitán general de los territorios que había conquistado.

 

Yucatán.

 

Después de que Francisco de Montejo fue­se retirado de su cargo de procurador de la Ciudad de México ante la corte, hizo capitu­laciones para conquistar Cozumel y Yucatán, que permanecían sin explorar. Montejo conocía sus costas, porque había participado en las expediciones de Grijalva y Cortés.

 

En 1519, el recientemente fundado Ayun­tamiento de la Villa Rica de la Veracruz lo nombró, en compañía de Francisco Hernán­dez Portocarrero, su procurador ante la cor­te. Desempeñó esta función hasta 1526, año en que lo destituyó el gobierno de los oficiales reales. El 8 de diciembre de 1526 firmó las capitulaciones en las que se le concedía el gobierno de las tierras  que poblara y el cargo de adelantado tanto para él como para sus descendientes.

 

Como tesorero de la expedición figuraba Alonso de Avila, otro veterano de los primeros viajes a Nueva España. En 1522 había zarpado de Veracruz, nombrado también procurador y cargado con un rico bagaje de oro. Su navío fue aprisionado por el corsario Juan Florín y llevado a Francia, donde se entregó el tesoro al rey y Avila fue mantenido como rehén durante dos años, hasta que se pagó un rescate por él.

 

En mayo de 1527 zarpó la armada de Mon­tejo, formada por cuatro barcos. En alta mar enfermó parte de la gente y hubo que dejar una de las embarcaciones en Santo Domingo para que esperara a que los enfermos se recuperasen y se aprovisionara de alimentos y armas. Desembarcaron en la isla de Cozumel, donde  fueron bien recibidos.

 

La fuerza conquistadora pasó a la costa oriental de la península yucateca. Después de la ceremonia de toma de posesión de la tierra, Montejo fundó Salamanca en el lugar lla­mado Xelhá y dio principio a su campaña, marchando tierra adentro. En todos los poblados se le recibía pacíficamente, pero al llegar a Chauac-ha se encontró con la primera resistencia. El recibimiento que se le hizo no se  distinguió al principio de los demás. Se le dio alojamiento y alimentación. Al día siguien­te, el pueblo apareció desierto y sus hombres se presentaron al poco tiempo dispuestos a hacer la guerra. Los españoles lograron rechazarlos y los naturales solicitaron la paz.

 

Continuaron la marcha a un poblado lla­mado Aké, donde tuvieron también que en­frentarse con los guerreros mayas. Los cas­tellanos lograron la victoria y en adelante no volvieron a encontrar resistencia. Marcharon hasta Chichén-Itzá, desde donde regresaron a Salamanca de Xelhá. Encontraron a la guar­nición en un estado lamentable. Lo malsano del clima y la falta de alimentos había dis­minuido la guarnición. El navío, anclado en Santo Domingo, llegó a aliviar un tanto la si­tuación. Llevaba gente sana y alimentos. Era evidente que en aquel lugar no podía existir un poblado, de manera que Montejo decidió cambiarlo de asiento. Don Francisco, por mar, y Alonso de Avila, por tierra, buscaron otro sitio. Considerando que Xamanhá reunía las condiciones, trasladaron allí la puebla.

 

Montejo partió hacia Veracruz en busca de armas y alimentos. Llegó al puerto en 1528, cuando la primera Audiencia gobernaba en Nueva España. Esta le dio el gobierno de Ta­basco y le designó juez de residencia de Baltasar de Gallegos, que era entonces el gobernador. Se presentó en Santa María de la Victoria y pacificó la región. Mandó un na­vío a Salamanca con órdenes para Avila, in­sinuándole abandonar la tierra y trasladarse con sus hombres a Tabasco.

 

En 1529 se intentó nuevamente la conquista de Yucatán. La penetración se hizo desde Santa María de la Victoria, siguiendo el río Grijalva. Montejo enfermó en Teapa, donde hubo de quedarse. Pasó el mando a Alonso de Avila, quien, por caminos muy di­fíciles, llegó a Champotón. Desde allí escri­bió a Montejo, el cual, habiendo perdido la gobernación de Tabasco, fue a reunírsele.

 

En Campeche se refundó Salamanca, pun­to de apoyo de la fuerza conquistadora. Mien­tras Montejo recorría la costa norte de la península, Alonso de Avila fue en busca de oro a la región oriental. Pasó por Tulum, mas consideró que no era lugar propicio para establecerse y decidió continuar a Chetumal. Pidió al cacique que lo recibiera y que le diera alimentos. Este le respondió que encontra­ría las gallinas en la punta de sus lanzas y los maíces en las de sus flechas. Ante esta respuesta Avila se preparó para la lucha, pero al llegar a Chetumal lo encontró todo desier­to. Allí fundaría Villa Real.

 

Se dice que en tal región vivía Gonzalo Guerrero, compañero de Jerónimo de Aguilar, que no quiso unirse a las fuerzas de Cortés en 1519 y luchó en contra de los españoles, los cuales notaron con desconcierto que los indígenas combatían con conocimiento de las formas de guerrear españolas. Murió en 1536, durante uno de los encuentros que tuvieron los conquistadores con las fuerzas mayas. Según un documento publicado por Tozzer, glosado por Carlos Martínez Marín, “este espa­ñol que fue muerto andaba desnudo, su cuerpo decorado y usaba vestido indígena...”.

 

Avila intentó comunicarse con Montejo, pero los indios de la región, que estaban en pie de guerra, no dejaron pasar a sus men­sajeros y los mataron. En vista de que el ase­dio que sufrían hacía imposible todo intento de comunicación y de que cada vez les era más  difícil conseguir provisiones, los funda­dores de Villa Real decidieron desampararla. Llegaron a Honduras y allí embarcaron con rumbo a Campeche. Se encontraron, en di­cho territorio, a Francisco de Montejo que había corrido con suerte parecida.

 

Después de explorar la costa norte de la península, región en la que los indios le ha­bían recibido bien, el adelantado decidió fun­dar una villa. Con este fin mandó a su hijo, Francisco de Montejo el Mozo, a Chichén-Itzá. A pesar de la resistencia que encontrara a su paso, el joven Montejo llegó a Chichén. Fundó Ciudad Real y repartió encomiendas. Los pobladores comenzaron a exigir a sus en­comendados que les dieran alimentos y que les entregaran el tributo que, como a sus en­comenderos, les correspondía. Disgustados, los naturales se sublevaron y atacaron a todo español que saliera de la villa. Sitiados, acor­daron abandonar la población. Para evitar que los sitiadores se apercibieran de la huida es­tuvieron durante varios días tocando la cam­pana. En la noche designada para la salida ataron un perro al badajo de la campana y pusieron fuera de su alcance algo de comi­da. Al tratar de comer, el perro hacía tañer la campana. Al escucharla, los indios pensa­ban que los españoles la hacían sonar, mien­tras éstos abandonaban el lugar. Cuando des­cubrieron el engaño salieron a perseguirlos, pero resultó infructuosa su venganza.

 

Ante este fracaso se acordó abandonar la tierra por segunda vez. Pasaron a Campeche, donde se les unió Avila. Este viajó a Nueva España en compañía del adelantado Montejo, en busca de nuevos medios para reempren­der la conquista. Alonso de Avila murió en la Ciudad de México y Francisco de Montejo recuperó el gobierno de Tabasco.

 

En Campeche había quedado Francisco de Montejo el Mozo, el cual tuvo que enfrentarse con el problema del despoblamiento. Los hombres que esperaron encontrar grandes ri­quezas en Yucatán estaban entonces desalentados y descontentos. Las tierras que hablan visto no ofrecían grandes perspectivas y la fama que corría sobre los grandes tesoros existentes en el Perú los atraía irresistiblemente, de manera que la villa se iba quedan­do desierta. Ante esta situación, el goberna­dor de Tabasco ordenó a su hijo que fuera a reunírsele en Santa María de la Victoria. Montejo el Mozo partió dejando una guarnición; pero tiempo después, en el año 1535, la villa de Salamanca de Campeche se abandonó comple­tamente.

 

Los franciscanos trataron en aquel año de evangelizar Yucatán. Bajo la dirección de fray Jacobo de Testera se establecieron pacíficamente en tierras yucatecas, pero la. llegada de algunos españoles que incursionaban en la región, apoderándose de indios a los que pos­teriormente vendían como esclavos, hizo que los naturales rechazaran a los frailes y les obligaran a salir de sus tierras.

 

El adelantado Francisco de Montejo se de­dicó por entero a la pacificación de Tabasco, desinteresándose de la conquista de las tie­rras que infructuosamente había tratado de efectuar. En 1537, sometido Tabasco, mandó a Lorenzo de Godoy para ocupar Champotón y otorgó poderes a su hijo para que hiciera la conquista.

 

Montejo el Mozo fundó San Francisco de Campeche en 1541. Serviría como punto de apoyo en la conquista de Yucatán, que por tercera vez se iba a intentar. Siguiendo las instrucciones de su padre se dirigió a T-ho, población que en la anterior penetración les habla recibido bien. No encontró resistencia, pero supo que un sacerdote llamado H-Kin-­Chui se estaba preparando para la lucha, mo­viendo a la descontenta población. Para detener esta reacción lo mandó prender sorpre­sivamente y lo mantuvo fuertemente vigilado. Continuó su marcha rumbo a T-ho, enfren­tándosele en las cercanías de Tixpeual grandes contingentes de indígenas, a los que ven­ció. Mandó rápidamente grupos de soldados para que recorrieran la tierra y sometieran  a los que  se negaran a recibirles en paz. Los indios, viendo que no se perseguía a quienes no guerreaban, regresaron a los pueblos que habían desamparado y aceptaron al español. Los que no admitieron aquel sometimiento al extranjero marcharon a refugiarse en provincias lejanas.

 

El 6 de enero de 1542 se fundó Mérida, en el lugar ocupado por la población maya de T-ho.

 

Tutul Xiu, señor de Maní, se presentó ante la reciente fundación. La vista de un fuerte contingente indio alarmó a los españo­les, pero llegaron mensajeros portadores de una oferta de paz. Tutul Xiu fue muy bien recibido. Expresó a Montejo que intercedería ante los gobernantes de otros señoríos para que admitieran a los españoles.

 

En cumplimiento de su oferta mandó a Sotuta a los señores que lo habían acompa­ñado durante su visita a Mérida. El cacique de Sotuta, Nachi Cocom, los acogió amisto­samente, pero cuando se encontraban en una comida fueron sorprendidos por muchos gue­rreros y les dieron muerte. Al sacerdote que iba al frente de la embajada le sacaron los ojos y lo condujeron al límite del señorío, para que llevara a su señor la respuesta de Nachi Cocom.

 

Indignado, Tutul Xiu pidió a Montejo que vengara esta afrenta. Montejo se preparó para salir, pero, sin esperar su movimiento, el enemigo se presentó frente a Mérida con un poderoso ejército. Las rápidas maniobras de la caballería desconcertaron a los de Sotuta, que fueron vencidos.

 

Cuando el gobernador de Tabasco recibió los informes de su hijo sobre la fundación de Mérida, decidió mandar a su sobrino, llama­do también Francisco de Montejo, a hacer una campaña en el oriente de la península. Este tercer Montejo fundó en un lugar cercano a Chauac-ha, la población de Valladolid. Recorrió las costas del Caribe e intentó pasar a Cozumel, pero el cacique de la isla se presentó en su real a aceptar la dominación española. Posteriormente se reunieron los dos primos para combatir a algunos gru­pos indígenas que continuaban resistiendo. Con su sometimiento dieron por terminada la conquista.

 

La provincia de Chetumal, recorrida años antes por Alonso de Avila, fue conquistada por Gaspar y Melchor Pacheco en 1544.

 

Nueva Galicia.

 

El reino de Nueva Galicia abarcaba terri­torios pertenecientes en la actualidad a los estados de Jalisco, Zacatecas, Aguascalientes, Nayarit y Sinaloa. La conquista de este reino la hizo Nuño Beltrán de Guzmán, llegado en 1527 a San Esteban del Puerto y nombra­do gobernador de la provincia de Pánuco y Victoria Garayana. En diciembre de 1528 dejó su gobernación para pasar a la Ciudad de México, donde fue designado presidente de la primera Audiencia.

 

Durante su gobierno, Nueva España sufrió fuertes conmociones. Las rivalidades entre amigos y enemigos de Cortés fueron cau­sa de que algunas veces llegaran a las armas. Los enfrentamientos entre el gobierno civil y el eclesiástico alcanzaron momentos de gran violencia. Las quejas llegadas hasta el rey hi­cieron que éste nombrara una segunda Au­diencia. A fines de 1529 hubo noticias sobre la constitución del nuevo gobierno. Se supo también que Cortés, que había partido para defenderse ante la corte de todas las acusaciones que contra él se hacían, regresaba con el cargo de capitán general y el título de mar­qués del valle de Oaxaca. Los amigos de don Hernando comenzaron a preparar los cargos que presentarían en el proceso de residencia de los miembros de la primera Audiencia.

 

Nuño de Guzmán decidió partir a la con­quista de nuevas tierras. Confiaba en que la importancia de la conquista que iba a iniciar le daría el prestigio y la fuerza necesaria para salir avante de las acusaciones de sus enemi­gos. Se dirigiría al reino de las amazonas, que se creía hacia el noroeste de Nueva España.

 

No fue Nuño de Guzmán el primero en recibir noticias sobre un reino gobernado por mujeres, en el que los hombres eran admiti­dos sólo una vez al año. En 1524, Hernán Cortés decía en las instrucciones que dio a su pariente Francisco Cortés de Sanbuena­ventura, lugarteniente suyo en Colima: "Soy informado que la costa abajo que confina con esta villa, hay muchas provincias muy pobla­das de gente, donde se cree que hay muchas riquezas; y que en estas partes de ella hay una que está poblada de mujeres, sin ningún varón, las cuales dizque tienen en la gene­ración aquella manera que en las historias antiguas describen que tenían las amazonas...". Años después, en 1527, Cortés de Sanbuenaventura exploró la costa de los actuales estados de Jalisco y Nayarit, sin que encon­trara el reino de estas fabulosas mujeres. En cambio, en un lugar llamado Tuito encontró unos indígenas que, para sorpresa de toda la tropa, llevaban cruces, estaban vestidos con escapularios blancos y portaban el pelo cor­tado en cerquillo, a la manera de frailes. Según les informaron, unos años antes había naufragado en aquel lugar un navío llevando religiosos. Inicialmente fueron bien recibidos, pero como trataron de obligarles a cam­biar su forma de vida, los expulsaron o los mataron. No existen demasiados detalles en este punto de la información.

 

A fines de 1529 partió Nuño de Guzmán con un poderoso ejército, en el que había un importante contingente compuesto de indíge­nas de Huejotzingo, Tlaxcala y Cholula. El señor de Michoacán, Tangaxoán, también iba en la expedición. Guzmán le obligó a pre­sentarse en la Ciudad de México con ricos presentes de oro y plata, y lo había retenido prisionero, alegando que le había dado una respuesta improcedente.

 

Marchó la expedición por Toluca e Ixtla­huaca hasta llegar a Tzintzuntzan, donde don Nuño le exigió a Tangaxoán que le entregara oro. Las demandas del preciado metal conti­nuaron en aumento. Como la cantidad que le entregó no le satisfizo, le dio tormento. Los franciscanos, establecidos ya en Michoacán, se presentaron para detenerlo. Guzmán con­tinuó su marcha y después de cruzar el río Lerma, estableció su real. Allí hizo un proce­so a Tangaxoán, al que acusó de intento de rebelión. Fue condenado a muerte. Después de la ejecución del señor de Michoacán,  siguió hacia Pénjamo -actualmente en Guanajuato- y llegó a las inmediaciones del lago de Chapala, donde encontró la resistencia de los naturales. Los venció y pasó a Tonalá, po­blación gobernada por una cacica, la cual le recibió pacíficamente y le dio hospedaje y comida, a pesar de la oposición de algunos de los guerreros, partidarios de luchar en contra de los españoles. Como la señora logró imponer su criterio, los inconformes abandonaron el pueblo y desde unos altos hostilizaron a los castellanos.

 

De Tonalá mandó Nuño de Guzmán a algunos emisarios para que pidieran su sometimiento a las poblaciones cercanas. En Nochistlán, los caxcanes mataron a los enviados. Entonces se dirigió a la Caxcana para tomar venganza. Encontró el pueblo semiabandona­do. Mató los hombres que quedaban y permitió que lo incendiaran cuando partieron sus ejércitos. Pasó después al Teul, donde pro­curó recoger información sobre las regiones que se encontraban al norte. Se le dijo que no había en esa dirección poblaciones ricas y que no existían tampoco lugares habitados solamente por mujeres. Decidió marchar ha­cia la costa. Pasó a territorios del sur del actual estado de Jalisco, en años anteriores recorridos por Alonso de Avalos y Francisco Cortés de Sanbuenaventura, y donde había ya españoles establecidos. Ignoré este hecho y los incorporé a su gobernación con el ar­gumento de que se encontraban prácticamen­te abandonados. Llegó a Tepic y se dirigió hacia el noroeste. Tomó posesión de la tierra y la llamó "conquista del Espíritu Santo de la Mayor España".

 

En Atecomatán encontró feroz resistencia, pero venció a los naturales. Continuó a Centicpac y pasó después a Aztatlán, donde halló poblados construidos dentro de una laguna. Como llegara en época de lluvias tuvo que permanecer entre cuatro y cinco meses en di­cha región, porque una terrible inundación hizo imposible que pudiera efectuar cualquier movimiento. Lo malsano del ambiente y la falta de alimentos hicieron que enfermara la mayor parte de su hueste. Murieron muchos tlaxcaltecas, huejotzincas y cholultecas. Algu­nos quisieron regresar a Nueva España, pero Guzmán les negó la autorización. Entre los españoles también hicieron estragos el ham­bre y las enfermedades. Tampoco lograron convencer a su capitán de la conveniencia de volverse. Para evitar que los descontentos huyeran, mandó colgar a varios como escar­miento.

 

Cuando los naturales de Tepic y Xalisco tuvieron noticias de los problemas de los con­quistadores, decidieron sublevarse. Guzmán mandó a Gonzalo López para sofocar la re­belión. López continuó con la costumbre que los participantes de esta expedición tomaron: incendiar los pueblos por los que pasaban y esclavizar a sus habitantes, incluso a los amos.

 

Entre tanto, Nuño ordenó continuar la marcha y se dirigió a Chiametla. En el cami­no los indios aliados morían masivamente, pero el conquistador se negaba a detenerse. Muchos, desesperados por sus sufrimientos, se suicidaron colgándose de los árboles. Los habitantes de Chiametla inicialmente habían recibido bien a los españoles, pero, a causa de que éstos les obligaran a transportar grandes cargas, huyeron dejando desierta la población. La llegada de Gonzalo López con los indígenas que había esclavizado en Xalisco y Tepic proveyó de cargadores a los castella­nos. Marcharon a Piaxtla y a Culhuacan -Cu­liacán- en el actual estado de Sinaloa, donde sostuvieron un combate que terminó con el abandono del campo por parte de los indios.

 

De Culhuacan mandó explorar hacia la costa, al norte y al este. Las noticias que recibió fueron desalentadoras. En septiembre de 1531 fundó la villa de San Miguel, donde actualmente existe la población de Navito.

 

Se encontraba en Tepic cuando supo que había llegado a Nueva Galicia -nombre dado a los territorios que conquistó, puesto que la corona no aceptó el de Espíritu Santo de la Mayor España- don Luis de Castilla, envia­do por la segunda Audiencia y por Cortés a gobernar las tierras pobladas ya por españoles, antes de la entrada de Nuño de Guzmán. Este fundó la villa del Espíritu Santo en Tepic y mandó a los representantes del Ayun­tamiento para que requirieran a don Luis que dejara la tierra. Castilla se negó a hacerlo y Nuño de Guzmán lo aprehendió. Finalmente regresó a la Ciudad de México,  obligado por el gobernador de Nueva Galicia.

 

En 1532, por órdenes de Nuño de Guz­mán, Juan de Oñate fundó la ciudad de Gua­dalajara en el lugar donde existía la pobla­ción de Nochistlán. Intentando unir Nueva Galicia con la gobernación de Pánuco, marchó, siguiendo inicialmente el río Lerma, por Jalpan, hacia territorios que pertenecen en la actualidad a San Luis Potosí, y en donde fun­dó Valles en 1533. Regresó a Nueva Galicia y, en 1536, se le remitió a España, donde falleció en la ciudad de Valladolid el 26 de octubre de 1558.

 

Años después, Nueva Galicia sufrió la gran rebelión de los caxcanes, y la ciudad de Gua­dalajara, que se encontraba en el corazón de la región caxcana, se trasladó en 1542 al valle de Atemajac, donde existe actualmente.

 

Bibliografía.

 

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Cortés, H. Cartas y documentos, México, 1963.

 

Echánove Trujillo, C. Enciclopedia Yucatenense, México, 1947. (dir)

 

García Cubas, A. Memoria para servir a la carta general del Imperio Mexicano, México, 1892.

 

Jiménez Moreno, W.  Estudios de historia colonial. México, 1958.

 

López Portillo y Weber, J. La conquista de la Nueva Galicia, México, 1935.

 

Orozco y Berra, M. Historia de la dominación española, México, 1937.

 

48.            Los viajes a la Mar del Sur.

Por: Rosa Camelo.

 

Cortés y la Mar del Sur.

 

Después que Vasco Núñez de Balboa en­contró la Mar del Sur -Océano Pacífico-, en septiembre de 1513, el ansia por reconocer sus costas y arrancarle sus secretos impulsó a muchos hombres que, impelidos por la corona española, surcaron sus aguas.

 

Cortés no fue ajeno a la atracción que las islas y tierras descubiertas ejerció sobre tan­tos otros. En carta al rey fechada en Coyoa­cán el 15 de mayo de 1522, don Hernando le informaba que había tenido conocimiento de que cerca de Tenochtitlan se encontraban dos o tres lugares en la costa de la Mar del Sur, y que para servirlo había enviado cuatro hom­bres a procurar mayor información. Sus en­viados fueron Juan Alvarez Chico, Guillén de la Loa, el alférez Román López y un tal Castillo. Todos ellos regresaron con algunos in­dígenas a modo de embajadores de las regiones visitadas, que aceptaron someterse a los castellanos. Los lugares en los que encontra­ron sitios apropiados para formar puertos fue­ron Zacatula, en la desembocadura del río del mismo nombre, y Tehuantepec.

 

Conforme los capitanes exploraban nue­vos territorios, Cortés recibió más noticias so­bre la Mar del San Pedro de Alvarado llegó hasta sus playas, distantes tres jornadas de Tututepec, señorío que había ido a conquis­tar. Los enviados del señor de Michoacán le informaron de que cerca de sus tierras se encontraba. la costa.

 

Como para la exploración era indispensa­ble disponer de navíos, Cortés mandó cons­truir astilleros en Zacatula, adonde envió a Juan Rodríguez de Villafuerte con herreros y carpinteros de ribera para que se iniciara la construcción.

 

Sus propósitos consistían, por una parte, en que se recorriera la costa en busca de un estrecho, que si "fuera Dios Nuestro Señor servido que por allí se topase... sería la na­vegación desde la especiería para esos remos de vuestra majestad, muy buena y muy breve, y tanto que serían las dos tercias partes menos que por donde ahora se navega y sin ningún riesgo ni peligro para los navíos que fuesen y viniesen, porque irían y vendrían por reinos y señoríos de vuestra majestad, que cada vez que alguna necesidad tuviesen se podrían reparar, sin ningún peligro, en cualquier parte que quisiesen tomar puerto como en tierra de vuestra alteza"; y, por otra, encontrar tierras ricas "de oro y perlas y pie­dras preciosas y especierías". Si el estrecho no se encontrara se tendría la ventaja de que "se sabría de seguro que no existe".

 

Para cumplir sus propósitos había pensa­do en una exploración de los dos mares. La del Sur se recorrería de Nueva España ha­cia el mediodía, hasta llegar a las tierras descubiertas por Magallanes, si no se encontraba antes el paso. La del Norte sería reconocida por navíos que, al navegar hacia el septen­trión, llegaran -si tampoco se descubría el estrecho- a la tierra de los bacalaos.

 

Pensaba Cortés que en junio de 1524 ten­dría listos los barcos que ejecutarían su pro­yecto, pero el viaje a las Hibueras lo detuvo, sin olvidarse por ello de ordenar desde Hon­duras que saliesen los navíos. La disposición no se cumplió porque en Nueva España se hacía creer que había muerto.

 

A su regreso en 1526 prosiguió con los trabajos de aparejo de las naves. Mientras se ocupaba de esto se le informó desde Tehuan­tepec que había llegado un patache mandado por Santiago de Guevara, perteneciente a la expedición, dirigida por fray García Jofré de Loaisa, zarpado de la Coruña en 1524 para ir a explorar las Molucas. Cortés los auxilió y ofreció tres navíos que estaban ya prepa­rados en sus astilleros de Zacatula para acompañar al barco perdido en la búsqueda de sus compañeros.

 

Inmediatamente informó de este suceso al emperador, del que recibió una real cédula en que se le ordenaba que mandara gente en busca de Loaisa, de Sebastián Caboto, que había emprendido un viaje en 1525, y de los hombres de la "Trinidad", nave que formaba parte de la armada de Magallanes, detenida en una de las islas del Poniente porque hacía agua.

 

Cortés y la Mar del Sur.

 

“Por la relación que ahora envío verá vuestra majestad la solicitud y diligen­cia que yo he puesto en descubrir la mar del Sur, y cómo gracias a nuestro Señor la he descubierto por tres partes, lo cual puede vuestra alteza tener por uno de los más señalados servicios que en las Indias se han hecho; y también ver cómo para descubrir y saber todo el secreto, que sin duda, según la noticia tenemos, se han de hallar mara­villosas cosas, he comenzado a hacer cerca de la costa bien noventa leguas de estas provincias navíos y bergantines; y porque antes de ahora teniendo alguna noticia de la dicha mar, yo avi­sé a los que tienen mi poder de ciertas cosas que se habían de suplicar a vues­tra majestad para la mejor y más breve expedición del dicho descubrimiento y después acá no solamente yo he descu­bierto la dicha mar, pero aun en cierta costa de ella tengo poblados doscien­tos y cincuenta españoles, en que hay cuarenta de caballo; y porque aquel aviso mío no sé si se habrá recibido, porque fue por diversas vías, la persona que ahora envío con mi poder, informa­rá a vuestra alteza muy larga y particu­larmente de esta negociación. Suplico a vuestra cesárea majestad tenga por bien de le mandar oír..., que vuestra al­teza le tenga en más que a  todo el resto de las Indias, según de lo que, como digo, tenemos relación.

 

....................................................................................................................

 

“Yo tenía, muy poderoso señor, algu­na noticia, poco había, de la otra mar del Sur, y sabía que por dos o tres partes estaba a doce y a trece y a ca­torce jornadas de aquí; y estaba muy ufano, porque me parecía que en la descubrir se hacía a vuestra majestad muy grande y señalado servicio, especialmente que todos los que tienen alguna ciencia y experiencia en la navegación de las Indias, han tenido por muy cierto que descubriendo por estas partes la mar del Sur, se habían de ha­llar muchas islas ricas de oro y perlas y piedras preciosas y especería, y se habían de descubrir y hallar otros mu­chos secretos y cosas admirables; y es­to han afirmado y afirman también per­sonas de letras y experimentadas en la ciencia de la cosmografía. Y con tal deseo y con que de mí pudiese vues­tra majestad recibir en esto muy sin­gular y memorable servicio, despaché cuatro españoles, los dos por ciertas provincias y los otros dos por otras; e informados de las vías que habían de llevar y dádoles personas de nuestros amigos que los guiasen y fuesen con ellos, se partieron. Y yo les mandé que no parasen hasta llegar a la mar, y que en descubriéndola tomasen la posesión real y corporalmente en nombre de vuestra majestad, y los unos anduvie­ron cerca de ciento y treinta leguas por muchas y buenas provincias sin recibir ningún estorbo, y llegaron a la mar y to­maron la posesión, y en señal pusieron cruces en la costa de ella. Y después de ciertos días se volvieron con la relación del dicho descubrimiento, y me informaron muy particularmente de todo y me trajeron algunas personas de los naturales de la dicha mar; y también me trajeron muy buena muestra de oro de minas que hallaron en algunas de aquellas provincias por donde pasaron...

 

“Los otros dos españoles se detuvie­ron algo más, porque anduvieron cerca de ciento y cincuenta leguas por otra parte hasta llegar a la dicha mar, donde asimismo tomaron la dicha posesión, y me trajeron larga relación de la costa, y se vinieron con ellos algunos de los naturales de ella. Y a ellos y a los otros los recibí graciosamente, y con... darles algunas cosas se volvieron muy contentos a sus tierras.

 

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“Acabados de despachar aquellos españoles que vinieron de descubrir la mar del Sur, determiné de enviar a Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor, con treinta y cinco de caballo y doscien­tos españoles y gente de nuestros ami­gos, y con algunos principales y natura­les de Temixtitan, a aquellas provincias, que se dicen Tatactetelco y Tustepeque y Guatuxco y Aulicaba; y dádole ins­trucción de la orden que había de tener en esta jornada, se comenzó a aderezar para la hacer.

 

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“En este comedio, el señor de la pro­vincia de Tecoantepeque, que es junto a la mar del Sur, y por donde la descu­brieron los dos españoles, me envió ciertos principales y con ellos se en­vió a ofrecer por vasallo de vuestra majestad, y me envió un presente de ciertas joyas y piezas de oro y pluma­jes, lo cual todo se entregó al tesorero de vuestra majestad, y yo les agradecí a aquellos mensajeros lo que de parte de su señor me dijeron, y les di cier­tas cosas que le llevasen y se volvieron muy alegres.

 

“Asimismo vinieron a esta sazón los dos españoles que habían ido a la pro­vincia de Mechuacán, por donde los mensajeros que el señor de allí me había enviado me habían dicho que también por aquella parte se podía ir a la mar del Sur, salvo que había de ser por tierra de un señor que era su enemigo; y con los dos españoles vino un her­mano del señor de Mechuacán, y con él otros principales y servidores, que pa­saban de mil personas, a los cuales yo recibí mostrándoles mucho amor; y de parte del señor de la dicha provincia, que se dice Calcucín, me dieron para vuestra majestad un presente de rodelas de plata, que pesaron tantos mar­cos, y otras cosas muchas, que se entregaron al tesorero de vuestra majes­tad; y porque viesen nuestra manera y lo contasen allá a su señor, hice salir a todos los de caballo a una plaza, y de­lante de ellos corrieron y escaramuza­ron; y la gente de pie salió en ordenan­za y los escopeteros soltaron las esco­petas, y con el artillería hice tirar a una torre, y quedaron todos muy espanta­dos de ver lo que en ella se hizo y de ver correr los caballos; e hícelos llevar a ver la destrucción y asolamiento de la ciudad de Temixtitan, que de la ver, y de ver su fuerza y fortaleza, por estar en el agua, quedaron muy más espan­tados. Y a cabo de cuatro o cinco días, dándoles muchas cosas para su señor de las que ellos tienen en estima..., se partieron muy alegres y contentos.

 

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“Como Dios Nuestro Señor encamina­ba bien esta negociación, e iba cum­pliendo el deseo que yo tengo deservir a vuestra majestad en esto de la mar del Sur..., he proveído con mucha dili­gencia que en la una de tres partes por do yo he descubierto la mar, se hagan dos carabelas medianas y dos berganti­nes; las carabelas para descubrir, y los bergantines para seguir la costa; y para ello he enviado con una persona de recaudo bien cuarenta españoles, en que van maestros y carpinteros de ribe­ra y aserradores y herreros y hombres de la mar; y he proveído a la villa por clavazón y velas y otros aparejos necesarios para los dichos navíos, y se dará toda la prisa que sea posible para los acabar y echar al agua; lo cual hecho, crea vuestra majestad que será la mayor cosa y en que más servicio re­dundará a vuestra majestad, después que las Indias se han descubierto”.

 

(Tomado de la Tercera Carta de Relación, de 15 de mayo de 1522. Hernán Cortés, Cartas de Relación, págs. 99-100 y 163-170, México, 1971).

 

Alvaro de Saavedra.

 

Con mucha diligencia se puso Cortés a organizar la expedición que debía partir en cumplimiento de las órdenes recibidas. Esta­ba compuesta por tres barcos. Dio el mando a Alvaro de Saavedra Cerón, el cual llevaba mapas en que aparecían señalados los puntos descubiertos por Magallanes, así como cartas del rey y de Cortés para Loaisa, Caboto y los hombres de la "Trinidad". También se le entregaron unas notas en latín para los reyes de Tidor y Cebú "porque como lengua más general en el universo, podrá ser, según hay contratación en esas partes de muchas y diversas naciones a causa de la especiería, que hallaréis judíos u otras personas que las sepan leer".

 

Cortés, en sus instrucciones a Saavedra Cerón, le mandó que se le mantuviera infor­mado del resultado de la expedición, aderezando al tiempo otras naves para que estu­vieran prontas a partir en su ayuda, caso de llegar a  necesitarla.

 

En 1527 salió la armada de Zihuatanejo. Después de navegar ocho días la fuerza del viento separó las embarcaciones. La nao ca­pitana llegó a Mindanao, donde los naturales trataron de  apoderarse de ella. Fueron costeando diversas islas hasta llegar a Tidor, donde ciento veinte sobrevivientes de la ex­pedición de Loaisa construyeron un fuerte. Los portugueses establecidos en Terrenate los hostilizaban, azuzando a los habitantes de las islas en contra de ellos.

 

Saavedra intentó regresar a Nueva España ­en busca de ayuda; como los vientos que soplaban en contra hacían imposible el viaje de regreso, trató de navegar hacia el norte en busca de vientos más favorables, pero murió al llegar a 26° de latitud. Sus hombres con­tinuaron navegando hasta los 31°, mas al no encontrar vientos propicios regresaron a Ti­dor. Tiempo después, algunos sobrevivientes llegaron a España siguiendo la ruta del cabo de Buena Esperanza. El camino de retorno a Nueva España desde las islas del Poniente no habría de  encontrarse sino hasta 1565, en que navegando hasta el paralelo 38, Andrés de Urdaneta encontró finalmente los vientos que ayudaron a las naves en su marcha a los puertos novohispanos.

 

Entre tanto Cortés continuaría trabajan­do en la construcción de navíos. Como con­sideró que Zacatula no era el sitio más apro­piado para los astilleros, por ser muy difícil la comunicación con Veracruz, puerto al que llegaban los materiales necesarios, decidió trasladarlos a Tehuantepec. Allí podía llegar­se con más facilidad utilizando vías terres­tres y fluviales, bien conocidas por los indios. Hubo de abandonar estos trabajos porque las acusaciones que sus enemigos le hacían en la corte lo forzaron a partir rumbo a España, para defenderse ante el rey.

 

Diego Hurtado de Mendoza.

 

A su regreso trajo autorización real para explorar la Mar del Sur, según quedó esta­blecido en las capitulaciones que celebró en 1529.

 

Encontró los astilleros en estado ruinoso. Habían sido abandonados y el encargado de ellos fue encarcelado por los miembros de la primera Audiencia, la cual ordenó además que se recogieran las herramientas y jarcias que allí se encontraban. Lo poco que quedó se había ido destruyendo a consecuencia del abandono. Reparó lo que encontrara y pudo emprender la construcción de nuevos barcos. En 1532 pudo zarpar una expedición al man­do de Diego Hurtado de Mendoza, quien sa­lió con instrucciones de ir costeando hacia el norte hasta pasar los territorios descubiertos por Nuño de Guzmán. Después debería to­mar posesión de la tierra, cuidando que al desembarcar no le hicieran víctima los natu­rales de algún ataque o celada. Desde la sa­lida del sol hasta su puesta, debería tener hombres vigilando para que advirtieran inmediatamente cualquier isla que se encontra­ra en la ruta.

 

Los temporales y la falta de víveres hi­cieron muy difícil la navegación, de manera que el capitán decidió que una de las naves regresara con aquellos que no quisieran con­tinuar la exploración. Hurtado de Mendoza siguió el viaje en la capitana. Jamás volvió a Nueva España y no se recibieron noticias su­yas. Pocos años después, el autor de la Segunda relación anónima de la jornada que hizo Nuño de Guzmán a la Nueva Galicia, recogió algunas informaciones que hacen suponer que su nave había naufragado en las costas septentrionales del actual estado de Sinaloa, habiendo perecido en el naufragio él y su tripulación. Los hombres que se nega­ron a proseguir el viaje tuvieron problemas: una tormenta los arrojó a las costas del actual estado de Jalisco, donde fueron apresa­dos por la gente de Nuño de Guzmán, así como despojados tanto de sus pertenencias como de su navío.

 

En este viaje se descubrieron las islas que ahora se conocen con el nombre de Marías, a las que llamaron de la Magdalena. Se reconocieron también los litorales de lo que hoy son los estados de Guerrero, Michoacán, Ja­lisco, Colima y Sinaloa.

 

Diego de Becerra.

 

Cortés tuvo noticias del poco éxito de esta expedición. Resolvió mandar una segunda ar­mada que procurase ayudar a los posibles so­brevivientes y recuperar la embarcación per­dida. Al frente de ella figuraba Diego de Becerra, quien comandaba la nao capitana. En octubre de 1533 zarparon del puerto de Santiago de la Buena Esperanza, actualmente Manzanillo. En la primera noche sobrevino una tormenta que separo a las dos naves. Hernando de Grijalva, capitán de la segunda, trató inútilmente de encontrarse con Becerra. Después de tres días de espera navegó hacia el sur, virando luego rumbo al norte. Allí descubriría dos islas, a las que llamó Santo Tomás y de los Inocentes; en la actualidad se conocen como Socorro y San Benedicto del archipiélago de las Revillagigedo. Regresó más tarde a Nueva España.

 

Becerra, por su parte, se dirigió hacia el noroeste. Una noche, el piloto Fortún Jimé­nez y otros miembros de la tripulación lo asesinaron mientras dormía. Los que tomaron el partido del capitán fueron desembarcados en las castas del actual estado de Michoacán, en un lugar que se conoce como sierra del Motín. Los sublevados navegaron hacia el norte, visitando una isla a la que llamaron de las Perlas. Costearon parte de la península de Baja California y desembarcaron en una bahía que actualmente conocemos como bahía de la Paz. Allí fueron atacados por los in­dios, quienes mataron a Fortún Jiménez y a varios de sus hombres. Los que habían per­manecido en el barco levaron andas y fueron a desembarcar en territorio dominado par Nuño de Guzmán, quien se posesionó del na­vío y les arrebató las perlas que habían recogido en su exploración.

 

Expediciones de Cortés.

 

Cortés, que por segunda vez veía a su rival apoderarse de sus naves, someter a la tri­pulación y apropiarse de los informes sobre los resultados de sus empresas, decidió salir personalmente a recorrer los lugares que ha­bían descubierto sus armadas. La segunda Audiencia, temerosa de que el. conflicto entre Nuño de Guzmán y Hernán Cortés se resol­viera por las armas, proveyó que el primero entregara todo lo que de Cortés tuviera en su poder, y ordenó a éste que no fuera hacia las tierras que por su atienta se habían des­cubierto, puesto que si el gobernador de Nueva Galicia tenía gente allí podría iniciarse una cruenta lucha. Se les notificó la provisión a ambos, pero ninguno aceptó cumplirla.

 

Cortés marchó a tomar posesión de sus descubrimientos y el temido enfrentamiento con Guzmán no se produjo. Después de cruzar el golfo que se conoce como de Califor­nia, o mar de Cortés, desembarcó en el mis­mo sitio donde fueron muertos Fortún Jiménez y sus hombres. Llamó al lugar bahía de la Santa Cruz, pareciéndole apropiado hacer allí un establecimiento. Mandó ir en busca de los soldados y bastimentos que estaban en la cos­ta del actual estado de Sinaloa, pero el mal tiempo dispersó a los navíos y los manteni­mientos se perdieron. Sólo una nave llegaría a la Santa Cruz, llevando cincuenta fanegas de maíz que no podían servir de gran cosa a la gente que allí estaba. Don Hernando salió personalmente en busca de víveres, pero vien­do que lo conseguido no era suficiente retor­nó a Nueva España con intención de proveer desde allí a la naciente colonia. Al mando quedó Francisco de Ulloa, pero las quejas de los familiares de quienes habían quedado en la península hicieron que el virrey ordenara el abandono de la población y el retorno de los pobladores.

 

Tradicionalmente se ha dicho que, a su regreso, Cortés se encontró con unas cartas de Francisco Pizarro, que, sitiado en Lima, demandaba auxilio. De ello se deduce que la expedición de Hernando de Grijalva fue pre­parada por don Hernando para auxiliar a su primo. Pero Woodrow Borah, en su artículo Cortés y sus intereses en el Pacífico, expone documentadamente la opinión de que Cortés tenía la intención, antes de recibir las cartas de Pizarro, de explorar hacia el sur de Nueva España para reconocer tierras que no entraban en sus capitulaciones. Cuando el mar­qués del valle de Oaxaca supo del fracaso de la expedición de Diego de Becerra, preparó un viaje comercial que iría a Perú con armas y alimentos. Al enterarse de que los hombres de Fortún Jiménez habían encontrado perlas decidió cambiar sus planes y efectuó la ex­pedición personal a California, la cual cons­tituyó un tercer fracaso. A su regreso, en el mes de abril de 1536, hizo un contrato con Juan Domínguez de Espinosa, para que éste fuese su factor en él viaje a Perú. El do­cumento comprueba que antes del sitio de Lima, que se inició en julio de 1536, ya tenía Cortés el proyecto de mandar una armada a esas regiones.

 

Los dos barcos de Cortés llegaron al Perú cuando la ayuda no era ya necesaria. De re­greso, en abril de 1537, Hernando de Grijal­va se dirigió hacia el oeste, mientras que el otro barco llegaba a Acapulco. Grijalva nunca volvió. Murió a manos de su tripulación, que, muy diezmada, llegó hasta  las Molucas, donde fue esclavizada por los naturales. Años después sería liberada por los portugueses.

 

En 1536 llegó a Nueva España Alvar Nú­ñez Cabeza de Vaca. La esperanza de encon­trar en el norte tierras muy ricas parecía renacer de nuevo. El conquistador de Nueva España se enfrentó resueltamente al virrey don Antonio de Mendoza para impedir que fuera él quien se ocupase de las expediciones que marcharían en busca de ellas. Cortés alegaba que si esas tierras se encontraban al norte de la bahía de la Santa Cruz, caían den­tro de la demarcación que por sus capitula­ciones le correspondía. Con la idea de que se reconociera al norte de la bahía de la Santa Cruz y de ganarle la delantera al virrey, man­dó a Francisco de Ulloa que saliera de Aca­pulco con tres navíos, en junio de 1539. Esta expedición siguió un derrotero semejante al de las anteriores, costeando los actuales es­tados de Jalisco, Colima y Sinaloa. Exploró después la región costera de Sonora y la cos­ta oriental de Baja California. Marchó luego hacia el sur, hasta doblar el extremo meridional de la península y exploró su costa oc­cidental hacia el norte.

 

Al iniciarse el viaje se perdió una de las naves. Al llegar cerca de los 28°, en un punto que llamaron cabo del Engaño, retornó otra que portaba informes para don Hernando. Mientras se efectuaba este viaje las relacio­nes entre el virrey y Cortés se habían hecho más tirantes. Mendoza había ordenado que en cualquier punto de la costa a que arriba­ran se detuviera a los navíos de Ulloa y no se les dejara proveer de víveres ni de agua para continuar el viaje. Cuando la nave que traía información para Cortés llegó a Huatulco, sus tripulantes fueron detenidos por ór­denes del virrey. De Ulloa y de sus compa­ñeros no se volvió a tener noticia.

 

Cortés dirigió al rey un memorial en el que se quejaba de estos abusos, decidiendo partir hacia España con el fin de lograr una resolución favorable a su persona: no pudo conseguir nada en la corte y no regresó vivo a Nueva España.

 

Las exploraciones por la Mar del Sur no le produjeron ningún beneficio al conquista­dor de Tenochtitlan: perdió en ellas muchos hombres, naves y dinero. La península de Baja California, descubierta por sus empeños, fue explorada en años siguientes por Hernan­do de Alarcón, Francis Drake y Sebastián Vizcaíno. En el siglo XVII hubo algunos in­tentos de conquista, como los hechos por Ber­nal de Piñadero y por Isidro de Atondo, pero no sería colonizada hasta fines del mismo si­glo, cuando los jesuitas fundaron allí sus pri­meras misiones.

 

Bibliografía.

 

Cortés, H. Cartas y documentos, México, 1963.

 

García Cubas, A. Memoria para servir a la carta general del Imperio mexicano, Mé­xico, 1892.

 

Orozco y Berra, M. Apuntes para la historia de la geografía en México, Guadalajara, 1973. Historia de la dominación española, México, 1938.

 

Riva Palacio, V. México a través de los siglos, México, 1958.

 

49.            Los primeros tiempos de Nueva España.

Por: Carlos Martínez Marín

 

Ensayos de gobierno

 

Cuando terminó el sitio de Tenochtitlan, con la rendición de los aztecas, el 13 de agosto de 1521, empezó la vida colonial en Nueva España, con base en el territorio que gana­ban los españoles, que era el que dominaban aquéllos. Si bien no todos los señoríos sujetos reconocieron inmediatamente la conquista, pronto fueron anexados, por medio de repre­sentaciones o por la fuerza; así se logró el primer enclave importante y estable de los conquistadores españoles en el territorio, que sería la base de una ulterior expansión extensísima, y que  se prolongaría a la largo de los tres si­glos coloniales.

 

Los españoles se apoderaron de la ciudad de Tenochtitlan, convertida en ruinas, mediante la táctica destructiva que empleó Cor­tés durante el sitio. Los muertos abundaban, la destrucción aparecía por doquier y los indios enfermos, hambrientos y derrotados se dolían de su situación y estaban a la ex­pectativa de su futuro destino.

 

Un canto triste de la conquista, com­puesto en 1528, narra la situación por la que atravesaron los defensores de Tenochtitlan; dice así:

 

Y todo esto pasó con nosotros.

Nosotros lo vimos,

nosotros lo admiramos.

Con esta lamentosa y triste suerte,

nos vimos angustiados.

 

En los caminos yacen dardos rotos,

los cabellos están esparcidos.

Destechadas están las casas,

enrojecidos tienen sus muros.

 

Gusanos pululan por las calles y plazas,

y en las paredes están salpicados los sesos.

Rojas están las aguas,  están como teñidas,

y cuando las bebimos,

es como si bebiéramos agua de salitre.

 

Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe,

y era nuestra herencia una red de agujeros.

Con los escudos fue su resguardo,

pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad.

 

Hemos comido palos de colorín,

hemos masticado rama salitrosa,

piedras de adobe, lagartijas,

ratones, tierra en polvo, gusanos...

 

Comimos la carne apenas,

sobre el fuego estaba puesta.

Cuando estaba cocida la carne,

de allí la arrebataban,

en el juego mismo, la comían.

 

Se nos puso precio.

Precio del joven, del sacerdote,

del niño y de la doncella.

 

Basta: de un pobre era el precio

sólo dos puñados de maíz,

sólo diez tortas de mosco;

sólo era nuestro precio

veinte tortas de rama salitrosa.

 

Oro, jades, mantas ricas,

plumajes de quetzal,

todo eso que es precioso,

en nada fue... estimado...

 

El dramatismo del canto es altamente in­dicativo de lo que quedó de la esplendorosa ciudad prehispánica. Los conquistadores que­rían su botín y se desesperaban buscando por doquier entre las ruinas y bajo las aguas de la laguna los tesoros perdidos durante la campaña y los que creían que habían escon­dido los señores aztecas; de no encontrarlos culpaban al capitán general y al tesorero de esconderlos por avaricia. Llegaron, como es sabido, a violentar a Cortés para que diera tormento a Cuauhtémoc, a fin de arrancarle los secretos de los tesoros.

 

El gobierno de Cortés.

 

Pasados los días de desesperación por lo exiguo del reparto del oro, vino el asenta­miento y la búsqueda de las gratificaciones con la riqueza estable; Desde Coyoacán, el ca­pitán, que la llamaba su amada villa, y el Ayuntamiento de México, dieron los pasos y providencias oportunos para la organización del reino y para proseguir las expediciones. Cortés atendía a  todo: a repartir los indios, a conseguir pólvora, mandar fundir cañones, recibir embajadas y escribir para justificarse y pedir el reconocimiento, suplicar las reales provisiones y que le enviasen frailes, frutos, ganados e instrumentos.

 

Gobernó con el título que le confirieran los miembros del ayuntamiento de la Villa Rica de la Veracruz, de capitán general y jus­ticia mayor de la hueste, hasta que llegó su confirmación como gobernador el 15 de octubre de 1522.

 

Como Cortés se acogió a las instrucciones públicas que le diera en Cuba Diego Veláz­quez, antes de su partida, en las que se desti­naba la expedición al poblamiento, emprendió la colonización desde el momento mismo en que inició la conquista. Por eso fundó Veracruz, Medellín y Segura de la Frontera, a las que dotó de cabildos para su gobierno; lo mismo haría con México en Coyoacán.

 

Cuando decidió fundar México sobre las ruinas de la antigua ciudad, ordenó a uno de sus conquistadores, Alonso García Bravo, entendido en el arte de trazar y construir, que hiciera la traza de la nueva ciudad. Sobre el esquema urbano de Tenochtitlan lo hizo el alarife, fundiendo la retícula prehispánica con el damero romano, para lograr una moderna ciudad con grandiosa plaza, solares para la iglesia, el ayuntamiento, los conquistadores y los funcionarios, según su condición y mé­ritos.

 

Los indios, antiguos dueños, fueron obli­gados a residir en barrios que rodeaban a la nueva urbe española.

 

A ésta se le dieron poco a poco servicios; el mercado fue restituido, el acueducto del agua se reconstruyó y los indios levantaron, con su trabajo y sus materiales, casas, edifi­cios públicos y religiosos y las atarazanas defensivas que alojaran a tos bergantines.

 

Los pueblos y villas fueron gobernados por alcaldes y tenientes de gobernador, nom­brados por Cortés. Las comunidades indíge­nas siguieron bajo el dominio de sus caciques; en las poblaciones de españoles hubo cabildos, con composición idéntica a la de los de España, que administraban municipalmen­te justicia y regimiento.

 

El gobierno de Cortés, que duró hasta el 22 de octubre de 1524, se ocupó de la expansión de la colonia, la consolidación de lo conquistado, el repartimiento de la riqueza inmueble en encomiendas y mercedes de tierras y de la introducción a Nueva España de semillas, frutos, cultivos e instrumentos técnicos. Además, se dedicó a reglamentar to­dos los aspectos de la vida política, con orde­nanzas para los Consejos, para los moradores y para la milicia.

 

Perturbado por la rebelión de Cristóbal de Olid en Honduras y la falta de noticias del que fue enviado a reducirlo, Francisco de las Casas, Cortés organizó la desastrosa expedi­ción a las Hibueras. Entre tanto volvía, dejó como sustitutos en el gobierno al licenciado Alonso Zuazo, al tesorero Alonso de Estrada y al contador Rodrigo de Albornoz.

 

El gobierno de los oficiales reales.

 

El gobierno de esos oficiales reales comenzó a la partida de Cortés; apenas se había ido el conquistador empezaron a tener disensiones, que capitalizaron en su favor el factor Gonzalo de Salazar y el veedor Peralmíndez Chirino, para suplantar a los que ha­bían quedado nombrados. El gobierno de los usurpadores se caracterizó por las intrigas, los desaciertos, los desacatos, la persecución de los apoderados de Cortés y sus amigos y el secuestro de sus bienes. Se metieron con­tra todos los que no fueron sus adictos y per­mitieron toda clase de abusos. La lucha polí­tica en que se enfrascaron estuvo a punto de degenerar en guerra civil, aunque no faltaron los hechos de armas. Gobernaron hasta ene­ro de 1526, cuando los cortesistas recupera­ron el poder, que lo retuvieron hasta el regre­so del gobernador el 15 de junio de ese año.

 

Cortés volvió a ocupar el gobierno sólo por 19 días, ya que en 3 de Julio fue sustitui­do por Luis Ponce de León, que venía como juez a levantar la residencia a Cortés, lo cual había ordenado el rey para terminar con los escándalos y el malestar en Nueva España. Ponce de León murió al poco tiempo, lo que sirvió a las enemigos de Cortés para acusarlo de su muerte. Lo sustituyó Marcos de Agui­lar, que prosiguió la causa con gran lentitud, debido a su mal estado de salud, por lo que designó a Alonso de Estrada para que gober­nara en tanto que entraba en funciones la au­diencia nombrada por el rey. Estrada se dedi­ca a perseguir a Cortés y a sus partidarios.

 

Nada hicieron tampoco estos tres en los dos años y medio que estuvieron en funciones.

 

La primera Audiencia.

 

El rey se inclinó entonces por la instau­ración de una Audiencia en Nueva España, como la que funcionaba desde hacía tiempo en La Española, para poner orden en el gobierno y acallar las quejas y el malestar que habían concitado los anteriores funcionarios.

 

Se nombró a Nuño de Guzmán, entonces go­bernador de Pánuco, para presidirla y a los cuatro oidores Alonso de Parada, Francisco Maldonado, Juan Ortiz de Matienzo y Diego Delgadillo.  Los dos primeros fallecieron ape­nas llegaron y como no se proveyeron las vacantes, la Audiencia funcionó con el presi­dente y los dos últimos oidores.

 

Desastrosa, más que la de los oficiales reales, fue la actuación de este gobierno. Con funciones para administrar justicia, como era propio de esas instituciones y también de las gubernativas, los componentes aprovecharon para cometer toda clase de tropelías. Guzmán llevó a fondo la persecución de Cor­tés, de quien siempre estuvo celoso, llegando casi a despojarlo de sus bienes, valiéndose de que estaba paralizado por el juicio de residen­cia que continuaba. Persiguió a los partida­rios del extremeño, y las haciendas de éstos y de aquél se las repartieron entre los tres funcionarios y sus amigos.

 

Los tres funcionarios, poco escrupulosos, agravaron las cargas de los indios, aumentándoles los tributos y los servicios personales; toleraron la esclavitud injustificada de. los indios; en suma, se dedicaron a saquear todavía más el país para enriquecerse junto con sus partidarios, entre los que distribuyeron puestos, encomiendas quitadas a sus ene­migos y todas las prestaciones que pudieron.

 

Las quejas aumentaron y llegaron hasta la metrópoli, a pesar del rígido control que impusieron para evitarlo. Cuando el obispo de México, fray Juan de Zumárraga, pudo comunicar al rey sus quejas, éste decidió el relevo y el enjuiciamiento.

 

La segunda Audiencia.

 

Para poner fin a tan desastrosos ensayos gubernativos, acallar las quejas y las protes­tas de los moradores españoles de Nueva Es­paña y reparar los excesos para con los indios, que fueron denunciados también por Zumárraga, su protector oficial, el rey se decidió a establecer el virreinato. Esta nueva forma de gobierno tenía por objeto ejercer mas directa y personalmente la autoridad, por medio de un funcionario que tuviera su repre­sentación y su confianza. Los arreglos efectuados, la elección de Mendoza para que ejer­ciera el cargo de virrey y las condiciones que éste impuso para ello retrasaron la implanta­ción. Antonio de Mendoza no entró en funcio­nes hasta 1535.

 

Mientras tanto, se nombraron nuevos funcionarios en la Audiencia para reemplazar a los anteriores.

 

La presidencia recayó en el religioso Sebastián Ramírez de Fuenleal, obispo de Santo Domingo, y los oidores Juan Salmerón, Alonso Maldonado, Francisco Ceinos y Vasco de Quiroga. Entraron en funciones en el mes de enero de 1531 y continuaron desempeñándolas hasta abril de 1535, cuando tomó pose­sión Mendoza.

 

Los dos primeros años los ocuparon en hacer repetidas visitas dentro del reino, en buscar la manera de ejecutar las provisiones que traían desde España, en levantar informaciones, en solventar la residencia de sus antecesores, de las que salieron mal parados Ma­tienzo y Delgadillo.

 

Bajo la prudente, firme y justiciera presi­dencia de Ramírez de Fuenleal, esta Audiencia gobernadora logró restablecer los derechos y la confianza de los pobladores; alivió también las cargas de los indios, liberando a los injustamente esclavizados, reduciendo los tributos, organizando su tasación e intro­duciendo el sistema municipal en sus comuni­dades; suprimió las encomiendas, que se ha­bían usurpado en el gobierno anterior, y las incorporó a la corona, con lo cual se frenó el auge y los excesivos privilegios de los en­comenderos. Se redujeron las extralimitacio­nes de Cortés, ya convertido en marqués para acallarlo, y las de Zumárraga, a las que se había visto precisado ante los abusos de los antiguos oidores.

 

En cuanto a obras materiales, sociales y culturales, fueron varias las que emprendie­ron, entre ellas destacan vías de comunicación; la fundación de Puebla, libre de encomende­ros y en el camino hacia Veracruz; la funda­ción del colegio imperial de la Santa Cruz de Tlatelolco para descendientes de los señores indígenas; la visita de Quiroga a Michoacán para reparar los males y las perturbaciones que entre los indios dejó Nuño a su paso por aquel reino, y la fundación del hospital de Santa Fe para indios, obra también quiro­guiana, inspirada en los preceptos de la caridad cristiana, pero  especialmente en la utopía morista.

 

Indudablemente, lo más importante de esta labor fue establecer las bases para redu­cir las pretensiones señoriales de los conquis­tadores y allanar el  camino en favor del cen­tralismo regalista.

 

Con la gestión de la segunda Audiencia finalizó este primer período de la vida colo­nial de Nueva España. Algunas de las princi­pales instituciones que jugaron un papel deter­minante en la estructuración de la colonia son presentadas con más detalle en los pá­rrafos siguientes.

 

La empresa conquistadora y el establecimiento de la colonia.

 

La estructura económica con que se esta­bleció Nueva España es el resultado de dos corrientes que se manifiestan en la forma en que se realizaron las expediciones de descubrimiento y conquista, y las costumbres de un pueblo que acababa de salir de una pro­longada guerra de reconquista, en donde los privilegios se obtenían todavía de los méritos y servicios que debían ser premiados.

 

En el primer aspecto sale a flote el corte empresarial mercantilista con que se verificó toda la conquista. España no podía sufragar los gastos enormes que se necesitaban para costear dicha empresa y por eso los partici­pantes no fueron sujetos pagados por la coro­na, sino empresarios particulares que inver­tían según su persona y su posición, su per­sonal participación, sus armas y caballos y las cantidades que servían para los gastos, aparte de la aportación de la persona y sus bienes de uso. Por eso es importante reseñar sucintamente la naturaleza de esta empresa.

 

Las expediciones estaban abiertas a todo aquel que fuera cristiano viejo y residente, con domicilio comprobado, en España o en las colonias, y que quisiera participar en ellas; por eso se pregonaban públicamente. Una vez integrada la hueste, se nombraba al capi­tán de la empresa, el cual fungía como jefe militar de la expedición y como representante del rey por lo que en su nombre actuaba en lo político, en lo judicial y como repartidor mayor de los beneficios que se obtuvieran. Administrativamente ejercía funciones directivas; era por tanto más o menos un geren­te. Todos los participantes tenían derecho al reparto de las ganancias, según su in­versión, su persona y los méritos y servi­cios desempeñados en la expedición.

 

Los fines que se perseguían eran tanto públicos como privados. Dentro de los primeros estaba él aumento de los dominios de la corona de Castilla con la toma de posesión de la tierra en nombre del rey; religiosos con los que se cubría el compromiso de España para con la Santa Sede, que era la evangeli­zación de los naturales; económicos públicos, consistentes en la participación real sobre las ganancias, lo que implicaba el monto del 20 % de todo lo obtenido en cuanto a riqueza cir­culante, es decir, el llamado quinto real, y los militares, entre los que destacaba el aseguramiento de la tierra por medio de la conquista, si fuere necesario.

 

Dentro de los privados estaban fundamen­talmente los económicos, derivados directamente de las ganancias provenientes de la riqueza circulante y la posibilidad de obtener de la empresa otras prestaciones indirectas, una vez consumada la conquista, como la ob­tención de formas de riqueza  inmueble, tierras e indios de servicio, éstas de acuerdo no a la inversión del participante, sino a sus méritos en la campaña, premiados mediante la acción gratificadora de la corona y materia­lizados en las mercedes reales.

 

Los objetivos inmediatos que se perseguían fueron los de descubrimiento, rescate -comercio por trueque-, salteo de indios (esclavización de naturales que resistieran a los españoles) y poblamiento.

 

Estas empresas debían estar debidamente autorizadas por el rey o por la autoridad que le representara -gobernadores, adelantados, capitanes generales o ayuntamientos-, auto­rizaciones que siempre quedaban sujetas a la confirmación real.

 

La expedición conquistadora de Hernán Cortés quedó integrada bajo este molde. Se pregonó públicamente en las principales po­blaciones de Cuba. La autorizó el gobernador Diego Velázquez en nombre del rey y nombró como capitán de la expedición a Hernán Cor­tés, destacado colono que vivía en Santiago. Cortés la integró, entregó fianzas y prendas y recibió las instrucciones del gobernador. Posteriormente surgieron dificultades, por lo que Cortés se adelantó y partió rumbo a Yu­catán Las instrucciones públicas de Velázquez a Cortés establecían que había de poblarse, es decir, tomar posesión de la tierra y conquistaría para anexarla a la corona, pero al jefe de la expedición le dio instrucciones secretas para que solamente tomara posesión de la tierra y regresara con las ganancias. A Velázquez le interesaba obtenerlas de in­mediato, ya que era, junto con Cortés, uno de los principales socios capitalistas de la empresa. Durante el curso de ésta, Cortés tuvo que actuar de acuerdo con la presión de los intere­ses de los diversos participantes: por parte de los velazquistas cifrados en la obtención inmediata de ganancias y el regreso y por parte de los que se volverían cortesistas el cumplimiento de las estipulaciones del pregón público, es decir, el poblamiento y conquista. Esta corriente se vio fortalecida por la acción misma de Cortés y por el interés desperta­do en sus seguidores por la riqueza de la tie­rra, que hacía prometedora una acción más prolongada como la conquista.

 

­En Quiahuiztlan el problema se agudizó debido a los regalos que Moctezuma envió a la hueste con el objeto de interesarlo en el regreso. Allí Cortés, basado en el fraude que se hacía a terceros participantes ante la duplicidad de instrucciones, decidió quedarse, haciendo aparecer la demanda como una exi­gencia de los que estaban en favor del poblamiento. Se desconoció la autoridad de Velázquez, cuyas instrucciones secretas de re­gresar defraudaban los intereses de los que se habían alistado en la expedición con objeto de conquistar. Se decidió la fundación de la segunda Villa Rica de la Veracruz, con objeto de que del ayuntamiento elegido, saliera la autorización, que sin la de Velázquez faltaba a la expedición, y el nombramiento de Cortés como capitán y justicia mayor. Se enviaron procuradores a La Española y a España con objeto de obtener en aquélla la autorización de la real audiencia de Santo Domingo y en España la del rey.

 

Se cuidaron los procedimientos para evi­tar que los expedicionarios pudieran ser te­nidos como rebeldes o alzados contra la auto­ridad real; se dejaron a salvo los intereses de Velázquez y, sobre todo, los intereses económicos del rey, apartando el quinto de todo lo rescatado y obtenido.

 

Cortés llevó tan delicado asunto con una habilidad notable y el pleito con Velázquez, que no terminarla, fue remitido al real Consejo de Indias para que se fallara conforme a derecho. Este fallo resultó favorable a Cor­tés en 1524, a pesar de las influencias y vali­dos de Velázquez en la corte española; Cortés hizo notar su habilidad política, incluso en la península, a pesar de la lejanía. Al final se le ratificó como capitán general de la expedición, se le dio la razón en cuanto al cambio de ob­jeto de ella y se ordenó que se pagara a Velázquez lo que le correspondía, como socio y principal inversionista de la expedición. Esta cumplió con los objetivos públicos propuestos en el pregón y en mayor o menor medida con los intereses privados de los componentes. Mediante esta expedición quedó conquistada y anexada a la corona de Castilla toda la ex­tensión del imperio azteca, lográndose el primer enclave español importante en la antigua Mesoamérica, que servirla de base para futu­ras expediciones de expansión.

 

El Real Consejo de Indias y el Regio Patronato.

 

De entre las instituciones metropolitanas que más importancia y significación tuvieron en el control de las colonias de España en América, especialmente en el destino de los naturales, pueden citarse el Real Consejo de Indias y el Regio Patronato, que nacieron y se acrecentaron al cobijo de las nuevas nece­sidades políticas y administrativas agregadas a la corona, con motivo del descubrimiento y colonización de América.

 

A poco del descubrimiento, durante la primitiva colonización insular, fue encargado de los asuntos ordinarios de las Indias, el obispo de Burgos, Juan Rodríguez de Fonse­ca, quien fue después auxiliado en esos me­nesteres por el secretario del rey Fernando. Por su parte los asuntos de mayor nivel, en­tre ellos los judiciales, los de competencia y jurisdicción, la creación de nuevas institu­ciones y otros de esa misma índole, fueron atendidos por el Real Consejo de Castilla. Pronto se fue perfilando dentro de ese cuerpo una sección encargada de los asuntos de las Indias, que en 1519 llegó a denominarse Consejo de Indias. Esa sección pasó a ser en 1524 un organismo aparte, con el nombre de "Consejo Real y Supremo de Indias".

 

Originalmente estuvo compuesto de cua­tro miembros; con el tiempo creció el número en la medida en que crecieron los problemas y la extensión de las colonias, de cuyo gobierno se encargó el consejo en dependencia directa del rey. Sus funciones fueron adminis­trativas, legislativas y judiciales. En el primer aspecto atendía gran cantidad de asuntos, como los relativos a Real Hacienda, nombra­mientos de altos funcionarios, confirmación de todos los de menor jerarquía, los de descu­brimientos y conquista, instituciones de rela­ción entre los colonos y los naturales, colo­nización, navegación y comercio a través de la Casa de Contratación de Sevilla y los con­sulados y, en general, lo relativo a la admi­nistración de todas las instituciones. En su función legislativa expedía ordenanzas, provi­siones y las cédulas reales; más tarde se encargó de las recopilaciones y, naturalmente, intervino en la redacción de las Leyes de In­dias. En lo judicial fue tribunal supremo en el que se ventilaban asuntos públicos y privados en última instancia, y conocía sobre visitas generales, juicios de residencia, competencias jurisdiccionales entre instituciones, fun­cionarios y territorios, etc. En materia judi­cial fue el Consejo el tribunal al que podían acudir los indios por derecho para ser oídos y ser resueltos sus asuntos, en postrera ins­tancia.

 

Los miembros de este Consejo eran nom­brados por el rey, que los seleccionaba de entre los que habían adquirido experiencia en los asuntos americanos desde los puestos directivos de las colonias. Tenía tres clases de ministros: los de cámara, los togados y los de capa y espada, que se ocupaban de la administración, la justicia y legislación, y el gobierno, respectivamente. El Consejo estuvo dirigido por un presidente, que nombraba el rey de entre los más destacados políticos peninsulares.

 

El Real o Regio Patronato Indiano fue la institución mediante la cual los reyes de Es­paña intervinieron en los asuntos eclesiásticos de las colonias americanas. Esto fue posible debido a un antecedente, que fue el privilegio pontificio, otorgado a los Reyes Católicos en 1482, para que todos los beneficios eclesiásticos fueran proveídos para per­sonas que presentaran los reyes. Tres bulas reforzaban este privilegio: la Inter caetera del 4 de mayo de 1493, de Alejandro VI, que concedía a los reyes de España la facultad de enviar misioneros a las tierras recién descu­biertas. La Eximiae devotionis del 16 de no­viembre de 1501, del mismo Alejandro, concediéndoles el derecho de percibir los diezmos, para que, a cambio, se hicieran cargo de los gastos que originara la Iglesia en América. Y la Universalis Eclesiae dada por Julio II, el 28 de julio de 1508, que autorizaba la presentación -en la práctica fue el nombramiento, sujeto a confirmación- de todos los candidatos a los cargos eclesiásticos y el pri­vilegio exclusivo para la erección de todas las instalaciones de la Iglesia.

 

Aparte de todas estas facultades, cedidas por el pontífice, la corona se arrogó la fa­cultad de revisión de las sentencias eclesiásti­cas y exigió el pase regio a todos los docu­mentos.

 

La tarea de atender a la provisión de lo necesario para la conversión de los indios fue reforzada después, cuando Adriano VI otorgó a Carlos V la bula Exponi nobis fecisti en 1524, por la cual el Papa daba a los frai­les del clero regular su autorización apostó­lica para administrar sacramentos.

 

El Real  Patronato administró y controló todas las funciones delegadas en la corona in­terviniendo en todos los asuntos eclesiásticos de España y América, excepto en los de fe y disciplina general. Su labor principal en América consistió en dar eficacia a la evangelización, que fue el principal compromiso de España con la Santa Sede, a cambio de la. do­nación papal de 1493. Fue, por tanto, otro de los organismos metropolitanos que regularon la relación con los indios sujetos. En general, fue el dispositivo de la relación Iglesia-Es­tado, con el que España gobernó las colo­nias españolas en América.

 

Bibliografía.

 

Céspedes del Castillo, G. La sociedad colonial americana en los siglos XVI y XVII en Historia social y económica de España y América, dirigida por J. Vicens Vives. Barcelona, 1961.

 

Cortés, H. Cartas y Documentos. México, 1963.

 

Díaz del Castillo, B. Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, México, 1944. Historia documental de México, México, 1964.

 

Miranda, J. Las ideas y las instituciones políticas mexicanas, México, 1952.

 

Orozco y Berra, M. Historia de la dominación española en México, México, 1938.

 

Zavala, S. La conquista española en América, México, 1972. Las instituciones jurídicas en la conquista de América, México, 1935.

 

50.            El reparto de la riqueza.

Por: Carlos Martínez Marín.

 

El repartimiento de la riqueza móvil.

 

Durante la expedición conquistadora y al término de ella con la sujeción de los azte­cas, se produjo el reparto de la riqueza de los pueblos prehispánicos de México. Ya desde el período del conflicto se fue haciendo el reparto de la riqueza móvil (mueble), que esta­ba compuesta principalmente de los metales preciosos, en especial el oro, y de los in­dios.

 

Los metales llegaban a los conquistadores como producto de rescate (trueque) o por medio del botín de guerra, es decir, producto de saqueo; los indios, por vía de la esclavitud al intentar resistirse al dominio español.

 

El reparto de la riqueza se hacia de acuerdo con un molde general y a la manera en que se integraba la expedición; era directo y toca­ba a cada cual según su persona, su inversión y sus méritos. Se juntaba todo lo obtenido por rescate o saqueo y quedaba bajo control y vigilancia de los oficiales reales encargados de la contabilidad. Al hacerse el reparto, se separaba primero el 20 %, que era lo que im­portaba el quinto real, que se reservaba a la corona por la autorización dada a la expedi­ción y por el dominio preeminente de las tie­rras y productos, y el 80 % restante se repar­tía entre los expedicionarios con derechos por ser socios participantes.

 

El reparto de los esclavos cobraba moda­lidad distinta al ser indirecto. El dominio de los esclavos correspondía totalmente al rey; por tanto, a los conquistadores sólo se les reservaba el derecho de compra sobre los indios rebeldes capturados en guerra. El conquistador podía hacer uso del derecho y adquirir las almonedas al sujeto que señalara, una vez pagado a la corona el quinto del precio, que era como un impuesto de compraventa o al­cabala.

 

Hecho de esta manera, el reparto de la riqueza mueble corresponde al modo capita­lista, con que se integraba la expedición, que era empresista y que, en general, satisfacía el interés particular de cada conquista­dor. Estos intereses fenecieron en tiempos del gobierno del primer virrey Antonio de Men­doza.

 

En la conquista de Tenochtitlan, el repar­to de esta riqueza produjo a menudo proble­mas por la insatisfacción  de los integrantes, pues el jefe de la expedición, Hernán Cortés, que era el repartidor mayor, no siempre procedía de acuerdo con los moldes generales y las expediciones que hacía siempre tuvieron por objeto satisfacer sus particulares intereses en primer término y en segundo los de sus amigos y allegados. Además, también por las vicisitudes de la campaña militar, se produjeron con frecuencia pérdidas de la riqueza.

 

En el reparto que hizo Cortés, lo que más agravió a los conquistadores fue el quinto que para sí apartó, alegando que era socio capi­talista mayoritario además de participante. La ganancia sufrió merma también, debido a la pérdida de buena parte del tesoro de Axa­yácatl, que, llevado sobre andas en la huida de la Noche Triste, se perdió en el fondo de la laguna.

 

Respecto a los esclavos, los conquistadores prefirieron durante el conflicto bélico ha­cer esclavos a mujeres y niños, por que los po­dían controlar mejor y eran más efectivos para los servicios personales que imponía la campaña. De acuerdo con la forma de reparto de los esclavos, las mujeres y los niños captu­rados eran puestos en almonedas para que allí, en presencia del repartidor y de los oficiales reales, los aprehensores señalaran sus piezas para comprarlas, según el derecho de compra que en ese género les correspondía. Los conquistadores se quejaron de que, en las almonedas que se hicieron en Tepeaca y Tetzcoco, Cortés les cambiara las mujeres jóvenes, que entraban en ellas, por otras vie­jas y ruines; en efecto, aquéllas desaparecían de la noche a la mañana y es que él se las ha­bía quedado. Reclamado por los interesados, prometió remedio en lo futuro, lo cual al parecer no cumplió.

 

El reparto de la riqueza inmóvil.

 

De entre lo que constituía la riqueza móvil, el oro empezó a agotarse pronto, casi a raíz de la sujeción de los mexicas; eso deter­minaría la continuación de las expediciones para hacer nuevos esclavos, lo cual no fue gran negocio durante la campaña, pues entonces, como quedó dicho, los conquistadores sólo hacían esclavos a mujeres y niños. Fue nece­sario que se hiciera el reparto de la riqueza in­móvil, consistente en indios de servicio y tri­butos, mediante el sistema de encomienda, y en tierras. El  reparto de la riqueza inmóvil cala por entero dentro del molde de la socie­dad feudal, correspondiente a la estructura señorial.

 

Este reparto se hizo con una serie de limi­taciones que impuso la corona para evitar el predominio señorial de los conquistadores y en obsequio del absolutismo, que entonces iba en ascenso.

 

Al encontrarse la corona con una economía premonetaria, como la mesoamericana, y al sobrevenir el agotamiento de la riqueza móvil, quedó obligada al repartimiento de la riqueza inmóvil; aceptó el reparto de concesiones de tipo feudal, estableciéndose en Nueva España una estructura de corte semiseñorial. No ha­bía más remedio, ya que era necesario conver­tir al conquistador en colono e interesarlo en el cuidado de la tierra y en el aseguramiento de su real anexión a la metrópoli. Así, al principio se estableció una economía cerrada, local, que sirvió de base para él ulterior desa­rrollo capitalista; mediante esta estructura se crearon empresas de aportación de los productos de la riqueza inmueble. Cuando el reparto de la riqueza inmóvil se realizó, se estabilizó la colonia y el sistema de repartimiento se convirtió en el núcleo y la estructu­ra básica de la economía y de la sociedad de los primeros tiempos novohispanos. Una vez que el sistema cumplió su misión histórica y la corona atisbó nuevas posibilidades, ésta rescató poco a poco las concesiones señoria­les, ampliando al máximo el absolutismo, aunque quedarían sobrevivientes resabios feudales en la colonia.

 

Cabe advertir que si por el reparto de la riqueza móvil hubo quejas y los conquista­dores frecuentemente se sintieron defrauda­dos, respecto al reparto de los pueblos de indios también las hubo e incluso en ello Cor­tés se fue de la mano protegiendo a amigos, validos y criados y, muy especialmente, a pai­sanos suyos, que no eran conquistadores y que, una vez terminada la guerra, mandó traer de Medellín, colmándoles de reparti­mientos, con lo que los conquistadores sen­tían disminuidos sus derechos.

 

El sistema de reparto.

 

La riqueza estable consistía en bienes diversos: pueblos y señoríos, tierras, pensiones y sueldos. Para otorgarlos y gozarlos se crea­ron las instituciones jurídicas apropiadas, que fueron la encomienda, el servicio personal, los tributos y la merced de tierras; todas sirvieron para la organización de la colonia y para la explotación estable y definitiva.

 

El sistema del reparto acogió a todos los españoles de origen, peninsulares o america­nos, pero concediendo privilegios especiales a los conquistadores.

 

El procedimiento se basaba en la merced, o sea, el acto real con el que la corona, en general, gratificaba el servicio o mérito del súbdito, debido al título legal que a éste correspondía y que lo ponía en condición de ser beneficiario; el título era el de "Benemérito de las Indias", siendo diverso según la calidad jerárquica del individuo y el amplio margen en el libre arbitrio del repartidor. El reparto no era un bien en sí, sino un usufructo que or­ganizaba la colonia, dando oportunidad del goce a todos los vasallos con intereses en la misma.

 

Así, desprendidas del sistema de reparto, las instituciones novohispanas se establecen y tipifican con los elementos modernos deri­vados de la empresa conquistadora de carác­ter mercantil, que daba la correspondiente participación según los intereses privados de los conquistadores y que por necesidades políticas y administrativas desembocaría des­pués en estructuras procedentes de las antiguas instituciones señoriales del medioevo castellano, que todavía persistían y que se reforzarían en América.

 

El repartimiento fue, por tanto, la clave en la administración novohispana, durante los primeros tiempos y en la consolidación de la colonia.

 

La doctrina del repartimiento de la riqueza estable la enunciaría después Juan Solór­zano Pereyra en su Política Indiana (tomo 1, folio 91) de esta manera:

 

“Aun cuando los vasallos hicieron jorna­das a su costa, y por sola su autoridad, dis­pone también el Derecho que las provincias, tierras, pueblos y raíces que ganaren y ocupa­ren, queden en el dominio real, y ellos sólo gocen de los bienes muebles y semovientes, y aún de éstos suele gozar el fisco cuando se adquieren después de pasada la guerra; y eso, y todo lo que en ella se gana se ha detraer ante el mismo príncipe o capitán general del ejército, que le representa, para que se reparta entre los soldados conforme a sus puestos y merecimientos, quedándose para él en reconocimiento del supremo dominio la quinta parte de las presas”.

 

De acuerdo con la concepción anteriormente expuesta, el repartimiento se  aplicó de la siguiente manera:

 

El oro para los conquistadores, descon­tándose el quinto real. Los esclavos, su com­pra para los conquistadores y el precio de almoneda para el rey. La tierra y servicios para el rey, que podía meroedarlos o gozarlos y de lo mercedado obtener el quinto real.

 

El repartimiento de los servicios y tributos también quedó consignado en la legisla­ción indiana. En la Recopilación de Indias de 1680 se asienta el mandato respectivo, que a su vez recoge la ley que había dictado el rey Fernando V, en el año 1509, en relación a esta materia, que dice:

 

"Luego que se haya hecho la pacificación y sean los naturales reducidos a nuestra obediencia, el adelantado, gobernador o paci­ficador reparta los indios entre los pobladores"... "Para que los tengan y gocen de sus tributos".

 

Los beneficiarios del repartimiento.

 

Los interesados en el reparto fueron individuos o instituciones con diferentes propósitos y distintos intereses, personales y políticos.

 

En primer lugar figuran los intereses de los conquistadores, los cuales siempre fueron conscientes de la importancia de su partici­pación en la conquista y de que ésta se había hecho a su costa y no a la del rey. La opinión de Bernal Díaz del Castillo acerca del repar­to era la de los soldados participantes en la conquista, los cuales estaban convencidos de que a su hacienda, sus servicios y sus armas se debió aquélla; es casi seguro que su opinión reflejara, si no la de todos los conquistadores, por lo menos la de buena parte de ellos; él señala lo que a su juicio debió de haber hecho Hernán Cortés, como repartidor de Nueva España; dice así: “...y ponga­mos aquí otra manera que fuera harto buena y justa para repartir todos los pueblos de la Nueva España, según dicen muy doctos conquistadores que la ganamos, de pruden­te y maduro juicio, que lo había de hacer en esto: hacer cinco parte de la Nueva Es­paña, y la quinta parte de las mejores ciu­dades y de cabeceras de todo lo poblado darla a Su Majestad, de su real quinto, y otra dejarla para repartir para que fuese la renta de ellas para iglesias, hospitales y monasterios, y para que si Su Majestad quisiese hacer algunas mercedes a caballeros que le hayan servido, de allí pudiera haber para todos; y las tres partes que quedaban repartirlas en la persona de Cortés y en todos nosotros, los verdaderos conquistadores, según y de la calidad que sentía que era cada uno, y darles perpetuos, porque en aquella sazón Su Majes­tad lo tuviera por bien, porque como no había gastado cosa ninguna en estas conquistas, ni sabia ni tenía noticia de estas tierras, estando como estaba en aquella sazón en Flandes, y viendo una buena parte de las del Nuevo Mundo que le entregábamos como muy leales vasallos, lo tuviera por bien y nos hiciera merced de ellas, y con ello quedáramos”.

 

La opinión de que los pueblos de tres quintas partes de la tierra debían darse a los conquistadores y las opiniones de Gonzalo de Sandoval, Alonso de Grado y Jorge de Alva­rado, sobre el reparto de los indios en enco­miendas, la cual según ellos debería hacerse a perpetuidad, revelan la posición de los antiguos conquistadores. Reservar para ellos lo principal de las rentas de los pueblos, dejando sólo dos quintas partes para satisfacer el quinto del rey y las rentas necesarias para el sostenimiento de la Iglesia y para mercedes reales a nuevos pobladores no conquistadores, es la demanda correspondiente a la valo­ración que habían hecho de sus méritos en la conquista. Quedaban satisfechos sólo con tres quintas partes de los pueblos de indios asig­nados a perpetuidad al capitán y a ellos. Por lo demás a los conquistadores se les debían dar las atribuciones en justicia. Con todo, se advierte claramente en la mentalidad de los conquistadores, en relación con sus intereses, un exclusivismo y un predominio feudal den­tro de la estructura de la sociedad señorial, organizada jerárquicamente en estamentos: el rey, los religiosos, los señores y sus vasallos.

 

Contrariamente a las demandas casi exclusivistas de los conquistadores, la corona­ incluyó también como beneficiarios del repar­to a los simples pobladores, que  no habían participado en la conquista, reconociéndoles otros méritos o cualidades: por los servicios prestados en otras ocupaciones, o simplemen­te por ser pobladores, vecinos con familia, casa y armas y por haber pagado su traslado desde la Península.

 

En este sentido, la corona prefirió esta­blecer un sistema amplio, en el cual cupieran los dos grupos laicos, dando al principio preferencia a los  conquistadores y luego a los pobladores. Se estableció como principio general, para contrarrestar la prepotencia del grupo conquistador, el derecho de todos al repartimiento de la riqueza inmóvil; de esta manera, quedó enumerada la prelación de los individuos, que tenían derecho al reparto, de acuerdo con su categoría: conquistadores, pacificadores, pobladores, vecinos, moradores, estantes y habitantes; todos ellos podían gozar de encomiendas con servicios personales de los indios y de tributos de sus comunidades, de tierras, solares, minas, aguas, bosques, sueldos y oficios, además de la par­ticipación concejil en los ayuntamientos.

 

La participación y el criterio de los reli­giosos respecto del repartimiento tampoco se limitó a la proposición de los conquistadores, limitando a los productos de una quinta parte de los poblados de Nueva España las rentas destinadas al sostenimiento del ministerio, sino que se amplió. Esto suscito la codicia económica de frailes y funcionarios eclesiásticos, que también gozaron de encomiendas y de tributos, aparte de que más tarde participa­rían también en el acaparamiento de la tierra. Por lo que se refiere a las órdenes, no se pudo llevar a cabo el ideal que sustentaron, y por el que tanto lucharon, consistente en mante­ner a los pueblos dependientes directamente del rey, bajo la vigilancia de religiosos, y sin que se avecindara en ellos ningún español laico. Los derechos que se reconocieron a los religiosos despertaron siempre los celos  y el encono de los encomenderos y funcionarios.

 

La misma corona, en el asunto del repartimiento de la riqueza estable, no sólo jugó papel de juez, otorgando o confirmando los repartimientos, sino que también  actuó como parte, incorporando poco a poco los pueblos a su control. Aunque tenía el dominio de la tierra, y a los indígenas los declaró sus vasallos, sólo se reservó el dominio directo de la quinta parte de las comunidades, que también quedaron sujetas al pago de tributo y a los servicios personales, lo que la convirtió en parte del sistema semiseñorial, pues era uno de los demandantes de los beneficios que obligaban a los pueblos de indios. Así, gran parte de éstos quedaron como tributarios directos de la corona; fueron los llamados pueblos rea­lengos.

 

La corona, como juez en repartimiento, libro una larga batalla con los interesados, desde su oposición al primitivo repartimiento que hizo el capitán de la hueste. Oposición que se apartaba de la base original que era el interés de cada individuo participante en la empresa, procurando trasladar la facultad del repartimiento a la corona. Los primeros repartimientos en Nueva España fueron hechos por Cortés, a pesar de la corriente de opinión  imperante y de la prohibición que Carlos I había dictado al respecto. Sin embargo, la corona tuvo que aceptar todos los repartos que hizo el capitán, justificados de la siguiente manera:  “Vistos los muchos y continuos gastos de vuestra majestad y que antes debíamos por todas vías acrecentar sus rentas, que dar causa a las gastar, y visto tam­bién el mucho tiempo que hemos andado en las guerras, y las necesidades y deudas en que a causa dellas todos estábamos puestos, y la dilación que había en lo que en aqueste caso majestad podía mandar y, sobre todo, la mu­cha importunación de los oficiales de vuestra majestad y de todos los  españoles, y que de ninguna manera me podía excusar, fueme casi forzado depositar los señores y naturales de estas partes a los españoles, considerando las personas y los servicios que en estas partes a vuestra majestad han hecho".

 

Los repartimientos de Cortés fueron confirmados por la corte, después continuaría el sistema, aceptando la corona demandas y presiones hasta que por fin el mecanismo se conformó en la época de Felipe II, cuando se dejó la facultad a la potestad real en forma exclusiva, estableciéndose prioridades para los conquistadores, luego para su descenden­cia, y, en tercer lugar, para los colonizadores, de acuerdo con el arbitrio de las autoridades.

 

La esclavitud de los indios.

 

La esclavitud era una institución que existía en Mesoamérica a la llegada de los españoles; pero no era generalizada, por lo que no fue significativa en las relaciones de producción. La causa principal por la que se podía hacer esclavos era la guerra, aunque también se podía caer en ese status social por insolvencia económica; sin embargo, existían medios institucionales para su redención.

 

La institución introducida por los españoles presentaba variantes respecto de la que encontraron entre los indios. En aquélla, las principales causas que se aducían para justi­ficarla era en primer término la infidelidad, en segundo lugar la resistencia a los españoles y en tercero el derecho que alegaba la corona sobre las nuevas tierras, debido a la donación pontificia y el correspondiente compromiso de la corona española de convertir a los indios a la verdadera fe.

 

Los indígenas que se negaban a prestar obediencia o que después de prestada se re­belaban, eran esclavizados al ser vencidos. Como se consideraban propiedad del rey, junto con las tierras y los recursos, sus oficia­les reales podían venderlos a los conquistadores para que los tuvieran cerca de ellos, como pago a los gastos y daños que habían causa­do, podían ponerlos a trabajar en sus granjerías. El esclavo no podía lograr la redención por sí mismo.

 

Al principio de la colonización america­na, los españoles hicieron prisioneros a los indios y los esclavizaron sin mayores problemas; incluso, cuando la población indígena empezó a disminuir en las Antillas y, por tanto, a mermar la mano de obra, organizaban expediciones de salteo a las islas menores, prin­cipalmente a las Lucayas, para aprisionar indios y llevarlos a La Española para ven­derlos y que trabajaran en las nacientes empresas.

 

Desde el año 1511, los españoles empeza­ron a tener problemas con la esclavización, cuando se puso en entredicho la justicia que asistía a España al hacer la guerra a los in­dios, conquistarlos y esclavizarlos. Muchas fueron las discusiones y los intentos de solu­cionar el problema y aclarar los títulos que justificaban la forma de actuar de los españoles en las colonias. Una junta que se reunió  en Valladolid, convocada por el rey Fernando el Católico, redactó un documento para justifi­car el derecho a la conquista; éste fue el lla­mado Requerimiento, que se daba a conocer a los naturales al entrar en contacto con ellos. En el texto se exhortaba a los indios a someterse a la autoridad española y a la verdadera fe; este derecho se basaba en la donación que el Pontífice había hecho a los reyes de España y Portugal de las nuevas tierras descubiertas, donación que estaba contenida en las Bulas Alejandrinas.

 

De la misma junta de Valladolid salieron varias proposiciones, entre las que destaca­ba el reconocimiento de la libertad de los indios y el derecho que tenían a que se les tratara humanitariamente; de todas formas concluía que deberían ser sometidos por los españoles para que éstos, mediante coerción, procuraran su conversión. El argumento principal resultaba ser el religioso y se justi­ficaba por estar basado en las leyes divinas y humanas. De estas conclusiones surgieron las leyes de Burgos, que fueron los primeros ordenamientos destinados a regular las rela­ciones de los españoles con los indios sujetos. En ellas se permitía la introducción de la en­comienda en América.

 

Respecto a la esclavitud, el problema se resolvió con el parecer que emitió el teólogo de la Universidad de Salamanca, Matías de Paz. Sostenía ante todo la jurisdicción tempo­ral del Papa, de donde se derivaba, por la donación al rey de España, el dominio de éste sobre las nuevas tierras y sobre sus naturales, aun cuando éstos fueran paganos. Esto confería al rey la facultad de poder esclavizar a los indios como infieles que eran, según el concepto que privaba en el mundo cristiano; sin embargo, en el pensamiento de Paz se establecía una diferencia respecto a este con­cepto aristotélico, pues, según éste, los infieles podían ser esclavizados por combatir a Dios y a la religión, pero Paz opinaba que a los indios americanos no se les podía considerar como a los infieles sarracenos, que eran in­fieles de por sí, en primer grado, quienes, a pesar de conocer al verdadero Dios, lo combatían; los indios deberían ser considerados como infieles de segundo grado al no haber tenido la oportunidad de conocer a Dios. Esta diferencia expresada por el teólogo salmantino estaba de acuerdo con el concepto tomista relativo al tema.

 

El Requerimiento resolvía esta dificultad; por él se requería a los indios para que aceptaran la religión que España les ofrecía a través de los conquistadores. Si la acepta­ban quedarían bajo la custodia. de los españoles cristianos para su conversión, situación que adoptaría la forma de encomienda. Si la rechazaban o si, después de haberla aceptado, se rebelaban, se les podía hacer la guerra, la cual por sus implicaciones religiosas se consideraba justa, y esclavizarlos indiscutiblemente. Esta fue la base ideológica que se esgrimió para justificar la esclavitud en la América española; las formas y métodos para hacer esclavos y tratarlos fueron asunto de la práctica y de las leyes vigentes.

 

En realidad, el Requerimiento fue el ins­trumento para que los españoles quedaran tranquilos de conciencia y justificaran ante la opinión pública la guerra de conquista. En la práctica su efecto fue nulo respecto a buena parte de los indígenas, ya que no lo compren­dían y, como luchaban por su libertad, eran fácilmente esclavizados.

 

Tres fueron las formas mediante las cua­les los españoles hicieron esclavos, después de cumplir con la obligación de requerir a los indios: la aprehensión en “guerra justa”; el salteo, operación para la captura de indios me­diante expediciones que frecuentemente eran organizadas con ese exclusivo objeto, y el res­caté o compra de los esclavos a los naturales que los tenían. El salteo fue una forma que se generalizó cuando la población indígena de las Antillas empezó a disminuir y consecuentemente la mano de obra empleada en las em­presas de los conquistadores.

 

Durante la campaña de conquista de México, los españoles esclavizaron preferente­mente a mujeres y niños, porque en esas circunstancias sólo había interés en los que servían para satisfacer las necesidades personales de los conquistadores, para ello precisa­mente se hicieron las almonedas de Tepeaca y Tetzcoco, aunque desde la derrota que los aztecas infligieron a los españoles en la llamada Noche Triste se dictó un auto en el cual se establecía que los tenochcas y sus aliados fueran esclavizados por haberse rebelado, no obstante haber prestado obediencia al rey.

 

Aunque sigue siendo muy discutible la afirmación de Cortés de que Moctezuma había reconocido al monarca español después de haberlo requerido, los españoles tomaron como rebelión de los aztecas la reacción de Tenochtitlan contra la matanza del Templo Mayor ordenada por Alvarado. Por  el asedio a los españoles en el palacio de Axayácatl y a lo largo de la calzada de Tlacopan, durante la Noche Triste, en donde los aztecas mataron a 860 españoles, fueron considerados rebeldes, matadores de españoles y salteadores de ca­minos, de ahí surgió el auto considerándolos esclavizables no sólo a ellos, sino también a los grupos que prestaron ayuda a los aztecas, los cuales no habían jurado la obediencia. La medida se pudo cumplir plenamente hasta la derrota del imperio  azteca.

 

La esclavitud introducida por los espa­ñoles era de orden penal, debido a que la insumisión o la rebelión se consideraban lesivas a la autoridad y soberanía real, por ser el rey señor de los naturales, y requería, por tanto, el castigo correspondiente que sirviera de reparación de la ofensa y de pago por los perjuicios ocasionados y por los gastos he­chos en la reducción de los insumisos; así, el rey tenía derecho a esclavizarlos y darlos a los conquistadores para que vivieran en poli­cía y  buen gobierno y se les evangelizara. Los cedía en venta para que el precio resarciera la erogación causada por la insumisión, precio que los esclavos tenían que pagar con su trabajo de por vida. Al quedar constituidos los esclavos en piezas de venta, éstos pasaron a formar parte de la riqueza móvil, repartible entre los conquistadores, con la salvedad de que no recibían directamente las piezas aprehendidas por ellos, sino que sólo se les otorgaba el derecho de compra. En las almonedas de esclavos, los conquistadores podían señalar a los que habían cautivado.

 

A los esclavos se les marcaba en la cara con un hierro candente la letra G, que signi­ficaba guerra, una marca que era indicativa de la causa que originaba su esclavitud. Los in­dígenas se horrorizaban con ese acto y el cronista dominico fray Diego Durán refiere que él llegó a conocer en las postrimerías del si­glo XVI a algunos ancianos que habían sido esclavos y que tenían la cara horriblemente plegada por la marca.

 

La institución de la esclavitud fue bastante inestable y de corta duración en Nueva España; aunque duró hasta el fin de la época colonial, desde hacía tiempo había mermado. En los primeros tiempos de la colonia fue bastante generalizada, pero al surgir otras instituciones más eficaces para la explotación del trabajo indígena disminuyó considera­blemente, debido también a la disminución de los indios; antes de la mitad del siglo XVI era prohibida por las Leyes Nuevas. Ya antes se habían dado casos en los que claramente se mostraba la preferencia de los españoles por los indios encomendados para el trabajo de sus empresas, hasta el punto de que los colonos de Coatzacoalcos llegaran a esconder y des­truir los hierros para marcar a los esclavos.

 

La esclavitud de los indios fue ampliamente practicada en Nueva España en los primeros tiempos cuando prevalecía el estado de guerra y se hacían importantes campañas de conquista, en muchos casos en forma abusiva como en el caso de Cortés en Tenoch­titlan y los de Nuño de Guzmán en Pánuco y Nueva Galicia. Este último fue el que más se significó en esclavizar indios, aun hasta entre los pacíficos; éstos proporcionaron mano de obra a las empresas de los conquistadores, principalmente en las minas, en los ingenios y en los servicios domésticos, en donde fueron excesivamente explotados y peor alimen­tados, por lo que los servicios que proporcionaron fueron deficientes.

 

Cuando las leyes prohibieron esclavizar a los indios que no hicieran la guerra permanente al poder español, los colonos españoles sustituyeron su mano de obra por los servicios personales de los indios de en­comienda, y para la minería en un principio y para las plantaciones después, por los escla­vos negros que llegaron a través de las Antillas.

 

Bibliografía.

 

Céspedes del Castillo, G. La sociedad colonial americana en los siglos XV y XVI en Historia social y económica de España y América, Barcelona, 1981.

 

Miranda, J. Las ideas y las instituciones políticas mexicanas, México, 1952.

 

Semo, E. Historia del capitalismo en México. Los orígenes. 1521-1773, México, 1973.

 

Zavala, S. La conquista española en América, México, 1972.  Las instituciones jurídicas en la conquista de América, México, 1935. Los intereses particulares en la conquista de la  Nueva España, México, 1964.

 

 
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