Historias, Leyendas y Cuentos de México

Capítulos 121 a 130

121.            La administración de Calles y la muerte de Obregón.

 

Plutarco Elías Calles fue el miembro del grupo Sonora que más se distinguió por su aprovechamiento en materia político-admi­nistrativa. Carecía de la figura carismática de Obregón, no obstante su distinguido as­pecto y su personalidad indiscutible. No fue de los mejores tácticos en la fase armada de la Revolución, sobre todo si se le compara con generales mucho más dotados en este sentido, como Diéguez, Murguía, Ángeles o el propio manco de Celaya, pero sus dotes políticas hicieron que en este terreno superara a los demás políticos del momento. Ca­rranza llegó a afirmar que, muerto él, Calles sería quien salvaría a la Revolución.

 

Su trayectoria anterior a su llegada a la presidencia de la República, el 1 de diciembre de 1924, incluía el gobierno de su estado natal, Sonora, el desempeño de la cartera de Industria y Comercio durante el gobierno constitucional de Carranza, la organización del movimiento de Agua Prieta, la cartera de Guerra y Marina durante el interinato de Adolfo de la Huerta, para concluir al frente de la Secretaría de Gobernación en los años del cuatrienio obregonista.

 

Llegó al poder siendo fuertemente apoyado por la Confederación Regional de Obreros Mexicanos (C.R.O.M.), que encabezaba Luis N. Morones. En el momento de la suce­sión, en 1923, el Partido Laborista -órgano político obrero- dio su apoyo a Calles, mien­tras que los cooperatistas de Prieto Laurens, el grupo más fuerte en el momento, se incli­naba por Adolfo de la Huerta. Desaparecido el cooperatismo con el fracaso de la rebelión delahuertista y eliminados muchos generales, Calles llegaba al poder dentro de un plano hegemónico que sólo excluía a los diferentes grupos católicos, ya que la oposición insti­tucionalizada, que le presentó el honrado y conservador general Angel Flores, fue prácti­camente insignificante. Obregón, por su parte, anunció su retiro para retornar a Sono­ra, en donde se dedicaría a la agricultura. En realidad, Obregón no se retiraba, sino que se alejaba de la escena política para no ensombrecer con su popularidad a su colega y paisano. Calles, pues, tenía el poder y sabía cómo conservarlo.

 

El nuevo gobierno.

 

La composición del gabinete callista nos remite en un principio a la presencia de elementos obregonistas, como Aarón Sáenz y Alberto J. Pani; de un militar de prestigio, Joaquín Amaro; de un cacique radical, Adal­berto Tejeda; de otros miembros del grupo Sonora, Luis L. León y Gilberto Valenzue­la, aparte del secretario particular Fernando Torreblanca, quien sirvió en el mismo puesto a Obregón y se hizo yerno de Calles. Tam­bién figuraban elementos de prestigio intelectual, como el doctor José Manuel Puig Casauranc y, en el otro extremo y al frente de Industria y Comercio, el líder sindical Luis N. Morones. Las Cámaras eran, por lo general, de los partidos Laborista y Nacional Agrario. Los miembros y dirigentes del último permanecieron más fieles al obregonismo, tanto durante los años 1924 - 1928, como a raíz del asesinato de Obregón, especialmente Aurelio Manrique y Antonio Díaz  Soto y Gama. También pertenecieron a la alta admi­nistración pública personajes como Ramón Ross, uno de los participantes en las confe­rencias de Bucareli, al frente del Distrito Federal, quien después fue sustituido por el general Francisco R. Serrano. En los estados de la República, la sustitución de los goberna­dores huertistas le garantizó el poder a Calles, máxime cuanto que él intervino en ello directamente, como ex secretario de Gobernación.

 

Hacia la consolidación del nuevo estado.

 

La Constitución de 1917 estableció las bases para que en México se erigiera un es­tado fuerte, centralizador, con plenitud de injerencia legal en las cuestiones económi­cas, de propiedad, de trabajo, de educación e incluso de Iglesia. El gobierno de Carranza no llevó a cabo suficientes medidas para poner en práctica las nuevas instituciones y muchos artículos clave de la Constitución permanecieron sin reglamentación. Obregón fue más allá en el terreno práctico y legal, pero todavía dejó sin terminar la consolida­ción del estado mexicano. Calles, en cam­bio, desde el principio dio muestras de que en ello consistiría su gestión ejecutiva. No logró hacerlo en los primeros años de su go­bierno, ni siquiera durante todo el cuatrienio, pero estableció bases firmes para que se rea­lizara la institucionalización. Esto lo mani­festó al concluir su mandato y lo ejecutó, siendo el hombre o el jefe máximo de la Revolución, de 1928 a 1935.

 

Calles fue drástico y gastó demasiada energía en contener a la oposición católica, que desde 1917 se había manifestado hostil hacia la nueva institucianalización. El conflicto suscitado a partir del Cristo de El Cubi­lete hacía necesario que el estado tomara las suficientes precauciones ante los católicos, cada día más activos en su lucha. Para con­trarrestarías, Calles tuvo la idea de apoyar, a través de la C.R.O.M., al padre Pérez, a quien se le convirtió en patriarca de la Iglesia ca­tólica cismática mexicana. El nacionalismo religioso no fue suficiente para seguir esta aventura y la Iglesia permaneció fiel a Roma. El hecho en sí, de escasa trascendencia, pone de manifiesto hasta dónde se quería llegar para que el estado tuviese un dominio total sobre una entidad que le era ajena y hostil.

 

Aunque la rebelión cristera no llegó a poner en peligro al gobierno de Calles ni al estado mexicano que él representaba, fue el conflicto mayor que éste hubo de afrontar. La alianza con los obreros de la C.R.O.M. permitió que  Calles resistiera a causa del boicot que, sobre todo, organizaron los católicos de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa en la Ciudad de México. Asimismo, los debates sostenidos entre diversas ideólogos del estado, coma Puig Casauranc, Morones, León y Juan Rico, con ideólogos católicos, como Herrera Lasso y otros, sirvieron para definir posiciones. Por último, la experien­cia militar de la administración callista, encabezada por Amaro, pudo contener a los gru­pos cristeros, que en un momento dado llega­ron a sumar veinte mil hombres, cuyo radio de acción abarcaba las zonas central y occi­dental del país La rebelión cristera fue el problema más grave de los que se presentaron entre los años 1926 y 1928 e impidió que el país tendiera a desarrollarse armónicamente.

 

Política económica y hacendaria.

 

La administración de Calles aceleró de manera importante la coordinación y la promoción de obras públicas destinadas a incre­mentar la infraestructura económica de México. En este sentido destacan la creación de la Comisión Nacional de Irrigación, tras haber promulgado la correspondiente ley de Irrigación. Con dicho organismo, instituido en enero de 1926, se procedió a construir presas en Tamaulipas, Nuevo León, Coahui­la, Durango, Aguascalientes y Michoacán, además de iniciar trabajos en los ríos Yaqui y Mayo, de Sonora; Conchos y San Buenaventura, de Coahuila; zonas de riego en el estado de Hidalgo, y el canal de desagüe del valle de México. Con las obras de irrigación se pretendía parcelar propiedades para consti­tuir pequeñas propiedades agrícolas, cuya productividad se elevara con los beneficios del riego, pero esto se realizó parcialmente y sólo lo que puede denominarse cla­se media campesina se benefició con las primeras obras de riego mexicanas de la época de Calles, además de los nuevos y viejos latifundistas. Pese a ello se dio prin­cipio a una labor que sólo el estado podía emprender y que, más bien a largo plazo, beneficiaría  a la producción agrícola y a los campesinos.

 

En el ramo de la. integración territorial se prosiguió la tarea comenzada durante el cuatrienio anterior por el secretario de Comu­nicaciones y Obras Públicas, general e inge­niero Amado Aguirre, pero creando un nuevo organismo, la Comisión Nacional de Caminos, ejecutiva de la ley de Caminos y Puentes. También se incrementó la construcción de vías férreas.

 

Desde el punto de vista administrativo es notable la ley de Crédito Agrícola, obra de Manuel Gómez Morín, expedida en 1926.

 

Anteriormente había funcionado una Caja de Préstamos para obras de irrigación y fomento de la agricultura desde 1908 y el hacendista revolucionario Rafael Nieto elaboró un proyecto de ley sobre Cajas Rurales Cooperativas. La nueva ley, o ley Gómez Morín, como también se la conoce, tenia por objeto organi­zar a los sujetos de crédito en sociedades que ofrecieran al capital la garantía de una inver­sión costeable, determinada por el número de individuos que la integraran. De ahí se partió a la creación del Banco Nacional de Crédito Agrícola. Como esta nueva institu­ción y la ley que la establecía no mencio­naban a los ejidos, Gonzalo Robles y Jesús Silva Herzog trataron de crear un sistema de crédito que beneficiara a los ejidatarios. De ello surgió la iniciativa de crear una ley de Bancos Ejidales que funcionó precariamente, pero que sirvió de antecedente a la posterior creación del Banco Nacional de Crédito Ejidal, en 1935.

 

La Hacienda pública callista estuvo dirigi­da por Alberto J. Pani, quien ingresó en ese puesto en el penúltimo año de la adminis­tración obregonista. Sucedió en la Secretaria de Hacienda a Adolfo de la Huerta y su pri­mer acto público fue una grave acusación a su antecesor, que provocó una polémica con la intención de menoscabar el prestigio de quien aspiraba a la presidencia de la República. La habilidad hacendaría de Pani fue notable. Pronto logró reducir ese presupuesto defici­tario. Pani hizo una enmienda al convenio establecido entre A. de la Huerta y Thomas F. Lamont, de la asociación de banqueros de Nueva York, en 1922, logrando reducir la deuda exterior con moratorias y con la desvin­culación de la deuda de los ferrocarriles nacio­nales de México. Sin embargo, en 1927, cuando Pani abandonó la Secretaría de Hacienda, el presupuesto continuaba siendo deficitario. El gobierno tuvo que suspender los pagos de la Deuda exterior y hacer presupuestos más ajustados. Calles trató de convencer a los banqueros de la capacidad de pago del país, a pesar de que estaba empeñado en la guerra cristera y en un conflicto con los yaquis de Sonora.

 

La entrada de Pani en el gabinete de Obregón marcó el inicio de una reforma fiscal que en el gobierno callista se hizo efec­tiva. En opinión de Ricardo J. Zevada, la Revolución había heredado el sistema impo­sitivo liberal, sumamente perjudicial en una sociedad donde la desigualdad es tan marcada como la mexicana. Existían impuestos iguales para todos, sin discriminar entre los suntuarios y los de primera necesidad. Después de los estudios suficientes y de tomar las medidas necesarias, entró en vigor una nueva legislación fiscal en la cual se eximía de im­puesto a quienes recibieran ingresos míni­mos, se discriminaban las diversas clases de rentas, se establecía el principio de proporcionalidad para gravar a quien más recibiera y se autorizaban deducciones por las cargas de familia. Esto, además de revolucionar el viejo sistema impositiva liberal, vino a esta­blecer las bases del sistema fiscal mexicano moderno que, sin variar el fondo de la legis­lación callista, la ha venido perfeccionando y ajustando a nuevas necesidades. También, en un renglón similar, durante este gobierno se expidió una ley de Pensiones Civiles de Retiro.

 

Tan importante es la reforma bancaria como la fiscal. También a partir de cuando Alberto J. Pani encabezó la Hacienda pública se comenzó a estudiar la situación bancaria del país. Durante el último año de la administración obregonista y el primero de la callista se expidieron leyes tendientes a que el Es­tado, conjuntamente con los directamente interesados, uniformara las implicaciones de una situación en la que cada Banco operara conforme a sus intereses particulares. Todas las disposiciones legales se fundieron en el decreto que creaba la Comisión Nacional Bancaria y la Ley General de Instituciones de Crédito y Establecimientos Bancarios, La Comisión se integré con cinco miembros competentes, representantes de los intereses agrícolas, industriales y comerciales, nombra­dos por ternas propuestas por las respectivas confederaciones de cámaras. La Comisión logró desarrollar el sistema bancario bajo una legislación que protegía al público. Se consiguió entre otras cosas bajar los intereses del 2 y 3 % mensuales al 10 % anual.

 

Uno de los problemas económicos más graves de la época de la lucha armada y de los primeros gobiernos revolucionarios fue el monetario. Desde que Rafael Nieto y Luis Cabrera encabezaron la Hacienda pública, bajo el gobierno carrancista, se trató de esta­blecer un Banco único de emisión. Se creó al respecto la Comisión Monetaria. Con Obre­gón se promulgó la ley que creaba el Banco de México, pero no fue posible materializar lo que sólo quedó en disposición legal. Por fin, el 25 de agosto de 1925, Calles expidió la ley constitutiva del Banco de México.

 

El Banco de México se fundó con un capital de cien millones de pesos oro y se expidieron dos series de acciones de cien pesos cada una. La serie "A" fue de quinientas diez mil acciones y la "E" del resto del capi­tal. La primera sólo podría ser pagada por la tesorería de la Federación, y la segunda únicamente podría ser suscrita por el gobierno federal o por el público. El Banco ejerce el privilegio de ser el único emisor de billetes y de regular la circulación monetaria en la República, los cambios sobre el exterior y la tasa de interés, etc. También en opinión de Ricardo J. Zevada, la emisión inicial de papel moneda fue vista con desconfianza por parte del público, ya que era fresca la expe­riencia de los días de la lucha armada, en los cuales cada facción producía su propia moneda, pero con el tiempo los billetes del Banco de México lograron imponerse como única moneda mexicana.

 

La política económica y hacendaría de la administración de Calles estableció las bases sobre las cuales se desarrollaría el país.

 

Política social y educativa.

 

En sus años de revolucionario, Plutarco Elías Calles se distinguió como uno de las más radicales líderes del constitucionalismo. En materia agraria, llegó a opinar que debía haber tierra para todos. Siendo presidente, exclamó que el ideal de Zapata era el suyo y, por lo que respecta al reparto agrario, en los primeros tres años de su gobierno entregó un elevado número de hectáreas, si bien des­cendió en el última año. Calles sabía, como Obregón, que el reparto de tierras era funda­mental para contar con la alianza campesi­na, hecho que permitió a sus respectivas gobiernos contar con el apoyo de las masas rurales. Posteriormente, en los años en que ejerció la jefatura máxima de la Revolución cambió su radicalismo juvenil por un conser­vadurismo cada vez más evidente.

 

Además de la acción agraria efectiva, en su gobierno fueron expedidas dos leyes importantes, una conocida como ley Fraga y otra llamada ley Bassols, debida al nombre de sus principales autores, los licenciadas Gabino Fraga y Narciso Bassols. La ley de Fraga es la reglamentaria sobre repartición de tierras ejidales y constitución del patri­monio parcelario, de 1925. El ejido había sido hasta entonces el motivo de lucha de los campesinos despojados de sus tierras comu­nales y, para los legisladores, era necesaria la restitución como medio para llegar a una reforma agraria a fin de establecer una pequeña propiedad relativa a cada región. La ley Fraga establecía el medio para que las ejida­tarios, después de usufructuar en forma Co­munal una unidad, obtuvieran  parcelas indi­viduales.

 

Narciso Bassols dio su nombre a la ley de Dotaciones y Restituciones de Tierras y Aguas, que reglamentaba el artículo 27° de la Constitución Política de los Estados Uni­dos Mexicanos. Fue promulgada en abril de 1927. Es, por lo tanto, la instrumentali­zación jurídica propia para efectuar la reforma agraria. Bassols salvó correctamente la cuestión de las garantías que habían aprovechado los terratenientes con solicitud del juicio de amparo para que no quedaran afectadas sus propiedades agrarias. Asimismo, estableció que los sujetos para recibir dotacio­nes fueran los núcleos de población carentes de tierras de cultivo, en lugar de entidades jurídicas como ciudades, rancherías o pueblos. De este  modo, según apuntó el propio Bassols, se salvaba la diferencia entre los ejidos colonial y moderno. Después, con Cár­denas, vendría el ejido colectivo.

 

El movimiento obrero estuvo, en térmi­nos generales, controlado por la C.R.O.M. y el Partido Laborista, que habían servido de plataforma a Luis N. Morones para ocupar la cartera de Industria y Comercio. Con ello se estableció una alianza clara entre los obre­ros afiliados a esa central, la mayoritaria, y el gobierno. Fuera de ella existían otras agrupaciones obreras, ligadas algunas  a los católicos y otras al Partido Comunista, el cual, a través de su periódico "El Machete", criticó severamente a la administración ca­llista y a su líder obrero Morones.

 

La administración educativa encabezada por los señores José Manuel Puig Casauranc y Moisés Sáenz, secretario y subsecretario de Educación, fue menos espectacular que la encabezada por José Vasconcelos, pero continuó la labor de este intelectual en muchos sentidos. El indigenismo de Sáenz hizo que se fortalecieran las recientemente creadas Misiones Culturales que llevaban la enseñanza a los medios rurales. Se estableció, asimismo, la casa del estudiante indígena y la escuela secundaria.

 

Durante el último año de la administra­ción sonorense se elaboró un código civil reciente que serviría de base a un nueva derecho mexicano y a la renovación de las ins­tituciones de administración de justicia em­prendidas por los gobiernos de Emilio Portes Gil y Pascual Ortiz Rubio, en los cuales se re­formaron las leyes orgánicas del Ministerio público y otras relativas al Poder Judicial.

 

Política exterior y petróleo.

 

El artículo 27° de la Constitución fue siempre materia de conflicto entre los Estados Unidos y México. Aquel país buscaba garantizarse la no retroactividad de la nueva legislación y, de hecho, a través del amparo interpuesto por una compañía petrolera en 1921 y fallado en su favor por la Suprema Corte, no se había hecho realidad la nacionalización del subsuelo, minerales e hidro­carburos que proclamaba la Constitución de 1917. Previamente a las conferencias de Bucareli, los Estados Unidos pretendían obtener el compromiso legal del gobierno mexicano de no aplicar retroactivamente el artículo 27°.

 

Cuando los Estados Unidos reconocieron diplomáticamente a México, en 1924, envia­ron como embajador, en octubre de  ese año, a un abogado ligado a los intereses petrole­ros, James R. Sheffield, quien a partir de 1925 intervino decididamente en favor de sus intereses, provocando problemas al go­bierno presidido por Calles. Siempre que hubo oportunidad, la cadena periodística norte­americana, que pertenecía a William Ran­dolph Hearst, quien entre sus propiedades contaba con un latifundio en Chihuahua, desataba campañas tendentes a crear entre la opinión pública de su país una imagen propi­cia a una intervención en México. Un solo diario se esforzó en contrarrestar los ar­tículos de la prensa imperialista. “The Na­tion”, publicado en Washington, el cuál envió desde la época de Obregón al doctor Ernest Gruening a hacer reportajes en México. Grue­ning hizo amistad con Calles y divulgó entre sus lectores, los congresistas principalmente, una imagen favorable hacia México. Fruto de su interés y de sus artículos fue la de un libro titulado México, su herencia.

 

Sheffield, entre tanto, aprovechó también la circunstancia de que México entraba en relaciones diplomáticas con la Unión Sovié­tica, para convencer al secretario de estado, Kellog, del peligro que ello representaba; adu­cía en sus informaciones que con la presencia de diplomáticos soviéticos en México se ha­cia propaganda comunista en Centroamérica, principalmente en Nicaragua,  donde entonces brillaba César Sandino. Sheffield trató de seguir los pasos de uno de sus más nefastos antecesores, Henry Lane Wilson, lo cual provocó una política defensiva de parte del secretario de relaciones Aarón Sáenz. Kellog hizo en 1925 unas declaraciones agresivas hacia México, en las cuales daba a entender que lo que en México era una práctica legal, o sea la aplicación del artículo 27°, para ellos se trataba de confiscaciones a las propiedades norteamericanas y falta de garantías para los residentes en México.

 

El fondo de todo radicaba en que los Es­tados Unidos siguieran beneficiándose con las propiedades petrolíferas que tenían en México y que sus latifundistas no fueran afec­tados por la reforma agraria. Para 1927 la situación habla empeorado y Calles llegó a ordenar que en caso de una intervención armada se procediera a incendiar los  pozos petrolíferos de la región huasteca, a fin de que los invasores sólo encontraran cenizas y escombros, afectándoles así sus intereses más preciados. El jefe de operaciones militares era el general Lázaro Cárdenas, a quien llegó la orden de Calles por medio del gobernador tamaulipeco Emilio Portes Gil. Según Aarón Sáenz, el incendio formaría una "tea lumina­ria cuyos resplandores pudieran verse hasta Nueva Orleáns".

 

Calles comunicó al presidente Coolidge los propósitos de Kellog-Sheffield y el presi­dente norteamericano puso remedio a la si­tuación cambiando el embajador. En lugar de Sheffield nombró a Dwight W. Morrow, en septiembre de 1927 Morrow era amigo per­sonal de Coolidge, banquero asociado a la firma J. P. Morgan y tenía experiencia di­plomática. Su estilo cambió radicalmente al seguir tácticas enteramente distintas a las de su antecesor. Dejó a un lado las presiones e hizo uso de  una política de amistad con el presidente Calles, que le permitió asegurarse de que el gobierno no afectaría a los intereses norteamericanos sin llegar a la amenaza. Al poco tiempo, Morrow era, según algunos observadores e historiadores, una de las ma­yores influencias en las decisiones callistas. Instituyó Morrow lo que se dio en llamar la diplomacia del ham and eggs porque aprovechaba los almuerzos para discutir la polí­tica exterior de su país y de México. Finalmente, el 13 de enero de 1928 se reformaron las leyes petrolíferas, quedando asegurados los intereses norteamericanos. Como siempre, hubo disconformidad. Los petroleros nortea­mericanos lo querían todo para sí, mientras el Partido Comunista atacaba a Calles por no defender la soberanía y proceder a hacer retroactivo el artículo 27°. El general Cárdenas, años más tarde, comprendió que el camino a seguir era otro y en 1938 se logró, por fin, nacionalizar el petróleo mexicano.

 

La sucesión presidencial y sus problemas.

 

Alvaro Obregón seguía siendo una figura prominente en la po1ítica mexicana, a pesar de encontrarse la mayor parte del tiempo en su hacienda de Náinari, dedicado a la agricul­tura. Muerto Benjamín Hill y exiliado Adolfo de la Huerta, no había en México sino dos grandes figuras: Calles y Obregón. Era menester que ellos se retiraran del poder para que nuevos hombres surgieran, ya que los que había, como José Vasconcelos, eran popula­res sólo entre ciertos núcleos, como el estu­diantil, pero no llegaban a trascender los medios citadinos. Obregón decidió retornar a la política aprovechando el clima contrarrevo­lucionario con conflictos como el religioso que había en la República. Expidió un ma­nifiesto lleno de lenguaje radical, en el cual anunciaba su nueva aspiración a la presidencia de la República.

 

La ley impedía que un presidente volviera a ocupar la primera magistratura del país. Comenzó a debatirse la cuestión al respecto. Se recordó que Francisco I. Madero había iniciado su revolución contra Porfirio Díaz a causa de sus reelecciones indefinidas. Los es­tudiantes se manifestaron contra la reelección de Obregón. En cambio, los obregonistas declararon que el principio de no reelección li­mitaba la libre voluntad del pueblo para es­coger a un funcionario que ya antes había dado pruebas de su revolucionarismo, y que los propósitos de la verdadera revolución fue­ron las reformas sociales introducidas en la Constitución de 1917 y no el aspecto mera­mente político de limitar la elección presidencial a una sola vez. Algunos diputados cons­tituyentes se declararon contrarios a la reelección de Obregón, mientras que otros se manifestaron a su favor.

 

Un grupo de diputados inició una reforma constitucional en la XXXII Legislatura, con el fin de que el presidente no se reeligiera para un período inmediato, pero sí pudiera hacerlo una vez más, pasado dicho período inmediato al que desempeñó la presidencia. En esos términos quedó el nuevo articulado. De este modo, Obregón no tenía impedimento legal para retornar al poder.

 

El divisionario invicto sonorense llegó a la capital de la República, en donde fue re­cibido con mítines en su apoyo; en ellos el líder agrarista Soto y Gama o el secretario de relaciones Aarón Sáenz hablaban en su favor.

 

Otros dos aspirantes dieron a conocer en aquellos días sus candidaturas: fueron éstos los generales Arnulfo R. Gómez y Francisco R. Serrano.

 

Serrano y Gómez.

 

Los miembros del Partido Antirreeleccionista apoyaron al general Gómez para ser su candidato presidencial. Arnulfo R.. Gómez venía desempeñando el puesto de jefe de ope­raciones militares en el estado de Veracruz. Otro partido, el Nacional Revolucionario, acordó finalmente apoyar al general Francisco R. Serrano, a la sazón gobernador del Distrito Federal. Ambos tenían una buena hoja de servicios, ya que se habían distinguido como divisionarios y por la fidelidad manifestada al gobierno. Los dos aceptaron sus candidaturas y se lanzaron a la lucha para suceder a Plu­tarco Elías Calles, enfrentándose al gran cau­dillo Alvaro Obregón.

 

Muchos marginados por el grupo Sonora aprovecharon la decisión de Serrano y Gómez para volver a la política. En torno al partido antirreeleccionista se movían anti­guos carrancistas, como Félix F. Palavicini y Cándido Aguilar, y delahuertistas, como el ingeniero Vito Alessio Robles. Las dificulta­des por las que atravesaron los candidatos Gómez y Serrano hicieron que sus partida­rios plantearan la posibilidad de unificación, para no encontrarse divididos y debilitados ante el empuje obregonista y el apoyo que le brindaban los círculos oficiales. Sin embargo, hacia finales de septiembre de 1927, la unificación se antojaba dificultosa para los políticos serranistas y gomistas, ignorantes acaso de los planes de los milita­res que secundaban a los candidatos en la ca­pital de la República.

 

Mientras Arnúlfo R. Gómez efectuaba giras por distintos lugares del país, Serrano partía hacia Cuernavaca, en donde celebraría su onomástico el 4 de octubre. Entre tanto, el jefe de operaciones del valle de México, gene­ral Eugenio Martínez, salía en misión a Euro­pa y quedaba en su lugar su jefe de Estado mayor, general Héctor Ignacio Almada. El 1 de octubre se realizaron unas maniobras nocturnas en Balbuena, a las que acudirían como invitados de honor los generales Obre­gón, Calles y Amaro. El objetivo era aprehenderlos y desatar un golpe de estado mili­tar que llevaría a Serrano a la presidencia. En Cuernavaca permanecía con los miembros de su comitiva, que ya tenían sus puestos en el futuro gabinete. Entre ellos estaban persona­jes de valía como Rafael Martínez de Escobar, quien brilló en el Congreso constituyente de 1916 - 1917, y otros políticos e ideólogos de vieja trayectoria como Antonio I. Villarreal.

 

El plan de los conjurados falló al no pre­sentarse Calles y Obregón a las maniobras. En Cuernavaca se dictaron órdenes de deten­ción contra Serrano  y su comitiva. La noche del 1 de octubre fueron apresados y al día si­guiente conducidos a México. Cuando iban de camino la escolta fue cambiada y, al llegar a Huitzilac, fueron asesinados. En Cuernavaca se habían salvado de la detención Villarreal y Francisco Santamaría. El acto fue duramente censurado, pero sirvió para contener una nueva asonada. No obstante, el crimen del 2 de octubre de 1927 no fue suficiente para contener el levantamiento, que durante todo el mes se propagó por algunas regiones del país, sin ser secundado por las mayorías.

 

Los generales José Gonzalo Escobar y Jesús M. Aguirre batieron a los rebeldes prin­cipalmente y lograron capturar a Arnulfo R. Gómez y a sus seguidores, quienes fueron fu­silados el 4 de noviembre en Teocelo, Veracruz. Ese fue el epílogo de un acontecimiento militar que ensombreció a la administración del general Calles y menguó el prestigio del general Obregón.

 

Campaña electoral obregonista.

 

La campaña electoral de Alvaro Obregón se reanudó en los dos últimos meses de 1927 y los primeros seis de 1928. Pese a su indis­cutible popularidad su triunfo no sería tan arrollador como en 1920. Por lo menos, en la primera ocasión no tuvo que sortear una serie de actos violentos que pusieron en peligro su vida y la de sus partidarios.

 

El Centro Director obregonista sufrió aten­tados. El propio candidato, la mañana del domingo 13 de noviembre de 1927, cuando pa­seaba en automóvil por el bosque de Chapul­tepec fue objeto de uno de ellos. Para demos­trar su arrojo, Obregón se presentó por la tarde en la plaza de toros a presenciar la corrida programada. El automóvil que había arrojado la bomba por la mañana fue perseguido en su huida por las avenidas Chapultepec e Insur­gentes, hiriendo los asistentes de Obregón a uno de los ocupantes. Los terroristas, miem­bros de la Liga Defensora de la Libertad Reli­giosa, eran: Luis Segura Vilchis, Juan Tirado Arias, Humberto Pro Juárez, Nahum Lamberto Ruiz y otros. También estaba implicado el sacerdote Miguel Agustín Pro Juárez. Las averiguaciones policíacas dieron con ellos, siendo detenidos y condenados a la pena máxima, que entonces era el fusilamiento.

 

La ejecución de los hermanos Pro y sus compañeros causó hondo malestar entre los católicos. El padre Pro fue considerado du­rante mucho tiempo mártir de su religión. Su tumba en el panteón civil era visitada por numerosos fieles.

 

Obregón quedó como candidato único después de haber sido eliminados los dos pretendientes a la presidencia. Prosiguió sus giras electorales, siempre numerosas y, por fin, resultó presidente electo de la República.

 

La Bombilla.

 

Había en la entonces lejana población de San Angel un restaurante en el cual se daban comidas a los políticos como costumbre ya popular. La diputación guanajuatense ofreció un banquete al presidente electo en La Bom­billa, que era el nombre del restaurante, ubi­cado donde hoy se yergue un monumento en honor de Obregón. Un oscuro profesor de dibujo, José León Toral, acudió a la comida para dibujar caricaturas a los asistentes, cosa muy normal. Según las crónicas, la orquesta típica del maestro Esparza Oteo tocaba una pieza llamada El Limoncito, cuando se oyeron varias detonaciones cayendo abatido el presidente electo. Toral fue detenido y conducido a la prisión. México se quedaba sin el hombre que iba a gobernar a partir del 1 de diciem­bre de 1928. El asesinato ocurrió el 17 de Julio.

 

Las investigaciones policíacas concluyeron con buen resultado y de ellas se dedujo la etiología del crimen perpetrado por Toral. Este era un católico ligado a Humberto Pro Juárez, quien lo había invitado a formar parte de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa. Animaba el grupo una abadesa, Concepción Acevedo de la Llata, conocida popularmente como "la madre Conchita". Toral confesó haberla oído decir que la causa de los católicos triunfaría si mataban a Obregón y a Ca­lles. Toral decidió ser la mano providencial y, con la complicidad de otros miembros de una rama de la Liga, se dedicó a practicar el tiro y a seguir los pasos del presidente elec­to. Trató varias veces de cometer el crimen cuando Obregón regresó a la Ciudad de Méxi­co. Por fin, el 17 de julio aprovechó el ban­quete de La Bombilla y penetró al lugar como periodista. Tras hacer  bocetos  de Aarón Sáenz y del presidente, se acercó a ellos y, cuando se disponía Obregón a ver su carica­tura, sacó la pistola y le disparó a la cabeza.

 

El proceso en que se instruyó la causa contra los detenidos, sobre todo por hallarse entre ellos Toral y la madre Conchita, despertó el interés de toda la población. Los diarios publicaban recensiones de los debates, en que sobresalía un viejo jurista, con amplio prestigio y experiencia, Demetrio Sodi, defen­sor de los acusados. Como fiscales actuaban los representantes del Ministerio Público Fe­deral y del Distrito, licenciados Ezequiel Padilla y Juan Correa Nieto. Toral fue condenado a sufrir la pena capital y la abadesa a veinte años de prisión.

 

Los obregonistas se organizaron para defender los ideales de su líder. Los diputados de la legislatura, que entrada en funciones el 1 de septiembre de 1928, formaron un bloque, animado por el profesor Aurelio Manrique, del Partido Nacional Agrarista. Precisamente Manrique y Soto y Gama acusaron a Plutar­co Elías Calles de ser el causante remoto del asesinato, con el fin de no dejarle el poder al prestigioso militar sonorense. Ello dividió completamente al grupo de callistas y obrego­nistas, que habían venido colaborando debido a las buenas relaciones existentes entre sus respectivos jefes máximos. Incluso Aurelio Manrique llegó a gritar a Calles "farsante", mientras leía su informe presidencial. Esto causó una tormenta parlamentaria que llevó a un grupo de fieles obregonistas al levantamiento en 1929.

 

El discurso trascendental del presidente Calles.

 

El 1 de septiembre de 1928 leyó Plutar­co Elías Calles su último informe ante el Congreso de la Unión. Dada la particular circunstancia por la que atravesaba México, el presidente no podía dejar de mencionar el hecho sangriento del 17 de Julio y formular un juicio político acerca de su trascendencia.

 

El tema constante en el mensaje político fue el de las "personas necesarias" y las insti­tuciones. Dijo que con Obregón había desapa­recido el último de los caudillos de la Revolución. Esto le planteaba al país la necesidad de encauzarse institucionalmente para que no fueran los individuos quienes se convirtieran en piezas claves del poder, sino que los organismos políticos representantes de los distintos grupos revolucionarios debían nom­brar por vías democráticas a los que habrían de representarles en el ejercicio del poder.

 

Su discurso prefiguró la fundación de un partido político formado por los hombres del poder, tendiente a eliminar el faccionalis­mo reinante en los años de la lucha armada y en los posteriores. Por otra parte y aunque Ca­lles no lo dijo porque no era el indicado, con la muerte de Obregón sólo quedaba un caudi­llo: Plutarco Elías Calles. Pronto sus parti­darios le dieron el título de “jefe máximo de la Revolución”. Su último acto político trascendente, como primer magistrado del país, fue nombrar secretario de gobernación a un joven político tamaulipeco, Emilio Portes Gil, que había desempeñado, entre otros car­gos, el de procurador general de la Repúbli­ca y el de gobernador de su estado natal, al cual había también representado ante el Con­greso federal. La legislatura en funciones lo nombró presidente interino, según lo prescribía la Constitución; su obligación sería la de convocar a nuevas elecciones.

 

La época del gobierno de Calles se signi­ficó por haber constituido la transición de la efervescencia revolucionaria a la instituciona­lización del Estado, que produjo el movimien­to iniciado por Madero y continuado por Ca­rranza. Calles dio el penúltimo toque a esa nueva organización, que Lázaro Cárdenas habría de culminar.

 

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122.            El maximato.

 

El período comprendido entre los años 1928 y 1934 y conocido con el nombre de Maximato, por ser Plutarco Elías Calles la máxima figura, se caracteriza por una ines­tabilidad de la vida oficial. Tres presidentes se suceden en este tiempo: el primero es Emi­lio Portes Gil, de carácter provisional y llama­do a convocar elecciones para el período cons­titucional que dejara vacío el asesinato de Alvaro Obregón, presidente electo; el segundo, Pascual Ortiz Rubio, presidente constitucio­nal elegido por el Partido Nacional Revolucio­nario para el período de 1930 a 1934 y que solamente permanecerá en la presidencia dos años y meses; a su renuncia le sucede Abe­lardo Rodríguez, que gobernará hasta finalizar el período que correspondía a Ortiz Rubio. Durante el Maximato, y sobre todo bajo la presidencia de Ortiz Rubio, la crisis política se hace permanente. En estos seis años se refleja con claridad la intención de Plutarco Elías Calles por manejar la situación polí­tica del país, cosa que logrará en la medida en que cada uno de los presidentes lo permita.

 

Presidencia de Emilio Portes Gil.

 

El 30 de noviembre de 1928, el licenciado Emilio Portes Gil rindió la protesta de ley como presidente provisional en el Estadio Nacional, en presencia de sesenta mil ciuda­danos. En su libro Quince años de política mexicana, Portes Gil destacaría que "el hecho de que llegara al poder un civil, sin arreos militares y sin las características de caudillo a que la nación se había ya acostumbrado, des­pertó en todos los sectores un hondo senti­do de optimismo y de fe". Consecuente con las palabras pronunciadas en su discurso de toma de posesión, de no introducir grandes modificaciones en la política,  no efectuó cam­bios notables en su gabinete.

 

Portes Gil es tal vez quien tuvo mayor autonomía con respecto al Jefe Máximo, pues Calles permaneció en Europa siete meses de los catorce que duró su gestión. Sin embargo, el mismo Portes Gil reconocería que era un deber de amistad y lealtad informarle de los actos preparatorios a la toma de posesión y, desde luego, de las personas que integrarían su gabinete, todas las cuales tendrían la aprobación de Calles. Posteriormente, ya en la presidencia, el Jefe Máximo fue consultado por él en todo asunto de trascendencia. Portes Gil señaló que jamás creyó que fuera una fal­ta aprovechar su larga experiencia y su colaboración militar en momentos difíciles, como, por ejemplo, en el caso de la rebelión escobarista. No obstante, el hecho es que Portes Gil fue el presidente que gobernó con mayor libertad.

 

Partido Nacional Revolucionario.

 

Durante la presidencia de Emilio Pones Gil tuvo efecto uno de los acontecimientos políticos de mayor trascendencia: la fundación de un partido oficial, el Partido Nacional Re­volucionario (P.N.R.).

 

El 1 de septiembre de 1928, Calles leyó su último informe presidencial ante el  Congreso de la Unión, en el que proclamaba el fin del caudillismo para dar paso a la era de las instituciones. En el mismo mensaje decla­ró que no buscaría la prolongación del manda­to, pero que al mismo tiempo, según daba a entender, no quedaría como un simple espec­tador de los acontecimientos políticos del país. El mensaje de Calles aceleró la formación del nuevo Partido. Correspondió a Portes Gil, como uno de los primeros actos de su gobierno, constituir el Partido Nacional Revolucionario en calidad de partido oficial.

 

La idea de fundar este partido obedecerá a varias razones. Entre otras la de fusionar en un solo partido a la mayoría de los elementos revolucionarios y, además, disciplinar las ten­dencias de los pequeños organismos regio­nales, ya que cada uno de ellos creía enar­bolar la bandera de la revolución. Pero la principal función del Partido Nacional Revolucionario consistiría en organizar y llevar a cabo las elecciones, tarea que antes estaba encomendada a la secretaría de Gobernación.

 

Con anterioridad a la formación del partido oficial, los desórdenes motivados a conse­cuencia de las campañas electorales eran muchos, puesto que cada grupo se atribuía siem­pre el triunfo electoral y esto terminaba, en la mayoría de los casos, en levantamientos ar­mados. Portes Gil señaló que la idea de for­mar un partido le parecía excelente, ya que "salvaría a México de la serie de trastornos" que ocurrían ante cada elección presidencial.

 

El P.N.R. instaló sus oficinas el 4 de di­ciembre de 1928. Su primer Comité Directivo estuvo integrado por Plutarco Elías Calles como presidente, Luis L. León como secretario y Manuel Pérez Treviño en función de tesorero.

 

El Comité Directivo del Partido Nacio­nal Revolucionario convocó el 5 de ene­ro de 1929 a la gran convención que se efec­tuaría en la ciudad de Querétaro, a fin de discutir el programa y estatutos de dicha or­ganización y designar al candidato presiden­cial. La convención se inauguró el 1 de marzo.

 

Por decreto presidencial se dispuso que se descontara a todos los empleados públicos siete días de sueldo al año para mantenimien­to del Partido y que estos empleados fueran considerados como miembros activos del mismo.

 

Posteriormente, cuando Portes Gil dejó la presidencia y propuso su candidatura para la gubernatura de Tamaulipas, criticó la es­tructura del partido oficial y al mismo Calles con estas palabras: "Yo sé, como lo sabe toda la nación, que usted es quien resuelve todos los negocios del gobierno".

 

IX Convención de la Confederación Regional Obrera Mexicana.

 

El 3 de diciembre de 1928, tres días des­pués de que el licenciado Portes Gil tomara posesión de la presidencia, la Confederación Regional Obrera Mexicana inauguró, en el Teatro Hidalgo, su IX Convención Nacional. En la sesión del día 4 se hallaba el ex presi­dente Plutarco Elías Calles muy identifica­do con la central obrera porque había una in­terdependencia de fuerzas. Calles necesitaba a la C.R.O.M. y ésta necesitaba de él. Durante la sesión de ese día, Morones, líder de la central obrera, y sus compañeros atacaron fuertemente al presidente de la República cul­pándole de las persecuciones sufridas por la Confederación. Asimismo le presentaron varias exigencias y aprovecharon la convención para rechazar los cargos que contra los diri­gentes del Partido Laboral se habían hecho en relación con el asesinato del general Obregón. Todo esto se dijo ante la presencia y el silencio de Calles.

 

Los convencionistas acordaron retirar a sus delegados de la convención Obrero-Patro­nal que se llevaba a cabo paralelamente; de­cidieron igualmente que los miembros de la C.R.O.M. que ocupasen puestos públicos renunciasen a ellos y, por último, abandonar el Teatro Hidalgo por ser propiedad del go­bierno y continuar sus sesiones en el Tívoli del Elíseo.

 

Después de esta asamblea prevaleció en los círculos políticos un clima de incertidum­bre, en tanto se esperaba la respuesta de Calles y de Portes Gil. En la  sesión de las Cámaras, del 7 del mismo mes, se acordó que diputados y senadores fueran en masa a hacer patente su adhesión al Ejecutivo. De todas partes de la República se recibieron muestras de apoyó al presidente.

 

Aprovechando la agitación que produjo en el país el rompimiento con los líderes de la C.R.O.M., algunos elementos militares, des­contentos con Calles desde tiempo atrás, tra­taron de provocar un rompimiento definitivo entre éste y el presidente. Portes Gil aseguró que, inclusive, se le llegó a manifestar que Morones, Calles y otros militares “estaban planeando la forma de derrocar al gobierno provisional por medio de un cuartelazo”.

 

La actitud de Calles y de Morones fue examinada por la Cámara en sesiones tan violentas que casi salieron a relucir las armas. El diputado Aurelio Manrique lanzó du­ros ataques en contra del general Calles y le acusó de estar de acuerdo con los líderes de los trabajadores para minar al gobierno de Portes Gil, suscitando con esto las disputas que eran de esperar.

 

Calles, obligado a tomar una posición, declaró que nada tenía que ver con las opinio­nes expresadas en la convención de la C.R.O.M. y que se había hecho mal uso de su presencia en ella, puesto que en lugar de desarrollar temas sociales, se examinaron temas políticos, en los que no tomó participación.

 

La Prensa del 8 de diciembre de 1928 anunció que “Plutarco Elías Calles no volve­rá a ser ni intentará ser jamás un factor pú­blico en México”, y reprodujo parte de una entrevista concedida por el Jefe Máximo en donde se afirmaba que "a pesar de sus gran­des ideales de unir a la familia revolucionaria, haciendo un análisis de la situación produci­da en los últimos días, Calles encuentra que tal vez no sea el indicado para dar cima a esa obra y por ello vuelve a la condición del más oscuro ciudadano de la República".

 

La jefatura del Partido Nacional Revolu­cionario fue asumida por el general Manuel Pérez Treviño en sustitución de Calles, quien renunció a ella después de las declaraciones citadas.

 

Convención Obrero-Patronal.

 

Otro acontecimiento importante que tuvo lugar durante la presidencia provisional de Portes Gil fue la Convención Obrero-Patronal, reunida para estudiar el proyecto de Código Federal del Trabajo y el seguro obrero. La convención empezó sus sesiones en noviem­bre de 1928, cuando Portes Gil era todavía secretario de Gobernación. A ella asistieron cerca de trescientos representantes, una mi­tad de trabajadores y la otra de patronos, además de los técnicos nombrados por la se­cretaria de Industria, Comercio y Trabajo.

 

Emilio Portes Gil manifestó después que abrigaba "el propósito de iniciar por primera vez en México un ensayo de democracia fun­cional, tendiente a provocar una mejor com­prensión... que debe normar a trabajadores y patronos en su lucha por el mejoramiento económico de las clases que representan". En el transcurso de la convención, uno de los puntos que suscitó mayores debates fue el de "arbitraje forzoso", puesto que se estipuló que las juntas de arbitraje deberían contar, como demento imparcial, con la representa­ción del gobierno. Esto fue un motivo de desconfianza para el pintor David Alfaro Siquei­ros, que se mostró en contra, y de confianza para Vicente Lombardo Toledano, quien es­taba a favor. Cuando la convención terminó sus labores, se nombró una comisión mixta de obreros y patronos que tendría por objeto formular el proyecto definitivo del Código de Trabajo que se enviaría a las Cámaras para su aprobación. Dicha comisión estuvo instalada en las propias oficinas del Pala­cio Nacional y fue presidida por Portes Gil. El proyecto de Ley se terminaba en mayo del año 1929.

 

La Ley Federal del Trabajo tuvo vigencia hasta 1931. En ella se definía con detalle la duración de la jornada de trabajo y se hacía referencia al trabajo infantil y al de la mujer, estipulando que a igual trabajo correspondía igual salario. Por esta ley se solucionaron una serie de demandas latentes desde el inicio de la Revolución en el Congreso Constituyente de 1917.

 

Rebelión escobarista.

 

El día 3 de marzo de 1929, paralelamente a la Convención del Partido Nacional Revolucionario estalló un levantamiento armado en los estados de Veracruz, Sonora, Chihua­hua, Nuevo León y Durango, encabezado por los generales José Gonzalo Escobar, Jesús M. Aguirre, Francisco R. Manzo, Fausto Topete, Marcelo Caraveo y otros militares. El jefe del movimiento fue el general Escobar. En su Plan de Hermosillo manifestaban que se desconocía a Portes Gil como presidente de la Repú­blica y a todas las autoridades que no hubiesen reconocido el movimiento. Asimismo se invitaba al pueblo mexicano para que secundara tal protesta armada, "como única forma de amputar los fatídicos males que agobian a nuestra patria, lo hacemos con el conocimiento de que se ha agotado toda esperanza de mejoría nacional mientras Plutarco Elías Calles siga dirigiendo sin ningún derecho la nación". Los sublevados reconocían como su candidato presidencial al licenciado Gilberto Valenzuela.

 

Casi todos las militares que participaron en dicho movimiento obraron con dolo, pues, al mismo tiempo que se levantaban en armas, enviaban mensajes a la presidencia en los que hacían patente su lealtad y acusaban, a su vez, a personas que no tenían participación alguna en el movimiento armado; tal fue el caso de Jesús M. Aguirre, que acusó de actos sediciosos a Adalberto Tejeda, gobernador de Veracruz.

 

Inmediatamente después de tenerse noti­cia del levantamiento, el presidente pidió a Calles que se presentara en las oficinas del castillo de Chapultepec y se encargara interi­namente de las secretarías de Guerra y Marina para combatir a los rebeldes. El titular de la secretaría era el general Joaquín Amaro, quien por motivos de enfermedad se encontraba ausente.

 

En La Prensa del 4 de marzo de 1929, Portes Gil informó a la nación sobre los acon­tecimientos. Al explicar el motivo de la suble­vación advirtió que “la falta de causas para este movimiento es absoluta, así como incon­sistente el pretexto de imposición que se in­voca”. Ese mismo día, los gobernadores y jefes del ejército enviaron mensajes para ma­nifestar su adhesión al presidente de la Repú­blica.

 

La revuelta duró cerca de tres meses. Se levantaron en armas un número aproximado de treinta mil hombres. El saldo fue más o menos de dos mil muertos, y los gastos en ar­mamentos, destrucción de vías férreas, sa­queos, etc., ascendieron a sumas considerables.

 

Una vez sofocado el levantamiento, la ma­yoría de los generales sublevados emigraron a los Estados Unidos, aunque el gobierno fu­siló a algunos de ellos.

 

La figura del general Calles creció ante la opinión pública después de su participación como jefe del ejército leal al gobierno, pues la rápida solución del conflicto sería en parte atribuida a su actividad.

 

Fin del conflicto religioso.

 

Cuando en agosto de 1928 Portes Gil se hizo cargo de la secretaría de Gobernación, en la primera entrevista que tuvo con el presidente Calles le habló de que el problema más urgente por solucionar era el religioso, pues de imperiosa necesidad era resolver el conflicto con el clero católico, ya que, como expresó en sus Quince años de política mexi­cana, "una lucha de carácter religioso... resul­taba una lucha inconveniente para el país". Como secretario de Gobernación, Portes Gil comenzó a dar instrucciones a los goberna­dores de los estados para que terminaran con las arbitrariedades que se cometían  en algunas entidades con el pretexto de hacer cum­plir las leyes.

 

Ya en la presidencia de la República intervendría en el fin del proceso del ase­sino del general Obregón, José de León Toral, y en el de la madre Conchita. El prime­ro fue sentenciado a la pena de muerte, y la segunda a veinte años de prisión. Los aboga­dos defensores recurrieron a un último inten­to para salvar a León Toral y pidieron el in­dulto presidencial, el cual les fue negado.

 

Producto de ello fue que el tren en que via­jaban el presidente y su familia fuera dinami­tado. La comitiva presidencial resultó ilesa, pero murió un individuo de la tripulación del tren. Los responsables fueron detenidos.

 

José de León Toral fue ejecutado el 9 de febrero y el cadáver entregado a sus familiares. Su entierro abrió la posibilidad de hacer a su costa una verdadera manifestación; la policía y los bomberos tuvieron que interve­nir porque se presentaron choques entre los dolientes y los policías, con un saldo de varias personas heridas y algunas aprehensiones. Este fue el único incidente importante acae­cido durante la presidencia provisional de Portes Gil, motivado por asuntos de carácter aparentemente religioso.

 

Ya antes de 1929 se realizaron gestiones para dar fin a la difícil situación creada por el conflicto religioso y por el cierre de los templos. Algunos representantes del clero ca­tólico de los Estados Unidos se habían entrevistado con Calles y con Obregón; pero le tocó a Portes Gil, como presidente de la República, poner fin a aquella situación.

 

El 2 de mayo de 1929, el arzobispo Leo­poldo Ruiz y Flores hizo a la prensa norteamericana declaraciones sobre la necesidad de revisar las leyes mexicanas para terminar con el conflicto religioso y del deber que tenían los católicos de obedecer a las autoridades civi­les. Estas declaraciones hicieron que se reali­zaran arreglos para el regreso al país del obispo Pascual Díaz y del arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores, parece que autorizados por el Vaticano, para tratar oficialmente del asunto reli­gioso con el presidente de México. En aque­llos mismos días comenzó el regreso de va­rios prelados mexicanos.

 

Las pláticas entre las dos partes se inicia­ron muy amistosamente en el Castillo de Cha­pultepec. Los jerarcas eclesiásticos fueron en­trevistados al salir de la primera reunión y, al decir de los periodistas, se negaron a hacer declaraciones. Pero en su expresión se les notaba una gran alegría. Uno de ellos les dijo. "Ya tienen su noticia". Las pláticas conti­nuaron con cordialidad, aunque no se admitió la posibilidad de un cambio, en materia de cultos, de la legislación vigente.

 

El 22 de junio, en declaraciones a la pren­sa nacional y extranjera, Portes Gil anunció que el conflicto entre el clero y el gobierno terminaba con decoro para ambos. La rea­nudación de cultos fue anunciada para días después. La entrega de los templos se efec­tuó por riguroso inventario y en ella inter­vino directamente la procuraduría general de la nación, que entregó a los representantes del clero católico las iglesias que podían abrir­se al culto, ya que muchas de ellas se habían dedicado, por decreto presidencial, a otros usos de carácter social, como bibliotecas, escuelas, etc. La primera misa se celebró en la basílica de Guadalupe  el día 27  de junio de 1929.

 

Después de terminados los arreglos se amnistió a todos los que se encontraban toda­vía en rebeldía, principalmente en los estados de jalisco, Michoacán, Colima, Durango, Guanajuato, Aguascalientes y Querétaro. Sin embargo, tales arreglos  no dejaron satisfecho a nadie.

 

Autonomía universitaria.

 

La autonomía de la Universidad de Mé­xico, asunto revuelto y debatido desde que se reabriera en 1910, se alcanzó finalmente en 1929. A principios de ese año hubo un pequeño incidente en la Escuela Nacional de Jurisprudencia y Ciencias Sociales: la oposición contra el nuevo reglamento  de exámenes or­denado por la Rectoría, pues habría tres exá­menes escritos al año en lugar de uno oral.

 

El problema cobró fuerza en mayo y varias escuelas y facultades fueron a la huelga.

 

Pronto comenzaron a suscitarse conflictos entre maestros y alumnos. En consecuencia, el rector, licenciado Antonio Castro Leal, dic­tó enérgicas medidas disciplinarias. El resul­tado fue que se unieran a la huelga todas las escuelas superiores de la Ciudad de México, así como algunas de enseñanza media.

 

En vista de que los actos de violencia entre estudiantes y autoridades fueron cada vez más frecuentes, el rector de la Universi­dad se dirigió al titular de la secretaría de Educación Pública, Ezequiel Padilla, a fin de solicitar garantías para imponer el orden. Este último instó a las autoridades de la ciu­dad para que las fuerzas públicas resguarda­ran los edificios universitarios. Evidentemen­te, tal medida no mejoró la situación; a raíz de ello se originaron choques entre bombe­ros, policías y estudiantes, con saldo de algunos heridos entre estos últimos. La inquietud se generalizó en toda la ciudad y el presidente se vio obligado a intervenir direc­tamente. El 25 de mayo, en declaraciones a la prensa, Portes Gil indicó que los edificios universitarios serían entregados a los estu­diantes y les cursó una invitación para que llevaran ante él un pliego petitorio.

 

El pliego constó de diez puntos. Los cinco primeros estaban dedicados a pedir las renuncias y sustituciones de autoridades de la secretaría de Educación Pública, de la Universidad, gubernamentales y de policía; los cinco restantes solicitaban la reestructura­ción del Consejo Universitario y de la for­ma de gobierno en facultades y escuelas. Portes Gil opinó que lo que "pedían no resol­vía fundamentalmente ninguno de los graves problemas planteados, y sí implicaban que­brantamiento de la autoridad". La respuesta dada a los estudiantes fue la de que se había pedido ya la autorización a las Cámaras para que el Ejecutivo tuviera facultades de conce­der la autonomía “a la que tenía pleno dere­cho, y que venía solicitando desde hacía algunos años”.

 

En vista de que algunas escuelas deci­dieron reanudar las clases cuando las fuer­zas públicas abandonaron los edificios uni­versitarios, el Comité de Huelga, encabeza­do por Alejandro Gómez Arias, quiso que se prosiguiera la huelga hasta conseguir la au­tonomía. Por este motivo los estudiantes se posesionaron del edificio de la rectoría y tra­taron de obligar al rector a firmar su renun­cia. Al no encontrarlo, retuvieron con ellos al secretario de la Universidad.

 

En la sesión del 4 de junio se otorgó al Ejecutivo la facultad para dictar una ley que creara la autonomía universitaria. Eze­quiel Padilla habló sobre la necesidad de con­cederla. "Es necesario que la cultura de los pueblos se coloque al margen de los caprichos de la política. En el caso actual, la autonomía no va a ser un botín de guerra que se otor­gue por favoritismo a los impreparados, pues ni los hombres ni los pueblos pueden llevar a la práctica las conquistas del pensamien­to si no sienten su propia responsabilidad". El proyecto de Ley Orgánica de la Universidad, enviado al Congreso para su aprobación, estipulaba la forma de gobierno de la Universidad, el subsidio que se le otorgaría y el número de instituciones que la formaban. La ley fue expedida el 10 de julio de 1929 y el 31 de ese mes se instaló el Consejo Univer­sitario, nombrándose como rector al licencia­do Ignacio García Téllez.

 

En realidad, la autonomía quedaba bas­tante restringida por la intervención del pre­sidente de la República. Fue Abelardo Ro­dríguez quien decidió darle un autogobierno más completo y entregarle un patrimonio. La nueva Ley Orgánica de la Universidad Autónoma de México se aprobé el 19 de octubre de 1933.

 

Elecciones de 1929.

 

A fines de 1928 comienza la agitación por la designación del candidato presiden­cial. El primero en quien se pensó fue en el licenciado Aarón Sáenz, que había sido un destacado obregonista. Todo hacía suponer que era el hombre designado por Plutarco Elías Calles. Para diciembre de 1928, la candidatura de Sáenz, entonces gobernador de Nuevo León, gozaba de fuertes apoyos entre revolucionarios y gran mayoría de organiza­ciones políticas, por ejemplo, el Partido Nacio­nal Agrarista, que lanzaba su candidatura. Sin embargo, el candidato debía ser postulado dentro del recién establecido Partido Nacional Revolucionario, del que el propio Sáenz fue miembro fundador. Mientras tanto, el in­geniero Pascual Ortiz Rubio, que había sido embajador de México en el Brasil, fue lla­mado por Portes Gil para ocupar un puesto en su gabinete. Antes de entrar en territorio nacional, Ortiz Rubio fue entrevistado por un grupo de políticos que influyeron en él para que aceptara su candidatura a la presidencia. Así pues, a su llegada a México, se en­trevistó primero con Portes Gil y después con Calles, en la ciudad de Cuernavaca. Posteriormente, Ortiz Rubio anunció al presidente que no podía aceptar el puesto que se le ofrecía en el gabinete por haber aceptado su postulación a la candidatura presidencial.

 

En virtud de que tanto Ortiz Rubio como Aarón Sáenz eran precandidatos del Partido Nacional Revolucionario, el 20 de febrero de 1929 se reunieron con Manuel Pérez Treviño, presidente del comité organizador del Partido y se comprometieron ante la República a respetar los acuerdos que tomara la convención.

 

El respaldo de Calles a Sáenz era bastante conocido, pues detrás de varias de las agru­paciones que lo apoyaban se encontraba la figura del Jefe Máximo. Sería grande la sorpresa de muchos al llegar a la convención y darse cuenta de que no sólo la actitud de Calles hacía la candidatura de Sáenz había variado, sino que el consenso general había cambiado de polo y lanzaba duros ataques en su contra. Poco antes de la llegada de Ortiz Rubio a la convención existía una visible mayoría saenzista; pero ya los líderes que apo­yaban a Ortiz Rubio dejaban entrever que algunas delegaciones de Sáenz lo abandonarían. Por otro lado, el comité organizador estaba compuesto por ortizrubistas. Sáenz se retiró de la convención acusando al comité organizador del P.N.R. de falta de neutrali­dad y de haberle hecho una injusta oposición. En declaraciones a la prensa del 3 de marzo, Sáenz culpé a Pérez Treviño de haber ejer­cido una fuerte presión sobre los delegados al advertirles que su candidatura no era grata a los elementos oficiales. También denuncié que se estaba preparando una imposición peor que la de Bonillas. Pérez Treviño res­pondió que no se había violado la neutrali­dad, y que si Sáenz se retiraba era por falta de "espíritu cívico". La convención continué lanzando fuertes ataques al candidato en des­gracia, a quien tildó, entre otras cosas, de traidor.

 

El 4 de marzo, después de ser elegido Pascual Ortiz Rubio como candidato a la pre­sidencia, finaliza la convención. La candida­tura de un personaje político poco conocido como Ortiz Rubio  parecía ofrecer la posibi­lidad de que se seguiría un nuevo curso político en el país.

 

La oposición estuvo representada, sobre todo, por José Vasconcelos, quien hizo una bri­llante labor como secretario de Educación Pública durante la presidencia de Obregón.

 

Posteriormente lanzaría su candidatura para gobernador del estado de Oaxaca; pero al ser derrotado se exilió voluntariamente del país. La candidatura de Vasconcelos fue apoyada por el Partido Nacional Antirreeleccionista, formado en su mayoría por veteranos de la revolución de 1910. A sus partidarios se unieron los descontentos de los círculos gobernantes; es decir, las fuerzas que se oponían a la clase gobernante se agruparon en torno al candidato de la oposición. Sus partidarios fueron grupos de la clase media de las ciuda­des, hombres de empresa, intelectuales y es­tudiantes de la generación de 1929.

 

Al atacar al candidato de la oposición, los ideólogos del gobierno usaron la acusación más socorrida: "reaccionario" y "enemigo de la revolución". La realidad era que al mo­vimiento vasconcelista le faltaba un progra­ma que propusiera verdaderas transformacio­nes sociales. El mismo Vasconcelos, en sus intervenciones durante la gira electoral, daba más importancia a la renovación ética del país, en palabras poco comprensibles para las masas populares. Al parecer carecía del sentido político indispensable para atraer a grandes contingentes de partidarios. Sus dis­cursos se caracterizaban por un claro desco­nocimiento de la realidad nacional y nada decían que interesara a los campesinos o a los obreros. Por otro lado, entre sus colaborado­res se contaba buen número de elementos reaccionarios.

 

Vasconcelos inició su campaña electoral desde los Estados Unidos. Una vez en terri­torio nacional, lo haría en la ciudad de Nogales, en donde dirigió al pueblo de México su primer discurso como candidato a la presi­dencia. En algunos lugares tuvo numeroso público y los sectores antes mencionados se movieron a su favor.

 

La gira por toda la República del candi­dato del Partido Nacional Antirreeleccionista tuvo ciertas contrariedades. En algunos lu­gares, como en Guadalajara, se registraron desagradables incidentes cuando sus partidarios fueron apedreados y encarcelados. El proble­ma más serio tuvo lugar en el Jardín de San Fernando de la Ciudad de México, duran­te un mitin celebrado por los vasconcelistas. El mitin fue interrumpido por simpati­zantes de Ortiz Rubio. Más tarde se produjo un choque entre los partidarios de los dos candidatos, del que resultó muerto el estu­diante Germán del Campo y otra persona más, así como algunos heridos. En todos estos incidentes Portes Gil hizo declaraciones a la prensa, en las que condenaba los he­chos, y en el caso de México, se hicieron consignaciones.

 

A principios de noviembre, Vasconcelos se trasladó a Mazatlán para esperar el resultado de las elecciones. Como se temía un aten­tado, se solicitó una escolta, que fue conce­dida por el presidente. El 2 de diciembre, efectuadas las elecciones, el candidato cruzó la frontera para dirigirse a los Estados Uni­dos, declarando "que no habla sido derrotado en las elecciones, sino defraudado". El 10 de diciembre aparece el plan de guerra vascon­celista, redactado en la ciudad de Guaymas, en el que invitaba al pueblo a levantarse en armas.

 

En su resolución primera "se declara que no hay más autoridad legítima por el momento que el señor licenciado Vasconcelos, electo por el pueblo en los comicios del 17 de noviembre de 1920 para la presidencia de la República. En consecuencia serán severa­mente castigadas las autoridades, inclusive los miembros del ejército, que sigan prestan­do apoyo al gobierno que ha traicionado el objeto para el cual fue creado". Pero cosa curiosa en un revolucionario que invita al pueblo a levantarse en armas; el plan de guerra de Vasconcelos terminaba diciendo que el "presidente electo" se dirigía a los Es­tados Unidos para regresar en el momento en que hubiera un grupo de gente armada dispuesta a apoyarlo.

 

Según palabras de Luis Cabrera, Vasconcelos "se encargó de poner de relieve por últi­ma vez que en México el triunfo de un candidato independiente es una cosa absolutamen­te imposible. La experiencia de Vasconcelos, dolorosa por los sacrificios de muchos de sus partidarios, fue, sin embargo, saludable, porque demostró que fuera de la organización de los partidos oficiales para fines impositivos, no existe organización política posible entre los grupos independientes".

 

Aparte de Vasconcelos, la oposición estu­vo representada por otros candidatos que no tuvieron mayor acogida. Uno de ellos fue el general Antonio I. Villarreal, que inició su campana en su estado natal, Nuevo León. La candidatura le fue auspiciada por el Parti­do Socialista Republicano, mas al estallar la rebelión escobarista se unió a los sublevados y no llegó a participar en las elecciones.

 

El Partido Comunista también tuvo su propio candidato, el general Pedro Rodrí­guez Triana, quien pasó realmente inadver­tido.

 

El candidato que propusieron los escobaristas fue el lic. Gilberto Valenzuela, antiguo ministro plenipotenciario en la Gran Bretaña. A su llegada a México, en diciembre de 1928, Portes Gil le ofreció un puesto en la Suprema Corte de Justicia, cargo que rechazaría para aceptar su candidatura a la presidencia. Los discursos de su campaña se caracterizaron por la dureza de sus ataques a Calles. No participó en las elecciones debido a su unión con los sublevados.

 

Presidencia de Pascual Ortiz Rubio.

 

Las elecciones presidenciales se efectua­ron el 17 de noviembre de 1929, registrán­dose en ellas algunos trágicos acontecimien­tos. En la Ciudad de México hubo muertos y heridos.

 

La documentación fue entregada por los jefes de casillas electorales al Congreso de la Unión, y el día 28 de diciembre se declaró presidente electo al ingeniero Pascual Ortiz Rubio, quien tomó posesión de la presidencia el 5 de febrero de 1930 en el Estadio Nacional. En esta ocasión leyó un discurso en el que expresaba cuál seria su programa de gobierno.

 

Antes de la toma de posesión circularon rumores de que el presidente sufriría un atentado, por lo cual el camino que discu­rría del Palacio Nacional al Estadio estuvo totalmente vigilado por policías y militares; sin embargo, durante la ceremonia no sucedió absolutamente nada. Ortiz Rubio regresó al palacio, donde tomó la protesta a los miem­bros del nuevo gabinete; en él figuraba Portes Gil como secretario de Gobernación. Cuando el presidente salía del palacio acompañado por su familia fue herido por un indi­viduo llamado Daniel Flores, partidario de Vasconcelos. El presidente y su familia fueron trasladados a la Cruz Roja. El atentado hizo que en el futuro se tomaran toda clase de precauciones.

 

El ingeniero Ortiz Rubio, como ya se dijo antes, estuvo alejado del país durante años y no tenía ni el conocimiento ni la per­sonalidad suficiente para imponer su propia opinión. Durante su presidencia, la figura de Calles en la vida política fue definitiva; la claudicación del presidente ante el Jefe Máximo fue casi total. El gabinete -palabra que el mismo Ortiz Rubio importó del Brasil- fue de imposición callista, y Calles mismo asis­tía a sus sesiones sin tener representación oficial alguna. Fue él quien impuso su punto de vista sobre la reforma agraria, en el sentido de que ésta era un fracaso tal como se había entendido hasta entonces, y a la que había que poner fin. Su argumento fue la ne­cesidad de dar garantías al capital para termi­nar con la desconfianza existente. Ortiz Rubio tuvo que ceder y llegó incluso a decretar la detención de la reforma agraria en algunos estados.

 

Uno de los hechos más interesantes ocu­rridos durante la gestión de Ortiz Rubio se dio en el ramo de relaciones exteriores. El 27 de septiembre de 1930 se publicó un documento en el que se definía la  posición de México en materia de reconocimiento de gobiernos de otros países. Este documento es conocido como "Doctrina Estrada", porque su creador fue el secretario de Relaciones Exteriores, Genaro Estrada. La base de esta doctrina reside en que México no reconoce ni desconoce gobiernos, sino que "se limita a mantener o retirar, cuando lo crea procedente, a sus agentes diplomáticos; El nacimiento de esta  doctrina fue consecuencia de algunos cambios de regímenes ocurridos en ciertos países de América del Sur.

 

Durante varios meses la autoridad del presidente fue casi nula y el malestar se percibía en todos los círculos. Las huelgas se sucedían unas a otras y en algunos estados hubo problemas con los campesinos. Incluso tuvo lugar un intento para resucitar el conflic­to religioso. El gobierno dictaba las medidas más contradictorias y constantemente había cambios de secretarios de Estado. La crisis política llegó también a alcanzar al Partido Nacional Revolucionario, pues durante el tiempo en que se mantuvo Pascual Ortiz Rubio en el poder hubo varios cambios de presidentes del Partido.

 

Fue en esa época, el 31 de enero de 1931, cuando Luis Cabrera dictó una conferencia en la Biblioteca Nacional sobre El balance de la Revolución, donde al final decía: "Para la resolución de nuestros problemas políticos se requiere valor civil, honradez y patriotismo, de los que desgraciadamente andamos muy escasos los mexicanos. La revolución social y económica de México no puede consolidarse sin una reforma política que permita la participación de los mexicanos en el gobierno de su República". La consecuencia de tales pa­labras fue el obligado destierro del conferen­ciante.

 

La permanente crisis política que caracterizaría al gobierno de Ortiz Rubio y las presiones que sufrió desde distintas partes le obligarían, el 2 de septiembre de 1932, a pre­sentar su renuncia ante el Congreso de la Unión. Renuncia que fue un tanto ambigua, ya que no expresaba los verdaderos motivos que le llevaban a tomar tal decisión. Sólo mani­festó sus deseos de que no hubiera desunión entre los revolucionarios y adujo problemas de salud.

 

En realidad, la salida de Ortiz Rubio de la presidencia demostró las contradicciones internas de la familia revolucionaria y puso de manifiesto la anormal situación creada por la intervención de Calles en todos los asuntos del Ejecutivo. No obstante, el presidente del Partido Nacional Revolucionario trató de presentar el prob1erna como si únicamente fuera debido a la capacidad o incapacidad de una sola persona.

 

Presidencia de Abelardo Rodríguez.

 

Inmediatamente después de la renuncia de Ortiz Rubio se convocó a reunión en la Cámara de Diputados a fin de designar al nuevo mandatario. Pérez Treviño acudió y a título de presidente del P.N.R. emitiría unas palabras sobre la necesidad de demostrar que México estaba preparado para la demo­cracia. A continuación dio los nombres de cuatro candidatos para la presidencia: Alber­to J. Pani, Joaquín Amaro, Abelardo Rodrí­guez y Juan José Ríos.

 

En la tarde de aquel mismo día, 3 de sep­tiembre, se reunieron los diputados y los se­nadores miembros del bloque, procediéndose a la elección. Resultó electo, por mayoría de votos, el general Abelardo Rodríguez, pre­sidente interino hasta completar el periodo que correspondía a Ortiz Rubio. Ese mismo día, en el recinto de la Cámara de Diputados, tomó posesión de la presidencia.

 

Con Abelardo Rodríguez como presiden­te, la situación política del país no experi­mentaría ningún cambio fundamental. El general Calles continuó siendo el hombre fuerte. En el aspecto social y como conse­cuencia de las medidas dictadas por el régi­men anterior, se agudizaron tanto los proble­mas en las centrales obreras y campesinas que en 1933 estallaron serios enfrentamien­tos de grupos de campesinos en los estados de Veracruz y Jalisco. Del mismo modo, en los centros fabriles las huelgas se hacían cada vez más frecuentes. El gobierno se vio obliga­do a dar algunos pasos conciliatorios, como, por ejemplo, establecer el salario mínimo industrial. No obstante, esto sólo aminoró los graves problemas económicos y sociales que afectaban al país.

 

En cuanto a la educación cabe decir que en esos años hubo serios debates en torno a las reformas del artículo 3° de la Constitu­ción. Narciso Bassols, ministro de Educación durante aquel tiempo, trató de implantar la "educación sexual", que no era más que una "higiene", en un sentido más amplio. Sin embargo, el nombre que se le dio ocasiona­ría a Bassols una gran impopularidad. Se organizaron manifestaciones de padres de familia en las que se acusó al secretario de Educación de "enemigo de los niños" y se pedía su renuncia, la cual presentó en 1934. Posteriormente, en los debates del primer Plan Sexenal, se discutirá sobre la orienta­ción de la educación.

 

Candidatura de Lázaro Cárdenas.

 

En un ambiente político de constantes problemas surge la candidatura de Lázaro Cárdenas, secretario de Guerra con Abelardo Rodríguez, y cuya candidatura fue proclama­da en la ciudad de Guadalajara por un grupo de políticos. No obstante, parece que aquélla no era del todo del agrado de Calles. En el mes de mayo de 1933 se rumoreaba que los candidatos del Partido Nacional Revolucio­nario, o sea los de Calles, eran Manuel Pé­rez Treviño, Carlos Riva Palacio y Lázaro Cárdenas. Sin embargo, cuando el hijo de Calles, Rodolfo, habló en la Cámara de Dipu­tados de la candidatura de Cárdenas, la ma­yoría de los políticos supuso que era el hombre designado por el Jefe Máximo. Calles, al darse cuenta de la aceptación prodi­gada al general Cárdenas, dio en ese mo­mento el silencio como respuesta. Posteriormente se eliminaron los otros candidatos y Calles se decidió por la candidatura de Lázaro Cárdenas. Con esta elección se agudizaron las contradicciones en el seno de los círculos gubernamentales y se evidenció la correlación de fuerzas existentes dentro del Partido, pues, aunque muchos seguían siendo partidarios de Calles, había ya elementos de oposición. Al decir de  Shulgovski en su libro México en la encrucijada de su historia (pág. 82), “la candidatura de Cárdenas era prueba de una profunda crisis del régimen callista. Se trataba de un acuerdo obligado, un esfuerzo por mantener las apariencias”. A medida que se acercaba la convención del P.N.R., esta candidatura tenía mayores po­sibilidades, pues  estaba apoyada por fuerzas que deseaban triunfar.

 

Primer Plan Sexenal.

 

La segunda convención del Partido Na­cional Revolucionario efectuada en la ciudad de Querétaro tenía como finalidad postular al candidato para el período presidencial de 1934 - 1940 y formular un plan que sirviera como programa de gobierno al nuevo presidente, que, según las reformas hechas a la Constitución, duraría seis años en el ejercicio del poder.

 

Lázaro Cárdenas fue electo como candi­dato. En el proyecto del primer Plan Sexenal hubo serias discusiones, sobre todo en los aspectos educativo y agrario.

 

El Plan Sexenal fue sugerido por Calles; su primer párrafo está dedicado a exaltar la actitud política del Jefe Máximo. Sin embar­go, ya en las discusiones del proyecto era evidente la presencia de algunos grupos radicales que se salían del círculo callista.

 

El Plan Sexenal era, más que un progra­ma político, un plan de reformas económico-sociales; pero en él se estipulaba además la intervención del Estado en los renglones más importantes, como el agrario, el industrial, el sindical y el educativo. En el campo económico se orientaba principalmente hacia el na­cionalismo.

 

En las discusiones sobre política agraria la voz central fue la sostenida por Graciano Sánchez, quien hizo una dura crítica a la for­ma en que se había efectuado la reforma agraria. Sánchez señalaba las lamentables condiciones en que todavía se encontraban muchísimos campesinos, la forma en que gran número de revolucionarios se había apropiado de haciendas. La respuesta a estos ataques fue dada por Luis L. León, que ha­bía sido secretario de Agricultura y el cual dijo desconocer los hechos observados. Al fi­nalizar las discusiones se concluyó diciendo que la reforma agraria únicamente llegaría a su fin cuando se hubieran satisfecho completamente las demandas campesinas.

 

Pero si en la discusión sobre materia agraria hubo políticos radicales, en la indus­trial se alcanzaron conclusiones reformistas, pues sólo se habló de impulsar una industria nacional junto a la extranjera ya existente.

 

Al referirse al sindicalismo se habló de la organización de centrales obreras, cuya actuación estaría limitada por el Estado; lo cual no lo hacía representante real de los in­tereses de los trabajadores. Se proponía tam­bién la contratación colectiva.

 

Relevante importancia en los debates tuvieron las reformas al artículo 3° constitucional. El concepto de educación laica fue rechazado y en su lugar se habló de la necesi­dad de crear una ideología que unificara a los mexicanos bajo intereses comunes y no indi­viduales. Las reformas al artículo 3° fueron aprobadas por el Congreso. Con esto nacería la educación socialista, que, además de ex­cluir toda doctrina religiosa, organizaría la enseñanza de tal forma que la juventud tuviera un concepto exacto "del universo y de la vida social".

 

Aun cuando el Plan Sexenal no tuviera uniformidad en su conjunto y resultaba utópico en virtud de la situación económica de México, habría de servir como plataforma para las reformas sociales del régimen de Cárdenas.

 

Bibliografía.

 

Amaya, J. G.  Los gobiernos de Obregón, Calles y regímenes peleles derivados del callismo, México, 1947.

 

Cabrera, L. Veinte años después: el balance de la Revolución. La campaña presidencial de 1934. Las dos revoluciones, México, 1938.

 

González Casanova. P. La democracia en México, México, 1970.

 

Portes Gil, E. Quince años de política mexicana. México, 1941.

 

Shulgovski, A. México en la encrucijada de su historia, México, 1968.

 

Vázquez de Knauth, J. Nacionalismo y educación en México, México, 1970.

 

Villegas, A. La filosofía en la historia política de México, México, 1966.

 

123.            El cardenismo.

 

La campaña.

 

Lázaro Cárdenas del Río, michoacano y partícipe en la revolución desde temprana edad, asume el poder en críticas circunstan­cias. Aunque el maximato de Calles subsiste para todos los efectos como la fuerza decisi­va del país, la gira electoral del general mues­tra a México un estilo personal y renovador, una nueva estrategia política, un esfuerzo por modificar las bases populares y nacionales del mandato presidencial.

 

Cárdenas se dirige a todos los sectores, viajando por la República como nadie lo ha­bía hecho hasta entonces. Escucha, discute, atiende a peticiones, quejas y protestas. Nin­guna capital regional o cabecera importante deja de tomarse en cuenta. Cualquier poblado se convierte en centro de su atención y de toda su dedicación. El deseo de enraizarse popularmente es lo que define su estrategia política.

 

Con el candidato Cárdenas el poder se difunde para afirmarse. En la medida en que se le pondera, se le discute y se le regionali­za, adquiere tanto una dimensión propia y lo­cal cuanto nacional. La suma de problemas planteados en la gira se convierten en directrices políticas o en líneas de acción. Desde cualquier punto se recogen peticiones para integrarlas como medidas concretas de go­bierno.

 

Se ha roto así con una tradición estática. Durante la campana existe una serie de lí­neas políticas que prefiguran la actuación política de Cárdenas. De antemano, una finalidad intrínseca a los postulados más populares y menos elitistas de la revolución mexicana. Un mayor apego a determinados artículos, como también un mayor aprecio y compro­miso por rescatar y multiplicar las rutas na­cionales. Rutas y programas son los más ur­gentes objetivos cara a las condiciones gene­radas por la crisis económica de 1929.

 

Ya en sus inicios, la acción política de Cárdenas corresponde a la crítica del momen­to, en el que todo el mundo cuestiona los in­tereses creados; el establecimiento, en suma. Situación crítica que estallaría en España, Etiopía y en la Europa de la segunda Guerra Mundial.

 

La problemática del país determina la orientación de la campaña. La identificación cardenista con el Plan Sexenal no es pasajera ni accidental: se trata de un compromiso ideológico con quienes forman su base política inicial, con aquellos que defienden, en sus in­tentos renovadores, la vanguardia más avan­zada de los regímenes de la revolución mexi­cana. Su corriente se funda ya entonces en realidades políticas y sociales, en actos con­cretos y no meramente en el poder armado, en el predominio oficial que se sustenta en el triunfo de 1917, cuando se descartaron a todos los opositores.

 

Las líneas políticas que ubican a Cárde­nas en su acción son muy claras. El Plan Sexenal enfatiza el predominio del Estado, su función de instrumento equilibrador de la desigualdad, el papel esencial que desempeña como árbitro y guía del rumbo de la socie­dad, su calidad de instancia primordial en los destinos nacionales.

 

Mas no se trata de un poder autoritario; Cárdenas lo entenderá como responsabilidad compartida, como mandato popular, producto de necesidades locales, regionales o nacionales. Siente que existe una sola dimensión que obliga lo mismo a realizar una presa en Lerma que independizar a México de los in­tereses extranjeros sobré la minería.

 

Por aquellas fechas reinaba un ostensible desequilibrio en el país. Los problemas se trataban según su más inmediata importancia política. La cuestión era mantener y pre­servar, más que cambiar. Por razones de tipo interno, cuando no internacionales, el poder presidencial se definía claramente conserva­dor; creador acaso de instituciones, pero sin modificar por ello las vigentes. Prueba de esto, y para no ir más lejos, está en la actitud mantenida por el presidente Calles, contraria al ejido y en favor de la propiedad privada en el campo.

 

El mandato que Cárdenas recibe es de cambio. Se piensa que no lo asumirá entera­mente, que será, como en sus tres anteceso­res, secundario. Se trata, después de todo, de un general muy joven, que debe su carrera política a Calles y al maximato. Edad y leal­tad que parecía prefigurarlo sumiso y obediente como tantos otros. Pero su trayectoria, su denuedo institucional y revolucionario le confieren el verdadero papel de líder: su verdadero papel de presidente independiente de un país independiente.

 

La coyuntura obrera.

 

En el momento de su llegada al poder, Cárdenas se encuentra con que las organiza­ciones obreras se hallan en un intenso perío­do de reajuste y acomodo. La Confederación Regional Obrera Mexicana (C.R.O.M.) había perdido ya su carácter dominante, debilitada por su enfrentamiento con el poder público. Muchas organizaciones se habían separado de su seno. Algo parecía reflejar una especie de vacío de poder.

 

Tal situación se daba en los momentos en que la crisis económica había acelerado las contradicciones internas, en que existía un incremento en la desocupación laboral y una gran baja del poder adquisitivo de los obreros. Síntomas todos de la necesidad de un gran reajuste social.

 

Vicente Lombardo Toledano había crea­do, en el mes de octubre de 1933, la Confe­deración General de Obreros y Campesinos de México (C.G.O.C.M.), con sindicatos y uniones separadas de la C.R.O.M. En un lap­so muy corto se convertiría en el ente polí­tico más activista de la clase obrera, debido tanto a las condiciones socioeconómicas en que se daba su actuación como por consti­tuir el medio de consolidar su propia posi­ción de tipo político. La C.G.O.C.M. tenía tres postulados básicos: lucha de clases, de­mocracia sindical y la independencia del mo­vimiento obrero respecto del Estado.

 

El régimen del presidente Cárdenas no sólo no se opone, sino que alienta la serie de huelgas entabladas para mejorar las condiciones de vida y los salarios de los trabajadores ante la situación crítica en que se encontraba el país. Fomenta el respeto a la autonomía e independencia de acción de los sindicatos y sostiene, en congruencia con el artículo 123° cons­titucional, su papel equilibrador de los factores de la  producción, aun reconociendo la autonomía de las partes.

 

Para tener una idea del auge del movi­miento obrero es suficiente el conocimiento de la siguiente estadística, la cual abarcó la primera mitad del régimen cardenista:

 

Años

Número de huelgas

Obreros afectados

1934

202

14,685

1935

642

145,212

1936

674

113,885

1937

833

182,012

 

El significado de las huelgas va más allá de lo meramente económico o de la obvia relevancia política sobre la orientación guber­namental.

 

Una huelga significa la oportunidad de or­ganizar y fortalecer los cuadros sindicales, así como de propagar la conciencia ideológica de los trabajadores. No sólo es un instrumento de lucha ante los patronos, sino un medio de fortalecer las estructuras sindicales, máxime cuando, como en este caso, se cuenta con el apoyo del Estado.

 

Inevitablemente, el programa del gobier­no conducía a un enfrentamiento con el general Calles, quien, con el tiempo, se había hecho más y más conservador. El 12 de junio de 1935 se publica una entrevista en la que claramente condena la política gubernamen­tal, evidente enfrentamiento con el presiden­te y advertencia para que éste reoriente el rumbo de los hechos.

 

Era una vieja táctica acatada en el pasa­do, pero que ahora tenía valor nulo. Conde­nar las huelgas por agitación era lanzar el desafío a todo un programa de acción.

 

Pero la cuestión obrera no fue más que otro motivo de irritación de Calles con el pre­sidente Cárdenas. Ya desde sus declaracio­nes contra el reparto de tierras, particularmente de tipo ejidal, hecha al regreso de su viaje a Europa en 1932, Calles evidenciaba el deseo de edificar en México una sociedad regida por un liberalismo decimonónico. No­ción ésta que iba en total contradicción con los postulados de la Constitución de 1917. Posición callista que se contraponía además a lo establecido por el Plan Sexenal.

 

Paralelamente a esta cuestión de princi­pios estaba la realidad política de que Cár­denas actuaba como lo que era, como presi­dente de la República, y no como mero lugarteniente del llamado Jefe Máximo. Exis­tía un radical enfrentamiento entre la concep­ción de cómo debería gobernarse el país y quién debería tener el mando supremo.

 

Las declaraciones de Calles no modificaron la conducta gubernamental. Por el con­trario, ocasionan la febril actividad de las ins­tituciones y las personas que activamente sostienen al presidente. Se crea entonces un Comité Nacional de Defensa Proletaria, como manifestación de apoyo de los sindicatos obreros más activistas. Similares reacciones políticas de apoyo aparecen entre los campesi­nos organizados, a quienes se les reparte la tierra a un ritmo no igualado por ninguno de los antecesores de Cárdenas. En general, la movilización política de ayuda al gobierno sa­cude al país.

 

Desde las declaraciones iniciales adversas al régimen, en junio de 1935, hasta el mes de abril del siguiente año se establece por diversos medios un proceso de reagrupamiento de fuerzas políticas.

 

Calles, como era de esperar, moviliza a sus incondicionales y a los organismos que lo siguen, como ocurre con cierto sector de la C.R.O.M. Presiona asimismo en el Con­greso; viaja, hace declaraciones y, en general, trata de formar una interna oposición al pre­sidente, extendiéndola a sectores no guberna­mentales.

 

Los organismos patronales, por su parte, aprovechan la situación, haciendo plantea­mientos públicos de diversa naturaleza. En Monterrey llegan incluso a amenazar con el paro, en señal de protesta por las demandas obreras. Se combinan así la tendencia callista con la que representan los peores proponentes del capital nacional de la época.

 

Cárdenas contraataca a unos y a otros. A los callistas, con la reorganización del ga­binete, declaraciones públicas y movilización de comandantes militares, sustituyéndolos por gente adicta a las instituciones.

 

Responde a la agitación patronal con una reafirmación, tanto de las metas de la Revo­lución mexicana como de las derivadas del Plan Sexenal. Contestar a los patronos signi­fica combatir ideológicamente también a Calles. A un mismo tiempo, se fortalecen los or­ganismos sindicales que apoyan al régimen y ya en febrero de 1936 aparece la Confedera­ción de Trabajadores de México (C.T.M.), encabezada por Lombardo Toledano.

 

En uno de sus múltiples viajes, al regreso de Estados Unidos, Calles reitera declaraciones antiobreristas y anticardenistas. El pre­sidente reafirma lo manifestado en  su infor­me presidencial de septiembre del año anterior, en el que dijo "ser el único responsable de la marcha política y social de la nación". Reiteración ideológica que es acompañada por la acción.

 

El presidente Cárdenas ha de tomar otras medidas. El día 10 de abril de 1936, Calles, en compañía de Luis León, Melchor Ortega y sintomáticamente de Morones, líder de la C.R.O.M., son expulsados del país. Calles, que en el momento de ser capturado se en­contraba leyendo Mein Kampf, de Adolfo Hit­ler, deja de ser el omnipotente mentor de los regímenes que le sucedieron. Su concepción política y vital queda así liquidada.

 

Es muy importante el proceso anterior, porque de allí arranca el predominio que en la actualidad ejerce el poder presidencial. Poder limitado temporalmente, es cierto, pero predominante al fin. Poder que, para los especialistas, se ha calificado como sistema político de orden presidencialista.

 

De igual manera hay que decir que las reformas cardenistas, sus medidas nacionalis­tas e independientes, significan un fortaleci­miento del papel del gobierno en la sociedad mexicana. Es evidente que ésa no era la in­tención de dichos actos públicos, mas la con­secuencia fue inevitable.

 

Al propio tiempo, el enfrentamiento entre Calles y Cárdenas provoca una revaloración de las coordenadas políticas en las que debe fincarse el Estado en México. Se elimina, como norma general, el haber pertenecido a la etapa armada de la Revolución como fac­tor decisivo para una carrera pública. Otras son ahora las bases del juego político: con­cretamente, en aquel sexenio la fidelidad a los principios más populares de la Revolu­ción.

 

El movimiento obrero se desarrolla con su propia lógica. Tanto a causa del ajuste de sus relaciones económicas y de poder frente a los patronos como a consecuencia de su creciente poderío y del apoyo que constituyó frente a Calles, consolida dicho movimiento su propia situación. Se hace realidad un pun­to programático del cardenismo y se solidifi­ca una nueva central obrera que aspira a ser la central única.

 

Del 26 al 29 de febrero de 1936 tiene lu­gar el Congreso Constituyente de la Central Sindical, que transcurre en medio de la lucha política y social que se ha descrito. Consti­tuye la culminación de una vieja bandera de las causas trabajadoras y se desarrolla bajo la influencia presidencial, en pleno conflicto con los patronos que encabezan los residen­tes en Monterrey.

 

Antes del Congreso, dichos industriales dirigieron una especie de “memorial de agra­vios” en el que manifestaban su oposición a la política laboral. No se trataba de meros planteamientos teóricos, sino de una oposición global acompañada de una abierta alu­sión al uso del paro en contra del movimien­to obrero y del propio gobierno.

 

Cárdenas responde con las conocidas de­claraciones del 9 de enero de 1936, documen­to reafirmador del papel del Estada en la sociedad mexicana, así como de los marcos en los que deben desenvolverse las relaciones obrero-patronales.

 

Por lo que toca al Estado, se reafirma ahí su papel de árbitro y "regulador de la vida social". Se reitera el respeto a la organi­zación sindical independiente y la necesi­dad de que exista una central de trabaja­dores. Es la responsabilidad social del Estado la que no sólo tolera, sino que canaliza “porque se ajusta a los términos de ley” la lucha de los trabajadores. Sus conquistas de­berán estar de acuerdo con la capacidad eco­nómica de las empresas.

 

Pese al apoyo otorgado a los obreros, debe observarse el énfasis en la primacía del Es­tado como heredero de las luchas históricas del país y como principal responsable de la sociedad. A las amenazas patronales se res­ponde así: "Los empresarios que se sientan fatigados por la lucha social pueden entregar sus industrias a los obreros o al gobierno. Esto será patriótico; el paro, no".

 

En tales condiciones adviene la C.T.M. Participan en ella la mayor parte de las organismos sindicales, excepto la C.R.O.M. y la C.G.T. Se trata tanto de sindicatos de in­dustria como de empresas, extendiéndose su jurisdicción a todo el país. De inmediato aprovecha la oportunidad de acelerar la organización de los trabajadores, según declaraciones del Consejo Nacional de la época.

 

Su poder político crece rápidamente. Se constituye en una clara fuente de apoyo gu­bernamental. Participa en las grandes deci­siones. Sus planteamientos vienen a ser piedra de toque para medir el rumbo del país. Se perfila como el elemento más dinámico de todos los sectores que apoyan al régimen y su programa de gobierno.

 

No obstante el peso específico que representa el número de sus agremiados, existen más razones que justifican su importancia durante el cardenismo. Desde una perspecti­va meramente política, los grupos obreros que participan en la C.T.M. son de una gran movilidad, con inmediata participación en ayu­da de concretas medidas políticas.

 

Desde otro punto de vista, la localización de la clase trabajadora es decisiva por su condición estratégica. Físicamente, se ubican cer­ca de las ciudades más importantes del país o en ellas. Forman, por tanto, un elemento sustancial de la vida política urbana. Su or­ganización supone un ente político de radical importancia.

 

A la vez son elemento estratégico para la economía. Dado que el México del sexenio cardenista tenía una industria que básicamen­te estaba en manos extranjeras, el movimien­to obrero organizado era claramente un instrumento activo del nacionalismo. Las huel­gas, las demostraciones, las demandas de mejoramiento económico y de servicios so­ciales, aparte su carácter reivindicatorio, pa­saban fácilmente a ser medidas políticas a favor de los intereses de la nación mexicana.

 

En estas condiciones se incrementó la importancia relativa del movimiento obrero or­ganizado, tanto en términos de su propia esfera de acción frente a los patronos de todo origen como manera de combatir la influen­cia y la intervención extranjeras. De sus lu­chas devino, en última instancia, la expropia­ción petrolera.

 

La cuestión agraria.

 

La cuestión agraria tuvo también, como ocurría en el sector obrero, dos aspectos prin­cipales. El primero de ellos es el referente al cumplimiento del artículo 27° constitucional, que obligaba a otorgar la tierra a quien la trabajara.

 

En segundo término, el propio reparto agrario derivó casi por lógica natural a una reorganización de la estructura social en el campo. Reorganización social que a su vez se virtió en la modificación de las bases del poder en la nación mexicana.

 

En su esencia, toda demanda agraria es la respuesta social a una problemática políti­ca. Además, en la historia de la humanidad las grandes reformas no han sido hechas vo­luntariamente, sino en medio de violentos en­frentamientos.

 

En un país en donde privan el latifundis­mo y la explotación del campesino es donde mejor se dan las condiciones necesarias para una transformación radical de la sociedad. En México, el problema campesino sería chispa y yesca para el fuego de la revolución.

 

La naturaleza de toda reforma agraria con­siste en la radical transformación de la pro­piedad: se basa en el reparto de la tierra al trabajador del campo y es una medida redis­tributiva de la riqueza y de las fuentes de trabajo. Modificar la tenencia de la tierra sig­nifica darle a quien la recibe la posibilidad de contar con medios de subsistencia propios y adecuados para una vida digna.

 

Paralelamente, toda verdadera transforma­ción del agro ha mejorado el funcionamiento económico de ese sector de la economía. El latifundio es, por su propia naturaleza, inefi­ciente. Al multiplicarse los propietarios o poseedores de la tierra se multiplican las opcio­nes para mejorar el incremento de su productividad.

 

Sin embargo, el objetivo histórico de las grandes reformas agrarias ha sido la justicia social y la redistribución del poder político, causas, como se ve, de tales explosiones so­ciales. En México, la redistribución del poder político no era frente a los latifundistas solamente, sino en relación también con el po­der público y el resto de las clases sociales nacionales.

 

La decisión cardenista de repartir aceleradamente la tierra nacía no sólo de necesi­dades políticas y programáticas, sino de una profunda convicción personal. Sostiene reiteradamente en sus memorias que sin una reforma efectiva de la tenencia de la tierra, ni campesinos ni indígenas reivindicarían plena­mente sus tan preteridos derechos, sin hallar la ruta de su liberación e integración al resto del país. Cuando fue gobernador de su esta­do natal, Michoacán, puso en efecto una reforma agraria, cuyo acelerado ritmo contras­taba con la lentitud existente en el resto de la nación.

 

Los grupos campesinos activos habían sido de la vanguardia renovadora del Plan Se­xenal. Se destacaron por admitir el inmedia­to reparto de tierra, pero también por  pro­poner medidas populares en otros órdenes. A su ascenso al poder se convirtieron en par­te de las fuerzas que sostenían a Cárdenas y a lo que él representaba.

 

Para el 1 de diciembre de 1934, cuando se efectuara  el cambio de régimen, sólo se habían repartido alrededor de 7,5 millones de hectáreas entre los campesinos, lo que repre­sentaba sólo el 3,9 % de la superficie de Mé­xico. Por su lado, Cárdenas reparte en sólo seis años, en contraste con los anteriores ca­torce y a partir del fin de la lucha armada, el 10,2 % de la superficie territorial. Se trata de un promedio de cerca de 280 hectáreas mensuales.

 

Este hecho nos habla por sí mismo. Hay un evidente deseo gubernamental de acelerar, por todos los medios, la redistribución de la tierra. Existe una clara conciencia de su premura, de su radical naturaleza como instru­mento que, a la vez, cumpla demandas de justicia social y modifique las estructuras existentes.

 

Existían varios principios de organización campesina. La herencia de Emiliano Zapata había dejado una serie de organismos que conjugaban el esfuerzo de dichos sectores. Es­fuerzo más bien utilizado, hasta entonces, en favor de candidaturas presidenciales. Es de­cir, se les había empleado como apoyo pre­sidencial, sin que, en verdad, se les hubieran otorgado las demandas que solicitaban.

 

Existía en Cárdenas una idea similar a la tenida con la clase obrera: los campesinos de­berían unificarse, sostener demandas solidarías y compartir las perspectivas políticas planteadas por los grupos triunfantes de la Revolución mexicana. Sin embargo, tales sú­plicas habían sido preteridas.

 

La C.G.O.C.M. apareció en 1933. Era, como se ha visto, una iniciativa de los gru­pos disidentes de la C.R.O.M. Se trataba de formar una coalición obrero-campesina. Se buscaba integrar un frente único de las cla­ses más oprimidas de México. Se trataba de un intento de aglutinar aquellos sectores del campesinado que tenían mayores problemas humanos, por concentración de la propiedad agraria.

 

Por su parte, la Central Campesina Mexicana (C.C.M.) es también producto de la crisis de 1929. Se conjuntan varios e impor­tantes líderes campesinos, entre ellos Flores Magón y Graciano Sánchez, para establecer un organismo que, en verdad, defendiera los intereses de los trabajadores del campo. Es un intento de enfrentarse a la crisis econó­mica y de solventar la aguda injusticia pre­valeciente entre sus miembros. Intento que fructificó al proponer y hacer de aceptación general, en el Plan Sexenal, una serie de directrices avanzadas.

 

La C.C.M. no era un organismo de orien­tación única. Coligaba varias corrientes polí­ticas. A nivel campesino, existía una serie de fuerzas no controladas por el maximato. Co­rrientes no sólo autónomas, sino incluso de oposición. Corrientes tal vez de fácil explo­sión ante el exiguo reparto de tierras acaeci­do en la época previa a 1934.

 

Cárdenas, ante el vigor político que demuestran los organismos campesinos duran­te la elaboración del Plan Sexenal, y vista su vocación y su compromiso personal e ideoló­gico hacia el campesinado, se obliga con dichos grupos para la realización de una refor­ma agraria que remueve el horizonte humano. Se trata de ir al fondo del problema, de efectuar la transformación más valiosa y autén­tica del México revolucionario.

 

Inmediatamente de acceder al poder, Cár­denas decreta la constitución de una central nacional de ejidatarios, el 9 de julio de 1935.

 

Independientemente del significado político de dicha medida, puede advertirse que está propugnando una forma de propiedad comu­nal por encima de las otras modalidades es­tablecidas en la Constitución. Forma de propiedad colectiva existente ya desde tiempos prehispánicos.

 

La organización del campesinado es requisito indispensable para recibir la tierra. A la vez, el reparto entre ejidatarios implica su estructuración como entes políticos salu­dables. Combinación de factores que llevó a la integración social y nacional de tan numeroso sector de la población mexicana.

 

El citado decreto encomendaba al partido oficial la organización de una central campesina. Se trataba de unificarlos, de que tuvieran un cuerpo nacional representativo. Medi­da social, pero de clara intención política, dada su condición mayoritaria en el país.

 

En la misma medida se especificaba que deberían crearse ligas campesinas a nivel es­tatal. Asimismo, que en cada entidad de la República tendría que establecerse una orga­nización campesina y que de ahí pasarían a federarse en una sola unión. Era un claro in­tento de hacer del hombre del campo una fuerza organizada, combativa y poderosa.

 

Fue lento el proceso de reforma de la or­ganización nacional. Apenas el 28 de agosto de 1938, se establece la Confederación Na­cional Campesina (C.N.C.), bajo el mando de Graciano Sánchez. Desde el primer momen­to, dicho líder exige que se establezca la ex­plotación colectiva, el sistema ejidal como meta. A la vez propone la cancelación de la deuda agraria, como medio de no gravar, aún mas, el problema económico que el reparto de tierras significaba para el gobierno y para la clase de los trabajadores del campo.

 

Un aspecto importante de la organización política de los campesinos estriba en su peso especifico. Inicialmente, como se ha podido entender, la central obrera propugnada por Lombardo estaba orientada hacia la unifica­ción obrero-campesina. Incluso en tal senti­do se fomentaron algunas asociaciones loca­les y estatales.

 

Es evidente que al presidente no convenía dicho tipo de unificación. La C.T.M. conser­vaba cierta independencia frente al Estado. Tenía un elevado grado de movilidad social y era poseedora de una estructura política ro­busta y propia. Condiciones todas que le otor­gaban un fuerte papel dentro de la política nacional.

 

Se tomó la decisión, por tanto, de no intentar la unificación obrero-campesina como organismo al margen de las directrices polí­ticas estatales. En cambio, se constituye la C.N.C., pero dentro del partido oficial, como uno de los sectores del reorganizado Partido de la Revolución Mexicana (P.R.M.). Se bus­ca de esa manera un equilibrio entre las di­ferentes bases populares del régimen.

 

Puede observarse, de manera sucinta, que el reparto agrario, independientemente del ca­rácter reivindicatorio de los derechos del campesinado, llevaba a la reorganización de la sociedad mexicana. A la constitución de estratos organizados y poseedores de la tierra. A la estructuración, en suma, de la clase social más abundante de la época.

 

Reorganización social.

 

Al iniciarse su período de mandato, el pre­sidente de la República contaba con una corriente de simpatía entre los sectores más avanzados de la Revolución mexicana. Se ha observado también que existía una fidelidad estricta de Cárdenas a los principios del Plan Sexenal. Sin embargo, el apoyo popular era más bien abstracto, visto en términos de or­ganización política.

 

Por su lado, el P.N.R. (Partido Nacional Revolucionario) fue concebido a base de representación personal de caudillos, jefes políticos y, en general, gente que individualmen­te representaba cierta dosis de poder. Por tanto, no se trataba de un verdadero partido político, sino de alianza entre individuos con poder de control sobre ciertos organismos o fuerzas sociales.

 

Desde un principio, el general Cárdenas observa la necesidad de un verdadero instru­mento de apoyo a su política. Durante su gira en la campaña presidencial se percata del va­cío de poder que significaría una población insatisfecha y no estructurada. Dada su con­cepción ideológica, era necesario contar con un elemento sustancial, tanto de presión como de sustento a la política gubernamental.

 

Concibe al Partido de la Revolución Mexicana como un organismo de masas, como una organización estructurada sectorialmen­te. Se minan de esa manera las bases de mu­chos cacicazgos regionales y de muchos señoríos estatales. Tal deseo renovador se manifiesta tan pronto como se liquida el ma­ximato callista.

 

Una vez canceladas las opciones callistas para modificar la conducta gubernamental, continúa incluso la división de facciones, Subsisten partidarios del antiguo régimen que se oponen a las medidas oficiales; pero a la vez, dentro del grupo oficial, existen corrientes contrapuestas. En estas  condiciones era ne­cesario un instrumento que permitiera encau­zar la situación.

 

Paralelamente a lo anterior, el crecimien­to de la fuerza obrera y campesina propicia­ba un reordenamiento de la situación. Y no sólo eso, sino que era además imperativo el encontrar un canal de expresión política para los organismos que iban surgiendo. Con di­cho propósito se crea o, más bien, se vuelve a crear el partido oficial.

 

Fue concebido como un órgano de múltiple representación, siendo tres sus sectores principales: el obrero, el campesino y el mi­litar. Además, según decía Lombardo Tole­dano, "se trata de asociar al proletario con el campesino, a los trabajadores intelectuales, a los artesanos, al pequeño comerciante, al agricultor en pequeño, a todos los sectores de la clase media y al  ejército".

 

Política educativa.

 

En la Convención que redactó el Plan Se­xenal del Partido Nacional Revolucionario, base del programa del gobierno cardenista, se postuló que la educación socialista debería ser establecida en México. Ni Calles ni el entonces presidente Rodríguez secundaban una propuesta política de tamaña magnitud. Calles tenía la intención de fundarse en tal plan­teamiento con objeto de promover una cam­paña para limitar el control clerical de las escuelas privadas, arma antirreligiosa que ha­bía ya utilizado para distraer la atención del país de cuestiones más importantes.

 

Cárdenas recibe ese compromiso del Plan Sexenal y diseña una serie de medidas para implantarlo. Sin embargo, desde el primer momento intenta quitar a la Reforma Educa­tiva su explosivo contenido anticlerical. Más bien promueve la idea de que la educación debería ser un gran instrumento de cambio social y no limitarse a cuestiones tan parti­culares y concretas.

 

Desde luego el concepto mismo de socia­lista, con todas sus implicaciones, chocaba con la realidad social económica del momen­to. Dicho choque con la realidad actual hacía del problema una de las mejores banderas ante Cárdenas por parte de los intereses crea­dos; más aún, cuando empezaron a ser tomadas medidas tales como la de la reforma agraria.

 

La reforma educativa es implantada por un cambio en el artículo 3° constitucional el 19 de octubre de 1934, un mes y medio antes de que Cárdenas asuma el poder. Los debates en las Cámaras revelan que no había precisión en cuanto al uso del concepto socialis­mo. En ellos se demuestra también que, junto con la educación socialista, se hablaba de edu­cación racionalista e incluso se usaban tér­minos indiscriminadamente.

 

Esta ambigüedad doctrinal de origen, esta imprecisión desde la base, provocó, al mes del debate, dificultades concretas para el go­bierno. No se elaboraron programas pedagó­gicos orientados en un solo sentido, sino muy a menudo contradictorios entre sí. Por tanto, aumentó la confusión.

 

Cárdenas mismo sostuvo, públicamente, que la educación socialista debería dar pri­macía a las necesidades sociales por encima de los individuales. Se trataba de expresar que en un sistema no explotador, existiría una verdadera libertad dentro de un contexto social también libre.

 

Pero independientemente de esta confusión conceptual, dejando aparte dicha falla de base, se advertían líneas claras en cuanto a la extensión de la educación en el país. Al lado del reparto de tierras se abren escuelas rurales, que se duplican en los seis años de gobierno cardenista. Se establecen el Institu­to Politécnico Nacional y el Departamento de Educación Obrera. Ambas instituciones indi­caban, por una parte, la orientación. obrerista del presidente y, por otra, su deseo de independizar tecnológicamente al país, dentro de la posición antiimperialista que será descrita más adelante. Muy claramente se hablaba de "crear la industria y... abandonar la condición de economía semifeudal", como afirmaba un secretario de Educación de dicha época.

 

Existe la intención de llevar a la educa­ción a todos los sectores sociales y a todos los rincones del país, hecho que se refleja en que la educación recibía en promedio más del 17 % del presupuesto total. En esta línea de acción se destaca el esfuerzo hecho en favor de las comunidades indígenas.

 

Otra línea definida de acción era la de in­tegrar la educación al resto de las reformas emprendidas, como instrumento autónomo a la vez que complementario. Se quería ilus­trar, con la idea de que la actividad individual se desarrolla en ciertos marcos econó­micos y sociales. Sin la solidaridad social, la actividad individual no sólo no sería posible, sino incluso negativa. En general, se intenta­ba que respondiera a ese momento de grave transición que vivían México y  el mundo.

 

Política exterior: la expropiación petrolera.

 

Existe una necesaria correspondencia en­tre política exterior y acción gubernamental. Esto es particularmente cierto en aquellas épocas en las que una nación reordena sus estructuras, recrea caducas formas de vida y, en suma, procura dar un vuelco al orden de cosas existente. Vuelco realizado por el régi­men de Lázaro Cárdenas, cuyas dimensiones se han esbozado ya.

 

El México de los años 30 se destaca por su dependencia del exterior. Se caracteriza por la influencia enorme de los intereses pro­venientes del extranjero en las ramas agraria, minera e industrial, especialmente en estas dos últimas. De donde se desprende que tan­to el reparto de tierra como la sindicalización creciente de los trabajadores y su lucha por compensar el desequilibrio en el salario y sus niveles de vida derivan del enfrentamiento con grupos exteriores de enorme poder económico y político.

 

Se trata de grupos de acción tradicional, que recurren a sus gobiernos con objeto de exigir una justicia, valga el término, extralegal, y así recuperar su posición o lograr altas indemnizaciones. Es la actitud típica de in­tereses de ciudadanos o grupos financieros, provenientes de grandes potencias, que se quieren escudar, como siempre, tras el peso de sus gobiernos y lograr una situación de privilegio.

 

Las reclamaciones extralegales, a base de presión gubernamental extranjera, fueron múltiples en el período cardenista. Se dieron, como es explicable, en todos los órdenes de la vida nacional. Pero adquirieron un dramá­tico perfil en el caso de los intereses petroleros.

 

Durante muchos años, las compañías petroleras inglesas, norteamericanas y holande­sas habían evadido el cumplimiento de una serie de disposiciones legales, bien sea de la propia Constitución mexicana, bien de las le­yes de ella emanadas Tan cierto es que cons­tituían un enclave con respecto al resto de la sociedad mexicana, que durante el período de plena lucha armada, de 1912 a 1917, la pro­ducción del energético se mantuvo en constante crecimiento.

 

En el período que va de 1901 a 1933 se produjo un promedio de 53 millones de barriles de petróleo crudo al año. Cifra ésta aproximada, dado que, para evitar el pago del impuesto por barril, las compañías extranjeras se las arreglaban para embarcar el producto de contrabando. Es interesante destacar que en el año 1918, cuando aún se sentían las convulsiones del movimiento armado, Méxi­co fue el segundo país productor del mundo después de los Estados Unidos, con alrededor de 64 millones de barriles. Para 1921 el país alcanza su máxima producción, con cer­ca de 180 millones de barriles. Conviene hacer notar también que a partir de ese año disminuye la producción, no por causa de sus yacimientos, sino debido a que el Estado me­xicano se encuentra ya en mejores posibilidades materiales de controlar a las compa­ñías y éstas lo acusan.

 

Ahora bien, se desemboca en la expropia­ción a causa de la reorganización social em­plazada por el régimen de Cárdenas. Una política constante de las compañías petroleras había sido el control de los trabajadores. Por la lucha armada habían formado las llamadas guardias blancas, grupos paramilitantes des­tinados a impedir cualquier acción en su territorio y evitar la difusión, entre sus traba­jadores, del movimiento reivindicatorio.

 

Con posterioridad a la época de las guar­dias blancas, las compañías habían manipu­lado de diferentes maneras a sus trabajado­res. Una de ellas consistía en el sostenimiento de sindicatos totalmente adictos a las empresas. A la vez impedían cualquier esfuerzo por formar una agrupación sindical nacional, ver­daderamente fuerte y representativa. Ambas tácticas eran acompañadas de la corrupción de autoridades locales y nacionales para evi­tar una alteración del estado de cosas.

 

En estas condiciones, y dada la importancia nacional de la producción petrolera, la or­ganización de sus trabajadores se convirtió en uno de los objetivos principales del sindi­calismo en ascenso. Para 1936, a menos de dos años del régimen de Cárdenas, se había formado el Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana (S.T.P.R.M.), que de inmediato se incorporó a la C.T.M. Como sindicato nacional planteó, de acuerdo con la ley del trabajo de 1931, la firma de un contrato colectivo de trabajo, al que se acom­pañaba un aumento salarial y de prestaciones, para compensar el descenso en el nivel de vida originado por la crisis de 1929.

 

Dada la importancia de la industria, es fácil suponer que el presidente Cárdenas seguía atentamente el desarrollo de las relaciones entre empresa y sindicato. A la vez se sabe que uno de los hechos fundamentales en la orientación ideológica y política del general lo recibió cuando, hacia la mitad de los años 20, fue comandante militar de la zona que abarcaba los principales campos petroleros de Veracruz. Así, no resulta extraño observar que del enfrentamiento empresa-traba­jadores se pasa a un verdadero conflicto entre los capitales del petróleo y el gobierno de la nación.

 

El conflicto se desarrolla durante los años 1936 y 1937. Es de notar que durante este período tanto las compañías como el sindica­to luchan frente a los tribunales y de acuerdo con la legislación laboral vigente, lo que implica la aceptación de las partes del arden ju­rídico prevaleciente. Al final del período des­crito, ambos lados estaban sujetos a un dictamen pericial ordenado por la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje.

 

El 18 de diciembre de 1937, la Junta Fe­deral emite un fallo en el que adopta las con­clusiones del peritaje que ha ordenado. Los peritos sostienen que la empresa está en ap­titud de conceder salarios y prestaciones por una suma general de 26 millones de pesos, suma que contrasta con la petición obrera ini­cial, que ascendía a unos 70 millones. Sin embargo, las compañías se niegan a aceptar el fallo y ofrecen un máximo de 20 millones de pesos.

 

Los intereses petroleros ahora se lanzan hacia dos frentes. En el interno apelan ante instancias jurídicas superiores, ante la Supre­ma Corte de Justicia de la nación. Políticamente, a la vez, financian una campana en contra del régimen y de los organismos obreros que incluso llega a la contratación de gru­pos armados antisindicalistas.

 

En lo internacional, las compañías se acogen a la protección de sus respectivos gobiernos. Retiran sus depósitos de los bancos mexicanos. Envían equipo nuevo, carro y bu­ques-tanque y otros fuera del país. Conciertan, en suma, una provocación abierta del caos económico de este sector tan importante para la vida nacional.

 

El día 10 de marzo de 1938, la Suprema Corte niega la apelación y ratifica el laudo de la Junta. El conflicto deja de ser meramente jurídico, de ser meramente obrero-patronal, y las compañías deciden enfrentarse al orden establecido, basadas en la prepotencia de los gobiernos de sus países de origen, sin duda para hacer del problema una lección para otros países explotados por ellas.

 

Se niegan a acatar la decisión de la Su­prema Corte de Justicia. Aun así, Cárdenas interviene personalmente en las negociaciones con el objeto de llegar a algún arreglo. Las compañías tienen la convicción de que el presidente cederá y modificará las condi­ciones del fallo. Sin embargo, el 18 de marzo de 1938 el presidente Lázaro Cárdenas decreta la expropiación de todas las compañías petroleras, extranjeras o mexicanas. La reacción internacional no se hizo esperar.

 

La defensa de las compañías es encabezada por Estados Unidos, pese a que la má­xima productora de petróleo era en 1936 la compañía inglesa "El Aguila", con un 60 % de la producción total. El Departamento de Estado  norteamericano reconoce el derecho de México a la expropiación, pero exige la indemnizaci6n “inmediata y adecuada”, según una fórmula concreta de su política en estos casos. Era evidente que, dadas las condiciones económicas del país, esta petición era imposible de cumplir. A la vez, la presión de las compañías logra que el gobierno nor­teamericano suspenda el contrato de compra de plata con México y que sólo se compre día a día.

 

Las propias compañías establecen un boi­cot mundial del petróleo mexicano, así como del suministro de materiales y piezas de refacción. El gobierno de Inglaterra desconoce el derecho a la expropiación, declara el caso "arbitrario" y presenta múltiples notas de protesta hasta que el gobierno de México retira a su embajador en Londres y pide que el inglés haga lo mismo.

 

A pesar de esto, el gobierno mexicano no cede. Dadas las condiciones del mundo, es el propio presidente Roosevelt quien interviene, por consejo de su embajador en México, Josephus Daniels, y no radicaliza la posición. La actitud se debe, por una parte, a que deseaba cuidar su frente del sur, su frente la­tinoamericano, y, a la vez, a que también tenía, en ese preciso momento, conflictos con los grandes capitales de su país.

 

La actitud del gobierno norteamericano fortalece la posición mexicana. Y aunque México se ve forzado a vender petróleo a los países del Eje, en contra de cuya polí­tica fascista, agresiva y prepotente había es­tado en todo momento, se conserva un acer­camiento con los Estados Unidos, que incluso se incrementa hacia el final del sexenio car­denista. En última instancia fue la lucha an­tifascista la que propició dicho acercamiento.

 

En las condiciones del momento, dado el grado de desarrollo del país y vistos el tama­ño y el poderío de las empresas petroleras, la gallarda actitud del gobierna del presidente Cárdenas anticipó las luchas reivindicato­rias de los países del Tercer Mundo en con­tra de la intervención económica y del imperialismo.

 

Política exterior: antiimperialismo y lucha contra el fascismo.

 

El régimen de Lázaro Cárdenas, como hemos visto, al promover la reorganización es­tructural del país tiene que enfrentarse a obs­táculos exteriores. Se trata de obstáculos poderosos y evidentes, derivados del estado económico y de los lazos establecidos por los extranjeros que funcionaban en el territorio mexicano. De ahí se desprende que, como lo señala Tzvi Medin, el antiimperialismo sea el principio fundamental de su política exterior.

 

La actuación cardenista se ubica también en el contexto del proceso que estaban su­friendo las relaciones de América Latina y los Estados Unidos. La conocida política de “buen vecino” de Roosevelt tenía la clara in­tención de limar las asperezas existentes con sus vecinos del Sur. Ya desde su ascenso al poder promueve, en 1933, la Conferencia de Montevideo, que marca un nuevo hito, para la época, en tales relaciones. En ella se reco­noce, aunque con reservas norteamericanas, la no intervención como base esencial de la política de los países del continente. Conferen­cia a la cual seguirán las de Buenos Aires en 1936, Lima en 1938, Panamá en 1939, La Habana en 1940 y la de Río de Janeiro en 1942, en las que se establece toda una estra­tegia continental, interna primero, y contra el Eje después.

 

La serie de conferencias ilustra el indu­dable interés de los Estados Unidos por crear y conservar una imagen de igualdad frente a sus vecinos del Sur. Por supuesto que existía una razón estricta en la posición norteameri­cana: la amenaza asesina del fascismo se cer­nía en Europa y el resto del mundo. El desenvolvimiento de los regímenes nacionalso­cialistas, fascistas y militaristas obligaba, estratégicamente, a cuidarse las espaldas en América Latina.

 

Cárdenas utiliza el peculiar panamerica­nismo de Roosevelt para fomentar sus pro­pios intereses. Crecientemente, utiliza la co­yuntura para formar un frente que de esta manera neutralice la prepotencia norteameri­cana. Crecientemente también, reitera la necesidad de la unión de América Latina tanto en términos de las relaciones de esta zona con Estados Unidos como de las relaciones con el resto del mundo.

 

Conviene destacar que en la Conferencia de Montevideo los Estados Unidos no habían aceptado plenamente la no intervención. En cambio, en 1936 es precisamente la formula­ción mexicana de dicho principio la que sirve de base para su perfeccionamiento y acepta­ción por todos los estados del continente.

 

La colaboración continental fue puesta en peligro, obviamente, por la expropiación petrolera. Sin embargo, prevalece el temor a la agresión fascista y a los Estados Unidos; dada la situación de Europa, tiene que tolerar, como ya se ha visto, dicho acto reivin­dicatorio: fue más fuerte el temor a la prepotencia nazi que la presión de las compañías extranjeras.

 

Otra característica esencial del régimen cardenista pudo fácilmente solidarizarse con las transformaciones necesarias positivas que se estaban efectuando en naciones de tan ar­caicas estructuras de injusticia.

 

Existía además otra verdad objetiva: la de que aquellos intereses adversos a la Repúbli­ca española, inspirados y alimentados económicamente por la Alemania nazi y la Italia fascista, eran de la misma estirpe de los enemigos de las transformaciones que se esta­ban realizando en México.

 

Al producirse la guerra civil española, el régimen mexicano multiplica su colaboración con la República. En unión con la U.R.S.S., es México el único país que en verdad ayuda a las fuerzas republicanas. El 31 de mayo de 1937, México exige en la Sociedad de Naciones que en verdad se respete la neutralidad internacional y se establezca una distinción entre los gobiernos verdaderamente legítimos, que sufren la agresión totalitaria, y aquellos que son los agresores, sostenidos desde el ex­tranjero. En este sentido no sería ruptura de la neutralidad ayudar a los regímenes legíti­mos, por lo que exige se multiplique el auxi­lio a la República española.

 

La posición mexicana sigue una línea to­talmente coherente. El drama español es asu­mido y compartido en gran medida. Al triun­fo de la intervención extranjera, cuando las fuerzas republicanas españolas son derrota­das gracias, por una parte, a la actitud de neutralidad de los países supuestamente liberales y democráticos, y por la otra, gracias a la intervención material derramada por el totalitarismo nazifascista, el país abre sus puer­tas a los refugiados españoles. A la vez, su actitud multiplica la agitación de grupos afiliados al fascismo en México y dedicados tanto a oponerse a las medidas cardenistas como a organizar actos de agresión en contra de las organizaciones obreras y populares.

 

Por lo que toca a la intervención en Etio­pía, desde el primer momento México se opone a la invasión italiana. Se convierte, en la Sociedad de Naciones, en un decidido defen­sor del régimen depuesto. Vota en favor de las sanciones económicas contra Italia y, al ser levantadas éstas en julio de 1936, México protesta con todo vigor e incluso llega a retirarse, por un tiempo, del organismo. Reacciones similares ocasionaron la anexión de Austria y la invasión de Polonia por las hor­das nazis.

 

Sin embargo, la política exterior mexicana estaba inevitablemente supeditada a las intereses nacionales. De esa manera, cuando la expropiación del petróleo ocasiona el boi­cot de las compañías privadas en el mundo, el país se ve obligado a vender su petróleo a Japón, Alemania e Italia. La necesidad objetiva se impone a la posición política e ideológica. Por lo demás, en ese momento y hasta la conflagración mundial, las compañías petroleras norteamericanas suministraron pe­tróleo a las potencias totalitarias, con el pleno consentimiento de los gobiernos de Estados Unidos e Inglaterra, e incluso, una vez que estalló el conflicto en Europa, aquellas conti­nuaron con sus ventas, pese a que supuesta­mente había una relación particular entre Estados Unidos, Francia e Inglaterra.

 

Este rechazo de la intervención extranjera llevó al gobierno de México a que condenara, en forma enérgica, la invasión soviética de Finlandia, en intensidad y forma similares a las empleadas en los casos de la República española, de Etiopía y de Polonia. Se trataba meramente de seguir una línea coherente en asuntos exteriores.

 

Puede observarse en la anterior descrip­ción que la actuación internacional de Méxi­co prefigura también aquí la de los países que forman el llamado Tercer Mundo. La de­fensa de los intereses nacionales frente a las fuerzas económicas externas; el antiimperia­lismo como principio básico; la exigencia del respeta de la no intervención y autodetermi­nación de los pueblos son parte del legado cardenista, parte de la ineludible experiencia histórica del país.

 

Los principios de la política exterior cardenista fueron expresados en todos los foros internacionales, tanto en las Conferencias Pa­namericanas como en la Liga de las Naciones, a bien en las reuniones organizadas por México, tales como el Congreso Internacional contra la guerra y el Primer Congreso Obrera Latinoamericano, en los que se plan­teó su defensa. Actitud congruente con los cambios internos promovidos.

 

Paralelamente, cuando se habla de defen­sa se está utilizando el término de una ma­nera precisa. La dependencia de México fren­te al exterior obligaba a tener una actitud que fuera de pleno apoyo a las transformaciones en marcha. Pero, a la vez, el término defensa no implicaba la adopción de una actitud pasiva, sino, muy al contrario, de plena inicia­tiva y ductilidad.

 

Por lo demás, los aires en esos años no eran muy propicios para los regímenes de avanzada. La proliferación del fascismo, del nacionalsocialismo y, en general, del milita­rismo obligaban a una política firme, de decidido rescate de la soberanía nacional y resguardo de las interferencias externas. Actitud firme y decidida que ya se ha descrito.

 

Bibliografía.

 

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Lombardo Toledano, V. Teoría y práctica del movimiento sindical mexicano, México, 1961.

 

Medin, T. Ideología y praxis política de Lázaro Cárdenas, México, 1972.

 

Townsend, W. C. Cárdenas, demócrata mexicano, México, 1959.

 

124.            Vasconcelos y la educación pública.

 

Herencia y precursores.

 

La educación pública ha sido uno de los problemas de mayor importancia presentados en el marco de la sociedad y el Estado mexicanos. Durante la época virreinal depen­día casi exclusivamente de la Iglesia y, en menor proporción, de los particulares. El Es­tado dictaba disposiciones generales a través de cédulas y ordenanzas. Posteriormente, en el siglo XIX, la administración pública atendería la educación a través del ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos, que a la pos­tre quedó en Secretaría de Justicia e ins­trucción Pública hasta que en 1905 dicha dependencia del Poder Ejecutivo se separó para dar lugar a dos organismos: la Secretaría de Justicia, y la de Instrucción Pública y Bellas Artes.

 

Antes de que esto sucediera, el Estado liberal estableció, con las Leyes de Reforma, la libertad de enseñanza para combatir el monopolio educativo eclesiástico. Una com­pañía particular, la lancasteriana, fue elemen­to de singular importancia en la educación elemental durante el siglo XIX. Asimismo, grupos de extranjeros fundaron escuelas, recuérdese el Liceo francés. Finalmente, el Estado creó la Escuela Nacional Preparatoria en 1867 y continuó patrocinando las diversas escuelas superiores ubicadas en el Distrito Federal. Muchos gobiernos estatales impulsaron la educación en sus respectivas jurisdicciones a través de escuelas elementa­les, preparatorias e institutos de Ciencias y Artes. Justo Sierra fue el encargado de la nueva Secretaría de Instrucción Pública, cuyo radio de acción estaba limitado al Distrito Federal, puesto que cada gobierno estatal era responsable de la educación en su propia localidad.

 

Sierra fundó algunas escuelas rudimenta­rias que ayudarían a satisfacer la demanda educativa del Distrito Federal. Llevó la enseñanza hasta lugares apartados del mismo, como Milpa Alta, Tláhuac y Cuajimalpa, entonces precariamente comunicados con la Ciudad de México. Pero los esfuerzos del insigne educador no fueron suficientes para hacer que se redujera el elevado número de habitantes que no podían utilizar el idioma oficial del país más que en forma oral. El analfabetismo alcanzaba en todo el territorio nacional la elevada cifra del 80 %.

 

Tal situación preocupó a los ideólogos precursores del movimiento armado. En su Plan y Programa de 1906, el Partido Liberal dedicó cinco puntos en los cuales expresó su deseo de multiplicar las escuelas primarias, "en tal escala que queden ventajosamente suplidos los establecimientos de instrucción que se clausuren por pertenecer al clero". Asimismo se establecía la obligación de im­partir enseñanza netamente laica, ya fuera en los establecimientos del gobierno o en los particulares. La instrucción se declaraba obligatoria hasta la edad de catorce anos y se ofrecía pagar buenos salarios a los maestros de instrucción  primaria. Finalmente, los liberales consideraban necesario hacer obligatoria la enseñanza de rudimentos de artes y oficios, la instrucción militar y prestar especial atención a la instrucción cívica.

 

Por medio de tales postulados se preten­dió hacer extensiva la educación, de tal mane­ra que se dieran bases igualitarias a la socie­dad para ser efectivamente liberal y en la que la libre competencia se diera a partir de situaciones similares, eliminando el prevale­ciente aristocratismo.

 

El Partido Democrático, por su parte, consagró un importante párrafo de su mani­fiesto de 1909 a la educación, expresado con los siguientes términos: "El Partido Democrá­tico, que considera el ejercicio de la ciudada­nía como el único medio posible de conser­var la independencia de la Patria, sabe que solamente la escuela que educa puede formar verdaderos ciudadanos, conscientes de sus deberes y capaces de defender sus derechos; y por eso estima que el problema político del país es, en el fondo, el problema de la educa­ción nacional. La escuela gratuita, obligatoria, laica y cívica: en ella está la Patria. Todo lo que se haga para difundir la educación primaria, para darle al indio la lengua de la civilización e incorporarlo a la Patria, para salvar a los niños de las garras infanticidas del capitalismo industrial y agrícola y hacerlos inviolables en el sagrario de la escuela, parecerá siempre poco, será siempre poco. ‘Después del pan, la educación es la primera necesidad del pueblo’, dijo y sigue siendo la palabra profética de Danton. Urge, pues, formar al maestro, al maestro mexicano, hacerlo legión, legión sagrada que lleve a través de nuestro territorio la verdad, el bien, la belleza, el civismo, como banderas blancas de con­cordia y de vida. La Escuela Normal será el surtidor que fecunde las escuelas primarias, el alma mater de la Patria mexicana. Para que la enseñanza normal cumpla tan altos destinos es preciso unificarla, recomendán­dola a la Federación: sólo dentro de la unidad de programa y de método puede ser armónica y eficaz, centro sólido y fecundo de difusión científica."

 

Los precursores ideológicos dieron así algunos elementos que posteriormente se incorporarían a la legislación educativa na­cional: la obligatoriedad de la educación pri­maria y su unificación a través del gobierno federal.

 

Un decenio difícil.

 

Del triunfo de la primera revolución (1911) al momento en que se concomienda la dirección de la política educativa nacional a José Vasconcelos (1921) no se realizan acciones prominentes en el terreno educativo, pero sí se logra experimentar diversas solu­ciones del problema. Durante el interinato de León de la Barra, el doctor Vázquez Gómez, encargado de Instrucción Pública, de­sarrolla las escuelas rudimentarias, lo cual, si no alcanzó los objetivos propuestos, por lo menos acercó a los maestros con medios tra­dicionalmente olvidados. En este sentido, más que educar de acuerdo con programas y métodos pedagógicos, la escuela rudimen­taria funcionó como semillero revolucionario. Piénsese que de esta manera personas como Otilio Montaño pudieron ser líderes o profetas de movimientos tan importantes como el zapatista. El nombre del coautor del Plan de Ayala sirve muy bien de ilustración para indicar la trascendencia del profesor de pri­meras letras en los medios rurales.

 

Muchos profesores habrían de convertir­se en ideólogos o generales revolucionarios. Plutarco Elías Calles, en Sonora; Jesús Ro­mero Flores, en Michoacán y Aurelio Manri­que, en San Luis Potosí, destacarían posteriormente. También hubo maestras revolucionarias como la jaliciense Atala Apodaca de Ruiz Cabañas.

 

Sin lugar a dudas, el mayor logro alcan­zado en materia de política educativa fue el artículo 3° de la Constitución de 1917. A través de él se elevó a precepto legal lo que había sido idea precursora. Pese a la oposición que se le presentó, el texto propuesto por Fran­cisco J. Múgica, daba al Estado la mayor preponderancia educativa conocida en la his­toria de México. Asimismo, el artículo 123° esta­blecía la obligación de abrir escuelas en los medios apartados de las ciudades donde hu­biese centros fabriles. Si bien estas disposi­ciones constitucionales tardaron en hacerse efectivas, por lo menos ofrecían un firme punto de partida.

 

Durante la administración carrancista (1917 - 1920) la educación pública no alcanzó un progreso notable. La supresión de la Secre­taría de Instrucción Pública y Bellas Artes fue hecha con un espíritu indudablemente democrático, para que fuera el ayuntamiento y no la federación quien se encargara de la promoción escolar. La realidad superó al deseo, debido a que el municipio no disponía de suficientes recursos económicos para satisfacer la demanda educativa. La sociedad mexicana requería un mayor esfuerzo.

 

El momento de Vasconcelos.

 

A mediados de 1921 el presidente Obre­gón realizó la primera reforma constitucional y crea la Secretaría de Educación Pública, con miras a que la federación coordinara la tarea educativa nacional. Puso al frente del nuevo organismo a quien desempeñó la rectoría de la Universidad Nacional, el licenciado José Vasconcelos. La Secretaría quedó repartida en tres departamentos: el Escolar, el de Bibliotecas y el de Bellas Artes.

 

Sin embargo, no fue la capacidad admi­nistrativa de Vasconcelos lo que imprimió su carácter peculiar a la educación obregonis­ta, sino porque aquel mentor era un pensa­dor con ideario creador. Vasconcelos no se sumó al nacionalismo revolucionario, puesto que era uno de sus inventores. La educación pública se entendía, como antes lo había ma­nifestado Múgica en el Constituyente, como el elemento unificador de la nacionalidad. Por ello Vasconcelos extendió la instrucción a los indígenas que habían permanecido ajenos al proceso de incorporación "natural" desarrollado durante el siglo XIX. La escuela rural logró efectuar lo que se había querido hacer con la escuela rudimentaria, al mismo tiempo que se utilizaban modernas técnicas pedagó­gicas.

 

Para los maestros de entonces no era desconocido el sistema de María Montessori, aunque el más difundido fue el de la "escuela de la acción", del norteamericano John Dewey, de quien en 1923 se dio a conocer su obra en castellano.

 

Con Vasconcelos se trató por lo menos de poner en práctica una educación que no terminaría en la mera transmisión de conoci­mientos, sino que el libro y las artes desem­peñarían un papel decisivo dentro de lo que podría llamarse "educación integral". Junto al núcleo de las escuelas se abrieron bibliotecas públicas en lugares apartados, surtidas con las ediciones que la Secretaría de Educa­ción publicaba. Entre ellas destacan los dos volúmenes de Lecturas clásicas para niños, seleccionadas y adaptadas por Gabriela Mis­tral, Palma Guillén, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Gilberto Owen y, en general, el grupo que años más tarde se darían conocer como la generación de "Contemporáneos". Para los jóvenes y adultos se hicieron ediciones de los clásicos de la literatura universal, antiguos y modernos.

 

El nacionalismo adquiría su expresión es­tética en los murales que decoraban escuelas, edificios públicos y asimismo teatros al aire libre con decoraciones de típicos motivos mexicanos, todo ello a instancias de Vasconcelos. En estos últimos se ofrecían conciertos y funciones, donde se difundieron obras de creación local. Indudablemente la época de Vasconcelos es una de las pocas en las que la política educativa ha partido de una idea bien concebida y donde las improvisaciones sur­gieron para dar cauce a la idea, pero sin improvisar precisamente el núcleo fundamental del cual partiría todo. También en la misma época se fundaron dos bibliotecas, la Hispa­noamericana, destinada a difundir el pensa­miento y la creación del  subcontinente, y la Cervantes, especializada en literatura. El presupuesto estatal para la educación llegó a ser del 15 %, cifra sin precedentes y sólo superada en la época de Lázaro Cárdenas.

 

Moisés Sáens y Narciso Bassols.

 

José Manuel Puig Casauranc sucedió a Vasconcelos en la Secretaría de Educación, encomendando la subsecretaría al profesor Moisés Sáenz. Este se caracterizó como par­tidario de la escuela de la acción. A partir de ella se orientó toda la educación pública, con especial cuidado en la educación indígena. Sáenz fue un destacado indigenista; con su labor pudo continuar la de Vasconcelos, aho­ra en una etapa en que el optimismo cedió su lugar a una mejor preparación. Sin embargo, la acción educativa parecía haber perdido unidad.

 

Durante la época del "maximato" la Secretaría de Educación Pública estuvo a las órdenes del licenciado Narciso Bassols, tras un intermedio en el cual el titular de la dependencia sería Ezequiel Padilla. Puig Ca­sauranc y Sáenz hubieron de enfrentarse al conflicto religioso, que en el ramo educativo adquiriría momentos de gravedad. Uno de los motivos políticos que animaron a los cristeros a la lucha fue la aplicación del artículo 3°. En represalia asesinarían a gran cantidad de profesores rurales tras cortarles las orejas.

 

Padilla siguió por los caminos de la concilia­ción y Bassols trató de seguir adelante con la política educativa.

 

Nota característica de la administración de Bassols fue la introducción de la educación sexual, sobre todo en la Escuela Secundaria, que desde 1925 comenzó a funcionar en Mé­xico. Anteriormente, el ciclo de la educación media correspondía a la preparatoria. La se­cundaria, de tres años, descargaba a la universidad de parte del ciclo preuniversitario, dejándolo en sólo dos años, previos al ingreso en escuelas profesionales. En realidad, la educación sexual no era más que una clase de higiene; pero el nombre aterró a la pudiente sociedad capitalina, que no tardó en reaccionar contrariamente a las disposiciones minis­teriales, de tal modo que hubo que echar mar­cha atrás.

 

La educación socialista.

 

En 1934 se elaboró el plan sexenal del Gobierno que serviría de programa de acción al presidente de la República, plan emana­do del Partido Nacional Revolucionario. En el capítulo correspondiente a la educación, el Plan Sexenal introducía una modalidad orien­tadora de la educación, el socialismo. A tra­vés de la nueva doctrina se procuraba enseñar un concepto exacto del universo y de la vida social. Del plan, la novedosa idea pasaría al Congreso para modificar el texto del artículo 3° y para que, por mandato de la Constitución política, toda la educación que se impartiera en el nivel elemental, y secundario, por lo menos en los planteles del Estado, fuera socialista. El Senado aprobó la reforma y al presi­dente Cárdenas tocó hacer efectiva la nueva legislación.

 

Con la educación socialista renacerían va­rias cosas: el optimismo que caracterizó a la época vasconcelista, la improvisación y la oposición religiosa. El arzobispo Pascual Díaz condenó la educación socialista aun antes de que entrara en vigor el decreto y llegó a ma­nejar el castigo de la excomunión para los maestros que impartieran educación socialis­ta; resurgió la improvisación porque no se llegaría jamás a precisar ante la sociedad el concepto de socialista que calificaba a la educación. Sólo algunos funcionarios, como el subsecretario de Educación Luis Chávez Orozco, pudieron expresar ideas más o menos claras y satisfactorias. Pero la realidad ma­gisterial era ajena, en su mayoría, al socialis­mo. Didácticamente prosiguió la escuela de la acción teñida de un lenguaje radical y propagandístico. En las escuelas era frecuente el canto de la Internacional y numerosos him­nos obreristas, junto con otros destinados a combatir el alcoholismo.

 

El optimismo era también muy grande. Muchos profesores y escritores se entusias­maron con la idea de que, a través de la edu­cación, México podría tener, a corto plazo, una sociedad sin clases. Para hacer efectivo tal deseo se le hizo dar un giro socializante al nacionalismo: en muchas figuras históricas populares se advertían precursores socialistas. Armando y Germán Lizt Arzubide revisaron, en este sentido, la figura de Zapata; Rafael Ramos Pedrueza corregía y aumentaba su texto de Las luchas de clases a través de la historia de México.

 

Sin embargo, pudieron más la improvisa­ción y la reacción. A finales del sexenio la educación socialista parecía haberse modera­do, para desaparecer después en él sexenio de la presidencia de la República ejercida por Manuel Avila Camacho.

 

Otros aspectos cardenistas.

 

Si bien la educación socialista es el aspecto más conocido del sexenio cardenista, cabe destacar que hubo realizaciones de mayor importancia por su trascendencia. Destaca la creación del Instituto Politécnico Nacional, destinado a crear una tecnología propia en todo el país. Para coordinar la acción indigenista se creó el Departamento de Asuntos Indígenas, encabezado por el profesor Luis Chávez Orozco. Dentro de un renglón similar, pero destinado al estudio, se fundó el Instituto Nacional de Antropología e Historia! Sobre la base que proporcionaba el viejo Museo Nacional de Historia, Arqueología y Etnología. Hubo; asimismo, un Consejo Nacional de Educación Superior y de In­vestigación Científica, fundado en 1935, y que no rindió los frutos esperados. Por último, señalemos que, gracias a la acogida de los refugiados españoles de la guerra civil, entre los cuales había eminencias en diversos cam­pos de las ciencias y las humanidades, se llegaría a crear la Casa de España en México, antecesora de lo que a partir de 1940 fue El Colegio de México. El cardenismo, de este modo, ofreció al país la base de una investi­gación institucionalizada.

 

La Universidad Nacional.

 

En 1910, como parte del programa de festejos del Centenario de la Independencia, se fundó la Universidad Nacional de México. Justo Sierra fue el creador de la nueva institu­ción, heredera en cierto sentido de la antigua universidad Real y Pontificia, pero inspirada en las modernas universidades de Europa y Norteamérica. Sierra tardó en su empeño cerca de veinticinco años y, al fin, en 1910, logró alcanzar su cometido. En realidad, la universidad venía a organizar y dar cabeza a las escuelas superiores existentes en la capi­tal de la República. Así, a las escuelas de Jurisprudencia, Ingenieros, Bellas Artes y Medicina se agregaría la de Altos Estudios, des­tinada a preparar profesores e investigadores de ciencias y humanidades. En los primeros años se contó con la presencia de insignes especialistas extranjeros, como el antropólogo Franz Boas y el bacteriólogo Reiche.

 

La universidad, empero, nacería con la decidida oposición de los positivistas ortodo­xos, como Agustín Aragón y Horacio Barreda. El primero de ellos sostuvo una encendida polémica con quien destacaría como campeón de la universidad, Antonio Caso. Para Magón, la universidad representaba un retorno a la metafísica, particularmente la Escuela de Altos Estudios. En.1912, Aragón y Barreda presentaron una iniciativa a la Cámara de Di­putados, tendente a suprimir la recién creada institución. La opinión de los miembros de la XXVI legislatura se dividió. Algunos opina­ban que era muy costoso mantener una ins­titución de esa índole, cuando privaba la idea de hacer extensiva la educación para satisfacer a las masas. Fueron defensores de la universidad Félix F. Palavicini, Rafael de la Mora y Alfonso Cabrera, quienes logra­ron una copiosa votación en la Cámara, favo­rable a desechar la iniciativa.

 

Desde los debates parlamentarios se es­bozó la idea de dotar de autonomía a la uni­versidad. Ello renació cuando Palavicini estuvo encargado de la Secretaría de Instrucción y se volvió a promover una iniciativa más en 1924. Se pensaba, sobre todo, en los modelos de universidad norteamericanos, pretendien­do, no sin ingenuidad, contar con fondos de donativos para sostener la institución. La realidad era que sólo el Estado podía finan­ciar a la Universidad.

 

En 1929, después de una huelga estudiantil iniciada en la Escuela de Jurispruden­cia, el movimiento se extendió para hacer efectiva la autonomía universitaria. Ello se logró durante el gobierno de Emilio Portes Gil, después de que el Congreso aprobara la respectiva ley orgánica. Sin embargo, no fue sino en 1933 cuando una nueva ley dotó a la universidad de una autonomía más efectiva. Era rector por aquel entonces Manuel Gómez Morín.

 

Para entonces, la universidad se había enriquecido con nuevas escuelas, como la Nacional de Ciencias Químicas, de 1919. Pese a ello, debido a que sus presupuestos eran modestos, no se habían alcanzado logros espectaculares.

 

Poco después de que fuera aprobado el artículo 3° socialista, Vicente Lombardo Toleda­no se mostraba partidario de que la educa­ción socialista también se extendiera a la uni­versidad. Nuevamente fue Antonio Caso el antagonista de quien pretendía desterrar la libertad de cátedra. Tras una polémica amplia y nutrida, Antonio Caso logró conservar el principio de libertad de enseñanza e investigación.

 

En la provincia, la educación superior se impartía a través de Institutos de Ciencias y Artes o de Ateneos, como el Fuente, de Saltillo. Poco a poco estas instituciones se trans­formaron en universidades y, así, de 1917 a 1940 se fundaron las universidades de Michoacán, San Luis Potosí, Yucatán, Gua­dalajara, Puebla, Sinaloa y Colima. Otras instituciones, algunas de ellas efímeras, contribuyeron a la educación superior o a la difusión de la ciencia y la cultura. Lugar destacado ocupa la Universidad Popular, fundada por Alberto J. Pani en 1912 y desaparecida en 1922. En ella desarrollaron cursos muchos personajes destacados que integraban enton­ces la joven inteligencia mexicana: ateneís­tas como Caso, Vasconcelos; miembros de la generación de 1915, como Alfonso Cabre­ra, Lombardo Toledano, Gómez Morín, Pala­cios Macedo y otros muchos más. También en 1912, y nacida tras una huelga, la Escuela Libre de Derecho, que en su momento inicial contó entra su profesorado a las eminen­cias jurídicas porfirianas, como Emilio Raba­sa, Miguel S. Macedo y otros conspicuos aho­gados.

 

Si se hace un mínimo balance puede per­cibirse fácilmente que fue cumplido el ideario precursor, aunque la sociedad mexicana no lograra satisfacer aún su necesidad de recibir suficiente educación.

 

Bibliografía.

 

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Zea, L.            Del liberalismo a la revolución en la educación mexicana, México, 1956.

 

125.            Las ideas y las generaciones intelectuales.

 

La preparación ideológica de la Revolu­ción mexicana, por lo que concierne a la filosofía y la literatura, corrió a cargo de los miembros del Ateneo de la juventud. Formado principalmente por Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Antonio Caso y José Vas­concelos, el Ateneo inició sus actividades con un ciclo de conferencias que se dieron entre agosto y septiembre de 1910. En ellas se ata­caba duramente a la filosofía positivista des­de diversos enfoques. Los que integraban el Ateneo se unieron para llevar a cabo un obje­tivo común: levantar el espíritu desmorali­zado del país, considerando para ello que de­bía superarse la caduca filosofía oficial. Una advertencia contra las pretensiones totalitarias de esta filosofía habría sido lanzada anteriormente por uno de los máximos jerarcas del positivismo, don Justo Sierra, en una velada en honor de Gabino Barreda, el 22 de marzo de 1908. En aquella ocasión, Sierra puso de manifiesto que la filosofía estaba en crisis. Junto con los conferencistas del Ateneo, al atacar al positivismo atacaba también al régimen porfirista. En el orden de la inteligen­cia pura, puede decirse que el Ateneo consti­tuyó el preludio de la Revolución mexicana.

 

Sierra logró del régimen, a pesar de su disidencia, la fundación de la Universidad Nacional, inaugurada solemnemente el 18 de septiembre de 1910. Con la creación de la Escuela de Altos Estudios -convertida des­pués en Facultad de Filosofía y Letras-, la filosofía, incluida la metafísica, volvió a tener un lugar propio en los programas uni­versitarios. Además, miembros del Ateneo y otros intelectuales lograron fundar la pri­mera Universidad Popular el 13 de diciembre de 1912, que habría de durar diez años.

 

El primer profesor de filosofía de la uni­versidad fue Antonio Caso. Nacido el 19 de diciembre de 1883 en México, D.F., rea­lizó estudios en la Escuela Nacional Prepa­ratoria. Cursó psicología con Ezequiel A. Chávez e historia con Sierra. Posteriormente ingresó en la Escuela de Jurispruden­cia y se graduó como abogado. Caso en su etapa inicial fue un antiintelectualista por partida doble: intuicionista en metafísica y pragmatista en ciencia. Combina así la influencia de Bergson en metafísica con la de James en ciencia. Su ideal de hombre es el homo faber.

 

En la segunda etapa de su. pensamiento, Caso se muestra pragmatista. Considera el concepto de utilidad como piedra de toque de toda verdad. Por lo que respecta a su teoría de los valores, su pragmatismo es total; la objetividad de los valores está determinada por la sociedad. El pragmatismo de Caso -pragmatismo cristianto- muestra cómo el positivismo seguía influyendo su filosofía.

 

La última etapa de la filosofía de Caso -en conjunto, él gustó de llamarla "visión cristiana del mundo"- se caracteriza por un doble dualismo. La idea central de Caso está en que la caritas cristiana es una "victoria mística" sobre la vida en sentido biológico; por ello, toda moral es antibiológica. Caso se olvida entonces de su agnosticismo an­terior y vuelve a considerar la filosofía como síntesis del conocimiento y de los  diversos puntos de vista desde los que puede ser con­siderada la existencia, a saber: el metafísico, el histórico, el económico, el moral, el lógico y el estético. Entre ellos encuentra Caso tres antinomias: lo metafísico se opone a lo histórico, lo económico a lo moral, y lo lógico a lo estético.

 

El primer dualismo que establece Caso es el existente entre la naturaleza orgánica y la inorgánica; el segundo, entre naturaleza y cultura. Caso ve el mundo como vida, como arte y como moralidad. La vida, en sentido biológico, es económica y utilitaria; egoísmo inconsciente en el animal y consciente en el hombre. La vida es el mayor provecho con el menor esfuerzo. Pero por encima de esta concepción económica, Caso considera que hay un principio metafísico, antieconómico: el desinterés, que se manifiesta en el arte. Para Caso el arte es placer desinteresado o contemplación pura del mundo. Con la apa­rición del arte, el mundo se hace humano. Sin embargo, en este sistema el arte tiene un lugar intermedio entre el orden biológi­co y el moral. El mundo moral es el más alto de todos y nace cuando se realiza un acto de sacrificio. La vida ética es sacrificio, es el mayor esfuerzo para el menor provecho. Caso hace el panegírico de un tipo positivo de ascetismo absoluto. El amor es el cumplimiento de la existencia.

 

Acepta las premisas egoístas del darvi­nismo en biología, pero las rechaza en la ética. Hay que vivir la vida por amor al amor, no la vida por la vida misma. Lo que Caso busca es una vida abundante, es decir, una vida cristiana. Cuando estaba de moda exaltar a la Vida (con mayúscula), tanto en la teoría como en la práctica, Caso reacciona valerosamente contra esa filosofía que pone a la vida animal por encima de la ley, la am­bición de poder por encima de la justicia y del amor, al individuo centrado en sí mismo sobre el respeto de la personalidad humana. Caso rechaza tanto el individualismo como el comunismo por considerarlos formas rivales del egoísmo. Esta reacción en contra de la fi­losofía del imperialismo está expuesta en sus obras La persona humana y el estado totalitario (México, 1941) y El peligro del hombre (México, 1942).

 

Caso piensa que la esencia de la libertad es la autodeterminación, la cual sólo puede lograrse a través del autosacrificio. Quien no se sacrifique no podrá entender al mundo en su totalidad, en toda su complejidad: el altruista es mejor y más sabio que el egoísta. Lo que nos hace libres no es veritas, sino caritas. El orden sobrenatural es artículo de fe; no principio filosófico. Dios es el que es siempre bueno. Sin embargo, Caso no se cuida de diferenciar entre lo moral y lo religioso.

 

En conjunto, puede decirse que aportó señalados servicios a la filosofía mexicana como expositor dramático del pensamiento de Occidente en general. Esto por un lado. Por el otro, como intérprete cristiano de la filosofía de Bergson. Sus obras principales son: Problemas filosóficos (México, 1915), Ensa­yos críticos y polémicos (México, 1922) y sobre todo La existencia como economía, como desinterés y como caridad (México, 1919).

 

Además de su propia aportación filosófica, Caso desplegó gran actividad como im­pulsor de la cultura mexicana. Aparte de su cátedra de filosofía en la Escuela de Altos Estudios, impartió la de sociología en la Es­cuela de Leyes. Fue miembro fundador del Colegio Nacional -organizado según el mo­delo del College de France-, embajador de México en varios países sudamericanos, director de la Escuela Nacional Preparatoria, de la Facultad de Filosofía y Letras, así como secretario y rector de la Universidad Nacional. Murió en 1946.

 

El otro gran filósofo surgido del Ateneo fue José Vasconcelos. Nacido en Oaxaca el 27 de febrero de 1882, estudió la pri­maria en su ciudad natal, y ya en la capi­tal de la República lo haría en la Escuela Nacional Preparatoria y en la Escuela de Ju­risprudencia, donde se graduó de abogado en 1908. Vasconcelos creía en la acción per­sonal como medio para mejorar el mundo; así, buena parte de su vida la dedicó a la praxis política. Antes de estallar la Revolu­ción, fue miembro de un club político que apoyaba a Madero y dirigió un periódico antiporfirista, "El Antirreeleccionista". Durante la Revolución actuó como agente confidencial del movimiento revolucionario en Washington y colaboró con el gobierno de la Convención. Fue nombrado rector de la Universidad Nacional por el presidente provisional Adolfo de la Huerta. En 1921, el presidente Obregón lo designó secretario de Educación Pública. Vas­concelos tuvo la oportunidad de iniciar un movimiento educativo que llegaría a tener el carácter de cruzada nacional. Su concepto de la educación estaba basado en la idea de que la cultura había de ser recibida para gozar de ella como un bien en sí mismo; rechazaba el saber basado en el dominio. Como secretario de Educación impulsó el movimiento mura­lista mexicano.

 

En 1929 se presentó como candidato a la presidencia en oposición a Pascual Ortiz Ru­bio, a quien apoyaba con todo su poder el jefe máximo de la Revolución, Plutarco Elías Calles. Derrotado en unas elecciones que nunca dejó de considerar fraudulentas -y con él, la opinión opuesta al régimen de los caudillos revolucionarios-, Vasconcelos se exilió durante algún tiempo y vivió en adelante resentido y amargado por su fracaso político. Su resen­timiento y amargura se hacen patentes en su interpretación de la historia mexicana Breve historia de México (México, 1943), en la cual condena como un error total el movimiento liberal mexicano. Se hacen patentes, sobre todo, en los cinco volúmenes de su genial autobiografía: Ulises criollo, La tormenta, El desastre, El proconsulado (México, 1935 - 1939) y La Flama (México, 1959). En ellos, es­pecialmente en el primero, Vasconcelos se revela como un escritor poderoso, que gusta de llegar a los extremos a que su sinceridad brutal le conduce, inmisericorde cuando juzga a su tiempo y a sí mismo.

 

Alejado de la política activa, Vasconcelos se dedicaría plenamente, y por fortuna, a la filosofía. Aun cuando su pensamiento filosófico adolece de falta de precisión técnica el rigor nunca le interesó, puede considerársele como el más original que haya producido un autor mexicano en su siglo. Vasconcelos contrasta notablemente con Caso, tanto en su actitud vital como en su filosofía. Caso era suave, conservador, académico; Vascon­celos era áspero, radical, académicamente heterodoxo. El primero emplearía términos ético-religiosos y subordinaba el arte a la ética. Vasconcelos, en cambio, usó términos estético-religiosos y subordinó la ética al arte. Les acerca el que ambos consideraran lo religioso como valor supremo.

 

El sistema filosófico de Vasconcelos -el monismo estético- se inicia con una Teoría dinámica del Derecho (México, 1905) y termina con una teoría dinámica de la realidad. El germen inicial del monismo estético se encuentra ya en dos artículos sobre Pitágoras, publicados en septiembre y octubre de 1916 en la revista Cuba Contemporánea. Vascon­celos sostiene en tal publicación que la teoría pitagórica de los números no es una teoría ma­temática, sino una teoría del ritmo, es decir, una teoría estética. En El monismo estético (México, 1918) Vasconcelos esboza sinté­ticamente el sistema que habría de desarrollar de manera cabal en años posteriores, sistema fundamentado en el misterio del juicio estético. Insiste en que el filósofo debe ser un artista en gran escala, como él mismo era, y que el método debe ser sintético, no analítico. En suma, la filosofía debe adoptar el método de la música, por ser ésta el arte que mejor expresa lo universal concreto. En Estudios indostánicos (México, 1920), Vasconcelos se declara influido por el misticismo hindú.

 

Su sistema está desarrollado con detalle en sus obras La revulsión de la energía (Mé­xico, 1924), Tratado de metafísica (México, 1929), Etica (México, 1922), Estética (Méxi­co, l935) y Lógica orgánica (México, 1945). La doctrina capital alrededor de la cual gira todo su pensamiento está en que la jerarquía cíclica de la existencia conocida al hombre, materia-vida-espíritu, sólo puede explicarse por la teoría de la revulsión de la energía. En ella se distinguen tres tipos de actividad: en el campo del átomo la energía se manifiesta como actividad mecánica; en el campo de lo vital, como actividad teleológica, y en lo psíquico, como energía estética. Vasconcelos sostiene esta división tripartita en todo su sistema. Así, la conciencia se divide en tres etapas: ideas, afectos e imágenes. La última, la conciencia como imaginación, es la forma superior de la energía cósmica; por tanto, la belleza -producto de la imaginación- es la forma superior de la realidad.

 

Pero la belleza no es sólo una energía estética; es también la más alta verdad, que Vasconcelos concibe como un beso de amor, como una relación entre amante y amada. Resulta entonces que el arte -definido como creación interesada,  como coordinación de materiales ya dados- es el único que puede ofrecernos el conocimiento de la realidad úl­tima. Vasconcelos piensa que el universo es una especie de sinfonía cósmica compuesta de variaciones sobre el mismo tema La “dan­za del cosmos” la concibe analógicamente como un vals, cuyos tres pasos constituyen los ciclos de la energía: el físico, el biológico y el psíquico.

 

Para Vasconcelos, la lógica orgánica con­siste en el raciocinio que coordina heterogeneidades o totalidades. Hay dos especies de coordinación: la de lo homogéneo y la de lo heterogéneo, las cuales definen, a su vez, los límites del conocimiento humano. Por un lado, el polo abstracto de la matemática, y por otro, el polo concreto de la música. La matemática con­cibe al mundo en términos de universales for­males; la música, en cambio, lo concibe en términos de universales concretos. La de Vas­concelos es una lógica trinitaria que abarca la física -materia estudiada por el intelecto-, la biología -voluntad para la vida-, y la psicolo­gía -el sentir para la conciencia-. Llevando aún más lejos esta organización, a la concien­cia tanto teórica como práctica le asigna tres etapas; por lo que respecta al conocimiento hay conciencia teórica y práctica intelectual, volitiva y emocional; por lo que atañe a los valores, hay conciencia teórica y práctica científica, ética y estética.

 

La conciencia como espíritu es el asiento de los valores. La ciencia es el valor de lo material; la moral, el valor de la vida, y el arte, el valor del espíritu. Para Vasconcelos, la cualidad estética tiene más valor que la ética: el sentido de la belleza es superior al sentido del deber. Por último, para coronar y cerrar su sistema, sostendrá que el valor supremo, es decir, el grado superior de la experiencia estética, es el sentimiento religioso. De esta manera, los fines puramente estéticos quedarán subordinados a los fines sobrehumanos de la religión. El Dios de Vasconcelos es un músico cósmico. El monismo estético se convierte, en última instancia, en un monismo religioso.

 

La parte más célebre del pensamiento de Vasconcelos es su ideología social, expresada en La raza cósmica (París, 1925). Indología (Barcelona, 1927) y Bolivarismo y monroís­mo (Santiago de Chile, 1935). En ella se dis­tinguen dos partes: una antropología y una historia especulativas. En su teoría antropológica, Vasconcelos pretende predecir que en Iberoamérica se formará la raza cósmi­ca del futuro, por medio de una síntesis en proceso de realización de las razas existentes: la negra, la roja, la amarilla y la blanca. Vasconcelos interpreta la historia de América como una lucha entre la América de origen his­pano -que encarna de forma suprema en la figura de Simón Bolívar- y la América anglosa­jona -encarnada, a su vez, en el presidente norteamericano James Monroe-. En esa lucha ha llevado las de ganar la anglosajona, pero Vasconcelos cree que si la iberoamericana reencuentra su vocación (es decir, que en vez de negar los valores hispánicos los reafirme), terminará por imponer su forma superior de vida a su enemiga histórica.

 

En su teoría sobre la historia, Vascon­celos postula tres estados análogos a los de Comte, que son para él el material, el político y el estético. Las filosofías del futuro debe­rán ser estéticas, pues sólo la estética puede salvar la divergencia entre hechos y valores: el arte es el único que puede armonizar lo real con lo ideal. De ahí que el futuro perte­nezca a la raza cósmica iberoamericana, por­que lo estético va de acuerdo con su temperamento, porque es una raza emocional.

 

La obra cultural de la generación del Ateneo contribuyó poderosamente al fermen­to ideológico surgido en íntima relación con el movimiento revolucionario iniciado en 1910. En 1915 surge a la luz pública una generación -la llamada de "los siete sabios de México"- que lleva esta inquietud a otros campos del pensamiento.

 

Más que por sus realizaciones, esta generación se caracteriza por su búsqueda de caminos en un amplio panorama de intereses intelectuales. Integrada por Alfonso Caso, Antonio Castro Leal, Manuel Gómez Marín, Vicente Lombardo Toledano, Jesús Moreno Baca, Teófilo Olea y Leyva y Alberto Váz­quez del Mercado, tiene en común el haber recibido las influencias profundas de Caso y de Vasconcelos y de otros miembros del Ateneo de la Juventud, aunque, quien más o quien menos, algunos hayan reaccionada posteriormente en su contra.

 

Los "siete sabios" comparten una for­mación recibida, primeramente en la Escuela Nacional Preparatoria; después, ya es­pecializada, en la Escuela de Jurisprudencia, donde todos optaron por el título de abogado en 1919. Sin embargo, los únicos que culti­varon el Derecho en forma exclusiva fueron Gómez Marín, Olea y Leyva, y Vázquez del Mercado -este último, a pesar de la atracción de la literatura-. Jesús Moreno Baca, que también destacó por su decidida vocación por las leyes, moriría prematuramente. Alfon­so Caso, en cambio, evolucionó hacía la ar­queología y la historia. Castro Leal se dedicó a la filología y la crítica literaria. Lombardo Toledano, por su parte, resolvió el conflicto creado por las heterogéneas influencias reci­bidas -el positivismo, el espiritualismo y el humanismo- adoptando el marxismo ortodoxo e incorporándose, como líder, a las luchas obreras.

 

Los "siete sabios" se preocuparon cons­tantemente por participar en la solución práctica de los problemas que la confusa situación revolucionaria de su época les planteaba. Todos ellos, desde distintas posiciones, lle­varan una vida pública activa, tanto en el campo de la cultura como en el de la política. En 1916 fundaron la "Sociedad de Conferen­cias y Conciertos" para difundir la cultura entre los estudiantes de la Universidad Na­cional. Como alumnos de la Escuela de ju­risprudencia participaron en las luchas por sanear la vida de las sociedades estudiantiles. Como profesionistas, cada cual seguirla su propio camino. Incluso Antonio Castro Leal, políticamente el menos activo, ocupó cargos políticos (diputado), culturales y diplomá­ticos. Alfonso Caso creó una política indigenista para uso gubernamental. Fue rector (agosto de 1944 a marzo de 1945) de una Universidad Nacional en crisis: durante su rectoría cristalizó un nuevo Estatuto univer­sitario que habría de mantener a la institu­ción en un equilibrio inestable, alejada tanto del tipo de universidad política como de universidad corporativa, cogobernada por maes­tros y estudiantes. Fue también el primer se­cretario de Bienes Nacionales. Teófilo Olea y Leyva fue diputado, agente del ministerio público del fuero militar y magistrado de la Suprema Corte. Junto con Vázquez del Mer­cado y Gómez Morín, participó activamente en el movimiento vasconcelista.

 

Los más activos políticamente fueron Lombardo Toledano y Gómez Morín. Lom­bardo se dedicó, sobre todo, a la organización sindical, primero como consejero de sindica­tos obreros, y después como líder. En 1920 formó el primer Sindicato de Profesores; en 1922 ingresó en la Confederación Regional Obrera Mexicana y actuó al lado de Morones, el poderoso jerarca obrero. Llegó a ser jefe de la Confederación de Trabajadores de la Amé­rica Latina, miembro de la Federación Sindical Mundial y representante suyo en la O.I.T. Fue también periodista, secretario y conferen­ciante de la Universidad Popular y director de la Preparatoria Nacional. Fundó el Partido Popular Socialista, que colabora con el go­bierno desde una pretendida oposición de tipo izquierdista.

 

Por su parte, Manuel Gómez Morín, ocu­pó múltiples puestos públicos: oficial mayor y subsecretario de Hacienda, agente finan­ciero del gobierno de México en los Estados Unidos y creador y consejero del Banco de México. Participó como jurista en la creación de varias leyes, por ejemplo, la de liquidación de los antiguos bancos de emisión, la ley ge­neral de instituciones de crédito y la ley del Banco Nacional de Crédito Agrícola. Ocupó cargos académico-políticos, como el de director de la Escuela de Jurisprudencia y rector de la universidad en años en que la institución se enfrentó al gobierno (1933 – 1934). Fue miembro de la junta de ex rectores reu­nida en 1944 para tratar de acabar con la anarquía universitaria que nombrara rec­tor a Alfonso Caso. Fue también periodista; participó activamente en el vasconcelismo y fundó en 1939 el Partido de Acción Nacional, que colabora con el gobierno desde una pre­tendida oposición de tipo derechista.

 

La generación de 1915 estableció para los años venideros las pautas que siguió el país en varios órdenes de la cultura. La principal sería la de descubrir a México. El forzado aislamiento que impuso la situación revolu­cionaria favoreció el desarrollo de un sentido de autonomía y el que los intelectuales volvie­ran los ojos hacia los problemas mexicanos. Las capacidades, las aspiraciones, los límites, la vida misma mexicana, se convierten en ob­jeto preferente de atención y estudio. A estos hombres parece segura la revelación de un sino, de un peculiar modo de ser y de una íntima razón para el inexpresado afán popular que mueve a la historia de México. Otros miembros de la generación de 1915, como Saturnino Herrán y José Clemente Orozco, descubren a México en la pintura, Manuel M. Ponce en la música, Ramón López Velarde en la poesía y Manuel Toussaint en la historia del arte. El pensamiento y la políti­ca se dan la mano para crear un nacionalismo que se caracteriza a su vez por varios “ismos”; indigenismo, mesticismo, criollismo, hispa­nismo, mexicanismo en suma.

 

La generación que empieza a actuar entre 1925 y 1930 continúa con la tarea de descubrir a México y la de formar un nacionalis­mo propio. "Los Contemporáneos", organi­zados desde 1928, empiezan por rebelarse abiertamente en contra de la generación del centenario y atacan al antiintelectualismo de Caso y al romanticismo filosófico de Vascon­celos. A la filosofía se le presenta entonces un grave problema: el no caber dentro del cuadro nacionalista. La solución se va a en­contrar en la filosofía de José Ortega y Gas­set, quien, al mostrar la historicidad de la filo­sofía, posibilita la justificación epistemológica de una filosofía nacional. Para Ortega, verdad y error son asunto de la historia, y la historia es asunto de perspectivas. La filosofía pasa de abstracta, eterna, absoluta y universal a filosofía concreta, temporal, rela­tiva y local. La preocupación del filósofo será la cultura, no la naturaleza. De esta manera, los discípulos mexicanos de Ortega tie­nen vía libre para dedicarse por cuenta propia a la tarea Filosófica. El más destacado entre ellos fue Samuel Ramos.

 

Ramos, iniciador de la filosofía de la cul­tura mexicana, manifestó sus simpatías por la Filosofía de la raza iberoamericana y por la obra mexicanista de Vasconcelos. En su libro más célebre e importante, El perfil del hombre y La cultura en México (México, 1934), intenta una caracterización y rectifi­cación del mexicano basada en la aplicación del psicoanálisis de Adler. El origen de todos los males mexicanos está en el afán de imi­tación; la cultura mexicana no es más que una copia simiesca de la europea. Ejemplo desta­cado de ese afán imitativo lo encuentra Ra­mos en el derecho constitucional mexicano del siglo XIX. Importante resultado de copiar lo ajeno ha sido la formación de un complejo de inferioridad en el mexicano. Para ello, Ramos ofrece una solución: los mexicanos deben tratar de ser mexicanos, de ser ellos mismos; es decir, de adoptar una cultura viviente.

 

En sus obras Más allá de la moral de Kant (México, 1938) y Hacia un nuevo hu­manismo (México, 1940), Ramos propone que se adopte un nuevo humanismo y for­mula un programa expreso para la elabora­ción de una antropología filosófica, desde la que atacaría la concepción naturalista de  la historia.

 

A fines de la década de los treinta y prin­cipios de los cuarenta, el mundo Filosófico mexicano se vería enriquecido por la llegada al país de varios Filósofos españoles refugiados: José Gaos, Eduardo Nicol, Juan Rou­ra Parella, Luis Recasens Siches, José Me­dina Echavarría, Joaquín Xirau y Juan David García Bacca. A través de ellos se intensifi­có la influencia de Ortega y la de la Filosofía alemana que el propio Ortega había empezado a difundir anteriormente en el mundo de ha­bla española, sobre todo la de Heidegger y de Husserl. Gaos, principalmente, alentó la conti­nuación del camino emprendido por Ramos: la fundamentación de la Filosofía de la cultura mexicana y, por extensión, de la cultura americana. En esta obra habrían de destacar Ed­mundo O'Gorman y Leopoldo Zea.

      

Bibliografía.

 

Gaos. J. En torno a la filosofía mexicana (2 vols.), México, 1953.

 

Hernández Luna, J. Conferencias del Ateneo de la Juventud, México, 1962.

 

Paz, O. El laberinto de la so/edad, México, 1972.

 

Romanell, P. La formación de la mentalidad mexicana, México, 1954.

 

Salmerón, F. Los filósofos mexicanos del siglo XX, en Estudios de historia de la filosofía en México, México, 1973.

 

Villegas, A. La filosofía de lo mexicano, México, 1960.

 

126.            El corrido revolucionario.

 

Como tantas otras manifestaciones cul­turales que a primera vista parecen característicamente mexicanas, el corrido tiene una profunda raigambre hispana. Procede del romance español y es, como éste, una canción épico-narrativa que entronca, en última ins­tancia, con el "mester de juglaría" medieval.

 

Hay, sin embargo, entre ambos notables diferencias. El corrido emplea un lenguaje lleno de giros y expresiones típicamente mexicanos, que a veces lo hacen difícil de entender fuera del país. Por otra parte, no presenta, como el romance, un diálogo direc­to, sino que es una narración en primera o tercera persona: el corridista, que por lo general afirma haber sido testigo presencial o estar muy bien informado de todo cuanto relata.

 

Maria y Campos en su estudio sobre el corrido lo define como un “poema lírico-épico” que fluctúa entre veinte y treinta cuartetos octosílabos, sujeto a seis fórmulas primarias: llamada inicial del corridista al público; lu­gar, fecha y nombre del personaje central; fór­mula que precede a los argumentos del personaje; mensaje; despedida del personaje, y despedida del corridista".

 

Por lo que se refiere al contenido, una de sus principales caracteísticas son las frecuentes invocaciones a la Vírgen de Guadalupe, centro del catolicismo mexicano, aunque, por otra parte, los corridos no tengan una vena religiosa y lleguen incluso a ser, como los surgidos entre las tropas que combatían a los cristeros, decididamente irreverentes. ("Yo quisiera un Cristo vivo pa' persinarme con él").

 

Debe destacarse también que todos hacen hincapié en la hombría de su personaje, su fatalismo ante la muerte, su fidelidad a los amigos, su éxito entre las mujeres, su desprecio al dinero, es decir, las tradicionales carac­terísticas del "macho" mexicano.

 

Ambos, romance y corrido, deben su existencia a la natural curiosidad humana por los hechos trágicos o cómicos de sus semejantes; florecen entre aquellos pueblos que, por uno u otro motivo, carecen de otro medio de conocer las noticias. Así como el señor medieval deseaba saber lo que ocurría más allá de sus tierras, así también el campesino mexicano, aislado en su pequeño pueblo o ranchería, desea saber lo que sucede en otras partes del país.

 

Se explica de esta forma el interés por el romancero o corridista, que va de pueblo en pueblo dando a conocer los sucesos más notables de la vida nacional, en especial las ha­zañas realizadas por los hombres valientes y los combates.

 

Puede decirse que romance y corrido son la historia de un pueblo hecha por él mismo. Y si a veces se alejan de la verdad histórica, inventan otra, más heroica, que se acomoda mas “a lo que debió haber sido” que “a lo que fue”.

 

En México, el corrido aparece tímidamen­te a principios del siglo XIX, toma un fuerte impulso durante las guerras entre liberales y conservadores y alcanza su apogeo en la Re­volución. No hay acontecimiento importante de 1900 a 1930 que no haya sido tema de uno o varios corridos.

 

Por ello es posible, como lo ha hecho Ar­mando de Maria y Campos, escribir una historia de La Revolución mexicana a través de los corridos populares.

 

La apreciación de los personajes revolu­cionarios más notables en los corridos no coincide siempre con la versión oficial, aun­que hay que hacer notar también que, a menos que se trate de un corrido “partidista”, la versión corresponde siempre a la de las masas populares y el corridista no teme acha­carle al personaje los vicios o virtudes de que los reviste el pueblo.

 

Los primeros corridos revolucionarios an­teceden en algunos años al estallido de la Re­volución. En ellos se canta,  con rencorosa admiración, a Porfirio Díaz. Se le recuerda su plan de Tuxtepec y se le echa en cara el olvido de sus promesas y su crueldad ("fue tan injusto y tirano / el régimen porfirista / que en sus treinta años de paz / sus crímenes forman lista").

 

Existen también los que lo alaban por su nuevo triunfo electoral (1904) o por su entrevista con Taft. Quedan finalmente, los que, tomando palabras atribuidas a Díaz ("No me alboroten la caballada", refiriéndose a los miembros del Congreso, o su famosa orden: "¡Mátenlos en caliente!"), las convierten en burla o en tremenda acusación.

 

Aparecen después los corridos maderistas, en los que la figura de Madero alcanza visos de heroicidad. No se le encuentran fal­tas -la única excepción a ello serían los Corridos zapatistas, que lo acusan de traición- y, llevados por un cariño manifiesta ("de ve­ras ese hombre de todos se hizo querido"... "para siempre ha de quedar, con cariño mani­fiesto / y con letras de oro  el nombre de don Francisco I. Madero"), le atribuyen todas las virtudes posibles: hombría y firmeza ("¡Ay, qué Madero tan hombre, qué bonitas sus aiciones!”), magnanimidad y patriotismo ("Don Panchito Madero, magnánimo y patriota / a nadie quiso que hicieran ya morir"), recti­tud y justicia ("Cuando el señor Madero ocu­po la presidencia / muchos quisieron a su amparo medrar / y al encontrarlo que era rec­to y justiciero / tornáronse enemigos, lo cual no fue legal"). Incluso llegan a llamarle "gue­rreador sublime y justo", "dios santo de los mexicanos'', ''apóstol'', ''redentor'', ''mesías prometido".

 

Después, como para hacer aún más lu­minosa esta figura por contraste, aparecen

Huerta y Félix Díaz, a los que los corridos tratan de ambiciosos, cínicos, rencorosos y traidores. Y si del primero afirman que era borracho, mariguano y de mala casta, al se­gundo le echan en cara que "toda su razón / de llegar a presidente / era por ser el sobrino / de don Porfirio el prudente".

 

Paralelos a los corridos maderistas, tanto cronológicamente como por su admiración sin límites a un hombre, surgen los corridos zapatistas. En todos ellos Zapata aparece como un hombre sin mácula, si bien por su mismo origen toma los rasgos tradicionales del bandido generoso: "Cuando acaba la refriega / perdona a los prisioneros, / a los heri­dos los cura / y a los pobres da dinero".

 

De acuerdo con el sentir de los corridos, todos los sufrimientos del campesino, despo­jado de sus tierras y reducido a las condicio­nes más miserables que puedan imaginarse, se encarnaron en Zapata ya desde niño, el cual juró poner fin a la injusticia. Por ello, la gente lo sigue sin condiciones: "El buen Za­pata amaba a los pobres, / quiso darles li­bertad, / por eso los indios de todos los pueblos / con él fueron a luchar". Y a su muerte que sus seguidores se niegan a aceptar se convierte en una leyenda: "Reco­rre el campo suriano / el espectro de Zapata".

 

Más adelante, cuando la Revolución se divide en facciones, los corridos toman parti­do por uno u otro caudillo; el que en uno es héroe, resulta traidor en otro, y aun los que empiezan como una alabanza, acaban por sacar a relucir sus debilidades.

 

Así pues, ninguno de los jefes siguientes parece haber logrado un arraigo popular. Ya no representan, como Madero o Zapata, la "justicia", sino que son sólo un hombre que "reclama ser presidente", y los que lo siguen son gente que "se hace al sol que más ca­lienta".

 

En algunos corridos se dice que Carranza "tiene palabra  de rey" y en él se tiene "fiel esperanza", en tanto que en otros se afirma que Zapata fue muerto “por los asesinos de Carranza”.

 

Villa, por su parte, es un héroe más po­pular y algunos corridos le atribuyen rasgos semejantes a los de Zapata: "Con Villa no anda la infamia, menos la calamidad, / antes socorre a los pobres que le piden caridad"... "Pancho Villa no es malora, / tiene un grande corazón". El rasgo de Villa que entusiasma más al pueblo es su valor temerario y su guerra privada contra los norteamericanos, por lo que lo peor que pueden achacarle sus enemigos es una supuesta cobardía: "¡Éntrale Francisco Villa! ¿No que eres tan afamado? / En la Hacienda de Sarabia corriste como un venado".

 

Finalmente, Obregón, aunque entusiasme al principio por sus triunfos militares y provoque incontables corridos por su asesinato, no resulta un personaje simpático para los corridistas, como lo atestigua el largo y explí­cito título de uno de ellos: "Corrido del ra­diograma del infierno con motivo de la muerte de Obregón". En él se sacan a luz todos los crímenes que el pueblo le atribuía con razón o sin ella, y se llega a la conclusión de que "por el sentir del averno, / el candidato reelecto / no cabe ni en el infierno".

 

Cierran el ciclo de corridos revolucionarios los de los cristeros, que, como era de esperar, se dividen claramente por sus sen­timientos en pro o en contra del movimiento. Para los primeros, los cristeros son valientes y no temen a la muerte porque Cristo y la Virgen de Guadalupe están con ellos. En cam­bio, para los contrarios, son bandoleros sos­tenidos por los ricos "para buscarle quiaceres a los pobres y al gobierno" y, además de crue­les, son cobardes.

 

Con estos corridos termina su gran época, pues, aunque el género persista hasta la ac­tualidad, su apogeo coincidió con los años de la Revolución, de la que fue brote espontáneo y expresión genuina.

 

Bibliografía.

 

Frost, E. C. Las categorías de la cultura mexicana, México, 1972.

 

Mendoza, V. T. El corrido de la Revolución Mexicana, México, 1956.

 

Maria y Campos. A. de, La Revolución Mexicana a través de los corridos populares. México, 1982.

 

127.            La novela de la revolución mexicana.

 

En 1915, cuando las tropas carrancistas lograron que los villistas desalojaran las ciu­dades de las que se habían adueñado y se replegaran hacia el norte, un oscuro médico de Lagos de Moreno, estado de Jalisco, que ser­vía a las órdenes del general villista Julián Medina como médico castrense, publicó en El Paso, Texas, la breve novela que había de dar principio a lo que hoy conocemos como "novela de la Revolución". A esta obra -Los de abajo, de Mariano Azuela-, que muchos con­sideran no sólo como la primera, sino como la mejor del género, habían de seguir en apreta­da continuidad otras del mismo autor y las de quienes, sin ser propiamente sus continuado­res, trabajaron los mismos temas. Martín Luis Guzmán, José Vasconcelos, Nellie Campobello, José Rubén Romero, Gregorio López y Fuentes, Rafael F. Muñoz, Francisco L. Ur­quizo, etc.

 

En cuanto al género, estas obras compar­ten el tema de la fase armada de la Revo­lución con ciertas características literarias -ninguna de ellas revolucionaria, por lo que respecta al estilo- y sociológicas.

 

Desde sus inicios (El Periquillo sarniento, Astucia, Los bandidos de Río Frío), la nove­lística mexicana ha mostrado una peculiar e íntima unión con la crónica hasta el punto de que las novelas del siglo XIX no son más que descripciones noveladas de sucesos históri­cos, como las novelas de Riva Palacio. Esta es la tradición en la que se inserta, sin modificarla, la novela de la Revolución. Lo mismo que sus antecesoras, escoge un suceso histórico, a veces vivido por el propio autor, y lo presenta en una rápida continuación de es­cenas o cuadros que algún crítico ha compa­rado con las instantáneas fotográficas. Se usa un lenguaje coloquial en el que a veces hasta hay irregularidades gramaticales, lo cual a los ojos del crítico literario hace desmerecer la novela en cuanto tal, ya que se echan de me­nos no sólo valores estilísticos, sino también la imaginación creadora. En cambio, cobra un gran valor desde el punto de vista histórico, pues su sujeción al hecho concreto las con­vierte en otros tantos capítulos de la historia de la Revolución.

 

En ocasiones, sobre todo cuando se tra­ta de relatos autobiográficos, tales novelas semejan alegatos personales que recuerdan los de los cronistas coloniales hasta por su desgarbado estilo. Se puede decir, pues, que se encuentran a medio camino entre la litera­tura y la historia, lo que plantea un doble problema. Desde el punto de vista literario resulta difícil aceptar como novela un libro tan autobiográfico como El águila y la serpiente o El Ulises criollo, en tanto que desde el punto de vista histórico podría objetarse que carecen de la imparcialidad y de la obje­tividad que, según el sentir de muchos, debe caracterizar a la historia. Además, no hay en ninguna de estas obras nada que se ase­meje a una labor de investigación y todas, sea cual fuere su forma, incurren en lo que José Luis Martínez llama “la parcialidad te­mática o de partido”.

 

Pero aun teniendo en cuenta todos los problemas literarios o históricos que el gé­nero plantea y que aquí apenas si se esbozan, es indudable que estas novelas presentan de modo singular la realidad del México sacudi­do por la tormenta revolucionaria; es más, sus mismos defectos ayudan a entenderla en toda su complejidad.

 

Ahora bien, ¿qué imagen de la Revolu­ción ofrecen estos libros? Podría esperarse que, dados los antecedentes revolucionarios de sus autores, aparecieran en ellos grandes proclamas o alabanzas del movimiento revolucionario y de sus hombres. Lo asombroso es que ocurre exactamente lo contrario. Sa­lado Alvarez, un crítico conservador, ha afirmado, al comentar Los de abajo, que "si algu­na enseñanza se desprendiera de ella... sería que el movimiento ha sido vano, que los famosos revolucionarios conscientes y de bue­na fe no existieron o están arrepentidos de su obra y detestándola más que sus propios ene­migos".

 

En realidad, no se necesita en absoluto ser conservador para concluir la lectura de estos libros con una imagen pesimista de la Re­volución.

 

De todas estas obras es posible sacar el mismo y descorazonador corolario: la Revolución ha sido inútil; los miles de muertos y la ruina de pueblos enteros sólo han servido para que, en vez de don Porfirio y su camari­lla, sean otras más voraces quizá los que gobiernen y el pueblo siga sumido en su miseria centenaria, sin comprender siquiera "que plan pelean" los revolucionarios y uniéndose a una u otra partida por puro azar. (En La revancha, por ejemplo, el personaje princi­pal echa a suertes el irse con Villa o con Ca­rranza).

 

Para algunos personajes, la Revolución parece ser el umbral de una Jauja en la que se cumplirán todos sus deseos personales y se satisfarán sus pequeñas o grandes necesida­des; he aquí una muestra: “Mi patrón... ¿es cierto que ese señor Madero viene a quitar las contribuciones y a hacer que nos paguen un peso diario?” (Andrés Pérez, maderista).

 

En otros casos existe el deseo de vengar una ofensa personal, como en el "Güero Margarito" de Los de abajo, que sueña con en­frentarse a Pascual Orozco, porque éste le dio una bofetada cuando Margarito era mesero del Delmónico en Chihuahua. Puede decir­se que, en la mayoría lo que los convierte en revolucionarios es algún atropello del caci­que o del hacendado local, que son la encar­nación del poder: “Yo quería con toda mi alma a la chata... ¿Cómo había de creer que, aprovechándose de que estaba sola, el hijo de La providencia había de encajarse con ella?... El (hacendado) no tuvo compasión de mi po­bre chata y yo tampoco quiero tener compa­sión de él...” (La revancha).

 

Otras veces, los mueve el deseo de recu­perar lo propio: “... esa hacienda era una congregación donde mis padres y cinco de mis tíos tenían sus propiedades. Vino don Porfirio y su ley de revalúo y a todos nos echaron de nuestras casas y de nuestra tierra como perros ajenos...” (Andrés Pérez, made­rista).

 

También los mueve la ilusión de llegar a tener la riqueza y el poder que nunca han poseído, como el personaje de Las moscas, que afirma categóricamente: “La Revolución es medio cierto de hacer fortuna”.

 

Por último, y son los menos, están quie­nes según dice Guzmán parecen movidos "por un impulso colectivo vago aunque no­ble”, que los lleva a unirse a la primera tropa revolucionaria que pasa cerca de ellos.

 

Todos estos personajes carecen del opti­mismo que parecería lógico suponer en quie­nes se lanzan a transformar el mundo. Están, por el contrario, inmersos en un profundo pe­simismo que los hace estar convencidos de antemano de que la Revolución no es ni pue­de ser más que un enorme fraude, de que quienes nacen esclavos lo han de ser hasta la muerte y de que, como siempre, serán otros con más labia, con más habilidad, las que recojan los frutos del levantamiento. Por ello, cuando la "bola" se le viene encima, la gente del pueblo no puede hacer otra cosa que aguantar hasta que todo haya pasado o unirse a ella tratando de sacarle el mayor partido posible.

 

Ahora bien, por pequeñas y mezquinas que hayan sido las causas personales que los convirtieran en revolucionarios, una vez metidos en ello no son capaces de volverse atrás.

 

Son como una piedra que una vez arrojada al fondo de un desfiladero "ya no se para". Podrán sentirse igualmente desilusionados ante Villa o Carranza, pero, a pesar de ello, siguen “a reniega y reniega y mátenos y mátenos” (Los de abajo). Y es que, a pesar de toda su brutalidad e ignorancia, esta pobre gente es la más noble de la Revolución. Quizá no fueran capaces de ver más que una injusticia personal en la injusticia general, pero, con todo, hi­cieron lo que estaba en sus manos para reme­diar su suerte y la de sus semejantes.

 

Ahora bien, frente a estos revolucionarios surgidos del pueblo, los novelistas de la Revolución presentan un segundo tipo; aquel que, a modo de camaleón, va adaptándose a los cambios hasta hacerse dueño de la situación y poder cobrar así los "sacrificios" de su vida revolucionaria. Se trata de hombres más preparados, capaces de expresar las ideales que los otros sólo sienten  vagamente, pero sin creer en ellas, y dispuestos siempre a cam­biarlos cuando resulte conveniente.

 

Son los "intelectuales", que para Azuela (Los caciques) "huelen a fango, porque en él nacieron, lo respiran, se nutren de él y en él procrean". incapaces de tener en cuenta lo que no sea su propio provecho, saben utili­zar cualquier situación sin despertar en las masas otra cosa que una amarga admiración, porque ellos sí “han sabido hacer las cosas”. A ellos se unen los "políticos" grandes o pequeños  que, como dice un personaje de Azuela en Los caciques, son "maderistas... cuando menos por el momento...", para des­pués confesar, como el Cebollino de Domitilo quiere ser diputado, "yo le serví a Huerta también y... cuando don Porfirio, yo, agente del ministerio público..., hice ahorcar más maderistas que todos los que Huerta, Blan­quet y Urrutia juntos hayan podido echarse al plato".

 

Si algún lector, asqueado ante el cinismo de estos personajes, quiere atribuirlo todo a exageraciones de novelistas, no hay más que ver la opinión que les merecen los políticos a Guzmán o a Vasconcelos.

 

Así, este último señala que "Jesús Urue­ta, Luis Cabrera, Zurbarán, futuros ministros de Carranza, fueron reyistas y contemplaban la actividad de Madero como la aventura de un loco" (Ulises criollo). En cuanto a las grandes figuras revolucionarias, son, según Guzmán, farsantes (Obregón), representantes del falseamiento de la verdad revoluciona­ria (Carranza) u hombres que más que alma humana parecen tenerla de jaguar (Villa). Vasconcelos, más contundente aún, dice del "ladino" Carranza que, midiendo su tiempo, "logró convertir una revolución de ideas en competencia caníbal de politicastros incon­dicionales y bandidos analfabetos", a fin de alcanzar sus fines personales. De Villa, como de Pascual Orozco, dice que son "palurdos, rufianes", y Calles es simplemente un "trai­dor". En cuanto a Zapata, no pasa de ser un “inconsciente”, si bien Guzmán considera que puede significar algo respetable -el dolor de peón-, aunque quizá no sea más que una gradación de la cultura.

 

En todas las novelas sólo hay un personaje que parece merecer el respeto de todos: Madero, cuyas buenas intenciones son mani­fiestas; su final se justifica porque "los paí­ses gobernados por bandidos necesitan revoluciones realizadas por bandidos" (Los caci­ques). En ellos no hay lugar para un hombre limpio.

 

El pesimismo de Azuela lo lleva a adver­tir en Los caciques que si el maderismo triun­fa y se convierte en gobierno, esto equivale a un suicidio, ya que "el gobierno no es más que la injusticia reglamentada que todo bri­bón lleva en el alma". Tal es la fuerza corrup­tora del poder político.

 

Así pues, la conclusión que puede sacarse de la lectura de estas novelas es que la revolución fue un movimiento espontáneo, produ­cido por una situación de injusticia evidente y que, por las peculiares condiciones del pue­blo mexicano su incultura, su fatalismo, fracasó estruendosamente. Lo único que se logró fue quitar a un amo para poner otro, que quizá resultaría más rapaz aún, más cruel y más despiadada que el anterior.

 

Bibliografía.

 

Beristain, H. Reflejos de la Revolución Mexicana en la novela, México, 1963.

 

Castro Leal, A. La novela de la Revolución Mexicana (selección y prólogo), México, 1960.

 

Frost, E. C. Las categorías de la cultura mexicana, México, 1972.

 

Maria y Campos, A. de, La Revolución Mexicana a través de sus corridos, México, 1970.

 

Martínez, J. L. Literatura mexicana del siglo XX. 1910 - 1948. México. 1949.

 

Mendoza, V. T. El corrido de la Revolución Mexicana, México, 1956.

 

128.            El territorio mexicano de 1940 a 1970.

 

Imaginemos a un viajero que llega a un lugar cualquiera de México que ya ha visitado alguna vez. Lo reciben unos parientes o se encuentra con un grupo de amigos. Es del todo seguro que no tardará mucho en hacer uno de los siguientes comentarios:

 

Cómo ha cambiado (aquí el nombre del lugar) desde la última vez que vine, o bien; o, ¡Está tal como estaba hace (aquí el número de años transcurridos) años!

 

No es de esperar una apreciación inter­media. En primer lugar, porque la generali­dad de la gente tiende a extremar sus obser­vaciones para ser así mejor entendida, a sa­biendas de que quien escucha no tomará al pie de la letra lo que se dice. En segundo lu­gar, porque México es, verdaderamente, un país de contrastes en el espacio y en el tiem­po, donde las cosas cambian mucho o no cambian nada.

 

México es país de contrastes en el espa­cio porque su territorio transcurre de lo lu­jurioso a lo árido, del hábitat amplio y abierto al escondido y estrecho, del mar cálido a las tierras altas y frías y hasta los glaciares; porque su población, como se sabe, cubre una extensa gama de realidades étnicas y socio­económicas; porque abarca zonas desarrolla­das y zonas olvidadas.

 

Y es país de contrastes en el tiempo, porque la historia de México ha significado cosa muy diferente en cada región. Hay zonas que han "vivido" la historia nacional, pero también otras cuya experiencia histórica ha sido francamente ajena a la del conjunto. En consecuencia, cada una vive su momento. Hay quien dice que unas regiones lo hacen en el presente y otras en el pasado. Pero eso no es cierto. Todas viven en el presente; mas para unas ese presente es nuestro dinámico momento actual y para otras no es más que el día de hoy y mañana quién sabe.

 

Estos contrastes en el espacio y en el tiempo, como comprenderá quien haya leído ya la historia de México y entendido cómo in­teractúan el hombre, su cultura y su medio, suelen darse por parejas: los elementos nega­tivos aparecer agrupados, del mismo modo que los positivos. Así se hace más notorio el claroscuro. El "México moderno" lo tiene todo, progresa y ocupa los mejores lugares. Las zonas pobres están abandonadas, las zonas abandonadas no progresan, las que no progresan están aisladas y las que están ais­ladas son pobres. Sólo conoce México el que conoce los dos extremos. Y más aún, podrá decir que conoce una cualquiera de las caras sólo si conoce las dos.

 

En las tres décadas que cubre este capítu­lo ha habido, más que nunca, esfuerzos por borrar disparidad tan tajante. Pero en su ma­yoría han resultado insuficientes y el ideal queda aún muy lejos. Más bien se han au­mentado los contrastes, porque, por atender a un acelerado desarrollo económico se ha dejado de lado a un estancado desarrollo cultural. Todo esto, que parece materia de estudio histórico, lo es también de geografía, porque tiene su expresión en un territorio más o me­nos estático y más o meros cambiante. Conviene aclarar que cuando se hable de terri­torio en estas páginas no estaremos sólo refiriéndonos al puro  terreno o a la super­ficie monda y lironda, sino también a lo que vive y se construye en él o directamente sobre él, o con lo que él mismo suministra. Se tra­ta del medio ambiente natural y humano.

 

El estudio del territorio mexicano nos permite apreciar gran parte de lo que es el México actual a través de la probablemente más objetiva de sus manifestaciones. El efecto, el territorio es algo material, corporal. No tiene ideas, valores ni pasiones, pero se reflejan en él una vez que se materializan y hay así algo de humano detrás de un nuevo cultivo, de una ampliación urbana o de un camino que se abrió: quién sabe si por necesidad de la región, interés del contratista, razones estratégicas o por mala planificación del ingeniero, que debió haberlo trazado por el valle vecino. Como quiera que sea, el cami­no está ahí y es obra del hombre: mientras éste lo explica de cierto modo bien puede ser que la geografía nos permita ver otra cosa. Como cuando nos resulta evidente que una carretera tiene más kilómetros de los necesarios o como cuando una obra modesta oca­siona una transformación beneficiosa, pero estadísticamente inapreciable, en una región.

 

Evidentemente, para conocer e interpretar el territorio hay que viajar. Por lo menos hay que viajar a través de los libros de geografía y, sobre todo, por los mapas. Y debe tenerse conciencia del instante en que se via­ja por aquello de que el territorio continua­mente cambia. Las experiencias de varias vi­sitas a un mismo lugar y a lo largo del tiempo deben compararse entre sí. A quien lea estas líneas vale recomendar que se provea antes de una mínima información sobre las características de la geografía mexicana, en general, y tenga a mano siquiera el más mo­desto de los recientes mapas físicos o polí­ticos del país. Ahora bien, decir viajar no quiere decir pasearse, sino llevar el propósito de percibir esa manifestación material terri­torial de la realidad en que vivimos. Y para ello tenemos que aguzar muy bien nuestros sentidos.

 

Y esto entiéndase literalmente.

 

Los humanos poseemos cinco sentidos para percibir la realidad material que nos rodea comprendido en ésta, desde  luego, el territorio  de nuestro país: vista, oído, tacto, olfato y gusto. Tenemos también la mala cos­tumbre de desperdiciarlos a menudo (lo que se conoce como estar en la luna o no darse cuenta de las cosas, materialmente hablando). Pero no por esta vez. Nuestros cinco senti­dos serán nuestro instrumento para viajar por el territorio mexicano entre 1941 y 1970.

 

La vista.

 

De nuestros sentidos, es la vista el que parece llevarse la palma en cuanto a cuestio­nes geográficas. Viajar y ver parecen ser una y la misma cosa. En los autobuses, los geó­grafos y aficionados a las manifestaciones del paisaje natural o humano viajan siempre al lado de la ventanilla.

 

Con el propósito de procurar una diná­mica visión de lo que ha sucedido con el te­rritorio mexicano entre los años 1940 y 1970, tratemos de desdoblarnos y situarnos paralelamente en las dos fechas extremas para ver qué ofrece cada una de ellas a nues­tros ojos.

 

A lo largo de estos años la estructura bá­sica de la geografía mexicana ha permane­cido inmutable. Esto parece verdad de Perogrullo. Las montañas están en los mismos lugares y si se busca el desierto de Sonora, el río Balsas, las selvas de Chiapas o las nie­ves del Popo, se los encontrará en el sitio de siempre. Sin embargo, algo ha cambiado.

 

Un país volcánico puede brindar a nues­tros ojos los espectáculos más grandiosos por ver, aparte acaso del firmamento. Si pu­diéramos asomamos bajo la corteza terrestre la visión sería más bien sobrecogedora; resul­taría probablemente injusto aplicarle el usual calificativo de "dantesca". Pero debemos conformarnos con lo que hemos alcanzado.

 

En 1943 vimos nacer un volcán. Fue en febrero, cerca del pueblo de Paricutín, en el estado de Michoacán. Ya desde 1941 se no­taban frecuentes temblores en dicha  región, Colima y Jalisco. Los geólogos advirtieron que la corteza terrestre tenía poca densidad en aquel lugar. Los campesinos de la región, según dijeron más tarde, habían observado ya que la temperatura del paraje donde surgió el volcán parecía ser más benigna; y no en balde, pues estaban a poca distancia de una gran masa de roca fundida. Por fin, el día 20, tras una serie de continuos tem­blores, se abrió una grieta y la tierra expulsó arena, piedras candentes y lava, en medio de una densa humareda. A los cinco días, esos materiales habían formado un hermoso conito que llegaba casi a los 200 m. de altura.

 

El crecimiento del volcán continuó lenta e ininterrumpidamente, si bien con algunas de sus explosiones parte de su cono se destruyó para luego volver a surgir. Los pueblos más cercanos, como Paricutín, que dio su nom­bre al volcán, y Parangaricútiro, fueron en­tonces desalojados porque la lava empezaba a cubrirlos. Arenas y cenizas llovieron por todo el estado y llegaron incluso hasta más lejos. A los dos años el cono tenía 400 m. de altura, y todavía siguió expulsando lavas, ceni­zas y otros materiales durante ocho años más, si bien su crecimiento fue ya insignificante. En febrero de 1952 dejó repentinamente de emitir lava y a principios de marzo se extinguió totalmente. Pero para entonces su presencia había transformado de modo radical una área de casi diez kilómetros a su alrededor, de la que desapareció bajo una gruesa capa de mate­riales volcánicos toda vegetación y todo asen­tamiento humano.

 

Aun en cuestiones volcánicas México sigue siendo tierra de contrastes. El nacimien­to del Paricutín fue un acontecimiento para el mundo entero. Sucedió sobre la tierra firme, en medio de una zona densamente poblada, y pudo ser observado sin dificultades des­de muy cerca y durante años. En cambio, suerte bien distinta, por lo que a fama corresponde, corrió otro cono que nació en un lugar diametralmente opuesto.

 

En efecto, en agosto de 1952 surgió otro volcán, cinco meses después de haberse ex­tinguido el Paricutín. El fenómeno ocurrió a muchos kilómetros de distancia, pero preci­samente sobre la misma fractura geológica. Concretamente en la isla de San Benedicto, la más próxima a la costa de las del archipiélago de Revillagigedo. Se le bautizó con el nombre de Bárcena en memoria de don Mariano de la Bárcena, distinguido geólogo jalisciense del siglo XIX, fundador del Observatorio Metereológico de México. Aunque su actividad duró solamente un año (la del vol­cán, no la del geólogo), elevó su cono de lavas y arena, semejante al del Paricutín, a casi 400 m. Situado en uno de los puntos indiscutiblemente más olvidados del territorio nacional, pocos ojos humanos habrán tenido la dicha de verlo. Los escasos científicos que lo estudiaron, por lo general a bordo de barcos o aviones extranjeros, apenas pudieron hacerlo en contadas ocasiones.

 

Estos dos jóvenes y pequeños volcancitos no significan nada dentro del conjunto geográfico de México.  Son puntos en el mapa. Los contrastes que ofrece la variada super­ficie de nuestro país, el enfrentamiento de tierras bajas y altas, las planicies y las cordille­ras, permanecerán seguramente inmutables mientras México exista. Pero, ¡quién sabe!

 

De cualquier forma, para los ojos que ven hasta el detalle, el mapa topográfico no es el mismo en 1940 que en 1970. El rápido desa­rrollo urbano de las últimas décadas empare­ja muchas tierras y se traga infinidad de pequeños cerros, cuyo material surte a las canteras o a las fábricas de cemento. En cambio, surgen nuevos cerros con el amontonamiento de los desperdicios de las ciudades. Qué ha­cer con ellos se ha convertido recientemente en un verdadero problema, sobre todo en las ciudades de México, Guadalajara y Monterrey, que son las mayores y donde la cantidad de basura crece no sólo como producto de la reciente población, sino en razón de su mayor complejidad, y, en consecuencia, de su mayor capacidad de desperdicio. Y esto sin mencionar los problemas ecológicos, de los que nos ocuparemos más adelante. Se ha pensado recientemente en una nueva solu­ción: rellenar con basura comprimida los tú­neles de las minas abandonadas. En el interior (y cuando se llenen las minas) habrá que seguir contando con la basura como elemento del paisaje, al igual que en todo el mundo.

 

Pero dejemos de lado las cuestiones de detalle y volvamos en busca de algo más que haya significado un cambio radical en nuestros mapas. Encontraremos en 1970 grandes masas de agua en lugares que en el año 1940 estaban lejos de contenerlas. Nos referimos, evidentemente, a las presas, cuya historia en México puede situarse entre esas dos fechas.

 

Aunque alrededor de 1940 el desarrollo de la irrigación en México era ya considerable, el conjunto no era particularmente impresionante. Debe tenerse en cuenta que los recursos técnicos disponibles no permitían transformar la naturaleza de modo muy radi­cal. El más desarrollado de los distritos de riego era el del río Nazas, la célebre Región Lagunera, con 150,000 hectáreas regables. Pero la presa que regula su funcionamiento, El Palmito (Durango), no fue terminada hasta 1946. Otro gran distrito de riego, el del río Colorado, dependía de obras de canali­zación y no tanto de embalses. En 1940 sólo se contaban dos presas capaces de almace­nar algo más de 1,000 millones de metros cúbicos de agua: la de Don Martín, en Coahuila, terminada en 1933, y la flamante de El Azúcar, nuevecita, en Tamaulipas.

 

Fuera de ellas no había sino embalses más pequeños, entre las cuales las viejas presas de las haciendas tenían notorio lugar, así como diversos sistemas de irrigación de alcance más limitado.

 

No se entienda, por cierto, que las grandes presas son necesariamente más importantes (en términos económicos). que las pequeñas, puesto que ello depende de muchos factores. Nos ocupamos exclusivamente de las primeras porque son las que pesan más en el paisaje de una región.

 

Treinta años después, las presas de gran envergadura llegaban al número de once, sumando a las tres ya citadas la del infiernillo, entre Guerrero y Michoacán, la de Raudales de Malpaso, o Netzahualcoyotl, en Chiapas, la Alemán en Oaxaca, la Falcón entre Ta­maulipas y Texas, la del Humaya en Sinaloa, la del Oviachic en Sonora y las de El Ma­hone y Mocúzari en los mismos estados. De éstas, las cuatro primeras contienen en 1970 los almacenamientos artificiales más volumi­nosos y extensos del país. Infiernillo y Mal­paso contienen, cada una, 12.500 millones de metros cúbicos de agua. Las otras dos, 8.000 y 5.000 millones, respectivamente. Compá­rese su volumen con el del mayor lago mexi­cano, el de Chapala, que alberga como promedio 6.000 millones. Para que las cifras no nos impresionen demasiado debe tenerse presente que se trata de depósitos bien pequeños frente a los grandes lagos de muchos otros países.

 

Como quiera que sea, que la formación de semejantes embalses modifica las carac­terísticas de una región es a todas luces evi­dente. De hecho, han constituido los cambios más radicales que ha sufrido, durante siglos, el paisaje mexicano.

 

Además, la construcción de estas presas implicó la movilización de habitantes de vas­tas áreas, si bien es cierto que ninguna de ellas ocupó una zona particularmente pobla­da. De 1940 a 1970 nos topamos cada vez más  con muchos pueblos que anteceden a su nombre el calificativo de "Nuevo" para ser distinguidos de sus antecesores, que quedaron ocultos bajo las aguas (lo mismo que al­gún otro bajo la lava del Paricutín).

 

En contraste con la proliferación de los embalses artificiales durante los años que tratamos de abarcar, el proceso natural de desecamiento de muchos lagos mexicanos tiende a acelerarse por la acción, a menudo imprudente, del hombre. Como se sabe, di­cho proceso está ocasionado por la erosión de los cauces que dan salida a sus aguas y por la sedimentación de sus lechos, en com­binación con la presencia de factores climá­ticos adversos.

 

Lamentablemente, algunos depósitos la­custres, sobre todo en las llanuras del altipla­no septentrional, cuyos lechos planos, poco profundos, y las escasas lluvias que los alimentan, ofrecen muy poca defensa contra la evaporación. Lo mismo sucede con los pe­queños lagos de los llanos de Apan y, de ma­nera más acelerada por la acción deliberada del hombre, con los de la cuenca de México. Aquí, la transformación del paisaje lacustre será también radical en otro sentido. Como el lago de Texcoco, no otra cosa que un in­menso charco, presenta muchos problemas por estar junto a la Ciudad de México y, de hecho, es virtualmente inútil, se propone hoy dividirlo en una serie de lagos menores y aprovechables: ¿Y cómo serán estos lagos? Pues cuadrados. Ya pueden verse planos y maquetas. Así, en estos años veremos cómo la falta de imaginación de ingenieros y urba­nistas deja una huella cada vez más honda en el paisaje.

 

También tienden a desecarse muchas de las lagunas y pantanos de las costas -sobre todo, frente al golfo de México-, bien por el desecamiento gradual del ambiente, bien por el control mediante grandes embalses de las aguas que los inundaban. Esto es especialmente notorio en el estado de Tabasco, cuyas grandes extensiones pantanosas no pudie­ron materialmente ser penetradas antes de la década de los sesenta, cuando empezaron a abrirse vastas zonas a la ocupación humana. Recuérdese al respecto la Baja Chontalpa, alrededor de la población de Cárdenas, bene­ficiada por la presa Netzahualcoyotl.

 

El capítulo de las presas nos conduce a otro muy relacionado con ellas y que también incumbe a nuestra vista: el de la electricidad. La accidentada configuración del suelo mexicano ha facilitado en mucho la construcción de plantas hidroeléctricas desde el siglo pa­sado por todo el país. Es verdad que la canti­dad de energía generada por plantas térmi­cas (de combustión interna, vapor, gas o geotérmicas) ha sido ligeramente mayor. En cifras, el aumento de la energía generada en México en los últimos treinta años, sin contar la que se importa, que es poca, va de 2.500 a 28.500 millones de kilovatios/hora; pero tal vez se aprecie mejor su significado si se tiene en cuenta que si en 1940 el número de edi­ficios cuyos moradores podían leer bajo la luz de brillante foco era de 400.000 y en 1970 es de 4.876.726. Se advierte también que, lejos de atenuarse, el contraste  entre las grandes ciudades sobreiluminadas y los pueblos que apenas cuentan con un farolito en cada esquina se hace cada vez mayor. Igualmente debe suponerse que en las ciudades es más fácil "robarse la luz" que en el campo, porque en aquéllas hay extensas redes, casi siempre aéreas, a las cuales se puede conectar un alambrito clandestino y hacer que la red eléctrica sea mayor de lo que oficialmente se cree, mientras que los dispersos poblados ru­rales apenas cuentan con instalación en unas pocas calles de su núcleo principal; sin contar con los escasos recursos de la población, que difícilmente se preocupará por la electricidad cuando su posesión más sofisticada consiste en un radio de transistores. Así, resulta que vastas regiones "electrificadas" permanecen realmente a oscuras.

 

Y puesto que nos estamos ocupando de lo que en el territorio nacional se ve, consideramos que la electrificación del país no sólo la percibimos en los focos, sino también en los postes. Las instalaciones subterráneas son ra­ras en  México, aun en las grandes ciudades.

 

Así, la electricidad y los teléfonos son elemen­tos del paisaje por doquier. A menudo, en los barrios populares de ciudades industriales, donde las instalaciones clandestinas son pan nuestro de cada día, los cables son, ni más ni menos, el elemento dominante del paisaje, pues forman inmensas telarañas sobre calles y azoteas. Un buen día las autoridades regu­larizan la situación y al poco tiempo los vecinos deciden que es mejor volver a depender de la propia iniciativa.

 

En estas últimas observaciones sobre el paisaje hemos percibido, con mayor o menor evidencia, el peso creciente del elemento ur­bano. Se ha convertido en algo tan importan­te que es lo único que mucha gente ve. Debemos considerarlo ahora por separado, advir­tiendo que esta cuestión está muy ligada con los problemas demográficos.

 

Hasta 1940 la población de México crecía a un ritmo moderado. El crecimiento había sido de un 19 % en la década anterior. Pero después subió, década tras década, a 31 %, 35 y 39%. Hoy pueden decirse por lo menos tres cosas acerca de esta población:

 

Que es mucha;

 

Que crece muy rápidamente; y,

 

Que está mal repartida.

 

Es difícil que un viajero pueda advertir la cuantía de la población si no la cuenta, pero sí podrá ver que crece a grandes saltos si se fija en la proporción de niños dentro del conjunto de bípedos. En México, los niños menores de 14 años forman el 46 % de la po­blación total. Y no sólo se ven demasiado, sino que si no los ve uno a ellos a tiempo, lo aplastan a uno. En cuanto al reparto desequi­librado de esa misma población sólo hay que dar un paseo con los ojos abiertos por la Ciu­dad de México y otra gran concentración ur­bana y compararla luego con cualquier otro punto de la República.

 

Lo que importa señalar es no sólo que las ciudades ocupan un espacio cada vez mayor, lo cual es demasiado obvio, sino que imponen elementos de paisaje urbano a las zonas rura­les o semirrurales en mucha mayor medida que con la que éstas pueden desquitarse. En 1940, la Ciudad de México tenía enclaves ru­rales que luego fueron casi de golpe urbaniza­dos, sin que se pensara en la posibilidad de aprovecharlos mis inteligentemente. Aun los seculares y grandes parques de algunas ciu­dades, como el de Chapultepec en la misma Ciudad de México, han perdido su carácter de bosque natural al llenarse de edificios y elementos de puro ornato citadino.

 

Pero es fuera del perímetro de las ciuda­des donde debemos buscar muestras de di­cha imposición del paisaje urbano. Muy es­pecialmente a lo largo de las carreteras ve­mos proliferar infinidad de muestras de vida urbana Pero ello es sólo una simple fachada que cubre a una vergonzante población semirrural que confunde progreso con urbaniza­ción. El México de 1970 realiza indecibles esfuerzos por encubrirse. Claro que aunque la mona se vista de seda, mona se queda.

 

Recomendación para  el viajero que no quiera engañarse con las fachadas es que viaje por ferrocarril. La mayoría de las poblacio­nes mexicanas han acicalado sus calles prin­cipales con mucho ímpetu urbanizante, pero no los traspatios, por donde suele pasar muy cerca el tendido de las vías. Desde el tren puede verse cómo vive realmente la mayoría de los moradores.

 

Hagámonos una pregunta para terminar con estas consideraciones sobre el territorio y nuestro sentido de la vista. ¿Han cambiado, entre 1940 y 1970, los colores de ese territorio? Porque el verde de las feraces tierras de las costas húmedas y el ocre del altiplano sediento son colores de fondo. Las presas se construyen, precisamente, para que el paisaje árido se vuelva azul y verde; la colonización de selvas y  pantanos es para llevar, tal vez, mucho blanco y rojo, gris y negro -casas y carreteras- a ese paisaje desesperadamente verde. Pero enriquecer el color de un país tan inmenso como México no es fácil, de ahí que los logros en materia cromática hayan sido pocos. Ha parecido más sencillo cambiárselo al cielo; por eso se han hecho grandes progresos en convertirlo, de azul y blanco, en gris y café.

 

El oído.

 

La realidad geográfica no se puede per­cibir puramente con los ojos. También hay un paisaje auditivo que se nos presenta ante nuestros oídos. El que viaja por el territorio de un país con el propósito de conocerlo a fondo no sólo tiene que saber mirar, sino incluso saber escuchar.

 

Si escogiéramos doscientos lugares diferentes de la República Mexicana y en cada uno de ellos pusiéramos simultáneamente una grabadora a funcionar durante veinticuatro horas, los resultados serían distintos en cada caso. El sonido del viento es diferente según se trate de un lugar abierto o encajonado; la presencia de la vegetación lo modificará de mil maneras. Los animales, desde los invertebrados hasta los más desarrollados, introducen las notas más características. El agua, donde la hay, también contribuye a enriquecer el mapa auditivo. Finalmente, el hombre contribuye con los sonidos de su cuerpo y con los de sus máquinas y actividades.

 

La construcción de presas y el desarrollo de las áreas de regadío ha llevado también el ruido del agua a muchas partes. De esto ya hablamos.

 

Las voces de los animales, en cambio, nos llevarán a percibir otras muchas transformaciones del medio. Su vida está estrechamente ligada con la del hombre, y de ahí que su pre­sencia y sus desplazamientos sobre el territorio nacional sean de interés no sólo zoológico, sino histórico.

 

El zumbido de muchos insectos nocivos ha sido proscrito de extensas áreas gracias a la labor de limpieza realizada por institucio­nes como la Comisión Nacional para la Erra­dicación del Paludismo, fundada en 1955 y cuyas siglas C.N.E.P. se pueden ver en las puertas de todas las casas rurales de gran parte de la República. Antes de 1940 eran to­davía pocas las regiones de la tierra baja tro­pical que podían ser habitadas, no sólo por la falta de comunicaciones, sino también por la intensidad de las enfermedades endémicas propias de aquellas regiones. Víctimas del pa­ludismo murieron en 1940 cerca de 25.000 per­sonas, de las cuales la mitad correspondió a los estados de Guerrero, Oaxaca, Chiapas, Veracruz y Tabasco. En 1970, las víctimas de esa misma enfermedad fueron 33 en todo el país. Otras enfermedades endémicas han sido también en buena medida erradicadas o controladas.

 

Poco se podrá decir de nuevo acerca de los sonidos de otros invertebrados, peces, reptiles y batracios, pero no ocurre lo mismo con las voces de aves y mamíferos, que sí tienen mucho que comunicarnos. En 1970 se oía con más frecuencia que antes, dentro del territorio nacional, piar de pollos, cacarear de gallinas, mugir de vacas, balitar de cabras, balar de ovejas, gruñir de puercos, relinchar de caballos y rebuznar de burros, por la sen­cilla razón de que la población de esas espe­cies ha aumentado. Puesto en cifras aproximadas (hay que advertir que las estadísticas en materia ganadera son terriblemente incon­sistentes), entre 1940 y 1970 el ganado bovino aumentó de 10 a 25 millones de cabezas, el caprino de 7 a 10 millones, el porcino de 5 a 10, el ovino de 4,5 a 5,5, el caballar de 2 a 3, el asnal quedó estacionado en 2,5 millones y el mular igualmente en 750.000 cabezas. Es mucho más difícil estimar el número de ga­llos, gallinas, pollos, guajolotes, patos y gansos, pero es indudable que el número ha aumentado también (de 25 a 125 millones re­gistrados en las mismas fechas). Todo ello, como es lógico suponer, en respuesta a la creciente y nunca satisfecha demanda alimenticia.

 

Por otra parte, toda esa animada conver­sación de animales tiende a concentrarse. En primer lugar, porque los centros principales de consumo son las grandes ciudades, y en segun­do lugar porque en éstas se prefiere consumir leche, carne o huevos obtenidos mediante procedimientos modernos más o menos asép­ticos en establos o granjas similares a fábricas. Así, una de las grandes plantas avícolas vecinas a México o Guadalajara tiene una población de gallinas superior a la de mu­chos extensos municipios del medio rural o semirrural.

 

El aumento de la población, por otra parte, significa que ésta se extiende junto con sus animales domésticos, aunque, raramente, por zonas antes desocupadas, sobre todo, en el norte y en el sureste. Eso es fatal para infinidad de especies animales no domésticas. Cada vez hay que ir más lejos o adentrarse mas en montes y serranías para escuchar el rugido de los tigrillos, el aullido de los coyotes, el rebramo de los venados o el rebudio de los jabalíes.

 

Nos queda por atender, finalmente, a los sonidos del hombre. Los propios de su cuerpo le acompañan, naturalmente, donde quiera que esté. Si en 1940 escuchábamos las voces de 19.700.000 mexicanos, en 1970 son las de 48.500.000; o sea, que de todas las especies animales, ésta ha sido una de las más prolífi­cas. Hay que advertir, sin embargo, que el crecimiento de la población no es parejo en todo el territorio, pues hay una migración in­terna que alimenta, principalmente, el Dis­trito Federal y los estados de México, Baja California, Nuevo León, Tamaulipas, Chi­huahua, Sonora, Nayarit y Morelos, entidades todas ellas donde el paso del silencio al bullicio ha sido más notorio. El caso más extremo ha nido el de una pequeña porción del estado de México, vecina al Distrito Federal, lecho desecado de una parte del lago de Texcoco. Em­pezó a poblarse con unas pocas casas hacia el año 1950. Al poco tiempo se convirtió en un refugio incontrolable de la población margina­da de la Ciudad de México y de muchos recién llegados. Carente casi del todo de ser­vicios y de estructura urbana, Ciudad Netzahualcoyotl, como se la nombró al erigirla en municipio, ha logrado controlar su creci­miento territorial, pero de ninguna manera el demográfico. Tiene en 1970 medio millón de habitantes, lo que la convierte en la cuarta aglomeración humana del país.

 

En cuanto a los sonidos creados por la inventiva del hombre se comprende que su número sea infinito. Tendremos que limitarnos a percibir los ruidos de la industria y de las comunicaciones.

 

En 1940 el ruido de las fábricas (a pe­sar de que eran más ruidosas que las moder­nas) aturdía a pocos oídos. La siderurgia con­taba solamente con una empresa de gran enver­gadura, la Fundidora de Monterrey, cuyo único alto horno había sido construido en 1903. Muy numerosas eran las fábricas textiles y, aunque pocas, eran importantes también las de pa­pel. La gran mayoría eran industrias pequeñas y variadas. El desarrollo industrial en gran escala empezó precisamente hacia 1940. Dejemos aparte el estudio detallado de esta actividad puesto que aquí sólo nos toca señalar su presencia en la geografía.

 

El ruido de la industria del hierro se pue­de escuchar ahora en varias partes de Monte­rrey, Monclova, Piedras Negras, México, Puebla, Veracruz, Mexicali, Chihuahua, Tlal­nepanda y San Luis Potosí. Se fabrican automóviles y camiones en Saltillo, Mazatlán, Monterrey, Toluca, Ciudad Sahagún, Puebla, Cuernavaca y en México y su periferia. Así, todas las demás industrias, salvo la textil que se ha concentrado, se han extendido al tiempo que aparecen nuevas, como las que se basan en la química. Sin embargo, hasta hace poco sólo se podían percibir dos grandes concentraciones industriales, México y Monterrey, junto a otras pocas secundarias. Actualmente se aprecia la formación de conjuntos industriales en los estados de México, Jalisco, San Luis Potosí, Tlaxcala, Morelos, Querétaro y Guanajuato, en poblaciones donde la actividad industrial había sido, antes de la década de los sesenta, virtualmente nula.

 

Para muchos millones de mexicanos el sonido de las industrias representa algo to­talmente ajeno. No sólo existen vastas regio­nes no industrializadas, sino que su pobla­ción carece de un mínimo de adelanto técnico necesario para emprenderlas. En cambio, el sonido de las comunicaciones alcanza a todos los mexicanos. La radio se oye en todas par­tes, y la televisión, difundida en México a partir de 1950, llega a casi todas gracias a la construcción de una red amplia de repetidoras. Los sistemas de comunicación radiotelefónica han resultado ser los más convenientes para un país de topografía tan accidentada como es México.

 

Los transportes constituyen la otra cara de las comunicaciones y, puesto que suelen ser ruidosos, ocupan un lugar de privilegio dentro de nuestro paisaje auditivo. Un mapa de carreteras es, justamente, un mapa en el que se indican los lugares donde puede oírse el rugir de un motor sobre ruedas.

 

De 1940 a 1970 la red caminera mexicana ha estado creciendo sin cesar. Para aquella fecha estaba cobrando forma una red básica, siguiendo el criterio de establecer líneas troncales longitudinales de frontera a fron­tera (como la carretera Panamericana) y a lo largo de las costas, cruzadas por tres o cuatro rutas básicas de mar a mar. En las si­guientes décadas se trató de completar esa red, que en muchas partes no pasaba de ser un proyecto, construyendo carreteras pavi­mentadas de gran longitud que unieron las capitales de los estados y las grandes ciuda­des, excepción hecha del sureste y de Baja Ca­lifornia, que quedaron marginados. La prime­ra carretera que unió la península yucateca y Tabasco al resto de México se inauguró en 1961,  Tapachula no tuvo comunicación por carretera antes de 1963, y en 1973 se terminó la que une Mexicali con la Paz. La red de rutas troncales es aún débil en Guerrero y Oaxaca y a través de la Sierra Madre Occi­dental.

 

Hacia 1960, México contaba ya con una red básica de carreteras bastante extensa. Sa­tisfecha esta necesidad, se empezó a modifi­car la política de construcción de caminos, dando prioridad a la construcción de rutas vecinales y procurando llevar el ruido de los motores a los poblados más pequeños. Es aquí donde debe situarse lo que algunos han llamado revolución caminera, que ha llevado la red de 15.000 a 722.000 km. transitables.

 

La construcción de caminos locales, o carreteras de mano de obra, como se les nom­bra por el hecho de estar construidas mediante la mano de obra de las comunidades rurales, se realiza actualmente en todo el país. La unión de muchos caminos vecinales va dando origen, poco a poco, a carreteras de mayor longitud de modo que aquéllos tienen singular impor­tancia para todo el sistema. Como es natural, este proceso se encuentra más o menos adelantado en distintas partes de la República. Así, las áreas montañosas de población indí­gena, especialmente en los estados de Guerrero, Michoacán, Puebla y Oaxaca, están apenas pasando de un período de carencia absoluta en lo que a caminos se refiere, a otro en que las brechas y terracerías surten ya a casi todos los municipios. Veracruz, Yucatán, Querétaro y Jalisco son ejemplos de una etapa más avanzada, con caminos más fáciles de transitar y una red más cerrada. En el Bajío notablemente, la telaraña de caminos locales ha dado origen a una densa red de carreteras troncales de primer orden, cosa explicable por la suavidad del terreno y el alto nivel económico de la región. En cuanto al norte de la República, hay que advertir que las grandes distancias y la poca población dan un matiz diferente al problema, pero dentro de su es­cala el esquema es más o menos el mismo. Cierto que las áreas de los grandes distritos de riego están densamente pobladas y el ruido de los motores se oye en ellas con mucha frecuencia.

 

Al mismo tiempo que los caminos locales llevaban el automóvil casi a cualquier locali­dad, aparecieron en el mapa de México las ca­rreteras de acceso controlado, generalmente de cuota, algunas de ellas de varios carriles y diseñadas para desarrollar altas velocidades, cosa que, por cierto, añade nuevos tonos y ritmos a nuestro mapa auditivo. Estas carreteras responden desde luego a necesidades muy distintas, pero de cualquier modo se han integrado estrechamente a la geografía de va­rias regiones. Las principales son la de Méxi­co a Cuernavaca, pionera, inaugurada en 1952; la de México a Puebla, abierta en 1962; la de México a Querétaro, originalmente trazada en 1958 y modificada posteriormente, y la de Esperanza a Córdoba, estrenada en 1966.

 

La construcción de puentes ha sido una labor conjunta con la de caminos, pero merece señalarse especialmente por la particular importancia que ha tenido, sobre todo en las llanuras costeras del golfo de México, allí donde la anchura de los ríos dificulta mucho las comunicaciones. Poco a poco desaparecen pangas y chalanas, y su ruido ya no se oye en la desembocadura del Papaloapan ni en la  del Coatzacoalcos. Donde definitivamente no pueden construirse puentes, se ha recurrido a los transbordadores, como ocurre en el golfo de California, cruzado en la actualidad por varias líneas regulares.

 

Pero volvamos a hablar de los caminos locales, los que merecen mayor atención, puesto que son la base de los demás y los que bene­fician a los lugares más necesitados. Muchos de ellos, abiertos en zonas de difícil topografía, son verdaderamente impresionantes, y tan me­ritorias obras de ingeniería como las grandes supercarreteras. Por otra parte, permitir que un lugar determinado reciba por primera vez la visita de un vehículo provoca todo un acontecimiento. En los pueblos más aislados, donde hay muy pocos sonidos de origen mecánico, es notable la claridad con que se per­cibe el ruido de un motor lejano y el gusto con que la gente advierte que tal ruido se va acer­cando.

 

Donde entra el ruido del motor de un auto­móvil o camión desaparecen otros. Uno de ellos es el de las avionetas, que, a pesar de su reciente introducción, han llegado a ser un medio de transporte muy popular en aquellos estados escasos de caminos como Chihuahua, Durango, Michoacán, Guerrero, Oaxaca, Puebla y Chiapas. Otro que no es ruido sino todo un lenguaje, es el que los arrieros dirigen a sus recuas, algo de lo más pintoresco y expresi­vo. Ninguna recua resiste la competencia de una camioneta. Para decirlo con otras  palabras, está desapareciendo el lenguaje de arriero para dar lugar al lenguaje de chofer.

 

La gran aviación comercial ha aportado los más estridentes sonidos a nuestro pano­rama auditivo, sobre todo desde que algunos aeropuertos mexicanos fueron acondicionados para la recepción de jets a partir de 1960.

 

En materia de sonidos ferrocarrileros no ha habido tantos cambios entre 1940 y 1970. Pero si algunos. En la década de los sesenta pasó definitivamente a la historia el rebufar de las máquinas de vapor, uno de los sonidos más cautivadores que pueden entrar en una geografía auditiva. Y con ellas todo un mun­do. Y no por el hecho de desaparecer esas locomotoras, pero sí al mismo tiempo, los ferrocarriles mexicanos han quedado en un estado lamentable.

 

En cuanto a las vías, el período que es­tudiamos sólo vería finalizadas tres importan­tes obras de las muchas que todavía quedan inconclusas: el Ferrocarril Sonora-Baja Cali­fornia, de Benjamín Hill a Mexicali, terminado en 1948; el Ferrocarril del Sureste, que fue en 1930 la primera línea de comunicación terrestre entre Veracruz, Tabasco y Cam­peche; y el tramo entre Creel y El Fuerte del célebre Ferrocarril Chihuahua al Pacífico, concluido en 1961 tras vencer grandes difi­cultades técnicas. Aparte de esto se ha mejorada el trazo de pocas, pero muy pocas, vías; se ensancharon las viejas líneas de vía estrecha a Jalapa, Toluca y Oaxaca y se levantaron otras. Su total desarrollo en el día de hoy (1970) es de 25.000 km., no gran cosa comparados con los 23.500 existentes en 1940.

 

El viajero que utiliza el tren en 1970 es­cucha, en algunas líneas, menos traqueteo que en 1940, porque se ha introducido el riel elástico, soldado, y con secciones de mucha longi­tud. Pero en otras líneas, para que no olvide que México es un país de contrastes, escucha todavía más traqueteo que hace treinta años.

 

Además, con un ritmo desesperantemente lento, porque tanto las vías como los vagones cargan con treinta años más de indolente des­cuido. Anótese que éstas son la mayoría.

 

El tacto.

 

Parecerá mentira, pero el tacto es de nues­tros sentidos el más constante indicador de los muchos aspectos del medio en que vivimos. El  sentido del tacto radica en la piel. A través de ella percibimos nada menos que el clima. Temperatura., humedad y viento, como se estudiará en cualquier manual de geografía, son elementos fundamentales de la geografía y tienen, evidentemente, su distribución terri­torial.

 

Ahora bien, parece dudoso que podamos percibir algún cambio dentro de este orden de cosas en el territorio mexicano entre 1940 y 1970. Cierto que el clima es de lo más voluble, que tan pronto nos pone a sudar como nos obliga a arroparnos, pero no hay que con­fundir sus modificaciones estacionales con sus modificaciones históricas. Una transfor­mación histórica del clima es, por ejemplo, la que ha llevado a la Tierra de su último perío­do glacial, hace 17.000 años, a la etapa actual. Si la última glaciación esta aún en retroceso, o si, por el contrario, se advierte ya que se ha iniciado un avance del hielo que cubrirá gran parte de la Tierra dentro de unos miles de años, es cuestión que entre especialistas se debate. Sea lo que fuere, dentro de un es­pacio de tiempo semejante, treinta años no significan absolutamente nada.

 

Pero también existen modificaciones del clima dentro de períodos más cortos, entre las cuales son de mucha importancia las que definen los llamados cielos agrícolas, que con­sisten en la alternancia más o menos regular de años "buenos" y años "malos", excesivamen­te lluviosos o muy secos. Aunque puede haber diferencias regionales bastante notables, se puede distinguir entre 1940 y 1970 la alternancia de algunos años normales y otros par­ticularmente secos, como 1943, 1949 y l953.

 

Dejando de lado los fenómenos exclusivamente meteorológicos, hay que buscar cómo la acción del hombre puede también modificar el clima a nivel local.

 

Ya nos ocupamos de las transformacio­nes profundas del paisaje producidas por las grandes obras de irrigación. En zonas an­tes prácticamente desérticas, la presencia del agua y de la vegetación crea un ambiente más húmedo y más templado que se distingue del clima virgen que lo rodea, constituyendo lo que podríamos llamar un microclima artifi­cial. En sentido contrario, la deforestación, de la que nos ocuparemos más adelante como problema ecológico, limita las áreas verdes y acelera la erosión, a la par que provoca la desaparición del suelo fértil y la de las corrien­tes y depósitos permanentes de agua, creando un ambiente árido y seco. Este proceso de desecación es muy lento y de ningún modo tan notorio como el que sigue a la construcción de una presa y convierte el desierto en vergel, pero sus efectos son más hondos e irre­versibles.

 

Por otra parte, el crecimiento de las ciu­dades desaloja espacios verdes y cultivados en proporción a su tamaño y a su desarrollo demográfico, lo cual equivale a la deforestación o al abandono de los campos cultivados. Esto no debería ser así, pero el crecimiento de las ciu­dades mexicanas está lejos de ser algo racional y controlado. Prueba de que el gran desa­rrollo de los núcleos urbanos ha provocado la disminución de la humedad ambiente en los últimos años, está en que es ya imposible que sobrevivan dentro de ellos ciertos árboles de ambiente húmedo, como los frondosos ahuehuetes.

 

También fenómeno reciente de las gran­des ciudades, y desde luego presente en el área metropolitana de la capital nacional, es que la temperatura tiende a hacerse más ex­tremosa a consecuencia del Smog. Cuando éste se combina con un cielo nublado, la acción del sol sobre la superficie es virtualmente nula. En los días soleados, en cambio, la capa de contaminantes, que da al cielo un tono grisáceo, impide la libre reflexión del 10 % de los rayos solares que normalmente volvería al exterior del planeta, y lo hace reincidir  sobre la superficie. Cualquier habi­tante de la ciudad ha sentido, en días en que la acentuada contaminación ambiental se hace evidente, un calor sofocante del orden de los 25° ó 27°, por más que el sol no se vea. En 1940 no hacía tanto calor sin que el sol brillara con toda su fuerza en un cielo trans­parente.

 

Los capitalinos tienen otro ejemplo de esta transformación del clima en Xochimilco, an­tiguo vergel de la ciudad, asentado sobre uno de los lagos de agua dulce de la cuenca de México. Aunque el desecamiento de la mayor parte del lago es anterior a 1940, los canales y las chinampas -parcelas rodeadas de agua, lodosas, fetilísimas y cultivadas con flores y hortalizas- existían todavía a mediados de la década de los cincuenta. La sequedad del am­biente y el agotamiento de las fuentes subterráneas los ha hecho desaparecer casi en su totalidad y sólo mediante dragados mecánicos se han podido conservar unos pocos canales para solaz de los turistas.

 

El olfato.

 

La geografía también nos entra por las narices. Las olores que despide el territorio de un país manifiestan una determinada cu­bierta vegetal y una particular ocupación hu­mana. Aquí se puede plantear el problema de las relaciones entre el hombre y su medio, así como la delicada cuestión del equilibrio biológico, materia muy importante en el estu­dio del  territorio.

 

El problema de los bosques es quizás uno de los asuntos que merecen mayor atención. Las estadísticas son muy inciertas, pero suponen entre 35 y 45 millones de hectáreas la superficie por donde se extiende el aroma de los bosques, incluidos tanto los de tierra alta, poblados principalmente de coníferas, como los de tierra templada y zona baja tropical.

 

Es difícil calcular qué tanto ha variado esta superficie desde 1940 hasta la fecha, no sólo por la falta de información, sino por lo impreciso de la misma. Pero es evidente que ha disminuido por varias razones, y entre ellas  cuatro fundamentales:

 

El desmonte con propósitos agrícolas;

 

Los incendios accidentales o involuntarios;

 

La explotación irracional; y,

 

El crecimiento de la pobla­ción.

 

El desmonte con propósitos agrícolas, denominado “roza” o “tlacolole”, se hace generalmente incendiando las áreas de bosque o chaparral que se desea abrir al cultivo. Se trata, según se aprecia, de una técnica primi­tiva, hija de la necesidad, que tiene además el inconveniente de poder propagar el incendio más de lo esperado. Por otra parte, las tierras así obtenidas se agotan a los pocos años y el campesino tiene que desmontar otra fracción de bosque.  Como es natural, esta práctica es común en zonas indígenas de población dispersa por rancherías y pequeños poblados, con pocas áreas fértiles cultivables, en Guerrero, Oaxaca, Chiapas, Campeche, Yucatán y  Quintana Roo. Dentro del conjunto nacional, el área afectada por este tipo de desmontes es, por fortuna, relativamente pequeña.

 

Todo bosque está expuesto a incendios, ocasionados por los rayos o, involuntariamente, por el hombre. Los pastores y los cam­pesinos que incendian matorrales son  culpables de la mayor parte de ellos. En México, en las últimas décadas, se han registrado anualmente cerca de mil incendios forestales, a los que hay que añadir otros tantos no advertidos. El fenómeno no sería tan grave si los in­cendios se controlaran, pero la cifra promedio anual de árboles consumidos por el fuego en los últimos treinta años no ha disminuido. La mitad de esos incendios arruinan pasti­zales, y la otra mitad destroza árboles adul­tos y renuevos. Un cálculo conservador supone que, contando sólo los renuevos, se pier­den al año unos 32 millones y medio de árboles. En México no se controlan los incen­dios forestales porque no hay quien lo haga, salvo unas pocas patrullas que no pueden atender sino las zonas próximas a algunas carreteras. Debe añadirse a esto que los ár­boles que no destruye el fuego, debilitados, son atacados fácilmente por plagas que acaban con su existencia.

 

La explotación irracional es la más grave amenaza que pesa sobre los bosques mexi­canos, puesto que se hace en gran escala, con procedimientos anticuados que ocasionan mucho desperdicio, y sin que nadie la contro­le de un modo efectivo: ni las autoridades ni los mismos propietarios de los bosques. (la nación, los municipios, los ejidos o los parti­culares). Los concesionarios forestales, en su mayoría, buscan obtener el mejor provecho posible en el menor período de tiempo, aun­que para ello tengan que arrasar todo un bos­que. Las principales víctimas son las inmen­sas extensiones de coníferas de la Sierra Madre Occidental y de partes del estado de Oaxaca, y las selvas bajas tropicales de Chia­pas y la península de Yucatán.

 

El crecimiento de la población, por último, es la causa principal de muchos de estos males, aunque no lo sería tanto si la explotación de los bosques fuese racional e inteligente. En efecto, el consumo creciente de madera, papel y otros derivados forestales (que en 1940 era de 2 millones de metros cúbicos y, en 1.970, de 5 millones) no debería provocar la destruc­ción de los bosques, pero es aquí precisa­mente donde se hace sentir el peso de la explotación irracional. Por lo demás, el creci­miento de la población también afecta direc­tamente a los bosques, en especial cerca de las poblaciones. Los bosques de tierra tem­plada del México central, en los que predomi­na el encino, el eucalipto, el fresno y el ma­droño, por estar cerca de los mayores núcleos de población, están sujetos a una explotación en pequeña escala, pero cotidiana e incons­ciente. En los últimos veinte años su des­trucción ha sido muy notoria.

 

De todos estos bosques, algunos de ellos, en terrenos incendiados o abandonados, son regenerables. A veces, sólo mediante un esfuerzo muy grande y sostenido puede recu­perarse la cubierta vegetal. Pero hay partes considerables en los estados de Guerrero, Oaxaca y Puebla, y pequeñas áreas en todo el resto del país, que no sólo han quedado pe­lonas, sino que han alcanzado en este siglo tal estado de deforestación y erosión que sus manantiales están secos y su suelo es pura roca viva. Y en la zona más densamente poblada del país, sobre todo en el Distrito Federal y los estados vecinos, el olor de la madera, el follaje y los musgos está siendo sustituido definitivamente  por el de la ampliación urbana, la milpa o la tolvanera.

 

Frente a esta terrible destrucción resultan insignificantes o ridículos los proyectos de reforestación, que en su mayor parte consisten en plantar árboles y dejarlos a su suerte, siendo así que un área reforestada no escapa a la amenaza que pesa sobre todos los bosques. No escapan a esta regla las zonas protectoras de cuencas hidrológicas, las reservas, las vedas ni los parques nacionales. La vigi­lancia en todos ellos es escasísima, sus límites imprecisos y su status legal incierto. Infi­nidad de amparos y concesiones especiales permiten su explotación bajo distintos  pretextos, entre ellos el de "saneamiento", que autoriza el aprovechamiento de maderas muertas y plagadas, cuya determinación, por falta de control, puede hacerla el mismo concesionario con toda libertad. En teoría, ha estado totalmente vedada la explotación forestal en el Distrito Federal, Aguascalientes, Baja California, Colima, Guanajuato, Jalisco, México, Michoacán, Morelos, Puebla, Querétaro y Veracruz. La ineficacia de la política de protección trata de cubrirse con restricciones excesivas que, de respetarse, provocarían otro mal: el de concentrar en pocos pun­tos toda la explotación forestal del país.

 

El aroma de los bosques sobre el territorio mexicano corre el riesgo de desaparecer, y con él los suelos y la vegetación. Desde el punto de vista ecológico, y sin tomar en cuenta sus implicaciones culturales, que son muchas, se trata del más grave problema nacional y de uno de los que ha recibido, por desgracia, menos atención.

 

Nuestro olfato percibe también los desa­justes que, en otro orden de cosas, está sufriendo el equilibrio ecológico de nuestro país. Se trata de la contaminación ambiental, de la atmósfera y del agua en particular, producida por el excesivo y mal planeado crecimiento urbano y por la desmesurada concentración industrial. El caso de la Ciudad de México es, desde luego, el más notorio y, con mucho, más grave que el de otros centros industria­les o petroleros, como Monterrey o Minatitlán, que distan de ser sencillos. De hecho, el problema de la Ciudad de México es uno de los dos o tres más serios del mundo. Si el crecimiento y la industrialización de otras ciudades mexicanas no se controla inteligentemente, el problema se verá multiplicado en los próximos años.

 

La Ciudad de México tenía ya algunos problemas ambientales en 1940, pero eran sólo estacionales: el olfato del capitalino per­cibía en febrero el avecinarse de la temporada de tolvaneras, originadas en el lecho desecado de parte del lago de Texcoco. La contamina­ción industrial era mínima y la producida por motores de explosión interna también lo era. El Distrito Federal contaba entonces con 34.000 automóviles, 8.000 camiones, 2.000 autobuses y 1.500 motocicletas. En 1970 es­tas cifras subieron a 600.000, 762.500, 10.000 y 41.000, respectivamente, sin contar con millares de vehículos registrados en el estado de México, que virtualmente circulan en  el Distrito o en el área metropolitana de la ciu­dad. Como consecuencia, cualquier olfato sen­sible advierte que la Ciudad de México huele a gasolina. Se añade a esto que el problema del polvo no ha sido resuelto y que la conta­minación industrial ha crecido, especialmente en la parte norte y en la vecina Tlalnepantla, surgidas en  las dos últimas décadas como centros industriales. La solución es muy difícil, por razones políticas y económicas y también porque la situación de la ciudad en una cuenca cerrada hace imposible esperar que el viento ayude a disipar el smog.

 

El gusto.

 

Aunque en menor grado, las cuestiones geográficas tienen también algo que ver con nuestro sentido del gusto. No es que ahora vayamos precisamente a rastrear el sabor del territorio nacional (aunque cabría hablar aquí perfectamente de la composición química de los suelos), pero sí de sus productos que, ade­más, han variado notablemente de 1940 a la  fecha. Esto va muy asociado, desde luego, con toda una serie de transformaciones en el paisaje.

 

En primer lugar, la agricultura mexicana ha aumentado la gama de sus sabores con la obtención de variedades nuevas de muchos cultivos, introduciendo semillas extranjeras o seleccionando y mezclando las que se adapten mejor a las condiciones naturales del país. Esto, junto con técnicas de cultivo más perfeccionadas, ha logrado aumentar consi­derablemente el rendimiento medio de casi to­dos los cultivos. Algunos de los casos más dignos de conocerse -comparando las cifras de 1940 y 1970, expresadas en kilogramos por hectárea- son el maíz, cuyo rendimiento subió de 618 a 1.900; el frijol, de 152 a 500; el chile verde, de 2.050 a 6.300; el jito­mate, de 3.900 a 13.500; el arroz, de 1.751 a 2.550; la papa, de 3.921 a 11.000, y el trigo, de 618 a 2.900. De ciertas variedades enanas de trigo, obtenidas por primera vez en México en la década de los cincuenta y cosechadas en gran escala desde 1961, se han logrado rendi­mientos muy por encima de la media, hasta de 5.300 kg. por hectárea, lo que puede constituir, en materia agrícola, uno de los logros más notables en los últimos años.

 

También se han logrado obtener resulta­dos muy buenos, económicamente hablando, con muchas variedades de frutales, nuevos ti­pos de mangos, melones y mandarinas, por ejemplo, que el gusto del mexicano reconoce inmediatamente como diferentes a los que es­taba habituado.

 

Por otra parte, la introducción de culti­vos nuevos ha tenido mucha importancia en ciertos renglones. El caso más espectacu­lar es el del sorgo, utilizado principalmente como forraje, pero que se impone como alimento humano por sus ventajas prácticas sobre el maíz: teniendo el mismo valor nutritivo, su cultivo es más seguro en tierras secas y de temporal, aunque aún no se ha logrado adap­tarlo a zonas, como los valles centrales, de más de 2.000 m. de altura sobre el nivel del mar. El sorgo era virtualmente desconocido en México el año 1940. Se le introdujo bus­cando aprovechar tierras que habían queda­do inutilizadas en las zonas algodoneras.

 

Su éxito fue tal que hoy (1970) su cultivo ocupa cerca de un millón de hectáreas, es decir, más que ningún otro, con excepción del maíz y el frijol, y no sólo en las zonas algodoneras, sino en el Bajío y en muchos estados del cen­tro. Probablemente deba esperarse del sorgo la más profunda transformación que se haya experimentado jamás en el mapa de sabores de México.

 

En escala más reducida, entraron también con pie derecho en ese mapa el cártamo o aza­francillo, cuyo aceite comestible se ha hecho en pocos años muy popular, y, en menor proporción, la soya.

 

Debe advertirse que, exceptuadas algunas transformaciones patentes en muchas partes del país, como la del sorgo, los grandes y es­pectaculares adelantos agrícolas son práctica­mente ajenos a las regiones indígenas y a las zonas que dependen fundamentalmente de riego de temporal. Son, ante todo, los grandes distritos de riego del norte de la República los que se llevan la parte del león, por enci­ma del promedio nacional. Es ahí donde se concentran los recursos y el adelanto técnico. En nuestros días, sólo cuatro estados Baja California, Chihuahua, Sonora y Tamauli­pas poseen un mínimo de diez tractores por cada mil hectáreas. Los mismos, más Sinaloa, consumen el 55 % de la producción de insecticidas del país. Solamente Baja California, Sonora y Sinaloa utilizan fertilizantes en más del 35 % de su superficie cosechada.

 

Aunque sea algo muy difícil de precisar, el uso de abonos y fertilizantes y el de alimen­tos preparados para aves y ganado que se han extendido en busca de una mayor productivi­dad, han repercutido en el sabor de los pro­ductos alimenticias. Es muy fácil distinguir los productos comercializados a nivel nacional o presentados en los grandes mercados de las ciudades, de los productos pueblerinos. Un buen catador y conocedor de las distintas variedades de frutas y legumbres podrá reconocer inclusive el origen de cada una con sólo verlas. El destino de los productos agrí­colas conforma otra más de las notables diferencias entre el medio urbano y el medio rural en México. Y aunque en este punto es posible que diversos paladares tengan distintas opi­niones, lo cierto es que es más auténtica, por más natural, el sabor del producto pueblerino que el del lustroso y suculento manjar que a menudo se ofrece en las ciudades, en donde lo principal es la apariencia. Debe hacerse, sin embargo, una aclaración muy importante al respecto de esto último, y es que los autén­ticos productos pueblerinos están poco comercializados y es preciso conocer ciertos secretos para su obtención (como el dónde, cuándo y  en casa de quién). Los mercados públicos rurales suelen ser desgraciadamente muy pobres. Sus necesidades económicas les obligan frecuentemente a vender fuera lo me­jor y ofrecer a su clientela local productos baratos y de baja calidad. Este fenómeno ha au­mentado recientemente, como es de suponer, por la excesiva demanda de las grandes ciuda­des, amenazando la vieja tradición de que en ningún lugar se come mejor que en el campo. Y, sin embargo, se come más a gusto.

 

Por último, el beber también ocupa su lu­gar. El problema de la escasez de agua en al­gunas partes de México es tan viejo y tan gra­ve como el del exceso del mismo líquido en otras. Lo que desde 1940 ha constituido un nuevo aspecto del problema es, como era de esperarse, la excesiva demanda de las ciuda­des, y ninguna como la de la archiabsorbente Ciudad de México. Hace ya treinta años el agua de la cuenca de México era insuficiente para abastecerla y hubo de perforarse un túnel gigantesco, concluido en 1951, que le pasó agua del vecino valle de Toluca. En 1970 empezaba a escasear de nuevo. También consti­tuía un tremendo problema el haber de sacar tanta agua, después de usada, fuera de esa hon­donada sin salida que es la cuenca de México. Ahora se estudia la mejor forma de traerla del río Balsas o del Tecolutla. Desde luego los mantos freáticos de la cuenca de México y del valle de Toluca son los que han pagado, casi con su existencia, la sed de la capital. Cerca de Toluca había lagos que han quedado hoy secos. Antes de que se seque el resto del país, la solución estaría en utilizar las aguas del mar, como en Tijuana, cuyos habitantes se cuentan entre los pocos del mundo que co­nocen el sabor del agua desalada.

 

Pero si todo el territorio mexicano se convierte en Ciudad de México -pues ésa parece ser su más cara ambición-, tan gigantesco monstruo se beberá el mar en menos de cuatro semanas.

 

Bibliografía.

 

Bataillon, C. Las regiones geográficas de México, México, 1969. Caminos de México, Atlas Goodrich Euzkadi, México, 1967.

 

García Martínez, B. Consideraciones corográficas, en  Historia General de México, tomo 1, México, 1976.

 

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México. 50 años de Revolución, (4 vols.), México. 1960.

 

Tamayo, J. L.  Geografía general de México (4 vols. y  atlas). México, 1962.

 

Zepeda, T. La República Mexicana. Geografía y Atlas, México, 1958.

 

129.            La población de 1940 a 1970.

 

Introducción.

 

A pesar de que el estudio de la población humana tiene orígenes muy remotos, el abor­darlo en forma sistemática, como instrumen­to científico de conocimiento de la sociedad para transformarla y mejorarla, es un hecho reciente que cobra cada vez mayor importancia en la planificación económica y social de los pueblos. La demografía es la parte de la geografía humana que estudia y explica los fenómenos de población.

 

En el estudio de la población humana como en el de otras especies animales ge­neralmente se formulan al principio conside­raciones referentes a su crecimiento, estu­diándose las situaciones que determinan su lentitud o rapidez. En las poblaciones huma­nas, a diferencia de las especies animales cuyo crecimiento se rige por relaciones de supervivencia que se establecen entre ellas y el medio natural en el que se desarrollan, las situaciones, que modulan la velocidad del crecimiento, tienen su origen fundamentalmente en las formas de organización social y actividad económica y en los aspectos cultu­rales tradicionales. El estudio y comprensión de las causas que determinan el crecimiento es fundamental, pero el estudio de la población humana requiere también analizar por razones obvias los efectos que sobre la sociedad tiene el crecimiento acelerado o lento de su población.

 

Comparando el volumen de población de una área determinada en dos fechas consecu­tivas se obtiene en números absolutos el cam­bio que experimenta dicha población; la explicación primaria del cambio se establece a partir de lo que se denominan "procesos demográficos", es decir, mortalidad, fecundi­dad y migración, según la siguiente ecuación demográfica:

 

P2 = P1 + nacimientos – muertes + migración neta.

 

En esta ecuación P2 representa el volu­men de población del área en cuestión en una fecha posterior; P1 el volumen de la misma en una fecha inicial; nacimientos debe refle­jar el número de éstos entre las dos fechas, siendo este número producto del comporta­miento reproductivo de la población o ley de fecundidad experimentada; muertes represen­ta el total de defunciones ocurridas en el mis­mo período, producto a su vez del comportamiento diferente de la muerte ante la edad y el sexo, o sea su ley de mortalidad; la migra­ción neta representa la diferencia entre el total de individuos que pasaron a residir fuera del área y el total de aquellos que llegaron a la misma durante el período considerado.

 


A través de esta ecuación se calcula la tasa de crecimiento de la población (veloci­dad o ritmo de crecimiento), la cual se explica por medio de las variaciones experi­mentadas en los procesos demográficos. La ley de fecundidad se visualiza en una mera aproximación a través de la frecuencia de na­cimientos ocurridos en el período, o tasa de natalidad; también la ley de mortalidad se percibe primeramente con las frecuencias de muertes totales experimentadas en la población entre las dos fechas consecuti­vas. Una forma de calculo de la tasa de creci­miento de la población se obtiene dividiendo la diferencia (P2 – P1) entre la semisuma (P2 + P1)/2 y el resultado se divide por el número de períodos o intervalos que se consideran; por ejemplo, si se tuvieran los volúmenes en dos fechas consecutivas con diez años de diferencia el número  de períodos sería diez si se quisiera obtener un incremento medio anual o tasa anual de crecimiento. Dividiendo los nacimientos, las muertes y la migración entre la semisuma mencionada se obtienen: la tasa bruta de natalidad, la tasa bruta de mortalidad y la tasa de migración; entonces la tasa de crecimiento de la población sería:

 

 

sea, la suma algebraica de las tasas de nacimientos, muertes y migración. Es decir, que r = T.B.N. - T.B.M. + T.M.; en donde,

 

r es la tasa de crecimiento de la población;

T.B.N., la tasa bruta de natalidad;

T.B.M., la tasa bruta de mortalidad;

T.M., la tasa de migra­ción; y,

n, el número de períodos que se consideran para el cálculo de la tasa entre dos fe­chas consecutivas.

 

A la diferencia T.B.N. - T.B.M. se le lla­ma tasa decrecimiento natural.

 

Ocurre muy a menudo que un país no re­cibe un volumen suficientemente grande de inmigrantes y a su vez los nacionales que van a residir fuera del territorio forman un número reducido, en cuyo caso la tasa de migración es muy cercana a cero; entonces, el crecimiento total de esa población refleja su crecimiento natural, o sea, que dicho cre­cimiento se debe básicamente a los  cambios habidos en las tasas de natalidad y morta­lidad.

 

El número de años requerido por una po­blación para duplicar su volumen se obtiene a partir de la tasa anual de crecimiento; así, una población que crece al 0,5 % anual duplica su volumen en 139 años, al 1 % lo duplica en 70 años, al 2 % en 35 años, al 3 % en 23 años y al 3,5 % en sólo 20 años. En al­gunos países de América latina la población crece un 3,5 % anual; como región, la pobla­ción de América latina crece un 2,8 % ; la de Europa, un 0,9 %; la de Asia, un 2 %; la de Africa, un 2,3 %, y la del mundo conside­rado globalmente crece un 1,9 %.

 

El demógrafo necesita contar para su aná­lisis con una información que permita cons­truir la ecuación demográfica. En los censos de población, que los países generalmente realizan cada diez años, se obtienen los volúmenes de población; en los registros civiles se obtienen las estadísticas correspondientes a nacimientos y defunciones, calculándose a partir de estos elementos los movimientos migratorios ocurridos en el período.

 

Los censos contienen información sobre ciertas características o atributos de la pobla­ción, como la edad, el sexo, la ocupación, el lugar de residencia, la escolaridad, el estado civil, etc., características que definen una si­tuación o estado de la población en un momento determinado (fecha del censo); a este estado se le denomina composición de la po­blación según la características de que se trate; por ejemplo, la distribución relativa de la población en grupos de edad se denomina composición de la población por edad. El demógrafo no sólo se preocupa de estudiar la composición según atributos demográficos propiamente dichos, como la edad y el sexo relacionados biológicamente con la fecun­didad y la mortalidad, sino también según los socialmente definidos, como el estado civil, lugar de residencia, ocupación, escolaridad, etcétera. Los procesos demográficos en su íntima relación con la composición de la po­blación constituyen el objeto fundamental en el estudio de la población humana. La ecua­ción demográfica plantea preguntas sobre aquellas situaciones sociales, económicas y culturales que condicionan el comportamien­to en los procesos demográficos: mortalidad, fecundidad y migración; en seguida se deter­mina el efecto de este comportamiento en la tasa de crecimiento y en la composición por atributos de la población; por último, se es­tudian las consecuencias que sobre la sociedad ejercen la velocidad del crecimiento y la composición de la población.

 

Una mujer que se casara joven, apta para la procreación, que viviera junto a su marido durante el período de posibilidad de embara­zo (de 15 a 49 años de edad), que no hiciera intentos para evitar o restringir la concepción o viabilidad del nacimiento y dando el pecho a sus hijos, llegaría a los 49 años de edad habiendo dado a luz diez nacimientos vivos aproximadamente. Si esta situación fuera muy generalizada en la sociedad, es decir, que las mujeres se casaran jóvenes, que las viudas se volvieran a casar en seguida, y que las prácticas anticonceptivas estuvieran muy restringidas, el promedio de nacimien­tos para cada mujer, que sobreviviera a los 49 años de edad, sería aproximadamente de diez. La frecuencia de nacimientos anuales que se produciría en una sociedad de este tipo sería muy alta. El proceso de la fecundi­dad está representado por los elementos ano­tados. El nivel que alcanza la fecundidad se reflejaría en el número promedio de nacimien­tos vivos por mujer al final de un período re­productivo o por la frecuencia de nacimientos anuales que se producen en la sociedad. Una medida muy generalizada del nivel de la fe­cundidad es la tasa bruta de reproducción que es el número promedio de hijas por mu­jer que reemplazan a la madre en el fenómeno de la procreación.

 

La organización social, económica y los valores culturales en una sociedad inciden de forma determinante en las motivaciones que las parejas tienen para procrear familias más o menos numerosas. La mayor o menor edad en el momento de contraer matrimonio y la generalización o restricción de las prácticas de control de natalidad en una sociedad pue­den ser las causas inmediatas de las varia­ciones en el nivel de fecundidad. Un descen­so señalado produce una baja notable en la frecuencia de nacimientos o tasa bruta de natalidad y, como consecuencia, una disminu­ción en la tasa de crecimiento natural de la población. Un descenso rápido en la frecuen­cia de muertes o tasa bruta de mortalidad ocasiona un aumento en la tasa de crecimien­to natural, siempre que el nivel de fecundidad permanezca constante o disminuya más lenta­mente que el nivel de mortalidad.

 

El riesgo de muerte actúa de forma dife­rente ante la edad y el sexo. Las mujeres tie­nen mayores posibilidades de supervivencia que los hombres. En los primeros años de vida la probabilidad de muerte es muy alta, particularmente durante el primer año; dismi­nuye rápidamente hasta alcanzar un mínimo en las edades comprendidas entre los 5 y 10 años, para aumentar paulatinamente confor­me avanza la edad, registrándose el mayor riesgo entre los más adultos. La frecuencia de la muerte en los distintos grupos de eda­des (tasas centrales de mortalidad) en un momento determinado, describen una V abierta y acortada en su primer tramo. Una medida del nivel de mortalidad es la esperanza de vida al nacer, que es el número de años promedio que espera vivir un individuo donde prevalecen ciertas condiciones del riesgo de muerte. En la medida en que desciende el nivel de mortalidad, aumenta el número de años que esperan vivir los individuos y dismi­nuye como consecuencia la frecuencia de muertes totales (tasa bruta de mortalidad).

 

Las causas que determinan el descenso en la mortalidad son los avances en materia económica, social, cultural y tecnológica. La aplicación masiva de programas de salud, desde medidas sanitarias, como introducción de agua potable, erradicación del paludismo, etcétera, hasta la presentación de servicios médicos básicos, determina los mayores des­censos en mortalidad. Una mejor nutrición y una mayor educación son causas determinantes en aumentar la esperanza de vida de los habitantes de un país.

 

Las variaciones en los niveles de mor­talidad y fecundidad determinan la composi­ción por edad de la población. En una socie­dad con niveles altos de fecundidad y niveles de mortalidad que descienden rápidamente, gana importancia relativa el grupo de edad de 0 a 14 años con respecto al resto. Esto se debe a que los riesgos de muerte disminuyen en las edades jóvenes y se mantienen altos los niveles de fecundidad; a este proceso se le llama rejuvenecimiento de la población. Cuan­do el nivel de fecundidad desciende y la mor­talidad se encuentra con niveles bajos enton­ces pierde importancia relativa el grupo de edad entre 0 y 14. años y ganan importancia los grupos de 15 a 64 años y mayores de 65 años de edad, llamándose a este proceso envejecimiento de la población.

 

Las consecuencias que el envejecimiento y rejuvenecimiento de la población tienen so­bre la economía y la sociedad en general se deben a las diversas funciones que tienen los individuos según su edad (como el trabajo, la educación, el matrimonio, etc.). Una obser­vación frecuente consiste en afirmar que una población rejuvenecida ejerce mayor presión económica que una población envejecida, debido a que en la primera es mayor la proporción de personas que no trabajan y provo­can un mayor gasto social, como educación; así, el ahorro que se genera es menor que en la segunda.

 

Al revisar la historia demográfica de los países, las diferencias entre éstos correspon­den aproximadamente a su diversa evolución económica, social, política y cultural. Los países de Europa occidental iniciaron un cam­bio demográfico, conocido como "revolución demográfica", paralelamente a su revolución industrial; posteriormente otros países siguieron el camino de la industrialización, experimentando a su vez la revolución demo­gráfica. Tales países fueron los de Europa oriental, Rusia, Australia, Canadá, Estados Unidos y Japón. La revolución demográfica consistió en grandes cambios operados en los procesos demográficos: la mortalidad y la fecundidad. De 1730 a 1920, aproximadamente, se extiende el período en el cual se operan dichos cambios, pudiéndose distinguir tres fases de comportamiento. Con an­terioridad a 1750 el comportamiento demo­gráfico se caracterizaba por niveles altos de fecundidad y mortalidad con frecuentes fluc­tuaciones en que a veces la mortalidad superaba a la natalidad, produciéndose tasas negativas de crecimiento con pérdida en los volú­menes de población. La tasa de crecimiento natural fluctuaba alrededor del 0. La tasa de natalidad se cifraba en 39,2 0/00 y la tasa de mortalidad ascendía a 38,5 0/00, lo que suponía una tasa de crecimiento natural del orden del 0,7 0/00, o sea, 0,07 % de crecimiento medio anual.

 

En la primera fase de la "revolución de­mográfica" se observa una declinación en la mortalidad sin ningún cambio en la fecundi­dad; de 1750 a 1880, aproximadamente, se obtiene una tasa de natalidad del 39,2 0/00 y una tasa de mortalidad del 25 0/00 lo que daba una tasa de crecimiento natural del orden del 14,2  0/00, o, lo que es lo mismo, 1,42 % de crecimiento medio anual.

 

En esta fase se produce una expansión en la tasa de crecimiento natural debida al descenso en el nivel de la mortalidad. Esta baja en mortalidad se debió a un mejoramiento en los niveles de nutrición de la pobla­ción, por causa del florecimiento económico de la época mercantil anterior a la revolución industrial, y al efecto que tuvieron los primeros avances de la medicina, particularmente en el control de las epidemias.

 

La segunda fase o período de transición, entre 1880 y 1920 aproximadamente, se ca­racteriza por una rápida disminución en la fecundidad y la continuación en el descenso de mortalidad.

 

La tasa de natalidad era del 24,5 0/00, y la de mortalidad del 13,8 0/00, lo que daba una tasa de crecimiento natural del 10,7 0/00, equivalente al 1,07 % de crecimiento medio anual.

 

El descenso en mortalidad se debe a nue­vos avances en medicina y al más fácil acceso de la población a los servicios médicos, como por ejemplo el uso de antibióticos; colabo­ran en el descenso los avances tecnológicos en materia de salubridad, como el uso de insec­ticidas, y una elevación general en el nivel de vida de la población. El descenso en fecun­didad se debe a  una motivación general de las parejas para reducir el número de hijos consistente en un mayor consumo y en la me­jor educación de los hijos. Coadyuvan al descenso a la difusión de las prácticas del control de natalidad, el uso de mecanismos anticon­ceptivos y la mayor participación social de la mujer, particularmente en el trabajo.

 

En la tercera y última fase continúan los descensos en mortalidad y fecundidad, hasta alcanzar niveles muy bajos, produciéndose una disminución sustancial en la tasa de creci­miento de la población. Esta fase va de 1920 hasta nuestros días.

 

La tasa de natalidad se reduce al 13,8 0/00, en tanto la tasa de mortalidad se queda en un 12 0/00.

 

Según esto, la tasa de crecimiento natu­ral se eleva al 1,8 0/00, es decir, 0,18 % de crecimiento medio anual.

 

En esta fase la tasa de crecimiento vuelve a fluctuar cercana a cero, pero con niveles de mortalidad y fecundidad muy bajos.

 

Actualmente cualquier país puede encon­trarse en una de las tres fases, lo cual no quiere decir, necesariamente, que los tiem­pos ni la rapidez de los movimientos tengan que ser iguales a los experimentados por los países que hoy ven culminar su "revolución demográfica". La rapidez con que los países experimenten los cambios demográficos ope­radas durante las tres fases dependerá de su evolución económica, social, política y cultural.

 

El crecimiento de la población en América latina.

 

La población del mundo ha alcanzado en 1973 según datos de las Naciones Unidas la cifra de 3.860 millones de habitan­tes; de éstos, América latina cuenta con 308 millones, correspondiendo 75 a América cen­tral, 27 al Caribe, 165 a América del Sur (tropical) y 41 a América del sur (meridional). México llegó a 54 millones, o sea, una cifra mayor que América del Sur (meridional), que abarca los países de Argentina, Chile, Uru­guay y Paraguay.

 

La tasa de crecimiento de la población en América latina era en 1973 del orden del 2,8 %, un poco mayor que la observada en Africa, que tenia 2,5 %, y Asia, que registró un 2,3 %. Estos crecimientos contrastan con los experimentados en Europa (0,7 %), Esta­dos Unidos y Canadá (0,8 %) y la Unión So­viética que crece a un ritmo del 1 % anual.

 

América central y América del sur (tropical) experimentan los mayores crecimientos del mundo con tasas del 3,3 y 2,9 % anual, respectivamente. El crecimiento de la pobla­ción mexicana rebasa ligeramente estas cifras, siendo del orden del 3,4 % anual. Otros paí­ses experimentan crecimientos tan fuertes como el de México, tal es el caso de Argelia, Marruecos, Siria, Pakistán, Filipinas, Repú­blica Dominicana, Colombia, Ecuador y Venezuela.

 

En América latina llaman la atención los crecimientos de Argentina y Uruguay con tasas de 1,5 y 1,4 %, respectivamente. Tam­bién algunos países del Caribe tienen crecimientos muy mesurados, como Cuba y Puerto Rico.

 

En la revolución demográfica que han seguido los pueblos latinoamericanos en el si­glos XX se distinguen dos etapas bien diferen­ciadas; la primera con un crecimiento lento hasta la década de 1930, derivado de los altos niveles de mortalidad y fecundidad, y la se­gunda con un crecimiento acelerado a partir de 1940, debido básicamente a un descenso rápido en los niveles de mortalidad. En el pe­ríodo 1940 - 1970, el comportamiento demo­gráfico corresponde a la primera fase de la revolución demográfica. Argentina y Uruguay se apartan del comportamiento general ya que experimentan disminuciones también en la fecundidad, incluso en fechas anteriores a 1940. En el Caribe, Cuba y Puerto Rico se encuentran en la segunda fase de la revolución y más recientemente Chile y Costa Rica inician descensos notables en su fecundidad. Los efectos combinados de los procesos demográficos se perciben al observar las tasas de crecimiento de la población en los últimos treinta años.

 

La disminución  en el número de muer­tes anuales se debe entre otras cosas a la utilización en la sociedad latinoamericana después  de la segunda Guerra Mundial de medicamentos baratos como los antibióticos; por otro lado, también se aplicaron medi­das sanitarias que acabaron con buen número de insectos (moscas y mosquitos) transmiso­res de gérmenes nocivos como los que provo­can el paludismo y la malaria. Las medi­das sanitarias consistieron en el rociado de grandes extensiones a base de DDT y otros insecticidas.

 

Los avances económicos y sociales en algunos países también tuvieron sus efectos positivos, como son una mejor nutrición, que hace que los individuos sean más resistentes a las enfermedades, y la creciente generalización de los servicios médicos en núcleos de población cada vez mayores; en muchos países se implantaron instituciones de seguridad social básicamente orientados a la atención médica. Estos efectos tuvieron rá­pida repercusión en el descenso de la morta­lidad en América latina, que importó medi­camentos e insecticidas y experimentó el progreso económico y social. En los primeros veinte años, el descenso fue muy rápido en todos los países, debido básicamente a la im­plantación de descubrimientos y medidas elaborados en Europa. Recientemente, superada la importación extranjera, los países en su lucha contra la muerte tienen que contar con sus propias fuerzas, es decir, que de aquí en adelante la muerte retrocederá en la medida del progreso interno de los países. Por esto se produce actualmente una diferencia notable de los países ante la muerte.; los paí­ses menos pobres registran la esperanza de vida más alta; en 1965 - 1970, un argentino esperaba vivir 67 años, en cambio, un hai­tiano solamente 44 y un boliviano 45; en el intermedio quedaban los chilenos y los mexicanos con 60 y 62 años, respectivamente. En los años 30 un latinoamericano esperaba llegar solamente a los 32 años y en 1970, a los 60 años; Chile y México representan los promedios del área latinoamericana.

 

Se puede establecer una relación entre el nivel de pobreza de los países y su espe­ranza de vida. Los más pobres: Haití y Boli­via; los menos: Argentina, Puerto Rico, Uru­guay, Cuba y Venezuela; el resto de los países en un intermedio en el que Chile, México y Costa Rica son los punteros y Guatemala, Perú y Nicaragua los que van a la zaga. A pe­sar de lo espectacular que ha sido el descenso de la muerte, el camino que le falta recorrer a América latina es largo, no en vano la espe­ranza de vida de México en 1970 se compara a la que tenían Dinamarca, Francia e Ingla­terra en 1930. Esta diferencia se puede obser­var también a través de la mortalidad infan­til (muertes menores de un año divididas por el número de nacimientos vivos ocurridos en un año). En 1964, mientras Australia tenía sólo 19 muertes infantiles por cada mil naci­mientos que ocurrían y Suecia, 15, Guatema­la registraba 94, Chile, 92, y México, 62. Para reducir la mortalidad infantil en Améri­ca latina hace falta un progreso económico y social acelerado que beneficie a la mayor par­te de los habitantes y no sólo a una minoría urbana.

 

América latina llega a 1970, después de pasar la primera fase de la revolución demo­gráfica, con un crecimiento sumamente ace­lerado de la población y con un atraso económico crónico. De ahí que el crecimiento de la población se perciba dramático, es decir, la velocidad del progreso no corre paralelo a la velocidad de crecimiento de su número de habitantes, que demandan, cada vez con mayor firmeza, escuela, alimentación, vivienda y trabajo, sobre todas las cosas. La incógnita demográfica queda planteada para lo que resta de siglo: ¿Se entrará en la segunda fase de la revolución demográfica? Al­gunas medidas se han intentado para comenzar a cambiar el rostro demográfico de América Latina; en algunos países han comenzado a establecerse clínicas de difusión de prácticas de control de natalidad con el fin de influir en el futuro descenso de la fecundidad; se pensó que a una publicidad amplia de mecanismos anticonceptivos correspondería una respuesta automática en la disminución de la frecuen­cia de nacimientos anuales; solamente en dos países parece estar asociada la difusión y el descenso en la fecundidad: Costa Rica y Chile. Se ha pensado que el tamaño del país cuenta mucho para esos efectos; ocurre en Asia que países pequeños como Taiwán y Corea del Sur parecen dar mayor respuesta a la difusión.

 

América latina llegará a 1985 con 435 millones de habitantes, es decir, 127 agregados en sólo 15 años. Estas cifras muestran por sí solas los esfuerzos que se tendrán que hacer en materia económica y social para disminuir en parte la presión que seguramente ejercerán sobre la sociedad.

 

El crecimiento de la población en México.

 

Comparando la historia del crecimiento de la  población mexicana con la de Suecia se tiene que hasta 1880, aproximadamente, Sue­cia había transitado por la primera fase de la revolución demográfica, alcanzando la má­xima expansión en su tasa de crecimiento; México iniciaría dicha fase en 1910. Des­pués de esta fecha la tasa decrecimiento en Suecia experimentó descensos notables por la disminución en sus niveles de fecundidad. El ciclo demográfico completado  por Suecia hacia 1960 contrasta con el de México, que se encuentra en el momento por el que pasó Suecia en 1880, o sea, aquel en que la tasa de crecimiento es máxima, situación deri­vada de altos niveles de fecundidad y bajos niveles de mortalidad. El ciclo demográfico sueco está en correspondencia con su evolu­ción económica y social. En 1880 México estaba sujeto a condiciones severas de morta­lidad, que reflejaban el atraso económico y social en que se encontraba con respecto a aquel país. Las condiciones que hicieron po­sible el descenso en la mortalidad sueca se hicieron presentes en México en forma in­tensa después de la revolución mexicana de 1910 y los efectos de tales condiciones se reflejan en el período 1940 - 1970, de un auge económico importante a la vez que de mayor crecimiento de la población.

 

El descenso en la tasa de crecimiento de Suecia de 1910 a 1960 obedece a una me­jora económica y social aún mayor que la experimentada; es decir, en la última fase de la revolución demográfica, las disminuciones en los niveles de fecundidad son producto de una evolución económica y social muy avan­zada a la que necesariamente corresponden comportamientos modernos respecto al nú­mero de hijos por familia, observándose que la mayoría de la población tiene familias reduci­das con un promedio de dos hijos. Así, el ciclo histórico de la demografía sueca se cierra con un desarrollo económico y social muy avanzado. En México se crearon hacia 1970 las bases para un desarrollo económico y social más acelerado en los años futuros, desarrollo que tendrá sus efectos en fecun­didad y en la subsiguiente tasa de crecimien­to; quiere esto decir, que el tiempo con que la población mexicana complete su ciclo demográfico en el futuro dependerá de la rapi­dez con que se evolucione económica y socialmente.

 

El ciclo demográfico consiste, pues, en una evolución que responde a un proceso económico y social resuelto en dos etapas: una de crecimiento económico, a la que corresponde una respuesta demográfica en mortalidad exclusivamente; y otra de modernización económica, social, política y cultural, que alcanza a todos los estratos de la población; esta etapa se caracteriza por una mejor distribu­ción de bienes, niveles educativos de la población muy altos, participación de la mujer en el trabajo y, en general, una mayor aper­tura de oportunidades económicas para todas las clases sociales; a esta fase corresponde una respuesta en fecundidad, que se mueve de altos a bajos niveles, contrayéndose por esto la tasa de crecimiento de la población.

 

Actualmente Suecia goza de un bienestar económico muy alto, el cual se puede me­dir a través de su producto nacional bruto per cápita, consistente en 1973 en 4.040 dó­lares anuales, uno de los más altos de Europa; la tasa de crecimiento de su población era del 0,3 % anual. México para esa misma fecha tenía 670 dólares y la tasa de crecimiento de su población era de 3,4 % anual. El producto nacional bruto no es indicador definitivo de las disparidades económicas y sociales entre países, sin embargo, en el caso de estos dos países refleja en parte el proceso económico, social, cultural y político, desigual entre am­bos. Esto no quiere decir necesariamente que México tendría que alcanzar niveles sim­ilares a los suecos, económicamente hablando, para que se produjera la respuesta demográ­fica en fecundidad; pero sí se trata de desta­car que el futuro demográfico de México irá paralelo a la evolución económica y social que se experimente en los años venideros.

 

Las fluctuaciones en la tasa de crecimien­to antes de 1930 se movían entre números bajos, resultado de una fecundidad alta que apenas superada las severas condiciones de mortalidad; de 1880 a 1910 el crecimiento se expande ligeramente y asegura una recuperación en los volúmenes; de 1910 a 1920 la población sufre una caída y de 15 se pasa a 14 millones, como consecuencia de la revolu­ción mexicana que se inició en 1910. La recuperación de 1920 a 1930 es muy rápida y comienza a reflejar las nuevas condiciones económicas y sociales que se habían logrado con la revolución; de 33 defunciones por cada mil habitantes en 1895 - 1910 se pasa a 25 en 1925 - 1929; de esta forma el descenso en la mortalidad sigue, aunque lentamente, hasta 1940. Las bases de una transformación eco­nómica y social se habían dado con la revo­lución mexicana y sus primeros efectos los captaba fielmente la frecuencia de muertes anuales, ya que en 1940 ésta descendió a 23 defunciones por cada mil habitantes. A par­tir de esa fecha el descenso es muy rápido: 17 muertes por cada mil habitantes en 1950, 12 en 1960, 9 en 1970. Los efectos de la nueva organización del país se reflejan en. los niveles de mortalidad a través de mejoras en el bienestar económico de la población, medi­das sanitarias que van desde la introducción de agua potable hasta cambios en las costum­bres de las personas hacia una mayor higiene y ampliación de los servicios médicos a nú­cleos de población más grandes. Las mejoras en el bienestar económico redundan en una mejor alimentación, lo que hace que la pobla­ción sea más resistente a las enfermedades. Las medidas sanitarias eliminan la multipli­cación de enfermedades que se trasmiten me­diante ciertos vehículos, como el agua, los alimentos, y todos los insectos portadores de gérmenes patógenos; finalmente, la amplia­ción de servicios médicos y la adopción de medicamentos nuevos salvan a una cantidad considerable de individuos.

 

En los últimos treinta años, se mantiene una natalidad elevada y estable y una mor­talidad que desciende vertiginosamente. Los efectos demográficos de esta evolución han consistido en una expansión en la tasa de crecimiento hasta llegar en 1970 a un nivel máximo, en cuyas condiciones el volumen de la población se duplica  cada veinte años, y en haber rejuvenecido a la población, es decir, en 1940 el número de individuos menores de 15 años representaba el 40 % y en 1970 ha alcanzado la cifra del 46 %.

 

La población mexicana se ha triplicado en 40 años; en 1930 tenía 16 millones y en 1970 ha llegado a 48 millones, constituyén­dose en el país de habla hispana con mayor volumen de población. En América latina sólo Brasil supera ya este volumen.

 

Los procesos demográficos en México. La mortalidad.

 

El riesgo de muerte actúa en forma dife­rente ante la edad y el sexo, pero este fenó­meno es diferente en los países según el dis­tinto estadio de evolución social en que se en­cuentran. La mayoría de las muertes se producen por enfermedades, las cuales pueden estar en una sociedad de forma endémica o llegar repentinamente, como es el caso de las epidemias; las hay que provocan la muerte en poco tiempo y otras lentamente; muchas enfermedades son mortales en los infantes y no en los adultos; por fin, la muerte se puede producir por accidente o un hombre causarla a otro, como los crímenes y las guerras. En la medida que una sociedad cuen­te con mecanismos eficaces para hacer frente a las contingencias de muerte, los niveles de mortalidad serán bajos, resultando un alar­gamiento general en el número de años de vida. Las condiciones severas de mortalidad (niveles muy altos) reflejan la ineficacia de la sociedad para prevenir la muerte. La his­toria demográfica de la humanidad hasta principios del siglo XIX ha sido la historia de la muerte: mala nutrición, epidemias, en­fermedades endémicas, guerras, desarrollo incipiente de la medicina y condiciones muy precarias de salubridad.

 

La sociedad industrial que emergió en el siglo XIX en Europa occidental marca un punto de ruptura con el pasado. Gradualmen­te a lo largo de todo el siglo, se hizo retroceder la muerte, de tal manera que en el primer cuarto del siglo XX Europa había logrado, para sus habitantes en general, un prome­dio de vida de más de sesenta años. En los primeros tiempos la muerte retrocedía como consecuencia de una mejor alimentación, un control más eficaz sobre las epidemias y un medio ambiente más saludable. Los ade­lantos en medicina y su aplicación masiva en la sociedad fueron posible sólo a fines del  siglo XIX y principios del XX. La nueva orga­nización social, económica y política había permitido emprender la batalla contra la muerte en todos los frentes. Se multiplicaron los descubrimientos de vacunas, que hacían a los individuos inmunes ante la embestida de las epidemias; se descubrieron insecticidas y otras sustancias químicas con las que se lograba sanear el ambiente y acabar con los insectos transmisores de enfermedades; se introdujo agua potable en la mayoría de las viviendas y centros de trabajo, construyén­dose el alcantarillado; se adelantó en mate­ria de higiene personal al introducir nuevas costumbres en el aseo, en el cuidado y crian­za de los niños, y, finalmente, se descubrie­ron medicamentos para prevenir y controlar un buen número de enfermedades contagio­sas. Por otro lado, una mejor alimentación accedió a la mayor parte de la población, y los servicios médicos alcanzaron a mayores núcleos de población.

 

Esta historia del retroceso de la muerte en Europa durante 80 años se iba a repetir en México en sólo 30 años, de 1940 a 1970. El país registra en 1970 la misma esperanza de vida (número promedio de años que espera vivir una persona que nace en una sociedad en donde prevalecen ciertas condiciones de mortalidad) que Dinamarca, Francia, Ingla­terra y Suecia en 1930, es decir, 62 años de promedio de vida. En 1940, se tenía en Méxi­co la esperanza de vivir sólo 41 años por ter­mino medio, lo mismo que los países mencionados en 1850, aproximadamente. Este descenso de la muerte se ha experimentado en todas las edades, con mayor intensidad en los menores de quince años. A la vez se ha mantenido casi igual la frecuencia de nacimientos en la sociedad mexicana entre 1940 y 1970, lo que ha provocado un aumento relativo importante de este grupo de edad con respecto al resto de la población. En 1940 el grupo de edad de menores de 15 años representa­ba el 40 % y en 1970 alcanzó la cifra del 46 % con respecto al total de la población.

 

La evolución de la mortalidad en México en el periodo considerado contrasta con la de dos países de América latina. México te­nía en 1970 el mismo nivel que Costa Rica en 1957 y Argentina había logrado ya en 1960 cuatro años más de esperanza de vida que México en 1970.

 

El descenso en el nivel de mortalidad también se muestra mediante la frecuencia de muertes anuales por cada mil habitantes (tasa bruta de mortalidad) en distintos períodos.

 

El nivel de mortalidad que experimentaba México antes de la revolución de 1910 era un reflejo fiel del atraso económico y social en que se encontraba el país. Durante mucho tiempo la fiebre amarilla, que se cobraba numerosas víctimas, era un mal endémico; las epidemias del cólera y la peste bubónica se presentaban con regular frecuencia; el tifus, la viruela y el paludismo eran enferme­dades endémicas en México. Las primeras ba­tallas que se comienzan a librar en México contra la muerte van dirigidas contra estas enfermedades por largo tiempo soportadas. Estas luchas se inician en los años posterio­res a la revolución, cuando las nuevas insti­tuciones económicas y sociales comenzaron a cambiar el panorama mexicano. En 1923 se logra eliminar el cólera y la peste bubónica gracias a la desinfección y a la vacuna. En 1920, se emprenden las tareas para eliminar la fiebre amarilla, a través de vacunas y suero; al combatir esta enfermedad median­te el uso del petróleo se logró erradicar la mosca aedes. Después de 1945 se comenza­ron a usar los adelantos técnicos de los paí­ses industrializados, tales como el DDT y otros insecticidas muy eficaces. Los primeros avances contra la muerte se lograron gracias a los adelantos en materia de sanidad, que habían obtenido otros países y se aprovecha­ban ahora en México.

 

Se puede afirmar que los  primeros triunfos contra la muerte en México se deben a haber logrado vencer la resistencia de la po­blación a vacunarse y a la erradicación de los focos de transmisión de las enfermedades mediante el rociado de productos químicos. En la lucha contra la muerte contribuyeron otras situaciones económicas y sociales apa­recidas después de la revolución. La reforma agraria produjo una más justa distribución de bienes, que llevó a mejorar en parte la alimentación del mexicano, al menos de 1940 a 1960; también hay que anotar la impor­tación de medicinas muy eficaces y hasta cierto punto baratas, que se introdujeron en México después de la segunda Guerra Mun­dial. Los servicios médicos empezaron a implantarse en la década de los años 50 y han ido en aumento hasta la fecha, sobre todo en los núcleos urbanos.

 

El retroceso de la muerte se debe en Mé­xico, en los primeros años, al efecto combi­nado de la nueva política económica y social del régimen, surgido de la revolución, y a los avances y experiencias de los países avanza­dos en materia de salubridad; en los últimos tiempos, una vez eliminadas las epidemias que eran las causas más comunes de muerte, ha ayudado mucho al retroceso la expansión de los servicios médicos en los núcleos ur­banos.

 

Todavía le falta a México recorrer un buen tramo en materia de salud. La desnutri­ción sigue estando vigente y se refleja a tra­vés de la mortalidad infantil (número de muertos menores de un año con respecto  al total de nacimientos vivos ocurridos en el mismo año). En 1970, México registraba 66 muertes infantiles por cada mil nacimien­tos vivos ocurridos en ese año. En Suecia, en cambio, en el periodo 1960 - 1964 arrojaba un promedio del 15 al millar, en lo que se percibe el camino que aún falta por recorrer en Mé­xico para llegar a niveles aceptables de mor­talidad. Para aumentar la esperanza de vida del mexicano en los años venideros, son im­prescindibles esfuerzos notables en el cam­po de la alimentación y de los servicios médicos.

 

La esperanza de vida lograda en México en los últimos 30 años es diferente según el bienestar económico de los distintos núcleos de la población. Una forma de detectar estas diferencias se obtiene. midiendo la esperanza de vida en las regiones que integran el país y que muestran comportamientos diferentes en su economía. En 1960 se aprecia muy cla­ramente este fenómeno; la región más atrasada del país, integrada por entidades del sureste, registraba un promedio de 54 años de vida; las más adelantadas, al norte del país, promediaron en 62 años la esperanza de vida registrada para el total de la población en 1970. De esta forma la esperanza de vida muestra las diferencias económicas regiona­les producidas en el país en su proceso de in­dustrialización de las últimas décadas. Este fenómeno de desigualdad económica ante la muerte se corrobora también al medir la mortalidad infantil en las regiones; en 1965 la región sureste (la más atrasada) registró 103 muertos menores de un año por cada mil nacimientos vivos ocurridos en ese año, en contraste con las regiones del norte (las más aventajadas) que registraron 62 muer­tes, frecuencia menor que la mortalidad infantil del país en 1970 con un porcentaje de 66 muertos por cada mil nacimientos vivos.

 

Las condiciones globales de mortalidad en México en 1970, captadas en su esperanza de vida, eran semejantes a aquellas que pre­valecieron en Dinamarca, Francia, etc., en 1930; en cambio, las condiciones de mortali­dad del sureste del país en 1960 eran simila­res a las que prevalecían en esos mismos países en 1910.

 

El aumento en la esperanza de vida del mexicano en un futuro inmediato mostrará en parte una disminución en las desigualdades económicas regionales que caracterizan al México moderno.

 

La fecundidad.

 

En toda su historia demográfica, el hom­bre ha sabido siempre encontrar la manera de prever los efectos de su actividad sexual en la procreación; es decir, la limitación de los nacimientos ha sido una práctica muy antigua; el coitus interruptus, por ejemplo, se menciona en el antiguo Testamento. Durante el siglo XVI se inventó un preservativo hecho de lino; hacia el final del siglo XIX se fabricaron los primeros preservativos de caucho. Durante 1960 se generalizó el uso de contraceptivos orales y dispositivos intrauterinos cuyo uso podía separarse del acto sexual. El aborto ha sido siempre un recurso para evitar los nacimientos en todas las épo­cas y todos los lugares.

 

Las condiciones de mortalidad, que pri­varon en la sociedad hasta mediados del siglo XIX, impidieron de hecho cualquier aumento a escala considerable de la contra­cepción. Así las sociedades para asegurar la continuidad de la especie establecieron normas de conducta tendentes a asegurar la procreación de una prole numerosa. Sólo la mortalidad descendió y se tomó concien­cia de la posibilidad de su control, la sociedad pudo eliminar aquellos valores culturales que glorificaban la descendencia numerosa. Otras situaciones económicas y sociales establecieron en las parejas motivos para procrear familias reducidas mediante las prácti­cas del control de la natalidad y el matrimonio en edades más adultas.

 

En Europa, la frecuencia de nacimientos comenzó a descender a partir de 1880. La historia demográfica de Inglaterra ilustra la correspondencia entre los cambios de fecun­didad y la evolución económica, social, política y cultural. La nueva sociedad creada con las bases de la industrialización establecía los incentivos en las parejas para procrear familias reducidas. Las prácticas de limita­ción de los nacimientos comenzaron a generalizarse de esta época en adelante. Se hicieron práctica corriente en las clases acomodadas y poco después se generalizó en todas las clases sociales. El número de hijos nacidos vivos de mujeres que completaban su ciclo reproductivo (49 años de edad, apro­ximadamente) variaba según la actividad que realizaban sus maridos, en lo que se corrobora la distinta fecundidad de acuerdo con la clase social. En 1880, la mujer de un mi­nero o de un trabajador agrícola había procreado un promedio de 6 hijos, en tanto la de un profesionista o empresario había tenido sólo tres. La frecuencia de nacimientos anuales que se producía en Inglaterra en esas condiciones hacía 1880 era de 37 nacimientos anuales por cada mil habitantes; en 1920, había disminuido a 20 nacimientos, y a mediados del siglo XX la natalidad fluctuaba cer­cana a 15 nacimientos per cada mil habi­tantes.

 

La publicidad de las prácticas contraceptivas a fines del siglo XIX corría paralela a otros adelantos económicos y sociales, como la educación obligatoria a los niños, las restricciones en el trabajo de menores de edad y una apertura de mayores oportunidades económicas, elementos éstos que incidían en las familias cuando evaluaban las ventajas de una prole pequeña; a menos hijos correspondía una educación mejor para los que se te­nían, al mismo tiempo que se podía disfrutar de un bienestar económico mayor en la fa­milia. Si se quería vivir mejor había entonces que tener menos hijos. Como ya se apuntó, esta situación era diferente según las clases sociales, es decir, en la medida en que el pro­greso económico se extendió a la mayoría de las clases, operándose un cambio en la con­ducta reproductiva de las parejas.

 

Se obtenía una mejora en la situación económica familiar si la mujer trabajaba y percibía un ingreso, con lo cual el empleo femenino creció y se hizo necesaria la mínima procreación. La mujer prefirió trabajar y procrear menor número de hijos. La tradi­ción cultural que asignaba a la mujer el papel de madre, exclusivamente, se cambiaba ahora por el de una mujer moderna, que tenía igua­les derechos y obligaciones que el hombre respecto a las funciones familiares.

 

Uña difusión muy amplia sobre las posi­bilidad de limitar el número de hijos y un cambio en los motivos para procrear familias numerosas fueron las situaciones que in­cidieron de forma definitiva en el descenso de la frecuencia de nacimientos en los países industrializados.

 

La historia de la fecundidad de los países europeos ha seguido un rumbo diferente en el México contemporáneo. La sociedad mexi­cana de después de la revolución heredó un atraso económico y social muy grande, y con la conducta reproductiva a base de familias numerosas. El nuevo régimen después de la revolución dejaba intactos muchos  elemen­tos culturales, particularmente aquellos que incidían en el fenómeno de la procreación. La joven revolución consideraba que uno de los factores fundamentales, en su nueva concepción del futuro desarrollo del país, lo constituían el crecimiento rápido de la población. Para el logro de este objetivo se comenzó a luchar contra la muerte, a fin de aumentar la tasa de crecimiento de la población; paralelamente se creaban incentivos para mantener e incluso aumentar el número de hijos por fa­milia. A partir de 1940, las cifras de pobla­ción que mostraban un crecimiento rápido eran consideradas como un éxito en la ges­tión administrativa de las autoridades federa­les y locales.

 

La difusión de prácticas contraceptivas a través de las clínicas de planificación familiar, que comenzaron a operar en los Estados Uni­dos de Norteamérica, hizo acto de presencia en México. En 1925 el gobierno mexicano aceptó la idea de difundir dichas prácticas y a tal efecto se abrieron tres clínicas de plani­ficación familiar, las cuales se cerraban más tarde con la prohibición de difundir el control de la natalidad en la sociedad. La posición oficial en materia demográfica coincidió con la eclesiástica y la de los médicos en los últi­mos treinta años. La legislación en materia de población alentaba el casamiento y la prole numerosa.

 

Los beneficios económicos derivados del progreso general del país se distribuyeron muy desigualmente; mientras pequeños núcleos urbanos de clases medias y altas recibían los incentivos económicos para procrear más hi­jos, en las clases bajas mayor número de hijos había significado en parte una ayuda económica dentro del hogar. En resumen, la política seguida en el país en materia demográfica en el período 1940 - 1970, un desarrollo económico cuyos beneficios se distri­buyen muy desigualmente, la posición de la Iglesia contraria a la contracepción y los valores culturales heredados respecto a la familia, todo ha contribuido al trazado de una curva de fecundidad alta en el país, desde la revolución hasta nuestros días.

 

En los últimos años, sin embargo, el pa­norama ha comenzado a cambiar. El gobier­no federal ha introducido cambios fundamen­tales en su política demográfica. Una nueva ley de población promueve ahora la idea de una familia reducida. Se han incorporado en las instituciones de salud programas de difusión amplia de mecanismos anticonceptivos y se espera el futuro del país con una pobla­ción de lento crecimiento. Las clínicas privadas de planificación familiar se han multipli­cado últimamente.

 

La evolución de la fecundidad en México se percibe a través de la frecuencia de naci­mientos anuales por cada mil habitantes. Se advierte un aumento hasta 1930, perma­neciendo en adelante la misma frecuencia con muy ligeras disminuciones en los últimos años. Comparando esta frecuencia con la de otros países en diferentes épocas se consta­ta el alto nivel de la fecundidad mexicana, similar al de otros países latinoamericanos; sólo Argentina y Uruguay tienen niveles cer­canos a los de los países europeos. Para el conjunto del país de 1940 a 1970 se nota una disminución en la fecundidad de las mujeres, comprendidas entre los 15 y los 25 años de edad;  sin embargo, se experimenta un aumento en las mayores de 35. La fecundidad en la Ciudad de México es menor en todas las edades que la del país en conjunto.

 

En tanto que una mujer uruguaya alcanza el promedio de tres hijos, una mexicana llega a los seis. Esta diferencia en la fecundidad entre las mexicanas y uruguayas se debe a la diferente evolución social que han  seguido estos países. Se puede percibir esta diferencia en el nivel educativo de ambos paí­ses; en 1965 en Uruguay asistía a la escuela secundaria el 54 % de la población com­prendida entre 15 y 19 años de edad, en tanto que en México el porcentaje llegaba sólo al 18 %.

 

En la Ciudad de México las mujeres tie­nen menor número de hijos si pertenecen a clases sociales de ingresos altos. En 1964 una mujer con situación económica aventaja­da tenía un promedio de tres hijos –como las uruguayas-, en cambio, una mujer que per­tenecía a las clases pobres llegaba a los siete. Esta diferencia se observó también al exami­nar el nivel de educación de las mujeres; una mujer sin estudios tenía un promedio de siete hijos, mientras que el de una con enseñanza secundaria o universitaria era sólo de tres.

 

Una política demográfica cuyo objetivo sea la disminución de la fecundidad tiene que tomar medidas que hagan posible la difusión amplia de las prácticas contraceptivas, una mejor educación a mayor número de perso­nas y una distribución más justa de la riqueza.

 

La educación esmerada permite hacer un uso más eficiente de los mecanismos de li­mitación de los nacimientos. La distribución más justa de la riqueza ayuda a la pareja a intercambiar número de hijos por bienestar económico. Por otro lado, una política económica diseñada para incorporar a mayor núme­ro de mujeres en el trabajo ha de tener efectos en el número de hijos a procrear.

 

La migración.

 

El otro proceso demográfico determinante en los fenómenos de población es la mi­gración, que consiste en desplazamientos de población de un territorio a otro o en cam­bios del lugar de residencia habitual. La mi­gración puede ser nacional o internacional.

 

La migración internacional reviste muy poca importancia en México. El país no ha recibido grandes contingentes de población extranjera, como tampoco han ocurrido tras­lados masivos de la población nacional a otros países. En consecuencia, este fenómeno no ha producido variaciones de importancia en los volúmenes de la población mexicana. En cambio, los movimientos de población dentro del territorio nacional (migración nacional) han sido muy intensos y de volumen crecien­te en los últimos treinta años. Estos cambios del lugar de residencia son frecuentes entre zonas rurales diferentes, recorriéndose dis­tancias pequeñas o a veces muy grandes. También se dan movimientos migratorios de zonas rurales que acuden a las ciudades (cen­tros urbanos).

 

En la ecuación demográfica, la tasa de cre­cimiento de la población de una área determi­nada es la suma de la tasa de crecimiento na­tural y la tasa de migración; a esta última se la llama también tasa de crecimiento social. Entonces cuando se calcula la tasa de crecimiento de la población de una ciudad o de una determinada zona rural, su magnitud re­fleja el efecto combinado de mortalidad, la fecundidad y la migración.

 

La población total nacional ha llegado a una tasa que refleja únicamente el efecto de la mortalidad y la fecundidad, debido a que la migración internacional ha sido muy insigni­ficante. La población urbana (suma de la población que vive en las ciudades de más de 15.000 habitantes) creció en el período 1930 - 1940 a un ritmo del 3 % anual, mientras la población total nacional crecía aun 1,7 % (tasa de  crecimiento natural); quiere esto decir que la diferencia entre 3 y 1,7% era la tasa de migración, o sea, 1,3 % de crecimiento social anual. La población urbana del país en 1930 alcanzaba la cifra de 2,9 millones y en 1940 llegó a 3,9 millones porque procedentes del campo habían llegado a residir en las ciudades 450.000 personas, aproximada­mente. Estos volúmenes de emigrantes han ido en aumento en los últimos veinte años; así, en la década 1960 - 1970 llegaron a las ciudades 2,7 millones aproximadamente. La migración ha redistribuido a la población en el territorio y la ha concentrado en las ciu­dades mayores del país. En 1970, la población urbana llegaba a 22 millones, de los cuales 8,5 millones se encontraban en la Ciudad de México (población mayor que Guatemala y Honduras juntas y mayor que la población de Cuba). Nótese que la población urbana en 1930 era sólo de 2,9 millones, o sea, que se multiplicó por siete. Este crecimiento tan rápido de la población en las ciudades se debe, por un lado, a que el crecimiento natural se ha mantenido muy elevado (casi igual al crecimiento natural de la población total) y, por otro, a que la población se ha trasladado a las ciudades en volúmenes crecientes. A la Ciudad de México llegaron en los últimos diez años 1,3 millones de nuevos residentes. Esta concentración creciente de la población en las grandes urbes contrasta en el país con una dispersión muy grande; en 1970, trece millo­nes de habitantes rurales vivían en noventa mil pequeños poblados de menos de 1.000 ha­bitantes cada uno. La población rural del país reviste suma importancia dentro de la pobla­ción total; en 1970, representaba el 47 % de la población total con 22,9 millones. Sin em­bargo, en 1940 el panorama era muy diferente puesto que sólo había 3,9 millones de pobla­ción urbana, y de ellos la Ciudad de México tenía ya 1,5 millones. La población rural era entonces de 14 millones, o sea, el 72 % de la población total. La mayoría de los emigrantes que han llegado a las grandes ciudades son campesinos que abandonaron su residencia habitual por razones de trabajo.

 

Las posibles explicaciones de este cambio en la distribución geográfica de la pobla­ción se encuentran en el proceso de desarrollo económico que se ha venido experimentando en las últimas décadas. La actividad econó­mica ha estado dirigida sobre todo a la industrialización del país; en este  sentido, las ciudades ofrecen el ambiente natural a las industrias, produciéndose como consecuencia una atracción de población trabajadora a las ciudades. Sin embargo, en los últimos años el contingente de emigrantes a las ciudades ha superado la propia capacidad de trabajo de las mismas, debido a que la situación en el campo se ha deteriorado y se ha producido el fenómeno de la expulsión masiva de la población campesina hacia las ciudades (parti­cularmente la Ciudad de México). Los problemas más importantes que se derivan de este fenómeno de población son: 1) La población campesina que llega a las ciudades encuentra dificultades en adaptarse al modo de vida de la ciudad por las diferentes costumbres, for­mas distintas de comportarse ante determi­nadas situaciones, otra cultura, etc. 2) La po­blación que está llegando en épocas  más recientes no consigue un trabajo productivo, en el que además el individuo pueda superarse, aprender nuevas técnicas, etc., por lo tanto se produce un estancamiento en estos núcleos de población, cuyo volumen es muy importante. 3) Generalmente la mayoría de la población emigrante posee un nivel escolar menor que la población residente en el lugar, produ­ciéndose una desventaja notable en la competencia por el trabajo.

 

Aparte de estos problemas, deben desta­carse los referidos a la vivienda, educación, salud, etc., o sea, gastos de inversión adicio­nales que tienen que hacer las autoridades lo­cales.

 

Composición de la población mexicana.

 

La composición por edades de la pobla­ción mexicana ha sufrido variaciones impor­tantes entre 1940 y 1970. Estas variaciones en la distribución relativa (porcentual) de los distintos grupos de edad se deben al descenso rápido de la mortalidad y al hecho de haberse conservado la fecundidad en un nivel alto du­rante los pasados treinta años.

 

En México la población de menos de 5 años, en 1970, representaba casi el 17 %, en cambio en 1940 sólo constituía el 14,5 %; lo mismo ocurrió con las edades entre 5 y 15 años. Los niños entre los 5 y 10 años repre­sentaban en 1940 el 14,3 % y en 1970 el 16 % los jóvenes entre los 10 y 15 años, el 12,2 % en 1940 y el 13,2 % en 1970. Así, pues, se registro un aumento importante en el volumen de población entre menores de 15 años, sobre todo si se compara con el resto de la población.

 

Este fenómeno demográfico se produjo a causa de reducirse el número de muertes en edades inferiores a los quince años, lo que motivó una supervivencia comparativamente más grande que la experimentada en edades adultas; también influyó el volumen de na­cimientos, que creció en la misma proporción que la población del país de alta fecundidad.

 

Si la población mexicana en el futuro registrara disminuciones drásticas en su fe­cundidad hasta alcanzar niveles muy bajos, como es la situación de países desarrollados, los grupos de edad entre 0 y 15 años perde­rían importancia dentro de la población total, como consecuencia directa de que cada año se irían agregando menos nacimientos a la po­blación. En el caso de México en 1970 se dice que su población es joven en contraste con países que han completado su ciclo demográfico y cuya población es vieja.

 

El problema fundamental de una pobla­ción joven radica en que el volumen de  población, que demanda inversiones en alimen­tación, educación, salud, etc., y que no es productiva (0 - 15 años de edad), es muy gran­de en comparación con el volumen de población productiva (15 a 64 años). Esto quiere decir que una sociedad de población joven, que tenga entre otras metas mejorar su nivel educativo con el objeto de tener en el futuro una población trabajadora altamente calificada y apta para la economía moderna, necesi­ta hacer inversiones adicionales crecientes en materia educativa. Dicho de otra manera, sin estas inversiones adicionales, cada año se pre­sentan en el mercado de trabajo individuos con muy baja preparación y sin aptitudes para desempeñar los empleos que ofrece la industria moderna. La consecuencia de este deterioro educativo sería ampliar las bases de pobreza en la sociedad. Una población joven ejerce una presión sobre la sociedad a través de demandas crecientes en servicios educativos, en alimentación, en servicios de salud, etc., demandas que si no se satisfacen inciden sobre otros muchos aspectos de la sociedad.

 

La población mexicana al haberse rejuve­necido en el periodo 1940 - 1970 ha generado este tipo de demandas en la sociedad, dando como resultado una preocupación creciente en las autoridades por incorporar en la políti­ca económica y social del país consideraciones sobre la población y su futuro inmediato.

 

Consideraciones generales.

 

El rumbo que ha seguido el desarrollo de­mográfico del país paralelamente a su evolu­ción económica y social en los últimos trein­ta años ha determinado que en fechas recien­tes se comenzara a replantear la política demográfica, que deberá aplicarse en los próximos veinte años. Una nueva ley en materia demográfica, aprobada a principios de 1974, considera que el crecimiento de la población mexicana debe disminuir en el futuro. Con la disminución en la tasa de crecimiento, los fondos, que se tendrían que canalizar para satisfacer demandas crecientes de la población en educación, salud, alimentación, etc., pue­den ser aprovechados para incrementar la inversión pública en otros aspectos de la eco­nomía, tales corno proyectos de industrializa­ción, programas de desarrollo agropecuario, etcétera. Se establece, pues, una relación en­tre crecimiento de población y ahorro: a menor crecimiento de población corresponderá un mayor ahorro, que se puede destinar a inver­siones públicas, las cuales tendrán efectos po­sitivos en el desarrollo futuro del país.

 

Para lograr la disminución de la tasa de crecimiento de la población, la  ley contempla una reducción en los actuales niveles de fe­cundidad. Se pretende conseguir estos propó­sitos mediante una difusión amplia de la plani­ficación familiar. Se dan incentivos a la pobla­ción en el uso eficiente de anticonceptivos a fin de lograr el número de hijos deseados por cada pareja. En las clínicas y hospitales del gobierno se proporcionan los servicios médicos especializados para estos efectos. La ley apoya los programas educativos en materia de demografía para que las nuevas generacio­nes tengan conciencia de las relaciones que existen entre población y sociedad en general.

 

Por otro lado, la política oficial considera de suma importancia encontrar soluciones a los problemas económicos y sociales deriva­dos del crecimiento de la población en los últimos años a los que deberá darse un tratamiento con buen criterio económico, social y político.

 

En un futuro inmediato estos problemas seguirán progresando en magnitud e impor­tancia, debido a que el crecimiento de la población  disminuirá en un plazo de veinte años, en el caso de que efectivamente las pa­rejas mexicanas decidan tener familias poco numerosas. Entonces la economía del país tendrá que ajustarse a las condiciones que imponga el comportamiento demográfico de la población en los años venideros. De no prever estos ajustes, las carencias actuales en nutrición, vivienda, salud, empleo, etc., tenderán a ser más graves. El reto, que plantea la demografía del país al porvenir, consiste en estipular ayudas a las parejas para que disminuyan su prole y en resolver los problemas económicos, sociales y políti­cos que ha producido y producirá el creci­miento de la población. Si continuara el crecimiento demográfico comportándose como lo hizo en el decenio 1960 - 1970, México llega­ría al año 2000 con 155 millones de personas. Si la evolución económica y social del  país produjera efectos en la fecundidad y la fre­cuencia de nacimientos pasara de 45 a 33 nacimientos por cada mil habitantes en el decenio 1990 - 2000, entonces la población mexicana no pasaría de los 135 millones. Supo­niendo el caso más optimista de que la natali­dad bajara a un nivel menor de 33 nacimientos anuales por cada mil habitantes en la última década de este siglo, no se superarían los 125 millones. Aún en este caso optimista, los programas de desarrollo agrícola e indus­trial y los programas educativos de salud, vivienda, etc., que deberán realizarse para atender a este volumen de población, necesi­tan llevarse a cabo a un ritmo muy rápido y con esfuerzos crecientes por parte de la población que interviene en la actividad económica y social.

 

Los efectos de una economía que no marcha al mismo ritmo del crecimiento de la po­blación fácilmente se deducen tras una refle­xión sobre la situación educativa del país en 1970. La población comprendida entre 15 y 39 años de edad, según el censo de población de 1970, alcanzó la cifra de 17 millones y medio. De éstos, 4,3 millones no tenían nin­guna instrucción, 4,8 millones sólo habían ido a la escuela primaria de uno a tres años, 5,5 millones habían cursado entre el 4° y 5° año de primaria y sólo 2,7 millones habían su­perado esta escolarización. Si se considera que este grupo de población es el que poten­cialmente puede desarrollar una productivi­dad mayor por ser la población más joven en edad de trabajar, su bajo nivel educativo crea desajustes en una economía, cuyas bases tec­nológicas requieren trabajadores mejor prepa­rados. Esta situación se produjo porque los programas en educación no lograron alcanzar al rápido crecimiento de la población. En  el futuro, al mismo tiempo que se supera éste problema, se deberá de atender a las nuevas generaciones, al ritmo de crecimiento de la población, para evitar un desajuste mayor. Entre 1960 y 1970 reclamaban trabajo anualmente alrededor de 400.000 nuevos trabaja­dores menores de veinte años. De éstos, sola­mente el 20 % había cursado estudios medios y superiores, el 60 % había cursado prima­ria y el 20 % no tenía ninguna preparación. Las consecuencias directas de esta situación estriban en desajustes en el mercado de traba­jo, que demanda una población más preparada; al no encontrar empleo en sectores dinámicos de la economía se produce un desperdicio de esta población joven que tiene que dedicarse a trabajos muy poco producti­vos, con lo que se llega a ampliar la base de pobreza de la sociedad. Es notoria la situación de esta naturaleza que se produce en la pobla­ción campesina, la cual se mueve en las ciudades en busca de trabajo con una prepara­ción tan diferente, que la imposibilita de hecho  para incorporarse a la actividad en forma productiva.

 

Desde el punto de vista económico y so­cial se podrían anotar otros aspectos del crecimiento demográfico en el México con­temporáneo, pero faltan los estudios para una mayor comprensión de la problemática demográfica. La Demografía, Economía y Sociología se encargarán de dilucidar las causas económicas y sociales que determinan el comportamiento de la población, así como los efectos que este comportamiento produce en la sociedad.

 

El debate sobre las cuestiones de población ha adquirido una escala considerable en la sociedad mexicana a partir del año 1972. Los grupos interesados en la problemá­tica participan con puntos de vista a veces totalmente opuestos; demógrafos, urbanistas, líderes sindicales, etc., y también la familia, han comenzado a tomar una posición respecto al problema, aunque por motivos muy di­ferentes. Hay que decir que la difusión de prácticas contraceptivas ayuda a la pareja para llevar a cabo más eficientemente sus de­cisiones respecto al número de hijos; por otro lado, estas decisiones se toman frente a situa­ciones económicas, sociales y culturales muy concretas, que afectan directamente al núcleo familiar.

 

Es muy difícil prever el comportamiento futuro de la población mexicana. La posición de las autoridades respecto al problema ten­drá un peso definitivo, pero mayores serán los efectos que produzcan las decisiones que se tomen en materia económica, social y política en los próximos veinte años.

 

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