Historias, Leyendas y Cuentos de México

Capítulos 1 a 10


1.            Visión geográfica de México.

Por: Lauro González Quintero

 

El territorio mexicano, 1.972.547 km2 de extensión, limita al Norte con Estados Unidos de América, y al Sur con Guatemala y Belice. Las aguas del golfo de México lo limitan por el Este, mientras que las del océano Pacífico lo hacen por el Oeste. México, cuya capital es la ciudad homónima, es una federación formada por 31 estados y un Distrito Federal.

 

Geografía física.

 

En una visión de conjunto, las principales ­regiones fisiográficas pueden agruparse de la siguiente forma:

 

Las altiplanicies del interior.

 

Estas regiones interiores del territorio están enmarcadas en su mayor parte por las cordilleras de Sierra Madre Oriental y Sierra Madre Occidental. El gran bloque meseta­rio bascula hacia el Norte, es decir, disminuye de altitud en la dirección antes indicada. Algunos relieves transversales de moderada elevación la dividen en dos grandes conjuntos: la lla­mada Altiplanicie del Norte, que se extiende desde la frontera norteamericana hasta las regiones de Aguascalientes y San Luis Potosí, y la conocida meseta de Anáhuac, localizada en el centro del país.

 

En la primera, el relieve aparece diversi­ficado por una alternancia de colinas y sectores deprimidos o bolsones. La segunda, o meseta de Anáhuac, limitada al Sur por la Cor­dillera Transversal Volcánica, es una verda­dera cuenca interior a más de 2.000 m. de al­titud, salpicada de vez en cuando por peque­ñas extensiones lacustres.

 

Sierras madre Oriental y Occidental.

 

La primera de estas cordilleras empieza, en el Norte, en la serranía del Burro, en Coahui­la, y continúa hacia el Sureste hasta la Sierra de Pachuca. Formada por material calizo pre­dominante, plegado ya durante las últimas fases del Secundario, mantiene una altitud media de unos 2.000 – 2.500 m. La segunda orla montañosa, con una dirección Noroeste a Sureste. algo similar a la anterior, se extiende desde la fron­tera con E.E.U.U., en el Norte, hasta el valle del río Santiago, en el Sur. Tiene unos 250 kilómetros de anchura media y alcanza altitudes superiores a los 3.000 m. Las profundas gargantas que entallan sus ásperos relieves forman a menudo panoramas de gran belleza. La Sierra Ma­dre Occidental surgió durante el Terciario medio y por lo tanto es más reciente que la Sierra Madre Oriental. Las grandes fracturas originadas durante el proceso orogénico per­mitieron la ascensión de grandes masas ígneas que cubrieron vastos sectores del con­junto.

 

Cordillera Transversal Volcánica o Eje Volcánico.

 

Esta cordillera constituye una orla montañosa transversal de origen volcánico que se extiende entre los litorales del Atlántico y del Pacífico en la región meridional de la meseta central. En dicha alineación volcánica se yerguen la cumbre del Popocatépetl, 5.452 m de altitud, y el Pico de Orizaba o Citlaltépetl, que con sus 5.700 m. de altitud sobre el nivel del mar es la máxima elevación de todo el relieve del país.

 

Las islas de Revillagigedo, en el océa­no Pacifico, se consideran prolongación de la orla volcánica más allá del continente.

 

Sierra Madre del Sur y las sierras de Chiapas.

 

Situada en la región Suroeste de México, la Sierra Madre del Sur supera los 3.500 m. de altitud. Es de formación relativamente reciente; puesto que data de finales del Terciario. Entre sus pliegues afloran las rocas metamórficas y retazos del substrato graníti­co. Las sierras de Chiapas y Guatemala constituyen un conjunto de relieves situados en las regiones más meridionales del país, más allá del istmo de Tehuantepec.

 

La llanura del Golfo de México y la península de Yucatán.

 

La llanura costera que se extiende a lo largo del Golfo citado empieza de hecho en territorio norte americano y se continúa en terri­torio mexicano hasta la península de Yucatán, en el extremo meridional. Está formada por sedimentos pleistocénicos y cuaternarios que se asientan a su vez sobre mantos de calizas, areniscas y margas del Terciario y asciende suavemente hacia el interior hasta entrar en contacto con los relieves de las cordilleras.

 

Los ríos que descienden de la Sierra Madre Oriental han contribuido poderosamente con sus aluviones a la formación de la llanura. En algunos sectores litorales abundan las áreas pantanosas y las lagunas; en otros, por el contrario, la llanura se hace muy estrecha al verse dominada por ramales montañosos que avanzan hacia el mar. Más al Sur aparece sobre calizas que dan origen a un relieve cárstico y numerosas corrientes de agua subterráneas.

 

El Noroeste.

 

En esta parte del territorio mexicano destacan tres accidentes naturales:

 

las llanuras costeras de Sonora y Sinaloa;

el golfo de Baja California, y,

la península homónima.

 

Las regiones llanas costeras se encuentran limitadas al Este por los primeros contrafuertes de la Sierra Madre Occidental, algunos de cu­yos relieves las accidentan. La llanura de Sonora es una región semidesértica que descan­sa sobre un estrato de rocas metamórficas, sedimentarias y volcánicas, recubiertas a menudo por una masa de aluviones de piedemonte. Al Sur de Sonora empieza la llanura de Sinaloa, drenada por varios ríos procedentes de la Sierra Madre Occidental. En la costa, poco accidentada en general, abundan los sectores pantanosos. El golfo de la Baja Califor­nia, entre la península homónima y las costas de Sonora y Sinaloa, es una prolongación meridional de la Gran Cuenca o Great Basin del Sur de California, invadida hoy en la parte mexicana por las aguas del mar.

 

En realidad, se trata de una depresión o graben dominada hacia el Oeste por el horst de la península del mismo nombre. Esta última constituye una larga franja de terreno que se extiende, de Norte a Sur, en unos 1.800 kilómetros de lon­gitud y unos 100 m. de anchura, entre el gol­fo homónimo al Este y el océano Pacífico al Oeste. La parte oriental se encuentra accidentada por las sierras de Juárez, San Pedro Mártir y La Giganta, cuyas cimas más elevadas superan los 3.000 m. de altitud. Esta orla montañosa principal presenta una pendiente abrupta hacia el Este y desciende más suavemente hacia el Oeste hasta entroncar con las llanuras de la parte suroccidental de la península, las cuales se asientan sobre conglomerados y otras rocas sedimentarias, así como buen número de cenizas volcánicas. La línea de costa se en­cuentra a menudo accidentada por barras y lenguas arenosas.

 

Recapitulación final.

 

Desde el punto de vista de la estructura, el territorio mexicano recuerda bastante las regiones meridionales de Estados Unidos. Las líneas fundamentales del relieve del país se pueden considerar, por tanto, como una prolongación hacia el Sur de los principales accidentes fisiográficos de las regiones que se extienden mucho más allá de la frontera sep­tentrional.

 

Esto es verdad al menos en lo que concierne a las partes norte y centro de México, e incluso a las regiones meridionales que se encuentran al Norte del istmo de Tehuantepec. Esta zona estrecha marcaría, parece ser, la separación neta entre las estructuras del Norte y del Sur del continente. En cuanto a los mate­riales, conviene recordar la abundancia de ro­cas intrusivas y efusivas; estas últimas apro­vechando las líneas generales de fractura. En síntesis, puede decirse que hacia el Norte y Noroeste aparecen numerosos retazos de rocas del Precámbrico y Paleozoico, mientras que en el centro abundan los materiales mesozoicos, a veces con estructura horizontal o casi hori­zontal, especialmente en las cuencas interio­res. Hacia el litoral atlántico predominan los aluviones del Cuaternario.

 

Las condiciones climáticas.

 

El clima de México se ve influido por la latitud, la disposición del relieve y la circula­ción atmosférica general. El trópico de Cán­cer divide aproximadamente en dos mitades el territorio nacional. En consecuencia, grandes extensiones del país se encuentran some­tidas a las condiciones características de un clima de tipo tropical, es decir, alternancia lluviosa y seca estacional y, en general, tem­peraturas bastante elevadas.

 

En México, sin embargo, este esquema climático tipo se transforma notablemente por efectos del relieve y, en fin de cuentas, a causa de la altitud sobre el nivel del mar. En las regiones del centro-sur, por ejemplo, el escalonamiento topográfico origina tres regiones climático-paisajistas muy diferentes: las tierras cálidas y húmedas de las zonas bajas, las tierras templadas de las zonas de altitud media y finalmente las tierras frías de las zonas más elevadas.

 

Por otra parte, la circulación atmosférica general determina, según las estaciones, flu­jos atmosféricos de diversa procedencia. En verano existe un neto predominio de los ali­sios del Noreste que al penetrar en el interior del país se desvían hacia el Norte y Noroeste atraídos por las áreas locales de baja presión. Las precipi­taciones resultantes disminuyen de Este a Oeste; por tanto, el litoral del Pacífico es, en general, menos húmedo. A principios de la estación otoñal las tempestades de origen ciclónico aportan un complemento de humedad, si bien los huracanes causan graves daños de vez en cuando. A finales de otoño y hasta la prima­vera dominan las masas de aire procedentes del Oeste y Norte. En general, determinan un tipo más bien seco con posibles invasiones de aire fresco septentrional. La primavera suele ser cálida y escasamente lluviosa.

 

Las zonas climáticas principales pueden agruparse de la siguiente manera:

 

Las re­giones al Norte del trópico se caracterizan por su aridez (menos de 400 mm. anuales de lluvia), por sus elevadas temperaturas de verano y por una importante oscilación térmica anual. Sin embargo, en ciertos sectores las orlas montañosas o la proximidad del golfo de México pueden mitigar las temperaturas y el gra­do de aridez.

 

La meseta del Anáhuac y en general las llamadas tierras templadas, situadas a una altitud sobre el nivel del mar bastante importante, se caracterizan por un clima más suave. Las temperaturas medias, entre los 10 y los 20 grados centígrados, resultan soportables, mien­tras que las precipitaciones anuales oscilan entre los 700 y 1.500 mm. Por encima de los 2.000 m. empiezan ya las llamadas tierras frías.

 

El sector meridional del país im­pera el clima tropical húmedo (más de 2.000 milímetros de lluvia anual) y cálido -Méri­da, 25 grados centígrados de media anual-, con escasa oscilación térmica.

 

Los ríos y las aguas interiores.

 

Las condiciones climáticas determinan lógicamente la importancia de la red hidrográfica. En México, como hemos visto ante­riormente, existen marcadas diferencias entre unas regiones y otras. En consecuencia, los ríos que discurren por las regiones áridas septentrionales se caracterizan por caudales poco abundantes, una gran irregularidad y una notable pérdida de agua por efecto de la evaporación. Estos ríos tienen régimen netamente pluvial. En las regiones meridionales del país, mucho más lluviosas, los ríos man­tienen un caudal más abundante. Pero debido a que la extensión del territorio es mucho me­nor en aquellas latitudes, tienen por lo general un curso más corto. Los únicos ríos navega­bles, aunque en tramos de poca longitud, son los que desembocan en el Atlántico.

 

En México existen tres vertientes hidro­gráficas principales, es decir, la vertiente del Atlántico, la vertiente del Pacífico y la ver­tiente de las cuencas interiores. La vertiente atlántica comprende, entre otros, el río Bravo o Grande del Norte, que forma frontera con Estados Unidos a lo largo de más de 1.700 km. Entre sus afluentes destacan el Conchos, el Salado y el San Juan, cuyas aguas se aprove­chan intensamente para el regadío. Siguen de Norte a Sur el río Pánuco, que constituye con sus afluentes principales la red hidrográfica conocida con el nombre de Tula-Moctezuma-Pánuco, y más al sur todavía, los ríos Papaloapan, Grijalva y Usumacinta. Este último marca el límite con Guatemala y se une al anterior junto a su desembocadura.

 

La península de Yucatán se encuentra prácticamente desprovista de red hidrográfica superficial, puesto que las aguas se infiltran fácilmente en las grietas y dédalos subterrá­neos de su relieve cárstico. En la vertiente del Pacifico, los ríos del sector septentrional son, asimismo, irregulares y de escaso caudal. En la península de Baja California destacan los ríos Tijuana y San José del Cabo. En la parte continental cabe mencionar, entre otros, a los ríos Yaqui, Fuerte Acaponeta, Mezqui­tal-San Pedro, Río Grande de Santiago, que forma la red Lerma-Chapala-Santiago, Balsas, Verde-Tehuantepec y algunos más. Los ríos de las cuencas interiores de la Altiplanicie Central desembocan en lagos y lagunas (San­tiaguillo, Toronto, etc.) de los sectores endo­rreicos. El territorio mexicano no comprende vastos complejos lacustres, como es el caso, por ejemplo, de EE.UU. y Canadá. En este aspecto destaca, sin embargo, por su extensión, la llamada laguna de Chapala.

 

Vegetación y fauna.

 

La distribución de la vegetación guarda una relación evidente con las diversas zonas climáticas del territorio mexicano. En las re­giones áridas del Norte domina una vegetación de matorral desértico espinoso, adaptada en suma a la gran escasez de humedad. Abunda el mezquite (Procopis juliflora), la yuca o palma china, variedades de nopal (Opuntia silleni), agaves (Agave stricta) y numerosas cactáceas. Las encinas y los pinos se refugian en las altas vertientes de las montañas. En la meseta de Anáhuac y en general en las zonas llamadas templadas, el piso inferior vegetal comprende especies de bosque templado, caducifolias o no, tales como coníferas, chopos, sauces, robles y fresnos, entre otros.

 

En las montañas entre los 2.500 – 3.900 m. dominan las encinas y pinos (Pinus montezumae y Pinus haztwegii, por ejemplo), alternando, según la altitud, con especies del género Abies y cedros (Cupressus lindleyi). Por encima de los últimos pisos de esta masa forestal empiezan a dominar las gramíneas de la pradera alpina. Los manchones de selva tro­pical abundan en las regiones meridionales del país, que son, como se sabe, las más lluviosas y cálidas. Existe una gran variedad de especies, entre las que destacan la caoba {Swietenia macrophylla) y diversos árboles de madera preciada. Los mangles tales como el Rhizophora mangle y Avicennia nitida abundan a lo largo del golfo de México. Como cultivos característicos puede citarse el henequén en el Yucatán y el maguey en el Sur de la altiplanicie interior. En algunas re­giones son frecuentes también los eucaliptos (Eucaliptus globullus) de procedencia australiana.

 

México tiene una extraordinaria riqueza faunística. En las regiones cálidas y húmedas abundan el tapir, el armadillo y el jabalí, así como distintos anfibios y reptiles tales como ranas arbóreas, tortugas, caimanes, iguanas, boas, coralillos, diferentes especies de culebras y aves exóticas como los pericos, las cotorras, harpías y muchas más. En el resto del país pueden encontrarse con más o menos abundancia según las regiones, osos, jaguares, bisontes, lobos, perros de las praderas, coyotes, gamos, pelícanos y águilas. Los reptiles, excepto los de las regiones tropicales húmedas, son en general de escasas dimensiones.

 

Geografía humana.

 

México es el tercer país de todo el continente americano por el número de sus habitantes. sólo le superan en este aspecto Esta­dos Unidos y Brasil. Es también la nación más poblada de todas las de lengua española. Tenía 48.381.000 habitantes en 1970 y su­peraba los 50 millones en 1971. Sin embargo, dada la extensión de su territorio, la población relativa es todavía escasa, unos 25 hab./km2 en 1970.

 

La población mexicana de nuestros días resulta, como es sabido, de la fusión de dos grupos raciales principales, el amerindio y el español. Según estimaciones recientes, está compuesta por un 15 % de blancos y criollos, un 29 % de amerindios, un 55 % de mestizos y un 1 % de otros grupos raciales.

 

A partir. de los años veinte, y después de las luchas civiles en que se vio envuelto el país, la expansión demográfica aumentó de manera paulatina. El índice de natalidad se ha mantenido muy elevado (43,3/1.000 en 1970) y en contrapartida el índice de mortalidad debido al aumento del nivel de vida y a las mejoras médico-sanitarias ha descendido continuamente (9,9/1.000 en 1970). En el periodo relativamente reciente de 1963-1971, el índice de crecimiento anual registrado ha sido, por ejemplo, del orden del 3,2 %.

 

La agricultura continúa siendo hoy un importante capítulo de la economía mexicana. Sin embargo, debido a la industrialización de los últimos años, buena parte de la población campesina se ha trasladado a la ciudad, donde la industrialización ha creado nuevos puestos de trabajo. En 1970, la pobla­ción urbana alcanzaba casi el 60 %. En esta misma fecha, México contaba con dos ciudades millonarias, la capital federal, con más de 7 millones, y Guadalajara, que superaba el millón. Las seguían en importancia Monterrey (858.000), Ciudad Juárez (436.000) y Puebla (401.600).

 

La población mexicana se reparte de for­ma desigual. En general es bastante den­sa en los estados cercanos a la capital, supe­rando a veces, en aquellas regiones, los 125 hab./km2. En el resto del país, la densi­dad disminuye notablemente. Es muy escasa en las regiones áridas del norte del país.

 

Resumen de los tipos de vegetación de México. Pradera alpina cespiticaule.

 

Plantas harbáceas con altura máxima de 50 cm. formando macollos. Las más abundan­tes son las gramíneas. Este tipo de ve­getación se localiza en los sistemas mon­tañosos elevados y en laderas con pen­dientes más o menos pronunciadas.

 

Bosque alpino aciculifolio.

 

Bosque abierto con árboles hasta 30 m. de al­tura, con hojas en forma de aguja. Se localiza entre los 3.000 y 3.900 m. so­bre el nivel del mar. Los árboles repre­sentativos son los pinos, que crecen en mesetas altas o en laderas.

 

Bosque alpino planiaciculifolio.

 

Es la comunidad que más se destaca en las partes altas de México. El tamaño de los ejemplares alcanza hasta 35 m. de alto, aunque en ocasiones llega a los 50 m. Su distribución está comprendi­da entre los 2.500 y 3.500 m sobre el nivel del mar, aunque, en ocasiones, se le encuentra más abajo. Sus hojas son semejantes a espinas planas y no muy largas.

 

Bosque templado aciculifolio.

 

En la comunidad ésta se encuentran agrupadas la mayoría de las especies de pinos. Se encuentran a diversas altitudes for­mando masas considerables. Su más frecuente acompañante es el género Quercus. El tamaño de los ejemplares es de 8 a 30 m. de alto.

 

Bosque templado esclerófilo.

 

Los componentes de esta comunidad pre­sentan las hojas duras. El componente principal es el género Quercus (encino). Su distribución es bastante amplia y agrupa a una gran cantidad de especies.

 

Bosque templado caducifolio.

 

Su ca­racterística primordial es la de per­der las hojas durante la estación inver­nal. Su distribución es muy localizada en el país, presentándose en forma de manchas. La humedad ambiental es elevada y con frecuencia se presenta niebla.

 

Bosque tropical perennifolio.

 

Tipo de vegetación denso, de 30 a 60 m. de altura, con abundantes epífitas y lianas. Los árboles más altos permanecen verdes todo el año Posee numerosas comunidades de variado aspecto, de acuerdo con las condiciones ecológicas en las que se desarrollan.

 

Bosque subtropical caduciufolio.

 

Los componentes arbóreos tienen una al­tura de 4 a 15 m. Durante la época de sequía la mayor parte pierden las hojas. Su área de distribución se en­cuentra desde las planicies costeras hasta los 2.500 m. Agrupa multitud de comunidades, diversamente modifica­das por las condiciones ecológicas.

 

Matorral desértico espinoso.

 

El de­nominador común en este tipo de ve­getación, es la característica de ser espinoso y pungente. Los componentes varían entre 3 y 6 m. de alto, aunque pueden serlo más. La precipitación en sus áreas de distribución es baja. Los suelos en donde se desarrolla son po­bres en materia orgánica.

 

Vegetación acuática.

 

Se utiliza esta designación para aquellas comunidades en las que casi no intervienen las condi­ciones climáticas del medio ambiente; se utiliza en cambio un nombre alusivo a sus condiciones ecológicas. Abarca desde la vegetación de la vega de los ríos hasta aquella que se desarrolla en masas de agua con diferente extensión.

 

Bibliografía.

 

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2.            Poblamiento del continente americano.

Por: José L. Lorenzo

 

Geografía física.

 

Antecedente.

 

Cuándo llegaron y quiénes fueron los primeros pobladores del continente americano ha sido campo de discusión y conjeturas tan viejo como la incorporación del continente a la geografía mundial.

 

En el momento del descubrimiento de América, y hasta unos años después, no existieron dudas acerca de que lo encontrado era un archipiélago interpuesto entre Catay (la China) y Occidente. Al darse cuenta cabal los navegantes de que se trataba de un continen­te, otro continente, se iniciaron las dificulta­des, pues sus habitantes no eran parte de nin­guno de los grupos humanos identificados en el Antiguo Testamento, salvo que pertenecieran a las diez tribus perdidas de Israel.

 

La polémica sobre el ser de los america­nos se mantuvo durante siglos y las preocupaciones políticas y religiosas que en ella se dilucidaban se trataron con amplitud. Es el padre jesuita José de Acosta (1540-1600), natural de Medina del Campo, España, que pasa en el continente americano dieciséis años, quien expresa las ideas más lúcidas acerca del problema mayor: el del origen de los america­nos. A lo largo de su obra fundamental, His­toria Natural y Moral de las Indias, publicada en Sevilla en 1590, tiene expresiones que merecen la pena resaltar:

 

"Y pues, por una parte, sabemos de cier­to que ha muchos siglos que hay hombres en estas partes, y por otra no podemos negar lo que la Divina Escritura claramente enseña, de haber procedido todos los hombres de un primer hombre, quedamos, sin duda, obliga­dos a confesar que pasaron acá los hombres de allá, de Europa o de Asia o de África, pero el cómo y por qué camino vinieron todavía lo inquirimos y deseamos saber."

 

"Porque no se trata de qué es lo que pudo hacer Dios, sino qué es conforme a razón y al orden y estilo de las cosas humanas."

 

"Este discurso que he dicho es para mí una gran conjetura, para pensar que el nuevo orbe que llamamos Indias no está del todo diviso y apartado del otro orbe. Y por decir mi opinión, tengo para mí días ha, que la una tierra y la otra en alguna parte se juntan y continúan o a lo menos se avecinan y allegan mucho."

 

"De estos indicios y de otros semejantes se puede colegir que hayan pasado los in­dios a poblar aquella tierra, más por camino de tierra que de mar, o si hubo navegación, que no fue grande ni dificultosa."

 

"El linaje de los hombres se vino pasan­do poco a poco hasta llegar al nuevo orbe, ayudando a esto la continuidad y vecindad de las tierras, y a tiempos alguna navegación, y que éste fue el orden de venir y no hacer ar­mada de propósito ni suceder algún grande naufragio, aunque también pudo haber en parte algo de esto."

 

"Y tengo para mí que el nuevo orbe e Indias Occidentales, no ha muchos millares que las habitan hombres y los primeros que entraron en ellas, más eran hombres salvajes y cazadores que no gente de república y pu­lida."

 

Desde luego, no todos los que han trata­do el tema lo han hecho con la circunspec­ción y conocimientos de causa que se marcó en el siglo XVI por Acosta. Los continentes perdidos de Atlántida y Mu son utilizados todavía. Hay, sin embargo, algunos intentos curiosos por hacer llegar a las costas ameri­canas distintos "descubridores" en diferentes etapas históricas. Desde luego, están las fre­cuentes explicaciones según las cuales verdaderas armadas partieron, sea de China, de Ja­pón o del sudeste asiático, para poblar Améri­ca. Estas navegaciones, que tampoco deben negarse por principio, sólo fueron factibles a partir del momento en el que cualquiera de las culturas involucradas tuvo la capacidad de hacer barcos de tamaño regular, lo cual acon­tece cuando la metalurgia ha alcanzado cierto nivel de desarrollo, aparte la necesidad del manejo de la vela para travesías tan largas; por tanto, el poblamiento de América no co­rresponde a estos momentos, debido a su de­mostrada antigüedad.

 

Principales teorías sobre el poblamiento.

 

No vamos a tratar aquí de revisar y ana­lizar todas y cada una de las teorías que se han presentado sobre el poblamiento de América, ni se intenta rebatir o apoyar una u otra tesis; sin embargo, sí creemos necesario comentar algunas de las mas conocidas para presentar el estado actual de nuestros conocimientos acerca del tema, admitiendo que quedaremos algo cortos, pues los informes y publicaciones sobre este asunto se suceden con bastante celeridad.

 

En 1925, Mendes Correa, quien había es­tudiado la craneología americana y, como otros muchos, se encontraba perplejo ante ciertos rasgos de carácter australoide y melanesio que aparecían en algunos de los materiales, lanza la hipótesis según la cual América se habría poblado por el sur, desde Australia.

 

El paso de Australia a Tasmania es relativamente sencillo durante una glaciación, que es cuando se propone esta posible ruta, por el consecuente descenso del mar, pues entre am­bas masas terrestres se establece un istmo de unión en esos tiempos. No se tuvo en cuenta que, durante una glaciación, Tasmania tuvo glaciares en abundancia, debido a su latitud y a su orografía, y que la mayor parte del territorio estuvo sometida a un condiciona­miento climático muy severo, como lo demuestran los abundantes restos de fenómenos periglaciares que allí se observan. Al Sudeste de Tasmania, a unas 1.000 millas marinas, exis­te una isla, la MacQuarie, si bien a tan sólo 289 hay unos bajos, el Ramal de MacQuarie, que en la misma época podría haber aflorado en una pequeña parte. Desde la isla MacQua­rie hacia el sur se encuentran, como etapa más cercana, las islas de las Ballenas, a unas 850 millas marinas, con la posibilidad de que, a mitad del camino, haya emergido un islote. Las islas de las Ballenas se encuentran a me­nos de 120 millas de la costa de la Antártida, en esa zona conocida como Costa de Gater, en la llamada Tierra Victoria.

 

Ya en tierra firme, sometida posiblemente a la glaciación que permitía el descenso del mar, se hace necesario costear durante una distancia de aproximadamente 3.250 millas más hasta llegar a la península de Palmer, se­parada del cabo de Hornos por el llamado mar de Scotia, lo que significa un recorrido de aproximadamente 660 millas más, aunque es posible que entonces hubiera algunos islotes que permitieran hacer más fácil la travesía. Luego, al ingresar en el extremo sur del con­tinente americano, hubieran encontrado los glaciares que se desprendían de la zona pa­tagónica.

 

Para que el viaje hubiera podido efectuarse a pie, era necesario que el nivel del  mar bajase alrededor de 4.000 metros, lo que sa­bemos no sucedió. Navegando es prácticamente imposible, por varias razones. Al sur de Tasmania, la corriente marina que allí exis­te va de este a oeste, lo que hubiera alejado a los navegantes de su hipotético destino, llevándoles, en todo caso, al extremo sur de Africa. Pero hay algo más importante, y es te­ner en cuenta el nivel tecnológico existente en la época, en lo que respecta a la navega­ción; hasta donde sabemos, los australianos se restringen a algunas canoas de tronco de árbol, buenas para costear, pero nada más; además, dado el clima reinante en la zona por donde se pretende que atravesaron, no es posible suponer la existencia de árboles de ta­maño suficiente para hacer balsas, canoas monóxilas o de corteza.

 

La hipótesis presenta, como vemos, gran­des debilidades, a las que se une un razonamiento lógico, que se debe tomar en cuenta; ¿por qué habría de emigrar la gente hacia zonas de frío más severo? Pensemos, por un momento, fuera de nuestro marco geográfi­co habitual de habitantes del hemisferio norte y nos daremos cuenta de que, en el sur, el calor viene del norte y el sur es el foco gene­rador del frío.

 

Un año después, Rivet postula de nuevo la teoría. Este gran antropólogo había estado trabajando en lingüística y en etnografía com­paradas, mostrando la semejanza de las len­guas australianas con la de los ona de Tierra del Fuego y la presencia de una serie de ele­mentos de la cultura material americana que se encontraban también en el área poline­sia. Sus conocimientos de la etnografía aus­traliana le obligaban a descartar la posibili­dad de un contacto por navegación, así que sólo quedaba, a su juicio, la posibilidad del movimiento por la Antártida, el cual fijaba en un óptimo posglacial, cuando las tierras por las que debieron de haber pasado presenta­ban mejores condiciones de habitabilidad y el mar todavía no ascendía a su nivel normal.

 

En nuestro tiempo sabemos que los pri­meros habitantes del continente americano ya estaban en él bastante antes del óptimo pos­glacial, pero ya desde que se enunció la hipó­tesis había habido serias impugnaciones de Davidson y Martínez del Río, entre otros. Koppers, antes que ellos, también había obje­tado las ideas de Rivet y en él encontramos otra tesis que merece ser mencionada. Para este autor, la relación entre australianos y ha­bitantes de la Tierra del Fuego existe, pero no la considera como producto de la llegada de los primeros al extremo sur de América, sino como el caso de dos grupos humanos, ahora alejados geográficamente, que provie­nen de un solo tronco y lugar común.

 

Podría parecer injusto el revisar y anali­zar algunas de las teorías que en el pasado se expresaron respecto al poblamiento de Améri­ca, sobre todo ahora, cuando con el transcur­so del tiempo han aparecido muchas más evidencias de toda índole, debido a nuestros mejores conocimientos acerca de la cronolo­gía de las glaciaciones, de sus extensiones y de los valores métricos y fechas de los bajos niveles del mar. Sin embargo, tampoco es prudente evitar estos comentarios, pues mu­chas de estas teorías, hoy naturalmente descartadas, siguen teniendo vigencia entre cier­to público, aunque no sea el menos cultivado.

 

Siguiendo con las hipótesis, Greenman en 1963 trató de demostrar el poblamiento de América con gente llegada de Europa occi­dental, durante el paleolítico superior, que navegaba en las embarcaciones equivalentes a los kayaks y umiaks de los esquimales, ade­más de emplear como medio de locomoción los icebergs que durante la última glaciación se desprendían de la masa ártica, de los cua­les obtenían agua potable fundiendo fragmen­tos y materia prima para la fabricación de arte­factos utilizando las piedras englobadas en la masa de hielo. Este trabajo recibió la natu­ral crítica en su momento.

 

También se ha creído ver negros africanos entre aquellos que poblaron América, y en el Festival de Arte Negro que tuvo lugar en Dakar en 1966 se presentaron unas 25 figurillas prehispánicas en las cuales se podían percibir ciertos rasgos que la buena voluntad lleva a juzgar como negroides. Esta selección fue hecha sobre varios centenares de piezas por A. Von Wuthenau, quien hace hincapié en aquellas que se derivan o se asocian al complejo olmeca, en el cual, entre otros, la re­presentación humana maneja un tipo al que se achacan elementos negros. Los negros como partícipes del poblamiento de América no es idea nueva, ni mucho menos, pero aquí nos volvemos a encontrar con la dificultad de los medios de navegación.

 

Nadie puede negar la posible arribada for­zosa de una o más embarcaciones, sean llegadas de Asia o de Europa o de Africa; ahora bien, estas arribadas forzosas no pueden ha­ber alcanzado ni la cifra ni la frecuencia que permite poblar un territorio. A la llegada de los europeos, los indígenas de la costa del Noroeste norteamericano y de la Columbia britá­nica tenían máscaras ceremoniales de madera en algunas de las cuales los ojos estaban he­chos con monedas chinas, de las del tipo de perforación central rectangular. Es indudable que alguna vez habría llegado una nave china, en arribada forzosa. También en la costa del Ecuador se han encontrado huellas de un pro­bable desembarco o naufragio japonés, de la cultura Jomón, de alrededor de 3000 a. de C.

 

En primer lugar, se trata de gente que llegó adonde ya había otras, pero ni en uno ni en otro caso los náufragos dejaron huella cla­ra, perdurable, de su presencia, de tal manera que la cultura recipiendaria sufriera cambios fundamentales debido a ese contacto y que esos cambios, a su vez, fueran generadores de otros en los grupos que se encontrasen de in­mediata vecindad. Bajo ningún concepto hay una cerrazón absoluta a la posibilidad de contactos transoceánicos y existen una serie de enigmas para los cuales es más cómodo pensar en esos contactos. Lo único que se requiere es encontrar las pruebas fehacientes y esto es algo que hasta ahora no ha sucedido.

 

La hazaña deportiva que efectuara Thor Heyerdahl en el Pacifico demostró que era posible visitar la Polinesia desde Sudaméri­ca; años más tarde, y al segundo intento, el mismo aventurero cruzó el Atlántico, desde Africa del Norte hasta el Caribe. En ambos casos, con ayuda de elementos básicos de la tecnología moderna, se hicieron travesías has­ta cierto punto comparables con las que, en otras épocas, se hubieran podido efectuar, pero volvemos al terreno en el cual las arribadas forzosas o los esfuerzos exitosos de unos cuantos individuos no pueden contarse como los fundamentos ni del poblamiento de un continente ni de las culturas que en él flore­cieron. Más recientemente se han efectuado varias expediciones por el Atlántico, de las que se puede decir lo mismo.

 

Por muchos decenios los estudios acerca del hombre americano, su origen y su antigüedad sufrieron un retraso grave, debido, sin lugar a dudas, a la figura de Alec Hrdlicka, científico europeo, autoridad en paleoan­tropología, quien negó sistemáticamente la menor posibilidad de antigüedad en los restos y artefactos que fueron sometidos a su juicio. Tenía, sin lugar a dudas, razones sólidas para mantener esta posición, pues los hallazgos indocumentados (inclusive los fraudulentos) habían empezado a proliferar. A esto se unía, desde Argentina, las reclamaciones de un paleontólogo brillante, el doctor Ameghino, quien, en una posición idealista extremada, confundía y trastocaba los datos y los mate­riales para alcanzar su meta: la demostración de que la taza humana era originaria de las Pampas.

 

La imposibilidad filogenética de esto era ya bien claramente conocida, pues, entre otras cosas, los monos americanos forman una rama muy alejada de los antropoides y no existe posibilidad de ni siquiera simple vecin­dad genética con la rama o ramas de las que pueden surgir elementos humanoides.

 

Pasada aquella racha de crítica extremo­sa, comenzaron a efectuarse hallazgos, bien documentados, de fauna fósil asociada a im­plementos humanos, siendo bastante escasos, por no decir muy pobres, los de restos óseos humanos. Con pasos medidos y a veces con muy marcado rigorismo científico, se ha em­pezado a crear un cuadro interesante, sobre todo a partir de los últimos diez años (1965 – 1975).

 

Hallazgos a lo largo y lo ancho del conti­nente nos indican una curiosa distribución, según la cual hay toda una cronología de ocu­pación que se inicia en Alaska hace algo más de 30.000 años. En Canadá los hay más o menos de la misma fecha, e inclusive algo más antiguos; en California, de hace 27.000; en México, de unos 22.000; en Venezuela, de 14.000; en Perú, de hasta 18.000; 11.000 para Chile y 11.700 en Patagonia. Hay, desde luego, fechas más cercanas a nuestro tiempo y algunas otras muy antiguas, pero que no son absolutamente seguras.

 

Aquí conviene aclarar que los hallazgos de este tipo son de una gran pobreza mate­rial, aunque tengan una gran importancia científica, y requieren equipos interdiscipli­narios, de lento trabajo y alto costo. Por otro lado, y en el consenso general, aun en el del mundo culto, la arqueología prehistórica no alcanza la popularidad de la arqueología mo­numental, de lo que deriva un número menor de trabajos y, lógicamente, de resultados.

 

El esquema, rápido y no completo que se ha trazado, muestra cómo, según se va de norte a sur del continente, las fechas se van acercando cada vez más a nuestro tiempo. Esto, de inmediato, atrae nuestra atención y nos señala con fuerza la ruta general del mo­vimiento migratorio humano.

 

El estrecho de Bering y las glaciaciones.

 

El pasar de Asia a América es bastante fácil por el estrecho de Bering, ya que la distancia entre el cabo Dezhnev, el extremo más oriental de la península de Chukotka, en Si­beria, y el cabo Príncipe de Gales, la punta más occidental de la península de Seward, en Alaska, es de apenas 90 km. y hacia la mi­tad de esta distancia emergen varias islas, de las cuales dos, la Gran y la Pequeña Diomede, son buenos paraderos. En esta parte el mar apenas alcanza los 40 m. de profundidad.

 

El estrecho de Bering tiene la cubierta de hielo invernal a partir del mes de noviembre y dura hasta junio, aunque la cubierta total tan sólo se produce de noviembre a mano. Esto quiere decir que la travesía a pie es factible, aunque se corre el riesgo, siempre presente, de que alguna de las fuertes tormentas invernales rompa el hielo y haga el paso im­practicable o provoque un accidente fatal. En los pocos meses de deshielo la travesía por el agua es posible, siempre y cuando se dispon­ga de algún medio de navegación de cierta categoría, puesto que, por el lado siberiano, en esos meses corre hacia el sur una corrien­te marina y por la costa de Alaska otra hacia el norte.

 

No es que las condiciones de travesía por navegación sean imposibles, lo que hay que tener en cuenta es el nivel de desarrollo cul­tural de la gente que pudo hacerlo, según el tiempo en el que se haya hecho y, de acuerdo con ello, las posibilidades reales.

 

Al respecto, hay una probabilidad mayor y, diríamos, más lógica.

 

El tiempo geológico se ha dividido en una serie de unidades temporales, cada una de ellas con ciertas características que las dife­rencian entre sí; ahora, aquella en la que vivimos, y a la cual algo arbitrariamente se ha dado por comienzo 10.000 años atrás, es la llamada holoceno. A ésta le precedió el pleistoceno, época que, de acuerdo con los últimos estudios, comenzó hace alrededor de tres millones de años. El pleistoceno se ha caracterizado porque, durante su transcurso, la Tierra ha sufrido una serie de glaciaciones, o sea que, por algunas decenas de miles de años, en las altas latitudes se desarrollaron enormes casquetes de hielo, de tal tamaño que en el norte de Europa los hielos descendieron hasta más al Sur de Berlín, en un man­to de miles de metros de espesor en algunos puntos, y, en el norte de América, un casque­te semejante, que iba del Atlántico al Pací­fico, alcanzó bastante al Sur, hasta Kansas e Illinois. En el transcurso de esos tres millo­nes de años hubo varios avances mayores, compuestos de otros menores con intervalos de mejoría climática durante los cuales la masa de hielo permanecía estacionaria o su­fría algunos retrocesos. Entre una y otra de las glaciaciones mayores hubo períodos en los que  el clima era como el de ahora o más ca­luroso, lo cual provocaba la desaparición casi total de las masas heladas, que se reducían a las cumbres de las más altas montañas o a latitudes muy superiores, virtualmente a los polos.

 

Durante esas épocas de glaciación, el hielo acumulado sobre los continentes, en sus altas latitudes y en parte de las medianas, además del de las altas montañas, era agua que se inmovilizaba y dejaba de participar del ciclo continuo precipitación-evaporación­condensación y que, por tanto, se restaba a la masa de agua de los mares. Con ello, el ni­vel de éstos descendía en la proporción que marcaba la masa de hielo acumulada. Al comenzar una etapa glacial se iniciaba la, disminución de agua del volumen total de los mares y océanos; según la glaciación avanza­ba, el agua disminuía basta llegar al punto en el que la desglaciación se iniciaba y con ello volvían a ascender los niveles de los mares. Para entender mejor los resultados de éste proceso basta decir que si ahora se fundiese todo el hielo que está almacenado sobre la Antártida, el nivel del mar subiría 30 metros.

 

Resulta que el fondo del estrecho de Be­ring es de poca profundidad, 40 m., y hay pruebas fehacientes para poder asegurar que, cuando el mar descendió 50 m., ambos con­tinentes quedaron unidos por una llanura en la que sobresalían las montañas que ahora son las islas Diomedes; cuando el mar alcan­zó su más bajo nivel, entre 100 y 110 m. menos que ahora, afloró una masa terrestre de más de 1.000 km. en su eje norte-sur, a la cual se ha dado el nombre de Beringia.

 

No es necesario tener una gran imagina­ción para ver cómo y cuándo existieron las posibilidades de pasar de un lado a otro a pie enjuto. Ahora bien, este cuándo se ha presentado varias veces en el  pasado, en distintas fechas. La última glaciación, llamada en Nor­teamérica wisconsiniana, se inició hace unos 70.000 años y alcanzó un máximo hace unos 50.000, a lo que siguió un retroceso, entre 28.000 y 22.000, que dio paso a un nuevo avance de los hielos, mayor que el anterior, que culminó hace 18.000 años.

 

La posibilidad de llegada al continente americano por su extremo noroeste, cruzando  por el puente emergido, queda bien estable­cida en el transcurso de un máximo glacial. La penetración hacia el interior del continen­te es otro asunto, que trataremos de presentar en su debida forma.

 

En primer lugar, los habitantes del extre­mo noreste de Siberia eran gentes ya habi­tuadas a vivir en condiciones árticas. Al decir habituados se está indicando que su cultura había sabido conformarse de tal manera que les permitía obtener de ese medio ambiente un máximo de resultados, al menos suficien­tes para subsistir. No es posible pensar, para esa fecha, en grandes presiones demográficas que hubieran ejercido un proceso de centri­fugación hacia una periferia inhóspita de al­gunos grupos humanos; es más natural acep­tar que los habitantes del extremo norte de Siberia habían participado de un proceso cultural que era respuesta a la explotación de un complejo ecológico y que este complejo ecológico, particular de la zona ártica, era igual a un lado y otro del estrecho de Bering, así como en este mismo cuando quedaba al descubierto. De esta forma, toda visión ro­mántica respecto a la conquista o descubri­miento de un continente se anula ante la rea­lidad de un desplazamiento de grupos nomá­dicos, dentro del hábitat al que su cultura mejor explotaba.

 

La orografía del noreste siberiano, junto con su gran latitud, hace que, al instaurarse una etapa glacial, las cadenas montañosas de Gydan-Kolyma y de Oryak, por el sur, unidas por una  serie de sistemas  montañosos menores, se cubrieran de glaciares, al igual que las mesetas de Yukagirsk y Anadyr. De he­cho, el territorio explotable por el hombre se reducía grandemente, pero esta pérdida de área era compensada con el creciente territorio que abandonaba el mar, por el norte y el este. En el  otro extremo del puente, en Alas­ka, la cadena montañosa de Brooks, hacia el norte, y al sur el Sistema Montañoso del Pacífico, también se cubrieron de hielos que, en el extremo este, en la cabecera  del río Yu­kon, se unía a la punta noroeste del casquete laurentido. De esta manera se delimitaba, por el hielo, un territorio amplio sometido, es cierto, al condicionamiento ártico; pero no mucho más extremoso del que previamen­te existía y al cual los habitantes del extre­mo asiático ya se habían acostumbrado.

 

Vemos como por los hielos que cerraban la cuenca del Yukon al norte, este y sur, durante un máximo de glaciación, hay un impe­dimento real para que los primeros habitan­tes de América se pudieran desplazar hacia el sur, hacia climas más benignos. Para algu­nos autores este cierre de horizontes no es tal y aluden a la posibilidad de ir rumbo al sur a lo largo de una costa, ahora sumergida, que quedó expuesta por el descenso del nivel del mar. Esta teoría es improbable en cuanto que en esta parte del mundo existe un tipo de glaciar característico de ella, el glaciar de somontano, el cual se origina en las montañas, las Rocallosas en este caso, y sale por los valles inmediatos a la costa. Siendo  la pre­cipitación muy alta en esta parte, las monta­ñas emiten glaciares de tamaño muy grande y de enorme volumen de  hielo que se expanden en la llanura costera en forma de impresio­nantes abanicos. Todos los valles que van a la costa contenían un glaciar de estas grandes dimensiones y unos con otros se anastomosaban, dando origen a una orla de hielo que iba a lo largo de toda la costa; el transcurso de seres humanos por un territorio de estas ca­racterísticas se puede decir que era imposi­ble aunque estuvieran adaptados a una vida económica de explotación de recursos marinos, pues de hecho no había posibilidad de supervivencia para seres humanos en la superficie de la franja de hielo que bordeaba toda la costa hasta más o menos la altura de Portland.

 

Otros aducen la existencia de un corre­dor entre el casquete laurentido y los glacia­res que descendieron de las montañas Roca­llosas por su flanco oriental. Parece cierto que en algunos lugares no hubo cubierta total de hielo, pero no está demostrado que ese corre­dor existiera simultáneamente en toda su longitud. Si hubo algunos oasis a los que el hielo no alcanzó, éstos se encontraban separados unos de otros por grandes distancias y, además, en esas áreas sin hielo se almacenaba el agua de los arroyos proglaciales que las bordeaban; en realidad eran lagos, no tierra. El espíritu aventurero del hombre es innega­ble y quizás una de las razones de su ser, pero todo tiene un limite.

 

La  posibilidad de supervivencia en esta especie de islotes, inclusive en un larguísimo corredor ocupado por agua y entre grandes paredes de hielo, es, con mucho optimismo, bastante remota.

 

Ahora bien, se sabe que el subestadio gla­cial altoniense (70.000-28.000) fue de menor intensidad que el que le siguió, el woodfor­diense (22.000-12.500), y que el subestadio intergiacial farmdaliense apenas supuso una muy leve mejoría climática. Hay datos feha­cientes para poder decir que durante el alto­niense los hielos cordilleranos y los lauren­tidos no llegaron a coalescer, dejando, en­tonces sí, un  corredor bastante amplio entre ambas masas. Si nos atenemos a las fechas de los hallazgos más antiguos hechos en el continente americano, no hay lugar a dudas de que el paso de los primeros habitantes de América no pudo efectuarse durante el wood­fordiense, pues antes de su comienzo ya se encontraban en algunos lugares de Norteamérica, simultáneamente a él en México y duran­te su apogeo andaban ya por el Perú. No queda más remedio que admitir que la entrada del hombre en el continente americano tuvo lugar durante el altoniense, esto es, entre 70.000 y 28.000 antes del presente. Ya se ha dicho que los primeros habitantes del con­tinente americano eran gentes habituadas a vivir en condicionamiento ártico, por lo cual no se puede dudar de su capacidad de explo­tar tanto la zona de su origen, el extremo Noreste de Siberia, como la cuenca inferior y media del Yukon, en Alaska, aparte que el gran territorio emergido, Beringia, reunía las mismas condiciones que sus colindantes por el este y el oeste. Podemos, sin grandes vuelos imaginativos, admitir que era posible vivir entre los glaciares de montaña que circuns­cribían la región tanto, por el oeste como por el este y la masa de hielo ártico que lo deli­mitaba por el norte.

 

Durante, el altoniense había la posibili­dad de penetrar hacia el sur, a lo largo del corredor que existía entre los glaciares de las Rocallosas y el borde occidental del casquete laurentido, además de que entonces quizá no fuera tan impenetrable la orla de glaciares de somontano, que alcanzaba hasta la costa del Pacífico. Es cierto que en la zona del corre­dor, al haberse interrumpido por el hielo lau­rentido el drenaje natural de todo el sistema hidrográfico que desciende de las Rocallo­sas, debieron de abundar los lagos, pero tam­bién es verdad que si estos lagos llegaban a ocupar totalmente el espacio libre de hielos, en ellos y sus orillas sería más fácil encontrar terrenos propicios para la cacería y la reco­lección. Desde luego, todo el territorio por el que podían deambular sería muy semejante en cuanto a clima y recursos explotables. Tan sólo al penetrar más al sur, hacia el somon­tano oriental de las Rocallosas y las praderas adyacentes, se pudo abrir ante ellos un territorio nuevo, de clima, flora y fauna diferen­tes a los entonces conocidos, a cuya explota­ción y aprovechamiento se acostumbrarían, modificando técnicas adquisitivas y, desde luego, aspectos de su visión del mundo.

 

Los movimientos de los pueblos caza­dores-recolectores son obligadamente lentos cuando no hay escasez, y no es posible pensar que en aquel territorio que ahora veía el hom­bre por primera vez no faltaban los recur­sos y, por tanto, no había razón para empren­der largas marchas por terreno desconocido si existía lo suficiente en el que se estaba. Sin embargo, por las fechas citadas de hallazgos, vemos que sí hubo desplazamientos hacia el sur hasta llegar al extremo austral del continente, pero esas mismas fechas nos indican que el movimiento se efectuó a lo lar­go de milenios.

 

Los pobladores.

 

Queda por decir algo acerca de quiénes eran. De su aparente nivel cultural ya se ha dicho cuanto se puede decir a estas alturas, pero de sus características raciales no nos es posible más que conjeturar, pues de las fechas más antiguas no se han encontrado restos hu­manos. En opinión de los antropólogos físi­cos, América fue poblada por elementos mon­goloides, aunque entre ellos se perciben tam­bién rasgos de otras características, como son australoides y melanesoides, habiendo quien ha visto también algunos de carácter cauca­soide.

 

Con el natural temor de adentrarnos en campo tan difícil, sobre todo por la falta de elementos de juicio válidos, es posible que la teoría que alguna vez presentara Birdsell, en­tonces muy impugnada, en la actualidad, a la luz de una cronología muy distinta a la que en aquellas fechas se manejaba, pueda tomarse en cuenta.

 

El consenso general, fijado desde el si­glo XVIII, era el de que los aborígenes americanos están muy relacionados con los mongo­loides de Asia y de que éstos emigraron por el estrecho de Bering para poblar América en fecha relativamente cercana, durante la última glaciación o en tiempos posglaciales. Exis­tiendo muchos rasgos semejantes entre ame­ricanos y mongoloides, hay, sin embargo, otros menores que señalan diferencias y sobre éstos los científicos han mantenido las más fuertes polémicas.

 

Hasta la fecha del trabajo de Birdsell, los métodos seguidos para resolver el problema habían demostrado su insuficiencia y era ne­cesario buscar otros nuevos. El origen de los elementos no mongoloides se había estudia­do y analizando detalladamente materiales ame­ricanos, pero, a juicio del autor, lo que había que hacer era definir, dentro de  posibilida­des amplias, los elementos raciales que exis­tían en Asia en el tiempo de las, migraciones tempranas por el estrecho de Bering, y lo ra­zonaba de la siguiente manera:

 

Las evi­dencias de que se dispone indican que la raza mongoloide ha alcanzado su actual distribu­ción geográfica mediante una expansión rapi­dísima, quizás explosiva;

 

Es un caso muy conocido el de que la presencia de cultivado­res neolíticos altera gravemente el patrón distribucional de los cazadores y recolectores, con importantes repercusiones sobre la genética de poblaciones, y teniendo presente el po­tencial que poseen los agricultores para al­canzar una densidad de población mucho más alta, es posible que la aparición de la agri­cultura y la de los mongoloides expandiéndo­se por Asia no sean fenómenos separados, sino que se hayan dado al unísono. A causa de ello, los pueblos aún vivos en Asia no pue­den presentar las evidencias necesarias para resolver el problema del origen racial de los americanos.

 

Partiendo del concepto de que las áreas marginales contienen refugios en los que es posible la preservación de poblaciones tem­pranas, encontramos que para la comprensión del este asiático existen dos áreas mayo­res de esas características: una en América y la otra en Australia. Podría parecer extraño, pero la interpretación del poblamiento de Australia y Melanesia puede informar, con las debidas precauciones, de la naturaleza de los elementos raciales que existían en Asia y que también pudieron emigrar al Nuevo Mundo al final del  pleistoceno y tiempos recientes.

 

Apoyándose en sus propios estudios en Melanesia y, sobre todo, en Australia, en­cuentra que existen tres poblaciones distintas: los negritos oceánicos, que serían la primera oleada; los murrayanos;  la segunda, y los carpentarios,  la tercera. La primera ola de Homo sapiens, los negritos, tienen una clara afinidad por territorios tropicales húmedos, boscosos, y por su distribución no parecen haber remontado hacia el norte esta franja climática en momento alguno. Los murraya­nos, presentes en Australia, tienen como parientes cercanos a los ainu, y, por los hallaz­gos de Australia, deben haber entrado en ella durante el último período glacial. Encuen­tra que en la zona del río Amur debieron de existir, en una forma afín a los ainu, forma a la que llama amurianos. Son una especie de protocaucasoides, o paleocaucasoides, no bien establecida, de la que juzga que derivaron los mongoloides; los terceros en ocupar Australia fueron los llamados carpentarios, tardíos, pues llegaron al final de la última glaciación.

 

Considera que los restos humanos de la cueva superior de Chukutien son los únicos fósiles que pueden darnos indicaciones sobre los tipos que poblaron América, ya que repre­sentan los existentes en el Noreste de Asia durante el pleistoceno final y principios del presen­te. A las interpretaciones de Hooton y Wei­denreich opone la propia y dice que el cráneo 101 (el viejo) es murrayano y rechaza algunas particularidades que llevaron a otros  autores a ver en él una hibridación con mongoloi­de, al demostrar que también existen entre los murrayanos. La mujer 102 (considerada como melanesoide) es un híbrido del tipo mongoloide de cráneo largo y alto con amu­riano de cráneo largo y bajo. La mujer 103 (considerada esquimoide) es un mongoloide de cráneo muy largo y relativamente muy alto, con elementos ainoides. En resumen, la población de Chukutien superior presenta dos elementos raciales discretos: 1) un tipo cau­casoide arcaico, posiblemente ancestral, rela­cionado con ambos, los ainu y los murraya­nos, y 2) una forma mongoloide de cráneo  largo y angosto.

 

Al iniciarse la cuarta glaciación, la recons­trucción hipotética de la población humana en  el Asia del este indica la presencia de tres grupos raciales mayores: los negritos y los carpentarios en las latitudes tropicales y los amurianos (murrayanos) en las zonas templadas. Esto puede afirmarse por no haberse encontrado en el Asia continental del este ne­groides, papúes, melanesios o elementos de la rama mediterránea de los caucasoides, to­dos ellos, según algunos autores, presentes en la población americana.

 

En el pleistoceno final evolucionaron los mongoloides en algún lugar del Noreste de Asia, bajo condiciones ambientales muy extremas, en ambiente ártico seco. Birdsell postula a los caucasoides arcaicos como la población an­cestral de los mongoloides evolucionados.

 

La distribución de los pueblos de Asia del este, al igual que la escasa evidencia arqueológica, supone un origen dihíbrido para los indios americanos. Los dos elementos ra­ciales presentes en el momento y lugar opor­tunos para poblar América fueron los amuria­nos y los mongoloides. Si la llegada del hom­bre al continente americano fue en el tercer interglacial, con seguridad era caucasoide: un amuriano sin mezcla. Cualquier grupo que haya emigrado en tiempos posglaciales será un dihíbrido de origen y, de acuerdo con ese tiempo, el componente mongoloide será dé­bil al principio, y mayor el amuriano, y más fuerte al final y más débil el amuriano.

 

La hipótesis del dihibridismo tiene poca confirmación en la craneología americana, debido a la naturaleza del material de que por ahora se dispone, aunque hay grupos, entre los indios vivos, que revelan rasgos amuria­nos, como son los cahuilla de la parte sur del estado de California (Estados Unidos) y los pomo y yuki del norte del mismo estado.

 

En un trabajo acerca del origen y diferen­ciación de las razas humanas, publicado en 1973, pero realizado años antes, por Cavalli-­Sforza, y mediante el análisis filogenético ba­sado en el polimorfismo genético, llega a con­clusiones que, para el caso del poblamiento del continente americano, refuerzan la hipóte­sis de Birdsell. Presenta un estudio en el que toma cinco grupos sanguíneos y un total de 20 alelos, de 15 poblaciones humanas elegidas como representantes de todo el mundo. De aquí obtiene un árbol de descendencia en el que se separan claramente tres grupos afri­canos de tres europeos, en una de las ramas mayores del árbol filogenético; en la otra, el aspecto es más bien heterogéneo, aunque hay elementos para discernir relaciones entre los grupos de Australia y Nueva Guinea con los indios de Venezuela, esquimales e indios de Arizona.

 

Años más tarde, apoyándose en los tra­bajos de Kidd, efectuó otro en el que eligió poblaciones distintas de las del trabajo ante­rior, pero también representativas de los cinco continentes, todas ellas caracterizadas por un alto polimorfismo. Además de los cinco grupos sanguíneos que se habían utilizado (ABO, MN, Rh, Fy y Diego), se añadieron cuatro marcadores  (Hp, Tb, PGM y AK). Los resultados obtenidos fueron esencialmente los mismos, aunque la heterogeneidad que presentaba cierta parte del trabajo anterior, a la que nos hemos referido, en este otro se aclaraba, con mejor definición y separación, de tal manera que el conjunto integrado por las poblaciones humanas  que abarcan la zona del extremo este asiático, Australia, Mela­nesia y las del continente americano, apare­cen claramente unidas en una sola rama.

 

Así pues, tomando en cuenta los traba­jos de Birdsell y Cavalli-Sforza, es muy posi­ble que la población inicial de América haya sido la de origen amuriano, y que los siguientes grupos humanos fueron de carácter cada vez más mongoloide, todos provenientes de un mismo tronco, del que también surgie­ron australianos y melanesios, con lo cual se explican muchos de los problemas motivados por la presencia de  elementos australoides y melanesoides en América.

 

La población de México.

 

En lo que respecta a México, ya vimos como, desde la llegada de los españoles, se planteó el problema del origen de los natura­les. La opinión del jesuita Acosta puede decirse que fue la más sólida por muchos siglos.

 

Entre las grandes figuras que se han ocu­pado del pasado de México, indudablemente Alexander von Humboldt es una de las más señeras. Este insigne viajero, cuya mente tan bien supo relacionar y sintetizar el esfuerzo ajeno, se preocupó muy poco de los habitan­tes más antiguos  del continente y en varios trabajos claramente expresa su poco interés por el asunto y su preocupación exclusiva por las altas civilizaciones. Al respecto juzga que éstas no habían alcanzado un desarrollo se­mejante al de Egipto o Mesopotamia por ha­ber llegado a América en época tardía, apenas a  principio de la era cristiana, con lo cual toma posición, aunque sea indirecta, al menos respecto a la fecha del poblamiento. Piensa también que a la llegada de los toltecas al centro de México, a quienes considera como los primeros civilizados, ya había otros habi­tantes, pero no le da mayor importancia al hecho y dice.

 

“No nos es lícito ventilar aquí el gran problema del origen asiático de los toltecas o de los aztecas: la cuestión general del primer origen de los habitantes de un con­tinente excede los límites prescritos a la his­toria y acaso no es sino una cuestión filosó­fica. Sin duda, había ya otros pueblos en Mé­xico cuando se presentaron en este país los toltecas; por consiguiente, el indagar si los toltecas son una casta asiática, no es pregun­tar si todos los americanos descienden de la alta meseta del Tíbet o de la Siberia oriental”.

 

Por estas frases sueltas se puede colegir que da por origen de los americanos al Asia, sin más precisión.

 

Hay que esperar hasta mediados del si­glo XIX, durante la intervención francesa en México, para encontrar algo mejor en este campo.

 

En los tres tomos que forman los Archives de la Commission Scientifíque du Méxi­que, publicados en 1865 el primero  y en 1867 el segundo y tercero, hay una presentación de nuevas perspectivas dignas de tomarse en cuenta.

 

La idea, expuesta en el primer tomo, fue la de hacer en México lo mismo que Napoleón había hecho en su campaña de Egipto: llevar, como parte de la fuerza expedicionaria, un conjunto de sabios y artistas que obtuviera del país un conocimiento científico hasta en­tonces inexistente o insuficiente. Desde luego, la ayuda del ejército expedicionario se tomaba en cuenta.

 

Esta parte, firmada por el ministro de Instrucción Pública, V. Duruy, es la solicitud que presenta  al emperador, Napoleón III, para que se constituya en París una Comisión encargada de dar a los viajeros las instruccio­nes necesarias para el mejor desempeño de su labor, ya que entre sus miembros se encuen­tran sabios que habían explorado la América central, junto con eminencias de todas las ramas científicas que darían una gran soli­dez al conjunto.

 

La obra, quizá poco conocida por la indu­dable asociación de ideas con una etapa dolorosa en la historia de México, aunque haya terminado con la recuperación de la República, es posible que sea también considerada como imagen de una posición política conser­vadora y  reaccionaria, por la misma razón. Pensamos lo contrario y cuantas veces la hemos ma­nejado, que ya son algunas, pues es una bue­na fuente informática, encontramos en ella elementos para pensar en los cambios profundos que  este grupo de sabios, por mantener el lenguaje de la época, que aun no empleaba el término científico, debió de provocar en los me­dios cultos del México de entonces.

 

De entre  las instrucciones sumarias, en­contramos, en la que corresponde al Comité de Ciencias Naturales y Médicas, algunos párrafos que conviene realzar.

 

“La exploración de las cuevas, que ha dado, tanto en Europa como en la propia Francia, resultados tan importantes, acaso proporcionaría datos análogos en suelo mexi­cano”.

 

“Quizás ocurriría lo mismo con la explo­ración de los lagos”.

 

“Uno de los hechos más importantes sería encontrar en  México algo análogo a las ciudades lacustres de Europa. Sin embargo, en este orden de cosas se deberá proceder con prudencia, pues poblaciones muy recientes, como, por ejemplo, los aztecas, construyeron en el centro de lagos y marismas habitaciones muy semejantes a las que nos referimos”.

 

“La exploración de las cavernas quizá permitiría, además, resolver, en esta parte del mundo, un problema cuya solución divi­de en dos campos tanto a los geólogos como a los antropólogos europeos.

 

“¿Vivía el hombre en una época geoló­gica anterior a la actual? Ya el doctor Lund ha creído hallar en el Brasil huesos humanos asociados a restos de especies extinguidas. Continuar esas investigaciones en las caver­nas de México sería de inmenso interés. Re­cordemos, por otra parte, que la presencia de instrumentos de sílex tallado, de hueso trabajado, etc., junto a restos que pertenecie­ran a especies perdidas o desaparecidas de  estas regiones, equivaldría, para la solución del problema, a la de los propios restos hu­manos.

 

“Por otra parte, es inútil insistir en las precauciones con que se  debe proceder a ta­les investigaciones con el fin de no confundir terrenos removidos con terrenos in situ (obra cit., págs. 23-24).

 

Más adelante leemos:

 

“Los mismos restos humanos recogidos en las cavernas bajo la  capa estalagmítica, y más o menos mezclados a fósiles, deberán ser conservados religiosamente” (ob. cit., pág. 27).

 

Los firmantes de estas instrucciones fueron: De Quatrefa­ges, Milne-Edwards, Decaisne, Ch. Sainte-­Claire Deville y el barón Larrey.

 

Hecho curioso es que en el instructivo del Comité de Historia, Lingüística y Arqueología, firmado por Brasseur de Bourbourg y encabezado por éste en forma muy elegante como Esquisses d’Histoire, d’Archéologie, d’Ethnographie et de Linguistique pouvant servir d’instrucnons générales, no  se toma en cuenta para nada el problema de la edad del hombre en América y la atención se dedica exclusivamente a las etapas más tardías, a las civilizaciones superiores, y es justo decir que este instructivo, a pesar de los años transcurridos y de los cambios por los que ha pasado el mundo, parece seguir en vigencia en México, con una arqueología oficial francamente orientada al monumentalismo.

 

Queda en pie la visión del problema, a todas luces superior al pensamiento que en el continente americano se tenía respecto a las etapas más antiguas, tal como manifiesta en el tomo III (406-414) la exposición del geó­logo E. Guillemin Terayre con el título Antiquités Préhistoriques. L’áge de la Pierre en Amérique, donde encontramos párrafos de verdadera importancia, como él siguiente:

 

“La edad de la piedra representa todo el largo período de la arqueología primitiva, la primera época de la cultura humana, y a la que va unido un carácter de uniformidad verdaderamente extraordinario”.

 

Y encabeza el párrafo siguiente de esta manera:

 

“Las prue­bas de su existencia (de la edad de la piedra) se manifiestan en América como en los demás continentes”.

 

En las páginas que siguen señala yaci­mientos de fósiles y cuevas, al igual que ha­llazgos de materiales líticos en diversas par­tes de México, así como en algunas locali­dades que visitó en la región de Columbia y California de los Estados Unidos. Pero hay algo más, también de importancia, si bien es cierto que la tiene en otro terreno. Citando y analizando algo dicho por Humboldt respec­to al primer origen de los habitantes de este continente, señala claramente que la prehis­toria entra en el dominio de la ciencia positiva aunque no lo diga específicamente.

 

La posición de este autor no deja lugar a dudas.

 

Las recomendaciones de la Comisión no pudieron llevarse a cabo, como es obvio, pues el sistema político que les hubiera podido ser­vir de vehículo dejó de existir y era  natural que después siguiera cierto repudio a todo lo relacionado con él. Sin embargo, la idea mo­triz, el positivismo, sí quedó entroncada en la vida intelectual de México.

 

La acción de los científicos franceses se tradujo en algunos artículos en los citados Archives y en la recolección de materiales que se enviaron a Francia y de los que unos pocos fueron publicados con posterioridad: utensi­lios que habían sido encontrados en capas geológicas definidas como del Cuaternario por su contenido fosilífero.

 

El problema, en gran medida aún preva­leciente, es el de la posición secundaria que en México ocupan los estudios de su pasado más remoto, pues, ante los espectaculares hallaz­gos de la arqueología de fechas más cercanas, la atención de un público seudocultivado sólo toma en cuenta la visión unilateral de los grandes centros ceremoniales, con ricas tum­bas y piezas de indudable valor estético.

 

Las cartas de presentación de la arqueología que trata de las etapas más primitivas son bien pobres y, a pesar de que su metodo­logía y técnica son mucho más sólidas y alcanzan resultados dentro de las normas del mayor rigor científico, lucha en una franca desigualdad debido a la incultura fundamental del gran público culto, por lo cual dispone de muy pocos medios.

 

Existe, a pesar de todo y desde antiguo, un interés circunstancial por lo que pudo ser el hombre y sus obras en los tiempos más remotos, anteriores a toda la relación con los grupos indígenas de los que quedaron restos culturales aparentes y referencias en algunas crónicas. Este interés se manifiesta en las po­lémicas que se suscitaron al aparecer un hue­so de llama fósil, ligeramente trabajado, en el tajo de Tequixquiac; también cuando se encontraron fragmentos de un cráneo humano, en el Peñón de los Baños, y al hallarse otro, infantil, en el Cerro de Xico, asociado con fauna pleistocénica.

 

Orozco y Berra en 1880, como tratadista general de la Historia Antigua de México, no tiene más remedio que referirse a las etapas más antiguas y al respecto dice:

 

“Creemos, y racional e intuitivamente preferimos (siquiera sea por orgullo, aunque la razón no sea científica), traer nuestro origen de la pareja creada por Dios, a descender en línea recta ni transversal del orangután, del chimpancé o del gorila; preferimos tener un alma destello de la Divinidad a hombrear libremente con la materia, sin saber qué hacer de nosotros en esta vida y en la futura. En suma: la Santa Providencia creó un hombre y una mujer de quienes desciende el género humano”.

 

Esta profesión de fe, respetable, corresponde a un tema mayor, el de la filogenia  humana, que en aquella época, y con mucha razón, pertur­baba a quienes veían el mundo y el hombre desde el enfoque escolástico. En cuanto a México, al continente americano, se define por un poblamiento venido a través del estrecho de Bering, como vía más fácil, en etapas tan antiguas que juzga difícil tratar de identificar sus filiaciones originales basándose en el estudio de los indígenas sobrevivientes o de los restos culturales de fechas antiguas. Finalmente, la existencia en México de restos de antigüedad la centra en los hallazgos ya di­chos en el párrafo anterior.

 

A principios del siglo XX, como ya diji­mos, hace su aparición en el foro en que se  debatía la antigüedad del hombre americano la destructora figura de Alec Hrdlicka. Es cierto que hacía falta alguien de formación científica y conocimientos suficientes para poner en su sitio una serie de ignorantes o impreparados que con grandes alborotos propalaban la gran antigüedad de hallazgos de restos humanos o culturales, sin base alguna. Mas la rigidez mental de Hrdlicka, quien re­chaza todo resto humano bajo el principio de que carecía de rasgos primitivos, era extre­mada. No prestó atención a los datos estrati­gráficos, y más bien por el hecho de contener restos de hombre no primitivo, los estratos eran recientes. En cuanto a los utensilios, también mantuvo la posición de que todo lo que se sometió a su juicio no pasaba de ser producto de los indios modernos o de un pa­sado que no se podía remontar más allá de unos pocos miles de años, muy pocos miles.

 

Sin dejar de re conocer lo benéfico de su rigidez, el resultado fue el de esparcir un san­to temor a contradecir a tan severo juez y la prehistoria, que en México apenas comenzaba a esbozarse en el último tercio del siglo XIX, pero que con la influencia francesa iba por buen camino, sufrió una especie de congela­ción ante el temor de error.

 

Es necesario constatar que, a pesar de esta paralización, algunos geólogos al margen de las influencias del campo dominado por la severa figura de Hrdlicka, hacen aportaciones de interés.  Engerrand, Díaz Lozano, Adán y Mulleried describen una serie de utensilios líticos y faunas fósiles, de diferentes lugares, y no paran mientes para ver en ellas expresio­nes concretas de estadios muy primitivos. En este primer tercio del siglo XX, tan difícil para el país, en cuanto comenzó a serenarse la vida y a ser algo más estables las institu­ciones, no se deja de trabajar. Allá por 1934, el primero en reaccionar es García Payón, quien, tras analizar los puntos de vista enton­ces reinantes, y sin tomar partido específico por ninguna de las rutas por las que el hombre hubiera podido poblar el continente, sin por ello dejar de descartar algunas por imposibles, piensa en la llegada de los primeros habitantes mediante "extensiones paulatinas" y no migraciones de grupos y, sin negar contactos ­transpacíficos posteriores, se pronun­cia por el desarrollo  autóctono de las  altas culturas americanas.

 

Desde luego, está de acuerdo en que no existan pruebas suficientes en aquel momento acerca del origen y filiación de los primitivos pobladores. Con una metodología semejante, Martínez del Río en 1936 produce la que fue­ra la primera edición de su señero trabajo, el estudio del problema de los orígenes ameri­canos, en sentido continental. A esto no había más remedio, debido a la pobreza de los datos de México, ya que sólo existían los muy du­dosos del hombre del Peñón, hombre del Pe­dregal y hombre de Ixtlán, además de los otros materiales ya mencionados. En realidad, si en México no se había encontrado nada que pudiera atestiguar la gran antigüedad del hombre, tampoco en el resto del continente existía mucho de donde cortar.

 

En 1939 se publicó una conferencia de Enrique Juan Palacios pronunciada ante la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadís­tica en 1934; en la cual hacía un análisis com­pleto y erudito, para llegar a la conclusión de que el hombre en México, y en general, por cuanto se refería al continente americano, era bastante tardío y se le juzgaba perteneciente al neolítico.

 

La segunda edición de la obra de Martí­nez del Río, en 1943, es más descorazonado­ra que la primera, pues para esta fecha el hombre del Pedregal y el hombre de Ixtlán habían demostrado ser bastante tardíos. El autor expresaba la esperanza de que en el nor­te de México aparecieran restos que pudieran relacionarse con los encontrados en algu­nos lugares de los Estados Unidos, tales como los que en aquellas fechas se llamaban de la cultura u hombre Folsom.

 

Así llegamos al momento crucial en la prehistoria mexicana: el descubrimiento del hombre de Tepexpan.

 

En fechas recientes tenemos las varias compilaciones de Aveleyra (desde su tesis a lo publicado en el Handbook), a las que se tan venido a sumar trabajos de Lorenzo (el lítico) y de McNeish  (su artículo en el Handbook). Existe, por otro lado, una serie de investigadores que mantiene a ultranza una posición según la cual el continente americano no se pudo poblar antes del 15.000 a. del presente y, para los hallazgos que de­muestran lo contrario, exigen una serie de pruebas, casi de orden judicial, aduciendo siempre insuficiencias en los materiales.

 

De hecho, desde que se cuenta con la po­sibilidad de la radiocronología, los últimos 30.000 años pueden ser fechados con bastan­te exactitud. Por tanto, cuando algunos hallazgos han sido hechos directamente, con más de una fecha, o estratigráficamente, con fechas en los estratos subyacentes y en los suprayacentes; inclusive cuando las fechas provienen tanto de los hallazgos como del conjunto de la estratigrafía, se hace difícil comprender cómo todavía hay quienes no quieren aceptar una antigüedad mayor para el hombre en América que los ya imposibles de mantener 15.000 años.

 

Del tipo físico de los más antiguos habi­tantes poco es  lo que se  puede decir. Descartados los restos de Tepexpan como de gran antigüedad, recientemente han estado apare­ciendo restos humanos dentro de contextos estratigráficos bien establecidos, asociados claramente a restos culturales y con sólidas cronologías, que han venido a atestiguar su antigüedad, aunque tengamos que aceptar que su estudio estrictamente antropológico brilla por su ausencia. Tenemos en este grupo los encontrados en el  área de Tehuacán, muy someramente estudiados; los del Tex­cal, pendientes de estudio; de Tlapacoya y uno proveniente  de las excavaciones del “Me­tro”, tampoco estudiado.

 

Han transcurrido cerca de 55 años (contados a la fecha de 1999) desde que se sacó a la luz la osamenta humana que se llamó "hombre de Tepexpan", y aunque luego haya resultado que era mujer y no hom­bre, y que la fecha no fuera la que líricamente se le atribuyó, que la estratigrafía pleistocé­nica que entonces se  manejaba haya demos­trado su carencia de base y que todo un or­denamiento paleoclimático resultase en casi lo opuesto, todo esto, en apariencia tan nega­tivo, demuestra a la vez que se ha estado trabajando.

 

Los resultados obtenidos no son muchos, pues la primera fase ha sido de poca utilidad, dado que todavía se trataba de congeniar los nuevos datos con los esquemas previos. Tuvieron que pasar muchos años de tanteos has­ta que toda la actividad de quienes se orien­taron hacia la prehistoria consistió, primero, en demostrar la invalidez de la mayor parte de  los  trabajos anteriores y, después, integrar los nuevos y comprobados marcos de referencia. Puede decirse que esta fase aún no ter­mina, pero ya existen aportes de importancia y revisiones de lo anterior que facilitan la ta­rea y alcanzan a presentar un cuadro, más bien un boceto, de la prehistoria de México. Al respecto, es necesario aclarar que, en este concepto, englobamos las etapas anteriores a la invención de la agricultura y la cerámica, o sea, de una etapa del proceso cultural en la que el hombre no es productor de sus alimen­tos, sino que vive de la recolección y la caza de lo terrestre y de lo acuático  y marino.

 

Teorías sobre los orígenes del poblamiento americano. El origen autóctono.

 

La posición que acepta el monoge­nismo considera que el hombre no sur­gió, como se cree corrientemente, en el Viejo Mundo, sino precisamente en América, pasando de éste a los restan­tes continentes en épocas y a través de rutas que vuelven a plantearnos los mismos problemas y posibles hipótesis que hasta aquí hemos venido examinando, pero en sentido inverso, hasta ocupar el resto del mundo. Esta fue la hipótesis que adoptó y defendió con tanto tesón Florentino Ameghino, quien buscaba también en América la patria de otros tipos de animales, como los mamíferos. Otros autores han seguido a Ameghino, especialmente en la Ar­gentina.

 

Una variante de esta hipótesis es la del llamado ologenismo, o génesis glo­bal, según la cual no hubo uno ovarios centros de origen humano, sino que en un momento dado pudo surgir el hom­bre, como antes los diversos tipos de animales, en toda la Tierra al mismo tiempo. De poder ser admitida, sim­plificaría enormemente el problema de los orígenes, pero no parece que deba ser ésa su suerte.

 

El origen único. Hrdlicka.

 

A partir de Humboldt, la teoría del origen asiático quedó bien fundamenta­da, produciéndose sin interrupción des­cubrimientos y estudios que la reforza­ron, y así llegamos a la época actual, en que nadie niega ya que, por lo menos, una parte importante de la pobla­ción americana tiene afinidades con la raza amarilla y llegó a América por el noroeste. Pero al mismo tiempo la teoría iba completándose con multitud de ideas anexas, llegándose a formar un complejo que, por ser defendido princi­palmente por sabios de los Estados Unidos, podemos calificar de producto de la escuela norteamericana.

 

El principio básico de esta escuela es el de la unidad de la raza americana, al cual acompañan, como más importantes, los de la raíz asiática (mongoloide) fundamental, el paso únicamente por el noroeste de América, la llegada en estado de atraso y el desarrollo autóc­tono de su civilización. El calificativo de hipótesis del origen único no debe entenderse, pues, en el sentido de que propugne la llegada en masa, en un solo momento, de un núcleo de población mongoloide, del que derivara toda la de América.

 

Los americanos forman  una raza única: este principio forma la base de todo el sistema. Sería inútil repetir aquí cuanto llevamos dicho acerca del pro­blema de la unidad o pluralidad de razas en América; recordemos que, según se exageren las semejanzas o diferen­cias que existen entre los indígenas, se adopta uno u otro criterio. Pero ba­sando la escuela norteamericana, en general, sus teorías en los magníficos estudios de sus miembros sobre los indígenas de América del Norte, y ob­servándose en éstos mayor unidad que en los sudamericanos, no es de extra­ñar se inclinen por la homogeneidad racial.

 

Pruebas de esta homogeneidad se hallan en el tipo físico: numerosos caracteres antropológicos se encuentran en todos o casi todos los americanos, el color de la piel y la forma y color del cabello constituyen dos de los argumen­tos más decisivos en pro del uniformis­mo; pueden verse los restantes en el capítulo dedicado a los caracteres ge­nerales del hombre americano.

 

Las diferencias entre las subrazas cree Hrdicka que son de origen pre y extraamericano; pero no llegan a des­truir el carácter de homotipo del con­junto,  cuyo  polimorfismo es menor que en la raza blanca. Para Holmes, esta unidad se debe al largo aislamien­to que ha fundido los elementos de diversas partes de la costa asiática que entraron en América.

 

Según Hrdlicka, las primeras emi­graciones a América no pueden ser anteriores al neolítico, o, a lo más, al paleolítico más moderno de Europa, o sea que todo ello entra dentro del holoceno; lo cual, traducido en años, adoptando los cálculos más sensatos y modernos, nos da una fecha post quem de unos quince mil años. El mismo Hrdlicka propuso otra fecha aún más moderada, la de hace diez mil años tan sólo, y ambas fechas fueron muy aceptadas. Para Hrdlicka, existe otra razón para suponer tardío el poblamien­to de América, y es su opinión de que Asia, por lo menos la parte nordeste, se pobló también en época ya avan­zada.

 

A pesar de la unidad entre los americanos, que esta escuela admitía como su principio básico, no llegaba hasta el punto de creer que la emigración se realizó de una vez. Por el contrario, pa­rece tender al reconocimiento de una diversidad no sólo en el origen, sino también en la llegada al Nuevo Mun­do. Hemos citado ya ¡a opinión de Hrdlicka, quien busca a los anteceso­res de los americanos entre las pobla­ciones de toda la costa oriental de Asia hasta las Filipinas y las islas de la Malasia. En cuanto a las capas de po­blación, Hrdlicka admite las cuatro siguientes:

 

Capa dolicocéfala: De la que se han derivado todos los dolicocéfalos americanos  (algonquinos,  Iroqueses, Sioux, shoshones y pima-aztecas en Amé­rica del Norte, y representantes de la raza de Lagoa Santa, que llegan hasta el extremo meridional de Amé­rica del Sur).

 

Braquicéfalos del tipo tolteca: Repartidos por todo el continente.

 

Braquicéfalos atapascos: Los cua­les ya no se hallan más que en Norteamérica, como corresponde a su llegada más reciente, siendo sus representan­tes más meridionales los apaches del norte de México.

Los esquimales.

 

Hipótesis del origen múltiple.

 

Según este investigador, hay que añadir nuevos elementos a la formación del hombre americano.

 

Elemento  melanopolinesio.

 

A Rivet se deben principalmente los hallaz­gos de semejanzas lingüísticas, que ha apoyado en las semejanzas antropológicas y etnográficas que otros habían ya señalado aunque no les dieran toda su importancia.

 

Razones antropológicas.

 

Los pare­cidos antropológicos entre algunos ele­mentos de población americana y otros oceánicos habían sido señalados ya por Quatrefages en 1881. Poco después, Ten Kate, estudiando la raza in­dígena de la parte meridional de la pe­nínsula de California, señaló su parecido, por una parte, con la raza paleoameri­cana, y por otra, con los melanesios.

 

Después de bastantes años reanudó Rivet estas comparaciones y a sus trabajos se debe el reconocimiento de la mayor extensión de la raza de La­goa Santa; también afirmó su pareci­do con las poblaciones hipsistenocéfa­las de Melanesia y Australia.

 

Según Rivet, los rasgos negroides se absorben por cruzamiento, y esto explicaría la contaminación del factor O en el contacto entre melanesios e indígenas americanos. El mismo autor, a base de las fechas que poseemos por el carbono 14 para las culturas peruanas, se atreve a sugerir que la in­migración melanesia en América tendría lugar hace unos 4.000 años, y que el lugar de llegada sería la costa de Co­lombia, donde hay numerosos elemen­tos culturales melanesios y donde la estatuaria de San Agustín muestra ras­gos negroides.

 

Razones etnográficas.

 

También de manera esporádica se habían venido señalando algunos hallazgos de objetos de carácter polinesio o melanesio en América; pero un estudio sistemático de las verdaderas relaciones etnográ­ficas entre América y Oceanía no ha tenido efecto hasta que la escuela his­tórico-cultural, por una parte y el eminente etnógrafo sueco Erland Nordens­kiöld, por otra, han sistematizado, hasta el grado en que ello es posible por aho­ra, los datos que poseemos de la etno­grafía americana, principalmente en su parte meridional.

 

De todos estos estudios deduce Ri­vet, como elementos principales que se hallan en América y al mismo tiempo en la civilización malaya, melanesia o polinesia, o en varias de éstas a la vez, los siguientes: cerbatana, propulsor, meza anular y estrellada, arco para bolas, honda, lazo, azuela de mango acodado, palo balancín para transporte de fardos, puente de lianas, remo con travesaño, bote de haces de junco, balsa, piragua doble, piragua de balan­cín, decoración de ojos en la proa, ca­sas sobre postes y en los árboles, acro­teras de cerámica; morteros, taburetes y reposacabezas de madera, hamaca, mosquitero, cepillo para el cabello, peine compuesto, capa pluvial de fi­bras vegetales, uso de la corteza para el vestido y maza para prepararla, red sin nudos, procedimiento textil, poncho, teñido ikatten y planghi, estuche para el pene, ornamento de la nariz, placa pectoral, decoloración artificial de las plumas en los pájaros vivos, qui­pú, cuerno de concha, tambor de ma­dera, tambor de piel, arco musical, bas­tón para ritmo, flauta de Pan, tablilla con cavidades para el juego, zancos, churinga, volador, juego tika, prepara­ción de las bebidas alcohólicas por masticación de tubérculos o granos, uso de la cal para masticar determi­nadas substancias, cultivo en terrazas con irrigación, pesca con veneno, uso de conchas como ofrende y como moneda, danzas con máscaras, potlach, saludo con lágrimas, mitos diversos, deformación del tobillo por medio de ligaduras, incrustaciones en los dientes, ennegrecimiento de los mismos, tatua­je y motivos decorativos correspon­dientes, amputación de las falanges en señal de duelo, trepanación, la sangría por medio del arco.

 

Razones filológicas.

 

La verdadera aportación original de Rivet está en la comprobación de las semejanzas filo­lógicas. Ya hemos hecho en su lugar referencia a los trabajos de este autor sobre las lenguas americanas y a sus esfuerzos, a la par de otros investigadores, para reducir lodo lo posible el número de grupos lingüísticos de Amé­rica. Uno de éstos, el llamado grupo hoka, se supone formado por una se­rie de lenguas de la costa del Pacífico, desde la shasta del Oregón a la chontal del istmo de Tehuantepec, llegando hasta Nicaragua, si se acepta la reu­nión a dicho grupo de la lengua sub­tiaba, e incluso hasta Colombia con la lengua yurumangui.

 

Comparando este grupo con las len­guas malayo-polinésicas, Rivet ha po­dido encontrar entre ambos hasta dos­cientas ochenta y una concordancias de  raíces con escasa alteración de vocablos. Además, la morfología y la gramática muestran también curiosas coincidencias. Hay que advertir que el grupo malayo-polinésico de Rivet com­prende los pueblos indonesios, melane­sios y polinesios que, aunque perfec­tamente distintos antropológicamente, hablan lenguas estrechamente emparentadas.

 

Elemento australiano:

 

Razones antropológicas.

 

Siguiendo  a  Rivet, daremos las razones que este autor supone demostrativas de la presencia de elementos raciales australoides en América. También arrancan de antiguo los primeros indicios señalados de la presencia de tipos emparentados con los australianos en las comarcas meridionales de América. Topinard cali­ficó de neandertaloides (en este caso sinónimo de australoides) los cráneos patagones que publicó Moreno, y des­pués otros autores pudieron confirmar el carácter platidolicocéfalo de cráneos de fueguinos y otros indios de Suda­mérica: Verneau, Hultkrantz, V. Leb­zelter.

 

Razones etnográficas.

 

También se debe principalmente a los representantes de la discutida escuela histórico-cultural el haber fijado las relaciones etnográficas entre algunas poblaciones de Sudamérica (los fueguinos concre­tamente) y los australianos. Ambos pueblos ignoran la cerámica y la hama­ca, y usan mantas de piel, viven en ha­bitaciones en forma de colmena, conocen el trenzado en espiral, los botes de corteza cosida y la obtención del fuego por barrena, practican la monogamia y la exogamia. También parecen tener en común algunas ceremonias religio­sas, según Mauss, y la existencia de armas parecidas al bumerang en varios pueblos sudamericanos puede atribuirse al mismo origen.

 

Razones filológicas.  

 

No es entera­mente inédito tampoco aquí el camino seguido por Rivet, ya que en 1907 el famoso filólogo italiano Trombetti ha­bía señalado el parecido de las lenguas de la Tierra del Fuego con las austra­lianas. Sin embargo, el autor francés ha concentrado estas semejanzas, es­tableciéndolas entre estas últimas y el grupo lingüístico llamado Chon, propio de patagones y onas (estos últimos ha­bitan la Tierra del Fuego): el número de concordancias que en el léxico ha se­ñalado es de noventa y tres.

 

La lista de oleadas de población que admite provisionalmente Rivet, reconociendo que su número pudo ser mayor, por el orden que supone la llegada al Nuevo Mundo, es la siguiente:

 

Elemento australiano.

 

Elemento de lengua malayo-po­linésica, que por los caracteres físicos se acerca al grupo melanesio.

 

Elemento asiático, que es, segu­ramente, el más importante y da la apariencia de unidad visible en los americanos.

 

Elemento uralio, esquimales. Origen africano.

 

Aparte las teorías del origen egipcio y cartaginés, y del paso por el norte de Africa de otros pueblos semitas camino de América, pocas veces se ha buscado en este continente el origen de la po­blación americana. La razón de ello se encuentra en el hecho de que la raza más típicamente africana, la negra, ofrece marcado contraste con la pobla­ción americana, hasta el punto de ser sus caracteres los que menos han podido señalarse en América. Tan sólo podemos anotar aquí algunas hipótesis, como la de Bernardino de Saint-Pierre, la de Corette y la de Hugo Grocio, quien creía en una población abisinia y etíope llegada a Sudamérica por un paso meridional; todas ellas igualmente dispa­ratadas. P. Gaffarel, a base de los datos de los cronistas sobre los negros en América, supone que también los afri­canos estuvieron en el Nuevo Mundo.

 

Origen oceánico.

 

En menor escala que Asia, Oceanía ha sido, en el pasado siglo, una de las zonas en que se ha buscado con insis­tencia la patria de los americanos o, por lo menos, de una parte de sus culturas más elevadas; en cambio, los autores de la primera época se fijaron poco en ella lo cual se explica por ser apenas conocida, aunque el investiga­dor Hugo Grocio creía que de las Molu­cas procedía la población de parte de la América Meridional.

 

Cook se fijó también en los parecidos entre ambas zonas y muchos otros autores siguieron esta tendencia en el siglo XIX. Por ejemplo, defienden el origen oceánico (sobre todo polinesio) Eichtal, Lang y Daniel  Wilson, para el que los polinesios poblaron primero Sudamérica, pasando de ahí al norte.

 

Ellis, en sentido inverso, buscaba el origen de los polinesios en el este. To­dos ellos tenían en cuenta, aparte las posibles semejanzas, las  grandes cualidades de los polinesios como na­vegantes; cualidades que,  según la escuela heliolítica, procedían de su pre­tendido origen fenicio, favorecidas por las corrientes marinas, que facilitaron su paso de isla en isla hasta llegar aca­so a América.

 

(De L. Pericot, América indígena. Bar­celona, 1961).

 

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Varios Archives de  la Commission Scientiflque du Méxique, París,  1865 - 1867.

 

3.            La etapa lítica.

Por: Lorena Mirambell

 

Preliminares.

 

Presentar el panorama de la etapa lítica en México, o sea la correspondiente a su pa­sado más remoto, comporta un grave proble­ma, debido a que este tipo de estudios alcanza una posición secundaría ante los grandes hallazgos de la arqueología de fechas más recientes, los cuales ocupan no sólo la atención de los especialistas, sino también de todos los grupos "cultivados del país". Para ellos, la arqueología tiene como finalidad el estudio de los grandes centros ceremoniales, con grandes pirámides, con ricas tumbas y pie­zas de valor estético. Dar un enfoque de este género a la arqueología significa tener una concepción deficiente, pues la finalidad de esta ciencia no es la que ellos pretenden, sino el estudio de todos los cambios habidos en el mundo material, producto de la activi­dad humana, teniendo presente que son tecnológicos, sociales, culturales, etc., y todo ello basándonos en los restos que nos han quedado de las obras del hombre.

 

En consecuencia, y como siempre sucede en estos casos, las cartas de presentación de la arqueología mexicana son pobres en sus etapas más primitivas, puesto que los primeros descubrimientos fueron escasos en su valor intrínseco, defectuosamente trabajados y analizados con cierta exageración en su significado. La verdad es que no se tenía ni la menor idea por dónde poder buscar; se dependía de noticias sobre hallazgos ocasionales, casi siempre relacionados con la cons­trucción de una obra pública o privada. Tam­poco, a decir verdad, se podía contar con personal capacitado para que efectuase los trabajos requeridos, que siempre deben ser multidisciplinarios, por lo que creemos injus­to criticarlos, ya que, a pesar de sus grandes defectos -señalarlos nos ocuparía algunas páginas-, procuró las bases para crear un ámbito que fuera más propicio y que de este modo se pudieran iniciar trabajos más serios y metodológicos.

 

No obstante lo expuesto, aunque en menor escala, siempre ha existido cierto interés por saber y descubrir lo que pudieron ser el hombre y sus obras en los tiempos más remotos, antes de toda relación con los grupos indígenas, los cuales dejaron restos culturales aparentes en forma de pirámides u otro tipo de construcciones.

 

Este interés se concentró en las polémi­cas alrededor de un hueso de llama fósil, con algunas huellas de labrado, procedente del tajo de Tequixquiac, e igualmente se manifestó cuando un grupo de trabajadores localizaron fragmentos de un cráneo humano en el Peñón de los Baños, Distrito Fede­ral, y otro infantil en el Cerro de Xico. El primero y el último de estos hallazgos se han verificado en el estado de México.

 

Las etapas culturales más antiguas de México están en relación directa con el poblamiento de América, he­cho que, de acuerdo con otro capítulo de esta misma obra, se efectuó, siguiendo la vía más fácil, a través del estrecho de Bering hará aproximadamente unos 50.000 años[1].

 

De todas formas, en ciertas ocasiones insistiremos en algunos puntos relacionados con ese tema, pues no podemos desligarlo de las etapas culturales más antiguas de México.

 

En el siglo actual se empiezan a efectuar estudios más concretos al respecto, y es Pablo Martínez del Río quien, en 1936, pu­blica la primera edición de su obra, un estu­dio sobre el problema de los orígenes ameri­canos, en sentido continental.

 

Se hace sumamente patente la precariedad de datos sobre este particular. En rela­ción a esa época sólo existían los muy dudosos del "hombre del Peñón", los restos del "hombre del Pedregal" y los del "hombre de Ixtlán", además de los materiales de Tequix­quiac, mencionados anteriormente. Por otra parte, en el resto del continente las investiga­ciones eran también más bien mínimas.

 

Hacia 1939, Enrique Juan Palacios expo­ne sus teorías en una conferencia pronuncia­da ante la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística y llega a la conclusión de que la presencia del hombre en el actual territorio mexicano era bastante tardía, por lo que la colocaba en la etapa cultural del neolítico, es decir, alrededor de 8.000-10.000 años.

 

En 1943 se publica la segunda edición de la obra de Martínez del Río, más desalentadora que la primera, pues para esa fecha ya se había demostrado que tanto el "hombre del Pedregal" como el "hombre de Ixtlán" eran bastante tardíos. En su obra, Martínez del Río manifiesta la esperanza de localizar en el norte de México restos que pudieran relacionarse con los hallados en algunos lu­gares de Estados Unidos, por ejemplo, los que en aquella época eran considerados como, "cultura del hombre Folsom".

 

De este modo llegamos al momento crítico en la prehistoria mexicana: el descubrimiento del llamado "hombre de Tepex­pan", que posteriormente resultó ser una mujer y no un hombre.

 

Las circunstancias en las que se llevó a cabo este descubrimiento son muy discutibles, principalmente a causa de las serias deficiencias metodológicas de la excavación, por lo que, fuera de México, y con extremada ra­zón, el hallazgo fue juzgado con gran escepti­cismo y la fecha que se le atribuyó, inferida de otras obtenidas por el método de C14, en la cuenca de México, era totalmente irreal, además de exagerada. Con todo, este hallaz­go, a pesar de todas sus deficiencias desde el punto de vista científico, tuvo un gran valor, pues puso de manifiesto la posibilidad de lo­calizar materiales de gran antigüedad en suelo mexicano, y esto dio lugar a la inicia­ción de investigaciones más sistemáticas y científicas, orientadas a documentar la pre­sencia de los primeros habitantes.

 

Desde este hallazgo han transcurrido ya 55 años (tomando como base 1999), durante los cuales se han proseguido las investigaciones. Al principio éstas se orientaron a demostrar1a falta de validez de la mayor parte de los trabajos anteriores, y después se empezó a completar los nuevos marcos de referencia. Esta fase de integración de los nuevos marcos de referencia se encuentra en sus etapas iniciales; pero contamos con aportes valiosos y revisiones de los hechos anteriores que facilitan la ta­rea. De ahí resulta que podamos presentar aquí un boceto del estado actual de la pre­historia de México.

 

En este concepto, o sea la prehistoria de México, englobaremos las etapas anteriores al descubrimiento de la agricultura y la ce­rámica, o sea aquellas etapas en las que el hombre no es aún productor de alimentos, sino que vive de la recolección y de la caza o pesca, dependiendo esto último del hábitat en el que reside.

 

Tal como hemos dicho, a través de estos últimos años, investigadores nacionales y extranjeros, han efectuado estudios que han proporcionado suficientes conocimientos, por lo que ha sido necesario crear un sistema de organización para tratar de situarlos en el tiempo y explicar su contenido y representa­ción cultural. Al respecto había problemas, pues lo que concretamente se necesitaba era el establecimiento de una metodología y de un sistema para situar lo hallado en las tres dimensiones que la arqueología requiere: la espacial, la temporal y la corológica.

 

La espacial, facilitada por la propia localización geográfica, tenía importancia de acuerdo con la frecuencia con que aparecían los hallazgos y su dispersión; la temporal, debido al tiempo en que un hecho determina­do tuvo lugar, podía establecerse por asocia­ción estratigráfica, por comparación con otros hallazgos semejantes ya fechados, y finalmente por el sistema de datación radio­cronológica, concretamente por C14, método fácil de usar desde fines de la década de los cuarenta, aunque con el problema de su costo elevado. Finalmente, la dimensión corológica, aquella que nos va a dar el conjunto de la cultura, lo que tendría, forzosa y necesariamente, que ir presentándose durante el proceso mismo de la acumulación de materiales.

 

Por otra parte, creemos que para estu­diar las etapas culturales más antiguas de nuestro país no era posible usar métodos y sistemas empleados en otras latitudes, con­cretamente los usados en Estados Unidos para tal fin, métodos que en una época se trató de extrapolar a México, dada la proxi­midad de nuestro país con aquél. En forma concreta, se trató de usar las famosas "tradiciones" culturales de los Estados Unidos, que, de otra suerte, nos resultan bastante ilógicas e imposible de que hayan sido capaces de penetrar, a través del tiempo y del espacio, en condiciones tales y extenderse sin modificaciones en un recorrido de miles de años y de kilómetros. Ello nos parece realmente imposible.

 

Al no poder emplear en México métodos y sistemas clasificatorios usados en otros sitios, como decíamos anteriormente, nos vimos en la necesidad de crear algo que cubriera nuestras necesidades y que al mismo tiempo fuese lo suficientemente flexible y amplio para admitir en sí mismo los nuevos hallazgos, hasta el momento de poder alcanzar los elementos necesarios para mejorar nuestra periodificación cultural.

 

Tal periodificación se basa en la existen­cia de una larga etapa cultural, representada en su mayoría por artefactos líticos, por lo cual se la denomina etapa lítica; tiene por fundamento el criterio tecnológico, ya que el económico y el social son poco perceptibles, y sólo puede tomarse como enunciado muy amplio el de "recolectores-cazadores". Pues­to que esta etapa lítica, que pudo haber comenzado en el extremo noroeste del conti­nente hará unos 50.000 años, tal como decía­mos anteriormente, y llegó a México hace unos 22.000 años, y el paso a las primeras fases de la etapa cultural siguiente, la caracterizada por la agricultura, se inició hará unos 7.000 años, podemos decir que dicha etapa lítica va, en nuestro país, de 22.000 a 7.000 años antes del presente.

 

Fácilmente puede deducirse que, en un periodo tan largo, tuvo que haber una evolu­ción cultural y los restos de cultura material que tenemos a nuestra disposición procedentes del área que ahora ocupa México nos han permitido encontrar diferencias dentro del proceso evolutivo, a la vez que cambios o va­riantes regionales, fruto de modos de explotación de recursos específicos.

 

La distribución geográfica de los hallaz­gos correspondientes a la primera etapa cultural, la lítica, presenta una gran disper­sión, aunque también existen zonas de con­centración aparente. Esto no significa de ninguna manera que a estas zonas a las que nos venimos refiriendo hubiese una mayor concentración o densidad de habitación, sino que en ellas se han efectuado un mayor nú­mero de investigaciones.

 

Los primeros habitantes de. México no fueron numerosos y el problema de localizar huellas de una reducida y dispersa pobla­ción se une a la deficiente calidad de los restos de su cultura. Lógicamente, a causa de los miles de años transcurridos, los objetos manufacturados en material orgánico, madera, fibras vegetales, cuero y demás, no han llegado hasta nosotros, aunque se dan casos de magnífica conservación, sobre todo en aquellos lugares de gran sequedad. Algunos objetos de hueso han persistido en buen es­tado, pero son unos pocos y en ocasiones dudosos; la mayoría de ellos son artefactos de piedra o fragmentos, junto con restos de otro tipo, tales como huellas de hogares, fragmentos de carbón y a veces piedras calcinadas.

 

En México, los yacimientos trabajados con rigor científico son hasta el presente unos treinta, y de éstos no llegan a doce los que han sido fechados. por C14. Por tanto, determinar la cronología en esta etapa resal­ta aún bastante difícil. Hay sitios en los que han sido fechadas todas las capas de ocupación, y gracias a ello ha sido posible datar aproximadamente una serie de artefactos, que se usan como “fósiles directores” cuando aparecen en otros lugares. Esta forma de fechar por tipología comparada no deja de presentar problemas, pero en muchas ocasiones es el único sistema válido.

 

Dentro de la etapa lítica y por la variedad de sus componentes nos hemos visto obligados a establecer divisiones internas, que llamamos horizontes, formados basándonos en las características del material cultu­ral y su cronología.

 

Horizonte arqueolítico.

 

Al horizonte más antiguo lo hemos denominado arqueolítico, término empleado du­rante algún tiempo en la prehistoria europea para nombrar etapas anteriores al paleolítico inferior. De hecho, trataremos de no usar apelativos que ya son aplicados en otros dominios y contextos y tienen un valor absoluto, lo que implica significados que son ajenos a nuestros materiales.

 

Ahora, ya concretamente, haremos una revisión de los hallazgos llevados a término hasta el momento presente, para establecer una periodificación, y con los escasos mate­riales y fechas dar una sencilla interpreta­ción de los niveles culturales.

 

Antes de abordar el tema, queremos ha­cer hincapié sobre la importancia que tiene la posición estratigráfica de los materiales en este tipo de estudios, o sea la capa en la que se localizan, así como lo que se encuen­tra encima y debajo le ella. También es ab­solutamente necesario obtener el mayor número de datos en relación con la capa misma, tales como pueden ser origen, modo de deposición, restos óseos animales y plantas que contiene, etc.

 

Para ello debemos apoyarnos más en otras ciencias que en procesos históricos; por ello la arqueología tiene que recurrir a ciencias como la biología, la geología, la química y algunas más, según el tipo de materiales que se obtengan en una exca­vación.

 

Todo es de gran importancia, ya que hay que comprender el medio ambiente en el que el hombre vivía, sin que su expresión, medio ambiente, signifique determinismos geográficos.

 

Es indudable que en sus primeras fases culturales la supervivencia del hombre dependía de la manera como explotar el medio, ya que no lo dominaba; en cierta forma, esto es un parasitismo o simbiosis en la que el hombre no aporta nada.

 

No hemos de olvidar que la prehistoria surge de las bases y de la consolidación de la geología como ciencia, y que sus técnicas fundamentales, como la estratigrafía, provienen de ella.

 

Asimismo, la agrupación de faunas, ahora extintas, encontradas en asociación con artefactos o restos de actividad humana, antes de la aparición de los métodos y técnicas de datación en la segunda mitad de este siglo, permitió adjudicarles una antigüedad insos­pechada.

 

En México, entre los primeros hallazgos de importancia tenemos una lasca de obsidia­na junto con un esqueleto de proboscídeo en los llanos próximos a Tepexpan y el ya citado esqueleto humano del mismo sitio. En la época durante la cual se efectuó dicho descu­brimiento, existía ya un esbozo de estratigrafía para el Cuaternario de la cuenca de México, trabajo ya superado, pero que permi­tió establecer bases para calificar dicho hallaz­go de antiguo.

 

Sobre este primer horizonte, el arqueolítico (de-? a 14.000 antes del presente), conocemos seis sitios, de distinta categoría, en lo que respecta a su contenido cultural y a toda el conjunto.

 

Solamente dos de ellos, Tlapacoya, en el estado de México, y Caulapan, en el de Puebla, han sido datados por el método C14, dando con absoluta seguridad el resultado de 21.000 años antes del presente.

 

Para conocer estas primeras etapas cul­turales antes de las investigaciones de Tlapacoya disponíamos de una serie de hallaz­gos, casi desprovistos de cronología, que demostraban la presencia del hombre hace unos 10.000 años y quizás hasta menos en el actual territorio mexicano.

 

Como perteneciente a este dominio hay que señalar lo que algunos investigadores han llamado los "cazadores de mamuts", expresión ilógica si tenemos en cuenta el nivel tecnológico de aquella gente.

 

Sin duda que en algunas ocasiones estos pueblos ultimaron alguno de estos proboscídeos, empantanándolo a orillas de un lago, lo que no da motivos para hacerlos especia­listas en caza mayor y mucho menos para caracterizar una etapa cultural mediante una actividad que hubiese resultado suicida.

 

Hasta el presente, este horizonte sólo lo tenemos fechado en la zona central del país. A los dos yacimientos citados, Tlapacoya y Caulapan, se les unen cuatro más sin fechar, pero que han sido aceptados, pues contienen artefactos semejantes a los que de verdad lo han sido.

 

Concretamente tenemos el sitio de Tlapacoya, promontorio rocoso localizado dentro de la cuenca de México, en la sección sudeste, a orillas del antiguo lago de Chalco. Fue descubierto en el año 1965 gracias a que de las laderas bajas del cerro se fueron tomando materiales para construir el borde de la auto­pista que une la Ciudad de México con la de Puebla. Con ello aparecieron una serie de ca­pas geológicas en las que afloraban huesos de fauna típicamente pleistocénica, así como una zona de tierra enrojecida por el fuego. Ha­cia el final de aquel año se iniciaron excavacio­nes por las que se localizaron dos hogares, obteniéndose de uno de ellos suficiente carbón de madera para ser examinado; su datación se calcula entre 24.000 (más menos 2.000) antes del presente. Desde luego, esto fue una gran sorpresa.

 

Junto a los hogares se encontraron hue­sos de animales amontonados, es decir, sin relación anatómica alguna, y al observarlos apareció una representación de varias especies. También se localizaron artefactos, algunos de ellos fabricados mediante cantos ro­dados de la vieja playa, lugar en el que el grupo residente en Tlapacoya, al parecer provisoriamente, construyó los hogares. Esto indica que, para fabricar sus artefactos, la gen­te empleó la misma materia prima local, a pesar de ser un material de calidad muy defi­ciente para destinarlo a esta finalidad, pues se trata de una andesita de hornblenda. Lo único que se pretendía era que los artefactos cumpliesen la función básica de corte, para la que indudablemente fueron creados. Por otra parte, también se localizaron algunos objetos de obsidiana y uno de cuarzo, ambos materiales alóctonos, o sea originados en lugar di­ferente, al área en cuestión. La obsidiana más próxima se localiza cerca de Otumba, a pocos kilómetros de San Juan de Teotihuacán, y el cuarzo, debido a las características que presenta, podemos creer que no se obtuvo en esta zona. Se tomaron otras muestras de este yacimiento, que fueron fechadas por el mismo método C14, resultando una clara concor­dancia: las que se encontraban por encima de los hogares eran más recientes; las de abajo, mucho más antiguas.

 

Ante la importancia de este hallazgo era preciso continuar las excavaciones en los alrede­dores del mismo cerro. Gracias a esta investigación, sin lugar a dudas, actualmente pode­mos asegurar la presencia del hombre en la cuenca de México hace 22.000-21.000 años. Paralelamente a las excavaciones, se han realizado estudios multidisciplinarios, tales como los sedimentarios, los estratigráficos, los palinológicos y la identificación de restos tanto vegetales como animales. Todo ello nos ha facilitado conocer el medio ambien­te existente en la cuenca durante los últimos 35.000 años. En cuanto a la datación, resul­ta un total de 26 fechas radiocarbónicas, las cuales concuerdan perfectamente entre sí.

 

En Caulapan, Puebla, hacia 21.000 antes del presente existe una capa localizada en una barranca, lugar en donde se encontró una raedera. En la cueva del Diablo, Tamauli­pas, se llega a la data mediante un proceso "complejo Diablo", que subyace sobre otro horizonte cultural, con fecha ya precisa, por lo que es posible afirmar que tiene una anti­güedad mayor respecto del anterior, cuyo inicio está marcado en 9.000 antes del presen­te. Dentro de este horizonte, o sea el arqueolítico, otro sitio es Laguna de Chapala, Baja California, que ha dado en sus orillas un conjunto de artefactos denominado "bifacia­les alargados" en lo que fue un antiguo nivel de playa durante el pleistoceno. Se trata de artefactos de tipo tosco, cubiertos por una pátina muy fuerte, por lo que se les puede atribuir una gran antigüedad, pues al ser comparados con otros de la misma región, de terrazas lacustres inferiores, éstos presen­tan pátinas acusadas.

 

Sobre la cueva de Chimalacatlán, en el estado de Morelos, tenemos poca información, ya que sólo se efectuó una pequeña ex­cavación, que dio como resultado el hallazgo de escasos artefactos de hueso, los cuales, al parecer, tienen gran antigüedad. Estos sitios, cueva del Diablo y Tlapacoya, son los únicos que han sido excavados, ya que en Laguna de Chapala el material es de superficie y en Caulapan la pieza fue localizada en forma aislada, en la pared de una barranca.

 

Por otra parte tenemos Teopisca, en el estado de Chiapas, también con material de superficie.

 

Este lugar lo incluimos porque propor­cionó una serie de artefactos sobre una su­perficie erosionada, dejando al descubierto dos hogares. Las características de las piezas y la pátina que las cubre permiten datarlas dentro de este horizonte.

 

Gracias a los estudios realizados por arqueólogos en Asia, de donde, sin lugar a dudas, procedían los primeros pobladores, y haciendo una comparación con los hallazgos más antiguos del continente, es muy probable que estos primeros grupos trajesen consigo una forma de cultura lítica que se localiza en el alto Indo, al noroeste de Pakistán, co­nocida como Soanense; esta cultura es seme­jante a la que se encuentra en la prehistoria mas antigua del Japón, fechada en más de 32.000 años. Esto no significa necesariamen­te que salieran de Pakistán y que pasaran por el Japón antes de llegar a América. Lo que se quiere señalar es que los primeros america­nos parece que tenían una cultura semejante a la que se localiza en la cuenca superior del Indo, de la cual deriva la más antigua del Japón. Desde luego, para llegar a una afir­mación categórica de lo expresado anterior­mente faltan numerosos sitios por localizar y estudiar, sitios en los que vivieron diver­sas generaciones, dejando suficientes huellas; con todo, hasta el presente desgraciadamente no disponemos de datos más concretos.

 

En términos generales podemos decir que durante el arqueolítico los artefactos son grandes, obtenidos mediante la técnica de talla de piedra -percusión lanzada-, presen­tando bordes más o menos cortantes y en algunos casos zonas puntiagudas. Aparecen también piezas de menor tamaño, algunas veces con bordes tallados en alternancia de golpes de un lado a otro, mostrando un bifacialismo incipiente. También se encuentran lascas y navajas de piedra. Creemos conveniente señalar la diferencia entre lasca y na­vaja; la navaja presenta una longitud dos veces mayor que su máxima anchura. Tanto lascas como navajas son instrumentos ya sea de corte, ya de raído. Una lasca puede ser modificada en uno de sus bordes cortantes mediante muescas, que dan como resultado una línea con entrantes y salientes, llamada "denticulado". También se fabricaron raedoras con lascas gruesas y anchas, y raspado­res sobre lasca o navaja delgada.

 

Conviene remarcar que no poseían puntas de proyectil de piedra. Con todo, esto no excluye la posibilidad de que existiesen otros de diferente material, tales como madera o hueso; del primero hay utensilios que perdu­raron hasta la época de la conquista. Por lo que se refiere a tipos representados, el conjunto de artefactos de que se disponía era muy reducido, y no presentan gran variedad. No aparece nada que se asemeje a instrumentos de molienda y cabe pensar que se trata de un horizonte cultural en el que se colectaban distintos productos vegetales y animales, con poca dependencia de la cacería, aunque, des­de luego, la practicaban.

 

Para algunos investigadores, los artefac­tos líticos de este horizonte forman una tra­dición llamada "lascas y núcleos"; esto es un tanto absurdo, puesto que no puede haber lascas sin núcleos y viceversa. Ambos elementos, lascas y núcleos a la par que otros, se encuentran en todas las industrias líticas.

 

La unidad social de este horizonte, marcada por el sistema económico de apropiación directa, no pudo ser muy grande; quizá debamos pensar en un grupo mínimo constituido por la familia doméstica, o quizás en un sistema a nivel de banda con relaciones muy débiles a causa de la baja demografía y del nomadismo obligado.

 

El final del arqueolítico puede fijarse en el 14.000 antes del presente, pues para el 11.000 ya se observa claramente otro hori­zonte cultural mucho más complejo y bien caracterizado, que indiscutiblemente tuvo sus raíces en el primero.

 

Cronología. 

 

De ? a 14.000 años antes del presente.

 

Características culturales. 

 

Artefac­tos de piedra grandes, burdos, manufacturados por percusión tanto directa como indirecta.

 

Aparecen también artefactos de me­nor tamaño, tallados con alternancia de golpes en uno y otro lado, presen­tando un bifacialismo incipiente.

 

Abundantes lascas y navajas.

 

Aparecen los denticulados raspadores y raederas. Carencia absoluta de puntas de proyectil de piedra, aunque quizá las manufacturaban en madera o hueso.

 

Empleo de materia prima local, aun­que existe predilección por materiales como el sílex, la obsidiana, el pedernal y el basalto.

 

Economía. 

 

Preponderancia  de  la recolección de productos vegetales so­bre la cacería.

 

Organización social. 

 

La unidad so­cial, normada por el sistema de apropiación directa, no pudo ser grande; posiblemente sólo tenemos el grupo mínimo, la familia nuclear o doméstica o quizás un sistema a nivel de banda con relaciones muy débiles.

 

Horizonte cenolítico.

 

Al siguiente horizonte cultural lo hemos denominado cenolítico o "nueva lítica", y lo hemos subdividido en inferior, que va de 14.000 a 9.000, y superior, de 9.000 a 7.000 antes del presente. Este horizonte es uno de los que poseemos mejor documentación en relación con el material hallado en nuestro territorio; desafortunadamente, la cronología es deficiente, lo que se suple mediante compa­raciones tipológicas, las cuales en esta fase resultan sencillas, ya que los tipos primarios son muy claros; con todo, abundan las variantes, y esto quizás es lo que tipifica el hori­zonte.

 

Tenemos localizados en bastantes lugares sitios que se pueden incluir dentro de este horizonte; de ellos sólo tomaremos diecinueve como los mejor tipificados. Entre estos diecinueve, once son hallazgos de su­perficie, que se incluyen por ser de características formales muy claras, y no presentan dificultad alguna. Por ejemplo, tenemos los restos asociados a un nivel intermedio, for­mado por una playa pleistocénica de Laguna de Chapala. A pesar de ser de superficie, estos restos forman un conjunto, llamado los "raspadores abultados". Los demás son hallazgos aislados de puntas de tipo acana­lado, siendo la acanaladura en la cara dorsal y en la ventral uno de los rasgos que tipifican esta fase. Concretamente los de San Joaquín, Guaymas, Rancho Colorado, Samalayucan, La Chuparrosa, Puntita Negra, Rancho Weicker, San Sebastián Teponahuastlán, San Marcos y Tlaxcala.

 

Los ocho sitios restantes han sido excavados en su totalidad; y sólo uno, el de Cueva del Tecolote, no ha sido directamente fechado; con todo, lo incluimos, ya que en sus capas inferiores hay elementos suficientes para filiarlo a esta fase, por lo que recibe el nombre de complejo San Juan. La Calzada es un sitio estratificado, y las ocupaciones más antiguas, aunque poco significativas en cuanto a sus materiales, fueron datadas den­tro de esta etapa. La Cueva del Diablo, tam­bién fechada, en un sitio que, entre las varias ocupaciones que tuvo, hubo una que quedaba dentro de este tiempo, habiendo dejado huellas de lo que se ha llamado la "fase Ler­ma", la cual se caracteriza por las puntas foliáceas de piedra tallada, que tienen en este lugar epónimo.

 

En San Bartolo Atepehuacan se localizó una osamenta de mamut junto con material lítico suficiente para aceptar la presencia del hombre, el cual debió destazar al animal y aprovecharlo. Se recogieron algunos fragmen­tos de carbón que permitieron fecharlo alre­dedor del año 9.000 antes del presente y es de los pocos hallazgos fechados de este tipo. El así llamado mamut núm. 1 de Santa Isabel. Iztapan también fue aprovechado por el hombre, ya que dejó entre los huesos algunos artefactos de piedra que debieron servirle para destazarlo.

 

En las cuevas de Coxcatlán y El Riego se encontraron conjuntos de artefactos y de otros restos, pero no así en Cueva Blanca, donde se hallaron pocos materiales. Estos sitios están suficientemente fechados. Mediante los datos obtenidos tanto de El Riego como de Coxcatlán es posible asegurar que durante esta fase ya se usaba el aguacate en la alimentación, aunque todavía en estado sil­vestre, así como la chupandilla.

 

El cenolítico superior está representado por once sitios, de los cuales han sido exca­vados Cueva Espantosa, San Isidro, Ocampo, Cueva del Tecolote, Cueva de El Riego, Cueva de Coxcatlán, Cueva de Guilá Naquitz y Cueva de Santa Marta. En Presa Falcón y Mitla sólo se han efectuado hallazgos de superficie.

 

De los sitios excavados, todos, excepto San Isidro y Cueva del Tecolote, han sido fechados directamente por C14 y, debido a la posibilidad de correlación entre sus materiales, los citados se incluyen dentro de los que si lo han sido.

 

Esta fase en apariencia está mal representada, y es muy posible que en algunos lugares no aparezca lo suficientemente clara, o bien que sea tan semejante a la anterior que prácticamente resulte imposible diferen­ciarla. En estos casos la mejor solución es el fechamiento directo del yacimiento o de las capas en las que se localizan materiales que se pretende pertenecen a esta etapa.

 

Resumiendo, podemos afirmar que du­rante el cenolítico aparecen las puntas de proyectil de piedra, y entre las más típicas surgen las de forma foliácea y las acanaladas. Estas últimas son las que presentan dos acanaladuras, lo que permite un mejor enmangado, es decir, un afianzamiento más perfecto de la punta al astil. Es casi seguro que esta técnica se desarrolló en América, empezando por las denominadas "puntas Clovis" y terminando por las "Folsom". Además están las llamadas "Lerma", foliáceas. Por otra parte, es típico de este horizonte el desbastar los bordes en el tercio inferior de la pieza, zona por la que se unía al astil, con lo que deducimos se amarraban a éste. Este desbaste de los bordes, indudablemente rea­lizado para que no cortasen los cordeles, evo­luciona basta procurar formas pedunculadas, pero sin aletas.

 

Al igual que en el horizonte anterior, la talla es de piedra contra piedra, aunque tam­bién hay huellas claras de que se practicaba la talla golpeando con un objeto más blando; tal vez usaban un percutor de madera o hueso, obteniéndose un impacto difuso y lascas más delgadas; así se mejoran los bordes cor­tantes, que en este horizonte a que nos referi­mos son menos sinuosos y, en consecuencia, más efectivos.

 

Aparece la técnica de percusión lanzada, con un agente intermedio o lasqueado por presión en forma de un punzón poco agudo, tal como lo proporciona un fragmento de asta de venado o un hueso previamente preparado.

 

Estas mejorías en la talla de la piedra producen un mayor número de objetos, así como una considerable ampliación del ins­trumental. En este horizonte se incrementa el número de navajas, obtenidas de núcleos prismáticos con grandes posibilidades de uso; hay algunos tipos de estas navajas em­pleados aún en el siglo XVI, es decir, en la época colonial, cuando había carencia de nava­jillas de acero.

 

Algunos objetos de hueso indican la exis­tencia de otra técnica, la abrasión que per­mite el alisado y el bruñido para manufactu­rar objetos punzantes o de corte, de un aca­bado superior. Esta mejoría tecnológica pone en servicio un creciente número de medios de producción y, en consecuencia, cambios en los modos, aunque éstos puede que se hayan concretado en poder disponer de más recur­sos humanos y con ello mejorar las técnicas adquisitivas. En comparación con el horizonte anterior, esto puede asegurarse indirectamente, gracias al elevado número de sitios, lo que da como resultado un incremento demográfico, que posiblemente surgió a causa de un mejoramiento que estuvo en relación directa con las facilidades para obtener subsis­tencias.

 

Para muchos investigadores, ésta es la época de los "cazadores de mamuts", pero, como alguien ha dicho, "posiblemente encon­traron un solo mamut en su vida y se pasa­ron el resto de ella hablando de dicho hallaz­go como muchos arqueólogos". Ciertamente hay pruebas de que mataron a algunos que se encontraban impedidos, heridos o en­fermos.

 

Gracias a encontrar mamuts en las exca­vaciones, sobre todo por cuanto se refiere a la cuenca de México, podemos decir, que los es­queletos yacían en capas pantanosas, concre­tamente las riberas de lagos, y la mayoría tenían una o dos patas profundamente enterradas en el lodo, con lo cual su inmovilidad era segura.

 

Puesto que estos proboscídeos eran her­bívoros, es lógico suponer que las riberas de los lagos les ofrecían alimento abundante; con el fin de obtenerlo, se internaban frecuentemente con el riesgo de hundirse y quedar inmovilizados, sujetos a morir de hambre o bien a ser comidos por otros animales o por el hombre.

 

No puede excluirse el hecho de que los hubiesen arreado para empantanarlos, lo que se podía conseguir fácilmente de esta forma debido a su peso de 8 a 10 toneladas y al tipo de patas cilíndricas; de esta forma podían rematarlos con mayor comodidad, pues otra modalidad era prácticamente impo­sible. Para conseguir esta realidad se requiere un grupo numeroso de hombres y unas condiciones especiales que, bajo nin­gún concepto, son suficientes para sostener que tenían una economía basada en la caza de este animal. Por otra parte, es imposible herir de muerte a un animal de tal corpu­lencia disponiendo de unas simples puntas de proyectil. Los dioramas presentados a este respecto en algunos museos son indu­dablemente bellos, pero totalmente irreales, ya que intentar la caza de uno de estos ani­males puede calificarse de suicida.

 

Por otra parte, gracias a las excavaciones efectuadas en covachas y abrigos rocosos en los que habitaban estos grupos, sabemos que la dieta más frecuente consistía en animales más chicos, por ejemplo, conejos, venados, berrendos y otros aún más pequeños. Además continúan consumiéndose abundantes productos vegetales, entre los más impor­tantes el aguacate, todavía en estado silvestre, igual que un maíz primitivo.

 

Por algunos indicios, sabemos también que usaban redes de carga, bolsas tejidas, lazos para trampas y otros objetos manufacturados con fibras vegetales, además de or­namentos de hueso y concha enhebrados en cordeles. Tal como ya indicábamos, en el caso de cacerías de animales por arreadas, es posible pensar en la existencia de una organización sociopolítica más compleja que en tiempos anteriores, bien que no muy evolucionada. Ya era posible la agrupación en bandas o de familias algo mayores que la nuclear o doméstica. Si estas bandas llegaron a formar tribus, si había mitades o fratrías, es algo que escapa a la posibilidad de análi­sis. Con ello no negamos su posible existencia, solamente señalamos la carencia de datos para afirmarlo.

 

En general, durante el cenolítico la economía basada en la cacería llegó a tener una importancia mayor que anteriormente. Esto no significa que la recolección pasara a un plano secundario, puesto que en un análisis a fondo vemos que los productos de recolec­ción son más variados y abundantes que los que puede dar la caza; incluye el reino vegetal y parte del animal, ya que para obtener insectos (se consumían chapulines, por ejemplo) o larvas, no es necesaria una cacería, como tampoco lo es el atrapar reptiles o roedores de debajo de las piedras o de sus madrigueras.

 

Como ya se ha indicado, hemos subdivi­dido el cenolítico en inferior y superior. El inferior se inicia hacia el 14.000 y termina hacia el 9.000 antes del presente, junto con las postrimerías del pleistoceno, con un fe­nómeno marcado por la extinción de los grandes mamíferos, la elevación del nivel de los mares y una tendencia general a un clima más cálido, y en algunas regiones a la aridez.

 

La desaparición de las grandes especies o su retirada hacia otras latitudes influyó sobre los grupos humanos que se habían especializado en su cacería. Durante el cenolítico superior se observa una proliferación de puntas de proyectil. Esto es debido a que la cacería era tan especializada que virtualmen­te se requerían puntas especiales para cada especie o quizás esta proliferación sólo sea un elemento diferenciativo en lo referente a la cultura, pues en sentido étnico no hay for­ma de definirlo. El hecho es que ya se empie­zan a diferenciar grupos humanos con patro­nes culturales específicos, lo que sólo es po­sible captar en aspectos formales.

 

En esta época abundan las puntas de proyectil con aletas, mientras que las de aca­naladuras han desaparecido por completo. La técnica de retoque por presión permite ya grandes refinamientos en la forma, sin que esto signifique que muchos de los artefactos simples que se venían usando desde épocas ante­riores se eliminen totalmente, como raederas y raspadores; lo único que ocurre es que se incorporan nuevas técnicas a los procesos de fabricación. Las materias primas empleadas siguen siendo el sílex, el pedernal, la obsidia­na, el cuarzo, y en general el tipo de roca que se encuentra en la localidad, es decir, se em­plea la materia prima local, aunque entre otros existe predilección por la obsidiana, el pedernal y el sílex por sus características propias para el tallado, tales como la fractura de tipo concoidal, su textura, su homogenei­dad y algunas más.

 

En esta etapa aparecen los implementos de molienda, muelas y morteros, con sus res­pectivas manos. Al principio se emplearon simples lajas, de contorno irregular, en su estado de origen, es decir, piedras planas, una de cuyas caras era lo suficientemente lisa para poder triturar o moler en su super­ficie mediante el empleo de un agente móvil, como un canto de río de forma oblonga. Son muelas abiertas y el uso les confiere una con­cavidad central, de forma oval. Posteriormente estas formas fueron evolucionando, como se verá en los siguientes horizontes y etapas.

 

Los morteros son de origen más tardío que las muelas; se obtienen excavando un agujero con una. piedra, del tamaño que se necesita o se desea. Por lo general son confi­gurados con piedras de textura granuda (por ejemplo, basalto vesicular), ya que es más fácil de trabajar. Después las técnicas evolucionan consiguiéndose una simetría satis­factoria en la pieza; este modelado se logra por abrasión y a veces por un somero pulido.

 

Las manos, que al principio eran simples cantos de río, sufren alteraciones para adaptarse mejor a la forma del mortero según se mejora éste.

 

Diversos son los investigadores que consideran la aparición de instrumentos de molienda, muelas y morteros, como realidad íntimamente ligada al fenómeno de la agricultura, siendo éste un elemento cultural que no puede ni debe ser calificativo de la existencia de la misma ni de sus inicios, aunque el consumo de algunas plantas cultivadas precisan este tipo de instrumental.

 

Por otra parte, existen grupos que por diversas razones nunca llegaron a poseer una agricultura plenamente desarrollada, tales como el hábitat en zonas aisladas o en zonas de condiciones climáticas incapaces del desa­rrollo de la misma, quedando como "testigos" de etapas culturales, las cuales -entre otras por las razones expuestas y algunas más- no pudieron evolucionar, pero sí disponer de un instrumental de molienda para triturar o machacar algunos de los productos que reco­lectaban.

 

De esta etapa, el cenolítico superior, existen canastas de excelente calidad y no sería de extrañar que las hubiesen empleado para cocer harinas, producto de granos triturados. Ciertamente, para obtener agua calien­te no se trataba de colocar la canasta directamente al fuego, pues se quemaría en seguida. Cuando una canasta está hecha de un tejido muy cerrado y grueso puede contener agua con poca perdida, pues la materia prima empleada para el tejido se hincha y obtura las fisuras mayores. Era posible hervir agua calentando piedras al rojo, las cuales se cogían con una especie de pinzas hechas mediante una rama verde, doblada, piedras que inmediatamente se colocaban dentro de la canasta con agua. De esta forma el agua se iba calentando con las piedras, las cuales, al enfriarse, eran retiradas y sustituidas por otras al rojo. Con esta técnica se conseguía hervir agua y lo que había mezclado en ella. Hervir las harinas significa una predigestión, lo que acarrea un gran adelanto en la dieta y la posibilidad de ampliarla. De esta mejoría en la alimentación surgen otras, todas benéficas para el individuo.

 

Durante este horizonte está ya claro el desarrollo de la vida en la costa y la explota­ción de los recursos marinos. En varios sitios de la costa mexicana, sobre todo en la del Pacífico, han sido localizados grandes amontonamientos de conchas marinas, concheros, y junto a ellos restos de animales y de pescado, además de residuos de hogares y, por supuesto, artefactos de piedra.

 

Estos grupos humanos se alimentaban de los productos marinos; lo que no sabemos es si fue por largo tiempo, por ejemplo un año o más, o sólo un recurso estacional, pero el hecho es que los desechos de este tipo de alimentación son claros, ya que para poder subsistir con una alimentación de este género es necesario consumir enormes cantidades de productos; no es lo mismo que en la actuali­dad, pues el comer ostras o almejas es parte de una comida y no todo lo que se va a consumir durante el día, a pesar de su valor ali­menticio.

 

Desde luego, estos grupos costeros tam­bién podían realizar algo de recolección de frutos típicos de la zona, lo cual mejoraba su dieta.

 

Para fines del cenolítico superior, hacia el 7.000 antes del presente, los numerosos hallazgos de material vegetal, producto de cuidadosas excavaciones, nos indican que, además de las plantas incluidas en la etapa anterior, o sea el cenolítico inferior, se iniciaba un cultivo del maíz o del teosintle, problema aún no dilucidado. Se consumía el frijol, tanto el corriente como el tepari, las calabazas mixtas y moshata, el chile, los amarantos y un tipo de gramínea, la Setaria, especie de hierba con espigas portadoras de semillas harinosas. Desde hacía varios mile­nios ya se consumía el aguacate y el maíz en forma silvestre, junto con otras muchas plantas tales como la ciruela, las acacias en sus diversas clases, y muchas variedades de frutos jugosos de cactáceas, así como la pen­ca del maguey, quizás en forma de mezcal. Por el tamaño de las semillas de diversos fru­tos se indica una opción por los de mayor tamaño. Indudablemente muchas de las plantas eran colectadas por sus tallos, otras por sus frutos, algunas eran más estimadas por su exquisito sabor, su potencial energético o hasta por la facilidad para la propia recolección.

 

El tránsito de la recolección al cultivo es una fase que en parte todavía cae dentro de nuestro estudio, dejando concretamente la "revolución neolítica", que marca uno de los momentos básicos y más trascendentales de la historia de la humanidad, para el estudio cultural de los primeros aldeanos.

 

El perfeccionamiento de las técnicas de recolección, las diversas formas de cocinar lo recolectado indican ya una mayor dedica­ción e interés para buscar nuevos y mejores productos; al mismo tiempo señalan cierta fijación territorial, lo que conduce a un mejor conocimiento tanto de la flora como de la fauna local.

 

Todo esto no implica necesariamente un sedentarismo, si bien ya existe una mayor estabilidad, con movimientos estacionales organizados; de ahí surge la posibilidad incipiente de algunos cultivos. Con esto se inicia cierto sentido de propiedad territorial, ya que, en relación al territorio de que se dispone, obliga a recorridos rítmicos, en tiem­pos dictados por los cambios estacionales.

 

Esto ocasiona la posibilidad de que puedan iniciarse relaciones con otros grupos humanos y también el que se originen con­flictos a causa de las fuentes de aprovisiona­miento; esta realidad quizá llevó a la necesi­dad de compartir reglamentadamente algunas de las fuentes de aprovisionamiento, cuando éstas eran mayores que la capacidad de consumo de un solo grupo. En otros casos este apropiamiento de bienes de consumo induda­blemente desembocó en la lucha.

 

Con la agricultura desde el punto de vis­ta cultural, se cierra una etapa y se ponen los fundamentos de otra, la cual acarreará consi­go grandes innovaciones, tales como la apa­rición de la cerámica y la domesticación de ciertas especies animales.

 

Finalmente, queremos remarcar que el paso de un horizonte a otro, de una etapa a otra, no pudo hacerse con la sencillez que forzosamente debemos presentar aquí, y la que aparece en los cuadros que acompañan este trabajo.

 

Queremos que quede muy claro que los límites marcados de ninguna manera son rígidos; entre una etapa y otra existe un período de transición. En un territorio tan extenso como es el de México, es difícil marcar horizontes en forma tajante, ya que aquello que significaba un cambio, empezó, sin lugar a dudas, a configurarse en algún sitio o zona; serían cambios que luego se irían propagando en formas distintas, dependiendo esto de una serie de condiciones que por el momento es difícil percibir.

 

Por otra parte, las dimensiones territo­riales también incluyen una diversidad de medios ambientes, a la vez que distintos es­tadios culturales; esto, junto con la topogra­fía, la facilidad o dificultad para la obtención de ciertas materias primas, impidió un desarrollo uniforme. En algunas zonas se llegó antes al descubrimiento de la agricultura, o sea la fase siguiente, y otras permanecieron en el cenolítico hasta hace unos pocos siglos.

 

Cronología.

 

De 14.000 a 7.000 años antes del presente.

 

Cenolítico  inferior,  de  14.000 a 9.000 antes del presente.

 

Cenolítico superior de 9.000 a 7.000 antes del presente.

 

Características culturales.

 

Aparición de puntas de proyectil tanto con acana­laduras (inferior) como de forma foliáces (superior). Entre las de acanaladu­ra, como las más representativas tene­mos las llamadas "Clovis y “Folsom”, y entre las foliáceas, las “Lerma”.

 

Durante este horizonte, a fin de obte­ner un mejor enmangado, se empieza a desbastar los bordes en el tercio infe­rior de la pieza lítica, lo que da formas pedunculadas, pero sin aletas.

 

Talla por percusión de piedra contra piedra, pero tenemos ya claras huellas del empleo de percutores blandos, como madera, hueso y asta, lo que propor­ciona ciertas características a la pieza. Aparece la técnica por presión, em­pleando para ello una asta de venado o hueso previamente preparado.

 

Estas mejorías en la talla dan como resultado una ampliación del instrumental lítico.

 

Lascas y navajas, estas últimas obte­nidas de núcleos prismáticos.

 

Aparición de la técnica de desgaste en sus fases de abrasión y pulido.

 

Aparición de los primeros implemen­tos de molienda, muelas y morteros.

 

Empleo del mismo tipo de materia prima que en el horizonte anterior, aun­que ya se advierte una mayor selección de la misma.

 

Elaboración de materiales con fibras vegetales, tales como redes de carga, bolsas, cordeles, lazos.

 

Economía.

 

Basada en la caza, so­bre todo de animales pequeños, tales como conejo, venado, berrendo; tam­bién en los productos vegetales: aguacate, maíz o teosintle, frijol, calabazas, mixta y moshata; algunas especies de acacias, pencas de maguey y numerosos frutos de cactáceas.

 

Organización social.

 

La unidad social básica posiblemente sigue siendo la familia doméstica o nuclear, aunque ya existen bases para la agrupación en bandas. No podemos afirmar si estas organizaciones sociales eran ya más evolucionadas.

 

A finales de este horizonte, hacia 7.000 antes del presente, se inician los primeros cultivos.

 

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4.            Origen de la domesticación de los vegetales en México.

Por: L. González Quintero

 

Introducción.

 

Cuando el hombre penetró en el conti­nente americano por vez primera, su reduci­do legado cultural era producto de una evo­lución o revolución acaecida en otras tierras, que involucró modificaciones en la organiza­ción social, alteró el comportamiento sexual y repercutió en el modo de subsistencia.

 

En efecto, si se piensa que el comportamiento biológico de los primates puede arrojar luz sobre la vida del linaje humano, irremediablemente se concluye que los antecesores del hombre eran animales gregarios, agrupados en sociedades tribales, territoria­les, con una área de actividad más o menos definida, que mantenían bajo explotación pri­mitiva la recolección para obtener productos alimenticios; amén de que sólo era fértil durante una breve temporada de cada año, fenómeno que limitaba su población a un nivel de densidad relativamente bajo. Se concede, sin embargo, a esos homínidos un psiquismo más desarrollado que a sus congéneres cercanos, característica en gran parte responsable de los cambios que se sucedieron con posterioridad.

 

Como cualquier otro animal, el hombre por necesidad depende del medio físico para su subsistencia, por lo que la interrelación hombre-entorno guió sus primeros pasos en el desarrollo de la vida cultural. La experiencia de esa manera adquirida lo convirtió en predador de animales más corpulentos y su psiquismo lo dotó de armas para comba­tir bestias mejor adaptadas físicamente para la defensa que él mismo.

 

Esa oscura y no documentada revolu­ción resumida en unas cuantas líneas fue un proceso lento que permitió al hombre subsistir por lo menos 500.000 años. Al mismo tiempo ocurre una transformación biológica en relación con los períodos de procreación, cuyos resultados redundaron exa­gerando la fertilidad, lo cual le permitió colonizar el orbe terrestre. Así, durante al­gún momento del pleistoceno superior, las condiciones geográficas diluyeron la barrera que detenía a la población humana del rincón noreste de Asia y América recibió los primeros inmigrantes, a los que con seguridad se sucedieron otros. Aspecto nada raro si se recuerda que el continente americano ha servido como receptor de excedentes de la población humana, sobre todo del continente europeo, aun en tiempos históricos.

 

La hasta entonces intocada riqueza americana obró mayoritariamente en dos senti­dos: que la especie, ya prolija, se multipli­cara y que persistiera la forma de vida de cazador-recolector durante más tiempo. Justamente, el carácter de recolector que el hombre había conservado le sirvió para fijar nociones elementales sobre la naturaleza. Aunque éstas, bien analizadas, representan sólo un decorado intelectual de cuya utilidad él se valía poco o nada bajo la perspectiva halagüeña de su adaptación parasitaria a la cacería y a la recolección.

 

Causalidad.

 

En México el origen de la agricultura reviste carácter singular porque emerge in­dependiente, pues, no estando asociada con actividades  pecuarias, resulta innecesario dirimir cuál de las dos fructifica primero. De cualquier manera, la causa que la engendró ha captado la atención de varios investigadores y debe prestársele todavía más, ya que tal problema no es comprensible satisfactoriamente sin el análisis de los efectos que lo motivaron. Aquí, como en otros casos en los que se trata de dilucidar el origen, existen varios enfoques. La visión retrospecti­va a la que se dará mayor importancia es la social, que, por otro lado, parece ser la úni­ca lícita, pues dentro del campo individual y particular es muy aventurada, tropezándo­se a cada paso con sentimientos e inclinaciones que son difíciles de manejar, además de que por esa vía el nacimiento de la agri­cultura es reducible a otro acto volitivo. Aunque en el fondo, el origen de la humanidad agrícola sea producto voluntario, trátase de una voluntad colectiva de carácter cultu­ral adaptativo. Entonces adquiere categoría trascendental, porque en el envés se encuen­tra la noción del futuro y la preocupación, recelo y temor que de él derivan.

 

Sólo por prurito debe señalarse que si buscamos al primer agricultor únicamente caben las especulaciones como una vía de acercamiento, aunque se han hecho públicos razonamientos tan variados como ingenio­sos que permiten vislumbrar lo que pudo ha­ber ocurrido. Como no es nuestro propósi­to reseñarlos, pues ocuparían un espacio del que no se dispone, preferimos aceptar el principio de Braidwood como único punto firme para asirse a la lógica:

 

"Las plantas y animales pudieron haber sido domesticados tan pronto como sus domesticadores poten­ciales se encontraron bastante familiariza­dos con ellos para ser capaces de manipularlos".

 

Ya en el plano social, se han postulado varias hipótesis para señalar qué factores impulsaron a la humanidad a cambiar su forma de vida. Distínguense entre ellas dos gru­pos: las que, teniendo la virtud de la claridad, hacen derivar el fenómeno agrícola de un factor único, al tiempo que lo desvinculan de todo antecedente y olvidan la historicidad, implícita en el axioma de Braidwood, del fenómeno que se pretende explicar. Y más grave aún, forzando los datos hasta distor­sionar la realidad. Para Childe resulta explícita tal hipótesis mediante cambios climáticos, en tanto que Binford preconiza la presión demográfica. Aparte se sitúan, por razón de su complejidad, la teoría cibernética de Flannery y el híbrido resultante del mari­daje de ideas entre presión demográfica y cibernética, postulado por Meyers, que tienen, sobre ésta visos de mayor realismo.

 

Para el Cercano Oriente, Childe ela­boró una teoría según la cual existe una conexión entre los cambios climáticos pleistocénicos y el nacimiento de la agricultura. Ta­les modificaciones climáticas desplazaron los cinturones de vegetación en concordancia con los avances del helero polar, hasta convertir las actuales zonas áridas en otras de mayor productividad. La retracción de los hielos, a su vez, depauperó el ambiente, y este factor condujo a la aparición de actividades agrícolas. La teoría, por otro lado, se aplicó en diferentes regiones del mundo.

 

Con razón, los detractores del determinismo climático se preguntan por qué las anteriores glaciaciones no impulsaron el na­cimiento de la agricultura y por qué motivo no existió un desplazamiento humano acorde con los cinturones de vegetación. Todo ello conduce a aceptar concentraciones humanas de cierto sedentarismo previas a la aparición de la agricultura.

 

Binford, por otro lado, señala la presión demográfica como generadora de la agri­cultura al saturarse la capacidad porteadora del medio. De una parte, considera las pobla­ciones del litoral marino (que no evolucionan a partir de la etapa recolectora de productos litorales) como centros productores de pobla­ción, los cuales migran al interior del continente, donde encuentran otros grupos esta­blecidos ya en la explotación. Tal saturación origina la aparición de la agricultura.

 

En otras palabras, el ambiente que pro­picia la eclosión de la especie no es capaz de mantenerla y cierta cantidad es obligada emi­grar a otros ambientes ecológicos. Lógicamente existe una contradicción patente si analiza­mos con motivo de qué o en función de qué ra­zón iban a abandonar un medio que ya conocían y explotaban, por otro que desconocían por completo. Sería más lógico que colonizaran todas las costas en lugar de adentrarse en otros medios. En suma, Flannery propone el estudio prehistórico bajo la concepción de sistemas cibernéticos, gobernado por dos mecanismos regulatorios: el calendario y el repertorio. Un primer sistema con retroalimentación negativa señalaría la etapa de recolector-cazador, y otro con retroalimenta­ción positiva, la etapa agrícola.

 

De acuerdo con él, cinco sistemas de obtención de recursos influyeron para mantener la retroalimentación negativa: el ma­guey, los frutos del cactus, los mezquites, el venado cola blanca y los conejos. El uso equi­librado de esos recursos le permitió subsis­tir durante largas temporadas.

 

Un elemento que explotado adecuadamente incrementara su productividad sería el punto de partida para una retroalimentación positiva. De acuerdo con Flannery, las gramíneas tales como Setaria y el maíz de considerable plasticidad genética representan esta situación.

 

Con este tipo de razonamientos debe­mos admitir que la agricultura pudo haber aparecido en cualquier lado, aspecto que es cierto, pues florece en varios puntos del glo­bo terrestre. Lo que no explica es por qué ocurre sólo en determinadas áreas ecológicas en un momento dado. Es decir, se analiza como un fenómeno único y aislado, sin raí­ces históricas y en cierta forma se niega la capacidad del sistema para almacenar infor­mación.

 

Considerando lo anterior, Meyers pro­pone la presión demográfica interna como otro posible acoplamiento hacia un sistema de retroalimentación positiva y manifiesta que aún es prematuro creer que poseemos todos los elementos para explicar el fenóme­no que nos ocupa.

 

Aspectos histórico-geográficos del origen agrícola.

 

Con objeto de evaluar las posibles fuentes de información que auspiciaron el cambio de sistemas, haremos una digresión sobre el poblamiento de México, teniendo en consideración como premisa su prolongada estancia en el continente americano.

 

Estudios recientes dejan pocas dudas en cuanto a que la colonización humana del actual territorio mexicano se efectuó desde el norte y su antigüedad queda patentizada al descubrir que hace 23.000 años se encontraba ya en la parte Central de este país. Ahora bien, durante su vida nómada el hombre, inconsciente, ha dispersado o fa­vorecido la diseminación de especies vegetales.

 

Se cree que tres géneros vegetales fueron difundidos por actividades humanas prea­grícolas: el mezquite o algarrobo (Prosopis), los nopales o higos chumbos (Opuntia) y maguey (Agave), los mismos que ofrecen problemas taxonómicos y fitogeográficos especiales a los botánicos.

 

Como evidencia el registro arqueológico, desde muy antiguo todos ellos formaron parte importante en la dieta del indígena, pues de los primeros se utilizaron sus frutos y del último se consumían las hojas, disponibles durante todo el año. Basándonos en la distribución de las plantas enunciadas se puede deducir una vía factible de intro­ducción, la cual debe considerarse sólo como hipótesis plausible. El corredor de infil­tración así intuido abarca una extensa franja a ambos lados de Sierra Madre Occidental.

 

Se estima que desde algún punto del Sudoeste de Estados Unidos se iniciaría el peregrinaje que colonizó el territorio mexica­no. De este tronco común se escinden tres ramas: la primera, desprendida tempranamen­te, ocupó la península de California y evolucionó muy poco, pues permaneció casi sin cambio hasta época histórica, observándose como relicto cultural; otra parte del contin­gente alcanzó el actual estado de Sonora y sufrió una división: una parte se aventuró por las costas de la vertiente pacífica, sobreviviendo por la explotación de recursos mari­nos, de manera preponderante por aquellos ubicados en la cercanía de los litorales, como atestiguan los concheros que han dejado; no obstante el relativo sedentarismo que éstos presuponen, no parece seguro que bajo las condiciones descritas se haya originado la agricultura, sino que más bien reci­bieron la técnica con posterioridad.

 

La última fracción se internó en el altiplano mexicano guiada por el atractivo que implicaba la cacería, la cual, a su vez, se con­dicionaba a la existencia de pastizales, otrora más extendidos que hoy día. Por tanto, es la consecución de proteínas el factor deter­minante para colonizar el centro de México. En verdad, la recolección quedó postergada a plano secundario, ya que la vegetación xerofítica preponderante era de naturaleza avara. Durante su peregrinaje al sur contó primero con mezquite y un poco más tarde con nopales y maguey. Al devenir del tiem­po, los descendientes de esta rama originarían la agricultura precisamente por ese enfoque particular que se veían obligados a dispensar a unos pocos recursos vegetales.

 

Esos tres vegetales enunciados presen­tan como denominador común la característica de ser productores de azúcar y todavía hoy son explotados esporádicamente por algunos grupos étnicos. Los frutos del mezquite se hierven y la solución se concentra por evaporación. Los frutos del nopal se maceran y se deshidratan mediante fuego, quedando una pasta denominada "melcocha"; capaz de resistir el paso de algunos meses. Del maguey, que florece una sola vez en su vida, se corta el tallo floral ("quiote") y por raspado del tallo se obtiene un líquido azu­carado denominado aguamiel, susceptible de concentrarse por el medio anterior.

 

Retrocediendo a la realidad que el hombre afrontaba en aquella época con el conocimiento del fuego, pero sin cerámica, el consumo pudo variar sensiblemente. Las semillas de mezquite debieron de ser almace­nadas y la deshidratación sería natural, a fin de concentrar su contenido en hidratos de carbono. Las tunas y las hojas de maguey pudieron asarse a fuego directo, posibilidad admisible cuando uno se desprende del exquisito refinamiento occidental. Es nece­sario aclarar que los restos de tunas proce­dentes de excavaciones arqueológicas parecen de frutos prensados para obtener su contenido, pues no muestran rupturas laterales en el pericarpio y muchos tallos se advierten quemados. Por otro lado, el descubrimiento del aguamiel es más bien tardío.

 

Además, tanto las semillas del mezqui­te como las del nopal poseen envolturas re­sistentes al ataque de los jugos gástricos, por lo cual pudieron, sobre todo las segundas, ser diseminadas por el hombre. Finalmente, Opuntia y Agave presentan una reproduc­ción vegetativa muy acentuada, mucho más patente en el maguey por los hijuelos que se observan a su alrededor, aspecto que difícilmente pudo haber pasado inadvertido.

 

Con la información anterior acumulada en el sistema cazador-recolector es posible que los primeros pasos hacia la agricultura se hayan encaminado por el cultivo del maguey con objeto de obtener azúcar o más am­pliamente hidratos de carbono de sus hojas suculentas. Desafortunadamente los restos arqueológicos de esta especie que han llega­do a nuestras manos no señalan indicio alguno de cultivo y sólo se puede argumentar en su favor que el Agave atrovirens, la especie cultivada más extendida en México, no se conoce en estado silvestre, sospechándose que se trata de una variedad obtenida por reproducción vegetativa.

 

Resulta lejana la posibilidad de que du­rante esta etapa se hayan desarrollado té­cnicas verdaderamente agrícolas, cuando sólo se dedicaba atención esporádica quizá para deshijar y transplantar a otro lugar, ya que para su explotación es necesario esperar por lo menos cinco años, por lo que no resultaría un vegetal muy adecuado para la sobrevivencia mediata. Sin embargo, una acción protoagrícola de esa naturaleza ayuda a fijar una ruta determinada en la trayectoria estacional de los grupos humanos, es decir, se esperaba algún beneficio del ínfimo esfuerzo invertido.

 

De cualquier manera, parece tratarse de una tradición antigua y pueden distinguirse tres áreas con especies diferentes occidente de México, península de Yucatán y centro de México, aunque es problemático aventurar una cronología de ellas.

 

Por otro lado, se atribuyen a este nivel cultural los intentos agrícolas en las zonas litorales mediante la diseminación de plan­tas con tubérculos, a las cuales debieron prestar poca atención después de plantadas.

 

A estas alturas históricas surge la pre­sión demográfica interna, que impele a la humanidad a establecer otra forma de vida. No se trata de un fenómeno explosivo, ya que ha venido gestándose gradualmente; es un producto directo de su adaptación al entorno siguiendo la trayectoria orden-caos-orden que preside los fenómenos sociales.

 

Este episodio permanece oscuro toda­vía, pues no existen suficientes estudios para aclararlo, aunque se dispone de una exca­vación llevada a cabo en Tehuacán, estado de Puebla, que contiene muestras de esa transición. Allí se tuvo la fortuna de descubrir una secuencia, en apariencia sin hia­tos, que recapitula los acontecimientos que propiciaron el cambio.

 

Aunque no debe rechazarse la idea de que esa visión se reduce a una área res­tringida y forma parte de un proceso que involucró a una área mayor cuya extensión puede situarse hacia la parte central de México y que abarcada varias condiciones ecológicas, lo que permitió que se intentara domeñar varias plantas casi de manera simul­tánea, tales como el maíz o quizás antes la Setaria, que serían objeto de cultivo en los valles, mientras el frijol (Phaseolus) parece qué fue domesticado en regiones montañosas que es su hábitat natural.

 

Se nos ofrece a nuestra consideración un núcleo geográfico bastante extenso donde se llevó a cabo la domesticación de varios ele­mentos con intercambio intrarregional de especies anuales que, una vez probadas como medio de subsistencia, se expandió concén­tricamente y se enriqueció con otros elemen­tos al paso por otras regiones.

 

Debe ponerse de relieve que se trata de dos difusiones temporalmente separadas. La más antigua se expande de manera rápida y culmina concentrando la información en la periferia, desde donde se inicia la radiación de la agricultura integral, o sea, bajo la concepción mesoamericana, el maíz, el fri­jol y el chile.

 

El intercambio de éstos, ahora objetos culturales, ayudó a mejorar y generalizar la técnica que conforma la doctrina agrí­cola, donde la plasticidad genética del maíz jugó un papel importantísimo.

 

Los vegetales cultivados.

 

Bajo este epígrafe se desea destacar la existencia de los vegetales que fue­ron sujetos a domesticación en territo­rio mesoamericano antes del descubri­miento de América. Pero es necesario no olvidar que el proceso fue comple­tado sólo para unos cuantos y los de­más se encontraban en diferentes fases.

 

Las plantas que fueron cultivadas por poseer semillas comestibles son:

 

Amaranto (Amaranthus cruentus y A. leucocarpus);

Epazote (Chenopodium nuttalliae);

Frijol común (Phaseolus vul­garis);

Frijol trepador (Ph. Coccineus);

Frijol lima (Ph. Iunotus);

Frijol tepari (Ph. Acutifolius);

Canavalia (Canavalia ensiformis);

Chía grande (Hyptis sua­veolens);

Maíz (Zea mays);

Zacate (Panicum sonorum);

Cacahuate o maní (Ara­chis hypogea); y,

Maíz de Teja o girasol (Helianthus annus).

 

Por poseer tubérculos o raíces co­mestibles se cultivaron:

 

coyolxóchitl (Bo­marea edulis);

Yuca o mandioca (Mani­hot dulcis y M. esculenta);

Patata (Sola­num tuberosum);

Camote (Ipomoea batatas); y,

Jícama (Pachyrrhizus erosus).

 

Fueron cultivados:

 

El chayote (Se­chium edule); y,

Varias especies de cala­bazas (Cucurbita edule, C. moscata, C. pepo, C. mixta y C. ficifolia),

 

por la pulpa de sus frutos.

 

Otras especies en cultivo por sus frutos incluyen:

 

Anonas (Annona purpurea, A. glabra y A. reticulata);

Chirimoya (A. cherimoliha);

Ilama (A. diversifolia);

Guanábana (A. muricata y A. squamosa);

Aguacate (Persea americana);

Pagua (P. schie­deana);

Cuajilote (Parmentiera edulis);

Capulín (Prunus  serotina);

Tejocote (Crataegus mexicana);

Marañón (Ana­cardium occidentale);

Ciruela amarilla (Spondias mombin);

Jocote o jobo (S. Purpurea);

Cocotero (Cocos nucifera);

Saúco (Sambucus mexicana);

Guayaba (Psidium guajava);

Guayabilla (P. sor­torianum);

Mamey colorado (Colocar­pum mammosum);

Zapote  amarillo (Pouteria campechiana);

Zapote verde (Calocarpum  viride);

Zapote negro (Dyospiros ebenaster);

Zapotillo (Ma­nilkara zapotilla);

Zapote blanco (Casimiroa edulis);

Papaya (Carica papaya);

Piña (Ananas comosus);

Pitahaya (Hy­locereus undatus);

Nopales (Opuntia streptacantha, O. megacontha y O. ficus-indica); y,

Ramón (Brosimum ali­castrum).

 

Como vegetales se domesticaron:

 

Chaya (Cnidoscolus chayamansa);

Chipilin (Crotolaria longirostrata);

Pacaya (Chamaedorea wendlandiana);

Tepeji­lote (Chamaedorea tepejilote);

Jitomate (Lycopersicum esculentum);

Tomate o tomate de bolsa (Physalis ixocarpa); y,

La yuca (Yucca elephantipes);

 

Condi­mentos cultivados fueron:

 

Diversas va­riedades de chile (Capsicum annum);

Chile piquín (C. frutescens); y

Vainilla (Vanilla planifolia).

 

Dispusieron de esti­mulantes y narcóticos tales como:

 

Ca­cao (Theobroma cacao, T. angustifolium y T. bicolor);

Maguey (Agave atrovirens, A. latissima y A. mapisaga); y,

Tabaco (Nicotiana rustica y quizá N. Tabacum).

 

Plantas textiles bajo domesticación fueron:

 

Algodón (Gossypium hirsu­tum);

Henequén (Agave fourcroydes);

Maguey (A. atrovirens y A. tequilano); y,

Sisa (A. sisalana).

 

A dos vegetales tintóreos se les dedicó atención:

 

Achiote (Bixa orellana); y,

El índigo (In­digofera suffruticosa);

 

A una se atendió por la resina que produce:

 

El copal (Protium copal y quizá también alguna especie de Bursera).

 

Fueron usados como jícaras:

 

El pericarpio del bule (Lagenaria si­ceraria); así como el de,

Tecomate (Cres­centia cujete y C. alata).

 

Se emplearon para for­mar setos vivos:

 

La dalia (Dahlia lehmannii);

Pitayo (Pachycereus emarginatus);

Izote (Yucca elephantipes);

Piñoncillo (Jatropa curcas); y,

Ahuejote (Salix bon­plandiana).

 

Plantas cultivadas como hospederos para insectos fueron:

 

El piñoncillo;

Nopalea cochenillifera.

 

Finalmente plantas ornamentales in­cluyen:

 

El ahuehuete o sabino (Taxo­dium mucronatum);

Dalias (Dahlia coc­cinea, D. excelsa, D. lehmannii y D. pinnata);

Cempazúchil (Tagetes erecta y T. patula);

Oceloxóchitl (Tigridia pa­vonia); y,

Tuberosa (Polianthes tuberosa).

 

Ecología de las etapas protoagrícolas e interrelaciones hombre-cultivo.

 

Se cree que las actividades que condujeron a la aparición de la agricultura se iniciaron a orillas de zonas lacustres, en donde las fluctuaciones estacionales del nivel les permi­tían dejar una franja húmeda desprovista de vegetación y con suficiente líquido para sa­tisfacer la demanda de los vegetales, ya que la agricultura no existe sin suministro hídri­co asegurado y sólo así se concibe aun en forma más rudimentaria, pues para pasar a otra etapa debería estar garantizada como técnica capaz de asegurar la subsistencia. La agricultura aleatoria de temporal fue fruto más tardío, cuando las necesidades ali­menticias aumentaron. Las condiciones descritas anteriormen­te sólo se presentan en cuencas y valles con regímenes climáticos especiales, esto es, con una temporada de lluvias y otra de sequía acentuada.

 

Si la inducción es exacta, los resultados estaban asegurados, puesto que esas tierras se encontraban libres de plagas que pudieran medrar las cosechas. Además de que exis­tía un enriquecimiento de minerales por el deslave de las regiones vecinas y no había necesidad de desmontar, proceso que aparece un peco más tarde, aunque los surcos, o bordos antecesores de ellos, quizá sí se ha­yan formado en estas condiciones ecológicas para liberar el excedente de agua en pequeñas lagunas. También debemos señalar que esas tierras de manera natural son coloniza­das por gramíneas, familia a la que pertenecen los cultivos más importantes para la ali­mentación humana.

 

De acuerdo con los hallazgos efectuados en Tehuacán, la Setaria pudo haber sido el primer cultivo en América, aunque cabe la posibilidad de que éste fuera el pasto que invadiera las tierras dejadas por la retracción o quizá total desaparición temporal de los es­pejos lacustres. El caso concreto es que esta planta no ha llegado a tener la importancia de otros cultígenos, lo cual no la excluye como objeto de atención de los pioneros de la agricultura.

 

Las interrelaciones hombre-vegetales pueden resumirse como sigue: la acción del hombre sobre los vegetales condujo a éstos hacia una evolución acelerada a través de una selección artificial; algunos de esos cambios han quedado patentes en los restos arqueológicos encontrados y se refieren generalmente a transformaciones cuantitativas, pero existen otros de los cuales no se dis­pone de referencia alguna y son aquellos relacionados con cambios cualitativos, como, por ejemplo, los sabores, sobre todo de aquellos artículos utilizados como condi­mentos, en los que el valor rápido adquiere mayor importancia.

 

A su vez, el hombre se vio influido por los vegetales en varios aspectos. Tuvo necesidad de observar y guardar en su memoria la sucesión estacional de los años, lo que condujo más tarde al establecimiento del calendario y, por esta vía, a la observación as­tronómica. Los logros de la agricultura lo hicieron deificarse a sí mismo, lo que motivó el nacimiento de la religión como freno para toda entusiasmo propio. Procuró la organiza­ción social y fue el impulsor de la división del trabajo, que al mismo tiempo revierte en el establecimiento de las clases sociales, fenómeno que desencadenó otra retroalimenta­ción hacia un sistema diverso al que estudia­mos.

 

Maíz y agricultura.

 

En la literatura existente se ha relacionado la evolución del maíz con el origen de la agricultura, conexión que resulta una trampa intelectual de la que ha resultado difícil desprenderse. Aunque  no se niega que la agri­cultura en México se ha ido conformando al paso de la evolución del maíz, su propio origen está anclado mucho más profundamente, como se ha intentado demostrar en párrafos anteriores.

 

A continuación se intentará reconstruir los pasos que se sucedieron para convertir al teosintle en maíz, para la que nos situaremos en el plano de las interrelaciones hombre-maíz que culminaron en la consolidación de una técnica que capacitó al hombre para subsistir y superarse.

 

Mucho se ha escrito y discutido en torno al origen del maíz, e incluso se han postula­do varias hipótesis para reconocer al antepasado que lo engendró. Aquí se acepta aquella que señala al teosintle (Zea mexicana) como punto de partida.

 

Rara vez se tiene oportunidad de esclarecer en un solo intento la historia evolutiva de cualquier especie biológica, anatema que suele gravitar especialmente dentro del ámbito botánico por el problema de la conservación de los restos vegetales, de suyo deleznables.

 

Debido a su importancia económica, el maíz ha despertado la atención y curiosidad científica de innumerables investigadores y la escasez de medios para resolver el problema vinculado con su origen ha motivado un campo fértil para la especulación. La cues­tión ha sido enfocada desde dos ángulos complementarios: el trabajo experimental y la evidencia fósil.

 

Fundamentalmente, se deben a la genéti­ca experimental los avances más notables de que se dispone. Las hipótesis de trabajo descansan en la aceptación de estos dos antepasados, Tripsacum o Zea mexicana. A ambas se opuso Mangelsdorf al postular que el maíz ha evolucionado a partir de la forma primitiva de maíz. Que el teosintle sea el ancestro tan buscado es la posición que recien­temente ha concentrado la actividad de varios estudiosos.

 

Se trata de una planta ampliamente distribuida en el territorio mexicano y muestra de su plasticidad genética son las diversas razas que posee, separadas por aislamientos geográficos. Ciertos restos de ellas asocia­das a contextos arqueológicos sólo se conocen en dos puntos distantes entre sí varios kilómetros. El más antiguo se localizó en Tlapacoya, estado de México (Zohapilco), y data de 7.000 años; el otro lugar es una cueva situada en Tamaulipas hacia el norte del país, cuya antigüedad casi corre parejas con nuestra era. Es admisible que alguna de sus variedades haya sido la generatriz de una verdadera reacción en cadena.

 

De acuerdo con recientes estudios gené­ticos llevados a cabo por el doctor Beadle, se requieren no más de cuatro a cinco cambios, conocidos como mutaciones, para semejarse a las pequeñas mazorcas de maíz que se han encontrado en restos arqueológicos que datan de 5.000 a 7.000 años.

 

La evidencia fósil más extensa es el ma­terial que se rescató en Tehuacán. La interpretación de tales restos condujo a Mangelsdorf y asociados a reforzar su tesis según la cual el maíz proviene de maíz. Por otro lado, esta idea mereció aparente confirmación al informarse sobre el hallazgo, dentro de la cuenca de México, de granos de polen en capas cuya edad fluctúa alrededor de 80.000 años.

 

En relación con la pretendida base proporcionada por los granos de polen, es necesario hacer notar que existen serias dificul­tades para asignar a esas microfósiles un epíteto genérico, toda vez que la variación volumétrica de las microsporas de las espe­cies involucradas se traslapa. Tales cam­bios pudieron ser perpetuadas por el hombre y es aquí donde radica el quid de todo este asunto.

 

Sin embargo, es necesario preguntar por qué razón el hombre decidió cultivar esta planta, sin utilidad aparente según nuestro juicio moderno. Desde luego que no pudo prever el resultado final, que, por lo paulati­no de la transformación, no causó impacto en la mente humana contemporánea de tales sucesos pero que hoy día provoca admiración.

 

Como única salida, más a menos docu­mentada mediante registros arqueológicos, para dar respuesta a lo anterior cabe señalar que no fue el grano el motivo principal, sino los tallos jugosos, que para consumir su contenido ligeramente azucarado fueron mas­ticados de la misma manera que los de maíz cuando éste apareció. Llevando este asunto a sus últimas consecuencias, podría admitirse que el teosintle fue transportado de su hábitat natural a los campos ocupados por Setaria, es decir, a terrenos aluviales más ricos que donde normalmente prosperaba.

 

Una vez conseguida la implantación a otro hábitat, con poblaciones más numerosas, pudieron surgir los cambios o mutaciones de los que se hablaba, los cuales dieron por resultado una monstruosidad biológica incapaz de dispersar su progenie por medios propios, para lo cual tuvo que depender del hombre, en una relación simbiótica donde es difícil esclarecer, sobre todo en las primeras etapas, si el maíz esclavizó al hombre o éste domes­ticó a aquél.

 

Bibliografía.

 

Beadle, G. W. The mystery of maize, Field Museum of Natural History Bulletin, vol. 43(10): 1-11, 1972.

 

Struever, S. (ed.) Prehistoric Agricultura, American Museum Source books in An­thropology, 1971.

 

5.            Inicios de la vida aldeana en la América Media.

Por: Cristina Niederberger

 

América Media constituye una zona clave en la que se elaboraron de forma indepen­diente, entre los años 6.000 y 1.000 a. de C., modos de vida nuevos, fundados en la domesticación de las gramíneas y otras plantas comestibles y la creación de aldeas perma­nentes.

 

En el último decenio se han multiplicado las zonas arqueológicas que nos proporcionan algunos testimonios sobre la fascinante y compleja evolución que se verificó en esas remotas épocas.

 

En este lugar deben citarse en particular las investigaciones efectuadas en las cuevas y sitios abiertos de Chihuahua, Coahuila, el sudeste y la sierra de Tamaulipas, Hidalgo, en la cuenca de México, el valle de Tehuacán y de Oaxaca, en las zonas montañosas de Chiapas y en toda la costa pacífica sureña. Antes de resumir algunos de los aspectos esenciales de esas investigaciones se impone una observación.

 

América Media consta de una zona geográ­fica muy diversificada, donde colindan medios naturales de sorprendentes contrastes. Deben observarse esos diferentes paisajes y sus recursos particulares para entender mejor los procesos de interacción entre un conjunto natural determinado y el grupo étnico que lo explota, así como las posibilidades ofrecidas para consolidar una vida plenamente agraria y sedentaria.

 

En esta notable diversidad pueden distin­guirse cuatro ecosistemas principales: la selva tropical lluviosa, las costas marinas, las este­pas y las zonas montañosas.

 

De los cazadores-recolectores a los agricultores.

 

Las sociedades humanas narran sus orígenes a través de numerosos mitos, resúmenes ejemplares y disfrazados de sus sueños, dificultades y esperanzas. Uno de los temas permanentes de la expresión mítica está relacionado con una lejana Edad de Oro, en que los hombres no conocían los penosos tra­bajos del campo y vivían felices de los recursos, colorados y pulposos, de su medio ambiente. Esta armonía está generalmente interrumpida por una serie de crisis, germen de renuevo e inven­ción. Las variantes de esos mitos tocan dos puntos esenciales: la historia de los pueblos preagrícolas y las modalidades de transición hacia un modo de vida nuevo.

 

Las sociedades de cazadores-reco­lectores, por cierto, no suelen tener la existencia ociosa que les atribuye la le­yenda, pero su visión del mundo es di­ferente a la de las sociedades agrarias sedentarias. Evolucionan en un tiempo y un espacio percibidos y organizados en forma distinta.

 

Análisis antropológicos como el de Leroi-Gourhan ponen de relieve el contraste siguiente: los pueblos nómadas poseen una visión dinámica del mundo, reflejo de su espacio itinerante, de la búsqueda de la caza o de plantas co­mestibles llegadas a su madurez, y la traducen por una expresión gráfica de composición lineal y ordenada en la repetición. El agricultor sedentario tiene, en cambio, una visión estática. Ordena el universo en círculos concéntricos alrededor de su granero, en un espacio radial cuyo centro está constituido por su campo y sus reservas alimenticias. Este contraste es manifiesto, por ejemplo, entre las escenas esquimales grabadas sobre marfil y algunos esquemas gráficos centrípetos de los códices de las altas civilizaciones agrarias mesoamericanas, en las que el motivo vegetal, el árbol de la vida central, se desdobla hacia los cuatro puntos cardinales. Sin embargo, esto representa, en la evolu­ción de las sociedades humanas, situa­ciones extremas perfectamente crista­lizadas.

 

Todavía más interesante es el estu­dio del largo y complejo camino de un estado al otro, de las vacilaciones, los cruzamientos y los enmarañamientos entre cada etapa cultural.

 

El paso progresivo de la recolección de las plantas silvestres a la crea­ción de recursos agrícolas permanentes durante el transcurso de los milenios está hoy día cada vez más documentado por nuevas excavaciones arqueoló­gicas en diversas partes del mundo.

 

El perfeccionamiento de las técnicas de excavación, la contribución de otras disciplinas científicas a la interpretación arqueológica, tales como el estudio es­tadístico del polen fósil que permite seguir el progreso de las plantas cultivadas a expensas de las especies sil­vestres, a través de los niveles antiguos de ocupación o el aporte de las técnicas de datación absoluta, poco a poco han hecho que se consideren ca­ducas las nociones anteriores de “invención” de la agricultura o de "revolución" neolítica.

 

Al contrario, se trata de una trans­formación acumulativa muy lenta y ciertamente imperceptible a nivel de las sociedades que la vivieron. Otro fenó­meno notable está patentizado por la acumulación de datos arqueológicos y etnológicos. El paso de la economía de depredación a la economía agraria pro­ductiva no se realiza según un esquema evolutivo unilineal, idéntico para todos los grupos humanos, perspectiva favorecida por los antropólogos del siglo pasado. Al contrario, en cada grupo ét­nico el paso de una trayectoria histórica propia, las instituciones sociales y los factores ecológicos generan una situación específica. Eso explica la existencia de una notable diversidad tanto en los modos de vida y opciones tecno-económicas como en los ritmos de cambio. No existe una historia arquetípica de un primer pueblo, sino múlti­ples testimonios. Y es probable que no se encuentren nunca el primer pueblo, los primeros alfareros y los primeros campos de cereales sino sólo en el mundo poético de la utopía.

 

Por otra parte, los más antiguos es­tablecimientos humanos sistemática­mente agrupados no dependen siempre de una economía agrícola.

 

Existen aldeas de población perma­nente que no practican la agricultura, sino que explotan un sitio ecológico pri­vilegiado, pródigo en recursos natura­les, como una laguna marítima, por ejemplo.

 

A la inversa, en la jungla ecuatorial americana viven agricultores que incendian porciones de selva para sembrar, esperan la cosecha y permanecen en estado seminómada, puesto que su residencia no se alarga más de una tem­porada.

 

Por tanto, es difícil seguir una línea directriz para encontrar, entre la rica complejidad de los hechos culturales, las principales etapas de una evolución humana global. A esta paciente bús­queda de una inteligibilidad general aporta su contribución el estudio de cada mundo particular.

 

La selva tropical lluviosa de las bajas altitudes y latitudes.

 

Cubre una gran parte de los estados mexicanos de Chiapas, Tabasco, Quintana Roo, de Guatemala y Honduras.

 

En el estrato arborescente, que puede al­canzar unos 70 m. de altura, entre los beju­cos, las bromeliáceas y otras plantas epífitas, en una atmósfera caliente y húmeda, viven monos arañas, monos aulladores, pequeños ocelotes, pumas y jaguares. Son numerosos los ríos y las concentraciones de agua. Aun­que fue este marco, en el curso del primer milenio de nuestra era, el de una gran civili­zación, la maya, no parece que la agricultura y la vida aldeana tengan ahí raíces muy antiguas.

 

Las costas marinas, estuarios y lagunas costeras.

 

Los oceanógrafos que estudiaron las cos­tas atlánticas y pacificas de América Media están de acuerdo en reconocer la riqueza y la variedad de sus recursos marinos, cuyo pa­pel fue, sin duda, preponderante en la economía de los pueblos costeros prehispánicos.

 

En el golfo de México y el mar Caribe, los aportes fluviales, generadores de elemen­tos nutritivos, la poca profundidad de las lagunas y bahías, la intensidad de la luz y la existencia de altiplanicies submarinas cu­biertas con algas, en particular a lo largo de la costa de Campeche, permiten una población densa de tortugas marinas y peces, que en todo tiempo fueron explotados como fuen­te de alimentación, herramientas o adornos.

 

En este litoral existen numerosos con­cheros, constituidos sobre todo por restos de ostras y almejas, que son testimonios de una ocupación humana estable desde las épocas precerámicas, pero no han sido objeto de sistemáticas excavaciones arqueológicas.

 

En la costa pacífica, el conjunto biótico, formado por especies templadas hacia el nor­te, y tropicales hacia el sur, constituye tam­bién una base de subsistencia y de utensi­lios inagotable para sociedades de tecnología no mecánica. En las aguas, muy oxigenadas y ricas en elementos detríticos nutricios, abundan los peces, erizos de mar, mejillones, almejas, abulones, ostras, camarones, cangre­jos, langostas y tortugas de mar.

 

Incluso hoy, los seris de la costa de Sonora se deleitan con los huevos y la carne de tortuga. Fabrican sandalias con sus tegu­mentos y utilizan su carapacho como paraguas, cuna o recipiente para líquidos, así como la piel del pelícano para confeccionarse vestidos.

 

Un interesante ejemplo de explotación de los recursos marinos lo dan también los seris, que en abril cosechan, por buceo, una hierba submarina (Zostera marina); la dejan secar durante varios días y, luego, recogen los granos, los asan y los trituran en una muela de piedra. Mezclan la harina obtenida con agua, aceite de tortuga y miel para preparar una original papilla, rica en principios nutritivos. El fuco de esta planta también les sirve de cama y combustible. Eso demuestra que puede organizarse un modo de vida en grupos estables cerca de litorales marinos o lacustres que presentan un conjunto biótico seguro, rico y variado.

 

Por otra parte, la cadena montañosa de la Sierra Madre Occidental y Meridional llega, en muchos puntos, hasta la costa pacífi­ca. Es otro biótopo, fuente de caza y frutas silvestres, explotable por los residentes en la costa. Es probable que en América Media las primeras experiencias sobre establecimientos agrupados en aldeas permanentes se hayan hecho en tales regiones antes de la existencia de una agricultura realmente rentable.

 

A lo largo de la costa pacífica se señalaron numerosos concheros, es decir, acumula­ciones de restos de concha de origen cultural. Un gran número de ellos se encontraron en la península de Baja California.

 

En Puntas Minitas, los diferentes estra­tos de un conchero fueron datados por de­terminación del contenido de carbono radiactivo en muestras orgánicas. Las fechas obtenidas se escalonan del fin del VI milenio a. de C. hasta el siglo IV de nuestra era.

 

En la costa del estado de Nayarit se exploraron algunos cancheros, en particular en la región de San Blas, donde la selva tropical viene a desvanecerse en la playa misma y rodea los estuarios y su manglar, dominio de innumerables aves acuáticas. Los dos más antiguos complejos culturales identificados en esta región por J. Mountjoy, y llamados "complejo Matanchén" y "complejo San Blas", cubren un período que se extiende del III milenio al siglo V antes de nuestra era.

 

Los recursos marinos explotados están representados, esencialmente, por conchas de las especies Aequipecten circularis, Cardita laticostata y Chione undatella, especies ma­rinas de aguas ya profundas, huesos de caguama y peces, así como carapachones de cangrejos; también están presentes huesos de perros y aves.

 

El "complejo San Blas" se caracteriza por la presencia de una cerámica monocroma de buena hechura. Las formas más difundidas entre todas las halladas son cajetes hemisféricos y ollas globosas sin cuello. Las habitaciones parecen haber quedado localizadas en las riberas de los estuarios.

 

Más al Sur, en Puerto Marqués, cerca de Acapulco, otra secuencia cultural fue elaborada por C. Brush con la excavación de un montículo constituido por restos culturales y conchas.

 

La fase cultural más antigua, "Ostiones", está representada por algunas lascas líticas, piezas con muesca e instrumentos de molienda, en particular manos de muela, hechos sobre cantos rodados.

 

La siguiente fase, "Pox", datada en el año 2.300 a. de C., se caracteriza por la ma­nufactura de una alfarería muy reconocible por la rugosidad de su superficie interna, sal­picada de hoyos y depresiones, creados en el pulimento, por la arrancadura de gruesas inclusiones no plásticas de la pasta. Las for­mas de vasijas que pueden identificarse entre los fragmentos de cerámica de este nivel son ollas globosas sin cuello, platos abiertos y cajetes. La superficie exterior de esos recipientes está bien alisada y, a veces, recubier­ta de un engobe rojo.

 

La presencia de cerámica constituye un testimonio probable de ocupación sedenta­ria en la costa hacia el fin del III milenio. Sin embargo, son las zonas meridionales del litoral pacífico de América Media las que has­ta ahora entregaron la mejor documentación arqueológica sobre el establecimiento de la vida aldeana en las costas marinas. En todo el litoral del estado de Chiapas, cubierto con grandes lagunas interiores y surcado por ríos oriundos de Sierra Madre, los concheros como los de Islona Chantuto atestiguan el establecimiento de grupos de pescadores de la época precerámica.

 

La sola región de Mapaztepec contiene muchos de ellos. Evocaremos, sobre todo, dos sitios arqueológicos de grandísima im­portancia: Altamira, explorado por D. Green y O. Lowe, y La Victoria, excavado por M. Coe, en los que se descubrieron dos de los más antiguos complejos culturales plenamente cerámicos de América Media, denomi­nados "Barra" y "Ocos".

 

Para esos sitios disponemos además de un estudio detallado del medio natural y de los antiguos sistemas regionales de sub­sistencia. Altamira, en el litoral del estado me­xicano de Chiapas, está situado no lejos de una gran laguna, cerca del río Coatán. La Victoria, más al sur, en la costa de Guatemala, se encuentra a igual distancia del man­glar y sistema de lagunas de Ocos -donde pululan ostras, mejillones, almejas y cangrejos- de los estuarios de los ríos Suchiate y Naranjo. En un radio de pocos kilómetros alrededor de La Victoria se encuentra una cantidad asombrosa de reptiles y mamíferos, tales coma tortugas de mar, caimanes, igua­nas, zarigüeyas, osos hormigueros, armadi­llos, conejos, puercos espín, zorros, tejones, martas, jaguares, jabalíes y venados. Los antiguos pobladores del litoral hacían un amplio consumo de pescado. En las capas sedi­mentarias contemporáneas de su ocupación pudieron identificarse unas diez especies, entre ellas el huachinango, la mojarra, el jurel, la belona y el hemulón.

 

Un admirable complejo cerámico, denominado “Barra”, se desarrolla en esta zona hacia el año 1500 a. de C. Señala la existencia, en los pueblos del litoral, de grupos artesanos alfareros que dominaban perfectamen­te su arte. Recipientes globosos de base plana, cubiertas de engobe rojo, más anchos que altos, modelados con finas acanaladuras verticales, oblicuas o en espiral, platos de base plana y paredes cortas algo divergentes de color café oscuro o negro, grandes "ollas-calabazas" de color crudo natural de la pasta, decoradas con motivas incisos compues­tos de haces de líneas paralelas, reticuladas o dispuestas en triángulo, tales son los rasgos característicos de "Barra".

 

Se trata de un arte cerámico demasiado evolucionado para que pueda representar los primeros intentos en las técnicas del fuego. ¿Débese considerar como la conclusión de un desarrollo local del que todavía desconocemos los primeros eslabones? Es posible eso, pero ciertos investigadores emiten la hipótesis de que la presencia del complejo cerámico "Barra" puede explicarse por algunos mecanismos de difusión  cultural, tales como un comercio marítimo costero o migraciones a lo largo de las costas de América Media, a partir de zonas litorales del norte de América del Sur, en particular de las sitios de la cultura "Valdivia" y "Machalila" de la costa ecuatoriana o los de Puerto Hormiga en la costa caribe de Colombia, en los que la presencia de cerámica está atestiguada desde el III milenio antes de nuestra era.

 

La fase cultural siguiente, "Ocas", que se identificó en los sitios de La Victoria y Al­tamira, no parece constituir un conjunto cul­tural radicalmente distinto de "Barra". De hecho, las mismas formas de alfarería están presentes en la fase "Ocas". Los modos de decoración de la cerámica "Ocos" consisten en impresiones de tejidos, cuerdas y conchas. Es muy común la decoración zonal "en mecedora", realizada con el borde de una concha, así como la aplicación de un engobe rojo a base de hematita especular y fajas de pintura iridiscente.

 

Los instrumentos de molienda, ligados al consumo de maíz, parecen escasos o están ausentes en "Barra-Ocos". Eso inclinó a ciertos investigadores a pensar que hacia el 1.500 a. de C. los ribereños de esa región complementaban su alimentación marina y silvestre con el cultivo de tubérculos; tales como la mandioca, la batata y la jícama, de uso común en las tierras bajas de América tropical.

 

En los ricos suelos aluviales, inundados en cada temporada de lluvias, es muy remu­neradora la actividad hortícola. La calabaza, el frijol, y quizás el algodón y el aguacate fueron cultivados en "Ocos".

 

Poseemos pocos datos sobre la vivienda. Las habitaciones, hechas de material perecedero, se construían sobre pequeñas elevaciones artificiales del terreno. Las jerarquías, los puntos dotados de importancia cívica o reli­giosa de estos conjuntos aldeanos todavía quedan mal conocidos. Sin embargo, la presencia de una cerámica muy elaborada, hacia el año 1.500 a. de C., permite creer que esas comunidades costeras de pescadores consti­tuían segmentos de una sociedad ya compleja.

 

Las estepas tropicales de cactáceas.

 

Son transiciones entre las zonas litorales y la alta montaña y cubren inmensos espa­cios. El conjunto florístico y faunístico que las caracteriza varía según la altura y las condiciones locales de humedad. Por lo general, comprende selvas ralas de espinos y leguminosas, tales como el huizache (Acacia) y el mezquite (Prosopis), dominio de nume­rosos pequeños mamíferos y roedores, y gran variedad de plantas xerofitas, entre ellas el espectacular cacto columnario (Cereus), el nopal (Opuntia), el izote (Yucca) y el maguey (Agave), hoy cultivado por su fibra y su savia dulce, el aguamiel.

 

Según la altura, se agregan otras especies a este conjunto. Hacia los 1.000 m. están muy difundidos el pochote (Ceiba), especie de algodonero silvestre, y la chupandilla (Cyrtocarpa). En los límites de la alta mon­taña, hacia los 2.000 m., el terreno está colo­nizado por selvas de pinos y robles donde viven venados, jabalíes, liebres y conejos.

 

Tal es el marco en el que pudo descu­brirse, en el transcurso de estos últimos años, el hilo de una lenta evolución entre 6.000 y 1.000 a. de C., la cual consta de la alternancia de estancamiento y estabilidad culturales debidos a patrones de subsistencia satisfac­torios, y transformaciones decisivas, orientadas hacia la creación de recursos alimenticios nuevos y un modo de vida sedentario.

 

Los testimonios principales de esta evolución los proporcionan las investigaciones arqueológicas desarrolladas en tres regiones claves: la de Tamaulipas (Sierra Madre oriental y sierra de Tamaulipas), el valle de Tehuacán, en el estado de Puebla, excavado por R. MacNeish, y la región de Oaxaca, es­tudiada por K. Flannery.

 

Entre las primeras plantas cultivadas en América Media figuran probablemente el ma­guey y el nopal. Sus hojas crasas, disponi­bles todo el año en estado silvestre y fáciles de reproducir por desqueje, proporcionaron, en todo tiempo, una aportación alimenticia importante a los pueblos prehispánicos. Exis­ten numerosas pruebas de su utilización des­de el VI milenio antes de nuestra era. Se mascaban las hojas de maguey para extraer su jugo; los indigestos residuos fibrosos, escupidos, se encontraron en la mayoría de las cuevas prehistóricas, la de Guilá Naquitz en Oaxaca, las de Tehuacán en los niveles culturales de "El Riego" y las de Tamaulipas en los niveles "Infiernillo". También se asa­ban las hojas de maguey y las raíces de pochote, como lo demuestran los fragmentos carbonizados en los coprolitos humanos de Tehuacán.

 

En los cañones de esta última región, durante la fase "El Riego", entre los años 6.500 y 5.000 a. de C., empezaron a cultivarse la calabaza, el chile y el amaranto durante la temporada de lluvias, mientras se recogían los granos de setaria y maíz silvestre. En esos niveles ya existen las manos y muelas de piedra para molerlos, si bien todavía que­daba la caza como la actividad dominante.

 

Entre los años 5.000 y 3.000 antes de nuestra era, durante el desarrollo de las fases culturales "Coxcatlán" de Tehuacán, "Noga­les" y "Ocampo" de Tamaulipas, aparecen en cantidad notable restos de vegetales, a menu­do cultivados, y los pesados instrumentos de molienda. Este fenómeno está, sin duda, ligado a cierta permanencia estival. Puede reconstruirse, en alguna medida, el sistema anual de organización de las actividades rela­cionadas con la subsistencia.

 

Durante la fértil temporada de lluvias, de junio a octubre, podían reunirse y sobrevivir grupos importantes en un espacio rela­tivamente restringido. La horticultura consti­tuía una actividad importante. Precisamente en los niveles culturales Coxcatlán se efectuó el sobresaliente descubrimiento de las más antiguas mazorcas de maíz cultivado, que di­fiere del maíz silvestre en su mayor tamaño y variabilidad. El cultivo del frijol y del za­pote, que se añaden al de la calabaza y el chile, constituye un testimonio suplementario de cierta fijeza de la vivienda durante los meses de verano. Sin embargo, el primer maíz cul­tivado, con sus mazorcas de 3 a 5 cm., estaba lejos de poder proporcionar ya una alimenta­ción básica. Durante el verano se dedicaban algunos miembros del grupo a la captura de pequeños mamíferos y roedores por medio de trampas, o a la cosecha, de junio a agos­to, de vainas de mezquite y huizache silvestre, en las cercanías del campamento.

 

El campamento de verano de Gheo-Shih, al borde del río de Mitla, en Oaxaca, muestra un interesante reparto zonal de las activida­des: en un lugar, la concentración de instru­mentos de molienda, destinados a la prepa­ración de los alimentos; en otro, la presencia dominante de puntas de proyectil y raspadores. Además, Gheo-Shih posee dos rasgos excepcionales: la existencia de un taller de manufactura de adornos colgantes perforados hechos de cantos rodados, y una zona, de unos 7 m. de anchura, desprovista de todo artefacto, limitada por dos hileras paralelas de piedras, que pudo haberse dedicado a algu­na actividad ritual como la danza.

 

Durante la temporada seca, en invierno, la escasez de recursos vegetales obligaba al campamento a dividirse en pequeñas unidades, absorbidas de nuevo por la existencia nómada, la recolección de las bellotas y la caza del venado con propulsores y dardos provistos de puntas de piedra, bien peduncu­ladas o con base recta o convexa.

 

Las preocupaciones de estas sociedades no estaban sólo orientadas hacia las activida­des de subsistencia. Desde el VI milenio, en el valle de Tehuacán, por ejemplo, los sepe­lios eran objeto de un minucioso ritual. To­dos son entierros secundarios. En la fase “El Riego”, dos de ellos contienen huesos huma­nos carbonizados, aparentemente a conse­cuencia de un canibalismo ritual y no debido a cremación. En otros dos se separaron, co­cieron y descarnaron las cabezas antes de colocarlas en canastas.

 

Esta breve visión de un fantástico ritual funerario nos permite advertir en esos orga­nismos sociales la importancia de los hechos religiosos y mágicos y la existencia de un sistema de explicación del mundo.

 

En el transcurso del III milenio es, sin duda, cuando se toma una orientación deci­siva en lo que atañe tanto a las modalidades de ocupación del territorio como a las opcio­nes económicas y alimenticias mayores. Las investigaciones arqueológicas y etnobotáni­cas permiten estimar que durante la fase cul­tural "Abejas", que se extiende, en forma aproximada, del año 3.400 al 2.300 a. de C., la población del valle de Tehuacán ya obtenía el 25 % de su alimentación de productos cultivados; y el resto, de plantas silvestres (50 %) y productos de la caza (25 %).

 

El crecimiento de los recursos agrícolas, a cuyo inventario se añade en esta época la primera variedad híbrida de maíz cultivado, permite la creación de reservas alimenticias utilizables durante la temporada seca de invierno. La instauración de un granero es ges­tión de un capital y constituye los primeros pasos hacia la organización del microcosmos aldeano.

 

Los más antiguos niveles arqueológicos donde pudieron identificarse vestigios de ha­bitación son, precisamente, los de "Abejas". Se trata de una casa semisubterránea, de contorno oval, de 5,3 m. de largo y 3,9 m. de ancho, cuya base fue cavada en la arcilla estéril a una profundidad de 60 cm. Dos postes de 15 cm. de diámetro y dos hileras laterales de soportes inclinados sostenían la viga del techo. El conjunto debía estar cubierto sólo con ra­maje, puesto que los excavadores no encon­traron restos de argamasa; El investigador MacNeish cree que esta estructura era parte de una aldea distribuida a lo largo de la orilla de un río.

 

En esos niveles de ocupación son numerosos los instrumentos de molienda de piedra. Constan de grandes muelas ovaladas y “manos” largas, de sección transversal len­ticular, que se añaden a las vasijas de piedra y a las "manos" de molienda cortas, hechas sobre canto rodado, de las épocas precedentes.

 

El incremento del tamaño de ciertas plantas, debido al progreso de las técnicas agrícolas y a los largos procesos de hibrida­ción y selección, acarrea, entre otras consecuencias, la de modificar las costumbres cu­linarias. No sólo se comen los granos de las cucurbitáceas, crudos o asados, sino también la pulpa, a la vez que su corteza sirve de reci­piente. Se comen maduros, después de des­vainar y remojarlos, los frijoles que antaño se consumían verdes, en su vaina. Se desgranan las mazorcas de maíz que en los inicios de su domesticación se mascaban verdes. Los granos se trituran en la muela grande de piedra y la harina obtenida proporciona esa gacha nutritiva, todavía en uso hoy en día.

 

En la fase "Abejas" ya se encuentran reunidos y desarrollados la calabaza, el frijol y el maíz, las tres plantas nutricias funda­mentales del futuro mundo mesoamericano.

 

Otros rasgos nuevos aparecen al princi­pio del III milenio, entre ellos el cultivo del algodón en Tehuacán y la presencia del perro doméstico tanto en Tehuacán como en Tamaulipas.

 

Por fin, una excepcional documentación sobre las obras textiles de esta época provine de una cueva de la sierra de Tamaulipas. Estos vestigios se extrajeron de los niveles de ocupación “La Perra” que cubren el período de los años 3.000 al 2.200 a. de C.; representan la conclusión de tradiciones milenarias de cestería y tejido de las fibras de maguey y yuca, comunes a todas las culturas de América Media adaptadas a un medio semiárido desde el VI milenio, si no antes.

 

Comprenden finas cuerdas de maguey y yuca, a veces atadas mediante nudos sencillos, nudo de envergue o nudos corredizos, corda­jes torcidos en Z, compuestos de 2 ó 3 cabos torcidos en S, redes y mantas fabricadas en basta de torcido completo. Una de esas man­tas sirvió en esa época para envolver a un niño muerto que fue enterrado en posición flexionada en un pozo al fondo de una cueva, con una ofrenda de tres pequeñas mazorcas de maíz atadas mediante un cordel. Los frag­mentos de cesto encontrados en estos sitios son de armazón de vara con puntadas helicoi­dales múltiples envolventes.

 

Las esteras, de tejido liso cuadriculado oblicuo o las de asargado oblicuo, constituían una artesanía muy desarrollada, a tal grado que ciertos prehistoriadores sugieren desig­nar a los pueblos arcaicos de América Media, de cultura precerámica, por el término de "fabricantes de esteras", en oposición al de "fabricantes de cestos", que designa, en la jerga arqueológica tradicional, a los pueblos antiguos del sudoeste de los Estados Unidos.

 

Para el final del III milenio y el principio del segundo está mal documentada la evolu­ción general de los diferentes grupos étnicos de América Media. Este salto en nuestro conocimiento es tanto más irritante cuanto que, precisamente, es en esta época cuando se desarrollan las primeras culturas cerá­micas.

 

En los niveles "Purrón" de la secuencia cultural de Tehuacán, fechados de 2.300 a l.500 a. de C., se señala la presencia de cerámica. Pero los testimonios arqueológicos de esta fase son poco convincentes. En la actualidad es difícil de explicar la génesis de estos complejos cerámicos y evaluar las condiciones internas o las eventuales influencias externas que contribuyeron a su formación.

 

Sólo hacia el 1.300 a. de C. puede seguirse nuevamente el hilo de una evolución general basada en una segura documentación arqueológica. El pueblo ya existe.

 

Los campos de maíz procuran recursos más importantes. La autoridad entonces se concentra: se dedica a la organización de la defensa, a la administración de los excedentes agrícolas.

 

Situadas en las proximidades de. las ca­sas, las sepulturas permiten un culto continuo de los antepasados y ratifican la propiedad legal del territorio.

 

Las formas conocidas como más anti­guas de complejas agrupaciones permanentes provienen del valle de Oaxaca. Pertenecen a la fase cultural "Tierras Largas", datada de 1.400 a 1.150 a. de C., en la que minuciosas excavaciones, efectuadas por M. Winter, per­miten identificar dos tipos de vivienda. El primero corresponde a una aldea de 6 a 12 ca­sas distribuidas sobre 0,5 ha. La casa es rec­tangular y mide 6,7 m. de largo por 4,5 m. de ancho. Consta de una hilera de postes de unos 10 cm. de diámetro, espaciados de 25 a 35 cm., o de dos hileras paralelas, en disposición intercalada, a fin de poder entrelazar ramas o lienzos para ser después recubiertos con mortero. Alrededor de cada unidad de habitación están agrupa­das varias sepulturas y una serie de pozos de forma troncocónica que sirven de depósitos, así como instrumentos de uso cotidiano, ta­les como manos para moler, muelas y ollas de barro.

 

El segundo tipo de agrupamiento territorial identificado representa, en el universo político y económico de esta época, un centro social más importante, con una disposición topográfica y realizaciones técnicas más elaboradas. La aglomeración comprende de 15 a 30 casas, repartidas sobre una superficie que va de 1 a 2 ha. En su centro están agrupadas, en 200 ó 300 metros cuadrados, varias estructuras "públicas" de función indeterminada. Son rectangulares, con orienta­ción norte-sur. En el interior de una armazón de postes de pino de unos 35 cm. de diámetro se erigió una plataforma hecha de caliza, arena y fragmentos de roca volcánica. Se niveló esta plataforma, excepto a lo largo de la hiler­a de postes, donde se construyó un murete de unos 40 cm. de alto. El resto del edificio estaba, sin duda, hecho de zarzos y mortero. Además, característica notable, el conjunto aparecía recubierto de yeso blanco.

 

La cerámica de "Tierras Largas" se com­pone, esencialmente, de cajetes de base plana o convexa, de color terroso. Algunos cajetes recibieron una decoración característica pintada con hematita especular roja, en forma de una faja a lo largo del labio y grupos de líneas paralelas o divergentes originadas en esta faja. Como en la fase cultural "Ocos", las figurillas de barro son, en su mayoría, representaciones femeninas. La presencia de tiestos típicos de "Ocos" evidencia las rela­ciones comerciales con la costa pacífica.

 

Las zonas montañosas centrales.

 

Si se excluyen las zonas glaciales y periglaciales, esas regiones, situadas alrededor del grado 20 de latitud norte, disfrutan de un clima templado. Son muy escasas las heladas entre 2.000 y 2.400 m. de altura. Por supuesto, no existe transición ecológica brusca con las estepas de cactáceas que lindan con ellas, pero, poco a poco, dominan las selvas de robles y pinos.

 

En estas regiones empiezan apenas a explorarse las culturas antiguas, antecesoras de las grandes civilizaciones olmeca, teotihuacana y azteca. Recientes excavaciones efectua­das por Cristina Niederberger en el marco del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México, en Zohapilco, al sur de la cuenca de México, pusieron en evidencia la existencia de una larga evolución cultural en esta zona, entre el VI y el I milenios antes de nuestra era. Situado a la orilla del antiguo lago de Chalco, seco en la actualidad, cerca del pue­blo de Tlapacoya, el sitio arqueológico de Zohapilco es característico de los antiguos establecimientos humanos de las altas cuen­cas endorreicas volcánicas con lago, abun­dante en peces, y suelos fértiles.

 

Existen evidencias de un modo de vida bastante estable en sus riberas durante la fase cultural "Playa", entre los años 5.500 y 3.500 a. de C. El estudio del polen fósil y numerosos restos óseos animales permite reconstituir un antiguo paisaje de gran riqueza natural, fuente de recursos económicos en todas las estaciones.

 

Los bosques, todavía densos en aquella época, se componían de pinos, encinos, alisos, arces, fresnos y almeces. En "Playa" abundan fragmentos de madera labrados. Algunos parece que sean partes de trampas para pequeños mamíferos y palos para plan­tar, con una extremidad endurecida por el fuego y patinada por el uso.

 

Para cortar los árboles se utilizaban gruesos tajadores hechos de andesita local; se trabajaba la madera con cuchillos, raederas y artefactos con muesca, de andesita, basalto y obsidiana. Aunque son escasas las puntas de proyectil, existen testimonios de que se practicaba la caza del venado de cola blanca.

 

La presencia de instrumentos de molien­da, en particular "manos" cortas, circulares u oblongas hechas sobre cantos naturales, demuestra que ciertas gramíneas comestibles, cosechadas en el suelo aluvial fértil durante el verano, desempeñaban un papel apreciable en la alimentación. En los niveles de la fase "Playa" fue donde se hizo el inte­resante hallazgo de los más antiguos granos de teosintle hasta ahora conocidos en América. La presencia de esta gramínea, pariente próximo del maíz, en los niveles arqueológi­cas de "Playa" señala la posibilidad de una actividad agrícola incipiente.

 

Además, el medio acuático suministraba alimentos considerables, lo que atestiguan restos óseos de aves acuáticas, tortugas, axolotl (Ambystoma), Pez blanco (Chirostoma sp.), pez amarillo (Girardinichtys sp.) y ci­prínidos en los estratos de ocupación.

 

Los artefactos de piedra tallada están, en su mayoría, hechos de andesita local, pero la presencia de instrumentos de basalto y ob­sidiana, rocas geológicamente ausentes de aquella zona, señala una organización comercial interregional activa desde aquella época.

 

La técnica de talla de los núcleos de piedra más utilizada es la que hemos denomina­do "zohapilquense". Corresponde a la llamada "técnica dactoniana" del Antiguo Mundo y se caracteriza por la producción de núcleos de forma poliédrica, que presentan numerosas plataformas de percusión no preparadas y lascas cortas e irregulares. Si bien la ma­yoría de las lascas no están retocadas, sus aristas naturales ofrecen numerosas huellas de su utilización como artefactos cortantes.

 

Ahora bien, el principio del III milenio antes de nuestra era está marcado, en la cuenca de México, por una erupción volcánica de cenizas pumíticas extraordinariamente destructora. Sólo hacia el 2.500 a. de C. se restaura un nuevo equilibrio biótico en los principios de la fase cultural "Zohapilco".

 

Durante esta fase, que se extiende del 2.500 al 2.000 a. de C., la vida de las comunidades instaladas en las orillas del lago de Chalco refleja una conversión tecnoeconómica profunda. Los granos de polen de maíz encontrados en los sedimentos de estas playas son de mayor dimensión que los de la fase cultural anterior y su densidad se ha triplicado, lo que traduce el uso de prácticas agrícolas de protección y selección de esta gramínea. La importancia creciente de las gramíneas comestibles en la alimentación está indicada también por un aumento consi­derable de la proporción de instrumentos de molienda. Las "manos" para moler son, por lo general, cortas, de contorno subrectangular, regulares y pulidas en todas sus caras. Las largas muelas de piedra, gruesas y de contorno ovalado, ofrecen una superficie de trabajo ligeramente cóncava.

 

Entre los restos de plantas se encuentran semillas de Amaranthus leucocarpus, Physalis, Capsicum annuum y Cucurbita, reflejo de una importante actividad hortícola estival. Lo mismo que en la fase Playa, la ocupación hibernal del sitio queda demostrada por el gran número de pequeños huesos carboniza­dos de aves migratorias, oriundas del norte del continente. En particular, abundan hue­sos de patos (Anas acuta, Spatula clypeata, Anas platyrhynchos), en los vestigios culina­rios, junto con restos de cérvidos (Odocoileus virginianus). Todavía se explotan am­pliamente peces y tortugas lacustres (Kinosternon).

 

Aunque las cactáceas conquistaron más terreno, permanecen los bosques de pinos y robles, los conjuntos riparios de sauces, fres­nos y alisos, todos los cuales producen made­ra con la cual se construyen gran parte de los artefactos.

 

La industria lítica comprende siempre cantos rodados martilladores, artefactos con muescas, tajadores, núcleos y lascas "zohapilquenses", raederas y raspadores de andesita y basalto.

 

Pero en la industria que emplea como materia prima la obsidiana, mucho más abun­dante y de tendencia microlítica, se advierten navajas prismáticas.

 

¿Qué perspectivas nos permite entrever, sobre los modos de vida de aquella época, esta breve visión de la economía y la indus­tria de los "zohapilquenses"? La presencia de instrumentos pesados de molienda y reci­pientes de toba volcánica, la disponibilidad de recursos alimenticios durante todo el año, sugieren la existencia de formas permanentes y agrupadas de habitación.

 

Ahora bien, el elemento más fascinante de los niveles "Zohapilco" reside en el descubri­miento de una representación antropomorfa de barro cocido. Esta pequeña figurilla, en forma de fuste cilíndrico aplanado en su parte anterior, no tiene brazos. La línea horizontal de la frente embrionaria forma una T, con la nariz modelada y arqueada. Cuatro depresiones, de contorno algo rectangular, representan dos pares de ojos y es notable la ausencia de boca. La parte inferior de la silueta está constituida por un vientre protu­berante y dos piernas cortas y bulbosas.

 

¿Constituye este testigo del dominio de las primeras artes del fuego un objeto ligado a ritos de fertilidad o una representación asociada a enterramientos, como lo son las representaciones sin boca, "deidades mudas", en numerosas culturas del mundo? Es difícil contestar. Sea lo que fuere, esta figurilla, la más antigua encontrada hasta ahora en América Media, confiere a la fase "Zohapilco" una individualidad excepcional y una complejidad cultural acrecentada.

 

Hacia el 1.300 a. de C., con la cristaliza­ción del complejo cultural "Nevada", un mun­do aldeano plenamente agrario florece en las orillas del antiguo lago de Chalco. Los granos de polen de maíz de "Nevada" han duplica­do de tamaño respecto a los de la fase “Zohapilco”. Su presencia es mayoritaria en el inventario polínico.

 

La alfarería, abundante, presenta muchas afinidades con el complejo alfarero de la fase "Tierras Largas" de Oaxaca. Se encuentran las mismas formas y motivos decorativos pintados en rojo sobre fondo bayo. A esto se añaden recipientes bajos de base plana, color café oscuro o negro, decorados de moti­vos incisos tales como la decoración "en mecedora". Algunas ollas y cajetes están adornados de impresiones de uñas o modelados con secuencias de acanaladuras vertica­les. Varias figurillas presentan todavía algu­nos rasgos arcaicos que recuerdan la figurilla de la fase "Zohapilco", pero la mayoría reflejan la expresión plástica de un mundo na­ciente.

 

Sin ninguna duda, el complejo cultural “Nevada”, como las fases de “Tierras Largas” y “Ocos”, contienen en gestación los fun­damentos de progresos materiales y técnicos, así como de organizaciones sociopolíticas, prácticas rituales y creencias cosmogónicas de un tenor y complejidad nuevos.

 

El maíz es la planta nutricia de base. El conjunto social, agrupado sobre un territorio mas restringido, engloba ahora segmentos exentos de toda tarea agrícola: dirigentes políticos y religiosos dedicados a la administración de los excedentes agrícolas o a la orga­nización de los ritos y, sobre todo, un mundo de artesanos que constituyen el punto de apoyo de todos los desarrollos técnicos futuros.

 

Ahora bien, hacia el 1.200 a. de C., en Zohapilco y otros lugares del altiplano cen­tral, como en la región de Ocos, en el valle de Oaxaca y numerosos sitios de la zona del Golfo, están reunidas las bases necesarias para el vigoroso y repentino brote de la pri­mera alta civilización mesoamericana: la de los olmecas.

 

Cristalización del patrón cultural mesoamericano.

 

De hecho, entre 1.200 y 900 antes de nuestra era, existe un patrón cultural común -primera cristalización del mundo mesoamericano- que se extiende, como una capa homogénea, sobre gran parte de América Media. Esta expresión estilística unitaria, reflejo de modos de vida y creencias específicas, aparece en los sitios de la llanura cos­tera meridional del golfo de México, tales como La Venta, San Lorenzo, Tres Zapotes y Laguna de los Cerros, cuatro de las más antiguas capitales del Nuevo Mundo, en la fase cultural Ayotla, de Zohapilco-Tlapacoya, en la cuenca de México; en la de San José de Oaxaca; en la de Cuadros, de la costa pacífica de Chiapas y Guatemala, así como en numerosos sitios explorados en el transcurso de los últimos treinta años.

 

La alfarería común a todos esos sitios comprende, sobre todo, platos de base plana, botellones y cajetes, a menudo altamente pu­lidos, de color negro, bayo o bien recubiertos de un engobe, sea blanco, sea de un rojo profundo, obtenido a veces con hematita especular. Algunas vasijas negras ofrecen, como consecuencia de un procedimiento de coc­ción muy particular, un borde de color claro. Barros muy finos, hechos a base de caolín blanco o de ceniza volcánica gris, son ca­racterísticos. Esos recipientes están generalmente decorados de motivos abstractos, in­cisos o excisos; en U, en cruz, comas, doble espiral o motivos estilizados tales como perfil antropomorfo, ojos, garras y tallos vegetales. La decoración pintada, en rojo sobre bayo o rojo sobre blanco, representa motivos geométricos: fajas paralelas, triángulos, cua­dros en ajedrez. Las máscaras, las figurillas de barro cocido o piedra dura como la serpentina y la jadeíta, están delicadamente modeladas o esculpidas. Estas representaciones, de un realismo altivo o expresiones de un simbolismo enigmático, son siempre de una belleza plástica que nunca será superada en el arte mesoamericano.

 

Pero, ¿qué representan, qué significan aquellos motivos decorativos abstractos o altamente estilizados que siempre se encuen­tran en la cerámica, en los planos lisos de ciertas figurillas o en las finas hachas ceremoniales de jadeíta? ¿Quiénes son los personajes esculpidos sobre los monolitos de la costa del Golfo, grabados en las rocas de Chalcatzingo, Morelos; pintados en el interior de las cuevas de Oxtotitlán y Juxtlahuaca, en el estado de Guerrero?

 

No entrevemos más que parte de la respuesta.

 

El poderoso tema iconográfico central, omnipresente, iterativo, obsesivo es el del jaguar. En el arte gráfico se encuentran, ais­lados, estilizados e interpretados, sus colmi­llos, mandíbulas, ojos en almendra, garras y las manchas de su piel. Ubicuas también son las combinaciones, las superposiciones am­biguas hombre-jaguar, niño-jaguar o, más escasamente, jaguar-ave-serpiente. Este sim­bolismo movedizo y enrollado recubre un conjunto complejo de creencias míticas agrupa­das alrededor de algunos temas centrales.

 

Ciertos investigadores asimilan el jaguar, símbolo de fuerza, al poder político. Lo tienen por emblema numerosos personajes, quizá de ascendencia real, esculpidos en la piedra; símbolo de sagacidad, también es asimilado el jaguar a los poderes ocultos de los ma­gos e implicado en transformaciones shamánicas. Asociado con el mundo nocturno, subterráneo, las cuevas, las fuentes, es dis­pensador de la fertilidad terrestre. Frecuentes son las representaciones de cañas de maíz o plantas nutricias que brotan de las mandí­bulas o del surco frontal estilizado del felino. Sin duda, el jaguar es también la ima­gen, el desdoblamiento, la encarnación de diferentes deidades de la teogonía mesoamericana naciente.

 

M. Coe cree poder identificar represen­taciones prístinas de cuatro deidades mesoamericanas fundamentales en los finos grabados, en forma de jaguar antropomorfo, de la admirable estatuilla olmeca de piedra verde, descubierta, en 1965, en Las Limas (Veracruz). Cara a cara, tal vez en simbiosis de dos principios opuestos, primero Xipe, dios de la primavera, de la renovación, del retoño verde, y el dios del fuego; luego Quetzalcóatl, serpiente de plumas, héroe civiliza­dor, fuente de vida y conocimiento, y el dios de la muerte, de ojo cerrado y quijada descarnada. Sea lo que fuere, el mundo olmeca, primera gran civilización agraria americana, presenta, en su iconografía, un sistema religioso y una actividad ritual de singular complejidad.

 

Algunos aspectos del marco sociopolí­tico, realizaciones intelectuales, bases técni­cas y económicas que subyacen este conjunto de ritos y creencias los aclara el estudio de la organización de espacio y la audaz planeación arquitectónica de algunos sitios olmecas. Entre estas primeras metrópolis, más comparables a una capital (caput) que a una ciudad (urbs), San Lorenzo y La Venta son, quizá, las más relevantes. De ellas se trata en otro capítulo de esta obra.

 

El Altiplano central, en general, y la cuen­ca de México, en particular, fueron considerados, durante mucho tiempo, como una especie de "vacuum" cultural antes del florecimiento, entre 700 y 100 a. de C., de las aldeas de El Arbolillo y Zacatenco y de cen­tros ceremoniales como el de Cuicuilco, dotado, en su apogeo, de una masiva estructura arquitectónica circular de piedra, basamento de templo. La comprensión de la historia preteotihuacana de la cuenca de México fue, además, complicada por el hecho de que durante varios decenios, se pensó que el complejo cultural olmeca era intrusivo en las cul­turas aldeanas de El Arbolillo-Zacatenco. Los trabajos arqueológicos de estos últimos años, en varios puntos del Sur de la cuenca de México, han cambiado por com­pleto este panorama. En esta región, como en los sitios de la costa del Golfo, los nive­les olmecas se sitúan entre 1.200 y 900 antes de C. No se mezclan con los vestigios de la cultura El Arbolillo-Zacatenco, que aparecen en capas más altas de las secuencias estra­tigráficas.

 

En la cuenca de México, la época olmeca denominada fase Ayotla, y sus característi­cas ambientales y culturales han sido estudia­das hasta ahora sobre todo en el sitio arqueológico de Zohapilco-Tlapacoya; pero otros sitios de la cuenca, entre los cuales destaca Tlatilco por sus hallazgos, presentan comple­jos artefactuales nítidamente olmecas.

 

Durante la fase cultural Ayotla, que se desarrolló entre 1.250 y 1.000 a. de C., Tlapacoya representaba sin duda un foco polí­tico y religioso olmeca de gran importancia en el Altiplano central. Reúne varias carac­terísticas naturales que siempre aparecen revestidas de potencialidad mágica entre los pueblos antiguos del mundo. Era una isla, entidad sagrada, una montaña volcánica, cuya alta silueta erguida marcaba el amplio paisaje lacustre, un lugar de cuevas y ma­nantiales, posesiones y emanaciones de seres divinos, propiciadores de abundancia. Tlapacoya debió de atraer la devoción de toda una población campesina esparcida alrededor del antiguo lecho lacustre. M. Coe señala que ciertas vasijas, decoradas con motivos excisos, tales como la doble faja cruzada o garras de jaguar estilizadas, que abundan en Zohapilco-Tlapacoya, están siempre ligadas, Lorenzo y La Venta, con testimonios de actividad ceremonial.

 

Extensas zonas de la isla contienen, como en Tlatilco, entierros con ofrendas refinadas y restos de habitación de la época olmeca.

 

La pequeña estatuaria de cerámica nos ofrece una breve visión de algunas activida­des rituales desempeñadas en el sitio y sobre ciertos aspectos de los modos de vida. Las figurillas de arcilla modelada representan, a menudo, personajes masculinos. Su crá­neo muestra, con frecuencia, una deformación frontooccipital oblicua intencional. Está rasurado parcial o totalmente, o adornado de turbantes o tocado en forma de visera. Unos oficiantes de ceremonias llevan máscaras o adornos pectorales antropomorfos. Otras figuran participantes del juego de pelota -imitación sagrada de la trayectoria solar y del movimiento de los astros, caracterís­tica de todas las culturas mesoamericanas- y están revestidas de objetos distintivos ta­les como una cintura espesa, provista de un artefacto circular con depresión central, una especie de delantal, una cinta en los tobillos y muñecas, y tocados fantásticos, a veces decorados con motivos vegetales.

 

Una población importante de agricultores, pescadores, artesanos lapidarios, alfa­reros y cesteros vivía en Tlapacoya o gravi­taba alrededor del sitio. La proporción de instrumentos de molienda es muy elevada; el diagrama polínico revela una disminución de los bosques y una alta producción de maíz durante este período y la fase cultural epiolmeca siguiente, Manantial, entre 1.000 y 750 a. de C.

 

La densidad de la población, la existencia de ritos elaborados, la presencia de objetos artesanales de excelente calidad, tales como espejos de hematita, de rocas exógenas finas, tal como la jadeíta, tanto en Tlatilco como en Tlapacoya, subrayan la potencia económica y la cohesión política de los sitios del Altiplano central.

 

Nuestra breve exposición de un seg­mento de la prehistoria de los pueblos de América Media entre 5.000 y 750 a. de C. comprende un período crucial. En él se ve­rifica un contacto siempre más estrecho con el mundo vegetal, hasta la domesticación, mejora y mayor rendimiento de las principa­les plantas nutricias. La política de explota­ción y posesión del territorio se orienta hacia la vida fija en aldea y luego grupos de aldeas en simbiosis con un punto fuerte, la capi­tal residencia de una elite potente, erudita, transmisora de conocimientos matemáticos, astronómicos y calendáricos, creadora de un tiempo sagrado, instrumento normativo de los ritos y trabajos agrícolas de la población campesina circundante.

 

Este esquema centrípeto de cohesión cul­tural e interacción económica entre una capital política y religiosa, sede de actividades comerciales y artesanales elaboradas, y una constelación de comunidades aldeanas, capaz de proporcionar mano de obra y excedentes alimenticios, refleja de manera clara una mutación en los modos de vida. Con el surgi­miento del mundo olmeca, hacia 1.200 antes de nuestra era, la civilización mesoamericana ha nacido.

 

Bibliografía.

 

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6.            Introducción a las épocas preclásica y clásica.

Por: Ignacio Bernal

 

Pocas son las zonas del mundo en las que el hombre logró, a lo largo de su historia, lle­gar a esa cima de la sociedad humana que lla­mamos "civilización". La mayoría de los casos ocurrieron en el continente euroasiático y se refieren a civilizaciones en cierta forma ligadas entre sí, ya sea en su origen, ya en su desarrollo. En cambio, en América el hombre creó sólo dos civilizaciones autócto­nas, pues no tuvieron ninguna o poquísima ayuda exterior. De ahí su particular importancia: demuestran la inherente posibilidad del hom­bre hacia el ascenso y su básica igualdad.

 

El período al que estas páginas sirven de introducción ofrece una de esas dos historias ocurridas en la América precolombina: la eclosión y el florecimiento de la civilización mesoamericana. No vamos a relatar aquí sus etapas, que quedarán expuestas en los capí­tulos que siguen. En cambio, sí nos ocupare­mos de aquellos aspectos de orden general o particular que caracterizaron a Mesoamérica. Expondremos lo que significa una superárea cultural, así como los linderos geográficos que en distintos momentos alcanzó.

 

Por superárea cultural entendemos aque­lla región donde se desarrolló una cultura di­ferente de cualquier otra, con rasgos identi­ficables y definibles. Será, por tanto, una unidad inteligible. Por definición, una superárea está formada por la suma de áreas menores. Pero todas esas áreas -si realmente forman una superárea- no serán sólo vecinas o agregadas, sino que tendrán cuando menos dos características que las liguen: una base común y una historia paralela. En otras pala­bras, cuando se integró Mesoamérica, hace unos 3.000 años, todas esas áreas tenían des­de mucho antes rasgos comunes entre sí en mayor o menor grado, y se elevan a la ci­vilización a base de aquellos rasgos más antiguos. Por otro lado, a través de esos 3.000 años, todas las áreas, en grados dis­tintos pero reconocibles, tuvieron una historia propia e individual, aunque en continuo contacto entre sí, lo que contribuyó a formar una contradicción. Más adelante veremos estos rasgos y esas áreas.

 

Tal vez aclare el concepto un ejemplo to­mado de otra civilización más conocida: la de Europa occidental o el cristianismo occi­dental, como lo llama Toynbee. En este caso, su base común no es primitiva como en Me­soamérica, sino otra civilización anterior, la helénica. Dentro de esa amplia delimitación geográfica europea vemos claramente varias áreas que llamamos naciones o culturas na­cionales: Italia, España, Francia, Alemania, Inglaterra, etc. Obviamente hay muchas di­ferencias entre ellas, pero también es obvio que tienen innumerables semejanzas, sur­gidas unas del tronco común y otras de su larga historia paralela. La historia de Espa­ña o la de Francia son incomprensibles si se toman como relatos aislados. Sólo forma una unidad  inteligible el total de esas historias nacionales.

 

Lo mismo ocurre en Mesoamérica. Ma­yas, teotihuacanos, zapotecos o totonacos no vivieron aislados ni crearon cada uno su cul­tura. Hay un básico proceso de interrelación entre ellos que forma esa unidad inteligi­ble y esa historia paralela. Tienen un lejano tronco común y las tramas fundamentales de su historia civilizada son, en esencia, la in­terinfluencia de unas sobre otras y, por tanto, el conjunto de rasgos comunes a todas. Así, es necesario señalar aquí esta unidad que no captará fácilmente el lector que lea sólo algún capítulo de este volumen.

 

Por supuesto, similitud no significa iden­tidad. El menos conocedor distinguirá una pirámide de Teotihuacán de un templo de Palenque, así como no podría confundir la catedral de Chartres con la abadía de Westminster. Cada área tiene su propio perfil y sus elementos característicos. Las lenguas mesoamericanas son muy distintas, incluso pertenecen a familias separadas (de hecho, a casi todas las familias del continente nortea­mericano); la raza presenta considerables va­riantes y las diferencias del medio ambiente no pueden ser mayores, por lo que las plantas sembradas o recolectadas y los animales son algo distintos en cada región. Estos factores y seguramente otros más produjeron econo­mías, organizaciones y estéticas particulares. Unas áreas progresaron más que otras. Teo­tihuacán inventó el verdadero urbanismo; los mayas lograron un esplendor inigualable en el arte mesoamericano; los otomís, en cam­bio, no llegaron muy lejos.

 

Mesoamérica empieza a formarse, lo que equivale a decir a diferenciarse del resto de América, hacia fines del segundo milenio a. de C. Su historia como civilización termina en la primera mitad del siglo XVI. En esos dos milenios y medio la extensión de Mesoamérica cambió, como era de esperar, amplián­dose unas veces y reduciéndose otras. Además, una delimitación cultural jamás es pre­cisa y hay muchas regiones fronterizas que sólo a medias corresponden a la superárea. Así, en términos generales ocurre con Mesoamérica en diferentes momentos. Los límites que se conceden a esta superárea cultural no se adaptan a las divisiones políticas modernas. En efecto, sólo incluyen aproximadamente la mitad Sur del México actual, desde una gran curva que pasa al sur de los sistemas fluvia­les del Lerma y del Pánuco, pero, en cambio, se extienden hasta abarcar toda Guatemala, Belice y partes de El Salvador y Honduras en Centroamérica.

 

En esta zona tan vasta podemos reconocer una área fronteriza al norte y otra al sur que comparten rasgos con sus vecinos y sólo son, por tanto, mesoamericanas a medias. Aun dentro de Mesoamérica es evidente que hay más regiones mucho más profundamente mesoamericanas, que llamamos Mesoamérica nuclear, y otras -principalmente el occidente de México- que pertenecen a la superárea, pero en forma marginal. En ellas no  se hallan algunos de los rasgos más importantes que permiten hablar de una única civilización.

 

Mesoamérica nuclear está formada esen­cialmente por las áreas siguientes: al oriente, es decir, a 1o largo de la costa del Golfo, quedan la Huasteca, el Totonacapan y la zona olmeca, que termina aproximadamente en las modernas fronteras de los estados de Tabas­co y Veracruz. Al centro está la gran área náhuatl, de complicada. historia, centrada en los dos grandes valles del Altiplano (México y Puebla-Taxcala); incluiría la Teotlalpan, la región de Toluca y zonas circundantes. Los estados de Guerrero y Morelos, aunque bien distintos, forman otro grupo; Oaxaca es una vasta área que para que para simplificar dividiremos en dos: la Mixteca, incluyendo en ella varios otros grupos, y la región zapoteca, centrada princi­palmente en los valles centrales de Oaxaca, que se alargan hasta el istmo de Tehuantepec.

 

Al sur y oriente del istmo se extiende la zona maya en general. Puede considerarse en varias formas, pero aquí la dividiremos en tres partes: el área norte, que incluye Yucatán, el norte de Campeche y casi todo Quintana Roo; el área central, cuyo corazón es el Petén, y que se extiende desde Palenque hasta Copán; el área sur incluye los altiplanos y las costas de Chiapas y Guatemala. Toda­vía con mucho elemento maya, pero mezclado, están las áreas de El Salvador y la Ulúa-­Yohoa en Honduras.

 

Las diferencias entre las áreas no son sólo culturales. Una muy importante reside en el medio ambiente y, por tanto, en la ecología de cada una. Mesoamérica abarca casi todos los climas, pues, aunque situada en la región intertropical norte, por la gran varia­bilidad de alturas respecto al nivel del mar, debido a la rugosidad de su suelo, ofrece des­de nieves eternas en la parte alta de los volca­nes hasta cálidas costas. Posee asimismo zo­nas áridas, amplios valles fértiles y bosques de monte alto y de chaparral. Ya en un capítulo precedente se han expuesto con mucho más detalle todos estos aspectos y los referen­tes a la geología, la hidrografía, los climas, etc. Sólo se mencionan aquí porque, como  ya di­jimos, estos climas variables conducen obvia­mente a la posibilidad de contar con plantas y animales diferentes, y ello, a su vez, de activar el intercambio entre las distintas zonas, deseosas de conseguir aquellos elementos que no pueden producir dentro de ellas.

 

En el mundo físico cambian los animales no domesticados pero útiles, así como las plantas; ello obliga a diferentes tipos de cacería, de pesca o de recolección. Pero más importante que todo esto son los distintos tipos de agricultura, de los cuales dos son esenciales: el primero y más antiguo es la agricultura de temporal en la que el hom­bre desarrolló los cultivos que formaron la base de su vida y de su economía; el segundo tipo, que más bien corresponde a los valles del Altiplano, comprende la irrigación y en muchos casos la construcción de terrazas en las faldas de los cerros para ampliar así las posibilidades agrícolas.

 

Establecidas estas diferencias, queda un saldo cultural indiscutible, que es, precisamente, el que forma a Mesoamérica.

 

De todas las plantas cultivadas, el maíz es con mucho la más importante y en sus dis­tintas variantes se cultivó en todas partes, llegando a constituir la base misma de la ali­mentación. Fue tal su importancia que des­bordó los límites de la economía y se convir­tió en la planta divina, en el don de los dioses y, en muchas formas, en la representación del propio cuerpo del hombre, de la carne humana. Una serie de poemas, aunque mucho más tardíos, reflejan ancestrales actitudes sobre el maíz, que tal vez se remonten a la época clásica.

 

¡Que yo me deleite, que no perezca! Yo soy la mata tierna del maíz;

una esmeralda es mi corazón.

El oro del agua veré.

Mi vida se refrescará;

el hombre primerizo se robustece.

¡Nació el que manda en la guerra! Yo soy la mata tierna del maíz;

desde tus montañas

te viene a ver tu dios.

Mí vida se refrescará;

el hombre primerizo se robustece.

¡Nació el que manda en la guerra!

 

A la semilla que trajeron los dioses, le siguen en importancia el frijol, la calabaza, el chile, muchos frutos cultivados y numerosas hierbas olorosas que daban sabor a la comida y variedad a los platos. Aunque limitado en su distribución geográfica, ya que sólo se da en condiciones especiales, sería muy valioso el cacao, con el que se hace el chocolate. Es una de las plantas americanas que más éxito han tenido en todo el mundo hasta nuestros días.

 

Mencionemos también el algodón, que permitió hilar todas las finas telas desgracia­damente desaparecidas, pero que debieron de ser muy suntuosas. Empleaban asimismo fi­bras de agave para telas más burdas y para cuerdas, redes y otros usos. Importante, más ahora que antes, es el tabaco, también hoy de uso universal para deleite y perjuicio del fumador, pero que en el México prehispánico tenía más bien funciones ceremoniales y me­dicinales y no parece haber constituido, como entre nosotros, un hábito del que no podemos liberarnos.

 

La única bebida embriagante conocida, también se supone inventada por los dioses: es el pulque No sabemos exactamente cuándo se inicia su elaboración, pero ya hay leyen­das de la época tolteca que nos hablan de él y lo vemos representado en  códices pictográficos y en algunos frescos murales, como en Cholula. Hay además innumerables hier­bas medicinales, muchas de ellas aún utili­zadas, cuyas propiedades curativas eran lo suficientemente conocidas y bien aplicadas como para confirmarnos la idea de que en el siglo XVI la medicina herbolaria en Mesoamérica era superior a la europea.

 

Mientras, como hemos visto, el uso de plantas domésticas o silvestres era extraor­dinariamente abundante, la lista de los animales domésticos es más bien reducida. El más interesante es el guajolote, que se ha conver­tido en nuestro pavo navideño. Solía comerse también un tipo de perros pequeños que se engordaban ex profeso; asimismo se reco­gía la miel de las abejas. Por lo demás, toda la carne, en general escasa y que, según nos informan varios documentos, sólo era comida por los jefes, y eso cuando la conseguían, provenía de la caza o de la pesca. Además se recolectaban innumerables pequeños anima­les o insectos: chapulines, ranas, moscos, y en el lago de Texcoco una especie de planc­ton lacustre que, según análisis modernos, tiene enormes propiedades nutritivas. Esto no quiere decir que constituyera una comida muy apetecible.

 

Con el tiempo, cuando menos para el pe­ríodo final, del que más sabemos, se había alcanzado una cocina bastante refinada, que incluía numerosos platos con salsas, casi todas a base de chile, y que, según fray Ber­nardino de Sahagún, eran deliciosas. Pero esto debe referirse a la comida de los nobles o de los citadinos; el campesino se alimenta­ba básicamente de las plantas mencionadas, cocinadas en forma bastante rudimentaria. Las tortillas, hoy tiesas y mecanizadas, eran hasta hace poco deliciosas. Se lograban me­diante una serie de procesos relativamente complicados.

 

En toda la Mesoamérica civilizada habían aparecido ya ciudades con un patrón urbano en ocasiones muy avanzado, como en los valles del Altiplano, a veces más confuso, como en las tierras bajas y en la mayor parte del área maya. Sin embargo, en todas partes hay una urbanización que podemos llamar citadina y que ubica dentro de los límites de la ciudad, los templos, los palacios y las casas del pue­blo. Con mucho, el gran esfuerzo arquitectó­nico y estético se dedicó a los edificios religiosos y así, por muy distintos que sean sus detalles, son imponentes estructuras de piedra, casi siempre con el templo colocado so­bre una alta base piramidal.

 

Largamente se ha discutido sobre la exis­tencia o no de verdaderas ciudades. Es indu­dable que Teotihuacán o Tenochtitlan lo eran, y en muchos otros casos una mayor informa­ción reciente ha demostrado que así ocurría. Sin embargo, el grado de urbanismo evidentemente no era el mismo en todos los lugares y es curioso que. precisamente los grandes centros mayas, con su refinadísima arquitec­tura, son los que parecen tener un grado me­nor de urbanismo. Se ha dicho que son sola­mente "centros ceremoniales", donde vivían los sacerdotes y los jefes y se congrega­ba el pueblo de las zonas cercanas para asistir a las fiestas o a los eventos públicos. En ese caso no vivían allí mismo y, por tanto, el centro no formaría una verdadera ciudad, habitada por distintos grupos pertenecien­tes a las diferentes clases sociales. Aunque esto posiblemente ocurre en algunos casos, cada vez parece más evidente que fueran verdaderas ciudades, aun cuando construidas con un patrón disperso y, por tanto, bien diferente del patrón compacto que aparece en Teotihuacán.

 

A partir de Teotihuacán, el sistema cons­tructivo a base de talud y de tablero, aunque con numerosas variantes, también se ve en muchos lados. Sólo el área maya se diferen­cia, lo que no quiere decir que en ella no se encuentren monumentos con estos elementos. Toda la arquitectura es de piedra, con frecuencia bellamente cortada y adornada con relieves a lo largo de los paneles. Aparte de la piedra, fue de uso común el estuco para revestir las fachadas de los monumentos y sus muros interiores y a veces para hacer esculturas. Es rarísima la aparición del ladrillo, pero, en cambio, muy frecuente el uso del adobe, sobre todo en las construcciones más modestas.

 

La planta de las casas principales, a pesar de sus numerosas variantes, consiste, por lo general, en habitaciones agrupadas alrededor de un patio o a lo largo de una plataforma. Los cuartos sólo tienen la puerta de entrada, sien­do la idea de la ventana casi totalmente desconocida; por ello resultaban oscuros y eran más bien largos y angostos. Con mucha fre­cuencia, el conjunto de una casa, sobre todo a partir de la época clásica, forma una unidad encerrada en sí misma y con sólo una puerta de acceso a la calle; es decir, la vida fami­liar transcurría hacia dentro. Las casas más modestas y, sobre todo, de tipo rural eran más abiertas y los elementos que las comple­taban, como el granero o el temazcal (baño de vapor), formaban cuartos separados, pero in­cluidos dentro de una área generalmente limi­tada por bardas de piedra o de plantas. Estos temazcales se encuentran en casi todos lados y no solamente servían  para la higiene, sino que se suponía podían curarse allí algunas enfermedades.

 

Otro elemento arquitectónico caracterís­tico de Mesoamérica son las canchas para el juego de pelota. Las hay enormes y muy suntuosas, y otras más sencillas, pero todas se refieren evidentemente a este depone, con mucho el más popular y, hasta donde podemos juzgarlo, el más antiguo en Mesoamérica. Hay distintas formas de ese juego, pero su difusión y éxito estriban seguramente en el conocimiento del hule y en la posibilidad de extraerlo de los árboles para hacer con él pelotas que botaran. Es obvio que, sin este elemento, el juego de pelota no ofrece mayores posibilidades.

 

En cuanto a los objetos materiales que el arqueólogo puede hallar aún, existen tam­bién numerosos parecidos entre las áreas de la Mesoamérica nuclear. Con diversos grados de éxito estético, que van desde verdaderas obras de arte hasta burdas representaciones, en todas partes se hicieron bajos relieves o esculturas de piedra generalmente asociadas a edificios. Lo mismo ocurre con la pintura mural, que en todas partes empleaba los mis­mos colorantes minerales y las mismas técnicas de pintar, por mucho que el resultado variara enormemente, según la habilidad de los artistas.

 

Desde los tiempos olmecas surge una refinada lapidaria particularmente en jade, con el que se hacían figurillas y numerosos ador­nos personales también comunes a toda Me­soamérica: orejeras, collares, pulseras, pecto­rales. Diversos objetos pequeños servían para adornar las mantas de algodón o los to­cados, a veces muy elaborados, hechos de este mismo material o de pieles de animales. Asimismo las plumas eran muy buscadas, particularmente las de quetzal, que se tenían en gran estima. El arte de la plumaria tam­bién se desarrolló considerablemente, hasta lograr verdaderas pinturas en pluma utilizando hábilmente los colores de distintas aves.

 

La cerámica era de uso común y las for­mas básicas de ella son casi siempre las mis­mas en todos lados, aunque cada área tenía sus estilos propios y sus maneras de deco­rar las vasijas. No sólo encontramos cerámi­ca de uso común para la cocina o las necesi­dades caseras, sino la gran cerámica fina para usos ceremoniales o para acompañar a los muertos en su viaje al otro mundo.

 

Ya que por su material no se han conser­vado, poco sabemos de los tejidos, los ca­nastos y otros objetos hechos con fibras o con palma, que eran de uso común. En cam­bio, tenemos otros necesarios para la casa o para el trabajo, como metates, comales, mol­cajetes, bancos o implementos de piedra, de obsidiana y, en los últimos siglos, aunque más escasos, de metal.

 

La metalurgia surgió muy tarde en Me­soamérica, tal vez después del año 900. Sin embargo, se fabricaron, especialmente en oro, magnificas joyas utilizando varias técnicas y aun la más avanzada de todas, llamada de la "cera perdida". En cambio, no tuvo amplia aplicación para armas o implementos. Así vemos que hasta el fin los cuchi­llos, las puntas de flecha o de lanza eran casi siempre de piedra. Entre las armas, la más antigua y de mayor difusión fue el atlatl o lanzadardos, común a toda América; sólo más tarde apareció el arco. Había también el mazo y una arma muy peligrosa que consistía en una especie de espada de madera, en la que estaban incrustados fragmentos muy filosos de obsidiana.

 

Desde tiempos remotos y en todas las partes del mundo el hombre entierra a sus muertos con mayor o menor pompa. En Mesoamérica, en la época que nos ocupa, se construyen, sobre todo en algunas áreas como el valle de Oaxaca, innumerables tum­bas de piedra  que son verdaderos edificios subterráneos. En cierta manera, el muerto se convertía en un dios, puesto que iba a morar con los dioses, creencia que seguramente pro­pició el gran desarrollo necrofílico que adver­timos. La tumba de Palenque es particularmente suntuosa, pero no única.

 

Aunque resulta difícil hablar con seguri­dad de la organización social mesoamericana en la época a que este volumen se refiere, sí podemos entrever algo y en determinados ca­sos utilizar información que, aun correspondien­do a períodos más tardíos, parece aplicarse a estos más antiguos. Es evidente que el núcleo central era la familia, a su vez reunida en lo que en náhuatl se llama calpulli y que los cronistas españoles tradujeron por barrio. Traducción que no es inexacta, ya que el calpulli comprende dos elementos básicos: el nacimiento y la propiedad comunal de ciertas tierras. Así, el miembro del calpulli ha na­cido en él o pertenece a él por matrimonio, y al mismo tiempo vive en un lugar fijo y uti­liza tierras especificas propiedad de aquél.

 

Sobre esta organización básica se van diferenciando las clases sociales, que en esen­cia son dos: los nobles y los plebeyos. Los plebeyos son los miembros del calpulli, y los nobles la clase superior, que no sólo gobierna, sino que asume los puestos sacerdotales y militares reservados a la jerarquía. Dentro de esta clase encontramos varios grupos con distintos niveles de importancia. En lo alto estaría la familia reinante e inmediatamente después los principales sacerdotes y los jefes de los ejér­citos. En posición intermedia aparecen los comerciantes, que en grandes expediciones trajinan toda clase de mercaderías.

 

Es indudable que para esas épocas ya no estamos en presencia de tribus, sino de na­ciones. Ya existe toda una organización polí­tica, que en varios casos ha llegado aún más allá, hasta formar imperios. Por imperio se entiende la nación que domina a otras y les exige tributo y ciertas prestaciones. De hecho, ese tributo es indispensable si queremos explicarnos la acumulación de gente que vive en ciudades que por si solas serían incapaces de alimentarse. No olvidemos además la bajísi­ma tecnología de toda esa civilización, que nunca parece haberse interesado en el desa­rrollo tecnológico, exactamente al contrario de lo que hoy ocurre con nosotros.

 

Y es que su verdadero interés espiritual y temporal estaba centrado alrededor del ceremonialismo. En Mesoamérica todo era cere­monia, no sólo, como podíamos imaginarnos, en los aspectos religiosos,  sino aun en los más sencillos de la vida diaria. La vida del mesoamericano estaba envuelta en prácticas ceremoniales y en gran parte dependía de ellas.

 

Hay millones de figurillas de barro y oca­sionalmente de piedra que proceden, cuando menos, del preclásico inferior. Por regla gene­ral son femeninas; se cree que están relacionadas con la fertilidad no sólo humana, sino de la naturaleza y especialmente de la agricultura. Sobre ese estrato antiguo, en el mundo olmeca surgen una serie de dioses reconoci­bles y caracterizados por sus vestidos, sus adornos o la máscara que llevan, ya no figu­rillas anónimas. Con el tiempo se multiplica el panteón, hasta disponer de gran cantidad de divinidades tanto masculinas como femeninas que incluso hoy podemos identificar.

 

Pero lo importante desde el punto de vis­ta de la unidad de Mesoamérica es que buen número de esas divinidades son las mismas en todas partes, por mucho que lleven nom­bres distintos según las lenguas habladas o que el estilo de su representación varíe, pero no así sus elementos característicos. El dios del agua, el Sol, la Tierra, que es la madre; la Luna, el dios del viento y del planeta Venus y muchos otros son comunes a todos los pue­blos y a todas las áreas de la Mesoamérica nuclear.

 

Si a estas deidades similares unimos la existencia también en todo lugar de templos con características básicas idénticas podemos concluir que se trata de una sola religión, a pesar de las modalidades que pueda presentar en todas partes. Posiblemente es una situa­ción similar a la del cristianismo, que, aunque dividido en Iglesias distintas, algunas muy antiguas y otras más recientes, tiene una unidad de creencias y parte de una base común.

 

Menos sabemos sobre los ritos y las ceremonias que propiamente nos son conocidas en épocas más recientes. Sin embargo, todo indica que algunas costumbres religiosas, como el sacrificio de ciertos animales y más aún el sacrificio humano, se encuentran en escalas variables en casi todas partes. El sacrificio humano tiene una relación intima con la guerra, ya que la víctima más aceptable para los dioses era el prisionero conseguido en batalla. No por eso es menester que concluya­mos que todas las guerras tenían fines reli­giosos. Más bien eran de tipo comercial o francamente imperialista.

 

Aunque con variantes, el sacerdocio cons­tituía en todas las áreas un grupo de tipo profesional dedicado a la religión y generalmen­te de gran prestigio. Este provenía no sólo de su relación con los dioses y de los poderes proféticos que se atribuían al sacerdote, sino también de que era quien poseía los conoci­mientos superiores. En sus manos estaban la escritura, el calendario, la astronomía, la me­dicina y aun la educación superior.

 

En Mesoamérica nuclear la escritura aparece hacia mediados del primer milenio antes de Cristo. De entonces sólo conocemos inscripciones en piedra, tal vez porque no se ha­yan conservado los jeroglíficos en madera. Posteriormente se muestra también en pin­turas murales, en cerámicas y más tarde en los famosos libros pictóricos que llamamos códices, que se escribían en todos los lugares.

 

Los temas de estos libros eran principalmente dos: el religioso, referente a los dioses y al calendario, que servía también para señalar la fortuna de cada individuo, y el tema histórico, al que los mesoamericanos daban gran importancia. Estos libros relataban la historia dinástica de diversos reinos y men­cionaban el nacimiento, los matrimonios, los actos principales de la vida y la muerte de los jefes.

 

Había mapas geográficos y, cuando menos en el Altiplano, libros de cuentas que registraban los tributos de  los pueblos con­quistados.

 

En Mesoamérica regía un doblez calenda­rio, el solar, de 365 días, y el ritual, de 260. La combinación de ambos, es decir, el momento en que volvían a empezar, formaba un ciclo de 52 años, que podemos equiparar a nuestro siglo. Sobre este sistema básico, los mayas y sus antecesores en el mundo olmeca habían descubierto una anotación más precisa que llamamos de la Cuenta Larga. Se distin­gue por contar los días uno tras otro desde una fecha más o menos mítica, fijada en el re­moto pasado. Este sistema implicaba núme­ros muy extensos, que llegaban a 1os millones, y, más importante aún, el conocimiento y la utilización del cero, sin el cual hubiera sido imposible numerar por posición.

 

El calendario y la escritura están ciertamente unidos, pero el primero no es posible con la precisión que alcanzó sin un conocimiento astronómico bastante avanzado. Así, no sólo el período lunar, más fácil de enten­der, sino el solar, habían sido medidos con considerable exactitud. En los cómputos astronómicos también se tenían en cuenta el movimiento de algunas estrellas y, sobre todo, del planeta Venus, cuyas curiosas y simuladas apariciones y desapariciones produ­jeron todo un complejo místico, tal vez relacio­nado con la idea de la dualidad esencial en la religión mesoamericana. Esta dualidad es fí­sica en el sentido masculino y femenino y en cierta manera diviniza todas las cosas dobles, como los gemelos. Se refiere también al bien y al mal, al día y a la noche, es decir, a lo igual y a lo opuesto.

 

Toda la larga lista de elementos que he­mos mencionado en estas páginas forma, aunque escuetamente señalado, el complejo cultural que llamamos civilización mesoamericana. Numerosos elementos son exclusivos de Mesoamérica, pero muchos otros los com­parte no sólo con sus vecinos del norte o del sur, sino también con otros pueblos bastante más lejanos. Sin embargo, en ningún otro lugar se encuentran agrupados en la forma mesoamericana. Todo ello da a Mesoamérica una individualidad y una personalidad como las que hallamos en toda civilización, de tal manera que resulta inconfundible con cual­quier otra área cultural.

 

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7.            Las culturas preclásicas del México antiguo.

Por: Román Piña Chan

 

Antecedentes.

 

En la evolución cultural del México pre­colombino, en el desarrollo de la población indígena prehispánica, que fue la base del mexicano actual, hubo una etapa en que los primitivos recolectores y cazadores llevaban una vida nómada; subsistían de la recolec­ción de plantas y animales en forma aleatoria; poseían pocos artefactos; se organizaban en bandas y tenían una cultura sencilla, aunque algunos grupos comenzaron a hacer experi­mentos con el cultivo de ciertas plantas nati­vas, lo cual desembocaría en la agricultura incipiente, base de las futuras comunidades aldeanas.

 

Aquellas bandas, menores o mayores se­gún las potencialidades de su ambiente, te­nían una organización familiar en la que el jefe era el individuo de más experiencia para la obtención del alimento. Si bien sus pobla­dos eran dispersos y temporales, especialmente las cuevas y los abrigos rocosos, donde también podían enterrar a sus muertos, algu­nos grupos se volvieron cazadores o recolec­tores especializados y desarrollaron mejores implementos para esas ocupaciones, lo mismo que para el tejido y el trabajo de la madera.

 

Cuando algunos grupos comenzaron a experimentar con el cultivo de ciertas plan­tas nativas que recolectaban (amaranto, maíz, guaje o calabazo, frijol, etc.) y crearon una agricultura incipiente, las bandas se fueron fragmentando en familias semisedentarias que vivían de la recolección y la caza estacional en determinados territorios, con la adición de un bajo porcentaje agrícola en su dieta alimen­ticia. Entonces se hizo más común el pobla­miento en lugares abiertos y la construcción de las primeras viviendas, algunas semisubterráneas. Así fue surgiendo el matrimonio exó­gamo y el tabú hacia el incesto (lo sobrena­tural era la experiencia constante), se sentaron las bases para una vida comunal, prosperó la tecnología y a la vez se fueron estre­chando los lazos sociales por las interrela­ciones entre la gente.

 

La agricultura fue una revolución en la producción alimenticia, pues dio mayor se­guridad a la vida del hombre; facilitó el crecimiento de la población; permitió la vida en aldeas por la necesidad de atender a los cultivos y provocó una serie de sencillas cul­turas originales que se apegaron a su propia tradición; o sea que con las aldeas se afianzó el sedentarismo, la producción de alimentos, las viviendas y poblamientos estables, la comunidad u organización multifamiliar y tam­bién los clanes totémicos, el chamanismo y la magia.

 

Los grupos aldeanos adoptaron una actitud distinta frente a su universo, pues dependían de otros medios; crearon otro tipo de sociedad, pensaron diferente; y así surgie­ron las prácticas mágicas para la explicación y control de lo sobrenatural, el culto a los antepasados y las festividades agrícolas, la experiencia de los ciclos agrarios. A la vez se generalizaron ciertas reglas sociales, como la obligación de cultivar el suelo; se fueron diferenciando los individuos por sexo y edad, se establecieron los ritos de pubertad, la autoridad familiar y tal vez los consejos de ancianos o de jefes de prestigio para la deci­sión de las empresas y asuntos colectivos.

 

En la costa, los grupos se dedicaron a la pesca, caza de animales marinos y recolec­ción de moluscos, mientras que en las tierras favorables del interior la gente se dedicó a la agricultura, caza y recolección; pero pronto aumentó la población y proliferaron las aldeas, con el consiguiente contacto entre las comuni­dades agrícolas y pescadoras, originándose los intercambios de productos alimenticios, de cerámica y de materias primas, lo mismo que la transmisión de ideas, de plantas y de modos de cultivo.

 

Con el tiempo se multiplicaron las economías autónomas que aseguraron la cohesión y durabilidad de las comunidades aldea­nas; aumentaron los recursos alimenticios y la población; se organizó mejor la sociedad y la tierra pasó a ser propiedad familiar; se intensificaron los intercambios o trueques; y poco a poco algunas aldeas se fueron con­virtiendo en focos de integración regional, en los cuales se comenzó a concentrar la ri­queza y los medios materiales existentes, transformándose en centros ceremoniales; o sea que algunas aldeas rebasaron el plano de. la autosuficiencia y autonomía y comen­zaron a obtener o producir excedentes, lo cual les permitió pasar al nivel de los primeros centros ceremoniales, con aldeas campesinas por sus alrededores.

 

En esos centros, la economía se basaba en una agricultura intensiva -gracias a una irrigación sencilla por medio de canales y por el terraceado- complementada con la caza, pesca, recolección, intercambio de productos artesanales y excedentes en mano de obra y alimentos proporcionados por las aldeas sujetas al centro; allí surgieron nuevas herramientas y técnicas, entre ellas las destinadas a la arquitectura y escultura en piedra, a la navegación y a las artesanías; y también nació una teocracia que atendía al gobierno de la sociedad y promovía los cultos a los dioses agrarios y las festividades, lo mismo que las construcciones religiosas y conoci­mientos como el calendario, numeración y escritura jeroglífica.

 

Así, de lo expuesto hasta aquí vemos que en la evolución del México antiguo hubo un tiempo en que surgieron las aldeas agrí­colas y pescadoras como una forma de vida generalizada, algunas de las cuales se transformaron en centros ceremoniales de ma­yor complejidad cultural, que permitieron a su vez el nacimiento de las grandes civili­zaciones; y por ello el período de las aldeas y el período de los centros ceremoniales constituyen el "horizonte de las culturas preclá­sicas", llamadas así por haber sido anteriores a las altas culturas o civilizaciones del hori­zonte clásico.

 

Pero tanto el término de preclásico como el de clásico se refieren más bien a un orden temporal o cronológico de esas culturas, no explican convenientemente la dinámica inter­na de esas sociedades: su modo de vida, su economía, la organización, el poblamiento, etcétera; y por ello, aunque globalmente se pue­den denominar "preclásicas" las culturas que trataremos, aquí nos referiremos a ellas como “comunidades aldeanas” y como "pueblos teocráticos", que fueron formaciones socioeconómicas distintas, una anterior a la otra, pero que llegaron a coincidir en un tiempo determinado.

 

El sudeste de México

 

Las comunidades aldeanas.

 

Antes de que se integrara el área cultural que hoy conocemos como Mesoamérica, es decir, hacia el año 2.000 antes de la era cristia­na, el amplio territorio que se extendía desde el río Grijalva, en Tabasco, hasta Centro y Sudamérica estaba ocupado por una serie de grupos humanos que, aunque distintos en algunos logros culturales y lenguas, casi te­nían una tradición de vida común.

 

Esta tradición de vida se basaba fundamentalmente en la caza, pesca y recolección, aunque algunos eran también agrícolas inci­pientes; tenían viviendas semisubterráneas y recipientes de piedra; habían domesticado al perro y poseían artefactos como puntas de proyectil, anzuelos, redes, machacadores, etcétera; pero en México se había desarrollado el cultivo del maíz o agricultura de siembra, y en Colombia y Venezuela, la yuca o mandio­ca, que se plantaba, así como una tradición alfarera en México y otra en Sudamérica.

 

Así, en el valle de Tehuacán y en El Caballo Pintado, Puebla, lo mismo que en Puerto Márquez, Acapulco, Guerrero. hacia 2.400 - 2300 a. de C. hay una cerámica con desgra­sante de arena, tosca y cafetosa, con la super­ficie cuarteada y con hoyitos, como marca de viruela (Pox Pottery); mientras que en Colombia y Ecuador hay una cerámica más tem­prana, tal vez desde el 3.000 - 2.800 a. de C., bien acabada y con excelente decoración, en la que se distinguen la impresión de cuerda y de tejidos, el estampado de mecedora o rocker­stamp, la incisión fina y la excisión o excava­do, el punteado o punzonado, la impresión de uña, tiras sobrepuestas y otras técnicas más.

 

Como decíamos, hacia 2.000 a. de C., tan­to México como Centro y Sudamérica cuen­tan con una serie de aldeas rurales y pescado­ras que van desarrollando sus culturas origi­nales, apegadas a sus propias tradiciones; pero pronto comienza a observarse una gran proliferación de los grupos, aunado a una gran movilidad de los mismos, o sea que se van estableciendo los contactos y la interac­ción entre las gentes, acelerándose los inter­cambios culturales y la difusión de las ideas.

 

Así, en Altamira, Chiapas, aparece repen­tinamente la cerámica con influencias de Ma­chalilla, Ecuador, y tal vez de Colombia; se producen tecomates con surcos o incisiones que imitan gajos de calabaza, lo mismo que platos de base plana, cuencos sencillos y va­sos con motivos incisos, de color rojo pulido, rojizo, negro y gris, es decir, monocromos; y por aquella época (1.600 a. de C., fase Ba­rra) Altamira era una aldea cercana al mar, que dependía de la pesca y recolección ma­rinas, pero que tal vez adoptó también el cul­tivo de la yuca.

 

Según Green y Lowe (1967), los de Altamira contaban con recipientes de piedra en forma de cuencos de base plana o semies­féricos y tecomates, lo mismo que con las­cas de obsidiana que pudieron servir como raspadores de yuca; y pudo tratarse de un grupo de base precerámica que adoptó la alfarería que venía de Sudamérica, duplicando en el barro las formas de sus recipientes de piedra, lo mismo que la yuca.

 

Lo anterior tiene gran importancia por las implicaciones que tal difusión tuvo en la formación de la cultura olmeca, como vere­mos más adelante; y entre 1.500 y 700 a. de C. ya existen sitios como Altamira, Mazatán, Izapa, Chiapa de Corzo, Padre Piedra y otros de Chiapas, lo mismo que Edzná, Campeche; Cenote Maní y Dzibilchaltún, Yucatán; Cobá, Quintana Roo, etc., que eran aldeas agrícolas y pescadoras autosuficientes en pleno desa­rrollo.

 

Por estos tiempos se intensifica la ocupación de las ríos y la costa, de los lugares ele­vados y de los valles, en donde había condi­ciones favorables para la agricultura, caza, pesca y recolección; y los grupos rurales de­pendían principalmente de los cultivos del maíz, calabaza y frijol, cuya siembra se hacía por el sistema de roza o milpa; así como em­pleando el bastón plantador, hachas de piedra, tal vez azadas de madera y desmontando par­tes de los bosques con ayuda del fuego.

 

Además de la agricultura, estos grupos practicaban la caza y recolección como acti­vidades que completaban su dieta alimen­ticia, excepto en los aldeanos pescadores, que dependían principalmente de la pesca, re­colección y caza; y las poblaciones, reduci­das en número de habitantes, se agrupaban en aldeas compuestas de varias chozas de materiales perecederos, algunas de las cuales descansaban sobre plataformas o tenían ci­mientos de piedra.

 

En el utillaje de los grupos aldeanos ha­bía puntas de proyectil para la caza de ani­males menores, hechas de obsidiana; metates, morteros y manos para la molienda, hechos de piedra; raederas o raspadores para el tra­bajo de las pieles y el corte; navajas de obsidiana, hachas de piedra, pulidores de ce­rámica, punzones y agujas de hueso, lanzadardos, canoas, redes, petates y otros implementos, y algunos artefactos se hacían con materias primas que se intercambiaban o se adquirían ya hechos por medio del trueque.

 

Desde luego, ya se conocía el algodón, el maguey y otras fibras vegetales para el tejido de las prendas de vestir y algunos tocados de la cabeza; se trabajaba la concha y el caracol marino, lo mismo que el hueso, el jade y la madera, a veces para obtener los or­namentos, y ya se conocía la mutilación den­taria y deformación craneal.

 

La principal artesanía era la alfarería y el modelado de figurillas, pues abundan las ollas sencillas para el servicio doméstico, a veces con gajos que imitan a las calabazas, lo mismo que cuencos esféricos o de silueta compuesta, platos, botellones, vasos y patojos; a la vez que se hacían vasijas-efigies antropo y zoomorfas, recipientes con vertedera sencilla, vasijas miniatura y braseros o incensarios con tres picos en el fondo, para quemar el copal. En general, los soportes son raros y, cuando los hay, son cilíndricos altos o en forma de botón.

 

Algunas vasijas son de color café, blan­co, rojo, naranja, gris, amarillento y cremoso; otras son rojo sobre blanco, negro sobre blan­co y rojo sobre amarillento, todas bien puli­das; y también había una cerámica negra con bordes blancos o con manchas blancas y mo­tivos decorativos, principalmente geométricos, hechos por las técnicas de la incisión, excava­do, acanalado, estampado de concha, impre­sión de cuerda, punzonado, impresión de uña, fileteado, modelado y con pintura iri­discente.

 

Las figurillas eran modeladas a mano, con los ojos perforados por lo general; y también hacían sellos de barro, planos o cilíndricos; máscaras pequeñas; sonajas, silbatos zoomor­fos y bolas de barro.

 

Por estos tiempos ya existía la división del trabajo por sexo y edad, si bien todavía no completamente institucionalizada, pues había agricultores, cazadores, pescadores, alfareros, lapidarios, tejedores, cesteros, car­pinteros y personas dedicadas a otras activi­dades sencillas, generalmente complementa­rias a las tareas de obtención de los alimentos y realizadas por ambos sexos; y todos o la mayoría de esos individuos integraban una comunidad multifamiliar gobernada por personas de prestigio y experiencia, entre ellos chamanes, brujos o hechiceros.

 

Así, en el orden de sus creencias, las sociedades de aquellos tiempos han de haber tenido un culto a las fuerzas de la naturaleza, de carácter mágico y relacionado con la tierra, el agua, la agricultura y la vegetación; lo mismo que con la muerte y los antepasados; ello motivó el desarrollo de las prácticas mor­tuorias, según las cuales se enterraban los ca­dáveres en las formaciones troncocónicas o graneros abandonados, o en fosas excavadas en el suelo, en posición extendida o flexiona­da y con acompañamiento de alimentos, joyas y objetos para la otra vida.

 

Como decíamos, las influencias de la tra­dición alfarera que venia del Sur, vía costa del Pacifico, penetró en México cuando me­nos desde hacia 1.600 a. de C., ya que en Al­tamira, Chiapas, aparecen los tecomates rojos con surcos como gajos de calabazos, la cerámica negra con zonas delimitadas por incisión y con punzonado, las vasijas con impresión de cuerdas y los motivos incisos en cuadrícula; a la vez que hacia 1.500 a. de C. (fase Altamira-Ocós) ya hay una cerámica negra y otra blanca, con motivos excavados o excisos, con impresión de uña y otras modalidades, que son semejantes a las del sitio de Ocós de La Victoria, Guatemala, y a la de algunos lugares del valle de Eda, Oaxaca.

 

Así, y aunque de manera hipotética, podemos decir que esa tradición alfarera sureña-costeña fue la base para la formación de la cultura olmeca; que junto con ella vinieron otros elementos culturales como el concepto de las figurillas con ojos y boca incisa, de­formación de la cabeza y peinados combina­dos con una parte rapada, tal como se ve en las figurillas de Valdivia, Ecuador, lo mismo que la práctica de la navegación  en bal­sas o canoas por la costa, el conocimiento de la yuca y la técnica de plantar, tal vez el juego de la pelota, los sacrificios por medio del corte de cabezas y manos, la brujería, etc.; que todo ello, hacia 1.500 a. de C., va siendo adoptado por algunos grupos aldeanos de la costa de Guatemala y Chiapas, influyendo sobre las culturas autóctonas de esa región; y que pronto, por las interrelaciones de los grupos y por su movilidad, se va formando un complejo cultural que se extiende a Oaxaca y a la Costa del golfo de México, por vía del istmo de Tehuantepec, lo mismo que hacia Guerrero-Puebla-Morelos.

 

De allí que el "período de formación" de la cultura olmeca pueda colocarse entre 1.600 y 1.300 a. de C.; que en él se distinga una base alfarera sureña-costeña a la cual se agre­ga el concepto felino de su tótem, el jaguar, como elemento decorativo; que sus figurillas tengan ojos incisos o ranurados, boca con las comisuras hacia abajo como de recién naci­dos, cabeza deformada y rapada o mechones de pelo; y que en ella se vayan desarrollando los rasgos culturales enunciados, al correr del tiempo.

 

Y también hay que señalar que aquellos grupos que tienen cerámica de tradición sureña-costeña no son olmecas si no llevan en su cerámica los diseños felinos y la manu­factura de figurillas dentro del estilo par­ticular asentado; y que evidencias de esos pri­meros olmecas se observan en poblaciones aldeanas de Oaxaca, Costa del golfo de Mé­xico, Guerrero, Puebla y Morelos (Etla, San Lorenzo, La Venta, Izúcar, Ajalpan, etc.) a manera de dos grandes focos independientes, pero de origen común: la Costa del Golfo y Guerrero-Altiplano Central.

 

El desarrollo de la cultura olmeca aldeana, o "período de integración", se produce en­tre 1.300 y 900 a. de C., tanto en la Costa como en el Altiplano, con algunas interrela­ciones entre los grupos; y a partir de ahí viene el "período de auge y colonización" (900 - 300 a. de C.), con el establecimiento de los centros ceremoniales, la escultura en piedra, los conocimientos intelectuales y la teocracia. El período de decadencia se extiende de 300 a. de C. A 100 d. de C., con el establecimiento de nuevos estilos artísticos, como el de Izapa, Monte Albán, etc.

 

Los pueblos teocráticos.

 

En el transcurso del tiempo, algunas al­deas se van transformando en centros ceremoniales, en los cuales surge una sociedad gobernada por sacerdotes; en ella se desarrollan nuevos sistemas agrícolas, como el terra­ceado y la irrigación por medio de canales sencillos; se desenvuelve la tecnología y la artesanía; se intensifican los intercambios de materias primas y productos; se acumulan los excedentes económicos, que se redistribuyen en beneficio de los grupos dirigentes y de los centros; se van institucionalizando la religión y los cultos; aumenta la población, que tiende a concentrarse en lugares proto-urbanos, y se crean y difunden los estilos artísticos.

 

Así, en Altamira y Mazatán, Chiapas, se comienzan a construir estructuras cívico-­religiosas que hoy vemos en forma de mon­tículos; en Chiapa de Corzo aparecen plata­formas de tierra con revestimiento de piedra, basamentos escalonados, muros de conten­ción, pisos y muros de lodo (fase Escalera); y después hay basamentos piramidales y plataformas de piedra con revestimiento de es­tuco (fases Francesa y Horcones).

 

En el sitio Padre Piedra, Chiapas, hay estructuras ceremoniales y una escultura o lápida con influencias olmecas, ya que representa a un personaje que lleva un braguero decorado, una capilla a la espalda, un pectoral y una insignia a manera de manopla o yugo con agarradera; y en Izapa, Chiapas, se desarrolla un estilo escultórico en el que sobresalen las lápidas con bajos relieves, a veces asociadas a altares zoomorfos, colocadas al frente de los basamentos y plataformas.

 

En esas lápidas predominan las escenas religiosas y costumbristas de la sociedad teocrática, sin inscripciones calendáricas ni je­roglíficos, pero llenas de simbolismo y de conceptos que pasarán a las altas culturas; y, así, en una de ellas se observa a un juga­dor de pelota decapitado, a un sacerdote o sacrificador con un cuchillo en una mano y la cabeza del jugador en la otra, lo mismo que una litera llevada por dos individuos, con un jaguar encima y un personaje dentro.

 

Otra lápida muestra a un ser esquelé­tico sobre una plataforma, con un cordón um­bilical que asciende y es sostenido por una especie de deidad celeste, tal vez en relación con la tierra-muerte y resurrección-cielo; y otra representa a un cocodrilo atado, de cuyo cuerpo escamoso brota la vegetación, la rama de un árbol en que se posa un pájaro precioso (la ceiba-cocodrilo que simboliza a la tierra), todo ello atendido o adorado por un sacerdote que sostiene una especie de cruz con tres as­pas o barras, sobre la cual está posada otra ave preciosa.

 

En general, Izapa fue un importante cen­tro ceremonial, con basamentos, platafor­mas, altares zoomorfos y otras estructuras ordenadas en plazas y conjuntos con cierta orientación; las lápidas reflejan las creencias religiosas, ya que hay conceptos de la muerte y el cielo; de la tierra concebida como un Cocodrilo o monstruo del que brota la vegeta­ción; adoración de plantas y árboles como la ceiba, el árbol de la vida; deidades descen­dentes con alas de pájaros preciosos; cultos como la decapitación de los jugadores de pe­lota y otros más.

 

En lugares de Campeche, como Edzná, Xicalango, Santa Rosa Xtampak y Dzibil­nocac, se han encontrado plataformas y sencillas estructuras religiosas con techos de palma, lo cual indica el comienzo de los cen­tros ceremoniales en la región; y otro tanto podría decirse de Oxkintok, Xpuhil, Dzibil­chaltún, Yaxuná, Cobá, etc., de Yucatán y Quintana Roo, que fueron contemporáneos a sitios de Belice y Guatemala, como Holmul, Barton Ramie, Uaxactún, Tikal y Piedras Negras.

 

Así, las evidencias arqueológicas demues­tran que en el sudeste de México continuaron presentes una serie de aldeas autosuficientes, aisladas o relativamente cercanas entre sí; a la vez que algunas evolucionaron al nivel de pueblos teocráticos, con centros ceremoniales que actuaban como focos de integración de algunas aldeas vecinas.

 

En general, por estas épocas se talla la obsidiana para obtener cuchillos, puntas de proyectil y navajas; se trabaja la concha y el caracol marino para producir ornamentos como brazaletes, anillos, pendientes, pectorales y cuentas para los collares; se labra el hueso y la madera; se trabaja el jade o las piedras verdes semipreciosas para obtener cuentas, orejeras y pequeñas máscaras; también se hacen espejos y orejeras de pirita, material  que podía utilizarse en las incrus­taciones de los dientes, junto con el jade; y se aprovechan los dientes de tiburón, las espinas de mantarraya y colmillos de animales para el adorno personal.

 

Desde luego, esto es posible por los in­tercambios e interrelaciones entre los grupos de la costa y los de las tierras altas, entre los de la sierra y los de las tierras bajas y va­lles; o sea que la obsidiana, las conchas y caracoles marinos, el jade, la pirita o hemati­ta, la mica, la piedra volcánica, el pedernal, los dientes de tiburón y aun cierta cerámica eran objeto de trueque, ya fuera como mate­ria prima o como productos acabados.

 

En algunos lugares -y gracias al creci­miento de la población y al concurso de las aldeas cercanas que reconocen a otra mayor- se comienzan a construir basamentos de po­cos cuerpos escalonados para sostener tem­plos, revestidos de piedra, de cantos de río y de estuco, con escalinatas salientes o reme­tidas en el paño de los cuerpos; en algunos sitios, las estructuras religiosas se ornamen­tan con grandes mascarones modelados en estuco (Uaxactún, Piedras Negras, Tikal), y por lo general las plantas de los edificios son rectangulares, a veces con las esquinas en ángulos entrantes y salientes (Edzná, Jai­na, Uaxactún), lo cual constituye el estilo del Petén de Guatemala y Campeche, mientras que los templos son simples chozas de materiales perecederos, de troncos, lodo y palma, o tienen paredes de mampostería y techos de palma sobre morillos de madera.

 

Por lo común, las estructuras ceremonia­les están distribuidas alrededor de plazas o patios; también pueden haber plataformas para habitaciones y chozas, estas últimas por la periferia del centro ceremonial; y ya se conoce el uso de la columna y de la pilastra para las entradas a los templos y cuartos, la rampa, los muros-pilastras, las escalinatas y las tumbas.

 

En algunos sitios, las tumbas pueden ser de adobe con techos de losas, o de mampos­tería con cámaras funerarias, a veces con las paredes estucadas  y pintadas; revelan la existencia de una distinción social y un culto desarrollado a los muertos, ya que en ellas se enterraban personajes importantes, en posi­ción extendida o flexionada, acompañados de suntuosas ofrendas para la otra vida; mientras que la gente común era enterrada en agujeros o fosas excavadas en el suelo, con ofrendas menos ricas, o se quemaban.

 

Entre los objetos colocados como ofrenda se han encontrado: vasijas y figurillas de barro, navajas y cuchillos de obsidiana, punzo­nes de hueso y de asta de venado, metates y manos, hachas de serpentina, puntas de pro­yectil, ornamentos, etc.; y por el material óseo se sabe que practicaban la deformación del cráneo y la mutilación dentaria; en tanto por las figurillas se ve el uso de prendas tejidas y tocados, el de la pintura corporal y la escarificación, el tipo de ornamentos y algunas costumbres más.

 

Los basamentos y templos se relacionan con la religión y el sacerdocio. Se rinde culto a las deidades de la lluvia, de la tierra, de la vegetación y de las labores agrícolas, lo mis­mo que a la muerte y al inframundo. Ya men­cionamos como en Izapa hay la adoración de árboles, el concepto de la tierra como un coco­drilo, deidades celestes descendentes, adoración al sol, etc., dioses cuyos nombres y fun­ciones se fijarán en la etapa clásica o de los estados teocráticos.

 

En relación con la arquitectura aparecen en algunos lugares los altares zoomorfos, a veces simulando ranas y felinos agazapados, como en Izapa; también aparecen las lápidas con relieves y las primeras estelas con personajes y jeroglíficos indescifrados, que serán caracte­rísticas de la cultura maya; en todo ello se observa cierta influencia de los olmecas teo­cráticos, hacia finales de su cultura, que con­tribuye a la creación de nuevos estilos ar­tísticos.

 

Así, el estilo de Izapa, Chiapas, se refleja en la costa del Pacífico de Guatemala, en lugares como Bilbao, Las Ilusiones, El Baúl, Santa Lucía Cotzumalhuapa, Abaj Takalik, etcétera; y allí, junto a esculturas que fueron prototipos de los olmecas en la Costa del gol­fo de México, como cabezas colosales, jaguares monolíticos y seres barrigones y obesos, aparecen lápidas y las primeras estelas con je­roglíficos que pueden considerarse proto-mayas. Estas estelas tienen inscripciones que se remontan por lo general al Baktún séptimo, o sea a fechas anteriores a 250 d. de C.

 

En cuanto a la cerámica de esta época, en casi todos los sitios hay vasijas monocromas: de colores negro, gris, naranja, rojo y blanco o crema; y también bicroma: rojo sobre blanco, rojo sobre café, rojo sobre crema, rojo sobre naranja y negro sobre crema, a la vez que hay una cerámica cafetosa-naranja con nega­tivo Usulutan, cerámica policroma en rojo y negro sobre naranja, así como cerámica pintada sobre estuco seco.

 

La imaginación de los ceramistas se ad­vierte en la forma, decoración y diseños, pues hay vasijas silbadoras, incensarios con man­gos, floreros o jarras con acanaladuras, patojos, platos con anchos bordes acanalados, cuencos trípodes, vasos, platos con vertedera, vasijas tetrápodes, ollas con vertedera senci­lla, tapaderas, vasijas-efigie, recipientes con molduras labiales, mediales y basales; sopor­tes mamiformes, pedestales y en forma de carrete; y también se modelan figurillas con los ojos perforados, figurillas con los brazos y piernas movibles, orejeras tubulares, sellos, silbatos, etc.

 

Y desde luego, en todo lo mencionado hay implícito un conocimiento tecnológico, artesa­nal e intelectual, acrecentado por el curso del tiempo; y así podrían mencionarse: ploma­das, rampas, muros de contención, terrazas, bastimentos-templos, canales sencillos, co­lumnas o pilastras, etc., que se relacionan con la arquitectura e ingeniería; orientación de los edificios, principio del calendario, numera­ción, escritura jeroglífica, etc., relacionados con las observaciones astronómicas y las matemáticas; esculturas, relieves, cerámica, figurillas, tejidos, ornamentos, etc., vincula­dos con las artesanías, el diseño y el arte; lo mismo que la elaboración de las creencias religiosas y los dioses, relacionados con el quehacer intelectual para enfrentarse a su universo.

 

Así, a grandes rasgos puede decirse que el sudeste de México tuvo importancia porque allí es posible estudiar la evolución de las culturas preclásicas del período aldeano al período de los centros ceremoniales; porque de allí partió el impulso que dio nacimiento a la cultura olmeca y también el impulso de la escultura en piedra que los olmecas desarrollaron en la costa del golfo de México; porque allí se integró el estilo de Izapa-costa del Pacífico de Guatemala que dio los conceptos de altares, lápidas y estelas, lo mismo que ciertas ideas religiosas; y porque de allí partió el impulso de la cultura maya, que hacia 250 d. de C. comienza en la tierras bajas del Petén de Guatemala, pasando de la costa y tierras altas. Desde luego, el sudeste de Méxi­co nunca dejó de tener relaciones con el resto de Mesoamérica.

 

La región oaxaqueña.

 

Aunque no se tienen muchos datos, es posible que desde el 2.000 a. de C. ya existieran en Oaxaca algunas comunidades aldea­nas, basadas en la recolección, caza, pesca y agricultura incipiente, pues Lorenzo (1958) encontró en Yanhuitlán un taller lítico con cantidad de lascas de desecho, lo mismo que restos de hogares y círculos de piedras que pudieron corresponder a alguna habitación, todo ello adscrito a un grupo preagrícola y precerámico de esos tiempos.

 

En Laguna Zope, cercana a Juchitán, existió una ocupación aldeana pescadora, la cual ha de haber conocido la agricultura o contar con productos agrícolas por el intercambio o trueque con grupos del interior; y allí se ha encontrado cerámica gris, blanca, café y negra pulida, en forma de ollas, tecomates y cuencos sencillos, asociados a cabecitas de figurillas de los tipos "cara de niño" (baby face) y “mujer bonita” (D), semejantes a las de la cuenca de México que se producen entre 1.200 y 900 a. de C.

 

Otros descubrimientos importantes en el valle de Oaxaca son los realizados por Winter en el sitio denominado Tierras Largas, que se estima era una comunidad aldeana hacia 1.400 – 1.300 a. de C., con viviendas de materiales perecederos; y los de Flannery en los sitios conocidos como San José Mogote y Guadalupe, que eran aldeas con chozas o cuartos sobre plataformas. En San José Mo­gote, entre 1.250 - 850 a. de C., se comienza a observar una cerámica relacionada con la ol­meca, mientras que en Guadalupe, entre 850 – 500 a. de C., ya hay una cerámica fran­camente olmeca; todo ello como antecedente de Monte Albán, que se inicia prácticamente como un centro ceremonial.

 

Así, en el estado de Oaxaca cada vez es más clara la existencia de comunidades aldeanas autosuficientes: con agricultura, caza, pesca y recolección; con chozas, pla­taformas y cuartos sencillos; lo mismo que con cerámica monocroma, figurillas, metates sin soportes, navajas de obsidiana, etc.; y desde luego con cerámica de la tradición ol­meca, fechable hacia 1.250 a. de C., que podría corresponder al período de integración de esa cultura, cuando del sur se va infil­trando a Guerrero-Puebla-Morelos y a la Costa del Golfo, es decir, a dos zonas focales de desarrollo.

 

Y también es posible que las figurillas de Laguna Zope (cara de niño y mujer bonita) sean desarrollos de esa tradición o influencias ejercidas durante esos tiempos, ya que San José Mogote ha revelado intercambios de obsidiana, conchas, hematita y otras materias primas con las regiones del Altiplano Central y costa del Pacífico, reforzando la ruta o existencia del foco Guerrero-Altiplano Central en el desarrollo de lo olmeca.

 

Pero hacia 800 a. de C. varias aldeas se van transformando en centros ceremoniales, algunas de ellas sobre la base de la tradición olmeca, patente en la cerámica, escultura y arquitectura, como se observa en Monte Albán, Huamelulpan y Dainzú; aunque hay otros lugares: Monte Negro, Piedra Parada, Laguna Zope, Jamiltepec, La Soledad, Puerto Angel, etc., que corresponden también a este nuevo periodo cultural, con algunas influen­cias olmecas.

 

Así, Monte Negro, sobre la cima de un cerro de la región mixteca, las gentes cons­truyeron plataformas artificiales con edificios, recubiertos de estuco, alrededor de patios; los edificios eran basamentos de un solo cuerpo vertical, con paredes de mampostería y con escalinatas pequeñas que sobresalían de las plataformas; y algunos tenían columnas hechas con tambores de piedra, para formar los claros de entrada a los aposentos. Allí se han encontrado también algunos caños para el desagüe; y se exploró una tumba de planta rectangular, con techo de madera, en la cual había cerámica semejante a la del perío­do Monte Albán I.

 

Respecto de esta zona se puede decir, aunque faltan más exploraciones, que la re­gión oaxaqueña pasó también por una etapa de comunidades aldeanas autosuficientes; que por allí pasó el impulso de la tradición olmeca, en su proceso de formación o integra­ción hacia los focos Guerrero-Altiplano Central y Costa del Golfo, desde por lo menos hacia 1.250 a. de C.; que allí se desarrolló un viejo estilo olmeca, cuya característica principal es la escultura plana, en relieve sobre piedras irregulares como sucedía en la costa del Pacífico; y que allí surgieron varios cen­tros ceremoniales en donde prosperó el calen­dario, la numeración y la escritura jeroglífica, lo mismo que el sacerdocio, la religión y las artesanías, base de la civilización zapoteca.

 

Y desde luego, Oaxaca parece haber tenido más relaciones con el sur en esos tiem­pos, pues vasijas de Monte Albán I se han encontrado en Chiapa de Corzo; rasgos como soportes mamiformes, molduras basales, pin­tura sobre estuco seco, etc., son protomayas; la tradición escultórica era de la costa del Pacífico y los conocimientos intelectuales fueron asimilados por los mayas con posterioridad; aunque también se interrelacionaron con Guerrero y el Altiplano Central por los in­tercambios señalados.

 

La Costa del Golfo.

 

En la zona central de Veracruz, en sitios como Rancho Nuevo y Boca Escondida, se han encontrado evidencias de grupos pre­cerámicos que subsistían fundamentalmente gracias a la recolección de moluscos y de la pesca; pero no es sino hasta hacia el 2.000 a. de C. cuando aparecen las aldeas bien inte­gradas, con chozas de materiales perecederos y tal vez semisubterráneas, con una economía mixta basada principalmente en la agri­cultura y con un instrumental lítico ajustado a sus necesidades.

 

Así, en Trapiche y Chalahuite, en Viejón, en El Limoncito y Tlalixcoyan se han encontrado vasijas de piedra y artefactos líticos, lo mismo que una cerámica monocroma, sin soportes, con decoración grabada, incisa, estampada con concha o rockerstamp, pulida con estaca y otras modalidades; a la vez que hay algunos fragmentos y cabecitas de figu­rillas, orejeras tubulares de barro y otros ob­jetos más.

 

En la cerámica hay algunos rasgos que apuntan al sur de Mesoamérica, a relaciones con Guatemala y Ecuador, cuando menos hacia el 1.500 a. de C.; en esos sitios la población vivía de la agricultura del maíz, frijol y chile, de la caza de venados, jabalíes, ar­madillos, conejos, etc., y de la pesca y recolección.

 

En casi todos esos lugares se han encon­trado hiladas de cantos rodados formando plantas rectangulares y a veces esquinas re­dondeadas, lo cual se ha interpretado como cimientos de las chozas de aquellos tiempos; parece que  las paredes eran de troncos y lodo, es decir, de bajareque, con techos de palma.

 

La presencia de cerámica negra con bordes blancos y de cabecitas con los ojos perforados indican que estos grupos mantenían algunas relaciones con los olmecas de la Costa del Golfo, especialmente con el sur de Veracruz; pero también comienzan las figurillas con ojos tipo "grano de café" y con pintura de chapopote, lo cual caracteriza a la llamada cultura de Remojadas, que nace y se extiende por casi todo el centro de Veracruz.

 

Por ello, desde el río Cazones hasta el río Papaloapan, se encuentran figurillas modeladas a mano, con ojos al pastillaje, miem­bros rudimentarios y pintura de chapopote en el cabello, en las mejillas, en los ojos, los dientes y otras partes del cuerpo; y a través de ellas vemos la práctica de la escarifica­ción en el pecho y los brazos, el uso de toca­dos en la cabeza, algunas prendas de vestir y ornamentos, mujeres cargando a sus hijos a horcajadas, figuras con dos cabezas y otras varias representaciones.

 

En los principios de la cultura Remojadas son comunes las vasijas antropo y zoomorfas con vertedera y pintura de chapopote, a veces con piernas voluminosas; y también hay cerámica negra pulida y brillante, roja, crema y café, por lo regular con decoración incisa, acanalada y con pintura negativa.

 

Además de la cultura Remojadas hacia el norte del río Cazones hubo otros grupos aldeanos que comenzaron a desarrollar una tradición que más tarde se tornó huasteca, principalmente en sitios asentados a lo lar­go del río Pánuco, y en ellos se ha encon­trado cerámica blanca pulida, naranja laca, negra pulida, amarillenta, etc., decoradas con incisiones, con punzonado cilíndrico, con pintura y con otras técnicas decorativas.

 

En esas cerámicas hay platos de base plana, ollas con caras humanas modeladas sobre el cuello, vasijas de silueta compuesta y cuen­cos sencillos o semiesféricos; y también hay figurillas de barro rojizo o blanco, algunas con prognatismo y perforación central para la pupila de los ojos, que recuerdan las del Altiplano Central de México y a las de la Costa del Golfo, tal vez por las interrelaciones entre los grupos.

 

De hecho, todas esas aldeas llegaron a consolidar una economía de tipo mixto, es decir, basada en la agricultura, caza, pesca y recolección, lo cual las hacía autónomas o autosuficientes; pero con el tiempo algunas de ellas se transformaron en centros ceremonia­les y aparecieron las construcciones civiles y religiosas, los montículos funerarios, el culto a ciertas deidades y la casta sacerdotal.

 

Así, en un montículo de Viejón, Veracruz, el arqueólogo Medellín Zenil encontró el enterramiento de un personaje masculino, mutilado de pies y manos, con una ofrenda de orejeras de jadeíta y un collar de cuentas de jade; y sobre el montículo existió una cho­za o adoratorio de bajareque para alguna dei­dad, pero que indica el aprovechamiento de los montículos o basamentos de tierra para templos como lugar de enterramientos.

 

En general, los montículos de tierra tie­nen a veces un relleno de piedras y en ocasiones muestran algunos muros de piedra y lodo, tal vez restos de las chozas o cuartos origi­nales; en ellos se hacían enterramientos se­cundarios o primarios, con sus respectivas ofrendas funerarias, o se colocaban grandes urnas de barro con las cenizas de la incinera­ción de algunos cadáveres y aun ofrendas conmemorativas de los propios basamentos o montículos.

 

La alfarería se  enriquece en formas y de­coración, pues hay vasos de color rojo guin­da y ollas con vertedera que imitan calabazas, vasijas de color blanco o crema con vertedera y decoración acanalada, vasijas-efigie con pintura de  chapopote, cuencos de color café con cuatro soportes, vasos de color gris con rebordes basales, tecomates con acanaladu­ras, vasijas con pintura negativa sobre un fondo rojo pálido y platos con anchos bordes salientes, decorados por incisión.

 

Las figurillas siguen la misma trayectoria que el periodo anterior, observándose en ellas rasgos como la desnudez, exaltación del sexo, altos tocados con aves estilizadas, bar­biquejos, escarificación, etc.; pero aumenta el número de las figuras huecas, de mayor tamaño y con tendencia al tipo retrato, en las cuales se observa la costumbre de pintarse los dientes, el uso de orejeras circulares, co­llares, brazaletes y otros ornamentos, lo mis­mo que el uso de grandes tocados a manera de resplandores sobre la frente.

 

Entre esas figurillas se encontró un ejem­plar que lleva una máscara bucal de pato, la cual podría ser antecedente de la futura dei­dad del viento (Ehécatl); y parece que tam­bién se iniciaron los cultos al Sol, Luna y Xipe, según Medellín Zenil.

 

Desde luego, en las sociedades de aque­llos tiempos hubieron de existir sacerdotes, artesanos, campesinos, pescadores, etc., lo mismo que personas encargadas de los inter­cambios o trueques de materias primas y productos elaborados, pues la presencia de obsidiana, jade, conchas y caracoles marinos, hule, chapopote, serpentina, cinabrio, etc., sólo se explica por los contactos de grupos de una región o zona a otra.

 

Por su parte, la región de la Huasteca continúa evolucionando, pues aparecen los montículos de tierra, las plataformas para casas o cuartos y otros progre­sos en la arquitectura o construcción; y así, en Tancanhuitz, San Luis Potosí, las gentes aprovecharon una meseta natural para cons­truir algunos basamentos de planta circular, los cuales tenían cuerpos escalonados, con altos muros de piedra, inclinados y simila­res a los de Cuicuilco en la cuenca de Mé­xico.

 

En Tamposoque, San Luis Potosí, hay edificios circulares asentados sobre una gran plataforma artificial, lo mismo que basamentos con planta rectangular y semicircular combinadas, a los cuales se ascendía por medio de escalinatas sin alfardas; y se ha visto que lugares como El Ebano, Mata del Muerto, Laguna del Chairel, Pánuco, Vinasco, etc., es decir, sitios de Tamaulipas e Hi­dalgo, contienen estructuras y cerámica de estos tiempos.

 

Así, hacia el norte de Veracruz se en­cuentra cerámica roja pulida, blanca, rojo sobre amarillento, rojo sobre blanco, rojo sobre café, blanco sobre rojo y otros tipos domésticos, en forma de platos de silueta compuesta con decoración incisa, o en forma de platos trípodes con soportes bulbosos; en las figurillas, hay algunas que siguen mostrando cierta influencia olmeca, otras tienen los ojos perforados y otras más comienzan a mostrar rasgos que serán típicamente huastecos, como son las figurillas con caderas estrechas y piernas abultadas, las cabezas planas y deformadas, los ojos perforados y, a veces, pin­tura roja o negra de chapopote.

 

Y respecto a la economía, desde el río Cazones hasta el río Soto la Marina, las gen­tes vivían de la agricultura del maíz, frijol, chile y calabaza, combinada con la caza, pes­ca y recolección, según el hábitat escogido; las chozas eran de planta circular y de materiales perecederos; las estructuras religiosas se asentaban sobre montículos o basamentos también circulares; y tenían artesanías como la alfarería, tejido de algodón, lapidaria, tejido de cestas y petates, construcción, tallado de la concha y algunas más.

 

En ciertos lugares se han encontrado en­terramientos con el cadáver extendido con sus respectivas ofrendas; en otros sitios se han hallado enterramientos de cráneos solos, tal vez por la costumbre de los sacrificios hu­manos; y entre las ofrendas para la otra vida hay silbatos de barro, puntas de proyectil, metates y manos, cuentas para collares, bolas de barro, vasijas, navajas y figurillas. Los silbatos y bolas de barro (sonajas) nos indican la existencia de la música y tal vez de fiestas; en tanto que los cráneos pueden ser reflejo de un culto a los cráneos-trofeos.

 

Cerámica preclásica del centro de Veracruz.

 

Loa fragmentos de vasijas de piedra basáltica gris plomo en forma de plato de fondo plano y pared inclinada recta hacia fuera, bien pulida y con una pe­queña muesca interior alrededor del re­borde son los elementos más antiguos y además semejantes en forma y orna­mentación a los fragmentos de vasijas que hallamos en los niveles inferiores. A continuación sólo mencionaremos los tipos más importantes por sus correla­ciones en el territorio de Veracruz.

 

Cerámica negativa.

 

Es de barro po­roso, con desgrasante de arena blan­quizca similar a la de cerámica negra; de paredes gruesas de 9 a 12 mm. Sus formas son apaxtles, cajetes y platos de fondos planos cuya decoración consiste en anchas franjas ondulantes de color bayo o negro sobre un fondo rojo con mica.

 

Cerámica acanalada.

 

El ornato exterior de es­tas vasijas consiste en una serie de acanaladuras hechas horizontal o ver­ticalmente o coincidiendo ambas for­mas. Entre sus diversidades las hay an­gostas y anchas, notándose una ten­dencia a que las horizontales sean más reducidas, pues miden de 2,5 a 6 mm. de ancho y las verticales de 6 a 17 mm. de amplitud, y en ocasiones en las pie­zas con acanaladuras horizontales aparecen motivos geométricos esgrafiados aplicados después del engobe. Aunque los ejemplares extraídos de niveles pro­fundos tienen paredes hasta de 10 mm. de grueso, generalmente son de paredes más delgadas en relación con los tipos negro, café o bayo.

 

Cerámica negra.

 

Esta cerámica generalmente no tiene decoración o lleva un ligero esgrafiado de una o dos muescas que siguen el borde interior de la vasija. En los niveles inferiores es uno de los grupos más frecuentes, pues represen­ta un 12,75 %; a esto agregaremos la cerámica de decoración raspada, que registre un 1,28 %. Aunque su aparien­cia es de color negro a pardusco, a veces con manchas de color bayo o claro a oscuro y en excepciones blan­quizco, se estandarizan en el empleo de desgrasante, que es siempre blanquiz­co en los casos de paredes gruesas y con partículas rojizas y parduscas en los ejemplares de paredes más del­gadas.

 

El cien por ciento de casos son de uso doméstico, pues sus medidas se reducen a pequeños platos de 120 a 170 mm. de diámetro; otros, de 230 a 250 mm. de diámetro; platones de 160 a 345 mm. de diámetro, con paredes más altas: visos de paredes rectas inclinadas, salseras, tecomates, cazuelas o lebrillos, escudillas, coscomates con orillas reforzadas por una moldura hemisférica de 52 mm. De alto por 29 mm. de grueso, paredes de 14 mm. de grueso y 355 mm. de diámetro.

 

Cerámica rayada.

 

Su decoración es a base de rayas profundas que fue aplicada sobre limitadas formas de cerámica, con di­versos barros y acabados; abundan las de color bayo oscuro y corresponden a platos de paredes altas, rectas, vertica­les o ligeramente inclinadas, a veces con rebordes planos proyectados; son ásperas al tacto, no fueron alisadas ni tampoco revestidas de engobe y des­pués de decoradas fueron recubiertas en el exterior con una ligera capa de rojo, a veces de cinabrio o de pintura blanca, que sólo abarca la anchura del motivo decorativo dando el aspecto de una faja amplia.

 

Cerámica esgrafiada.

 

Esta cerámica es típica del Preclásico del centro de Veracruz. Abunda desde la cuenca del río Nautla hasta el sur de Veracruz.

 

Uno de sus rasgos es el empleo de anchos y a veces gruesos rebordes volados, con ondas o sin ellas, en el re­borde exterior, y paredes en las que la fantasía de los artistas grabadores se desbordó en frisos y complicados dibu­jos geométricos y simbólicos de tipo olmecoide, mientras que en otros la ornamentación se limitó a una serie de líneas oblicuas y entrelazadas.

 

En un 55 % de los casos se aplicó la decoración después de cocer la vasija y en general las líneas incisas fue­ron rellenadas con pintura de cinabrio.

 

La cerámica con pintura blanca o laca más o menos espesa, a veces puesta sobre la vasija sin previo baño de engobe, representa, por la divergencia de sus pastas y apariencias, uno de los complejos más importantes en la evo­lución de las cerámicas en las viejas culturas del territorio veracruzano.

 

Cerámica raspada.

 

Esta cerámica se distingue por su ornamentación, siempre en el exterior de las vasijas, hecha antes de su cocimiento, removiendo con un ob­jeto cortante partes de la pared para dejar sobresalir el motivo decorativo, cubriéndose después las partes remo­vidas con pintura de cinabrio, quedando el dibujo en "champlevé".

 

La ornamentación  es sumamente compleja y difícil de conocer en detalles por la ausencia de vasijas comple­tas; además de motivos geométricos, los hay simbólicos y jeroglíficos; así como fragmentos de grecas que demuestran una afinidad olmeca.

 

Cerámica decorada con palillo (Stick polish).

 

El barro es semejante a las cerámicas negras, de desgrasante con arena blan­quizca, a veces con gruesas partículas, de calidad porosa, de paredes gruesas (9 a 13 mm.), en las que, por su coc­ción y el revestimiento de engobe, en núcleo adquirió colores de gris oscuro a negro y ladrillo rojizo a bayo oscuro.

 

Suelen ser similares a las formas de las cerámicas negra y café o bayo, siempre de fondo plano; entre ellas anotamos platos y apaxtles con paredes proyectadas rectas, curvas y verticales, a veces con refuerzo de una moldura en el reborde superior: tecomates con un refuerzo ancho alrededor de la boca, y ollas, algunas de grandes dimensiones con un cuello largo, todas sin asas. La decoración luce exclusivamente en el exterior y en la mayoría desde el me­dio cuerpo de la vasija; en las ollas, especialmente en los hombros, y en el cuello sólo cuando éste es largo.

 

Cerámica bicolor natural.

 

Se trata de vasijas de dos colores, blanco y negro o rojo y negro, en las que con la cocción se pre­tendió que la sección superior, en su corte horizontal, desde el medio cuerpo, quedara dividida en dos colores, la su­perior generalmente blanca, incluyendo el interior, y la inferior negra, pero en muchos casos sea por incidentes o por fallas, no funcionó y los colores no sa­lieron bien delimitados, formándose a veces manchas y otros defectos; en otros casos, los colores están cambiados: las bases salieron blancas y negras las partes superiores.

 

En la colección extraída de las exploraciones en Trapiche-Chalahuite puede seguirse paso a paso la evolución de esta técnica, pues hay ejemplares en los que el color negro domina casi toda la superficie de la vasija o simplemente con grandes manchas y en otras piezas, a la inversa, va dominando el color blan­co, que a veces es un gris muy claro, pero siempre con sus manchas negras. En ocasiones puede confundirse con la cerámica negra por haber quedado la vasija casi toda de este color, pero al tacto, en los fragmentos no erosiona­dos, se nota la diferencia porque esta cerámica bicolor es de viso brillante y, además de haber sido bien alisada, fue bruñida antes de su cocción. La mayoría de formas corresponden a similares de las cerámicas negra y café bayo; todas son ápodas y generalmente de fondos planos.

 

Cerámica café o bayo.

 

Esta cerámica tiene desgrasantes de partículas de arena grisá­cea y blanquizca. Debido a los distin­tos matices en sus superficies se podrían considerar algunas bajo el rubro de ma­rrón anaranjado o simplemente marrón, o distinguirlas, como en Cerro de las Mesas, en marrón anaranjado, brillan­te; ladrillo rojizo; chocolate oscuro o en madera barnizada, hojas muertas marrón o marrón rojizo y agregarle con manchas negras, grisáceas, etcé­tera, y aun encontrar un sinfín de mati­ces café o bayo y hasta ladrillo. Con el microscopio se habría podido hacer una clasificación de sus desgrasantes finos y gruesos, algunos con partículas ex­tragruesas y otros con fragmentos de mica, de concha o de arena caliza que durante el cocimiento se transformaron en cal; se considera que se trata de la cerámica más primitiva y que sus diver­sos matices se deben a modalidades regionales de hechura y cocimiento, aunque no hay duda de que las cerá­micas con menos desgrasantes tienden a ser más antiguas, así como que las de gruesas paredes, por sus diferen­cias morfológicas, son más abundantes en los niveles inferiores que en los in­termedios.

 

En cuestión de barro y desgrasante, todas son similares a las cerámicas negras, salvo la presencia de gruesas partículas como piedrecitas, que hacen suponer que utilizaron las arenas que en la costa del Golfo se encuentran al rededor de ciertos hormigueros, con la peculiaridad de que las vasijas de grue­sas paredes (hasta de 20 mm.), quizá por su mal cocimiento, son suaves y friables y en algunos casos, a pesar que tienen tersura, en la superficie exterior muestran conjuntos de poros y largas rayas horizontales producidas por la fal­ta de cohesión, que hacen suponer que emplearon el método de enrosca­miento en la fabricación, pero que no puede comprobarse en el núcleo.

 

Tanto el color de los núcleos como el de las superficies son muy desiguales y así también deben de haber sido sus métodos y temperaturas en sus coci­mientos. Algunos ejemplares, sin consi­deración de las formas, descontando los comales, fueron recubiertos de un baño de arcilla similar a su barro; en otros casos recibieron su capa de engo­be en el interior y exterior de las pare­des, a veces en los fondos; con el engo­be se formaron vetas como si hubieran tratado de imitar la madera y en algu­nas piezas que sólo tienen un baño de barro diluido y alisadas se notan par­tículas de mica.

 

En general, al tratar de sus formas, puede notarse una repetición de las vasijas negras, como son platos, plato­nes, apaxtles o lebrillos, vasos cilíndri­cos, vasos con paredes rectas ligera­mente inclinadas, vasos tetrapodos con soportes macizos hemisféricos irregula­res, recipientes con refuerzos en los bordes y una o dos acanaladuras, siluetas compuestas y ollas, la mayoría sin asas, y cuando las tienen es un trozo de barro alargado como lengüeta, pegado a medio cuello, tapas lisas, cucharas y comales circulares e irregula­res de construcción burda que varían de 98 a 437 mm. de diámetro y pared de 12 a 20 mm. de grueso, con unos pocos ejemplares que llevan en el re­borde un refuerzo exterior.

 

Esta cerámica es la más abundante de las encontradas en Trapiche-Chala­huite, donde alcanza un 33,55 %. Se halló en todos los niveles y correspon­de a los niveles inferiores su mayor por­centaje.

 

Cerámica estampada con mecedora o con puntuaciones (Rocher stamp o Punctate).

 

Se trata de vasijas cuya ornamenta­ción exterior, y a veces también interior, se logró aplicándoles por presión algún objeto. Los norteamericanos las han llamado "Rocker Stamp" y en es­pañol han sido designadas como de "Mecedora", o bien, cuando están decoradas exclusivamente a base de pun­tos, reciben el nombre de “Punctate” en inglés.

 

Casi todos los ejemplares son de barro medianamente compacto, de paredes por lo general gruesas; hay pocos ejemplares de tamaño reducido, con ­paredes delgadas, con abundante des­grasante de arenilla negra, blanquizca y grisácea, a veces con fragmentos de piedrecitas hasta de 5 mm. de largo por 1 mm. de grueso.

 

Sus formas constan de cuatro mode­los fundamentales: platos de fondo pla­no de paredes verticales o rectas diver­gentes, de un grosor de 9,5 a 13 mm. de diámetro de 200 a 298 mm.; escu­dillas hemisféricas de fondo plano, en ocasiones con una acanaladura exterior en el borde: tecomates con una boca de 77 mm. de diámetro, a veces con una raya esgrafiada exteriormente al­rededor del cuello antes de la cocción; y cuellos volados de olla, con una boca de 200 mm. de diámetro y pared de un grosor de 15 mm.

 

Como los estampados tienen bas­tantes diferencias entre sí, haremos una corta descripción de sus diversida­des. Hallamos estampados de puntuaciones oblongas, en forma de espinas o cuernos torcidos, a veces simétricas o asimétricas o tratando de desarrollar algún motivo decorativo; otros imitan lágrimas, escamas de pescado, el viso del agua, microrrayas, rectas, quebra­das o curvas, o regulares oblongas den­tro y fuera de una serie de arcos que rodeaban el fondo de la vasija. Otras llevan un estampado hecho con una conchita de almeja, con la que levanta­ban un fragmento de la pared, o bien unas hileras de círculos.

 

Cerámica con impresiones de rayas con puntuaciones o sin ellas.

 

La decoración se obtu­vo, cuando el barro todavía estaba tierno, rayando con un palo romo que dejó unas impresiones poco profundas sin cortar el barro, pues sólo en un caso el rayado fue hecho con un instrumen­to cortante formando quebradas casi sobremontadas, mientras que las anteriores, aunque a veces las rayas están muy juntas, no rompen el barro; las hay paralelas y atravesadas, cuadricu­ladas, oblicuas en sentido inverso como las venas de una hoja; a veces forman series de dos o tres rayas radiales o líneas curvas y en algunas se aplicó una serie de burdas puntuaciones profundas en el cuerpo de la vasija. Por el barro y acabado de las superficies, corresponden al grupo de las cerámicas café o bayo; por tanto, son de núcleo friable y suave, con colores que, según la temperatura obtenida, son gris oscu­ro, café o bayo y hasta de color marrón a ladrillo por exceso de cocimiento. En general no parecen haber sido reves­tidas de engobe, y aunque algunas piezas fueron aisladas y pulidas después de haber recibido un baño de barro licuado con partículas de mica, otras son ásperas al tacto.

 

El Altiplano Central.

 

En la cuenca de México, algunos grupos de agricultura incipiente fueron la base para el desarrollo de las verdaderas comunidades aldeanas; y así surgieron Tlapacoya, El Ar­bolillo, Zacatenco, Tlatilco y tal vez otras, localizadas principalmente por las cercanías de los lagos de Chalco y Texcoco, por aque­llos tiempos más extensos y profundos que en la actualidad.

 

Esas aldeas tenían una economía mixta, es decir, basada en la agricultura del maíz, la calabaza, el frijol y el chile, la cual se prac­ticaba en terrenos húmedos cercanos a los lagos, o en las suaves colinas de los cerros aledaños, aclarando partes del bosque para el establecimiento de sus milpas; agricultura complementada con la pesca, la caza y la recolección, que les permitía su antosuficien­cia y autonomía.

 

Lo anterior se observa en los materiales y artefactos dejados por esos grupos, que la arqueología se ha encargado de rescatar; y así puede mencionarse la existencia de meta­tes y manos de piedra para la molienda del maíz; morteros y tejolotes o maceradores para machacar las semillas; raederas y raspadores para el trabajo de las pieles; puntas de proyectil para la caza con el lanzadardos; navajas y cuchillos; pulidores para la cerámi­ca; machacadores, punzones, agujas, etc., que en general nos indican también la práctica de otras faenas cotidianas, entre ellas la alfarería, el tejido y la preparación de pieles, ocu­paciones practicadas por ambos sexos en mu­chas ocasiones.

 

También se observa el conocimiento y aprovechamiento de varias materias primas: piedra, obsidiana, hueso, madera, asta de venado, arcilla, tules, algodón, cantos de río, cinabrio, etc., algunas  locales, otras obteni­das por el trueque o intercambio entre las aldeas; y estas aldeas estaban dispersas, cons­tituidas por algunas chozas de materiales pe­recederos como lodo, troncos y paja, en las cuales vivían familias unidas por el parentes­co y con una población reducida.

 

Las figurillas de estos tiempos muestran que eran modeladas a mano, con los rasgos faciales y ciertos adornos hechos por la téc­nica del pastillaje, dentro de un estilo o tra­dición propia que ha sido llamada “Tradición C” o del Altiplano Central (tipos C3, C2, Cl y otras variantes); en ellas se observa la cos­tumbre de pintarse la cara y el cuerpo con diseños geométricos; la perforación del lóbu­lo de las orejas y el tabique nasal para col­garse orejeras y narigueras; el uso de pulseras, collares y ajorcas; vistosos tocados sobre la cabeza, especialmente bandas tejidas y entrelazadas; lo mismo que el uso de huaraches o sandalias.

 

Por su parte, la alfarería era la artesanía principal y podía ser realizada por ambos sexos. En ella se observa una cerámica do­méstica y una funeraria. En la primera pre­dominaban las ollas de diversos tamaños, grandes para el almacenamiento del agua y de los granos, de tamaño menor para cocer algunos alimentos, lo mismo que cuencos o escudillas y platos; en tanto que la cerámica funeraria era de mejor calidad, decorada a veces y en forma de vasijas trípodes con silueta compuesta, jarras de paredes divergentes y especies de canastas con base anu­lar y asa de cinta.

 

En la coloración de esta alfarería predomina la monocromía: café negruzco, café roj­izo o bayo, negro, blanco; las vasijas están bien pulidas y a veces con superficies bruñi­das y brillantes; en las formas predominan las globulares o esféricas; y cuando hay decoración ésta aparece realizada por la téc­nica de la incisión fina, en diseños geométri­cos alrededor de la pieza, especialmente triángulos rellenos de líneas paralelas.

 

Por lo general la cerámica aparece como ofrenda de los enterramientos, los cuales se hacían en agujeros o fosas excavadas en el suelo, en los campos de cultivo o en la cer­canía de las chozas; y los cadáveres eran amortajados con petates y atados, colocados dentro de las fosas en posición extendida o flexionada y acompañados con algunos obje­tos personales en calidad de ofrendas. Y ade­más del culto a los muertos, relacionado con el concepto de otra vida en el más allá, es posible que tuvieran algunas creencias mági­cas, pues las figurillas representan generalmente mujeres desnudas, tal vez para propiciar a la tierra y a la fertilidad.

 

Hacia 1300 a de C., la cuenca de México cuenta con un mayor número de aldeas rurales, algunas que han ido creciendo por el aumento de población, como Tlapacoya, El Arbolillo, Zacatenco y Tlatilco; otras que comienzan a integrarse, como Atoto, Xico, Xaloztoc, Coatepec, Tepetlaoztoc, Lomas de Becerra, Copilco, etc., y en algunas de ellas se observa ahora la intrusión de la cultura olmeca, que llega vía Oaxaca-Guerrero pa­sando por Puebla y Morelos, para constituir, como decíamos anteriormente, un foco regio­nal que alcanza un gran desarrollo en la cerá­mica y modelado de figurillas, junto con otros aspectos culturales.

 

Así, mientras algunas aldeas continúan con la tradición cultural del Altiplano, otras prosperan más por el impacto de la cultura olmeca; y está se observa bien en Tlapacoya y Tlatilco, que se olmequizan, por así decirlo, mientras que otras apenas reflejan ciertos contactos, tal vez por los intercam­bios o trueques entre las aldeas.

 

Tlatilco, sitio más estudiado, nos revela el adelanto que se alcanza ahora; así, puede decirse que en el aspecto tecnológico se continuó con el utillaje del período anterior, pero aparecen las hachas de serpentina para el corte de la madera, cinceles de piedra, agujas de hueso, etc., y aprovechamiento de nuevas materias primas como el jade, serpen­tina, hematita, concha, caolín, hule, chapopote y turquesa.

 

En la cerámica vemos realistas representa­ciones de animales: armadillo, pato, conejo, tortuga, rana, jabalí, peces, que no sólo indi­can la fauna de la época, sino también las especies aprovechadas para la alimentación, la pesca y la cacería, además de la imagina­ción de los alfareros, que se inspiran en ellos para producir bellas piezas artesanales; hay representaciones de calabazas y guajes, lo mismo que huesos de venado, perro y algunas aves, que corroboran la agricultura y, en general, una economía mixta, tal vez más intensiva que la del período anterior.

 

La alfarería muestra también la existencia de dos tradiciones o estilos; el local, que se traduce en vasijas de color bayo, negruzco, blanco, rojo, blanco sobre rojo y rojo sobre blanco, generalmente con cuerpos esféricos y decoración geométrica; y el segundo, correspondiente a la tradición olmeca, en colo­res negro con bordes o manchas blancas, gris, blanco con manchas negras, amarillenta laca, naranja laca, seudofresco y negativo tenue, por lo general con bases planas y de­coración simbólica.

 

En la primera tradición hay ollas, cuencos sencillos y ovales, cucharas y escudillas trí­podes con silueta compuesta; mientras que en la segunda tradición hay tecomates, vasos y platos de base plana, botellones con asa de estribo, vasijas zoo y antropomorfas, platos con pico vertedera, etc. También en la pri­mera tradición hay técnicas decorativas, como la incisión fina y la pintura, mientras que en la segunda hay decoración excavada o excisa, incisión ancha, punzonado, estampado de concha o rockerstamp, impresión de uña, así como pintura sobre estuco seco y negativo.

 

Y desde luego, en la primera tradición los motivos decorativos son geométricos y por lo general dispuestos en forma continua, en tan­to que los olmecas introducen los diseños simbólicos o abstractos: caras, garras, encías, cejas y manchas del jaguar, animal totémico del grupo, dispuestos en paneles o zonas opuestas. Pero hay un momento en que la tradición olmeca influye decididamente sobre la alfarería local y de ahí que surjan botellones, platos, vasijas zoomorfas, etcétera, que combinan elementos de ambas tradiciones.

 

Como era natural, las figurillas reflejan también esa situación y así las de tradición local se continúan haciendo con la técnica del pastillaje (tipos Cl, B, F, C5); en tanto que las de tradición olmeca son de color marfil o blanco pulido, tienen los ojos ranura­dos y con ligera oblicuidad, las bocas son triangulares y con las comisuras hacia abajo, la cabeza está generalmente deformada y ra­pada, a la vez que adoptan una postura sedente (olmeca puro).

 

Pero este estilo influye sobre la primera tradición y entonces aparecen nuevas modalidades, como los tipos denominados C9, A, cara de niño o baby face huecos, Dl o "mujer bonita", D3 o figuras huecas de color rojo pulido, K o el llamado tipo "ojos de rana" y otras variantes.

 

Como decíamos, ahora la alfarería y el modelado de figurillas alcanza su máxima expresión en grupos aldeanos que reciben el impacto de la cultura olmeca, como puede observarse en lugares de Puebla, Morelos y cuenca de México; a  la vez que se enriquece la cultura aldeana con la introducción de nuevos rasgos olmecas, como se ve en las propias figurillas.

 

Así, estudiando las figurillas de Tlatilco, en conjunto, vemos representaciones de bru­jos o chamanes con máscaras sobre la cara, jugadores de pelota, acróbatas, músicos, dan­zantes, hombres sentados en bancos, mujeres encinta, madres amamantando a sus hi­jos, niños en cunas, cargadores, seres enfer­mos o patológicos, etc.; representaciones que nos reflejan la sociedad aldeana de aquellos tiempos, junto con algunas costumbres, indumentaria y adornos.

 

De ahí podemos inferir que las comuni­dades aldeanas estaban regidas por chamanes o brujos; que éstos gobernaban a la sociedad y eran los intermediarios entre los hombres y las fuerzas sobrenaturales y los antepasados; que existían clanes totémicos como forma de organización social; que los brujos o magos se ataviaban con máscaras, pelucas, camisas de pieles o de algodón, taparrabos y adornos para causar impresión; y que éstos participaban en todos los tipos de festividades que se celebraban: agrícolas, de caza, de ritos de pubertad, etc., en las cuales no faltaban las danzas, la música, las acrobacias, el juego de la pelota y otros entretenimientos.

 

Por ello hay representaciones de jugadores de pelota que llevan una mano forrada y rodilleras; de músicos que tocaban pequeños tambores; de bailarinas que usaban panta­loncillos y faldillas; de acróbatas arqueados o con un pie sobre la cabeza; y en los ente­rramientos se han encontrado silbatos de barro en forma de perro y de aves, flautas de barro, sonajas, huesos de animales con muescas que servían de resonadores, carapachos de tortuga y máscaras de barro repre­sentando caras humanas con agujeros sobre las cejas para poner pelo postizo, o caras de jaguar, pato y otros animales.

 

Dentro de la sociedad había también artesanos o gente que practicaban algunos ofi­cios: alfareros, tejedores, carpinteros, ceste­ros, lapidarios, etc., implícitos en las obras materiales rescatadas: metates, punzones, puntas de proyectil, agujas, pulidores, etc.; y en las propias figurillas se observan representaciones de faldillas, bragueros o taparra­bos, cofias y turbantes, vendas faciales y barbiquejos, pantaloncillos, sombreros, sandalias, sacos y camisas, listones, etc., que nos hablan del desarrollo del tejido de ciertas fibras vegetales, como el ixtle y algodón, lo mismo que la palma y el tule para los petates y esteras.

 

También vemos representaciones de collares de cuentas, de orejeras circulares, nari­gueras, pectorates, brazaletes, pulseras, ajorcas y espejos sobre el pecho, todo lo cual nos indica el gusto por la ornamentación personal o el adorno; en los enterramientos se han encontrado: espejos de pirita y de hematita, cuentas de piedras verdosas, de jade y de caracol, fragmentos de mosaicos tanto de concha corno de turquesa, orejeras tubulares fabricadas en barro y cuentas de cristal de roca, que corroboran no sólo la existencia de los más diversos oficios y el máximo aprovechamiento de cierto número de materias primas, sino asimismo los trueques o intercambios que se realizaban.

 

Y desde luego, en la sociedad habían per­sonas dedicadas a la agricultura, pesca, caza y recolección que podían combinar en algu­nos oficios; tratantes de mercaderías y de materias primas para el trueque; mujeres que atendían la casa y a los niños, que acarrea­ban el agua en cántaros cargados sobre el hombro; y seres enfermos como enanos, jo­robados, viejos con la lengua colgante, perso­nas con manchas de pelo en la cara, etc., ob­servables en algunas figurillas.

 

Entre las costumbres de estos tiempos pueden mencionarse la pintura facial y cor­poral, que podía hacerse por medio de sellos de barro o pintaderas; la escarificación sobre hombros y piernas; la deformación de la ca­beza -tubular erecta y oblicua-, lo mismo. que la mutilación dentaria; y los olmecas introdujeron el rapado de la cabeza, total o parcial, combinando peinados con partes rapa­das, mechones de pelo y trenzas. Es posible que hubieran usado también barbas postizas y, desde luego, llevaban tocados más o menos vistosos en la cabeza.

 

La gente vivía en chozas de materiales perecederos, a veces levantadas sobre bajas plataformas de tierra con revestimiento de piedras irregulares, para evitar la humedad y la inundación en época de lluvia; y se co­mienza  a delimitar la fosa del muerto con ringleras de piedras, se escogen sitios especiales para los enterramientos, es decir, ce­menterios y, generalmente, se excavan agujeros en el suelo, cerca de la choza o bajo el piso de ésta, que sirven como graneros. Cuan­do estos graneros ya no servían se los relle­naba con los desperdicios de la gente y a veces se hacían enterramientos en ellos (for­maciones troncocónicas).

 

El culto a los muertos adquiere nuevas modalidades, pues ahora hay casos de sacri­ficios humanos, especialmente de niños, a quienes se les corta la cabeza, las manos y los brazos para enterrar algunas de esas par­tes con un hombre o mujer importante; tam­bién se han encontrado entierros múltiples de un hombre con varias mujeres o de una mujer importante con otras mujeres, que podría indicar también la costumbre del sa­crificio humano; predominan los entierros con el cadáver flexionado y envuelto en peta­tes o a veces en telas de algodón, aunque los hay asimismo con el muerto extendido en varias posiciones (dorsal, ventral, lateral), y aparecen entierros secundarios; en ocasiones se sacrifican perros para acompañar al muer­to, se colocan ofrendas pobres o ricas, según el individuo, y se rocía pintura roja o cina­brio sobre los cadáveres, tal vez para darles apariencia de vida en el más allá.

 

Y además del culto a los muertos, las creencias de estos tiempos son de índole mágica, en relación con las fuerzas sobrena­turales que actúan  imprevisiblemente sobre el hombre, en relación con la fertilidad de la tierra, el agua, la vegetación, el alimento y la vida; y así en Tlatilco hay la representa­ción de una serpiente acuática que simboliza el agua que cae a la tierra y como, por otra parte, el jaguar olmeca simboliza la tierra, ambos se fusionan para crear un dragón ofidiano-jaguar que encarna la fertilidad de la tierra, de donde nacen el maíz y la vegetación, el alimento del hombre, o sea la tierra fecundada por el agua, origen del sustento humano.

 

Pero también la mujer es fértil, de ella na­cen los nuevos seres humanos que necesitan del maíz para sostenerse y vivir, para con­tinuar la especie; y ello explica que la fertili­dad de la tierra se equipare a la de la mujer (tierra-madre), que ambas necesitan ser fe­cundadas (agua-semen), que de ellas nace la vida (vegetación-niño) y de ahí también el culto a las figurillas femeninas, al dragón o monstruo ofidiano-jaguar y el culto a los niños entre los olmecas, a los recién nacidos, patente en las figurillas baby face o cara de niño, con las bocas entreabiertas y desdenta­das, gordos y de corta estatura que definen el estilo de esa cultura.

 

Como decíamos, esta forma de vida y cul­tura  se observa principalmente en Tlatilco y Tlapacoya por el impacto directo de los olmecas; otras aldeas, como Zacatenco, El Arbolillo y Xaloztoc, sólo muestran obras materiales que acusan intercambios de productos y ciertas ideas por las interrelaciones entre los grupos; y la misma situación se observa en Morelos y Puebla, donde hay sitios conocidos como Gualupita, Atlihuayán, Chalca­tzingo, iglesia Vieja, Ajalpan, Las Bocas, El Caballo Pintado, etc.

 

En Gualupita, Morelos, se encontró cerámica en forma de botellones con gajos como lóbulos de calabazas, platos con pico vertedera, cuencos sencillos, platos de base plana, cucharas, silbatos, sellos, vasijas como tornillos, etc.; la cerámica era de coloraciones rojiza o baya, negra, blanca, roja, amari­llenta, roja sobre café, etc.; en las vasijas hay decoración geométrica y algo de simbólica, relacionada con el jaguar; las figurillas corresponden a los tipos C3, olmecas huecas o cara de niño, C9, Dl, D2, D3 y K; o sea que allí hay evidencias también de las dos tradi­ciones apuntadas, la del Altiplano y la ol­meca, que llegan a mezclarse, todo ello contemporáneo a lo que sucedía en la cuenca de México.

 

En Atlihuayan, Morelos, hay un comple­jo cultural muy parecido al de Gualupita y Tlatilco, con figurillas Dl, D2, C9 y olmecas huecas; pero sobresale una figura modelada en barro marfil amarillento que representa un chamán olmeca, con una piel de jaguar sobre la cabeza y espalda, en la cual se aprecia la forma de indicar las encías, las cejas, las garras y las manchas de ese animal toté­mico que a menudo aparecen como diseños de la cerámica de ese grupo.

 

En Nexpa, Morelos, los trabajos de Grove han mostrado que desde 1.300 a. de C. ya existía un grupo en el lugar que tenía cerá­mica café oscuro en forma de vasijas de base plana, botellones globulares con surcos que dan la impresión de calabazas, vasijas en rojo pulido, decoración de mecedora o rocker­stamp, sellos cilíndricos y figurillas del tipo D2; en tanto que después predomina la cerámica roja pulida, la roja sobre café en forma de botellones, la decoración excavada o ex­cisa, los cuencos ovales, figurillas de los tipos Dl, D2 y figuras huecas en barro rojo pulido, que corroboran la existencia en aquel sitio de aldeas contemporáneas a la intrusión olmeca.

 

En Chalcatzingo, Morelos, se ha encon­trado cerámica de color rojo sobre blanco, café rojiza o baya, roja pulida, blanca sobre rojo, negra con motivos del jaguar, gris, blanca incisa, negra con bordes blancos, ama­rillenta laca, etc.; vasijas de bases esféricas y planas; decoración geométrica y simbólica de los olmecas; figurillas de los tipos Dl, D2, olmecas huecas o cara de niño, figuras hue­cas en rojo pulido, etc.; todo ello indica de nuevo su contemporaneidad y parecido con Gualupita y Tlatilco, gracias al impacto olmeca.

 

En Ajalpan, Puebla, entre 1.500 y 900 a. de C. se produce una fase cultural de gru­pos que cultivaban el maíz, frijol, calabaza, guajes, amaranto, chile, algodón y otras es­pecies; que estaban agrupados en aldeas ru­rales y vivían en chozas de bajareque; en su cerámica había tecomates bruñidos, con hematita especular frotada y a veces con punzonado en los bordes, también platos de base plana, vasijas de color negro con bordes blancos, decoración de mecedora, etc.; y según McNeish había figurillas de varios tipos, entre ellos el Dl y huecas rojo pulido, formaciones troncocónicas o graneros y ente­rramientos con ofrendas.

 

En Moyotzingo, Puebla, por lo menos desde 1.330 a. de C., hay evidencias de un grupo que vivía en chozas sencillas con pisos de lodo y graneros subterráneos, por debajo de los pisos; conocía la agricultura del maíz; la cerámica era de color negro con bordes café claro, blanca amarillenta con motivos excisos, gris, blanca con manchas oscuras en forma de vasos de base plana, café oscuro en vasijas de silueta compuesta, etc.; según Joerg, se conocía el aguacate, se enterraban los muertos en posición extendida o senta­dos, a veces dentro de los graneros, y se han encontrado figurillas olmecoides con las ca­bezas rapadas o con mechones de pelo y par­tes rapadas.

 

Y en Las Bocas y El Caballo Pintado, Puebla, existió un complejo cultural semejan­te al de Tlatilco, con la misma gran variedad de vasijas y técnicas decorativas, figurillas y figuras huecas olmecas y olmecoides, sellos, máscaras, etc.; además de que en El Caballo Pintado, Izúcar, hay una ocupación más antigua, tal vez fechable desde 1.800 a. de C., cuya cerámica es similar a la de la fase Purrón de Tehuacán, Puebla, que recibe el impacto del complejo Tlatilco, incluyéndose lo olmeca.

 

Las similitudes entre todos los sitios mencionados lleva a la conclusión de que el Altiplano Central fue un foco regional que se formó con poblaciones aldeanas locales, que se enriqueció con la llegada de los olmecas sureños que atravesaron poco a poco por Puebla y Morelos hasta alcanzar la cuenca de México, y llegó a constituir una tradición híbrida que pudo influir sobre otros grupos y regiones.

 

Los centros ceremoniales.

 

La cuenca de México, a partir de 700 a. de C., muestra la continuación de algunas aldeas rurales, como Zacatenco, Atoto, Te­telpan, Xico, Papalotla, Chalco, Ticomán, etcétera; muestra asimismo la aparición de los primeros centros ceremoniales: Cerro del Tepalcate, Tlapacoya, Cuicuilco, Cuanalán, San Cristóbal, Ecatepec, Chimalhuacán y aún Teotihuacán; o sea que comienza un nuevo período de desarrollo cultural, caracterizado por la existencia de algunos centros que actúan como focos integradores de cier­tas aldeas vecinas, base de las futuras civili­zaciones.

 

Durante este periodo, los grupos huma­nos siguen dependiendo de la agricultura, caza, pesca y recolección, pero tal vez en for­ma más intensiva por el aumento de pobla­ción; la agricultura se practica por el sistema de milpa y con ayuda del bastón plantador, coas o azadas y hachas de piedra; pero en algunos lugares, especialmente en los centros ceremoniales, se construyen muros de con­tención en las laderas de los cerros, a manera de terrazas escalonadas, tanto para evitar la erosión como para aprovecharlas en la agricultura, y es posible que existieran sencillos canales abiertos en las tierras de labran­za, principalmente en zonas irrigadas por los escurrimientos de las aguas de lluvia que bajaban de los cerros.

 

La tecnología evoluciona principalmente por el inicio de la arquitectura y mejora­miento de algunas artesanías, rasgos asocia­dos a los centros ceremoniales; y ahora te­nemos cinceles y martillos o mazos para el trabajo de la piedra que se utiliza en las cons­trucciones, aplanadores o alisadores de pisos y paredes, plomadas de piedra, taladros para perforaciones, abrasores y tal vez otros.

 

En el Cerro del Tepalcate se construyen plataformas para chozas-templos, en Cuicuil­co y Tlapacoya se levantan basamentos esca­lonados para templos, en Zacatenco y Ticomán se construyen muros de contención y plataformas para casas, en Cuanalán predo­minan los cuartos o habitaciones; de modo que hay en este período un inicio e impulso de las  construcciones, que permite también trazar la evolución de la arquitectura.

 

Así, la choza construida sobre plataforma de tierra y revestida con piedras irregulares dio nacimiento a la idea del basamento-tem­plo,  primero construyendo una plataforma más alta, con mejor revestimiento de piedra cortada, unos pocos escalones y una choza mejor acabada (Cerro del Tepalcate); y después vino la superposición de platafor­mas, rectangulares o circulares, las verdaderas escalinatas y rampas, lo mismo que el templo (Cuicuilco); hasta llegar al concepto de un basamento piramidal para templos (Tlapacoya, Teotihuacán).

 

Como decíamos, el patrón de asenta­miento consistía en aldeas nucleares que dependían de un centro ceremonial, con una o varias estructuras religiosas, habitaciones o cuartos para la casta dirigente y chozas para el resto de la población; y por lo general es­tos centros se ubicaban sobre pequeños y bajos cerros, quedando las aldeas rurales dis­persas por sus contornos.

 

En esos centros vivían las personas diri­gentes de la sociedad, sacerdotes y gente de prestigio que atendían el gobierno y la reli­gión, los asuntos administrativos y los cul­tos; así como los artesanos que se dedicaban a la construcción y cantería, lapidaria, alfare­ría, tejidos, carpintería, etc.; lo mismo que campesinos, sirvientes, mercaderes, etc.; o sea que ya existían estamentos sociales que tenían funciones diversificadas y división del trabajo, germen de una naciente división so­cial de las altas culturas.

 

La estructura económica descansaba en la agricultura, tanto del propio centro como de las aldeas dependientes, traducida en tri­butos que entregaban; ello era necesario para la obtención de excedentes que se distribuían entre la gente no productora de alimentos; además, estos excedentes se manifestaban en mano de obra para los trabajos públicos, es­pecialmente para la construcción y manteni­miento de los edificios del centro ceremonial; y también ha de haber existido cierta produc­ción artesanal y trueque o intercambios de materias primas y productos elaborados.

 

Lo anterior se corrobora arqueológicamente por la presencia de cerámica del occi­dente de México, especialmente de Chupícua­ro, Guanajuato; cuentas de jade, conchas y caracoles marinos, pelotas de hule, mosaicos de turquesa, espejos de hematita, algodón, serpentina, obsidiana, etc.; materias primas y productos de origen local y foráneos, que venían tal vez por mercaderes intermediarios de la tierra caliente y de la costa.

 

De hecho, la casta sacerdotal comienza a definir el gobierno teocrático, crea la reli­gión y los cultos, impulsa la arquitectura ce­remonial y va desarrollando ciertos conoci­mientos como el calendario para las prácticas agrícolas y las festividades; y así en Cuicuilco y Ticomán aparece la representa­ción del "dios viejo del fuego" (Huehueteotl) concebido como un anciano jorobado que lleva un brasero para el fuego sobre la espalda; en Tlapacoya, además de esta deidad, hay la representación del antecedente del dios Tláloc (la lluvia), en forma rudimentaria sobre el cuello de algunos botellones; y en Teotihuacán hay el antecedente de Xipe, dios de la vegetación y de la primavera.

 

Además de estas ideas religiosas existe un culto a los muertos más elaborado, pues en Cuicuilco se han encontrado entierros ra­diales, es decir, el frente del basamento circular, con ofrendas de objetos personales. y alimentos; se continúa con la práctica de los sacrificios humanos; se inicia la costumbre de la incineración; y en Tlapacoya se construyen tumbas con paredes de piedra y te­chos de lajas, dentro del núcleo del basamento piramidal, en las cuales se depositaban los huesos de personas importantes (entierros secundarios) sobre una capa de corteza vege­tal, rociada de cinabrio, con ricas ofrendas de cerámica, cestos, calabazos pintados y otros objetos.

 

En otros lugares los enterramientos se hacían directamente en agujeros excavados en el suelo; en ocasiones se enterraban crá­neos solos o partes del cuerpo dentro de urnas funerarias; a veces se sacrificaban perros y aves para acompañar al muerto; se acostumbraba enterrar a los deudos por debajo del piso de las chozas y cuartos; y en el Cerro del Tepalcate se aprovechaba el mo­mento de ampliar las plataformas para colo­car al muerto entre los muros de las cons­trucciones.

 

Como mencionábamos, este período se caracteriza por el inicio de la arquitectura ceremonial, ligada fundamentalmente con la religión; y así en el Cerro del Tepalcate, es­tado de México, se construyó una plataforma con relleno de tierra y muros revestidos de piedras y tepetate, a la cual se subía por me­dio de dos escalones; plataforma sobre la que se levantó un templo en forma de choza, de planta rectangular, con paredes de troncos recubiertos de lodo y con techo de morillos y paja, a dos aguas. La plataforma fue am­pliada varias veces, tanto en anchura como en altura; y cada vez que se hacía esto, el templo era quemado para construir otro nue­vo, poniendo una ofrenda a la edificación.

 

En Cuicuilco, D. F., primero se constru­yeron basamentos con bajos cuerpos escalonados y hechos de barro, luego se edificaron con revestimiento de piedra volcánica y cantos de río, ya fueran de planta circular o rec­tangular; y así, la llamada "Pirámide de Cuicuilco" es un basamento de planta circu­lar, de unos 17 metros de altura, con tres cuerpos escalonados de variable altura y con una rampa de subida en su frente occidental y una escalinata en su lado oriental. Sobre el último cuerpo se levantaba un templo circu­lar y en su interior había dos altares de lodo. Posteriormente se edificó un cuarto cuerpo muy bajo, se destruyó el primer tem­plo y se construyó otro nuevo, y en su inte­rior se colocaron dos altares, un tanto ova­lados, hechos con cantos de río.

 

De hecho, los constructores de Cuicuilco aprovecharon sabiamente el lugar, pues el centro comenzó en la parte de poniente, que era relativamente plana, donde levantaron un basamento de lodo y algunos cuartos ru­dimentarios; pero más tarde, y con el aumen­to de la población, aprovecharon la parte oriental, donde había una loma de poca elevación, y junto a ella adosaron el basamen­to circular descrito, por lo cual la rampa queda a mayor altura y la escalinata a nivel del terreno. Este basamento descansaba a su vez sobre una. plataforma rellenada artifi­cialmente, en la cual había varios altares tal vez circulares; y también en la parte occi­dental de la zona, donde comenzó el pobla­miento, se construyeron otros basamentos piramidales y cuartos. La erupción del Xitle, pequeño volcán del Ajusco, casi al iniciarse la era cristiana, hizo que se despoblase Cui­cuilco y no alcanzase mayor desarrollo.

 

En Tlapacoya, estado de México, se construyó primero una plataforma con escalinata empotrada al frente y un templo-choza en la parte superior; después se transformó en un basamento piramidal con tres tumbas en su interior o núcleo de relleno; y también se construyeron muros de contención para evitar que los materiales de acarreo del cerro cayeran sobre la estructura ceremonial y se edificó un cuarto próximo al basamento, tal vez para habitación del sacerdote.

 

Y aun en el valle de Teotihuacán se ob­serva que algunos grupos estaban asentados por los cerros circunvecinos, constituyendo pequeños centros con alguna estructura ceremonial, lo mismo que grupos aldeanos, como Patlachique y Maquizco; y hasta en el centro del valle habla un grupo que cons­truyó un basamento de piedra con juntura de lodo y tal vez algunas plataformas de casas o cuartos como se ve en el interior de la Pirámide del Sol y en la zona de Oztoyo­hualco, cercana a la Pirámide de la Luna.

 

Posteriormente la gente de varios lugares existentes se comienza a concentrar en el centro del valle; utilizan los desperdicios de la población, tierra y tepetate, para formar el núcleo de relleno de la Pirámide del Sol; cubren la vieja estructura de piedra irregular y lodo; o sea que surge el colosal basa­mento de cuerpos escalonados e inclinados, con sus angostas escalinatas y alfardas, con revestimiento de piedra y recubrimiento de estuco, el cual inicia el desarrollo de la cultura teotihuacana.

 

La Pirámide del Sol fue construida entre los años 100 a. de C. y 100 d. de C., y por ese mismo tiempo se construyó la de la Luna, que más tarde servirían de ejes rectores de la gran ciudad. En el período que venimos tratando se inicia y desarrolla la arquitectura, pues aparece el concepto de ba­samentos para templos, los altares, las esca­linatas sencillas o limitadas por alfardas, la rampa, el corte de la piedra y el recubrimien­to de estuco, cuartos sobre plataformas, cier­ta orientación de los edificios, cinceles, plo­madas; pulidores de pisos y paredes, el mor­tero de cal y arena, etc.

 

La alfarería de este período puede ser de color rojizo o bayo, en forma de ollas, cuen­cos y botellones de carácter doméstico; café negruzco en forma de cuencos trípodes con soportes ornamentados, cántaros, tecomates, platos, copas con alta base anular, botellones zoo y antropomorfos, ollas con vertedera y vasos; roja  pulida en forma de vasija con efi­gie y vertedera, cuencos de silueta compuesta y vasos de base plana; y hay también cerá­mica roja sobre amarillento en forma de platos trípodes con soportes bulbosos, ollas, platos de silueta compuesta y botellones, lo mismo que una cerámica blanca de aspecto sucio y tal vez doméstica.

 

También hay una cerámica policroma a base de colores rojo, café amarillento y blan­co, este último delimitando los diseños de tipo geométrico; hay cerámica policroma en rojo, negro, blanco y café amarillento, a veces con los diseños delimitados por incisión; hay cerámica con pintura en negativo, dentro de coloraciones naranja, rojo o café oscuro que contrastan en un fondo amarillento; también la pintura negativa se combina con la poli­cromía, para dar la cerámica policroma nega­tiva; y hay cerámica anaranjada, blanca so­bre rojo y pintada sobre estuco seco, esta última en colores rosa, blanco, amarillo, ne­gro y azul turquesa.

 

Desde luego, en la cerámica hay una gran variedad de formas, técnicas decorativas y diseños geométricos por lo regular; pero los rasgos diagnósticos de este período son la policromía, el negativo, el estuco seco pinta­do, las vasijas trípodes con soportes orna­mentales y la aparición de la vertedera sencilla, los soportes mamiformes y el reborde basal, que son característicos también de Oaxaca, Chiapas y Guatemala.

 

Y en esta época, la cuenca de México re­cibe la influencia de la cerámica de Chupí­cuaro, Guanajuato, como se ve en el Cerro del Tepalcate, Chalco, Xico y otros lugares; y esta cerámica es monocroma, bicroma (rojo o negro sobre crema) y policroma (rojo y negro sobre crema), dentro de una gran variedad de formas y diseños.

 

En cuanto a las figurillas, éstas se siguie­ron modelando a mano, generalmente con rasgos al pastillaje; y así tenemos el tipo "E", que se caracteriza por sus cuerpos aplanados y caras triangulares; el tipo "I", de mayor tamaño, y hechas en barro rojo pulido; los tipos "M", “N”, “O”, "G", etc.; y el tipo “H”, que vino también de Chupícuaro, Guanajuato, que produce una variante con ojos apenas insinuados o ciegos (H1), y otras mo­dalidades.

 

Y también se hacían sellos, silbatos, ocarinas, flautas y orejeras de barro, estas últi­mas con un lado ahuecado y el otro sólido, o completamente sólidas con diseños calados o incisos; a la vez que se han encontrado figu­ras recortadas en nácar, compuestas de va­rias partes y con perforaciones, junto con otras piezas en forma de plaquitas, discos y animales, así como con perforaciones, lo cual indica que eran cosidas como adornos de los vestidos y tal vez pectorales a manera de mo­saico, sujetas con hilos.

 

En el estado de Morelos, lugares como Yautepec, Gualupita, Olintepec, Tlaltizapan, etcétera, continúan su desarrollo aldeano, lle­gando a contemporaneizar con algunos centros ceremoniales; y así, en Chalcatzingo, ampa­rado por el Cerro de la Cantera, se constru­yeron dos basamentos que formaron una pla­za abierta en dos de sus lados, uno de ellos con relleno de tierra y piedras, con un cuer­po en talud y remate como cornisa o tablero liso, todo ello hecho de piedra y recubrimien­to de estuco.

 

Aprovechando algunas superficies lisas de las canteras del cerro, lo mismo que gran­des rocas naturales, anónimos artistas talla­ron en ellas espléndidos bajos relieves rela­cionados con sus creencias religiosas, entre las cuales podemos mencionar la representa­ción de una ceremonia agrícola en la que par­ticipan cuatro personajes, ataviados con capi­tas sobre la espalda, bragueros, cinturones, máscaras fantásticas, orejeras y tocados con elementos vegetales y símbolos del jaguar ol­meca; a la vez que portan en las manos azadas o bastones plantadores y ramas vegetales que insinúan las cañas del maíz.

 

En otro bajo relieve se observan representaciones de nubes con gotas de agua ca­yendo a la tierra; símbolos vegetales a mane­ra de espigas y círculos o chalchihuites que simbolizan el agua preciosa; y más abajo sobresale la figura de un sacerdote que está sentado en un trono o banco, con una barra en los brazos a manera de insignia de su ran­go, el cual está en el interior de una caverna, simbolizada por una cara de jaguar vista de perfil, con volutas hacia el frente, que repre­senta a la tierra con su vegetación.

 

Estos y otros bajos relieves nos indican que en Chalcatzingo existía una casta sacer­dotal, una religión y cultos; que el arte es­taba en función de la religión y que tenía re­laciones con el estilo de los olmecas de la Costa del Golfo; que tal vez se trataba de una colonia olmeca, relacionada con los inter­cambios o trueques de aquellos tiempos, y que ya habían aparecido los conceptos de nubes de lluvia que caía sobre la tierra para fecun­darla, de la tierra concebida como una cara de jaguar vista de perfil o de frente, de la vegetación que nacía de ella, de un jeroglífico para el maíz, representación de una serpiente de cascabel con alas o plumas que simboliza­ba la nube de lluvia, y que los sacerdotes se encargaban no sólo de los cultos sino también de las festividades.

 

Respecto al estado de Puebla, se cono­cen sitios como Aljojuca, Jalapazco, Cholula, Totimehuacan, Uchitla, Moyotzinco, etc., que corresponden a grupos aldeanos y a gru­pos que vivían en centros ceremoniales; en el valle de Tehuacán, McNeish encontró una fase denominada Santa María, entre 900 y 200 a. de C., durante la cual había pobla­ciones que vivían  en chozas de bajareque, agrupadas en aldeas o pueblos, algunos con estructuras ceremoniales; cultivaban la tierra, tejían algodón y eran alfareros: en su cerá­mica predominan las ollas, botellones y cuencos de silueta compuesta, a veces con pintu­ra negativa.

 

En Totimehuacan, a orillas del río Alse­seca, hay una serie de montículos, terrazas y plataformas sin planeamiento aparente, pero con sus frentes hacia los volcanes  del valle de México; uno de ellos tiene planta rectangu­lar circular combinada, con cuerpos inclina­dos de piedra caliza y en la parte superior restos de un templo-choza de bajareque con piso de lodo quemado. Debajo de ese piso se encontró un enterramiento en posición flexionada, el cual tenía una ofrenda consistente en dos tecomates, uno de ellos decorado en negativo y el otro de color naranja.

 

A 4,5 metros de profundidad, y debajo del último cuerpo, se hallaron dos grandes lajas que tapaban la entrada a una galería escalonada, de ocho metros de largo, que al final se dividía en otros dos túneles secundarios, lo cual daba al conjunto una planta en T. Uno de estos túneles terminaba en un recinto circular con techo a manera de falsa bóveda y en el centro de dicho recinto hay una tina de piedra, monolítica y excavada circularmente en su interior, con cuatro figu­ras de ranas labradas sobre el borde. El estilo recuerda un poco a las obras olmecas de la Costa del Golfo, y hay una fecha de carbono 14 que la sitúa hacia 200 (más menos 100) a. de C.

 

La cerámica de Totimehuacan se reduce a ollas, cuencos, cazuelas, cántaros y tecoma­tes; entre las cazuelas hay algunas de color negro, café claro y rojo; también hay una cerámica gris que recuerda la de Monte Albán; y las figurillas son modeladas a mano, con predominio del tipo "E", aplanadas, con caras triangulares y de tamaño pequeño.

 

En Amalucan, Puebla, existen algunas construcciones, y Fowler ha encontrado un canal azolvado con varias ramificaciones que se utilizó tal vez para irrigar los campos de cultivo; este sitio arqueológico se ha fechado entre 500 y 200 a. de C., con características similares a otros sitios del valle de Tehuacán.

 

En Moyotzingo, después de la ocupación aldeana se observa la construcción de muros de adobe para contener la erosión del cerro, que pudieron servir de terrazas para los cul­tivos y como plataformas para las chozas; y hay también un montículo y cuartos que in­dican su transformación hacia un pequeño centro ceremonial, alrededor del 100 a de C., con el consiguiente cambio de la cerámica y figurillas. Algo similar ocurre en San Fran­cisco Acatepec, en donde la población aldeana construye algunas estructuras de piedra y lodo, graneros, chozas, etc.; según Heinz, la cerámica  es de color bayo, café oscuro, café negruzco, rojo sobre bayo, blanco sobre bayo y bayo inciso, en tanto que las figurillas corresponden a los tipos "E", "G" y "H" principalmente. La ocupación última se cal­cula hacia el 260 a. de C.

 

Como decíamos, otros sitios contemporáneos son Chalchicomula, Aljojuca y Jala­pazco, descubiertos por Linne, en los cuales hay montículos de tierra recubiertos con cantos rodados y pisos de lodo; cerámica con decoración negativa, café, rojo sobre blanco, etcétera; orejeras sólidas de barro; figurillas tipo “H” de la tradición de Chupícuaro, Guanajuato; y enterramientos en posición flexionada o extendida, con acompañamiento de ofrendas para la otra vida.

 

Y en Cholula, Puebla, hay una estructura a manera de basamento con talud y cornisa poco saliente, sobre el cual había un cuarto o cámara con revestimiento de lodo pintado; en el relleno de la estructura se encontraron fragmentos de cerámica: baya, café oscuro, negra y gris pulida; en forma de ollas, cuen­cos y platos, a menudo con decoración inci­sa; lo mismo que cuerpos y cabecitas de fi­gurillas correspondientes a los tipos: C10, C1, E y otras variantes.

 

Así, tanto en  la cuenca de México corno en Morelos y Puebla se inicia la construcción de centros ceremoniales, la arquitectura, la casta sacerdotal y la religión, lo cual permitirá el nacimiento de varias civilizaciones; des­de luego, ahora hay pueblos y comunidades aldeanas, excedentes económicos, desarrollo de la tecnología, artesanías especializadas, etcétera, que son rasgos que definen a este últi­mo período del preclásico.

 

El occidente de México.

 

La región conocida como el occidente de México abarca los estados de Sinaloa, Jalis­co, Nayarit, Colima, Michoacán y parte de Guanajuato y Guerrero; pero el conocimiento del preclásico es fragmentario y sólo tenemos algunas evidencias obtenidas en Morett, Colima; El Opeño, Michoacán; Chupícuaro, Guanajuato; aunque hay también escasos da­tos de Mezcala, San Jerónimo, Oxtotitlán y Juxtlahuaca en Guerrero, de Zinapécuaro y Queréndaro en Michoacán, etc.

 

En el estado de Guerrero se observa in­fluencia de la cultura olmeca en Taxco, El Naranjo o Cañón de la Mano, Iguala,  Mez­cala, Olinalá, Oxtotitlán, Juxtahuaca, Coyuca de Benítez, San Jerónimo y otros, especialmente en obras lapidarias como máscaras, figurillas, ornamentos, hachas y pecto­rales; pero todo ello corresponde a tiempos relativamente tardíos, cuando en Mesoamérica se desarrollan ya los pueblos y centros ceremoniales.

 

Así, en San Jerónimo hay montículos de tierra bastante destruidos y saqueados, en­terramientos con ofrendas, cerámica de color bayo o café rojizo, orejeras sólidas de barro, placas de piedra verdosa con relie­ves olmecoides y figurillas que se caracte­rizan por sus cuerpos aplanados, cabezas deformadas con altos tocados y rasgos facia­les hechos con múltiples punzonaduras o agu­jeritos.

 

En Tambuco, cerca de Acapulco, se han encontrado figurillas modeladas a mano y bastante realistas, lo mismo que orejeras de barro con decoración calada, representando motivos geométricos, zoo y antropomorfos; mientras que en Coyuca de Benítez hay cerá­mica roja pulida similar a la de la cuenca de México, soportes mamiformes, orejeras ci­líndricas y figurillas con rasgos perforados.

 

En Juxtlahuaca se encontró una profunda caverna con pinturas en su interior, dentro de un estilo que recuerda un poco al olmeca y, por tanto, tardío; en esas pinturas puede verse un individuo en posición sedente y de tamaño pequeño, a otro de mayor tamaño y vestido con una especie de capa o poncho de gran colorido, alternando con franjas hori­zontales de color rojo, negro y amarillo; lo mismo que a un tigre o jaguar y a una ser­piente en actitud de enfrentamiento, tal vez como representaciones de fuerzas o fenóme­nos antagónicos o complementarios, si recor­damos que el jaguar simboliza la tierra, y la serpiente, el agua.

 

En Oxtotitlan las pinturas se localizan en el interior de dos cuevas, cercanas al po­blado de Chilapa, y en la Cueva Sur se observa un personaje ataviado con capa de plu­mas, orejeras, brazaletes, pectoral y ajorcas, con una máscara de lechuza sobre la cara y sentado sobre una máscara de jaguar, todo ello en policromía roja, azul y negra; mien­tras que en la Cueva Norte hay un personaje de pie y cercano a un jaguar, algunas caras olmecas vistas de perfil, jeroglíficos y repre­sentaciones de serpientes o cipactlis. De hecho, las pinturas guardan relación con. los relieves de Chalcatzingo, Morelos, y corres­ponden al período teocrático inicial.

 

Respecto al estado de Guanajuato, allí sobresalió el sitio de Chupícuaro, ahora cubierto por las aguas de la presa Solís; este lugar fue un gran centro alfarero localizado entre el río Lerma y su afluente el Coroneo, que comenzó como una aldea rural y que llegó a construir pequeñas estructuras de piedra y lodo, a la vez que logró influir con su estilo de cerámica y figurillas sobre grupos del propio Guanajuato, Michoacán, Queré­taro y aun la cuenca de México.

 

La población de Chupícuaro se dedicaba a la agricultura, pesca, caza y recolección; vivía en jacales o chozas de materiales pere­cederos, a lo largo del río y en las lomas vecinas, constituyendo una aldea extendida pero populosa o nucleada; tenía una zona especial para los enterramientos, es decir, un cementerio; y llegaron a construir plataformas revestidas de piedra para cuartos con pisos de lodo y a veces con caños de desagüe tapados con lajas, en ocasiones formando conjuntos que dan idea de un cambio en la sociedad o de cierto progreso mayor que de una simple aldea.

 

Las representaciones cerámicas de cala­bazas, aves y ciertos animales, lo mismo que la presencia de metates y manos, mor­teros, puntas de proyectil, navajas y cuchi­llos de obsidiana, huesos y asta de venado, etcétera, corroboran la economía mixta de esa población; y así podría decirse que cono­cieron el maíz, la calabaza y tal vez el frijol y el chile al paso que pescaban en el río, cazaban y recolectaban productos y frutos silvestres.

 

La alfarería, que era la artesanía princi­pal, revela una gran imaginación y una tra­dición artística propia, un buen sentido de la forma y el diseño, aunque sólo emplearon los colores rojo, negro, café y crema, ade­más de la monocromía obtenida por el co­cimiento y la pintura; o sea que en la cerámica podemos encontrar vasijas monocro­mas, bicromas y policromas, dentro de una gran variedad de formas y estilos caracterís­ticos.

 

En la cerámica monocroma predomina el color café, oscuro o negruzco, en forma de cuencos sencillos o de silueta compuesta, ollas globulares y a veces con lóbulos sobre el cuerpo, jarras, cuencos ovales, patojos, tecomates, platos, cántaros, vasijas efigie con representaciones de perro, guajolote, tal vez mono y venado, lo mismo que platos trípo­des, en ocasiones con soportes mamiformes y cuencos con base anular o pedestal; y tam­bién hay cerámica roja pulida en forma de ollas y cuencos por lo regular.

 

En la cerámica bicroma hay vasijas de color rojo sobre crema en forma de cuencos sencillos u ovales, platos trípodes con altos soportes y a veces de forma arriñonada; hay vasijas decoradas con rojo sobre café amari­llento, negro sobre rojo y café oscuro sobre rojo, en formas similares a las mencionadas, especialmente con caras humanas o aves; en tanto que la cerámica policroma combina el negro, rojo y café oscuro sobre un fondo cre­ma o marfil, agregando formas como copas, altos cuencos y vasos.

 

En la cerámica monocroma se empleó el modelado, la incisión, el grabado y el pun­zado para realizar motivos geométricos por lo regular; mientras que en la cerámica pin­tada hay tanto motivos geométricos como naturalistas, a veces ligeramente esquemati­zados, entre ellos ranas, mariposas, manos y caras humanas. Aunque la cerámica monocroma fue la más antigua de todas ellas, hay un momento en que todas se hacen al mismo tiempo.

 

Las figurillas muestran también una tra­dición propia; se hacían a mano, y con ras­gos al pastillaje, dentro de cuatro tipos prin­cipales; y así tenemos el tipo "H", que se caracteriza por su tamaño mayor, por sus cuerpos muy aplanados, por los ojos formados con dos largos filetes de barro en posi­ción inclinada y profusión de pastillaje para indicar otros rasgos (H4 de la cuenca de México); un tipo de tamaño menor con los cuerpos casi de bulto, ojos al pastillaje y de color cremoso pulido por lo general; un tipo no muy frecuente, caracterizado por sus to­cados escalonados y también muy pulidos; y un tipo hueco, de mayor tamaño, generalmente con policromía en rojo, negro y crema, bien pulidas.

 

En las figurillas vemos la costumbre de la pintura facial y corporal en colores blanco, negro, rojo, azul y amarillo; la pintura del ca­bello, generalmente blanco para los hombres y rojo para las mujeres; la tendencia a la des­nudez, aunque hay representaciones de bra­gueros en los hombres; aunque asimismo se observa en algunas figurillas masculinas el uso de un caracol sujeto al cinturón, que cubre al miembro viril, tal vez como antecedente del estuche del pene o como símbolo de fecundidad.

 

También se observa que las mujeres se cortaban el pelo a manera de un fleco sobre la frente; que partían el cabello en dos, dejan­do una raya en medio y recogiéndolo en trenzas que ataban con listones; y eran muy da­dos tanto hombres como mujeres a llevar vendas frontales, turbantes y vistosos tocados, a veces con adornos constituidos por plumas y flores, lo mismo que sombreros y sandalias.

 

Tanto los hombres como las mujeres completaban su atuendo personal con oreje­ras circulares, collares, brazaletes, pulseras y ajorcas de variados materiales; y en los en­terramientos se han encontrado orejeras sóli­das de barro, en rojo o negro pulido, lisas o con decoración incisa; collares de cuentas de ágata, de jade, de barro y de caracol marino; conchas trabajadas que pudieron servir como pectorales y caracolitos de tierra que se ensartaban para formar largos hilos a manera de collares.

 

Y también en las figurillas se ven a niños en cunas o en especies de tarimas con agarra­deras en los extremos, a veces con un perico posado en una de ellas; a muertos acostados sobre tarimas de madera y atados; lo mismo que representaciones de músicos en el acto de tocar flautas, bailarines, mujeres con niños, etc.

 

En relación con la música y la danza, se han encontrado flautas, sonajas, silbatos, oca­rinas y huesos aserrados o con muescas que pudieron servir como resonadores, todo lo cual corrobora la existencia de fiestas en las cuales se daba la participación de danzantes y músicos.

 

Entre las costumbres funerarias de Chu­pícuaro puede mencionarse la práctica de en­terrar a varios individuos alrededor de un tlecuil u hogar, en donde se quemaba copal y se hacían los ritos al muerto, es decir, enterramientos múltiples que podrían relacionar­se con los sacrificios humanos a un señor importante; los hogares eran de barro y los cadáveres se colocaban en posición extendida alrededor del hogar pero sin orientación nin­guna y se les acompañaba con ricas ofrendas de cerámica, figurillas y algunos objetos per­sonales.

 

También había enterramientos de indivi­duos solos, es decir, primarios, de hombres, mujeres y niños, generalmente en posición extendida (decúbito dorsal, ventral y late­ral izquierdo o derecho), con sus respecti­vas ofrendas; se han encontrado casos de enterramientos de cráneos solos, que indican decapitación del individuo, lo mismo que cráneos cortados por la mitad y que presentan perforaciones para colgarse, que insinúan el sacrificio humano y el culto a los cráneos-­trofeos.

 

Otras modalidades observadas en los en­terramientos es, por ejemplo, que los indivi­duos en decúbito ventral no poseían ofrendas o eran muy pobres, mientras que los entierros en decúbito dorsal tenían ofrendas muy ricas; ello nos lleva a pensar en una distin­ción social, de pobres y ricos, de estamentos sociales diferentes dentro de la sociedad. También algunos entierros se delimitaban con bolas de piedra labrada, de regulares dimensiones; y se acostumbraba sacrificar perros para que acompañaran al difunto a la otra vida.

 

Como decíamos, entre las ofrendas hay algunos objetos que podrían indicar la ocupa­ción y sexo del individuo, ya que collares y orejeras se encontraron asociados a niños, jóvenes y cráneos aislados; metates, manos de metates y agujas estaban en relación con femeninos adultos, y puntas de proyectil, punzones, pulidores, navajas, etc., con masculinos adultos; también se ponían como ofrendas vasijas con alimentos, molcajetes de piedra, ornamentos de concha, tejolotes, oca­rinas, flautas, cerámica, etc.

 

La tradición alfarera de Chupícuaro y sus figurillas se ha encontrado en lugares como Jerécuaro, Acámbaro, Cuitzeo, Zinapécuaro, Queréndaro, San Juan del Río, Cerro del Tepalcate, Gualupita, San Francisco Ecatepec, etc.; cerámica y figurillas que indican las interrelaciones o intercambios entre los grupos de Guanajuato con Michoacán, Que­rétaro y el Altiplano Central, pero ella influyó también sobre los grupos y, desde luego, dio origen a otras tradiciones locales del occi­dente de México, especialmente a las de Chapala, Michoacán, Colima y Jalisco. Actualmente se cree que también pasó a lugares de Zacatecas e influyó sobre grupos del sudoeste de Estados Unidos.

 

En El Opeño, Michoacán, muy cerca del poblado de Jacona, existió una población aldeana rural que aprovechó las colinas cer­canas para excavar tumbas en el tepetate que sirvieron de abrigo a sus muertos más importantes; por lo general, estas tumbas tie­nen cuatro o cinco escalones de bajada, cor­tados en el tepetate o formación caliza en proceso de petrificación, que conduce a un vestíbulo; a continuación hay una losa o lajas que tapan la entrada a una cámara fu­neraria, compuesta de un pasillo central y dos alas laterales, todo ello excavado en aquel material.

 

Dichas tumbas se encuentran a una profundidad aproximada de 2 m. de la super­ficie de la colina; tienen una baja banqueta o plataforma que rodea a la cámara, o dos ban­quetas a ambos extremos de la misma, y sobre estas plataformas talladas en el tepetate se colocaban a los muertos, con acompañamiento de ofrendas para la otra vida. En ocasiones las tumbas servían para en­terramientos en diversos tiempos, y entonces se solían apilar los huesos y las ofrendas del primer entierro en los extremos o en el pasillo, a efecto de dejar espacio para el otro ente­rramiento.

 

Los entierros encontrados son, por lo regular, primarios y de individuos adultos, aunque hay huesos apilados de entierros re­movidos; y en los cráneos se observa la deformación intencional, del tipo tabular erec­ta y tabular oblicua. La posición de los cadá­veres es generalmente extendida en decúbito dorsal.

 

Entre los objetos de ofrenda hay cuchi­llos y puntas de proyectil en obsidiana, que nos indican la cacería; morteros y manos para la molienda de colorantes y arcilla; hachas y cinceles de piedra; lascas retocadas, abrasadores y pulidores hechos de cantos rodados; lo mismo que pequeños yugos de piedra que podrían ser réplicas de las rodi­lleras de los jugadores de pelota con fines funerarios, como ocurría en Tlatilco; y especies de azadas o espátulas de pizarra, con algunos dibujos incisos, que podrían ser ob­jetos para golpear la pelota.

 

También se encontraron cuentas de piedra verde para collares, aros de concha que pudieron servir como brazaletes o pectorales, orejeras de jadeíta o de piedras verdes semipreciosas y, desde luego, cerámica y fi­gurillas, así como silbatos de barro.

 

En la cerámica hay ollas y vasijas con una efigie zoomorfa, tratadas con pintura negativa; cerámica roja pulida en forma de ollas, vasos acanalados con soportes de bo­tón y cuencos con asas, que dan la impresión de canastas; cerámica roja sobre café con motivos esgrafiados y punzonados, en forma de cuencos y ollas; cerámica café con aspecto de cuencos con triángulos incisos, ollas y escudillas en forma de aves; lo mismo que cerámica roja guinda, café negruzco y otras modalildades.

 

En cuanto a las figurillas, éstas se hicieron modeladas a mano, en un barro café rojizo, con los rasgos faciales hechos con líneas incisas y punzonado, lo cual recuerda un poco a las tipo "D" de la cuenca de México; y entre ellas hay representaciones de mujeres en posturas sedentes y desnudas, lo mismo que hombres de pie y con cierto dinamismo, los cuales representan a jugadores de pelota.

 

Todos estos jugadores llevan una especie de casco en la cabeza, portan en alguna de las manos un objeto para pegar a la pelota, anchas rodilleras que cubre parte de la pierna y están desnudos, si bien hay otras figurillas que muestran el uso de bragueros y faldillas, tocados y ornamentos, lo cual indica el conocimiento del tejido del algodón.

 

Y hay un tipo de figurillas más toscas, con los rasgos faciales hechos por la técnica del pastillaje, que representan mujeres en es­pecial; lo mismo que un tipo muy fino, un barro casi blanco, con rasgos incisos y líneas de puntos en el pecho y los muslos que podrían indicar la práctica de la escarificación.

 

Todas las características apuntadas llevan a Oliveros a colocar El Opeño entre 1.300 y 800 a. de C., aunque más bien caería entre 1.000 y 400 a. de C., cuando ya lo ol­meca comenzaba a declinar y de ahí ciertos rasgos olmecoides en la cultura y en la presencia de yuguitos de piedra y de una figurilla de piedra verdosa hallada en el lugar. Des­de luego, El Opeño es el iniciador de las "tumbas de tiro" que luego serán comunes en Jalisco, Nayarit y Colima.

 

Y en el sitio Morett de Colima se ha en­contrado cerámica roja incisa, blanco sobre rojo, naranja y otras modalidades, lo mismo que figurillas que se parecen a las de Jalisco, junto con enterramientos, a veces múltiples; ahora se considera, por una fecha de carbo­no 14 que se remonta a 330 a. de C., que en Colima se inició un complejo cerámico que se extendió hasta Jalisco, para dar el pe­ríodo conocido como Los Ortices-Tuxcacuesco, el cual viene a continuación del preclá­sico.

 

De todo lo anterior se concluye que el occidente de México tuvo un desarrollo cul­tural paralelo al resto de Mesoamérica; que allí existieron una serie de aldeas rurales autosuficientes, antes de pasar a los pri­meros centros ceremoniales; que la influencia olmeca fue mayor en Guerrero, pero se proyectó hasta Michoacán; que la tradición alfarera de Chupícuaro dio origen al estilo de figurillas aplanadas del Occidente; y que allí se asentaron también las bases para el nacimiento de la alta cultura, aunque ésta no alcanzó los niveles de las otras regiones mesoameri­canas.

 

Resumen.

 

Como decíamos al principio de este ca­pítulo, el preclásico puede concebirse como el horizonte cultural anterior a la civilización mesoamericana, es decir, a la alta cultura de los centros urbanos o ciudades teo­cráticas (clásico); se caracteriza, primero, por la aparición de comunidades aldeanas y después por los pueblos y centros ceremoniales, los cuales llegaron a convivir o contem­porizar hasta los primeros años de la era cristiana.

 

En el territorio mexicano -que puede ser dividido en regiones: occidente de México, Altiplano Central, Costa del Golfo, oaxa­queña y sudeste de México- las comunidades aldeanas se inician prácticamente desde 5.000 a. de C., cuando algunos grupos de recolec­tores se transforman en agrícolas incipientes, pero alcanzan su apogeo entre 2.400 y 1.200 a. de C., cuando la agricultura o la pesca, combinadas con la caza y recolección, permi­ten la autosuficiencia y autonomía de las mismas.

 

Con las aldeas surgieron los caseríos de materiales perecederos, a veces con vivien­das semisubterráneas; aumentó la población; se utilizaron los bastones plantadores, las hachas y los graneros; mejoraron los anti­guos oficios, como el tejido y la lapidaria; a la vez se inició la alfarería, en la que la blanda arcilla fue un medio de creación artística y de utilidad práctica al cocerse.

 

En las aldeas arraigó la creencia de que los fenómenos naturales poseían una alma o espíritu; se desarrolló la magia y la hechicería para controlar las fuerzas sobrenatura­les y los males que aquejaban al hombre; se acentuaron los ritos de pubertad, las festi­vidades agrícolas con música y danzas, lo mismo que el totemismo y la organización clánica basada en los antepasados; a la vez que surgió una casta de magos o brujos que gobernaban a la sociedad, que comenzaron a hacer observaciones sobre los ciclos de las estaciones, a medir el tiempo para su aplicación en la agricultura, con el consiguiente culto a la tierra y al agua, a la fertilidad y al nacimiento de la vegetación y del hombre.

 

Así, en esta etapa cultural se multiplicaron las especies vegetales alimenticias y utilitarias; se ensayan los sistemas de cultivo como el de humedad, de roza o milpa, siem­bra y plantar; se conoce el maíz, el frijol, la calabaza, el chile, amaranto, aguacate, zapotes, algodón, etc.; se adopta el bastón plantador de madera con punta endurecida al fuego, las hachas de piedra para el desmonte del campo, los graneros o agujeros excavados en el suelo para el almacenamiento de las cosechas y cestos y bolsas para guardar las semillas o granos.

 

El conocimiento de la cerámica, ya men­cionado, permite la producción de recipientes utilitarios y para fines funerarios; el modela­do de figurillas que se relacionan con los cultos a la fertilidad de la tierra y de la mujer; se aprenden las propiedades de rigi­dez y elasticidad de ciertas materias primas que se utilizan en la construcción de las chozas; surgen los pulidores de cerámica, el telar de cintura, las agujas y punzones de hueso, etc.; y se van acumulando observaciones sobre el ritmo de las estaciones que rigen la siembra y la cosecha, lo mismo que sobre otros fenómenos naturales que son explicados por la magia y que actúan sobre la vida del hombre en forma imprevisible, sobrenatural.

 

Después, entre 1.200 a. de C. y 200 d. de C., viene el período de los centros cere­moniales, cuando varias aldeas vecinas reconocen a otra mayor como núcleo de integra­ción; y en ella se comienzan a concentrar los excedentes económicos, el control y la admi­nistración de ciertos productos, el almacena­miento y los intercambios de materias primas y objetos suntuarios.

 

En los centros ceremoniales se constru­yen plataformas, basamentos para templos, altares, cuartos y otras estructuras menores; se emplea la piedra, el lodo, la madera,  el estuco y otros materiales perecederos; surgen los mazos y cunas para extraer la piedra de las canteras, los cinceles para el corte y labrado de la misma, los pulidores de pisos y paredes, las plomadas, etc.; en algunos luga­res se edifican tumbas para los personajes de importancia, se levantan muros de contención en las laderas de los cerros para evitar la erosión y se abren sencillos canales para irrigar las tierras de cultivo.

 

Las chozas asentadas sobre plataformas sirven de inspiración a los basamentos para templos, rectangulares o circulares; con el nacimiento de la arquitectura surge también la escultura en piedra: altares monolíticos, cabezas colosales, cajas o sarcófagos, pisos de mosaico, lápidas, imágenes de los dioses, etcétera; y en algunos sitios donde no había piedra -como ocurría entre los olmecas de la Costa del Golfo- se tiene que traer ésta de lugares alejados, tanto por tierra como en bal­sas y canoas conducidas por expertos na­vegantes.

 

Con este desarrollo cultural aparece la escritura jeroglífica, la numeración y el calendario, producto de una experiencia acumula­da a través de las observaciones astronómi­cas, cuyo conocimiento queda en manos de una naciente casta sacerdotal que gobierna al mismo tiempo a la sociedad, a la vez que surgen las deidades agrícolas, los cultos y festividades religiosas, y se intensifican los intercambios de productos y materias pri­mas, con lo cual se amplían los lazos o víncu­los sociales entre las poblaciones existentes.

 

De esta manera, los grupos del preclásico asentaron las bases para el desarrollo de los pueblos y estados teocráticos que habrían de constituir las civilizaciones del clásico: teotihuacana, zapoteca, del centro de Veracruz, maya, etc.; y por ello aquí hemos insistido en la existencia de dos formas de vivir y de pensar (aldea-magia y centro ceremonial-religión), las cuales consideramos que definen mejor al preclásico que la antigua división en períodos inferior, medio y superior esta­blecida hace más de veinte años. En última instancia, los períodos inferior y medio pueden relacionarse con las comunidades aldea­nas, y los períodos superior y protoclásico, con los centros ceremoniales.

 

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8.            Los olmecas.

Por: Ignacio Bernal

 

En la cálida región costera que forma ahora la parte Sur del estado de Veracruz y la norte del colindante estado de Tabasco se halla ubicada el área central de lo que fue la cultura olmeca. Hacia el año 1.200 a. de Cris­to ocurre allí lo que tal vez haya sido el mo­mento más importante de toda la antigua his­toria de Mesoamérica. Por primera vez, entre el mundo indiferenciado de los pueblos del preclásico surge uno que con el transcurso del tiempo dará un gran paso y junto con otros contemporáneos llevarán a Mesoamérica a la civilización. Este es el pueblo que llama­mos olmeca.

 

Olmeca significa "habitante del país del hule". Por ello la palabra corresponde a todos los que han vivido en esa área; pero aquí la utilizamos exclusivamente para distinguir entre la antigua civilización arqueológica an­terior a la de los olmecas tardíos de esa re­gión o aquellos olmecas que dos mil años más tarde tuvieron su centro en el valle de Puebla y que conocemos por las fuentes históricas. Aunque para evitar confusiones se ha pro­puesto designar a los antiguos olmecas de la cultura de La Venta por el nombre de uno de sus lugares epónimos, o por el término tenocelome – los de la boca de tigre, en la prác­tica no se han seguido estas designaciones.

 

Los sitios arqueológicos y monumentos que corresponden a la región olmeca en el sentido aquí usado se encuentran en el área limitada por el golfo de México al norte, las primeras estribaciones de las sierras al sur, el Papaloapan al oeste y la cuenca del Blasi­llo-Tonalá al este. Esta es el área metropoli­tana olmeca. Su historia se desarrolló en la reducida región que hemos señalado. Sólo ocupa unos 12.000 km2, definidos por los restos culturales y por la geografía.

 

Al norte, el océano es un límite fijo; al sur están las montañas; al oeste, los ríos San Juan y Papaloapan y los lagos conectados con los ríos Limón y Cacique forman una región prácticamente cubierta por el agua o, cuando menos, por lodo que no sólo dificultan toda expansión, sino que ofrecen pocas posibilidades para una economía indígena. Por el este ocurre lo mismo, ya que los inmensos pantanos de Tabasco impiden la agricultura si no se efectúan grandes obras de canaliza­ción. Los ríos tienen un enorme volumen de agua, el mayor de Mesoamérica, por lo que resultaron un factor dominante en la cultura. Las montañas de la frontera sur no son muy altas y fácilmente pueden atravesarse, pero la cultura olmeca metropolitana fue una cultura netamente costera, de tierra caliente, organi­zada alrededor de un régimen económico definido y que al cambiar de hábitat, cambiaría también de modalidades, como sucede preci­samente entre los grupos olmecoides.

 

Salvo las llanuras húmedas o los panta­nos, el área estaba cubierta de monte alto, una selva inextricable donde los ríos forman los únicos caminos posibles. Esa vegetación, una vez dominada, cortándola continuamente, deja suelos fáciles para la agricultura indígena, aunque poco duraderos, por muy considerable que sea el esfuerzo de abrir la selva con implementos de piedra. Este fue proba­blemente el reto que la naturaleza impuso a los olmecas, reto no demasiado riguroso y que pudieron dominar, logrando así el hito.

 

Se ha dicho que la zona olmeca es una "Mesopotamia americana", pues, al igual que en Mesopotamia o Egipto, los ríos jugaron un papel principal en el nacimiento de la civili­zación. En los tres sitios como en otros si­milares surgieron civilizaciones de primera generación, como las llama Toynbee. Pero hay una considerable diferencia entre esas si­tuaciones. La vegetación olmeca es entera­mente distinta. Mientras las civilizaciones del Viejo Mundo tuvieron que luchar, sobre todo, contra la tierra seca y, por lo tanto, su problema fue la irrigación, los olmecas lo hicieron mayormente contra la selva y el agua. Su gran problema fue la vegetación, que sofo­caba, si no era controlada, todo intento serio de agricultura, así como las inundaciones periódicas y aquellas áreas no cultivadas por ser pantanos sin drenaje posible.

 

Por otro lado, hay gran diferencia entre el Nilo, cuyas inundaciones dejan anualmente un limo fértil, y los ríos olmecas, que corren entre llanuras de selva, donde las inundaciones resultan, en general, más bien nocivas que provechosas. Pero no se debe olvidar que también las márgenes de los ríos permitie­ron una agricultura intensiva.

 

Tal vez a estas diferencias sea debido el menor desarrollo del verdadero urbanismo en­tre los olmecas, en contraste con el que hubo en el Viejo Mundo y con el mayor desa­rrollo que alcanzó en el Altiplano de México, donde el problema también fue la falta de agua.

 

Sin duda, a causa de la humedad del suelo las exploraciones hasta ahora no han podido recobrar restos de los animales que eran ca­zados más a menudo y cuya carne se aprove­chaba, pero indudablemente serían el venado, el tapir, el jabalí, el jaguar y el mono, además del pato silvestre, tlacuache, iguana, armadillo, faisán, perdices y aves menores. Poco sabemos de sus animales domésticos. Tenían el perro, conocido de antigua en Mesoaméri­ca, el guajolote y probablemente cultivaban ya la abeja real, cuyo remoto origen está su­gerido en la serie de ritos que los popolocas, modernos habitantes de esa zona, aún conservan. En este enjambre de ríos y lagunas y en el mar abundan peces, mariscos, tortu­gas y gran variedad de aves acuáticas. Esta riqueza fue una de las bases de la alimentación, base que no tuvieron o muy escasamente otras áreas del México antiguo. La diferencia es importante, ya que las vitaminas proporcionadas por los animales acuáticos suplen la deficiencia de proteínas característica en una cultura tan escasa en animales domésticos.

 

Desde más de un milenio antes del florecimiento olmeca -y sólo así se explica este- la agricultura era la base económica de Mesoamérica, representada por la célebre trilogía maíz, frijol y calabaza. Todavía en sitios como Tres Zapotes se encuentra unida. No se tienen datos ciertos sobre el algodón, el cacao, el tabaco y otras plantas, pero, en vis­ta de que existían desde épocas más antiguas, deben de haberlas conocido los olmecas. Pro­bablemente prevaleció antes y aún ahora el mismo tipo de agricultura que encontramos en áreas similares del mundo y que llamamos "de roza". Consiste en desmontar campos que no han sido utilizados durante varios años y se han cubierto de selva o utilizar nuevamente un campo plantado en la siem­bra anterior cuando aún no se ha agotado. No emplea para nada la irrigación o los fer­tilizantes y, sin embargo, permite recoger dos cosechas anuales.

 

En una región tropical puede producir ubérrimos resultados, pero el rápido agota­miento de la tierra obliga a dejarla descansar ­durante años, por lo cual sólo es posible obtener rendimientos económicos remunera­tivos de menos del veinte por ciento del total de la tierra. Los efectos en la cultura humana son importantes, pues no pueden surgir gran­des conglomerados de población, ya que cada vez hay que ir más lejos en busca de tierras laborables, lo que a la larga significa despla­zar todo el pueblo. Como esto es imposible en sociedades ya establecidas, la comunidad tiene un límite demográfico muy claro y se subdivide continuamente. El problema sólo puede resolverse utilizando otros recursos económicos naturales o mediante el comercio. Por ello los ríos jugaron un papel fundamen­tal en una sociedad que no disponía de la rueda ni de bestias de carga; fueron aquéllos los grandes caminos naturales que permitían fá­ciles comunicaciones.

 

Sin embargo, en la zona olmeca existe otra posibilidad, que es la agricultura húme­da. Muchos de los centros olmecas son verda­deras islas, rodeadas de agua cuyo nivel baja y sube anualmente, lo que permite una irri­gación natural y un fertilizante producido por el limo traído por las inundaciones, aunque éstas, por supuesto, no siempre fueran fa­vorables en otros sentidos. Hay indicaciones de haber sido aprovechadas las márgenes de los ríos.

 

Determinar con alguna precisión cuál fue el número de habitantes de la región, tanto en su apogeo como en cualquier otro mo­mento, es simple especulación. Pero es nece­sario formular cuando menos una hipótesis, ya que nuestro concepto sobre la cultura olmeca se verá afectado por la cantidad de personas que hayan tomado parte en ella. Todos los problemas resultan distintos y to­das las posibilidades son de otro orden según la demografía. Aun sin datos fidedignos para basar una estimación, varios motivos sugie­ren que la presión demográfica del área llegó a ser bastante poderosa, lo que demuestra la extensa colonización en otras áreas que no se explicaría si no hubiera surgido una población excesiva en relación con las posibi­lidades agrícolas. Sea como fuere, podemos considerar provisionalmente que el área olmeca tendría unos 250.000 habitantes.

 

La zona no era desfavorable al desarrollo humano, por muy caliente y húmeda que sea, y tal vez ciertos factores, hoy día desastro­sos, antes no lo fueron. Por ejemplo, la ausen­cia de animales domésticos evitaba que el agua se contaminara tanto como sucedió a partir del siglo XVI y es probable que no existiera el paludismo en tiempos prehispá­nicos, al menos en formas graves.

 

Muy aventurado resulta proponer alguno de los idiomas de Mesoamérica como el que hablaban los olmecas. Sabemos que el proto­maya se extendía en un tiempo desde lo que hoy es la región huasteca hasta la zona maya, puesto que el huasteco es pariente lingüístico del maya. La separación entre ambos ocurrió hacia la mitad del segundo milenio antes de Cristo. Es posible que esta separación haya sido provocada precisamente por la llegada a la región de grupos extraños a ella, uno de los cuales pudo ser el olmeca. En ese caso sería evidente que los olmecas no pertenecían a la familia de lenguas protomayas. Pero también puede pensarse que sí lo eran, porque la tradición arqueológica que florece más tarde tiene orígenes más tempranos, y por ello es posible que los olmecas fueran los antiguos habitantes -por lo tanto, hablantes del  protomaya- que luego en unión de otros grupos, llegaron al período que llamamos olmeca.

 

Por las mismas razones que impiden re­cobrar restos animales, no se ha encontrado en los entierros olmecas un solo esqueleto que señale cuál era el tipo físico de esta gente en el área metropolitana. Por tanto, sólo podemos reconstruirlo a base de representa­ciones en barro, piedra y jade, o aceptando que los habitantes actuales del área sean descendientes físicos directos de los anti­guos y así hayan preservado, cuando menos, algunas de las viejas características raciales. De hecho, ambas posibilidades se comple­mentan, pues es muy probable que el tipo representado en las esculturas sea una ideali­zación del tipo físico sureño mexicano: baja estatura, pero bien formados cuerpos, aunque tendentes a la obesidad, braquitipos de cabeza y cara redondeadas, mofletudos con nucas abultadas, ojos oblicuos y abotagados, con pliegue epicántico, nariz corta y ancha, boca de labios gruesos y comisuras hundidas, man­díbulas potentes y cuello corto. Estos rasgos faciales han sugerido la presencia entre los olmecas de dos razas humanas: el pliegue epicántico representa a la mongoloide, y los demás rasgos, a la negroide. Sobre la primera no hay duda, puesto que en ella reside el ori­gen del indio americano. Los rasgos que se creen de origen africano y que resultan impro­bables se refieren más bien a formas de re­presentar, sobre todo, niños, que  en general ofrecen caras más redondas y mofletudas, narices más cortas y anchas, y labios más gruesos, que han sugerido rasgos negroides.

 

Los braquitipos, cuyos descendientes habitan todavía el área, representan a los por­tadores de la cultura olmeca. Convivieron con ellos alguno o varios grupos distintos que a veces aparecen en su arte. Esto es importante, ya que refleja esa necesidad de toda civiliza­ción de formarse mediante la convivencia de dos o más grupos que se fertilizan mutua­mente. Es evidente que lo mismo sucedió en Teotihuacán, en Tula o en Tenochtitlan y probablemente en otras urbes; es lo que ocurre también en casi todas las civilizaciones donde brota una especie de intencionalidad necesaria para desarrollar la propia civili­zación.

 

Para entender la cultura metropolitana olmeca hay que abarcarla en su conjunto. Sin embargo, también es necesario estudiar sus diferentes rasgos según van apareciendo en cada sitio del área, ya que, debido a las li­mitaciones de toda exploración arqueológica, sólo se conocen, y eso parcialmente, luga­res concretos. Pero no es necesario citar to­dos los sitios olmecas conocidos ni tampoco describir en detalle las principales urbes ni sus edificios y esculturas de piedra, sino dar una visión general de las ciudades importan­tes, destacando aquellos aspectos que parecen más relevantes y ayudan a entender no sólo la historia olmeca, sino la posterior.

 

San Lorenzo y sitios del Río Chiquito.

 

En una área bastante pequeña, entre los ríos Coatzacoalcos y Chiquito, se encuentran tres sitios relacionados: San Lorenzo, Tenochtitlan (no se confunda con la futura capital mexica) y Potrero Nuevo. A pesar de que varias espléndidas esculturas fueron halladas en San Lorenzo a partir de 1946, sólo ha sido explorado recientemente. Hasta donde se sabe, es el sitio más antiguo entre los que ya evidencian con claridad la civilización olmeca. Su origen en este sentido se sitúa hacia el año 1.200 a. de Cristo. Aunque con posi­bles interrupciones, su historia se prolonga hasta el fin de la historia del mundo olmeca, hacia el año 300 a. de Cristo.

 

San Lorenzo está edificado sobre una enorme plataforma artificial de unos cincuenta metros de altura por encima de las sabanas que la rodean. Pero la plataforma no tiene una forma regular; tres de sus lados muestran numerosas barrancas que serpentean entre altas lomas. Lo interesante es que éstas son debidas a la mano del hombre y ofrecen cierta regularidad en más de un caso.

 

Aunque diferentes de los entrantes y sa­lientes alternados de la pirámide de La Ven­ta, puede existir un símil simbólico entre los dos sitios. Coe encontró más de dos doce­nas de esculturas de piedra, que añadió a las dos docenas ya halladas antes por Stirling.

 

Existen muchos montículos en San Lo­renzo, pero de escasa altura. Parte de ellos, probablemente más tardíos, parecen reprodu­cir en menor escala la planificación de La Venta -que estudiaremos más adelante-, mientras en otros se encuentran restos de montículos de casas unas doscientas, frecuentemente colocadas en grupos de tres alrededor de un patio pequeño.  Esta será la característica distribución de muchos sitios futuros en Mesoamérica.

 

De momento se conocen siete cabezas colosales aparecidas en San Lorenzo, donde los monumentos de piedra fueron mutilados y enterrados, tal vez para esconderlos bajo montículos de tierra. Aunque poca planifica­ción es visible en San Lorenzo, sin embargo su escultura en piedra es magnífica. Muchos de los monumentos aparecen en la dirección norte-sur, igual que en La Venta.

 

Los montículos de Río Chiquito son más importantes que los de San Lorenzo y fueron construidos alrededor de amplias plazas cuadrangulares. Constan de un largo patio rectangular, limitado en sus lados este y oeste por montículos paralelos. El conjunto está claramente planeado en una orientación definida, pero allí, por el contrario, se da poca escultura. La diferencia entre las dos ciu­dades -una rica en obras maestras en piedra, pero pobre en edificios, y la otra mostrando muchas estructuras, aunque poca escultura- sugirió a Stirling que los habitantes de San Lorenzo debieron de correrse hacia Río Chi­quito, abandonando sus monumentos de piedra. La causa de esta mudanza puede ex­plicarse por un cambio en el curso del arroyo que  aprovisionaba de agua el canal que en su tiempo irrigaba a San Lorenzo; la desviación impondría a los habitantes una mudanza a su nueva localización.

 

Pero la explicación más probable es que, al igual que en San Lorenzo, hubo dos períodos de ocupación en Río Chiquito. Como en la otra ciudad, las esculturas corresponden al período más antiguo, iniciado hacia el año 1.200 a. de Cristo y la mayor parte de los montículos al siguiente. Este último período, contemporáneo de La Venta, presenta ya el concepto de planificación urbana y de orien­tación característicos de La Venta, visibles también en otras ciudades contemporáneas en Mesoamérica.

 

La Venta.

 

La Venta es una isla con una superficie total de 5 km2, separada de la tie­rra por una serie de pantanos; el agua sube o baja según las estaciones del año. Los edificios son todos de tierra o de barro, pero prácticamente no hay construcción en piedra. Algunos, como la pirámide principal, tienen más de 30 m. de alto y una superficie conside­rable; es aún una arquitectura incipien­te. Pero ya está allí la idea de pirámides o basamentos sólidos que sirven para soportar, elevándolos, templos o habi­taciones. Aparece también el talud corto que, con el tiempo, se irá hacien­do más grande, pero aún no se conoce el tablero, que tal vez sea un invento teotihuacano.

 

Hay también edificios adosados, al estilo que desarrollará Teotihuacán, pero en La Venta se construyen al mis­mo tiempo que las pirámides y no des­pués, como en el sitio del Altiplano.

 

El centro de la zona está formado por un gran patio ceremonial que estu­vo rodeado por una empalizada forma­da por columnas de basalto más o me­nos pentagonales, de alturas y diámetros ligeramente distintos. Ahí apareció la tumba A, también construida por columnas de basalto colocadas con la cara hacia dentro. El techo está for­mado por los mismos materiales. Es una arquitectura inmensamente costo­sa y con pocas posibilidades de desa­rrollo, de ahí que no tuvo éxito y no se continuó en Mesoamérica. Aparte del problema del origen y del acarreo de la piedra y los obstáculos que implica, este estilo columnar sugiere que no proviene de una tradición lítica, sino que ha emergido de los edificios de madera en una zona donde no hay piedra. Así, la primera arquitectura debió de ser a base de polines de madera para edificar muros y techos y aun para reforzar el exterior de las plataformas. Un esplén­dido bajo relieve tallado en un basalto columnar, aunque no de La Venta, es muy olmeca y da idea del estilo.

 

Los monumentos del área de La Ven­ta indudablemente están colocados de acuerdo con una planificación rigurosa llevada a tal punto que, a lo largo de la línea central que forma el eje de la ciudad, los olmecas sepultaron las ofrendas, los entierros y los famosos pisos de mosaico representando caras de jaguares. Todo ello se tapó en cuanto fue colocado, lo que le da una calidad de ofrenda ritual. Así, el eje de La Venta no es una calle, sino una línea imaginaria, pero recuerda la otra lí­nea central, esta vez sí una calle, la calle de los Muertos en Teotihuacán. También en La Venta la línea central corre de norte a sur, con una desviación de 8° al oeste.

 

La costumbre de colocar ofrendas en relación sistemática a edificios o a una línea central o a un patio había de perdurar a través de toda la historia de Mesoamérica; en muchos casos lo mismo ocurre con las tumbas.

 

Los constructores de La Venta hicieron uso de barros con que for­maban los pisos y el relleno de los edificios. Sabían sacarlos limpios y de diversos colores, y, probablemente, cada fase de los cuatro períodos cons­tructivos utilizó un barro distinto.

 

El río Tonalá, que hoy limita los estado de Veracruz y Tabasco, y sus afluentes for­man una región pantanosa de la que emergen algunas islas. En una de ellas, a poco más de 15 km. de la costa del Golfo, los olmecas construyeron su sitio más imponente, La Venta. La superficie total de la isla es de 5,22 km2, es decir, menos de la mitad de Tenochtitlan. En la parte central de La Venta, los edificios ceremoniales, algunos de los cuales han sido explorados, forman un rectángulo irregular con la pirámide principal hacia el centro y montículos y monumentos tanto al norte como al sur.

 

La estructura más grande de La Venta es la pirámide construida de barro acumulado. Sólo ahora que ha sido limpiada de vegeta­ción y puede verse por primera vez desde que fue abandonada, se nota que tiene una forma irregularmente circular, con unos 128 m. de diámetro, 31,40 m. de altura y una masa calcu­lada en 100.000 metros cúbicos. La superficie exterior, de la base al cono truncado superior, contiene diez salientes y diez entrantes o depresiones, y prefigura un molde de gelatina.

 

Una pequeña plataforma rodeada de co­lumnas de basalto situada al sur del patio ceremonial, así como el muro que rodeaba el patio, fueron construidos con bloques de barro rojo y amarillo unidos con barro rojo. Cuando menos, una de las pirámides, la Al, era escalonada. Las plataformas o bases son sólidas, excepto las que contienen una tumba. Nun­ca se usó el estuco para los muros o los suelos, ni la cal en la construcción. Los olmecas rara vez emplearon piedra en sus edificios, ya que no se encuentra en la región; sólo empezó a usarse cuando su poder político fue lo suficientemente importante para poder traerla desde lejos.

 

Todos estos elementos y la forma de utili­zarlos, salvo los barros de colores, son típicos de Mesoamérica. En otras palabras, ya esta­mos ante una arquitectura que, sin ser de piedra, por las condiciones locales, es claramente mesoamericana. Está presente la idea de pirá­mides o basamentos sólidos que sólo sirven para soportar, elevándolos, templos o habita­ciones. Existe también el talud corto, que con el tiempo se irá haciendo más grande, pero no se dispone aún del tablero, que parece ser un invento teotihuacano. Los edificios adosados son también elementos que en Teotihuacán serán importantes, pero no característicos de Monte Albán ni de otros sitios. En La Venta, los adosados y las plataformas parecen cons­truidos al mismo tiempo que se elevaba la pirámide, lo que no ocurre en absoluto en el caso de Teotihuacán.

 

La plaza ceremonial de La Venta tal vez haya sido originalmente un patio hundido, lo que sería un claro antecedente de los gran­des patios hundidos posteriores; nos hace pensar en Monte Albán. La plataforma este tal vez tuvo lateralmente una banca o ban­queta; podría ser el origen de ese elemento tan frecuente después.

 

El patio ceremonial Al está rodeado de una empalizada de unos 40 por 50 m. de lon­gitud, formada por columnas de basalto. Aproximadamente pentagonales o hexagona­les, las columnas tienen las puntas más o menos redondeadas. Un lado suele ser más an­cho, plano y alisado mediante pulimento que los otros. Las columnas, que pesan entre 700 y 1.000 kg. cada una, no sólo rodean el pa­tio ceremonial, y en este caso la superficie lisa quedaba hacia dentro, sino que también servían de revestimiento exterior en algunos montículos; de esta forma, naturalmente, su superficie lisa quedaba hacia fuera.

 

La célebre tumba A de La Venta también está construida íntegramente con estas columnas de basalto colocadas con la cara hacia dentro. Este tipo de arquitectura de basalto columnar no se ha encontrado además sino en San Lorenzo. Inmensamente costosa y con pocas posibilidades, no hizo fortuna y se interrumpió en Mesoamérica. Probablemente derive de una tradición nacida del uso de po­lines de madera con los que construían muros y techos y aun reforzaban el exterior de las plataformas.

 

Los monumentos de La Venta indudablemente están colocados de acuerdo con una planificación rigurosa, llevada a tal punto que, a todo lo largo de la línea central que forma el eje de La Venta, los olmecas hicieron grandes ofrendas y los famosos pisos de mosaico representando caras de jaguares. Esos mosaicos no fueron puestos con intención de ser visibles, ya que todos quedaban tapados al terminar su construcción, lo que les da la calidad de ofrenda ritual.

 

Así, el eje de La Venta no es una calle como en Teotihuacán, sino una línea imaginaria. Al igual que Teotihuacán, también la línea cen­tral de La Venta corre de norte a sur, pero con una desviación diferente.

 

La extraordinaria importancia de esta línea central consiste no sólo en que índica una planificación cuidadosa, sino que deter­mina una orientación y, por tanto, un conocimiento astronómico y un avanzado cere­monialismo. Estas son algunas de las carac­terísticas básicas de Mesoamérica. También la costumbre de colocar ofrendas en relación sistemática a edificios o a una línea central o a un patio habría de perdurar a través de toda la historia indígena. En muchos casos, lo mismo ocurre con las tumbas, que se colocaban obedeciendo hábitos ancestrales: a lo largo del eje central como en La Venta, al pie de escaleras o en las esquinas de los edi­ficios en las ciudades clásicas del centro de México, y en el centro del patio en las poblaciones más recientes.

 

Una línea algo similar formada por escul­turas enterradas ha sido detectada en San Lorenzo y, aparte su interés ceremonial, ha permitido descubrir con mayor facilidad va­rios de los monolitos que allí habían sido sepultados.

 

La rigurosidad constructiva en La Venta ha permitido prever dónde deben estar las ofrendas y los pisos de mosaico. En efecto, una vez encontrada la primera, es seguro cotejar su pareja del otro lado. Las pocas excepciones probablemente provienen de la creencia que asocia cada punto cardinal a un color, como lo veremos al tratar de la religión.

 

Las grandes ofrendas de piedra son hasta ahora únicas en Mesoamérica; tenemos cinco de ellas en La Venta. Se horadaron en la tierra enormes pozos para recibir estas ofren­das, consistentes en cuantiosas cantidades de bloques cortados en serpentina. Luego de depositados fueron cubiertos y no parecen haber tenido ninguna función práctica, ya que no sirvieron como pisos ni fueron bases para estelas y otros monumentos de gran tamaño. Probablemente una de estas ofrendas corres­ponde a la fase I de La Venta y las otras a las fases siguientes. La del edificio A1C pesa unas 1.000 toneladas, sin incluir el barro.

 

También son propias del mundo olmeca las ofrendas de hachas pulidas, a veces, con decoraciones incisas. Tales ofrendas están constituidas por un número variable de hachas, pero en todos los casos fueron colocadas simétricamente, formando un motivo general cruciforme. La ofrenda núm. 2 contuvo 253 hachas, mientras que en otra sólo aparecieron seis.

 

En algunos casos, las ofrendas de piedra consisten en pisos de mosaico que representan caras estilizadas de jaguares recubiertas por una capa de arcilla amarilla o con polvo de rojo cinabrio, de uso muy frecuente entre los olmecas. En ocasiones se utilizaron grandes cantidades de él, como en la tumba D, donde la capa roja alcanza 25 cm. de espesor.

 

Tres Zapotes.

 

A lo largo de la ribera derecha del pequeño río Hueyapan se alza, en una exten­sión de poco más de tres kilómetros, el conjunto que llamamos Tres Zapotes. El terreno, formado por dos terrazas ligeramente elevadas, tiene los edificios más altos en las partes bajas, a orilla del río. Estos forman una plaza, lo que sugiere en esta sección un grado más adelantado de planificación; se encuentra al­guna arquitectura en piedra tanto en la parte alta como en la baja de las terrazas.

 

Es imposible, debido a la falta de exploraciones, evaluar Tres Zapotes desde un pun­to de vista arquitectural. Hay unos 50 mon­tículos aislados o agrupados. Tres de los gru­pos principales no van colocados de acuerdo con un plano geométrico preciso, sino que es­tán a distancias desiguales, lo que sugiere patios irregulares; tampoco hay indicaciones de una orientación fija.

 

Los dos montículos mayores tienen unos 13 m. de altura y 50 m. de largo en su base. El mayor de estos montículos largos y angostos es de 150 m. de largo, 19 m. de ancho y 8 m. de alto.

 

La época más antigua de Tres Zapotes, que corresponde a un período anterior al flo­recimiento olmeca, nuestro Olmeca I, se en­cuentra a veces recubierta por una capa de cenizas volcánicas, encima de la cual se hallan los restos más recientes, o sea los mogotes del período medio. En un radio de 15 a 20 m. alrededor del conjunto de Tres Zapotes hay otros sitios, la mayoría de los cuales tienen montículos, lo que indica una población relativamente densa.

 

Otros sitios.

 

En medio del área olmeca está Laguna de los Cerros, con unos noventa y cinco mon­tículos; al sudoeste de Tuxtla, sobre el río San Juan, Remolinos, que posee más de se­senta montículos muy bien ordenados, alrededor de patios rectangulares. Hay muchísi­mos otros sitios en el área metropolitana, pero, como yacen inexplorados, no se puede asegurar si corresponden al período olmeca o son posteriores a él. Sin embargo, es evi­dente que muchos de ellos se erigieron en tiempos olmecas. Por ejemplo, se conocen al pie de las montañas, o sea en los límites del área, lugares cuya función parece exclusivamente defensiva y sólo habitables en tiempos de lluvias, ya que no están cerca de ningún río o arroyo. Tal vez sean puestos militares que permitan esclarecer lo que fue la guerra entre los olmecas, tema que trataremos más adelante.

 

La mayoría de estos sitios, grandes o reducidos, presentan una planificación de acuer­do con determinada orientación, en general norte-sur. Los edificios, construidos de tierra y adobe, permiten pocas elaboraciones arqui­tectónicas.

 

Con los olmecas nació la idea de pirámi­des sólidas, como zócalo para un edificio, y también la idea de ordenarlas alrededor de plazas. Cuando menos, el área central de es­tos edificios se dedicaba a fines ceremonia­les. La arquitectura olmeca está muy lejos de los futuros triunfos logrados por los pueblos que les heredaron o de aquellos contemporáneos que dispusieron de abundante piedra. Pero ya existen las ideas básicas que otras regiones estaban desarrollando o habían de desarrollar.

 

Nada se sabe de las casas donde vivía el hombre del pueblo, ni siquiera de aquellas donde vivían sus jefes; probablemente fueron construcciones de madera con techos de palma y tal vez recubiertos de lodo endureci­do los muros con el sistema de bajareque. La vida del olmeca transcurría en un marco modesto y sus jefes no disponían de los pala­cios de piedra que serán habituales a los per­sonajes del mundo clásico.

 

Mucho se ha discutido sobre qué son propiamente estos sitios olmecas, ciudades o centros ceremoniales. Por centro ceremonial entendemos un lugar donde habitan los jefes, sacerdotes o civiles, sus subordinados directos y tal vez algunas personas más. El grueso de la población viviría en aldeas dependien­tes de ese centro y sólo lo visitarían en días festivos para atender sus asuntos o cuando eran congregados allí para realizar los traba­jos que imponía la jerarquía. La mayor parte de los autores que han estudiado el área olme­ca abonan la idea del centro ceremonial, pues la agricultura de La Venta sólo podía man­tener, en vista de lo reducido de la isla, una población insignificante, tal vez de ciento cincuenta personas, o sea unas treinta familias. Lo mismo se puede decir de otros sitios. Pero se considera que estos argumentos no son significativos, porque lo que interesa no es cuánta gente vivía en la isla desolada de La Venta, por mucho que haya sido un centro importante de la cultura olmeca, sino cuántos habitantes formaban toda la civilización ol­meca y cuántos habría en el área metropolita­na de una ciudad como La Venta.

 

En términos muy generales, principal­mente en el mundo maya, el centro ceremonial es tal vez la norma predominante para los poblados, mientras que en el Altiplano se desarrollan verdaderas ciudades compactas. Muchos especialistas, sobre todo los que ven a Mesoamérica a través de los mayas, han exagerado la situación al creer que únicamen­te hubo en Mesoamérica centros ceremonia­les, y cuando mucho, conceden a Teotihua­cán y Tenochtitlan el rango de ciudades. La aseveración no parece sostenible hoy día, pues aun en el trópico se encuentran con cier­ta frecuencia ciudades, como debieron de ser El Tajín, Cempoala y varias más. Incluso en el centro del mundo maya, sitios como Tikal fueron realmente urbanos.

 

Este problema está íntimamente ligado al problema mismo de la civilización. Parece realmente que urbanismo y civilización son en cierta manera palabras sinónimas y difícilmente se puede pensar en una civilización no urbana, aunque se han mencionado excepcio­nes a esta regla. No cabe duda, la civilización necesita de un núcleo urbano, aunque muchos de sus miembros lleven una vida rural y sólo indirectamente estén relacionados con esa civilización. El urbanismo, como cualquier otra cosa, se presenta en grados variables; seguramente el mundo olmeca fue menos ur­bano que Teotihuacán o Tenochtitlan; estas ciudades, a su vez, lo fueron menos que Londres.

 

Entre los indígenas modernos de México existen aquellos grupos  que han sobrevivido después de la desaparición de su civilización en sitios donde no llegó el urbanismo español, pero se perdió el urbanismo indígena. En cier­ta manera, son gentes que hoy viven una exis­tencia similar a la del preclásico; están, sin embargo, en un estadio inferior porque han perdido su civilización.

 

En cambio los olmecas estaban pasando de ese estadio inferior a la civilización, es decir, que en ambos casos tenemos una mez­cla de dos situaciones culturales: en el moder­no, por lo que queda; en el antiguo, por lo que estaban adquiriendo. Así, la situación urbanística de los indígenas de hoy puede darnos ciertas luces sobre la situación ur­banística que debió de ser la de los olmecas de ayer, sin tratar, por supuesto, de llevar demasiado lejos el paralelo.

 

Con frecuencia aparece en el México de hoy una situación de pueblo disperso, resul­tado de los mismos factores propios de la época prehispánica que determinaron un tipo de urbanización muy característico, como dice Caso. Añade:

 

"Proponemos llamar a esta organización ciudad dispersa, puesto que su funcionamiento es el de una ciudad, pero de gran extensión, porque abarca dentro de sus límites las tierras de labor, como quedan incluidas en nuestros pueblos actuales. Los solares y las casas con sus solares quedan diseminados por todo el pueblo".

 

Lo mismo ocurría en el mundo olmeca. Puede parecer un simple problema semántico, ya que la ciudad dispersa viene a ser algo muy similar al centro ceremonial con sus aldeas dependientes; pero la diferencia fundamental consiste en que la situación urbana, aunque dispersa, se define por el hecho de que  entre los olmecas se advierte la presencia de grupos especializados, de un arte monumental y de muchos otros requisitos de la civilización urbana. Esto sería verdad so­bre todo en La Venta, que es la más conocida y denota una organización social compleja a la vez que estable.

 

Las grandes piedras traídas desde lejos y de distintos sitios, probablemente acarrea­das por la costa hasta la desembocadura del río Tonalá y luego haladas hasta la isla, requieren un trabajo organizado. No sólo se tra­taba de acarrear monolitos y convertirlos en esculturas, sino de mantener el centro, minar grandes cantidades de serpentina, transportarlas al sitio, transformarlas en los bloques que formaron los mosaicos de jaguar y las ofrendas masivas, llevar los barros de color cuidadosamente seleccionados, cavar los in­mensos pozos y alzar las numerosas cons­trucciones frecuentemente repetidas. Estos grandes programas de construcción, conserva­ción y reconstrucción se llevaron a cabo en períodos de actividad extraordinaria; los tra­bajadores tenían que estar muy cerca, si no en el lugar mismo. Todo ello, y podría alar­garse esta lista, indica una concentración suficientemente grande en las urbes olmecas, aunque los habitantes estuvieran  distribuidos en barrios contiguos.

 

Todo esto sería imposible sin jefes que dirigieran el trabajo ni numerosos trabajado­res especializados, además de los manuales, ya que éstos nada podrían haber logrado sin estar dirigidos por un cuerpo de especialistas, y en particular de ingenieros, que supieran cortar los bloques de las canteras, extraerlos, transportarlos y hacer las excavaciones, evi­tando que la arena los recubriera a cada mo­mento; evidentemente habría lapidarios que tallaran el jade y artistas para esculpir los monumentos. Los principales trabajadores tampoco podían habitar muy lejos si habían de colaborar en todas esas actividades sin abandonar las labores agrícolas necesarias para una población sedentaria.

 

Mucho se ha dicho sobre la imposibilidad de que el urbanismo surja de una agricultura de roza; sin embargo, hay factores en el caso olmeca que tal vez posibilitaran esta situa­ción. En primer lugar, aparte de la agricultura de roza, pudo haber una agricultura húmeda aprovechando los ríos; por otro lado, no sólo la agricultura, sino otras bases económicas tales como el comercio, y aun móviles de ín­dole enteramente distinta como la religión, han sido capaces de crear una civilización concreta. En pocas palabras, se cree que los ol­mecas iniciaron la civilización cuyo urbanismo estriba en ciudades dispersas, mientras el Altiplano transformó esa civilización en la de ciudades compactas.

 

La escultura.

 

Puede tratarse  separada de la arquitectura, ya que tiene poca conexión con ella. Sal­vo que los grandes monolitos están a veces relacionados con edificios, no forman parte de éstos, contrariamente al compromiso entre arquitectura y escultura que más tarde será característico de Mesoamérica.

 

Si algo ha perdurado de los olmecas y nos permite hablar de una civilización olmeca es su extraordinaria escultura, en muchos as­pectos jamás sobrepasada por ningún pueblo americano. Un buen número de monolitos ha sobrevivido, indudablemente tallados en el área misma no tan sólo por haber sido encon­trados allí, sino porque su peso excluye la probabilidad de que hubieran sido transpor­tados ya esculpidos. Su estilo prueba que no fueron tallados por gente posterior.

 

Las más importantes esculturas olmecas que conocemos pueden dividirse en unos cuantos grupos:

 

Las cabezas colosales.

 

Hasta ahora sabemos de dieciséis, de ellas cuatro en La Venta, dos en Tres Zapotes, nueve en San Lorenzo (en este último sitio hay otra apenas iniciada y un fragmento) y una en El Vigía.

 

Alcanzan de 1,60 m. a 3 m. de altura y nunca tuvieron cuerpo. Sin tener una seguridad de cuál era su verdadero significado, se ha dicho que son retratos de jefes o guerreros o mo­numentos levantados en honor de jefes muer­tos o que representan dioses.

 

Varios autores han tratado de clasificar las cabezas en grupos, de acuerdo con sus parecidos o diferencias. Proponen seriaciones que en diversas formas tratan de situar las cabezas en grupos que a su vez pueden tener un significado cronológico. Como casi siem­pre ocurre en estos casos, todas las clasifi­caciones llegaron a resultados distintos.

 

El análisis más reciente de las colosales cabezas concluye que todas fueron esculpi­das durante un período relativamente breve de tiempo. Es evidente que corresponden a una sola cultura, a pesar de que haya algunas diferencias entre las de un sitio y las de otro.

 

Este es el aspecto más importante del problema. Es evidente que todas las cabezas forman -cualesquiera que sean sus diferen­cias- un grupo de objetos más o menos homogéneo. De ser así, la implicación es que son aproximadamente contemporáneas. Es probable que todas fueran hechas en un pe­ríodo no mayor de un siglo y que se refieran al mismo tema. Si se acepta el orden en que alcanzaron la preeminencia las tres ciuda­des, las cabezas colosales de San Lorenzo serían las más antiguas, intermedias las de La Venta y las más recientes las de Tres Zapotes. Pero entonces la distancia en el tiempo entre unas y otras sería muy considerable, y esto no casa con el hecho de que todas tienen una base común tanto estilística como temática.

 

En efecto, son numerosos los rasgos en común entre ellas. El entrecejo prominente, las partes carnosas que recubren la mandí­bula inferior y los pómulos delineados con fuerza, así como los rasgos de la cara, son elementos comunes a todas. En ninguna vemos las cejas, tal vez porque están cubiertas por una especie de casco y una banda sobre la frente, que también son rasgos permanentes. En cambio, hay diferencias en los ojos, la boca, las proporciones generales y varios ador­nos. Lo probable es que éstas provengan de escuelas locales de artistas que trabajaban en cada ciudad separadamente, pero que to­dos pertenecieran a la misma tradición y tuvieran conocimiento unos de otros.

 

Altares.

 

Acaso tan impresionantes como las cabezas son los altares, de los cuales se conocen once en San Lorenzo (casi todos fragmentos), otro en Laguna de los Cerros, siete en La Venta y uno en Potrero Nuevo; por extraño que parezca, no se han encontrado en Tres Zapotes.

 

Hay uno circular y fragmentos de otros tres en San Lorenzo. Pero lo característico son grandes rectángulos monolíticos, frecuen­temente con figuras o escenas esculpidas en los lados. Un tema habitual es el de un perso­naje que emerge llevando un niño en las ma­nos, como sucede, por ejemplo, en el altar 5 de La Venta. Muy distintos son el altar de Po­trero Nuevo y un fragmento del de San Loren­zo, decorados en su parte frontal con atlan­tes en alto relieve. Resultan los ejemplos más antiguos conocidos de Atlantes soportando altares o techos que tantas veces se encuentran más adelante. Pero los atlantes olmecas aún no se desprenden del fondo y no son, por tanto, figuras de bulto redondo, como sucederá en Chichén y en Tula. Son invención olmeca, que, como muchas otras, había de per­durar.

 

En varios de ellos aparece como elemento principal la boca abierta de un jaguar y, de hecho, todo el frontal es un jaguar estilizado. La boca  abierta forma como una cueva, y el jaguar está asociado en la mitología indígena a cuevas y montañas.

 

Es posible que nuestro empleo del térmi­no "altar" sólo lleve a confusiones y que estas enormes piedras no tuvieran esa fun­ción. Tal vez fueran grandes tronos en donde el jefe se sentara como si estuviera simbóli­camente apoyado sobre un jaguar. Los tronos de jaguar son frecuentes en el arte mesoamericano posterior.

 

Las estelas.

 

A diferencia de la unidad de estilo en las cabezas colosales y los altares, las estelas son muy distintas unas de otras, aunque en todos los casos se trate de una piedra más o menos plana, como su nom­bre indica, lisa o con motivos esculpidos en bajo relieve sobre la cara principal. Las estelas olmecas cuentan desde poco menos de 1 m., que tiene el monumento 19 de La Venta, hasta 5,31 m. en la estela A de Tres Zapotes. Conocemos cinco estelas en Tres Zapo­tes, ocho en La Venta y vanas en otros sitios.

 

El mascarón de jaguar, así como el que representa la boca abierta del felino, dentro de la cual asoman figuras humanas formando una escena, son temas básicos. En la estela 1 de La Venta, una figura de mujer de pie con una especie de casco recuerda el de las cabezas colosales. Las estelas de Tres Zapotes son las más interesantes y mejor talladas, aunque muy distintas unas de otras. Están compuestas por tres figuras cada una; se des­conoce su significado, pero tal vez represen­ten escenas bélicas. En la estela A parece haber una cabeza-trofeo, en la D un guerrero con lanza, de pie junto a una figura tal vez femenina, recibe homenaje de un individuo que se hinca.

 

Las estelas 2 y 3 de La Venta son las más célebres, a pesar de estar muy maltratadas. La primera representa un majestuoso perso­naje ataviado con altísimo tocado, que parece antecedente de los numerosos sacerdotes o reyes de las estelas mayas. La estela 3 tiene dos figuras centrales: la primera puede ser una mujer, y la segunda es la del famoso rostro de rasgos semíticos que hace suponer se trata de un visitante extranjero y distinguido. En am­bas estelas, seis figuras secundarias rodean a las centrales. Se han interpretado como posibles chaneques y recuerdan a los niños esculpidos en los altares. Son figuras llenas de movimiento, en actitudes variadísimas que sólo volveremos a encontrar entre los olme­coides de Monte Albán o de Dainzú y que no son habituales en las artes estrictamente rituales que habían de seguir. Tanto en estelas como en altares se aprecia que el estilo olmeca es un estilo de escultores y no de pintores, en contraste directo con lo que su­cede con el arte maya, que parece derivarse de la pintura.

 

Por supuesto que el tema de una cabeza o figura humana completa, emergiendo de las fauces abiertas de un animal, habrá de hacer fortuna y se encuentra hasta en el arte azteca. Entre los olmecas, el animal es un jaguar que en ocasiones también sirve de tocado. El personaje del monumento 19 de La Venta podría ser un caballero-jaguar; detrás se ve una serpiente de cascabel, de admirable ejecución. Es una talla realista, por más que sobre la cabeza ya aparezca la célebre ceja irreal de todas las serpientes en el arte futuro de Mesoamérica. El conjunto, con todas las diferencias de tiempo y de estilo y tal vez aún de tema, es, no obstante, reminiscencia del hombre-pájaro-serpiente de Tula, sólo que aquí es hombre-jaguar-serpiente, porque, con el tiempo, una ave quetzal o águila va a remplazar en el Al­tiplano al jaguar de las tierras bajas. Más ade­lante se tratará sobre la más célebre estela de todas, la C de Tres Zapotes.

 

Figuras humanas.

 

Se conocen más de veinte estatuas de bulto redondo repre­sentando figuras humanas que pertenecen al área olmeca. En la mayoría de los casos están incompletas y es muy difícil clasificarlas con precisión; casi todas representan hombres desnudos, salvo que a veces visten un maxtle o llevan un cinturón; alguno usa casco, collar y pectoral. Por lo general, están sentados con las manos descansando sobre las rodillas o sobre las piernas. Menos frecuente es que las tengan sobre el pecho o a los lados del cuerpo, o bien cada brazo en posición distinta, como en el monumento 11 de Laguna de los Cerros. Unas figuras emergen de altares y llevan niños en sus brazos; otras sostienen cofres o una  barra cilíndrica, como el espléndido mo­numento 11 de San Lorenzo a el de San Mar­tín Pajapán.

 

La pieza mejor, aunque mucho más peque­ña, es el famoso luchador de Santa María, en las riberas del Uxpanapa, una de las grandes obras de arte de los olmecas. Es muy realista, como lo serán, muchos siglos después, la cala­baza de diorita verde o el chapulín azteca. Su anatomía, que se deleita en la musculatu­ra masculina, recuerda también a un posible descendiente, el escriba de Cuilapan. De San Lorenzo proviene otra figura, por demás interesante, aunque le falten la cabeza y los brazos, que aparentemente eran móviles. Pa­rece más tardía la enorme figura humana en pie de Laguna de los Cerros, con larga capa hasta el suelo. La máscara de 90 cm. con boca semifelina de Medias Aguas es la más grande que se conoce en el arte indígena; no se sabe a ciencia cierta su función. Posiblemente pertenezca a una época más tardía o postolmeca. Sin embargo, la idea de usar máscaras ya está presente desde el período olmeca II, como lo demuestran la posible máscara de Tres Zapotes, la magnífica escul­tura de un hombre con máscara de jaguar mirando al cielo, una pequeña máscara de jade de La Venta y otros ejemplos.

 

Continuamente se han mencionado ele­mentos felinos en escultura olmeca;  muchas esculturas son de hombres-jaguares, pues combinan elementos de ambos. La idea de representar hombres con animales o animales-hombres u hombres-animales, ya tan clara en el arte olmeca, tendrá  un gran futuro en Mesoamérica, donde se repetirá en mil for­mas y serán muchos los animales que intervendrán en la combinación. Todo el tema es fundamental y en una de sus manifestaciones produce a Quetzalcóatl; pero entre los olmecas el jaguar es el animal esencial. De hecho, al clasificar las figuras humanas olmecas se pasa a las de jaguar; los rostros humanos van adquiriendo rasgos felinos, luego son mitad de cada  uno y finalmente se convierten en jaguares. No es éste un proceso evolutivo, sino el resultado de una tipología; lo impor­tante es señalar la conexión íntima entre el hombre y el animal en la mente olmeca y su reflejo en el arte. Más adelante quedarán reflejadas sus implicaciones religiosas. Posi­blemente el origen del mito esté señalado en tres momentos muy parecidos, desgraciadamente en muy mal estado, que tal vez se refieran a la cópula de un jaguar y una mujer, donde originaría míticamente esta combinación humano-felina.

 

Otro rasgo que perdurará son las cajas de piedra o las representaciones de ellas. El monumento C de Tres Zapotes es una caja notable por las escenas incisas en sus cuatro lados. Recordamos aquí el sarcófago de La Venta, aunque el sarcófago olmeca tiene otro sentido; representa un jaguar, como si el animal contuviera al muerto, al igual que en sus fauces abiertas se han represen­tado otras veces a seres vivos. Finalmente, algunas piezas pueden haber servido de tronos, aunque muy sencillos; parecen antece­sores de los tronos de jaguar del arte maya y se podrían considerar a otros como antece­sores, aunque muy vagos, de los chacmoles toltecas posteriores.

 

Toda esta profusión de esculturas en piedra, algunas de gran tamaño, resulta aún más extraordinaria cuando recordamos que se trata de una área donde la piedra prácticamente no se encuentra. Mucho se ha discutido acerca de cuáles fueron los sitios de don­de los olmecas sacaban sus piedras y de cómo las transportaron hasta La Venta u otros sitios carentes de este material. Es evidente que provienen de varios lugares, ya que no todas las piedras son iguales, y algunos de ellos están relativamente cercanos, otros bastante alejados. Esta situación da luz aparte del problema de la organización política, económica y social de los olmecas. Si ellos fueron los primeros y de los me­jores escultores de Mesoamérica, también fueron los primeros en trabajar el jade y, sin lugar a duda, los más grandes. Había que encontrarlo y traerlo de diferentes lugares y después trabajarlo en la forma  extraordinaria que los olmecas iniciaron. Desgraciadamente no se han descubierto los talleres donde se efectuaba el tallado y donde estarían las esquir­las y los restos de piezas rotas e inacabadas. La talla se realizaba con implementos de piedra, estudiando primero el bloque natural, limándolo hasta encontrar las cualidades de su contenido. Luego por percusión se eliminaba lo innecesario y los salientes se separaban por el método de aserrar. Esto debió hacerse con la­jas delgadas de piedra o tal vez con fragmen­tos de cerámica especialmente preparados; a veces se pueden observar rastros de aserra­dura en algunas piezas. Por medio de taladros se hacían saltar fragmentos y se resaltaban los rasgos principales de la figura; también así se hacían las perforaciones en los pen­dientes o en las cuentas. Por estregadura se lograba la forma final de la pieza, que luego era minuciosamente pulida, no se sabe a ciencia fija cómo, para darle ese brillo ex­traordinario que caracteriza a los jades olmecas; es evidente que no usaban abrasivos.

 

A veces las perforaciones fueron ocultadas con incrustaciones en los ojos o en las comisuras de la boca.

 

El jade no era la única piedra fina en que se tallaban la abundancia de objetos y figu­rillas olmecas, sino que las hacían en serpen­tina, en barro y a veces en obsidiana, ámbar, amatista. Las pequeñas figuras tienen los mismos rasgos tanto físicos como estilísticos de los grandes monolitos, la asociación de facciones humanas y felinas, y muestran también los tipos étnicos de que ya hemos hablado. Las posturas son muy variadas: las hay de pie, recostadas, sentadas y oca­sionalmente en movimiento violento. Así, en la tumba A de La Venta aparecieron dos entierros juveniles, masculino y femenino, acompañado cada uno de una figurilla de pie y otra sentada; de estas últimas, la femenina es tal vez la más perfecta de cuantas nos ha legado la cultura olmeca.

 

Rasgo muy característico de la escultura pequeña y ocasionalmente de la grande es una hendidura en forma de V en la parte su­perior de la cabeza, que a veces se convierte francamente en un agujero. Aparece también en la frente de los jaguares, por lo que pudiera indicar las casi convergentes órbitas supraorbitales de este animal. Curiosamente, incluso las hachas antropomorfas o felinas llevan esta incisión. La hendidura, posible representación de algo real, resulta un ele­mento estilístico, probablemente ya despro­visto de significado para sus propios autores, que lo siguieron repitiendo. Todavía las figurillas de Teotihuacán II muestran este rasgo; en cambio, no aparece en Mon­te Albán, a pesar de que allí sea tanta la influencia olmeca y elemento importantísimo el jaguar. Por tanto, si efectivamente la hen­didura representó las órbitas supraorbitales del jaguar, la conexión se pierde cuando el cul­to del animal pasa a Oaxaca, donde, si bien en otros aspectos es a veces inédito al olmeca, abandona la hendidura en forma de V.

 

Debió de ocurrir también la perforación del séptum de la nariz, ya que hay narigueras representadas en la escultura. La mutila­ción dentaria era frecuente. Aunque no hay restos óseos olmecas, por las figurillas como por entierros posteriores en el área y compa­rando con otros sitios contemporáneos se puede asegurar la existencia de esta práctica. El tipo usual de mutilación dental entre los olmecas se encuentra tanto en El Arbolillo como en Tres Zapotes Superior. Por ejemplo, en la famosa ofrenda 4 de La Venta, que con­tuvo dieciséis figurillas agrupadas formando una escena, seguramente seis de ellas y acaso cuatro más tuvieron los dientes mutilados.

 

El olmeca tenía particular interés en representar seres deformes: enanos, jorobados, enfermos, tal vez leprosos, cretinismo por deficiencia tiroidea, por hipófisis y otras enfermedades. Tal vez esté relacionado con la curiosa práctica de no representar jamás los órganos genitales masculinos aun cuando las figuras estén desnudas; puede haber algo relacionado con eunuquismo.

 

Todo este tipo de cosas, en diversas ma­neras, había de continuar a través de Mesoa­mérica. La deformación craneana, el séptum perforado, los dientes mutilados, son caracte­rísticos; la representación de monstruos, aunque menos frecuente, aparece en muchos lugares, inclusive en Occidente, tan poco mesoamericano en varios aspectos, y sabe­mos que todavía Moctezuma se rodea de ena­nos y jorobados.

 

Siguiendo la vieja tradición, los olmecas también hacían figurillas de barro, que son, al contrario de las de piedra, casi siempre femeninas. Aunque su sencillez las acerca mu­chísimo, hasta confundirse con sus hermanas del período preclásico, algunos tipos, por di­ferente que sea el trabajo en barro al de piedra, caen dentro del estilo de los monolitos y de los jades. Las figurillas están siempre modeladas a mano, es decir, sin uso de moldes; la inmensa mayoría son macizas, pero cuando eran de mayor tamaño se hacían huecas. En realidad, son los olmecas quienes descubren este arte de las figurillas huecas, técnicamente más difíciles de lograr, pues existen serios problemas de cocimiento. A veces se recubrie­ron con un barro de caolín blanco, que las hace más atractivas. Este refinamiento, como el de las figurillas huecas, es raro entre los olmecas metropolitanos, pero relativamente frecuente, en cambio, en sitios del Altiplano de México, donde llegó la influencia del pue­blo del jaguar.

 

Vestido y adorno.

 

La corta indu­mentaria y los adornos personales reproduci­dos en las figurillas y en los monumentos de piedra recuerdan los de los pueblos preclá­sicos heredados desde los lejanos orígenes de Mesoamérica. Otros parecen inventos o transformaciones introducidas por los olmecas. Los hombres usaban ya el taparrabos de varios tipos sencillos, rara vez con las puntas decoradas; a veces un faldellín sujeto por una faja con broche, pero sin delantal, que sólo aparecerá en las culturas posteriores. Llevaban también una especie de túnicas o capas. Las mujeres sólo usaban falda y cinturón. Rara vez se representan sandalias. Es posible que la gran masa del pueblo anduviera desnu­da en la vida diaria. En cambio, los tocados son extraordinariamente complicados y deben haber sido hechos no sólo de telas, sino tam­bién de materiales semiduros como el cuero, o armados con carrizos; se ve desde el sencillo turbante hasta majestuosas composicio­nes que sólo podrían usarse, por su grandio­sidad, en ocasiones ceremoniales. Este uso de enormes tocados habrá de prevalecer a tra­vés de toda la historia mesoamericana. En cambio, el barbiquejo, que aparentemente los sostiene y se usa en la época olmeca, va desa­pareciendo. Así, en la zona maya se encuentra sólo en las esculturas más antiguas.

 

Muy interesante, por ser un rasgo tan poco americano, es la aparición de verdaderos som­breros con alas adornadas con borlas o cuen­tas pendientes como se ven en el monumento 14 de San Lorenzo, que recuerda al moderno sombrero huichol. Destaquemos que en Mon­te Albán I se han descubierto ocasionalmente representaciones de sombreros de paja que llevan puestos los llamados danzantes. De las telas no se ha conservado ni un solo frag­mento.

 

Es de suponer que sembraban e hilaban el algodón, pero no empleaban el malacate de cerámica, que debió de ser un invento tardío del Altiplano. Es fácil imaginarse la suntuosidad de algunas telas cuando iban bordadas con plaquitas perforadas de cristal de roca a guisa de lentejuelas.

 

El adorno era mucho más complejo que el vestuario. Ya usaban toda la serie de joyas que perdurará hasta el fin de la historia pre­cortesiana. Las hay en jade, piedra, barro y seguramente las hubo de materiales perecede­ros. Los pendientes, sobre todo, son muy variados, en formas ya abstractas, ya realistas, como colmillos de jaguar partidos por la mitad o bien partes del cuerpo humano (manos, piernas, dedos u orejas), mandíbulas de ani­males o colas de mantarraya. Muy notables son los pendientes de espejos de magnetita o de ilmenita como el que lleva la célebre figurilla femenina de la tumba A de La Venta. Se han recobrado por lo menos ocho de estos espejos; sobresalen como las más extraordi­narias piezas de precisión del trabajo en piedra.

 

"Ninguna descripción verbal puede darnos a entender la notable calidad técnica y artística de los espejos de La Venta",

 

dice Gullber.

 

Implementos.

 

La mayor parte de las abundantes hachas son lisas. Eran de uso necesario en la vida cotidiana del habitante de tierras repletas de árboles. Al lado de éstas están las que ya no son implemento útil, sino objeto de culto. Las sencillas, talladas en serpentina, tal vez sólo deseen, por su color, imitar a las de jade; las otras, de forma habitual, han sido esculpidas con una figura de hombre-jaguar. Constituyen una de las características más claras del estilo olmeca y se han encontrado esparcidas en sitios muy diversos de Mesoamérica, por lo que pueden ser tanto olmecas como olmecoi­des. Por otro lado, siendo pequeñas, son fá­cilmente transportables, por lo que el sitio del hallazgo no es muy significativo; pero como una de ellas sí fue encontrada en las exploraciones de La Venta, es evidente que forman parte del acervo cultural olmeca. Hay muchos otros tipos de implementos descu­biertos, como agujas, ganchos, espátulas o punzones. Además del jade y la piedra, los olmecas importaban ámbar y tal vez obsidiana para hacer navajas; estas materias, traídas en pequeñas cantidades, no fueron importantes para su cultura.

 

La cerámica olmeca está, en general, muy mal conservada; además es escaso el número de piezas enteras o restaurables encontradas en La Venta o en Tres Zapotes. Del primer sitio no tenemos ni dos docenas de piezas, y del segundo, en la época olmeca II, aún menos. Ello dificulta el estudio, pero, sobre todo, evidencia que los olmecas ni eran portentosos ceramistas ni sentían mayor interés por este arte menor. Sin embargo, los tipos de cerámica de los lugares explorados señalan que no sólo deben considerarse todos dentro del mismo complejo cultural, sino que los tres grandes sitios son más o menos contemporáneos. Esto no quiere decir que en todos lados aparezcan exactamente los mismos tipos de cerámica, pero sí que el conjunto caracteriza la cerámica olmeca y no simplemente la cerá­mica de Tres Zapotes, o de La Venta, o de San Lorenzo.

 

Las formas de la cerámica varían dentro de un marco restringido. Se poseen, por ejem­plo, cuencos cilíndricos con borde sencillo y volteado o en bisel, cuencos cónicos o de base redondeada anular, ollas diversas, bote­llones o incensarios. Las asas son raras, salvo en las ollas, que, por cierto, nunca tienen pies. Con frecuencia aparece la base anular.

 

La decoración de la cerámica olmeca es principalmente incisa antes del cocimiento, pero también se encuentra, aunque en grado menor, el rastrillado, el punteado y el modelado, sobre todo en las vasijas-efigie. Los motivos son sencillos. En realidad, las piezas más bellas se descubrieron fuera del área me­tropolitana. En estas regiones, la cerámica era una de las pocas actividades artísticas existen­tes y a ellas se orientaría toda la dedicación del pueblo.

 

Entre los olmecas, a diferencia de lo que ocurre en otros sitios de Mesoamérica, casi no podemos hablar de cerámica para fines ceremoniales, ya que, con raras excepciones, pa­rece fabricada para usos domésticos. No se pretende insinuar con esto que el ceremo­nialismo dejara indiferentes a los olmecas, sino sólo que los objetos de barro carecían de la calidad suficiente para llenar ese fin.

 

Si los alimentos se cocían en vasijas de barro, seguramente también usaban como re­cipientes calabazas o guajes, costumbre que perdura hasta nuestros días; el maíz y otras semillas se molían en metates con largas manos de piedra, pero es posible que aún no se inventara la tortilla, ya que los comales surgen muy tardíamente, aun en el valle de México.

 

Poco sabemos de las diversiones de que disfrutaban los olmecas. Se conocen unos discos de barro que tal vez sirvieron de fi­chas para algún pasatiempo. No existían aún las canchas para el juego de pelota como las que más tarde se extenderían por toda Mesoamérica, pero es probable que se practicara este deporte en campo abierto, como se supone lo jugaron años después los habitantes del valle de Oaxaca o los teotihuacanos; esto mismo sugieren las lápidas recién encontradas en Dainzú. Otro ejemplo es el de Izapa, donde hay indicios de la existencia de ese juego. El hule del que se hacían las pelotas provino del área olmeca y otorgó su nombre, cuando menos a posteriori, a sus habitantes.

 

La más antigua de las artes; la música, está modestamente representada  por unos cuantos silbatos, ocarinas, flautas sencillas y flautas de Pan; éstas parecen más recientes. Otros instrumentos musicales se debieron de fabricar de materiales perecederos.

 

Es probable que, al igual que aconteció con la arquitectura, los olmecas hayan iniciado en madera su escultura, ya que era el úni­co material cuya abundancia tenían a mano, y aun cuando, a costa de angustiosos esfuer­zos, lograron acarrear alguno que otro gran monolito y poseer trozos de jade, la mayor parte de sus objetos diarios, tanto de uso como rituales, fueron, hasta el fin, hechos de madera. Convertidos en polvo, no dejaron rastro, como tampoco lo dejaron las telas, la cestería, los cueros de animales y aun los im­plementos de hueso o de concha. Es ironía del destino que, sólo a través de sus monumentos de piedra o de sus esculturas de jade, se pueda situar al pueblo olmeca entre los más civilizados, cuando precisamente esa piedra y ese jade eran para ellos materia­les exóticos y venidos de tierras lejanas.

 

El comercio.

 

Debido, tal vez, al aumento paulatino de la población dentro del área, al fin de la época olmeca I se produjo cierta presión demográ­fica. Pero no es creíble que esta  presión ocu­rriera y produjera expansión hacia otras áreas sobre una simple base agrícola y de productos naturales. Parece que los olmecas buscaron su segunda fuente de riquezas en el comercio. Sin evidencia directa que lo pruebe, hay bases para suponerlo.

 

Numerosos sitios alejados de la zona metropolitana contienen objetos olmecas y es palpable en los estilos olmecoides la influen­cia directa de este pueblo. Por los hallazgos en muchos lugares, parece como si el comer­cio olmeca no sólo exportara objetos manu­facturados, sino que importaba productos na­turales para luego elaborarlos localmente. Se sabe que las grandes piedras proceden de lejos y que el jade, la serpentina, la andesita, los esquistos, la cromita, el cinabrio y otros productos que por su material han desaparecido, llegaban a veces de zonas tan lejanas como distintas. Así, parece que los olmecas im­portaban materias primas tanto en piedras como en semillas y otros productos; en cam­bio, exportaban objetos ya manufacturados por ellos. Todo indica que las importaciones alcanzaban peso y tamaño muy considerables, mientras que las exportaciones consistían en objetos pequeños. Para estos movimientos, sus caminos naturales, los ríos, se prestaban admirablemente, ya que los principales conducen de fuera del área olmeca hacia dentro. Evidentemente eran una fuerza centrípeta; los materiales pesadísimos de importación se deslizarían fácilmente con la corriente y sólo los objetos ligeros de exportación tenían que remontarla.

 

Juzgando por lo que ocurría en la Mesoamérica tardía, el comercio no es indicio de paz; por el contrario, da la impresión de estar íntimamente ligado a la conquista y sólo trafi­caron en gran escala aquellos pueblos cuyos ejércitos apoyaron las actividades de sus co­merciantes. La norma era conquistar el área o cuando menos ocupar algunos sitios fortificados para desde esos núcleos establecer una red de transacciones comerciales directas. A  esto se añadía la imposición de tributos a los pueblos sometidos, política íntimamente ligada a las exigencias de los comerciantes. Sin estos tributos y sin tales comerciantes no podría explicarse el Estado azteca. Ello no asegura que la misma situación prevaleciera ya desde la época olmeca ni que éstos hayan recibido tributos de pueblos conquistados, puesto que ni siquiera existe la seguridad de que haya habido tales clases de pueblos. Nada se sabe positivamente de sus ejércitos o de sus posibles triunfos. Aparte el hecho general de que ningún estado se ha sostenido durante largos períodos sin el apoyo de la fuerza militar, existen algunas sugerencias concretas de actividad bélica inmortalizadas en el arte olmeca. Por ejemplo, el altar 4 de La Venta muestra una figura asida por una cuer­da a manera de cautivo; el monumento C de Tres Zapotes relata escenas de guerra y com­bate. Posiblemente esté representada una ca­beza-trofeo en la estela A de Tres Zapotes, mientras en la estela D un personaje hincado sugiere ser una víctima de conquista.

 

Por mucho que se apoye en las pocas indicaciones que hasta ahora han proporcionado los encuentros arqueológicos y los objetos olmecas que se conocen, hay que insistir en que se presenta una reconstrucción basada en situaciones muy posteriores, las únicas que se conocen con bastante detalle.  Durante la época final de Mesoamérica y en el siglo pos­terior a la conquista española se escribieron numerosos libros y documentos que arrojan considerable luz. Para la reconstrucción de si­tuaciones tan antiguas como la olmeca, el problema consiste en saber hasta qué punto son aplicables estos datos posteriores.

 

Hay numerosas opiniones al respecto. Al­gunos piensan que no es válido usar esta in­formación tardía, ya que en dos mil años los cambios pueden haber sido fundamentales. El argumento es evidente. Pero también debe pensarse en que desde los tiempos olmecas hasta el siglo XV, Mesoamérica es una sola civilización que, básicamente, se comporta de la misma manera, por mucho que los siglos produzcan cambios.

 

El Estado.

 

Así también se puede formular alguna hi­pótesis sobre la existencia de un estado ol­meca, hipótesis en parte basada sobre los datos arqueológicos. Un estado exige buen número de hombres organizados en forma mucho más compleja que la necesaria a una sociedad tribal, lo que requiere una división de clases sociales. Ya se ha insinuado la exis­tencia en la sociedad olmeca de agricultores, lapidarios, escultores y otros grupos dedica­dos a actividades que implican una especia­lización profesional. En un nivel superior estarían los comerciantes y, desde luego, los militares, cuya presencia parece del todo necesaria para la estabilidad olmeca. Sobre todos ellos posiblemente reinaría una autoridad suprema. ¿Quién la constituía? Cualquiera que fuera su estructura, es indudable que se trataba de una minoría establecida y reconocida por la mayoría, una autoridad considerada legítima, ya que a la larga ésta parece ser la única forma de gobierno que logra mantenerse en el poder.

 

Los jefes podrían haber sido reyes o su­mos sacerdotes, como ocurrió posteriormente en Mesoamérica, donde esos dos cargos recaían en un solo  señor. Heizer ha sugerido, sin duda con razón, que estos jefes olmecas eran ante todo sacerdotes. Recuerda como, en las estelas, el pecho y las orejas de los sacerdotes allí representados están adornados con jades, y también como adornos idénticos y del mismo material fueron hallados en las tumbas de La Venta, donde evidentemente se enterra­ba a los jefes de la ciudad. Estas observaciones cobran fuerza ante el monumento 19 de La Venta, que representa a un personaje llevando en la mano una bolsa tal vez para el copal. En todas las culturas posteriores, la bolsa será el emblema del sacerdote. Pero si se medita sobre la extraordinaria importancia dada al ceremonialismo y a la religión, no sorprende la posibilidad de sacerdotes reinantes. Por otro lado, la teocracia no es pura ni una forma habitual de mando. En Mesoaméri­ca no parece haber existido como tal; aunque hubo linajes de sacerdotes hereditarios, tales linajes no eran el del jefe supremo, el cual con frecuencia era además sumo sacerdote.

 

La zona olmeca metropolitana pudo haber sido un solo estado o una federación de va­rias ciudades-estado más o menos indepen­dientes, unidas por algunos intereses mutuos. No hay que olvidar que las ligas de ciudades-estado parecen ser una de las peculiaridades políticas de Mesoamérica y que, por tanto, pudieron iniciarse en el período olmeca II, ya que se encuentran en los dos grandes herederos suyos, los mayas y el Altiplano. Sin embargo, el área olmeca parece más bien como un solo estado, el cual tendría a La Venta por capital. Drucker así lo cree y opi­na que eso explica por qué están ahí las tumbas de los grandes jefes y algunos de los más finos jades. Heizer sugiere que pudieran considerarse como el "tesoro nacional". Fuera de La Venta no se ha encontrado nada simi­lar a estas "tumbas reales". Además es el si­tio más cuidadosamente planificado, el que tiene la pirámide mayor, ha sido cariñosa­mente conservado y mejorado durante, cuan­do menos, cuatrocientos años y está decorado con más de cuarenta monolitos. Otros sitios serían importantes, pero subordinados.

 

No obstante, esta unidad de historia y de cultura olmeca no borró, por mucho tiempo que transcurriera, las diferencias locales. O quizás el argumento deba invertirse y pensar que, precisamente debido a la larga duración de su paralela historia, aparecieron en cada ciudad ciertas características, no básicas pero sí distinguibles, como suele acontecer con el curso del tiempo en cualquier parte del mundo.

 

La escritura y el calendario.

 

Obviamente no puede existir un calendario escrito sin alguna forma de escritura. Esto ya se evidencia en el mundo olmeca II. Es más frecuente en la época ni, cuando se poseen mo­numentos de piedra u objetos con glifos in­cisos en ellos. Durante mucho tiempo se consideró que el sistema más complejo y per­fecto ideado en Mesoamérica para computar el tiempo, el llamado de la Cuenta Larga, ha­bía sido inventado por los mayas. En 1.939 Stirling encontró en Tres Zapotes la estela C, que permitió reestudiar este problema. La es­tela C, en basalto olivino, tiene una inscrip­ción ajustada al sistema de la Cuenta Larga. La fecha es anterior a la era cristiana y, por tanto, unos tres siglos más antigua que cual­quier otra inscripción maya conocida. Es la fecha completa más antigua hasta ahora descubierta en todo el continente americano.

 

Algunas otras inscripciones en el área ol­meca, si no calendáricas, contienen glifos que indican un tipo de escritura. Así, en el monu­mento 13 de La Venta se ven varios jeroglíficos y entre ellos uno que representa un pie, símbolo que se repetirá incluso en documen­tos aztecas. El personaje del monumento 10 de San Lorenzo ostenta otro glifo sobre el pecho. Asimismo ciertos signos actúan tam­bién como jeroglíficos, por ejemplo la X que parece representar las manchas de la piel del jaguar; otros motivos son únicamente decorativos. Aunque muy incompleto todo ello, se­ñala, sin lugar a duda, la presencia de una es­critura dentro del área olmeca, así como la existencia de un calendario que se convertirá en el mesoamericano. Un calendario de este tipo es imposible sin el conocimiento de los movimientos del sol, de la luna y de algunos astros. El de estos últimos pudo ser adquisición posterior, pero resulta innegable que ya los olmecas habían advertido cuando menos la duración del año y del mes lunar, y que computaban por el sistema de días, como será característico de Mesoamérica. Tal vez el calendario, que probablemente ya tenía ínti­mas conexiones con la agricultura y con di­versas ceremonias, era, como fue después, uno de los elementos más poderosos en ma­nos de los sacerdotes, ya que les permitía di­rigir el ciclo agrícola, señalar las fechas de las fiestas o de las conmemoraciones, decidir el nombre que se daría al recién nacido y prever su ineludible destino.

 

La religión.

 

En Mesoamérica el calendario está ínti­mamente ligado a la religión, como de hecho lo está casi todo. La religión mesoamericana fue politeísta, con veneración de dioses antropomorfos asociada al culto de fenómenos naturales como el sol. Pero entre los olmecas no se conocen estatuas de divinidades, ya que ninguno de los monolitos o de las figuras representan propiamente a un dios. En el mun­do olmeca y en el preclásico, en general, esta­ba surgiendo el concepto de dioses formales con atributos claramente reconocibles, que serán tan característicos a partir de la época clásica. El culto era, sobre todo, al jaguar; hasta los propios altares son jaguares.

 

Por otro lado, estudios muy recientes so­bre la iconografía olmeca tienden a demostrar la presencia de una serie de dioses que serían los antepasados de los ya conocidos en Mesoamérica. Así, aparte el jaguar, hay indicios de un dios del agua, así como de otras dei­dades tales como Xipe-Totec, Quetzalcóatl, Mictlantecuhtli y algunos otros no identifica­bles. Las representaciones no ofrecen todavía los aspectos futuros. Más bien son pequeños grabados o incisiones en las figuras mayores que llevan ciertos tocados o rasgos, los cuales sugieren relación con los que identifican a los dioses más conocidos de tiempos posteriores.

 

El punto es importante porque se refiere a la religión olmeca y -de comprobarse- señala otra clara prueba de la continuidad ininterrumpida de Mesoamérica, iniciada con la cultura olmeca. La presencia de los mismos o similares dioses entre los olmecas y sus here­deros es base primordial para entender la esencia y la unidad de la civilización mesoamericana.

 

En cambio, está presente con toda su fuerza la idea de animales-hombres o de hombres-animales fantásticos, que asocian ras­gos humanos con los de uno o más represen­tantes de la fauna o varios animales combi­nados que forman un solo monstruo. Estas versiones giran alrededor del complicadísimo concepto del nahual. Puede este animal estar tan asociado míticamente a un hombre en particular que sus vidas sean interdependientes. Hay numerosos ejemplos de la creencia de que la muerte o las heridas sufridas por un animal causan iguales consecuencias en el hombre de quien él es el nahual. Puede ser también el nahual de un dios, o sea la forma animalística de su representación, y simboli­zar algo dañino y peligroso, si bien otras ve­ces no sea más que una especie de espíritu chocarrero. Aun hoy el brujo sigue siendo, como lo fue antaño, aquel capaz de maleficios sin fin, el que roba las cosas, se aparece en la noche y vive envuelto en las tinieblas.

 

En las distintas épocas y sitios de Mesoamérica, ciertos animales como la serpiente, el águila o el murciélago alcanzaron preemi­nencia particular y fueron los que, combina­dos entre sí o con seres humanos, se convir­tieron en nahuales, no necesariamente indivi­duales, sino de un grupo, lo que hasta cierto punto los identifica con un tótem. Entre los olmecas evidentemente privaba el jaguar. En La Venta pudo ser al mismo tiempo el tótem y el nahual del jefe supremo. El jaguar simbolizaba el terror y el misterio de la jungla, de la vida y del más allá; le dieron todas las formas, magníficamente  esculpidas en jade o en piedra. A veces se le ve completo o aparece su cara sola, estilizada en mascarones; en otras ocasiones es un jaguar humanizado, un hom­bre-jaguar o un niño-jaguar. Ya no se trata entonces de un simple jaguar, sino de un monstruo considerablemente alejado de la presentación realista, al que se han añadido elementos peculiares al hombre y aun a otros animales, principalmente a una ave o una ser­piente. Así, las cejas del jaguar suelen tener plumas y su lengua es bífida.

 

El culto al jaguar pasará a los zapotecas, a los mayas y a los teotihuacanos y se conser­vará hasta la época azteca, en la que Tepeyolohtli, un dios terrestre simbólico de las entrañas de la tierra y de lo profundo de la no­che, era el felino capaz de comerse al sol du­rante un eclipse. Para evitar esta tragedia había que espantarlo haciendo mucho ruido, como lo hubiesen hecho para asustar a un ani­mal real. Era un dios terrible que habitaba las cuevas dentro de las montañas, en el corazón de la tierra, el cual está representado también por el jade. Esta asociación de jaguar y de jade señala otro original concepto olmeca que habrá de perdurar hasta el fin. Por ello, el jade en Mesoamérica, además de ser un obje­to valioso, conservó un valor simbólico; era lo más precioso y superior al oro mismo.

 

Es muy posible que los jaguares olmecas sean siempre seres infantiles, probablemente conectados con los "chaneques", en los que todavía se cree en algunos lugares y que se dice son viejos enanos con rostros de niños que persiguen a las mujeres y molestan a las gen­tes; hacen de las cascadas sus moradas preferidas, causan enfermedades, se comen el ce­rebro humano, proveen de lluvia y dominan a los animales salvajes y a los peces. Son verdaderos espíritus chocarreros. Quizá sean chaneques las pequeñas figuras que rodean los personajes centrales en las estelas 2 y 3 de La Venta, porque llevan, como los chaneques, bastones para romper las nubes. Hay una ligazón íntima entre ellos y los tlaloques o chacs, que rompían con un palo las ollas, o sea, simbólicamente, las nubes que contienen el agua de lluvia;  además se identificaban en parte con el rayo. Es decir, que se tienen cuando menos dos asociaciones claras de los chaneques: con los niños y con el agua por un lado y con las cuevas y montañas por el otro. Ahora bien, el jaguar se asocia hasta la época azteca con cuevas y montañas y tenía cara de niño-jaguar. Sin embargo, no está claro que el jaguar de los olmecas fuera un dios de la lluvia o del agua como lo fue después Tláloc, porque el problema fundamental en las cultu­ras del Altiplano seco no se presentaba aquí, sino, por el contrario, los olmecas elevarían sus preces para pedir menos agua. Sin duda, el jaguar como el jade se identificaban más bien con el corazón de la tierra o con la fertilidad, pero no necesariamente con la lluvia.

 

Otro animal dotado de asociaciones reli­giosas sería el pájaro-monstruo. En general, más bien como jeroglífico, pero también es antecesor de ciertas aves fantásticas adora­das por pueblos más recientes. La curiosa asociación en La Venta entre el este y el co­lor verde, o sea el jade, podría ser una idea religiosa; sugiere que cada punto cardinal tenía desde entonces su color particular sim­bólico y que este elemento ceremonial debió de nacer entre los olmecas y pasaría a las culturas posteriores.

 

En Tres Zapotes se encontraron unos tu­bos de piedra telescopiados, cerca de los en­tierros. Posiblemente se trate de un "alma­ducto", como después ocurre en la tumba del templo de las Inscripciones en Palenque y en sitios de Oaxaca.

 

Las grandes ofrendas masivas de La Venta no sólo sacrificaban, inutilizándolas, piedras tan valiosas y difíciles de obtener, sino que ofrecían el esfuerzo humano, el sudor que se derramaba al colocarlas; posiblemente buscaron este simbolismo en la culminación de todos los sacrificios, el humano, lo cual se infiere de algunas suposiciones. En la parte superior de la cabeza del monolito I de La­guna de los Cerros se ve un agujero circular que sirvió tal vez para recibir algún lí­quido, agua o sangre, como si fuera un cuau­xicalli. Si es acertada esta deducción, ofrece un dato de extrema importancia. Pudiera co­rroborar este indicio el monumento D de Tres Zapotes; tiene forma como de barril y en el centro una cavidad de unos 7 cm. de profun­didad. Según Stirling, sería una piedra de sa­crificios. Igual función pudieron ejercer los cilindros de piedra ligeramente ahuecados en la parte superior y con un reborde bien señalado. Varios objetos de jade, como, por ejem­plo, la famosa hacha Kunz, representan un personaje esgrimiendo un cuchillo sostenido por  ambas manos. La importancia puesta en el arma y en la posición del hombre sugiere que se trate de un cuchillo de sacrificio em­puñado por un hombre-jaguar, que pudiera ser el propio sacerdote disfrazado de dios o mejor vistiendo como él, al igual de lo que ocurrirá en pueblos posteriores.

 

Los niños o los enanos pudieron haber sido las víctimas preferidas. Refuerza esta idea la insistencia con que se los  representa, lo que, en cierto modo, los diviniza, como era di­vinizado todo sacrificado. Pero sería aventurado por ahora llegar a una conclusión defini­tiva en este asunto, al  igual que no se puede asegurar la existencia de sacrificios humanos para la mayoría de los pueblos de la época clásica.

 

La historia olmeca.

 

Salvo algunas referencias que se han ex­puesto aquí y allá, podría pensarse que todos los sitios, objetos, rasgos culturales o infe­rencias sobre los olmecas que se han mencio­nado correspondían a un solo momento. Pertenecen sí a una sola cultura, pero ésta tuvo distintas etapas a lo largo de más de mil años. Se pueden tratar de distinguir en su orden cronológico.

 

Aun sin considerar sus posibles antece­sores en el área, de los que nada se sabe, se ha dividido la historia olmeca en tres grandes etapas llamadas sucesivamente ol­meca I, II y III. La época olmeca I es la an­tecesora inmediata al inicio de la civilización que de ella va a derivar. Está precedida por el larguísimo período durante el cual el hombre se opuso a los retos originales de la natura­leza, hizo domésticas las plantas silvestres y, al aprovecharlas, logró vivir en comunidades permanentes, agrupadas en aldeas y caseríos, fabricar cerámica, tejer telas de algodón y de fibras, hacer canastas y petates y pulir la pie­dra. Lo regía una organización social basada en el parentesco y su mundo espiritual movía­se alrededor de ideas mágicas.

 

Sobre estas bases se inicia la época olme­ca I, que dura del año 1.500 al 1.200 a. de C. En La Venta, la época olmeca I está algo estudiada, aunque todavía imperfectamente. Se reconoce, sobre todo, porque los habitantes en La Venta de la época olmeca II emplearon barro que removieron de edificios construi­dos anteriormente a ella. Asimismo los prime­ros edificios de la época olmeca II contenían materiales culturales obviamente más antiguos y que corresponden, por tanto, a los creadores del olmeca I. En pozos excavados bajo una capa de arena y que dieron tres ni­veles estratigráficos, Piña Chan encontró ob­jetos anteriores a los edificios del año 1.200, lo que significa que allí existió ya, en la época I, un centro ceremonial que hacia 1.200 fue destruido por los primeros habitantes del período olmeca II. Lo mismo parece repetirse en Tres Zapotes y ocurre claramente en San Lorenzo. Entonces se puede, en general, con­cluir que la época olmeca I no sólo es anterior a la olmeca II, sino también, y esto es lo más importante, demostrar que la época II es tan sólo la continuación de la anterior. Por eso se ha llamado olmeca I a ese antiguo patrón ancestral.

 

Durante estos siglos, de 1.500 a 1.200 antes de C., el culto del jaguar ya estaba crea­do en el área olmeca, puesto que en 1.200 se tienen en La Venta y en San Lorenzo no sus primeros balbuceos, sino su forma total, lo que implica forzosamente un período previo de elaboración tanto ritual como artística. Todo lo dicho demuestra que en el área olme­ca ya existía durante la época I el estilo olmeca, aunque no contenga aún las técnicas refi­nadas ni las elaboraciones posteriores. Esto es importantísimo, pues demuestra que la cultura olmeca nació en el área metropolitana e invalida la posibilidad, por algunos sugeri­da, de que haya brotado en otra región y lle­gado ya formada al área metropolitana.

 

Fue posible atribuirle un origen extran­jero al área porque algunos objetos de estilo olmeca aparecen en varios sitios antiguos fuera del área metropolitana. Además parecen ser fruto de dos estímulos: el olmeca y el local. En ese caso indican una difusión del estilo ol­meca anterior al auge del área metropolitana, cuando ésta era aún incapaz de ejercer una clara presión sobre otras regiones.

 

Pero estos rasgos olmecas esparcidos en muchos sitios de Mesoamérica antes de 1.200 son insuficientes para autorizarnos a pensar en una civilización, sino más bien en una cul­tura avanzada. No hay rastros todavía de que hubiera planificación ni gran escultura. Es decir, que aun antes del apogeo olmeca algu­nos de sus peculiares rasgos culturales se difundieron y llegaron hasta el valle de México y alcanzaron otras regiones. Esta difusión no pudo hacerse por los medios que la permitieron durante la época de 1.200 a 600 a. de C., ya que implican un poder olmeca y una orga­nización de comerciantes y guerreros. Tal vez la difusión se hizo de manera que jugará un gran papel y es típica en muchos otros luga­res del mundo; ello se refiere a la difusión de una idea religiosa, en este caso el culto del jaguar. En el Altiplano aparecen figuri­llas de cara de niño y otras huecas, ambas relacionadas con el jaguar. Parece sorprendente que este animal haya logrado ser tan importante en el valle de México y en el Altiplano en general, donde era poco conocido. Se considera que durante la época olmeca I el culto al jaguar ya estaba constituido en el área; desde allí pudo difundirse esa idea reli­giosa. Pero, en realidad, esta difusión no se da en gran amplitud sino hasta la época si­guiente.

 

En resumen, la época olmeca I es un an­tecedente; durante ella la región del sur de Veracruz emerge por primera vez a los albores de la civilización -todavía muy primaria- y rompe con los viejos moldes de los pueblos preclásicos sobre la que está fundada. Ya se han señalado las causas probables de ello. El ritmo de adelanto es aún lento, aunque no tanto como lo fue en los milenios que lo pre­cedieron.

 

La cronología en San Lorenzo y los otros sitios de Río Chiquito es relativamente simi­lar. Se han descubierto tres fases que más o menos corresponden a la época olmeca I. La primera apenas si muestra los antecedentes que se han mencionado, pero ya en la segun­da es evidente que los habitantes locales aña­dieron grandes cantidades de relleno para ni­velar la enorme plataforma sobre la que está construida la ciudad. Asimismo se iniciaron, cuando menos, los salientes como dedos que se mencionaron antes y que dan a San Loren­zo un aspecto tan especial. Aunque no se conoce ningún edificio de esta fase, se cree que ya se empezaban a hacer. Todavía no hay rastros de escultura en piedra, pero algunas figurillas presagian el estilo característico que llamamos olmeca.

 

La última de estas tres fases antiguas ya es claramente precedente del gran período olmeca II. Esto se ve en ciertos tipos cerámi­cos, en alguna figurillas de barro, pero, sobre todo, se han conservado -aunque sólo en fragmentos hoy informes- piedras esculpidas que evidencian el estilo olmeca. Asimismo al­guna está pintada de hematita roja en la for­ma característica de la escultura olmeca. Es evidente que deberán hacerse más exploracio­nes en San Lorenzo o los otros sitios cercanos para que se confirme este importante an­tecedente. Con  ello  se afirmaría un poco más la teoría de la evolución del mundo olmeca en esa área del golfo de México.

 

La época olmeca II muestra una elabora­ción extraordinaria del tipo aldeano de la épo­ca I, conocido antes: he aquí otro argumento para rechazar la idea de que la cultura olmeca tenga su cuna en otro lado. Sus raíces es­tán presentes dentro de su propio territorio.

 

El contraste entre olmeca I y olmeca II consiste en que la segunda época expone ya mu­chos rasgos universamente aceptados como constituyentes de una civilización: escultura monumental, ciudades planificadas y orientadas, organización social compleja con sacer­dotes, comerciantes y trabajadores especiali­zados; un excedente económico y, tal vez, un poder imperial que impone su estilo sobre áreas diferentes. Muchos de estos elementos van a caracterizar la civilización heredera de los olmecas. La época olmeca II equivale al apogeo de San Lorenzo y de La Venta.

 

En esta última ciudad se distinguen cua­tro fases, no épocas, sino subdivisiones. Co­rresponden a las cuatro reedificaciones u obras de ampliación de los monumentos del centro ceremonial de La Venta. En cada una de estas etapas de construcciones se hizo una ofrenda masiva. Cada fase dura más de un siglo y, en conjunto, las cuatro van de 1.200 a 600 a. de C.

 

Durante la primera fase, iniciada hacia 1.200 a. de C., el centro fue planificado por completo y probablemente se enterró una de las ofrendas masivas. Poseían jades exquisi­tos en ambos colores, el gris azulado y el verde esmeralda, y usaban cinabrio. Es de supo­ner que en esta misma fase se iniciara el im­perialismo olmeca, porque ello explicaría la potencialidad de poder realizar tan grandes trabajos, así como la de importar tantas cosas. Supone que la población ya no vivía ex­clusivamente de su propia producción agrí­cola o marina, sino del tributo de otros pueblos y del comercio, lo que permitió el auge y el gran desarrollo cultural.

 

A la fase II pertenece el inicio de los mosaicos de jaguar y mayor cantidad de jades; aparecen objetitos de cristal de roca y se reconstruye otra vez el centro ceremonial. Es entonces cuando se colocan los pisos de ba­rro blanco mezclado con arena escogida y del mismo color.

 

Las dos fases finales son evidentemente las más ricas y reúnen la mayor parte de los jades y muchas de las espléndidas esculturas monolíticas. Es el gran apogeo de La Venta, sobre todo la fase IV, cuando se erige la tumba A. Para entonces la ciudad alcanzaba su cenit y, como la fruta madura, estaba a punto de caer.

 

En San Lorenzo, al igual que en La Ven­ta, la época II marca el apogeo, que está señalado, sobre todo, por los cuarenta y ocho monolitos allí encontrados. Pero desgraciadamente casi todos estos monolitos habían sido removidos de sus sitios originales y la mayoría de ellos destruidos o cuando menos muti­lados. Por ello resultó durante mucho tiempo muy difícil conocer su estratigrafía original. Trabajos recientes han permitido reconstruirla en gran parte y demostrar así que pertenecen a esta época. La destrucción es, por su­puesto, irremediable. Más adelante se trata­rá de señalar las causas.

 

Muchas de las esculturas estaban enterra­das en largas líneas que se dirigían de sur a norte, al igual que la línea no visible tam­bién norte-sur, que forma el eje de La Ven­ta, lo que recuerda la planificación caracterís­tica de varios sitios de Mesoamérica y un mundo ceremonial donde estas cosas eran importantes y tenían sentido religioso.

 

En la gran plataforma de San Lorenzo hay unas pequeñas lagunitas artificiales que servían como depósitos de agua para los ha­bitantes y posiblemente también para baño, ya que cuando menos una estaba recubierta de bentonita, material que todavía hoy usan los habitantes locales para recubrir el tiro de los pozos que perforan. Su objeto es conser­var el agua limpia. Al igual que en Tres Za­potes, quedan restos de un canal de desagüe bien construido con piedras cortadas ex profeso para permitir la salida de las aguas.

 

En San Lorenzo ocurre lo mismo que en La Venta. El número de casas-habitación es muy pequeño, lo que implica muy pocos habitantes, tal vez no más de unos dos mil quinientos en total. Es imposible suponer que este número tan reducido y sólo un ter­cio, cuando mucho, consistiría en hombres en edad de trabajar pudiera haber hecho todas las obras de arte y los rellenos que se conocen. Si además se tiene en cuenta que gran parte de sus horas laborables tenían que pasarse en el campo dedicados a tareas agrícolas o en la caza o pesca, es evidente que sólo con la ayuda de vecinos cercanos podía haberse organizado el trabajo requerido.

 

Por ello es más que probable que aquí también la ciudad tuviera la fuerza que podríamos llamar imperial de obligar a otros a trabajar para ella. Sólo en lo que se refiere a las piedras de los monumentos, tenían que ser acarreadas desde muy lejos, ya que ha queda­do demostrado que provienen del cerro Cin­tepec, a más de 70 km. de distancia.

 

Por ello, San Lorenzo ha venido a con­firmar los datos obtenidos en La Venta en el sentido de que estamos en presencia de una civilización con un estado y no un régimen tribal, lo que significa una organización social y política ya compleja y casi seguramente la existencia de un ejército.

 

La gran diferencia entre La Venta y San Lorenzo es que esta última ciudad perece mucho antes, hacia 800 a. de C. Ya habían aparecido algunas figurillas y objetos tales como obsidianas exóticas al área. También se encuentran otras piedras en bastante abun­dancia, antes desconocidas. Ello sugiere la llegada de nuevas gentes. Sean éstas o por causas internas, el hecho es que los grandes monumentos de piedra son rotos y enterrados evidentemente en un ritual mágico para ha­cerlos desaparecer y que perdieran, por tanto, su fuerza. Pero como ya se ha dicho fueron enterrados en forma ceremonial formando lar­gas filas con ellos. Para cubrirlos probable­mente se usó el material de los edificios anteriores destrozados al mismo tiempo que los monumentos. Esta actitud iconoclástica se repite varias veces en la Mesoamérica futu­ra, como, por ejemplo, en Teotihuacán.

 

Cronológicamente dentro de la época olmeca II, pero ya correspondiendo a otras formas y sin la espléndida escultura, hay va­rias fases posteriores en San Lorenzo. No son importantes y sólo indican que el sitio continuó siendo habitado.

 

A este gran período se le denomina, en conjunto, olmeca II. Corresponde al apogeo de las tres ciudades. Debe ser el resultado de la evolución interna de la sociedad olmeca y de su propio arte, aunque su extensa difusión la puso en contacto con otros pueblos, parti­cularmente en aquellos lugares colonizados por los mismos olmecas; esta difusión se ba­saba, para entonces, no sólo en ideas religio­sas, sino ya en un poder político logrado por el auge económico. En Tres Zapotes parece que la época II se prolongó un poco más que en La Venta.

 

En la época olmeca III (entre 600 y 100 a. de C.), La Venta fue prácticamente aban­donada, pero en Tres Zapotes se encuentra aún la fase superior I, y en Tenochtitlan la fase Remplas, que sólo llega hasta el año 400 an­tes de C. Aquí ya casi no queda nada olmeca. En La Venta y en Tres Zapotes es una época progresivamente decadente, en la que aún se fabrican objetos tardíos que son olmecas y no encajan en ninguna otra cultura, como si fueran aisladas supervivencias de la antigua espléndida civilización. No. obstante, la época olmeca II tiene un último destello resplandeciente cuando este pueblo inicia su postrera y tal vez su mayor contribución a la civilización: la Cuenta Larga. Recordemos que en La Venta no se ha encontrado ninguna inscripción calendárica, lo que hace suponer que las que aparecen en Tres Zapotes y Tux­tla son posteriores a ella. La estela C sería en Tres Zapotes, probablemente del principio del período superior o finales del medio, cuando más antigua, si es que el período medio duró allí más que en La Venta.

 

Llamamos cuenta larga al exclusivo sis­tema de anotación que indica fechas precisas a base de contar los días partiendo de una fecha remota en el pasado que es más bien mí­tica. El sistema se había considerado como un invento maya, ya que allí es donde se desarrolló y donde existen numerosas inscripciones que van aproximadamente del año 300 al 900 d. de C.

 

La estela C de Tres Zapotes y la figurilla de Tuxtla, así como otras inscripcio­nes asociadas que se han encontrado en la costa de Guatemala y en Chiapas (áreas pertenecientes al mundo olmecoide), señalan fechas bien anteriores a las primeras de las estelas mayas. Por tanto, a la época olme­ca III corresponde haber iniciado este extraor­dinario sistema. Todo nos lleva a aceptar la feliz expresión de Jiménez Moreno cuando dice:

 

"La estela C de Tres Zapotes representaría algo equivalente al testamento de la cultura de La Venta".

 

Es evidente que, aun perdida su preeminencia cultural, los olmecas no habían muerto y ocasionalmente creaban alguna maravilla.

 

¿Qué motivos causaron la decadencia olmeca?

 

Aunque es imposible contestar con segu­ridad, se puede pensar en la presión que otras áreas, ya para entonces muy desarro­lladas, ejercieron sobre ella; se puede pensar también en una revolución que despojara de su poder al sacerdocio, para entonces convertido en grupo opresivo. Parece indicativo el exceso en que cayó La Venta al construirse la tumba monumental. El paso de grupo crea­dor a opresivo y sus resultados tal vez fueran la causa principal en la disolución de los gran­des imperios de Mesoamérica.

 

Los olmecas, que en tantos aspectos son ya verdaderos mesoamericanos, posiblemente también lo hayan sido al iniciar el tipo de so­ciedad que, a lo largo de toda la historia, pro­dujo esas elevaciones y caídas de estados. Caídas cíclicas que tal vez expliquen el porqué del concepto de la historia que tenían los mesoamericanos.

 

Si fueron los olmecas los primeros en al­canzar un nivel de civilización y de ella de­rivan numerosos rasgos que serán en el fu­turo característicos de Mesoamérica, se cree también que hubo otros grupos más o menos contemporáneos que aportaron elementos im­portantísimos, como la escritura, que tal ver se inicia en Monte Albán. El área metropolitana olmeca y los olmecoides inician tradiciones que serán distintivas. Al desaparecer, la cultura olmeca dejó un legado inmenso, que fue una de las principales columnas sobre las que se había de edificar la civilización posterior. Tomó ésta elementos olmecas y los llevó mucho más lejos, uniéndolos a otros rasgos desarrollados por conductos separados, que explican el mundo maya y el teo­tihuacano.

 

En resumen, parece demostrado que los olmecas fueron los primeros que alcanzaron un grado de civilización y que de ellos deri­van numerosos rasgos que serán en el futuro característicos de Mesoamérica. No resulta imprescindible repetirlos aquí, ya que se han venido mencionando a lo largo de este capítu­lo, pero es importante recalcar que se dividen en dos grupos. Primero, todos aquellos rasgos ya no discutibles en la actualidad, como las estelas, los altares y su posible asociación; el sistema de la Cuenta Larga y el cero; la escultura monumental, el tallado del jade, los atlantes, las cabezas sin cuerpo, los sarcófa­gos de piedra, las tumbas faraónicas, los pi­sos de mosaico enterrados, los grandes ado­bes, los cráneos de cristal de roca, los espe­jos cóncavos, la idea de colocar ofrendas bajo las estelas, las plataformas en terrazas, las grandes pirámides de tierra, las ciudades alineadas astronómicamente, etc. Los del segun­do grupo son elementos que se deducen de la arqueología, como el comercio a la mesoame­ricana, el ejército, el Estado y el imperio, las clases sociales, la religión ceremonial.

 

Es muy posible que al ser tratados prime­ro los olmecas se haya exagerado su impor­tancia o, cuando menos, dado esa impresión. Sin duda que los olmecas fueron los primeros en alcanzar el nivel que se puede calificar de civilizado, pero hubo otros grupos contempo­ráneos o casi contemporáneos que aportaron elementos importantísimos, tanto como la escritura (Monte Albán), que aparece allí an­tes que en el mundo olmeca. Por otro lado, en éstas áreas surgieron grupos que también iniciaron tradiciones que luego serán distin­tas y que, si bien tomaron elementos olmecas, los llevaron mucho más lejos, o bien paralelamente iniciaron otros rasgos que desarrollaron por conductos separados de los de la corriente olmeca. Así se explica, por ejemplo, el mundo maya.

 

En este sentido se puede aceptar la idea de considerar la cultura olmeca como la "cul­tura madre" de Mesoamérica. No funcionaba ni podía funcionar sola y aislada, rodea­da de pueblos de cultura inferior. No puede explicarse sin un complejo proceso de inte­rrelaciones con otros pueblos también avan­zados que participaban en la creación de una civilización. Así, como se trata en otros ca­pítulos, áreas distintas de la olmeca, como el valle de Oaxaca o Chiapas o el Altiplano de Guatemala, avanzan en unos aspectos, mien­tras los olmecas avanzan en otros.

 

La arquitectura y la misma escritura, así como el calendario, se desarrollan en esas áreas, mientras los olmecas son los primeros grandes escultores y probablemente los primeros grandes organizadores de lo que será la sociedad mesoamericana. Parecen haber iniciado las prácticas comerciales que luego serán comunes, además de haber transmiti­do varios de sus adelantos, mientras otros pueblos les comunicaban los suyos.

 

Con el fin de la época III muere la cultu­ra olmeca y el área en que floreció nunca recupera su importancia. El gran foco cultural se vuelve sólo luz marginal y ya no intervendrá en forma importante en el curso de la his­toria mesoamericana. Esto quiere decir que los numerosos restos posteriores  descubier­tos en la región son simple reflejo de lo que estaba sucediendo en otros sitios; no tienen, por tanto, mayor significación. Todos los encuentros de estos períodos posteriores se han llamado postolmecas, no en el sentido de una secuencia genética, sino para señalar la exis­tencia allí de culturas cuya raíz estaba en otros lados. La zona metropolitana olmeca ya sólo era zona periférica.

 

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9.            El occidente de México hasta la época tolteca.

Por: Otto schöndube

 

Ubicación del Occidente de México y su medio ambiente.

 

El área cultural que recibe el nombre de Mesoamérica se ha subdividido por los ar­queólogos en una serie de subáreas, cada una de las cuales presenta y comparte hasta cierto punto una serie de elementos culturales co­munes. Una de estas subáreas, quizá la mayor de ellas, es el Occidente de México.

 

Desgraciadamente, el área que nos ocupa ha sido poco explorada desde el punto de vista arqueológico, por lo que presenta más problemas e incógnitas que otras áreas mesoamericanas. La solución de ellos es cada día más necesaria para entender no sólo el propio Occidente, sino también para tener un conocimiento integral de las culturas prehispánicas de México.

 

El Occidente de México comprende territorialmente casi la totalidad del área ocupada por los actuales estados de Jalisco, Colima, Nayarit, Guerrero, Michoacán, Gua­najuato y Sinaloa. Para la mayoría de los investigadores, el corazón del área está cons­tituido por los tres estados mencionados en primer término. Los otros también presentan características que podemos llamar occiden­tales, pero al mismo tiempo comparten rasgos con otras áreas culturales, especialmente con el centro y el norte de México. Estos últimos estados fueron, en cierta manera, caminos por los que entraron y salieron del Occidente una serie de elementos en ese constante inter­cambio que hubo a través del tiempo en el ámbito cultural de los antiguos pueblos que ocuparon Mesoamérica y sus fronteras.

 

Con una área tan amplia como la men­cionada, es lógico que el Occidente presen­te notables variaciones en topografía, clima, flora y fauna, sobre todo en nuestro país (México), en el que es común el cambio drástico del paisaje aun en distancias muy cortas.

 

La topografía es, por lo general, de ca­rácter abrupto, aun en las regiones corres­pondientes a la Mesa Central y, exceptuando las partes llanas de El Bajío, el paisaje del Oc­cidente es casi siempre montañoso, hecho que propició el aislamiento de determinados gru­pos humanos.

 

Los principales sistemas montañosos son tres:  la  Sierra Madre Occidental, que viene desde el norte hasta llegar al cabo Co­rrientes; desde ese lugar, y hasta cierto punto como una continuación de la anterior, sigue la Sierra Madre del Sur, que cobra aspectos imponentes en el estado de Guerrero, para adentrarse posteriormente por territorio del estado de Oaxaca; el tercer sistema y el que da, en realidad, al Occidente su aspecto más característico es el Eje Transverso Neovolcá­nico, que se inicia entre los dos sistemas anteriores y se extiende hacia el este.

 

Las mayores elevaciones de este último sistema en el área que nos interesa son: los volcanes de Sangangüey y del Ceboruco, en el estado de Nayarit; los picos gemelos del Nevado (4.330 m.) y del volcán de Colima (3.960 m.) y el Cerro de Tancítaro (3.845 m.), en el estado de Michoacán. Hay infinidad de montañas menores y, entre los grandes volcanes o en sus propias laderas, existen cons­trucciones volcánicas de menor tamaño, que se elevan de 50 a 150 m. sobre la superficie normal del terreno, en su mayoría conos ci­néricos. Su gran número, 250 en las faldas del Tancítaro y 800 entre las ciudades de Mo­relia y Uruapan, son testimonio palpable de la gran actividad volcánica a que estuvo suje­ta la región.

 

La mayoría de las construcciones volcá­nicas surgieron en el terciario; sin embargo, como pruebas de una actividad volcánica continua, tenemos la erupción del Jorullo en época de la colonia; la erupción del Paricu­tín, ocurrida el año de 1943, y la continua actividad del volcán de Colima, así como la enorme cantidad de fenómenos volcánicos secundarios que se manifiestan en manantiales termales, géiseres y pequeños volcanes que emiten lodo caliente. Un sitio interesante en este aspecto es Los Azufres,  en el altiplano­ michoacano.

 

La Mesa Central, en el área del Occi­dente, tiene una altura sobre el nivel del mar que varia entre los 1.400 y los 1.800 m.; aquí existe considerable cantidad de cuencas lacustres, formadas en su mayoría por hundi­mientos del terreno o por cerramiento de cuencas abiertas por materiales volcánicos.

 

El área de El Bajío está constituida por una serie de antiguas cuencas lacustres inter­conectadas, cuyos sedimentos alcanzan en algunos lugares hasta 300 m. de profundidad. Fuera de esta región llana hay pocas áreas planas en el Occidente y lo más común es en­contrar pequeños valles intermontanos.

 

Los lagos principales son: Cuitzeo, Yuri­ria, Pátzcuaro, Sirahuén, Chapala, Magdalena y el complejo San Marcos-Zacoalco-Sayula.

 

Algunos de ellos están en vías de desaparecer debido al relleno del vaso por asolves, a la evaporación elevada y al decrecimiento de la precipitación pluvial.

 

En la costa, las tierras llanas tampoco abundan, ya que las montañas llegan hasta el mar. Las únicas áreas que pudieron ser usa­das para el cultivo fueron las vegas de los ríos y sus pequeños deltas. Una excepción es la estrecha banda costera de tierras bajas en el norte del estado de Nayarit y en el estado de Sinaloa, aunque aquí las tierras que pudieron cultivarse en la época prehispánica esta­ban también limitadas a las márgenes de los ríos, cuyo caudal, más que formarse con las lluvias locales, se alimenta con las lluvias que caen en las sierras altas.

 

Con ligeras excepciones, la temporada de lluvias en el Occidente es, en el verano, de junio a septiembre. Las mayores precipitaciones se tienen en las tierras altas y disminuyen hacia la costa; la precipitación pluvial tam­bién decrece conforme nos movemos de sur a norte.

 

El carecer de una llanura costera amplia por la cercanía de las montañas al mar y el régimen de lluvias del que hemos hablado hacen que los ríos del Occidente, aun los dos mayores: el Balsas y el Lerma-Santiago, ten­gan un carácter torrencial y un régimen no constante. Si a estos inconvenientes agrega­mos el hecho de que gran parte de los ríos corren encajonados en profundas barrancas, es fácil ver las dificultades que el terreno ofrece para una agricultura  intensiva con la tecnología que tenían los indígenas prehispánicos. Los datos arqueológicos indican, al igual que los etnográficos para fechas más recientes, que se hacían siembras de tem­poral con los sistemas de roza (milpa) y de hu­medad en terrenos bajos a las orillas de las lagunas o donde los ríos dejaban aluviones fértiles y humedad suficiente después de las avenidas. Hasta ahora no se conoce ninguna evidencia de irrigación para el Occidente en los horizontes preclásico y clásico.

 

La vegetación varía de acuerdo con la al­titud, la clase de suelos y la precipitación pluvial. Los niveles más altos están ocupados por coníferas (pinos y abetos), más abajo si­gue una vegetación de pinos y encinos para dar después lugar a la vegetación de follaje caduco, típica de las áreas cálidas, con tempo­radas bien definidas de lluvias y sequía. En muchos lugares cálidos del Occidente, el tipo de vegetación predominante es el conocido con el nombre de chaparral espinoso.

 

Las plantas y árboles siempre verdes de tipo tropical sólo existen a lo largo de los ríos y en las orillas de las lagunas y esteros de la costa, en donde se suele tener una humedad constante.

 

Dos zonas del Occidente se caracterizan par su vegetación de tipo xerófito o desértico, y éstas son la depresión del Balsas y parte de la costa de Sinaloa, donde el calor es agobian­te y la lluvia escasa.

 

Variabilidad cultural.

 

En un hábitat como el descrito es por demás lógico que hubiera diferencias cultu­rales bastante evidentes, ya que el hombre responde de diferente manera a los distintos hábitats y, en muchos casos, su desarrollo es restringido por éstos cuando su tecnología no es muy avanzada. Un ejemplo de esta limita­ción lo constituye El Bajío, actual emporio agrícola de México, el cual por sus duros suelos y por los pastos no pudo ser explotado en forma adecuada en épocas precortesianas y cuyo auge se inicia con la introducción del arado por los españoles.

 

La gran variabilidad cultural permite dividir el Occidente de México en varias subregiones con culturas "definidas", que tenían un modo propio de vida y que son ubicables a través del tiempo. Por desgracia, no se han hecho excavaciones suficientes que permitan establecer un marco cultural que comprenda toda el área (la mayoría de las piezas arqueológicas en museos y colecciones privadas proceden de saqueos). Sin embargo, existen secuencias cronológicas y culturales estableci­das para la mayoría de las subregiones y que, interrelacionadas, nos dan un cuadro si no perfecto, si lo suficientemente satisfactorio para ver estas culturas a lo largo del tiempo y para establecer las relaciones que tuvieron entre sí.

 

Como testimonio de la gran variabilidad cultural del Occidente poseemos datos facilitados por frailes y conquistadores en el si­glo XVI, quienes nos describen la existencia de sinnúmero de grupos indígenas que habla­ban diversas lenguas y practicaban costumbres variadas; vgr. Lebrón de Quiñones, que recorrió el área de la antigua Colima, nos dice que en una distancia no mayor de diez leguas encontró hasta diez o doce lenguas diferentes y que existían pueblos en que se hablaban hasta cuatro idiomas distintos.

 

Hasta ahora no hay evidencias conclu­yentes de que los pueblos que encontraron los españoles al tiempo de la conquista fueran descendientes directos de las culturas cuyas obras exponemos a continuación y cuya temporalidad abarca, en términos generales, del año 4.300 a. de C. a 650-  900 d. de C., corres­pondientes a los horizontes preclásico y clá­sico. Por esto, trataremos con culturas anónimas, a las cuales el nombre que se les da es hasta cierto punto arbitrario, pues corres­ponde a las actuales localidades o regiones donde se han encontrado; así tenemos, vgr.: cultura de El Opeño, cultura Chupícuaro, es­tilo Mezcala, cultura nayarita clásica, etc.

 

Características generales de las culturas del preclásico y clásico en el Occidente.

 

Si se compara el Occidente con las demás áreas mesoamericanas: los Valles Centrales, el área del golfo de México, el área oaxaqueña y el área maya, resulta ser, sin lugar a dudas, el pariente pobre. Por ello casi siempre se le define por rasgos negativos: se dice que es una área que carece de arquitectura monumen­tal o que, al menos, sus construcciones son de carácter rudimentario y rara vez fueron cu­biertas con estuco; que en ella no existe una escultura refinada en piedra y que hasta ahora no se han encontrado códices ni evidencias de escritura glífica. Asimismo hay pocas representaciones de las que podríamos llamar deidades, por lo menos en lo que respecta a los tiempos anteriores a la llamada etapa “tolteca”.

 

Por tanto, podemos considerar el Occi­dente como una región marginal de Mesoa­mérica; no queremos decir con esto que carezca de importancia, ya que muchos fenómenos culturales de Mesoamérica pudieron gestarse en territorios del Occidente. Así, en ocasiones el Occidente sirvió de área de ex­pansión para los grupos más avanzados del centro de México, aunque también de él sa­lieron algunas influencias que modificaron en mayor o menor grado otras áreas mesoa­mericanas.

 

En cierta forma, la pobreza relativa del Occidente es explicable por sus condiciones ambientales. Estas debieron de ser un gran obstáculo para el desarrollo de entidades políticas mayores, con una complicada organi­zación política y social. En lo que respecta al período que tratamos, podemos decir que era una vida aldeana la que desarrollaba la mayoría de la gente y que su organización no pasó del cacicazgo.

 

La organización sociopolítica, relativa­mente sencilla, no refrenó bajo normas es­trictas y rígidas al artesano del Occidente, y así el arte de esta región se caracteriza por ser, en general, bastante libre y lleno de frescu­ra y vida; la falta de una organización fuerte de tipo estatal explica, en cierta forma, la caren­cia de arte monumental. El Occidente desta­ca, por el contrario, en las artes menores, sobre todo en el trabajo de la cerámica, y en algunas áreas costeñas en el de la concha, mientras que en Guerrero, con la región de Mezcala como centro, floreció un arte lapida­rio que se prolongó durante centurias.

 

Por último, hay que decir que para muchos el Occidente de México tiene poco de mesoamericano en las etapas culturales an­teriores al posclásico (o período tolteca). Esto quizá tenga su razón de ser en el hecho de que la primera cultura avanzada en México, la olmeca, a la que se ha llamado la "cultura madre" de Mesoamérica, nació en el área de Tabasco-Veracruz, en el golfo de México, a enorme distancia del Occidente, por lo cual pasó mucho tiempo antes de que el área que tratamos recibiera y asimilara plenamen­te los rasgos culturales necesarios para poder catalogarla de lleno en el patrón caracterís­tico de  las culturas mesoamericanas.

 

Las etapas tempranas.

 

Muy pocos hallazgos pertenecen a las etapas precerámicas, pero los que se han he­cho tienden a indicar una gran antigüedad del hombre en el área, ya que se han encontrado asociados a restos fósiles de fauna pleistocénica o en contextos que sugieren una anti­güedad comparable.

 

El primero de ellos se realizó en la cañada Marfil, en el estado de Guanajuato, alre­dedor del año de 1.862, por una comisión científica francesa y consistió en una navaja de sílex trabajada con retoque a presión y de forma lanceolada. Se han hecho otros hallazgos en el área del complejo lacustre San Marcos-Sayula-Zacoalco, consistentes en una lasca de obsidiana entre los restos de un mamut y en dos puntas acanaladas encontradas como material superficial sin ninguna asociación, pero que tipológicamente podrían pertenecer al  complejo Clovis, que se fecha entre 13.000 y 10.000 a. de C. En el caso de pertenecer a ese complejo, estas puntas se­rían la manifestación más sureña del mismo en América. Cerca del lugar de su hallazgo han aparecido también algunas piezas óseas (de mamut y camélido fósil) que, al parecer, presentan huellas  de trabajo humano.

 

Estos hallazgos permiten esperar más, sobre todo en las áreas aledañas y en las pla­yas de los antiguos lagos pleistocénicos, los cuales debieron de haber sido una especie de imán para los cazadores primitivos por la riqueza de la fauna que vivió en sus orillas.

 

Algunos restos precerámicos, aunque no tan antiguos, se han encontrado también en la región de la costa. Así existe en la bahía Matanchén, en Nayarit, un complejo cultural poco definido que se ha fechado entre 3.000 y 1.000 a. de C., atribuible a gente que ex­plotaba los recursos marinos y que a orillas de esteros dejó en las playas abundantes con­chales, en los cuales aparecen gran cantidad de restos de moluscos, algunos de especies de aguas profundas, mezclados con martillos de piedra y pequeñas lascas de obsidiana.

 

Depósitos semejantes a los anteriores también han sido hallados en Puerto Marqués, Guerrero; encima de depósitos que sólo con­tenían conchas de moluscos y utensilios líti­cos se localizó una cerámica muy tosca, a la cual su descubridor (Brush) denominó pox pottery (cerámica viruela), por una serie de vacuolas que presentaba. Esta cerámica es una de las más antiguas de Mesoamérica y se ha fechado por el método del carbono radiac­tivo en 2.440 + 140 a. de C. La cerámica pox es muy similar a la de la fase Purrón de Tehuacán, Puebla, tanto en el acabado como en su cronología, pero, a diferencia de ésta, se ignora qué evolución posterior hubo en la costa de Guerrero a partir de este foco primario de actividad alfarera.

 

El preclásico (1.300 a. de C. – 200 d. de C.)

 

Para una área tan extensa como es el Occidente ha habido pocos hallazgos atribui­bles a esa etapa, durante la cual la gente ya hacía vida sedentaria en pequeñas aldeas, la mayoría con un patrón de poblamiento un tanto disperso y consiguiendo su alimenta­ción de la agricultura, en términos generales. Aquí trataremos primero del problema olmeca en el Occidente, especialmente en el estado de Guerrero, para después describir los materiales del preclásico de toda el área, sobre todo los de El Opeño (Michoacán), Chupí­cuaro (Guanajuato) y los del área del estado de Colima.

 

Los “olmecas” en Guerrero.

 

Desde hace mucho tiempo, numerosos objetos de piedra con evidente traza olmeca han sido encontrados en localidades del esta­do de Guerrero, en especial en la cuenca del Alto Balsas, incluyendo los ríos Atoyac, Amacuzac y Tlapaneco, en lugares tales como Taxco, Naranjo (Cañón de la Mano), Iguala, Mezcala, Tlacotepec, Zumpango, Olinalá, etc. Otros objetos cuya procedencia es menos cier­ta pueden atribuirse a sitios de la llamada Cos­ta Grande, en especial de la región donde se ubican las poblaciones de Petatlán, Coyuquilla, Tecpan y San Jerónimo.

 

Desgraciadamente, el material olmeca de Guerrero carece de un contexto arqueológico, ya que proviene de excavaciones fraudulentas o de hallazgos accidentales, sin que exista asociación con objetos de cerámica, lo que sería de gran utilidad para comprender mejor el problema y poder fechar esta última. La mayoría del material consiste en objetos relativamente pequeños (adornos, amuletos, máscaras, etc.) trabajados en piedras duras (de color verde, verde con manchas blancas y negro); existen utensilios que podemos lla­mar olmecas puros y otros que muestran cierta hibridización con estilos no olmecas, los cuales son los más abundantes.

 

La cerámica olmeca es escasa o nula en Guerrero; tampoco existe arte monumental y todo parece apuntar a una ocupación olmeca más bien escasa, aunque cubrió una área con­siderable. La gran dispersión de los sitios y la poca cantidad de cerámica y de utensi­lios olmecas puros permite suponer que las influencias olmecas fueron llevadas por pe­queños grupos procedentes de la región de Puebla y del valle de Morelos siguiendo los cursos de los ríos Atoyac y Amacuzac. Exis­ten dos alternativas en cuanto a la composi­ción de estos grupos: o bien serían pequeñas colonias olmecas, o bien grupos de comerciantes olmecas de la zona morelense que en­traron en Guerrero buscando materias primas o elaboradas; vgr., piedras duras y productos de tierra caliente.

 

En esta área son de suma importancia dos sitios: Juxtlahuaca y Oxtotitlán, ya que hasta ahora son los únicos que en Mesoamé­rica han proporcionado ejemplares del arte pictórico olmeca. En el primer sitio y ubica­da en la parte más profunda de una caverna se encuentra la representación de dos personajes: uno, pequeño, en posición sedente, que recuerda mucho los relieves en piedra de La Venta, Tabasco; el otro, bastante mayor que el primero, viste una especie de poncho de gran colorido, en el que alternan franjas horizontales de color rojo, negro y amarillo. Se ven también un tigre y una serpiente, que forman una escena aparte, en la que estos ani­males parecen enfrentarse el uno al otro, dan­do la impresión de que ya existía el concepto de considerar a estos animales como representantes de fuerzas o fenómenos antagóni­cos. Las pinturas de Oxtotitlán se encuentran en dos pequeñas cuevas o abrigos cerca del poblado de Chilapa; la pintura principal es un mural policromo de 2,5 por 1,5 m., eje­cutado en rojo, azul y negro, representa a un personaje sentado sobre una  máscara de jaguar. En Oxtotilán, entre otras pinturas menores, hay una muy importante consistente en una cara humana de perfil que muestra ante su boca una vírgula, símbolo del sonido o la palabra; ésta es la representación más temprana de dicho símbolo encontrada hasta ahora en Mesoamérica.

 

Las pinturas de ambos sitios están ínti­mamente emparentadas con los extraordina­rios relieves en piedra de Chalcatzingo, Morelos, y son, junto con una estela recientemente encontrada en San Miguel Amuco, Guerrero, prueba evidente de la presencia física de los olmecas en el área.

 

Las primeras influencias de tipo olmeca en Guerrero, a las que se deben los objetos olmecas puros y las pinturas antes mencionadas, pueden fecharse aproximadamente en­tre 900 y 700 a. de C.; los objetos olmecoides de tipo híbrido se consideran como derivados de esta primera influencia y, por tanto, más re­cientes. Paulatinamente, los rasgos olmecas van desapareciendo de la lapidaria guerreren­se; desde los inicios de la era cristiana es la cultura teotihuacana la que se interesa por las piedras de Guerrero e imprime en ellas su estilo sobrio y geometrizante.

 

Fuera del estado de Guerrero son conta­das las piezas de tipo olmeca que se han en­contrado en otras áreas del Occidente; de he­cho, parece que los olmecas no se extendieron más allá del río Cutzamala, el cual después formará parte de la frontera entre los domi­nios de los mexicas y los tarascos. Por esto muchos investigadores no consideran a Gue­rrero como parte integrante del Occidente, ya que siempre estuvo sujeto a expansiones e influencias de las culturas que se desarrollaron en los Valles Centrales. Así, en el pre­clásico recibe las influencias de la cultura ol­meca; en el clásico, las de Teotihuacán, y en el posclásico, casi todo el estado estuvo bajo el dominio de los mexicas o aztecas. Esto no excluye que hubiera también rasgos propios y culturas netamente locales en Guerrero, de las que destacan en el preclásico las conocidas fi­gurillas del sitio de San Jerónimo, en el área de la costa, las cuales se caracterizan por sus grandes cabezas de igual o mayor tamaño que su cuerpo y profusamente ornamentadas mediante punzonado y pastillaje, así como las figurillas del área de  Xochipala, que ofrecen gran realismo y que algunos consideran em­parentadas con la cultura de Tlatilco. Ya en el clásico, el material más característico está constituido por piezas manufacturadas en piedra del llamado estilo mezcala, que se distinguen por su gran esquematización, ya que el artesano limita al mínimo las líneas necesa­rias para representar el objeto deseado. Son comunes en este estilo las máscaras antropo­morfas, pequeños dijes a los que se ha dado formas animales y humanas, y las maquetas de templos y casas.

 

Michoacán.

 

Al occidente de tos Estados centrales, en el de Michoacán y pequeñas partes de los de México, Guanajuato, Guerrero y Colima, está comprendida la región de los tarascos, que parece haber que­dado en cierto modo aislada de las co­rrientes de pueblos diversos, más o me­nos relacionados con el grupo yutoazteca, que caminaban hacia el centro del país o, en otras ocasiones, del centro hacia la costa. En esta región existen numerosos restos  arquitectónicos y abundantísima cerámica, y en ellos se han hecho ya diversas exploraciones, sobre todo en las regiones lacustres.

 

Los datos más antiguos se refieren concretamente a los monumentos, los cuales se encuentran en la Crónica de Beaumont, en cuyo mapa tercero se reproducen las yácatas, nombre con el que se designan en Michoacán los mo­numentos arqueológicos, colocadas so­bre plataformas y sosteniendo edificios con techo de paja, que dentro de su especial modo de representación coin­cide con la distribución de las que han sido exploradas en Tzintzuntzan.

 

El doctor Nicolás León, en los Ana­les del Museo Michoacano, publicados en 1888, se refiere a esta relación y, con respecto a los monumentos, dice que “al oriente de la población de Tzintzuntzan, cerca del cerro llamado Iguarato, se perciben cimientos sub­terráneos que tendrán de Norte a Sur ciento cincuenta pasos, y de oriente a poniente, cincuenta pasos”; en el centro de estos cimientos hay cinco cerrillos o "cuicillos".

 

Diversas personas hicieron allí ex­ploraciones; entre ellas un clérigo llamado Domingo Reyes Corral, que sacó mucha piedra labrada, aunque los indios taparon las excavaciones. En 1852, el cura don Ignacio Trespeña destruyó completamente una de las yácatas, y Ch.  Hartford excavó en 1886 otro de los edificios, pretendien­do encontrar construcciones interiores.

 

La  parte descubierta, que puede observarse en la fotografía publicada por el doctor León, deja ver parte de tres caras del edificio, una de ellas de planta circular, muy pendientes y esca­lonadas con doce cuerpos como de 1 m. de altura, separados por pasillos que cuando más tendrán 30 cm. La construcción está hecha con lajas de piedra, superpuestas, sin mortero alguno y, por lo que de la parte baja se conserva, es de suponerse que todo el monumento estaba cubierto de piedra labrada. En otro lugar, en una pequeña altura, casi en la extremidad sur del valle de Zamo­ra, a legua y media de esta ciudad y tres cuartos de legua al poniente del si­tio actual del pueblo de Jacona, encon­tró una pequeña eminencia de forma cónica de 5 m. de diámetro en su base, por 3 m. de altura, construida con tierra y piedra, que comunicaba por una es­pecie de plataforma angosta con una pirámide cuadrangular truncada, apro­ximadamente de las mismas dimen­siones.

 

Al hacer una excavación se encontra­ron muros de piedra de torrente, colocada sin argamasa, formando un cua­drado dentro del cono, que estaba lleno de esqueletos; esta cámara se hallaba repleta de piedra y, mezclados entre los huesos y las piedras, había objetos de tarro y cobre. En uno de los ángulos existía una construcción de adobe con restos óseos carboni­zados, objetos de concha y laminitas de oro. En la parte superior de la pirá­mide se encontraron capas superpues­tas de ceniza y tierra quemada. Cerca de este lugar, en un cono semejante, había una tumba con una cámara se­pulcral de piedra, con tres grandes ollas, en parte tapadas con una piedra, llenas de cenizas y fragmentos de hue­sos carbonizados.

 

A tres leguas de este lugar están las ruinas de la antigua ciudad de Jacona, de las que el mismo señor Plancarte presenta un plano en el que aparecen estructuras muy semejantes a las que en las exploraciones recientes se han descubierto  en  Tzintzuntzan,  distin­guiéndose entre ellas las del templo mayor, del que mandó hacer una copia en madera. Además, encontró en Zamora, Tarímbaro, Purépero, Tangancí­cuaro y Copándaro objetos que después figuraron en su colección.

 

Lumholtz (Unknown Mexico, vol. II, 1902) describe una yácata en el pueblo de Paricutín. La construcción estaba formada de piedra sin cemento y afectaba la forma de una T; cada brazo mi­de 4,50 m. de largo por 9,60 m. de an­cho. El brazo del Oeste termina en una construcción circular; todos sus lados están cubiertos por escalones hasta la base y la plataforma de todo el mo­numento mide sólo 1,80 m. de anchura, y de allí a la base hay una altura de 6 m. Estas gradas, que por todos lados lo circundan, dan al monumento espe­cial gracia y simetría. Desde ese lugar se disfruta una hermosa vista, tanto del valle como de las montañas circun­vecinas. El monumento no está aislado, pues lo acompañan otros tres, aunque de menor tamaño.

 

Más de cuarenta años después ce la visita de Lumholtz, nació en este lugar el nuevo volcán, llamado Paricutín, y probablemente las yácatas a que se refiere deben haber desaparecido. En Tin­güimbato, Zirahuén. Ario, San Antonio, Corupo, Coeneo y sus alrededores hay grandes extensiones cubiertas de mo­numentos de esta clase, según indica el doctor León en su obra citada.

 

En tiempos más recientes se em­prendieron algunas exploraciones preliminares, entre ellas las que en 1930 llevaron a cabo el doctor Alfonso Caso y el profesor Eduardo Noguera, por encargo del ingeniero Reygadas Vértiz, jefe entonces de la Dirección de Mo­numentos Arqueológicos.

 

El doctor Caso tuvo a su cuidado la exploración de la región de Zacapu, en tanto que el profesor Noguera trabajaba en los alrededores de Zamora, para reunirse después en Pátzcuaro. EI terre­no escogido por el doctor Caso se llama El Potrero de la Isla, y fue efectiva­mente una isleta en el antiguo lago de Zacapu, situado como un kilómetro al poniente de la actual población. Pre­senta en el centro una pequeña eleva­ción con ligero declive, en la cual se perforaron tres pozos; el primero de ellos no dio resultado; en el segundo, que llegó a una profundidad de 2 m., se hallaron restos de cerámica, huesos humanos y una pequeña vasija com­pleta; en el tercer pozo apareció un esqueleto recostado sobre un piso de pequeñas lajas, adornado con tres cuentas o pendientes de concha, un cajetito de barro negro liso y una especie de tapadera también de barro ne­gro, pero sin pulir, de forma hemisféri­ca, cubierto de pequeños conos, con el asa en forma de animal, y un poco más abajo una cabecita de tipo semejante al de Chupícuaro.

 

Ampliando el segundo pozo, apare­ció otro esqueleto, con tres vasijas de barro negro. Al abrirse otro pozo se dio con una tumba cubierta con grandes lajas, que contenía dos esqueletos muy destruidos y dos vasijas rotas. Este te­rreno tal vez fue un cementerio de los habitantes de Zacapu. En otro potrero, llamado de La Aldea, los pozos perfo­rados no dieron resultado, y sólo cerca de la superficie apareció cerámica rela­tivamente reciente, lo que hizo suponer a Caso que estos terrenos estuvieron cubiertos por las aguas del lago duran­te mucho tiempo.

 

Al noreste de Zacapu hay unos lomeríos cubiertos por lava volcánica, que se conocen con el nombre de Mal País, en donde se encuentra un cuadrángulo limitado por yácatas, cons­truidas de piedra y lodo, de las que la más importante, situada en el lado norte, se conoce con el nombre de Palacio de rey Caltzonzin. En una zanja abierta en la base del montículo oriente se localizaron numerosos cráneos y al­gunos otros huesos, pero en cantidad que no correspondía al número de crá­neos; también apareció una olla con tapadera que contenía dos esqueletos; los cráneos tenían los dientes limados: parece ser un entierro secundario por las dimensiones de la olla.

 

El profesor Noguera, entre tanto, escogió la zona de Zamora y Jacona, en que antes había trabajado el señor Plancarte,. e hizo su primera explora­ción en el cerro de Curutarán, pero las excavaciones realizadas en la parte alta sólo lograron cerámica muy tosca, sin decoración, fragmentos de ollas y cajetes, algunos con slip y un fragmen­to de pipa, por lo que la única conclusión posible fue que parecen pertenecer al tipo general que se encuentra en Michoacán.

 

En las excavaciones que había em­prendido Plancarte en el montículo de Los Gatos, halló cerámica que describe como utensilios varios de cerámica roja y negra. Los dibujos de algunos de ellos son muy sencillos, consistiendo en círculos y semicírculos; la mayor parre de estos utensilios son ca­jetes con tres soportes huecos, provis­tos de pequeñas bolas de piedra o ba­rro, que producen un sonido cuando se les agita; una de las piezas muestra un complicado dibujo en blanco, rojo y ne­gro.

 

Los otros artículos encontrados fueron una pipa de barro, con una figura humana en uno de sus extremos; otro instrumento musical de ónix mexicano; un pequeño ídolo de barro, uno más de ónix de 17,7 cm. de alto, cuyos ojos es­tán hechos con una pasta artificial de color azul; una vasija con una cara hu­mana en relieve en su exterior, también de ónix; tres anzuelos, cuatro agujas, muchas puntas de flechas, cascabeles de todos tamaños, gran número de pe­queños tubos, probablemente cuentas, un sartal de cuentas y otros objetos de cobre, un collar de cuentas de pirita, siete collares, uno de ellos de caracoles y los demás de otra clase de conchas.

 

Noguera ya no encontró piezas en­teras, pero sí numerosos fragmentos, de los que señala que más del cincuen­ta por ciento eran de un barro bien quemado, cubiertos de una pintura rojo-guinda, de excelente pulimento, otras con dibujos blancos sobre fondo rojo, a veces contorneados de negro. Más adelante, en los años de 1937 y 1938, el doctor Caso emprendió exploraciones más formales, en las orillas del lago de Pátzcuaro, en los lugares que parecen tener ruinas de edificios más impor­tantes: Tzintzuntzan e Ihuatzio. Estas exploraciones, en las que colaboraron los señores Acosta y De la Borbolla, continuaron hasta 1941, y sus resul­tados fueron publicados en la Revista Mexicana de Estudios Antropológicos, tomo III, núm. 2, y tomo V, núm. 1, y en los Anales del Museo Michoacano, núm. 4, II Epoca.

 

(Todo este inciso está tomado de I. Marquina, Arquitectura prehis­pánica, págs. 252-254, México, 1964.)

 

El sitio de El Opeño, Michoacán.

 

Quizá sea éste uno de los sitios que des­de fechas muy tempranas marca el inicio de las tradiciones netamente occidentales; el lu­gar cercano a Jacona fue explorado prime­ramente por el profesor Eduardo Noguera en 1.938 y recientemente por el arqueólogo Arturo Oliveros en 1.970, y sus datos han veni­do a complementar en forma importante los del primer investigador.

 

Los hallazgos de El Opeño estriban en una serie de tumbas cavadas en el tepetate, las cuales pertenecen a la llamada tradición de las "tumbas de tiro" que existen en el Occidente de México y en algunas partes de Sudamérica, sobre todo en Ecuador y Colom­bia. Las tumbas de El Opeño constan de un pasillo de acceso excavado en el tepetate y que baja paulatinamente, casi siempre con cuatro escalones; al final del pasillo, que tiene alrededor de 0,75 m. de ancho, hay una aber­tura rectangular con esquinas redondeadas que está tapada por una o varias lajas de piedra que, una vez quitadas, dan acceso a la cámara funeraria propiamente dicha. Esta es de planta algo ovalada y en sus lados norte y sur presenta banquetas o plataformas talladas en el tepetate, donde se dejaban la mayoría de los entierros y sus ofrendas; el techo es abovedado y en él se aprecian las huellas debidas a los cinceles o cuñas con que fue rebajado el tepetate.

 

Todas las evidencias tienden a mostrar que las tumbas fueron usadas en varias oca­siones, es decir, se utilizaron a manera de criptas, en las que se colocaron los restos de individuos muertos en períodos diferentes; hay también evidencias de entierros múlti­ples, o sea del entierro de un personaje más importante en honor del cual fueron sacrifica­dos otros para acompañarle en la otra vida. Los restos óseos indican que algunas perso­nas acostumbraban deformarse el cráneo; el hallazgo de varios huesos humanos mutila­dos sugiere algún proceso mágico posmortem o la posibilidad de ciertos tratamientos cura­tivos (vgr., trepanación), que en el caso de los individuos de las tumbas evidentemente no dio el resultado apetecido. La mayoría de los restos pertenecen a personajes del sexo mas­culino, los cuales fueron recubiertos con pin­tura roja (ocre).

 

Las ofrendas más comunes consistían en vasijas de cerámica, algunas de ellas de si­lueta compuesta o con formas humanas y animales; hay vasijas con decoración en negativo, consistente en motivos geométri­cos en colores rojo sobre café. Se encontra­ron también algunos ornamentos personales, como orejeras y cuentas de colar hechas con piedras verdes, puntas de proyectil de ob­sidiana y algunos objetos utilitarios como morteros y "tejolotes" (mano de almirez para los mismos), hachas y los cinceles antes mencionados. Lo más sobresaliente son las figurillas, modeladas a mano y de las cuales hay varios tipos. En una de las tumbas se encontró un grupo de figurillas tanto feme­ninas como masculinas, estas últimas representando a jugadores de pelota en actitudes dinámicas y provistos de una especie de raqueta; de otra tumba proceden fragmentos de figurillas de barro color crema con un modelado muy fino y tan extraordinario puli­mento que parecen hechas de marfil.

 

En un principio, por algunas piezas con ligera influencia olmeca encontradas en las tumbas, éstas fueron fechadas en 800 a. de C., pero una fecha de carbono radiactivo obteni­da por Oliveros las coloca en 1.500 a. de C., fecha que algunos autores todavía discu­ten, ya que vendría a cambiar la hipótesis de un posible origen sudamericano de las tumbas de tiro, pues en Sudamérica las fechas que se tienen para estas tumbas son más tardías.

 

El complejo Capacha de Colima.

 

La fecha de El Opeño se ve, en parte, confirmada por los hallazgos hechos en Colima por la doctora Isabel Kelly, quien ha encontrado materiales cerámicos que fecha en 1.450 a. de C. y engloba en un complejo al que denomina Capacha.

 

Hasta ahora, la cerámica Capacha procede de ofrendas colocadas en entierros sencillos, es decir, no se han encontrado tumbas de tiro y  bóveda, pero hay semejanzas obvias entre algunas vasijas Capacha y otras de El Opeño, que indican posibles relaciones entre ambos complejos y apoyan la semejanza de las fechas obtenidas.

 

El complejo Capacha se caracteriza por dos formas cerámicas principales: una consiste en vasijas con la parte media constre­ñida y boca amplia de bordes divergentes; la otra son vasijas compuestas formadas por dos recipientes, uno encima del otro e inter­conectados por dos o tres tubos de barro. Existen además tecomates, ollas pequeñas, algunas vasijas efigie y miniaturas; las figu­rillas son poco abundantes y casi siempre están hechas de un barro mal cocido. Por lo general, la decoración de la cerámica consiste en líneas incisas pareadas que delimitan campos triangulares rellenos de punzaduras; también aparecen depresiones mayores hechas, al parecer, con la yema del dedo cuando el barro estaba fresco. La decoración pintada es poco frecuente; casi toda la cerámica es monocroma (café, gris y negro), aunque algunas piezas tienen un baño guinda y unas pocas están pintadas en rojo o guinda sobre crema, con las áreas pintadas delimitadas por incisión.

 

Es más bien en este complejo y en los materiales de El Opeño donde se deben bus­car los orígenes de las tradiciones del Occi­dente de México, más que en las culturas ajenas al área, como son la olmeca o las de los Valles Centrales.

 

La cultura Chupícuaro.

 

El sitio arqueológico de Chupícuaro se localizaba en varias lomas entre las que corrían afluentes del río Lerma (actualmente el sitio ha sido inundado por la presa Solís). Chupícuaro es uno de los sitios arqueológicos del Occidente donde más excavaciones se han llevado a cabo, y la mayoría de ellas descubrieron áreas dedicadas a enterramientos.

 

Por reconocimientos arqueológicos en re­giones más al norte efectuados por la arqueó­loga Beatriz Braniff, así como por excavacio­nes y reconocimientos en los sitios de Que­réndaro y Zinapécuaro y en el área del lago de Cuitzeo, se sabe que la cultura Chupícuaro estaba bastante extendida en las tierras altas de Guanajuato y Michoacán. Sus influencias llegaron, por un lado, al valle de México: Cuicuilco, Cerro del Tepalcate, Ticomán, Cuauhtitlán, y aun el mismo Teotihuacán, en sus etapas tempranas, muestran evidencias de esta influencia; por otra parte, parecen haber bajado hacia la tierra caliente de Mi­choacán y Guerrero, ya que se han encon­trado figurillas tipo Chupícuaro en Coyuca de Catalán y en los alrededores de Huétamo. Es también bastante  factible que los estilos geométricos de Chupícuaro y ciertas formas de vasijas hayan influido y aun iniciado al­gunas de las tradiciones cerámicas de la re­gión norcentral y noroccidental de México.

 

Los hallazgos de entierros en una de las lomas, llamada del Tigre, entre los ríos Ler­ma y Coroneo, fueron sumamente abundan­tes. No existía un patrón fijo en la forma de enterramiento; algunos estaban asociados a tlecuiles o fogones, con lo que sugerían fue­gos ceremoniales en el momento de la inhu­mación; otros estaban delimitados por pie­dras redondas que formaban una especie de cista. Los entierros colocados en decúbito supino tenían ofrendas, mientras que los co­locados en decúbito prono carecían de ellas. Estas variantes pueden indicar ya una diferencia de clases dentro del grupo.

 

En el cementerio de la loma del Tigre se hallaron entierros de cráneos aislados, algunos  de ellos cortados y con perforacio­nes para suspenderse, probablemente usados como cabezas trofeos; otros cráneos con varias vértebras cervicales in situ indican que existía la decapitación. Existen también entie­rros de perros, algunos aislados y otros aso­ciados a restos humanos, lo que indica la posibilidad de que se considerara a este animal como guía del difunto en su tránsito al más allá.

 

Los entierros y sus ofrendas han permi­tido, en parte, reconstruir el modo de vida de los antiguos habitantes de Chupícuaro. Son testimonio de una población numerosa que vivía en casas de bajareque y que apro­vechaba las márgenes de los ríos y orillas de las lagunas para sus cultivos, complementando su economía con la caza y pesca abun­dante en dicho medio. En sitios como Que­réndaro hay restos de bancales; sabemos que molían el maíz en metates y el hallazgo de molcajetes (morteros pequeños) de piedra hace suponer que ya usaban el chile y el jitomate. Utilizaron el hueso para hacer adornos e implementos como agujas, leznas y pun­zones, y con la obsidiana manufacturaron navajas y puntas de proyectil.

 

Las figurillas son muy abundantes en las ofrendas y las podemos dividir en tres estilos principales:

 

Planas, manufacturadas en barro color café, con rasgos y adornos de pastillaje. Estas figurillas tienen tocados muy ela­borados y se las conoce con el poco ro­mántico nombre de figurillas tipo H4.

 

De barro color crema pulido y formas más redondeadas, que se caracterizan por un collar o gargantilla que les cubre todo el cuello.

 

Figuras huecas con decoración policroma y bien pulidas. Estas últimas son más escasas y fueron hechas con una técnica muy similar a la usada en la fábricación de vasijas.

 

A través de las figurillas nos podemos formar una idea de la vestimenta, el adorno y algunas de las costumbres de este grupo. La mayoría representa mujeres (hay figuras mas­culinas, pero en menor número), por lo ge­neral desnudas, aunque en algunas hay indi­cios de una especie de braguero y de cintas; las pelotitas de barro que aparecen sobre los pies de algunas pueden ser representacio­nes esquemáticas de sandalias; mientras que las que se muestran sobre los hombros pue­den simular escarificaciones o cicatrices orna­mentales.

 

Los adornos más comunes son collares, ajorcas, brazaletes y orejeras. Los tocados son elaborados y muy variados; el pelo se lle­vaba partido por la mitad con un fleco sobre la frente y estaba adornado con bandas en trelazadas, a las que se fijaban una serie de ornamentos. En general, los hombres se pin­taban el pelo de blanco, y las mujeres, de rojo.

 

Era una costumbre común pintarse el cuerpo y la cara; los diseños en algunos ca­sos siguen patrones geométricos y se usan el color blanco, el rojo y el negro. Por comparación con grupos primitivos actuales, no deja de ser tentadora la idea de que con la pintura corporal y las cicatrices ornamentales la gente de Chupícuaro hiciera diferencias en cuanto a status social, edad o estado civil, corres­pondiendo un color o diseño especial a cada grupo de acuerdo con su categoría.

 

Los collares eran de cuentas de barro, piedra, posiblemente semillas y concha; el hallazgo de conchas tanto del Pacifico como del Golfo indica ya la existencia de vínculos comerciales con áreas alejadas. Las orejeras son de forma cilíndrica y están hechas de barro, algunas con un extremo cubierto y adornadas con incisiones.

 

Hay figurillas con instrumentos musi­cales que, junto al hallazgo de flautas, oca­rinas, silbatos, huesos estriados (percutores) y sonajas antropomorfas, nos indican que la música ya tenía cierta importancia e iba ligada a los juegos y  ceremonias mágico-religiosas.

 

Abundan también las figuras que exal­tan la maternidad, con representaciones de mujeres embarazadas o con rasgos sexuales exagerados, mujeres cargando niños, niños dentro de cunas, etc. Ignoramos si estas figuras femeninas representan una especie de diosa madre y si se equipara la fertilidad femenina con la de la tierra.

 

Las vasijas de la cultura Chupícuaro son una clara manifestación de su gran dominio de la alfarería. La abundancia de formas no tuvo más limite que el de la imaginación del artesano, por lo que poseemos una variedad asombrosa: tecomates, patojos (vasijas en forma parecida a un pie humano), vasijas trípodes con altas soportes o con soportes mamiformes o antropomorfos (estos últimos son raros). Hay copas con alto soporte pedestal; vasijas con bases anulares, con asas de tipo canasta, con bocas elípticas o rectangulares. Son sumamente comunes las vasijas efigie, tanto zoomorfas como antropomorfas, así como las que recuerdan formas vegetales.

 

En cuanto a su color, las hay monocromas, siendo los colores más frecuentes el negro, el bayo y el rojo. Existen vasijas bicromas en rojo sobre crema y en negro sobre rojo; más abundantes son las policromas, decoradas básicamente en negro y rojo sobre crema. Los motivos decorativos son siempre geométricos y se distribuyen en forma simétrica en la vasija. Los motivos decorativos no son muchos, pero se combinan de tal manera que prácticamente no hay una vasija igual a otra; aun las representaciones humanas y animales siguen el patrón característico, que es geométrico y esquemático.

 

La variabilidad de formas y la depurada técnica de manufactura y decoración permiten suponer que la cultura de Chupícuaro tuvo un largo desarrollo. La mayoría de los autores la sitúa en el preclásico superior, aproximadamente entre 400 a. de C. y 200 d. de C. Nuestra opinión personal, basada sobre todo en la existencia en Queréndaro de algunas vasijas híbridas Chupícuaro-Teotihuacán, es que la historia de la cultura de Chupícuaro es más larga de lo que generalmente se acepta y que la definición de los períodos por los cuales atravesó sólo se logrará con un estudio minucioso de las formas, motivos ornamentales, etc., es decir, haciendo una seriación tipológica de los materiales asociados a en­tierros, ya que hasta ahora no se ha tenido la suerte de encontrar una estratigrafía satisfactoria.

 

En el altiplano michoacano y aun en Guanajuato existen figurillas que, como las de Tarímbaro, Michoacán, se separan  un poco de los estilos de Chupícuaro, pero com­parten al mismo tiempo varios rasgos con ellas. Esto indica la existencia de una serie de culturas emparentadas con la de Chupícuaro y que pueden ser sincrónicas o li­geramente anteriores o posteriores. Un lugar cuya exploración y estudio podrían en parte solucionar este problema es Queréndaro, Michoacán, donde desgraciadamente los saqueos han alcanzado proporciones desastrosas.

 

El "clásico" en Colima, Jalisco y Nayarit

(200 a. de C. – 650-9OO d. de C.)

 

Prácticamente no hay nadie que conozca algo de la arqueología mexicana que al oír el término "arqueología de Occidente" no piense inmediatamente en los objetos y materiales procedentes de los estados de Ja­lisco, Colima y Nayarit y fechables, en su mayoría, entre los inicios de la era cristiana y el siglo VII.

 

De hecho, cada uno de estos estados tiene estilos cerámicos y tradicionales pro­pios, pero, al mismo tiempo, comparte una tradición mayor común que hace creer que sus culturas se desarrollaron partiendo de un tronco u origen común.

 

El vocablo "clásico" lo usamos aquí sólo en el sentido temporal que se le da en Mesoamérica, no en el cultural; pues, como ya hemos dicho antes, la gente del Occidente siguió durante este horizonte viviendo una existencia aldeana y sencilla, sin llegar a constituir estados fuertes como los formados por los teotihuacanos o algunos grupos mayas.

 

El clásico en el Occidente es la gran época de las tumbas de tiro, pero ahora, a diferen­cia de las tumbas de El Opeño, el acceso no se efectúa mediante un pasillo escalonado, sino por un verdadero tiro o pozo vertical que se excava en la tierra hasta determinada profundidad; cuando se llega a un material. apro­piado de mayor consistencia, como tepetate o roca caliza suave, se excava hacia un lado la cámara funeraria, en la que se coloca al muerto y sus ofrendas. Una vez hecho el enterramiento, se tapaba la comunicación entre la cámara y el tiro por medio de losas de piedra, un metate o una gran olla, llenándose el tiro de tierra en seguida, por lo que generalmente no se advierte en superficie huella de la existencia de la tumba. El tiro de las tumbas puede ser de sección rectangular o circular, con medidas que rara vez rebasan el metro y medio; la profundidad de las tum­bas es muy variable, dependiendo tanto de la profundidad a la que se encuentra el material adecuado para labrar la cámara como de la dignidad social de las personas enterradas en ella. La mayoría de las tumbas tienen una profundidad que oscila entre los 2 y los 4 m., pero en esto destaca la tumba de Etzatlán, Jalisco, que tiene 16 m. de hondo y cuya construcción debió de ser una tarea abrumadora, ya que aquella gente carecía de instrumentos de metal. Normalmente, las tumbas tienen una sola cámara funeraria, pero también las hay con dos y tres cámaras. Una variante de las tumbas de tiro son las llamadas tumbas de tipo botella, en las que el tiro o pozo de acceso desemboca directamente encima de la cámara funeraria.

 

La riqueza de las ofrendas varía, depen­diendo tanto del número de personas ente­rradas en la tumba como de su rango; las ofrendas consisten primordialmente en pie­zas de cerámica, entre las que destacan fi­guras huecas de animales, seres humanos y en algunas ocasiones representaciones de frutos; también hay vasijas utilitarias y pe­queñas figurillas macizas, y a veces se pueden encontrar entre aquellas objetos de concha, hueso y piedra.

 

La gran abundancia de tumbas, su agru­pación en cementerios, la riqueza de las ofrendas y el significado de algunas de és­tas que exponemos posteriormente, sugieren que esta gente, más que tener una religión bien formalizada con deidades definidas, contaba con un culto a los antepasados y ve­neraba a sus muertos; sus problemas y re­laciones con el mundo natural y sobrena­tural eran resueltos mediante ceremonias de tipo mágico a cargo de un brujo o shamán ayudado por miembros de la comunidad, que, aparte sus labores cotidianas, fungían en determinadas ocasiones como bailarines, acróbatas, músicos, etc., portando máscaras y otras objetos propios de la parafernalia de tales ocasiones.

 

Teniendo en cuenta lo anterior, pese a la diferencia en tiempo que existe entre estas culturas y las de Capacha y El Opeño, es in­dudable que son las herederas de esta tradi­ción, aunque muestran ya una mayor riqueza y elaboración.

 

Ignoramos cuál sería la arquitectura de estos tres estados, ya que hasta ahora no se han encontrado restos de ella, suponiéndose que estaría formada por materiales perecede­ras como carrizos cubiertos de lodo (baja­reque), petates y hojas de palma. Esto se confirma en parte por el hallazgo en algunas tumbas de modelos de casas, maquetas en las que se aprecia que la mayoría de las casas tenían una sola habitación carente de venta­nas y cubierta con un techo a dos aguas; dentro de tales casas aparecen figurillas realizando actividades cotidianas, como la preparación de la comida, platicando o simplemente en actitud de descanso. Es escaso el número de maquetas que muestran casas más elaboradas, acaso sean casas comunales o una especie de templo; en otras maquetas se representan canchas de juego de pelota, donde, con figurillas, se  muestra una variante de este juego, tan importante en la vida comunitaria de los pueblos mesoamericanos.

 

Respecto a esta aparente carencia de ha­bitaciones en superficie y a la abundancia de tumbas, es de sumo interés citar la opi­nión del eminente historiador del arte mexi­cano Salvador Toscano sobre este fenómeno:

 

"...Nos encontramos frente a una arquitec­tura subterránea, al parecer invisible, en la que el pensamiento indígena concentró su esfuerzo en ahondar la tierra para construir severas cámaras mortuorias en donde esa bárbara e inmanente 'voluntad de vivir' en­contraba su último refugio...".

 

El clásico en Colima.

 

En este pequeño estado mexicano estuvieron en auge durante el clásico muchas tradiciones culturales, de las que prácticamente se conoce muy poco. Las más cono­cidas proceden del centro del estado y son, respectivamente, de acuerdo con su mayor antigüedad, los complejos Ortices y Comala, establecidos por Isabel Kelly.

 

El complejo Ortices parece iniciarse ha­cia el 300-200 a. de C. y, aunque su mate­rial cerámico aparece comúnmente mezclado con materiales de otros complejos, rara vez se le encuentra en superficie; procede predominantemente del subsuelo y se observa como material fragmentado en las tumbas de tiro. Hasta ahora no se ha excavado con orientación arqueológica ninguna tumba que pueda considerarse netamente Ortices; el hallazgo del material Ortices en las tumbas parece indicar que algunas se construyeron durante el complejo de ese nombre, pero que sus materiales fueran removidos y rotos por reocupación de las mismas en la fase Comala.

 

Una de las cerámicas características de este complejo es la llamada Ortices shadow striped (bandas sombreadas), cerámica que tiene un baño obliterado o modificado, al parecer, con una brocha múltiple. Variantes de ella se dan en los complejos posteriores, aun en los de la época posclásica, y pueden ser un antecedente de la que aparece después en sitios de filiación tolteca en El Bajío y aun en Tula. En Ortices esta cerámica de bandas sombreadas tiene sus peculiaridades propias y generalmente se muestra en forma de cuen­cas con el borde color guinda. Otra cerámica peculiar de este complejo es la Ortices poli­croma, que siempre combina los colores rojo, ­guinda y negro sobre crema; no presenta mo­tivos realistas, sino de carácter geométrico, y en algunos casos los pequeños motivos que la decoran recuerdan los que aparecen en una cerámica más o menos contemporánea del estado de Jalisco y perteneciente al llamado complejo Tuxcacuesco.

 

No se sabe con precisión si se fabricaron ya figuras huecas en el complejo Ortices, pero la existencia en algunas colecciones en Colima de figuras pintadas con motivos y colores similares a los usados en las vasijas Ortices hace suponer que esta tradición de elaborar figuras huecas se remonta a ese complejo. Su nombre proviene del de una ranchería llamada los Ortices (en la que la mayoría de sus pobladores se apellidan Ortiz), en una área actualmente árida, pero que debió de tener, de acuerdo con los restos cerámicos y la cantidad de tumbas encontradas, una am­plia densidad demográfica.

 

Al siguiente complejo, el Comala, perte­necen en realidad la mayoría de las figuras huecas que representan animales y perso­nas, así como las vasijas fitomorfas elaboradas con un barro por lo general muy bien pulido y de color rojo; a esta cerámica se le ha dado el nombre de Comala Rojo (aunque excepcionalmente hay piezas en colar café o bayo e incluso en negro).

 

Las cerámicas del complejo Comala son esencialmente monacromas, pero algunas tienen decoración en negativo (negro), apli­cada en diseños en forma de pequeños círcu­los o pájaros sumamente estilizados. Otra técnica de decoración es la incisión con motivos geométricos o la aplicación de pelotillas de barro en el hombro de las vasijas. El modelado es frecuente, y existen vasijas con el cuerpo dividido en gajos y las ya mencionadas que representan seres humanos y ani­males.

 

Aparecen las vasijas trípodes, cuyos soportes son cónicos y algunos representan animales: pericos, pájaros carpinteros, y aun moluscos como caracoles, además de hom­bres. Estos soportes se aplican, por regla general, a vasijas de cuello estrecho (ollas) y no a los cuencos.

 

La mayoría de las figuras huecas (tanto de personas como de animales) tenían una función utilitaria: servir de vasijas, por lo que se las provee de una vertedera, aplicada a la pieza de forma que no rompa su sime­tría; esto no obsta para que algunas piezas carezcan de tal función y sean únicamente esculturas.

 

Entre las figuras humanas tenemos re­presentaciones de hombres y mujeres en ac­titudes las más veces estáticas, aunque las hay también en movimiento.

 

Hay aguadores, cargadores, jorobados, guerreros, personas en actitud de comer o beber, etc., y en menor grado representaciones de seres fantásticos. Por lo general, las figuras son realistas y tratadas en forma sencilla, sin aplicar de­masiados adornos; los rasgos faciales y la vestimenta se hacen por medio de incisiones o por modelado; todas las piezas presentan un excelente pulimento.

 

Las representaciones de animales suelen ser numerosas; el tema más utilizado son perros en diversas posiciones, pero prácti­camente se representa a toda la fauna de la región: patos, loros, felinos, tejones, armadillos, tortugas, camaleones, serpientes, ca­racoles, alacranes, cangrejos y peces.

 

Hay vasijas fitomorfas que semejan ge­neralmente calabazas con el cuerpo dividido en gajos, y otras están decoradas con lo que pueden ser granos o flores modeladas alrededor del diámetro mayor de las vasijas.

 

Las vasijas que no tienen ninguna de las características anteriores suelen ser globulares o de silueta compuesta; las vasijas de paredes rectas o de fondos planos son prácticamente inexistentes.

 

Las figurillas macizas son más variadas y ofrecen más acción que las huecas; a través de ellas conocemos las vestimentas, adornos y algunas costumbres de la antigua Colima. Muchas de ellas son, al mismo tiempo, silbatos y aparte podemos encontrar otra serie de instrumentos musicales tales como flautas sencillas y dobles, ocarinas, caracoles usa­dos como trompetas (tanto los caracoles marinos como réplicas de ellos hechas en barro), etc.; por otro lado, encontramos no directamente, pero sí representados en aso­ciación con figurillas, instrumentos tales como tambores (tanto verticales como gran­des tambores horizontales, los cuales son tocados por un músico que se monta a horca­jadas sobre ellos), sonajas, raspadores, carapachos de tortuga, etc.

 

La prenda femenina por excelencia es el enredo y la masculina un taparrabos espe­cial, ancho por delante y angosto por detrás, sostenido en muchos casos por un cinturón cuyas borlas caen al frente o a los lados. La desnudez en ambos sexos es también fre­cuente y las figurillas de este tipo presentan muchas veces datos que atestiguan el uso de la pintura corporal y posiblemente de la escarificación. Rara vez lleva la mujer el pecho cubierto y muchas figurillas femeninas y masculinas muestran una especie de capita, pero personalmente nos inclinamos a creer que no es tal, sino la representación de un morral o bolsa, ya que no cubre la espalda y siempre cuelga de un hombro hacia el lado opuesto. Las adornos más frecuentes son co­llares, brazaletes, orejeras y pectorales o pen­dientes; son raras las representaciones con adornos nasales y en esta fase temprana no hay bezotes. Los adornos se hacían especialmente de concha y barro, pues las piedras du­ras fueron usadas en reducido número.

 

Los tocados eran variados y complica­dos, afectando casi siempre la forma de tur­bantes hechos con cintas cruzadas; en algu­nas figuras de guerreros, estas cintas no sólo cubren la parte superior de la cabeza, sino también las sienes y el cuello para brindar cierta protección defensiva. En ocasiones hay representaciones de cascos, tocados zoomor­fos, etc.; el pelo se lleva de diversas formas: en una o varias trenzas, rapado parcial, etc. Entre las armas de las figurillas que re­presentan guerreros tenemos: hondas, porras o macanas, grandes escudos rectangulares y en ocasiones pequeños objetos que pueden interpretarse como simples piedras.

 

Hay representaciones de señores en asientos cubiertos por un dosel o llevados en literas mediante cuatro porteadores. Muje­res en actividades de la vida diaria: moliendo con el metate, cuidando niños, con jarros al hombro como si fueran por agua; cargado­res, aguadores, acróbatas, guerreros, músicos, shamanes, etc. Son bastante frecuentes las representaciones de escenas con varias figurillas sobre una plancha común de barro que les sirve de base; entre estas escenas tenemos figurillas en actitud de danza en que se alternan hombres y mujeres formando un círculo y dejando el espacio interior para los músicos; también existen escenas de aldea, pero no son frecuentes. Otro tipo de figurillas que aparecen con cierta frecuen­cia es el de individuos, principalmente muje­res, acostados sobre una tarima de barro y sujetos a ella por medio de bandas, lo que se ha interpretado de diversas formas: par­turientas, enfermos, cautivos o difuntos.

 

Todas las figuras y figurillas están trata­das de forma sencilla, aunque en cierta manera son ingenuas y simplistas; este hecho, aunado a que se representan normalmente seres hu­manos en actividades diarias, ha favorecido la opinión de muchos investigadores e his­toriadores del arte, que lo han llamado arte anecdótico. Pese a esto, no se debe descartar la existencia de cierto simbolismo en las piezas; al respecto, Furst (1965) ha tratado de demostrar la existencia del shamanismo en las culturas clásicas del Occidente, sobre todo a través de las representaciones de los lla­mados "guerreros", que llevan uno o varios cuernos en la cabeza y miran hacia la izquier­da. Los cuernos están, según ese autor, relacionados con los símbolos del poder del shamán, que, armado, espera el ataque de las fuerzas maléficas que se aproximan por la izquierda. Estas investigaciones no niegan el carácter anecdótico de las piezas de Colima, pero si indican la necesidad de intentar ver en ellas elementos más complejos del pensamiento prehispánico.

 

Prácticamente no existen piezas que puedan interpretarse como deidades, excepto unas cuantas esculturas de piedra que se han atribuido, con alguna base, a la época clásica, las cuales parecen representar al viejo dios del fuego, Huehuetéotl, y proceden de los alrededores del volcán de Colima.

 

Un tipo de representación fantástica que posiblemente se identifique con una deidad son una especie de incensarios formados por dos figuras humanas, entre las cuales está el recipiente, y que tienen una asa de cerámica con aspecto serpentino. Algunos autores las relacionan con Tláloc, pero no hay bases fir­mes para esto. Se reafirma la posibilidad de que representen una deidad debido a que aparecen frecuentemente y siempre con los mismos atributos.

 

El siguiente complejo es el Colima y en él las características principales de los complejos anteriores desaparecen o se modifican en gran manera, iniciándose con esto la mesoamericanización del área y el fin de la época clásica en Colima.

 

El clásico en Jalisco.

 

Para Jalisco no se tienen tantos enjui­ciamientos como para Colima, excepto para la región de Autlán-Tuxcacuesco, que, en realidad, forma más bien parte de la tradición colimota. Los materiales del llamado com­plejo Tuxcacuesco, en especial las figurillas, son muy parecidos a los del complejo Comala y las figurillas huecas son más sencillas. Aquí no se han encontrado tumbas de tiro y la ce­rámica más característica está decorada con un esgrafiado muy fino.

 

Las figuras que se han considerado tra­dicionalmente como representativas de las figuras huecas de Jalisco son las pertenecien­tes al llamado estilo Ameca-Zacoalco, las cuales están elaboradas en un barro blanco o cremoso y presentan, por lo general, un buen pulimento; las caras son  extremadamente largas, tienen la nariz delgada y prominente, los ojos están formados por una esfera de barro que representa el globo ocular y tienen bien modelados los labios, indicándose oca­sionalmente los dientes en forma bastante realista. El tocado más común son dos bandas cruzadas sobre la parte superior de la cabeza; en algunas de ellas existe una ornamenta­ción a base de pelotillas de barro; hay tam­bién figuras femeninas que presentar dibujos geométricos (espirales) en rojo o negro sobre los pechos, algunas de ellas también con un baño rojo parcial. La mayoría de estas figuras proceden del área de la cuenca del río Ameca y lugares aledaños, pero algunas reba­san esos límites.

 

Un tipo relacionado con este estilo aparece en sitios del lago de Chapala, pero las figuras son sumamente toscas y macizas la mayoría. Del norte del área de Ameca procede otro estilo característico de Jalisco, evidentemente emparentado con el estilo Ameca-Zacoalco, pero con rasgos peculia­res que permiten fácilmente diferenciarlo del anterior, un tipo de figuras cuya mayoría fue encontrada en los alrededores del poblado de Antonio Escobedo. Las figuras fueron también realizadas en barro color crema, aunque las hay en rojo, y son bastante comu­nes las bicromas en rojo sobre crema, así como también las policromas. Las caras son alargadas y la nariz similar a las de Ameca-Zacoalco, aunque la diferencia primordial estriba en que la boca y los ojos se hacen por medio de una punzadura, que les da un aspecto de rectángulo reducido, y en los adornos especiales que llevan en las orejas, los cuales les cuelgan casi hasta los hombros.

 

Otro estilo recientemente descubierto en la frontera de Jalisco con el estado de Zacatecas ha recibido el nombre de "figuras cornudas" por los peculiares adornos que llevan las masculinas. Todas las piezas pre­sentan una decoración policroma y están al mismo tiempo adornadas con la técnica en negativo. Los motivos pintados muestran ya cierta relación con las tradiciones del norte de México; estas figuras han sido fechadas mediante. el carbono radiactivo hacia el año 300 d. de C.

 

En Jalisco también hay figurillas maci­zas que, al igual que las huecas, casi siempre presentan un baño rojo sobre el barro color crema con que están elaboradas. El arte jalis­ciense del clásico, a diferencia del de Colima, carece casi siempre de figuras en movi­miento, es más hierático y la temática mucho menos variada; por ejemplo, casi no hay fi­guras zoomorfas.

 

Para ejemplarizar la riqueza de las tumbas de Occidente, describiremos brevemente el contenido de una tumba encontrada en San Sebastián, Jalisco, de la cual conocemos su contenido a pesar de haber sido exca­vada por saqueadores: las ofrendas consis­tían en 17 figuras antropomorfas policromas de 27 a 52 cm. de altura, 40 platos y cuencos policromos y varias cajas de cerámica, así como adornos de obsidiana y concha y va­rios caracoles (usados como trompetas); los restos óseos correspondían a unos 12 es­queletos. En esta tumba se analizaron por el C 14 tres caracoles y las datas resultantes fueron las siguientes: 2.090 + 100 2.230 + 100 y 1.710 + 80 antes del presente. La dis­crepancia en las fechas es bastante considerable, lo cual puede deberse a que las dos primeras fueron obtenidas de caracoles que sorprendentemente proceden del mar Caribe, y lo temprano de las fechas puede, en parte, involucrar el tiempo que tardaron dichos es­pecímenes en llegar al Occidente por comer­cio; por esto la fecha que se considera más válida para la tumba corresponde a la con­seguida de un caracol del Pacífico, o sea local, data que coloca a esta tumba en el año 254 + 80 d. de C.

 

El clásico en Nayarit.

 

Las piezas del arte cerámico nayarita se distinguen especialmente por su rica poli­cromía y por los adornos característicos, consistentes en aretes múltiples que lucen muchas de sus figuras. Es también común en Nayarit durante el clásico la costumbre de perforarse el septum de la nariz para colocarse uno o varios aros.

 

Hay numerosas variantes regionales, pero destacan dos estilos: el llamado "chi­nesco" y el formado por las figuras tipo Ixtlán. El más antiguo es el primero, y los más hermosos ejemplares conocidos proceden del área de Tequilita, que se han fechado en el siglo II de nuestra era.

 

La cabeza y el tronco de las figuras chi­nescas, así llamadas por ciertos rasgos orien­tales que presentan, tienen un tratamiento bastante realista en sus caracteres anatómicos, pero la proporción se pierde cuando se modelan las extremidades. Hay que resaltar el hecho de que ya desde fechas tan tempra­nas se tuviera una técnica tan desarrollada, tanto en el aspecto artístico de su modelado como en la manera de resolver las dificultades inherentes a la cocción de piezas de arcilla de gran tamaño, pues hay esculturas del tipo chinesco que alcanzan 80 cm. de al­tura. Hay figurillas macizas de estilo chinesco y es probable que algunas del estado más norteño de Sinaloa se hayan inspirado en ellas, ya que presentan rasgos similares.

 

Las figuras huecas más abundantes en Nayarit son las del tipo Ixtlán, nombre que no sólo implica que fueron encontradas en áreas cercanas al importante sitio arqueoló­gico de ese nombre, ya que son comunes en la mayoría del estado. Estas piezas están he­chas con barro de color rojizo y anaranjado al que se le aplica una decoración policroma (blanco, negro y amarillo), mediante la cual se indican tanto los rasgos faciales como los detalles de vestimenta y adorno; quizá por esto el modelado no sea tan fino como en las figuras de Jalisco y Colima, ya que buena cantidad de detalles se afinan y destacan por medio de la pintura. Las figuras Ixtlán tienen una altura media de 30 a 40 cm. y, al igual que las figuras huecas de Jalisco, nunca fueron usadas como vasijas (lo que sí sucede en Colima). Las aberturas que presentan casi siempre en lo alto de la cabeza no deben interpretarse como vertederas, sino como parte de un procedimiento para la buena cochura de las piezas; además el barro con que están hechas es muy poroso y no hubiera sido ca­paz de retener ningún líquido.

 

Muchas de las figuras están tratadas en forma caricaturesca, con las extremidades toscas y fuera de proporción; al artesano le interesaba, más  que tratar de conseguir el realismo anatómico, dar énfasis a la actitud o realzar ciertos aspectos del carácter de la persona representada.

 

En este estilo son frecuentes las representaciones de parejas (hombre y mujer), así como las esculturas que muestran a seres en­fermos o con ciertas deformaciones físicas; no sería de extrañar que estas últimas hayan sido usadas en curaciones por magia simpá­tica o por considerar a dichos seres con pode­res especiales. Algunas de estas esculturas evidencian que la gente escogía diseños com­plicados para la pintura facial Y que otros se mutilaban haciéndose cortes verticales en los labios  y un tipo de cicatrices ornamentales en el pecho, hombros y espalda.

 

Las figuras macizas son pequeñas y muestran todos sus rasgos faciales y vesti­menta indicados por medio de pintura. Son más abundantes que en Jalisco y Colima las maquetas con las que representan casas, templos y canchas del juego de pelota, maque­tas que no están “deshabitadas”, pues siem­pre aparecen en ellas gran cantidad de figu­rillas realizando actividades de tipo cotidiano, ceremonias o juegos.

 

La cerámica doméstica y la funeraria sin forma especial, es decir, las vasijas o reci­pientes, son menos conocidas y no tan apre­ciadas por los coleccionistas como las escul­turas; sin embargo, hay vasijas de formas muy elegantes decoradas tanto por medio de color como por esgrafiado o protuberancias modeladas, así como de formas más senci­llas y netamente utilitaria. La decoración pin­tada siempre es geométrica y hay piezas policromas en negro, rojo, amarillo y blanco; bicromas en rojo sobre color café, negro sobre rojo, etc.; las formas más comunes son teco­mates, cuencos, platos, botellones, vasijas de silueta compuesta, etc.

 

Una figura muy frecuente en Nayarit  es la del guerrero, cuya característica militar es innegable, lo que no sucede con sus pa­rientes de Jalisco y Colima, los cuales, si bien en forma errónea y a menudo, aparecen en los libros de arte catalogados como juga­dores de pelota.

 

Los guerreros de Nayarit cubren su cabeza con un casco provisto de cuernos, visten una especie de armadura o peto protector acol­chado y la parte inferior del cuerpo ya des­nuda, sin ninguna protección. Todos ellos llevan en sus manos una porra o macana, que puede ser lisa, pero que comúnmente tiene protuberancias que la hacen una arma más efectiva y contundente. Hay guerreros que llevan escudos, pero cuando esto sucede van generalmente sin peto.

 

El fin de las culturas clásicas en el Occidente.

 

Tras el paso de largas centurias es evi­dente la existencia de una tradición más o menos continua en el Occidente, que va desde Capacha y El Opeño (1500-1450 a. de C.) hasta la fase Comala y otras culturas clá­sicas de Jalisco, Colima y Nayarit, las cua­les, en términos generales, acaban hacia el año 600 d. de C. (es posible que en algunos sitios se prolonguen hasta el 900). Después acaece un cambio drástico y, al parecer, general y repentino: dejan de construirse las tumbas de tiro y las extraordinarias figuras huecas en cerámica; el Occidente empieza a mesoamericanizarse y sus utensilios resultan más prácticos y más bien para los vivos que para los muertos. No sabemos exactamente a qué se debe ese cambio, aun­que lo más probable es que grupos nuevos de filiación nahua entraron en la región, entre ellos grupos de tradición "tolteca". Para resolverlo es necesario intensificar más los es­tudios y las exploraciones en dicha área, ya que es un problema por demás interesante; sin embargo, no puede uno dejar de lamentar que el arte clásico del Occidente, que, para­dójicamente, tan lleno de vida fue hecho para honrar a los muertos, desaparezca al iniciarse el horizonte posclásico.

 

Bibliografía.

 

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Wauchope, R. Handbook of Middle American Indians, vol. 11: “Archaeology of Northern Mesoamerica”, part 2, University of Texas Press, Austin, 1971.

 

10.            Teotihuacan.

Por: Ignacio Bernal

 

Preliminares.

 

El gran valle de México forma en su ex­tremo noreste otro secundario, con una extensión aproximada de 600 km2, es decir, menos de la décima parte del área ocupada por el de México: es el llamado valle de Teotihuacán. Lo recorre el río San Juan, que constituye su drenaje principal y desemboca en el lago de Texcoco. Está situado precisamente en el camino más fácil entre los valles de México y Puebla, hecho que, como veremos más tarde, le proporcionó una importante posición geo­política. Aunque menos denudado que ahora, la profundidad de las tierras agrícolas nunca fue grande. Hay, en cambio, numerosos ma­nantiales, además de las aguas estacionales de lluvia que fluyen de las barrancas.

 

En este ambiente natural, a una altura de más de 2.200 m. sobre el nivel del mar, se inicia, a partir del siglo II a. de C., la cultura más importante en el área central del antiguo Mé­xico. La historia teotihuacana está centrada en su ciudad capital, si bien su influencia y extensión territorial llegan mucho más lejos.

 

Hasta hace poco se consideraba que la ciudad iniciaba su glorioso camino en la épo­ca llamada Teotihuacán I. Pero estudios re­cientes han demostrado que entre los años 600 y 200 a. de C. ya hubo grupos de habi­tantes en el área que después ocupará la ciu­dad. Ese período de tiempo ha sido dividido en dos fases: Cuanalan y Patlachique, muy distintas entre sí.

 

Por supuesto que con anterioridad ya ha­bía pequeñas aldeas, pero al fin de la fase que llamamos Cuanalan, de acuerdo con el nom­bre del sitio epónimo, es evidente que dentro de la superficie de la futura ciudad se habían formado aldeas aisladas, cuyos habitantes probablemente no pasarían de unos mil indi­viduos. Todo el valle de Teotihuacán tal vez no contaba con más de unos seis o siete mil. Eran aldeas de agricultores, muy sencillas y sin planificación previa. Recordemos que en tiempos prehispánicos el lago de Texcoco llegaba casi hasta el límite del valle de Teoti­huacán, lo que daba acceso directo a los pro­ductos acuáticos que, entonces y a todo lo largo de la historia indígena del gran valle de México, fueron una base relativamente impor­tante de alimentación. La agricultura sería similar a la que en esa época se practicaba en Tehuacán por ejemplo, por lo que las posi­bilidades de aumento demográfico seguirían siendo restringidas.

 

Pero hay indicios de que los habitantes de una de esas aldeas empezaron desde enton­ces a especializarse en la producción de im­plementos de obsidiana. La cercanía de las minas permitía el control, cuando menos parcial, de ellas. Ello nos sugiere que sea ésta una de las causas del ascenso, al principio sólo económico, más tarde general, de la aún inexistente cultura teotihuacana.

 

Por supuesto que estas aldeas del valle de Teotihuacán no eran las únicas; muchos otros puntos del valle de México habían logra­do avances. Cuicuilco, en particular, no apa­rece como una aldea de agricultores, sino que había erigido numerosos templos y era la zona ceremonial más importante del valle. Es decir, que estos prototeotihuacanos, de quienes nos estamos ocupando, no partieron de la nada ni vivían aislados.

 

Hacia el fin del período Cuanalan, Cui­cuilco estaba desapareciendo o había muerto totalmente. Aunque sabemos tan poco de Cuicuilco, cubierto por la lava que arrojó el Xitle, no se presume que haya sido el modelo o el origen de Teotihuacán, ya que entre am­bos puntos las diferencias son numerosas. No resulta muy clara la teoría de que algunos de los habitantes de Cuicuilco, huyendo de la erupción, se hubieran refugiado en Teotihua­cán, llevando con ellos una más adelantada arquitectura y todo el complejo ceremonial que habían iniciado los olmecas. Pero es se­guro que Teotihuacán hereda cuando menos al viejo dios del fuego. Son más bien los pro­pios teotihuacanos quienes van formando su arquitectura, aunque no debe extrañar que hubiera algunas influencias llegadas de otros lugares, tal vez lejanos, como Veracruz o el valle de Oaxaca, de donde pudieron también tomar la idea de orientación que prevalecería más tarde.

 

El verdadero principio de Teotihuacán se produce en la fase siguiente: Patlachique, que debería llamarse Teotihuacán I si se hu­biera descubierto antes del bautismo de los períodos, bautismo ya antiguo y que ahora no corresponde a la realidad.

 

Llámesela como se quiera, es entonces cuando ocurren las grandes transformaciones y Teotihuacán se convierte en un pueblo grande, con más de 6 km2 de extensión, al unirse las antiguas aldeas. La parte más ex­tensa y ocupada corresponde al cuadrante noroeste de la ciudad actual, lo que no quiere decir que, incluso en esta sección, fuera la ciudad compacta que sería después. Más bien se trata de grupos de pequeños edificios separados entre sí por terrenos inocupados. Hay indicios de que las casas ya tenían cimientos de piedra, aunque los muros y techos fueran de materiales tales que no han dejado huellas. Por primera vez en Teotihuacán te­nemos evidencias que sugieren la existencia de edificios públicos con muros de piedra y suelos de tierra compacta. La idea de templo es una novedad en Teotihuacán, si bien en nada pueden compararse los templos a las realizaciones futuras; sin embargo, algunos de ellos estaban en el centro del área que más tarde sería convertida en la larga avenida que llamamos: calle de los Muertos. Por tan­to, desde entonces empezaría a considerarse como lugar sagrado. Su orientación es dife­rente a la que prevalecería en el futuro, pero ya presenta el concepto de una orientación ceremonial y hereditaria.

 

La población de Teotihuacán en esta época parece haber ascendido a unas 10.000 personas. Millon sugiere, de acuerdo con la divi­sión en pequeños grupos que encontró en esa época, que pueden haber sido unidades tri­bales; aún no podemos hablar de un estado. Desgraciadamente, es muy difícil encontrar más edificios o conjuntos de esta fase, ya que fueron destruidos o cubiertos por monumen­tos posteriores.

 

Se han descubierto por lo menos cuatro talleres de obsidiana que probablemente se inician en esa época; se especializaban en producir puntas y cuchillos tallados por percusión. Tal vez ello fue el primer impulso que lanzó a Teotihuacán a un camino comercial que habría de ser cada vez más importante, dando a la futura ciudad un principio de in­ternacionalización, tan evidente en épocas posteriores.

 

Teotihuacán I.

 

La fase siguiente, que llamamos tradicio­nalmente Teotihuacán I, aunque ya se menciono lo incorrecto de esta numeración, ocupa apro­ximadamente los dos siglos anteriores a la era cristiana. Durante ella, la ciudad ya po­demos empezar a llamarla así aumentó enor­memente tanto en extensión como en pobla­ción. Tal vez llegó a los 50.000 habitantes, ubicados en su mayor parte en la región norte y oeste, pero con densidades muy variables. Durante ese tiempo otros pueblos del valle parece que disminuyen de población, porque sus habitantes se mudan a Teotihuacán, que ya ofrece mayores atractivos.

 

Todo esto es motivo de una gran acti­vidad constructiva, gracias a la cual la calle de los Muertos queda trazada en su parte norte. Posiblemente se inician también las ave­nidas Este y Oeste. Es decir, que ya la ciudad está adquiriendo su forma definitiva en cuan­to a sus grandes ejes, con un plan cruciforme y la división en cuadrantes. Queda establecida también la orientación definitiva norte-sur, con una desviación de 15' 30" al este de norte. Aun con 23' de diferencia, esta orien­tación norte-sur no deja de recordar la de la ciudad planificada más antigua de Mesoamé­rica, La Venta (8' al oeste de norte), y de su­gerir, no una imitación directa teotihuacana, pero si que esa idea general de orientación formaba ya parte de la cultura indígena.

 

Lo más sorprendente es que durante esa época los teotihuacanos -ya podemos lla­marlos así- construyeron en gran parte los dos edificios más colosales de su ciudad: la pirámide del Sol, que fue ampliada dos veces y llegó entonces a su altura actual, y el edificio interior de la pirámide de la Luna. Los nombres son más bien tradicionales y no sabemos a ciencia cierta a qué divinidad estuvieron dedicadas. Sin embargo, es posible que sea verdadera cuando menos la atribución al Sol de la pirámide mayor, pues está orien­tada hacia poniente y señala con bastante aproximación la dirección del ocaso el día del paso del Sol por el cenit.

 

En el mundo mesoamericano numerosos edificios religiosos están orientados hacia el este o el oeste, direcciones claramente rela­cionadas con el curso del Sol. Era forma no sólo de venerarlo, sino también de alentarlo en su carrera, impidiendo que durante la no­che lo devoraran los tigres de las tinieblas.

 

La inmensa pirámide, de base casi cua­drada (222 por 225 m.), está formada por cuatro cuerpos inclinados con una altura total un poco superior a 63 m. Esto es como la vemos hoy, cuando ha perdido el templo que la coro­naba y después de sufrir dos mil años de embates del hombre y de la naturaleza. Resul­ta importante notar que está formada exclu­sivamente por enormes taludes superpuestos que no terminan en un tablero, idea arqui­tectónica que nació en época posterior. Los ta­ludes están separados por un pasillo generalmente estrecho. Hay otra construcción mas antigua, casi del mismo tamaño, encerrada en su interior. Ambas pertenecen a esta época I. Parece increíble que en aquella época los diri­gentes de la ciudad pudieran movilizar la enorme fuerza de trabajo que estas construc­ciones representan, pero no cabe duda que pertenecen a esa época.

 

La pirámide está construida casi por com­pleto de barro; el exterior, revestido de pie­dra simplemente cortada pero no pulida. Es, por tanto, bien diferente del espléndido traba­jo lítico de los edificios posteriores. El edificio interior de la pirámide de la Luna, hoy no visible, es de un tipo similar, aunque en esca­la menor.

 

Como dijimos, ha desaparecido el templo superior de la pirámide del Sol. Sólo sabemos que todavía en el siglo XVI mostraba en lo alto un enorme ídolo de piedra "de tres brazas de largo" que fue hecho pedazos por or­den del obispo Zumárraga. No se han encon­trado los fragmentos. Si aparecen las alfardas bien anchas que limitan las escaleras del lado de poniente, lo que evidencia que ésta era la parte delantera del monumento. A diferencia de lo que ocurre en general, y pro­bablemente por la gran altura, estas escaleras no forman un solo tramo, sino que se inte­rrumpen a ciertos niveles en el pequeño pasillo que divide los cuerpos escalonados.

 

La parte delantera de la pirámide no da directamente a la calle de los Muertos, sino a una gran plaza rodeada de otros edificios que, como pueden verse ahora, pertenecen a épocas posteriores. Con todo, es evidente que la planificación general corresponde a esta primera época.

 

Por una vieja costumbre inadecuada lla­mamos pirámides a este tipo de edificios. En realidad, y a diferencia de las egipcias, no son verdaderas pirámides, sino conos truncados, ya que no terminan en punta. Hay en lo alto una área plana donde estaba colocado el templo del dios correspondiente. Así, su objetivo principal es el de elevar el santuario, colocándolo por encima del hormiguero hu­mano. La idea de que sirvan para recubrir alguna tumba importante suele ocurrir en ocasiones, pero no es la principal.

 

Conocemos también unos veintitrés com­plejos de templos que corresponden a esta época. Cada uno de estos complejos está for­mado por tres templos que cierran otros tantos lados de un patio. Una plataforma baja limita a veces el cuarto lado. Tal distribución y asociación parecen originarse ya desde antes de esta época, pero sólo ahora es frecuente. Será característica de Mesoamérica y la encontraremos en muchas áreas y duran­te muchos siglos. Por supuesto que estos complejos en Teotihuacán son de tamaño muy inferior al de las pirámides principales, pero, como muchos de ellos están ubicados a lo largo de la calle de los Muertos, demues­tran que ésta ya había sido planeada y en parte construida cuando menos en su parte norte en aquellas épocas.

 

Tal hecho va unido a ciertos avances en la economía y a cambios considerables en la organización social, que expondremos al tratar de la próxima época. La producción antigua debe haber resultado raquítica para el número creciente de habitantes, crecimiento que, a su vez, no se hubiera logrado sin po­seer mayores recursos. Es posible que desde Teotihuacán I se inciaran ciertos proyectos de irrigación y se cultivaran nuevas tierras. Pero el aspecto que parece desarrollarse más aprisa es el de la producción de manufacturas y el comercio como consecuencia de ello. Aparentemente no bastaban las minas de obsidiana locales o tal vez se deseaba variar de material; así, Teotihuacán empezó a im­portar la obsidiana verde en contraste con la gris local, que se encuentra en la región del cerro de las Navajas, en Hidalgo. Ello no sólo habría de permitir a Teotihuacán el monopolio casi absoluto de este producto, sino que más tarde tendría importantes consecuen­cias políticas. Ciertas evidencias, aunque tenues, de importaciones de otros productos implican un comercio local y también merca­deres que inician intercambios a mayores dis­tancias. En este aspecto se basa la gran difu­sión posterior. Desde entonces alcanza alguna importancia el mercado local, centro y foco, junto con el templo, de las ciudades de Meso­américa.

 

Todo indica una atracción que, a partir de ese tiempo, ofrece Teotihuacán tanto a los pueblos cercanos como a los más lejanos, basada tanto en el comercio como en la religión. La grandiosidad de sus principales pi­rámides y los numerosos templos evidencian un gran aumento del prestigio religioso de la ciudad, que se está convirtiendo en ciudad santa y centro predilecto de peregrinaciones.

 

Creemos que la gran actividad y la expansión, cada vez mayores en varios cam­pos del desarrollo humano, no pueden compa­ginarse fácilmente con una organización tri­bal en la que todos los hombres son más o menos iguales. Opinamos que cuando me­nos ya está presente el inicio de un estado que habrá de dominar a la tribu, con cla­ses sociales diferenciadas y actividades pro­fesionales, de tal manera que no todos los hombres se ocupen en todos los menesteres.

 

Teotihuacán II.

 

El cambio social y político es más claro en el período siguiente Teotihuacán II, que perdura hasta el año 350 d. de C. Entonces no sólo podemos pensar en un estado teotihuacano, sino en uno francamente impe­rialista que se está lanzando a una serie de conquistas o de incursiones comerciales, que habrían de llevarlo a lugares lejanos. En Be­lice se han encontrado objetos de obsidiana y figurillas teotihuacanas. Evidentes influen­cias son patentes en el valle de Oaxaca, en Veracruz y hasta en Kaminaljuyú, en el Alti­plano de Guatemala. Pero también llegan ideas y estilos de fuera. De aquí que podamos hablar de un imperio, ya que se extiende sobre pueblos diferentes subyugados por conquista o atraídos por el comercio y el prestigio cada vez mayores de la gran ciudad.

 

Se supone que durante la fase Teotihua­cán II se formó el área metropolitana que abarca el valle de México además del de Pue­bla. Desde entonces es evidente que quien quiera dominar a Mesoamérica tendrá que te­ner pleno dominio sobre los dos valles, lección que olvidaron, o no pudieron llevar a cabo, los toltecas, y que los mexicas empezaban a lograr en el momento de la conquista es­pañola. Además Teotihuacán, probablemente por el comercio de obsidiana, también contro­laba una parte del actual estado de Hidalgo, con lo que completaba esa zona, en la cual du­rante las dos épocas de grandeza (ésta y la que seguirá) no se advierten rasgos que no pertenezcan a la cultura teotihuacana o no sean un claro producto local de la misma.

 

Teotihuacán es una gran ciudad con una superficie que llegó a ser de 20 km2; pero no lo es tanto por la expansión territorial, cuan­to por la mayor concentración de construcciones. La ciudad queda totalmente planifica­da en sus grandes líneas. En esa época cons­truye lo que aparentemente fue su centro político y comercial, el Gran Conjunto, difícil­mente visible hoy día al visitante, y que está constituido por el templo de Quetzalcóatl, lo que parece fue el palacio y el enorme cua­drángulo frente a él, al otro lado de la calle de los Muertos, que sería tal vez el mercado de la ciudad y seguramente un poderoso mo­tivo de atracción. Quedan bien establecidas las avenidas Este y Oeste y se prolonga en 3 km. más hacia el sur la calle de los Muer­tos. Con ello no sólo adquirió la ciudad un ca­rácter más monumental, sino que la extensión total de la avenida cortó por completo el paso entre los valles de Puebla y México por el ca­mino más fácil. Al dominar el paso, Teoti­huacán controlaba el comercio y cualquier movimiento que hubiese entre una región y otra. Como ambas formaban parte de su zona metropolitana, Teotihuacán pudo establecer un mayor dominio sobre los dos valles.

 

El templo de Quetzalcóatl V y el Gran Con­junto quedan al sur del río San Juan, que cruza la calle de los Muertos. El templo, del que sólo queda la fachada de poniente, es uno de los monumentos más ricamente de­corados y suntuosos del antiguo México. Tiene seis cuerpos escalonados, cada uno con un pequeño talud y un gran tablero. En el centro de la fachada poniente, una enor­me escalinata tiene las alfardas decoradas con cabezas de serpiente en alto relieve. Los taludes también están decorados con serpientes, pero aquí en bajo relieve y con el animal completo. Las colas con los cascabeles están hacia los extremos, mientras las cabe­zas se dirigen hacia la escalera central. Los ofidios se muestran como si estuvieran en el agua y aparecen rodeados de conchas y cara­coles.

 

En el fondo de los tableros también hay enormes serpientes acuáticas, cuyas cabezas en alto relieve forman uno de los dos motivos principales de la decoración. Emergen de una especie de gola de plumas, y su boca abierta muestra los feroces dientes. El otro motivo, también en alto relieve, es más difícil de iden­tificar. Se ha dicho insistentemente que re­presenta a Tláloc, el dios del agua, con unos como grandes anteojos que enmarcan sus ojos, aunque puede tratarse de otra divinidad, más conocida en las urnas de Oaxaca como el "dios del moño en el tocado", ya que ignora­mos su verdadero nombre. En conjunto, pa­rece haber contado con 366 esculturas, núme­ro acaso relacionado con el calendario solar.

 

Toda esta espléndida piedra admirable­mente cortada, ajustada y tallada estaba pin­tada en vivos colores, de los que aún se conservan restos. Lo mismo ocurrió en otros lugares. En el edificio adosado a la pirámide del Sol construyeron también los teotihuacanos una gran fachada íntegramente esculpida de la que sólo quedan fragmentos que presenta motivos distintos, pero de estilo similar a los del templo de Quetzalcóatl.

 

Está ubicado al fondo de un enorme cua­drángulo de 400 m. de lado, limitado por plataformas con pequeños templos encima. Atrás quedan restos de lo que acaso fue el palacio de la ciudad. Al otro lado de la calle de los Muertos probablemente estuvo, como ya diji­mos, el mercado principal de la ciudad. Todas estas construcciones forman el Gran Conjun­to, cuya importancia y tamaño sugieren que allí estaría el centro administrativo, comercial y político de la ciudad. Es el primer ejemplo y el más grandioso de estas combinaciones de templo, palacio y mercado, que fueron características y que aún se encuentran en muchas ciudades de México.

 

Con ello se desplaza hacia el sur el centro de las actividades, dejando a la parte nor­te de la calle una función más bien religiosa y de más solemnidad.

 

El eje principal es seguramente el Norte­-Sur, o sea la calle de los Muertos –Micaotli-, nombre desafortunado, ya que no se ha en­contrado sepultura alguna a lo largo de tal vía. Es un error posterior, tal vez de la época mexica, cuando se creyó que eran tumbas los destruidos monumentos que a ambos lados constituyen la calle. Además, si queremos ser estrictos en nuestra terminología, mal puede llamarse calle una sucesión de alarga­das plazas colocadas en fila y separadas unas de otras por escaleras que regulan la incli­nación natural del terreno.

 

Durante esa época queda terminada la pirámide de la Luna y su sensacional plaza una de las más bellas del mundo y sin duda el triunfo más notable de la arquitectura ritual mesoamericana. No hay que olvidar tampoco a Monte Albán. Queda plenamente desarro­llado el tipo de tablero que completa el talud y que será la marca permanente de la ar­quitectura en las ciudades futuras. Todos los monumentos están recubiertos de una capa de cal, con lo que la piedra desaparece total­mente. Es difícil imaginarnos que la ciudad de piedra ocre que hoy vemos fuera una ciu­dad llena de color para los habitantes de en­tonces.

 

El encalado de los muros permitió cubrir­los de pintura mural mediante numerosos frescos. Los de esa época son como miniatu­ras, ya que los motivos son generalmente pe­queños, aunque el muro pintado sea grande. Ejemplo de ello son los "animales mitológicos".

 

La pintura principal ocupa todo el muro de una habitación encontrada en una plataforma del lado oeste de la calle de los Muer­tos. La escena, que incluye numerosos ani­males, ocurre dentro del agua. Los animales están pintados a escala bastante reducida; hay jaguares feroces devorando una curiosa combinación de peces-aves, o arrojando por la boca chorros de agua.

 

Al igual que la enorme cantidad de es­culturas que decoran el edificio adosado a la pirámide del Sol o el templo de Quet­zalcóatl, a esa época corresponden los mono­litos como la diosa del Agua y el llamado Táloc, en el Museo de Antropología. Pero a diferencia de la pintura mural, que puso un sello indeleble y es un arte mayor en Teotihuacán y fue imitada en otros lugares, la escul­tura teotihuacana, a pesar de algunos éxitos notables, no llegó nunca a superar a su ante­pasada olmeca, a su contemporánea maya o a su descendiente mexica.

 

Los enormes cambios habidos en la ciu­dad no se limitaron sólo a los edificios pú­blicos. En este momento la mayoría de las antiguas casas modestas fueron remplazadas en muchos lugares por vastos conjuntos residenciales, con muros de piedra y techo de vigas de madera formando azoteas, en los que son muy frecuentes las pinturas murales. La naturaleza de estos conjuntos, obviamente residenciales, es, sin embargo, algo confusa. A veces son llamados palacios, nombre co­rrecto cuando se trata de la mansión de algún personaje. Pero muchos de ellos poseen gran numero de piezas agrupadas, lo que su­giere casas de apartamentos. Es muy po­sible que allí vivieran familias relacionadas entre sí por nexos realmente de sangre o tribales, y seguramente formaban un grupo, con templo o templos comunes situados en el propio conjunto. Sea como fuere, ello pro­vocó gran densidad de población, sobre todo en ciertos barrios de la ciudad, que alcanzó unos 20 km2 de extensión y contó con unos 100.000 habitantes.

 

Ciertos barrios pueden delimitarse cla­ramente, tanto por la profesión de los que en ellos vivían como por su procedencia. Así, existe un barrio de operarios dedicados a la alfarería o a construir figurillas, o bien a la producción de objetos de obsidiana. Más de cuatrocientos talleres han sido descubiertos, con unos cien especialistas en tallar implementos cortantes y otros tantos en puntas de proyectil. Conocemos talleres de ceramistas, de lapidarios, de quienes labraban productos de concha, pizarra, piedra sin pulir, albañiles, estucadores... Muchos no dejaron la me­nor traza, como los carpinteros, hilanderos, cesteros, etc. En la zona más antigua, las ar­tesanías no parecen agrupadas por barrios. Tan interesantes como estos barrios son los de extranjeros. El de Oaxaca es evidente y hasta contiene una tumba al estilo de Monte Albán. Recordemos que los teotihuacanos no construían tumbas a sus muertos, sino que los enterraban en fosas o los incineraban práctica desastrosa para nosotros. Hay otros barrios menos definidos, con cierta pro­porción de cerámica procedente de Veracruz o de la zona maya, que sugieren la posibili­dad de conjuntos asociados con el gran co­mercio, o sea con aquellos mercaderes ante­pasados de los pochtecas mexicas. Se encontró en una estructura de adobe, que no se utili­zaba como habitación, buen número de tepal­cates más de 1.100 provenientes de la costa del golfo de México o de la zona cen­tral maya. Es posible que fueran bodegas en donde se guardaban los objetos traídos de lejos. Todo indica que Teotihuacán era ya una ciudad internacional donde vivían, o cuando menos pasaban temporadas, gentes llegadas de otros lugares, a veces muy distantes. Del sur de Puebla importaban abun­dante cerámica del tipo anaranjado delgado. Indudablemente, este ir y venir de gentes, y por tanto de ideas, promovió en parte el gran desarrollo, y las interinfluencias culturales impulsaron nuevos adelantos. Es una de las consecuencias de toda civilización.

 

Pero esta gente de fuera, ya cercana o de lejos, no venía sólo por intereses comerciales. La ciudad debió de haber sido impresio­nante por la monumentalidad de sus conjun­tos y los imponentes edificios. Seguramente sería la base de la atracción estética y emo­cional que durante tanto tiempo ejerció la re­ligión teotihuacana. Todos sus habitantes debieron quedar fuertemente impresionados por aquellos dioses tan poderosos que per­mitían esa grandeza. Creemos que llegaban numerosos peregrinos a pedir favores a los dioses y, como los turistas de hoy, contri­buirían al auge de la ciudad.

 

El templo de Quetzalcóatl.

 

El templo central de Quetzalcóatl aparecía antes de las exploraciones como un gran montículo, pero, al reti­rarse el escombro que o cubría, dejó ver un gran basamento piramidal de cuatro cuerpos de talud y tablero, de 50 m. de ancho en su base, con una amplia esca­lera de un solo tramo al frente, cons­truido con un relleno de piedra y tierra, en el sistema usual de la tercera época de Teotihuacán y con grandes troncos de árboles entre la mampostería, segu­ramente para transmitir al terreno el peso de la construcción, que debe haber ocupado la parte alta.

 

En los tableros se conservan pequeñas partes muy borradas de las pinturas que los decoraban.

 

Esta estructura resultó ser una super­posición que cubría un monumento mucho más importante, perteneciente a la segunda época, por lo que se determinó abrir entre los dos monumen­tos un corte, retirando parte del núcleo del edificio superpuesto, para dejar a la vista el más antiguo.

 

El sistema de construcción de este edificio, que consiste en grandes pilares de lajas y relleno de piedra, ha sido ya descrito anteriormente: ve al poniente y se compone de seis cuerpos, revestidos totalmente de piedra, de los que sólo se conservan, los cuatro infe­riores en las partes en que estuvieron cubiertos por la superposición; el resto del revestimiento ha desaparecido por completo, pues, además de la destruc­ción que debe haber sufrido al terminar el florecimiento de Teotihuacán la piedra que quedaba fue utilizada en las cons­trucciones de los pueblos cercanos. Una amplia escalinata, también de piedra, da acceso a la parte alta, en la que, de acuerdo con los restos de la estructura que lo sostenía, debe haber existido un templo de dos crujías.

 

Las dimensiones originales del ba­samento se pudieron determinar por medio de excavaciones que indicaron los ángulos del edificio, en cada uno de los cuales habla un entierro de un niño, con restos de collares de hueso labrado en forma de dientes.

 

Los tableros están construidos con grandes piedras muy bien labradas en su cara expuesta y en las juntas, de manera que la unión es perfecta: estas piedras son, en general, de altura uni­forme en las hiladas, pero de diferentes longitudes. En la parte ornamentada, que presenta grandes salientes, están hábilmente combinadas y ensambladas con cajas y espigas que penetran pro­fundamente en ha mampostería, lo que ha hecho posible su conservación; las alfardas de la escalera se componen de piedras cortadas perpendicularmente a su inclinación, y en la parte baja otras con un corte especial evitan el resba­lamiento.

 

Todos los motivos decorativos de piedra están cubiertos por una fina capa de estuco de cal, que cubre las irregularidades y perfecciona el modelado.

 

En los tableros alternan dos mo­tivos distintos: uno de ellos es una gran cabeza de serpiente estilizada, pero de aspecto realista, que sale de una espe­cie de gola circular formada por plumas rígidas que le dan un aspecto de flor y que a su vez está bordeada por una orla de plumas más finas; el cuerpo ondulante está revestido de plumas preciosas y termina en los crótalos, hábilmente estilizados. También estas serpientes están representadas en el agua, entre conchas y caracoles marinos.

 

Las que decoran la alfarda de la es­calera hacen parte de la composición y sus cuerpos simulan penetrar el ba­samento, apareciendo en los tableros.

 

Alternando con las cabezas de ser­piente y sobrepuestos a los cuerpos de éstas, se ven otros grandes motivos, probablemente relacionados con Tláloc, el dios de las Lluvias; según Caso, pueden compararse con algunas urnas de Oaxaca y son representaciones muy estilizadas de  serpientes;  tienen  la mandíbula saliente con grandes colmi­llos, ojos circulares y dos círculos de turquesas en el frente; toda la cabeza está cubierta de puntos salientes y coronada por un gran mono.

 

Tanto estos motivos como las ser­pientes, están colocados de tal manera, que en una proyección ortogonal de la fachada aparecen en líneas verticales los de una misma clase.

 

Los colores usados, que en parte se conservan en la porción que estuvo abierta, son azul para el agua, verde para las plumas, rojo para las fauces de las serpientes, cuyos colmillos estaban estucados de blanco y los ojos formados por discos de obsidiana.

 

Las conchas aparecen intactas de rojo y de amarillo, y los caracoles de blanco. Los muros laterales de las al­fardas están pintados de azul, con ca­racoles blancos decorados con chal­chihuites.

 

Si efectivamente los grandes motivos serpentinos muy estilizados representan a Tláloc, y las serpientes em­plumadas con plumas de quetzal indican e  nombre de  Quetzalcóatl,  podría conjeturarse que en esta época en que parece haber una marcada influencia de la costa del Golfo, se trató de reunir en este templo con igual importancia, los cultos de Tláloc y Quetzalcóatl.

 

Aun cuando no es posible asegu­rarlo por el estado de destrucción en que se encuentra el edificio, distribuyendo en los cuatro lados cuyas medidas se conocen por las excavaciones hechas en los ángulos, puesto que muchos de ellos ocupan su lugar original, los mo­tivos de tlálocs y serpientes a las dis­tancias que también son conocidas se obtiene aproximadamente un total de 366.

 

El tratamiento de la escultura está en completo acuerdo con la sencillez de formas y con la grandiosidad de los edificios de Teotihuacán, por la energía del modelado, sus grandes di­mensiones y la simplicidad de la estili­zación.

 

Al explorarse la parte alta de la sub­estructura, no se hallaron ya restos de piso, pero al removerse la tierra apa­reció a muy poca profundidad una gruesa capa de conchas: abajo de ellas y mezclados con la tierra y las piedras del núcleo del edificio, se encontraban fragmentos de cráneos y de otros hue­sos humanos, en tal estado de desintegración, que no fue posible conser­varlos. Mezclados con ellos en gran número, había objetos de jade, prin­cipalmente cuentas de grandes propor­ciones y pequeñas cabezas, así como objetos de barro negro y de tamaño que varía desde diez hasta treinta centí­metros de altura y conchas que tenían en su interior copal y pequeños huesos de ave.

 

Era una costumbre muy generalizada colocar en los monumentos una ofrenda abajo de los primeros peldaños de la escalera, y al hacerse una excavación dio como resultado un considerable número de finísimos cuchillos de ob­sidiana, pequeñas piezas de cerámica y figuritas de jade que llevan a la es­palda un adorno movible del mismo material.

 

El templo de Quetzalcóatl es, gracias a la superposición de la estructura más reciente, uño de los monumentos que dan mejor idea de la grandiosidad de Teotihuacán y de la habilidad de los escultores y de los pintores de la se­gunda época, que más adelante sólo fue superada por la enorme masa de los edificios, pero no por su decoración.

 

(El texto de este inciso fue tomado de I. Marquina, Arquitectura prehispánica, págs. 84-88, México, 1964).

 

Teotihuacán III

 

En la gran época final que seguimos lla­mando tercamente Teotihuacán III (350-650), todo lo realizado anteriormente se con­solida y expande, y la ciudad llega a su má­ximo esplendor y prestigio. Sin embargo, su área no aumenta y más bien se reduce un poco, a 19 km2, aunque los habitantes tal vez alcanzaran los 200.000.

 

Acostumbrados a ciudades de millones, esta cifra nos parece insignificante. Pero recordemos la demografía en todo el mundo hacia el año 700 d. de C., cuando sólo había una mínima parte de los habitantes que hoy pueblan el planeta, y comparémosla con las ciudades contemporáneas. Ya Roma había perdido su antiguo esplendor y sabemos que en el año 1.000 no alcanzaba ni 10.000 habi­tantes. En toda Europa, salvo Constantinopla, la poderosa capital del imperio bizantino, ninguna ciudad pasaba entonces de 20.000 habitantes. La célebre capital del imperio Tang, que llevó a China a grandes empresas, tenía un plano mayor que el teotihuacano, pero ig­noramos si jamás fue llevado a término. En América o en el resto de América no había nada parecido. Para su tiempo podemos afirmar que Teotihuacán era realmente enorme.

 

La época III es la más conocida de la historia de la ciudad porque es el último gran momento constructivo; a ella pertenecen muchísimos de los monumentos que ahora vemos. En efecto, al ser los últimos no queda­ron, como los anteriores, cubiertos por cons­trucciones superpuestas. Pertenecen a este período gran proporción de los templos ex­cavados y parcialmente reconstruidos en las exploraciones realizadas entre 1962 y 1964.

 

Especial mención merece el palacio del Quetzalpapalotl, en la plaza de la Luna. El magnifico edificio, completamente explorado y restaurado en cuanto ha sido posible, mues­tra una gran casa sacerdotal construida alrededor de un patio central rodeado de colum­nas de piedra. En cada una aparece la com­binación de pájaro y mariposa que ha dado nombre al edificio y que seguramente se re­fiere al dios especial venerado por los sacer­dotes de ese lugar. Las columnas de piedra permitieron conocer la altura exacta de los techos, lo que, unido a datos obtenidos en la excavación, ha hecho posible la restauración del único edificio techado del centro de México.

 

A esta época corresponde también buena parte de más de los doscientos frescos murales recobrados. Por aquel entonces los teotihua­canos pintaron gran número de palacios, templos y casas. La capital del Altiplano mexicano se convierte en un destacado centro de pintores que, como en la Florencia de los Médicis, recubren con maravillas buena pro­porción de las superficies disponibles.

 

A pesar de la gran variedad de motivos y formas, toda la pintura teotihuacana es simbólica y esencialmente religiosa. Se incli­na por las representaciones de dioses o de escenas relacionadas con el culto. Pero como la religión en Mesoamérica está relacionada con todos los aspectos de la cultura, los fres­cos son muy importantes para conocer el pensamiento, la escritura y muchos aspec­tos de la vida cotidiana, del vestido, de los objetos usuales o ceremoniales, de los edifi­cios y de las armas o adornos de aquellas gentes.

 

Tal vez con una idea de magia imitativa, vemos que frecuentemente los dioses se dedican al beneficio de la humanidad. De sus manos brotan los dones que el hombre desea, representados en forma casi glífica. Los animales son también simbólicos y están conectados con asuntos religiosos. Todo tiene un sentido ritual y esotérico: simbolizan ora­ciones, pues no existe el "arte por el arte". Como los pintores eran artistas, han dejado composiciones admirablemente coloreadas y equilibradas, con un gran sentido de líneas y movimiento. Tal como ocurre en los vitrales de las catedrales medievales, el arte es sólo un accidente; lo fundamental es el simbolismo religioso.

 

Hay un esfuerzo consciente por la sime­tría en las composiciones. Son sobrias, dignas y, aunque generalmente policromas, presen­tan un extraordinario refinamiento del color. Por ejemplo, en Atetelco se escogió como motivo básico una sencilla red extendida y se colocaron figuras del dios de la Lluvia en los espacios dejados entre las mallas. Todo apa­rece pintado en un solo color, el rojo, pero en tres tonos: puro, mezclado con cal blanca o rebajado con agua para lograr el rosa. El re­sultado es un verdadero alarde de equilibrio de masas casi monocromas en exquisita ar­monía.

 

Un tema muy frecuente es el que podría­mos denominar de las grandes representacio­nes oficiales. Suelen ser dioses o bien sacer­dotes, generalmente varios de ellos en fila, vestidos como los dioses. Traen complicadí­simas vestiduras, inmensos tocados y numerosas joyas de jade, mientras celebran algún acto ritual. Así, por ejemplo, de las manos de Tláloc salen muchos objetos de jade, que simbolizan la lluvia; es el resultado de las oraciones que los fieles han elevado al dios de las Aguas.

 

Los gestos, las actitudes, el uso de ciertos signos convencionales para indicar que la pala­bra o el canto son enteramente estereotipa­dos; no hay individualismo alguno y sólo se reconoce un dios de otro, o los sacerdotes de un dios de los de otro, por el tipo de ves­tiduras o de adornos con que se cubren, o por la máscara que llevan en la cara.

 

En otro grupo de pinturas no aparecen figuras humanas, sino exclusivamente anima­les, los cuales, por supuesto, tampoco preten­den ser realistas, sino tal vez nahuales de los hombres o de los dioses: jaguares, peces, aves, serpientes, que aparecen a veces en escenas violentas, en lucha unos con otros. En ocasiones, al contrario, son jaguares muy pací­ficos.

 

Algunas veces la pintura aparece casi abs­tracta; ya no hay hombres, ni animales, ni objetos reconocibles, sino, simplemente, fi­guras creadas por la imaginación del artista; tal vez fueran comprensibles en su tiempo, pero hoy es difícil entenderlas. Algunas eran simples motivos decorativos, frisos u orna­mentos que se colocaban como un marco alrededor de la pintura principal o, en cier­tos casos, como en el templo del Quetzalpapalotl, solos, es decir, formando el motivo principal. Sólo el mural de la ofrenda a los dioses o el Tlalocan de Tepantitla indican una escuela más descriptiva.

 

El primero, descubierto hace muchos años y hoy desgraciadamente desaparecido, muestra un templo a cada lado. Entre ellos hay, por lo menos, doce figuras de pie, sentadas o en cuclillas, que aparentemente están dedicadas a ofrecer dones a los respectivos templos. Así, una figura lleva en las manos una paloma y una vasija, otras una bola de copal decorada con una pluma verde o platos con pequeños manjares como tortillas. Los vestidos son a veces muy sencillos: el simple taparrabos, un collar de jade y sanda­lias, pero otras más elegantes lucen amplias enaguas que les llegan hasta el suelo, con bordes crenelados, y una de ellas, particu­larmente, tiene algo extraordinario, ya que el vestido parece cortado, es decir, con man­gas y pantalones. Abundantes datos culturales se reproducen allí.

 

Aún más interesante es el fresco del Tla­locan: en general, representa el paraíso del dios de la Lluvia, al cual sólo llegaban, de acuerdo con las ideas indígenas, aquellos que habían muerto ahogados o a consecuencia de enfermedades relativas al agua. No se trata, pues, de un premio y, por tanto, nues­tra voz “paraíso” es incorrecta aquí. Es un lugar de deleites adonde van a parar algunas personas, no por sus méritos, sino por la for­ma en que murieron.

 

La puerta de entrada al aposento divide la composición en dos partes. Por ambos lados, arriba, hay una gran figura del dios de la Lluvia muy adornada y arrojando gotas de agua; pertenece a las grandes figuras di­vinas que ya hemos mencionado. Pero abajo es donde se evidencia más el estilo que ahora nos ocupa. En el centro, a la derecha del espectador, aparece una montaña de la que bro­ta un gran río que corre hacia ambos lados. Tanto en el agua del río como en la montaña, que es toda de agua, hay nadando varios hombres y se pueden ver peces, plantas y animales acuáticos. Esta montaña de agua y su río simbolizan el lujo más extraordinario en que podía pensar un teotihuacano. La falta del agua, el eterno problema del Altiplano mexicano, se hacía sentir ya entonces en una sociedad fundamentalmente agrícola; un año sin lluvias era un desastre. A esto se debe la inmensa popularidad del dios de la Lluvia, que vemos representado en todas partes y aquí, en su paraíso, ¿qué podía ser más idóneo que esta abundancia de agua? Alrededor hay numerosas figurillas, todas masculinas, ju­gando, deleitándose, conversando o cantan­do, y otras cazando mariposas entre árboles, frutas y flores.

 

Más aún que su interés estético, la im­portancia de esta pintura radica en su filosofía, la filosofía de un pueblo muerto que no dejó nada escrito y que, por tanto, es tan difícil de recobrar. Al representar el sitio para­disíaco, el artista teotihuacano patentiza lo que él considera la vida perfecta, el lugar de todos los deleites, donde se dan en abundan­cia las cosas que en la vida real son valiosas: aquí hasta las piedras son de jade. ¡Qué vio­lento contraste con el paraíso de Mahoma, con las huríes, las comodidades, los cojines y las fuentes! En Teotihuacán es un mundo sencillo, de placeres casi infantiles, de juegos de niños. En realidad, el tema central es la exuberancia de la naturaleza, la riqueza que produce el agua, cuya falta es la eterna pesadilla de México, la tierra reseca que hace su­frir al agricultor.

 

Es curioso que no aparezca ninguna mu­jer ni se demuestre interés por ella. No se insinúa siquiera el placer sexual y, como en toda la antigua pintura mexicana, se hace caso omiso de la belleza del cuerpo humano.

 

No es fácil ahora confeccionar una cro­nología de las pinturas teotihuacanas que conocemos, aunque en algunos casos, por ha­berse hallado en distintas posiciones estratigráficas, o bien por encontrarse en edificios más antiguos o recientes, podemos situarlas en diferentes períodos. Aquí las hemos toma­do en su conjunto.

 

Teotihuacán inventa o utiliza un acopio de técnicas y decoraciones nuevas, y para embe­llecer sus vasijas emplea la pintura al fresco es decir, aplicando una muy delgada capa de cal sobre la pieza ya cocida y pintándola cuando aún estaba fresca, el apliqué, el ex­cavado e incluso objetos no cerámicos. Entre otras piezas recordamos el vaso trípode con incrustaciones de discos de jade o el llamado "pato loco", con adornos de concha blanca o rosada y ojos de jadeíta.

 

La abundantísima producción de figuri­llas promueve que la "industrialización" dé un paso adelante. En vez de tener que hacer­las a mano una por una, como ocurría al principio, los teotihuacanos emplean moldes de los que se han recobrado muchos con los que las lograban con facilidad y rapidez.

 

Así, las figurillas llamadas retrato", an­tes tan llenas de vida y animación, pierden su individualidad al ser producidas en masa. Parecen estar siempre en movimiento, bailando, hablando, volviéndose de un lado para otro o tranquilamente sentadas sobre bancos. Casi siempre se muestran desnudas. Cabe mencionar también las figuras articuladas, con las piernas y los brazos separados del cuerpo, pero unidos a él tal vez con hilo. ¿Fueron muñecos para jugar o figuras cuyo símbolo todavía no vemos claramente?

 

Más escasa por su propia índole, pero característica, es la talla de piedras finas, importadas de varios lugares para ser labradas en la ciudad. Así ocurre con las piezas de ala­bastro, columnas, jaguares o máscaras, o las piedras verdes o negras. Más notables y rela­tivamente abundantes son las máscaras mor­tuorias, de las que se han recobrado buen número. Esta idea, originalmente olmeca, de las máscaras de piedra que se colocaban sobre la cara del difunto fue recogida por los teotihuacanos y perduró hasta el fin de la época indígena.

 

Debieron efectuarse amplias importacio­nes de conchas marinas de diferentes formas y provenientes de ambos océanos, las cuales fueron utilizadas tanto en adornos como en instrumentos musicales. Y esto lo podemos asegurar respecto a materiales que el tiempo ha conservado, pero las pinturas murales muestran otros objetos desaparecidos, así como la abundancia y riqueza de telas suntuo­sas y de plumas traídas desde lejos, como las del quetzal. Igualmente ignoramos cuanto realizaron en madera o en cestería.

 

El arte teotihuacano no fue tan trágico como seria el de los nahuas, pero tampoco tan alegre o dionisíaco como el de Tajín. Posee algo de inmortalidad, de serenidad inmutable, y vive tanto en la macicez de sus pirámides como en las espléndidas máscaras de piedra o en las finas cerámicas. Al fin, se torna flo­rido y en extremo barroco, pero en su apogeo es típicamente un arte clásico. Este ordenamiento, esta serenidad son también notables en la planificación de la ciudad a lo largo de un eje central.

 

Todo esto evidencia la riqueza extraordi­naria de una ciudad como Teotihuacán no sólo en construcciones, sino en pintura, escul­tura y artes menores. Este arte arquitectónico es de verdaderos profesionales; ya no se trata de la obra debida a un aficionado o de pintores ocasionales. Ahora bien, el mundo del pro­fesional, que no es directamente productivo, no puede existir sino en una sociedad bas­tante avanzada, que ya posee una organiza­ción social y política y permite la existencia de gentes que produzcan esas obras.

 

Creemos que es indiscutible que estamos frente a una sociedad realmente urbana. No sólo hay una enorme concentración de habi­tantes en un espacio reducido, sino que están divididos en clases sociales y en grupos de especialidades. Muchos de ellos ya no serían agricultores ni producirían, por tanto, su pro­pio alimento. La ciudad misma muestra zonas bastante distintas. A lo largo de la calle de los Muertos, en su parte norte, está ubica­da la parte principal y tal vez exclusivamente dedicada a la religión. Además de los cuantio­sos templos se alzan palacios habitados por sacerdotes de los templos cercanos. La parte central de la calle ofrece también aspectos re­ligiosos unidos con políticos y se cree que en ella estaba el gran mercado. Es la antecesora directa de nuestras plazas con la combinación iglesia-palacio y plaza-mercado. Alrededor de todo esto hay los conjuntos y los barrios donde vivían mercaderes, artesanos y profe­sionales de varias actividades. Más afuera se encuentran las casas de los agricultores, cer­canas a las tierras de cultivo, sobre todo en la parte sur, que es la única fértil.

 

Es indudable que hubo un plan general al que se ajustaron tanto las construcciones públicas como las privadas. Aunque no sabe­mos exactamente cuándo empezó, es evidente que sufrió alteraciones con el tiempo. El plan cruciforme está esbozado desde la época 1, pero la orientación de los edificios principa­les sólo quedó fijada después y tuvieron que alinearse las nuevas construcciones en la orientación definitiva, la cual se utilizó en las extensiones o nuevos barrios que se constru­yeron aun más tarde.

 

Sólo sabemos hasta dónde creció la ciu­dad, pero no cuales eran los limites planea­dos, aunque parecen mayores en el sur y me­nores en las demás direcciones. Ello es debido al hecho de que la parte sur es más moderna y, por tanto, se explica que se haya 'construido menos en ella, mientras que los barrios norte y oeste son los más antiguos y desbordaron los viejos linderos. Esta zona constituye la "ciudad antigua", que presenta pequeñas ca­racterísticas más tradicionales o conservado­ras que la ciudad nueva, al sur del Gran Conjunto.

 

Cuando un estado propone planes para el futuro, éstos nunca suelen realizarse íntegramente o sufren desviaciones en lo establecido. Por muy reglamentado que esté, el individuo felizmente siempre introduce el grano de are­na que destruye o altera la utópica armonía.

 

La época final de la ciudad, que termina hacia 650-700 d. de C., es mucho más importante de lo que antes habíamos imaginado. Durante ella la sociedad teotihuacana se des­morona, pero el área total ocupada es casi la misma que en la última época de vida nor­mal, y el número de habitantes sólo disminu­ye lentamente. Siguieron haciéndose finas cerámicas y se pintaron algunos de los más bellos murales. El mayor abandono, que por supuesto nunca fue total, sólo ocurrió a partir del siglo VIII.

 

Se ha tratado de resumir la larga e im­portante historia de la ciudad de Teotihuacán y sólo incidentalmente nos hemos referido a la zona metropolitana y a sus conexiones con el exterior. Más adelante trataremos de este tema fundamental. Pero, aun con una visión limitada a los linderos de la gran urbe, pode­mos apreciar ya su profundo significado y seguir el ascenso de una sociedad que, de origen rural bastante primitivo, se elevó hasta una civilización y una vida urbana la más completa de cuantas hasta entonces habían surgido en Mesoamérica. Todavía hay quien duda de lo que creemos es una conclusión irrefutable. No vamos a fundamentaría ahora, pero si queremos adelantar la idea de que sin el triunfo teotihuacano toda la historia del an­tiguo México hubiera sido distinta y que tal vez el México de hoy también sería otro.

 

Frescos y pinturas de Teotihuacán.

 

En Teotihuacán, las exploraciones han encontrado una cantidad extraordinaria y sensacional de frescos mura­les y es indudable que todavía están enterrados muchísimos más, Se ha discutido hasta qué punto estas pinturas, que se encuentran a todo lo largo de mesoamérica, son verdaderos frescos o, como se les ha llamado a veces, "fres­cos secos". La diferencia consiste na­turalmente en que en el primer caso, al igual que los frescos famosos del Renacimiento italiano, la pintura se coloca sobre la cal aún húmeda, lo que le permite absorber los pigmentos y formar una sola masa, es decir, no puede borrarse. En cambio, en el fresco seco la pintura simplemente queda sobrepuesta sobre el aplanado. Parece que. en Teotihuacán, cuando menos en muchos casos, se trata de verdadero fresco hecho sobre el muro aún húmedo: probablemente lo mismo ocurre en Bonampak y en los frescos famosos de Chichén Itzá. Naturalmente que este sistema, más perfecto por un lado, tiene para el artista un inconveniente muy grande; y es que tiene que terminar su obra rápidamente cuando el muro aún está fresco, pues en cuanto se seca ya no será posible hacerlo. En otras pala­bras, no hay sino dos maneras de tra­bajar al fresco: o bien pintar a una ve­locidad extraordinaria, lo que naturalmente no es posible, o bien pintar cada día solamente un fragmento. Esta es casi con seguridad la forma en que se pintaban los frescos mesoamericanos. En Chichén Itzá, donde se ha hecho un estudio muy cuidadoso de ello, es evidente que así se hizo; es decir, que los pintores se daban tareas, como las llaman, y diariamente pintaban ese espacio. En el caso de Teotihuacán, tal vez los artistas hayan seguido otro procedimiento, o sea el de pintar todo el muro mientras todavía se conservaba frasco, en un espacio que no podría pasar de un par de días pero utilizando varios pintores a la vez, que adelanta­ban con mucha rapidez. Naturalmente que esto presupone, aún más que en el otro caso, un modelo ya establecido, es decir, un dibujo que simplemente se va trasladando al muro y llenando de colores. Así el maestro, el artista princi­pal, dibujaría las grandes líneas, que eran seguidas por los demás, y rápidamente corregiría los errores princi­pales que hacían sus subordinados. ­Las pinturas utilizadas eran de tierra, verdaderas pinturas naturales. Algunos cronistas dicen que se usaban pinturas vegetales, pero esto es probablemen­te un error en lo que concierne a los frescos, y seguramente se refieren a las pinturas que se utilizaban para teñir las telas y otros materiales de este tipo, pero no para pintar los frescos.

 

Poco sabemos de los implementos del pintor; es seguro que debió de tener algún tipo de pincel, probablemente formado por pelo o la cola de algún animal, y se han encontrado pequeños objetos que sugieren verdaderas pale­tas. Por lo general, una vez el mural pintado se pulía con cuidado para darle un acabado muy perfecto, general­mente brillante, y por tanto contrario a nuestra estética de hoy, en que los frescos son opacos.

 

La pintura indígena fue básicamente dibujo hecho con líneas negras, cuyos espacios luego se rellenaban con colo­res planos. No usa para nada el claros­curo, ni sombrea sus figuras, ni intenta la perspectiva. Las distancias quedan sugeridas colocando más arriba los ob­jetos que están más lejos y más abajo los objetos que están más cerca. Sin embargo, esto no es precisamente así en la mayor parte de los casos, por un motivo muy distinto del estético: el motivo de la importancia que había que dar a cada figura. Entonces, como sucede con frecuencia en el arte egipcio, la figura más importante es más gran­de y las secundarias son más chicas, sin tener que ver con la distancia a la que están representadas. También como en Egipto, la figura humana aparece casi siempre de perfil, aunque en Teo­tihuacán hay excepciones.

 

Todo el arte es anónimo. Nuestra idea del pintor firmante de sus cuadros hubiera  sido  extravagante  para  el pintor mesoamericano. Lo mismo su­cede, por cierto, en todas las artes y, de hecho, en la mayor parte de las cosas. Así, mientras nosotros y muchos otros pueblos colocamos sobre la tumba el nombre de la persona allí ente­rrada. esto jamás ocurre en una tumba mesoamericana, aun las más suntuo­sas, las mas individualizadas, las que pudiéramos llamar más faraónicas, como la tumba de Palenque. No llevan para nada el nombre del personaje que las erigió. Tal vez esto sea, como en otras culturas, no sólo el resultado de un rasgo general, sino del sentido mismo del arte, ya que es un arte religioso, un arte que se dedica a los dioses y a implorar a los dioses. En­tonces, poca importancia tiene quién haya sido el hombre que lo hizo o quién haya sido el hombre o el grupo de hombres que lo ordenaron; lo que im­porta es complacer al dios y obtener así de él los favores que se le piden.

 

Todavía es difícil hacer una crono­logía de las pinturas teotihuacanas que conocemos, aunque en algunos casos, por haberse hallado en distintas posiciones estratigráficas o bien por encontrarse en edificios más antiguos o más recientes, podemos indudablemente colocarlas en diferentes períodos.

 

(Tomado de I. BERNAL, Museo Nacional de An­tropología de México, México, 1969).

 

La economía.

 

Veamos ahora qué podemos averiguar sobre la base económica de la ciudad. Sería más comprensible su estudio si consideramos juntamente la ciudad y su zona metropoli­tana, así como los efectos sobre tal zona de­bidos a los vecinos y las regiones más ale­jadas con las que estaba en contacto. Esto aún es imposible; son demasiado grandes las lagunas más bien océanos de nuestro co­nocimiento, aunque ya podemos entrever algo de ello.

 

Como ocurre en las civilizaciones prein­dustriales, la economía descansa primordialmente en la agricultura. Cuando se inicia la fase Cuanalan, hacia el año 600 a. de C., la agricultura era desde hacía siglos conocida y practicada en Mesoamérica. La hay de dos tipos básicos: roza en las tierras bajas y el llamado tlacololo de temporal (más tarde de regadío) en las altas. La primera represen­ta la lucha contra la selva y agota rápida­mente las tierras, por lo que hay que reno­varlas con frecuencia, técnica que practicaron los olmecas y los mayas de las tierras bajas.

 

Los teorizantes opinan que no puede cimen­tarse una civilización urbana sobre estas bases sencillas y por ello niegan esa particu­laridad al mundo olmeca. Sólo por muchas otras razones aceptan una civilización maya, aunque sin urbanismo. Todo ello se inicia en la visión limitada que no admite que una ci­vilización pueda erigirse basándose en una combinación de varios aspectos, entre los que la agricultura sólo es uno de ellos.

 

En el Altiplano los ecologistas caen a ve­ces en trampa similar. Creen que la civiliza­ción sólo pudo nacer en una sociedad con agricultura de regadío; es la hipótesis lla­mada "hidráulica". Las consecuencias de esta posición los llevan a pensar en resultados aún mayores, ya que, según ellos, el propio Estado y todos los avances superiores se de­ben a la necesidad que tiene el hombre de agruparse bajo un jefe para emprender primero y utilizar después las obras de canali­zación u otras que implica el regadío, lo que promovería una clase social superior y do­minante. No hay duda de que esto ofrece aspectos verosímiles y pudo haber ocurrido, pero otros ejemplos bastante bien estudiados vienen a demostrar que no siempre fue de esa manera.

 

No cabe duda de que Teotihuacán pre­senta una potencialidad agrícola superior a otras regiones vecinas por los manantiales que brotan cerca de allí y cuyas aguas corrían a lo largo de dos riachuelos que atraviesan la ciudad. La existencia de chinampas en la región indica su posible riqueza. Pero, en pri­mer lugar, no se ha podido demostrar que la irrigación ya se utilizara en los inicios de la ciudad. En segundo lugar, cuando la ciudad fue mayor, esa pequeñísima dotación de agua, esos reducidos canales y extensión de chi­nampas si es que existían ya en épocas teo­tihuacanas sólo podían alimentar a una par­te de los habitantes.

 

Un profeta del año 500 a. de C. hubiera sugerido más bien otras regiones fuera de los Altos Valles que poseían recursos mayores y facilidades aparentemente mejores, creyendo poder llevar al pueblo que los explotara ha­cia la civilización y convertirle en cabeza del mundo indígena. No imaginaria ese profeta que precisamente la respuesta al reto del al­tiplano seco sería la causa de tan importantes éxitos.

 

Con todo, la ciudad de la época III de­pendería no sólo del sobrante de las cosechas de su zona metropolitana que no fuera consumido por los propios productores, sino de otros alimentos venidos de más lejos. Hay que considerar también como bastante impor­tantes el nopal, el maguey y la cochinilla.

 

Cualquiera que fuera la producción agrí­cola, es evidente, por su actitud hacia el agua, que la falta de líquido era el mayor problema para los teotihuacanos. Por todos lados vemos representaciones del dios del Agua en las que la oración ha sido oída y caen gotas de lluvia sobre la tierra. Los jaguares emplu­mados también la piden con sus caracoles sonoros, siendo escuchada su plegaria. En el fresco mural que Alfonso Caso identificó como representando al cielo de Tláloc, el Tlalocan, se encuentran todos los elementos simbólicamente relacionados con el agua:

 

mariposas, pájaros, plantas y flores. En el centro de la composición, como dijimos, aparece una montaña; pero no es una monta­ña cualquiera, sino imagen del máximo lujo, ya que está constituida toda de agua y de ella salen dos ríos, en los que nadan algunos de los felices habitantes de ese paraíso. Al pen­sar en otra vida, una vida toda felicidad, el artista la concibe como lugar donde el agua abunda y da al hombre, en el más allá, todos los dones que en el mundo imploró ansio­samente y con frecuencia no consiguió.

 

En cuanto a los productos de la pesca y la recolección en el lago no tenemos ningún dato directo, ya que de esa actividad casi no hay huella. Pero tenían alguna importan­cia en Tenochtitlan, en cuyo mercado se ven­dían no sólo patos y pescados, sino una flora variada que era recogida en las aguas. Del lago de Texcoco también se extraía sal, pero no debe haber sido suficiente, a juzgar por lo que se conoce de tiempos mexicas. La que faltaba vendría de otros lugares. La caza, en cambio, apenas si puede considerarse. Unos venados o conejos capturados ocasionalmente en nada mejorarían la nutrición de 200.000 personas. Es probable que, como en tiempos posteriores, la carne conseguida sólo fuera co­mida por los jefes y ese lujo rara vez se lo pudieran dar incluso ellos. Guajolotes y perros serían manjares más estables, pero no tene­mos manera ahora de juzgar acerca de su im­portancia.

 

Sin embargo, estos elementos, dados por la naturaleza o domesticados, no eran características exclusivas de Teotihuacán; cual­quier otro pueblo, según las posibilidades ecológicas de su región, también los tendría. En cambio, esto no ocurría con los productos artesanales. En una ciudad preindustrial -inútil es advertirlo- las artesanías adquieren una importancia económica muy superior a la que podríamos darles. Ya se ha menciona­do que desde el principio los teotihuacanos establecieron talleres dedicados a la talla de obsidiana y cómo éstos fueron aumentando cada vez en número y aun se fueron especiali­zando en la producción de ciertos utensilios, de manera que unos talleres elaboraban pun­tas de proyectil y cuchillos tallados, mientras otros se dedicaban a obtener navajas por per­cusión. Además del número de talleres encon­trados más de cuatrocientos, las abundan­tes piezas que aun hoy pueden recogerse con facilidad en la superficie evidencian la impor­tancia de esa industria.

 

Por otro lado, hay pruebas indudables de que eran exportadas no sabemos en qué cantidades y a veces hasta distancias muy grandes, como Belice. Los comerciantes que las llevaban traían de vuelta a Teotihuacán productos locales, que no se hallaban en el Altiplano, u objetos de lujo para la jerarquía.

 

Asimismo la producción cerámica debió de haber sido inmensa, como podemos apreciar por la cantidad asombrosa de tiestos o vasijas que se recuperan en las exploraciones. Pero no sólo se trata de cerámica de cocina para uso doméstico, sino de vasijas suntuosas algunas bellísimas para ritos y ceremonias o para exportación. Aquí también hay prue­bas inequívocas de la difusión conseguida por algunas piezas teotihuacanas que llegaron hasta Oaxaca, Veracruz, la zona central maya e incluso a las alturas de Guatemala.

 

Pero lo importante es destacar tanto la abundancia de producción, su variedad y am­plia difusión como el profesionalismo que re­presenta. Al igual que los mayas o zapotecos, los productos teotihuacanos tienen un sello inconfundible, lo que nos lleva a la conclu­sión de que sus autores eran verdaderos pro­fesionales y no, como ocurría en épocas ante­riores salvo entre los olmecas, artesanos ocasionales que dedicaban a esta ocupación el tiempo no requerido por las labores agrí­colas.

 

Por supuesto que todo ello está íntima­mente ligado a los aspectos sociales, políti­cos y expansionistas de la sociedad teotihua­cana, de los que nos ocuparemos luego. Pero es necesario mencionar desde ahora el efecto que este' continuo trajinar de ideas y objetos causó al producir una intercomunicación, una fecundación continua entre diferentes pue­blos. Abren nuevas posibilidades, que a su vez crean nuevas necesidades; éstas llevan a buscar otros satisfactores. La riqueza se mue­ve y, por tanto, se multiplica.

 

Para ello el vehículo evidente es el comer­cio. Es necesario considerar dos tipos bas­tante distintos. El primero y más sencillo fue el centrado en el mercado local; en cierto modo es una forma que conocemos bien, ya que sobrevive en muchas regiones de México y tenemos descripciones amplias del merca­do de Tenochtitlan. Todo indica que el de Teo­tihuacán fue similar. Mercado diario, o cada cierto número de días según el calendario me­soamericano, recibiría no sólo a los comer­ciantes citadinos, sino a los de los pueblos cercanos. En él se canjearían centenares de productos diversos, tanto producidos en la ciudad como traídos de cerca o de lejos. Pero este tipo de mercado, además de su valor eco­nómico, sería pretexto para fiestas, reuniones, distribución de noticias y, sobre todo, fun­ciones religiosas. No sabemos qué conexión habría entre mercado y peregrinaje, pero el uno ciertamente se sumaba al otro.

 

Hay un aspecto que en Mesoamérica, además de ser básico, está ligado a todos los actos de una sociedad: la religión. En Teoti­huacán habían proliferado los dioses y los templos, con las casas sacerdotales. No cono­cemos las propias ceremonias, pero el tamaño de los edificios y de las plazas desde donde se observaban indica el gran número de fieles que a ellas concurrían. Se cree que la religión fue el imán más poderoso que desde el prin­cipio atrajo gente a Teotihuacán, colaborando así tal vez, más que ninguna otra causa, a su desarrollo. No se explica de otro modo por qué desde la época 1 se construyeron aque­llas inmensas pirámides. Sugieren claramente que los dioses teotihuacanos habían triunfa­do y, por tanto, cuánto el espíritu místico del mesoamericano debió desear conocer y orar en santuarios donde regían dioses tan podero­sos, capaces de dar al hombre todos los do­nes que anhelaba. De aquí que Teotihua­cán se convirtiera en una ciudad santa, cuyo atractivo religioso debió competir con el atrac­tivo de ser el centro urbano más poderoso del México central.

 

De aquí también el inmenso prestigio que se refleja arqueológicamente no sólo en el deseo que tuvieron otros pueblos de poseer objetos llegados de la gran ciudad, sino tam­bién en las imitaciones locales que de ellos se hacían.

 

Si las descarnadas ruinas de Teotihuacán son hoy impresionantes, hay que pensar en el estupor y la admiración que causarían a los peregrinos visitantes cuando la ciudad estaba en su apogeo. Podrían contemplar elegan­tes perspectivas y magníficos monumentos o la hilera inacabable de templos, además de verlos enteros, vivos y palpitantes. Verían una ciudad llena de color, con las fachadas enlucidas y muchas recién pintadas represen­tando escenas. Verían las estatuas en pie y las largas procesiones, las danzas y las ceremo­nias. Además en ese ambiente internacional algunos visitantes, como los de Oaxaca, en­contrarían gentes que hablaban su idioma y vivían como ellos; probablemente lo mismo ocurriría con otros grupos extranjeros. Este peculiar atractivo fue una fuente de riqueza comparable con la llamada industria sin chimeneas. En esa sociedad preindustrial y pre­capitalista, la religión formaba parte de cual­quier actividad familiar o pública, afectaba lo mismo las relaciones de las personas que las de los grupos sociales, los jefes o los agricul­tores, y convertía al templo en una fuente de riqueza, fuente que míticamente emanaba del dios.

 

El segundo tipo de comercio efectuado a gran distancia era llevado a cabo, ya no por los humildes puesteros del mercado local, sino por los grandes mercaderes que en largas caravanas, usando al individuo como bestia de carga, traían productos de lujo o necesarios desde regiones muy lejanas. No debemos estar muy lejos de la realidad al equiparar a estos jefes del comercio exterior teotihuacano con los futuros pochtecas mexicas. Aunque sabemos poco de ellos directamente, muchos objetos encontrados en Teotihuacán, o en otros lugares, nos hablan de sus actividades y del constante traslado de mercaderías de un sitio a otro.

 

En la sociedad mexica, estos comercian­tes casi formaban parte de la aristocracia. Ignoramos cuál seria su posición en Teotihua­cán, pero su importancia económica y política es indudable. Y ello nos lleva a otro aspecto del que sólo podemos formular hipótesis, aunque con algún fundamento. ¿ Los comer­ciantes actuaban sólo como tales o más bien como parte de una política imperial? ¿ Iban a la par que las conquistas y estaban, por tanto, acompañados o seguían los pasos de los ejér­citos? Porque los comerciantes mexicas sólo iban a donde ya los soldados habían abierto la ruta o bien colaboraban a abrirla, pero no eran ellos propiamente los que tomaban la delantera. De hecho, comerciaban solamente con regiones ya sujetas o muy influidas por el imperio mexica. Creemos que una situación similar prevalecía en Teotihuacán, aunque no tenemos datos fehacientes que lo demuestren. Resumimos este punto aho­ra porque en Mesoamérica, tal vez como en todas partes, la finalidad o, cuando menos, un objetivo de la guerra fue el de conseguir tributos de los pueblos sometidos o amenaza­dos. Se cree que estos tributos eran necesa­rios para sustentar el lujo de los jefes teoti­huacanos y, sobre todo, para completar la economía básica. Vendrían a sumarse a los productos locales, naturales o manufacturados, a los del área metropolitana y a los obte­nidos por comercio. Sólo con todo esto pode­mos explicarnos cómo pudo no sólo crecer y sostenerse la ciudad, sino ser tan rica una so­ciedad agrícola, asentada en una área donde la agricultura es bien incierta.

 

Ya mencionamos que todos los productos tenían que ser transportados a lomos de hombre. En efecto, no había un solo animal do­méstico capaz de hacerlo, lo que probable­mente es la causa del mínimo desarrollo que logró un invento tan sensacional como la rue­da. En esas condiciones precarias, el trans­porte por agua adquiere mayor importancia: con poco esfuerzo, una canoa hace el trabajo de muchos hombres. Por tanto, la vecindad del lago fue otro motivo en el desarrollo teo­tihuacano y otra de las causas de la hegemo­nía permanente del valle de México a partir de esa época. Los ríos mexicanos son malos caminos culturales para quien desea viajar de las costas al altiplano y apenas utilizables todavía para quien desea descender del alti­plano a las costas. En cambio, los lagos son excelentes, por muy limitada que sea su es­fera de acción.

 

La sociedad teotihuacana.

 

Todo lo dicho nos indica que la economía teotihuacana estaba basada en diversos factores que en cierto modo se complementa­ban. Pero además de esos factores que llama­ríamos económicos, se sostenía, y en parte muy considerable, en factores no computa­bles. Los principales son la religión y la re­lación internacional, la cual intercambiaba ideas y productos, fertilizando tanto a unos pueblos como a otros. Pero, como siempre, el pez grande se come al chico. La gran ciudad absorbía en diversas formas a las ciudades más pequeñas, a los pueblos y a las aldeas que la rodeaban, y aun extraía fuerzas de tie­rras lejanas.

 

Muy interesante resulta la extensión de­liberada de la calle de los Muertos, que cor­tó el paso fácil entre el valle de Puebla y el de México. Es como una toma de posición en que Teotihuacán hace ver, con la mayor clari­dad posible, que piensa dominar y seguir dominando ambas áreas y que ningún producto puede pasar de la una a la otra sin cruzar la ciudad, lo que determina que se quedaba en ella. Fue como un reto a todos los demás pue­blos, condenando al atrevido que osara en­frentarse a él. Habrían de correr muchos siglos antes de que un desconocido David se lanzara contra tal Goliat. Y cuando eso ocu­rrió es porque ya Goliat había perdido su fuerza.

 

Las dimensiones de Teotihuacán y la densidad de su población implican forzosa­mente una organización compleja. No es po­sible creer que pudiera gobernarse y funcio­nar un número tan grande de habitantes con los mismos métodos que pueden regir para un grupo pequeño.

 

Conocemos más de 2.000 casas teotihua­canas, entre grandes y pequeñas, que denominamos conjuntos, pues incluyen recámaras, cocinas, pasillos, patios y templos, todo ro­deado por un muro. Tienen de 4 a 30 piezas. Se supone que en cada conjunto habitarían entre 12 y 60 personas. Son excepcionales algunos conjuntos, como el del barrio de Tlalmimilolpa, ya que muestran 175 divisio­nes. En el de Xolalpan hay 45. Ambos conjun­tos probablemente fueron aún mayores, pero su exploración no ha sido completada. Los más pequeños apenas ocupan unos 350 m2. Todos constaban de un solo piso. Cuando po­seen un considerable número de cuartos, se di­viden éstos en pequeños grupos que claramen­te indican apartamentos. Hay conjuntos que poseen uno o más templos, realzados con pór­ticos y con especiales pasillos de acceso, por lo que los habitantes de cada conjunto podían hacer sus devociones en su templo particular, que no estaría abierto al culto de moradores de otro conjunto, salvo en casos excepcionales. Cuando un conjunto encierra varios templos, el más importante está del lado este y, por tanto, mirando hacia el oeste. Esta es también la orientación de varios de los gran­des monumentos y obedece a la continua preocupación indígena relativa a la puesta del Sol, que puede significar el fin de todo un ciclo, o sea, el fin de la humanidad que durante él vivió. De aquí la urgencia de sustentar al Sol durante su viaje por la noche, para que no muera y al siguiente amanecer aparezca por oriente.

 

Todos los apartamentos indican que fue­ron construidos según un plan preconcebido y los cuartos habitados durante la vida útil del edificio A veces grandes muros de piedra hasta de 5 m de altura rodean los con­juntos, dejando una sola abertura a la calle.

 

Estos datos sugieren que cada uno de los conjuntos formaba una unidad indepen­diente habitada por gentes en alguna mane­ra ligadas entre sí, que tenían acceso al mis­mo templo y, por ende, adoraban al mismo dios y celebraban ritos comunes. Con la excepción de Tlalmimilolpa y La Ventilla B, que son distintos, todos los restantes, sean amplios o pequeños, se ajustaban a este pa­trón. Parece, pues, que el carácter que unía a los habitantes de un conjunto era familiar; el parentesco procedía tal vez por línea mascu­lina. En vista del reducido número de cuartos en la mayoría de los conjuntos, estos núcleos familiares serían relativamente pequeños, por lo que pueden haber provenido de una fami­lia física.

 

Cierto número de estos grupos familia­res formaba un barrio, o sea, una unidad ma­yor que tal vez corresponda a la misma forma de agrupación que encontramos en Tenochtitlan. Podríamos llamarle calpulli (barrio) urbano. El calpulli, característico de los tiem­pos mexicas, más bien se refiere a agricul­tores, ya que poseían tierras de labranza en común, pero parece que tanto aquí como en Teotihuacán existía el tipo de barrio urbano, en vez de rural. Así, sus componentes esta­rían unidos por descendencia de origen tri­bal, pero sus actividades ya no serían agrícolas, sino cualquiera de las muchas de tipo urbano y profesional que expusimos antes.

 

Por otro lado, la división cuatripartita de la ciudad sugiere conjuntos de barrios tal vez provenientes de una división de los poblado­res originales en cuatro linajes, tal como apa­rentemente ocurrió en Tenochtitlan. Así pa­rece que tenemos tres gradaciones en la orga­nización social. La inferior está formada por la familia, que puede ser más o menos dilata­da; la segunda, por el barrio, que reúne a va­rias de estas familias, y la superior, cada uno de los cuatr9 grandes sectores de la ciudad que abarca varios barrios. Esto forma una pirámide en tres niveles superpuestos coro­nados por la sociedad imperial, que discutire­mos más adelante, y que remataba la cúspide del edificio social.

 

Nos confirmamos en esta división y esta agrupación al advertir que los barrios presentan idéntica especialización profesional a la encontrada en los conjuntos familiares, sal­vo en la parte norte de la ciudad, donde la distribución es confusa debido, tal vez, al he­cho de ser la parte más antigua y conservado­ra y quedar núcleos mucho más pequeños y, por tanto, confundidos unos con otros. En cambio, al ampliarse la zona de las habita­ciones, éstas se construyeron de acuerdo con las nuevas necesidades, y cada uno de los mo­dernos barrios fue habitado por ciertos espe­cialistas. Curiosamente este sistema de agru­parse las profesiones en una área preestable­cida recuerda la tradición viva aún hoy en los mercados indígenas, donde se reúnen en determinado sector los vendedores de una es­pecialidad de productos y, sucesivamente, se agrupan según el tipo de mercancía que ex­hiben. Esto es muy diferente a lo que ocurre en los mercados de otras partes del mundo.

 

En resumen, suponemos para Teotihuacán una organización básica similar a la tenochca, en donde cada barrio estaba formado por un grupo de parientes consanguíneos o mítica­mente relacionados, que habitaban un terri­torio fijo en este caso urbano, que se dis­tinguían por ciertas especialidades profesio­nales y por un dios común.

Sobre esta organización de tipo bastante antiguo, y también al lado de ella, tenemos otros grupos que sólo conocemos por el re­sultado indirecto de sus actividades. Se cree que desarrollaban tres funciones muy diferen­tes. El primer grupo sería el de los mercade­res, que organizaban expediciones a larga dis­tancia para traer y llevar ciertos productos. Desaparecieron los que consistían en mate­rias perecederas y sólo ocasionalmente encon­tramos algún rastro de ellas representado en los murales; así el algodón, el cacao o las plu­mas de quetzal. De los productos de lujo, como el jade o las piedras finas, han podido recobrarse algunos tanto en Teotihuacán como en sitios con los que comerciaban.

 

Tal vez los mercaderes guardaban sus mercancías en un barrio específico de Teotihuacán, pues el hallazgo de un posible alma­cén da idea de que así fuera. Pero por la ín­dole misma de su trabajo y elevada posición social es evidente que formaban una clase aparte, superior a la de los simples compo­nentes de un barrio.

 

Un segundo grupo sería el de los milita­res. Desde hace años se viene hablando de una pacífica teocracia teotihuacana, que go­bernaba un estado en el que la guerra casi no tendría cabida. Ya se indicó que no creemos en esta posición. La guerra indudablemente no era un estado crónico de cosas, como lo fue después, pero parece inverosímil el pacifismo teotihuacano o que haya existido un estado poderoso sin defensa armada. Además las teocracias nunca han sido expansionis­tas en ninguna parte del mundo, a menos que el sacerdote haya empuñado la espa­da. Algunos datos concretos abogan en favor de nuestra opinión. Aunque son raros los ejemplos, vemos representado un hombre armado en los frescos de la "Casa de Ba­rrios". Asimismo, la enorme producción de puntas de proyectil y la obvia importancia que su abundancia significa no sugieren que se trate únicamente de armas para la cacería, sino para la guerra sobre todo.

 

Desde la época II hay representaciones claras de Xipe "El Desollado", de corazo­nes humanos, de cuchillos de sacrificio y de la sangre como elemento precioso. Se han encontrado huellas de canibalismo ritual y de cabezas trofeo. También conocemos repre­sentaciones de caballeros águilas y tigres, que, como sabemos por datos mexicas, tenían la misión primordial de hacer prisioneros para sostener al Sol en vida. Es posible que en Teotihuacán fuera lo mismo. Los sacrificios humanos en Mesoamérica se hacían general­mente con prisioneros de guerra, ya que és­tos eran la ofrenda más valiosa. No es posible tener prisioneros de guerra sin previas expe­diciones militares, aun cuando sólo fueran del tipo de "guerra florida". Si ya existía el culto al Sol y la necesidad de sostenerle mediante el derramamiento de sangre humana, como parecen indicar los hallazgos mencionados, todo está muy ligado a la guerra y a la con­quista.

 

También se ha comentado mucho que Teotihuacán debía ser una ciudad abierta, sin murallas, ni fortificaciones, lo cual es muy cierto; pero hay que tener en cuenta que poseía una serie de defensas naturales, insig­nificantes para un ejercito moderno, si bien en aquel tiempo podían haber obstaculizado el ataque. Por el norte, los cerros mismos constituirían una barrera, así como la barran­ca de Malinalco una defensa formidable al oeste, mientras que por el este está el río de San Juan. Es probable que fuera mucho menos profundo entonces que ahora, pero ya en aquel tiempo abría un foso de unos 2 m. de profundidad. Por el lado sur, si ya existían las chinampas en aquella época impedirían un ataque por sorpresa llevado a cabo por un ejercito numeroso. Además hay que recor­dar que las calles angostas entre los conjun­tos, con los altos muros que los rodeaban, per­mitirían una fácil defensa desde las azoteas de las casas. Así la ciudad no estaba indefensa, aunque también se cree que en sus épocas de apogeo no necesitaría de tales defensas, ya que no habría enemigo alguno que pudiera ata­carla. Carecía de rivales cercanos lo suficien­temente poderosos y además estaba rodeada por su zona metropolitana. Ello obligaría a un posible enemigo a cruzar vastas zonas ocupadas por gente directamente controlada por Teotihuacán.

 

La causa de la aparente ausencia de mi­litares en Teotihuacán puede ser debida a que el militar y sus actividades tenían poco prestigio. Ideas religiosas darían a la gue­rra un matiz de causa justa y el prestigio de las victorias sería prerrogativa del sacerdote, puesto que las ganaba el dios. Es cierto que los soldados nunca se dejan opacar por mucho tiempo, sobre todo si regresan triunfan­tes, pero también ocurre que el sacerdote convertido en jefe de guerra sólo recuerda su misión divina cuando le conviene. En Tula y en Tenochtitlan hay una continua confu­sión entre jefe, sacerdote y guerrero. Motec­zuma, jefe político, tuvo una juventud mi­litar y es representante del dios Huitzilopochtli. También en la piedra de Tizoc el emperador, que conquista pueblos, está ves­tido como el dios. Seguramente en el sim­bolismo pictórico de Teotihuacán el conquis­tador aparece con las vestiduras de sacerdote.

 

Esta situación de aparente falta de pres­tigio y, por tanto, de representaciones de la clase militar no es exclusiva de Teotihuacán. Tampoco se encuentran en el arte de Monte Albán o en el de las ciudades del período tzakol del área maya. ¿ Quiere significar esto que nadie guerreaba o, más bien, que el gue­rrero está representado con los ornamentos que identifican al sacerdote? Creemos que puede aceptarse la existencia de esta clase militar; al igual que los comerciantes y por su índole misma, debió gozar de una posición diferente a la que tenían el artesano o el agri­cultor. Claro que no necesitamos pensar que hubiera soldados que lo fueran toda la vida, pero sí en que, mientras lo eran, llevaban una vida diferente, con privilegios y obligaciones especiales.

 

Finalmente, el tercer grupo, el de mayor prestigio, sería el de los sacerdotes. Parece que era con mucho el más importante; sus je­fes pertenecían a la sociedad imperial. Pero la gran cantidad de subalternos, evidentemente indispensables para atender el amplio número de templos públicos, formaría una cas­ta aparte. No podemos precisar su número, su educación y sus funciones, pero conoce­mos algunas de las mansiones que habita­ban, generalmente suntuosas y situadas al lado de los templos que atendían. En otras palabras, no vivían agrupados en un barrio, sino más bien de acuerdo con la localización del templo cuyo dios les tocaba servir. Es cierto que la mayoría de los templos públi­cos están agrupados sobre todo al norte de la calle de los Muertos, pero hay otros dise­minados por varias partes. Más aún que al comerciante o al militar, es evidente que la índole misma de la labor del sacerdote 10 excluía de la organización básica de la so­ciedad.

 

Creemos que los sacerdotes se reserva­ban la alta cultura y los conocimientos supe­riores. Ellos hacían, o cuando menos dirigían, el plano sobre el que se edificó la ciudad, además de los proyectos para cada uno de los edificios importantes. El sacerdote, que señalaba los días de fiesta de acuerdo con el calendario, tenía que conocerlo y era proba­blemente experto no sólo en astronomía, sino en los cómputos matemáticos indispen­sables para la medición del tiempo. Esta ha­bilidad le permitía señalar, por ejemplo, án­gulos rectos que indudablemente se usaban, como en algunas esquinas de la calle de los Muertos, o establecer medidas lineales. Igno­ramos cuál seria la medida que corresponde a nuestro metro, pero ciertas distancias pa­recen fijas. Así, 57 m pueden ser la base es­tablecida para edificios individuales, unida­des estructurales o complejos arquitectónicos, así como también el espacio vacío entre unos y otros. Tal vez hubiera otra medida mucho más larga, de 320 m, ya que se repite en varias ocasiones. Como es muy larga, cree­mos probable que se hubiera subdividido en distancias de 16 m. cada una, teniendo en cuenta que se trataba de una sociedad cuya aritmética está basada en un sistema vige­simal, lo que daría 20 por 16, igual a 320.

 

Los conocimientos astronómicos de los sacerdotes les capacitaban también para se­ñalar la orientación de la ciudad y de los edi­ficios. Ello nos lleva al problema de la escri­tura teotihuacana. Indudablemente utiliza­ron jeroglíficos; conocemos algunos de ellos aislados, pero no se ha encontrado una ins­cripción lo suficientemente larga como para intentar una lectura. Desgraciadamente no hubo estelas de piedra, como en Monte Albán, que conservaran esta escritura, y la mayor parte de los que conocemos está el' fragmen­tos de pinturas murales o en vasijas de ce­rámica.

 

Creemos que los sacerdotes eran también los encargados del gran arte y que las pin­turas murales debieron ser dirigidas por ellos. La mayor parte de estas pinturas ilustran temas religiosos y están pensadas con un sentido que podríamos denominar didáctico, para difundir ideas y creencias relativas a los dioses. En algunos casos, desgraciadamente bien raros, sugieren conceptos de lo que fueron ideales teotihuacanos. Tal ocurre en la pintura del Tlalocan, donde podemos ver el ideal del modo de vida del pueblo. En las pinturas, además, hay una serie de símbo­los fijos, seguramente inteligibles al que los observara. Por ejemplo, lo que llamamos el símbolo de la palabra, que no sólo indica que la persona está hablando, sino que, de acuer­do con su adorno, se trata de palabras, o bien de cantos o lamentos. También los do­nes que caen de las manos de los dioses o de sus acompañantes se entiende que son el re­sultado de una oración escuchada.

 

Por cierto que en Teotihuacán las manos revisten una importancia muy curiosa. Hay pinturas en las que las oraciones no salen de la boca del sacerdote, sino de sus manos; en un fresco sólo vemos manos, las cuales simbolizan al dios entero. No vamos a sugerir la idea, al estilo del siglo XIX, del "hom­bre que hace" y donde, por tanto, las manos cobran una importancia primordial, pero sí es interesante que sólo en Teotihuacán las manos adquieran tanto relieve.

 

Sobre los barrios y estos grupos diferen­tes suponemos que existía lo que podemos llamar sociedad imperial, es decir, el grupo humano que gobernaba la ciudad, la zona metropolitana y el imperio, aunque ignora­mos tanto su forma como su constitución. Es posible que el centro burocrático estuviera situado en el Gran Conjunto, como ya dijimos. En él figuran el templo de Quetzal­cóatl (y, por supuesto, el que lo cubrió más tarde); el Gran Patio, mal llamado "la Ciuda­dela", y lo que acaso sea el palacio, aún no completamente excavado. Enfrente estaría el mercado y alrededor de él edificios pertene­cientes al gobierno de la ciudad. Así, el epi­centro mismo de la urbe reunía al dios, al jefe y los poderes económico y burocrático aunque señalamos un jefe, pueden haber sido varios. Tal vez eran sacerdotes o militares o, como en Tenochtitlan, una combi­nación de ambos.

 

Al tratar de esbozar 19s diferentes grupos ocupacionales que formaban la sociedad teotihuacana han sido divididos demasiado y presentados como unidades independientes. En realidad, las funciones de cada uno debie­ron de confundirse con frecuencia y sin duda que un sacerdote pudiera hacer las de militar y de mercader.

 

Pasemos ahora a la expansión de Teo­tihuacán y a su probable imperio.

 

La expansión teotihuacana.

 

Fuera de los limites de la ciudad, ro­deándola, está la zona metropolitana. Me­tropolitana no en el sentido de verse cons­treñida por las construcciones, y por tanto urbana, sino en el de que es la cabeza, la nación respecto a sus colonias. Ya hemos expuesto que estaría formada, a nuestro en­tender, por los valles de México y Puebla, extendiéndose a Tlaxcala y tal vez a Tehua­cán, así como a la región sudeste del actual estado de Hidalgo, hasta los alrededores de Tulancingo; Sanders cree que incluso tam­bién a Morelos. Sin embargo, no estamos muy seguros de ello, pues, aunque induda­blemente se han encontrado allí sitios teo­tihuacanos, no son de estilo puro. A nuestro parecer, la zona metropolitana, tal como de­bió de ser durante las épocas de apogeo de la ciudad, refleja exclusivamente una cultura, la misma de la capital. En esta zona no hay mezcla de estilos, lo que no obsta para la existencia de variantes dentro del mismo tipo, las cuales, en todo tiempo y lugar sue­len presentarse sobre todo entre lugares urba­nos y rurales.

 

El valle de México y su paralelo de Teo­tihuacán abundan en sitios de esta época. Algunos son reducidos, pero la mayor parte de los demás, o bien son pueblos que tal vez lle­garon a tener unos 2.000 habitantes, o acaso aldeas cuya población fluctúa alrededor de 100 habitantes. Los hay, además, que pue­den considerarse pequeñas ciudades con su centro ceremonial establecido y edificios or­denados alrededor de plazas y zonas residen­ciales. Hemos localizado algunos en las pe­queñas islas del lago de Texcoco, como, por ejemplo, Tlatelolco, que pudo ser aldea de pescadore9, o San Lorenzo Xochimancas, hoy parte de la ciudad de México, donde se hallaron los cimientos de un pequeño templo y de unas treinta casas.

 

En la región poblana tlaxcalteca nuestros datos son confusos en cuanto al número y calidad de los poblados de esa época, si bien no son muchos. Entre ellos se alza una ciudad grande: Cholula. Las exploraciones efectuadas en la pirámide mayor muestran en los edificios del interior la típica arquitectura teotihuacana, con talud, tablero e incluso pinturas murales, además de innumerables ob­jetos del propio estilo. La inclusión de Tehua­cán en la zona metropolitana es menos cla­ra, porque en las tumbas de esa ciudad se cobraron objetos que corresponden a dos culturas, de las que sólo una es teotihuaca­na. Sin embargo, allí estuvo el centro de pro­ducción de la cerámica anaranjada delgada, tan característica del Teotihuacán clásico.

 

En la región hidalguense, Huapacalco tuvo un período típicamente teotihuacano y hubo otros sitios menores. Recordamos ade­más el cerro de las Navajas, de donde los teotihuacanos, desde una época bastante an­tigua, conseguían obsidiana, que luego tallaban en su ciudad, lo que venía a indicar que formaba también parte de la zona metropo­litana.

 

Parece, pues, que entre el principio de la era cristiana y el año 650, más o menos, la zona estaba poblada por gentes de cultura exclusivamente teotihuacana, que formaban parte del estado teotihuacano. Desde enton­ces, Cholula alcanza el preponderante papel de segunda capital, iniciando con ello el pa­trón característico de la historia mancomunada del valle de México y el de Puebla. Hemos señalado que los toltecas en siglos posterio­res luchan en vano por restablecer este doble asentamiento, indispensable para el éxito de la geopolítica mexicana, y que los mexicas estaban a punto de conseguirlo cuando so­brevino la conquista española. Primero la colonia y después el México independiente tuvieron buen cuidado en mantener la hege­monía y dominio de ambos valles, tal como habían hecho los teotihuacanos; Puebla se establece durante cuatrocientos años como la segunda capital del virreinato y después de la nación.

 

El área metropolitana, que había de convertirse en cabeza del imperio teotihuacano, parece haber sido la primera que dominó la gran ciudad y luego se lanzó a expediciones y conquistas cada vez más ambiciosas y le­janas.

 

Para tratar con alguna base de ese im­perio, necesitamos considerar aquellos luga­res donde en cierta manera quedan huellas de influencias teotihuacanas. A veces, la abundancia y categoría de objetos, así como la presencia de edificios, evidencian que los teotihuacanos estuvieron establecidos allí; en otros sitios sólo vemos el rastro de influencias o bien de comercio, tal vez indirecto. Asimismo muchos objetos de esos lugares son productos locales, aunque copiados del estilo metropo­litano.

 

Es esencial que de todos esos sitios, a diferencia de la zona metropolitana, desta­quemos, junto a la presencia o la influencia de Teotihuacán, la cultura propia del lugar, imborrada y frecuentemente poderosa, que no desaparece ante el impacto de la ciudad del Altiplano, sino que, a la larga, más bien absorbe los rasgos procedentes de ella.

 

Creemos que sería interesante señalar los puntos principales de áreas geográficas en las cuales Teotihuacán estampó su sello, pero resultaría demasiado extenso citarlo aquí. Sólo podremos resumir los datos prin­cipales, al tiempo que recorremos breve­mente las grandes áreas de Mesoamérica.

 

Sobre los estratos posteriores al fin del mundo olmeca, hacia principios de la era cristiana, por ejemplo en Tres Zapotes, apa­recen figurillas particularmente la de un dios viejo que recuerdan las teotihuacanas, unas muñecas con brazos y piernas movibles y unidas por hilos al cuerpo, un cande­lero algo irregular y numerosos braseros con tres salientes en el borde, a veces muy pro­minentes v a menudo en forma de cabeza humana; todo esto se encuentra también en Teotihuacán desde el primer siglo de nuestra era.

 

Aunque más tardío, Cerro de las Mesas está más cercano a Teotihuacán en los si­glos III a VI. Son tantos los parecidos que se ha dicho que "más que un sitio veracruzano, se trata de la cultura del Altiplano enclavada, trasplantada a la costa". Opinamos que es excesiva esta afirmación, ya que hay muchos elementos en Cerro de las Mesas que no co­rresponden a la cultura del Altiplano, aunque es evidente la presencia metropolitana en ese sitio.

 

En otros lugares de lo que fue la antigua área olmeca se han dado numerosos hallaz­gos teotihuacanos, pero nunca suficiente­mente completos puesto que en la mayoría de los casos se trata de objetos aislados para permitir un estudio satisfactorio. Pero, en conjunto, es evidente que la influencia en la Mixtequilla fue tal que debió de ser ocupada durante cierto tiempo por teotihuacanos.

 

A nuestro entender, El Tajín y la asocia­ción de su complejo cultural no se conforman con recibir abundantes influencias teotihua­canas, sino que exportan su estilo, y es Teotihuacán quien a veces recibe y, a su vez, refleja la cultura del Tajín. Entre otros, son prueba de ello el hallazgo de yugos en Teo­tihuacán y la presencia de los célebres motivos entrelazados.

 

En Oaxaca la situación difiere según se trate del valle central o de la Mixteca. En ésta los hallazgos de vasijas teotihuacanas, como en Tamazulapan, son esporádicos y sólo podrían sugerir ciertas relaciones, pero con una cultura local de carácter inconfundible.

 

El propio valle de Oaxaca, gracias a las exploraciones de Monte Albán y algunos hallazgos aislados, es más aclaratorio. Es evi­dente que hacia el siglo II d. de C. aparecen objetos teotihuacanos tanto en Monte Albán como en Loma Larga. Recordemos que el conocido florero, la olla de Tláloc, la olla típica teotihuacana o las vasijas con salientes como asas, que sirven para sostenerlas sobre los braseros, ya eran antiguas en Teotihuacán. El siglo III parece ser la época de mayor influencia.

 

No podemos dejar de mencionar la ar­quitectura a base de talud y tablero, que, por muy original que sea en el valle de Oaxaca, puede tener alguna filiación teotihuacana, ya que allí parecen iniciarse esos rasgos que en adelante serán característica arquitectó­nica de Mesoamérica y fueron permanentes hasta la llegada de la nueva arquitectura es­pañola.

 

En el centro de Guerrero se han encon­trado muchísimos objetos, particularmente figurillas de piedra y máscaras, sin duda de inspiración teotihuacana, como la célebre máscara incrustada con mosaico de turquesa. Es tan puramente teotihuacana que se expone en esa sala del Museo. Pero como casi no se han efectuado exploraciones en esa re­gión, poco sabremos de fijo lo que hay allí.

 

El occidente de México es una área en donde las muestras de cultura teotihuacana son escasas y en su mayoría indican más bien un conocimiento indirecto de lo que pa­saba en la metrópoli. Así, por ejemplo, las ollas al fresco de Jiquilpan y de otros sitios de Michoacán, o los braseros de Colima, que son teotihuacanos en cuanto a la idea gene­ral y el empleo de ciertas técnicas, pero que no reproducen fielmente el espíritu teotihuacano ni fueron copiados allí de un modelo teotihuacano. Esta vasta región sufrió in­fluencias, aunque indirectas.

 

Muy semejante es lo que acontece en el centro septentrional de México, aunque en él si suponemos avances colonizadores veni­dos del Altiplano. No olvidemos que estas tierras de la Mesoamérica marginal no te­nían una cultura equiparable a la teotihuacana ni estaban, por tanto, capacitadas para entender el desarrollo superior de la me­trópoli.

 

En la vertiente Pacífica de la zona maya es muy diferente la situación. En el centro de Chiapas particularmente el alto Grijal­va hay sitios como El Mirador, donde apa­reció un conjunto de cerámicas teotihuaca­nas. En la costa que abarca incluso la de Guatemala y todo El Salvador también existen numerosos objetos teotihuacanos característicos, como se ha demostrado en una serie de hallazgos en Tazumal y en diversos puntos.

 

Es indudable la llegada de objetos de la metrópoli hasta en Guanacaste, Costa Rica, donde se encontró una vasija al fresco de for­ma y decoración del más puro estilo teotihuacano. En el Altiplano de Guatemala, cerca de la capital, está situado Kaminaljuyú. La presencia teotihuacana es aquí tan poderosa que Kidder su explorador sugie­re la posibilidad de una verdadera coloniza­ción. Otros hallazgos, como, por ejemplo, los del lago de Amatitlán, tienden a demos­trar una situación muy parecida.

 

Algo similar ocurre en el Petén. Las ex­ploraciones de Tikal han evidenciado que durante el siglo v estuvo expuesta a fuertes influencias teotihuacanas, como se observa en las vasijas estucadas, de forma y decora­ción características. Una de ellas representa una procesión de guerreros y tres pirámides coronadas con templos, del más claro estilo teotihuacano. Por cierto que ésta es una de las raras representaciones de guerreros que podemos relacionar con dicha ciudad. Otra vasija tiene, como más típico, caras y figuras completas de dioses que podían haberse en­contrado en el propio Teotihuacán sin causar el menor asombro.

 

Por lo menos cuatro estelas representan al dios de la Lluvia o elementos asociados con él en la forma usual en el Altiplano y no como en el Chac de los mayas. En Copán y otros sitios de Honduras hay cerámica anaran­jada delgada y algunas esculturas que manifies­tan ciertos contactos. Yucatán, por el contrario, parece haber sido un mundo aparte, adonde no llegó Teotihuacán ni tampoco lo hicieron los olmecas.

 

Esta expansión teotihuacana no implica necesariamente conquista, aunque por las razones que ya se han mencionado, por urgir tributos y debido al sistema político que so­brevivía en épocas posteriores, podríamos asegurar que intervinieron guerreros al lado de los comerciantes y de los sacerdotes. El imperio teotihuacano no actuó al estilo roma­no, de manera compacta, que ocupó y colo­nizó todo el terreno de las gentes vencidas. Lo formaron una especie de islotes a mane­ra de guarniciones, o centros de recaudación de tributos, colocados en lugares estratégi­cos, pero sin pretender cubrir con su propia gente el área sometida.

 

Es imposible precisar hasta qué punto Teotihuacán exportó sus creencias, su sa­cerdocio o sus ceremonias, sin que de ello pudiera deducirse dominación política. El hecho es que en cualquier lado encontramos imágenes y objetos ceremoniales muy pare­cidos a los de los teotihuacanos, pero como, al fin y al cabo, la raíz de todas las religio­nes mesoamericanas es la misma, esto no de­muestra que Teotihuacán haya impuesto sus dioses sobre los de las otras naciones. Sin embargo, es curioso que en algunos casos, como Monte Albán, la presencia teotihua­cana esté asociada a innúmeras imágenes de divinidades antes no conocidas en Oaxaca y que en su mayoría corresponden a los teo­tihuacanos, lo mismo parece suceder en Gue­rrero y acaso en Veracruz.

 

A pesar de estas dudas, puede afirmarse que Teotihuacán no sólo es el primer estado del Altiplano, sino que inicia el patrón impe­rial que habrán de seguir sus sucesores. No es mera coincidencia el hecho de que si colo­camos el mapa del imperio azteca sobre el que señale los sitios con presencia teotihua­cana, ambos serían casi iguales y excluyen las mismas áreas, como Yucatán.

 

El conjunto de razones que hemos veni­do señalando indican la importancia única de Teotihuacán y el porqué de las leyendas y de la historia real que habrían de seguirse en tiempos posteriores a su caída.

 

Pero antes de pasar a este tema tan inte­resante será necesario que con más amplitud de lo que lo hemos hecho páginas atrás consi­deremos la fecha de esa caída y sus posibles causas.

 

El fin de Teotihuacán.

 

La segunda mitad del siglo VII d. de C. es la fecha más probable para el fin de Teotihuacán. Coinciden en ello tanto los datos arqueológicos como los escasos documentos históricos. Dicho así, parece como si no hu­biera problema. Pero desgraciadamente hay contradicciones y dudas, no en cuanto a que Mesoamérica en el siglo VII o principios del VIII sufriera la fuerte conmoción que le produjo el fin de la gran ciudad, de su impe­rio y su cultura, sino en cuanto a la forma en que esta caída ocurrió y a la duración del proceso que condujo a la muerte del mundo teotihuacano.

 

Veamos primero el problema de las fe­chas y su significado posible.

 

Durante las exploraciones de 1962 a 1964, en varios edificios a lo largo de la calle de los Muertos encontramos restos carboni­zados de vigas que habían pertenecido a te­chos o a jambas. Once de ellas fueron ana­lizadas por el método del C14. En todos los casos correspondían a los últimos edi­ficios construidos en el lugar respectivo. Como es bien sabido, la costumbre mesoame­ricana de construir un templo sobre las rui­nas de otro o de desmantelar el más antiguo para hacer uno nuevo encima de él permite con cierta facilidad establecer la secuencia de estas construcciones y saber cuál fue la última de ellas. Estamos seguros, por tanto, que los templos teotihuacanos de donde re­cogimos las vigas carbonizadas son la última construcción en aquel emplazamiento. Podría asegurarse, pues, que las fechas logradas de esas vigas son las del edificio último. Pero las cosas no son tan fáciles. En efecto, el método del C14 permite fechar objetos que han tenido vida exclusivamente éstos y la fe­cha obtenida señala cuándo murieron. En el caso que nos ocupa, indica cuándo fueron cor­tadas las vigas que encontramos calcinadas, pero no cuándo se construyó el edificio en el que se usaron y, menos aún, la fecha de su destrucción. Es evidente que, en la mayoría de los casos, cuando se corta un árbol para reducirlo a vigas, éstas se emplean inmediata­mente, ya que su finalidad es obtener el material necesario para techar un edificio en cons­trucción. Pero las vigas pueden haber perte­necido a un edifico anterior y, al demolerse éste, ser reutilizadas las que se conservasen en buen estado para techar la nueva construc­ción. Esta práctica era frecuente en Teotihua­cán, donde, por cierto, durante la época III ya habían terminado con los bosques cercanos. En el caso concreto que nos ocupa, hay eviden­cia indudable de que las vigas del edificio anterior al Quetzalpapalotl de donde se ob­tuvieron seis de las once muestras fueron arrancadas de su sitio y, por tanto, probable­mente reusadas en el nuevo palacio. Perdó­nesenos habernos extendido tanto sobre estos tecnicismos, pero son indispensables para entender las bases sobre las cuales han sur­gido opiniones contradictorias respecto a la fecha en que fueron erigidos estos edificios y, en consecuencia, la probable de su destrucción.

 

En efecto, las fechas dadas por el mé­todo del C14 fluctúan entre los años 50 y 290 d. de C., pero, salvo la más antigua, todas es­tán entre los años 150 y 290. Asociadas a estas muestras hallaremos cerámicas de la época III. ¿ Quiere esto decir, por tanto, que los últimos edificios a lo largo de la calle de los Muertos y alrededor de la plaza de la Luna fueron cons­truidos en esos años? ¿Y que a esos años corresponde la cerámica y, por tanto, la épo­ca III? Atendiendo sólo a las fechas, ello es evidente. Pero, como siempre, surge la duda si tenemos 'en cuenta la posible reutilización de las vigas. Ya indicamos que en el Quet­zalpapalotl tal hecho es muy posible, pero sería raro que hubiera ocurrido en todos los casos. Mas y siguen las objeciones hay otro problema. De ser tal como exponemos, debe­mos pensar que los templos construidos en la segunda mitad del siglo II y durante el si­glo III perduraron en pie hasta 650, fecha en que suponemos terminó la época III, es de­cir, unos 450 ó 500 años. Esto es inverosímil, ya que los templos eran bastante frágiles, a diferencia de las pirámides o basamentos, que pueden resistir el paso de milenios.

 

Propusimos hace unos años otra explica­ción que actualmente no podemos aceptar. Consiste en creer que los edificios construi­dos entonces terminaran su vida hacia 350 d. de C., mientras que las zonas destinadas a habitación en Teotihuacán siguieron en pleno auge durante otros 300 años. Pero entonces resultaría que la época de mayor expansión de la ciudad corresponde precisa­mente a ese momento, o sea, cuando el gran centro ceremonial ya no se utilizaba, lo que es difícil de aceptar. Tal deducción nos lleva a pensar en dos destrucciones de Teotihua­cán: una en 350, que afectó al centro reli­gioso, y otra en 650, de la ciudad misma. ¿ Cómo pudo haber mantenido su prestigio y su grandeza si las enormes pirámides, o cuando menos la de la Luna, y todos los templos de la calle de los Muertos estaban en ruinas desde el terrible incendio que las asoló en 350? Por otro lado, las relaciones con la zona maya y particularmente con Tikal corresponden bien a 650, y muy mal a 350. Las fechas de Tikal y la historia maya están basadas en las inscripciones de Cuenta Larga, que, como es sabido, dan fechas pre­cisas, aunque no hay que olvidar que la sin cronología con el calendario cristiano no es totalmente firme.

 

Hemos querido, aunque sea en forma algo resumida, plantear el problema y, por mucho que se ha usado la cronología más aceptada para Teotihuacán, nos quedan du­das sobre si es la verdadera o si debemos re­trotraería en unos tres siglos.

 

Si la fecha para el fin de Teotihuacán es difícil de precisar, más dudosas son las ra­zones que provocaron este acontecimiento que conmovió a Mesoamérica y el clima cul­tural en el que se verificó. Es evidente que la época final de Teotihuacán, la IV, fue de gran prosperidad material, por lo menos en algu­nos aspectos. La industria de la obsidiana da la impresión de haber disminuido en importancia, pero los productos traídos por comercio o por tributo desde tierras lejanas, al contrario, parecen ser más numerosos. En cambio, hay sugerencias en el sentido de que el valle de Puebla o, por lo menos, su centro principal, Cholula, se estaban alejando del dominio de la metrópoli. Es posible que Teo­tihuacán estuviera perdiendo su control sobre esa área indispensable y sufriendo, por tanto, una sensible reducción en su área metropoli­tana. Asimismo las relaciones con el valle de Oaxaca ya eran inexistentes, posiblemente por la misma razón, pues al perder Puebla, se cortaba la comunicación.

 

No es posible creer demasiado en la teo­ría de que la decadencia pudo provenir de cambios climáticos, pero si parece que hubo entonces un período más seco y tenemos cier­tas razones para creer que para entonces ya se habrían acabado de desmontar los cerros, dejándolos deslavados y estériles como es­tán hoy. Ello era debido a la tala incesante de árboles para construcciones y a la enor­me cantidad de cal que los teotihuacanos quemaron durante tantos siglos.

 

Hasta ahora no nos hemos referido a la composición étnica de Teotihuacán, por ser problema del que básicamente carecemos de todo dato. Sin embargo, Wigberto Jiménez Moreno ha sugerido que pudiera estar habi­tada por nahuas hablantes de la forma antigua del idioma combinados con popolucas y mazatecos, aunque tal vez fueron mixtecos. Pero sean quienes fueren, esta situación in­ternacional, por un lado tan rica en posibilida­des, también estaría preñada de problemas sociales y políticos, al igual que medio mile­nio más tarde ocurrió con los toltecas. Y, en efecto, creemos que las causas profundas y más decisivas en la caída de Teotihuacán pro­vienen de aspectos sociales, políticos y, desde luego, religiosos.

 

Ya hemos visto como, al fin, los habitan­tes en las antiguas zonas residenciales deja­ron de vivir en casas aisladas y la mayoría de ellos quedó congregada en casas de departamentos, lo cual forzosamente tuvo que pro­ducir cambios considerables en la vida misma del teotihuacano. Los grupos estarían más estrechamente vinculados en lo físico, pero la aglomeración debió causar numerosas fric­ciones. También la aglomeración y el gran aumento de la población multiplicó los pro­blemas urbanos y económicos. ¿ Pudo la jerarquía organizar con suficiente eficien­cia el abastecimiento de habitantes reunidos en cantidades hasta entonces desconocidas?

 

Creemos que no y que, como ha ocurrido en otros casos, el problema económico creó un distanciamiento aún mayor entre gober­nantes y gobernados. Es evidente que los primeros vivían cada vez con más lujo; es probable que los segundos encontraran cada vez más dificultades para sobrevivir. Si a esto añadimos los problemas causados por gente foránea que vivía dentro de la ciudad, no es extraño que se haya formado ese pro­letariado interno para usar la frase toynbea­na cada vez más intranquilo y deseoso de cambios y nuevas formas sociales y polí­ticas.

 

Este aspecto está relacionado con lo que aparentemente fue una excesiva centralización de poder en la ciudad; tendería a enajenarse las simpatías de los otros pueblos sus vecinos e incluso de sus más lejanos tributa­rios. Lo que ya dijimos del posible abandono, o cuando menos descuido, del área citadina dedicada a los templos y a los dioses puede significar, en cierto modo, un des­pego del pueblo no hacia los dioses, sino hacia sus representantes en la tierra, debi­do sobre todo a que éstos, antes una mino­ría creadora, se habían convertido en una minoría opresiva. Señalamos ya hace años que al principio los sacerdotes dieron un im­pulso enorme a la cultura y lograron obras de arte maravillosas, pero, conseguido su triun­fo, sólo pensaron en conservarlo y se fosili­zaron, perdiendo su fuerza interior, y queda­ron, por tanto, sujetos a ser víctimas del primer audaz. Aristóteles o Vasco de Quiro­ga hubieran dicho que de una aristocracia se habían convertido en una oligarquía.

 

¿ Quién pudo ser ese primer audaz? No parece, ciertamente, que fuera ninguna de las naciones más o menos poderosas que en­tonces existían y que, libres o semisubyuga­das, habían logrado desarrollarse al mismo tiempo que Teotihuacán. Se trataría más bien de pueblos que vivían al norte o al no­roeste, posiblemente otomíes. Estos u otros semejantes tenían una cultura más baja que la teotihuacana, pero habían permanecido durante varios siglos en contacto con la me­trópoli y tomaron de ella numerosos adelantos. Si hubiesen sido sólo nómadas, jamás hubieran tenido la fuerza suficiente para vencer a una nación poderosa y organizada. Pero ya no eran nómadas y su largo contacto con la Mesoamérica nuclear había, sin duda, elevado su cultura. Por otro lado, la desorga­nización interna de Teotihuacán, debida tal vez a las causas que hemos esbozado, puso a la ciudad en ese estado caótico que diera pie al atrevido para apoderarse de ella en violento ataque. Estas gentes pueden haber constituido el proletariado externo que dio el golpe de gracia a la cultura teotihuacana.

 

De lo que estamos seguros es de que la ciudad fue incendiada, saqueada y en parte destruida de propósito; las huellas del incen­dio final son evidentes en muchos de los templos a lo largo de la calle de los Muertos. Donde más se advierte esto es en el palacio del Quetzalpapalotl. Aquí no se conformaron con quemar los techos, sino que las mara­villosas columnas esculpidas con la efigie del dios fueron desmanteladas y en parte soterradas en un enorme socavón abierto en el centro del patio. También la escalera mo­numental de la pirámide de la Luna fue des­truida de propósito y casi todas las grandes piedras de los escalones hoy repuestas en su sitio primitivo fueron quitadas de allí y esparcidas por la plaza. Tenemos tam­bién evidencia de que muchas de las ofren­das que solían colocarse frente a los templos al edificarse fueron saqueadas de tal manera que en casi todos los casos sólo encontramos vacías las cajas. Tal vez en tal ocasión aca­rrearon también durante varios metros la enorme estatua de la diosa del Agua hoy en el museo, que se supone estaba sobre la pirámide de la Luna y fue hallada hacia 1860 ya sin su corazón de jade a 142 m al oeste de la pirámide.

 

Más desastroso para la gran ciudad fue el saqueo sufrido que trece siglos de destruc­ción lenta causada por los hombres y la na­turaleza. Con él termina Teotihuacán y muere esa gran cultura. Pero dejaría una herencia inmensa e influiría sobre la historia posterior hasta nuestros días, creando una leyenda que demuestra la grandeza alcanzada.

 

En los doscientos años siguientes, los conquistadores y la reducida porción de los vencidos teotihuacanos conviven en el área, pero nunca reconstruyen los templos asolados ni recobra su antigua grandeza la ciudad. Ahora los muros se construyen de adobe en vez de piedra, y de lodo los pisos en lugar de estuco. Desaparece todo el gran arte y la ciudad se va despoblando con rapidez. Es el periodo arqueológicamente señalado por la cerámica Coyotlatelco, de donde provendría una de las características cerámicas toltecas.

 

El periodo es importante por dos moti­vos básicos: el primero consiste en la reac­ción en cadena, que en un siglo acabaría con la época clásica, y una diáspora de los teotihuacanos, que llevan consigo sus ideas y sus conocimientos; el segundo conforma la época en que parte de la vieja herencia se transmite a los nuevos herederos.

 

Cuando se operan transiciones bruscas, el estudio de una época en este caso entre 650 y 850 resulta poco de8lindado y difícil de seguir. La caída teotihuacana produce esa reacción en cadena que mencionamos; en un siglo acabaría con todas las grandes culturas llamadas clásicas de México. Monte Albán desaparece como capital del valle de Oaxaca, en cierto modo similar a Teotihuacán, entre 750 y 800. En el siglo IX se extinguen todas las grandes ciudades mayas.

 

El vacío dejado por Teotihuacán provocó tales repercusiones que cambió todo el horizonte político y en parte social de Mesoa­mérica. El balance del poder queda alterado y dislocada gran parte de la antigua econo­mía. Esto se debe, sobre todo, a que mu­chos productos muy buscados y que eran una de las mejores fuentes comerciales deja­ron de interesar al menos por algún tiempo, ya que se trataba de los objetos suntua­rios necesarios a la aristocracia de la época clásica. Al desaparecer ésta se agotan los compradores, y los comerciantes de lejanas tierras pierden el estimulo e interés. Hay también una gran crisis religiosa, que trae como consecuencia la reducción aún mayor del movimiento comercial. Al desaparecer el gran centro religioso terminan las peregrinaciones hacia él y el movimiento econó­mico y social que representaban y aun pro­ducían antes. Al desaparecer la vieja jerarquía, o cuando menos al disminuir su prestigio, la organización política sufre consecuencias de­sastrosas que prácticamente acaban con los estados poderosos. Sólo reanudarán la antigua tradición al término de esta época de confu­sión. Los antiguos residentes, con su cultu­ra milenaria, ya no gobiernan; ahora rigen los pueblos nuevos hasta entonces habitantes de zonas rezagadas. Pero felizmente esos pueblos nuevos se aculturan, si podemos usar la palabra, al contacto con los antiguos pue­blos vencidos.

 

En el año 850, los recién llegados ya no tan recién llegados, por cierto han asimila­do, en su contacto con los descendientes teotihuacanos que permanecen allí, una serie de rasgos culturales. Buena parte de ellos, gracias a esta aculturación, pueden transmi­tir la cultura a sus sucesores, que llamamos toltecas. Durante el proceso de aculturación los recién llegados olvidan sus verdaderos orígenes y, de una manera muy característica en Mesoamérica, llegan a sentirse no sólo los descendientes verdaderos que no lo eran, sino los representantes de la vieja gloria. La historia se convierte en mito, en un pasado legendario, donde ya no son los hombres, sino los gigantes y los dioses quienes erigieron la ciudad. De ahí el nombre de Teotihuacán dado a las colosales ruinas. Como es bien sabido, significa lugar de dioses o donde nacen los dioses. Su nombre genérico era Tolan, que significa sencillamente ciudad; así se decía Tolan Chololan, y la Tula que nosotros conocemos ha perdido su apelativo preciso, Tolan Xicotitlan; es casi seguro que se denominaba así lo que nosotros llamamos simplemente Tula.

 

La creación del Quinto Sol

 

Este proceso de deificación o mitificación del pasado teotihuacano va acompañado de una gran leyenda: la creación del Quinto Sol.

 

Según la cosmología mesoamericana hubo una serie de soles: el primero, el segundo, el tercero y el cuarto. Todos habían pere­cido, en parte por rivalidades de los dioses y en parte por culpa de los hombres. En cada uno se había destruido la humanidad, desapareciendo todo. En cada caso fue nece­saria una nueva creación total hecha por los dioses para que surgiera una nueva huma­nidad. Teotihuacán vive bajo el Cuarto Sol, que suponemos termina con la destrucción de la ciudad.

 

De la creación del Quinto Sol se han ela­borado varias versiones, como vemos en la publicada por Del Paso y Troncoso con el titulo de Leyenda de los Soles.

 

 "Este Quinto Sol dice la leyenda, su nombre es Cuarto Movimiento. Es el Sol que nos alumbra a nosotros."

 

Recordemos que esto fue escrito bajo el Quinto Sol, es decir, mucho después de Teotihuacán.

 

"Ahora, y ésta es su señal, aquí está."

 

El que narra esta leyenda, en un relato anónimo, evidentemente estaba viendo un códice pintado y señalaba con el dedo a sus oyentes:

 

"Aquí está",

 

es decir, donde aparecía el dibujo en el documento que se refería a lo que estaba diciendo.

 

"Cuando sobre el fuego cayó el Sol, allí en Teotihuacán. Así también fue su Sol de Topiltzin de Tula, de Quetzalcóatl. Los dio­ses citan a Nanahuatl y le dicen: Por siempre guardarás tú el cielo, la tierra. Y luego no más entristecióse y dijo: ¿ Qué dicen?, puesto que viven los dioses, yo soy un enfermo. Y también allí citan al llamado Cuatro Pedernales, la misma Luna. Y Nanahuatl se detiene, toma su espina, su planta llamada Acxoy al punto se sangra con navaja de obsidiana, la Luna hace penitencia y luego ya se bañan. Anáhuac fue el primero y después se baña la Luna."

 

Nanahuatl ya estaba convertido en Sol.

 

"Plu­mas finas eran sus hojas de hierba, piedras preciosas sus espinas, piedras preciosas lo que inciensa."

 

Otra versión mucho más inteligible es la que nos da Sahagún. Dice así:

 

"Decían que antes que hubiese día en el mundo que se juntaron los dioses en aquel lugar que se lla­ma Teotihuacán, que es el pueblo de San Juan entre Chiconautla y Otumba, dijeron los unos a los otros dioses: ¿ Quién tendrá cargo de alumbrar al mundo? Luego a estas palabras respondió un dios que se llamaba Tecucisté­catl y dijo: ‘Yo tomo el cargo de alumbrar al mundo’; luego otra vez hablaron los dioses y dijeron: ‘¿Quién será el otro?’. Luego se miraron los unos a los otros y preguntaban quién sería el otro, y ninguno de ellos osaba ofrecerse a aquel oficio; todos temían y se ex­cusaban. Uno de los dioses de que no se hacía cuenta y era buboso (es el enfermillo que vi­mos en la otra relación) no hablaba, sino oía lo que los otros dioses decían y los otros habláronle y dijéronle: ‘Sé tú el que alumbres, bubosito’. Y él de buena voluntad obedeció a lo que le mandaron y respondió: ‘En merced recibo lo que me habéis mandado; sea así’. Y luego los dos comenzaron a hacer peniten­cia cuatro días, y luego encendieron fuego en el hogar, el cual era hecho en una peña que ahora llaman Teotexcalli.

 

"El dios Tecucistécatl todo lo que ofrecía era precioso. En lugar de ramos ofrecía plumas ricas que se llaman quetzalli y en lugar de pelotas de heno ofrecía pelotas de oro (claro que no podrían haber sido de oro en Teotihuacán, pero esto ya es la confusión de la leyenda posterior), y en lugar de espinas de maguey ofrecía espinas hechas de piedras preciosas, y en lugar de espinas ensangren­tadas ofrecía espinas hechas de coral colorado; y el copal que ofrecía era muy bueno. Y el buboso, que se llamaba Nanahuatzin, en lugar de ramos ofrecía cañas verdes ata­das de tres en tres, todas ellas llegaban a nueve; y ofrecía bolas de heno y espinas de maguey; ensangrentábalas con su propia sangre; y en lugar de copal ofrecía las pos­tillas de las bubas.

 

"A cada uno de éstos se les edificó una torre como monte: en los mismos montes hacían penitencia cuatro noches. (Son, por supuesto, las pirámides del Sol y de la Luna.) Ahora se llaman estos montes Tzaqualli, están ambos cerca del pueblo de San Juan que se llama Teotihuacán. Después que se acabaron las cuatro noches de penitencia, luego echaron por allí los ramos y todo lo demás con que hicieron penitencia. Esto se hizo al fin o al remate de su penitencia cuan­do la noche siguiente a la medianoche ha­bían de comenzar a hacer su oficio. Antes un poco de la medianoche, diéronle sus aderezos al que se llamaba Tecucistécatl...

 

"Ordenáronse los dioses en dos rencles, unos de una parte del fuego y otros de la otra; y luego los dos sobredichos se pusieron delante del fuego, las caras hacia el fuego, en medio de los dos rencles de los dioses. Los cuales todos estaban levantados y luego hablaron los dioses y dijeron a Tecucisté­catl: ‘Ea, pues, Tecucistécatl, entra tú en el fuego’. Y luego acometió para echarse en el fuego, pero como era grande y estaba muy encendido, sintió el gran calor, hubo miedo y no osó echarse en el fuego y volvióse atrás. Otra vez tornó para echarse en el fuego ha­ciéndose fuerza y, llegando, detúvose, no osó echarse. Cuatro veces probó, pero nunca se osó echar. Estaba puesto un mandamiento que no probase más de cuatro veces. De que hubo probado cuatro veces, los dioses luego hablaron a Nanahuatzin y dijéronle: ‘Ea, pues, Nanahuatzin, prueba tú’. Y como lo hubieran hablado los dioses, esforzóse y ce­rrando los ojos arremetió y echóse en el fue­go y luego comenzó a rechinar y respendar en el fuego como quien se asa; y como vio Tecucistécatl que se había echado en el fuego y ardía arremetió y echóse también en el fue­go y disque luego una águila entró en el fuego y también se quemó, por eso tiene las plu­mas hoscas negrastinas. A la postre entró un tigre y no se quemó sino chamuscóse y por eso quedó manchado de negro y de blanco.

 

"Después de que ambos se hubieron arrojado al fuego y después que se hubie­ron quemado, los dioses se sentaron a esperar de qué parte vendría a salir el Nanahuatzin. Después que estuvieron un gran rato esperan­do, comenzóse a parar colorado el cielo y en todas partes apareció la luz del alba. Y dicen que después de esto los dioses se hincaron de rodillas para esperar a donde saldría Nana­huatzin hecho Sol: a todas partes miraron volviéndose en rededor, mas nunca acertaron a pensar ni a decir a qué parte saldría... Y cuando vino a salir el Sol pareció muy colo­rado, parecía que se contoneaba de una parte a otra; nadie lo podía mirar, porque quitaba la vista de los ojos, resplandecía y echaba ra­yos de si en gran manera, y sus rayos se de­rramaron por todas partes; y después salió la Luna en la misma parte del Oriente a la par del Sol. Primero salió el Sol y después la Lu­na; por el orden que entraban en el fuego, por el mismo salieron hechos Sol y Luna...

 

"Y dicen los que cuentan fábulas o ha­blillas que tenían igual luz con que alumbra­ban, y de que vieron los dioses que igual­mente resplandecían habláronse otra vez y dijeron: ‘Oh dioses, ¿ cómo será esto? ¿ Será bien que vayan ambos a la par? ¿ Será bien que igualmente alumbren?’. Y luego uno de ellos fue corriendo y dio con un conejo en la cara de Tecucistécatl, oscurecióle la cara y ofuscóle el resplandor y quedó como ahora está su cara (es decir, la Luna).

 

"Después que hubieron ambos salido de la tierra, estuvieron quedos sin moverse de un lugar el Sol y la Luna; y los dioses otra vez se hablaron y dijeron: ‘¿Cómo podemos vivir? ¿ No se menea el Sol? Muramos todos y hagamos que resucite por nuestra muerte’. Y luego el aire se encargó de matar a todos los dioses y matólos".

 

Lo que nos interesa señalar ahora en esta confusa leyenda es que este aconteci­miento, absolutamente fundamental en la his­toria posterior o, por lo menos, en la mito­logía posterior, ocurre en Teotihuacán. Sin sol no puede haber nada; con su creación se inicia la era histórica que sería el mundo de los toltecas y después de los mexicas. Ocurre en Teotihuacán precisamente porque, asombrados ante la magnitud de esas ruinas, pensaron no que las hicieron los hombres, sino que las tuvieron que hacer los gigantes y más que nada los dioses.

 

Por ello Moteczuma II mandó erigir un pequeño adoratorio al pie de la pirámide del Sol, adonde iba, según parece, anualmente a adorar o a ofrecer algún sacrificio a aquellos dioses desconocidos. Son los dioses tan po­derosos que en Teotihuacán habían creado el Quinto Sol, el Sol que alumbraba a los me­xicas. Suponemos que es el Sol que nos alum­bra, puesto que no sabemos que haya muer­to desde entonces.

 

En la época colonial, cuando, poco des­pués de la conquista, Cortés divide el reino de Texcoco entre los descendientes de Ne­zahualcóyotl, Ixtlilxóchitl se construye un palacio. Todavía en el siglo XVIII vivía allí su descendencia.

 

Así vemos el prestigio póstumo de Teoti­huacán, formador de toda la civilización indígena del Altiplano. En cierto modo, todo lo demás no son sino refritos de Teotihuacán; vuelven a repetir, con variantes naturalmente, las mismas cosas y nunca a escala tan enorme. Esta civilización indígena del Altiplano es la que constituye parte de nuestra herencia mexicana. Es evidente que sin Teotihuacán los toltecas y los mexicas hubieran sido bien distintos, si es que hubieran sido algo, y no­sotros lo seríamos también.

 

No queremos prolongarnos más y sólo mencionaremos un último punto que nos pa­rece importante. Teotihuacán estableció por primera vez en este valle en que vivimos el centro político, cultural, religioso y económi­co de lo que los mexicas llamaban el Anáhuac y nosotros México. Gracias a su sensacional triunfo ninguna otra zona pudo después lo­grar la hegemonía. A Teotihuacán debemos la geopolítica definitiva que nos ha condenado a vivir a 2.200 m de altura en este valle, un tiempo tan bello pero nunca particularmente rico. Así, en realidad, dos mil años después México todavía está condicionado, supone­mos que para siempre, pese a su federalis­mo, que no es más que legal, a ser una uni­dad bastante centralizada alrededor de los altos valles de México. Teotihuacán los puso en la historia.

 

Teotihuacán, origen de la quinta edad del mundo.

 

Para el pensamiento indígena, el mundo había existido, no una, sino va­rias veces consecutivas. La que se llamó "primera fundamentación de la Tie­rra", había tenido lugar hacía muchos milenios. Tantos, que en conjunto ha­bían existido ya cuatro soles y cuatro tierras, anteriores a los de la época presente.

 

En esas edades, llamadas "soles" por los antiguos mexicanos, había tenido lugar cierta evolución "en espiral", en la que aparecieron formas cada vez mejores de seres humanos de plantas y de alimentos. Las cuatro fuerzas primordiales -agua, tierra, fuego y viento (curiosa coincidencia con el pensamien­to clásico de occidente y del Asia)- habían presidido esas edades o soles, hasta llegar a la quinta época, designa­da como la del "sol de movimiento".

 

Los primeros hombres habían sido hechos de ceniza. El agua terminó con ellos, convirtiéndolos en peces. La se­gunda clase de hombres la constituyeron los gigantes. Estos, no obstante su gran corpulencia, eran en realidad seres débiles. El texto indígena dice que cuando se caían por algún accidente, "se caían para siempre". Los hombres que existieron durante el tercer sol o edad del fuego, tuvieron asimismo un trágico fin; quedaron convertidos en guajolotes.

 

Finalmente, respecto de los hombres que moraron en el cuarto sol, refiere el mito que, no obstante el cataclis­mo que puso fin a esa edad, los se­res humanos no se convirtieron ya ni en peces ni en guajolotes, sino que se fueron a vivir por los montes transfor­mados en o que el texto llama tlacaozomatin "hombres-monos".

 

La quinta edad en que ahora vivimos, la época del "sol de movimiento", tuvo su origen en Teotihuacán y en ella sur­gió también la grandeza tolteca con nuestro príncipe Quetzalcóatl. Debe añadirse que, si bien el texto indígena que a continuación se ofrece no men­ciona expresamente la evolución que llevó a la aparición de alimentos cada vez mejores, esta ausencia se suple en parte con el antiguo testimonio de la Historia de los mexicanos por sus pin­turas, que asigna sucesivamente para cada una de las edades las siguientes formas de mantenimiento: primero bellotas de encina, en seguida "maíz de agua", luego cincocopi o sea "algo muy semejante al maíz, y finalmente para la cuarta edad –ultima de las que han existido, según esa relación- el maíz genuino, nuestro sustento, des­cubierto por Quetzalcóatl.

 

Tales son los rasgos que parecen caracterizar el mito indígena de los soles.

 

Cada edad o sol termina siempre con un cataclismo. Pero en vez de vol­ver a repetirse una historia, fatalmente idéntica a la anterior, el nuevo ciclo ascendente en espiral, va originando formas mejores. El texto que aquí se transcribe proviene de una antigua re­copilación de Cuauhtitlán:

 

Se refería, se decía

que así hubo ya antes cuatro vidas,

y que ésta era la quinta edad.

Como lo sabían los viejos, en el año 1-Conejo

se cimentó la tierra y el cielo.

Y así lo sabían,

que cuando se cimentó la tierra y el cielo,

habían existido ya cuatro clases de hombres,

cuatro clases de vidas.

Sabían igualmente que cada una de ellas

había existido en un sol (una edad).

Y decían que a los primeros hombres

su dios los hizo,

los forjó de ceniza.

Esto lo atribuían a Quetzalcóat,

cuyo signo es 7-Viento,

él los hizo, él los inventó.

El primer sol (edad) que fue cimentado,

su signo fue 4-Agua,

se llamó sol de Agua.

En él sucedió

que todo se lo llevó el agua.

Las gentes se convirtieron en peces.

Se cimenté luego el segundo sol (edad).

Su signo era 4-Tigre.

Se llamaba sol de Tigre.

En él sucedió

que se oprimió el cielo,

el sol no seguía su camino.

Al llegar el sol al mediodía,

luego se hacía de noche

y cuando ya se oscurecía,

los tigres se comían a las gentes.

Y en este sol vivían los gigantes.

Decían los viejos

que los gigantes así se saludaban:

“no se caiga usted”,

porque quien se caía,

se caía para siempre.

Se cimentó luego el tercer sol.

Su signo era 4-Lluvia.

Se decía sol de Lluvia (de fuego).

Sucedió que durante él llovió fuego,

los que en él vivían se quemaron.

Y durante él llovió también arena.

Y decían que en él

llovieron las piedrezuelas que vemos,

que hirvió la piedra tozontle

y que entonces se enrojecieron los peñascos.

Su signo era 4-Viento.

Se cimenté luego el cuarto sol,

se decía sol de Viento.

Durante él todo fue llevado por el viento.

Todos se volvieron monos.

Por los montes se esparcieron,

se fueron a vivir los hombres-monos.

El quinto sol:

4-Movimiento su signo.

Se llama sol de Movimiento,

porque se mueve,

sigue su camino.

Y como andan diciendo los viejos,

en él habrá movimientos de tierra,

habrá hambre

y así pereceremos.

En el año 13-Caña,

se dice que vino a existir,

nació el sol que ahora existe.

Entonces fue cuando iluminó,

cuando amaneció,

el sol de movimiento

que ahora existe.

4-Movimiento es su signo.

Es éste el quinto sol

que se cimentó,

en él habrá movimientos de tierra,

en él habrá hambres.

Este Sol, su nombre 4-Movimiento,

éste es nuestro sol

en el que vivimos ahora,

y aquí está su señal,

cómo cayó en el fuego el Sol,

en el fogón divino,

allá en Teotihuacán.

Igualmente fue este sol

de nuestro príncipe, en Tula,

o sea de Quetzalcóatl.

 

Creado el quinto sol en el fogón di­vino de Teotihuacán, los antiguos dio­ses se preocuparon por plantar una nueva especie humana sobre la tierra. La creación de los nuevos hombres iba a llevarse a cabo, aprovechando los despojos mortales de los seres huma­nos de épocas anteriores.

 

(El texto de este inciso fue tomado de Miguel León-Portilla, Los antiguos me­xicanos, págs. 15-19, México, 1970).

 

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