Historias, Leyendas y Cuentos de México

Capítulos 101 a 110

101.            La administración del presidente Juárez.

 

La situación tras el cambio político.

 

Restaurada la forma republicana de gobierno con el derrumbamiento del régimen imperial y vuelto el presidente Juárez a la ca­pital, paralelo al optimismo reinante fruto de la victoria, perfilóse a los ojos de los políti­cos sagaces y conscientes, como Lerdo, Iglesias y Juárez un panorama nada  bonancible. Si las armas republicanas habían destruido los más fuertes baluartes reaccionarios, aún quedaban grupos descontentos que añoraban restaurar un régimen conservador y junto a ellos numerosas gavillas de asaltantes, de secuestradores y de malhechores, que surgen siempre en las grandes conmociones sociales y que, sin bandera alguna, roban, asesinan y cometen toda suerte de tropelías. Existía, tam­bién, producto de la euforia que el triunfo trae consigo, una clase militar soberbia, llena de ambiciones, ansiosa de recompensas y de mando. Ella había combatido al Imperio y exigía poder determinar el futuro político del país, al igual o con mayor derecho que los civiles. Los oficiales de la República que en la mayor parte de los casos tenían un influjo considerable en sus provincias de ori­gen o en las que habían actuado, ejercían esa influencia -que era una perpetuación de for­mas socioeconómicas muy remotas y que concluía en formas caciquiles impropias de un país que ingresaba en la modernidad- ampa­rados muchas veces en los principios políti­cos federalistas consignados en las leyes superiores. Esos oficiales, muchos de ellos con auténticos méritos, no se resignaban a ser meras figuras expectantes del desarrollo del país, deseaban intervenir en las decisiones políticas que se daban y tomar responsabili­dades en el manejo de la "Res Pública" (cosa pública) que consideraban como algo que les incumbía. Otra faceta importante a observar era la ac­titud de los parlamentarios, del Congreso que se había disuelto durante la lucha y parte del cual nada había contribuido al triunfo, pero que, una vez logrado éste, reclamaba no sólo participar en el gobierno, sino decidir por sí solos cuanto debiera hacerse. Sentíanse ellos los destinatarios de la salvación de la nación, los padres togados que con su sapiencia y gallardía parlamentaria, con su encendida ora­toria -que era como granadas disparadas en todas direcciones- acertarían en las decisio­nes a tomar. Y por debajo de todo esto, en el sustrato entero del país, yacía el problema económico, aquel que había llevado a suspender el pago de la deuda exterior y ocasionado la intervención. El país requería antes de otra cosa, mejorar su economía, organizar la ha­cienda pública y encontrar las vías que le per­mitieran encauzarse hacia una vía de franco y seguro desarrollo. ¡Tarea ardua e ingente a la que se enfrentaban los reformistas vic­toriosos, los restauradores de la República, Juárez, Lerdo e Iglesias, principalmente!

 

Elecciones y reformas.

 

Una de las primeras preocupaciones del presidente Juárez fue la de convocar a elec­ciones generales en las que el pueblo pudiera libremente elegir al presidente de la Repúbli­ca, a los diputados federales y a los magistrados de la Suprema Corte. Se imponía una legalización de todos los funcionarios, que debido a las circunstancias pasadas, actuaban de hecho y no legalmente. En el mes de agosto de 1867, apareció la convocatoria a elec­ciones, en la cual Juárez y su ministro y con­sejero Sebastián Lerdo de Tejada proponían a la nación, para que ésta las apoyara a tra­vés de un plebiscito, una serie de reformas a la constitución cuya finalidad era "afianzar la paz y consolidar las instituciones, establecien­do el equilibrio de los poderes supremos y el ejercicio normal de sus funciones". Las reformas que proponían fuera de los cauces constitucionales que se señalaban a través del artículo 127 de que toda reforma a la constitu­ción debería iniciarla y realizarla el Congreso y las Legislaturas de los estados, eran las siguientes:

 

Establecimiento de un Senado que contuviera los excesos y desbordes juveniles de los diputados, celosísimos de su fun­ción y envalentonados por su poder. Se tra­taba de erigir dentro del legislativo un grupo que por su mayor edad y experiencia política moderara la demagogia tribunicia, la oposi­ción irreflexiva, la falta de cooperación con el Ejecutivo y la polarización dañosa de inte­reses muy diversos que dificultaba la acción gubernativa;

 

Imponer el veto del presidente a las disposiciones del Congreso, veto que sólo podía anularse cuando votaran en con­tra dos tercios de los diputados. Con ello se pensaba podían contenerse medidas legislati­vas que no estaban de acuerdo con la políti­ca general llevada a cabo por el presidente y sus ministros;

 

Restringir una de las facul­tades de la Diputación Permanente para convocar a sesiones extraordinarias. Se quería evitar una intensa agitación política provocada por los congresistas, la cual pudiera no convenir al Ejecutivo;

 

Variar la forma en que el presidente de la República podía ser sustituido en ausencia también del presiden­te de la corte que por ministerio de Ley de­bía ocupar su lugar;

Devolver al clero el uso de sus derechos cívicos, más concreta­mente el derecho de voto que la legislación reformista le impedía ejercer.

 

Tratábase, en virtud de un acto de conciliación, de atraer a ese fuerte grupo  a la acción política, incor­porarlo en el libre juego democrático para ce­rrar heridas y evitar una división ideológica peligrosa para el país.

 

A más de esas reformas, el presidente y su ministro modificaron la Ley Electoral en tal forma que permitía que los secretarios de Despacho, los ministros de la Suprema Corte y otros funcionarios federales pudie­sen, sin abandonar sus cargos, ser elegidos como diputados, lo cual daría al Ejecutivo una mayor influencia dentro del Congreso. Esta medida fue considerada por los opositores como un deseo de convertir el Parlamento en un cuerpo dócil, sumiso y ma­nejable.

 

Juárez y las críticas de la oposición.

 

Aun cuando las reformas propuestas a toda la nación en forma plebiscitaria, y no sólo al Congreso, dominado completamente por liberales, eran pertinentes, fracasaron y despertaron una feroz oposición, la cual contó con el apoyo de los enemigos de Juárez y de Lerdo, de los que se decían celosos defen­sores de la Constitución y temían que el presidente ejerciera, como lo había hecho en nu­merosas ocasiones, facultades extraordinarias que lo colocaran en un plano dictatorial, pe­ligroso a la nación.

 

En efecto, las críticas dirigidas al gobier­no por eminentes liberales, como Manuel María Zamacona, insinuaban que el gobierno “tiende a neutralizar la acción de la voluntad nacional cuyo órgano es el Congreso... para afirmar la dictadura absoluta”. Y ante el he­cho de  que Juárez, por diversos motivos y con razonamientos muy especiosos, prorro­gaba las facultades extraordinarias que se le habían concedido hasta el momento en que terminara la guerra con Francia, alegando que como aún no se firmaba la paz y subsistía el estado de guerra, debería mantenerlas, los ataques que se le hacían aumentaban. Además, puesto que esas facultades permitíanle mantener el estado de sitio en algunas pobla­ciones y eliminar a algunos políticos, como a León Guzmán en Guanajuato y a Juan N. Méndez en Puebla, para sustituirlos por otros que se plegaran a las consignas oficiales, la crítica se convirtió poco a poco en un des­contento, que aumentó y enajenó al presidente muchas de las simpatías con que contaba muy merecidamente. El presidente Juárez de­cretó en diciembre de 1867 el estado de sitio en Yucatán y en abril de 1868 suspendió las garantías constitucionales, lo que duró de mayo a diciembre. En 1869 suspendió esas garantías para acabar con plagiarios y saltea­dores. En 1870 y 1871 gozó también de esas facultades, puso en vigor viejas disposiciones para acabar con los delitos contra la nación, el arden y la paz, disposiciones que el Congreso tuvo que declarar anticonstitucionales, y se arrogó facultades en materia de hacien­da y guerra que creyó necesario tener. Hay que confesar que algunas de ellas, como las hacendarías, eran necesarias, pues las medidas económicas que el país requería no se podían tomar por estar el Ejecutivo mania­tado por el Congreso.

 

Cuando Juárez tornó a la Ciudad de México, venía acompañado de sus leales amigos y ministros Sebastián Lerdo de Tejada, en cargado del ministerio de Gobernación y Re­laciones Exteriores; de José María Iglesias, ministro de Hacienda, y del general Ignacio Mejía, ministro de la Guerra. Para completar su gabinete llamó para que colaborase a An­tonio Martínez de Castro, eminente jurista a quien confió el ministerio de Justicia e Instrucción Pública, que ocupó hasta junio de 1869 en que le sustituyó Ignacio Mariscal y a Blas Balcárcel, otro de los inmaculados de Paso del Norte a quien reservó el ministerio de Fomento.

 

Como al poco tiempo renunció Iglesias a su ministerio por razones de salud, el presi­dente lo sustituyó por Matías Romero, su co­terráneo, y leal y activísimo ministro en Wash­ington. Habiendo sido nombrado Lerdo de Tejada presidente de la Suprema Corte de Justicia, renunció al ministerio de Goberna­ción, pero conservó la cartera de Relaciones Exteriores. Le sustituyó en Gobernación el jurisconsulto jalisciense Ignacio Luis Vallar­ta, en quien el partido liberal puso mucho in­terés por creer que unificaría los criterios y evitaría la división que se perfilaba. Sin em­bargo, Vallarta, fogoso y ambicioso, no tuvo la suficiente visión ni el tacto que se requería para sustituir a Lerdo de Tejada. Su acción jurídica posterior resultó a la postre más valiosa que la política.

 

El Poder Judicial fue igualmente integra­do provisionalmente en agosto. Como presi­dente del mismo fue nombrado Sebastián Ler­do de Tejada y como ministros los eminentes liberales Pedro Ogazón, Manuel María de Zamacona, Vicente Rivapalacio, José María La­fragua, a quien la cultura y el derecho deben tanto, y Rafael Dondé. También el Ayunta­miento de la ciudad fue integrado provisio­nalmente, pues habla que esperar hasta el momento de las elecciones que se aproximaban, para que el pueblo confirmara o rectificara dichos nombramientos.

 

Las elecciones y los nuevos poderes.

 

Al llegar el mes de diciembre las eleccio­nes se efectuaron y, aun cuando las propues­tas enunciadas mermaron a Juárez populari­dad y le impidieron contar con una mayoría absoluta, lo que hubiera ocurrido sin ellas, la candidatura de Benito Juárez para presidente Constitucional de la República mexicana triunfó frente a la del joven y laureado general Porfirio Díaz, postulado por el Partido Constitucionalista. En el Congreso, Benito Juárez logró también una mayoría, pero una mayoría celosa de la preeminencia del Legislativo y poco dispuesta a ceder ante las con­signas presidenciales y a aprobar todos sus actos. Juárez recibió 7.422 votos de electo­res, Díaz 2.709 y otros candidatos obtuvie­ron 249. En esas mismas elecciones fue elec­to el presidente de la Suprema Corte que debería ser también vicepresidente de la Re­pública. Sebastián Lerdo de Tejada quedó así confirmado como presidente de la Suprema Corte y del Poder Judicial y como posible su­cesor de Juárez en el Ejecutivo. Estos y otros funcionarios, que recibían él apoyo del pue­blo mostrado en las elecciones, iniciaron sus funciones definitivas el 25 de diciembre.

 

Los tres poderes en manos de personas totalmente capaces, de auténticos méritos y celosas por establecer un auténtico régimen de derecho, van, sin embargo, a luchar por sostener la preeminencia a que cada una creía tener derecho. El Poder Judicial trató de que el país se mantuviera bajo la vigencia de la Constitución y que las garantías individuales fuesen respetadas por todas las autoridades. Ignacio Luis Vallarta, como secretario de Gobernación primero, reiteró se tuviera ese res­peto en numerosas ocasiones y sólo transigió en suspender las garantías cuando una revuel­ta encabezada por el general Miguel Negrete, en favor de su amigo Jesús González Ortega, amenazó con alterar la paz.

 

Personalidades eminentes, partidarios los más del presidente, pero no incondicionales de él; otros amigos de Lerdo de Tejada y al­gunos más de Porfirio Díaz,  que figuraban en el Legislativo, trataban de hacer respeta­ble a ese órgano del gobierno, tanto más cuanto que él era quien resistía los impulsos del Ejecutivo por engrandecerse y por obtener una superioridad política, que los diputados consideraban peligrosa.

 

El Ejecutivo bregaba con los problemas señalados anteriormente. A través del minis­tro de la Guerra, Ignacio Mejía, organizaba el Ejército, licenciando a todos aquellos con­tingentes que no se creyeron necesarios. A los jefes les colmó de honores y de preeminencias para evitar alguna violenta ruptura. De las tres figuras más relevantes del mundo mi­litar Jesús González Ortega había caído en desgracia. Aun cuando por manos de sus ami­gos, Negrete principalmente, intenta iniciar una revuelta en 1868 y otra más tarde, con intereses ya mezclados, en 1869, su estrella política declinó definitivamente. Mariano Escobedo por su parte se plegó a las decisiones gubernamentales, se declaró defensor celoso de las instituciones republicanas y más tarde obtuvo la gubernatura de San Luis Potosí. El tercero de los militares, Porfirio Díaz, no se conformó con ser relegado a segunda figura. Ambicioso de poder, como lo revelaría a lo largo de toda su vida, seguro de sus merecimientos y halagado por un grupo impor­tante de políticos que se habían ido separan­do poco a poco de Juárez y de Lerdo, entre los que se encontraban Manuel M. de Zamacona, José María del Río, Francisco Gochicoa, Lorenzo Elízaga, Felipe Buenrostro, José Valente Baz, Ignacio Ramírez, el Nigroman­te, Ignacio L. Altamirano, Justo Benítez y Vi­cente Rivapalacio, el general Díaz saltó a la palestra y, apoyado por el grupo intitulado Constitucionalista, se enfrentó a Juárez en las elecciones de 1867. Su derrota no le amilanó, pues era hombre de carácter, decidido y dispuesto a luchar por algo que consideraba jus­to y más aún benéfico para el país.

 

Las ambiciones militaristas representan en estos años uno de los problemas más gra­ves, pues ellas podían reiniciar una anarquía que ya había concluido. Era menester encau­zar al país por los senderos de la paz y del progreso. A la represión de las sublevaciones de Negrete, ya señaladas, seguirían las ocurridas en San Luis Potosí con ramificaciones en otras ciudades, como Zacatecas, Guadala­jara y Orizaba, encabezadas por los generales Francisco Aguirre y Pedro Martínez, Trini­dad García de la Cadena, y el coronel Jorge García Granados, quienes en un plan lanzado en San Luis desconocían a Juárez, pero no al Congreso ni a la corte e invitaban a adhe­rírseles a otros descontentos. Esta revuelta, dominada por la acción de Sóstenes Rocha en el Puente Grande de Tololotlán y en Lo de Ovejo, revela que los participantes en la guerra de liberación contra Francia y el Im­perio, no deseaban ser pospuestos en la representación política, sino que con entera ra­zón y justicia anhelaban que los puestos administrativos y políticos de los estados se confirieran a quien el voto popular ungiera y no sólo a los incondicionales que el Ejecuti­vo, que trataba de estabilizarse, imponía.

 

Los intentos de restauración imperialista, como los de Yucatán, en donde Francisco Cantón, Felipe Navarrete y otros conservadores asesinaron al  gobernador Cepeda y a su secretario Cirerol a fines de 1867, lo cual obligó a decretar el estado de sitio, suspen­der las garantías y hacer preparativos para enviar fuerzas que dominaran a los insurrectos, muestran también como los problemas militares no eran pocos ni leves.

 

Desde el punto de vista político el Ejecu­tivo deseaba, impulsado por Lerdo, que fue finalmente quien lo consiguió, establecer el Senado de la República argumentando que de esa manera la voluntad nacional estaría mejor asegurada, pues si los diputados repre­sentaban al pueblo, según su número, los se­nadores representarían a los estados en una misma y equitativa proporción. Señalaban sus autores que esa institución existía en otros países, como Inglaterra y los Estados Uni­dos, y que significaba una garantía de mode­ración, porque para ocupar ese puesto se requería mayor edad, experiencia política, pru­dencia e instrucción.

 

La actividad legislativa en este período fue intensa y valiosa. Buena parte de los decretos y leyes que se promulgaron había sido meditada y elaborada cuidadosamente desde los días del éxodo republicano y representa­ba una cristalización de los ideales liberales reformistas que desde el año de 1831 - 1833 tuvieron los hombres del Partido del Progre­so, Mora y Gómez Farías, y que de conti­nuo, pero sin permanencia, se habían postu­lado. La legislación de este período y la del subsecuente, dirigido por Lerdo, muestra un alto sentido constructivo. Las disposiciones no van a ser meras prohibiciones ni van a tratar de limitar la acción de un grupo. Si las Leyes de Reforma van a ser ratificadas y ele­vadas a la jerarquía de constitucionales, lo cual haría Lerdo, eso era lógico y evidente que ocurriera y por ello se justifica la Ley de 25 de septiembre de 1873 sobre adiciones y reformas a la Constitución y a la Ley Regla­mentaria de 14 de diciembre de 1874; pero en su mayoría, las disposiciones que se dan tienden a proporcionar al país las bases para su más amplio desarrollo y para la cristali­zación de una conciencia nacional efectiva y operante. Buena parte se centra en la implantación de un vasto y ambicioso sistema edu­cativo, impregnado de una filosofía pedagó­gica liberal, que le otorgará validez y sentido. Después de él, sólo Vasconcelos en el año 1920 trataría de implantar algo semejante. Ese amplio sistema, con una filosofía operante y un programa que se fue cumpliendo paso a paso, previó la instauración de entidades culturales y educativas, que hicieran posible la transformación espiritual e intelectual de los mexicanos y que les dieran posibilidades de acceso a la cultura universal, al desarrollo científico y técnico que habían alcanzado los pueblos más adelantados de Europa y América.

 

Es prodigioso observar como a partir del mismo año en que triunfó la República, Mé­xico ve aparecer instituciones como la Escuela Nacional Preparatoria, cuya organización se confió a Gabino Barreda; la Escuela Nacional de Ingenieros, semillero de científicos y tecnólogos, la Escuela Nacional de Ciegos, la Biblioteca Nacional de México, que apo­yaría la labor de los centros educativos, y como culminación de todo ello la Ley Orgá­nica de la Instrucción Pública del Distrito Federal del 2 de diciembre de 1867.

 

Si el país tenía una organización política que le daba su Constitución, era preciso com­pletar esa estructura mediante la elaboración de los Códigos que rigieran los derechos ci­viles de las personas y que velaran por su libre y legal ejercicio. Los Códigos Civil de 1870 y Penal de 1871, que ya señalamos se habían comenzado a elaborar antes de la in­tervención y que el Imperio trató de aprove­char, fueron concluidos y promulgados, con lo cual el país contó con vasta y efectiva le­gislación, que muestra el anhelo de los refor­mistas de hacer de México un país, que al amparo de sabias instituciones, ingresara en la modernidad y asegurara su progreso.

 

Lerdo de Tejada y la política interior.

 

Dado que el término de los períodos presidenciales era de cuatro años, Benito Juárez, que había iniciado su mandato a fines de 1867, debería finalizarlo en 1871. Los amigos de Juárez, Lerdo de Tejada y José María Igle­sias, leales a su compañero, creían que éste, al término de su gestión, abandonaría la pre­sidencia y les permitiría sucederlo, aprove­chando su amplia experiencia y posibilitando una transmisión pacífica del poder entre per­sonas animadas de los mismos ideales y amor por la patria.

 

Alma del gobierno era Sebastián Lerdo de Tejada, hombre eminente e inteligentísimo, que pudo haber ocupado el puesto de jefe de Estado en cualquier país culto de su época. Consideró al aproximarse las elecciones de 1871 que el juego político le sería favorable. Desde su puesto de secretario de Relaciones Exteriores y como presidente de la Suprema Corte, y con el ex oficio de vicepresidente de la República, podía mover a sus partidarios, catalizar las voluntades en su favor y ascen­der a la suprema magistratura. No era Lerdo hombre simpático, sino al contrario, frío, reservado, con un sentimiento profundo de su­perioridad, desdeñoso y ello no le favorecía, mas su habilidad política y su influencia le ayudaban.

 

Apoyado en uno de los congresistas más hábiles en la intriga política y quien ejercía enorme ascendiente en el Congreso, en Ma­nuel Romero Rubio, Lerdo logró formar a su alrededor un grupo de partidarios como Ramón Guzmán, Jorge Hamecken y Mejía, Vidal Castañeda y Nájera, Joaquín Alcalde, Alflonso Lancaster Jones, Hilarión Frías y Soto y muchos más, quienes desde el Congreso y en los periódicos le apoyaron. Igual apoyo trató de encontrar en los gobiernos de los es­tados y para ello impuso gobernadores en contra de la opinión popular, provocando la eliminación de algunos como Juan N. Mén­dez y León Guzmán e imponiendo a otros que nombraban diputados federales adictos al ministro. Trató también de obtener la ad­hesión de la Suprema Corte y someterla a sus designios, habiendo motivado ello la re­nuncia de los ministros Joaquín Cardoso y Vicente Rivapalacio, los cuales, principalmen­te el último, se convirtieron en opositores de Lerdo. Poco a poco don Sebastián trabajó su candidatura y toleró ataques en contra del presidente Juárez y, cuando su labor fue tan ostensible que provocó la crítica de la prensa, presentó su renuncia el 17 de enero de 1871 a la Cartera de Relaciones Exteriores, la cual fue recibida por la prensa "como el suceso más fausto que contamos en el presente año”.

 

Relaciones internacionales.

 

La política internacional al tiempo de ini­ciarse la administración republicana quedó claramente expresada por el presidente Juá­rez al inaugurar el 8 de diciembre de 1867 las labores del Congreso.

 

En efecto, en su discurso, el primer mandatario manifestó: "A causa de la interven­ción quedaron cortadas nuestras relaciones con las potencias europeas. Tres de ellas, por virtud de la Convención de Londres, se pu­sieron en estado de guerra con la República. Luego, Francia sola continuó la empresa de la intervención; pero, después, reconocieron al llamado Gobierno sostenido por ella los otros gobiernos europeos que habían tenido relaciones con la República, a la que desco­nocieron, separándose de la condición de neu­tralidad. De esa suerte esos gobiernos rom­pieron sus tratados con la República y han mantenido y mantienen cortadas con nosotros sus relaciones". Esta declaración fue ra­tificada por el propio Juárez el 16 de septiem­bre de 1871, agregando que México estaba dispuesto a reanudar relaciones con todos los países, pero que ellos deberían ser los que tomaran la iniciativa.

 

Por otra parte, el gobierno dio muestras de ecuanimidad y de respeto para el gobierno y los deudos del emperador, quienes el mes de septiembre de 1867 dirigieron a Lerdo, como secretario de Relaciones Exteriores, una nota llegada en el mes de noviembre, en la que le pedían entregara al vicealmirante Te­getthoff los restos de Maximiliano, para de­positarlos en el panteón que en Viena tiene la casa de Habsburgo. El gobierno republica­no, que había ordenado el embalsamamiento de Maximiliano y su traída a México en don­de se le depositó en el viejo Hospital de San Andrés, atendió la petición del emperador de Austria y de la familia imperial y entregó el cadáver, que, custodiado por 300 hombres, salió de México el 13 de noviembre hacia Ve­racruz, en donde fue embarcado el día 24 en la fragata Novara, el mismo navío que lo ha­bía traído en 1864. Una nota aparecida en el Diario Oficial señalaba lo siguiente: "El Go­bierno Mexicano ha creído de su deber en esta ocasión, no economizar gasto alguno y proceder con el lujo y el decoro que corres­ponden a la nación que representa, y si algo puede decirse en Europa en las actuales cir­cunstancias respecto de nuestra conducta, es que si una imperiosa necesidad política obli­gó a México a aplicar la última pena a un in­vasor extranjero, México sin embargo sabe imponer silencio a sus pasiones en presencia de un sepulcro".

 

La deuda exterior.

 

Aunada a la política exterior estaba el pro­blema económico de cubrir la deuda exterior, que, originada en los primeros años de la vida independiente, se había acrecentado y dado lugar a la Intervención Tripartita. Para solu­cionar este problema, José María Iglesias du­rante su gestión hacendaria se enfrenté a esa monstruosa realidad que era la deuda públi­ca, la externa y la interna. La primera suma­ba 375'493,256 pesos; la interna 78’669,604, lo que daba un total de 454’161,860. Los in­gresos federales eran tan sólo de 18’537,794 pesos.

 

Para resolver ese problema, comunicó a los representantes de los acreedores españo­les e ingleses que, habiendo sus gobiernos reconocido al Imperio, los tratados celebrados con sus países deberían declararse insubsis­tentes y, aun cuando el gobierno tenía en cuenta los títulos legítimos y reconocidos, no aceptaba los términos de pago, sino que era indispensable que el país los fijara a medida que estabilizara su economía. Los títulos de las deudas española e inglesa fueron someti­dos a almonedas públicas en las cuales se en­tregaban a los postores que ofrecieran el pre­dio menor por subvalores, los depósitos que se les habían entregado y nuevas cantidades que el Estado separaría de sus ingresos. Igle­sias señalaba que realizaba esa amortización en forma voluntaria y espontánea, sin obligar a nadie. Quien lo hiciera se beneficiaría de un pronto pago, aunque sacrificara los intereses, pero quien no lo deseara hacer, podría reclamar su deuda entera cuando el país tu­viera recursos. Argüía el ministro que había que comprender que los bonos estaban depreciados en más de un 10 % y que el pagar por ellos un valor menor al nominal era una muestra del buen deseo de México de cubrir sus adeudos y no una muestra de rigor apli­cada a quienes habían apoyado la interven­ción.

 

La gestión hacendaria de Iglesias tuvo éxi­to, pues logró reducir a 87 millones los 454 de la deuda. De ellos correspondían a la ex­tranjera 84 millones, que sometidos a con­venciones trataron de irse pagando posteriormente.

 

Reforma hacendaria.

 

Intimamente relacionado con este problema político está el económico a que se en­frentaba el régimen republicano y en concre­to la administración de Juárez.

 

Al abandonar el ministerio de Hacienda José María Iglesias lo ocupó Matías Rome­ro, quien, hábil y tenaz, intentó reorganizar la administración pública en general y en par­ticular la hacendaria. Para ello ordenó que no se concedieran facultades extraordinarias a los generales en jefe, a los gobernadores y a otras autoridades civiles y militares, y que los jefes de hacienda, administradores adua­nales y de papel sellado y en general los de las oficinas federales de hacienda dependieran exclusivamente del Ministerio. Redujo, como Iglesias había pensado y de acuerdo con el ministro Mejía, el efectivo del ejército y los gastos de diversos ministerios y se en­frentó a una labor de reconstrucción total del país. Obtuvo hábilmente que el Congreso aprobara para el ejercicio fiscal de 1867 - 1868 la suma de 14’064,418 pesos, y que en ese ejercicio hubiera, cosa excepcional, un ligero superávit.

 

Más aún, la tenacidad de Romero, su ho­nestidad, su deseo de ver que el país salvara su economía como había salvado su integri­dad política, en lo cual tanto contribuyó, le llevó a presentar varias iniciativas de refor­mas hacendarias al Congreso. Algunas de ellas, que exponían sus ideas en torno a la economía nacional y que había meditado y preparado con anterioridad, son las que pre­senta al Congreso el 1 de abril de 1869 como iniciativas de ley; su contenido es el que si­gue:

 

Exportación libre y gratuita de oro y plata en pasta, pero creando un impuesto del 5 % sobre las utilidades líquidas de todas las minas;

 

Establecimiento del impuesto del tim­bre;

 

Abolición de las alcabalas en los estados que las conservaban y de la contribución federal en la República;

 

Creación de un impues­to sobre herencias;

 

Libertad de exportación de todos los productos nacionales sin pago alguno de derechos;

 

Aplicación de un impues­to sobre la propiedad raíz no explotada, que facilitara la explotación y subdivisión de ésta, con lo cual se trataba de combatir los latifundios;

 

Simplificación y abaratamiento de las situaciones y cambio de dinero;

 

Emisión de 18 millones de pesos en billetes del teso­ro, con objeto de hacer con regularidad los pagos a cargo del erario federal; y,

 

Amortización de títulos de la deuda pública llamada inte­rior, en operaciones de nacionalización.

 

To­das estas iniciativas las explica detalladamen­te y las recoge en sus célebres Memorias, una de las cuales además representa el mejor esfuerzo para reseñar la historia económica en general, y hacendaría en concreto, de México desde la época colonial.

 

La reforma que encerraban esas iniciati­vas despertó fuerte oposición, por lo cual Ro­mero tuvo que modificarlas, suprimiendo la parte relativa a emisiones de billetes y retardar su presentación. En noviembre de 1869, ante una difícil situación fiscal el ministro planteó una nueva reforma que contenía los siguientes puntos:

 

Reformas al arancel;

 

Apro­bación del impuesto del timbre;

 

Reposición de los derechos de portazgo y de consumo en el Distrito Federal; y,

 

Aumento a la contribución federal.

 

Esta nueva iniciativa que produjo oposición periodística y parlamentaria tuvo que ser aplazada. El ministro sin embargo no se descorazonaba. Logró a través de varias medidas recuperar para el Estado el derecho exclusivo de amonedación, dando fin a los contratos de arrendamiento de once casas de moneda existentes. Más aún, Romero en su proyecto de 1869, que explicó y amplió en sus Memorias de 1870 y 1871, señalaba que, ocupando la minería uno de los renglones mas importantes de la economía, requería una serie de medidas para acrecentar y favorecer su desarrollo, medidas que eran las siguien­tes:

 

Fusionar todos los derechos en uno solo que fuera moderado y recayera sobre las utilidades de las empresas mineras;

 

Autorizar la exportación libre de derechos del oro y la plata en pasta;

 

Reducir los derechos de amo­nedación al costo de esa operación;

 

Facultar a los particulares para que hicieran el apar­tado de metales; y,

 

Retornar las casas de mone­da al gobierno y prohibir su arrendamiento futuro.

 

La administración inmediata, la de Lerdo tendrá que enfrentarse a muchos de estos problemas, cuya solución proponía, pa­triótica e inteligentemente, Romero.

 

Las comunicaciones.

 

Otros aspectos que hay que señalar son los relativos al progreso material de México. Las comunicaciones ocupan lugar preferente. En efecto, el telégrafo introducido en 1849 por Juan de la Granja contaba en 1867 con 1,874 kilómetros de líneas, que comunicaban a la capital con Veracruz directamente y a  tra­vés de Huamantla y Perote; a México con Guanajuato y León; a Querétaro con San Luis Potosí, a Dolores Hidalgo con Guana­juato y a Tehuacán con Oaxaca. Dos líneas pertenecían a particulares y el resto eran del gobierno. Para 1869 las líneas habían aumen­tado a 4,189 kilómetros y en 1872 sumaban 7,776, más 1,321 kilómetros que se tiraban en varias direc­ciones.

 

Los caminos por su parte, que en 1865 formaban una red uniendo México-Puebla-Orizaba; Oaxaca-Perote-Jalapa-Veracruz; México-Querétaro-Guanajuato-Lagos-Guadala­jara-San Blas; México-Cuernavaca; México-Toluca y México-Tulancingo-Apan, para 1869 ya se habían extendido a San Luis Potosí y Zacatecas; de San Luis a Tampico, por Río Verde; de Ciudad Victoria a Tampico; de México a Morelia y de Oaxaca a Puerto An­gel; México-Pachuca; Guadalajara-Manzani­llo; Campeche-Mérida-Sisal; Cuernavaca-Acapulco; Ometusco-Tampico; Querétaro-Tampico; Linares-Matehuala y San Juan Bautista-San Cristóbal. En estos caminos di­fícilmente cuidados, muchos con imposicio­nes de peajes, los arrieros, con crecidas recuas, lograron formar al igual que hoy los camioneros, regulares fortunas a base de esfuerzo, valor e iniciativa.

 

Los ferrocarriles representaron una solu­ción a los problemas de la incomunicación, de las distancias, de los desiertos y montañas. Con extraordinario optimismo, ya hemos referido en alguna ocasión, se celebró su in­troducción en México, que fue larga y costo­sa, pero útil y necesaria. La Ciudad de Mé­xico y luego otras capitales progresistas habían introducido los tranvías, de mulitas primero, más tarde eléctricos, si bien una am­plia vía hacia el exterior, hacia el mar, Veracruz, puerto de entrada al país, había requerido fuertes sumas, dilatadas gestiones y poco se había avanzado en ella. Desde 1837, que en virtud de la concesión otorgada a Francisco Arrillaga se trató de construir el ferrocarril México-Veracruz, poco se había hecho. En 1857 el presidente Ignacio Comorfort inauguró el tramo México-La Villa de Gua­dalupe. Las fuerzas intervencionistas francesas, movidas por la necesidad de trasladar con rapidez armas y hombres para retirarlos de las zonas malsanas, auspiciaron la cons­trucción del tramo de Veracruz a Paso del Macho. AL iniciar el presidente Juárez su ad­ministración, consciente de la necesidad de esa obra, otorgó en noviembre de 1867 una amplia concesión a la Compañía Inglesa para la continuación de ella, concesión que encon­tró fuerte oposición en el Congreso, pero que a la postre fue aprobada mediante el dicta­men de una comisión que se convirtió en el Decreto de 11 de noviembre de 1868. Des­pués de un año de discusiones, los trabajos del ferrocarril se reiniciaron y el 16 de sep­tiembre de 1869 se inauguraba el tramo de Apizaco a Puebla. De esa ciudad continuaron los trabajos posteriores que se terminaron, el de Veracruz a Atoyac en 1870 y el de Atoyac a Fortín en 1871. El 20 de diciembre de 1872 fue concluida esa obra de ingeniería, extraor­dinaria para su época. El 1 de enero de 1873, el presidente Lerdo -había fallecido meses antes Benito Juárez- haría el primer viaje a bordo de ese tren.

 

Así, poco a poco, México incorporaba los más extraordinarios inventos, signo del pro­greso universal a su peculiar desarrollo.

 

Lucha por la presidencia.

 

Al acercarse la fecha de renovación de los poderes en 1871, presentáronse en la palestra tres candidatos: el presidente Benito Juárez, quien deseaba ser reelegido; Sebastián Lerdo de Tejada, compañero y consejero del presi­dente y quien había pensado que Juárez de­jaría el poder, y un joven militar, ambicioso e impaciente, como la mayoría de jóvenes que sienten que los mayores les cierran el paso.

 

Juárez tenía un gran prestigio y gozaba por sus auténticos méritos de una adhesión casi total del pueblo. Durante muchos años había planeado un programa de gobierno que él comenzaba a ver cristalizar en la paz, en el respeto internacional, en la creación de ins­tituciones firmes y efectivas, en el leve mejoramiento de la economía, en la realización de obras públicas de indudable interés y tenía, fundadas esperanzas en que en pocos años todo ello se afianzaría en tal forma que nadie ni nada podría deshacerlo y que el país, so­bre los rieles del progreso y en media de la tranquilidad, podría llegar a ser uno de los más adelantados no sólo de América, sino del mundo. Había luchado Juárez varias décadas por realizar esos ideales y no quería que se desvanecieran. Pensaba que sólo el creador de los mismos o por lo menos su más firme sostén era indispensable para que maduraran vigilándolos de continuo, imprimiéndoles su espíritu.

 

El poder había fascinado a Juárez y él se creía el hombre predestinado, el único capaz de ejercerlo; no concebía que nadie pudiera sustituirlo, ni que nadie, menos un amigo, pudiera enfrentársele; pero la realidad políti­ca le hacía ver frente a él a un colega muy allegado, peligroso por inteligente y a un subordinado a quien estimaba por ser su coterráneo, por su patriótico valor en la guerra, pero que era huraño y ambicioso de mando.

 

Juárez, por otra parte, estaba fatigado y desde hacía tiempo ponía menos interés en el gobierno. Su salud, que siempre había sido buena, se había resentido desde que el 17 de octubre de 1870 sufrió un ataque cerebral, del que se repuso, y dado manifestaciones de un padecimiento cardiaco. A pesar de ello aspiró nuevamente a otro período  presidencial y se dispuso a competir con sus adversarios.

 

Lerdo de Tejada, como dijimos anteriormente, había trabajado directa e indirectamente su candidatura, influyendo en el Con­greso, en los gobiernos locales, en los jefes militares y en el periodismo y permitiendo la formación de grupos políticos que traba­jaron con astucia y eficacia para conseguir adeptos.

 

Habiendo renunciado Lerdo a la cartera de Relaciones Exteriores en enero de 1871 y encontrándose por tanto fuera del gobierno, no podía contar con la influencia que ejercía anteriormente. Era menester aumentar sus fi­las, incorporando a ellas elementos opositores a la reelección de Juárez. El partido que apoyaba a Porfirio Díaz con el que buscaron una alianza los lerdistas representó la solu­ción. Unidos ambos opositores y apoyados en un número de diputados que apenas si so­brepasaba al número de los gobiernistas, lo­graron presentar al Congreso una ley electo­ral ideada por Lerdo, la cual tendía a evitar la violación del sufragio. La unión de porifiristas y lerdistas no benefició mucho a los primeros, pues cargaron con la antipatía del grupo lerdista y fueron manipulados por éste, que tenía mayor experiencia política.

 

Porfirio Díaz, derrotado en las anteriores elecciones, se daba cuenta que el cambio po­lítico no podría hacerse sólo por elecciones democráticas. Impaciente, azuzado por sus partidarios, muchos de ellos brillantes militares, y esperando contar con la adhesión de los jóvenes, comenzó a hacer preparativos para or­ganizar una revuelta en caso de que las elecciones fueran fraudulentas y no se entregará el poder al elegido por el voto del pueblo. Sus relaciones con Manuel González, gobernador del Palacio Nacional, con Jerónimo Treviño, militar prominente en Nuevo León, Francisco Carreón, Miguel Negrete, incansable en las revueltas, Aureliano Rivera, Pedro Martínez, Juan N. Méndez y principalmente con su hermano Félix, que gobernaba Oaxa­ca, le permitían contar con hombres decidi­dos; efectivos militares y partidarios dispuestos a seguirlo en un acto rebelde que ellos consideraban de respeto a las leyes, princi­palmente a la Constitución, violadas por el gobierno. Este grupo, que hizo preparativos en varias regiones de la república, esperará atento pero prevenido el resultado de las elec­ciones.

 

Al verificarse los comicios el 25 de junio y hacerse los cómputos de acuerdo con una modificación a la ley electoral que Juárez hi­zo, los resultados fueron los siguientes: Juárez obtuvo 5.837 votos; Díaz, 3.555 y Lerdo, 2.874. Las elecciones habían menudeado en violencia y fraudes que preludiaban ese resultado.

 

Los impacientes partidarios de Díaz no habían ni siquiera esperado a saber el resultado de la votación, por lo cual en el mes de mayo la guarnición de Tampico, comprometida en la revolución, se sublevó proclamando que desconocía a Juárez como presidente. Sóstenes Rocha dominó rápidamente el intento y pasó por las armas a todos los com­prometidos. El 29 de septiembre, el general Jerónimo Treviño se levantó en armas en Monterrey y el 1 de octubre un grupo de militares encabezado por Negrete, Chavarría, Cosío Pontones, Toledo y otros, que acaudillaban a la gendarmería, y diversos efectivos se apoderó de la Ciudadela y desconoció al gobierno.

 

Si los generales se pusieron a salvo, mu­chos oficiales fueron ejecutados con rigor par el propio Rocha.

 

Al no haber obtenido ninguno de los tres candidatos que se presentaban la mayoría absoluta, el Congreso eligió a Benito Juárez, quien inició su nuevo período de gobierno el 12 de octubre.

 

El Plan de la Noria.

 

Ocho días más tarde, un militar destaca­do y responsable, el general Donato Guerra, rebelóse en Zacatecas, proclamando ser fiel guardián de las leyes y estar “en contra de los déspotas, ya se llamen Maximiliano, Miramón o Juárez”. El 9 de noviembre de 1871, el general Porfirio Díaz publicó en el Diario Oficial de Oaxaca el plan de revuelta, firmado en La Noria, su hacienda del valle de Oa­xaca, presionado por sus partidarios, por Justo Benítez principalmente y por Félix Díaz, quien como gobernador declaró que Oaxaca reasumía su soberanía e independencia.

 

En el Plan de la Noria, Díaz decía que: "La reelección indefinida, forzosa y violenta del Ejecutivo ha puesto en peligro las insti­tuciones nacionales. En el Congreso una mayoría regimentada ha hecho ineficaces los no­bles esfuerzos de los diputados independientes y convertido la representación nacional en una Cámara cortesana, obsequiosa y resuelta siempre a seguir los impulsos del Ejecutivo". Enarbolaba Díaz a la Constitución de 1857 como bandera, criticaba la labor política y administrativa del régimen y la negación de la libertad ciudadana y proponía un progra­ma cuya elaboración confiaba a una conven­ción de tres representantes por Estado, la cual designaría al Presidente Constitucional.

 

En las propuestas que el Plan de la Noria sometía al estudio de la Convención desta­can las que siguen:

 

Que la elección del pre­sidente sea directa, personal y que no pueda ser elegido ningún ciudadano que en el año anterior haya ejercido, por un sólo día, auto­ridad o encargo cuyas funciones se extiendan a todo el territorio nacional;

 

Que el Congre­so de la Unión sólo pueda ejercer funciones electorales en asuntos puramente económicos y en ningún caso para la designación de los altos funcionarios públicos;

 

Que las nombramientos de los secretarios del Despacho y de cualquier empleado o funcionario que disfru­te por sueldo o emolumentos más de tres mil pesos anuales, se someta a la aprobación de la Cámara;

 

Que la Unión garantice a los ayun­tamientos derechos y recursos propios como elementos indispensables para su libertad y su independencia;

 

Que se garantice a todos los habitantes de la República el juicio por jurados populares que declaren y califiquen la culpabilidad de los acusados de manera que a los funcionarios judiciales sólo se les conceda la facultad de aplicar la pena que de­signen las leyes preexistentes; y,

 

Que se prohiban los odiosos impuestos de alcabala y se reforme la ordenanza de aduanas marítimas y fronterizas conforme a los preceptos cons­titucionales y a las diversas necesidades de nuestras costas y fronteras.

 

Este plan que criticaba más que construía, como señala acer­tadamente Daniel Cosío Villegas, y en cuya elaboración además de Justo Benítez intervi­nieron las peticiones o agravios que un gru­po amplio de militares compuesto por Manuel Márquez, Donato Guerra, Jerónimo Treviño, Francisco Naranjo, Eulogio Parra, Luis Mier y Terán, Francisco Carreón, Ra­món Márquez Galindo, Sabás Lomelí, Tomás Borrego, Francisco Mena y Fernando Gon­zález dirigieron a Díaz el mes de septiembre de 1871, conminándolo a encabezar la rebelión que derrocara a Juárez, se convirtió en la bandera del descontento. El Plan terminaba con las siguientes reflexiones que años después el propio Díaz estuvo muy lejos de cumplir: "Que ningún ciudadano se imponga y perpetúe en el ejercicio  del Poder y ésta será la última revolución".

 

El 13 de noviembre el Plan circuló en la Ciudad de México. Los partidarios de Lerdo no lo siguieron y muy pocos congresistas hi­cieron su defensa.

 

Como el gobierno había seguido pacien­temente los preparativos de la revuelta, al ini­ciarse ésta ordenó al general Ignacio R. Alatorre que combatiera a los rebeldes. Alatorre, apoyado por Rocha, penetró en Oaxaca aban­donada por Díaz, quien subió hacia Puebla, Morelos, México, la Sierra de Puebla y vol­vió a Oaxaca. Sin presentar ninguna batalla formal, esquivando sin seguidores las fuerzas gobiernistas, Porfirio Díaz se internó en el estado de Veracruz y embarcó en ese puerto rumbo a La Habana y a Nueva York. De ahí se dirigió en ferrocarril a Nueva Orleans y Galvestón y entró en México por Mier o Camargo, pero salió de inmediato al tener noticia de la derrota de sus partidarios y tomó nuevamente el ferrocarril a San Francisco. Su intención era regresar a México por un puer­to de Pacífico, el. de Manzanillo, e internarse en el territorio que dominaba Manuel Lozada, cuya ayuda en esos momentos conside­raba indispensable. En Manzanillo aparece Díaz, acompañado de su amigo el general Pedro A. Galván, a fines de marzo. Después de subir a Ahualulco y a Ameca lanzó en este último lugar una proclama e intentó obtener el apoyo de políticos y militares lerdistas, como Mariano Escobedo y Florencio Antillón, que gobernaban en San Luis y Guana­juato, y los generales Rocha y Alatorre. Ha­biendo fracasado en sus intentos de obtener el auxilio de Lozada y la simpatía del lerdismo, que lo desautorizó a través de uno de sus portavoces en El Siglo XIX, Díaz sin par­tidarios, pues los que se rebelaron antes, como explicaremos en seguida, fueron vencidos, se dirigió en julio hacia Chihuahua, en don­de le sorprendió la noticia del fallecimiento de Juárez.

 

Retornando a los acontecimientos, veamos cómo los adversarios de Juárez se rebelaron contra el presidente, con el apoyo de Díaz o sin él. En primer término tenemos la insu­rrección de Tampico iniciada el 2 de mayo de 1871 por el coronel Máximo Molina, quien rebeló al 14° batallón de línea y a una parte de la guardia nacional. El día 6 lanzó una proclama por la que desconocía al presidente Juárez y a todas las autoridades y empleados de él emanadas y llamaba a los tamaulipecos a combatir juntos al tirano. El general Dió­doro Corella logró con la policía rural conte­ner a los sublevados y los generales José Ceballos, primero, y Sóstenes Rocha, quien tomó el mando, sitiaron a los hombres de Molina. El 11 de junio dominaron a los mil rebeldes, que con 19 piezas de artillería se mantenían en Casa Mata. Rocha aplacó con rigor la revuelta, habiendo pasado por las armas a 27 jefes, 14 oficiales y 204 soldados.

 

La segunda intentona, la de la Ciudadela, aunque iniciada por el mayor Tomás Almen­dares y el coronel Arturo Mayer, que sedu­jeron a los gendarmes del cuartel de la antigua Acordada, tuvo tras si a Miguel Negrete, Jesús Toledo, José Cosío Pontones, Felicia­no Chavarría y Aureliano Rivera. Aun cuando el mando del ejército lo confió el propio Juárez al general Alejandro García, el héroe de la jornada fue el infatigable Sóstenes Rocha, quien con su columna tomó la Ciudadela. EI balance desfavorable de los rebeldes fue de 181 muertos, 70 heridos y 245 prisioneros. Las tropas leales señalaron tener 11 muer­tos y 150 heridos. Los cabecillas revolucio­narios se salvaron todos sin lograr sus propósitos de apoderarse de Palacio y aprehender al presidente y sus ministros, como se efectuó en 1913.

 

El 29 de septiembre el general Jerónimo Treviño, gobernador de Nuevo León, se re­beló en contra de "la despótica y caprichosa administración" de Juárez, se autotituló ge­neral en jefe del Ejército del Norte, reasumió para su Estado la soberanía, desconoció al presidente y declaró que la revolución  Constitucionalista y sostenedora de las leyes la encabezaría Porfirio Díaz. No le siguieron en su intento ni los diputados ni los jueces de su entidad. Apoyado por Francisco Naranjo, Pedro Martínez y Julián Quiroga tomó Salti­llo el 5 de diciembre.

 

El 20 de octubre, el caballeroso general Donato Guerra se subleva en Zacatecas, des­pués de haber pedido su licencia del Ejército "para separarse de un gobierno obstinado y prostituido", y va a reunir sus esfuerzos a los de los norteños de Treviño. Hay otros levantamientos en Huitzilac, Tulancingo, Atlixco, Atlamajac, en Michoacán y en el estado de México y Puebla, encabezados por Ascen­cio Llanos, Germán Gutiérrez, Ramón Márquez Galindo, Miguel Negrete, Agustín Gar­cía, Aureliano Rivera y Juan N. Méndez, respectivamente, que amenazaron asimismo al gobierno.

 

Después de tomar Saltillo, el grupo nor­teño se divide, Pedro Martínez, aliado con otros militares, forma el Ejército del Centro y domina parte de San Luis Potosí. Trinidad García de la Cadena, sublevado también, re­fuerza  a este grupo y juntos salen a apoyar a Donato Guerra en su ataque a Zacatecas, en donde triunfan de las tropas gobiernistas mandadas por Antonio Neri. Contra los re­beldes el ministro Mejía va a destacar al invencible e infatigable Rocha, quien salió de México con la División del Interior el 7 de febrero. Los rebeldes, que designaron a Jeró­nimo Treviño como jefe supremo, pensaron en un principio marchar hacia  Guanajuato, pero indecisiones tenidas y el avance rápido de Rocha les forzó a retroceder a Zacatecas en donde éste les alcanzó el 2 de marzo. Parapetados en las cimas de La Bufa, El Grillo y Las Bolsas, incomunicados unos de otros y sin una estrategia eficaz, los 10.000 rebeldes fueron destruidos por los ejércitos leales. Los que se salvaron partieron, dirigidos unos por Donato Guerra rumbo a Durango, los de Tri­nidad García de la Cadena hacia el cañón de Juchipila y los de Treviño, Naranjo y Martí­nez en dirección a Saltillo. Dos días después, el 4 de marzo, los jefes Jerónimo Treviño, Donato Guerra y Pedro Martínez, reunidos en el rancho Los Positos, acuerdan reconsti­tuir sus ejércitos, distribuirlos en varias pro­vincias al mando de cada uno de ellos, pero con Treviño como jefe superior en caso de unión. Los leales a su vez se dedicaron a per­seguir a cada uno de ellos en los territorios asignados: a Treviño en el norte, a Martínez en el centro y a Guerra en el occidente. García de la Cadena es sorprendido en Venado y sometido al Gran Jurado de la Cámara, pues era Diputado. Treviño y Guerra son obligados a retirarse; Julián Quiroga es derrotado entre Salinas y Mamulique el 14 de Julio; el general Guillermo Carbó, subordinado de Rocha, impone el orden en Sinaloa. Donato Guerra va a replegarse, hacia Chihuahua, en donde casi sin hombres ni recur­sos solicita se le conceda la amnistía a sus seguidores.

 

La revuelta de la Noria estaba vencida, tanto por los ejércitos juaristas como por haber fallecido el 18 de Julio de 1872, vícti­ma de un infarto del miocardio, el presiden­te Benito Juárez, quien había nacido en Guelatao, Oaxaca, el 22 de marzo de 1806.

 

Bibliografía.

 

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Pérez Martínez, H. Juárez (El Impasible), Buenos Aires, 1945.

 

Roeder, R. Juárez y su México (2 vols.), México, 1958.

 

Sierra, J. Juárez, su obra y su tiempo, México, 1905 - 1906.

 

Zayas Enríquez, R. de, Benito Juárez, su vida, su obra, México, 1958.

 

102.            La administración de Lerdo de Tejada.

 

La muerte de Benito Juárez consternó al país entero. Sus amigos y partidarios sintie­ron su deceso como algo fatal, que privaba a la nación de su guía, de su salvador. No se le escatimaron los méritos y su nombre, tan discutido en ocasiones, quedó desde entonces cimentado como el de uno de los más auténticos patricios. Como  humano cometió errores. Su vida familiar es digna y limpia. Su trayectoria política, en la que hubo equivo­caciones y fallos, que pudieron haber sido graves, se salva por su gran patriotismo, cons­tancia en la lucha y cumplimiento exacto del deber. Los malquerientes sintieron un alivio y la gran mayoría hará más tarde la apología del estadista y contribuirá a colocarle en los altares cívicos. Porfirio Díaz mismo hará que la patria le reconozca sus esfuerzos y acrecentará su culto. Sólo el conservadurismo extremo le tendrá como piedra de toque y dará lugar a una interminable polémica. Hoy le juzgamos en su integridad y el balance es francamente positivo. Conviene que el criterio a  aplicar en nuestro santoral cívico no vea en nuestros hombres de Estado ni ánge­­les ni demonios. Un hombre que lucha contra sus flaquezas y desigualdades y las supe­ra, es preferible a aquel que, mal dotado, ni tiene vicios ni pasiones ni, menos, virtudes con que compensar aquéllos.

 

Las leyes fundamentales del país señala­ban que en ausencia o desaparición del pre­sidente, sería el presidente de la Suprema Corte de Justicia quien le sucedería interina­mente. Sebastián Lerdo de Tejada advino así, súbitamente, al tan ansiado puesto. Crecidos merecimientos tenía don Sebastián para ocu­par d puesto y su ascenso le permitía, sin conmociones, continuar una obra de la que era coautor. El 19 de julio, un día después del deceso de Juárez, rinde la protesta  de ley, una vez que los solemnes funerales del presidente pasan; el 27 emite dos decretos reve­ladores de su habilidad política El primero, a través de la Diputación Permanente del Congreso, por el cual convocaba a elecciones para presidente constitucional, que deberían veri­ficarse, las primarias el 13 de Octubre y las secundarias el 27 del mismo mes. El Congre­so, al calificar los resultados, declaró el 16 de noviembre que, por haber obtenido el señor Lerdo 10.502 votos de electores contra 680 de Díaz y 136 en favor de otros candidatos, don Sebastián Lerdo de Tejada era el presidente electo para gobernar en el cuatrienio que se iniciaba el 1 de diciembre d e 1872 y terminaba el 30 de noviembre de 1876.

 

Lerdo, seguidor de Juárez, no consideró necesario hacer un cambio de relevo en el mi­nisterio, el cual, por otra parte, había sido poco antes renovado. Por ello continuaron colaborando con él don José María Lafragua, encargado de la Secretaría de Relaciones Ex­teriores; Blas Balcárcel, al frente de la Secre­taría de Hacienda, y el general Ignacio Mejía en Guerra. Gobernación estaba regida por Cayetano Gómez y Pérez, y Justicia por Ra­món J. Alcaraz, quienes eran oficiales mayores de. esos ministerios.

 

Lerdo mantuvo ese gabinete hasta 1876 y en él ejerció una preponderancia  enorme, pues ninguno de sus integrantes tenía una in­fluencia política semejante a la suya. Su gobierno se caracterizó por ser un gobierno per­sonal en el que la inteligencia y la habilidad de don Sebastián alternaban con su indife­rencia y negligencia en la atención de los ne­gocios, con su espíritu desdeñoso y su sentimiento de enorme superioridad hacia los demás, lo cual le malquistó con muchos. En el mes de agosto de 1876, ante la proximidad de los comicios, para fortalecer su posición, llamó a colaborar a políticos sumisos y adictos, y, desconfiando de algunos de sus cola­boradores, reintegró el ministerio como sigue: Manuel Romero Rubio como secretario de Relaciones Exteriores; Juan José Baz como secretario de Gobernación; Mariano Escobedo como Secretario de la Guerra, y Antonio Tagle al frente del Ministerio de Fomento. Continuó al frente de la Secretaria de Hacien­da Francisco Mejía, quien había actuado al final de la administración de Juárez al suce­der a Matías Romero.

 

El otro decreto, oportuno y eficaz, para restablecer la paz de la República que se ha­bía quebrantado tan peligrosamente, fue el de amnistía. En él se señalaba:

 

Se concede amnistía por los delitos políticos cometidos hasta hoy sin excepción de  persona alguna;

 

Serán desde luego puestos en libertad to­das las personas que por dichos delitos estén sujetas a cualquier pena, o sometidas a juicio, sobreseyéndose en sus procesos;

La presente amnistía deja a salvo derechos de tercero;

 

Los amnistiados, aunque vuelvan al pleno goce de sus derechos civiles y polí­ticos, no los tienen a la  devolución de car­gas, empleos o grados, ni al pago de sueldos, pensiones, montepíos o créditos contra el erario, de que estén privados actualmente con arreglo a las leyes.

 

Para que puedan gozar de esta amnistía las personas que se encuen­tran con las armas en la mano, deberán presentarse a los gobernadores o jefes políticos respectivos dentro del término de 15 días con­tados desde la promulgación de esta ley en cada cabecera de distrito. Los gobernadores o jefes políticos anotarán los nombres de los que se presenten y el día en que lo hagan, dándose conocimiento de esto al ministro de la Guerra.

 

Quedan sujetos a lo prevenido en los artículos 2° y 4° de la ley de 14 de octubre de 1870 los que aún no gocen de aquella amnistía, por haber sido lugartenien­tes del llamado Imperio, o generales en jefe, que, mandando divisiones o cuerpo de ejér­cito, se pasaron al invasor.

 

La ley fue considerada como una medida prudente, y aun cuando algunos, como Ma­nuel M. de Zamacona, la criticaron, señalan­do que era injusto privar a los militares de los grados adquiridos justamente en guerra extranjera y que tal como debía solicitarse resultaba humillante para personas de reco­nocidos méritos y prestigio, esta disposición fue muy efectiva. Los sublevados comenza­ron a amnistiarse y uno tras otro volvieron a la paz. Miguel Negrete, Luis Mier y Terán, José Cosío Pontones, Aureliano Rivera, Pe­dro Martínez, Jerónimo Treviño y Donato Guerra escogieron el camino de la paz, y Porfirio Díaz, al último en el mes de octubre. Más aún, al llegar a la capital el 17 de noviembre, en donde fue recibido por sus par­tidarios, rindió visita al presidente Lerdo el día 21 y poco más tarde se trasladó a su ha­cienda de La Candelaria, en Veracruz, en don­de recibía las visitas de sus amigos y obser­vaba con detenimiento el desarrollo de la política de Lerdo, a quien llamaba “jefe del partido conservador... que nos quiere volver a poner bajo la tutela del clero”.

 

La ley de amnistía cumplió su destino, tranquilizó al país durante un período de go­bierno, pero no logró aplacar no era esa su intención las ambiciones latentes en muchos políticos, militares principalmente, y civiles. Díaz, aunque sometido al gobierno y entre­gado al cultivo del campo, no se resignó a convertirse en perpetuo agricultor. Por ello, cuando ante el interinato presidencial y luego el mandato constitucional que se confirió a Lerdo para que ocupara la presidencia de la Suprema Corte hasta la muerte del señor Juá­rez, se planteó la necesidad de elegir al nuevo titular del Poder Judicial, los partidarios de Porfirio Díaz se movilizaron para llevarlo a ocupar aquel puesto tan importante. En un manifiesto aparecido el 9 de enero de 1873, sus amigos Manuel M. de Zamacona, Protasio Tagle, Joaquín Ruiz, Trinidad García, Manuel González Carlos Pacheco, Donato Guerra, Trinidad García de la Cadena y otros señalaban que: "La incorporación del escla­recido Porfirio Díaz a uno de los poderes su­premos vigorizará a éstos con toda la popu­laridad que disfruta el más sincero y despren­dido de nuestros hombres públicos, el héroe que después de haber prestado relevantes servicios a la Patria se retira contento a la vida campestre y hoy no abriga otro deseo que el de volver a ella".

 

Esta postulación no tuvo el efecto desea­do. No era el general Díaz, caudillo derrota­do, la persona más idónea para ostentar la más alta investidura judicial. Sus estudios inconclusos de leyes, realizados en Oaxaca, no le otorgaban ni la competencia ni la respeta­bilidad indispensable. Si bien Jesús González Ortega, militar también, ocupó ese puesto, esto fue en una época de guerra en la cual el Poder Judicial era casi inexistente, mas aho­ra, en plena paz, consolidada la República y estabilizándose las instituciones, Díaz no re­sultaba el candidato más adecuado. Es indu­dable  que el gobierno apoyó a su candidato que era el licenciado José María Iglesias, con­sejero y leal amigo de Juárez, eminente en la judicatura, de amplios conocimientos en el derecho, como lo prueban varios estudios ju­rídicos que escribió antes y después de su actuación política; tenía un sólido prestigio y valía como ciudadano ejemplar y como po­lítico honesto, equilibrado, por lo cual al efec­tuarse las elecciones obtuvo 5.488 votos. Otros candidatos fueron Vicente Rivapalacio, licenciado y general, quien logró 975 votos; el general Ignacio Mejía, que si bien era "in­maculado", no era jurista, con 478, y el ge­neral Porfirio Díaz con 675.

 

En ese mismo año de 1873 debían verifi­carse las elecciones para integrar la Séptima Legislatura del Congreso de la Unión. Cele­brados los comicios, los candidatos del go­bierno obtuvieron una mayoría aplastante, no por el voto del pueblo, sino por los fraudes realizados, por las violaciones a lo dispuesto por la ley electoral, dobles padrones, nom­bres supuestos y boletas falsificadas, lo cual provocó fuerte animosidad contra la adminis­tración lerdista. La misma actitud de impo­sición de funcionarios se siguió en la susti­tución de algunos gobernadores. Dirigía el cotarro político, adicto a Lerdo, Manuel Ro­mero Rubio.

 

Si durante la última gestión gubernativa de Juárez no se aprobó, ni siquiera por la vía del plebiscito, la creación del Senado, que mo­derara la exaltación juvenil de los diputados y que interviniera en la labor legislativa, apor­tando prudencia, sabiduría y experiencia política, el presidente Lerdo, quien contó ya con un Congreso dócil, aprobó, luego de algunas discusiones, su establecimiento. Los senado­res deberían durar en su ejercicio cuatro años en vez de dos que duraban los diputados; deberían tener más de 30 años de edad en lugar de 25 y representarían a los estados en igual­dad de condiciones. Aprobada su creación, para lo cual era necesario modificar la Cons­titución, esto fue hecho por el Congreso y las legislaturas de los estados y al artículo 72 constitucional consagró esa forma dual del poder legislativo que hasta hoy perdura. El 8 de noviembre de 1874 fue aprobado el res­tablecimiento del Senado de la República.

 

También en el campo de la política hay que señalar la controversia surgida entre el Ejecutivo, presidido por Lerdo, y el Poder Judicial, en manos de José María Iglesias, controversia que empezó a enfriar las relacio­nes de los dos amigos y colaboradores y a separarlos más tarde irreconciliablemente.

 

Don José María Iglesias, aun siendo ami­go leal de Lerdo, no vio con agrado el en­greimiento de su compañero del éxodo y llan­to, ni menos pudo justificar las violaciones al sufragio, la imposición de autoridades y la destitución caprichosa, que realizaba a diario el gobierno. Consciente, como máximo representante de la justicia, que debería velar para que ésta no fuera conculcada ni violada im­punemente, y que el gobierno debería ser quien más se preocupara por ello, dio entrada a varios amparos de hacendados de Puebla y Morelos, que se negaban a pagar con­tribuciones a las autoridades de esos estados, alegando que no eran legítimas por haber sido impuestas, y por tanto no eran competentes, como señalaba el artículo 16 constitucional. Efectivamente, las autoridades, cuyos actos se reclamaban, habían sido impuestas, como otras muchas, pero la decisión de la corte no sólo ponía en entredicho la honestidad gu­bernamental al, sino su  política de apoyarse en autoridades adictas aun cuando fueran espúreas. Ante este hecho, Lerdo obtuvo que el Congreso votara una ley por la cual se limi­taba la competencia de la corte; mas ésta, al aparecer la ley, la declaró anticonstitucional, como efectivamente lo era, y pidió al Ejecu­tivo no apoyar a los gobiernos de Puebla y Morelos que eran ilegales. Si bien el presi­dente abusaba del poder, Iglesias en su po­sición llegaba a sostener la supremacía del Poder Judicial sobre el Ejecutivo, lo cual po­líticamente no podía tolerarse. La posición de los contendientes no tuvo una solución definitiva. Iglesias esgrimirá sus ideas un poco más tarde y se enfrentará al deseo de Lerdo de perpetuarse en el poder. Esto separaría para siempre a los dos viejos amigos, que, ha­biendo luchado por salvar a la patria amena­zada, en un instante aspiraron a un mismo tiempo a dirigirla.

 

Leyes reformistas.

 

Otro aspecto importante, dentro de este mismo campo de la política, lo representa el deseo de Lerdo, de plasmar en normas cons­titucionales las leyes reformistas dadas antes y después de la Constitución de 1857. No deseó don Sebastián que esas disposiciones per­manecieran como leyes aisladas que pudieran ser o no cumplidas, sino que era necesario consignarlas en el Código Fundamental, para que su observancia fuera obligatoria y per­manente. Por ello, el 25 de septiembre de 1873 hizo expedir un decreto mediante el cual quedaban incorporados dentro de la Constitución los principios reformistas contenidos en aquellas leyes, a saber:

 

El Estado y la Iglesia son indepen­dientes entre sí. El Congreso no puede dictar leyes estableciendo o prohibiendo religión al­guna.

 

El matrimonio es un contrato civil. Este y los demás actos del estado civil de las personas son de la exclusiva competencia de los funcionarios y autoridades del orden civil, en los términos prevenidos por las leyes, y tendrán la fuerza y validez que las mismas les atribuyan.

 

Ninguna institución religio­sa puede adquirir bienes raíces ni capitales impuestos sobre éstos, con la sola excepción establecida en el artículo 27 de la  Constitu­ción.

 

La simple promesa de decir verdad y de cumplir las obligaciones que se contraen sustituirá al juramento religioso con sus efectos y penas.

 

Nadie puede ser obligado a prestar trabajos personales sin la justa retribución y sin su pleno convencimiento. El Es­tado no puede permitir que se lleve a efecto ningún contrato, pacto o convenio que tenga por objeto el menoscabo, la pérdida o el irre­vocable sacrificio de la libertad del hombre, ya sea por causa de su trabajo, de educación o de voto religioso. La ley no reconoce, en consecuencia, órdenes monásticas, ni puede permitir su establecimiento, cualquiera que sea la denominación u objeto con que preten­dan erigirse. Tampoco puede admitir conve­nio en que el hombre pacte su proscripción o destierro.

 

Es muy posible que Lerdo, mesurado en ciertos aspectos, en otros intransigente, no haya querido aparecer a los ojos de los jóvenes extremistas, que habían pertenecido a "la chinaca", como un conservador, sino que haya deseado conservar su hálito de liberal puro y por ello en ciertos momentos se manifestó como un reformista radical y toleró posiciones anticlericales de sus partidarios. La in­corporación de las leyes reformistas a la Cons­titución no era sino la consecuencia ineludible de un proceso, mas otras medidas, como el extrañamiento de las religiosas de San Vicen­te de Paúl, consagradas a obras de interés social, y de varios grupos de religiosos, y el apoyo que prestó al ingreso del protestantis­mo, como medio de contener la influencia de la iglesia católica, fueron vistas con antipatía y le enajenaron voluntades.

 

Pese a los iracundos ataques de sus ene­migos, entre ellos Vicente Rivapalacio, mantuvo la libertad de prensa y sólo Francisco I. Madero ha sido víctima semejante de esa libertad.

 

Corresponde a este período el fin de un problema surgido en la quinta década del pasado siglo, cercano a los sucesos de Ayutla ya reseñados. Ese problema consistía en la existencia dentro del Cantón de Tepic, perteneciente a Jalisco, de un caudillo que preo­cupó tanto a la República como al Imperio, llamado Manuel Lozada.

 

Manuel Lozada.

 

Lozada que gozó de enorme ascendiente entre los grupos de indios coras y huicholes de la sierra nayarita, mantenía en aquel can­tón un verdadero cacicazgo. Sin ideas políti­cas claras, más bien de tendencia conservadora que liberal, Lozada oscilaba de una posición a otra, y así apoyó a la República, más tarde al Imperio y durante la época que nos ocupa no mortificaba al gobierno, pero tampoco simpatizaba ni con Juárez ni con Lerdo y sostenía debían reimplantarse mo­narquía o imperio. Apoyábase Lozada por una parte en grupos de comerciantes y con­trabandistas, que deseaban cierta seguridad para sus negocios, los cuales le proporcionaban  armas y dinero; por otro lado sustentá­base en las comunidades indígenas sobre las cuales ejercía gran poder, no sólo por repre­sentar la prosecución de un viejo sistema de autoridad, casi milenario, sino también, por haberse constituido Lozada en un tenaz de­fensor de la propiedad de los naturales, ame­nazada continuamente de despojo por parte de los hacendados y políticos y ambicionada por grupos de labradores criollos deseosos de expansión hacia tierras que consideraban no se explotaban suficientemente. Esta defen­sa de la propiedad agrícola, realizada por Lozada, es la que le confería el enorme influjo que ejercitaba, lo que le permitía contar con miles de indios para enfrentarlos en abruptas serranías a las fuerzas del gobierno. Una mís­tica intensa, apoyada en una realidad econó­mica, hacía que Lozada fuera considerado el amo de occidente y que se le respetara y te­miera.

 

En el año 1869, ante el aumento de despojos de tierras a las comunidades indígenas, provocados muchos por la mala interpretación y ejecución de las leyes de nacionaliza­ción y desamortización, Lozada, que además de ser un zorro astuto tenía buenos consejeros, publicó por medio de su lugarteniente, Domingo Nava, una circular el día 12 de abril, en la que aludía a los continuos despojos, al clamor de los naturales para que cesara y a la ineficacia gubernamental para evitarlo, y representaba un franco desafío al gobierno según se lee en el siguiente párrafo:

 

"Mi parecer es que los pueblos entren en posesión de los terrenos; que justamente les pertenecen con arreglo a sus títulos para que en todo tiempo que se ventile esta cuestión se convenzan los gobiernos y los demás pue­blos del país de que si se dio un paso violento, no fue para usurpar lo ajeno, sino para recobrar la propiedad usurpada; de manera que el fin justifique los medios. Bajo este concepto yo no tendré ningún inconveniente en expedir la correspondiente orden para que los pueblos que se consideran perjudicados, pro­cedan a hacer un reconocimiento de los terrenos que les pertenecen con arreglo a sus títulos, construyendo mohoneras en términos de ellos, con la facultad de tomar la posesión que tuviera por este medio cuya medida será dictada por mí, siempre que la mayoría de los pueblos que me están subordinados estén conforme con ella; para que si el gobierno, desconociendo el buen derecho que asiste a los pueblos, califica su conducta no como un acto de reparación y de justicia, sino como un atentado contra la prosperidad, y deter­mina por este motivo declararles la guerra, queden todos entendidos de que tienen que defenderse hasta dejar afianzados sus legítimos derechos, o perecer en la demanda".

 

El predominio  patriarcal de Lozada en la Sierra Madre y en los estados allí enclava­dos,  fue reconocido por Porfirio Díaz, quien -como dijo al explicar la revuelta de La No­ria y su peregrinación a través de los Esta­dos Unidos, de donde salió por San Francis­co rumbo a Manzanillo- trató de atraerlo, sin conseguirlo, a su partido. Lozada, a quien in­teresaba fundamentalmente el problema agrario de vasta zona del país, gestionó en varias ocasiones ante Lerdo una solución pronta y eficaz, manifestando que las autoridades de jalisco no atendían sus quejas.

 

Gobernaba el estado de Jalisco desde mayo de 1871, Ignacio L. Vallarta, llamado por Juá­rez al ministerio de Gobernación y a quien Lerdo no veía con simpatía, por su carácter impetuoso y por haber mal interpretado ese llamamiento como una posibilidad de enfren­tarse al propio Lerdo. Los reclamos de Lo­zada eran por esa razón vistos con simpatía por el Gobierno Central. Pero la situación cambió cuando Lozada, cansado de pedir tan­to al Estado como al presidente remedio a los males de su inmensa tribu, se decidió a enfrentárseles, lanzando el llamado Plan Li­berador por el que desconocía al gobierno y convocaba a todos los mexicanos a través de los ayuntamientos, que deberían asegurar 3 re­presentantes por cada estado, a darse un ré­gimen, republicano, monárquico o imperial. La insurrección, se añadía en otro manifiesto, "llevaría por base principal la moralidad en sus actos, procurando el progreso de los pueblos por medio del establecimiento de la instrucción pública, del comercio sin trabas, del cultivo de las tierras y de las garantías a toda dase de nacionales; además se esmeraría porque la Religión Católica, Apostólica y Romana fuese debidamente respetada, ya que el desquiciamiento de la sociedad provenía del olvido en que vivía respecto a la religión".

 

Con esas bases, Lozada, quien había rea­lizado con anticipación aprestos militares, se lanzó seguido de más de 8.000 hombres, rum­bo a la capital de Jalisco, en tanto que dos lugartenientes suyos marchaban contra Sina­loa y Zacatecas. Entró en Tequila el 21 de enero de 1873 y se acercó a Guadalajara en donde el gobierno del señor Vallarta le en­frentó 2.240 hombres dirigidos por el general Ramón Corona. Este logró vencer en La Mojonera a las hordas de Lozada quien se retiró hacia Tepic. Corona con refuerzos enviados del centro advirtió finalmente el peligro que Lozada y su insurrección representaban y se aprestó a perseguir al rebelde. Apoyado por las fuerzas de Ceballos, Tolentino y Fuero, que atenazaron a Lozada desde distintos puntos, Rocha inició la persecución. Lozada, en plena sierra, cayó en poder de un antiguo su­bordinado suyo, el coronel Andrés Rosales, quien conocía el terreno, las madrigueras y la táctica de su ex jefe. El general Carbó con un fuerte contingente le condujo a Tepic en donde se le sometió a un Consejo de Guerra que le condenó a muerte por ladrón y plagia­rio. El 19 de julio en la Loma de los Meta­tes, vecina a Tepic, fue fusilado el llamado "Tigre de Alica". Su muerte otorgó no sólo al estado de Jalisco sino al país entero un respiro. Su bandera quedó en espera de que otro líder la alzara. En el occidente y no en el sur, varias décadas más tarde, Emiliano Zapata volverá a plantear el problema de la tierra.

 

Oposiciones armadas al régimen de Lerdo de Tejada.

 

Las rivalidades entre el gobernador Va­llarta y el centro no terminaron. Era necesario que Lerdo tuviese un firme apoyo en esa entidad. Este lo encontró el presidente en Alfonso Lancaster Jones, quien movilizó diver­sos grupos para sabotear el gobierno local y patrocinó violaciones al sufragio en las elec­ciones de 1873.

 

Otros aspectos de la situación política en este período de administración lerdista, son los siguientes:

 

El primero lo constituye la llamada revo­lución cristera que estalló en Michoacán y Ja­lisco entre 1875 - 76 y que tuvo como causa principal, aun cuando no única, el protestar por la aplicación de las medidas reformistas que herían la sensibilidad de los católicos me­xicanos. En Saguayo, Zamora y Nuevo Ure­cho hubo sublevaciones. En esta última po­blación Abraham Castañeda y Antonio Reza lanzaron un plan por el que desconocían la Constitución de 1857; los poderes de la Na­ción proponían un presidente interino para que convocase a un Congreso que constitu­yera al país en república, la cual tendría como religión oficial a la católica. Se enviaría un representante ante la Santa Sede que arregla­ra un concordato, mediante el cual se dejara resuelto el problema de las adjudicaciones de los bienes eclesiásticos nacionalizados.

 

El plan de Nuevo Urecho proponía la abolición del impuesto del timbre, por el que tanto luchara Matías Romero, y de los capitales, y apoya­ba la reducción de los gastos del gobierno.

Otro motivo más íntimo, que los rebeldes tenían, radicaba en la defensa de sus propieda­des agrícolas, principalmente las que estaban constituidas en comunidades de las que eran despojados en razón de las leyes reformistas.

 

La ocupación violenta de tierras en esas zonas y en otras vecinas como las de Coalcomán, de las que fueron despojados los natu­rales, quienes tuvieron que replegarse hasta la costa para sobrevivir y defender lo poco que les quedó, representa un motivo potente de resistencia. Esa resistencia será la que, mezclada también con una persecución antirreligiosa, daría lugar a la revolución cris­tera de la época del general Calles y Obre­gón en 1926 - 1927.

 

Para combatir esta revuelta, que al final degeneró en un mero bandolerismo, fue designado el general Mariano Escobedo.

 

Otro aspecto de esa situación lo represen­tó el movimiento encabezado por Vicente Ri­vapalacio, enemigo encarnizado de Lerdo, y los generales Sóstenes Rocha y Francisco Ca­rreón, movimiento que ha sido bautizado con el nombre de la "Revolución Soñada".

 

Alma de esta conjura fue Rivapalacio, quien desde que salió de la Corte por no aca­tar las instrucciones de Lerdo, se convirtió en su más feroz censor. Desde las páginas de El Ahuizote mantuvo una campaña de oposición en contra del gobierno. Coreaba cuan­tas quejas se levantaban contra la adminis­tración y acogía a los descontentos reforzando sus protestas. Tanto los cargos de los católicos como de los conservadores y de los más puros liberales encontraban cabida en la iro­nía mordiente y en las crueles caricaturas en las que ridiculizaban a los gobernantes. Como resultado de la  oposición era explicable apo­yara al grupo opositor más fuerte, que era el de Porfirio Díaz.

 

Sóstenes Rocha, quien como vimos representó el flagelo de Juárez y Lerdo contra los díscolos e insurrectos, llegó a convertirse por sus victorias y por la rapidez y eficacia de sus maniobras en el general más reputado; no es raro que ello despertara en su ánimo, a más de vanidad, una natural ambición. Mo­tivado por eso y por los halagos de sus ami­gos, Rocha entró dentro de los planes del grupo oposicionista de Lerdo. Las maniobras militares, que para mostrar las nuevas tácti­cas guerreras organizaba Rocha en febrero de 1875, dieron lugar a sospechar de él y a que el general Ignacio Mejía personalmente le lle­vara al Palacio Nacional, le despojara del mando militar y le enviara en calidad de desterrado a Celaya. Al general Carreón se le envió, también “por motivo del buen servicio militar”, a Cuernavaca, y a Rivapalacio, que era general y licenciado, a San Juan del Río. Don Vicente, para no verse obligado a partir, prefirió renunciar a su calidad militar.

 

Rivapalacio, que se hacía eco de todas las quejas antigobernistas, recogió éstas a manera de agravios y las consignó en un plan revolucionario, pues ya no era posible utilizar la “vía pacífica que marcan las leyes”. Ese plan que don Daniel Cosío Villegas halló en los papeles de Rivapalacio que se encuentran en Texas, consigna los siguientes agravios: Violación continua del sufragio e imposición constante de los candidatos oficiales. Suje­ción del Poder Legislativo y del Judicial al Poder Ejecutivo, motivada por la imposición de los diputados adictos al presidente y las consignas constantes a la Suprema Corte. Desaparición de la soberanía estatal que la Cons­titución General y las locales señalaban a cada entidad, revelada en las continuas interven­ciones del centro en la política estatal, en las elecciones, en la designación de gobernadores y otros funcionarios. Mala aplicación de los fondos públicos, utilizados más en obras de ornato que de defensa de las instituciones y los ciudadanos. Abandono de la instrucción pública y detención de las obras públicas in­dispensables como los ferrocarriles. Otorga­miento de los empleos públicos a los favori­tos del régimen.

 

Frente a todas esas quejas, no quedaban más recursos que desconocer a todos los po­deres y a los funcionarios por ellos designados. A los gobernadores desafectos se les lla­maba a adherirse al movimiento, pues de no hacerlo serían separados de sus puestos. Encabezaría la rebelión un  caudillo en quien se depositaría el Poder Ejecutivo y quien con­vocaría elecciones de los tres poderes, sin que el jefe del movimiento pudiera aspirar a la presidencia.

 

Desbaratado este movimiento en las pos­trimerías del régimen lerdista, a sus dirigen­tes no les quedó otra solución que observar con paciencia el desarrollo de los aconteci­mientos y actuar en ellos prudente y oportunamente.

 

Hacienda pública.

 

Respecto a la situación económica de la administración de Lerdo de Tejada cabe de­cir que correspondió a don Francisco Mejía llevar el peso de la economía del país y de la Hacienda pública. Ya se mencionó cómo su antecesor Matías Romero, quien había diri­gido con acierto las finanzas, "terminó du­rante su gestión -como señala con justeza Francisco Calderón- con la práctica de los fondos especiales; se negó a celebrar, aun bajo la presión de circunstancias bien acia­gas, contratos de agio; no impuso gravamen alguno a la nación, reconociendo reclamacio­nes exageradas, o de alguna otra de las ma­neras tan comunes en épocas anteriores; no hizo exacción extraordinaria de dinero, no obstante haber sido autorizado para ello y que, en algunas ocasiones pudo haberse jus­tificado; amortizó más de 20 millones de pesos de la deuda pública; hizo los pagos del presupuesto con mayor regularidad que en épocas anteriores a pesar de las sediciones, asonadas y revueltas que ocurrieron en dife­rentes partes y épocas, siendo dos de ellas de gran magnitud; estableció el imperio de las leyes fiscales en toda la extensión del te­rritorio nacional, consiguiendo su cumpli­miento uniforme para provecho de la nación y de los particulares, quienes dejaron de su­frir las desigualdades y excepciones que an­tes habían prevalecido; regularizó la contabi­lidad fiscal de la federación e introdujo en ella adelantos hasta entonces desconocidos; mejoró en mucho la moralidad y disciplina de las oficinas de su mando y, sobre todo, sentó las bases de la moderna hacienda pú­blica mexicana con sus reformas al arancel y con la ley del timbre".

 

Mejía, llamado por Juárez el mes de junio de 1872, esto es, cuando la revuelta de la No­ria había cesado; tuvo que enfrentarse en el régimen de Lerdo a difícil situación, pues la revolución había exigido fuertes sumas para formar y armar los contingentes que se en­frentaron a los rebeldes y por lo tanto la ha­cienda pública se encontraba deficitaria. Ler­do de Tejada obtuvo el mes de agosto de 1872 autorización del Congreso para contra­tar un empréstito hasta por un millón de pe­sos, pagaderos a corto plazo y con intereses reducidos, que sirvió al gobierno para cubrir sus gastos e iniciar el ejercicio fiscal 1872 - 1873 sin retraso en los pagos. Mejía confiaba que el desarrollo del país y aumento de su poten­cialidad económica equilibrarían la situación, lo cual sólo podía peligrar si se alteraba la paz pública. Para apoyar el crecimiento eco­nómico y el fortalecimiento de la hacienda, el ministro tendió a "reorganizar y hacer más eficiente la administración fiscal". Propuso para el año 1872 - 73 un presupuesto de egresos de 22’938,423 pesos, que pese a las críticas del Congreso obtuvo se aprobara, y al final de año pudo señalar que el Estado había cubier­to con regularidad todos los gastos de la ad­ministración sin gravar en nada a los ciuda­danos. Mantuvo un sistema de vigilancia hacendaria continua, moralizó a los funciona­rios e impuso un orden no existente antes de ese momento. El presupuesto aprobado para el siguiente periodo 1873 - 74, fue mayor que el anterior y aun cuando contablemente apare­ciera un déficit de cerca de seis millones, Me­jía señalaba que el Ministerio cubriría todos los gastos en base a las rentas naturales de la República, sin tener que recurrir al agio ni a otros medios que gravaran al país. Es evi­dente que Mejía hábilmente evitaba comprometer sus finanzas, realizando obras públicas que, aun cuando consignadas en él presupues­to, pensaba podían esperar mejores épocas, y también, haciendo descuentos previstos por la ley de ingresos en el pago de sueldos y no cubriendo las subvenciones a las empresas constructoras que no trabajaban. La deuda pública también fue diferida o sujeta a arre­glos.

 

Tal situación no pudo continuar, pues, pese a la confianza que el país despertaba tanto en el interior como en el exterior, tenía que llegarse a un sano equilibrio financiero. Por otra parte los ataques de los oposicionistas al gobierno por el paro de las obras públicas, entre otras los ferrocarriles, por el retraso en el pago de la deuda y otros aspectos que ya se señalaron, obligaron a Ler­do a tomar decisiones más rigurosas. A eso se debió que al terminar el año 1874 el presidente Lerdo explicara al Congreso la nece­sidad en que se encontraba de aumentar los ingresos, elevando la tasa de los impuestos existentes. Los diputados se opusieron a ese aumento y el déficit de 1874 - 75 ascendió a más de seis millones.

 

Como resultado de esta política, la admi­nistración de Lerdo se vio obligada a suspen­der las obras del desagüe del valle de México que a partir de 1867 se habían incrementado, no obstante que en 1874 la Ciudad de Méxi­co estuvo en peligro inminente de inundarse.

 

Obras públicas.

 

Como realizaciones figuran las siguientes:

 

En el campo de las comunicaciones la red telegráfica se amplió de 1872 a 1875 en unos 2.600 kilómetros, alcanzando así más de 9.000 kilómetros, muy superior a la de otros países.

 

Los cami­nos aumentaron. México pudo tener comuni­cación con casi todas las capitales de los es­tados y éstas con otras ciudades de la misma entidad y con las vecinas. La capital comu­nicaba con seis puertos del Pacífico: Maza­tlán, San Blas, Manzanillo, Zihuatanejo, Aca­pulco y Puerto Angel; con cuatro del Golfo: Veracruz, Tuxpan, Tampico y Matamoros, y con tres ciudades fronterizas: Matamoros, Camargo y Piedras Negras. Los caminos tron­cales aumentaron. Las poblaciones principa­les del país desearon estar mejor y mas comunicadas. A ello se debió también la ela­boración de proyectos para abrir canales de Manzanillo a Cuyutlán, de Chapala a Guada­lajara, de Córdoba a Veracruz, los cuales, unos por costosos y otros por quiméricos, tuvie­ron que desecharse.

 

El ferrocarril México-Veracruz queda inau­gurado totalmente el 1 de enero de 1873. La administración lerdista que esperó que el país se  transformara con la construcción de ferrocarriles, si no obtuvo del ferrocarril mexica­no todo lo que esperaba, no por ello se despreocupó de incrementar la red ferroviaria. Así otorgó 18 concesiones para nuevos pro­yectos, lo cual hubiera permitido al país con­tar con una red de 17 líneas con una  extensión de 9.515 kilómetros. Las subvenciones y franquicias otorgadas a la compañía constructora del ferrocarril mexicano, que gravó mucho la economía del Estado, obligó a Lerdo a ser menos generoso. Por otra parte se había de­mostrado que para esas obras se requerían fuertes capitales que sólo los promotores norteamericanos tenían y los cuales deseaban emplear para poder ligar las vías que ellos tendían hacia el oeste y el sur con las vías que México requería construir hacia el norte. Un proyecto de la Compañía del Ferrocarril Internacional de Texas no se aceptó y en cambio se otorgó la concesión a la llamada Compañía de los Catorce, la cual no realizó la obra que planeó con menos visión y más economías, con lo cual, la comunicación con el país vecino por vía férrea, tuvo que aguardar un tiempo. Parte de la línea al norte, has­ta León, se comenzó en 1875 por los señores Camacho y Mendizábal. Ella inició así lo que sería más tarde el llamado Ferrocarril Central.

 

Aspectos sociales.

 

Respecto a la propiedad territorial conti­nuó durante toda la República Restaurada, siendo un problema por su injusta distribu­ción. Los reformistas se percataron que los inmensos latifundios existentes, tanto ecl­esiásticos como laicos, representaban un mal social y económico. Desde 1821 hombres como Severo Maldonado y más tarde José María Luis Mora propusieron medidas muy prudentes para resolver el problema de la propiedad agraria, mas sus proyectos se olvida­ron y hubo que esperar largos años a que el problema se volviera a plantear. En el Cons­tituyente de 1857, los diputados Ponciano Arriaga e Isidoro Olvera sugirieron medidas para combatir el latifundismo, pero sus vo­tos particulares no encontraron eco en una mayoría cegada con los deslumbrantes principios liberales de libertad absoluta de pro­piedad, de trabajo, de expresión y así las preocupaciones de Arriaga y Olvera, que hubieran incorporado elementos de carácter social a nuestra Constitución, fueron desoídas. En el año 1859 en un manifiesto que el Gobierno Liberal expidió en Veracruz, se menciona que una de las finalidades de ese mismo gobierno radicaba en "fraccionar la propiedad territo­rial con provecho de toda la nación" y el "promover también con los dueños de gran­des terrenos el que por medio de ventas o arrendamientos, recíprocamente ventajosos, se mejore la situación de los pueblos labradores".

 

Si frente al latifundismo laico se trató de evitar su crecimiento, el latifundismo eclesiás­tico que otorgaba a la Iglesia un mayor po­der político, tendió a ser destruido. Las leyes de desamortización y nacionalización afectaron fundamentalmente a la Iglesia y desde el momento de su emisión en 1856 y 1859 hasta la administración de Lerdo de Tejada, más de ochocientas fincas rústicas del clero fue­ron rematadas y adjudicadas por precios irri­sorios a numerosas personas, mas estos ad­quirentes no fueron campesinos de escasos recursos o carentes totalmente de tierras, sino en su mayoría rancheros acomodados o hacendados pudientes que engrosaban con esas compras sus propiedades, concentrando así cada vez más en pocas manos la tierra. Se­gún cálculos de Antonio García Cubas, para 1876 existían 5.700 haciendas en poder de un corto pero poderoso grupo. Repetíase para estos años algo que ocurrió antes de la independencia y que aún impera, el que en Mé­xico hubiera un contado número de indivi­duos inmensamente ricos y un enorme con­tingente de pobres. Esa situación fue examinada ya desde aquellos años y un pe­riódico socialista La Comuna, como señala muy bien Luis González, mencionaba esa la­mentable desigualdad.

 

Dentro de esas inmensas propiedades, la situación de los jornaleros -encasillados desde la época de la colonia por medio de los préstamos, la coacción y la falta de posibili­dades de trabajo en otras partes- era muy aflictiva y como aseguraba Luis de la Rosa, “funestísima para la moralidad pública, y cada día ha de ser más perjudicial para los intere­ses de los grandes propietarios”.

 

Si la esclavitud de los negros, puesto que la de los indios no existía ya legalmente des­de los inicios de la Colonia, había sido aboli­da, sin embargo entre los servidores del campo, existía un estado de sujeción casi igual o peor, que empeoraría día tras día. En algunas regiones, los jornaleros endeudados, retenidos, castigados en las tlapixqueras, con horarios de trabajo abrumadores, eran verda­deros esclavos sujetos al capricho y a la insania de patrones o mayordomos. El gobier­no, tanto de Juárez como de Lerdo, empeñado en la resolución de un diluvio de problemas, muchos de ellos de extrema gravedad, no des­cuidaron este aspecto y a ellos se deben me­didas muy importantes para disminuir las jor­nadas de trabajo, para incrementar los salarios y para evitar los castigos corporales a los trabajadores. Algunos hombres despiertos a los cambios sociales, como Ignacio Ramírez y Guillermo Prieto; los gobernadores de varios estados, como Carlos E. Galán de Baja Ca­lifornia, Francisco Hernández de Veracruz, y periódicos de orientación socialista realizaron una campaña en favor de las desheredados, de una más justa distribución de la riqueza y un trato más humanitario. Lo mismo ocu­rrirá cuando se refieran a los trabajadores ur­banos que empiezan a acumularse en las grandes capitales y quienes sufren los inicios de un capitalismo incipiente que los explota inmisericordemente.

 

Frente a esta situación, la administración de Juárez y de Lerdo que inició no una reforma educacional, sino que creó toda un sis­tema educativo que hasta hoy trasciende, pen­só que la transformación social de un país tan desigual se lograría en buena parte a base de la educación, la cual con sus virtudes y con sus principios, que fundamentaban el pro­greso humano en el desarrollo de las faculta­des innatas del individuo, que postulaban una evolución gradual, un sentimiento vivo de so­lidaridad y un deseo incontenible de libertad, conseguiría cambiar del todo al país.

 

El Estado, para Juárez y para Lerdo, es­taba obligado a impartir la educación; por ello desde 1867 en que impuso la instrucción primaria como obligatoria, comenzó, ya sin auxilio de la Iglesia, a costear la instrucción pública. La ley de Instrucción Pública de 1867, que debido a la experiencia tenida tuvo que modificarse en 1875, representó un gran avan­ce y esa misma ley fue la que ya en 1877 du­rante la administración de Porfirio Díaz dio las normas para todo el sistema educativo. Los institutos de enseñanza superior, a par­tir de la Escuela Nacional Preparatoria que se planeara bajo la dirección del eminente An­tonio Martínez de Castro, con quien colabo­raron Gabino Barreda, Pedro Contreras Eli­zalde, Francisco Díaz Covarrubias, Ignacio Alvarado y Eduardo Ortega, continuaron, pese a las críticas que se les dirigieron, formando a través de un credo filosófico, el del positi­vismo, a numerosas generaciones que produ­jeron hombres con sólidos conocimientos científicos y tecnológicos, con un criterio am­plio y despejado, de constancia y gran capa­cidad para el trabajo, quienes intervinieron patentemente en el desarrollo posterior de México.

 

La enseñanza elemental también progre­só, si bien no tanto como se deseó. José Díaz Covarrubias, ministro de Justicia e Instruc­ción Pública, señalaba que en 1873 existían 8.103 escuelas, pero que de los niños en edad escolar, que eran más de un millón, sólo asis­tían cerca de 300.000, lo que indica el enor­me déficit educativo. Se advierte también que existía un interés creciente en extender los beneficios de la instrucción a las mujeres y que junto a escuelas separadas ya empezaba a haber escuelas mixtas.

 

La administración lerdista que anhelaba, tanto por la formación cultural de su presi­dente, cuanto para satisfacer una urgente necesidad nacional, lograr el desarrollo de la cultura, vio sus esfuerzos truncados debido a problemas tanto económicos como políticos, que le impidieron realizar una más profunda y vasta labor.

 

En los años de la administración de Se­bastián Lerdo de Tejada, la población de la República se cifraba en 9’343,479 habitantes, que, distribuidos en doscientos millones de hectáreas de su territorio, representan una densidad de cuatro y medio hab./km2. De esa población, casi siete millones formaban la po­blación rural y sólo dos millones la urbana. De éstos, 600.000 habitaban en ciudades de más de 50.000 habitantes (México, Guanajua­to, Guadalajara, Puebla). Más de 700.000 residían en ciudades de 10.000 a 50.000, y más de 500.000 en poblados de menos de 10.000, pero de más de 2.500. El resto se encontraba disperso en el inmenso mosaico geográfico de México y en un estado social, económico y cultural muy desigual, pues convivían gru­pos de indios nómadas, cazadores y recolec­tores, con criollos y extranjeros, que detentaban la cultura, el poder y los medios de producción.

 

De la población total del país, más de un 80 % vivía de la agricultura en diverso grado de desarrollo, y del total, también, poco más de un 38 % estaba constituido por indígenas, dispersos en toda la extensión de la Repúbli­ca, los más de ellos con una economía lán­guida, desprovistos de toda instrucción, por­tadores de las formas y elementos de sus primitivas culturas, sin asomo de adoctrina­miento religioso o, si lo poseían, mezclados los elementos cristianos con los de sus prác­ticas idolátricas y viviendo la mayoría en un mundo mágico en el que se abismaban como consecuencia de las enfermedades y del alco­holismo de que eran víctimas.

 

Dentro de este ambiente de explotación inmisericorde, que los grupos minoritarios hacían de ese sustrato humano, era lógico que se produjeran sublevaciones, las cuales perturbaban la paz de la República y las bue­nas conciencias de las clases pudientes y de los gobernantes.

 

Sometida a dura servidumbre durante tres siglos y descuidada por las administraciones republicanas, era evidente que la población indígena preocupara en ciertos momentos al Gobierno, no sólo por su abatimiento físico y moral, sino también por su poca producti­vidad económica. Había que transformar a la población a través de la educación o más rá­pidamente, inyectándole sangre nueva, injertando en ella elementos sanos y robustos, poseedores de un vigor físico, intelectual y económico mucho mayor. Los restauradores de la República proseguían el deseo de los dirigentes de la primera mitad del siglo XIX de acrecentar la población, importando colonos que ayudaran a transformar a la nación. Si Juárez apoyó la inmigración extranjera, Lerdo de Tejada en 1874 proseguirá ese deseo. La ley del 31 de mayo de 1875 ofrecía amplias perspectivas a los inmigrantes, concediéndoles tierras, facilidades de instalación, exenciones fiscales y la ciudadanía fácilmente obtenible. Pese a tantas ventajas, se sabe que los colonos llegados fueron en número menor al que constituían los trabajadores mexi­canos que emigraban a los Estados Unidos en busca de mejores posibilidades de vida. Los extranjeros arribados radicábanse más en las grandes ciudades, consagrándose al co­mercio o la industria, que no en las campiñas que se deseaban transformar. En los días de Lerdo, el número de extranjeras era un poco mayor de 25.000.

 

Bibliografía.

 

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Knapp, F. A. Sebastián Lerdo de Tejada, Xalapa, Univ. Veracruzana (c. 1962).

 

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Riva Palacio, V. Historia de la administración de don Sebastián Lerdo de Tejada; su política, sus leyes, sus contratos, sus hombres..., México (s. d.).

 

103.            El advenimiento del régimen de Porfirio Díaz.

 

Renovación del Congreso en 1875.

 

En las postrimerías del año de 1875, pe­núltimo del gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada, la agitación política existente se acrecentó. Los grupos opositores al gobierno que habían hallado en Porfirio Díaz el caudillo que encabezara su descontento, vigilaban todas y cada una de las acciones del presidente al que, con entera justicia, se le atribuían intenciones de reelegirse, y Lerdo, a más de observar con cuidado la conducta de sus enemigos, maniobraba con los políticos capitali­nos y los de la provincia para aumentar su fuerza. La renovación del Congreso en 1875 representó un primer objetivo. Era evidente que el presidente trataría de obtener la primacía dentro de él, para poder utilizarlo en su favor en el afianzamiento de su situación, pues a ese Congreso correspondería calificar el resultado de las elecciones presidenciales que se avecinaban. Efectivamente, los comicios manipulados por medio de fraudes, robo de casillas, instalaciones dobles o triples de las mismas, burdas imposiciones y otros ar­tificios que aun existen en nuestra subdesa­rrollada democracia, dieron a Lerdo el triunfo eliminando a candidatos de auténtico arraigo en sus pro­vincias, como eran Pedro Ogazón, Ignacio Luis Vallarta y Eligio Muñoz en Jalisco, Do­nato Guerra en Durango y otros más. Fuera de Jalisco, Zacatecas y Nuevo León, que no aceptaron someterse a la política lerdista, los demás estados obedecían ciegamente las con­signas y apoyaban al Presidente.

 

El resultado de estas elecciones reveló a los opositores de Lerdo sus ambiciones ree­leccionistas. Lerdo no ocultaba, por otra parte, su deseo de continuar en el poder, pues tenía derechos más que suficientes para ello, y cómo su primer período administrativo no había sido brillante ni próspero, esperaba tener mejor fortuna en un segundo para mos­trar sus cualidades de estadista. No era Sebastián Lerdo un político ordinario, sino un hombre muy superior a sus contemporáneos. Más intelectual que político, Lerdo, poseedor de una lúcida inteligencia, de una gran tena­cidad, de un sentimiento de superioridad pro­pio de todo intelectual, menospreciaba a los que no eran tan dotados como él y no tenía la habilidad política de Juárez para manejar o destruir a sus adversarios. Confiaba en su lógica irrebatible y desestimaba a sus con­temporáneos. Los viejos partidarios de Juárez no le veían con simpatía; tampoco los hombres jóvenes, quienes sentían que les impedía el acceso a la dirección del país y con­sideraban que sus tendencias, como hombre de cultura superior, hacia la tolerancia y la conciliación, indicaban una aceptación de viejos ideales conservadores.

 

Contra todo lo que él esperaba, Lerdo se encontró enfrentado por su política tanto a los liberales radicales viejos y jóvenes que continuaban proclamando exageradamente las medidas reformistas, como a los grupos conservadores, que deseaban no sólo tolerancia para practicar sus creencias y difundir sus ideas, sino  la derogación de las leyes refor­mistas que, como bandera de todo un parti­do, el que estaba en el poder, no podía ser arriada.

 

Sebastián Lerdo de Tejada con su herma­no Miguel y también José María Iglesias, in­dependientemente de Ocampo, que no intervino de continuo en la administración, fueron los intelectuales de la Reforma, sus ideólogos, los auténticos sucesores de José María Luis Mora, liberales progresistas irreducti­bles y, como Ocampo diría de Mora, un tanto dogmáticos. Las grandes decisiones de la praxis política ellos las habían tomado y a ellos debíase la legislación que continuaba, más radicalizada, los esfuerzos de los progre­sistas de 1833. Sebastián fue la mente de los inmaculados, el hombre que decidiera muchos de los actos trascendentes de la República. Tenía plena conciencia de ello, pero no era el político práctico, el estadista constante, cui­dadoso de todos los hilos de la administra­ción como Juárez, atento a todas las necesi­dades. Ello le valió que le calificaran muchas veces injustamente de descuidado en los ne­gocios públicos, de no prestar atención a la delicada situación del país, de menospreciar por sus concepciones la ingente necesidad que tenía México de renovarse, de ligarse a un desarrollo general al cual nuestro país no podía escapar.

 

Lerdo, como Juárez, vio que el país sufría aún de ambiciones personalistas, que la tran­quilidad y el progreso peligrarían en manos de nuevos caudillos sin preparación, que la estabilidad y el respeto que la República había adquirido desaparecerían en el momento en que renaciera la anarquía, en que volvie­ran los viejos tiempos en que cada cacique aspiraba regir al país de acuerdo con su sin­gular inclinación y particulares intereses. Con­solidar el poder como había hecho Juárez, aun a costa del desarrollo democrático y no acatando las normas supremas, significaba el principio de la estabilidad. Esa posición iba a disgustar tanto a los caudillos militares que acrecentaban su fuerza política, como a los hombres maduros, reflexivos, aquellos que, como rectores de la nación, pensaban que sólo una limpia vida institucional salvaría a Mé­xico que únicamente se podría subsistir si se acataban las normas fundamentales que la nación se había otorgado después de una lucha cruenta pero necesaria, normas que por sus principios salvadores y universales eran una garantía de paz, de respeto, de libertad. Contra las leyes, nada; al margen de la Cons­titución, ni un solo paso. Las normas fundamentales obligan a los ciudadanos, pero más al Estado, quien debe el primero obedecerlas, hacerlas respetar. Ningún poder puede admitirse si se encuentra fuera de la ley, ninguna disposición es válida si no emana de la fuente auténtica de la armonía social, de la ley. Quien no obedece las leyes torna su carácter en ilegal, no importa que sea el propio gobierno. La razón política que se puede invocar no justifica la violación a la legalidad. La organización jurídica del país, misión funda­mental de sus dirigentes, apoyábase en nor­mas teóricas indeclinables, pero únicas como válidas. Sin ellas nada podría conseguirse. Los juristas como Martínez de Castro, Lafragua, Vallarta, Joaquín Ruiz, Iglesias, mantendrían vivos, independientemente de toda ambición política que pudieran haber tenido, esos principios que convertirían en bandera, la cual alzarían contra todo atentado surgido de ambiciones personales.

 

Esas posiciones son las que explican por qué la conducta de Sebastián Lerdo va a repugnar tanto a los jóvenes impacientes como a sus antiguos colegas, a sus compañeros de lucha, a hombres ligados a él en sacrificios y esfuerzos como José María Iglesias.

 

Iglesias era un hombre de talento extraor­dinario, de recia y profunda cultura, de vi­sión clara y penetrante. Sagaz en la observa­ción y en la conducción política, daba a ésta alcances de notable amplitud, como lo reveló en sus Revistas Políticas, y aun cuando poseía un don de gentes, un espíritu de socia­bilidad mayor que Juárez y que Lerdo, no contaba con las cualidades políticas de aquéllos, con la habilidad tramoyística que todo hombre en el poder requiere. Don José María, que había ocupado los ministerios de Go­bernación y de Justicia e Instrucción Pública en la administración del señor Juárez, al lle­gar Lerdo de Tejada a la presidencia fue de­signado presidente de la Suprema Corte de Justicia y por tanto por ministerio de Ley, al faltar el presidente, ascendía a la suprema magistratura del país. Ya señalamos que en el año de 1874, como presidente del Poder Ju­dicial, difirió en varios puntos de vista con. el Ejecutivo y planteó frente a él el princi­pio de la legitimidad de los funcionarios y de la competencia de origen que ponía en entre­dicho la legitimidad de los poderes de la Unión. Como políticamente esa posición de la Corte significaba que ella podía decidir sobre la legalidad de todas las autoridades, con lo cual quedaba en situación superior, des­truyendo así el equilibrio político del Estado, ni el Ejecutivo ni el Congreso aceptaron el criterio de la Suprema Corte y fallaron en mayo de 1875 en el sentido de que las decisiones de los Colegios Electorales eran irre­versibles y que incurrirían en sanción los poderes que se declararan en contrario. Disgus­tado Iglesias por ese fallo, presentó su renuncia, la cual no le fue admitida, mas él, movido por el peso de su raciocinio y por cierto resentimiento que le ocasionó verse desoído por el presidente y también por cierta ambición muy natural hacia el poder hacia la presidencia que pensaba le correspondía en turno, por ser uno de los inmaculados, se resistió a acatar la opinión de los otros dos po­deres y persistió en seguir aplicando su doc­trina, que  era una errónea interpretación del artículo 16 de la Constitución.

 

La conducta de Lerdo, de imposición de sus favoritos, de violaciones constantes a las leyes y su anhelo de reelegirse, radicalizó la posición de Iglesias y le separó de su com­pañero de persecuciones y esfuerzos, al pun­to que pronto se le enfrentaría, ya no como representante de uno de los poderes de la nación, sino como contrincante en la lid polí­tica. Lerdo, acostumbrado a lidiar con políticos sin banderas bien definidas, tendría que rivalizar con su antiguo colega, quien enar­bolaría una bandera de enorme peso y significado, la de la legalidad. Nada pesaría tanto en la decisión última de Lerdo como este en­frentamiento que le amargó, que no esperó nunca y al cual despreció con amargo resen­timiento.

 

Analizada la situación prevaleciente en 1875 y la posición de los personajes prin­cipales, veamos cómo fue el desarrollo de los acontecimientos.

 

Reelección de Lerdo de Tejada.

 

Estando por terminar el cuatrienio guber­nativo de Lerdo, era indispensable convocar elecciones. El Congreso, como vimos, se ha­bía renovado en 1875 y estaba dominado por elementos lerdistas. Verificados los comicios presidenciales en junio y julio de 1876, en los cuales, dada la situación reinante, hubo gran indiferencia, buen número de abstenciones, muchas irregularidades, pues -escribe Iglesias- "en más de 100 distritos de los 230 existentes no hubo elecciones; en otros, los Colegios electorales tuvieron falta o exceso de quórum; en otros, hubo formación de ayun­tamientos ilegales, fabricación de expedien­tes, adulteraciones de Colegios, etc.", el resultado favoreció al antiguo rector de San Ildefonso. Uno de los periódicos de mayor circulación, El Monitor Republicano, declaraba que el pueblo se había "retraído por com­pleto de la lucha electoral, despechado, por decirlo así, ha dejado el campo al círculo ofi­cial, sin cuidarse ya de las consecuencias de una elección falsa, que no puede acarrear más que trastornos y calamidades a la nación".

 

Si institucionalmente el resultado de las elecciones favoreció a Lerdo, ese triunfo no fue reconocido por sus adversarios, sino que habrían de usarlo como nuevo agravio, como demostración palmaria de su desmedida ambición política y de su desprecio por las ins­tituciones. Mucho antes de conocerse oficialmente el resultado de las elecciones, sus enemigos habían tomado una resolución: la de la revuelta armada contra el gobierno, que no creían habría de cambiar de opinión.

 

Porfirio Díaz.

 

Los adversarios de Lerdo, cada día más numerosos, no encontraron mejor caudillo para encabezar la sublevación que Porfirio Díaz, cuyas aspiraciones presidenciales eran cada día mayores. A Díaz había que dotarle de una bandera, de un ideario que le permi­tiera hacer de la sublevación un movimiento apoyado por la opinión pública general, justo y legitimo y que le alejara del calificativo de asonada personalista. Es indudable que entre los enemigos más relevantes de Lerdo se con­taban los políticos jaliscienses Pedro Ogazón e Ignacio Luis Vallarta, que habían encon­trado en Lerdo un fuerte adversario. Prota­sio Tagle, Vicente Rivapalacio e Ireneo Paz con sus medios de difusión influían en el pue­blo en contra del presidente. Numerosos mi­litares, caciques de varias provincias, como Méndez en Puebla, Cravioto en Hidalgo y Ne­grete en México y Puebla, los imprescindi­bles norteños Donato Guerra en Durango, Je­rónimo Treviño, Julián Quiroga, Francisco Naranjo en Nuevo León y Coahuila, aspira­ban ambiciosamente a un cambio que les be­neficiara, que respetara su prestigio e influen­cia y les posibilitara el ascenso al poder. Todos esos hombres esperaban ansiosamen­te la aparición del líder, del hombre presti­giado que acaudillara su descontento.

 

Díaz, al aceptar encabezar el movimiento, adoptó el plan, el ideario que muchos de los descontentos tenían. Ese ideario fue elabora­do por Vicente Rivapalacio, quien reprodujo en él, como certeramente ha mostrado Cosío Villegas, muchos de los puntos que contenía el Plan de la "Revolución Soñada" ya mencionado, formulada por Sóstenes Rocha y Ri­vapalacio. En efecto, el "Plan de Tuxtepec", cuya primera versión es de diciembre de 1875 y se encuentra firmado por Porfirio Díaz, fue redactado por Rivapalacio y consigna la ma­yor parte de los elementos del de Rocha. “Esos planes -escribe Cosío Villegas- pre­sentaban idénticos agravios al gobierno de Lerdo”. Son comunes y expresados en lenguaje idéntico, si bien en forma más persis­tente y mejor trabada en el de Rocha, y trun­camente en el de Tuxtepec, los siguientes: el gobierno de Lerdo había elevado el abuso a la categoría de sistema político, con despre­cio de la moral y de la ley, hasta el punto de hacer imposible recurrir a las soluciones pa­cíficas. El sistema democrático había cesado de existir, porque el presidente, usando de la fuerza o del soborno, hacía triunfar siempre a los candidatos oficiales. Este mismo proce­dimiento criminal estropeó los principios fun­damentales de la independencia de los poderes y del sistema federativo de gobierno; la Federación retiró a los estados fronterizos la mezquina subvención destinada a su defensa contra los indios bárbaros. El tesoro público se dilapidaba en satisfacer los caprichos de los favoritos del presidente y el Congreso ja­más fiscalizaba los egresos; la instrucción pú­blica yacía abandonada y destruido comple­tamente el gobierno municipal; existía un verdadero monopolio de los puestos públicos, de modo que los amigos del presidente tienen "tres o cuatro destinos y perciben tres o cuatro sueldos". Esos puntos y otros como el lograr la vigencia de la Constitución de 1857 y las leyes reformistas; la no-reelección como principio fundamental; la necesidad de dotar al régimen municipal de absoluta independen­cia y de organizar debidamente al Distrito Federal y al Territorio de la Baja California, a más de otros puntos de mera ejecución práctica, constituyeron la esencia del plan que tenía que tremolar Porfirio Díaz.

 

Díaz, quien dijimos se había establecido en Veracruz, en la hacienda de La Candelaria, radicó en ella poco tiempo, y desde ahí mantuvo contacto muy estrecho con sus vie­jos amigos y los nuevos partidarios, convir­tiéndose en el ejecutor de la conspiración an­tilerdista. A mediados de 1875, abandonó La Candelaria y puso a su familia a buen re­caudo en Oaxaca y él se ocupó de enviar y recibir emisarios a Donato Guerra, Treviño, Naranjo y en visitar a sus partidarios de México. En el mes de septiembre de 1873, una vez que estuvo acorde con el plan que sus compañeros elaboraron y de examinar la si­tuación existente, decidió encabezar la revolución contra la administración lerdista y evi­tar la reelección del presidente. Consideró Díaz que el norte sería por sus condiciones y partidarios el lugar más apropiado para ini­ciarla. Desde Texas podría reclutar partida­rios y armarlos y en caso de derrota fácilmente reinternarse en los Estados Unidos. Sin embargo, no pretendió que la sublevación tuviera un solo foco, sino varios, uno de ellos en el Sur, en Oaxaca y Veracruz, la zona que él dominaba y en la cual sus partidarios eran decididos. A ello se debió que remitiera a sus partidarios una copia de su plan, el cual, al proclamarse en la villa de Ojitlán, distrito de Tuxtepec, daría nombre al plan y a la revuelta.

 

Bien organizados los grupos descontentos, dotados de una bandera surgida de los desa­ciertos de la administración de Lerdo, sólo se necesitaba que el movimiento estallara. Para ello, Díaz partió el 2 de diciembre de 1875 de Veracruz rumbo a Bronswille, acompaña­do de Manuel González; fue a esa ciudad fronteriza para organizar el movimiento, le­vantar desde ahí contingentes armados y cruzar impunemente la frontera. Manuel Gonzá­lez fue el primero en lanzarse al interior del país, en tanto que Díaz esperó hasta el 20 de marzo para pasar la línea divisoria con cua­trocientos hombres.

 

Plan de Tuxtepec.

 

En tanto Díaz se preparaba en el norte, el 10 de enero de 1876 en Ojitlán el coronel de guardias nacionales Hermenegildo Sarmiento con otros compañeros proclamó el Plan de Tuxtepec, el cual fue seguido de in­mediato por  un grupo de descontentos con­tra el jefe político de Ixtlán. Encabezó a esos hombres Fidencio Hernández, y su bandera consistió en desconocer al jefe político del distrito -impuesto por el gobernador de Oa­xaca José Esperón, a contrapelo de la influen­cia e intereses de Hernández- y también al gobernador y a los poderes federales, adherirse al Plan de Tuxtepec y proclamar como jefe de su movimiento a Porfirio Díaz.

 

Hernández, de influencia entre los serra­nos, logró formar un cuerpo de 2.000 hom­bres,  con los cuales avanzó hacia Oaxaca, la cual, mal defendida por 600 miembros de las guardias nacionales, muchos de los cuales se pasaron al enemigo, cayó en poder de Hernández, quien encontró en esa ciudad armas y parque abundante. Nombró como goberna­dor al minero Francisco Meijueiro y avanzó hacia el estado de Puebla. Para contenerlo, el gobierno destacó al general Ignacio Alatorre con escasos recursos, quien resistió en Yanhuitlán los ataques de los rebeldes, quienes, habiendo perdido numerosos hombres, se retiraron. Con refuerzos dirigidos por los gene­rales Corella y Topete intentó Alatorre combatir a Hernández y llegar a un acuerdo para que depusiera las armas, mas Hernández es­taba por sostener a todo trance el Plan de Tuxtepec y a Porfirio Díaz, por lo cual todo arreglo resultó imposible. Alatorre, ante nue­vas amenazas surgidas en otros sectores del país, recibió órdenes de regresar a Tehuacán y actuar en Puebla.

 

Fidencio Hernández logró subir hasta los llanos de Puebla y ahí unió sus contingentes con los de otros jefes recién sublevados: José María Coutolenc y Luis Mier y Terán. En Epatlán los ejércitos lerdistas, conducidos por Alatorre, vencieron a los rebeldes el 28 de mayo e hicieron prisionero a Mier y Terán, pero Corella fue herido y murió días después. De Izúcar, en donde se concentró Hernández después de la batalla de San Juan Epatlán, partió hacia el noroeste a unir sus mermadas fuerzas a las de Juan N. Méndez, caudillo de la sierra poblana, y a las que conducían Mi­guel Negrete, Rafael Cravioto y Coutolenc. Juntas trataron de tomar Tulancingo, empeño en el que fracasaron. Su falta de unidad, pese a que Méndez ostentaba el cargo de Jefe de la Línea de Oriente del Ejército Regene­rador, les obligó después de su fracaso ante Tulancingo a dividirse y separarse, marchando cada uno a las regiones que conocía y controlaba. En esa dispersión, Hernández mar­chó hacia Veracruz. En Fortín fue derrotado y hecho prisionero. Conducido a México, se le encerró en la prisión militar de Santiago Tlatelolco, de donde salió al triunfo de la revuelta de Tuxtepec en Tecoac.

 

En tanto esto ocurría en el sur, Díaz en el norte trató de obtener el apoyo del coronel Servando Canales, quien dominaba Tamauli­pas y aspiraba a ser gobernador, y asegurar la adhesión de Treviño, Quiroga, Naranjo y Martínez.

 

En Bronswille, en tanto reclutaba partidarios y ante un panorama político que alte­raba sus originales proyectos, Porfirio Díaz modificó el contenido original del Plan de Tuxtepec y en Palo Blanco, el 21 de marzo de 1876, lanzó una nueva versión acompañada de una proclama y una serie de adhesiones de diversos partidarios. El texto en ge­neral es el mismo, mas en la versión modifi­cada de Palo Blanco el artículo sexto presenta una diferencia sustancial, pues en el texto ori­ginal se reconocía incondicionalmente al ge­neral Porfirio Díaz como jefe de la revolución, en tanto que en la de Palo Blanco se señala que la presidencia se confiará interinamente al presidente de la Suprema Corte de Justi­cia. Suprimióse también el artículo octavo, que responsabilizaba a Lerdo y sus sostene­dores, personal y pecuniariamente, de los gas­tos y perjuicios que pudiera ocasionar la revolución.

 

Las modificaciones existentes entre la versión primera y la de Palo Blanco se debieron a que para ese momento Díaz se había per­catado de las diferencias existentes entre Sebastián Lerdo de Tejada y José María Igle­sias y a su anhelo de atraerse a su causa a este último, con lo que daría a su movimien­to un carácter legal, respetable y no sólo re­volucionario. Por otra parte, al quedar el pre­sidente de la Corte como interino hasta en tanto no se realizaran nuevas elecciones era indudable que no obstaculizaría a Díaz el ac­ceso al poder.

 

Iglesias al conocer el Plan de Palo Blanco se apresuró a señalar que no aceptaba plan revolucionario alguno.

 

La revuelta.

 

Después de publicar el Plan de Palo Blan­co, Díaz, acompañado de escaso número de partidarios, se lanzó a la revuelta. El 8 de marzo, Naranjo se había sublevado en Lam­pazos; el 15, Treviño en Cerralvo; Ignacio Martínez, en Buena Vista, cerca de Tula, Ta­maulipas, el 5 de marzo; Sóstenes Rocha abandonó su confinamiento en Celaya y se sumó sin éxito a la revolución. Más que a una acción militar se debió a arreglos con los defensores de Matamoros la caída de esa ciu­dad, el 2 de abril de 1876. En Matamoros permaneció Díaz hasta el 25 de abril, pero al tener noticia que Mariano Escobedo, como jefe  de la tercera división, se dirigía a com­batirle, abandonó ese puesto y marchó hacia Nuevo León y Coahuila. Reunidas sus fuer­zas con la de Treviño, Naranjo y Charles, el 20 de mayo presentó en Icamole, Coahuila, combate a las tropas leales comandadas por el general Fuero, donde fue derrotado.

 

Desbandados los jefes, Díaz, que vio que su causa no contaba en el norte con el apoyo necesario, dejó a sus compañeros luchando cada uno por su lado, y él decidió regresar a la zona de Veracruz y Oaxaca, en donde sus partidarios habían tenido mejor suerte. El 6 de julio, Díaz llegó a Oaxaca, en donde lo recibió el gobernador Meijueiro. En su estado reclutó hombres con grandes esfuerzos e hizo preparativos para avanzar hacia Puebla. Ma­nuel González, su leal compañero, quien des­de Matamoros se internó en la Huaxteca, lle­gó después de penosa travesía al estado de Hidalgo, en donde se le unieron las fuerzas de Francisco Carreón, Rafael Cravioto, Juan Crisóstomo Bonilla y otros desafectos. Con ellos atacó Pachuca el 22 de septiembre, pero se retiró ante el avance de fuerzas federales.

 

Díaz a principios del mes de octubre mar­chó hacia Puebla y se detuvo en Petlalcingo, pues el general Alatorre le vigilaba desde Te­huacán. Ya en el altiplano, obtiene Díaz que el general Francisco Tolentino defeccione y se una a los hombres de Manuel González. Díaz avanza para encontrarse con sus parti­darios serranos, Méndez, Juan Francisco Lu­cas y Juan Crisóstomo Bonilla en Huaman­tla. En Tecoac, Tlaxcala, se enfrentaron las fuerzas leales mandadas por Alatorre con las de Díaz. Después de más de ocho horas de continuo combate y ante la llegada de los refuerzos que traía Manuel González, que arrollaron al enemigo, el 16 de noviembre en Tecoac quedó destrozado el ejército lerdista y Porfirio Díaz fue dueño de la situación.

 

Sebastián Lerdo de Tejada, al iniciarse la revuelta de Tuxtepec, contaba con un grupo de notables y leales militares, sobresaliendo entre ellos Ignacio Alatorre, quien tuvo a su cargo las campañas del centro y sur del país, sin haber recibido auxilios extraordinarios del gobierno y manteniendo una adhesión gran­de al presidente, no obstante haber recibido numerosas proposiciones para que defeccionara. Honesto y responsable, Alatorre llevó el mayor peso en la defensa de la adminis­tración lerdista. Mariano Escobedo, siempre fiel a Lerdo, dio en el norte batalla a los par­tidarios de Díaz y por su adhesión fue llamado en el mes de agosto de 1876 a hacerse cargo del ministerio de Guerra en sustitución del ameritado general Ignacio Mejía, quien acompañó al señor Juárez en su peregrinación hasta Paso del Norte y quien prestara a la República grandes servicios. Lerdo temió que Mejía, destacado juarista, le volviera la espal­da como se la había vuelto Rocha, y por ello confió a Escobedo el ministerio.

 

El mismo 31 de agosto Lerdo, quien necesitaba contar con elementos de entera confianza y partidarios incondicionales suyos, sustituyó a otros ministros. Entregó la car­tera de Relaciones Exteriores a Romero Ru­bio, la de Gobernación a Juan José Baz y a Antonio Tagle la de Fomento. Estos cambios no fueron bien recibidos por la opinión pú­blica, quien los vio con recelo, pues demostraban que Lerdo trataba a toda costa de afianzar ante todo su poder personal y su ree­lección.

 

Don José María Iglesias, desde su sitial de la Suprema Corte, observaba pacientemen­te la actitud del presidente y actuaba sigilosamente defendiendo la bandera de la legali­dad. Afirmaba Iglesias, ante la inminente declaratoria de Lerdo como presidente elec­to, que su reelección era ilegal, pues las elecciones, a más de no haberse efectuado en toda la República, dado que existía un esta­do de revuelta, en todos los puntos donde se realizaron lo fueron en medio del fraude y la violencia.

 

Ante la conducta del gobierno, que Iglesias consideró ilegal y violatoria de las normas esenciales del país, opuso el principio de la legalidad bajo el cual debía regirse la República.

 

Creyó Iglesias que la presión moral que ejercía con su lema debía apoyarse en una presión política que mostrara a Lerdo que la nación se inclinaba por  las formas lega­les y que su reelección no era vista con agrado. Si como jurista opinaba que las elecciones pasadas, por no haberse celebrado regularmente, no mostraban la opinión total del pueblo y, por tanto, declarar que Lerdo ha­bla triunfado representaba un fraude al que había que oponerse, como político considera­ba que esa oposición tenía que salir de los medios políticos más activos, de los gober­nadores y congresos de los estados, y ser apoyada por militares de prestigio interesa­dos en mantener incólumes los principios de­mocráticos representativos. Afirmaba que el gobierno de Lerdo concluía el 30 de noviem­bre de 1875 y que la comisión escrutadora declararía que no había habido elecciones y, por tanto, al no declarar reelecto a Lerdo, a partir del 1 de diciembre gobernaría el presidente de la Suprema Corte como presiden­te interino, de acuerdo con la Constitución. Más aún, Iglesias llegó a asentar que si el Congreso declaraba reelecto a Lerdo su de­claratoria representaría un auténtico golpe de estado.

 

Por ello, hábilmente Iglesias sondeó polí­ticamente a los gobernadores de Tamaulipas, Veracruz, Guanajuato y otros estados, así como a varios generales, como a Mejía, re­cién destituido, quien no quiso comprometer­se; a Alatorre, que permaneció fiel; a Rocha y a Berriozabal, los cuales aceptaron prestar­le su ayuda. También se acercó en un momento al general Díaz, en quien vio un ele­mento de fuerza, mas Díaz, que había inten­tado dejar el paso franco al presidente de la Corte para sustituir a Lerdo, al sentirse triun­fante no aceptó el puente legal de un gobier­no interino legítimo entre el de Lerdo y la revolución triunfante, sino que condicionó ese hecho a que Iglesias se adhiriese al Plan de Tuxtepec, que eligiera su ministerio interino entre los revolucionarios y que aceptara todos los actos de la revolución, lo cual equi­valía a someterlo totalmente a sus designios, condiciones que no quiso aceptar en modo al­guno Iglesias.

 

El 1 de septiembre el Congreso se reunió, pero, por indicaciones de Lerdo, demoró el ocuparse del resultado de las elecciones, demora que dañó al movimiento iglesista. El día 1 de octubre, Iglesias, cuyos planes había descubierto el gobierno, abandonó la Ciudad de México y pasó a Toluca, en donde se ocul­tó durante quince días. Antes de partir re­dactó una protesta sin fecha que dejó a sus partidarios y la cual debería aparecer al día siguiente que el Congreso declarara electo a Lerdo, que lo fue el 26 de octubre. Con el apoyo del gobernador de Guanajuato, Florencio Antillón, pasó a Salamanca acompañado de don Joaquín Alcalde y del general Felipe Berriozabal, a quien designó ministro de la Guerra.

 

Al conocer la declaratoria del Congre­so, Iglesias lanzó en Salamanca un mani­fiesto al que acompañó un decreto de la Le­gislatura de Guanajuato en el que declaraba que reconocía a don José María Iglesias como presidente de la República. Apoyaron a Igle­sias en un principio los gobernadores de Gua­najuato, Jalisco, Guerrero, Sinaloa, Durango y Sonora y los generales Pérez Castro,  Ceballos, Olvera,  Angel Martínez y Manuel Sán­chez Rivera. Contra los efectivos iglesistas, Lerdo tuvo que enviar un fuerte ejército, que desbandó a aquéllos. El mes de noviembre, ante el triunfo de los tuxtepecanos en Te­coac, muchos de los partidarios de Iglesias defeccionaron y apoyaron a Díaz.

 

El 19 de noviembre Díaz entró en Puebla y el 20 por la noche Sebastián Lerdo de Tejada, autorizado para cambiar la residencia del gobierno, dejó la Ciudad de México y mar­chó hacia Toluca. Lerdo había sido vencido por la revolución de Tuxtepec, no por el mo­vimiento legalista. Por ello encargó el mando militar de la capital al general Francisco Loae­za y entregó el gobierno del Distrito Federal al licenciado Protasio Tagle, uno de los porfiristas más destacados. En compañía de Ma­riano Escobedo, que le sería leal toda la vida y quien intentó restaurar por medio de va­rias revueltas el lerdismo, de Romero Rubio, Villada y otros adictos, don Sebastián Lerdo de Tejada partió de Toluca hacia Acapulco, en donde embarcó el 25 de enero de 1877 rumbo a San Francisco. De ahí siguió a Nue­va York, en donde publicó un manifiesto el 24 de febrero de 1877 en el que sostenía no ha­ber abandonado su causa. El 21 de abril de 1889 falleció en Nueva York, "en volun­tario destierro, en absoluto silencio y en la inacción completa, que convenían al hombre altivo, superior y desdeñoso".

 

El 23 de noviembre, Porfirio Díaz entró triunfante en la Ciudad de México. Lerdo le dejaba el poder y además le tornaba tan po­deroso que nada podía temer del movimiento legalista de Iglesias. Resentido con Iglesias, que había sido su compañero y a quien con­sideró que le había traicionado, prefirió ceder ante un enemigo abierto. Díaz se encontró así enfrentado solamente a un pequeño grupo que fue disminuyendo, pues muchos de los partidarios de Iglesias se le separaron. Gar­cía de la Cadena, Olvera, Sánchez Rivera, Diego Alvarez, Treviño y otros pasaron del lado del caudillo triunfante. El general Antillón, su defensor, retrocedió en Querétaro ante las fuerzas de Díaz y, en Unión de Adobes, el 2 de enero de. 1877 entregó sus efectivos a Ignacio Martínez, y así, sin combatir, desaparecieron las fuerzas iglesistas. El propio ministro de la Guerra don Felipe Berriozabal renunció a su puesto el 24 de diciembre.

 

El 21 de diciembre en la Hacienda de la Capilla, cercana a Querétaro, conferenciaron el general Díaz y don José María Iglesias. Aquél trataba de proporcionar a Iglesias, "como amigo, una salida para la situación desesperada en que se encontraba", para lo cual, y para "evitar graves males, le pedía prescin­diera del sostenimiento de una causa que no contaba ya con defensa posible". Iglesias, por su parte, indicó a Díaz que, ante la imposibilidad de un arreglo pacífico que antes siem­pre deseó, en ese momento tenía que sostener la causa que representaba, por la cual sucumbiría con honra y dignidad. Rotas las posibilidades de un arreglo, Iglesias marchó a Guadalajara, Manzanillo y Mazatlán, de don­de partió a San Francisco. En Nueva Orleáns, el 15 de marzo de 1877 lanzó un manifiesto incitando a sus partidarios a la restauración legal. Radicó luego en Nueva York y años después volvió a México, en donde falleció el 19 de diciembre de 1891.

 

El abandono del país por Iglesias dejó a Porfirio Díaz dueño de la situación. Díaz nom­bró, en su calidad. de Jefe de la Revolución, como presidente interino al general Juan N. Méndez y éste, el 23 de diciembre. de 1876, expidió un decreto mediante el cual, y en cumplimiento de lo ofrecido en los Planes de Tuxtepec y Palo Blanco, se convocaba al pue­blo mexicano a elegir diputados al Congreso de la Unión, presidente de la República y presidente y magistrados de la Suprema Corte de Justicia. Se añadía que el Congreso debe­ría instalarse el 12 de marzo y que el presi­dente y los magistrados tomarían posesión de sus puestos tan pronto se hiciera la declaratoria correspondiente.

 

La convocatoria de Méndez omitió, no tanto por descuido sino por creer que el Se­nado representaba una herencia de Lerdo, convocar elecciones para senadores, lo cual tuvo que hacerse el 21 de abril.

 

Verificadas las elecciones, Porfirio Díaz fue declarado presidente constitucional por haber obtenido 11.475 votos contra 482 en favor de otras personas. Como presidente de la Suprema Corte quedó Ignacio Luis Vallarta. Como magistrados de la misma, Pedro Ogazón, José M. Mata, Manuel Alas, Anto­nio Martínez de Castro, Protasio Tagle, Mi­guel Blanco, José Ma. Bautista, José Eligio Muñoz, como fiscal, y como procurador, Joaquín Ruiz, En las elecciones de diputados triunfaron en su mayoría los candidatos ofi­ciales. El 2 de abril, Porfirio Díaz abrió las sesiones del Congreso e inició su primer pe­ríodo de gobierno.

 

Bibliografía.

 

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Powell, T. G.  El liberalismo y el campesinado en el centro de México (1850 a 1876), México, 1974.

 

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Sierra, J. y otros, México, su evolución social (3 vols.), México, 1901.

 

104.            Las leyes de Reforma.

 

El período denominado de la Reforma en México es un proceso altamente dinámico que abarca largos años, pues germina desde la In­dependencia y tiene su etapa más brillante a partir de 1854, en que se inicia la Revolución de Ayutla, y más en concreto en los años 1855           a 1859, culminando en el momento en que Sebastián Lerdo de Tejada promulga las leyes que adicionan a la Constitución de la República las leyes de Reforma, primero la del 25 de septiembre de 1873 y finalmente la del 14 de diciembre de 1874.

 

El movimiento reformista es parte del proceso que tiende a lograr el afianzamiento de la nacionalidad mediante la conquista plena de la soberanía y la transformación del sis­tema político, económico y social reinante, estableciendo uno nuevo bajo un régimen democrático, representativo y popular.

 

En una circular de 5 de mayo de 1858 di­rigida a los gobernadores de los estados, Melchor Ocampo señaló el pensamiento, objeti­vos y alcances que Juárez y sus ministros tenían a ese respecto: "...Se harán nuevos es­fuerzos para consumar la reforma radical y completa que es necesaria en todos los ra­mos de la administración pública..., pues ésta y no otra es la resolución que tienen los que actualmente forman el gabinete". Las princi­pales leyes de Reforma dictadas a partir de 1855, de gran contenido político, afectaban la actividad del país en sus aspectos económico, cultural, social y religioso.

 

Entre las más importantes mencionamos las siguientes:

 

Ley sobre administración de Justicia y Orgánica de los Tribunales de la Nación, del Distrito y Territorios, llamada Ley Juárez, de 23 de noviembre de 1855.

 

Ley de desamortización de fincas rústi­cas y urbanas propiedad de corporaciones ci­viles y eclesiásticas, llamada Ley Lerdo, de 25 de junio de 1856.

 

La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, de 5 de febrero de 1857.

La Ley sobre obvenciones parroquiales, llamada Ley Iglesias, de 11 de abril de 1857.

 

Ley sobre nacionalización de los bienes eclesiásticos del clero secular y regular, de 12 de Julio de 1859.

 

La Ley del 28 de julio de 1859, que es­tableció el Registro Civil, y la del 31 de Julio del mismo año, sobre la reglamentación de los cementerios.

 

Las finalidades esenciales de los reformis­tas y de sus disposiciones pueden enmarcarse como sigue:

 

Desamortizar la propiedad, especialmente la eclesiástica. La desamortización es­taba encaminada a poner en circulación gran­des recursos que no eran suficiente ni debi­damente explotados por la Iglesia, con el fin de que pudieran  ser aprovechados por todos los sectores del país. Esta disposición ponía igualmente en cir­culación los bienes de las comunidades civi­les, muchas de las cuales no cumplían con las finalidades y destino para el que habían sido constituidas.

Nacionalizar los bienes inmuebles propiedad de la Iglesia. La nacionalización revertía en la nación todos las bienes que ella había constituido y que estaban destinados a satisfacer objetos piadosos, de beneficencia o de culto. Por esta ley, la nación tendía a mantener el dominio de una vasta propiedad que el pue­blo había contribuido a formar, la cual debería ser vigilada por la representación nata de la nación que es el Estado. Además se consideró que aquellos bienes que no satisfacían ya una necesidad inapla­zable podían ser destinados a otras finalida­des o ser vendidos para su mejor utilización a particulares, con lo cual se obtendrían recursos económicos que con urgencia se requerían y con los cuales beneficiarían grandes núcleos de población.

 

Acrecentar la fuerza económico-políti­ca del Estado y disminuir la eclesiástica. La Iglesia, poseedora de grandes propiedades, contaba además con los diezmos y aranceles establecidos, que le conferían gran poder económico en la nación. En virtud de esa fuerza económica y su intervención en los asuntos políticos tenía cierta superioridad so­bre el Estado. Se necesitaba que éste adquiriera supremacía política, fuerza económica y la dirección real de la nación. Al crearse el Estado Nacional, éste tenía que  acrecentar su fuerza y para ello era necesario superar en su campo de acción y político a la iglesia, haciendo que ella se dedi­cara a su labor espiritual. El Estado como entidad soberana tenía que ostentar una fuer­za superior a cualquier otra organización.

 

Separar la actividad estatal, de esencia política, de la actividad eclesiástica, que debería ser fundamentalmente religiosa. Durante tres siglos existió una tradición de unidad en­tre la Iglesia y el Estado, por lo cual aquélla intervenía en las funciones políticas de  éste, y viceversa. Estas intervenciones con el tiempo perjudicaron tanto a la actividad estatal cuanto a la puramente espiritual de la Iglesia. Los reformistas creyeron era indispensable que el Estado se consagrara a una actividad puramente política y la Iglesia a su misión espiritual, alejada de toda intervención en los negocios estatales.

 

Ejercer dominio y vigilancia sobre la población a través de la creación del Registro Civil. Ante el hecho de que la Iglesia ejercía las funciones de registro, el Estado como enti­dad política superior y urgido de tener un dominio sobre la población, retomó las funcio­nes de control y vigilancia de la misma, decretando la creación y el funcionamiento del Registro Civil, a cargo del Estado, de las personas físicas en los momentos de su nacimiento, matrimonio y defunción.

 

Secularización de cementerios y panteones. Con ella adquiría la nación el derecho de disponer libremente de lugares para la inhu­mación de las personas físicas, independien­temente de su credo religioso o político. También se renovaba la prohibición de los entierros dentro de los templos por considerarlo anti­higiénico.

Supresión de los fueros militar y ecle­siástico.

 

Con la Ley Juárez quedaron suprimidos toda clase de fueros, con lo cual se afianzó el principio de igualdad legal y  social. Zarco decía, en su editorial del Siglo XIX el 23 de abril de 1856, al ser ratificada la ley: "Queda desde ahora fijada una de las bases de la futura Constitución. ¡No más fue­ros! ¡No más privilegios! ¡No más exenciones! ¡Igualdad para todos los ciudadanos! ¡Soberanía perfecta del poder temporal¡ ¡Jus­ticia para todos!".

 

Hábil periodista y decidido liberal como era Zarco, logró percatarse del alcance de esta ley, que se incorporó a la Constitución del 1857 y en la vigente.

 

Ley de desamortización de fincas rústicas y urbanas propiedad de corporaciones civiles y eclesiásticas.

 

Ministerio de Hacienda y Crédito Público. -El Exmo. Sr. Presidente sustituto de la República se ha servido dirigirme el decreto que sigue:

 

"Ignacio Comonfort, Presidente sustituto de la República mexicana, a los habitantes de ella, sabed: Que considerando que uno de los mayo­res obstáculos para la prosperidad y engrandecimiento de la nación es la falta de movi­miento o libre circulación de una gran parte de la propiedad raíz, base fundamental de la riqueza pública, y en uso de las facultades que me concede el plan proclamado en Ayu­da y reformado en Acapulco, he tenido a bien decretar lo siguiente:

 

Art. 1°. Todas las fincas rústicas y urbanas que hoy tienen o administran como pro­pietarios las corporaciones civiles o eclesiásticas de la República se adjudicarán en propiedad a los que las tienen arrendadas por el valor correspondiente a la renta que en la actualidad pagan, calculada como rédito al seis por ciento anual.

 

Art. 2°. La misma adjudicación se hará a los que hoy tienen a censo enfitéutico fincas rústicas a urbanas de corporación, capitalizando al seis por ciento el canon que pagan, para determinar el valor de aquéllas.

 

Art. 3°. Bajo el nombre de corporaciones se comprenden todas las comunidades reli­giosas de ambos sexos, cofradías y archicofradías, congregaciones, hermandades, parroquias, ayuntamientos, colegios y en general todo establecimiento o fundación que tenga el carácter de duración perpetua o indefinida.

 

Art. 4°. Las fincas urbanas arrendadas directamente por las corporaciones a varios in­quilinos se adjudicarán, capitalizando la suma de arrendamientos, a aquel de los actuales in­quilinos que pague mayor renta, y en caso de igualdad, al más antiguo. Respecto de las rústicas que se hallen en el mismo caso, se ad­judicará a cada arrendatario la parte que ten­ga arrendada.

 

Art. 5°. Tanto las urbanas como las rús­ticas que no estén arrendadas a la fecha de la publicación de esta ley se adjudicarán al mejor postor en almoneda que se celebrará ante la primera autoridad. Política del Partido.

 

Art. 6°. Habiendo fallos ya ejecutoriados en la misma fecha para la desocupación de algunas fincas se considerarán como no arrendadas, aunque todavía las ocupen de hecho los arrendatarios; pero éstos conservarán los derechos que les da la presente ley si estu­viere pendiente el juicio sobre desocupación. También serán considerados como inquilinos o arrendatarios, para los efectos de esta ley, todos aquellos que tengan contratado ya for­malmente el arrendamiento de alguna finca rústica o urbana, aun cuando no estén todavía de hecho en posesión de ella.

 

Art. 7°. En todas las adjudicaciones de que trata esta ley quedará el precio de ellas impuesto al seis por ciento anual y a censo redimible sobre las mismas fincas, pudiendo cuando quieran los nuevos dueños redimir el todo o una parte que no sea menor de mil pesos, respecto de fincas cuyo valor  exceda de dos mil, y de doscientos cincuenta en las que bajen de dicho precio.

 

Art. 8°. Sólo se exceptúan de la enajena­ción que queda prevenida los edificios desti­nados inmediata y directamente al servicio u objeto del instituto de las corporaciones, aun cuando se arriende alguna parte no separada de ellos, como los conventos, palacios epis­copales y municipales, colegios, hospitales, hospicios, mercados, casas de corrección y de beneficencia; como parte de cada uno de di­chos edificios podrá comprenderse en esta excepción una casa que esté unida a ellos y la habiten por razón de oficio los que sirven al objeto de la institución, como las casas de los párrocos y de los capellanes de religiosas. De las propiedades pertenecientes a los ayun­tamientos se exceptuarán también los edifi­cios, ejidos y terrenos destinados exclusivamente al servicio público de las poblaciones a que pertenezcan.

 

Art. 9°. Las adjudicaciones y remates deberán hacerse dentro del término de tres meses, contados desde la publicación de esta ley en cada cabecera de Partido.

 

Art. 10°. Transcurridos los tres meses sin que haya formalizado la adjudicación el inquilino arrendatario, perderá su derecho a ella, subrogándose en su lugar con igual de­recho al subarrendatario o cualquiera otra persona que en su defecto presente la denun­cia ante la primera autoridad política del Par­tido, con tal que haga que se formalice a su favor la adjudicación dentro de los quince días siguientes a la fecha de la denuncia. En caso contrario, o faltando ésta, la expresada autoridad hará que se adjudique la finca en almoneda al mejor postor.

 

Art. 11°. No promoviendo alguna corporación ante la misma autoridad dentro del tér­mino de los tres meses el remate de las fincas no arrendadas, si hubiere denunciante de ellas se le aplicará la octava parte del precio, que para el efecto deberá exhibir de contado aquel en quien finque el remate, quedando a reconocer el  resto a favor de la corporación.

 

Art. 12°. Cuando la adjudicación se haga a favor del arrendatario, no podrá  éste descontar del precio ninguna cantidad por guan­tes, traspaso o mejoras; y cuando se haga a favor del que se subrogue en su lugar, paga­rá de contado al arrendatario tan sólo el im­porte de los guantes, traspasos o mejoras que la corporación hubiere reconocido, precisamente por escrito, antes de la publicación de esta ley; quedando en ambos casos a favor de aquélla todo el precio, capitalizada la renta actual al seis por ciento. En el caso de re­mate al mejor postor, se descontará del pre­cio que ha de quedar impuesto sobre la finca lo que deba pagarse al arrendatario por estarle reconocido en la forma expresada.

 

Art. 13°. Por las deudas de arrendamien­tos anteriores a la adjudicación, podrá la corporación ejercitar sus acciones conforme a derecho común.

 

Art. 14°. Además el inquilino o arrendata­rio deudor de rentas no podrá hacer que se formalice a su favor la adjudicación sin que, liquidada antes la deuda con presencia del último recibo, o la pague de contado, o consienta en que se anote la escritura de adju­dicación, para que sobre el precio de ella quede hipotecada la finca por el importe de la deuda entre tanto no sea satisfecha. Esta hipoteca será sin causa de réditos, salvo que, prescindiendo la corporación de sus acciones para exigir desde luego el pago, como podrá exigirlo aun pidiendo conforme a derecho el remate de la finca adjudicada, convenga en que por el importe de la deuda se formalice imposición sobre la misma finca.

 

Art. 15°. Cuando un denunciante se subrogue en lugar del arrendatario, deberá éste, si lo pide la corporación, presentar el último recibo, a fin de que, habiendo deuda de rentas, se anote la escritura para todos los efectos del artículo anterior. Entonces podrá el nue­vo dueño usar también de las acciones de la corporación para exigir el pago de esa deuda. Mas en el caso de remate al mejor postor, no quedará por ese título obligada la finca.

 

Art. 16°. Siempre que no se pacten otros plazos, los réditos que se causen en virtud del remate o adjudicación se pagarán por me­ses vencidos en las fincas urbanas, y por se­mestres vencidos en las rústicas.

 

Art. 17°. En todo caso de remate en almoneda se dará fiador de los réditos y también cuando la adjudicación se haga en favor del arrendatario o de quien se subrogue en su lugar, sí aquél tiene dado fiador por su arrendamiento, pero no en  caso contrario.

 

Art. 18°. Las corporaciones no sólo podrán, conforme a derecho, cobrar los réditos adeudados, sino que, llegando a deber los nuevos dueños seis meses en las fincas urbanas, y dos semestres en las rústicas, si dieren lu­gar a que se les haga citación judicial para el cobro y no tuviesen fiador de réditos, quedarán obligados a darlo desde entonces, aun cuando verifiquen el pago en cualquier tiempo después de la citación.

 

Art. 19°. Tanto en los casos de remate como en los de adjudicación a los arrendatarios, o a los que subroguen en su lugar, y en las enajenaciones que unos u otros hagan, de­berán los nuevos dueños respetar y cumplir los contratos de arrendamiento de tiempo determinado, celebrados antes de la publica­ción de esta ley, y no tendrán derecho para que cesen o se modifiquen los de tiempo in­determinado, sino después de tres años contados desde la misma fecha. Cuando la adju­dicación se haga a los arrendatarios, no podrán modificar dentro del mismo término los ac­tuales subarriendos que hubieren celebrado. Lo dispuesto en este artículo se entenderá sin perjuicio del derecho para pedir la deso­cupación por otras causas, conforme a las le­yes vigentes.

 

Art. 20°. En general, todos los actuales arrendamientos de fincas rústicas y urbanas de la República celebrados por tiempo indefinido podrán renovarse a voluntad de los propietarios después de tres años contados desde la publicación de esta ley; desde ahora, para lo sucesivo se entenderá siempre que tienen el mismo término de tres años todos los arrendamientos de tiempo indefinido, para que a ese plazo puedan libremente renovarlos los propietarios.

 

Art. 21°. Los que por remate o adjudica­ción adquieran fincas rústicas o urbanas en virtud de esta ley, podrán en todo tiempo enajenarlas libremente y disponer de ellas como de una propiedad legalmente adquiri­da, quedando tan sólo a las corporaciones a que pertenecían los derechos que conforme a las leyes corresponden a los censualistas por el capital y réditos.

 

Art. 22°. Todos los que en virtud de esta ley adquieran la propiedad de fincas rústicas podrán dividir los terrenos de ellas para el efecto de enajenarlos a diversas personas, sin que las corporaciones censualistas puedan oponerse a la división, sino sólo usar de sus derechos para que se distribuya el reconoci­miento del capital sobre las fracciones en pro­porción de su valor, de modo que quede ase­gurada la misma suma que antes reconocía toda la finca.

 

Art. 23°. Los capitales que como precio de las rústicas o urbanas queden impuestos so­bre ellas a favor de las corporaciones tendrán el lugar y prelación que conforme a derecho les corresponda entre los gravámenes anteriores de la finca y los que se le impongan en lo sucesivo.

 

Art. 24°. Sin embargo de la hipoteca a que quedan afectas las fincas rematadas o adju­dicadas por esta ley, nunca podrán volver en propiedad a las corporaciones, quienes al ejer­cer sus acciones sobre aquéllas sólo podrán pedir el remate en almoneda al mejor postor, sin perjuicio de sus derechos personales con­tra el deudor.

 

Art. 25°. Desde ahora en adelante, ningu­na corporación civil o eclesiástica, cualesquie­ra que sean su carácter, denominación u objeto, tendrá capacidad legal para adquirir en propiedad o administrar  por sí bienes raíces, con la única excepción que expresa el art. 8° respecto de los edificios destinados inmedia­ta y directamente al servicio u objeto de la institución.

 

Art. 26°. En consecuencia, todas las su­mas de numerario que en lo sucesivo ingresen a las arcas de las corporaciones, por redención de capitales, nuevas donaciones u otro título, podrán imponerlas sobre propiedades particulares o invertirlas como accio­nistas en empresas agrícolas, industriales o mercantiles, sin poder por esto adquirir para sí ni administrar ninguna propiedad raíz.

 

Art. 27°. Todas las enajenaciones que por adjudicación o remate se verifiquen en virtud de esta ley deberán constar por escrituras pú­blicas, sin que contra éstas y con el objeto de invalidarlas en fraude de la ley puedan admitirse en ningún tiempo cualesquiera contradocumentos, ya se les dé la forma de ins­trumentos privados o públicos, y a los que pretendieren hacer valer tales contradocumen­tos, así como a todos los que los hayan suscrito, se les perseguirá criminalmente como falsarios.

 

Art. 28°. Al fin de cada semana desde la publicación de esta ley, los escribanos del Distrito enviarán directamente al ministerio de Hacienda una noticia de todas las escri­turas de adjudicación o remate otorgadas ante ellos, expresando la corporación que enajena, el precio y el nombre del comprador. Los es­cribanos de los Estados y Territorios envia­rán la misma noticia al jefe superior de Ha­cienda respectivo, para que éste las dirija al ministerio. A los escribanos que no cumplan con esta obligación, por sólo el aviso de la falta que dé el ministerio o el jefe superior de Hacienda a la primera autoridad política del Partido, les impondrá ésta gubernativa­mente, por primera vez, una multa que no baje de cien pesos ni exceda de doscientos o, en defecto de pago, un mes de prisión; por segunda vez, doble multa o prisión, y por ter­cera, un año de  suspensión de oficio.

 

Art. 29°. Las escrituras de adjudicación o remate se otorgarán a los compradores por los representantes de las corporaciones que enajenen; mas si éstos se rehusaren, después de hacerles una notificación judicial para que concurran al otorgamiento, se verificará éste en nombre de la corporación por la primen autoridad política o el juez de primera ins­tancia del Partido, con vista de la cantidad de renta designada en los contratos de arrendamiento o en los últimos recibos que pre­senten los arrendatarios.

 

Art. 30°. Todos los juicios que ocurran sobre puntos relativos a la ejecución de esta ley, en cuanto envuelvan la necesidad de al­guna declaración previa, para que, desde luego, pueda procederse a adjudicar o rematar las fincas, se substanciarán verbalmente ante los jueces de primera instancia, cayos fallos se ejecutarán sin admitirse sobre ellos más recurso que el de responsabilidad.

 

Art. 31°. Siempre que, previa una notifi­cación judicial, rehuse alguna corporación otorgar llanamente, sin reservas ni protestas relativas a los efectos de esta ley, recibos de los pagos de réditos o redenciones de capitales que hagan. los nuevos dueños, quedarán éstos libres de toda responsabilidad futura en cuanto a esos pagos, verificándolos en las ofi­cinas respectivas del gobierno general, las que los recibirán en depósito por cuenta de la cor­poración.

 

Art. 32°. Todas las traslaciones de domi­nio de fincas rústicas y urbanas que se ejecuten en virtud de esta ley causarán la alca­bala de cinco por ciento, que se pagará en las oficinas correspondientes del gobierno ge­neral, quedando derogada la ley de 13 de fe­brero de este año en lo relativo a este im­puesto en las enajenaciones de fincas de manos muertas. Esta alcabala se pagará en la forma siguiente: una mitad en numerario y la otra en bonos consolidados de la deuda interior por las adjudicaciones que se verifiquen dentro del primer mes; dos terceras partes en numerario y una tercera en bonos por las que se hagan en el segundo; y sólo una cuarta parte en bonos y tres cuartas en numerario por las que se practiquen dentro del tercero. Después de cumplidos los tres meses, toda la alcabala se pagará en numerario.

 

Art. 33°. Tanto en los casos de adjudica­ción como en los de remate pagará esta alcabala el comprador, quien hará igualmente los gastos del remate o adjudicación.

 

Art. 34°. Del producto de estas alcabalas se separará un millón de pesos, que, unidos a los otros fondos que designará una ley que se dictará con ese objeto, se aplicará a la ca­pitalización de los retiros, montepíos y pen­siones civiles y militares, así como a la amor­tización de alcances de los empleados civiles y militares en actual servicio.

 

Art. 35°. Los réditos de los capitales que reconozcan las fincas rústicas o urbanas que se adjudiquen o rematen conforme a esta ley continuarán aplicándose a los mismos objetos a que se destinaban las rentas de dichas fincas.

 

Por tanto, mando se imprima, publique, circule y se le dé el debido cumplimiento. Dado en el. Palacio Nacional de México, a 25 de junio de 1856. Ignacio Comonfort.

 

Al C. Miguel Lerdo de Tejada.

 

Y lo comunico a V. E. para su inteligencia y exacto cumplimiento.

 

Dios y libertad. México, junio25 de1856.

 

Lerdo de Tejada.- Excmo. Sr. Goberna­dor del Estado de...

 

Manifiesto del Congreso a la nación al ser promulgada la Constitución federal de los Estados Unidos Mexicanos, sancionada y jurada por el Congreso General Constituyente el día 5 de febrero de 1857.

 

EL CONGRESO CONSTITUYENTE A LA NACION

 

Mexicanos: Queda hoy cumplida la gran promesa de la regeneradora revolución de Ayutla, de volver al país al orden constitu­cional. Queda satisfecha esta noble exigencia de los pueblos, tan enérgicamente expresada por ellos, cuando se alzaron a quebrantar el yugo del más ominoso despotismo. En medio de los infortunios que les hacía sufrir la tiranía, conocieron que los pueblos sin insti­tuciones que sean la legítima expresión de su voluntad, la invariable regla de sus mandata­rios, están expuestos a incesantes trastornos y a la más dura servidumbre. El voto del país entero clamaba por una Constitución que asegurara las garantías del hombre, los derechos del ciudadano, el orden regular de la sociedad. A este voto sincero, íntimo del pueblo esforzado, que ven mejores días conquistó su independencia; a esta aspiración del pueblo, que en el deshecho naufragio de sus liberta­des, buscaba ansioso una tabla que lo salvara de la muerte y, de algo peor, de la infa­mia; a este voto, a esta aspiración debió su triunfo la revolución de Ayutla, y de esta victoria del pueblo sobre sus opresores, del derecho sobre la fuerza bruta, se derivó la reu­nión del Congreso, llamado a realizar la ardiente esperanza de la República; un códi­go político adecuado a sus necesidades y a los rápidos progresos que, a pesar de sus desventuras, ha hecho en la carrera de la civilización.

 

Bendiciendo la Providencia Divina los ge­nerosos esfuerzos que se hacen en favor de la libertad, ha permitido que el Congreso de fin a su obra y ofrezca hoy al país la prometida Constitución, esperada como la buena nueva para tranquilizar los ánimos agitados, calmar la inquietud de los espíritus, cicatrizar las heridas de la República, ser el iris de paz, el símbolo de la reconciliación entre nuestros hermanos y hacer cesar esa penosa incertidumbre que caracteriza  siempre los períodos difíciles de transición.

 

El Congreso que libremente elegisteis, al concluir la ardua tarea que le encomendasteis, conoce el deber, experimenta la necesidad de dirigiros la palabra, no para encomiar el fruto de sus deliberaciones, sino para exhortaros a la unión, a la concordia y a que vosotros mismos seáis los que perfeccionéis vuestras instituciones, sin abandonar las vías legales de que jamás debió salir la República.

 

Vuestros representantes han pasado por las más críticas y difíciles circunstancias; han visto la agitación de la sociedad, han escu­chado el estrépito de la guerra fratricida, han contemplado amagada la libertad, y en tal si­tuación, para no desesperar del porvenir, los ha alentado su fe en Dios, en Dios que no protege la iniquidad ni la injusticia, y, sin em­bargo, han tenido que hacer un esfuerzo su­premo sobre sí mismos, que obedecer sumisos los mandatos del pueblo, que resignarse a todo género de sacrificios para perseverar en la obra de constituir al país.

 

Tomaron por guía la opinión pública, aprovecharon las amargas lecciones de la experiencia para evitar los escollos de lo pasado, y les sonrió halagüeña la esperanza de mejorar el porvenir de su patria.

 

Por esto, en vez de restaurar la única car­ta legítima que antes de ahora han tenido los Estados Unidos Mexicanos; en vez de revivir las instituciones de 1824, obra venerable de nuestros padres, emprendieron la formación de un nuevo código fundamental, que no tu­viera los gérmenes funestos que, en días de luctuosa memoria, proscribieron la libertad en nuestra patria y que correspondiese a los visibles progresos consumados de entonces acá por el espíritu del siglo.

 

El Congreso estimó como base de toda prosperidad, de todo engrandecimiento, la uni­dad nacional, y, por tanto, se ha empeñado en que las instituciones sean un vínculo de fraternidad, un medio seguro de llegar a establecer armonías, y ha procurado alejar cuan­to producir pudiera choques y resistencias, colisiones y conflictos.

 

Persuadido el Congreso de que la socie­dad para ser justa, sin lo que no puede ser duradera, debe respetar los derechos conce­didos al hombre por su Criador; convencido de que las más brillantes y deslumbradoras teorías políticas son torpe engaño, amarga irrisión, cuando no se aseguran aquellos derechos, cuando no se goza de libertad civil, ha definido clara y precisamente las garan­tías individuales, poniéndolas a cubierto de todo ataque arbitrario. El Acta de derechos que va al frente de la Constitución es un ho­menaje tributado, en vuestro nombre, por vuestros legisladores a los derechos imprescriptibles de la humanidad. Os quedan, pues, libres, expeditas, todas las facultades que del Ser Supremo reabisteis para el desarrollo de vuestra inteligencia, para el logro de vuestro bienestar.

 

La igualdad será de hoy más la gran ley en la República; no habrá más mérito que el de las virtudes; no manchará el territorio na­cional la esclavitud, oprobio de la historia hu­mana; el domicilio será sagrado; la propiedad, inviolable; el trabajo y la industria, libres; la manifestación del pensamiento, sin más trabas que el respeto a la moral, a la paz pú­blica y a la vida privada; él tránsito, el mo­vimiento, sin dificultades; el comercio, la agri­cultura, sin obstáculos; los negocios del Estado, examinados por los ciudadanos to­dos: no habrá leyes retroactivas, ni monopolios, ni prisiones arbitrarias, ni jueces especiales, ni confiscación de bienes, ni penas infamantes, ni se pagará por la justicia, ni se violará la correspondencia; y en México, para su gloria ante Dios y ante el mundo, será una verdad práctica la inviolabilidad de la vida humana, luego que con el sistema penitencia­rio pueda alcanzarse el arrepentimiento y la rehabilitación moral del hombre que el cri­men extravía.

 

Tales son, conciudadanos, las garantías que el Congreso creyó deber asegurar en la Constitución, para hacer efectiva la igualdad, para no conculcar ningún derecho, para que las instituciones desciendan solícitas y bienhechoras hasta las clases más desvalidas y desgraciadas, a sacarlas de su abatimiento, a llevarles la luz de la verdad, a vivificarlas con el conocimiento de sus derechos. Así desper­tará su espíritu, que aletargó la servidumbre; así  se estimulará su actividad, que paralizó la abyección; así entrarán en la comunión so­cial y, dejando de ser ilotas miserables, redimidos, emancipados, traerán nueva savia, nueva fuerza a la República.

 

Ni un instante pudo vacilar el Congreso acerca de la forma de gobierno que anhelaba darse la nación. Claras eran las manifestaci­ones de la opinión, evidentes las necesidades del país, indudables las tradiciones de la legitimidad y elocuentemente persuasivas las lecciones de la experiencia. El país deseaba el sistema federativo porque es él único que conviene a su población diseminada en un vasto territorio, el solo adecuado a tantas diferencias de productos, de climas, de costumbres, de necesidades; el solo que puede extender la vida, el movimiento, la riqueza, la prosperidad a todas las extremidades y el que, promediando el ejercicio de la soberanía, es el más a propósito para hacer duradero el rei­nado de la libertad y proporcionarle celosos defensores.

 

La Federación, bandera de los que han lu­chado contra la tiranía, recuerdo de épocas venturosas, fuerza de la República para sos­tener su independencia, símbolo de los prin­cipios democráticos, es la única forma de gobierno que en México cuenta con el amor de los pueblos, con el prestigio de la legitimidad, con el respeto de la tradición republica­na. El Congreso, pues, hubo de reconocer como preexistentes los Estados libres y soberanos; proclamó sus libertades locales y, al ocuparse de sus límites, no hizo más altera­ciones que las imperiosamente reclamadas por la opinión o por la conveniencia pública para mejorar la administración de los pueblos. Queriendo que en una democracia no haya pue­blos sometidos a pupilaje, reconoció el legí­timo derecho de varias localidades a gozar de vida propia como Estados de la federación.

 

El Congreso proclamó altamente el dog­ma de la soberanía del pueblo y quiso que todo el sistema constitucional fuese conse­cuencia lógica de esta verdad luminosa e in­controvertible. Todos los poderes se derivan del pueblo. El pueblo se gobierna por el pue­blo. El pueblo legisla. Al pueblo corresponde reformar, variar sus instituciones. Pero sien­do preciso por la organización, por la extensión de las sociedades modernas, recurrir al sistema representativo, en México no habrá quien ejerza autoridad sino por el voto, por la confianza, por el consentimiento explícito del  pueblo.

 

Gozando los Estados de amplísima libertad en su régimen interior, y estrechamente unidos por el lazo federal, los poderes que ante el mundo han de representar a la Federación quedan con las facultades necesarias para sostener la independencia, para fortalecer la unidad nacional, para promover el bien público, para atender a todas las necesidades generales; pero no será jamás una entidad extraña que esté en pugna con los Estados, sino que, por el contrario, serán la hechura de los Estados todos. El campo electoral está abierto a todas las aspiraciones, a todas las inteligencias, a todos los partidos; el sufragio no tiene más restricciones que las que se han creído absolutamente necesarias a la genuina y verdadera representación de todas las localidades y a la independencia de los cuerpos electorales; pero el Congreso de la Unión será el país mismo por medio de sus delegados; la Corte de Justicia, cuyas altas funciones se dirigen a mantener la concordia y a salvar el derecho, será instituida por el pueblo, y el presidente de la República será el escogido de los ciudadanos mexicanos. No hay, pues, antagonismo posible entre el centro y los Es­tados, y la Constitución establece el modo pacífico y conciliador de dirimir las dificultades que en la práctica puedan suscitarse.

 

Se busca la armonía, el acuerdo, la frater­nidad, los medios todos de conciliar la liber­tad con el orden, combinación feliz de donde dimana el verdadero progreso.

 

En medio de las turbulencias, de los odios, de los resentimientos que han impreso tan triste carácter a los sucesos contemporáneos, el Congreso puede jactarse de haberse elevado a la altura de su grandiosa y sublime misión; no ha atendido a estos ni a aquellos epítetos políticos; no se ha dejado arrastrar por el impetuoso torbellino de las pasiones; ha visto sólo mexicanos, hermanos, en los hi­jos todos de la República. No ha hecho una Constitución para un partido, sino una Cons­titución para todo un pueblo. No ha intenta­do fallar de parte de quién están los errores, los desaciertos de lo pasado; ha querido evi­tar que se repitan en el porvenir; de par en par ha abierto las puertas de la legalidad a todos los hombres que lealmente quieran ser­vir a su patria. Nada de exclusivismo, nada de proscripciones, nada de odios: paz, unión, libertad para todos: he aquí el espíritu de la nueva Constitución.

 

La discusión pública, la prensa, la tribuna, son para todas las opiniones: el campo electoral es el terreno en que deben luchar los partidos, y así la Constitución será la bandera de la República, en cuya conservación se interesarán los ciudadanos todos.

 

La gran prueba de que el Congreso no ha abrigado resentimientos, de que ha querido ser eco de la magnanimidad del pueblo me­xicano, es que ha sancionado la abolición de la pena de muerte para los delitos políticos. Vuestros representantes, que han sufrido las persecuciones de la tiranía, han pronunciado el perdón de sus enemigos.

 

La obra de la Constitución debe naturalmente, lo conoce el Congreso, debe resentirse de las azarosas circunstancias en que ha sido formada, y puede también contener errores que se hayan escapado a la perspicacia de la asamblea. El Congreso sabe muy bien que en el siglo presente no hay barrera que pueda mantener estacionario a un pueblo, que la corriente del espíritu no se estanca, que las leyes inmutables son frágil valladar para el progreso de las sociedades, que es vana empresa querer legislar para las edades futu­ras, que el género humano avanza día a día, necesitando incesantes innovaciones  en su modo de ser político y social. Por esto ha dejado expedito el camino a la reforma del Código político, sin más precaución que la seguridad de que los cambios sean reclamados y aceptados por el pueblo. Siendo tan fácil la reforma para satisfacer las necesidades del país, ¿para qué recurrir a nuevos trastornos, para qué devorarnos en la guerra civil, si los medios legales no cuestan sangre ni aniquilan a la República, ni la deshonran, ni ponen en peligro sus libertades y su existencia de nación soberana? Persuadios, mexicanos, de que la paz es el primero de todos los bienes, y de que vuestra libertad y vuestra ventura dependen del respeto, del amor con que mantengáis vuestras instituciones.

 

Si queréis libertades más amplias que las que os otorga el Código fundamental, podéis obtenerlas por medios legales y pacíficos. Si creéis, por el contrario, que el poder de la au­toridad necesita de más extensión y robustez, pacíficamente, también podéis llegar a este resultado.

 

El pueblo mexicano, que tuvo heroico esfuerzo para sacudir la dominación española y filiarse entre las potencias soberanas; el pue­blo mexicano, que ha vencido todas las tira­nías, que anheló siempre la libertad y el or­den constitucional, tiene ya un código, que es el pleno reconocimiento de sus derechos, y que no lo detiene, sino que lo impulsa en la vía del progreso y de la reforma, de la ci­vilización y de la libertad.

 

En las sendas de las revoluciones hay hon­dos y oscuros precipicios: el despotismo, la anarquía. El pueblo que se constituye bajo las bases de la libertad y de la justicia, salva esos abismos. No los tiene delante de sus ojos, ni en la reforma ni en el progreso. Los deja atrás, los deja en lo pasado.

 

Al pueblo mexicano toca mantener sus preciosos derechos y mejorar la obra de la Asamblea constituyente, que cuenta con el concurso que le presentarán, sin duda, las legislaturas de los Estados, para que sus instituciones particulares vigoricen la unidad na­cional y produzcan un conjunto admirable de armonía, de fuerza, de fraternidad entre las partes todas de la República.

 

La gran promesa del plan de Ayutla está cumplida. Los Estados Unidos Mexicanos vuelven al orden constitucional. El Congreso ha sancionado la Constitución más democrá­tica que ha tenido la República; ha procla­mado los derechos del hombre, ha trabajado por la libertad, ha sido fiel al espíritu de su época, a las inspiraciones radiantes del cris­tianismo, a la revolución política y social a que debió su origen; ha edificado sobre el dogma de la soberanía del pueblo, y no para arrebatársela, sino para dejar al pueblo el ciclo pleno de su soberanía. ¡Plegue al Su­premo Regulador de las sociedades hacer acep­table al pueblo mexicano la nueva Constitu­ción y, accediendo a los humildes ruegos de esta Asamblea, poner término a los infortu­nios de la República y dispensarle con mano pródiga los beneficios de la paz, de la justi­cia, de la libertad!

 

Estos son los votos de vuestros represen­tantes al volver a la vida privada, a confun­dirse con sus conciudadanos. Esperan el ol­vido de sus errores y que luzca un día en que, siendo la Constitución de 1857 la ban­dera de la libertad, se haga justicia a sus pa­trióticas intenciones.

 

México,  febrero  5  de  1857.- LEÓN GUZMÁN, vicepresidente.- SIDORO OLVERA, diputado secretario.- JOSÉ ANTONIO GAM­BOA, diputado secretario.

 

Ley de nacionalización de los bienes del clero regular y secular.

 

Ministerio de justicia, Negocios Eclesiás­ticos e Instrucción Pública.- Excelentísimo señor: El Excmo. Sr. Presidente interino constitucional de la República se ha servido dirigirme el decreto que sigue:

 

El ciudadano BENITO JUÁREZ, Presidente interino constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, a todos sus habitan­tes, sabed:

 

Que con acuerdo unánime del Consejo de Ministros y considerando:

 

Que el motivo principal de la actual guerra promovida y sostenida por el clero es conseguir sustraerse de la dependencia a la au­toridad civil;

 

Que cuando ésta ha querido, favoreciendo al mismo clero, mejorar sus rentas, el clero, por sólo desconocer la autoridad que en ello tenía el soberano, ha rehusado aún el propio beneficio;

 

Que cuando quiso el soberano, poniendo en vigor los mandatos mismos del clero, sobre obvenciones parroquiales, quitar a éste la odiosidad que le ocasionaba el modo de re­caudar parte de sus emolumentos, el clero prefirió aparentar que se dejaría perecer an­tes de sujetarse a ninguna ley;

 

Que como la resolución mostrada sobre esto por el metropolitano prueba que el clero puede mantenerse en México, como en otros países, sin que la ley civil arregle sus cobros y convenios con los fieles;

 

Que si en otras veces podía dudarse por alguno que el clero ha sido una de las rémoras constantes para establecer la paz pública, hoy todos reconocen que está en abierta re­belión contra el soberano;

 

Que dilapidando el clero las caudales que los fieles le habían confiado para objetos pia­dosos, los invierte en la destrucción  general, sosteniendo y ensangrentando cada día más la lucha fratricida que promovió en desconocimiento de la autoridad legítima, y negando que la República pueda constituirse como mejor crea que a ella convenga;

 

Que habiendo sido inútiles hasta ahora los esfuerzos de toda especie por terminar una guerra que va arrumando la República, el dejar por más tiempo en manos de sus ju­rados enemigos los recursos de que tan gra­vemente abusan sería volverse cómplice; y,

 

Que es imprescindible deber poner en ejecución todas las medidas que salven la situa­ción y la sociedad, he tenido a bien decretar lo siguiente:

 

Art. 1°. Entran al dominio de la nación todos los bienes que el clero secular y regu­lar ha estado administrando con diversos tí­tulos, sea cual fuere la clase de predios, derechos y acciones en que consistan, el nombre y aplicación que hayan tenido.

 

Art. 2°. Una ley especial determinará la manera y forma de hacer ingresar al tesoro de la nación todos los bienes de que trata el artículo anterior.

 

Art. 3°. Habrá perfecta independencia en­tre los negocios del Estado y los negocios pu­ramente eclesiásticos. El Gobierno se limitará a proteger con su autoridad el culto público de la religión católica, así como el de cual­quiera otra.

 

Art. 4°. Los ministros del culto, por la administración de los sacramentos y demás funciones de su ministerio, podrán recibir las ofrendas que se les ministren y acordar libremente con las personas que los ocupen la indemnización que deben darles por el servicio que les pidan. Ni las ofrendas ni las indem­nizaciones podrán hacerse en bienes raíces.

 

Art. 5°. Se suprimen en toda la Repúbli­ca las órdenes de los religiosos regulares que existen, cualquiera que sea la denominación o advocación con que se hayan erigido, así como también todas las archicofradías, congregaciones o hermandades anexas a las comunidades religiosas, a las catedrales, parroquias o cualesquiera otras iglesias.

 

Art. 6°. Queda prohibida la fundación o erección de nuevos conventos de regulares, de archicofradías, cofradías, congregaciones o hermandades religiosas, sea cual fuere la forma o denominación que quiera dárseles. Igualmente queda prohibido el uso de los há­bitos o trajes de las órdenes suprimidas.

 

Art. 7°. Quedando por esta ley los ecle­siásticos regulares de las órdenes suprimidas reducidos al clero secular, quedarán sujetos, como éste, al ordinario eclesiástico respecti­vo en lo concerniente al ejercicio de su ministerio.

 

Art. 8°. A cada uno de los eclesiásticos regulares de las órdenes suprimidas que no se opongan a lo dispuesto en esta ley se les ministrará por el Gobierno la suma de qui­nientos pesos por una sola vez. A los mis­mos eclesiásticos regulares que por enfermedad o avanzada edad estén físicamente impe­didos para el ejercicio de su ministerio, a más de los quinientos pesos, recibirán un capital fincado ya, de tres mil pesos, para que atien­dan a su congrua sustentación. De arribas su­mas podrán disponer libremente como de cosa de su propiedad.

 

Art. 9°. Los religiosos de las órdenes su­primidas podrán llevarse a sus casas los muebles y útiles que para su uso personal tenían en el convento.

 

Art. 10°. Las imágenes, paramentos y va­sos sagrados de las iglesias de los regulares suprimidos se entregarán por formal inven­tario a los obispos diocesanos.

 

Art. 11°. El gobernador del Distrito y los gobernadores de los Estados, a pedimento del R.R. arzobispo y los R.R. obispos diocesa­nos, designarán los templos regulares supri­midos que deben quedar expeditos para los oficios divinos, calificando previa y escrupu­losamente la necesidad y utilidad del caso.

 

Art. 12°. Los libros, impresos, manuscri­tos, pinturas, antigüedades y demás objetos pertenecientes a las comunidades religiosas suprimidas se aplicarán a los museos, biblio­tecas y otros establecimientos públicos.

 

Art. 13°. Los eclesiásticos regulares de las órdenes suprimidas que después de quince días de publicada esta ley en cada lugar con­tinúen usando el hábito o viviendo en comu­nidad, no tendrán  derecho a percibir la cuota que se les señala en el art. 8°, y si pasado el término de quince días que fija este ar­ticulo se reunieren en cualquier lugar para aparentar que siguen la vida común, se les expulsará inmediatamente fuera de la Repú­blica.

 

Art. 14°. Los conventos de religiosas que actualmente existen continuarán existiendo y observando el reglamento económico de sus claustros. Los conventos de estas religiosas que estaban sujetos a la jurisdicción espiri­tual de alguno de los regulares suprimidos quedan bajo la de sus obispos diocesanos.

 

Art. 15°. Toda religiosa que se exclaustre recibirá en el acto de su salida la suma que haya ingresado al convento en calidad de dote, ya sea que proceda de bienes parafer­nales, ya que la haya adquirido de donacio­nes particulares o ya, en fin, que la haya obtenido de alguna fundación piadosa. Las religiosas de órdenes mendicantes que nada hayan ingresado a sus monasterios recibirán, sin embargo, la suma de quinientos pesos en el acto de su exclaustración. Tanto de la dote como de la pensión podrán disponer libremente como de cosa propia.

 

Art. 16°. Las autoridades políticas y judi­ciales del lugar impartirán a prevención toda clase de auxilios a las religiosas exclaustra­das para hacer efectivo el reintegro de la dote o el pago de la cantidad que se les designa en el artículo anterior.

 

Art. 17°. Cada religiosa conservará el ca­pital que en calidad de dote haya ingresado al convento. Este capital se le afianzará en fincas rústicas o urbanas por medio de for­mal escritura que se otorgará individualmen­te a su favor.

 

Art. 18°. A cada uno de los conventos de religiosas se dejará un capital suficiente para que con sus réditos se atienda a la repara­ción de fábricas y gastos de las festividades de sus respectivos patronos, Natividad de N. S. J., Semana Santa, Corpus, Resurrección y Todos Santos, y otros gastos de comunidad. Los superiores y capellanes de los conventos respectivos formarán los presupuestos de es­tos gastos, que serán presentados dentro de quince días de publicada esta ley al goberna­dor del Distrito o a los gobernadores de los Estados respectivos para su revisión y apro­bación.

 

Art. 19°. Todos los bienes sobrantes de dichos conventos ingresarán al tesoro gene­ral de la nación conforme a lo prevenido en el art. 1° de esta ley.

 

Art. 20°. Las religiosas que se conserven en el claustro pueden disponer de sus respectivas dotes, testando libremente en la forma que a toda persona le prescriben las leyes. En caso de que no hagan ningún testamento o de que no tengan ningún pariente capaz de recibir la herencia ab intestato, la dote ingresará al tesoro público.

 

Art. 21°. Quedan cerrados perpetuamente todos los noviciados en los conventos de las señoras religiosas. Las actuales novicias no podrán profesar y al separarse del noviciado se les devolverá lo que hayan ingresado al convento.

 

Art. 22°. Es nula y de ningún valor toda enajenación que se haga de los bienes que se mencionan en esta ley, ya sea que se verifique por algún individuo del clero o por cual­quier otra persona que no haya recibido expresa autorización del Gobierno constitucional. El comprador, sea nacional o extranjero, queda obligado a reintegrar la cosa compra­da o su valor, y satisfará además una multa del cinco por ciento regulada sobre el valor de aquélla. El escribano que autorice el con­trato será depuesto o inhabilitado perpetuamente en su servicio público, y los testigos, tanto de asistencia como instrumentales, su­frirán la pena de uno a cuatro años de presidio.

 

Art. 23°. Todos los que directa o indirectamente se opongan o de cualquier manera enerven el cumplimiento de lo mandado en esta ley serán, según que el Gobierno califi­que la gravedad de su culpa, expulsados fuera de la República y consignados a la autoridad judicial. En estos casos serán juzgados y castigados como conspiradores. De la sen­tencia que contra estos reos pronuncien los tribunales competentes no habrá lugar al curso de indulto.

 

Art. 24°. Todas las penas que impone esta ley se harán efectivas por las autoridades judiciales de la nación o por las políticas de los Estados, dando éstas cuenta inmediatamente al Gobierno general.

 

Art. 25°. El gobernador del Distrito y los gobernadores de los Estados, a su vez, consultarán al Gobierno las providencias que estimen convenientes al puntual cumplimiento de esta ley.

 

Por tanto, mando se imprima, publique y circule a quienes corresponda. Dado en el Palacio de Gobierno general en Veracruz, a 12 de julio de 1859.- BENITO JUÁREZ.- MELCHOR OCAMPO, presidente del Gabinete, ministro de Gobernación, Encargado del Despacho de Relaciones Exteriores y del de Guerra y Marina.- Lic. MANUEL RUIZ, ministro de Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública.- MIGUEL LERDO DE TEJADA, ministro de Hacienda y Encargado del Ramo de Fomento.

 

Y lo comunico a vuestra excelencia para su inteligencia y cumplimiento. Palacio de Gobierno general en Veracruz, a 12 de julio de 1859.- RUIZ.

 

Ley sobre el matrimonio civil.

 

Ministerio de Justicia e instrucción Pú­blica. Excelentísimo señor: El Excmo. Sr. Presidente interino constitucional de la República se ha servido dirigirme el decreto que sigue:

 

El ciudadano BENITO JUÁREZ, Presidente interino constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, a todos sus habitan­tes hago saber que, considerando:

 

Que por la independencia declarada de los negocios civiles del Estado, respecto de los eclesiásticos, ha cesado la delegación que el soberano había hecho al clero para que con sólo su intervención en el matrimonio este contrato surtiera todos sus efectos civiles.

 

Que reasumiendo todo el ejercicio del poder en el soberano, éste debe cuidar de que un contrato tan importante como el matrimo­nio se celebre con todas las solemnidades que juzgue convenientes a su validez y firmeza, y que el cumplimiento de éstas le conste de un modo directo y auténtico;

 

He tenido a bien decretar lo siguiente:

 

Art. 1°. El matrimonio es un contrato ci­vil que se contrae lícita y válidamente ante la autoridad civil. Para su validez bastará que los contrayentes, previas las formalidades que establece esta ley, se presenten ante aquélla y expresen libremente la voluntad que tienen de unirse en matrimonio.

 

Art. 2°. Los que contraigan el matrimonio de la manera que expresa el artículo an­terior, gozan de todos los derechos y prerro­gativas que las leyes civiles les conceden a los casados.

 

Art. 3°. El matrimonio civil no puede celebrarse más que por un solo hombre con una sola mujer. La bigamia y la poligamia conti­núan prohibidas y sujetas a las mismas penas que les tienen señaladas las leyes vigentes.

 

Art. 4°. El matrimonio civil es indisolu­ble; por consiguiente, sólo la muerte de algu­no de los cónyuges es el medio natural de di­solverlo, pero podrán los casados separarse temporalmente por alguna de las causas ex­presadas en el artículo 20° de esta ley. Esta sepa­ración legal no los deja libres para casarse con otras personas.

 

Art. 5°. Ni el hombre antes de catorce años ni la mujer antes de doce pueden contraer matrimonio. En casos muy graves, y cuando el desarrollo de la naturaleza se anti­cipe a esta edad, podrán los gobernadores de los Estados y del Distrito, en su caso, per­mitir el matrimonio entre estas personas.

 

Art. 6°. Se necesita para contraer matri­monio la licencia de los padres, tutores o cu­radores, siempre que el hombre sea menor de veintiún años y la mujer menor de veinte. Por padres para este efecto se entenderán tam­bién los abuelos paternos. A falta de padres, tutores o curadores, se ocurrirá a las hermanos mayores. Cuando los hijos sean mayores de veintiún años pueden casarse sin la licen­cia de las personas mencionadas.

 

Art. 7°. Para evitar el irracional disenso de los padres, tutores, curadores o hermanos, respectivamente, concurrirán los interesados a las autoridades políticas, como lo dispone la ley del 23 de mayo de 1837, para que se les habilite de edad.

 

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Art. 20°. El divorcio es temporal, y en nin­gún caso deja hábiles a las personas para con­traer nuevo matrimonio mientras viva alguno de los cónyuges.

 

Art. 21°. Son causas legítimas para el di­vorcio:

 

El adulterio, menos cuando ambos esposos se hayan hecho reos de este crimen o cuando el esposo prostituya a la esposa con su consentimiento; mas en caso de que lo haga por la fuerza, la mujer podrá separarse del marido por decisión judicial, sin perjuicio de que éste sea castigado conforme a las le­yes. Este caso, así como el de concubinato público del marido, dan derecho a la mujer para entablar la acción de divorcio por causa de adulterio.

 

La acusación de adulterio hecha por el marido a la mujer, o por ésta a aquél, siem­pre que no la justifiquen en el juicio.

 

El concúbito con la mujer, tal que resulte contra el fin esencial del matrimonio.

 

La inducción con pertinacia al cri­men, ya sea que el marido induzca a la mujer o ésta a aquél.

 

La crueldad excesiva del marido con la mujer, o de ésta con aquél.

 

La enfermedad grave y contagiosa de alguno de los esposos.

 

La demencia de alguno de los espo­sos, cuando ésta sea tal que fundadamente se tema por la vida del otro. En todos estos casos, el ofendido justificará en la forma legal su acción ante el juez de primera instan­cia competente, y éste, conociendo el juicio sumario, fallará inmediatamente que el juicio esté perfecto, quedando, en todo caso, a la parte agraviada el recurso de apelación y sú­plica.

 

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Art. 31. Esta ley comenzará a tener efec­to en cada lugar luego que en él se establezca la oficina del Registro Civil.

 

Por tanto, mando se imprima, publique, circule y se le dé el debido cumplimiento. Dado en el Palacio del Gobierno general en la H. Veracruz, a 23 de julio de 1859. BENITO JUÁREZ. Al ciudadano licenciado MA­NUEL RUIZ, Ministro de Justicia e Instrucción Pública.

 

Y lo comunico a usted para su inteligen­cia y cumplimiento. Palacio del Gobierno ge­neral en Veracruz, Julio 23 de 1859.  RUIZ.

 

Ley del Registro Civil.

 

Secretaría de Estado y del Despacho de Gobernación. Excelentísimo señor: El excelentísimo señor Presidente interino constitu­cional de la República se ha servido dirigirme el decreto que sigue:

 

El ciudadano BENITO JUÁREZ, Presidente interino constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, a los habitantes de la República.

 

Considerando:

 

Que para perfeccionar la independencia en que deben permanecer recíprocamente el Estado y la Iglesia no puede ya encomendarse a ésta por aquél el registro que había tenido del nacimiento, matrimonio y fallecimiento de las personas, registros cu­yos datos eran los únicos que servían para establecer en todas las aplicaciones prácticas de la vida el estado civil de las personas;

 

Que la sociedad civil no podrá tener las constancias que más le importan sobre el es­tado de las personas si no hubiese autoridad ante la que aquéllas se hiciesen registrar y hacer valer.

 

Ha tenido a bien decretar lo siguiente:

 

SOBRE EL ESTADO CIVIL DE LAS PERSONAS.

 

DISPOSICIONES GENERALES.

 

Art. 1°. Se establecen en toda la Repúbli­ca funcionarios que se llamarán jueces del es­tado civil y que tendrán a su cargo la averi­guación y modo de hacer constar el estado civil de todos los mexicanos y extranjeros residentes en el territorio nacional, por cuanto concierne a su nacimiento, adopción, arroga­ción, reconocimiento, matrimonio y falleci­miento.

 

Art. 2°. Los gobernadores de los Estados, Distrito y Territorios designarán, sin pérdi­da de momento, las poblaciones en que de­ben residir los jueces del estado civil, el nú­mero que de ellos debe haber en las grandes ciudades y la circunscripción del radio en que deben ejercer sus actos, cuidando de que no haya punto alguno de sus respectivos terri­torios en el que no sea cómodo y fácil, así a los habitantes como a los Jueces, el desem­peño pronto y exacto de las prescripciones de esta ley.

 

Art. 3°. Los jueces del estado civil serán mayores de treinta años, casados o viudos y de notoria probidad; estarán exentos del ser­vicio de la guardia nacional, menos en los ca­sos de sitio riguroso, de guerra extranjera en el lugar en que residan y de toda carga con­cejil.

 

En las faltas temporales de los jueces del Registro Civil serán éstos remplazados por la primera persona que desempeñe las fun­ciones judiciales del lugar, en primera ins­tancia.

 

A juicio de los gobernadores de los Esta­dos, Distrito y Territorios, juzgarán y califi­carán los impedimentos sobre el matrimonio, sin necesidad de ocurrir al  juez de primera instancia, y celebrarán aquél sin asociarse con el alcalde del lugar si por sus conocimientos son dignos de ello. Los gobernadores deter­minan estas facultades en los nombramientos que de tales jueces expidan.

 

Los jueces del estado civil que no tengan declaradas desde su  nombramiento estas fa­cultades podrán adquirirlas con el buen desempeño de sus funciones y la instrucción que en el mismo adquieran, en cuyo caso pedirán al gobernador la autorización corres­pondiente; pero mientras no se les declare el uso de tales facultades deberán remitir al juez de primera instancia el conocimiento de los casos de impedimento, según el art. 11° de la ley de 23 de julio de 1859, y se asociarán al alcalde del lugar, conforme el art. 45° de la misma ley.

 

Tales artículos se declaran así transitorios.

 

Art. 4°. Los jueces del estado civil lleva­rán por duplicado tres libros, que se denomi­narán Registro Civil, y se dividirán en:

 

Actas de nacimiento, adopción; reconocimien­to y arrogación;

 

Actas de matrimonio; y,

 

Actas de fallecimiento.

 

En uno de estos li­bros se sentarán las actas originales de cada ramo, y en el otro se irán haciendo las copias del mismo.

 

Art. 5°. Todos los libros del Registro Ci­vil serán visados en su primera y última foja por la primera autoridad política del cantón, departamento o distrito, y autorizados por la misma con su rúbrica en todas sus demás fojas. Se renovarán cada año, y el ejemplar original de cada uno de ellos quedará en el archivo del Registro Civil, así como los do­cumentos sueltos que les correspondan; remitiéndose, el primer mes del año siguiente, a los gobiernos de los respectivos Estados, Distrito y Territorios los libros de copia que de cada uno de los libros originales ha de llevarse en la oficina del Registro Civil.

 

Art. 6°. El juez del estado civil que no cumpliere con la prevención de remitir oportunamente las copias de que habla el artícu­lo anterior a los gobiernos de los Estados, Distrito y Territorios será destituido de su cargo.

 

Art. 7°. En las actas del Registro Civil se hará constar el año, día y hora en que se pre­senten los interesados, los documentos en que consten los hechos que se han de hacer registrar en ellas y los nombres, edad, profe­sión y domicilio, en tanto como sea posible, de todos los que en ellos sean nombrados.

 

Art. 8°. Nada podrá insertarse en las actas, ni por vía de nota o advertencia, sino lo que deba ser declarado por los que compare­cen para formarlas.

 

Por tanto, mando se imprima, publique, circule y se le dé el debido cumplimiento. Dado en el Palacio del Gobierno general, en la H. Veracruz, a julio 28 de 1859. BENITO JUÁREZ.- Al C. MELCHOR OCAMPO, minis­tro de Gobernación.

 

Y lo comunico a usted para su inteli­gencia y cumplimiento. Palacio del Gobier­no general en Veracruz, julio 28 de 1859. OCAMPO.

 

Ley de secularización de hospitales y establecimiento de beneficencia.

 

El C. BENITO JUÁREZ, Presidente interino constitucional de los Estados Unidos Me­xicanos, a sus habitantes, hago saber:

 

Que en uso de las facultades de que me hallo investido, he tenido a bien decretar lo siguiente:

 

Art. 1°. Quedan secularizados todos los hospitales y establecimientos de beneficencia que hasta esta fecha han administrado las autoridades o corporaciones eclesiásticas.

 

Art. 2°. El Gobierno de la Unión se en­carga del cuidado, dirección y mantenimiento de dichos establecimientos en el Distrito Federal, arreglando su administración como le parezca conveniente.

 

Art. 3°. Las fincas, capitales y rentas de cualquiera clase que les corresponden les quedarán afectos de la misma manera que hoy lo están.

 

Art. 4°. No se alterará respecto de dichos establecimientos nada de lo que esté dispues­to y se haya practicado legalmente sobre desamortización de sus fincas.

 

Art. 5°. Los capitales que se reconozcan a los referidos establecimientos, ya sea sobre fincas de particulares, ya por fincas adjudi­cadas, seguirán reconociéndose sin que haya obligación de redimirlos.

 

Art. 6°. Si alguna persona quisiere redi­mir voluntariamente los que reconozca, no podrá hacerlo sino por conducto de los directores o encargados de los establecimientos, con aprobación del Gobierno de la Unión y con la obligación de que los capitales así re­dimidos se impongan como en otras fincas.

 

Art. 7°. Los establecimientos de esta es­pecie que hay en los Estados quedarán bajo la inspección de los gobiernos respectivos y con entera  sujeción a las prevenciones que contiene la presente ley.

 

Por tanto, mando se imprima, publique, circule y observe.

 

Dado en el Palacio Nacional de México, a 2 de febrero de 1861.  BENITO JUÁREZ.

 

Al C. FRANCISCO ZARCO, Encargado del Despacho del Ministerio de Gobernación.

 

Ley que extinguió las comunidades religiosas.

 

BENITO JUÁREZ, Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, a sus habitantes sabed:

 

Considerando:

 

Que en la gravísima situación en que ha venido la República, el Gobierno debe emplear todos los medios posibles para atender a las exigencias de la administración y muy especialmente para repeler al ejército extran­jero, invasor del territorio nacional.

Que disponiéndose de los conventos ahora destinados a la clausura de las señoras religiosas, habrán de obtenerse en una parte considerable los recursos que necesita el tesoro de la Federación y podrán establecerse varios hospitales de sangre y proporcionarse alojamiento a los individuos que se inutilizaren y a las familias indigentes de los que han muerto y muriesen peleando por la Patria en la guerra actual.

 

Que si bien puede fundarse en la li­bertad de cada uno la resolución de observar los votos que las religiosas pronuncian, es evidentemente opuesto a la misma libertad, incompatible con la ley de cultos e intolerable en una República popular la serie de me­dios coactivos con que se estrecha al cumpli­miento de esos votos.

 

Que el poder a que sin reservas se someten las señoras religiosas no tiene por base y correctivo ni las leyes, como la autoridad de los magistrados, ni los sentimientos naturales, como la patria potestad, ni el de­recho para cambiar de disposición las partes interesadas, como sucede en los contratos de servicios, sino un principio indefinido cuyas aplicaciones todas se imponen según la voluntad de ciertos individuos a otros que de­ben aceptarlas durante su vida entera, sin que para la represión de los abusos naturales en este sistema pueda intervenir eficazmente la autoridad pública, ni sea fácil tampoco el acceso a ella por parte de las personas agra­viadas.

 

Que no conviene dejar en manos del clero un poder desmesurado como éste, cuyos desafueros serían ahora más trascendentales que en ningún otro tiempo.

 

Que la influencia de los sacerdotes en la conciencia de las religiosas restituidas a la condición civil y al goce de sus derechos na­turales tendrá las justas limitaciones que le prescriben el decoro del hogar doméstico, la opinión pública y las leyes del país.

 

Que en toda la República está decla­rada la opinión contra la subsistencia de es­tas comunidades.

 

Que habiéndose resuelto la supre­sión de ellas por motivos justos y de pública utilidad, sin prevención alguna contra las religiosas, deben estas señoras conservar el goce de sus derechos especiales.

 

Que la supresión de las comunidades religiosas ahora existentes no comprende ni debe comprender a las hermanas de la cari­dad, que, aparte de no hacer vida común, es­tán consagradas al servicio de la humanidad doliente.

 

Por estas causas, y usando de las amplias facultades con que me hallo investido, he te­nido a bien decretar lo siguiente:

 

Art. 1°. Quedan extinguidas en toda la República las comunidades de señoras reli­giosas.

 

Art. 2°. Los conventos en que están reclusas quedarán desocupadas a los ocho días de publicado este decreto, en cada uno de los lugares donde tenga que ejecutarse.

 

Art. 3°. De estos edificios, y de todo lo que en ellos se encontrara perteneciente a las comunidades de señoras religiosas, y no a es­tas últimas en particular, se recibirán las ofi­cinas de Hacienda que designe el Ministerio del ramo.

 

Todo lo que tengan las religiosas para su uso particular se dejará a su disposición.

 

Art. 4°. No podrán ser enajenados estás edificios sino a virtud de una orden concer­niente a cada caso, expedida por el Ministerio de Hacienda, y que se insertará precisa­mente en la escritura de enajenación, sin lo cual será ésta nula y de ningún valor; y el escribano que la autorice sufrirá la pena de privación perpetua de su oficio, respondiendo, además, por las resultas de su dolosa omi­sión.

 

Art. 5°. El Gobierno entregará sus dotes a aquellas de las religiosas que no los hubiesen recibido todavía; y mientras esto sucede, proveerá a la manutención de las interesadas.

 

Art. 6°. De los templos unidos a estos conventos, continuarán destinados al culto ca­tólico los que fueren designados al efecto por los gobernadores respectivos.

 

Art. 7°. Lo prevenido en este decreto no comprende a las hermanas de la caridad.

 

Art. 8°. El Ministerio de Hacienda expedirá el reglamento y órdenes que convengan para la exacta observancia de este decreto.

 

México, 26 de febrero de 1863. BENITO JUÁREZ. Al ciudadano JUAN ANTONIO DE LA FUENTE, Ministro de Relaciones Exterio­res y Gobernación.

 

Ley de 25 de septiembre de 1873 sobre adiciones y reformas a la Constitución.

 

SEBASTIÁN LERDO DE TEJADA, Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos y a todos sus habitantes, sabed:

 

Que el Congreso de la Unión ha decreta­do lo siguiente:

 

El Congreso de los Estados Unidos Mexicanos, en ejercicio de la facultad que le concede el artículo 127° de la Constitución Política promulgada el 12 de febrero de 1857, y pre­via la aprobación de la mayoría de las Legis­laturas de la República, declara:

 

Son adiciones y reformas a la misma Cons­titución:

 

Art. 1°. El Estado y la Iglesia son independientes entre sí. El Congreso no puede dictar leyes estableciendo o prohibiendo reli­gión alguna.

 

Art. 2°. El matrimonio es un contrato civil. Este y los demás actos del estado civil de las personas son de la exclusiva competencia de los funcionarios y autoridades del orden civil, en los términos prevenidos por las leyes, y tendrán la fuerza y validez que las mismas les atribuyan.

 

Art. 3°. Ninguna institución religiosa pue­de adquirir bienes raíces ni capitales impues­tos sobre éstos, con la sola excepción esta­blecida en el artículo 27° de la Constitución.

 

Art. 4°. La simple promesa de decir ver­dad y de cumplir las obligaciones que se con­traen sustituirá al juramento religioso con sus efectos  y penas.

 

Art. 5°. Nadie puede ser obligado a prestar trabajos personales sin la justa retribu­ción y sin su pleno consentimiento. El Esta­do no puede permitir que se lleve a efecto ningún contrato, pacto o convenio que tenga por objeto el menoscabo, la pérdida o el irre­vocable sacrificio de la libertad del hombre, ya sea por causa de trabajo, de educación o de voto religioso. La ley, en consecuencia, no reconoce órdenes monásticas ni puede permi­tir su establecimiento, cualquiera que sea la denominación u objeto con que pretendan eri­girse. Tampoco puede admitir convenio en que el hombre pacte su proscripción o des­tierro.

 

TRANSITORIO:

 

Las anteriores adiciones y reformas a la Constitución serán publicadas desde luego con la mayor solemnidad en toda la Repú­blica.

 

Palacio del Congreso de la Unión, México, septiembre 25 de 1873.

 

Por tanto, mando se imprima, publique, circule y se le dé el debido cumplimiento.

 

Dado en el Palacio Nacional de México, a 25 de septiembre de 1873. SEBASTIÁN LERDO DE TEJADA. Al C. licenciado CAYE­TANO GÓMEZ Y PÉRÉZ, encargado del despacho del Ministerio de Gobernación.

 

Y lo comunico a usted para su conocimiento y efectos consiguientes.

 

Independencia y Libertad. México, sep­tiembre 25 de 1873. CAYETANO GÓMEZ Y PÉREZ, Oficial Mayor.

 

Bibliografía.

 

Bulnes. F. Juárez y las revoluciones de Ayutla y de Reforma, México, 1905.

 

Castañeda Batres, O. Leyes de Reforma y etapa de la Reforma en México, México, 1980.

 

Castillo Negrete, E. del, México en el siglo XIX. o sea, su historia desde 1800 hasta la época presente (24 vols.), México, 1875 - 1890.

 

Castillón. J. A. Informes y manifiestos de los Poderes Ejecutivo y Legislativo de 1821 a 1904 (3 vols.), México, 1905.

 

Gallo Lozano, F. Compilación de leyes de Reforma, Guadalajara,

1973.

 

Guzmán y Raz Guzmán J. Bibliografía de la Reforma, la intervención y el Imperio (2 vols.), México, 1930 - 1931.

 

Lerdo de Tejada, M. Memoria presentada al excelentísimo señor presidente sustituto de la república, por el licenciado..., dando cuenta de la marcha  que han seguido los negocios de la hacienda pública, en el tiempo que tuvo a su cargo la Secretaría de este ramo,  México, 1857.

 

Leyes, decretos, etc.  Código de la Reforma o colección de leyes, decretos y superiores órdenes, expedidas desde 1856 hasta 1861, México, 1861.

 

Leyes, decretos, etc.  Colección de leyes, decretos y circulares expedidas por el supremo gobierno de la República. Comprende desde su salida de la capital en 31 de mayo de 1863, hasta su regreso a la misma en 15 de Julio de 1867 (3 vols.), México, 1867. Conocido como Las leyes de la peregrinación.

 

Ocampo, M. Obras completas. (3 vols.), México, 1900 - 1901.

 

Los Presidentes de México ante la nación; informes, manifiestos y documentos de 1821 a 1966 (editado por la XLVI Legislatura de la Cámara de Dipu­tados), recopilación bajo la dirección de Luis González y González (5 vols.). México. 1968.

 

Sierra, J. Evolución política del pueblo mexicano, ed. establecida y anotada por Edmundo O'Gorman, en Obras completas del maestro Justo Sierra, vol. XII, México, 1948.

 

Juárez, su obra y su tiempo, México, 1905 - 1906.

 

Tamayo. J. L. (comp.) Juárez Documentos, discursos y correspondencia, prólogo de Adolfo López Mateos; selección y notas de... (15 vols.), México, 1964 - 1970.

 

Tena Ramírez. F. (edit.) Leyes fundamentales de México, 1808 - 1964, dir. y efemérides de.... México, 1984 (2ª edición revisada y puesta al día).

 

105.            Aspectos socioeconómicos de la Reforma y la república restaurada.

 

El período histórico durante el cual Santa Anna fue muchas veces presidente se caracte­riza por la omnipresencia de éste y la crisis de varios problemas, cuya responsabilidad se le achaca, aunque fuesen, en realidad, fruto de causas diversas y complejas, y, por ello mismo, difíciles de resolver por una nación pobre, dividida, presa de las egoísmos, bajo irresistibles presiones externas y en su mayor parte no preparada, sobre todo técnicamente, y, en algunos casos, hasta inconscien­te. El régimen santanista, en el fondo inspi­rado sólo por intereses personales, evolucionó entre alternativas de tendencia contradictoria hacia una plena dictadura que, recibida a con­trapelo, fue el motivo para que se hiciesen más deseables los derechos y garantías que prometía el ideario liberal, puesto en marcha, sin frutos inmediatos, por el doctor Valentín Gómez Farías  en 1833, aunque a muchos pa­reciese que el mejor remedio contra el caos fuese la mano fuerte que pretendía imponer el propio Santa Anna.

 

En muchas ocasiones aparece claro que Santa Anna estuvo siempre condicionada por fuerzas políticas, emergidas de la estructura económica y social, y, por tanto, más genera­les y profundas que las representadas por los intereses de las personas o camarillas que lo rodeaban. Unas veces eran las de la Iglesia, que no admitían ninguna medida que lesiona­se sus derechos privilegiados o su indepen­dencia; otras, las de la clase terrateniente, que era la que más sufría las cargas impositivas decretadas por el dictador; otras, las de la empobrecida plutocracia minera que, en nombre de la importancia tradicional de esta rama de la producción, no sólo exigía mayor atención a sus intereses, sino que afirmaba ser éste el verdadero camino para la salva­ción económica de la nación; otras, las de la incipiente burguesía industrial, que deseaba organización y libertad; otras, las de la "inte­ligencia" liberal, grupo más bien flotante, que, aspirando a la conquista del poder y, por tan­to, a su supervivencia por medio de la políti­ca, quería implantar el régimen de un nuevo Estado, acabando con todas las huellas del pasado.

 

En medio de estas circunstancias, algunas de las personas más ilustradas, armadas de importantes conocimientos teóricos y algunas veces de vasta experiencia por su larga dedi­cación a los negocios y sus agudas observa­ciones en el extranjero, palpan con claridad la urgencia de subvenir al fomento económico como base de una auténtica vida nacional y un punto de apoyo para la organización del país. Así se producen valiosos estudios y pro­mociones en este campo, como fueron los de Tadeo Ortiz, Mariano Otero, Esteban de Antuñano y Lucas Alamán. Este último fue el primero que llevó a la práctica un razonado plan de industrialización del país mediante la creación de una Compañía Unida de Minas y un Banco de Avío, que debían formarse prin­cipalmente con capital inglés dada la penu­ria del nacional y atender a la vitalización de todos los ramas, pero especialmente de la minería. La inestabilidad política y luego su muerte impidieran que el saludable proyecto diese los frutos deseados. A su actividad se debe la fundación de varias empresas que, con capital nacional, continuaron producien­do con considerable beneficio para el país.

 

La revolución de Ayutla contra la dicta­dura de Santa Anna fue el primer triunfo de la reforma liberal, que al fin se impuso a tra­vés de la labor del grupo de personas más destacado de esa ideología Lerdo, Ocampo, Juárez, etc., llevado al poder por los presidentes Alvarez, Comonfort y el propio Juárez. Tras la guerra civil ya mencionada, doloroso tributo que la nación pagó en nombre de la evolución, se consumó la reforma, especialmente mediante la legislación expedida entre los años 1859 y 1861. A lo ya establecido en relación con la organización constitucional, ésta agregó la desamortización de los bienes eclesiásticos, la separación de la Iglesia y el Estado, la libertad educativa y el establecimiento de las instituciones puramente civiles. Por medio de una acción fuerte, tenaz, decidi­da, México comenzó a ser guiado por las minorías liberales, hacia las nuevas formas de la sociedad y el Estado.

 

No fue éste, sin embargo, el fin de la crisis. Aunadas las fuerzas de la tradición a las del Imperio francés, presidido entonces por Napoleón III, factor esencial de la llamada Santa Alianza europea, intervinieran en el país para intentar una monarquía, que militase dentro de sus tendencias y sirviese de dique contra la marea contraria que comen­zaba a moverse desde los Estados Unidos. Pero la obra reformista, que particularmente se encarnó en la voluntad indomable de Juá­rez, quien sostuvo la resistencia, triunfó de esta nueva prueba y la República se restauró en 1867, tras la ejecución de Maximiliano y la triste locura de Carlota. Sin embargo, podríamos decir que sólo la forma externa, el marco teórico-legal y en todo caso el princi­pio de la acción en manos de los reformistas detentadores del poder se habían transfor­mado profunda y generalmente. En  el fondo, las estructuras socioeconómicas y mentales y la actividad espiritual del pueblo se habrían de conservar todavía por mucho tiempo fieles a la tradición, constituyendo fuerzas subterráneas, que emplazaban y limitaban, cuando no contradecían, el trabajo de modificación, que actuaba. desde arriba. Por eso el grupo liberal debió sentir que su obra debía continuar; de hecho durante la República Restaurada, como ahora se denomina al período que siguió a la caída del Imperio, la tendencia política fundamental se orientó hacia la transformación de aquellos sustratos, especialmente mediante la adopción de medidas económicas, demográficas, de colonización y educativas.

 

Todo idealismo que ha alcanzado trascendencia histórica debe su triunfo no sólo a que, siendo nuevo y desconocido, como una esperanza ante lo ya experimenta­do, que ha mostrado a las mayorías huma­nas ser incapaces de sacarlas del sufrimiento terrenal en que siempre se han debatido, sino también a que fuerzas de la realidad, igualmente nuevas pero ya bien corporizadas, hacen de él su bandera y le ajustan a sus intereses y deseos de conquistar las posiciones vitales del presente y del porvenir. Así suce­dió en México con el liberalismo reformista, el cual, en este sentido, fue una esperanza para gran parte del pueblo, pera tal vez más que esa, la expresión particular de la burguesía incipiente, clase social que desde la independencia comenzó a pugnar por "moderni­zar" a México y adecuarlo a la evolución que en el universo, según ella misma creía, había mostrado y estaba confirmando su aptitud para mejorar  la condición humana y engrandecer a las naciones.

 

En el momento más generosa de su actuación histórica, la burguesía creyó que la felicidad del hombre en este mundo estriba fundamentalmente en el disfrute de la riqueza o, por lo menos, que sin ésta no es posible alcanzar los demás bienes de la vida y la personalidad; que el propio Dios consiente en ello, puesto que no debe desear otra cosa que el bienestar y la virtud de sus hijos; que, por tanto, ése es un fin absolutamente lícito y aun obligado, porque supone la posibilidad de la propia virtud; que las sociedades se constituyen precisamente para ese propósito; que el Estado no tiene más función que la de mante­ner el orden y la libertad necesarios para que cada individuo se dedique a la consecución de su comodidad y mejoramiento siguiendo aquellos caminos; que la Iglesia debe admitir la moralidad de estos principios y no debe confundirse  con el Estado, evitando mezclar­se en la realización de los fines seculares, puesto que sólo le corresponden los mera­mente espirituales, más que todo en sus aspectos metafísicos, y que es posible que todos los hombres alcancen la propiedad, la cultura y la virtud y las acumulen sin perjuicio de los demás, pues esencialmente ellos son fruto de su trabajo de dominación individual de esta naturaleza. Si analizamos con detenimiento lo que los reformistas mexicanos hi­cieron en materia política, legislativa, económica, social y cultural, no puede por menos que reconocerse que la mayoría de ellas ac­tuaron bajo la influencia de esas convicciones.

 

Claro que por mucho tiempo la burguesía mexicana no fue, y quizá no ha sido, poderosa, fuerte, madura, lo cual se explica por las especiales condiciones de la evolución histórica del país; pero no parece descabellado afirmar que estaba ya presente históricamen­te desde la época de la Independencia. El principal origen de la clase burguesa, que comienza a actuar en la historia universal des­de finales de la Edad Media, se encuentra en la llamada "clase media", sin considerar los casos de excepción en que los terratenien­tes y la misma nobleza se transforman por circunstancias especiales en elementos de aquélla. En México, la Independencia causó la caída de la antigua alta plutocracia, compuesta primordialmente de españoles, y la liberación de la clase media, de criollos y mestizos, en condiciones de clara urgencia económica.

 

Por medio de las luchas políticas, sociales y culturales que siguieron a la Independencia, ese grupo social luchó por alcanzar el poder político al mismo tiempo que la educación y la riqueza. Entabló una pelea sorda, pero evidente, a fin de sustituir a los antiguos po­tentados, para lo cual aprovechó todas las ocasiones y especialmente la expulsión de los españoles, que, como es sabido, se hizo en nombre de la Independencia y la enemistad política. Su mejor oportunidad llegó con la Reforma; entonces, aunados al grupo de te­rratenientes que desde antes de la Independencia luchaban por emanciparse económicamente de la Iglesia, de las cargas fiscales o de la desigual competencia de los latifundis­tas o con las que adquirieron sus propiedades durante aquella guerra, o con posterioridad, y particularmente con las que las obtuvie­ron mediante las propias Leyes de Refor­ma, pudo dar la batalla más eficaz con el fin de fundar sus propias actividades económicas e infiltrarse, destruyendo muchas de los an­tiguos monopolios, en los negocios de la mi­nería, la industria, el comercio y el agio. Sobre esta base económica aspiró a su pleno desarrollo, aprobó la reforma legislativa, apoyó al gobierno liberal y se convirtió, a su mane­ra, en el factor del progreso de la nación. En este sentido, la Reforma fue, por lo menos, el paso más importante para la constitución de la burguesía nacional, la cual, apenas nacida, tuvo, sin embargo, que enfrentarse a nue­vas problemas y sobrevivió todavía por mu­cho tiempo precariamente.

 

La filosofía político-social del liberalismo evolucionó de las formas románticas y radica­les, que privaran en el siglo XVIII y durante el primer tercio de la centuria siguiente, a las del positivismo, que aportó una noción reconstructiva y sistemática de los problemas sociales. Esta nueva corriente ideológica respondió mejor a las condiciones socio-políticas del México de mediados de siglo. Un profun­do anhelo de paz y de orden surgió de las amargas experiencias del particularismo y de­sorganización internas y de las guerras ex­teriores, que mutilaron el territorio nacional. La influencia de los economistas y sociólogos ingleses y franceses de la época, particularmente las de Stuart Mill, Comte, Spencer, sirvió para que sobre ella se apoyasen las interpretaciones y los proyectos políticos y socia­les de los reformistas, inaugurándose así una nueva etapa de la teoría sobre estos asuntos. José María Luis Mora y Gómez Farías, prime­ro, y después casi todos los que colaboraran en la obra legislativa de la Reforma y en la reorganización de la educación, se inspiraron en análogas ideas. Considerada coma un. obstáculo a la renovación, se suprimió la antigua Real y Pontificia Universidad, sustituyéndola por un sistema de instrucción cuyo centro habría de ser la Escuela Nacional Preparato­ria, organizada por el doctor Gabino Barreda, discípulo directo de Augusto Comte.

 

En los demás aspectos, la cultura nacio­nal se desarrolla condicionada por las circunstancias difíciles que atravesó el país has­ta 1867 y por el influjo de las tendencias ya mencionadas, que se manifiestan también en la literatura y en las artes, primero en forma de un neoclasicismo, más tarde con la explo­sión romántica, y luego en una especie de academicismo que, ya en la siguiente etapa, deja su lugar a los primeros brotes del modernismo. Particularmente, debe subrayarse el esfuerzo que sostienen los escritores libera­les para lograr la independencia de la lengua y la literatura nacionales respecto de los modelos castellanos, movimiento similar al que, en materia política, alcanzó la Independencia y la modernización constitucional del país. Protagonista máximo de tales impulsos, en el orden literario, fue Ignacio Manuel Altamirano.

 

La intervención francesa  y el efímero imperio de Maximiliano interrumpieran de nuevo la transformación que venía realizándose, si bien a su administración se debe el haber confirmado y robustecido varios de los actos progresistas llevados a cabo por el gobierno de la República.

 

Con miras a mantener el ritmo creciente de la industria francesa, cada vez más influyente en los mercados del exterior, evitando así caer en las críticas circunstancias que pu­sieron a Francia al borde de la ruina a raíz de la revolución de 1848, Napoleón III decidió mediar en las relaciones entre los capitalistas y los obreros, estableciendo garantías y servicios en favor de éstos y de las clases menes­terosas, lo cual ha pasado a ocupar un lugar importante en la historia del derecho del tra­bajo. A semejanza de su protector, Maximiliano fundó en México algunas instituciones de beneficencia y acudió a mejorar, o por lo menos estabilizar y reglamentar, las relaciones obrero-patronales tanto en el campo como en las ciudades. Su política interior se distingue también por una marcada tenden­cia indigenista, que se aproxima al modo generoso de los antiguos reyes de España y a la cual se deben varias medidas de protección a los bienes de las comunidades de naturales y una, muy notable, en el sentido de que se publicasen en español y en náhuatl los decretos que se relacionan con los intereses de los indios.

 

De esta manera, el régimen del Imperio favoreció la corriente nacionalista, estableciendo un razonable equilibrio entre las necesidades de modernización y el cuidado en evitar que una reforma radical causase más perjuicios que beneficios, a criterio del propio Maximiliano y de sus consejeros. Algunos de éstos -como don Manuel Orozco y Berra y don José Fernando Ramírez- fueron mexicanos de la tendencia liberal que podríamos llamar maderada.

 

En correspondencia con los sustratos socioeconómicos y políticos que, no obstante la  Reforma, se conservaron vigentes todavía por mucho tiempo, las formas  populares del saber y de la conducta sólo se alteraron entre las clases alta y media que, por razón de su papel social y político, estaban en condicio­nes de asimilar las modas corrientes, especialmente las que la Revolución francesa y los restaurados imperios de Europa extendieran por América. En cambio, en la masa del pueblo predominaban las tradiciones externas -comida, indumentaria, muebles, habitación, fiestas, vida social- e internas -creencias, culto, religión, ideas morales, supersticiones-, que se habían formado en el crisol del mesti­zaje indoespañol. Tanto en su aspecto material como social, la vida en las campos de México poco había  cambiado desde la Independencia; en las ciudades, en cambio, se hizo más patente la huella de la guerra civil, la destrucción de muchos de los edificios coloniales, las iglesias militarmente ocupadas, cerradas al culto o destinadas a fines civiles, como colegios, bibliotecas y oficinas. Algunas se transformaron ampliamente, merced a la obra del gobierno imperial; en la capital de la República surgieron colonias nuevas, planea­das y construidas según el estilo francés, y paseos de lujo, entre ellos el que Maximiliano construyó desde Chapultepec hasta la glorieta del Paseo Nuevo, o de Bucareli, y que se llamó luego de "La Reforma". De las antiguas familias, varias se arruinaron, mientras que otras surgían con el prestigio de la obra nueva, a de su feliz relación con la corte imperial. Un marcado afrancesamiento se difundió entre la gente aristocrática y la clase media urbana, distinguiéndose los republicanos de los imperialistas por la modesta sobriedad de aquéllos y la completa elegancia de éstos.

 

La República restaurada y el Porfiriato (1867 – 1910).

 

El triunfo sobre los conservadores y los imperialistas consolidó el poder de los liberales -más bien positivistas- como partido, y ante toda el de Benito Juárez, quien en algunas ocasiones, sobrestimando la necesidad­ de actuar centralizadamente, prescindió de la democracia interna en el seno del partido y de los procedimientos constitucionales ante la nación. Asumió la máxima autoridad y, considerando que la paz era imprescindible para la obra de transformación y consolidación que el país necesitaba, trató de conservarla a toda costa. Con estas características, que se acentuaron sobre todo al final de su existencia, claramente se anticipaban las formas que el poder republicano tomaría durante las períodos siguientes. Por eso debe subrayarse la continuidad que representaban las dos etapas de la época, que podríamos llamar reconstruc­tiva: la República restaurada (1867 – 1876) y el Porfiriato (1876 - 1910).

 

Supuesto que con ese triunfo debía estimarse como terminada la reforma del Estado y establecidos definitivamente los marcos legales para proceder a  la obra de transformación más profunda del país, ya durante el go­bierno de Juárez se esbozan los principales capítulos o aspectos de dicha acción. Se adoptan las medidas financieras y de política económica que permitirán aprovechar mejor los ingresos del gobierna, tanto en su propio beneficio como en el de la nación, mediante la iniciación de las obras públicas y el control adecuado del comercio interna y externo; se protege a la iniciativa privada nacional o extranjera para que emprendan negocios prós­peros, de cuyas entidades emane el bienestar de los capitalistas y los trabajadores; se planean e inician las nuevas comunicaciones, especialmente de ferrocarriles, en las que se procura interesar los grandes recursos de las compañías internacionales, inglesas, francesas y norteamericanas; se proyecta la colonización de las zonas despobladas y la ocupación de los baldíos, y con ella el deslinde necesario; se organiza la administración pública de acuerdo con las normas técnicas de la propia Reforma; se integra el sistema de la educación pública con miras a lograr profesio­nales con nueva mentalidad respecto de los problemas nacionales; se busca la amistad de las naciones extranjeras sobre la base de que México es ya una nación moderna, digna del trato comprensivo de todas las demás, etc. Todo ello revela un estilo nuevo de la política, un espíritu público definido contra la tra­dición colonial, una profunda identificación de las tendencias reconstructivas con los intereses y las maneras de concebir el mundo, los valores y los sistemas sociales y políticos de la burguesía, clase social que actuaba tras el poder, o con él.

 

Mas no todas las circunstancias llegaron pronto a ser propicias para que el país se reconstruyese y los protagonistas de la revolu­ción liberal organizaran a la nación de la ma­nera que soñaban, ni menos aún para que los hombres de empresa pudiesen llevar a cabo su acción transformadora en condiciones fa­vorables para crear la prosperidad y las nue­vas formas de relación económica y social a que aspiraban. Estas tendencias encontraban poderosos obstáculos en las características generales en que el país se había desarrollado antes de la Independencia y en las que se ha­bían agudizado en el período de crisis anterior.

 

Los más importantes, que se relacionaban en­tre sí en una especie de círculo vicioso, fueron las formas de economía cerrada y autosufi­ciente, que tradicionalmente constituían las haciendas mexicanas y los cacicazgos antiguos o recientes, aún más desde que la Revolución y las vicisitudes políticas subsecuentes desquiciaron la minería y el comercio, y des­ligaron casi del todo al pueblo de sus relaciones económicas con el exterior; la deficiencia demográfica, tanto en el sentido de su inmovilidad por las condiciones socioeconómicas mencionadas como en el de su mala distribución y su insuficiencia. para extenderse y dominar nuevas fuentes de riqueza; la falta de preparación técnica para abordar las formas de la producción, que debía ser di­rigida, organizada y mecanizada; la inexis­tencia de mercados internos y externos, que absorbiesen una posible nueva producción; la falta de capitales privados, que se arries­gasen en nuevas empresas, y de pequeñas reservas de divisas para la adquisi­ción de los recursos necesarios con el fin de organizarlas, y la dificultad para conseguir empréstitos públicos o particulares con los cuales suplir aquella falta y fomentar la inver­sión en los nuevos proyectos. Todos estos problemas económicos eran las principales preocupaciones de los políticos y las clases in­fluyentes. A ellos habría que agregar las cues­tiones políticas, que estaban al frente, y las culturales, sociales y jurídicas, que se descu­brían más allá.

 

Aun cuando la ilustración y las primeras formas del liberalismo habían introduci­do las ideas igualitarias y la Revolución, es­pecialmente. por influjo de Hidalgo y de Morelos, había legislado en el sentido de la igualdad jurídica -aboliendo la esclavitud y los antiguos tributos, declarando solemnemente que todas las castas y clases tenían los mis­mos derechos y en consecuencia debían tra­tarse entre sí como iguales, revisando los derechos de los pueblos de indios sobre sus tierras, etc.-, las costumbres y preocupaciones discriminatorias, fundadas en los an­tiguos conceptos de rango, atribuciones y dignidades, entremezclados con distinciones culturales y económicas, continuaban vivas entre el pueblo, lo cual impedía que realmente se aplicasen las disposiciones de aquella época o las que a partir de 1855, al iniciarse la Re­forma, se fueron emitiendo con tal intención. Sólo después de la restauración de la Repú­blica se comenzó a cambiar el orden jurídico común mediante la expedición de leyes civiles particulares o códigos generales, como el Pe­nal y Civil, que habrían de permitir establecer en la práctica, por lo menos en caso de controversia judicial, la vigencia de los derechos individuales, con sentido de igualdad. Antes de la Reforma continuaban en vigor los an­tiguos códigos españoles que con frecuencia remitían hasta las leyes de Partida y al Fue­ro Juzgo, y más generalmente a la Novísi­ma Recopilación y a la Recopilación de Leyes de Indias, conformando los derechos, las obligaciones y, en consecuencia, las reclamaciones socioeconómicas en el estilo peculiar que tuvieran durante la colonia.

 

Las frecuentes sublevaciones y golpes de Estado de la época santanista y las guerras más generalizadas de Ayutla y la Re­forma agitaron ampliamente a la población y fueron factores que contribuyeron a acelerar el proceso de mestizaje, pero dejaron existente todavía por mucho tiempo ese cúmulo de circunstancias adversas a la igualdad moder­na que propugnaban los liberales y junto con ellos una parte del pueblo y toda la incipiente burguesía.

 

La desamortización de los bienes de cor­poraciones eclesiásticas y civiles, que se or­denó mediante la ley de 25 de junio de 1856, o ley Lerdo, perjudicó la posesión territorial de los pueblos que desde antes de la Conquis­ta y durante toda la época colonial, protegidos por la legislación de Indias, habían conser­vado la forma colectiva a consecuencia de su antigua organización dentro del clan, llamada "calpulli". Por diferentes procedimientos le­gales o ilegales, los españoles y los criollos lograron apoderarse de las tierras de aquéllos, en todo o en parte; pero muchos lograron retenerlas en aquella manera tradicional. Sin pensar en los efectos, la citada ley autori­zó la denuncia de dichas posesiones y su adjudicación a  particulares, del mismo modo que podían serlo las de los conventos, igle­sias o cualesquiera otras corporaciones no expresamente excluidas por tal disposición.

 

Aunque con posterioridad,  en virtud  del clamor que alcanzaron los votos particula­res de Ponciano Arriaga y otros ilustres representantes en el Congreso constituyente de 1856, se evitó, por medios administrativos, conceder a los particulares el derecho que la ley amparaba, en la mayoría de los casos no pudo eludirse el despojo, cayendo las tierras comunales en manos de los viejos o nuevos latifundistas, liberales o no, y agra­vándose la  situación  de los naturales que, necesitados de sustento, trabajaban como peones en las haciendas o como obreros en las minas, los ingenios, las tiendas y las in­dustrias. Preocupados por la reorganización del Estado, que consideraban primordial, y dominados por la concepción abstracta de la libertad y los derechos individuales, los hom­bres de la Reforma no siempre vieron con claridad el fondo de los grandes problemas nacionales ni el hecho de que su política, fielmente individualista, rompía situaciones y tradiciones tal vez valiosas para constituir un sistema social en  el que un mínimo de seguridad impidiese a los hombres de la vie­ja cultura sufrir los embates del desarrollo económico a la manera occidental.

 

Mucho de ello hay también en la forma como la República restaurada atacó el pro­blema de las tierras baldías y las que estaban por colonizar. Imitando sistemas extraños, los gobiernos de la época autorizaron la crea­ción de compañías constituidas con capital privado para que precisaran los límites de los derechos adquiridos a cambio de una parti­cipación en las tierras propiedad de la nación. Movidas por este interés, dichas empresas ­se excedieron casi siempre en sus funciones, incluyendo en los deslindes tierras que debieron conservarse dentro de  las  antiguas posesiones de los pueblos; por medio de ilegales argucias, los particulares que las componían, a quienes en última instancia se adjudicaban, se apoderaban de las que normalmente debieron quedar en manos del Estado. Ellos mis­mos planeaban su colonización y las ocupa­ban. De esta manera se originó un gran trá­fico de propiedades que fueron poco a poco convertidas en grandes latifundios, algunos de los cuales abarcaban fracciones de uno o varios estados federales. Los labradores que las habitaban anteriormente quedaban em­pleados como gañanes dentro de las haciendas por sus nuevos dueños, operándose así un cambio radical en su posición social, pues de antiguos propietarios pasaban a aumentar el número de los peones acasillados, viviendo en las inhumanas condiciones de éstos.

 

La institución de la gañanía o peonaje estipulaba que los trabajadores del campo, generalmente de origen indio o mestizo, debían permanecer dentro de las tierras del amo sin poder emigrar, en virtud del derecho de retención por las deudas adquiridas mediante anticipos, prolongadas en razón del crédito que se les daría en las “tiendas de raya” y heredables por sus hijos. La institución de la gañanía existía en México desde principios de la época colonial, pero se había desarrollado sobre todo en el  siglo XVIII, en razón de las preferencias de los hacendados respecto de otras formas de usufructo de la mano de obra. Salvo los intentos de Hidalgo, Morelos y algún otro de los caudillos del movimiento insurgente, quienes, bajo el influjo del socialismo utópico, pretendieron restau­rar la que juzgaban legítima unidad de la tierra y la producción en manos de sus anti­guos señores, los indios y mestizos, tal forma socioeconómica no se alteró en las épocas siguientes. Ello se debió, indudablemente, a la complejidad del fenómeno, en que se esti­maban comprometido a los intereses básicos de la sociedad, y a la crisis ideológica que se produjo por el advenimiento del individua­lismo, el cual planteó y resolvió este tipo de problemas de una manera. totalmente distinta.

 

Durante la Reforma, hombres tales como Arriaga, Ignacio Ramírez, Isidoro Olvera, Vallarta y Lafragua denunciaron airadamen­te las implicaciones inhumanas y de injusticia histórica de este sistema y hablaron con bastante claridad de la necesidad de una reforma agraria que remediara la situación de los peones, considerándolos con derecho a la tierra y al fruto de su trabajo. El individua­lismo, dijeron, era una rémora al efectivo pro­greso de la nación en el sentido supuesto por el liberalismo y la concepción burguesa de la. sociedad, puesto que la Reforma significaría llevar al campo los mismos proyectos que se deseaba introducir en la industria, el comercio y la minería. En aquel entonces la mayor fuerza social del país estaba aun en manos de los terratenientes y a ella se encontraban ligados estrechamente los  principales grupos políticos; por su parte, la incipien­te burguesía limitaba sus miras a establecer condiciones favorables al desenvolvimien­to de las comunicaciones, el comercio, la minería y la industria, y a defenderse del mayor peligro que representaba la afluencia de capital extranjero, fomentada ya activamente por los gobiernos de la República en el período de su restauración. A todo esto se debe tal vez el que aquellas denuncias y propo­siciones, no obstante su patetismo y fuerza de convicción, fueran superadas por la corriente impetuosa de otro tipo de planteamientos y soluciones. Sin embargo, es importante dejar bien sentado que ellas fueron de nuevo invocadas cuando, tras continuar el sentido de la evolución y producirse todos sus frutos, acentuándose las diferencias en las minas, las ciudades, las zonas semiindustrializadas, las nuevas comunicaciones y la situación del campo, se agravaron las contradicciones e injusticias y estalló la revolución, que dio al traste con todo este orden, que culmina en la época de Porfirio Díaz.

 

Desde el tiempo de Juárez, quien, como se recordará, fue presidente hasta su muerte, en 1872, se consideró necesario acudir a las inversiones extranjeras para emprender las grandes obras de industrialización y comunicaciones precisas para activar el desarrollo de la nación. Los capitales del país no eran suficientes. ­Con ayuda exterior comenzaron a construirse los primeros ferrocarriles y se cedió la explotación de algunas minas a compa­ñías extranjeras. Las inversiones particulares procedían principalmente de Inglaterra, Fran­cia y los Estados Unidos.

 

Don Sebastián Lerdo de Tejada, quien ocupó la presidencia al desaparecer Juárez, siguió la misma política en términos genera­les, pero, estimando grave el peligro de caer bajo la estrecha influencia de Estados Uni­dos, prefirió recurrir a la de los países eu­ropeos.

 

Cada vez más fuerte y ominosa pareció a la burguesía nacional y a los terratenientes la admisión de las inversiones extranjeras.

 

La política oficial las creía, en cambió, absolutamente necesarias. En virtud de ello, con frecuencia se originaron conflictos de fondo, a cuyo estudio habría que acudir para ex­plicar la inestabilidad política. Desde esa época aparece una tendencia nacionalista que se opone a la extranjerización, asumiendo la representación de los intereses propios. La unión de estas actitudes con las de carácter cultural inaugura una corriente espiritual adversa al afrancesamiento, que matiza aún la vida de las clases acomodadas, en tanto que entre los intelectuales menos relacionados con ellas y más cercanos al influjo del pueblo existe una preocupación por el estudio de la situación socioeconómica y cultural de aquél y por expresar y dar valor a sus creaciones. A consecuencia de esto, particularmente la novela y el periodismo, y en menor escala la poesía, se orientan hacia el lado popular, al mismo tiempo que comienzan a adoptar las formas del modernismo.

 

En el aspecto cultural también es impor­tante señalar la influencia, cada vez mayor, que tienen ciencias sociales como la econo­mía, la sociología, la etnología y la historia en el sistema de la enseñanza y la investiga­ción, ampliando la preponderancia del posi­tivismo y orientándolo cada vez más hacia el estudio de los temas internos de la nación.

 

Con ello se prepara en este campo el adveni­miento de una distinta dirección intelectual.

 

Las vicisitudes políticas de la República restaurada se relacionan con las circunstan­cias económicas, sociales y culturales ya ana­lizadas, y con el precedente establecido por Juárez. Este, por celo ideológico y por te­mor de que la República volviese al desorden, excluyó de su grupo político a los más radi­cales, concedió la amnistía a muchos de los conservadores y los colocó dentro de su gobierno, oponiéndose a la renovación demo­crática de éste. Las candidaturas presidencia­les de Lerdo y Díaz, que alternaron con la suya, fueron aplastadas al igual que algunos movimientos militares organizados con la mira de contrarrestar al poder ejecutivo el poderoso centralismo y el sostenimiento de los demás poderes. Surgió la bandera del an­tirreeleccionismo, pero fracasó la rebelión de La Noria que la sostenía, encabezada por Porfirio Díaz. Sólo la muerte derrotó al más sagaz, firme y eficaz estadista que México ha tenido y sin el cual la Reforma, la Constitución democrática y la propia República qui­zás hubiesen sucumbido.

 

Al fallecimiento de Juárez ocupó la pre­sidencia Lerdo de Tejada, primero interina y después  constitucionalmente. Gobernó hasta 1876, en que la oposición de José María Iglesias y la más popular y fuerte de Díaz contra la reelección lo vencieron, haciendo triunfar la revolución de Tuxtepec, que llevó al poder a este último, quien se mantuvo hasta 1911. E1 período de Manuel González, entre 1880 y 1884, sólo fue una pausa para que el futuro dictador reafirmara su influencia, asimilare a todos los antiguos oposicionistas y se pre­sentare ante la nación como la más firme esperanza de consolidación de los beneficios políticos, jurídicos, económicos y sociales, comúnmente obtenidos, de acuerdo con las tendencias y opiniones predominantes.

 

La mayor parte del pueblo, y especialmente la burguesía y la clase media, reno­varon su fe en las ventajas del camino esco­gido, en que la  paz, el orden y una libertad regulada y dirigida prevalecerían, pudiendo reanudarse en firme la marcha hacia el progreso –entendido, ante todo, como crecimiento económico,  acceso a los bienes de la civili­zación moderna, a los valores de la cultura occidental, según su estado actual, y en pa­rangón constante con la situación de los países avanzados-. Después fue fácil a Díaz -siempre encumbrado por las glorias militares que había obtenido durante la Reforma y la guerra contra el invasor extranjero- conser­var el poder ante el grupo que desde entonces lo reconoció como jefe político y ante todos los que bajamente interesados o creyendo en él como caudillo lo juzgaban necesario para alcanzar los fines propuestos, realizando una obra que cayó sobre la anterior experiencia del pueblo como algo inesperado y apenas imaginado, no obstante los primeros atisbos alcanzados durante las épocas de Juárez y Lerdo de Tejada.

 

Por mucho tiempo, la nación entera vi­vió sorprendida por los pasos efectivos y co­tidianos del progreso, al cual no podían me­nos que adherirse todos los ciudadanos, sea porque les tocaba realmente el efecto posi­tivo de los frutos económicos, sociales o cul­turales, sea porque a lo menos quedaban en­vueltos en la magia de la emoción y de las palabras de un mundo desconcertante y des­conocido. Impresionado, casi anonadado, el pueblo bajo, siempre más numeroso que los estratos bien o mejor acomodados, no advir­tió entonces que el progreso beneficiaría sólo a éstos; que las libertades se limitarían, para más tarde desaparecer; que sus necesidades primarias, más que resolverse, se agravarían; que la democracia, ahora resonante entre los hombres del gobierno, terminaría por ser invocada en su contra, y que la paz, amablemente deseada como medio de tranquilidad y concordia, se convertiría en la cueva del odio, en donde la impotencia lucharía diariamente contra la soberbia.

 

El aspecto positivo de la obra porfirista consiste en el progreso material y económico, sin precedentes en toda la historia anterior de la nación independiente. El crecimiento lo­grado benefició a las comunicaciones, la minería, las industrias extractivas y textiles, el petróleo, la agricultura de exportación, la cir­culación de la moneda, el comercio, las obras públicas y las artesanías. Fue, en definitiva, la iniciación de la verdadera era capitalista en nuestro medio, tan esperada por la bur­guesía; puramente teórica en las etapas an­teriores, no fue todavía para su bien exclusi­vo, puesto que la política económica de Díaz, siguiendo las pautas necesarias establecidas con anterioridad, admitió la vasta y profunda penetración de los recursos extranjeros como base de la prosperidad económica. El capita­lismo nacional se favoreció secundariamente, sobre todo por repercusión de los efectos del progreso industrial, puesto que en su ma­yor parte estaba tradicionalmente abocado a la agricultura, y ésta también cayó en gran parte en manos extranjeras. Hubo, pues, un defecto antinacional en el nacimiento de la economía contemporánea mexicana, honda­mente perjudicial para el desarrollo de las propias fuerzas.

 

A consecuencia del desenvolvimiento económico se produjo también la transfor­mación material y social. En relación con el primero aparecen las zonas industrializadas, fuera y dentro de las ciudades, y una nueva actividad urbanística, mucho más amplia que en épocas anteriores, porque el círculo de los efectos económicos, mediante la extensión de las comunicaciones, alcanzó a núcleos de población en regiones localizadas fuera de la pequeña área alterada en etapas precedentes. El espíritu de esta transformación era nuevo, puesto que se inspiraba fundamentalmente en las necesidades de la inversión, de la or­ganización e intensificación de la producción capitalista. Por consiguiente se enfocó de manera principal a la realización de obras técnicas: oficinas de administración, fábricas, puentes, acueductos, electrificación, agua potable, arterias urbanas, ferrocarriles, puertos, caminos, carreteras, institutos de investiga­ción y enseñanza, escuelas, colonias resi­denciales, separadas entre sí para la nueva aristocracia, la clase media y el proletariado, etcétera. Más que estético, el estilo debía ser práctico o, como hoy se dice, funcional.

 

La apariencia externa de estas obras  se resolvió convencionalmente en una  especie de neoclasicismo, o más bien, academicismo, sin el calor y vuelos líricos del arte del si­glo XVIII, de la Independencia o de la etapa inmediatamente siguiente. En otros aspectos, el gusto del Imperio francés se prolongó muy degenerado en las formas de la decora­ción interna y de los muebles, falsificados con suma frecuencia, en tanto que en el seno de las familias adineradas se conservan joyas artísticas de todas las épocas. Son, en cam­bio, muy ricas las artesanías nacionales, fomentadas por la extensión de la demanda, las cuales continúan las líneas del gusto tradicio­nal mexicano, hecho de mestizaje y al que, por lo general, repelen las influencias extrañas. Sin embargo, hay también artistas y ar­tesanos mexicanos que crean, dentro de los estilos aristocráticos predominantes, magní­ficas obras de orfebrería y platería, muebles y adornos, que ocupan digno lugar al lado de los importados. Esto es particularmente no­table en la pintura y el grabado, que a veces se relacionan con las escuelas europeas anteriores y otras se ajustan al criterio de las escuelas naturalistas, realistas y académicas procedentes de Francia.

 

En lo social, el Porfiriato favoreció direc­ta o indirectamente a la burguesía liberal, que venía luchando en el poder o tras él desde la Reforma, e igualmente a la clase media burocrática, militar o intelectual, y al más fuerte caciquismo rural, con los que era necesario contar por razones económicas, técnicas y políticas. En condiciones diferentes a las del período crítico, el nuevo régimen perfec­cionó la obra de conciliación entre 1a aristocracia conservadora y la revolucionaria, to­mando como base la intocabilidad de la for­ma política a cambio de un trato equitativo y proporcional en los aspectos económico y social. Esta parta de la estructura socioeconó­mica se ajustó bien a la política, cada vez más sólidamente organizada por el grupo por­firista, compuesto por la vieja generación liberal y la nueva, adherida con suma habilidad al régimen por medio de la aportación a la cultura técnica y científica en su perspectiva más reciente. Mejor conjuntado que cualquier otro, este grupo fue el poder tras el reino, en cuyas manos vino a caer incluso la política personal del dictador. En el fondo se trata de una oligarquía de los llamados científicos, entre los cuales figuraron los más notables personajes de la política, que lo eran al mismo tiempo de la agricultura, la industria, la banca y el comercio.

 

En este sentido, Porfirio Díaz no fue más que el punto de enlace entre esta oligarquía, el caciquismo y la burguesía internacional.

 

Aun con sus apéndices de burocracia, intelectualidad, ejército y caciquismo, pilares de la dictadura, la sociedad de la era porfirista era una minoría frente a la indiada, como entonces casi siempre se decía, frente a la peonada, la nueva clase obrera, y la plebe depauperada de las ciudades. Entre esta inmensa mayoría del pueblo se agitaban pro­blemas muy viejos y otros nuevos. Algunos, como la situación de los gañanes, podrían relacionarse con la época colonial, incluso con la prehispánica, puesto que en varios aspectos culturales y espirituales, el peón y el obrero no eran más que el indio semiaculturado, que conservaba la mentalidad mágica y las formas naturalistas de la fe, por ejemplo. Otros eran fruto inmediato de las formas industriales de producción, introducidas o intensificadas por la política porfirista. A ellas se debe principalmente la aparición de una clase obrera, calificada en forma rudimenta­ria, que vino a ser nuevo factor, a propósito del cual se produjeron fenómenos sociales, ideológicos y políticos que no estuvieron presentes antes.

 

El progreso de la época no favoreció a todos estos viejos o nuevos estamentos. Por el contrario, la conversión de los indígenas de la comunidad en gañanes, por ejemplo, conti­nuó al mismo ritmo que las Compañías Deslindadoras y Colonizadoras, prohijadas por el régimen, se multiplicaron y prosiguieron los trabajos de apoderarse de las tierras baldías y ­en muchos casos de las de los pueblos consti­tuidos.

 

El latifundismo tuvo su mayor desarrollo, lo que implicaba enormes extensiones en su mayor parte improductivas, sobre todo cuando se trataba de propietarios nacionales sin suficiente capital para inversión y reorganización de la producción. En ellas se mantuvo el mismo sistema de trabajo y producción que tenían desde la Independencia, o an­tes. De igual manera, las deudas, la pobreza familiar, la incultura, la indefensión y la esclavitud social de los peones.

 

El proletariado industrial, empleado por los particulares, principalmente extranjeros, o por el Estado mismo, nacía desamparado. Ninguna garantía se había previsto para protegerlo y en todo dependía de sus patronos, quienes le imponían las formas y condiciones de su trabajo, de su salario, de su jornada, de sus prestaciones. La miseria, la insalubri­dad, la promiscuidad y la ignorancia reinaban en él como en los peones rurales, agravadas por la improvisación, la arbitrariedad y la imprevisión con que se conducían las fábricas, talleres, almacenes, obras, minas o ingenios, y por las consecuencias del maquinismo.

 

Complementando esta situación, si bien el salario nominal y real tendió tal vez al alza por efecto del crecimiento de las inversiones, otros factores contrarrestaban la posi­bilidad de la ocupación, también en aumen­to. Circunstancias adversas procedían de la fuerte competencia por el empleo, agravada por la concentración demográfica en las ciudades y zonas industriales y por la falta de cualificación de la mano de obra. Libres para actuar a satisfacción de su egoísmo, los empresarios industriales, agrícolas y mercanti­les no habían de tolerar la baja de sus ganancias a costa del aumento proporcional de los salarios. Fuerzas inflacionistas procedían de las esferas financieras y actuaban sobre el descenso del valor de la plata, mantenida en buena paridad en otras ocasiones. Los precios tendían a subir por esta causa. Y en estas condiciones, lo que arriba era prosperi­dad y progreso, abajo era empobrecimiento. De lo profundo del desajuste económico sur­girían las fuerzas de la conspiración y la rebeldía.

 

A todas las clases populares afectaba una profunda inadaptación ante el formidable avance técnico y económico, la cual no sólo limitaba y perturbaba a éste, poniéndolo en peligro de una crisis financiera que al fin sobrevino, sino que también las dañaba toda­vía más, pues no les permitía asimilar el progreso como beneficio efectivo. Tal falta de adecuación era universal, porque se debía a profundos desajustes en la evolución histórica de toda la nación, que, de un pasado con distinto espíritu, diferente mentalidad y diversas instituciones, saltaba o, más bien, era alcanzada por una etapa a la que otros pueblos del mundo habían llegado paulati­namente tras largos siglos de preparación. El factor más importante de esta inadaptación consistía en la falta de una educación apropiada. Desde la consumación de la Independencia hasta entonces, la instrucción ha­bía tenido un carácter aristocrático, no obs­tante los esporádicos esfuerzos realizados para llevarla a la base del pueblo. Con todas sus pretensiones cientificistas y liberal-democráticas, o quizá por ellas mismas, puesto que suponían el clásico "dejar pasar, dejar ha­cer", la educación de la era juarista y del período lerdista sólo había llegado a las clases acomodadas. El Porfiriato consolidó y reafir­mó esta tendencia sin cuidarse del crecimiento demográfico ni de los efectos espiritualmente perniciosos del nuevo capitalismo in­dustrial y maquinista. En cambio, del puro contraste tenía que nacer una actitud, una sensibilidad fácil a la explosión revolucionaria.

 

En síntesis, los efectos morales de la rela­ción socioeconómica constituyeron un empeoramiento de los conflictos personales entre los individuos que componían los diversos estratos de la población. Ellos fueron haciéndose cada vez más acerbos a medida que las autoridades y la burocracia, por egoísmo defensivo y por servilismo hacia los poderosos, se mostraron más y más indiferentes hacia las clases inferiores, no sólo no defendiéndolas en los casos justificados, sino aban­donándolas al atropello de sus explotadores directos y hostilizándolas con crueldad. En el campo, en donde se delegaba el poder público o se robustecía el puramente social mediante el "amiguismo" y el "compadrazgo", se había roto la tradición patriarcal, caracte­rística en otras épocas del régimen de las haciendas; el abuso de autoridad y la tiranía de los amos se acentuaron en perjuicio de las familias de los peones, que con frecuencia sufrían toda clase de vejaciones, lo mismo en sus personas que en sus bienes. En las en los talleres, en las construcciones, en las tiendas y en los demás centros de población bajo el influjo de las formas de industrialización, a los malos tratos de los patronos, que se consideraban con derecho a todo sobre sus trabajadores, se agregaban el terrible problema de la desorganización fa­miliar, el relajamiento de las costumbres entre padres, madres e hijos, y toda la secuela de efectos disolventes derivados de las necesidades de trabajo de sus componentes y de la conversión cultural de los elementos rurales, que emigraban a las ciudades atraí­dos por el mejoramiento económico.

 

Un complejo de arrogancia, cuando no de crueldad, se desarrolló entre los poderosos y una replica de conspiración y venganza en­tre los impotentes, que no encontraban salida natural -social, política, espiritual- a sus sufrimientos y humillaciones. Sobre todo en su etapa final, el México del Porfiriato presenta el espectáculo paradójico de una dictadura que resiste, como un gran dique, la marca creciente de la indignación y la anarquía, las cuales se levantan desde el fondo y toman a veces la forma de crímenes aparentemente inexplicables, pero que no son más que el resultado del desajuste social y político.

 

En este último aspecto, el régimen creado a la sombra de Porfirio evolucionó de las promesas democráticas y antirreeleccionis­tas y de una momentánea tendencia a la ar­monización de los diversos grupos a una oligarquía dictatorial, apoyada exclusivamente en los intereses del caciquismo rural y de la alta burguesía industrial y financiera, opuesta a la influencia de otros elementos y contraria a la realización de aquellos principios. Pronto éstos fueron desechados y negados mediante la reforma de la Constitución. Se creó un mecanismo de manipulación política que sólo tenía en cuenta el amiguismo y el compadraz­go, en cuanto fuesen eficientes para conser­var el poder económico, social y político, excluyente de un verdadero ejercicio democrático. En adelante no sólo no se dejó al pueblo expresar libremente su opinión y su voluntad, sino que se impidió a las nuevas generaciones, de manera especial a las proce­dentes de las capas inferiores, de la clase me­dia, de la pequeña burguesía y de la burgue­sía nacionalista, no ligadas de antemano a los influyentes y a los partidos políticos que comenzaron a formarse con intenciones de re­novar el ambiente, que realmente participasen en la vida pública. La autoridad central y la experiencia del presidente Díaz se hicieron indispensables; por eso se le aduló de manera constante. En realidad, más bien se le usó como un instrumento para garantizar la per­petuación de las posiciones sociales y políti­cas. Se reformó la Constitución para poderlo reelegir indefinidamente y se amplió el  perío­do presidencial a seis años con semejante pro­pósito.

 

Todo tendía a solidificar la dictadura, pero como respuesta se recrudecía el senti­miento adverso. Y entonces, al comenzar a sentirse el peligro de la crítica y la libertad civil en todos sus aspectos, el presidente Díaz y la oligarquía recurrieron a la franca persecución de los disidentes, de las opiniones e ideas peligrosas, de la prensa inconfor­mista y de las asociaciones de resistencia, y a la represión violenta de los conatos de liberación que empezaron a surgir por todas par­tes. De esta manera, la Constitución y las garantías personales y sociales en ella conte­nidas fueron constantemente conculcadas, y la justicia concreta, sistemáticamente tergiversada y denegada. La Constitución polí­tica de la República, que tanto esfuerzo y sangre habían costado a la nación entera, y de la cual los viejos liberales se mostraron siempre orgullosos, prácticamente quedó anu­lada.

 

La dictadura era incontrovertible, puesto que representaba un orden de intereses económicos y sociales perfectamente definidos y consolidados, y además contaba con un ejército modernizado, a la manera de la época, bien armado, con cuadros técnicos y profesio­nales, y una masa numerosa de clases infe­riores, constantemente alimentada con aque­llos individuos a quienes se incorporaba por medio de la "leva" o reclutamiento forzo­so. Esta institución servía para reprimir los desórdenes y castigar a los campesinos o proletarios que intentaban rebelarse contra sus patronos o las autoridades.

 

Al amparo de esta situación nacional, las formas del antiguo régimen colonial reaparecieron o tomaron nueva vida. Tales fueron, por ejemplo, los trabajos forzados en calidad de pena civil o política, la semiservidumbre de los peones o la encubierta esclavitud de algunos que, como los trabajadores de la selva tropical o los indígenas de Yucatán, fueron vendidos y comprados como mer­cancías. En otras regiones, el despojo de sus bienes, los malos tratos que recibían en las haciendas y la coacción ejercida para que aceptasen la imposición política, motivos que se aunaban a la tradición de viejos odios ra­ciales, provocaron la rebelión de muchos gru­pos de indios, que siempre fue contrarresta­da sin consideración, con lujo de fuerza. De este tipo fueron las sublevaciones de los yaquis y mayos en Sonora o la de las co­munidades de Tamazunchale, en San  Luis Potosí. La existencia de estas situaciones contrastaba con la reputación de civilizada que la nación alcanzó en el extranjero me­diante la propaganda hecha por Díaz de su gobierno y de su obra.

 

Si se tiene en cuenta que durante toda la era porfirista fueron constantes los intentos de golpes militares y las alteraciones de ori­gen económico y social como las que acaban de mencionarse, no puede aceptarse sin críti­ca la apariencia de paz y progreso de que se hacía ostentación y, en cambio, debe  obser­varse que los conflictos más recientes, como la asonada de Las Vacas y las huelgas obreras de Cananea y Río Blanco, que comúnmente se invocan como los antecedentes in­mediatos de la Revolución de 1910, salvo ciertas novedades sociológicas, no fueron más que la culminación de un descontento cada vez más general y dispuesto a manifes­tarse, y la Revolución, la universalización activa de tal inconformidad.

 

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106.            El arte en México de fines del siglo XIX a inicios del XX.

 

En el transcurso de los últimos anos de la primera mitad del siglo XIX intelectuales de grandes dotes, que actuaban en la política del país, promueven los recursos que a su enten­der vitalizarían en México las bellas artes.

 

Los ministros de Estado Manuel Baranda e Ignacio Trigueros, a instancias de Javier Echeverría y Bernardo Couto, se encargan de que la extinguida Real Academia de San Car­los adquiera de nuevo la importancia que mo­tivó su fundación; como primera medida se aprueban en 1843 nuevos estatutos y se le destinan los beneficios que resulten de admi­nistrar la nueva lotería de San Carlos.

 

Poco tiempo después Javier Echeverría, Bernardo Couto, Juan M. Flores, Joaquín Ve­lázquez de León y otros entusiastas ciudadanos asumen el cargo de funcionarios de la jun­ta de gobierno de la antigua Real Academia de San Carlos, que se llamó Academia de San Carlos de México.

 

La Academia de San Carlos era por en­tonces la única maltrecha y empobrecida superviviente de las instituciones de arte surgi­das en México al finalizar el siglo XVIII.

 

A pesar de sus limitados alcances -des­pués de las abnegadas gestiones de Rafael Ximeno y Planes y de Miguel Mata, contaba sólo con unos cuantos cuartos mal ilumina­dos y bodegas repletas con las valiosas repro­ducciones de lo clásicos- permaneció funcionando como escuela de dibujo para tan pocos alumnos que el publico en general y los his­toriadores dan oficialmente por suprimida la Academia, que tan brillantemente naciera hacía poco más de cincuenta años.

 

En poco tiempo la reconocida habilidad de Bernardo Cauto y de Javier Echeverría permiten dotar a la renaciente institución de un edificio propio, adquiriéndose el predio en el que se había instalado provisionalmen­te. Se remunera a los profesores que estaban a cargo de las clases de dibujo y se incorporan a la enseñanza excelentes maestros seleccio­nados en Europa.

 

Sin duda existían en México buenos artistas, formados de entre los que recibieron las primeras lecciones de dibujo en la liberal docencia de la Academia, pero carecían de sistema de enseñanza y se dedicaban en ex­ceso a tareas de índole artesanal o comercial; el paso por México de artistas extranjeros, con más o menos dotes pictóricas, poco influyó en el ánimo del artista mexicano. Si bien se realizaron obras importantes desde el punto de vista anecdótico y artístico, se guardaron cuidadosamente como joyas de colección y se produjeron respondiendo al interés que un país exótico despertaba en los mercados europeos. Luis de Gros y Moritz Rugendas, pintores muy completos, no dejaron ninguna escuela ni adelanto en la formación de los artistas mexicanos de la época.

 

Los maestros que llegan para actualizar la Academia en 1846, el pintor Pelegrín Cla­vé y el escultor Manuel Vilar, opinan, con toda razón, que no existe en México una escuela propia; no obstante, Vilar reconoce certeramente tres cualidades: "La buena disposición de los del país para las artes.... son muy indolentes... y la gran pasión que tienen al color, hasta pintar las pocas figuras que tienen de mármol".

 

Ambos maestros representaban movi­mientos artísticos, basados en una sólida for­mación técnica, que provenían tanto de la reacción neoclásica contra el barroco, como de la tendencia a recuperar la pureza de princi­pios estéticos, que aparentemente se habían perdido durante el Renacimiento.

 

La escultura.

 

Es Manuel Vilar, dotado de genio organi­zador, quien lleva a la práctica los planes de resurgimiento de la Academia.

 

Con talento, construye salones y prepara los medios para que se estudie a nivel de las mejores academias de la época. "Esta Acade­mia es única en el mundo", dice Vilar con el mismo entusiasmo con que proyecta obras de arquitectura para la misma Academia.

 

Por desgracia no llegaron a realizarse los bocetos de Vilar. Se hubiera repetido el caso de su antecesor, el arquitecto-escultor valen­ciano Tolsá, autor del último palacio barroco que curiosamente realizó con pretensiones de purismo neoclásico.

 

Vilar asienta con firmeza los planes de es­tudios de los nuevos escultores. Orienta a los discípulos, fiel a sus ideales estéticos, con las obras que realiza "con esa contención y senti­mientos característicos de la escuela purista", según refiere el crítico de arte Salvador Moreno en su monografía sobre el escultor catalán, agregando: “la presencia de Vilar en México fue providencial”, ya que la época requería medios para formar artistas y se facilitaban recursos para instruirlos.

 

Manuel Vilar por su obra y su fructífera docencia representa en el arte mexicano del siglo XIX el papel de fundador de una escue­la, en la cual se contienen la ciencia de la escultura y los recursos intelectuales de la época y de la cual surgen nuevas generaciones de artistas.

 

El escultor catalán, con toda la solidez de su preparación, plasma por primera vez en el arte mexicano las figuras de héroes nacionales. Moctezuma Xocoyotzin, Tlahuicole, Miguel Hidalgo, Iturbide, etc., surgen en la forma que pudo darles por los conocimientos históricos y los ideales estéticos del momento, captados por un artista sensible y entregado totalmente a su vocación.

 

Muchas más fueron sus obras, retratos tallados en mármol como el de Javier Echeve­rría, y en yeso como los de Manuel Díez de Bonilla, Francisco Sánchez de Tagle, Lucas Alamán y Bernardo Couto. Sus obras más conocidas son la escultura del monumento a Cristóbal Colón –“Ramón Rodríguez Arrangoiti (arquitecto destacado que estudió en Roma y París) consideraba la escultura de Vilar suprema en su género y verdadera obra de arte”-, y el "Tlahuicole", homenaje a un héroe indígena, que se equipara con las figuras de la antigüedad clásica, pues “jamás ningún artista del país había intentado tomar como fuente de inspiración un hecho histórico nacional, y menos aún prehispánico”.

 

Con esta admirable escultura, alarde de perfección técnica, se pone de manifiesto un nuevo sentido  del arte: el ser humano ideali­zado a partir de su propia naturaleza, logrando ensimismar el mestizaje étnico y cultural del país. En los rasgos noblemente indígenas hay un acento de hispanidad que hace pensar en una nueva raza. En el bravo rostro del taxcalteca aparece sutilmente la fisonomía del propio Vilar. Destinadas al bronce ambas esculturas no fueron fundidas en tiempos del maestro catalán.

 

El Cristóbal Colón, terminado en 1858, se fundió en bronce en 1892, para ser colo­cado en un modesto monumento, obra del arquitecto Agea, en la Plaza de Buenavista.

 

Tlahuicole, modelado y vaciado en yeso en 1851, se funde en 1967, obteniéndose dos ejemplares, uno para la Universidad Nacional Autónoma de México y otro para el Instituto Nacional de Bellas Artes.

 

En su calidad de maestro, Vilar dejó una generación de artistas, notables todos por el conocimiento de su arte y consiguiente seguridad en el manejo de las formas y proporciones. Sin embargo, se advierte que no impuso moldes preconcebidos en lo que se refiere a la intención o estilo intelectual de ellos. Así al Vilar que introduce en la historia de la plástica mexicana la inspiración basada en los valores nacionales, solamente le sigue el más joven de los veintiún alumnos directos de Vilar que menciona Salvador Moreno: Miguel Noreña, que plasma temas históricos con motivos indígenas.

 

Su estatua de Cuauhtémoc, que se levanta en el monumento del Paseo de la Reforma de la Ciudad de México, representa una de las más importantes esculturas mexicanas del siglo XIX. La elegante firmeza con que se modela la figura del  último emperador azteca y los ropajes plegados por la energía del mo­vimiento revelan a un maestro en la solución de un problema de arte monumental, "en conjunto la figura toda resulta majestuosa y mo­numental en su concepción y proporciones. No produjo nada mejor la Academia; basa­mento y estatua son la cúspide artística del indigenismo académico del siglo XIX”.

 

Otros discípulos suyos fueron: Felipe Sojo, a quien se deben los mejores retratos de los personajes de la época, el busto en bronce de Maximiliano de Habsburgo, obra delicada en la cual el metal revela "la emo­ción del artista frente al modelo", y los bustos en mármol de Maximiliano y Carlota labrados entre 1865 y 1866; Juan Bellido, con nume­rosas figuras religiosas; Martín Soriano, que cincela la primera escultura de gran tamaño en mármol de Carrara: el San Lucas para la Escuela Nacional de Medicina, obra que des­pierta un vivo interés y es motivo para que los críticos de arte de la época definan apasio­nadas teorías estéticas; Felipe Valero, pen­sionado en Roma en 1850, Tomás Pérez, compañero de Valero en Roma, y Luis Paredes que producen figuras mitológicas, santos y políticos según su propia inspiración o la de los escasos mecenas no muy espléndidos que les encargaban figuras de ornato. Estos ornatos para arquitecturas rígidas, esquemáticas y con muchas limitaciones pretendían seguir los proyectos, magníficamente burilados y editados por Giuseppe Vallardi, de obras de Valladier o de Servandoni.

 

Se ha señalado a Noreña como el con­tinuador de Vilar en el contenido temático, pero sin duda es también con las enseñanzas de Enrique Alciatti, escultor italiano contem­poráneo de Noreña, que se mantiene el ejercicio de la enseñanza y técnica de la escultu­ra académica y se forman nuevas generaciones de escultores, cuyos conocimientos les permi­ten el dominio del dibujo y del modelado y, en la medida que podían ponderarse en México, captar nuevas corrientes estéticas. "Desde Gabriel Guerra hasta Enrique Guerra, homónimos de apellido, pero a muchos años de dis­tancia el uno del otro, la historia del arte en la escultura universal..., se precipita, como por una pendiente, del academicismo extremado al efímero Art Nouveau."

 

Gabriel Guerra, cuyas pequeñas figuras gozan del lirismo y minuciosidad de las esta­tuillas del antiguo Tlaquepaque, perfecciona sus conocimientos bajo la dirección del maes­tro Noreña y llega a ser un artista representa­tivo del "esteticismo romántico"; es también uno de los mejores estatuarios de figuras femeninas, cuyas delicadas formas recuerdan los modelos clásicos griegos y romanos.

 

La cultura francesa había trascendido a México a partir del último tercio del siglo XVIII. Manuel Tolsá recuerda, en su fa­mosa estatua de Carlos IV, la escultura ecues­tre de Luis XIV que se erigiera en la plaza de Luis el Grande en París. Como arquitecto, en los detalles de terminación de la catedral de México modela con sentido versallesco. Tresguerras muestra en sus obras el estilo palaciego de los Luises.

 

En la época de Vilar y Clavé dominan los estilos de un neoclásico nacido en Roma, pero el pensamiento francés brilla cada vez más en los ámbitos culturales y acaba por conquistar el mundo. El refinamiento de Francia conmueve la sensibilidad de los artistas. Li­teratos, músicos, pintores, escultores y tími­damente los arquitectos mexicanos se enca­minan hacia las tendencias que descubren la filosofía y la ciencia francesas.

 

Roma continúa siendo la escuela para los posgraduados, pero las puertas de París se abrían a la comprensión de problemas más vivos y cercanos a la naturaleza humana.

 

En consecuencia, las generaciones de ar­tistas que suceden a Felipe Sojo, Miguel Noreña, etc., se orientan hacia las escuelas fran­cesas y perfeccionan sus estudios en París.

 

Jesús Contreras, maestro del claroscuro y del dramatismo, encabeza la nueva genera­ción que hacia 1885 intuye que las academias romanas han agotado por el momento sus re­cursos de renovación.

 

Con diferencia en años, las alumnos de Noreña y Alciatti, Fidencio Nava, Arnulfo Domínguez Bello, José Tovar y Enrique Guerra, sin descuidar la severa escuela académica y sus temas clásicos, modifican su plástica pero sin olvidar que "academismo y roman­ticismo no pueden separarse, por el contrario corrieron siempre juntos". Así, el sentimiento romántico se vigoriza con la sólida estructura académica, y juntos “nos llevan a un modo poético y realista, a un mundo de fantasía que no pierde contacto con la realidad, porque sueña despierto”.

 

Fidencio Nava modela apasionadamente y talla en mármol la “más espléndida figura de cuantas cincelaron los escultores mexica­nos de principio de siglo”. Arnulfo Domín­guez Bello realiza una delicada escultura femenina en mármol para la tumba de Julio Ruelas en el cementerio de Mantparnasse, y, asomándose a inquietudes que ya conmovían al mundo, la de un obrero "Aprés la gréve".

 

Enrique Guerra, sólido dibujante, realiza también grandes estatuas como las Cuatro Virtudes, que se colocaron en el ático del antiguo Palacio de Relaciones Exteriores; actualmente la Justicia, la Prudencia y la Fortaleza se encuentran en Jalapa, en un parque que se asoma a grandes horizontes. La Templanza se colocó en la frente monumental del bosque de Chapultepec, frente a la Tribu­na de los Niños Héroes, en la Ciudad de México. Suyos son monumentos, como el del doctor Eduardo Liceaga, estatua sedente, colocado en la glorieta que forman las aveni­das de Chapultepec, Cuauhtémoc y J. M. Izazaga; la figura del educador Enrique Rébsa­men en la Escuela Normal de la ciudad de Jalapa; el monumento a Benito Juárez en Ciudad Juárez, y los retratos de Teodoro Dehesa, Rafael Delgado, Francisco Madero, Vir­ginia Fábregas y del poeta Luis G. Urbina.

 

José Rojas Garcidueñas indica acertadamente que Enrique Guerra como artista per­tenece a la etapa final del siglo XIX; añade: "es un escultor que mantuvo su arte en un elevado nivel de dignidad". Salvador Moreno considera al escultor Guerra como el que cierra el ciclo de los artistas mexicanos del siglo XIX; fue el último que disfrutó de la herencia artística de Vilar, aumentada con la experiencia de Noreña.

 

La pintura.

 

Pelegrín Clavé contratado en Barcelona para dirigir el ramo de pintura es compañero de Manuel Vilar, pero no logra, como éste, ni sus triunfos ni el reconocimiento unánime de su calidad artística; el sentir del público, de los conocedores mucho más afectos a la pin­tura que a las otras artes, dispuso que el maestro catalán representara todo lo que podía exigirse a una escuela de arte; “toda la responsabilidad y el prestigio de la Academia ante el público recaía principalmente en el pintor español”. Su obra, realizada a pesar de muchos contratiempos e incompren­siones, es una de las mejores muestras del arte purista, que estableció un verdadero culto a la profesión de lograr pinturas de ex­quisita calidad tanto en idea como en la téc­nica. Por ello, siguiendo la teoría de Federico Overbeck, Clavé se aproxima a la esmerada factura de los maestros cuatrocentistas italianos y como personaje de la época "su pintu­ra no refleja en la expresión la influencia del Nazarenismo (Overbeck), sino de una manera más directa la de Ingres...; el objetivismo y la factura de sus propias telas están más cerca de la pintura del maestro francés" (Justino Fernández).

 

Clavé, que estudia en la Academia de San Lucas de Roma en el tiempo que Ingres radica en la ciudad, no llega a igualar al frío y calculadoramente expresivo dibujo del clasicista francés; pero su colorido es mucho más vivo y realista. El pintor catalán maneja con entonación esmerada y cuidadosa los colores, que  convierten la tela en preciosa joya en la que ningún detalle carece de interés.

 

Así son los retratos de don Andrés Quin­tana Roo, de la señorita Echeverría, del arqui­tecto Lorenzo de la Hidalga y de su esposa.

 

Director de su ramo en la Academia tam­bién se encarga de las clases de dibujo y pintura “con modelo vivo”, que él establece nue­vamente. Recomienda con acierto a Eugenio Landesio para la especialidad del paisaje. Sería incompleta la historia de Clavé si se olvidara la decoración que realiza en la cúpula de La Profesa de la Ciudad de México. Sus méritos son muchos; uno de ellos consiste en haber dirigido a un grupo de artistas, que se­gún sus "cartones" desarrollan la decoración con sus propias facultades. Felipe Castro, Mon­roy, Ramírez y Valdés trabajan con esmero, quizá demasiado para los efectos de distancia y técnica empleada.

 

Clavé se aparta de las formas tradiciona­les en el tratamiento de los temas; en el "Bau­tismo de Cristo", la figura descollante y ergui­da es el Jesús a quien, humilde y arrodillado en segundo término, bautiza el Precursor Juan.

 

Un aventajado alumno de la Academia, en aquellos años de penuria anteriores a 1843, fue Juan Cordero. Con dificultades de por me­dio se traslada a Roma para completar su formación pictórica. Como artista sensible que fue, modifica su expresión en la medida que asimila conocimientos y experiencias. Del "clasicismo relamido" llega al romanticis­mo objetivo y acierta a captar tipos y formas antes no tratados por las escuelas clásicas: personajes mexicanos tanto en sus proporciones físicas como emotivas. Con este estilo retrata a los escultores Pérez y Valero y a los arquitectos Agea (1847). Sus dotes para la composición y el colorido se revelan en el cuadro "La Anunciación" (1850), actualmente en la Biblioteca Nacional de México.

 

Regresa a su patria en 1853 y expone en las galerías de la recién acabada Academia de San Carlos. "El Redentor y la Mujer Adúltera", pintado en Roma, figura entre las obras expuestas. Cuadro de grandes proporciones, representa, según Justino Fernández, un antecedente de la pintura mural mexicana que se producirá posteriormente.

 

Su gran actividad y ambiciones lo condu­cen a ocuparse en todo, incluso aspira al pues­to de director de pintura de la Academia, en aquel entonces a cargo de Clavé. Afortunadamente para él, no consigue lo ambicionado y continúa pintando cuanto puede, incluso un retrato ecuestre del general Santa Anna y otro de doña Dolores Tosta de Santa Anna, esposa de dicho general.

 

Se lanza posteriormente a la pintura mural, para la cual contaba con excelente prepa­ración técnica. En la iglesia de Jesús María de México realiza "Jesús entre los Doctores". Dos son las obras de este tipo que sobresa­lieron especialmente: la decoración de la iglesia del Señor de Santa Teresa o Santa Teresa la Antigua, reconstruida por De la Hidalga, y la cúpula de falsas pechinas perteneciente a la iglesia de San Fernando, en la Ciudad de México.

 

En la de Santa Teresa, la composición y el dibujo responden armoniosamente al con­junto arquitectónico. El colorido es brillante pero bien entonado. La pintura de San Fernando, hoy desaparecida, se realizó al temple, técnica difícil e ingrata que requiere una cer­tera ejecución y un dominio muy completo de los valores tonales. La composición, que a juzgar de las fotografías debió de ser magnífica, está trazada con una perspectiva aérea un tanto a la manera de Tiépolo. En ella, las figuras se mueven con gran unidad y soltura, dentro de su estilo neoclasicista.

 

Cordero es el "cincelador del dibujo fran­co y preciso", y verdaderamente personal en su colorido, cualidades que hacen de él una figura maestra de la época de la pintura neoclásica, tocando los inicios del romanticismo. Otro mérito de Cordero fue el haber consti­tuido un estímulo para los pintores discípulos de Clavé y para el mismo Clavé, que llega incluso a modificar los colores de su paleta.

 

Las discípulos de Clavé aprenden lo que les permite su talento y llegan a ser todos pintores de excelente oficio, pero sin sobrepasar nunca al maestro. No son muchos los que nos han legado telas de innegables méritos.

 

Joaquín Ramírez, Rafael Flores, Juan Urruchi autor de "La princesa Papatzin"; Ramón Sagredo, pintor de los retratos de las Gale­rías de la Academia; José Obregón, autor de la "Alegoría del Grabado", en las mismas galerías; Petronilo Monroy, Fidencio Díaz de la Vega, Felipe Castro y Tiburcio Sánchez de la Barquera figuran en el grupo de aque­llos que fueron admirados esporádicamente por los cuadros que presentaron en las expo­siciones de la Academia, pero que no superan la fuerte personalidad del maestro catalán.

 

Salomé Pina, Santiago Rebull y Felipe Gutiérrez logran por la escuela de Clavé el domi­nio del dibujo y la ciencia del color. Pera todos ellos avizoran horizontes diferentes.

 

Salomé Pina, pensionado en París, perfec­ciona sus estudios con maestros apegados al neoclásico y termina en Roma más clásico aún. Regresa a México en 1869 y ejecuta pin­turas de buenas proporciones y estructurada composición, entre otros, los cuadros murales de la antigua basílica de Guadalupe.

 

Santiago Rebull, apacible persona y de bella condición humana, a juzgar por el mag­nífico retrato que modela su discípulo el escul­tor Arnulfo Domínguez, es movido y remo­vido por las circunstancias. De pronto se le nombra director de la Academia, en ausencia de Salomé Pina y en uno de los momentos más difíciles de la historia de México. Renuncia con la entrada de los franceses y es vuel­to a la Academia por Maximiliano, a quien pinta un retrato digno de un César. También se le había encargado el de Carlota, pero la persona o la nacionalidad del artista no son del agrado de la fugaz Emperatriz, y Rebull no concluye su trabajo. Con la caída del Im­perio ha de volver a renunciar como director de Pintura al disolverse la Junta de Gobierno de la Academia, que se denominará "Escuela Nacional de Bellas Artes". Su elevada condi­ción moral es puesta a prueba ante una críti­ca irónica y destructora. Uno de sus cuadros, "La Concepción de María", sirve de pretexto para recomendar la “mayonnaise” (sic.) como aderezo para la ensalada o el salmón.

 

Para la crítica moderna, Rebull representa uno de los más grandes pintores mexicanos del siglo XIX. El sensato juicio del pintor Fe­lipe Gutiérrez señala los méritos de una de sus obras, "La muerte de Marat", y Justino Fernández pondera el valor de las opiniones de los contemporáneos de Rebull, afirmando que su arte "típico del idealismo romántico vino a ser algo así como la culminación de la escuela clásica mexicana o tan mexicana como era posible que fuese". Sus retratos tienen una inspiración un tanto diferente de la refle­jada por Clavé; envueltos en una atmósfera romántica parecen surgir del espacio: tales son los de Rafael Martínez de la Torre, del presidente Benito Juárez y del general Porfirio Díaz. Rebull no sólo fue imaginero, sino que realizó la decoración de Bacantes de las terrazas del castillo de Chapultepec, "únicos murales con tema pagano" existentes en su tiempo.

 

Felipe Gutiérrez, escritor, critico y pintor destacado que, contrariamente a los moldes neoclásicos, representa a santos escuálidos y místicos surgiendo de la penumbra de la meditación, es el exponente del realismo subjetivo. Hombre universalista, viaja por medio mundo y funda en Bogotá la Academia de Bellas Artes. Se atribuye a Gutiérrez el haber pintado el primer desnudo femenino del arte mexicano del siglo XIX, "La Amazona de los Andes", de vigoroso dibujo, con cualidades que lo aproximan al naturalismo. El color, no obstante, distribuido con equilibrio, nos pa­rece recordar los principios académicos de Clavé.

 

Una de las más reconocidas aportaciones a la plástica mexicana fue la conferida por el pintor y tratadista Eugenio Landesio, el cual formó una peculiar escuela de paisajistas con brillantes cualidades. Puede decirse de ellos que desarrollaron por primera vez la expre­sión del artista frente a los panoramas de la República.

 

Los tres artistas europeos que llegaron a México, Vilar, Clavé y Landesio, entusiasma­dos por la belleza del país que visitaban, realizaron excursiones y anotaron detalles y curiosidades científicas, con lo que contribu­yeron a formar una escuela especial de pai­saje. En dicho género se indican cuidadosamente las características de la flora, de la fauna, de las propiedades geológicas, etc. En resumen, todo aquello que podría definir un panorama propio de México.

 

Landesio formó destacados artistas. Así el caso de Luis Coto, que escoge paisajes con arquitectura y que, en opinión del maestro Camps Ribera, es el más equilibrado y com­pleto de los de la escuela de Landesio. De él son "Una vista del barrio de Romita", "El patio central del convento de Santa Clara", “La colegiata de Guadalupe”, "El origen de la Ciudad de México" y retazos de la Hacien­da de Miacatlán con escenas de la vida cam­pestre.

 

De José Jiménez se conoce el “Patio del convento de San Francisco de México”. Muy bien dotado, no lograría desarrollar sus facultades porque murió joven. Javier Alvarez pintó arquitectura con mucha corrección. Gregorio Dumaine es el autor de "La hacienda de los Morales". La pintura de Salvador Murillo se acerca al paisaje moderno. Fue nombrado profesor de paisaje, a pesar de que Landesio recomendaba a José María Velasco. Murillo no supo aprovechar ni sus dotes de pintor ni la pensión con que lo favoreció la Academia, ya que no produciría nada más.

 

José María Velasco, uno de los más brillantes paisajistas del siglo XIX, se distingue una cualidad, descubierta por Landesio, y que supo desarrollar eficazmente, comprender y expresar la inmensidad de los paisajes mexicanos, aplicando en sus cuadros una genial intuición de la perspectiva, cuyos principios matemáticos desconocía, pero que su genio creador le permitió aplicar con gran desenvol­tura. Sus "Vistas del Valle de México" son mundialmente admiradas.

 

Salomé Pina, Santiago Rebull y José Ma­ría Velasco, como maestros de la Academia, forman nuevas generaciones de artistas. Pero la época es de cambios y con el sentido román­tico se abre paso el naturalismo y los temas de historia de México.

 

Félix Parra, con su famoso "Fray Bartolo­mé de las Casas", localizable en la Biblioteca Nacional, y Leandro Izaguirre, autor de la "Fundación de México" y el “Suplicio de Cuauhtémoc”, nos hacen sentir en su pintura el mismo estilo del "Cuauhtémoc" de Noreña. Representan, por consiguiente, la culminación del arte pictórico del academismo, con grandes méritos en el manejo del colorido, del di­bujo y de la composición; pero también cuen­tan con pequeñas debilidades, producto del titubeo ante las nuevas tendencias artísticas.

 

Con anterioridad a estos pintores, todavía en el marco de la escuela de Clavé, figura el pintor Manuel Ocaranza, con una graciosa y elegante figura como la apreciable en “Travesuras del Amor”. Cómo no tener en cuenta a losé Ibarrarán, discípulo de Rebull y Pina, que pinta escenas homéricas y asuntos religiosos. Gonzalo Carrasco inicia su labor rea­lizando cuadros con antiguos personajes ro­manos y termina pintando escenas místicas; así, en "Job entre el Estercolero" recuerda el vigoroso dramatismo de Felipe Gutiérrez..

 

Germán Gedovius, discípulo de Pina y de Flores, se traslada en 1886 a Europa y estudia especialmente en Alemania y Holanda; regresa a México en 1894 y es nombrado profesor de la Academia en 1903. Gedovius representa la tendencia por revivir esti­los del pasado, particularmente la escuela de Rembrandt y Velázquez.

 

Julio Ruelas, contemporáneo de Gedovius, se sitúa en una nueva corriente: el modernismo. Sin embargo, en el curso de sus estudios en Alemania, recibe una influencia muy fuerte del pintor suizo-alemán Arnold Böcklin. Es especialmente conocido por sus dotes de dibujante y por los grabados que rea­liza durante su corta existencia. Como ilus­trador, la "Revista Moderna" recibe la conti­nua contribución de sus viñetas y dibujos.

 

El modernismo de Ruelas se manifiesta por un realismo manejado con fantasía altamente creativa. Como romántico recuerda intensamente a Böcklin, por un dramatismo muy sugestivo, tocante a veces con los sueños o pesadillas de la razón.

 

El final de la Escuela Académica.

 

El Ministerio de Educación Pública y Bellas Artes contrata en 1903 al escultor catalán Antonio Fabrés, que llega a México con nuevas tendencias y métodos de trabajo. Pero tales tendencias y métodos de trabajo res­pondían más bien a una exagerada aplicación del tecnicismo académico. Auxiliado por los adelantos del industrialismo aplica la cienti­ficación de la enseñanza. Antonio Fabrés ins­tala en la Academia un imponente equipo fo­tográfico, luces, reflectores y aparatos de ilu­minación que pueden moverse en todas direcciones. La rigidez de los métodos, junto con la implantación del "sistema de dibujo Pillet", establecido cuidadosamente en la escuela por el arquitecto Carlos Lazo, provocan una revolución tal que prácticamente liquida los sis­temas de la vieja Escuela y toda la formación académica que se había impartido hasta en­tonces.

 

Discípulos de Fabrés fueron Saturnino Herrán, Roberto Montenegro, Ramón López. Benjamín. Coria, Armando García Núñez, Diego Rivera y, por poco tiempo, José Clemente Orozco, el cual, citado por Justino Fernández respecto de la eficacia de aquellos métodos sobre la enseñanza, expresa con toda claridad que "por todos estos medios y trabajando de día y de noche durante años, los futuros ar­tistas aprendían a dibujar, a dibujar de veras, sin lugar a dudas".

 

Saturnino Herrán fue un artista dotado de excepcionales facultades. Pinta fusionando con arte el dibujo y el colorido: "debe considerarse como un poeta de la figura humana", dice Ramón López Velarde. Percibe visionariamente el valor del legado ancestral que por entonces empiezan a inventar en nues­tro país los arqueólogos y los historiadores. Sin embargo, "Herrán, no hace nunca arqueología; sus indios son obras de arte, no erudición", señala Manuel Toussaint, retratado también certeramente por Herrán.

 

Son obras suyas “La Criolla del Mango”, "El Rebozo" y “El Cofrade de San Miguel”, digno del párrafo que le dedica Justino Fernández en la obra Arte del siglo XIX en México, frente de muchas referencias.

 

Ya no pinta mosqueteros ni bacos. Se ejercita habilidosamente con Fabrés y recibe de Leandro Izaguirre un sentido especial ha­cia los valores históricos. Con Gedovius en­cuentra libertad en el manejo del color, pero es propiamente de su genio la invención de formas en razón de una época nueva.

 

A Fabrés le sucedieron en la cátedra, Leandro Izaguirre y Germán Gedovius.

 

Los últimos artistas académicos.

 

Contemporáneos de Leandro Izaguirre y de Gedovius fueron: Ignacio Rosas, que tra­duce admirablemente a nuestro lenguaje pic­tórico la escuela impresionista de Renoir; Gonzalo Argüelles Bringas, que sigue en téc­nica pero supera en calidad a su maestro de acuarela Félix Parra; Mateo Herrera, brillante colorista, aunque de ruda pincelada, y las dos figuras que señalan un término y un cam­bio en la historia de la pintura mexicana, la primera de ellas es Alfredo Ramos Martínez, quien "...estaba al tanto de todas las noveda­des de la pintura... no pudo ir más allá de un academicismo decadente o de un incipiente modernismo". El otro artista, más personal y de mayor universalidad, fue Gerardo Murillo. “El Dr. Atl”. Paisajista, escritor y “vulcanólogo”, aéreo en su dibujo y colorista vibrante, viajero y explorador, que nos recuerda la figura de Felipe Gutiérrez, pero sólo en la distancia de medio centenar de años y de la imponderable cantidad de energía lírica y de emoción artística.

 

El grabado y la litografía.

 

El descubrimiento de la litografía puso en segundo término el difícil arte del grabado. Sin embargo, no dejó de utilizarse en la tala de modelos para monedas, medallas y exlibris. La calidad ya no era la misma que pose­yera en los tiempos de Jerónimo Antonio Gil. Para recuperar la maestría vienen Santiago Baggally, en 1847; y Jorge Periam, en 1854. El primero se hace cargo en la Academia de la enseñanza del grabado en hueco, el segundo del grabado en lámina. Los discípulos hacen rápidos progresos. Sebastián Navalón susti­tuye a su maestro Baggally y Jorge Periam deja en manos de su discípulo Luis G. Campa a la dirección del taller de grabado en lámi­na. Luis G. Campa, "vive aún ...desengañado y lejos de nuestra academia", es el maestro de Miguel Porfirio y de Emiliano Valádez.

 

Con Cayetano Ocampo el grabado en hueco origina una gran producción de medallas y monedas.

 

Los grabados en lámina fueron entonces abundantes, y su calidad excelente. Pero lo que nos llega a nuestro tiempo es el resultado de trabajos escolares; muy poco se conoce del grabado, digamos profesional, que realizan los artistas fuera de la Academia. Las estam­pas que generalmente se conocen... "como trabajo escolar... son de primer orden". Con tal perfección del oficio podrían alcanzarse las alturas de la creación personal; si ello apa­rentemente no se logra será porque en un arte tan difícil como el del grabado la creación personal queda envuelta en la dura tarea de abrir el metal con la intención de alcanzar los más delicados dibujos e imprimir con certeza y limpidez, para matizar con vigor o con suavidad, según convenga a la expresión propia del tema.

 

Emiliano Valádez, el más hábil y capaci­tado de los discípulos de Campa, graba paisajes y composiciones originales. Pensionado en París, es solicitado por varias empresas, incluso para la confección de las planchas que se utilizan en la impresión de billetes banca­rios. El grabado en acero, con nuevas téc­nicas y herramientas, es una de las innovaciones introducidas por Periam. No obstante, no se trabaja en México el nuevo procedimiento europeo para grabar las placas de acero con medios mecánicos.

 

En madera se tallan muy buenas estam­pas, pero siempre dentro de una tradicional escuela.

 

Artista de excepción lo fue Gabriel Vicen­te Gahona, que con el seudónimo de "Piche­ta" ilustró el periódico satírico yucateco "Don Bullebulle". Su formación, sin ser propiamen­te académica, posee la disciplina de las bue­nas escuelas de dibujo. Su técnica, segura y manejada con ingenio, le pone a la altura de los mejores caricaturistas de la época.

 

La litografía fue el arte de ilustrar privi­legiado en el siglo XIX. Todo el romanticismo del arte mexicano se expresa por este medio, que trae oficialmente a México, en 1826, el conde Claudio Linati. A Linati, que lega indirectamente a la Academia su equipo fotográfico, le siguen una serie de aventureros y artistas ocasionales, que hacen cada vez más importante la reproducción litográfica. El inquieto y longevo barón de Waldeck, Tho­mas Egerton, Carlos Nebel, Luis de Gros, hijo del pintor napoleónico barón de Gros, y el alemán Juan Moritz Rugendas, que ilustran, copian e inventan las cosas y los hechos de México, incluyendo a sus habitantes.

 

Pedro Gualdi publica en 1841 una colec­ción de dibujos que titula "Los monumentos de México". A partir de esta fecha florece la litografía y, posteriormente, el grabado. En tiempos de la restauración de la Academia, Casimiro Castro, José Campillo, L. Anda y C. Rodríguez dibujan y litografían en los talleres de Decaén "México y sus alrededo­res". Hesiquio Iriarte y José Campillo dibu­jan en 1853 para la obra "Los mexicanos pintados por sí mismos". Primitivo Miranda di­buja y Hesiquio Iriarte litografía las láminas de “El Libro  Rojo”. Pero el mayor floreci­miento del dibujo litográfico corresponde a la aparición de periódicos de caricaturas, críti­ca social y política. “La Historia Danzante” representa el pensamiento gráfico de Villasa­na. "La Orquesta" (1861 - 1874), “El rascatri­pas” (1882), "El Máscara" (1879) y "El Ahui­zote" (1874 - 1875) son ilustrados por Hesiquio Iriarte, Hipólito Salazar, Plácido Blanco, Constantino Escalante y S. M. Villasana.

 

En la provincia la litografía aparece en 1850, en Toluca, bajo los auspicios del Ins­tituto Literario. El maestro litógrafo es el famoso Plácido Blanco, que había ilustrado ya "La Orquesta" y “El Ahuizote” ayudado por sus discípulos Trinidad Dávalos y Alejandro Tapia.

 

En Mérida, "Picheta" establece en 1850 un taller de litografía, del cual se tiene noticia de su existencia hasta el año 1883.

 

En Puebla, que cuenta con un taller litográfico allá por los años cincuenta, se ilustran libros y publicaciones firmados por J. N. Macías. El dibujante y litógrafo Neve ilustra "El Cazador Mexicano", en 1868.

 

Trinidad Pedroza trabaja en Aguascalien­tes en colaboración con los periódicos de crí­tica al Gobierno y junto a José Guadalupe Posada, a quien enseña la litografía.

 

José Guadalupe Posada podría muy bien cerrar la época romántica de la litografía, pero, en realidad, practica poco este arte y su producción -trabaja fundamentalmente en la Ciu­dad de México- se sitúa en una nueva época. Posada fue el ilustrador de noticias, escánda­los, chismes, corridos y demás producción li­teraria del genial periodista Antonio Venegas Arroyo, para quien trabajó Constancio S. Suárez, al que sustituye Manuel Manilla, quien probablemente es el artista que enseñó a José Guadalupe Posada las muchas formas tradicionales con que se trabaja el grabado popular. Las ilustraciones de Pasada ya no son del matiz caricaturesco y cómico de sus antecesores, expresan ahora el dramatismo, la seriedad y la ironía melancólica del pueblo mexicano. Resucita a la vez una antigua técnica de grabar usada en el siglo XVII: el estampado por medio de planchas de plomo, sobre las cuales trazaba probablemente sus dibujos en forma directa. "Lo original en la expresión de Posada es su libertad frente al naturalismo... alejado de los modelos natura­les y en cierta forma desgarrado y dramático".

 

Si bien el famoso grabador no estuvo tan alejado de los modelos naturales, puesto que captaba con extraordinaria agilidad y síntesis las formas de vida que le rodeaban y, parti­cularmente, las expresiones populares, creó un mundo de figuras de gran belleza plástica dotadas de una vida continua y permanente.

 

La arquitectura.

 

En la escultura y la pintura la renovación de la Academia de San Carlos constituye un histórico acontecimiento, cosa que no se ex­tiende a la arquitectura. México independien­te sigue desarrollando su población. Es necesario construir y dar ocupación a los pocos académicos de este arte, que egresan a partir del establecimiento de la Institución. Los académicos de aquel "Noble Arte" perfeccionan los sistemas de construcción de edificios humildes pero sólidos. Gracias a aquellos olvidados académicos, los albañiles y can­teros continúan ejercitando la habilidad y des­treza con que labran la chiluca, el tetzontle y el "recinto", materiales caracterizantes de la arquitectura mexicana.

 

En 1838 llega a México el arquitecto es­pañol Lorenzo de la Hidalga. Si bien no cons­tituye un acontecimiento singular, el haber traído consigo la experiencia de las nuevas escuelas europeas motiva el interés para edificar obras civiles, como teatros, plazas, mo­numentos. etc.

 

El arquitecto De la Hidalga proyecta el Teatro Nacional, "la mejor obra arquitectónica del México independiente", mercados (el antiguo Volador), establecimientos peni­tenciarios con normas de regeneración social, muy avanzados en su época, residencias para particulares, etc. A él se debe la restauración de la cúpula de Santa Teresa la Antigua y el ciprés de la catedral de México, así como el origen del nombre popular de la plaza  Mayor de la Ciudad de México, "el Zócalo", porque se le había encargado la composición de un gran conjunto que incluía el Palacio Nacional, la catedral y los edificios para el gobierno de la ciudad, constituyendo de este modo un centro cívico en el cual se levantaría la simbólica columna de la Independencia. Del gran proyecto, que de haberse logrado hubiera sido realmente, como dijo el antes citado Luis G. Revilla, "la mejor obra arquitectónica" tal vez no sólo de México, únicamente se levantó el zócalo de la columna, que no perduró sino en el recuerdo.

 

Lorenzo de la Hidalga continuó activo en pleno resurgimiento de la Academia. Fue un destacado representante del neoclasicismo y es característico de sus obras un razonado equilibrio y un frío funcionalismo, criticado en su tiempo y póstumamente. Pero logra en su famoso Teatro Nacional una sala de extraordinarias cualidades ópticas y acústicas; por ella desfilaron personajes famosos y cantó, entre otras muchas divas, Angela Peralta, entre los años 1863 y 1871. El gran Teatro Nacional fue demolido a principios del pre­sente siglo para abrir la calle del 5 de Mayo.

 

La equilibrada sequedad de la arquitectu­ra de De la Hidalga se adviene en dos obras suyas que aún se conservan: otro “zócalo”, la base de la estatua ecuestre de Carlos IV, y la doble cúpula de Santa Teresa la Antigua, que sustituyó a la que fue derribada por un temblor en 1845, proyectada y construida por Antonio González Velázquez. Aquella si­lueta gallarda es remplazada por un casquete trazado matemáticamente para no perder su figura hemisférica con la perspectiva, pero que dista mucho de producir el efecto libre y ágil de la anterior.

 

En 1831, Joaquín de Heredia levantó un plano del piso bajo del edificio de la ex Inqui­sición para hacer las adaptaciones que requi­riera el traslado de la Academia de San Carlos, con lo cual se inician los intentos por reorga­nizar tan anémica institución.

 

Nada de ello se realiza; sólo a partir de 1843, con la llegada de Vilar y Pelegrín Cla­vé, se advierte la necesidad de traer un arqui­tecto renombrado para equiparar el estudio de la arquitectura con el de las otras artes. El arquitecto De la Hidalga había opinado públicamente que sólo con la intervención de arquitectos con una mejor formación profe­sional y capacidad para enseñar podría realmente adelantar la arquitectura mexicana. No obstante, "...no escaseaban antes ni los buenos maestros ni los discípulos aprovechados", relata Jesús Galindo y Villa.

 

Por todas estas razones, llega a México en 1856 Francisco Javier Cavallari, contratado por los directivos de la Junta de Gobierno de la Academia. Al momento se le encargan la ejecución de las obras de la escuela, que iniciara Vilar, y las clases de arquitectura. Obra suya es la fachada principal de la propia Academia, espléndida composición estética en la cual hábilmente se armoniza la desigualdad de los espacios abiertos y cerrados, pero, infortunadamente, sin tener en cuenta la fa­chada norte. Al construir aquélla, el almoha­dillado se simuló con deleznable material.

 

Probablemente sea también proyecto de Cavallari el antiguo gran salón de actos, des­pués biblioteca y hoy lamentablemente convertido en bodega en el segundo piso. Son muy notables sus proporciones y la bóveda de "rincón de claustro con espejo": sin em­bargo, en el diseño de ella se advierte que no hubo la mano docta de un arquitecto como Cavallari. ¿Sería, pues, una obra de Vilar? El arquitecto italiano era también arqueólogo, ingeniero y paisajista. Como maestro fue su­mamente apreciado, debiéndosele la formación de la carrera de ingeniero civil, aun cuando posteriormente fue objeto de crítica el plan de estudios que fue ideado por él. En su época fueron también maestros de arquitectura los hermanos Ramón y Juan Agea, que hacia 1850 habían sido pensionados a Roma, en donde realizaron importantes tareas arqueológicas, hoy desconocidas, de las cuales, sabemos algo por ser mencionadas en tratados de historia de la arquitectura clásica.

 

El matemático y arquitecto Manuel Gar­gallo y Parra imparte también sus enseñanzas en la época, así como Ramón Rodríguez Arran­goiti, que fue pensionado a Europa y terminó sus estudios con famosos arquitectos franceses. Fueron alumnos suyos Manuel Veláz­quez de León, Antonio M. Anza, Eusebio de la Hidalga, Ramón Ibarrola, autor del "Pabellón Morisco" que adorna el parque de Santa María la Ribera, Mariano Téllez Pizarro, y otros más de quienes no se sabe del todo qué obras realizaron. "No llegó a producirse algu­na obra de valor excepcional y cuando Cava­llari se ausentó del país en 1864, amén de lo que pudo hacer De la Hidalga, no encuentro nada que valga la pena considerar. Es nece­sario hacer una investigación especial de la arquitectura del siglo XIX y de la expresión popular que podría tener interés", dice el maestro Justino Fernández.

 

Sin embargo, a juzgar por las litografías dibujadas por Pedro Gualdi y editadas por Decaén, la Ciudad de México contaba con edi­ficios de buena calidad y proporciones. El aspecto general era de una serena uniformi­dad, que singularmente armonizaba con el paisaje de las grandes llanuras, volcanes y lagos.

 

Hoy sólo quedan volcanes, visibles rara vez. Llanuras y lagos, la arquitectura serena y uniforme, han desaparecido. Se necesita un estudio detenido, siguiendo a Justino Fernán­dez; una investigación especial, por si queda algo de  la obra de aquellos arquitectos, para ponderarla y valorizarla.

 

Merece considerarse la adaptación de la iglesia y una parte mínima del antiguo convento de San Agustín de la Ciudad de México porque tuvo una gran importancia en lo referente al costo de las obras y a la ejecución de las mismas. La obra se pone en concurso y se encarga formalmente a Vicente Heredia, acreditado académico de arquitectura, y Eleuterio Méndez, académico también de di­cha institución.

 

Las obras empiezan en enero de 1868 y se terminan en abril de 1884. Duraron más de dieciséis años y su costo, al cambio ac­tual, equivaldría a varios millones de pesos.

 

En la última década del siglo XIX, los dis­cípulos de Rodríguez Arrangoiti, de los her­manos Agea y de Rafael Dondé tienen opor­tunidad de construir, en mayor escala que sus maestros, la creación de las colonias "Guerre­ro", "Santa María la Ribera"; posteriormente "San Rafael" y "Roma", así como el proyecto de nuevas avenidas: San Francisco, Juárez, Paseo de la Reforma, que ofrecen la oportuni­dad de edificar con el estilo del tiempo. Era la época de los "estilos": el neogótico, neorromano, neogriego, etc. Ardua labor intelectual la del arquitecto de aquella época, que tenía que documentarse, copiar y a veces inventar los usos y costumbres de los pompeyanos o de los visigodos y no siempre con buenos resultados. Y, así, hubo de todo: buena arqui­tectura y "pastiches" de mala calidad.

 

Se ha extendido el calificativo de "afran­cesada" a toda aquella producción edificada entre 1870 y 1910. Muy superficialmente se la conoce, puesto que aún se ven viejas cons­trucciones inspiradas en palacios italianos de todas las épocas, casas y monumentos "mo­riscos", destacando por la fidelidad  con que fueron trasplantados. Edificios con elegantes "manzardas", demolidos muchos de ellos implacablemente, y que se los añora hoy imitando burdamente con cemento sus desvanes cubiertos con hojas de plomo o de pizarra.

 

Tal época del decurso de nuestra arqui­tectura tuvo su apogeo entre 1900 y 1910. Cavallari regresa a su país en 1864. Tres años después se cambia el plan de estudios propuesto por el maestro italiano y se esta­blecen dos carreras distintas: la de arquitec­to, que estudiará en la Escuela Nacional de Bellas Artes, y la de ingeniero civil, que se realizará en el Colegio de Minería.

 

José Urbano Fonseca, Ramón Isaac Al­caraz y Román S. de Lascuráin dirigen suce­sivamente la Escuela y en 1902 se elige al arquitecto Antonio Rivas Mercado, regresado de la Escuela de Bellas Artes de París para el puesto de director. Pertenece a este tiempo el intenso movimiento de construir monumentos y centros ciudadanos.

 

El Paseo de la Reforma se solemniza con las esculturas de los próceres de aquella época. Para conmemorar y honrar al heroico Cuauhtémoc se erige en 1878 un monumento que por sus proporciones y composición merece ser considerado como una de las mejo­res realizaciones artísticas del siglo XIX. Su autor fue el ingeniero Francisco M. Jiménez, al que sustituyó el ingeniero-arquitecto Ra­món Agea. El monumento a Colón en el Paseo de la Reforma, erigido en 1873, es totalmente obra del escultor francés Carlos Cordiez. La columna de la Independencia fue proyectada por Rivas Mercado, con esculturas del italia­no Enrique Alciatti. El hemiciclo al benemé­rito Benito Juárez es obra del arquitecto Heredia. En la plaza de Santo Domingo figura el monumento a doña Josefa Ortiz de Domínguez, obra también del escultor italia­no Alciatti. En la ciudad de Puebla el escultor Jesús Contreras proyecta y dirige el monumento al general Ignacio Zaragoza, siendo también del mismo artista el monumento a la Paz. enclavado en la ciudad de Guanajuato.

 

Al tiempo que se pensaba en los monu­mentos se edificaron en todo el país diversas salas para conciertos, representaciones de ópera, etc. San Luis Potosí ostenta, pues, el Teatro de la Paz y Guanajuato el famoso Tea­tro Juárez, proyectado por José Noriega en 1873 y terminado por Rivas Mercado en 1903. En Lagos de Moreno está el Teatro Rosas Moreno y en la Ciudad de México el nuevo Teatro Nacional, proyectado por Adamo Boari, y punto culminante de la arquitec­tura de teatros de principios de siglo.

 

En el género de edificios de gobierno se construyen el palacio de Comunicaciones, proyectado y dirigido por Silvio Contri; el edificio de Correos, en estilo neoisabelino, obra del arquitecto Boari; el Palacio Municipal de la Ciudad de México, que fue ideado por el arquitecto Manuel Gorozpe, y el proyecto del Palacio Legislativo, que estuvo a cargo de los arquitectos franceses Émile Bénard, Maxime Roisin y otros más, los cuales instalan un taller de arquitectura, al que concurren como ayudantes y alumnos varios jó­venes mexicanos.

 

La Cámara de Diputados se proyectó en el taller de Bénard, pero la dirige y construye el arquitecto Mauricio Campos. La Sexta Demarcación de Policía, de estilo neogótico, la proyecta y construye el arquitecto Federico Mariscal. El edificio que ocupó muchos años la Compañía de Luz en la esquina de Gante y 16 de Septiembre fue una elegante y acer­tada solución en neoclásico francés, obra del arquitecto Luis Cuevas.

 

La arquitectura mexicana, como dijo refiriéndose a la escultura el historiador Salva­dor Moreno, también discurre por los ámbitos de las formas artísticas que sucesivamente aparecen en el transcurso de la historia. In­tentos constantes de “estar al día” son los hoy ruinosos testigos que cada vez más ceden su lugar a las nuevas arquitecturas.

 

Bibliografía.

 

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107.            Inicios del porfirismo.

 

Primer período de gobierno de Porfirio Díaz (1876 - 1880).

 

Al iniciar el general Díaz su primer período de gobierno, la situación general del país no era bonancible. Se encontraba frente a un panorama en el cual los nubarrones políticos igualaban a los económicos. Políticamente requería el mantenimiento de la paz, que po­dían alterar tanto sus rivales a quienes había combatido, Lerdo e Iglesias, como otros militares destacados como él e igualmente sedientos de poder; y aun algunos políticos de la etapa juarista y otros jóvenes. La concilia­ción de los viejos con los nuevos ideales e intereses garantizaría la unidad imprescindi­ble para gobernar. Unir las fuerzas dispersas y dispares en beneficio de la estabilidad era misión impostergable, pues sólo ello permitiría que el Estado se consolidara, la economía mexicana se fortaleciera y el país adelantara en el progreso material y espiritual, como ha­bían logrado otras naciones americanas.

 

Si la reelección de Lerdo había originado la revolución, pues se oponía a la movilidad política, era indispensable, tal como se decla­raba en el Plan de Tuxtepec, asegurar como principio constitucional el de la no reelección. Así lo prometió el presidente en su discurso de apertura de las sesiones del Congreso, y, efectivamente, de inmediato remitió la inicia­tiva de ley correspondiente que modificaba el artículo 78 de la Constitución que quedó así:

 

"El Presidente entrará a ejercer su encargo el 1 de diciembre y durará en él cuatro años, no pudiendo ser reelecto nuevamente hasta que haya pasado igual período, después de haber cesado en sus funciones". El Congreso estudió al mismo tiempo la reforma relativa a quién debería ser la persona que sustituyera al presidente temporal o totalmente, lo cual mencionaba que el pueblo debería elegir tres insaculados de los cuales el Congreso escogería uno para sustituir al Jefe del Ejecutivo. La convocatoria para elegir al Senado, que omitió Méndez y que tendía a moderar la verbosidad, fogocidad e imprudencia de diputados noveles, se hizo en abril y el Senado quedó constituido para el 19 de septiembre. Porfirio Díaz, quien enarboló la Constitución de 1857 en sus planes, declaró que "conser­varla intacta ha sido blanco de mis esfuerzos durante mi presidencia provisional; asegurar su triunfo y su imperio, será el móvil de to­dos mis actos en lo futuro". Al abandonar la presidencia afirmó ese acto de fe al decir: "He creído, y creo, que la paz pública, fun­dada en la práctica de la Constitución, era mi punto objetivo". Efectivamente, en este pe­ríodo procuró ceñirse a los preceptos consti­tucionales y a respetar las garantías indivi­duales y el ejercicio democrático.

 

Poco tiempo después de tomar posesión de la Presidencia, Díaz, por presiones políti­cas, modificó su gabinete. Protasio Tagle pasó al ministerio de Justicia, que ocupaba Igna­cio Ramírez, quien volvió a la Suprema Cor­te como magistrado. Trinidad García se encargó de la Secretaría de Gobernación y Matías Romero, de Hacienda, en sustitución de José Landero y Cos. Continuaron como titulares de las carteras de Relaciones Exteriores y de Guerra, Ignacio Luis Vallarta y Pedro Ogazón. A este último le sustituiría mas tarde Manuel González. Don Joaquín Ruiz quien fungía como Procurador General de la República, abandonó el puesto por no plegarse a ciertos manejos de  políticos influ­yentes.

 

El general Díaz, en su primer período de gobierno, tuvo a su lado a varios políticos que ejercieron gran influencia sobre él. Protasio Tagle, destacado jurista, hombre ambi­cioso y político poco hábil, tendía hacia las antiguas formas y trataba de ligar las viejos intereses a la política de Díaz. Justo Benítez, abogado también, intrigantísimo y sumamen­te ambicioso, se constituyó en el oráculo del general y formó con miras futuristas un partido de aduladores e incondicionales a los que manejaba sin escrúpulo alguno. Amigo ínti­mo de Díaz y hombre hábil, trató de suce­derle en el gobierno. Para aumentar su po­der, intervino en las elecciones de diputados, senadores, gobernadores y de ayuntamientos, destituyendo a quienes no se prestaban a sus manejos e imponiendo a sus favoritos. Sus procedimientos políticos, apoyados en oca­siones por Tagle, dañaron el ejercicio democrático auténtico, destruyeron las incipientes tradiciones cívicas y perjudicaron en último término al gobierno de Díaz.

 

El presidente, hábilmente, dejó maniobrar a estos y otros políticos, que se desprestigia­ron en tanto él afianzó su poder personal. Comprendió, como habían de mostrárselo las circunstancias, que sus enemigos más poderosos eran las que estaban en el exilio, a quienes tuvo primero que combatir con las ar­mas y luego atraérselos, ganarlos a su política, coma se atraía a los radicales y a las cató­licos.

 

En efecto, Lerdo, que contaba con nume­rosos partidarios y aun con algunos militares ansiosos de poder, trató de aprovechar cier­tos desaciertos gubernamentales, la mala si­tuación económica y la escasa estabilidad del régimen para provocar algunas revueltas. En 1877, bajo la dirección del general Mariano Escobedo, leal a don Sebastián, el coronel José Machorro  se apoderó de Paso del Norte y el capitán Pedro Valdés (alias Winkar) cru­zó el Bravo, habiendo sido ambos obligados a retirarse a Estados Unidos, en donde se siguió juicio a Escobedo por violar la neutra­lidad. Julián Quiroga, quien con Treviño y Naranjo dominó el norte del país como cacique absoluto, fue detenido,  procesado y ejecutado en Monterrey en enero de 1877. Al año siguiente, Escobedo realizó otra intento­na en la cual cayó prisionero el mes de Julio y sólo se salvó de ser ejecutado por su ac­tuación en la guerra de intervención. Otras sublevaciones auspiciadas por los lerdistas hubo en el estado de Veracruz, en el de Colima, en Morelos, Querétaro, Guanajuato, Za­catecas, Sinaloa y Tepic. La más peligrosa conjura lerdista fue la que logró en junio de 1879 sublevar a la tripulación del guardacos­tas “La Libertad”, en Tlacotalpan, y a un destacamento en Alvarado y que reprimió con lujo de fuerza y sin tomar en cuenta los procedimientos legales el gobernador de Veracruz, general Luis Mier y Terán, quien reci­bió para ello indicaciones de Porfirio Díaz.

 

Después de este último intento, el partido lerdista disminuyó su fuerza. Ya desde antes, varios de sus principales adalides  se aprestaron a sumarse a la corte del presidente. El cambio más espectacular lo representó Ma­nuel Romero Rubio, aquel político acomoda­ticio e intrigante que Lerdo utilizó para afirmar su poder y el cual al volver al país no vaciló en calificar a su protector de que su­fría "tal degeneración, que lo ha hecho llegar a la demencia". Romero Rubio logró sumarse a la política porfirista y el enlace que años después celebraría su hija Carmen con Porfirio Díaz afianzó la alianza entre el viejo gru­po lerdista de resabios aristocratizantes y oligárquicos y el porfirismo que cada día obtenía mayor poder.

 

La política exterior.

 

Desde el inicio de la administración juarista, el país mantuvo una política interna­cional de severa dignidad. Cómo nación agredida por las potencias signatarias de la Convención de Londres, rompió sus relaciones con Francia, España e Inglaterra y también con aquellos otros estados que recono­cieron al Imperio y declaró la insubsistencia de los tratados y convenciones celebrados con esos países, manifestando que reanudaría relaciones con ellos cuando las solicitasen y se hicieran sobre bases justas y convenientes. Reconocida la República por los Estados Uni­dos, con esta potencia mantuvo desde enton­ces hasta la época de Lerdo relaciones unas veces tirantes y otras cordiales, pero esas re­laciones se suspendieron al triunfo de la re­vuelta tuxtepecana.

 

Al caer Lerdo y ascender Díaz al poder, los Estados Unidos condicionaron el reconocimiento de su gobierno:

 

A que México resol­viera inmediata y finalmente el pago de las reclamaciones falladas por la Comisión Mix­ta en Julio de 1868;

 

El pago de los daños y perjuicios causados a los ciudadanos de los Estados Unidos como consecuencia de las re­vueltas de la Noria y de Tuxtepec;

 

La prome­sa de que sus nacionales no deberían ser afec­tados por los préstamos forzosos y que ellos sí podrían adquirir bienes raíces en la fron­tera;

 

La abolición de la zona libre existente en los estados mexicanos fronterizos y desde los cuales se introducía contrabando europeo a los Estados Unidos; y finalmente,

 

La pacifica­ción de la frontera, esto es, la extirpación de abigeos y de indios bárbaros.

 

Vallarta, al frente de la Secretaría de Re­laciones Exteriores, actuó en forma inteligen­te y hábil para cumplimentar esas exigencias pero sin aceptarlas como un mandato, con lo cual salvó la dignidad de México y permitió que la política norteamericana fuera menos exigente y buscara en su beneficio la amistad mexicana. Se apresuró a hacer los pagos que se debían a los Estados Unidos, con los cuales mostró la buena voluntad del gobierno; propuso varios medios para lograr la pacificación de la frontera sin comprometer la soberanía de la nación; los préstamos forzosos desaparecieron al establecerse la paz y el problema de la zona libre se resolvió en la medida que los Estados Unidos se industrializaron y en vez de importar exportaron hacia México sus productos. Con su tenacidad, Vallarta logró el reconocimiento de Alemania, El Salvador, Guatemala, Italia y España y también posteriormente de Francia, y respec­to a los Estados Unidos, que retardaron ese reconocimiento, señalaba que el gobierno de la República creía indecoroso solicitar como gracia un reconocimiento que se le debía por justicia. Apoyándose en Europa, México con­solidó su posición defensiva y logró que Norteamérica suavizara sus pretensiones y que viera en México un país en el cual sus inversiones podrían ser provechosas.

 

La economía.

 

Ese viraje en la política permitió a Méxi­co obtener ventajas económicas muy importantes que fortaleció con su estabilidad.

 

Correspondió a Matías Romero, quien sirvió con eficacia en el régimen juarista, encargarse en un principio de las finanzas de este nuevo periodo. Romero trató de concentrar en la Secretaría de Hacienda la labor conta­ble y de recaudación que realizaban diversas dependencias con el fin de simplificar la or­ganización hacendaria y presentar una cuenta completa y exacta. La ley de 18 de noviem­bre de 1873 fue el resultado de sus esfuerzos para ajustar la labor hacendaria a los precep­tos constitucionales y hacer fluido y efectivo el sistema hacendario, el cual mejoró en la administración siguiente de Manuel González y se perfeccionó en los posteriores períodos de Díaz.

 

Unido muy íntimamente a la organiza­ción hacendaria estuvo el problema ya per­manente del presupuesto, que se presentaba siempre deficitariamente. La revuelta de Tux­tepec acarreó un descenso en los ingresos y ­un aumento en los egresos que se requerían para sostener al ejército que aseguraba la paz. Pesaban también muy gravemente sobre ese presupuesto y el crédito nacional: la deuda flotante, las asignaciones para cubrir préstamos y anticipos con altos intereses, las sub­venciones a las compañías constructoras de los ferrocarriles, telégrafos y líneas de navegación.

 

Preocupación de Romero y sus seis sucesores fue lograr el equilibrio presupuestal, en lo que luchó a partir de 1877.

 

Más afortunado en sus gestiones fue Vi­cente Rivapalacio, secretario de Fomento, quien a pesar de contar con una economía muy lánguida puso las bases del desarrollo material de México. Rivapalacio favoreció la construcción de vías férreas mediante la rea­lización de las obras por el propio gobierno o mediante la celebración de contratos con los estados y también otorgando concesiones a empresas particulares. Prohibió la construc­ción de ramales alimentadores en la línea México-Veracruz de acuerdo con el proyecto del ingeniero Manuel Téllez Pizarro y de diver­sos tramos en los estados, como el de Celaya a Irapuato y el de Chalco a Amecameca y Cuautla y otras mas. Veintiocho concesiones se otorgaron a los estados entre 1876 y 1880, habiéndose construido 226.5 kilómetros de vía angosta, lo que significó un avance considerable frente a la administración de Lerdo y, además sentó las bases del notable progreso posterior.

 

Respecto a las concesiones a particulares, las más importantes fueron las otorgadas para construir vías internacionales e interoceáni­cas a compañías de capital norteamericano, concesiones que fueron vistas como peligrosas para la integridad nacional, como perju­diciales por desviar el tráfico hacia Estados Unidos y por representar un monopolio y por quedar sometida la nación a una influencia que podía tornarse amenazante.

 

Vencida la resistencia parlamentaria, el gobierno otorgó en 1880 concesión a la em­presa constructora del ferrocarril central a la Constructora Nacional y a la del ferrocarril de Sonora para que unieran las vías nortea­mericanas con las mexicanas. En ese cuatrienio se pasó de 640.3 a 1.073,5 kilómetros. Los ferrocarriles sirvieron no sólo para comuni­car provincias muy alejadas entre sí, provo­car un mayor contacto y conocimiento entre ellas, sino también para “eslabonar los mer­cados del país y convertirlos de locales en regionales, y darles, por último, una trabazón nacional. A medida que el régimen se afian­zó, aumentó el desarrollo industrial, la magnitud de la demanda y acrecentó el aumento de capitales nacionales y extranjeros en el co­mercio y la industria. Las comunidades agrí­colas autosuficientes, ricas en producciones artesanales, tendieron a desaparecer para dar paso a una agricultura latifundista producto­ra de artículos de mayor rendimiento económico y de bienes de consumo de la incipien­te, pero progresiva, industria”.

 

La minería exportaba ahora más fácilmen­te su producción de metales preciosos y de metales industriales. Europa consumía en 1877 un 57 % de esa producción; en cambio Estados Unidos sólo un 42 %. Más tarde, en 1910 ese consumo será de 22% para Europa y de 77 % para Estados Unidos. La indus­tria minera, uno de los principales ramos de la economía, trató de reorganizarse a partir de 1877. Con la opinión de los empresarios y diversas autoridades se elaboró el Código de Minería, que apareció en 1884. Hacia 1877, el capital invertido en las minas era de 826.500 pesos. Las minas del norte eran las mejor explotadas, pero casi todas ellas estaban en manos de capitales norteamericanos. Entre 1877 - 1878 la producción de plata fue de 607.037 kilogramos; la de oro, de 1.105. Para 1910, las cifras fueron de 2’305,094 para la plata y 37,112 para el oro.

 

La ganadería aumentó y con ella la concentración agraria. Los norteamericanos com­pitieron con los mexicanos en la creación de grandes fundos ganaderos en el norte, en los que se estimaba más la extensión de las tie­rras y cl número de cabezas que se criaban que los rendimientos reales. La mayor parte de la producción que se obtenía en aquellos establecimientos se exportaba y buena parte de la población nacional apenas utilizaba la leche y la carne.

 

La agricultura hacia esa época era incipiente. "No alcanzaba a satisfacer la deman­da de materias primas que la industria requería y ni siquiera cubría con amplitud las necesidades de la alimentación." Poco a poco esa situación se modificó y aumentó a partir de 1877 la producción. El maíz, alimento básico, tuvo en 1877 su rendimiento máximo, pero luego decayó y en 1892 tuvo su. mínimo. A partir de entonces tuvo que recurrirse a la importación para satisfacer las necesida­des alimenticias de la población en aumento. Malas cosechas, sequías y otros fenómenos meteorológicos provocaban escasez de gra­nos, descontentos y motines que recordaban los ocurridos en la época colonial y ponían en graves aprietos a la administración públi­ca. El trigo tampoco alcanzaba para satisfa­cer las demandas de los consumidores, cada día más numerosos. El frijol, que junto con el maíz representaba la base de alimentación de la mayor parte de la población, decreció en su producción y hubo que importarlo.

 

El campesino vivía en  mala situación. En el centro del país, el latifundio había crecido y las relaciones de producción se diversifica­ban entre propietarios y asalariados, rentis­tas y arrendatarios, aparceros y pequeños pro­pietarios que cultivaban directamente. Hacia estos años comenzó a aumentar el. número de peones acasillados, así como el número de inmigrantes que pasaban a los Estados Uni­dos en busca de trabajo mejor remunerado.

 

La agitación política.

 

El año de 1878 presentó en lo político cambios de importancia. Don Pedro Ogazón, que ocupaba la Secretaría de Guerra, fue sus­tituido por el general Manuel González, quien gozaba de privanza ante el general Díaz. Vallarta renunció asimismo a la Secretaría de Relaciones y quedó sólo como presidente de la Suprema Corte, en donde desarrolló extraor­dinaria jurisprudencia que tendía a preservar las garantías individuales de los excesos  de poder. En el mes de junio verificáronse las elecciones primarias para senadores y diputados que deberían constituir el IX Congreso Constitucional. Tagle y Benítez, que como dijimos tenían pretensiones presidenciales, maniobraron ante diversos gobernadores y lograron a través de la imposición obtener en el Congreso una mayoría que les favorecía y la cual, constituida por elementos carentes de todo prestigio y cualidades personales, se su­mió, como escribía José María Vigil, en “la más dulce inacción, gozando del bien presen­te y viendo con estoica indiferencia avanzar el porvenir”. En efecto, esos seudorrepresen­tantes del pueblo impuestos por Benítez no hacían otra cosa que trabajar desembozadamente en favor de su impositor, el cual en vista del rechazo de la opinión pública, que pesaba. bastante, tuvo que solicitar al Senado licencia para separarse de su puesto y hacer un viaje a Europa, que inició en enero de 1879. Sin embargó, el benitismo continuaba su labor y a ella se debieron las renuncias de Romero, de José Ma. Mata y del general Ig­nacio Martínez y las intervenciones en los es­tados de jalisco, Michoacán y Sonora que trataban de controlar. Por esos días, Benítez lanzó un manifiesto declarando que renuncia­ba a ser candidato a la Presidencia, a lo que lo impulsaba un grupo de aduladores y que si se sustentaba era por no hacer la guerra al gobierno, con quien no estaba muy de acuerdo.

 

A fines de 1879, el general Díaz declaró que “jamás admitiría ser reelecto, pues siem­pre acataré el principio de donde emanó la revolución iniciada en Tuxtepec”. Esta declaración, hecha para calmar la inquietud que había provocado una iniciativa de ley envia­da al Congreso por Carlos Pacheco, goberna­dor de Morelos, dio margen a que empezaran a aflorar los nombres de presuntos candidatos. El general Trinidad García de la Cadena, que gozaba de gran influencia en Zacatecas, fue el primer nombre apuntado, al que siguie­ron el de justo Benítez, quien regresó de Europa; el del general Juan N. Méndez; el de don Manuel M. Zamacona; el general Igna­cio Mejía, apoyado por los lerdistas, y el li­cenciado Ignacio L. Vallarta y el del general Manuel González, quien renunció al ministe­rio de la Guerra, pero recibió un poco más tarde el nombramiento de general en jefe de las fuerzas federales acantonadas en Michoa­cán, Guanajuato, San Luis Potosí, Colima, Jalisco, Sinaloa, Tepic y Baja California. Protasio Tagle renunció igualmente al ministerio de Justicia y fue sustituido por Ignacio Mariscal, quien había prestado excelentes servi­cios al país en los Estados Unidos y era hom­bre probo e independiente.

 

Díaz, que actuó bajo la influencia de sus amigos Tagle y Benítez, no dejó de percibir que ellos dos habían causado a su gobierno antipatías y desprestigio; se dio cuenta de que ellos favorecían la opinión de que quie­nes gobernaban eran ellos y no él y que el general no tenía reales aptitudes de estadista. Advirtió la enorme ambición de Benítez y su impopularidad, y dejándolo actuar apoyó silenciosamente a Manuel González, quien pron­to empezó a contar con adhesiones aun de benitistas arrepentidos.

 

A mediados del año 1880 verificáronse las elecciones para elegir nuevo congreso y al presidente de la República. El 25 de septiem­bre la Cámara de Diputados declaró que el general Manuel González había obtenido 11.526 votos, esto es, la mayoría absoluta y por lo tanto lo declaraba Presidente  Electo. García de la Cadena obtuvo 1.075; Benítez, 1.368; 525 Ignacio Mejía; 165 Vallarta y 76 Zamacona. Las elecciones, en las que ejerció gran presión el grupo gonzalista, se verifica­ron en medio de fraudes y violaciones al su­fragio, por lo cual El Monitor Republicano no vacilaba en declarar que "el círculo gon­zalista, unido al porfirista, tiene el señorío del cuerpo legislativo, por lo cual es natural y ló­gico que de hoy en adelante no sea más que una de tantas oficinas dependientes de la Secretaría particular del Presidente de la Repú­blica".

 

El mismo periódico diría al conocerse el resultado final: "Bueno es que recuerde el mutilado de Tecoac que no es el voto público el que lo ha llevado al poder y que tiene que hacerse perdonar esa pequeña irregularidad por medio de la justicia y del acierto en su gobierno; bueno es que no olvide que, faltán­dole esa voluntad popular, le falta la base en el poder y que esta base necesita formársela por medio de la prudencia, de la cordura y del apego a la ley".

 

El general Díaz le entregó el poder el 1 de  diciembre y se retiró acompañado de nu­merosos amigos a su casa de la calle de Santa Inés. Uno de sus partidarios más adictos, que había sido designado director del diario oficialista La Libertad, Justo Sierra, le rindió en su alocución amplios elogios.

 

El gobierno del general Manuel González.

 

La política.

 

El 1 de diciembre de 1880, ante el Congreso de la Unión, el general Manuel Gonzá­lez rindió la protesta de ley como Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos. Su gabinete lo integró con Ignacio Mariscal como encargado de la Secretaría de Relaciones; Francisco Landero y Cos, de la de Hacienda; Ezequiel Montes, de la de Justicia e Instrucción Pública; el  general Jerónimo Treviño, de la de Guerra; don Carlos Díez Gutiérrez, en Gobernación, y el general Por­firio Díaz en la de Fomento, puesto que sólo ocupó durante un mes, ya que se separó de él en enero de 1881. Lo sustituyó el general Carlos Pacheco.

 

Manuel González al ascender a la primera magistratura trató de continuar la labor que Díaz iniciara de consolidación de la paz, de conciliación de todos los grupos políticos y de progreso material y espiritual. Aniquilados los consejeros de Díaz Benítez y Tagle; terminados los intentos lerdistas de subleva­ción y contando con el apoyo de don Porfi­rio, González hizo un gobierno personal apo­yándose en los elementos que el país presen­taba. A sus anhelos conciliatorios se debe que haya utilizado a Ignacio Aguilar y Marocho, uno de los conservadores más prominentes, así como a los jóvenes liberales, entre quienes se contaba Justo Sierra, creadores del llamado partido científico, que tanta influencia tendría en los años posteriores. El Congreso también componíase de representantes de to­dos los sectores, pues en sus escaños convi­vían Manuel Dublán, conservador como Aguilar y Marocho; Manuel Romero Rubio, tránsfuga del lerdismo; Joaquín Alcalde, leal partidario de Iglesias, y los jóvenes e impetuosos porfiristas Justo Sierra, Francisco Bul­nes y Rosendo Pineda. Separado de ellos y muy ligado al  presidente se encontraba don Ramón Fernández, quien ocupó más tarde el gobierno del Distrito. Hombre de todas las confianzas del general, pero sin que influyera política o intelectualmente en él, Fernández fue el hombre dúctil, inmoral, que solapó las especulaciones y las liviandades de su superior, concitándose por ello la antipatía del pueblo.

 

Políticamente González no fue más limpio ni mas desinteresado que sus antecesores, pues continuó el sistema de fraudes electora­les, de imposición de sus candidatos y de intervención descarada en la política estatal, como ocurrió en Jalisco. Porfirio Díaz, acu­sado de influir en la administración gonzalis­ta, retiróse a Oaxaca, en donde fue electo go­bernador del estado en 1881, desarrollando interesante labor en materia educacional y de comunicaciones. En ese puesto, que ocupó poco tiempo, pues dejó en manos del general Mariano Jiménez el gobierno en 1883 utilizó su experiencia  y adquirió mayor experiencia política. Su regreso a México lo marcó el ini­cio de la campaña para suceder al presidente González.

 

Leal a Díaz, pero sin someterse a su in­fluencia, pues éste le dejó actuar con libertad ya que le interesaba que corriera su propia suerte, González ejerció un gobierno personal en el que pesaron más las conveniencias del momento, los intereses económicos en juego, las soluciones irreflexivas a los problemas in­mediatos y no una política congruente, fir­me, de largo alcance. Aprovechó González el amplio ritmo de desarrollo que México había cobrado desde la restauración republicana y que aumentó en el período inmediato del general Díaz, lo acrecentó y se aprovecho de él, pero dando resoluciones torpes que compro­metían la economía del país. Es evidente que González, cuando tuvo serias dificultades, principalmente hacendarias, como la que produjo la emisión de moneda de níquel y el arreglo de la deuda inglesa, aconsejadas por sus ayudantes, supo rectificar evitándose ma­yores dificultades. También atendió los apremios de la opinión pública, como lo eviden­cio su oposición a que el general Mier y Terán, apoyado por Díaz, fuera electo como senador, pero cuando sus opositores aumen­taron sus ataques, trató de frenar la libertad de prensa modificando el articulo 7° de la Constitución para que los transgresores fue­ran consignados a los tribunales ordinarios y no a los jurados especiales. Pese a la modificación de ese artículo, la prensa amorda­zada le atacó con saña cuando lo mereció y la oposición parlamentaria, en la que se contó a Vicente Rivapalacio, controvertió su con­ducta y decisiones.

 

A mediados de noviembre de 1881 su go­bierno sufrió la primera crisis ministerial. Don Francisco Landero y Cos, secretario de Ha­cienda y quien había tratado de evitar el dé­ficit presupuestal estableciendo un sano equilibrio en las finanzas, fue eliminado y en su lugar quedó el oficial mayor Fuentes y Mu­ñíz, quien se plegaba en todo a los designios hacendarios que se fraguaban en Palacio. Poco tiempo después renunció el secretario de Gue­rra, el general Jerónimo Treviño, que gozaba de gran prestigio dentro y fuera del país y tenía demasiada fuerza e influencia como para oponerse a González. Su retiro obedeció a que el oficial mayor, general Francisco To­lentino, quien defeccionó del lerdismo para pasarse a los tuxtepecanos días antes de su triunfo, apoyado por el presidente, daba órdenes independientemente del secretario. Tre­viño, casado con la hija del general norteamericano Ord, retiróse a Monterrey a princi­pios de 1822.

 

Francisco Tolentino, hábil instrumento de González, actuó en Jalisco en contra del gobernador Fermín Riestra, poco adicto al gobierno central, y más tarde desgobernó ese estado. Sustituyó al general Treviño otro nor­teño, ex compañero de Díaz y de Gonzá­lez en sus revueltas, el general Francisco Na­ranjo, amigo del dinero fácil y de la vida licenciosa y, por tanto, simpatizante del presidente.

 

El tercer ministro eliminado fue el de Justicia, el ameritado Ezequiel Montes, quien trató de cuidar que el gobierno no violara impunemente las garantías individuales, princi­palmente al verificar la leva conque se integraba el ejército. Montes, persuadido de que el sistema de leva no sólo perjudicaba la formación del ejército convirtiéndolo en un ejér­cito de forzados, sino también a la sociedad, muchos de cuyos miembros, los más humil­des e indefensos, eran víctimas de la animadversión y del afán de lucro de muchos influ­yentes, envió al Congreso una iniciativa de ley que reglamentaba el artículo 102° de la Cons­titución. En ella el ministro señalaba que: "La impunidad en que hasta hoy han quedado las autoridades violadoras de las garantías no puede más tolerarse si el amparo ha de producir los efectos que la Constitución le dio. Para que esta sabia institución sea, no sola­mente el escudo de los derechos naturales del hombre, sino aun una garantía de la paz, pues­to que ésta en mucho depende del respeto a esos derechos, es preciso que sea castigado el que se atreva a violarlos". Los esfuerzos de Montes y los de diversos jueces de Dis­trito para contener las arbitrariedades del eje­cutivo y de diversos jefes militares, predis­pusieron a Montes con el ministro Naranjo, por lo cual el 31 de marzo de 1882 renunció Montes a su puesto. Le sustituyó el licencia­do Joaquín Baranda, antiguo lerdista culto e inteligente, pero, necesitado de congraciarse con el régimen, se disciplinó y toleró que la justicia se plegara a los caprichos políticos. En la Suprema Corte, ese estilo de cosas apareció también. Los nombramientos como magistrados de Miguel Auza, Guillermo Va­lle y Moisés Rojas revelaron que ese alto tri­bunal había perdido mucho de su prestigio y libertad. La renuncia que Ignacio L. Vallarta hizo de su puesto de presidente de la Corte se debió a ese mismo hecho.

 

González, hombre impetuoso, viril, amigo del placer y del dinero, contrastó con sus an­tecesores, que habían sido austeros, sencillos, de vida particular recatada y digna. Casado con doña Laura Mantecón, pronto la aban­donó y su intemperancia y amoríos con Jua­na Horn y Julia Espinosa fueron comentados por la sociedad pacata de la época, lo mismo que la pasión que le encendió la francesa o circasiana que tenía en su hacienda de Chapingo, las embozadas que entraban a palacio por las noches, así como sus continuas em­briagueces con sus amigos Lalanne, Fernán­dez, Carmona y otros. Sus haciendas de Lau­reles en Michoacán, Chapingo, Santa María Tecajete en Hidalgo y las de Tamaulipas; sus amplias propiedades a un lado de Peralvillo y otras colonias de México que crecía; sus especulaciones en torno de la creación de los Bancos y la emisión del níquel, todo eso habido en muy poco tiempo, con el ansia de poder y dinero inextinguible que tienen muchos políticos, le valieron la antipatía de la población, quien le criticaba solapada y aun abiertamente.

 

Con estos elementos, que no le beneficia­ron en nada, Manuel González va a enfrentarse a serios problemas que a su adminis­tración se le presentaron.

 

Política exterior.

 

En el campo de la política exterior, tene­mos la controversia suscitada con Guatema­la. Gobernaba a la República de Guatemala Justo Rufino Barrios, de ingrata memoria, quien, como todo tiranuelo, desviaba el descontento que producía su mala administración con actitudes expansionistas y demagógicas.

 

Ansioso de poder y popularidad y malaconsejado por grupos antimexicanos, trataba de afianzar su dictadura con el apoyo del gobierno norteamericano. Justo Rufino Barrios reclamaba a México, a base de una interpre­tación absurda  de  la historia de las relaciones entre los dos países, y con una argumen­tación jurídica totalmente inválida, la devolución de las provincias de Chiapas y Soconusco que desde el mes de septiembre de 1824 habían declarado, a base del libre principio de autodeterminación de los pueblos, anexarse a México y formar parte de la República mexicana como un estado más de nuestra federación, deseo que ratificaron con posterioridad a 1838, cuando se disolvió la República de Centroamérica, habiendo en 1840 pedido Soconusco su reincorporación a Chiapas y por tanto a México, lo cual fue aceptado por el Congreso. Más aún, en los años 1877 y 1879, Guatemala se comprometió a que comisionados de los dos países realizaran una serie de trabajos destinados a fijar con exactitud los limites entre las dos repúblicas, evi­tar el paso ilegal de uno a otro país, evitar la comisión de delitos en esa zona fronteriza, principalmente el paso de grupos armados merodeadores. que ocasionaban frecuentes daños en las poblaciones mexicanas. México estaba interesado en contener también la intro­misión de ingleses por el territorio de Belice y evitar que Gran Bretaña siguiera incitando a los indios de Yucatán y Quintana Roo a la rebelión.

 

Barrios deseaba reconstituir la unidad centroamericana a base de anexiones y para ello quería ocupar Chiapas y Soconusco como principio de anexarse después Costa Rica y El Salvador, que se opusieron a sus desig­nios. Para realizarlo, Barrios pulsó al gobier­no norteamericano, encabezado por el  presi­dente J. A. Garfield, quien tenía como encar­gado del Departamento de Estado a James Blaine, que favorecía una política expansio­nista. Los Estados Unidos vieron con buenos ojos los deseos de Barrios, que solicitaba su ayuda, pues eso le permitía intervenir más hondamente en Centroamérica.

 

Fue en su mensaje presidencial del 16 de septiembre de 1881 cuando el presidente Gon­zález dio a conocer a la nación las dificulta­des con el vecino país, acerca de lo cual encontró apoyo en el Congreso, que declaró por boca de su presidente: “La Representación Nacional aprueba los esfuerzos que el Poder Ejecutivo ha hecho para llevar a buen término y procurar solución honrosa a situación tan punible y puede estar seguro de que en ese sentido, así como en el sentido de la dignidad y del derecho de la República, contará siempre con el decidido apoyo del Poder Legislativo”.

 

Ignacio Mariscal, quien dirigía las relaciones exteriores, recibió de parte del ministro de los Estados Unidos en México, Philip B. Morgan, una comunicación en la que éste le informaba que su gobierno, atendiendo la petición guatemalteca, había creído conveniente actuar como consejero desinteresado en la disputa con Guatemala, pues estaba conven­cido "de los peligros que correrían los prin­cipios que México ha defendido tan señala­damente y con tan buen éxito, si viera con desprecio los límites que la separan con sus vecinas más débiles, o si se recurriera al uso de la fuerza para ejercer derechos sobre un territorio en disputa, sin la debida justifica­ción de títulos legítimos...". El secretario Mariscal, al informarse de las pretensiones nor­teamericanas, respondió que México no acep­taba ni siquiera discutir los derechos que tenía sobre Chiapas y Soconusco, los cuales integraban libremente la federación y que tam­poco creía aceptable admitir la actuación de un árbitro en ese asunto que no lo requería.

 

Como al poco tiempo el presidente Gar­field fue asesinado, le sucedió Chester Arthur quien nombró como secretario de Estado a Frederick Frelinhuysen, llevando ambos una política más conciliatoria. México, por otra parte, destacó a Matías Romero, hombre que gozaba de influencia y estima en los Estados Unidos y el cual, ligado por amplia amistad con el general Grant, convenció tanto a la opinión pública cuanto a los políticos yankis, de la justicia de México y de las desmedidas ambiciones de Barrios. Este, pese al envío de su canciller, Lorenzo Montúfar, y del viaje que él mismo hizo a Washington, no logró que los Estados Unidos impusiesen a Méxi­co su intervención como árbitro en una dis­puta improcedente. Más aún, aceptó, no del todo convencido, pues más tarde crearía nue­vas dificultades, firmar con Romero, quien estuvo debidamente acreditado, una conven­ción preliminar en la que se indicaba que “la República de Guatemala prescinde de la discusión que ha sostenido acerca de los dere­chos que le asistan al territorio de Chiapas y su departamento de Soconusco”. México evitaba así no sólo perder una porción de su territorio, sino también someterse a la inter­vención de un extraño en una disputa injusta. La posición de México quedó bien senta­da y el gobierno de González obtuvo por ello el apoyo de la opinión pública.

 

La economía.

 

Si el gobierno pudo acreditarse como celoso defensor de su territorio, no pudo esca­par a que se le tildara de derrochador, de es­peculador y de deshonesto en el manejo de los fondos públicos.

 

La situación hacendaria, que desde los regímenes anteriores era deficitaria, llegó du­rante la administración de González a ser las­timosa. El país, en cuya economía se tenían tan fundadas esperanzas, no contaba con cré­dito suficiente para demorar el pago de la deuda exterior y para solicitar empréstitos del exterior, con los cuales pudiera impulsar las obras públicas, tanto las ya iniciadas como las nuevas. La deuda pública había vuelto a convertirse en un espectro que era necesario disipar; se necesitaban instituciones de cré­dito solventes y requeríase establecer un equi­librio entre egresos e ingresos.

 

El año 1881 fue de dificultades financie­ras grandes, pero en 1882 esas dificultades aumentaron al grado que el propio presiden­te tuvo que señalar en su mensaje las dificul­tades financieras existentes y solicitar al Congreso la aprobación del presupuesto anual, que era muy desequilibrado. Para solventar esas diferencias, el Estado recurría a los prés­tamos de pronto reintegro que aumentaban la deuda pública y le imposibilitaban  cubrir los gastos de la lista civil, pues era necesario pagar capital e intereses, preferencialmente a los prestamistas. Independientemente de que los gastos imprescindibles hubieran aumentado, resultaba patente que existían fugas y despilfarro del dinero obtenido, de que se cul­paba a funcionarios muy importantes de la administración pública. Que esa opinión exis­tía se revela en los editoriales de la prensa periódica, como los de El Monitor Republi­cano, que a principios de 1882 comentaba:

 

“Síntoma de futuros trastornos es el des­contento que reina al presente en todas las clases sociales, así en el proletario como en el capitalista, así en el hombre político como en el hombre de negocios. Puede decirse que nadie escapa al disgusto general provocado por el espectáculo que diariamente ofrecen los individuos del Gobierno levantando sus fortunas y hollando las leyes, medrando en las empresas de mejoras materiales y restringiendo las libertades públicas, descuidando dar estudiada dirección al movimiento imprevisto que se opera en el país y menosprecian­do las cuestiones administrativas y los pro­blemas sociales que requieren urgente solu­ción. Solamente a los empleados no causa disgusto este estado de cosas, si bien pare­cen, más que contentos, resignados a no recoger del festín del presupuesto más que las migajas de los ricos manjares que sólo engullen los altos personajes y los favoritos”.

 

Esa situación llevó al país a una fuerte crisis financiera que se marcó principalmente de 1882 a 1884, año este último en el cual el secretario de Hacienda declaró que con doce millones de ingresos era imposible cubrir los treinta y tantos que los egresos requerían. Frente a esta situación, al gobierno no le quedaban más recursos que reducir los gastos, aumentar los impuestos y recuperar el crédi­to. Parte de esto trató de realizar la adminis­tración gonzalista, pero con poco éxito.

 

En el aspecto crediticio y de emisión de numerario, advertiremos que desde el año 1864 funcionaba en México el Banco de Lon­dres y México, que emitía billetes hasta el límite de su capital pagado. Este banco "in­trodujo por primera vez a nuestro comercio los billetes al portador y a la vista y educó a nuestros industriales y capitalistas en la es­cuela práctica de las teorías modernas". En 1879, un decreto presidencial autorizó al Mon­te de Piedad a “expedir certificados impresos como justificantes de los depósitos confiden­ciales que aquel establecimiento recibiera, los cuales debían ser reembolsables a la vista y al portador, pudiendo llegar el monto de la emisión hasta el importe total de los fondos del Montepío”. El Monte fue autorizado igualmente a operar como banca de emisión.

 

Cuando, a partir de 1880, aumentó el in­greso de capitales motivado por la realización de las obras de infraestructura, el gobierno, para apoyar ese ingreso que necesitaba vitalmente, “apoyó a los capitalistas locales y a los inversionistas extranjeros interesados, otorgándoles concesiones y estímulos especiales para que establecieran un gran banco privado de emisión, depósito y descuento, capaz de servir al mismo tiempo como instru­mento de la política hacendaria del Estado”. Con este fin, en agosto de 1881 don Fran­cisco Landero y Cos firmó un contrato con Eduardo Noetzlin, representante del banco Franco-Egipcio de París, para establecer el Banco Nacional Mexicano. Este debería tener un capital de veinte millones como mínimo, pero se le autorizó que iniciara sus labores con tres. Podía emitir billetes pagaderos al portador, a la vista y de circulación volun­taria en cantidad triple al importe de la exis­tencia en metálico, billetes que recibiría el go­bierno como efectivo. El Banco otorgaba al Estado una cuenta corriente hasta por 8’400,000 al mes, con la condición que al cerrarse el año fiscal el saldo no excediera de 4’000,000. El interés que pagaría sería del 4 al 6 %. Aun cuando se reservó para los in­versionistas mexicanos una participación has­ta del 28 % en el capital social, no hubo demasiado interés en adquirir acciones.

 

En 1882 se creó el Banco Mercantil, Agrí­cola e Hipotecario con capital español y que también fue un banco emisor. Además de éstos se fundaron el Banco Hipotecario y el Banco de Empleados, que se subsumieron en el Banco de Londres y México.

 

El año 1884 México, ligado ya aun cuando incipientemente con el capital extranjero, sufrió las repercusiones de las crisis interna­cionales. La situación fue tan grave, que nu­merosas casas comerciales quebraron y el débil sistema bancario mexicano tuvo que la­mentar graves dificultades. Muy deteriorado salió el Monte de Piedad, quien, pese a diversos préstamos que se le concedieron, no pudo redimir en metálico sus billetes. Ante esa crisis, el 6 de abril de 1884 tuvieron que fundirse el Banco Nacional Mexicano y el Banco Mercantil y dar origen al Banco Na­cional de México, el cual abrió a la Tesorería General de la Federación una cuenta corriente hasta por 8’000,000 de pesos con interés anual del 6%.

 

Este Banco, escribe Fernando Rosenzweig en su interesante estudio Moneda y Bancos, obtenía así las siguientes ventajas:

 

El go­bierno se comprometía a no autorizar la crea­ción de nuevos bancos de emisión en la República, y obliga a los ya establecidos a una concesión federal;

 

En él podrían depositarse el dinero a los valores ordenados por ley o mandamiento judicial;

 

El banco quedaba encargado por el gobierno del manejo de los fondos para el servicio de la deuda pública interior y exterior, y, en general, de todos los pagos que deseara el gobierno en el extran­jero; por último,

 

Las oficinas federales no podrían recibir en pago de impuestos o rentas de la federación billetes de ningún esta­blecimiento de crédito creado o por  crear, distinto del Banco Nacional, ni papel moneda de ninguna clase.

 

La creación de esta ins­titución benefició no a la administración de González, sino a la subsecuente de Porfirio Díaz, quien pudo liberar para los gastos necesarios el 60 % de los ingresos normales, con lo cual la situación hacendaría se benefició grandemente.

 

Ante la carencia de moneda, principalmen­te la fraccionaria, que era de cobro y que por la depreciación de la plata había aumentado su valor, y ante el hecho de que el crédito del gobierno ante el Banco Nacional se había agotado, el ministro de Hacienda decidió emi­tir moneda  fraccionaria de níquel, con la cual pensaba podía tener, emitiendo 4’000,000 de pesos una utilidad de 2’000,000. Como a esa moneda se le dio un valor intrínseco muy bajo y no se puso un límite a las cantidades que había que recibir y como además se lan­zaron al mercado grandes cantidades y a ciertos comerciantes se les vendió esa moneda con descuentos del 10 al 30 %, lo cual per­mitía a éstos pagar sus adeudos al gobierno perdiendo éste gruesas sumas con ello, se produjo un marcado descontento en el pue­blo, que culminó en el motín del 21 de diciembre de 1883, el cual fue tan grave, que obligó a la Secretaria de Hacienda a retirar el níquel de la circulación.

 

Como consecuencia de en motín, fueron encarcelados los generales Vicente Rivapala­cio, Tiburcio Montiel, Aureliano Rivera y Cosio Pontones, a quienes se acusó de haberlo incitado a través de sus artículos periodísti­cos, de sus intervenciones en el Congreso, pues Rivapalacio era diputado y Montiel ac­tuaba en los jurados populares. Detenidos en la prisión militar de Tlatelolco, fueron liberados posteriormente.

 

Descontento igual, que  degeneró también en tumultos en los que hubo numerosos muertos y heridos, fue el que originó el deseo del gobierno de arreglar la deuda inglesa. En efec­to, México, que necesitaba el reconocimiento de la Gran Bretaña para poder utilizar sus capitales, por entonces los únicos disponibles en el mando, debía antes de obtenerlo tratar de cubrir un viejo adeudo que databa desde los años posteriores a la independencia y que en ese momento llegaba a la cantidad de 89’000,000 de pesos. Para liquidar esa deuda, la administración convino con Eduardo Noetz­lin en realizar "una conversión de las obliga­ciones existentes" poniendo el resto de los bonos a disposición del gobierno.

 

Si el deseo de cubrir la deuda era saluda­ble y necesario, pues como hemos dicho México requería no sólo el reconocimiento in­glés, sino sus capitales, la forma de manejar la conversión dejó mucho que desear, pues se estipuló la emisión de una cantidad mayor de bonos de lo que sumaba la deuda, los cuales se emplearían: "para el arreglo de ciertas obli­gaciones por ciertas deudas interiores de la República, para el pago de la remuneración y gastos de la Comisión desde que se orga­nizó... y los gastos de los agentes especiales ocupados en la conversión y los que deven­guen los encargados de llevarla a cabo". Vein­titrés millones y medio representaba ese exceso, el cual no podían tolerar ni la economía ni el pueblo, pues no se justificaban en forma alguna.

 

Como las arbitrariedades y malos mane­jos de varios funcionarios ya habían desper­tado fuerte descontento, éste se manifestó en pequeños grupos de oposición parlamentaria. En el Congreso figuraban algunos represen­tantes independientes como Eduardo Viñas, Fernando Duret, Salvador Díaz Mirón, Joa­quín Verástegui, Manuel Sánchez Facio, Alberto García Granados y el anciano y patrio­ta Guillermo Prieto, quienes se opusieron al núcleo gobiernista, entre quienes estaban Jus­to Sierra, Francisco Bulnes y otros. Acalora­dos debates se desarrollaron a  partir del mes de noviembre de 1884 en torno del proyecto, debates que desbordaron el recinto parlamentario y continuaron en las calles y plazas, en las cuales jóvenes estudiantes, como Diodoro Batalla, atacaban con virulencia al gobierno corrompido. Fue el descontento popular que agitó las conciencias de los capitalinos y oca­sionó desórdenes el que dio lugar a actos re­presivos por parte del gobierno, los cuales provocaron la indignación ciudadana, al gra­do que, el 20 de noviembre, el presidente en­vió a la Cámara una proposición mediante la cual "suspendía la discusión del dictamen relativo al Convenio Noetzlin para el arreglo y conversión de la deuda pública".

 

Otros aspectos económicos que hay que mencionar y en los cuales puso énfasis aun cuando sin mucho acierto la administración gonzalista fue el de la colonización. La nece­sidad de hacer rendir más eficazmente la tierra, de estimular al campesino mexicano a transformar sus viejas formas de vida, mu­chas de ellas engendradas por la miseria ma­terial y espiritual en que vivían, llevó a pen­sar a Carlos Pacheco, ministro de Fomento, en favorecer la emigración de campesinos ex­tranjeros, principalmente italianos. El reclu­tamiento de los mismos se puso, como había ocurrido en proyectos anteriores, entre otros los de Tadeo Ortiz, en manos poco escrupu­losas. El gobierno adquirió amplios terrenos en Veracruz, Puebla, Morelos, San Luis Po­tosí, en donde se establecieron colonias de inmigrantes que comenzaron a llegar desde octubre de 1881. Las colonias de Manuel González, cerca de Huatusco; la Carlos Pa­checo en Mazatepec, Puebla; la de Ojo de León en San Luis Potosí; la de Chipilo en Puebla, etc., iban a concentrar un total de 2.000 a 3.000 individuos. El Estado se com­prometía a pagar 50 pesos por cabeza, gastos de transporte y una subvención de unos 25 centavos por día y durante un año, lo cual representaba en el menguado presupuesto de 1881 - 1882, 400.000 pesos; para el de 1882 - 1883, 1.040.000 pesos y de 2.240.000 para 1883 - 1884. Mal llevado este asunto, no todas las colonias prosperaron. Los sitios en que se establecieron eran insulares y aisla­dos, por lo cual muchos de los colonos emi­graron a los Estados Unidos y a las ciudades de importancia en México, quedando en algunas, como en las de la Sierra de Puebla, grupos de colonos laboriosos y trabajadores que se mezclaron con la población mexicana. Descendiente de esos pobladores es la familia Lombardo Toledano y otras más que han intervenido de un modo activo en la vida de México.

 

Más efectiva fue la acción de Manuel González en el campo de las obras materiales, principalmente en la ampliación de la red ferroviaria. Favoreció ese deseo el hecho de que las líneas norteamericanas al oeste y al Sur se concluyeron y tocaron diversos puntos de nuestra frontera. El  Southern Pacific, el At­chison Topeka and Santa Fe, el Texas and Pacific, el International and Great Northern, el Galveston, Houston and San Antonio llegaron a El Paso en 1881 y a Nogales en 1882. Forzoso era conectar con ellas las líneas me­xicanas, la del Ferrocarril Central, la de la Constructora Nacional y la de Sonora. La del Ferrocarril Central logró entre 1880 - 1884 ten­der la mayor extensión de vía, 1.970 kilómetros.

 

Para marzo de 1884 se había terminado la obra y se podía ir en tren hasta Chicago. La Compañía Constructora Nacional, que consolidó, como la del Central, varías concesiones, tendió 1.164 kilómetros de vía disper­sos en siete tramos. El ferrocarril de Sonora tendió 442 kilómetros de vía desde la frontera hasta el océano Pacífico. Trabajóse igual­mente con intervención del gobierno en la construcción de un ferrocarril que cruzase el istmo de Tehuantepec, y en comunicar diver­sas poblaciones del interior y en el sureste, Yucatán y Campeche. Sumados los distintos trazos, durante el cuatrienio gonzalista el país llegó a contar con un total de 5.731 kilómetros de vías, lo cual aumentó 4.658 nuevos a los 1.073 existentes.

 

Igual auge se tuvo en la construcción de ferrocarriles urbanos y suburbanos.

 

Este aumento, como el de muchos otros renglones, en que se manifestó el progreso del país se debió en buena medida al ingreso de capitales extranjeros, principalmente norteamericanos, pues los europeos sólo pudieron obtenerse con posterioridad. Esas  inversiones que se utilizaron en los ferrocarriles tam­bién lo fueron en el aumento de la red telegráfica, en el tendido del cable submarino Veracruz-Galveston y en las empresas mineras, principalmente las del norte del país. Poco se empleó en la agricultura. El aumento del capital norteamericano va a preocupar, por las consecuencias que generaba, tanto a los polí­ticos mexicanos como también a determinados capitalistas europeos, quienes empezaron a considerar con atención y envidia que perdían muchas posibilidades de obtener de México buenas ganancias.

 

La sucesión.

 

Al finalizar el año de 1883, ante los ojos de los políticos se abría una amplia incógnita. ¿Quién iba a suceder al general Manuel González en la Presidencia de la República? ¿Volvería el general Porfirio Díaz al poder o surgiría un candidato que arrastrara al pue­blo a votar por él? Eclipsados los palaciegos intrigantes Benítez y Tagle, que sintieron que Díaz les había vuelto la espalda, tampoco que­daban hombres prominentes entre los anti­guos juaristas, pues el general Ignacio Mejía, aun cuando gozaba de simpatía, estaba ausente. Rocha había marchado a Europa, Co­rona se encontraba en el Occidente, así que entre los militares del lerdismo había pocas posibilidades de encontrar un candidato. Quedaban en el campo de Marte tan sólo Trinidad García de la Cadena y Jerónimo Treviño, muy dados al descontento. En el campo de los civiles, únicamente Ignacio Luis Vallarta podía tener algunas pretensiones, así como Vicente Rivapalacio. Ante ese panorama, abríase a la ambición de Díaz una nueva posibilidad de volver al poder.

 

El grupo gonzalista no podía ofrecer con­tinuador alguno. Ramón Fernández no pudo ser un buen candidato pese a la buena obra material que realizó en el Distrito Federal, asesorado por hombres de valía como Ma­nuel María Contreras y también por hombres de aficiones económicas como José Ives Limatour, quien empezó a figurar en política .La gestión de Fernández hizo posible el alineamiento de varias calles, como la de Cinco de Mayo, y la mejoría en las calzadas de la Piedad, Tlalpan, Niño Perdido y Peralvillo. Inició la introducción del agua potable desde Santa Fe y el Desierto de los Leones, e inau­guró el sistema de alumbrado eléctrico en 1881. Junto a esas realidades corrió paralela la especulación en la distribución de solares dentro de la ciudad y la fuga de los dineros nacionales.

 

Manuel González, al ascender a la Presi­dencia apoyado por su compadre y amigo el general Díaz, se comprometió a dejarle el po­der al término de su período. González era hombre leal y sincero, y comprendió también al final de su cuatrenio, que no fue muy feliz, que no podía enfrentar ningún amigo suyo al general Díaz, ni tampoco pensar como algu­nos sugirieron en la reelección. Así, ante el hecho de que algunos politiquillos acelerados postularon en diversos periódicos, en 1883, al general Díaz para ocupar la Presidencia en el periodo 1884 - 1888, el partido gonzalista tuvo que  apoyar su candidatura  como única posible.

 

El general Porfirio Díaz había perdido en el mes de abril de 1880 a su esposa, doña Delfina Ortega, dama discreta y de grandes cualidades. Para 1883 había conocido, al fre­cuentar la casa de Manuel Romero Rubio, a una de sus hijas, Carmen, bella e inteligente, de gran trato social, tal cual convenía a un político importante, con la que casó en ese año. Un viaje a los Estados Unidos en unión de su suegro afianzó la amistad del joven general y del viejo político, ducho en maquina­ciones y con gran influencia entre elementos lerdistas y de otros matices y principalmente con la vieja oligarquía. Eso convenía a Díaz, pues así afianzaba en amplias capas su fuer­za política.

 

Al sobrevenir las elecciones en 1884 para elegir presidente, el país no se conmovió. Es­taba hastiado del régimen de González y Díaz aparecía como el reconstructor, el salvador de la bancarrota y del desprestigio, pero no escapaba a la conciencia pública que el regreso de Díaz era algo ya fraguado, algo que se había maquinado y por tanta el entusiasmo en los comicios fue nulo. Díaz, presionado por sus partidarios a lanzar un programa de gobierno, fue cauto, pues por un lado no qui­so presentar nada que pareciera una crítica abierta a la feneciente administración de Gon­zález, ni tampoco quería suscribir todos los puntos del Plan de Tuxtepec, ya que las cir­cunstancias habían cambiado y su experien­cia le mostraba que había que rectificar al­gunos principios.

 

Al efectuarse las elecciones primarias en el mes de junio, y las secundarias en julio, los resultados indicaron que Díaz había obtenido 15.776 votos contra 289 emitidos en favor de otros candidatos.

 

Bibliografía.

 

Apuntes para la biografía del general de División Manuel González, México, 1879.

 

Bravo Ugarte, J. Historia de México (3 vols.), México, 1941.

 

 

León-Portilla, M.. et al. Historia documental de México (2 vols.), México, 1964.

 

Prida, R. ¡De la dictadura a la anarquía! Apuntes para la historia política de México durante los últimos cuarenta y tres años (1871 - 1913), México, 1958 (2ª  ed.).

 

Quevedo y Zubieta. S. Manuel González y su gobierno en México; anticipo a la historia típica de un presidente mexicano, Madrid, 1928 (3ª  ed.).

 

Rivapalacio, V. México a través de los siglos (5 vols.), México, 1896.

 

Sierra, J. Evolución política del pueblo mexicano, ed. establecida y anotada por E. O'Gorman, México. 1948.

 

Sierra, J. et al. México, su evolución social (3 vols.), México, 1901.

 

108.            Segundo período presidencial de Díaz e inicio de su reelección hasta 1910.

 

La política interna.

 

El general Porfirio Díaz, héroe de la Car­bonera, de Miahuatlán, del 2 de Abril y de otras batallas, al recibir la presidencia por segunda vez de manos del general Manuel Gon­zález, el "héroe de Tecoac", oyó con impa­ciencia contenida que el general González había gobernado observando estrictamente la Constitución; defendido con dignidad y ener­gía los derechos de México en sus relaciones exteriores; protegido y fomentado las mejo­ras materiales; promovido la unión de todos los buenos mexicanos, y afianzado la paz pú­blica. Más satisfecho escucho como su ante­cesor, al referirse a él y llamarle "soldado que ha defendido valerosamente la independencia y los principios liberales", le señalaba que es­taba “llamado a consumar su obra, removien­do con enérgica voluntad todas las dificulta­des; unificando al gran partido liberal y haciendo de la antigua República, pobre, dé­bil y ensangrentada, una nación libre, prós­pera y feliz".

 

Díaz, a su vez, indicó que “era un gran acontecimiento en los anales de la Patria, que el principio de la no reelección, exaltado al rango de precepto constitucional, se practi­cara con respeto y buena voluntad, bajo los benéficos auspicios de la paz”.

 

Cuidado tuvo el grupo porfirista de no avalar todo lo hecho durante la administración de Manuel González, pues todavía sonaban los gritos de "manco ladrón" y corrían por todos los rumbos las historias auténticas ­o exageradas de los latrocinios realizados por la mayor parte de los funcionarios gonzalis­tas hasta el último día de su administración. Por ello, el nuevo presidente prohijó que el diario gobiernista La Prensa deslindara la existencia del grupo porfirista que se decía que nada tenía que ver con el gonzalista.

 

Porfirio Díaz integró su gabinete con Ignacio Mariscal al frente de la Secretaría de Relaciones Exteriores; Joaquín Baranda en la de Justicia e Instrucción Pública; su suegro Manuel Romero Rubio, se encargó de la cartera de Gobernación; de la de Hacienda, el licenciado Manuel Dublán, y el general Pedro Hinojosa, de la de Guerra. En Fomento que­dó el general Carlos Pacheco. Como algunos ellos habían figurado en el ministerio de González y su labor no había sido nada efectiva, los diarios El Tiempo y El Monitor Re­publicano criticaron la integración del gabinete y aun atacaron a alguno, como a Baranda. El general José Ceballos fue designado gobernador del Distrito en sustitución de Fer­nández. Ceballos tenía fama de duro e intran­sigente, pues así se había manifestado en Yucatán y en Jalisco.

 

Una de las primeras muestras de fuerza para el gobierno la representó la elección de presidente y regidores del Ayuntamiento de la Ciudad de México, para la cual los grupos independientes postularon a Vicente Rivapalacio, a Manuel M. de Zamacona y a Ignacio L. Vallarta. El gobierno, por mano de Rome­ro Rubio, que manejaba motu proprio la política como en tiempos de Lerdo, opuso e im­puso a Francisco Gochicoa y a sus secuaces, a quienes la voz pública calificó como los "gochicochinos". Las violaciones al sufragio levantaron protestas virulentas en los perió­dicos, que señalaban que constituían una burla burda y cínica, pues se había designado como electores a los empleados de gobierno y policías y anulado la decisión popular. Esta imposición y la inmediata de los gobernadores de los estados de Puebla, Rosendo Már­quez; de México, Jesús Lallanne, el gran ami­go de González; y en Coahuila, en donde se quitó a otro favorecido del ex presidente para imponer a uno adicto a Díaz, mostró cuál iba a ser la línea política a seguir. A Manuel Gon­zález se le dio como consolación el gobierno de Guanajuato, en el que, pese a todos sus escrúpulos antirreeleccionistas, aceptó reele­girse en 1888 una vez que fue absuelto en el Congreso, por decisión de Díaz, de los car­gos de malversación que se le imputaban.

 

Cinco años más tarde, en su hacienda de Chapingo, el 8 de mayo de 1893, falleció el ex presidente, a quien por disposición de Díaz sepultaron en la Rotonda de los Hombres Ilustres.

 

Porfirio Díaz, al retomar el mando, requi­rió consolidar su poder e imponer la unidad y para ello se rodeó de los más destacados representantes de los grupos políticos exis­tentes. Había ya admitido a Romero Rubio y a Baranda y más tarde acogió a su lado a Mariano Escobedo, también del grupo lerdista. A Felipe Berriozabal, su compañero en el 5 de mayo y quien figuró como ministro de la Guerra de Iglesias, le atrajo también y abrió sus brazos a imperialistas como su paisano Manuel Dublán, a quien quiso fusilar una vez y a quien otorgó en esta ocasión el ministe­rio de Hacienda; a los generales Pradillo y Gallón y a otros políticos de diversas enti­dades, como Cantón y Olvera. No eliminó tampoco a los gonzalistas, sino que los toleró y convirtió en partidarios suyos.

 

Si en un principio se mostró intransigen­te defensor de las leyes de Reforma y aun anticlerical, poco a poco se acercó, intimó y alentó en sus ilusiones a los jerarcas más im­portantes de la Iglesia, a Labastida, Gillow, Montes de Oca, Alarcón, Mora y Del Río. Se declaró "católico apostólico romano en cuanto particular y jefe de familia"; defendió a la Iglesia en numerosos momentos, pero toleró campañas anticlericales en los diarios El Combate, El Diario del Hogar y El Imparcial.

 

Si en su primera etapa, esto es, de 1876 a 1890, con el interregno de González, inclu­sive, tremoló como bandera la no reelección, el respeto irrestricto a la Constitución de 1857 y Leyes de Reforma y también un interés marcado en el desarrollo económico del país, a partir de 1890 postuló con mayor fuerza una mejor organización económica para al­canzar la prosperidad que el país necesitaba, pero ya no se sujetó a la Constitución, sino que gobernó al margen de ella, utilizando, como lo hizo Juárez, facultades extraordina­rias que le concedía ahora sin oposición y graciosamente un Congreso impuesto, sumi­so y dócil, el cual también modificaba las le­yes al arbitrio del dictador. Sin atender a las formas institucionales ni a los preceptos legales, invadió impunemente las esferas de los otros poderes, la soberanía de los estados, aniquilando de esta suerte los restos del sistema federal y creando un cerrado centralis­mo. Los miembros de los otros poderes y los gobernadores se transformaron en meros empleados del presidente, al anular por com­pleto el sistema electoral y favorecer la exis­tencia de un partido único, el del gobierno, lo que originó que ya no violara el sufragio, sino que este se convirtiera, como bien dice Bravo Ugarte, penetrante historiador, en fic­ción del sufragio.

 

Si durante la primera administración de Díaz se eliminó a algunos políticos honora­bles a los que se tildó de díscolos, con pos­terioridad nadie pudo ingresar en la burocra­cia estatal si no se sumaba al coro de apologistas. Hubo algunos que, disgustados por esa situación, trataron de fraguar una revuelta, como los lerdistas, a quienes se sometió a balazos, y más tarde su propio com­pañero de armas Trinidad García de la Cadena, a quien se aplicó la ley de fuga en noviembre de 1886. En 1889, a los que pro­testaron por el continuismo se les persiguió y dio muerte, como al general Ignacio Martínez.

 

El continuismo, que se consideró como una necesidad para evitar la anarquía y asegurar el progreso, fue la contrapartida del an­tirreeleccionismo y ese continuismo que co­menzó teniendo un sentido paternalista ter­minó en un cerrado sistema ciego y sordo a los clamores populares, el cual no tuvo nin­guna filosofía política, pues el lema de "poca política y mucha administración", que Díaz tomó de otro funcionario, no revela sino el deseo de sacrificar el desarrollo político y social al progreso económico y al mantenimien­to de una paz basada más en el temor que en el ejercicio libre y ordenado de los derechos ciudadanos y el respeto a las institu­ciones.

 

Con Manuel Romero Rubio en el minis­terio de Gobernación, logró Díaz un perfecto control político. Romero Rubio, que si era hombre culto y de gran trato social era tam­bién ambicioso, durante algún tiempo alentó ciertas pretensiones a la Presidencia, las cua­les el mismo Díaz estimulaba, haciéndole creer que tendría alguna oportunidad, pues así se opondría a la ambición de González, que, pese a estar sometido a juicio, como hemos dicho, aspiraba a que su compadre volviera a dejar­le el poder al terminar su segundo período. Enfrentados así González y Romero Rubio, aquél comprendió que su posición era débil y se resignó a la gobernación de Guanajuato. Romero Rubio comprenderá más tarde, una vez que desapareció de la escena Trinidad García de la Cadena, que no podía pensar en eliminar a su yerno y así se consagró a llevar la política interior, apoyando el fortalecimien­to del Ejecutivo por sobre los demás poderes y haciendo que el presidencialismo centrali­zante fuera cada vez más absorbente. El 5 de octubre de 1894, después de penosa opera­ción, falleció Romero Rubio en la Ciudad de México -rodeado del general Díaz, de Rosendo Pineda, su secretario y condicional, como lo fue de Díaz, de Joaquín Casasús y Justino Fernández-, hábil político, liberal en sus ini­cios, pero al final partidario de un gobierno dictatorial, enemigo de los sistemas democrá­ticos y de la libertad de expresión. A su muer­te, ya Díaz había afianzado su poder y pudo seguir una política mazarinista como él de­cía, enfrentando a sus enemigos para que ellos mismos se destruyesen en tanto él se forta­lecía.

 

Convencido Díaz de que no tenía poderosos rivales que le hicieran sombra, pues a unos atrajo a su lado, a otros corrompió y a los más molestos o peligrosos los eliminó, gobernó procurando que el país no perdiera la paz, que la estabilidad le permitiera alcan­zar el progreso material que otras naciones poseían, las más adelantadas; y esforzándose para que al pueblo no le faltara el pan, las subsistencias que aun cuando escasas fueran continuas, esto es, cierto bienestar logrado a base de una administración ordenada, siste­mática, ocupada en una transformación del aspecto exterior del país y en obtener de fuera el reconocimiento, el crédito y el apoyo que consideró indispensable. Creyó que el es­fuerzo administrativo podía dar al pueblo las satisfacciones más apremiantes: paz, pan, me­joras materiales, trabajo y que con ellos sería feliz. Que la unidad en el mando posibilitaría ese hecho y que la política realizada del po­der hacia el pueblo era la más atinada, la única válida. Por ello desestimó los grupos políticos, la actividad política a la que sus corifeos calificaron de jacobinismo, y si aus­pició la existencia de algunos partidos, sólo lo hizo para obedecer el formalismo legal y sólo cuando esos partidos le apoyaran.

 

La experiencia que tuvo con Tagle, juris­ta preparado pero ambicioso, quien, prevali­do de la superioridad intelectual que sobre él tenía, quiso manejarlo; la que le proporcionó Justo Benítez, su paisano y amigo de la in­fancia, pero a quien calificó como dominante y partidario de posiciones personales y de quien se separó cuando conoció sus ambicio­nes; la obtenida de su suegro Romero Rubio, cuyas ambiciones conoció y cuya influencia le fue tan útil, todo ello hizo que el general desconfiara de algún consejero particular, íntimo y realizara un gobierno personal, en el cual "el buen sentido", como afirmaba, era lo más importante. Si acató los consejos de al­gunos de sus colaboradores fue porque estu­vo convencido que en su campo de acción tenían razón y autoridad, pero no se dejó dominar por ninguno en particular. Cierto es que algunos de ellos ejercieron influencia muy marcada, como sucedió con Romero, Liman­tour y otros, y que en muchas ocasiones los dejó actuar en libertad, desmandándose algu­nos de ellos y no correspondiendo a la confianza que les otorgaba.

 

Convencido, como otros gobernantes, de que era él quien dictaba la política general, no fue muy dado a cambiar de colaboradores. Hombre desconfiado, pensaba que los que le servían atinadamente podrían hacerlo siempre; hizo suyo el proverbio de que "más vale malo por conocido" y así retuvo a su lado a sus secretarios de Estado, a los go­bernadores de los estados, a los jefes de ar­mas, a diputados, senadores y otros funcio­narios. Cuando surgía un hombre inteligente y preparado, principalmente entre los intelec­tuales, lo atraía, le aseguraba una situación y lo invalidaba como opositor.

 

En este aspecto, la inmovilidad política representó uno de los más grandes defectos de la administración porfirista. De su primer gabinete permanecieron en sus puestos, has­ta su muerte, Romero Rubio, quien fue sus­tituido por un hombre sin relieve, el general Manuel González Cosío, que era secretario de Comunicaciones. Al frente de Comunica­ciones quedó el oficial mayor Santiago Mén­dez y pocas semanas después de éste, el general Francisco Mena, quien delegó en Méndez toda la confianza. En 1896, al retirarse el general Hinojosa de la secretaría de Guerra por su avanzada edad y mala salud, le sustituyó el general Felipe Berriozabal, de notables an­tecedentes, ex iglesista y leal a Díaz, quien estuvo en el Ministerio hasta 1900.

 

Berriozabal designó el 17 de abril de 1896 como subsecretario de Guerra al general Ber­nardo Reyes, hijo de Domingo Reyes, nica­ragüense naturalizado mexicano y avecinda­do en Jalisco, y quien nació en Guadalajara el 20 de agosto de 1850. Bernardo Reyes, dis­tinguido en la milicia desde que fue ayudante de Donato Guerra en 1870, había hecho una brillante carrera en las armas y llegado a tener el generalato en 1880. Sirvió con efica­cia y lealtad a Díaz como jefe de armas en Sinaloa, Sonora y Baja California, y a él se debió un plan sensato para la pacificación de yaquis y mayos. En 1883 fue nombrado jefe de la Sexta Zona Militar en San Luis Potosí y en 1885 Díaz lo hizo jefe de Operaciones Militares en el noreste con sede en Monterrey, pero con jurisdicción en Coahuila, Nue­vo León y Tamaulipas, desde donde impuso a base de inteligencia y habilidad la paz por­firiana. Gobernó Nuevo León como goberna­dor provisional del 12 de diciembre de 1885 al 3 de octubre de 1887, y luego de 1889 a 1890 utilizando distintas licencias en otros puestos. Propuso al gobierno diversos planes para la reorganización del ejército que hubiera permitido contar con una milicia discipli­nada, de virtudes cívicas amplias y que de­fendiera a las instituciones republicanas. Los planes de Reyes fueron detenidos por celos políticos de algunos funcionarios, entre otros Limantour, puesto que se perfilaba como can­didato a la Presidencia. En enero de 1900, a la muerte de Berriozabal, volvió a la Secreta­ría de Guerra como ministro, desde donde aplicó importantes reformas: delimitación de zonas militares, aumento de sueldos a la ofi­cialidad baja, mejora de la instrucción mili­tar, transformación del Colegio Militar con nuevos planes de estudios, etc. Intervino en la pacificación de yaquis de Sonora y los ma­yas de Yucatán; creó la Segunda Reserva del Ejército, organizada en cada estado, que cons­tituiría la Guardia Nacional. Debido a la in­fluencia política alcanzada, a la simpatía que despertaba en el presidente, fue atacado ferozmente por los científicos, lo que le obligó a retirarse del gabinete el 22 de diciembre de 1902 y volver a Monterrey como gobernador y desde donde actuará en la política enfrentándose a Limantour. Arrastrado por las am­biciones de sus partidarios, será víctima en un enfrentamiento ciego e irracional contra el gobierno constituido del presidente Madero.

 

Manuel Dublán, secretario de Hacienda, quien se esforzó sin gran éxito por mejorar la hacienda pública, falleció el 30 de mayo de 1891. Le sucedió Benito Gómez Farías, agen­te financiero en Londres y quien empantanó más la situación hacendaria durante los es­casos meses que actuó en el gabinete. En mayo de 1892 renunció al puesto, al que lle­gó nuevamente aquel hombre orquesta y mi­lagroso que era Matías Romero, quien llevó como oficial mayor a José Ives Limantour, ya distinguido en la administración, influyente en la oligarquía y prominente en el grupo de los científicos. Limantour, desde febrero de 1893 hasta 1910, manejará las finanzas públicas con gran tino e inteligencia y será uno de los hombres de mayor fuerza política en el ministerio, y en muchos momentos el general Díaz le verá como posible sucesor.

 

Ignacio Mariscal, secretario de Relacio­nes, hábil pero débil diplomático, logró dar dignidad y decoro a nuestra posición inter­nacional, aun cuando no tuvo en ocasiones ni la visión ni la fuerza para defender ciertos intereses. Su gestión, positiva en lo general, se mantuvo hasta el 9 de abril de 1910, en vísperas de la Revolución, momento en el que fue sustituido por un recomendado de Liman­tour, Enrique C. Creel, hijo de norteamerica­no y quien por defender su mexicanismo co­locó al gobierno en tirante posición con la política norteamericana.

 

Encargado de la secretaria de Justicia e Instrucción Pública estuvo largos años don Joaquín Baranda. Lerdista de origen, se ali­neó dentro del porfirismo y llegó a represen­tar una continuación perfecta del mismo. Muy atacado por los periodistas por no dar dema­siado impulso ni a la administración de jus­ticia, que se plegaba cada vez más a los caprichos de los gobernantes, ni a la instrucción pública, que mantenía un retraso considera­ble, Baranda aspiró, sin embargo, a ocupar más altos puestos. El advenimiento de Limantour y el aumento de su influencia dis­gustó a Baranda, quien vio que sólo podía batir a su rival aliado con la fuerte persona­lidad de Reyes, a quien se unió para comba­tir ambos las ambiciones políticas del minis­tro de Hacienda. A Baranda se debe un dictamen que declaraba que no siendo Liman­tour mexicano de nacimiento, por ser hijo de francés, no podía aspirar a la presidencia. Baranda se mantuvo en el ministerio hasta el año de l901, en que lo sustituyó Justino Fer­nández, viejo político que nombró un oficial mayor para el ramo de Justicia y a Justo Sierra oficial mayor para el ramo de Instrucción. En 1905, la instrucción pública se separó del viejo ministerio al crearse por iniciativa de Justo Sierra la Secretaría de Instrucción Pú­blica y Bellas Artes, de la que él quedó como titular, llevando como colaborador a un gran educador y pensador notable, don Ezequiel A. Chávez.

 

El general Manuel González Cosío, que de la Secretaría de Comunicaciones había pasa­do a Gobernación a la muerte de Romero Ru­bio, se le mantuvo ahí hasta 1902, en que le sustituyó Ramón Corral, a quien en 1904, de acuerdo con una reforma constitucional, fue designado, por insinuaciones de Limantour, vicepresidente de la República, habiéndosele opuesto la de don Ignacio Mariscal, apoyado por el grupo reyista.

 

Casos de inamovilidad como éstos; de per­sonajes muchas veces sin méritos sobresalientes, se dieron tanto en el gabinete como en los gobiernos de los estados, en la Cáma­ra de Diputados y en la de Senadores. Desde el momento de su advenimiento al poder, los políticos porfiristas permanecieron décadas enteras usufructuando una situación de pri­vilegio. Para 1910, fecha de la terminación del porfirismo, las  siguientes personas llevaban los años que indicamos dentro del gobierno: el general Díaz, 33; Ignacio Mariscal, 26; González Cosío, 19; Leandro Fernández, 16; Limantour, 17. En los estados, el Clan Terrazas detentaba la situación en Chihua­hua 42 años; en Sinaloa, Corral y Torres mandaban hacía  29 años; en Querétaro, Fran­cisco Cosío gobernaba durante 26 años; en Tlaxcala, Próspero Cahuantzi, 26; en Aguascalientes, A. Vázquez Mercado, 24; en Mi­choacán, Aristeo Mercado, 24; en Tabasco, A Bandala, 22; en Puebla, Mucio Martínez, 18, y en Veracruz, Teodoro Dehesa, 18, etc.

 

La edad de esos hombres, que también representaban ya un obstáculo puesto que no tenían ni la energía, ni la lucidez, ni la acti­tud abierta a los nuevos cambios, era bastan­te avanzada. Cuando se observan con aten­ción las fotografías de los últimos gabinetes del general Díaz se puede fácilmente decir que era el de México un gobierno de ancia­nos. El general Díaz tenía 79 años; Ignacio Mariscal, 83; Justino Fernández, 83; Manuel González Cosío, 79; Olegario Molina, secre­tario de Fomento, 65; Justo Sierra, 64; Ramón Corral, 60; Limantour, 56; Landa y Es­candón, gobernador del D.F., 69. Los gober­nadores también eran viejos: Cahuantzi tenía 80; Abraham Bandala, 78; Aristeo Mercado, 77; Mucio Martínez, 75; Vázquez del Merca­do, 72; Cosío, 68, y así los demás. El presi­dente de la Suprema Corte, Félix Romero, te­nía 83, y más de la mitad de los magistrados pasaba de 70 años. Diputados había de 90, de 80 y buena mayoría era de 60. En el ejército, los militares de alta graduación pasaban de 70.

 

Si la inamovilidad perjudicaba al país y causaba el descontento de las nuevas genera­ciones, esta inamovilidad era tanto más per­judicial cuanto mucha de ella se debía al nulo ejercicio democrático, a la violación continua del sufragio, a la imposición descarada que se cometía de todas las autoridades, desde la del presidente hasta la del último funcionario. El general Díaz, que trató de dar un an­tifaz democrático a su perpetuación en el poder, alentó a ciertos grupos para actuar, pero siempre en su beneficio. Es evidente que aun en medio del abatimiento democrático en que se vivía, algunos grupos minoritarios trata­ran dentro del Congreso de alentar y alertar la conciencia cívica haciendo un llamado a las virtudes ciudadanas. En 1886, con oca­sión de la renovación del Congreso, un grupo de diputados independientes encabezados por Eduardo Viñas, Fernando Duret, Salvador Díaz Mirón, Francisco Villanueva, Alberto García Granados, Joaquín Verastegui, Fer­nando Andrade Párraga, Manuel Urquiza y los hermanos Agustín y Guillermo Rivera y Río, excitaron a sus compañeros congresis­tas y al pueblo en general a "ejercer virilmen­te uno de los más preciosos derechos que otorga la  Constitución", propuesta que fue secundada por algunos periódicos como El Tiempo y las sectores católicos interesados en formar parte de la representación nacional.

 

Para tomar realidad ese anhelo, los dipu­tados independientes aun cuando eran mino­ría lograron catalizar un puñado de ciudada­nos dispuestos a hacer respetar el libre ejercicio democrático, y sorteando amenazas y represalias gubernamentales en contra de los opositores y principalmente de los periodistas que deseaban mantener la libertad de expresión, organizaron una Junta Electoral encargada de alentar el civismo ciudadano y de velar por la integridad del sufragio. El pe­riódico El Tiempo, dirigido por el beneméri­to Victoriano Agüeros, pese a la aprehensión de que fue objeto, al igual que otros valientes periodistas como Daniel Cabrera y M. de la Fuente, que publicaban El hijo del Ahuizote, el 5 de junio publicó el valeroso artículo titulado “A los comicios” en el que incitaba al pueblo a ejercer sus derechos para lograr que en la siguiente legislatura hubiera una mayoría de diputados independientes, "una mayo­ría patriótica con hombres del valor de los de la minoría que se va y anularemos esas hordas de esclavos que han befado la justicia y han puesto a la Nación al borde de un abis­mo. ¡Votemos!".

 

Para reforzar su acción, la Junta Electoral editó el periódico La Campana Electoral y elaboró un ideario político en el que concen­tró algunas de las aspiraciones sociales y económicas que latían en amplias capas del pueblo. Algunos de los puntos de su programa son los siguientes:

 

El contrato por servicio de jornal pro­duce una obligación puramente civil, cuya fal­ta de cumplimiento no constituye un delito aun cuando medie un anticipo de salarios.

 

Nadie está obligado al servicio mili­tar, si no es en la Guardia Nacional.

 

La censura de la conducta y actos oficiales de los funcionarios no es un delito.

 

El Gobierno Federal no puede privar a los estados de su soberanía, ni aun por tiempo limitado.

 

Los prefectos, jefes políticos y toda autoridad política local, cualquiera que sea su denominación, que no fueren de elección po­pular, no podrán ejercer mando directo sobre los particulares, sino simplemente sobre las autoridades y oficinas que le están subordi­nadas.

 

Igualmente propuso la Junta una lista de candidatos muy recomendables por sus méritos, virtudes y patriotismo, para ocupar di­versos puestos en la Suprema Corte y en el Congreso.

 

El gobierno, por medio de su vocero El Partido Liberal, atacó a los independentis­tas, interrumpió la edición de La Campaña Electoral y encarceló a varios miembros de la Junta, la cual tuvo que disolverse, pues el gobernador del Distrito, general Ceballos, no les quiso dar garantía alguna y declaró: "que no tenía que dar cuenta de sus actos ni decir en qué ley fundaba sus procedimientos". Las elecciones de ese año, es evidente, favorecie­ron unánimemente a los candidatos oficiales. Más aún, los serviles, que siempre abundan, no tardaron en tratar de congraciarse con las autoridades y al efecto constituyeron en ese año una sociedad titulada “Amigos del Pre­sidente” en la que figuraron los prohombres de la política, como Guillermo Landa y Es­candón, Pedro Rincón Gallardo, Ignacio Pom­bo y muchos más.

 

En el mes de septiembre de 1886 inaugu­ró sus sesiones el XIII Congreso Constitu­cional, que, como afirma un testigo de cali­dad, fue el primero de una serie de diez legislaturas indignas por su servilismo, por su falta absoluta de independencia y por plegarse del todo a las consignas del Ejecutivo y de los directores en turno de la política. Muestra de ese espíritu abyecto y rastrero de los políticos fue la iniciativa del diputado Francisco Romero para que el presidente pu­diera ser reelecto por una vez más, la cual pronto contó con el apoyo de José María Lozano, Sóstenes Rocha, que trataba de vindi­carse, Joaquín Casasús, José I. Limantour, etcétera, y con el aval de los diputados de las comisiones Alfredo Chavero, Juan José Baz, A. Lancaster Jones, Trinidad García y otros, quienes afirmaron que la iniciativa "corres­pondía a una necesidad pública" y proponían que el período se ampliara a ocho años. Un escritor de sancochos, Juan A. Mateos, tráns­fuga del Imperio, propuso la reelección indefinida, lo mismo que el doctor Porfirio Parra, que, aun cuando era autor de una lógica, fue en política totalmente ilógico. Abundaron en razones para imponer esa opinión Joaquín Casasús, importante e influyente abogado, y Francisco Bulnes, notable panfletista de agu­da inteligencia destructiva. El proyecto de ley que modificaba la Constitución fue aprobado por el Senado el 3 de mayo, día de la Santa Cruz. El pueblo no tuvo sino que cargar con esa cruz durante largos años.

 

La reelección indefinida.

 

El año de 1888 verificáronse las eleccio­nes. Leales amigos de Sebastián Lerdo de Tejada y de José María Iglesias los postula­ron más simbólicamente que en realidad, como candidatos, pero el candidato efectivo fue Porfirio Díaz quien salió electo como resultado de las elecciones del 8 de julio. En el Con­greso obtuvieron curul los miembros de la mayoría, esto es, los adictos al régimen, ha­biendo sido eliminados los independientes. Igualmente ocurrió en las elecciones para renovar a los diputados en 1890.

 

La propuesta de reelección indefinida pre­sentada en una de las legislaturas anteriores fue aprobada en mayo de 1890, con lo cual quedó destruido por completo el principio que representara la fuerza del Plan de Tux­tepec. En 1891, se creó la Junta Central Por­firista, cuya finalidad era propiciar una nueva reelección de Díaz. En esa junta figuraron hombres notables, como Manuel M. de Zamacona, Sóstenes Rocha, Ignacio Alatorre, Emilio Pardo, Miguel y Pablo Macedo, José I. Limantour, Francisco Bulnes, Benito Juá­rez Maza, Mariano Escobedo, esto es, mu­chos destacados liberales que habían luchado en las filas antirreeleccionistas y que en ese momento consideraban que la permanencia del general Díaz en el poder significaba la seguridad, la estabilidad, la paz y la felicidad del pueblo mexicano. El Comité Central Por­firista salido de la Junta y que cambió más tarde el nombre por Unión Liberal para mos­trar la simpatía y adhesión de los mexicanos al general Díaz organizaría manifestaciones “espontáneas y voluntarias” de empleados y campesinos. La Unión Liberal organizó una Convención Nacional el 5 de abril de 1892 en la que Zamacona diría algo que debía haberle producido gran rubor: "La Convención se propone levantar el espíritu del pueblo, dar vida a nuestras instituciones y valor al derecho...". La Junta Directiva salida de la Con­vención estuvo dirigida por Justo Sierra. La Convención designó como su candidato al ge­neral Díaz y elaboró un programa de gobier­no en el cual entre otras cosas se decía: "El Gobierno no puede crear hábitos electorales, no puede improvisar una democracia políti­ca, pero puede despejar y abrir caminos a la expresión de la voluntad nacional, extremando el respeto a las libertades coadyuvantes de la libertad electoral, a la libertad de pren­sa ya la de reunión, que por tal modo con­dicionan la realidad del sufragio". El manifiesto señalaba que en principio la reelección no era recomendable, pero que había casos en que se hacia necesaria y ése era el presen­te, y concluía que por ello postulaba al general Díaz, que era un hombre extraordinario.

 

Las ideas difundidas por la Convención animaron a diversos grupos de estudiantes y trabajadores de diversas tendencias políticas a realizar una labor de oposición y así crea­ron diversos clubes políticos, como el Club de Obreros antirreeleccionistas, que realizó una campaña en pro de un cambio de auto­ridades. Hubo también grupos de estudian­tes que, si bien deseaban cambios, no creían que hubiera en el escenario político otra figura que pudiera guiar a la nación mejor que Díaz, pues consideraban que el pueblo era in­consciente e ignorante y había primero que educarlo a ejercitar sus derechos. Entre estos estudiantes cautos, exquisitos y temerosos estaban Ezequiel A. Chávez, Jesús Urueta, el gran orador; Antonio de la Peña y Reyes, his­toriador ameritado; Manuel Calero, Carlos Pereyra, también historiador, y muchos otros que más tarde figurarían en la política, en partidos equivocados o en la vida intelectual. Los estudiantes antirreeleccionistas fueron los únicos que lograron animar al pueblo a oponerse al continuismo. Algunos actos or­ganizados por ellos y apoyados por grupos de obreros fueron disueltos por la policía y muchos de los opositores, como Antonio Rivera, Daniel Cabrera y otros, encarcelados. El resultado de las elecciones de 1892 fue favorable al elemento oficial. Porfirio Díaz fue declarado presidente de la República y comenzó a ejercerla el 1 de diciembre de 1892 sin modificar en nada su gabinete, que era lo menos que esperaba la opinión pública. Era indudable que la oposición no podía achacar a Díaz sino su anhelo de mantenerse en el poder, pero aun eso se le toleraba al advertir que el país se mantenía en paz, que la esta­bilidad permitía el progreso material, la cons­trucción de obras públicas de extraordinaria importancia y utilidad, la creación de nuevos centros de trabajo y también porque en lo particular el general era un hombre honesto, limpio, con una conducta familiar irreprocha­ble, patriota sincero, trabajador incansable y entusiasta por servir a su país. Pese a ataques que algunos historiadores le han hecho en el sentido de que se enriqueció, es indu­dable que Díaz no persiguió la riqueza, pues vivió con modesto decoro, pero sí, al igual que muchos otros dictadores hispanoameri­canos, tuvo una ambición insaciable de po­der, al que se aferró tenazmente. Sin embar­go, sus ministros no poseían las mismas cualidades y era patente que entre ellos había hondas divisiones y luchas encarnizadas para apropiarse los favores y estima del jefe de Estado. Por ello en esta ocasión se tenía la ilusión de algunos cambios, lo cual des­vaneció la confirmación de todos en sus puestos.

 

La renuncia de Díaz a verificar cambios disgustó a numerosos sectores. Los periódi­cos de oposición condenaron esa actitud til­dándola de "el más alto grado de audacia" y los descontentos lanzaron a la palestra nuevos órganos, como El Demócrata, en el que colaboraba el inquieto y extraordinario pintor Joaquín Clausell, distinguido entre los oponentes. También apareció La República Mexicana, transformado en La República, en el que participaban Alberto y Ricardo García Granados, Eduardo Viñas, y viejos amigos de Díaz, Protasio Tagle y Justo Benítez. Las críticas contra el sistema de imposición política y otros abusos de determinados funcio­narios motivó la supresión de esos periódi­cos y otros, y el encarcelamiento y expulsión del país de muchos de sus colaboradores. La lucha del pueblo mexicano por asegu­rar la libertad de expresión y de manifesta­ción libre y amplia de las ideas ha sido larga e intensa. Para el período que nos ocupa, di­remos que desde la época de Lerdo, en que se desató tremenda campaña periodística en su contra, se pensó en restringir la libertad de prensa si ella podía poner en peligro a las instituciones. En 1880, ya Díaz en el poder, uno de sus voceros, a través del órgano go­biernista La Libertad, propuso que se modificara el articulo 7° de la Constitución ha­ciendo que desapareciera el jurado de imprenta y que los delitos cometidos por la prensa fueran juzgados por tribunales ordinarios. Con­tra esta proposición hubo seria oposición y no prosperó por entonces. Sin embargo, poco después, el 19 de mayo de 1883, Romero Ru­bio logró imponer esa reforma. El Monitor Republicano, que la comentó, señalaba que ese hecho daría lugar a un descontento popular, pues "fuertes y temibles son los miem­bros de una sociedad cuando tratan de reconquistar los derechos que dichas autoridades les birlan o les arrebatan".

 

Como la prensa de oposición continuara atacando ciertas medidas gubernamentales que gravaban la economía del país, en el mes de junio de 1885 fueron arrestados diversos periodistas y estudiantes, como Enrique Cha­varri, Ricardo Ramírez, Diodoro Batalla, Joa­quín Clausell y muchos más, a quienes se im­pusieron fuertes multas o se les retuvo en calidad de presos confundidos entre los malhechores. Estos hechos fueron los que moti­varon que en La Campana Electoral se propusiera como punto por el  que luchar el de la libertad para censurar la conducta y actos oficiales de los funcionarios. Para 1892, pese a la clausura de varios periódicos y detención de periodistas, los diarios de oposición rea­parecieron haciéndose cada uno de ellos eco de las aspiraciones de diversos sectores. Tanto los políticos profesionales, como agrupa­ciones obreras y campesinas, trataron de hacer oír sus reclamaciones, que eran muy justas, de tal suerte que la crítica al gobierno ya no se hacía solamente a causa del continuismo y la inmovilidad, sino debido a la poca aten­ción que ponía en la solución de los proble­mas que afectaban a las clases proletarias, cada vez mayores; a los sectores campesinos, cuya situación se agravaba día tras día y a una clase media depauperada, abundante, pre­parada intelectualmente y que deseaba abrir­se paso entre la oligarquía dominante. Maes­tros, abogados, médicos, profesionistas varios, en contacto con las nuevas ideas sociales y políticas, encuentran en los diarios de opo­sición voceros desde donde defender y difun­dir sus nuevas concepciones de la vida, del Estado, de la política.

 

El gobierno, necesitado de clarines que hi­cieran pregonar sus labores y que lo defendieran de los opositores, impulsó la aparición de órganos oficialistas muy definidos y subvencionó ciertas publicaciones con crecidas cantidades con las que compraba su silencio o su complicidad. El Universal, El Partido Liberal, La Patria, El siglo XIX y otros más, algunos de los cuales en un tiempo defendie­ron las libertades humanas, se constituyeron en los corruptores de la libertad de prensa y en ecos de cuanto el gobierno consideraba conveniente declarar. Esa lucha a través del tiempo se intensificó y los periodistas juzga­dos como reos de delitos políticos pasaron largas temporadas en las mazmorras de la cárcel de Belén y en las tinajas de San Juan de Ulúa purgando el pecado de expresar su pensamiento. El periodismo mexicano de oposición tendrá que emigrar a los Estados Unidos, en donde también será perseguido, pero será su labor incesante la que despierte la dormida conciencia política de los mexicanos e impulse un cambio revolucionario.

 

En octubre de 1893, un grupo de diputados, entre los cuales había algunos pertenecientes a la Unión Liberal, como Justo Sierra, presentó al Congreso una iniciativa resultante del programa político que la Unión formuló en su Convención y durante la cual el propio Sierra había exclamado que "la nación tiene hambre y sed de justicia". Los pun­tos esenciales de ese programa eran los si­guientes:

 

Asegurar la inamovilidad del Poder Judicial;

 

Encontrar una fórmula para sustituir al presidente de la República en su ausencia temporal o total;

 

Dar al Distrito Federal una organización más acorde con los principios democráticos; y,

 

Asegurar el principio de la libertad de imprenta sobre bases fijas y liberales.

 

La moción presentada por Sierra y ava­lada por otros prohombres de la época des­pertó inagotable controversia en la cual des­tacó un grupo unido por lazos intelectuales y políticos que aseguraba que apoyaba toda su argumentación en principios y doctrinas de la ciencia positiva, por lo cual fueron califi­cados de ahí en adelante como grupo de los "científicos". La iniciativa fue estudiada en el Congreso y aprobada por los diputados el punto relativo a la inamovilidad.

 

El año 1894, al realizarse elecciones de senadores, diputados y magistrados de la Su­prema Corte, triunfaron las planillas guber­nativas. Al morir en el mes de octubre de 1895 Manuel Romero Rubio, quien alentó en un principio al grupo de los científicos, quedaron como cabezas visibles del mismo Ro­sendo Pineda y José Ives Limantour, que cada día adquiría mayor influencia.

 

En el año de 1895 presentóse a las cáma­ras una iniciativa que contaba con el apoyo del Ejecutivo en la que se proponía que "en caso de falta absoluta del presidente, entrará desde luego a ejercer el Poder Ejecutivo el ministro de Relaciones Exteriores, o el de Gobernación, sino hubiere ministro de Relaciones o estuviere impedido. El Congreso debería elegir un presidente sustituto, por mayoría absoluta, quien terminaría el período constitucional". Esta iniciativa que reforzaba al Ejecutivo se aprobó en noviembre de ese mismo año.

 

El año siguiente, en que tendrían efecto los comicios para elegir presidente, el general Díaz encargó al Círculo Nacional Porfirista postular su candidatura. El Círculo, y no la Unión Liberal, a la que se olvidó, organizó manifestaciones burocráticas de adhesión al presidente, quien no tuvo otro contrincante que un excéntrico que a partir de entonces serviría de rival de Díaz, Nicolás Zúñiga y Miranda. Declaró la Cámara de Diputados triunfante a don Porfirio y por tanto presi­dente para el período del 1 de diciembre de 1896 al 30 de noviembre de 1900. En 1899 efectuóse de nuevo la farsa electoral y hubo grupos de toda índole, católicos, científicos y otros que suplicaron  al general Díaz que aceptara ser postulado una vez más. Periódicos como La Patria llegó a escribir algo que avergüenza: "El general Díaz está condenado a vivir siempre bajo el peso del amor agradecido de su pueblo. Es una aureola y él no puede apagar su reflejo con que la gloria lo ilumina, haciendo que su personalidad se des­taque sola y fulgurante en el deseo de la Na­ción, como la del único hombre a quien quie­ra para regir sus destinos".

 

En enero de 1900 un plebiscito que organizó la Convención Nacional postuló a Díaz, pero ese mismo año el general Bernardo Re­yes era nombrado ministro de la Guerra en sustitución del general Felipe Berriozabal, que había fallecido. Reyes era en el campo militar hombre sobresaliente y se había distinguido como gobernador de Nuevo León y pacifica­dor de la frontera. Por otra parte, no estaba ligado al grupo científico y, por tanto, se con­sideraba independiente.

 

En aquel momento Díaz se había perca­tado de como el grupo de los científicos se fortalecía cada vez más, pues no sólo com­prendía a numerosos colaboradores suyos, sino también a elementos muy importantes de los sectores económicamente más fuertes del país, de los que hoy llamaríamos grupos de presión, de la oligarquía, y ese grupo, ac­tuando bajo la acción de Rosendo Pineda, ha­bía encontrado su apoyo y su hombre clave, su líder, en el ministro de Hacienda, en José Ives Limantour.

 

Dúctil, refinado, inteligente, Limantour ac­tuaba silenciosamente y dejaba que sus amigos se fortaleciesen y lo fortaleciesen. Su acción hacendaria, una vez que sustituyó a Matías Romero en la secretaría de Hacienda en el año de 1893 por haber sido comisiona­do éste a Washington, fue eficaz, realmente positiva, pues impuso una política económi­ca de acuerdo con los dictados más oportu­nos y novedosos que en aquel tiempo exis­tían y levantó no sólo la hacienda pública, sino la economía general de la República.

 

Ese hecho y el haber logrado obtener una gran fuerza, hizo que el partido de los científicos aumentara en número y en potencia y apoyara incondicionalmente al ministro de las finanzas. El propio general Díaz, al observar con detenimiento la labor de su eficaz cola­borador, se sintió impulsado a soltarle en un momento propicio las riendas del gobierno y así se lo manifestó en varias ocasiones a Li­mantour, pero el propio Díaz, que era bien perspicaz y a quien no faltaban colaborado­res que no pertenecieran  al grupo científico, percibió que los científicos adquirían día tras día más poder, que su grupo no se reducía a la propia capital, sino que se extendía por todo el territorio y que comprendía a los hom­bres más prominentes en los negocios, los li­gados a las compañías extranjeras, abogados y negociantes; a intelectuales que dirigían la cultura y la instrucción nacional y a muchos otros altos sectores, y ante su fuerza Díaz se sintió temeroso, pensó que era menester con­trarrestar su poder con otro poder igual y ése sólo lo pudo encontrar en la milicia y en la persona del general Reyes. Por ello pensó, hacia 1898, que debía conciliar ambas fuer­zas, aprovecharlas para fortalecer la unidad y estabilidad del país y no enfrentarlas si no era necesario. Así, en 1899 trató de que Limantour y Reyes se conocieran más estre­chamente, establecieran vínculos amistosos, prohijando para ello un encuentro de ambos personajes en Monterrey.

 

Limantour salió hacia Europa en 1899 para llegar a un acuerdo sobre el problema de la conversión de la deuda y su ausencia la aprovecharon sus enemigos para comba­tirlo. El ministro Baranda, enemistado con Limantour, prohijaría una campaña contra su colega, la cual redundaría en beneficio de Díaz. Las elecciones de 1900 dieron nuevamen­te el triunfo al general Díaz. Este, que había pulsado la situación y comprendido el abis­mo que se abría entre los partidarios de Limantour y los de Reyes, sobre todo después de una campaña de prensa asquerosa en la que los radicales partidarios de unos y otros se insultaron a más no poder, y habiendo también recuperado un tanto su salud, que en ocasiones se había quebrantado, pensó que necesitaba seguir dirigiendo la República. Es indudable que el poder le atraía, que se sen­tía necesario al frente del país al que había en parte transformado. Estaba consciente que esa transformación se debía a su energía, a la paz porfírica que él había instituido. Como Juárez y como Lerdo, creyó que no había a su lado persona alguna que poseyera sus con­diciones de respetabilidad y mando, que sus colaboradores se encontraban divididos y que tal vez su desaparición acarrearía nuevas revoluciones, el advenimiento de la anarquía, el retroceso, el caos. Si esto pensaba, por otra parte es evidente que el general Díaz estaba, tanto por su edad, como por el círculo apre­tado que en torno suyo se cerraba, alejado un tanto de la realidad del país. Veía el pro­greso material a su alrededor, el cual le había permitido transformar al país con una vasta red de ferrocarriles, con el mejoramiento por­tuario, con la apertura de nuevas vías de co­municación, con la terminación de las obras del desagüe del valle de México, la creación de instituciones de cultura, el saneamiento del crédito y de la hacienda pública, pero no per­cibía hondos y viejos problemas sociales como el de la mala distribución de la tierra, los abusos que a escondidas realizaban contra los campesinos los hacendados, mayordomos y muchas autoridades; las condiciones deplo­rables de los trabajadores de las fábricas y los talleres, explotados en sus jornales, con duros sistemas de trabajo realizados en con­diciones de inseguridad y de absoluta falta de higiene; la discriminación que se hace de los nacionales frente a los obreros extranje­ros; los excesos de autoridad de funcionarios menores, de jefes políticos; el soborno a la autoridad judicial que protegía tan sólo a los poderosos e influyentes; el inicuo sistema de adscripción de los campesinos en las hacien­das y la nefasta venta que de indígenas y campesinos se hacia casi en calidad de escla­vos. Todo este panorama sombrío escapaba a los ojos del viejo gobernante en el que las influencias de sus colaboradores divididos eran cada vez más fuertes.

 

Su ascenso al poder el 1 de diciembre de 1900 para un nuevo período que concluiría el 30 de noviembre de 1904 no tuvo mayor tras­cendencia. Manifestaciones de sus partida­rios, desfiles, banquetes, saraos, brindis en honor del presidente y de Carmelita, su es­posa, se efectuaron en esos días. Parecía que nada turbaba la paz. Sin embargo, muy abajo de la superficie, poderosos intereses se en­contraban, se enfrentaban midiendo sus fuerzas. En el gabinete mismo del presidente iba a darse una feroz lucha. Frente a Limantour, el todopoderoso, el general Díaz iba a colo­car a Bernardo Reyes. Deseó el presidente que los dos hombres fuertes de su régimen colaboraran, integraran un equipo que diera mayor desarrollo y progreso económico y estabilidad institucional para el mantenimiento de la tranquilidad: un genio de las finanzas y un militar aguerrido disciplinado. La fór­mula era demasiado buena en la teoría, mas la realidad ofrecería otros resultados.

 

Limantour, obedeciendo las indicaciones de Díaz, se prestó a colaborar y asignó al presupuesto de guerra mayores cantidades que ya antes se le habían solicitado sin re­sultado positivo. En esta ocasión el incremen­to para aumentarlos sueldos del ejército, así como para organizar la Segunda Reserva, im­partiendo instrucción militar a todos los jóvenes en edad de ello. Los logros alcanzados con este esfuerzo del general Reyes los supo capitalizar su partido.

 

En el año de 1901 ocurrieron algunos acon­tecimientos importantes. El primero fue la re­nuncia que Joaquín Baranda presentó de su cargo de ministro de Justicia e Instrucción Pública, presionado por el grupo de los científicos. Baranda fue sustituido por el licen­ciado Justino Fernández, ex lerdista, partida­rio fiel de Romero Rubio y hombre que contó con el placet de los científicos, que así logra­ban mantener un control casi total en el gabinete. El otro acontecimiento de importancia consistió en la pacificación de Yucatán y Quintana Roo, que desde 1847, con motivo de la guerra de castas, se encontraban en efer­vescencia. Correspondió a Reyes como ministro de la Guerra organizar la pacificación de esa lejana provincia sometiendo a los in­dios rebeldes de Bacalar y del Chan Santa Cruz, por medio de los generales Ignacio Bra­vo, J. M. de la Vega y de Victoriano Huerta, éste de ingrata memoria.

 

La pacificación de Yucatán aumentó el prestigio de Reyes. El año de 1902 vio la aparición de varios diarios, como La Protesta, El Correo de México, El rey que rabió y La Evolución, los cuales desataron virulenta campaña en contra de Limantour, campaña en la que intervino Rodolfo Reyes, hijo del general. Dado que la campaña fue tan violen­ta, Limantour valióse de Ramón Corral, go­bernador del Distrito, para deslindar respon­sabilidades. Corral, por medio de sus sabue­sos, descubrió algunos documentos que comprometían al general Reyes, por suponer eran de él, cosa que negó. Ante esas eviden­cias, Limantour presionó al general Díaz para que pidiera a Reyes su renuncia, pues de no hacerlo, él renunciaría. Díaz tuvo que rendirse ante su ministro de Hacienda y Reyes se vio obligado a abandonar el ministerio de la Guerra y a aceptar proseguir como goberna­dor de Nuevo León. Limantour obtuvo un triunfo mayor, pues logró que el Diario Ofi­cial del 1 de enero de 1903 declarase que era mexicano por nacimiento, con lo cual se anu­laba el parecer que Baranda había emitido tiempo atrás.

 

A partir de marzo de 1903, volvió a agi­tarse la política. Tanto el Círculo Nacional Porfirista como la Unión Liberal, manejada por los científicos, lanzaron manifiestos y reu­nieron convenciones. Importante fue la de la Unión Liberal, en la cual Francisco Bulnes pronunció un importante discurso en el que analizó la situación general del país, señalando los males existentes y proponiendo un cambio sustancial en los sistemas, pero concluyendo que el país necesitaba ser aún regi­do por el general Díaz.

 

"El régimen personal -explicaba Bulnes- como sistema es malo, como excepción es bueno. El régimen personal, como sistema tiende a convertir al pueblo en una especie de hembra sucia y prostituida por los gran­des favores que recibe de los gobernantes vir­tuosos y los golpes y crueldades que le pro­pinan los tiranos abominables... El país quiere ¿sabéis, señores, lo que verdaderamente quie­re el país? Pues bien, quiere que el sucesor del general Díaz se llame... la ley". Y más adelante afirmaba: "La paz está en las calles, en los casinos, en los teatros, en los caminos públicos, en los cuarteles, en las escuelas, en la diplomacia, pero no existe ya en las con­ciencias. No existe la tranquilidad inefable de hace algunos años. ¡La nación tiene miedo! La agobia un calosfrío de duda, un vacío de vértigo, una intensa crispación de desconfian­za y se agarra a la reelección como a una ar­golla que oscila en las tinieblas... ¿Qué es lo que al país se ofrece para después del general Díaz? ¡Hombres y nada más que hombres! Pero el país ya no quiere hombres. La nación quiere partidos políticos, quiere instituciones, quiere leyes efectivas, quiere la lucha de ideas y de intereses". El análisis que Bulnes hizo en este discurso, una de sus obras más sen­satas e inteligentes, si conmovió a los asis­tentes, también conmovió a inmensas masas de mexicanos que anhelaban una transforma­ción de los sistemas. Sin embargo, los políticos estuvieron ciegos y sordos, y más ciego y sordo el general Díaz, a quien sus propios partidarios insinuaron en esa y otras ocasio­nes un cambio en sus colaboradores, una mo­dificación urgente de su equipo para ponerlo al día con las exigencias de la nación.

 

Creación de la vicepresidencia.

 

Ya, vimos como en años anteriores la Cons­titución había sido modificada en el punto referente a la sustitución del presidente en su falta temporal o total, y como se acordó que faltando el jefe de Estado le sustituiría el ministro de Relaciones y en ausencia de éste, el de Gobernación. Esto motivaba que el mi­nistro de Relaciones fuera el clave dentro del Ministerio, pero no aseguraba en forma al­guna la estabilidad, pues el presidente podía cambiar a su antojo a sus ministros. Tanto los círculos políticos nacionales como los in­ternacionales vivían preocupados por este sis­tema y deseaban saber, principalmente los in­ternacionales, qué seguridades podía prestar la nación a sus capitales cada vez mayores que invertían en México. El ministro Liman­tour, quien volvió en 1903 de un viaje a Eu­ropa, fue el portavoz de ese deseo, el cual exageró en su beneficio.

 

Ante ese hecho Díaz aceptó una nueva re­forma constitucional que permitiera encon­trar una solución más firme y permanente de la sucesión presidencial. La solución propues­ta fue la de crear la vicepresidencia de la Re­pública, cuyo titular sería elegido por los mis­mos electores que eligieran al presidente y también por un período de cuatro años. En los mismos días en que se debatía esa refor­ma, que fue aceptada, se impuso una mo­ción para alargar hasta por ocho años el pe­ríodo presidencial. Habiendo Díaz mediado, se acordó y votó que la duración del presidente y vicepresidente sería tan sólo de seis años.

 

Al llegar el año de las elecciones, esto es, 1904, el general Díaz, persuadido de que sus colaboradores tenían demasiadas ambiciones y habiendo dado crédito a numerosas críti­cas en torno a Limantour pese a haberle es­crito tiempo atrás a que se decidiera a acep­tar la presidencia, como lo prueba testimo­nialmente el propio Limantour, dirigió a los gobernadores de los estados una circular en la que les informaba que el señor Limantour le había declarado desde hacía tiempo que no deseaba ocupar más puestos públicos que los que le permitieran realizar una labor mera­mente administrativa. Esto equivalía a descalificar a Limantour como posible candidato a la sucesión presidencial.

 

Alejados así de una posible postulación oficial Reyes y Limantour, Díaz tuvo que buscar qué persona podía postular como Vicepresidente. Aunque se barajaron los nom­bres del general Francisco A. Mena, de Olegario Molina y de Ignacio Mariscal, el dedo del altísimo señaló que el elegido era el nue­vo ministro de Gobernación, Ramón Corral. Fue el Partido Nacionalista, antes Círculo Na­cional Porfirista, el que destapó al ungido del señor presidente. Si los políticos se discipli­naron, como ahora se dice, a ese designio y guardaron in péctore su descontento para echarlo fuera tiempo después, el pueblo quedó decepcionado al ver que se le imponía como futuro presidente a un desconocido, un hom­bre que había gobernado y especulado con su gobierno en Sonora y que no tenía ningún arraigo popular. Habiéndose verificado las elecciones en 1904 para el período 1904  1910, los resultados mostraron que el general Díaz había sido reelecto y Ramón Corral elegido como vicepresidente.

 

Electo Corral, éste, pese a su simpatía por los científicos, no se plegó en todo a sus de­signios, lo cual le deparó la enemistad y ata­ques de ese grupo, que hubiera deseado con­tar con un incondicional suyo en tal puesto, ya que así aseguraban su ascenso al poder. Los ataques a Corral tendían a mostrar más que la importancia que aquel hombre tenía, el equívoco de Díaz al designarlo. Con esto los científicos trataban de cerrar filas y do­minar el gobierno.

 

Si las intrigas palaciegas se revelan en estos conflictos descritos, hay que mencionar que el pueblo en este período no mantuvo una actitud pasiva, de mero espectador de lo que ocurría en la corte, sino que cada día mas exasperado por los desajustes económi­co-sociales en que vivía, se inquietó frecuen­temente, se rebeló y manifestó airadamente su descontento por la situación general del país. El ingreso de las nuevas ideas y la la­bor activísima de líderes obreros y campesi­nos va a imprimir a nuestra vida una diná­mica muy intensa que le llevará a un proceso revolucionario.

 

El Partido Liberal.

 

Si hasta ahora hemos mencionado a los partidarios políticos oficialistas, los paleros del gobierno, hay que señalar que desde las últimas décadas del siglo XIX se constituye­ron agrupaciones o clubes que desembocaron en la política, y cuya actividad analizaremos en otro apartado. Por ahora indicaremos que desde finales del siglo un grupo de hombres liberales, influidos por las ideas socialistas y anarquistas y bajo el influjo del ingeniero Ca­milo Arriaga, inició la creación de Clubes Li­berales que llevarían en 1901 a convocar al Congreso Liberal celebrado en San Luis Potosí en febrero de 1901 y que de ese congre­so partirían una serie de directrices muy efi­caces tendientes a modificar la situación general del país. El Partido Liberal que  sur­giría de esos grupos va a hacer sentir su presencia y a inquietar vivamente a las autori­dades al darse cuenta que no era un mero partido electoral, sino un partido real con un ideario político y social muy avanzado, diri­gido por seres con designio de apóstoles y mártires. La inquietud sembrada por esos hombres en todo el país preocupó al gobier­no, sobre todo cuando se dio cuenta que no bastaba el soborno, la cárcel, el destierro o la muerte para hacerles variar sus ideales.

 

El 1 de julio de 1906 apareció en los Es­tados Unidos, en una edición de 250.000 ejemplares que circularon por todo el país, el Programa del Partido Liberal, elaborado, después de recoger opiniones de muy diversos secto­res, por Ricardo y Enrique Flores Magón, Antonio I. Villarreal, Librado Rivera, Juan Sarabia y el mismo Camilo Arriaga, quien moderó muchas de las ideas anarquistas que contenía. Dicho programa recogió todas las aspiraciones de reivindicación social, de jus­ticia económica y de cambios políticos por que se luchaba. Si bien puede afirmarse que hubo planes superiores en determinados as­pectos, en su totalidad, en su concepción glo­bal, el Programa del Partido Liberal es su­perior a todos ellos y sirvió de base para que el país pudiera a partir de 1917 encauzarse dentro de normas y principios sociales más avanzados. En efecto, los Constituyentes de 1916 - 1917 recogieron los puntos esenciales de aquel Programa y los incluyeron en la Constitución General de la República. Algu­nos otros fueron incorporados en las leyes obreras y disposiciones agrarias y educativas posteriores.

 

Los dirigentes del Partido Liberal no pen­saron que bastaba con lanzar un programa para cambiar la situación reinante, sino que era indispensable una revolución que destru­yera al gobierno existente, y, por ello, a par­tir de 1906 prohijó una serie de levantamien­tos armados, como los dirigidos por Antonio I. Villarreal, los de Jiménez, Coahuila, Noga­les y los ocurridos en Acayucan, Chinameca y otros sitios.

 

La actividad de los dirigentes del Partido Liberal no fue subestimada por el gobierno, que trató de aplastarla usando del máximo rigor. Pese a ello, el partido movilizó núcleos obreros importantes, que, dirigidos por hábi­les líderes, agitaron el país entero.

 

El propio año de 1906 en Cananea, Sono­ra, y en 1907 en Río Blanco, Veracruz, ocu­rrieron sangrientos acontecimientos que con­movieron hondamente la opinión pública. Si bien en años anteriores hubo intentos de asonadas, levantamientos militares, rebeliones campesinas que mostraron el descontento popular, no había habido desde 1879, en que ocurrió en Veracruz el ajusticiamiento de los lerdistas, ningún otro acontecimiento que des­pertara tanta importancia. Ni siquiera la re­belión de Tomochic, en 1892, encontró tanto eco como el aplastamiento cruel de las huel­gas de los mineros de Cananea y de los obre­ros textiles de Río Blanco, eco que, debido a las alianzas de las organizaciones obreras me­xicanas con algunas de los Estados Unidos, repercutió en el exterior con grave descrédito para el gobierno.

 

En 1908, el presidente Díaz, que siempre atendió con exquisito cuidado la fachada in­ternacional, nuestra cara al exterior y que tra­tó que las relaciones con los Estados Uni­dos, por los cuales no sentía gran simpatía, no se empañaran, accedió a ser entrevistado por un reportero de The Pearson's Magazi­ne. La entrevista giró en torno de la situa­ción política del país, del sistema de sucesión existente y de las posibilidades, ante la avan­zada edad del dictador, de que la transmisión futura del país se hiciera bajo fórmulas de­mocráticas. El general Díaz, quien se refirió a su advenimiento al poder a través de una revolución, justificó ese hecho como sigue:

 

"Yo recibí el gobierno de las victoriosas ma­nos de un ejército, en un tiempo en que este pueblo estaba dividido y muy poco preparado para el supremo ejercicio de las prácticas democráticas. Haber dejado sobre las masas la completa responsabilidad del gobierno, des­de un principio, hubiera sido lo mismo que crear tales condiciones que hubieran traído el descrédito de la causa para un gobierno libe­ral". Y respecto a sus continuas reelecciones, las explicó afirmando: "He tratado de dejar muchas veces el poder, pero siempre que lo he intentado se me ha hecho desistir de mi propósito, y he permanecido en su ejercicio, creyendo complacer a la Nación que confiaba en mí. El hecho de que el precio de los va­lores mexicanos descendió once puntos cuan­do estuve enfermo en Cuernavaca tenía tal evidencia para mí, que me persuadió, al fin, a desistir de mi personal inclinación a reti­rarme a la vida privada".

 

Más adelante explicó el sentido paternalista de su régimen y las posibilidades de un cambio que no alterara el orden: "He procu­rado, con el concurso de las personas que me rodean, conservar incólume la práctica del gobierno democrático. Hemos mantenido intac­tos sus principios y al mismo tiempo hemos adoptado una política que bien pudiera lla­marse patriarcal, en la actual administración de los negocios de la Nación; guiando y restringiendo a la vez las tendencias populares, con plena fe en que los beneficios de la paz traerían como resultados la educación, la in­dustria y el comercio, desarrollando, al mis­mo tiempo, elementos de estabilidad y unión en un pueblo naturalmente inteligente, afec­tuoso y caballeresco.

 

"He aguardado durante muchos años pa­cientemente a que el pueblo de la República estuviera preparado para elegir y cambiar el personal de su gobierno, en cada período elec­toral, sin peligro ni temor de revolución armada y sin riesgo de deprimir el crédito na­cional o perjudicar en algo el progreso de la Nación, y hoy presumo que ese tiempo ha llegado ya".

 

Al referirse a las clases sociales que configuraban a la nación, don Porfirio trata de hacer una interpretación histórica de la estra­tigrafía social y emitió algunos juicios poco favorables a los estratos superior e inferior, elogiando a la clase media, a la que él perte­necía y en la que encontraba condiciones ex­cepcionales para que los principios democrá­ticos arraigaran y pudieran dirigir al país.

 

"Los ricos –dijo- están demasiado preo­cupados con sus riquezas y con sus dignida­des para ocuparse en algo del bienestar ge­neral; los hijos de ellos no procuran con ahínco mejorar su instrucción ni formar su carácter.

 

"Por otra parte, los individuos de la clase del pueblo son, por desgracia, bastante igno­rantes para aspirar al poder...

 

"Los indios, que forman la mitad de nues­tra total población, están en tinieblas aún respecto a sus derechos y obligaciones políticas; están acostumbrados a delegar en sus auto­ridades sus destinos en lugar de pensar por sí mismos. Esta fue una fatal tendencia que provino de los conquistadores, quienes siem­pre les impidieron mezclarse en los asuntos públicos, dejando a sus mandatarios que arre­glasen todos sus asuntos...

 

"En la clase media, que viene en alguna proporción de la clase pobre y a su vez con pocos elementos de la rica, se forman los mejores y más saneados elementos que anhelan su propia elevación y mejoramiento; es la cla­se entregada con ardor al trabajo más activo en todas sus fases, y de ella extrae la demo­cracia a sus propagadores y adeptos. Es la clase media la que interviene en la política y de la que depende el progreso en general."

 

Después de señalar que en lo personal no tenía enemigos y estar convencido que a los ochenta años ya no podía seguir gobernando, por lo cual no aceptaría ser reelecto, pero sí podría con su experiencia aconsejar a quien le sucediera en el mando, concluyó el presi­dente con unas frases que no se sabe si están preñadas de autenticidad o son un mero de­seo que no estaba muy dispuesto a cumplir, pero las cuales le comprometieron fuertemen­te, pues diversos sectores políticos las con­sideraron sinceras y como esperanza cierta de cambio.

 

"Vería con gusto –afirma- la formación de un partido oposicionista en la República de México. Si llegara a surgir, vería en él un beneficio y no un peligro y si acaso esa opo­sición ayudara al gobierno, no en el sentido de explotarlo, yo mismo estaría a su lado y la apoyaría, y la aconsejaría, en la inaugura­ción y en el éxito del completo gobierno de­mocrático del país."

 

Las últimas reflexiones de esta entrevista estuvieron relacionadas con la política internacional, y en ellas se mostró cauto y pa­triota.

 

La entrevista Díaz-Creelman representó para el pueblo una válvula abierta. México sintió como una promesa real y cumplidera las declaraciones de Díaz y diversos sectores políticos se aprestaron a actuar. El grupo re­yista por labios de su jefe indicó que "la nación necesitaba al general Díaz y deseaba que continuara en la presidencia para que com­pletase su titánica obra". Es evidente que el general Reyes manifestó siempre una gran lealtad a Díaz. En 1909 declaró varias veces que no aceptaría figurar como vicepresidente y aun pidió a sus partidarios votaran por Co­rral. Es seguro que el general Reyes deseaba contar con el apoyo de Díaz para ascender al poder, pero como hombre razonable no qui­so nunca enfrentársele.  Conviene apuntar que para estos momentos Reyes contaba con nu­merosos partidarios, lo cuál preocupó al pro­pio presidente, quien, sintiéndose inseguro y desconfiado hasta que sus colaboradores más cercanos, como Limantour, temió también a Reyes, a quien creyó más peligroso que a ninguno por tener una gran influencia en el ejér­cito, cuyos 20.000 hombres en efectivo po­dría utilizar para cualquier maniobra. Los enemigos de Reyes declaraban que éste apro­vechaba los militares para hacerse propagan­da y que los militares que instruían por todo el país a la Segunda Reserva eran emisarios, pagados con los haberes del ejército, que in­clinaban a la población en pro de don Ber­nardo. Esto lo debió creer el general Díaz, quien manifestó a sus partidarios que si ele­gían a Reyes como vicepresidente, él, Díaz, no aceptaría ser presidente; pero que si no lo elegían estaba seguro de que se rebelaría. Este temor, fomentado por los científicos, fue el que hizo que el presidente relevara a Reyes de la jefatura militar de la 3ª Zona, cambiara al gobernador de Coahuila, amigo de Reyes, y finalmente obligase a don Bernardo a acep­tar una comisión para ir a Europa a estudiar estrategia y organización militar.

 

Otros políticos que se manifestaron en re­lación con la entrevista Díaz-Creelman fueron Querido Moheno en un folleto ¿Hacia dónde vamos?, en el que afirmaba que Díaz podía organizar con su experiencia los parti­dos políticos; Francisco de P. Sentíes, en La organización política de México. El Partido demócrata, y Manuel Calero, Cuestiones elec­torales. Ensayo político, anhelaban la forma­ción de un partido democrático de acuerdo con la liberalidad del régimen. Emilio Váz­quez Gómez, que era un político oportunista, en La reelección indefinida se pronunció con­tra ella, aun cuando más tarde apoyó la re­elección de Díaz. La más importante obra fue sin duda La Sucesión Presidencial, de Fran­cisco I. Madero, quien, después de hacer un análisis del desarrollo político de México, hace ver las ventajas de crear un Partido Nacional Independiente. Enjuicia la obra de Díaz, reflexiona sobre la formación del poder abso­luto y condena las represiones de Tomochic, de los yaquis, los mayas, las matanzas de Ca­nanea, Puebla y Orizaba.

 

Al hablar de la sucesión opina que Díaz no fue sincero con Creelman, que deseaba se­guir en el poder y que él sería, como sucedió, quien designaría a su sucesor, Corral o Reyes, ninguno de ellos positivo. Afirmaba que Mexico estaba apto para ejercer la democra­cia, que Díaz debía respetar el sufragio y que era imprescindible existiera un partido anti­rreeleccionista, al cual concebía a la manera británica en su actuar antes y después de las elecciones para regular la vida pública de Mé­xico. Su obra fue la de un soñador que cau­tivaba, aun cuando se contradecía, pues si en una parte sentaba como principios irrebati­bles los de “sufragio efectivo-no reelección”, concluía que para mantener la estabilidad debería admitirse que el general Díaz se reeli­giera, pero llevando como vicepresidente a al­gún candidato verdaderamente elegido por el pueblo. En este libro no se ocupó de los pro­blemas sociales; sólo de los políticos que creía eran los que provocaban el descontento. La obra de Madero tuvo amplia difusión y dejó un impacto grande entre los políticos, que vieron en su autor, descendiente de acomo­dada familia de hacendados de San Pedro de las Colonias, Coahuila, ligado con grupos li­berales como los de Camilo Arriaga, a un líder que empezó a contar con el apoyo popular.

 

Animados diversos sectores por todas esas manifestaciones, desde principios de 1909 agi­taron las aguas de la política. Los antiguos partidos, Nacional Porfirista, el Científico y el Reyista se lanzaron a la palestra, habiendo sido eliminado el Reyista con el alejamiento de su jefe. Los otros dos sostendrían la can­didatura de Díaz con un vicepresidente que osciló entre Ramón Corral, apoyado por el presidente, y Díaz-Theodoro Dehesa que re­presentaba poca mejoría. Dos partidos nuevos fundados en 1908, el Partido Democrá­tico, y, en 1909, el Antirreeleccionista, se aprestaron a actuar. El Democrático consig­naba como programa los puntos siguientes:

 

Educación popular en escuelas gratuitas, obli­gatorias, laicas y cívicas;

 

El sufragio directo pero restringido a los que supiesen leer y escribir o fuesen jefes de familia;

 

La libertad y reorganización del municipio;

 

La inamovilidad y responsabilidad del poder judicial;

 

La efec­tividad de la libertad de imprenta y de las le­yes de Reforma;

 

La inversión fecunda de las reservas del Tesoro;

 

Una ley agraria para mejorar la producción y levantar el nivel económico y moral del campesino; y,

 

Una legisla­ción obrera.

 

Afirmaban los autores de ese programa y directores del partido, Manuel Calero, Benito Juárez Maza, Toribio Esqui­vel Obregón, Jesús Urueta, Rafael Zubaran Capmany, Heriberto Barrón y otros, que ese programa había que realizarlo evolutivamen­te, pero con eficacia. Tuvo este grupo como órgano de expresión a México Nuevo, el cual después sirvió a reyistas y a los antirreelec­cionistas.

 

Este partido se desbandó al poco tiempo y con algunos elementos reyistas se consti­tuyó el Partido Nacional Democrático, que postuló para las elecciones próximas la fór­mula Madero-Vázquez Gómez.

 

El Antirreeleccionista estaba dirigido por Emilio Vázquez Gómez, Francisco I. Madero, Toribio Esquivel Obregón, que dejó el De­mocrático; Filomeno Mata, Paulino Martínez, Félix F. Palaviccini, Roque Estrada, Luis Ca­brera, José Vasconcelos, esto es, abogados cultos, postergados por los abogados cientí­ficos como Casasús, Macedo, y otros de ten­dencias reformistas, preocupados por un cam­bio efectivo pero sin llegar a radicalismos. Aun cuando los problemas sociales y econó­micos les preocuparon y más tarde algunos se empeñaron en su resolución, de pronto de­seaban un cambio político democrático y una defensa de la economía nacional, a la que veían amenazada por las masivas inversiones extranjeras. Igualmente no les simpatizaban las concesiones que el Estado había hecho a los Estados Unidos de sitios estratégicos del territorio, como Bahía Magdalena.

 

Unidos el Partido Nacionalista Democrá­tico y el Antirreeleccionista a través de la Convención Nacional Independiente, en abril de 1910 presentaron la fórmula ya menciona­da de Madero-Vázquez Gómez que tuvo como programa político uno semejante al del anti­guo Partido Democrático, pero con algunas variantes. Ese programa era el siguiente:

 

Im­perio de la Constitución mediante la efectivi­dad de los derechos y deberes prescritos en ella, mediante la mutua independencia de los Poderes Federales y mediante la responsabi­lidad de los funcionarios públicos;

 

No reelec­ción del presidente, vicepresidente y gobernadores, elevada a artículo constitucional;

 

Reforma de la ley electoral, libertad municipal y abolición de las jefaturas políticas;

Libertad de enseñanza y fomento de la instrucción pú­blica;

 

Mejoramiento de la condición material, intelectual y moral del obrero y del indio;

 

Im­puestos equitativos y bien distribuidos, su­presión de los monopolios y privilegios, y útil inversión de los fondos públicos;

 

Fomento de la grande y pequeña agricultura y de la irrigación, y mejoramiento del Ejército.

 

Dispuestos así los partidos y en medio de una gran efervescencia, provocada principalmente por las campañas políticas que Fran­cisco I. Madero realizó por numerosos esta­dos de la República, conmoviendo la opinión pública, y principalmente por el arresto que en San Luis Potosí se hizo de Madero para imposibilitarlo a participar en la contienda electoral, se efectuaron las elecciones en ju­nio y julio de 1910, las cuales dieron el triun­fo a Díaz.

 

Madero, que escapo de la prisión, pudo preparar, apoyado por numerosos grupos, la revolución, que pensó era la única forma de hacer respetar la voluntad popular. Esta, des­pués de varias frustraciones y de acuerdo con el Plan de San Luis Potosí, estalló el mes de noviembre de 1910. El Plan declaraba nulas las elecciones presidenciales, desconocía al presidente Díaz, reafirmaba el principio de no reelección y, haciéndose eco del clamor campesino, prometía la restitución de tierras a los pequeños propietarios. Asumía Madero la Presidencia Provisional de la República, la utilización de facultades extraordinarias y el derecho de designar gobernadores. Convocaba al pueblo a tomar las armas y proponía medidas para hacer menos cruenta la lucha.

 

Habiéndose iniciado la Revolución, ante el desconcierto general, las acciones militares ocurridas, el temor de una intervención de parte de los Estados Unidos y la deslealtad de sus colaboradores, el general Díaz se vio obligado a renunciar a la Presidencia de la República Mexicana el 25 de mayo de 1911. Al día siguiente, acompañado de su familia, se dirigió a Veracruz y abandonó el suelo mexicano el 31 de mayo rumbo a Francia. En París falleció el 2 de julio de 1915, habiendo sido sepultado modestamente en el Panteón de Montparnasse con un puñado de tierra mexicana. Limantour, quien le apoyó lealmen­te en los últimos meses y a quien debió la consolidación de su régimen, murió en agosto de 1935 en París.

 

Así finalizó ese largo período de nuestra historia del cual fue principal protagonista un gran gobernante que lamentablemente, como afirmó don Emilio Rabasa, no fue un esta­dista auténtico, “porque no tuvo la visión del porvenir”.

 

La política exterior.

 

Si don Benito Juárez abrió las puertas a un reconocimiento justo y digno del país por las naciones extranjeras, aun aquellas que ha­bían intervenido en nuestra vida política, ya hemos visto como el régimen de Díaz, interesado en consolidarse y en obtener no sólo apoyo político, sino también económico, ini­ció gestiones muy eficaces que le llevaron fi­nalmente al reconocimiento de Italia y Bélgi­ca en 1879 y de Francia en 1880. Con España ya había reiniciado relaciones y pudo además cumplir con las obligaciones de la deuda pen­diente. Con Inglaterra, las relaciones se reanudan debido a los esfuerzos de José Fernán­dez, oficial mayor de la secretaría de Relaciones, y de Ignacio Mariscal, en 1884. Gran Bretaña obtiene la celebración de un tratado de comercio que la considera digna de bene­ficiarse con los privilegios de la nación más favorecida. Los ingleses solicitaron igualmen­te libertad absoluta para invertir en la indus­tria minera y la "libertad irrestricta de ad­quirir bienes raíces en México y el pago de las reclamaciones financieras". México admi­tió nombrar y aceptar representantes diplomáticos regulares, se negó a aceptar las reclamaciones por acontecimientos ocurridos durante la intervención y el Imperio, y a reservar para un convenio posterior la delimi­tación fronteriza entre México y el territorio de Belice. Si bien los puntos anteriores fueron aceptados y la Gran Bretaña se aprestó, como decía uno de los representantes, a ini­ciar la penetración pacífica que contrarrestara la influencia económica de los Estados Unidos, que, como preveían algunos políticos mexicanos, iba tornándose cada vez más en intervención política, México tuvo aún que hacer un esfuerzo para solucionar el problema de Belice.

 

Belice, cuyo territorio perteneció a la an­tigua Capitanía General de Guatemala, había sido ocupada por colonos ingleses que logra­ron obtener de las autoridades coloniales nu­merosas concesiones que les hizo fortalecerse. México, que descuidó esa porción del territorio, se encontró, iniciada su vida na­cional, con que desde ella se realizaba una actividad de provocación, de expansión, de azuzamiento de la población indígena en con­tra del sistema y autoridades establecidas en Yucatán y Quintana Roo. Por otra parte, Gua­temala, que lindaba con México y con Belice, había manifestado señales de primacía polí­tica y deseos expansionistas, por lo cual convenía que México dejara definitivamente so­lucionado su problema fronterizo en el sureste. El ministro Mariscal percibió que México que nunca había traspasado su soberanía a los colonos, pero que tampoco la había ejercido, que podía ser incorporado con la fuerza, mas para hacerlo tendría que pedir el apoyo a los Estados Unidos para protegerse de Inglaterra. Si en ese momento solicitaba el recono­cimiento inglés y su capital, mal podía enemistarse con esa potencia que veía podía ayudarle a contrarrestar la influencia nortea­mericana. Esa reflexión fue la que llevó a Mariscal a finiquitar ese problema habiendo logrado que el 17 de abril de 1897 se aprobara el Tratado con la Gran Bretaña resolviendo el problema de Belice.

 

Las relaciones con Guatemala.

 

Y ya que nos ocupamos de nuestros lími­tes australes, bueno es que señalemos las re­laciones con la República de Guatemala. Di­jimos que en la época de Manuel González surgieron conflictos con ese país ocasionados por la política hegemónica de Justo Rufino Barrios. Este, sin embargo, tuvo en un momento que ceder, pero mantuvo mientras vi­vió un vivo interés por solucionar el supues­to problema fronterizo entre los dos países.

 

Sus sucesores en el poder, menos dota­dos que Barrios y más desconfiados de Mé­xico, Manuel Lizandro Barillas, José María Reyna Barrios y Manuel Estrada Cabrera, defendieron con obstinación sus posiciones; aún siendo liberales, consideraron que la adminis­tración liberal mexicana apoyaba a sus enemigos los conservadores para obtener beneficios y favorecer la anexión de Centroamérica a México. El apoyo que México encontró en Costa Rica y en El Salvador, que se sentían defendidos de la hegemonía expansionista de Guatemala, nos predispuso con Guatemala, aun cuando en ocasiones, como el caso de las reclamaciones pecuniarias, México pagara cumplidamente sus obligaciones. Los dirigen­tes de Guatemala pensaron siempre que Mé­xico tenía pretensiones sobre Centroamérica, a las que había que oponerse, mas lo que Mé­xico deseaba era que no se constituyera en Centroamérica una potencia enemiga que, apoyada como lo estaba por los Estados Uni­dos, pudiera poner en peligro su seguridad. Esa preocupación de la diplomacia mexicana fue muy intensa, al grado que se traslució en el exterior y España, ya reanudadas con ella las relaciones, trató de actuar como interme­diaria. La torpeza de la política norteameri­cana, llevada principalmente por James Blai­ne, fue un factor que intervino negativamente en la solución pronta y efectiva de las dificultades con esos países. El problema fron­terizo fue por lo menos resuelto en 1895, año en el cual el presidente, en su Mensaje ante el Congreso, pudo anunciar que: "Debemos reconocer el buen sentido con que el gobier­no de Guatemala se ha prestado de esta ma­nera a la conclusión pacífica y amigable de una contienda que, por su carácter y dura­ción, amenazaba con graves consecuencias. Congratulémonos, pues, de que, salvándose la honra y los justos intereses de ambas repúblicas, estén a punto de renovarse, sobre bases más sólidas, las relaciones amistosas de la Nación mexicana con una de las veci­nas".

 

Sin embargo de este tratado, la tirantez diplomática entre Guatemala y México prosiguió. La explicación amplia de ella nos la proporciona don Daniel Cosío Villegas en su penetrante estudio, en el cual nos dice: "Esas relaciones se complicaron más con el recurrente movimiento de unión de los cin­co países centroamericanos. Además de ha­ber formado una sola unidad de gobierno du­rante los tres siglos de la dominación española, sus semejanzas culturales, la ocupación de una región aparentemente propicia para for­mar una gran nación y el hecho más obvio y convincente de que cada uno de los cinco paí­ses era demasiado pequeño y pobre para caminar con seguridad por el mundo moderno, los condujeron a formar una federación al separarse de España. La unión fracasó al poco tiempo, pero volvió a intentarse una y otra vez en el resto del siglo XIX y principios del XX. Para ello se usaron  todos los proce­dimientos posibles: la negociación diplomáti­ca abierta, la intriga extensa y compleja, la imposición por las armas y la influencia de países extranjeros, sobre todo, claro, de Mé­xico o los de Estados Unidos. También se experimentan todas las formas de organiza­ción constitucional: desde el gobierno central con poderes casi ilimitados, pasando por una federación en que el gobierno general sólo tenía las facultades no reservadas expresamen­te a los estados federados, quienes conserva­ban así una gran autonomía interior, hasta la unificación limitada a las relaciones exteriores. En fin, se ensayó el método de meter en la unión, de un solo golpe, a los cinco países, o bien iniciarla con sólo dos o tres para que el tiempo y el ejemplo convencieran a los de­más de sus ventajas.

 

"Ahora bien: aun cuando de todos y cada uno de los cinco países partió alguna vez la iniciativa unionista, fue Guatemala la que más empeño puso en el asunto, no porque allí fuera más vivo el ideal unionista, sino porque sus recursos naturales y su población la ha­cían más fuerte. La probabilidad mayor, pues, fue que la unión se hiciera por iniciativa de Guatemala y que, en el nuevo estado, Gua­temala tuviera un peso preponderante. Méxi­co, lógicamente vio un peligro en que una na­cionalidad fuerte resultara regida por un país con el que jamás había podido entenderse. Tener un vecino temible era ya motivo sufi­ciente de preocupación; pero tenerlo a la es­palda cuando se tenía al frente a Estados Uni­dos, significaba dividir en dos una vigilancia y unos recursos de por sí limitados. La preo­cupación de México llegó al punto máximo posible cuando descubrió que el campeón de la unión centroamericana eran los Estados Unidos. Hecho de tal gravedad no podía sig­nificar sino una de dos cosas: o deliberadamente los Estados Unidos querían crearle esa situación, y entonces la intención era muy clara, o los Estados Unidos la prohijaba de buena fe, pero sin entender y sin importarle gran cosa ese peligro para México.

 

"En una situación aparentemente desesperada favoreció a México un elemento. Entre el fin de la primera federación y los mu­chos ensayos que la siguieron para recons­tituirla, cada uno de los cinco países centroamericanos fue haciéndose un modo propio de vivir; muy particularmente, las clases gobernantes crearon en cada uno intereses poderosísimos. Y como la unión suponía el sometimiento a una autoridad nueva, más general y fuerte, la unión, en realidad, siem­pre tuvo opositores. La resistencia más frecuente provino de Costa Rica, pero en algu­na ocasión partió de Nicaragua, Honduras o El Salvador y aun de la misma Guatemala. México, en consecuencia, tendió a favorecer a los países que en un momento dado eran opositores de la unión, o a quienes querían formarla sin la preponderancia de Guatema­la. Esto significó, por supuesto, que México se sintió obligado a extender su actividad po­lítica a toda la América Central, buscando en­tre los países centroamericanos individualmente considerados o entre las alianzas y bloques que nacían y desaparecían en el tor­bellino de la política centroamericana, el equi­librio de poder más favorable a su seguridad.

 

"Era inevitable que, dentro de este cua­dro, México y los Estados Unidos se encon­traran en la América Central y que sus inte­reses chocaran; pero hubo un factor más que dio un carácter casi permanente a ese cho­que, y que lo hizo más agudo. La desproporción territorial, demográfica y económica entre México y Guatemala, acentuada por el progreso material y la estabilidad política que México fue ganando a partir de 1877, creó en Guatemala la idea de que perdería siempre en un trato directo de sus negocios con Mé­xico. Discurrió entonces buscar una propor­ción de fuerza no sólo equilibrada, sino que la favoreciera decididamente. Para ello, acu­dió a los Estados Unidos, y lo hizo con una constancia tan admirable como desme­dida.

 

"En efecto, fue continua y desproporcio­nada la ayuda que Guatemala pidió a los Es­tados Unidos para defenderse de México, y verá también que la diplomacia guatemalteca no dejó detener algún éxito. Esta comenzaba no sólo por halagar, sino por cohechar a los representantes diplomáticos norteamericanos en Guatemala y en Centroamérica en general. Seguía con poner a disposición de ellos toda la correspondencia diplomática, aun la más estrictamente confidencial, del gobierno de Guatemala con sus agentes diplomáticos en México y los Estados Unidos, para no mencionar la del gobierno de México con los representantes de Guatemala acreditados ante él y la que se cruzaba entre el ministro de México y el secretario de relaciones de Guatemala. El halago y el cohecho llegaron a los extremos de la cesión a los Estados Unidos de los derechos de Guatemala a Chiapas y Soconusco, la venta de las islas de la Bahía, el derecho de tránsito y acuartelamiento de tropas de los Estados Unidos en territorio de Guatemala, o la idea de constituir ésta y aun a la América Central toda en un protec­torado norteamericano.

 

“Puede decirse que, salvo dos, todos los ministros de los Estados Unidos en Guate­mala cayeron en la trampa del halago y del cohecho. Todos los secretarios de Estado examinaron con interés hasta las proposicio­nes más extravagantes de Guatemala, aun cuando sin aceptar ninguna. Lo cierto es, sin embargo, que rara vez se negaron a interve­nir en favor de Guatemala, y, en consecuen­cia, en contra de México. En el caso concre­to de José Santos Zelaya -del cual, según Salado Alvarez, no se les daba un bledo a nuestros intereses nacionales-, México tenía la prolongada experiencia del favor apenas disimulado de los Estados Unidos por Estrada Cabrera, gobernante que, más que ningún otro, sentía por México la más arraigada y colérica antipatía. Apoyar a Zelaya, enemigo de Estrada Cabrera, era restaurar el equili­brio de fuerzas en favor de México y, por tanto, en desmedro de Guatemala y los Estados Unidos".

 

Después del ano de 1898, en que se apoderó de la presidencia de Guatemala Manuel Estrada Cabrera, las relaciones con Guate­mala volvieron a ser críticas debido a que un grupo de enemigos del dictador, encabezado por el ex presidente Manuel Lizandro Bari­llas, José León Castillo y el general Salvador Toledo, quienes contaban con el apoyo del presidente de El Salvador Pedro José Esca­lón y del ex presidente Tomás Regalado, ini­ció una revuelta, salida en parte de Chiapas y en parte de El Salvador, la cual originó un estado de guerra entre El Salvador y Guatemala. Para contenerla, intervinieron los Estados Unidos, que invitaron a México a me­diar, habiendo logrado imponer la paz, volver al "statu quo ante" y a comprometerse a que en caso de conflicto llamarían como media­dores a los Estados Unidos y a México. En el año 1907, el ex presidente  de Guatemala Manuel Lizandro Barillas fue asesinado en México, en donde vivía alejado de la política, por órdenes de Estrada Cabrera México pidió la extradición del general José M. Lizama, quien contrató a los asesinos, pero Gua­temala la negó. En el mes de mayo, un grupo de jóvenes enemigos del dictador realizaron un atentado terrorista contra Estrada Cabre­ra, el cual desgraciadamente falló. Estrada Ca­brera afirmó que la Legación Mexicana había favorecido el complot. Federico Gamboa, mi­nistro de México en ese país, mostró una conducta digna y prudente ante las asechanzas de Estrada Cabrera, pero recibió órdenes de México de trasladarse a El Salvador. La tirantez aumentó y se pensó que en un mo­mento dado México pudiera declarar la gue­rra a Guatemala. Las relaciones con ese país se normalizaron en 1908, al ordenar que la Legación volviera a Guatemala y nombrar al licenciado Luis G. Pardo como nuevo mi­nistro.

 

Si por el lado de Guatemala las cosas no marcharon bien, hay que mencionar que Mé­xico adoptó una actitud de altura en el con­flicto que suscitó el dictador de Nicaragua José Santos Zelaya contra Honduras y en el cual el gobierno de Roosevelt quiso que México mediara, pero en forma activa, con in­tervención armada, habiéndose Díaz negado a ello y manifestado que únicamente intervendría siempre que ambas partes lo solici­tasen y sin recurrir a la fuerza.

 

Las relaciones con los Estados Unidos.

 

Con una frontera común de más de dos mil kilómetros, nuestras relaciones con los Estados Unidos tienen que ser siempre am­plias, aun cuando no siempre cordiales. Por su extensión y su desarrollo histórico, la fron­tera ha provocado conflictos que, aunados a las concepciones políticas disímiles de ambos países, a sus encontrados intereses, a su po­sición de potencia uno y de país anárquico en crecimiento el nuestro, han llegado a ser en ciertos momentos críticos.

 

El problema fronterizo en aquella época ha sido trazado de mano maestra por Cosío Villegas en su Sexta Llamada Particular, y como no admite mayor brevedad ni justeza lo reproduzco:

 

"La presencia en Texas, sobre todo, de una población jurídicamente norteamericana, pero de extracción y de mentalidad mexica­nas, con dificultad podía dar el resultado de plegar su conducta a la noción abstracta de una línea divisoria o de un límite internacio­nal, que ni siquiera marcaba con claridad fí­sica un gran accidente geográfico como es el mar, las montañas o un río caudaloso y de corriente continua. De otra parte, el desarrollo rapidísimo, y en una escala colosal, del gran imperio ganadero, también en Texas, que daba ocasión fácil y frecuente de llevar y traer lotes importantes de ganado, todo él de una raza única y que ni siquiera podía identificarse con hierros conocidos y aprobados. El movimiento arrollador de colonización del norteamericano blanco, del este ha­cia el oeste, que supone el sometimiento y aun la destrucción del indio poseedor de esas tierras, que, naturalmente, huía a territorio mexicano a refugiarse del ataque y a prepa­rar el contraataque. En fin, toda la incerti­dumbre de la autoridad y la corrupción polí­tica que afligen a los Estados Unidas a causa de la ‘reconstrucción’ que signe a la Guerra Civil, y el crecimiento económico atropella­do, también consecuencia de ella. Del lado mexicano, no sólo la debilidad inicial del ré­gimen de Porfirio Díaz, sino el fenómeno más permanente de las fuerzas facciosas y caci­quiles que desgobernaban la franja de nues­tra frontera norte, además, en gran parte deshabitada, una razón nueva para que no imperaran la autoridad y el orden.

 

"A este cuadro de fuerzas profundas, to­davía hay que agregar otras más livianas, pero no menos eficaces para moldear la ac­titud intransigente de los Estados Unidos frente al Porfirio Díaz de su primera presi­dencia. Uno fue el recuerdo de un fenómeno común y corriente a lo largo del primer me­dio siglo de nuestra vida independiente: el préstamo forzoso que impone la autoridad militar de cualquier facción o movimiento re­belde, y que, como adinerado, caía sobre el extranjero con mucha frecuencia. El otro era el efecto inevitable de la zona libre, primero de Tamaulipas y más tarde de Nuevo León y Coahuila. A ella llegaban de puertos mexi­canos artículos europeos de mejor calidad y de más bajo precio que los norteamericanos; introducidos de contrabando, hacían una com­petencia mortal al comerciante regular texa­no y a los industriales del. noroeste de los Estados Unidos. Y todavía otra fuerza pro­funda: ese arrollador movimiento migratorio hacia el oeste que entre sus espuelas se llevó más de la mitad del territorio mexicano, aho­ra, más asentado, descubre irritado que el ex­tranjero no puede ya adquirir bienes raíces en la zona fronteriza del territorio que a Mé­xico le había quedado".

 

Respecto a la política dominante, debe­mos recordar como los Estados Unidos, una vez lograda su reconstrucción, iniciaron una tendencia imperialista cada vez más agresiva. Lograron en 1896 separar a Cuba y a las Fi­lipinas de España y penetrar económica y po­líticamente en ellas. A partir de 1880 se opu­sieron a la construcción del canal de Panamá de acuerdo con el proyecto de Lesseps y declararon por boca de uno de sus representantes que había que apoderarse de él cuando fuere necesario y defenderlo con buen éxito contra las dos grandes potencias del mundo. Más tarde apoyaron a Venezuela a recuperar la Guayana que había estado en posesión de Inglaterra. Para entonces ya habían firmado el tratado Clayton-Bulwer por el que desalo­jaron a la Gran Bretaña de toda posible in­tervención en la América Central.

 

En el año 1889, el gobierno de los Esta­dos Unidos convocó en Washington a todas las naciones americanas a reunirse en aquella ciudad en el Primer Congreso Panamericano. Los representantes de las naciones que asis­tieron escucharon del secretario de Estado, James G. Blaine, palabras que aludían a las ventajas que se obtendrían de una amistad más franca y duradera. "Creemos -dijo Blaine- que debemos estar más unidos por vías marítimas y que no está lejos el día en que los caminos de fierro unirán por vías terrestres las capitales políticas y comerciales del Continente... Creemos que la amistad soste­nida y de buena fe dispensará a las naciones americanas de la necesidad de resguardar sus fronteras con fortificaciones y fuerzas militares"... Pero junto a las palabras protocolarias de Blaine escucharon también otras razones más prácticas e inmediatas de parte de algu­nos senadores, entre otros Frye de Maine quien paladinamente indicó a los delegados que su visita a los Estados Unidos debería reforzarles la convicción de que ese país era un país que debía ser respetado. Que él debería servir de árbitro en sus disputas y que si así lo hacían, los Estados Unidos realizarían un comercio más estrecho con ellos. Frye, sin mencionarlo, trataba de obtener por me­dio de una presión moral mercados nuevos para la producción industrial americana que por esos años no ingresaba en Europa.

 

"En el año 1896 se reunió en México un Congreso al que asistieron representantes de Ecuador, Santo Domingo, México y la Amé­rica Central y ese Congreso, al ocuparse de la política norteamericana y de la aplicación de la llamada doctrina Monroe, señaló que ésta se estaba haciendo peligrosamente am­plia y vaga, y sugirió debería convocarse una reunión que estudiara el derecho de interven­ción de los pueblos americanos en el desti­no y los asuntos políticos de cada uno de ellos". Para 1899, los Estados Unidos se ha­bían apoderado de Puerto Rico y poco mas tarde se firmó el tratado Hay-Pauncefote, que aseguraba el control de los Estados Unidos en cualquier canal interoceánico que se cons­truyera. Roosevelt animaba a la revolución en Colombia. Anexada Hawai y tomadas las Filipinas en el Pacífico, y en el Atlántico te­niendo la hegemonía no sólo de las Antillas sino del Caribe, los Estados Unidos rompían su política continental y se lanzaban a adqui­rir responsabilidades políticas fuera del con­tinente. La enmienda Platt a la ley del pre­supuesto en 1901 consagró la intervención estadounidense en los asuntos hispanoameri­canos y en 1904 Theodore Roosevelt procla­mó que la doctrina Monroe puede obligar a los Estados Unidos, aunque sea de mala gana, en los casos flagrantes de mal proceder o de impotencia, a ejercer un poder policial inter­nacional.

 

"En 1901 reunióse en México la Segunda Conferencia Panamericana, en la cual Alfredo Chavero, uno de los delegados de México, contrapuso a la doctrina Monroe la que él llamó la doctrina Díaz, que dijo concentraba en el siguiente apotegma: "El Derecho Inter­nacional Americano se basa en la paz, fundada en el respeto a la soberanía independiente e integridad de todas y cada una de las Repúblicas de América". Los resultados de esta Conferencia fueron el acuerdo de adherirse al tratado de la Haya en lo relativo al arbitraje facultativo obligatorio para los que lo desea­ran, siempre que las controversias a dirimir no afecten ni la independencia ni el honor na­cional.

 

Se firmaron también convenios rela­tivos a:

 

La extradición y protección contra el anarquismo que había logrado gran difusión en Hispanoamérica;

 

Para el canje de publica­ciones oficiales, científicas y literarias, ejer­cicio de profesiones liberales, patentes de in­vención y marcas de fábrica, propiedad lite­raria y artística;

 

El establecimiento de un Banco Panamericano;

 

La creación de una Co­misión Arqueológica;

 

La reunión de un Con­greso aduanero para facilitar las relaciones mercantiles;

 

La construcción de un ferrocarril panamericano;

 

Establecimiento de normas de policía sanitaria; y,

 

El envío de datos estadísticos y muestras de productos naturales e industriales.

 

En 1906 en Río de Janeiro celebróse la Tercera Conferencia Panamericana, en la cual el secretario de Estado Elihu Root, desenten­diéndose del despojo de Panamá que Colom­bia le reclamaba y de la política del garrote de Roosevelt, exclamó. "No deseamos victorias en la guerra ni codiciamos más territorio que el que ya poseemos. Creemos que la in­dependencia y derechos de la más pequeña y débil de las naciones merece el mismo respe­to que los grandes imperios. No pretendemos tener derechos, privilegios o poderes que no estemos dispuestos a conceder a cualquiera otra de las Repúblicas americanas".

 

Dentro de este trasfondo van a entablarse relaciones entre México y los Estados Uni­dos. En el aspecto de la vigilancia de la fron­tera, México, después de grandes esfuerzos y considerar que el paso de abigeos, asaltantes e indios indómitos representaba un real peli­gro, accedió al paso recíproco de fuerzas para perseguir a los forajidos y así renovó, de acuerdo con ciertas normas que nos daban seguridad, ese paso a partir de 1884. Cuando en la frontera mexicana se estableció una vi­gilancia vigorosa a base de jefes militares de prestigio, como Jerónimo Treviño y más tar­de Bernardo Reyes, las cosas cambiarían. Cambiaron también cuando en el territorio norteamericano, en donde existían grupos de indios o mestizos nómadas, dedicados al robo y al abigeato, éstos fueron reducidos en beneficio de la población migratoria que avan­zaba incontenible hacia el oeste y va dejando "tras de sí una población agrícola estable, en­tregada a culturas de propiedades pequeñas". "Esto quiere decir -explica Cosío Villegas- que el indio bárbaro desaparece y que el poblador blanco adquiere medios de vida que hacen innecesarios la violencia y el crimen; quiere decir también que el inmenso espacio vacío que hizo posible el nacimiento, el desarrollo y la culminación del reino ganadero, se va estrechando hasta desaparecer cuando en él comenzó a surgir y propagarse la granja cercada con la alambrada de púas. La gran ocasión y el pretexto fácil del robo de ganado desaparece al practicarse la ganadería de un modo civilizado y en pequeña escala. El cambio es tan grande en este sentido, que al de­saparecer el inmenso espacio vacío de Texas, tiene sentido la ganadería en Chihuahua, el espacio vacío semejante más próximo."

 

Desde el año 1880, en que visitó México el general Ulises Grant acompañado del general Sheridan, el héroe americano indicó que los Estados Unidos habían abandonado el deseo de anexionarse México. "El día en que los Estados Unidos absorban a México, ese día se señalará como la Techa de su decai­miento", dijo Grant, y Sheridan declaró abriéndose a una pregunta sobre la penetra­ción pacífica, que los Estados Unidos tenían abundancia de capital que hay necesidad de invertir en la construcción de ferrocarriles. A partir de ese momento y una vez salvadas las dificultades económicas que habían existido, las inversiones americanas se harán sentir po­derosamente, al grado que empiezan muchos grupos nacionalistas que veían a los yanquis como un auténtico peligro, a inquietarse. Si en un principio fueron los católicos quienes mas se perturbaron ante esa nueva conquis­ta, al grado que llegaron a escribir...: "Nos han ido cercando por medio de la electrici­dad y del vapor; tejen por todas partes la ex­tensa red de ferrocarriles; adquieren en propiedad minas, casas y haciendas; plantean diversas industrias; se procuran tratados de reciprocidad mercantil para ejercer aquí, sin competencia con Europa, el monopolio de la venta de sus artefactos. También pueden in­ternarse en son de guerra al territorio mexicano en persecución de los salvajes, dando así ocasión no muy remota a conflictos in­ternacionales", más tarde serán los dirigen­tes socialistas, grupos de izquierda, conduc­tores de núcleos obreros, profesionistas desplazados de los grandes consorcios los que sientan la impronta de la intervención econó­mica estadounidense en México. En los pri­meros llamamientos de los clubes liberales y en la prensa de las últimas décadas del si­glo XIX y en la primera del XX, los ataques a esa penetración menudean. Se siente la dis­criminación de los trabajadores, el dominio de los capataces o mayordomos norteameri­canos, su soberbia, sus malas maneras, su rudeza; se sufre que los mexicanos han vuel­to a caer en manos de otros amos que los explotan y maltratan más rudamente que los anteriores. Se percibe que el gobierno ha en­tregado los recursos naturales a los extranjeros, que éstos dominan toda la economía y aun intervienen en la política. Las peticiones de México a los Estados Unidos para que vi­gile a los emigrados políticos, a los hombres exaltados que conspiran allende la frontera en contra de México y en contra de los in­tereses de los inversionistas, patentiza la de­pendencia del gobierno mexicano al norteamericano y el ataque va a lanzarse contra esa unión. Ricardo Flores Magón, exiliado y aprisionado en los Estados Unidos, advierte los nexos de ambas organizaciones estatales y contra ellas arremete en su afán de romper con sistemas que ataban la libertad y poten­cialidad del hombre.

 

En octubre de 1909, tratando de obtener el apoyo norteamericano, Porfirio Díaz se reu­nió con el presidente William Taft en Ciu­dad Juárez y en El Paso. En ese encuentro ambos presidentes conversaron sobre asun­tos de interés para los dos países, pero prin­cipalmente acerca de la neutralidad que los Estados Unidos deberían guardar respecto a los enemigos de Díaz refugiados en los Es­tados Unidos en donde encontraban ayuda de organizaciones político-sociales y también de algunos políticos interesados en obtener beneficios de cualquier conflicto. Aun cuando se haya rumoreado que en esa entrevista Díaz y Taft se refirieron a la difícil situación po­lítica de Centroamérica con Zelaya y Estrada Cabrera, no se puede afirmar categóricamen­te tal hecho, como tampoco el que Díaz pusiera un término a la concesión que los Es­tados Unidos tenían de Bahía Magdalena y otros puestos en California. De la conferen­cia, Taft obtuvo una conclusión, la de que el general Díaz, pese a su agilidad física y men­tal, -tenía ya ochenta años-, y "me temo –escribe- de que al morir sin sucesor estalle una revolución para encontrarlo". Por ello y ante el hecho de que las inversiones norteameri­canas son mayores a los dos mil millones de dólares, en caso de una guerra, los Estados Unidos, piensa, tendrán que intervenir para defenderlas. Se da cuenta que Díaz teme a sus enemigos radicados en los Estados Uni­dos y piensa que la entrevista le fortalece­rá, pues la hará aparecer como actitud pro­tectora.

 

Pese a la visita, era indudable que los exi­liados mexicanos apoyados en numerosos y bien difundidos núcleos del país, continuaron realizando una actividad intensa en contra del gobierno de Díaz. Desde 1907, Enrique Creel, embajador de México ante Washington, inci­ta al gobierno americano a poner coto a la labor criminal de Ricardo y Enrique Flores Magón, de Antonio I. Villarreal, Juan José Arredondo y otros más que "violando las leyes americanas de neutralidad, hacen una pro­paganda altamente perjudicial a las relaciones entre los dos países". Acusaba también Creel a esos refugiados de preparar vasta serie de actos delictuosos, comprando e introducien­do contrabando de armas y pide la extradi­ción de ellos. Los Estados Unidos responderán en un principio que se trata de delitos políticos, pero en 1907 se aprehende en Los Angeles a los Flores Magón, a Rivera y a Vi­llarreal. Aun cuando más tarde por razones políticas mantendrán en prisión a Ricardo Flores Magón hasta su muerte, es evidente que los dirigentes de la política americana co­menzaron a ver en el año de 1909 y en ade­lante que la situación había cambiado, que Díaz ya no contaba con el apoyo de todo el pueblo en el que había un gran descontento, y se decidieron a garantizar los intereses nor­teamericanos y a sus ciudadanos, intervi­niendo torpemente en  la política mexicana.

 

El embajador Henry L. Wilson va a tener un papel muy destacado en esa nueva política. Sus nefastas intervenciones en nuestra vida interior mostraron de nuevo de qué manera la política norteamericana volvía a enseñar otra vez la cara de la intervención solapada y pérfida, violenta y brutal.

 

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Zayas Enríquez, R. de, Porfirio Díaz; la evolución de su vida; Chicago, 1908.

 

109.            La economía y el porfirismo.

 

México no es un país pequeño. Su exten­sión, de cerca de 2’000,000 de kilómetros cuadrados, lo convierte en el quinto entre los países america­nos y el décimo cuarto entre los 225 países del mundo. Su situación geográfica es extremadamente variada, con amplios litorales, abruptas montañas, vastas mesetas y consi­derables desiertos en el norte. Pese a esa ex­tensión, su superficie laborable es tan sólo de 29,3 millones de hectáreas, o sea un 14.9 %. Tierras de riego sólo hay, ahora más amplias, un 20 %. Las de temporal son casi el 76 %. Una tercera parte del territorio tiene pendien­tes mayores de 25 grados; por tanto, es inú­til para la agricultura. Los recursos agrícolas son limitados. Los bosques llegan a un 17 %. De la superficie cultivable se sembraba cerca del 55 % de maíz, alternado con frijol, gar­banzo, haba, lenteja. El trigo se cultivó en el norte y en ciertas regiones del centro. El azú­car constituía la base principal de la agricul­tura en las zonas cálidas de las costas, prin­cipalmente del golfo de México y en los valles templados del centro. En las mismas zonas cultivábase el arroz. En las laderas tropicales el café empezó, en la época que nos ocupa, a tener auge, así como los sembradíos de plá­tano y cítricos. En las costas empezaron a abundar los palmares. En las tierras calientes de Nayarit, Veracruz y Oaxaca producíase ta­baco; en las vertientes del pacífico, ajonjolí. La foresta veracruzana producía la vainilla, la raíz de Jalapa, las tintóreas. La selva chiapaneca y Tabasco, el chicle, y en las calcá­reas tierras yucatecas, el henequén represen­tó la única fuente de riqueza.

 

Los recursos minerales significaban el ren­glón más atractivo, principalmente para los capitales extranjeros. Merecida fama tenía nuestro país por la producción de plata sur­gida de sus minas de Hidalgo, Guanajuato, Durango, Zacatecas, Sinaloa, Chihuahua, Ja­lisco, Sonora, Oaxaca, México y Guerrero. El oro extraído de Sonora, Sinaloa, Oaxaca, Na­yarit era abundante y codiciado cada día mas. Metales industriales comenzaron a explota­se, principalmente el cobre en Baja Califor­nia, Sonora, Chihuahua y Coahuila, así como el plomo en Chihuahua, Hidalgo, Guanajua­to, México y el hierro en Durango, Michoa­cán, Hidalgo, Colima y Jalisco. El carbón de piedra hallóse y extrájose en Coahuila y Du­rango. Energéticos como el petróleo empie­zan a explotarse a partir de 1901, para ex­portarlos a Estados Unidos, Inglaterra y Holanda, de donde volvía manufacturado. Mu­chos de esos productos no eran suficientemente explotados hasta antes de la construc­ción de los ferrocarriles, por la falta de vías de comunicación, medios de transporte, recursos económicos y técnicos como maqui­naria apropiada.

 

El mar proporcionaba un ligerísimo apor­te a la subsistencia, pues tanto antes como hoy no existía una flota pesquera ni la cos­tumbre de comer pescado, salvo en la cua­resma, pese a que contamos con un litoral de 9.291 kilómetros, esto es, por cada 245 km2 de su­perficie existe un kilómetro de litoral. Vías fluviales navegables tenernos muy pocas y casi no se utilizan, sino para comunicar con medios muy primitivos alguna población con otra.

 

La población en el pasado siglo había ido en aumento. Si en 1810 según los cálculos más probables era de 6.500.000, en 1875 al iniciarse el régimen de Díaz fue de 9.495.000, y en 1910 de 15.160.369. La población cam­pesina para 1910 era la más numerosa, en comparación con la urbana, que sólo tenía algunos centros capitalinos que no excedía cada uno del medio millón de habitantes.

 

El desarrollo económico de México prefi­jó a partir de 1867 una serie de formaciones precapitalistas incorporadas al sistema domi­nante y una fuerte apetencia, claramente mos­trada, de las potencias colonialistas por los recursos naturales mexicanos.

 

Hasta el año citado, la economía mexica­na no actuaba en bloque, sino desarticulada, y ese hecho lo producía el propio sistema po­lítico, pues el régimen federal dispersó la eco­nomía, que ni siquiera negó a adquirir la consistencia que en la época de las Intendencias. Por otra parte, a partir de 1857, en que los reformistas dieron al país su Constitución de pura esencia liberal, y la cual fijaba muy bien las atribuciones de los poderes, la soberanía estatal y las garantías individuales, defendi­das con extremo celo, todos los mexicanos vieron con desconfianza que el Ejecutivo se tomara atribuciones excesivas, las que siem­pre se trató de contener. El Congreso, que sentía que representaba auténticamente al pue­blo, a la nación, celoso de sus atribuciones a las que interpretaba mal, maniataba al presi­dente para dirigir y fomentar la economía, lo cual representaba una necesidad inaplazable. Benito Juárez, quien se dio cuenta de esas li­mitaciones, se vio obligado a emplear las fa­cultades extraordinarias que siempre tuvo para poder otorgar las primeras concesiones a ciertas compañías, las ferrocarrileras, con el fin de fomentar las comunicaciones de la República y su economía. Los principios librecambistas y proteccionistas puestos en juego para apoyar a instituciones empresariales vigiladas y controladas y, más aun, auspiciadas por el Estado van a ocupar la atención de nuestros parlamentarios largos años.

 

El Estado vivía, en la época en que los liberales retoman el poder en 1867, de los im­puestos exteriores, fáciles de administrar, lo cual imponía una protección arancelaria considerable. Los problemas económicos, que se agudizaban periódicamente, eran abrumadores y surgían de la falta de comunicaciones que impedía la circulación de los productos y dificultaba la creación de un mercado na­cional y las posibilidades de exportación. En la minería, uno de los renglones mejores, esto se agravaba por el recargo en los fletes, lo que originaba que sólo se trabajaran las vetas ricas y se abandonaran las demás. El aislamiento de los centros productores y consu­midores impedía una localización adecuada de las fábricas, de los núcleos elaborado­res de las materias primas y de la distribu­ción de sus efectos. Se vivía, por así decirlo, dentro de un sistema de economías locales muy cerradas y ni siquiera existía una eco­nomía regional o provincial.

 

La deuda nacional, como hemos señala­do, pesaba extraordinariamente sobre el país y los intereses a pagar representaban una quinta parte de los ingresos de la federación. El sistema impositivo era anárquico e inútil, agravado por las imposiciones estatales que menoscababan los ingresos federales. Los metales preciosos significaban el único renglón eficaz, pero su extracción costaba ocho veces más que en Alemania e Inglaterra.

 

Esta situación, a partir de la restauración de la República, trató de ser superada gra­cias a la intervención de tres factores que señala muy bien Daniel Cosío Villegas: liber­tad de la opresión exterior, esto es, gracias al triunfo republicano, a los cambios ocurri­dos en Europa, México se libera de los apremiantes compromisos que tenía con las po­tencias de la Triple Alianza y pacta con Estados Unidos un pago justo de reclama­ciones. La política internacional  llevada con extraordinario patriotismo e inteligencia por parte de Lerdo de Tejada y Lafragua apoyó este cambio.

 

El segundo factor lo representó la honestidad de los gobernantes. A partir de José Ma. Iglesias, el país tuvo la fortuna de contar con administradores de honestidad ejemplar. Matías Romero, que trató de encauzar las fi­nanzas, realizó extraordinarios esfuerzos, lo mismo que Blas Valcárcel. En la época de González se inició la corrupción, que tuvo que ser frenada nuevamente por Romero y encauzada por una técnica inteligente impues­ta por Limantour.

 

En tercer término influye en ese cambio una filosofía optimista y confiada. El poner en vigor los principios liberales, eliminar un Estado opresor y asegurar las garantías in­dividuales, hizo que el país ascendiera. La tecnología representó, como hoy, un gran factor de transformación, El esfuerzo educativo estimuló un cambio de mentalidad más favo­rable, apoyada en la libertad de creencias. Se vivió en un nuevo optimismo ante los recur­sos naturales, que nuevamente se creyeron inagotables.

 

Los treinta y cinco años de gobierno del general Díaz produjeron a base de esos prin­cipios una centralización u homogeneización que antes no se tenía. Las economías locales, ajenas a la economía de cambio, autárquicas, pues producían sólo lo que consumían, ya que en su mayor parte intercambiaban sus productos, fue sustituida por economías más amplias, lo cual se logró principalmente por el incremento y auge de las comunicaciones.

 

La organización hacendaria se afianzó; la política tributaria mejoró, con lo cual se estimuló el desarrollo económico general. Se su­primió el anticuado y oneroso sistema de al­cabalas; se fomentó la creación de bancos emisores, de instituciones crediticias, hipote­carias y refaccionarias. Se crearon almacenes nacionales de depósito con los cuales se pla­neaba la actividad a una escala mayor, nacio­nal. Con estas modificaciones el mercado lo­cal aislado se transformó en un mercado regional, éste en nacional y luego se ingresó al mercado mundial.

 

Apoyóse esta transformación en el incre­mento notable de los medios de comuni­cación, ferrocarriles, cable, líneas marítimas, li­gando así al país con Estados Unidos, Europa y aun Asia. Las obras portuarias realizadas permitieron que los escasos puertos fueran de utilidad. Por esos puertos partían las exportaciones mexicanas: metales preciosos e industriales y henequén, y por ellos se reci­bía la maquinaria que permitía la industria­lización del país.

 

Pero veamos con mayor detenimiento al­gunos renglones.

 

La Hacienda Pública.

 

Uno de los problemas más agobiantes de la Hacienda Pública fue, ya lo hicimos notar, el de la deuda pública consolidada, la no con­solidada y la flotante. A partir del 22 de ju­nio de 1881 se dictaron diversas leyes tendentes a convertir esa deuda e irla saldando poco a poco. Este proceso, que llega hasta 1893, dejó prácticamente liquidado ese pro­blema. A base de una estricta economía en los gastos, en el aumento bien regulado de los impuestos y en el acrecentamiento de las exportaciones se logró, pese a las crisis económicas sufridas en varias ocasiones, saldar ese problema y el presupuesto se niveló por vez primera en 1894.

 

Las alcabalas, que representaron serios gravámenes en las operaciones mercantiles y las cuales beneficiaban la economía de los es­tados y de sus municipios, se mantuvieron hasta esa época por no haber encontrado otros medios de sustituir esa forma imposi­tiva.

 

Tanto en 1884 como en 1886 y finalmen­te en 1896 se planteó la necesidad de una re­forma constitucional para abolir las alcaba­las. Manuel Dublán, siendo secretario de Hacienda, planteó los inconvenientes de las alcabalas, los obstáculos que presentaban al desarrollo económico por la diversidad de le­gislación tributaria y los perjuicios que el co­mercio nacional e internacional sufría. Sin embargo, correspondió al ministro José I. Limantour, mediante las leyes del 30 de mayo de 1895, que abolirían las alcabalas el 1 de julio de 1896, dar fin a ese problema.

 

Respecto a los ingresos, éstos hasta 1881 - 1882 eran múltiples, mal clasificados y desordenados. En el presupuesto de 1881 - 1882 ya aparecieron sólo tres rubros:

 

Contribucio­nes sobre importaciones y exportaciones;

 

Con­tribuciones interiores; y,

 

servicios de aprovechamientos y ramos menores.

 

Entre 1894 y 1897 se hicieron algunas modificaciones a esa clasificación para ajustarla mejor a las dispo­siciones dictadas que tendían a aumentar el equilibrio entre ingresos y egresos. Posterior­mente, otras leyes hicieron innovaciones que tendieron a facilitar el examen de la cuenta general del erario.

 

Los egresos fueron debidamente clasifica­dos departamentalmente, esto es, asignándo­se para actividades específicas. De 1877 a 1895 se luchó por nivelar ingresos con egresos, pero el país tuvo que hacer considera­bles esfuerzos para cubrir los gastos realizados en obras públicas subvencionadas, aun en época de crisis como entre 1882 - 1884, en que los ingresos no bastaban para cubrir la lista civil. Por ello se impuso la política ya enunciada: recuperar el crédito, reducir los gastos, aumentar los impuestos. Limantour pudo ya en el año fiscal de 1894 - l895 nivelar el presupuesto, que comenzó a cerrarse con excedentes. Con los excedentes se fue for­mando una reserva que se utilizó a partir de l899 en obras públicas y gastos  extraordinarios. Del año 1899 a 1910, en que fina­lizó el régimen, México logró reunir una re­serva, que nunca había tenido en su historia, de 86 millones de pesos. Con ella se realizaron obras públicas de importancia que die­ron a México un aspecto monumental y re­solvieron problemas de beneficio social,  pero no se promovió con ellas un progreso econó­mico de todo el país.

 

El desarrollo económico. Sus bases.

 

Para hacer posible ese desarrollo, México tuvo que realizar esfuerzos colosales con el fin de crear una infraestructura que lo hiciera posible.

 

Las vías de comunicación: ferrocarriles, cable, telégrafo, y sus complementos, las obras portuarias, líneas marítimas, fueron atendi­das preferentemente. Otras obras públicas in­dispensables como el drenaje, dotación de agua, construcción de edificios para oficinas del Estado y servicios sociales como escuelas, hospitales, y también obras suntuarias se realizaron a ritmo creciente.

 

Los ferrocarriles, que desde los tiempos de Juárez representaron una obsesión, por ser los representantes o introductores del progre­so, recibieron notable ayuda. Como ya diji­mos, las diversas líneas ferroviarias fueron construidas debido a concesiones otorgadas por el Estado a particulares, los cuales reci­bían  una subvención estatal, subvención que gravaba la hacienda pública. Durante mucho tiempo, el Estado no fijó reglas sobre el trazo de las líneas ni tampoco sobre los derechos que él, el Estado, tenía en las vías férreas y los derechos de los empresarios. Las líneas se construyeron de acuerdo con las conveniencias de las empresas. Para acabar con esa forma, que no sistema, de manejar el desarrollo ferroviario, el Estado pensó en elaborar un plan general de vías de comuni­cación, la Ley General de Ferrocarriles del 29 de abril de 1899, elaborada bajo la dirección de Limantour.

 

Esta ley consideró como dependientes de la Federación los ferrocarriles que tuvieran el carácter de vías generales de comunicación; las de interés local en el Distrito Federal y territorios y las de interés local en los esta­dos. Sólo se podía obtener concesión para construir esas líneas si se comprobaba la exis­tencia de la compañía constructora organiza­da conforme a las leyes del país y si se depositaba una garantía de 200 pesos por kilómetro. Se limitó igualmente la subvención a las compañías, a las que se entregaron bo­nos de la deuda interior amortizable a un 5 % o se les pagó de las reservas del Tesoro o de préstamos exteriores obtenidos con ese fin. Las concesiones se otorgaban por un térmi­no máximo improrrogable de 99 años, a cuyo vencimiento el ferrocarril con todas sus dependencias pasaría a la nación. Ninguna concesión constituiría monopolio. Las empre­sas serían mexicanas aun cuando hubieran sido organizadas en el exterior y con socios extranjeros y estarían sujetas a las leyes del país.

 

Bajo esas normas y sorteando crisis, im­previsiones y malos manejos de muchas em­presas, los ferrocarriles aumentaron durante el régimen de Díaz. Si en 1884 había 5.731 ki­lómetros de vía tendida y en operación, en 1898 el kilometraje era de 12.081 kilómetros, lo que significa que se construyeron 460 kiló­metros de promedio anual. De 1898 a 1910 se colocaron 7.107,6, lo que daba un total de 19.280,3 kilómetros. Este gran aumento sentaba que se había atendido la construcción de sistemas ferroviarios importantes y líneas troncales de real utilidad. "Las empresas –afirma- Francis­co Calderón- tendieron sus vías por las regiones más habitadas del país y comunicaron sus poblaciones más importantes; cruzaron las zonas agrícolas más productivas y llega­ron a los yacimientos minerales de mayor ri­queza; enlazaron la frontera norteamericana con la guatemalteca y el golfo de México, en Tampico y Veracruz, con el océano Pacífico en Manzanillo."

 

Si, como se dijo, la localización de las vías no respondió a un plan general que tuviera en cuenta la necesidad de transformar la eco­nomía general del país, eso no fue culpa de la administración de Díaz, que por labios de su ministro Limantour ya la criticaba, pues ésta se tenía que construir dada la localiza­ción de las fuerzas productivas y la estructu­ra social existente.

 

También preocupó mucho al gobierno el paso y dominio de las grandes líneas a manos de unas cuantas compañías extranjeras. Ese hecho fue el que llevó a Limantour, el 14 de diciembre de 1906, a presentar al Congre­so un mensaje en el que se hacia eco del te­mor que muchos tenían de que nuestras prin­cipales arterias de tráfico pasasen a poder de algunos de los sistemas ferroviarios america­nos. "Esa concentración que pone en manos de empresas extranjeras la suerte económica de extensas regiones, les lleva a ejercer una influencia poderosísima en la política". Para evitarlo, el Estado creó el 28 de marzo de 1908 los Ferrocarriles Nacionales de México, los cuales absorbieron 11 mil de los 20 mil kilómetros de vía existentes, habiendo adquirido el gobierno la mayoría de las acciones.

 

Las instituciones de crédito.

 

Ya mencionamos las instituciones credi­ticias surgidas en los años anteriores. En 1884, en el Código de Comercio se introdujeron "algunas disposiciones que señalaban que sería el gobierno quien autorizara el establecimiento de bancos; que sólo las socie­dades anónimas autorizadas por ese Código o por una ley federal podían emitir documen­tos con promesas de pago en efectivo al por­tador y a la vista; que la emisión de billetes no podía exceder del capital exhibido por los accionistas" y otras limitaciones más que pu­sieron a algunos de los bancos existentes en dificultades, como sucedió con el de Londres y México, en tanto que el Nacional se forta­leció. Ese hecho provocó una dura polémica en la que triunfó la tesis gubernamental que indicaba que las operaciones de banco eran independientes, pero que la emisión de bille­tes era un privilegio que sólo el Estado tenía. En 1889 otra ley dispuso que no podía crearse ninguna nueva institución crediticia sin au­torización de la Secretaría de Hacienda y bajo contratos aprobados por el Congreso. Más tarde, en 1897 el ministro Limantour logró que se expidiera la Ley General de Institu­ciones de Crédito, bajo la cual, con algunas modificaciones, se desenvolvió el sistema cre­diticio mexicano. La ley fijó cuáles eran los bancos emisores, el Nacional y el Londres en el Distrito Federal. Fijó la duración, capital y clases de los bancos, creando los hipoteca­rios y los refaccionarios y estableciendo sus funciones. Con esa ley pudieron crearse du­rante el régimen de Díaz 28 instituciones emisoras de billetes, dos en la capital y 26 en los estados, tres bancos hipotecarios, dos en la ciudad y uno en Mazatlán, y cinco refac­cionarios, tres en el D. F. y dos en la pro­vincia.

 

A partir de 1897, les depósitos a la vista aumentaron y crecieron progresivamente, al grado que de ese año a 1911 representaron la cuarta parte de la circulación. La creación de ese sistema favoreció el crédito mercantil y el industrial, en tanto que no benefició en la misma forma al agrícola. Ni siquiera las reformas de la Ley de Instituciones de Crédito hecha en 1908 logró mejorar esa situación, lo cual agravó mucho la aflictiva situación en que se encontraban los agriculto­res como los pequeños industriales y dio las bases a un descontento de grandes sectores de la sociedad.

 

La minería.

 

La minería bajo el régimen de Díaz alcan­zó un auge extraordinario. Si hasta 1891 - 1892 interesaron a los mineros los metales precio­sos, a partir de esos años comenzó una ex­plotación más intensa de metales industriales, cobre, plomo, hierro, la cual sobrepasó la de oro y plata a partir de 1905.

 

Los metales preciosos se obtuvieron en cantidades crecientes. Si entre 1877 - 1878 se extrajeron 607.037 kilogramos de plata, en 1910 - 1911 la cifra ascendió a 2.305.094. El oro en los mismos años subió de 1.105 a 37.112.

 

Los metales industriales no ferrosos (cobre, plomo, antimonio, mercurio y zinc) -señala Guadalupe Nava- representaron en 1900 - 1901 el 90 % de toda la produc­ción; los combustibles (carbón y petróleo), cerca del 9 %, y el fierro y el grafito, un poco más de 1 %.

 

El cobre se explotaba en Mulegé, Baja California, y a partir de 1906 en Cananea, So­nora, a través de la Greene Consolidated Cooper Company, y en otras zonas de Coahuila y Michoacán. El fierro fue explotado en Guerrero, Sinaloa, Oaxaca, Puebla, México, pero principalmente en Durango, de cuyo Cerro del Mercado, la Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey extraía hacia 1903, 300 tonela­das diarias de una calidad semejante al de Noruega. El carbón indispensable para la in­dustria y los ferrocarriles se extraía de Coa­huila y Chihuahua, pero México tuvo que seguir importando carbón de los Estados Unidos para satisfacer sus necesidades.

 

El petróleo, cuya explotación se inicia ha­cia 1901, acrecienta su producción. De 10.000 barriles extraídos en 1901 se pasa a 251.000 en 1905.

 

El valor de la producción de los metales preciosos aumentó a una tasa anual de 5,1 %, pese a que la plata descendió de valor. La baja del valor de la plata fue la que obligó a México a cambiar en 1905 su patrón monetario bimetálico, que tenía establecido desde el año 1867.

 

La depreciación de la plata cesó en 1898 cuando estaba al límite de su descenso en los costos de producción. Por eso, en 1905 se trató de encontrar al peso mexicano una equi­valencia estable con las monedas extranjeras independiente de las fluctuaciones que padeciera la plata.

 

Respecto a la acuñación de la moneda, que desde las primeras gestiones hacendarias de Matías Romero preocupaba, pues se hacía por casas de moneda arrendadas a particula­res, el Estado logró ser el único emisor a partir de 1893, apoyado en la baja de la plata y en la prohibición que dio de que se acuñara plata para exportar. Así, si en 1893 rescindió los contratos de las casas de México y San Luis Potosí; en 1905 el gobierno tomó posesión de las restantes y clausuró las de Du­rango, Guadalajara, Hermosillo y Alamos. En 1900 cerró la de Guanajuato y en 1905 las de Culiacán y Zacatecas. Cerradas esas casas e imposibilitado el gobierno de acuñar toda la moneda circulante que requería la reforma monetaria, parte de la acuñación tuvo que ha­cerse en los Estados Unidos, principalmente la de oro.

 

La moneda en billetes circulaba desde los inicios del porfirismo. El Banco de Londres y México desde 1864 comenzó a circularlos, luego el Banco de Santa Eulalia en Chihua­hua, el Monte de Piedad y el Nacional. Con la ley de Instituciones de Crédito dada du­rante la gestión de Limantour se reglamentó finalmente el problema de la emisión de billetes.

 

La industria.

 

México debe el crecimiento de su desa­rrollo industrial al régimen de Díaz. Si bien éste se había iniciado desde 1867, su avance había sido muy lento. El ingreso de capital extranjero, el aumento demográfico, la am­pliación de la red de comunicaciones, el con­tacto mas frecuente con el exterior favoreció el desenvolvimiento industrial.

 

El mercado interno, al ampliarse, incre­mentó la industria. Hasta cierto momento, ésta elaboraba escasos productos que se consumían dentro del país y exportaba produc­tos primarios agrícolas y mineros. Cuando se empezaron a establecer en el país plantas beneficiadoras de los metales, realmente la in­dustria empieza a surgir aun cuando todavía tengan que salir del país pieles y fibras de henequén e ixtle. El azúcar en los inicios se exporta en su mayor parte (una tercera), de­bido a la tradición azucarera existente, pero no así otros productos. Cuando hay una ma­yor demanda de ciertos productos como los textiles, aumentan las fábricas, que empiezan a multiplicarse en Puebla, Tlaxcala, Veracruz, Hidalgo.

 

En los inicios tenemos para la actividad industrial un cuadro que revela como coexis­tían industrias rudimentarias frente a indus­trias en las cuales el impulso de grandes ca­pitales la transformaba.

 

"La industria de México -explica Fernan­do Resenzweig- se presenta de dos maneras distintas: una industria pequeña desorganiza­da, anárquica, débil de país pobre, y una industria organizada, con las reglas de la gran industria, sólida y técnica... La primera está expresada por talleres... establecidos con pequeños capitales, y en cada taller encuentra trabajo un reducido número de obreros. Los patrones de estas industrias pocas veces son exclusivamente capitalistas, trabajan también como maestros del oficio en compañía de sus obreros... En nuestra industria anárquica, compuesta por el trabajo aislado de artesanos, es casi imposible que se haga presión contra sus patrones y contra la sociedad por medio de una gran huelga; no pueden orga­nizarse, no tienen economías ni crédito y no podrían resistir dos o tres semanas sin trabajo."

 

La industria fabril creció poco a poco, bien a través de recursos nacionales hacia ella canalizados y obtenidos en el comercio o en las propias manufacturas o bien por la inversión de capitales extranjeros. De 1877 a 1888 su crecimiento aumentó debido al capital me­xicano. Las fábricas acrecentaron su produc­ción ampliando el número de sus trabajado­res. De 1889 a 1911 ingresaron los capitales foráneos y poco a poco esas fábricas aumen­taron su capacidad de producción hasta en un 80 % sin utilizar demasiada mano de obra, la cual creció sólo un 35 %. Entro 1906 - 1907 cuando hubo una contracción económica mun­dial, pero principalmente norteamericana, la industria mayor pudo resistir esa crisis, no así las pequeñas fábricas que cerraron, con lo cual se favoreció el desempleo.

 

La industria que adoptó la técnica más avanzada se desarrolló en los ramos textil, peletería y calzado; azúcar, productos alimen­ticios, destilerías y plantas vitivinícolas; cer­vecerías, cigarrillos y puros; papel, química. explosivos, aceites y jabones, cemento, side­rurgia, loza y vidrio situadas en las grandes ciudades o en las líneas de abastecimiento y distribución. En México, Guadalajara, Pue­bla, Monterrey, Orizaba y San Luis Potosí es donde empieza a aparecer el proletariado industrial, integrado por peones indiferenciados o bien como obreros calificados. El caso de la minería requirió peones calificados o in­diferenciados para ciertas labores.

 

El volumen físico de la producción se du­plicó entre 1878 y 1891. Durante los primeros veinte años del régimen, el progreso ma­nufacturero se ocupa de las ramas productoras de bienes de consumo y de algunos bienes de producción. A partir de 1880 en que se inician las nuevas fábricas, la producción au­menta y México puede dejar de importar nu­merosos productos. El mercado interno se abrió y la mejoría de las comunicaciones, el aumento de las exportaciones, la expansión del sector agrícola y la estabilidad de los pre­cios aceleró el desarrollo industrial.

 

Los ingenios de azúcar de vieja tradición se modernizaron, principalmente en Veracruz y Sinaloa, lo que obligó más tarde a los ha­cendados de Morelos y Puebla a renovar sus sistemas. La industria cervecera aumentó a partir de 1890. Antes existían pequeñas fá­bricas en México y Toluca, pero los moder­nos establecimientos datan de 1890, en que se estableció en Monterrey la cervecería. En 1894 se creó la cervecería de Orizaba y luego otras en Chihuahua, Sonora, Guadalajara, Si­naloa y Yucatán. La industria de papel mo­derna la inició la fábrica de San Rafael Atlixco en 1892. La siderurgia que existió en diversos lugares se transformó al fundarse y comenzar a trabajar en 1903 la Fundidora de Hierro y Acero de Monterrey, creada por va­rios capitalistas, franceses y españoles y un italiano. Se planeó esa empresa para cubrir todas las fases de la producción, desde la extracción del carbón y el hierro hasta el aca­bado de estructuras de acero. Su producción aumentó notablemente de 1903 a 1911, pues pasó en hierro de primera fusión de 22.000 a más de 71.000 toneladas y en lingotes de acero de 9.000 a 85.000.

 

En aquellos años se formaron tres zonas industriales de gran desarrollo, la del Centro, la del Golfo y la del Norte, que tenían en conjunto el 77 % de las industrias y ocupa­ban al 83 % de los obreros. Los obreros de establecimientos fabriles, los más importan­tes, eran en 1895, 45.000 y en 1910, 59.000. Los trabajadores eran en general dos tercios de hombres y uno de mujeres. El 12 % de los trabajadores eran menores de edad. En su mayoría eran mexicanos, pero en ciertas industrias los empleos calificados y los direc­tivos estaban reservados a extranjeros. En la mayor parte de las fábricas existían malas condiciones de trabajo, insalubridad, jorna­das agotadoras, aun cuando se hayan aumen­tado en ocasiones los salarios debido al au­mento del costo de la vida. No existían reglamentos de trabajo más que los impues­tos por los propietarios. No se pagaba descanso semanal, ni días festivos, ni existía responsabilidad ninguna para los patrones por accidentes de trabajo o enfermedades profe­sionales, ni consideración alguna a quienes habían dejado su salud y vida entera en una fábrica.

 

La agricultura.

 

La agricultura, que ha requerido la acti­vidad más constante y enérgica de los mexicanos, nunca ha constituido el sostén total de su economía. Tanto las formas de produc­ción como las de tenencia de la tierra han in­fluido en su desarrollo. Casi siempre, explica Luis Cossío Silva, "se hallaba vinculada de cerca al consumo de los propios habitantes del campo o a mercados locales limitados, y sólo en parte mínima a la demanda exterior". Cuando la demanda externa de sus produc­tos aumenta, la producción agrícola crece poco a poco. La reforma que estimuló la propiedad privada favoreció la producción agrícola y la transformación del país a partir de 1867 aumentó esa producción. Como en otros sec­tores, se pasará de un mercado local a uno regional, nacional luego y más tarde interna­cional. La distribución de la tierra no va acor­de con ese desarrollo, pues la concentración de la tierra, que aumenta en esos años, au­menta también el proletariado agrícola.

 

Hablemos por ahora de la producción agrí­cola. Esta aumentó de 1877 a 1907 en un 21,3 %, pues tuvo bajas en ciertos momen­tos. El maíz, que representa la base alimen­ticia de la población, al iniciarse el régimen de Díaz tuvo una producción de 2.730.622 to­neladas. Después descendió la producción has­ta 1884 en que llegó a su mínima producción, que fue de 1.383.715. Más tarde subió hasta alcanzar un aumento y en los últimos años descendió. Fenómenos climatológicos cíclicos coadyuvaban a esos descensos que producían descontentos y brotes de violencia. Los años de 1883, 1892, 1896, 1900,1904, 1909 y 1910 fueron malos para la agricultura y el maíz escaseó. Hubo que importar más de l0.000 toneladas anuales y en 1892 - 1893, 1896 - 1897 y 1910 - 1911 las importaciones fueron superio­res a 200.000 toneladas.

 

El trigo bajó en producción de 1877 a 1907 a razón de casi medio por ciento anualmente, y su descenso afectaba a una población me­nor que consumía pan y no tortillas. En el norte el consumo era mayor y más tarde au­mentó al crecer las ciudades y la población urbana.

 

El frijol seguía más o menos el ciclo del maíz y su consumo generalizado se resentía cuando disminuía su producción. Como ésta tendió a disminuir, tuvo que permitirse la im­portancia de frijol. El chile y el arroz complementaban la dieta del mexicano y su pro­ducción se consumía casi totalmente en México. El arroz pudo ser exportado en cor­tas cantidades en algunos años.

 

La fruticultura se desarrolló, principalmen­te, en algunas zonas próximas a las centros urbanos. Los cítricos, el plátano y algunas otras frutas como el melón y la sandía, que podían ser exportados, acrecentaron su nú­mero. Así la exportación de frutas subió de 732 toneladas en 1877 a 9.053 en 1896. El plátano se exportó y en 1910 enviamos al ex­terior 14.192 toneladas. Como en México no se dio el caso de inversiones foráneas en la agricultura tan exageradas como las que hizo la United Fruit en otras zonas del Caribe, la producción no alcanzó mayores proporciones. Los cítricos ingresaron en el campo de las exportaciones y se obtuvo de ellos buen be­neficio.

 

De los productos del campo algunos tu­vieron gran importancia por la materia prima que de ellos se extraía y utilizaba en el co­mercio y la industria. Entre ellos se cuenta el azúcar, el algodón, el tabaco, el cacao, las oleaginosas.

 

El azúcar aumentó al crecer el consumo interno de él y del aguardiente producido por la misma planta, así como la exportación cada vez mayor de azúcar. En 1906 se creó la Bol­sa Azucarera de México y algunos centros productores, los de Veracruz y Morelos, com­pitieron duramente a otros. El algodón se cul­tivaba de preferencia en Veracruz, aun cuan­do también en Oaxaca, Guerrero, Michoacán, Jalisco y Tepic. Más tarde se extendió al noroeste en Sonora, Sinaloa, y en el noroeste Nuevo León y Tamaulipas, y en las riveras del Nazas, en La Laguna, que se convirtió en emporio algodonero. El algodón alimentaba la industria textil, la cual también utilizaba fibra americana.

 

El tabaco no aumentó la producción de 1877 a 1892, pero a partir de ese año subió hasta llegar a 1905, año en que más se pro­dujo. Casi todo se consumía internamente, aun cuando el de Veracruz llegó a exportarse, así como el de Nayarit.

 

Los productos para la exportación cobraron en este período un auge mayor. Algunos productos adquirieron en el mercado mundial un precio alto y eso animó a los cosecheros, que aumentaron los cultivos. Cuando éstos crecieron, los precios bajaron y las ganancias no fueron tan considerables. Entre estos pro­ductos se cuentan algunas tintóreas, como el Palo de Campeche, las fibras, las oleagino­sas, el chicle, el café, la vainilla, el garbanzo, el hule. En ciertas zonas el aumento de producción, basado en técnicas adelantadas pero aprovechando una mano de obra pésimamen­te pagada, casi servil, como ciertas zonas pro­ductoras de tabaco o de henequén, redundó en una mejoría económica que beneficiaba a los productores más que a la población en general. El monopolio yucateco del henequén, beneficiado por los altos precios que adqui­rió, enriqueció a una "casta divina", a la oligarquía que se había ido formando desde los siglos XVII y XVIII, que estuvo favorecida por el sistema de encomiendas, por la apro­piación de la tierra y el desempeño de las fun­ciones públicas, y la cual todavía perdura.

 

La ganadería se transformó y acrecentó con el avance económico general del país, el aumento de la población y la concentración urbana. La carne y la leche aumentaron su consumo y hubo posibilidades de exportar ganado. Se importaron pies de cría y semen­tales de buena calidad y se ampliaron las razas existentes, con lo cual la cabaña mejoró. En el norte, la ganadería alcanzó gran auge y se logró que de México pasaran a Estados Unidos más de 314.000 cabezas de ganado bovino anualmente. La explotación ganadera en grande escala fue la que obtuvo mayor de­sarrollo. El estado de Chihuahua, con los fundos de los Terrazas, que ejercían gran influen­cia política, es uno de tantos ejemplos.

 

Recapitulando lo anterior, podemos concluir que en el desarrollo económico de Mé­xico alcanzaron los puntos más altos la mi­nería y la industria. La minería llegó a constituir uno de los renglones más impor­tantes, si no el mayor, por la riqueza del sue­lo, la colaboración o participación de ingenieros muy destacados, técnicos de óptima calidad en esa disciplina, y la existencia de una mano de obra especializada, dotada de niveles técnicos comparables a los existentes en otros centros mineros de importancia mundial La minería para poder ser explotada téc­nicamente exigió la intervención de empresa­rios con grandes recursos, pues necesitaba sólidos capitales para la adquisición de los fundos, exploración y explotación con maqui­naria moderna y obreros especializados, de salarios altos. Como los capitales nacionales no fueron suficientes, hubo necesidad de traer, como después de la independencia, capitales del exterior.

 

Con el crecimiento de la industria, de la minería, agricultura y ganadería, el comercio exterior creció en notables proporciones. De 40 millones de pesos que se exportaban en 1877 se llegó a 280 millones en 1910, no de metales preciosos, sino de productos semi­elaborados y mercancía de vario tipo. Las importaciones ascendieron de 49 a 214 mi­llones, correspondiendo la mayor parte a maquinaria, productos químicos, equipo, señal de que la balanza comercial era favorable y de que ingresaban bienes de producción, no de consumo.

 

La tendencia de los directores de la eco­nomía fue de extender y profundizar las re­laciones con Europa, para evitar la penetra­ción de la influencia económica de los Estados Unidos; pero debido tanto a la vecindad con Estados Unidos, como al hecho de que por ese momento las potencias europeas estaban preocupadas afianzando sus imperios colonia­les y de que su política económica era casi colonialista, tuvimos que caer dentro de la órbita económica norteamericana, que a partir de Seward había cambiado su ideal anexionista por el de expansión económica.

 

Al incorporarse México al mercado inter­nacional, va a sufrir las crisis económicas y políticas de los países industriales, las alzas y bajas de los especuladores o intermediarios, y, por consiguiente, su economía estaría sujeta a los vaivenes de la economía mundial, lo cual se reflejará en sus aspectos sociales y políticos.

 

Las inversiones extranjeras.

 

Al obtener México su estabilidad y ser dirigido por elementos patriotas y capaces como los ministros de Hacienda y Fomento que se destacaron, Matías Romero, Vicente Rivapalacio, Carlos Pacheco, Manuel Dublán, José Ives Limantour, todos los cuales estuvieron acordes en que la República necesitaba fuertes inyecciones económicas, y al existir en el exterior, entre países altamente industrializa­dos y capitalizados, interesados en colocar esos capitales en sitios que ofrecieran beneficios considerables, surgió el problema de las in­versiones extranjeras. Es indudable, como decíamos, que México prefería, por una descon­fianza tradicional, a Europa, pero al inicio del porfirismo Inglaterra, Alemania, Francia y Holanda reforzaban sus imperios coloniales y no atendieron nuestro llamado. Ante este hecho tuvimos que acudir a los Estados Uni­dos. Díaz no simpatizaba con ellos, sus ministros Mariscal y Limantour eran totalmen­te antiyanquis; sin embargo, el régimen no pudo escapar al poder económico de los fuer­tes y Díaz y sus hombres que atendían los intereses nacionales trataron de defenderlos con eficacia, pero sin poder oponerse del todo a ellos. Si la política de inversiones falló, no es posible, concluye Cosío Villegas, inculpar de ello al régimen que por lo menos puso las bases de una infraestructura que ha permiti­do industrializar al país. Por otra parte, los beneficios obtenidos en muchos renglones por los accionistas no fueron sino muy cortos, en muchos casos no pasaron del 3 %, en tan­to que los capitalistas mexicanos obtuvieron fácilmente sin asociarse a ellos más del doce.

 

Los primeros capitales llegados a México a partir de 1823 fueron ingleses y se invir­tieron en la minería. Desde ese año se fundó la United Mexican Mining Association, que, transformada, llegó a tener un capital de 1.247.171 de libras esterlinas. Más tarde, in­gresaron capitales ingleses para los ferroca­rriles, y otros renglones. A partir de 1874 se incrementa y se estabiliza entre 1880 - 1890, para volver a cobrar auge de 1900 a 1913.

 

El capital francés viene a partir de 1876; tiene un marcado ascenso entre 1880 y 1889 y se invierte en ferrocarriles y en bancos, aun cuando también en minas de cobre, princi­palmente la del Boleo y la de oro en Dos Es­trellas. Entre 1885 y 1910, las inversiones francesas crecen de un 3,5 % al 6 % del total de las inversiones francesas en el exterior. A través de los bancos apoyan la industria, el comercio y la minería en manos de fran­ceses.

 

Alemania invierte a partir de 1884, una vez que pasó una fuerte crisis. En 1887 se estableció el Banco Alemán Transatlántico, que preparó el ingreso de casas industriales muy reputadas, como la Siemens, que vendía maquinaria para la industria eléctrica. El co­mercio de importación y exportación, princi­palmente de ferretería, fue su renglón prefe­rido. A principios de siglo se crean nuevas instituciones bancarias en México y Torreón. Otros capitales, como el holandés, tuvieron menos fuerza.

 

El monto general de las inversiones hacia 1911 era como sigue:

 

            Ferrocarriles                54,0 %

            Deuda Pública                        10,8 %

            Minas                          18,7 %

            Petróleo                      1,4 %

            Bancos                                   5,7 %

            Servicios Públicos      0,4 %

            Bienes Raíces             4,0 %

            Industria                     3,4 %

            Comercio                    1,6 %

 

De ese total correspondía a los siguientes países el porcentaje que se indica:

 

            Estados Unidos          53 a 64 %

            Inglaterra                    35 %

            Francia                        5 %

            Alemania                    4 %

            España                        0,37 %

 

Según una de las clasificaciones existen­tes, el capital británico invertido en México era de 140 millones de libras; el americano, de 200 millones de libras; el de franceses, ale­manes, holandeses, belgas y españoles, de 60 millones. Según Feis, las inversiones británi­cas fuera de la metrópoli ascendían a 3.763.300.000 de libras. De esa cantidad ha­bía invertida en Estados Unidos y Canadá 1.511.200.000; en América Latina, 756.600; y en México, más de 99.000.000, esto es, el 13,9 % de lo invertido en Europa, que era 1.983.300.000.

 

En América Latina, México ocupó el ter­cer lugar en cuanto a capital invertido. Lo sobrepasaron Argentina y Brasil. En cuanto a rendimiento, su lugar fue el undécimo, con 3,5 % anual. El primer lugar en rendimiento lo tuvo Chile, con 5,9 %, y el último Hon­duras, que fue un caso de insolvencia, pues dio 0,0 %.

 

Durante el régimen de Díaz, pero princi­palmente en sus postrimerías, se crearon fuer­tes compañías que tuvieron en sus manos las grandes empresas. Así, la Mexican American Cable Co., que controló las líneas telegráfi­cas, la Mexican Telephone Company, la Mexican Ligth and Power. En la industria mi­nera hubo una concentración, pues William Cornell Greene compró en 1881 las minas de Cananea, vecinas a Arizona y organizó la Greene Consolidated Copper Co. Otras se es­tablecen en Chihuahua. Llegan la Knotts de Chicago; la Chicago Minning Co.; la Ameri­can Smelting, etc.

 

La abundancia de las inversiones extran­jeras y la política poco firme en torno de ellas fue lo que originó muchas críticas en contra del régimen de Díaz. Un hombre que auspi­ció al porfirismo muchos años y que más tar­de lo censuró, Francisco Bulnes, señaló como errores fundamentales de la administración ­de Díaz, en este aspecto, los siguientes:

 

Venta a 28 favoritos de 50 millones de hectáreas de tierras muy fértiles traspasadas a empre­sas extranjeras;

 

Entrega a Luis Huller, alemán americano, de la mitad de Baja California;

 

Cesión a Hearst, por nada, de 3 millones de hectáreas en Chihuahua;

 

Otorgamiento de concesiones cupríferas a Greene en Cananea;

 

Concesión de tierras tropicales para siembra de hule a J. Rockefeller y a Nelson Aldrich;

 

Despojo de los montes de varios pueblos para establecer la fábrica de papel de San Rafael;

 

Traspaso a compañías norteamericanas de las antiguas empresas mineras de Pachuca, Real del Monte y Santa Gertrudis;

 

Excensión a las empresas petroleras de los derechos de ex­portación de sus productos, único provecho que se obtenía;

 

Modificación del Código Mi­nero para favorecer las propiedades hulleras de Huntington en Coahuila;

 

Tolerancia a la Guggenheim para crear un monopolio de la industria metalúrgica, de la cual dependía el progreso de la minería;

 

Concesiones al embajador Thompson para organizar la United States Baking Co., y el Pan American Rail­road;

 

Las concesiones escandalosas otorgadas a Lord Cowdray (Pearson), asociado con Henry Taft, hermano del presidente, y el pro­curador general de su gobierno, George W. Wickersham.

 

Este bosquejo es suficiente para observar como paulatinamente México fue penetrado económicamente por diversas potencias, de modo principal por los Estados Unidos. Este hecho, visto con temor por los hombres conscientes del país, y también por los problemas sociales que causaba un crecimiento indus­trial sin control ninguno, provocó un marcado descontento que se hizo notar en varias ocasiones, entre otras en el Programa del Par­tido Liberal en 1906. Hay que señalar que frente a esa penetración capitalista y una ma­yor intervención en las resoluciones políticas mexicanas se levantaron numerosos grupos. En el pueblo en general se despertó un sentimiento vivo antiyanqui que, mezclado a otros factores, dio lugar a un nacionalismo muy ra­dical, pero que ha servido de defensa al país.

 

La sociedad.

 

El censo de 1910 señalaba que la Repú­blica Mexicana tenía una población de 15.160.369. La población, distribuida muy di­versamente en el país, estaba integrada por una tercera parte de indios, en estadios so­ciales y culturales muy bajos; por algo más de una tercera parte de mestizos, los cuales representaban, según Justo Sierra, la autén­tica familia mexicana. El resto lo componían blancos de diversa procedencia y otras etnias. Esa población mantenía una situación social, económica y cultural muy diversa. Las grandes diferencias de la época colonial todavía podían observarse: ricos muy ricos y pobres demasiado pobres. Los mexicanos podían también clasificarse en población rural, que era la mayor, y urbana. Los indios formaban parte en su mayoría de la población rural con buena proporción de mestizos y blancos. El campesino mexicano no es, ni menos era en aquellos años, exclusivamente indígena, pues hay zonas rurales de población blanca totalmente.

 

Tanto en el campo como en las ciudades había una población heterogénea, pero distin­guíase ya la clase media. Con diferencias económicas notables, la clase media constituía la mayor parte de la burguesía mexicana y de ella provenía en su mayor parte el sector ilus­trado, los intelectuales que tenían grandes ambiciones de mejoría social y económica.

 

Como las ciudades principales crecieron a base de concentrar población campesina que buscaba mejores fuentes de trabajo, en ellas apareció un "lumpenproletariat", designado con el despectivo vocablo de "pelados". Am­plios cinturones de pelados rodeaban las ciu­dades de México, Puebla, Guadalajara y su situación era pésima. Servían en fábricas, ta­lleres y como domésticos; muchos vivían del pequeño comercio y otros del milagro. En el centro de las poblaciones o en modernas colonias en casas estilo europeo, los próceres, nacionales y extranjeros, ostentaban su soberbia y riqueza. La clase media, obligada a la convivencia, realizaba esfuerzos increíbles para aparentar una situación bonancible y merecer el calificativo de "decente". Los barrios de San Lázaro, Peralvillo, San Antonio To­matlán hervían de pobres en los cuales la in­dumentaria era mitad urbana mitad campesi­na. Se apiñaban en horrendas vecindades con comunes a la vista en medio de los patios de lozas; con su rincón de lavaderos y con los tendidos de ropa desgarrada y descolorida por usada. En el centro el Casino Nacional, el Jockey Club, los cafés y restaurantes que cantara el Duque Job, servían para que la so­ciedad pasara sus ocios en medio de un cos­mopolitismo ramplón y ofensivo.

 

Frente a grandes masas analfabetas, círcu­los pequeños extraordinariamente cultivados dirigían el intelecto, dictaban las normas del arte y mantenían altos ideales del espíritu. Si el liberalismo con el cierre de las instituciones clericales dio golpe mortal al humanis­mo, que sólo contados eclesiásticos cultiva­ban, la influencia de la cultura francesa, principalmente, marcó a la mayor parte de nuestros intelectuales y de nuestra educación. El positivismo implantado desde la época de Gabino Barreda tiñó todo el pensamiento filosófico y el adelanto científico y tecnológico de esta época.

 

Consolidada la Reforma, y a través de una política de conciliación, la Iglesia pudo recu­perar poco a poco parte de sus posiciones. Logró abrir nuevos seminarios y organizar en México la Universidad Pontificia. Prelados que gozaron de la amistad de Díaz como Gillow, Montes de Oca, Labastida, Mora y del Río, prohijaron la oratoria sagrada, las humanidades y el esplendor del culto. Algunos de ellos, confiados en que la política ha­bía cambiado, en que la mayoría de la nación era católica y en que la Iglesia debía mos­trarse, más que dignamente, con esplendor, pensaron que el liberalismo había desmayado y que las leyes de Reforma, como otras tantas, yacían en el olvido. La imprudencia de algunos prelados, como Montes de Oca, de San Luis Potosí, provocaría una radicaliza­ción de viejos liberales y jóvenes socialistas, que encontraran en la Iglesia el punto de ata­que vulnerable. Ya que no podían atacar al régimen, atacarían a esa institución protegida por él y que representaba, como muchas veces lo ha representado, el valladar, la mu­ralla a romper para hacer caer todo un sistema, toda una forma de vida. El anticlerica­lismo representa la primera fase de un ataque general contra el régimen. A base de portar la bandera reformista se atacaba al Estado que había claudicado de sus ideales.

 

En contraste con eso, varios obispos, como Mora y del Río, y seglares como Sánchez Santos percibieron las desigualdades socia­les, los desajustes económicos y en una im­portante apertura de su pensamiento y acción señalaron que era menester mejorar la situa­ción de obreros y campesinos. Bajo la influencia de las ideas de Manuel von Ketteler, de Federico Ozanan, Alberto de Mun y el mar­qués René de la Tour du Pin, que hicieron posible obtener y difundir las Encíclicas de León XIII, principalmente la de 15 de mayo de 1891, la Rerum Novarum, varios eclesiás­ticos mexicanos convocaron en el año de 1903 al Primer Congreso Católico Mexicano, al que seguirían el de 1904 en Morelia, el de 1906 en Guadalajara, el de 1909 en Oaxaca y uno final, en plena revolución, en 1913. En ellos abordaron los problemas existentes y dieron soluciones. Alguna de ellas, como la de crear las Cajas Reiffeisen para ayudar a los obreros, que más tarde prohijara un porfirista, Alberto García Granados, el de establecer escuelas de artes y oficios, considerar la situa­ción de los campesinos y proponer más jus­tos salarios, reducción de jornadas de trabajo, medidas de protección para los niños, la desvinculación de los bienes agrícolas, el límite de la usura, la creación del patrimonio fami­liar y de una federación agrícola. Estos Congresos y el Agrícola Católico, las Semanas Sociales y otros procedimientos más, dirigi­dos por católicos conscientes de la situación, sirvieron junto con otras ideas para crear una conciencia de cambio.

 

Desde principios de siglo y como prolon­gación de la ilustración, del enciclopedismo y del jacobinismo de la Revolución francesa, penetran en México una serie de ideas de gran fuerza expansiva. A partir de 1821, el ingreso de las ideas revolucionarias y socia­listas es mayor. Llegan bien sea en los libros, bien a través de portadores de prestigio. Cuan­do en Europa hay una reacción contra el socialismo, muchos de esos hombres emigran a América y aquí difunden y enseñan sus doc­trinas. Los hermanos Aragó, de la misma fa­milia que el notable científico francés, vivieron y actuaron relevantemente en México. A ellos y a otros más hay que incorporar entre las filas de los difusores del socialismo. Es el utópico el que penetra por vez primera. Las ideas en torno a las asociaciones obreras defensoras de sus derechos, los elogios de los falansterios, aquellas que ensalzaban al hon­rado artesano y sufrido proletario, empiezan a difundirse. Son las ideas de Saint-Simon, Fourier, Louis Blanc, Proudhon, Owen, Sismondi, las que van a encontrar eco y materia de reflexión entre algunos intelectuales mexi­canos, entre trabajadores que han recibido alguna educación y que viven preocupados por las condiciones generales de sus compañeros. Si la literatura económica penetra e influye y los dirigentes de la hacienda pública y las finanzas mencionan y utilizan a Adam Smith, a Ricardo, a Malthus; un poco más tarde ya se empezará a hablar de Marx. Ignacio Mariscal, por los sesentas, ya mencionaba a Marx y al socialismo como algo que estaba por llegar.

 

Después del socialismo utópico, penetra en México el anarquismo. No es a través de las obras de Max Stirner y de William Godwin, sino de las de un francés, de Pierre Jo­seph Proudhon (1809 – 1865), como ingresan en México. Sus libros ¿Qué es la propiedad? (1840) y La justicia en la Revolución y en la Iglesia influyen extraordinariamente, pues for­talecen el anticlericalismo existente. La mis­ma literatura francesa aportó la obra de Eli­seo Reclus, Evolución, Revolución y el ideal anarquista. Bakunin, con sus obras La Van­guardia y La Revuelta; y Kropotkin, con La Libertad, serán las fuentes esenciales de nues­tros anarquistas. Ellos darán el apoyo filosó­fico-político de la doctrina que se comple­mentará con el amplio sentido moral que le proporcionan autores como Tolstoi. Junto a ellos, otros como Malatto, con De la Comu­na a la anarquía y Revolución Cristiana y Revolución Social y obras de otros autores configuraron el pensamiento anarquista, cu­yos enunciados generales son los siguientes:

 

El hombre es una criatura buena nacida así y destinada al bien, pero ha sido corrom­pida por las costumbres, instituciones y la autoridad. La religión, la educación, la polí­tica y la vida económica deben servir para devolverle su bondad natural y entenderse con sus semejantes, pero ha sido lo contra­rio.

 

El hombre es un ser social que vo­luntaria y espontáneamente coopera con los demás. La sociedad es algo natural, el Esta­do, no. La búsqueda de la vida en común es inherente e instintiva en el hombre.

 

Las instituciones que la sociedad ha formado, principalmente la propiedad privada y el Es­tado, son instituciones corruptoras de los hombres. Tanto los que se dicen democráti­cos como los que crean una economía para la sociedad, anulan al individuo.

 

Los cam­bios sociales deben ser espontáneos, direc­tos, surgidos de la masa. Los partidos polí­ticos, las uniones de trabajadores y, en fin, los movimientos organizados son creaturas de la Autoridad y deben ser transformados o reemplazados por otras agrupaciones más efectivas.

 

La civilización industrial bloquea e inutiliza al hombre al hacerlo esclavo de la máquina. Las estructuras industriales aherrojan al hombre porque detienen sus im­pulsos.

 

Uno de los primeros apóstoles del anar­quismo en México fue el griego Plotino Rhodakanaty, llegado a México en 1861, quien trabajó como preceptor y formó un impor­tante grupo de seguidores, como Francisco Zalacosta, quien se consagró a impulsar el movimiento campesino; Santiago Villanueva, que laboró con los obreros para organizarlos, y Hermenegildo Villavicencio, quienes a su vez hicieron numerosos prosélitos entre artesanos, estudiantes y algunos campesinos. En la Escuela, fundada en Chalco, formaron a Julio Chávez López, líder campesino de gran peso y auténtico precursor de Emiliano Za­pata. El anarquismo va a reforzarse a partir de 1880 con la llegada de italianos y catala­nes anarquistas, que dan al movimiento fuerte impulso.

 

El socialismo, comprendido el anarquis­mo, contó con órganos de difusión de sus ideas. El Socialista fue una de las primeras publicaciones periódicas fundada por Fran­cisco de P. González y dirigido luego por Juan de Mata Rivera y tuvo larga trayectoria, como La Internacional, que dirigió Zalacosta. Otros periódicos surgidos de asociaciones de traba­jadores y de grupos artesanales, como El Hijo del Trabajo, El Artesano, El Desheredado, El Obrero, etc., forman la opinión y a través de ellos puede verse la evolución de sus ideas y como éstas son aprovechadas para hacer una labor de oposición al gobierno, como lo harán más tarde los hermanos Flores Magón en Renovación y Regeneración.

 

A medida que el socialismo y el anarquis­mo progresaron en América y las agrupacio­nes de trabajadores crecieron, las relaciones, el apoyo y la colaboración internacional, aun cuando no muy amplia, se impuso. Los congresos anarquista de Albany en 1878; el de Alleghany City en 1879; el de Londres en 1881 y el de Chicago en 1893 presentaron otras directrices y alentaron al movimiento en general. A algunos de ellos acudieron de­legados mexicanos.

 

Es indudable que las ideas socialistas y anarquistas influyeron para que la conciencia existente, aunque latente, que obreros y campesinos tenían de su aflictiva situación se afianzara y que buena parte de los movimien­tos de descontento surgidos en el siglo XIX y a principios del nuestro estuvieran en cier­ta forma influidos por esas ideas. Entre los obreros, la labor de organización realizada fue más efectiva que en los núcleos campesinos, pues éstos tuvieron que sufrir otros impon­derables y sus movimientos fueron espon­táneos como reacción a una realidad intole­rable.

 

Veamos, por lo pronto, someramente algunos de los problemas que afectaron a los trabajadores y sus soluciones.

 

Destruida la organización gremial que pro­tegía en cierta forma a los trabajadores, fueron las organizaciones artesanales, creadas hacia 1843, las que se encargaron de realizar ciertas actividades de previsión social y ayuda. Crearon cajas de ahorros para provee algún auxilio a sus afiliados.

 

Posteriormente se fundaron las Socieda­des de Socorros Mutuos, que a más de ins­tituciones de auxilio, actuaron como defen­soras de los derechos obreros. Al crecer las industrias con el aporte del capital extranjero, aumentó el número de trabajadores: tex­tiles, cerveceros, mineros, ferrocarrileros, tranviarios, etc. En 1865, la Sociedad Mutua del Ramo de Hilados y Tejidos del Valle de México inicia una huelga contra la reducción de jornales, despido injustificado, descuentos en tiendas de raya y agobiantes jornadas de trabajo. Aun cuando en el siglo anterior ya había habido otras huelgas, éstas se desarro­llaron en otra forma. La de 1865, si bien fracasó, creó una conciencia solidaria. En 1870 se creó por el esfuerzo de varios dirigentes el Gran Círculo Obrero de México, asocia­ción de resistencia que propugnó por el de­recho de huelga y que tuvo como órgano a El Socialista a partir de 1872.

 

En 1875 se efectúan varias huelgas durante la administración de Lerdo de Tejada y se reúne el Congreso de Sociedades obreras que va a originar la Gran Confederación de la Asociación de Trabajadores Mexicanos, cuyos objetivos eran:

 

Promover la libertad, la exaltación y el progreso de la clase traba­jadora.

 

Tratar de armonizar el capital y el trabajo.

 

La revuelta de Tuxtepec paraliza la labor de los dirigentes y los trabajadores se divi­den. Bajo el régimen de Díaz, en el que la in­dustrialización y proletarización llegan a su apogeo, los conflictos obreros-patronales aumentan, las huelgas se repiten interminablemente y son reprimidas con dureza. Se ame­naza a los líderes o se les corrompe. El Código Penal de 1872, que tipificaba delitos contra las personas y las propiedades como conse­cuencia del ideal liberal de proteger a toda costa libertad, iniciativa, propiedad indivi­duales, se aplica rigurosamente ante la au­sencia de legislación laboral. En 1877 se ce­lebra el Segundo Congreso Obrero que intenta unificar el movimiento laboral. Junto a los citados, es indudable que provocan un fer­mento más vehemente entre artesanos, tra­bajadores, maestros normalistas, abogados sin clientela, las obras de Eugenio Zue y más tarde las de Víctor Hugo, Emilio Zola, Meslier, Gorki, los escritos de Juan Montalvo, Santos Chocano, Blanco Fombona, las nove­las de Vargas Vila, los Cantos Rojos de Fal­co. No faltará en México su seguidor en Antonio Plaza. Los periodistas Filomeno Mata, Paulino Martínez, Juan Sarabia, Alfonso Cra­vioto, Fernando Celada, Dolores Jiménez y Muro, Francisco César Morales, desde las pá­ginas de El Diario del Hogar, Juan Panade­ro, El Hijo del Ahuizote, El Colmillo Públi­co, El Demócrata, realizarán la campaña más constante y efectiva para cambiar un estado de cosas insufrible.

 

Los dirigentes aprovechan la discrimina­ción que se hace de los mexicanos para rea­lizar una campaña contra las compañías ex­tranjeras. Entre ciertos intelectuales como Camilo Arriaga en San Luis Potosí, quien es seguido por Antonio Díaz Soto y Gama, Juan Sarabia, Librado Rivera, Práxedes Guerrero, Antonio I. Villarreal, los hermanos Ricardo, Enrique y Jesús Flores Magón, éste sólo en un principio, las ideas socialistas, fundamentalmente anarquistas, les impulsan ya no sólo a una labor de organización, de defensa de los derechos de los trabajadores, sino a un cambio de estructuras, a un movimiento re­volucionario que ven como única efectiva y radical salida que derrumbe al viejo régimen e instaure un nuevo orden de cosas. Antes de 1906, los dirigentes del Partido Liberal habían, como en la época de la Independencia, recorrido el país, agrupando a los desconten­tos, conmoviendo sus conciencias y su con­dición de hombres, impulsándolos a la lucha. Al lanzar su programa tenían ya listas las ar­mas con que defenderlo. No todos los siguieron en sus primeros intentos. Hubo necesi­dad de una maduración, de que se diera el clímax que hizo posible el advenimiento re­volucionario. Francisco I. Madero, que para los viejos socialistas como Flores Magón ya no representaba los ideales por los que ellos luchaban, pues vivían dentro de la ideología anarquista más radical, va a catalizar las vo­luntades y a hacer una revolución de otro tipo, pero la cual concentraría muchos de los principios que ellos postularon.

 

El problema de las clases campesinas.

 

En el mundo del campesino advertíamos que éste vivía condicionado por dos factores principales: el de la distribución de la tierra y el del régimen de trabajo. Respecto al pri­mero, diremos que la propiedad territorial en México se configuró desde la época colonial al quedar concentrada en manos de la coro­na. Así quedó la realenga integrada por más de un 25 % del territorio; la eclesiástica, que beneficiaba a un corto número y que com­prendía algo más del 30 %; la privada, en manos de contadas familias con un 25 %, y la comunal, y pequeña propiedad, que com­prendía menos del 20 %.

 

La estructura social de México mantuvo una oligarquía desde el siglo XVI a la cual se unían nuevos ingresados peninsulares, quie­nes a través del mayorazgo monopolizaron grandes extensiones de tierra. La clase de los terratenientes rurales, hacendados herederos de los estratos superiores de la nobleza vi­rreinal era la más respetada. Podían invertir en otros bienes, pero la hacienda les daba prestigio económico, social y político. Este grupo se mantendrá incólume, más aún, se incrementará con el tiempo. A los latifundis­tas criollos se unirán los extranjeros.

 

La propiedad realenga o nacional a partir de 1821 se comenzó a fraccionar por dos ra­zones:

 

Por un aumento demográfico; y,

 

Por la idea que se tuvo de movilizar ese fuerte resorte de la economía que es la tierra, in­corporándola al desarrollo económico general del país.

 

En 1824 se procedió a la venta y coloni­zación de los terrenos baldíos, dividiendo el producto entre estados y Federación; se ena­jenaron grandes extensiones nacionales y ecl­esiásticas a políticos y ex funcionarios hasta que intervino la Federación y quitó el control a los estados.

 

La propiedad comunal, civil y eclesiástica se mantuvo hasta 1856, en que se expidió la Ley de desamortización, la cual afectó a la propiedad eclesiástica, pero también a las co­munidades indígenas, que empezaron a per­der sus propiedades ante la expansión de rancheros criollos y mestizos y de hacendados. En 1863, Juárez dictó en San Luis Potosí la ley de 20 de julio sobre ocupación y enajena­ción de terrenos baldíos. Por ella se concedía derecho a ocupar hasta 2.500 hectáreas de tierras que se comprarían a bajo precio con la obligación de poblarías con un mínimo de una persona por cada 200 hectáreas. Dada la situación reinante, esta ley no tuvo efecto al­guno.

 

Con el fraccionamiento de la propiedad eclesiástica y de comunidades de indios, los hacendados se fortalecieron. La imposición de capitales formados en el comercio en la propiedad territorial, abrió a ésta nuevas posibilidades. Los extranjeros se sumaron a los latifundistas existentes y así surgió la oligar­quía hacendista del régimen de Díaz.

 

Como la población creció y el número de campesinos presionó a las autoridades a bus­car tierras disponibles, el 15 de diciembre de 1883 se promulgó la Ley de colonización y deslinde de terrenos baldíos, por la cual se crearan Compañías deslindadoras. Estas se integraron con comerciantes, terratenientes, extranjeros, políticos y su finalidad era la de señalar y deslindar los terrenos baldíos para ponerlos a disposición de los campesinos me­diante su venta. La ley otorgó a las compa­ñías, por compensación de sus servicios, una tercera parte de las tierras deslindadas y el resto lo puso en venta. Dada la mala fe, la ambición de los deslindadores y el poco cui­dado que se tuvo con esa labor, las Compa­ñías señalaron como baldías tierras propie­dad de pueblos, iniciando un despojo enorme para los mismos. El Estado no recibió sino muy cortas ventajas y las tierras vendidas quedaron en manos de unas cuantas perso­nas que las adquirieron en condiciones muy favorables. En 9 años se deslindaron 38.249.373 de hectáreas. Poco más de 12 mi­llones pasaron al Estado y el resto quedó en manos de particulares. Algunos datos mues­tran ese enorme despojo. California tiene poco más de 15 millones de hectáreas; de ellas, Luis Huller obtuvo 5.387.157; Flores y Hale, 1.946.455; Adolfo Bulle y socios, 1.053.402, y Pablo Macedo, 3.620.532. Así ellos obtu­vieron más de 12 millones; el resto pertene­cía a los pueblos, caminos y zona federal y pequeñísimas propiedades de los habitantes. En Chihuahua, Valenzuela obtuvo 6.954.426; Del Campo Hermanos, 6.000.000; en Sono­ra, Bulle, 655.522; Peniche, 2.188.074; en Du­rango, Asúnsolo, 1.043.099; en Tabasco, Va­lenzuela, 743.331, y así en otros lugares.

 

La oposición a ese enorme despojo, que ése fue el trabajo de las deslindadoras, de­sencadenó la violencia. En Pihuamo, en 1889, se rebelaron numerosos campesinos. Los ya­quis y los mayos de Sonora se disgustaron e iniciaron sus revueltas, que serían domina­das a sangre y fuego.

 

La ambición sin limites de los latifundis­tas los cegó al grado de que en 1894, el eminente porfirista Pablo Macedo desechó la obligación de colonizar y trató de consolidar en forma efectiva, absoluta y eterna la propiedad.

 

Ante esos excesos, en 1896 se comenzó a estudiar una ley que garantizara fundamen­talmente la propiedad indígena. Esta ley pa­ternal autorizaba a dar a los labradores po­bres la propiedad de las tierras que estuviesen en su poder y a los pueblos los sitios en don­de se asentaban y defender las tierras de ser­vicios públicos. Como la ley fue de muy cor­to contenido, no prosperó. Los deslindes se terminaron de 1900 a 1904. De las tierras nacionales se otorgaron 43.309 títulos, de los cuales 30.767 fraccionaban ejidos; un 18 % fue a adjudicatarios de baldíos; el 4 % a com­pradores de terrenos nacionales; el 2 % a co­lonos, y sólo un 1,67 % a labradores pobres. A partir de esos años, las comunidades indí­genas y los pueblos de mestizos litigan por defender sus tierras. A los que se defendían se les llegó a calificar de comunistas y de constituir un peligro para la nación.

 

Ante esa situación que venía agravándose desde años atrás, en 1879 se celebró el Con­greso de los Pueblos Indígenas de la Repú­blica para defender sus tierras y una serie de movimientos de cierta intensidad revelan el descontento de la masa campesina. Las rebeliones de campesinos por esa situación son numerosas en el siglo XIX y muchas de ellas tienen un entronque causal con la de la época colonial.

 

Algunas de ellas son: la de Teconapa, Guerrero, que se difundió en Guerrero y Puebla; en 1847, el levantamiento de la Sierra Gorda, con un plan agrario dado en Río Verde el 14 de mayo de 1848, y el cual tiene un gran contenido social. Entre sus puntos principales destacan los siguientes:

 

El Congreso dic­tará leyes sabias y justas que arreglen la propiedad territorial bien distribuida, a fin de que la clase menesterosa del campo mejore de situación.

 

Se erigirán en pueblos las haciendas o ranchos que tengan de 1.500 habitantes arriba y los elementos de prosperi­dad necesarios.

 

Los arrendatarios sem­brarán la tierra a una renta moderada y no a partido y los propietarios repartirán los terrenos que no sembraren por su cuenta.

 

Los arrendatarios no pagarán ninguna renta por pisaje de casa, postura de animales de servicio, leña, maguey, tuna, lechuguilla y demás frutos naturales del campo que con­suman en su familia.

 

Los peones y alqui­lados que ocuparen los propietarios serán sa­tisfechos de su trabajo en dinero o en efectos de buena calidad y a los precios corrientes de plaza.

 

Ante las rebeliones, el gobierno de aque­llos años solicitó a la Dirección de Coloniza­ción un estudio, del cual se desprendía que ellas eran provocadas por el despojo de que se hacía víctima a los pueblos y que no po­dían evitarse por la represión violenta, sino poniendo remedio a las causas. Terminaba el dictamen: "Las revoluciones sociales están ya reemplazando a las políticas y la sabiduría de los gobiernos debe mostrarse en prevenirlas, en remover sus causas más o menos pró­ximas... El hambre y la desesperación tienen un poder que excede al de todos los gobier­nos de la tierra".

 

Los constituyentes de 1857 desatendieron el problema de la tierra por su exagerado cri­terio liberal. Salvo los votos de Ponciano Arriaga, de Isidoro Olvera y de José Ma. del Castillo Velasco, en los que se proponían me­didas prudentes para resolverlo, no se escu­chó ninguna voz de defensa de los campesi­nos. Por ello, a partir de esos años y una vez que la República se restaura, las rebeliones campesinas aumentan. En 1869 aparece el Plan Agrarista de Tezontepec y se escuchan las voces de los indígenas de Nayarit, que encabeza Manuel Lozada. En 1870 hay rebeliones en Chiapas, Puebla, Michoacán. El año anterior había ocurrido la revuelta de Chávez López, quien fue fusilado  en la "Escuela del Rayo y del Socialismo" que su grupo había creado en Chalco. Los continuos alzamientos de Miguel Negrete y de Tiburcio Montiel, que lograban adherir a sus huestes a numerosos campesinos, muestran como algunos dirigentes político-militares eran conscientes del problema que se agudizó día tras día. Las siguientes décadas a partir de 1870 están llenas de rebeliones surgidas en continuos lu­gares y por comunes causas. En los sitios en que la población aumentaba, pero en donde también la tierra estaba más acaparada por unos cuantos hacendados, Morelos y Puebla, la tirantez fue mayor. Jovito Serrano, campe­sino delegado de los morelenses pagó con el destierro y la muerte en Quintana Roo su osadía de representar a miles de hombres y mujeres despojados de sus tierras. Unido a él estuvo Emiliano Zapata, quien, defensor de las tierras de Anenecuilco, se dará cuen­ta de que el problema fundamental de la mayor parte de la población mexicana lo consti­tuía la propiedad de la tierra. Con el lema que el partido liberal enarboló, "Tierra y Li­bertad", se lanza Zapata a la rebelión, porta­dor de un deseo viril de reivindicación de sus propiedades.

 

En algunas regiones del país las rebelio­nes campesinas fueron muy graves como en Sonora y Quintana Roo, en los años de 1885 - 1887 y en 1891 - 1892. La rebelión de Tomochic, narrada tan dramáticamente por Heriberto Frías, revela la angustia de un pue­blo que se siente cercado y en trance de per­derlo todo. Ante ello, el sacrificio de la vida es la única salida.

 

Respecto a las condiciones de trabajo, a más de mencionar las largas jornadas, "de sol a sol", los bajos salarios, el endeudamiento continuo, el maltrato de capataces y mayor­domos, el arraigo forzoso a la hacienda y la imposibilidad de movimiento, el castigo im­puesto a los que intentaban fugarse, la exis­tencia de cárceles "tlapixqueras" en donde se encerraba a los remisos y rebeldes, la confa­bulación entre hacendados para que no huye­ran los peones encasillados hacia otros lugares, las vejaciones continuas, la fragmentación de la familia por el enganche forzoso ("la leva"), que se practicaba para integrar el ejér­cito, males que algunas mentes conscientes señalaron como lacras del régimen, hay que señalar también que se dio en algunos luga­res, Oaxaca, Yucatán y Quintana Roo, la exis­tencia de una condición servil, esclavista. In­dios trasladados en masa -desde el yaqui hasta el Valle Nacional- a los campos henequeneros de la península yucateca, y con los cuales co­merciaban políticos, hacendados en contubernio con numerosas autoridades. Esa situa­ción de gravedad extrema alarmará las dormidas conciencias de los mexicanos, cuando varios extranjeros, entre otros John K. Tur­ner reportero de The American Magazine, de Mexican Herald y colaborador de Regeneración el diario de los Flores Magón denunció en un tono violento el restablecimiento de la esclavitud en México, la cual consideró más terrible y cruel que la existente en Siberia o en las colonias africanas. Su obra México Bárbaro, fue un “Yo acuso” sensacional. Su circulación en los Estados Unidos y en Mé­xico mostraría una de las lacras sociales más graves del régimen de Díaz.

 

La ceguedad de las autoridades, el círculo cerrado de aduladores en torno del viejo dictador que no percibía ya los males del pue­blo, de ese pueblo al cual había prometido tantas mejoras y tanto bienestar en su Plan de Tuxtepec, de ese pueblo que si le admiró y apoyó, ahora le despreciaba, más aún le odiaba, pues pensaba que todo el mal venía de arriba, esa resistencia o imposibilidad de escuchar el sordo clamor de una nación va a ser una de las causas fundamentales de la re­volución de 1910. No fue un pretexto político el que la originó, sino males sociales an­cestrales que se trataron de suprimir.

 

Eso fue lo que grandes capas del pueblo comprendieron ocurría durante la administra­ción de Díaz, y lo que las llevó, arrastradas por la desesperación, a concluir con un régi­men que no les había escuchado.

 

Tales son a grandes rasgos algunos de los aspectos fundamentales que ofrece la socie­dad en las últimas décadas del siglo XIX y los primeros años de 1900. A sesenta años de realizada aquélla, todavía el país ofrece hondas huellas de esos males que no hemos podido borrar.

 

Bibliografía.

 

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Valadés, J. C. Breve historia del porfirismo (1876 – 1911), México, 1971.

 

110.            El otoño del porfiriato.

 

Las revoluciones -ha dicho alguien- son una sorpresa... ¡hasta para quienes las hacen! Señalar, por lo tanto, con precisión absoluta el momento en que empieza a gestarse la Re­volución mexicana es casi imposible, más aún si se tiene en cuenta que no ha existido nun­ca un régimen político absolutamente sano. Así pues, a lo largo de las casi treinta anos que dura el gobierno del general Porfirio Díaz hubo diversas manifestaciones de desconten­to. Por consiguiente, hablar de la "paz porfiriana" es más una generalización que una es­tricta realidad.

 

Sin embargo, también se está de acuerdo en la posibilidad de señalar cierto momento en el cual las contradicciones y los fallos del antiguo régimen se hacen más agudos y vi­sibles, iniciándose así lo que habría de ser la quiebra total del porfiriato. A esos tiempos cuando apenas se atisba la tormenta, cuando únicamente los hombres más alertas son ca­paces de percibir los primeros signos de la crisis, suele llamárseles la etapa precursora de la revolución.

 

La crítica contra el porfiriato.

 

Es entonces cuando los extremos políti­cos representados por liberales y conservadores parecen unirse -en sus quejas primero y su enfrentamiento después- contra el go­bierno. La unión de intereses, la "política de conciliación", acierto mayor del sistema por­firiano, había dejado de operar. A los ojos de los disidentes, el régimen se mostraba como un servidor cada día más exclusivo de una nueva entidad social y económica: la oligar­quía adinerada que, par añadidura, se ligaba cada vez más estrechamente con los intereses extranjeros, beneficiarias reales del decan­tado progreso mexicano.

 

Pero además, la personalidad misma del presidente como "héroe de la paz" y "artífice del progreso" era puesta en entredicho. Sus críticos más severos descubrían razones más hondas para explicar lo que antes se atribuyó a la sola habilidad del gobernante. Los me­xicanos, se decía ahora, fatigados por las constantes guerras civiles del siglo XIX, ha­bían perdido interés en las luchas por el po­der y en las razones ideológicas que las susten­taron.

 

Otros, para quienes a pesar de todo la figura del general Díaz seguía siendo un ele­mento esencial dentro de la vida mexicana, señalaban, no obstante, que el mismo presidente -como el país entero- estaba cautivo de los nuevos intereses creados.

 

Para los conservadores, el régimen  seguía siendo demasiado jacobino y como prueba de ello exhibían el tenaz laicismo de la educa­ción. Los liberales, en cambio, acusaban al gobierno de una tolerante complicidad con el resurgimiento de la ideología y las prácticas conservadoras. Los católicos, sensibles a la nueva doctrina social de la Iglesia, descubrían y condenaban la miseria en que el sistema sumía a los obreros y a los campesinos. Los liberales hacían una censura semejante. Pero todos a una, conservadores y liberales, pro­testaban sobre todo contra el monopolio político y económico ejercido por el grupo en el poder. Se rebelaban contra una sociedad cada día menos dinámica y en la cual las oportunidades de mejoramiento para la nueva generación eran mínimas.

 

También coincidían todos en lo inoperan­te de la división de los poderes públicos; en el servilismo del legislativo frente a los dictados del presidente, y en la ineficacia y co­rrupción de la justicia. Para colmo de males, las ininterrumpidas reelecciones del presidente Díaz, de los gobernadores de los estados y de todos los hombres del gobierno amena­zaban con perpetuar los problemas.

 

Tampoco había tranquilidad en las con­ciencias. Desde el punto de vista de la vida espiritual existían ya notas disonantes den­tro de lo que se consideraba la ideología ofi­cial del porfiriato: el positivismo. En el pro­pio seno de esa tendencia filosófica surgía, a principios de siglo, una corriente según la cual la doctrina introducida en México por Gabino Barreda había sido traicionada, usa­da para excusar una situación de injusticia social, absolutamente contraria a la preconi­zada por Augusto Comte.

 

Este, que podría llamarse positivismo or­todoxo, disentía sobre todo en las consecuen­cias morales del positivismo oficial, que ha­bía hecho suya la idea egoísta de la selección natural y la supervivencia del más apto. El amor -cuestión esencial de la filosofía com­tiana-, intencionadamente ignorado por el porfirismo, debería volver a figurar en un principalísimo lugar de la convivencia social, pensaban los ortodoxos.

 

Al lado de esto surgía un movimiento que, apoyado sobre todo en el intuicionismo fran­cés, consideraba que renunciar a la metafísi­ca, contar únicamente con la materia y redu­cir por lo tanto el conocimiento a sólo la experiencia sensible, era mutilar las capacidades del hombre. También la educación, el producto más acabado del régimen porfiriano, empezaba a ser vista con ojos críticos, y su más sólido andamiaje, el esquema de la organización jerárquica de las ciencias ideado por Comte, sufría ajustes importantes para dar cabida a nuevas parcelas del conocimien­to, como eran la filosofía especulativa y la psicología, consideradas poco antes como ilegítimas.

 

La literatura y el arte recorrían con vehe­mencia los caminos del modernismo, que para muchos era más que una posición estética, un modo de vivir en el cual la bohemia, el desprecio a las normas sociales y el escánda­lo de los temas representaba una aguda crí­tica a las formas acartonadas y convenciona­les de la vida social de entonces, una franca rebeldía contra "aquella verdad spenceriana que establecía las inviolables jerarquías".

 

El periodismo liberal.

 

Pero la nota más sostenida dentro de este clima de inquietud la dio siempre el periodismo liberal. Quienes lo practicaban mantuvieron una posición gallardamente crítica frente a las maniobras de la política porfiriana y por lo mismo padecieron con mayor severidad las persecuciones del gobierno.

 

para algunos grupos disidentes, el castigo fue estorbar su acomodo político  su mejo­ramiento social; para otros, cerrarles el paso a las prebendas oficiales; contra la prensa opositora, la represión fue absoluta y frecuentemente tuvo caracteres de brutalidad. La clausura de los periódicos, la persecución sis­temática y el encarcelamiento de los redactores demostraban la preocupación que produ­jo en el seno del porfirismo la actitud de la prensa "independiente de combate", como gustaban de llamarla quienes la elaboraban.

 

Dentro de ese periodismo destacan, por la tenacidad y eficacia de sus tareas, Daniel Cabrera, editor de El Hijo del Ahuizote y El Ahuizote Jacobino; Jesús Martínez Carrión, fundador de El Colmillo Público; Paulino Martínez, director de La Voz de Juárez; Je­sús y Ricardo Flores Magón, animadores de Regeneración, y el más tenaz y probablemen­te más heroico de todos, Filomeno Mata, quien a lo largo de treinta años publicó El Diario del Hogar. Además, los propios Ca­brera y Martínez Carrión, así como José Gua­dalupe Posada, Santiago Hernández y Euge­nio Olvera, entre otros, dibujantes y grabadores todos ellos, demostraron la efectividad de la caricatura como arma política en el seno de un pueblo analfabeto, al mostrarle plásti­camente los problemas y minar, por medio de la burla, las bases casi míticas en que fin­caba mucha de su fuerza el gobierno de Díaz.

 

La oposición y Flores Magón.

 

En medio de ese clima de tensiones, un mero incidente  podría convertirse en un pro­blema, y así sucedió, creándose una inquietud política que atrajo parte de la atención pública durante varios meses. El 6 de junio de 1900 Ignacio Montes de Oca, obispo de San Luis Potosí, al hablar en París ante la Asamblea General del Congreso Internacio­nal de Agencias Católicas, había expresado su satisfacción porque al fin existía en México la paz religiosa, a pesar de que las leyes seguían "siendo las mismas, gracias a la sa­biduría y el espíritu superior del hombre ilus­trado", que gobernaba al país en perfecta paz por "más de veinte años". Sin embargo, y veladamente, el prelado condenaba la situación jurídica de separación entre la Iglesia y el es­tado, herencia de la reforma mexicana, al con­siderar tal apartamiento como "un estado vio­lento, contrario a la naturaleza, como la del alma y el cuerpo, que a su pesar se separan después de larga y dolorosa agonía".

 

Tal alocución fue reproducida dos meses después por el periódico católico El Estan­darte, de la ciudad de San Luis Potosí, don­de existía de tiempo atrás una pugna entre las autoridades de la diócesis y un grupo li­beral, cuya figura sobresaliente era Camilo Arriaga, descendiente del prócer reformista Ponciano Arriaga.

 

Los liberales potosinos protestaron enér­gicamente contra lo que veían como un claro avance "del clericalismo", y urgieron a sus partidarios a lograr "dentro del orden y la ley la vigencia efectiva de las Leyes de Reforma", formando para ello clubes liberales, que se deberían reunir en un congreso nacio­nal en San Luis Potosí el 5 de febrero de 1901, aniversario de la promulgación del do­cumento constitucional de 1857.

 

El resultado de tal llamamiento fue todo un éxito. El congreso se efectuó en la fecha prevista, con la asistencia de más de medio centenar de delegados de los clubes existen­tes en doce estados y en la capital de la Re­pública.

 

Durante los seis días que duró la reunión, el tono general de las intervenciones recorda­ba con mucho el de las viejas luchas entre liberales y conservadores, entre clericales y jacobinos; únicamente en las resoluciones del congreso se aludía a los derechos de los tra­bajadores, a la necesidad de reforzar los prin­cipios liberales de la educación y a ejercer una vigilancia efectiva y participar en la vida política, muy particularmente la municipal.

 

La actividad de los clubes continuó y los documentos que en ellos se elaboraron de­muestran cómo sus dirigentes fueron ganan­do en claridad respecto a los fines y las formas de su organización. El Manifiesto correspondiente a marzo de 1901 señalaba la necesidad de constituir un partido político de alcance nacional con miras a participar en contienda electoral para la presidencia de la República en 1904. El temario, elaborado para un segundo congreso nacional -que no llegó a efectuarse-, contenía puntos de vista más amplios sobre los problemas sociales, parti­cularmente los del campo y sus trabajadores. En el Manifiesto de febrero de 1903 se precisan las cuestiones nacionales al considerar llegada la hora de "deslindar los campos, y de que los liberales, en corto o en gran nú­mero, se apresten a luchar por las institucio­nes", contra el "militarismo" y el "clero", "por la dignificación del proletariado" y por "la riqueza y el engrandecimiento del país".

 

Para ese momento el peligro que repre­sentaban estas primeras organizaciones polí­ticas y su inesperada proliferación había alar­mado a las autoridades; las persecuciones se dejaron sentir en muchos lugares y fueron particularmente violentas las disoluciones de los clubes liberales de Lampazos, Nuevo León, en abril de 1901 y de la ciudad de San Luis Potosí en enero de 1902.

 

Ahora bien, ese tipo de inquietudes era patrimonio de un sector amplio de la socie­dad mexicana;  un caso típico será el de Ricardo, Enrique y Jesús Flores Magón, particularmente el primero, quien habrá de convertirse en la figura más notable de aquellos años. Su trayectoria ideológica y los caminos de su acción resultan muy semejantes a los de otros líderes del momento previo a la re­belión armada y es posible seguir ese proceso a través de su periódico Regeneración, fun­dado en agosto de 1900. Allí, durante la primera época, el interés de su crítica se cen­tró en el poder judicial, su corrupción y aca­tamiento a las indicaciones del ejecutivo. Sin embargo, en ese momento y como el propio título de la publicación lo proclamaba, Flores Magón creía posible un ajuste, una "regene­ración" de la sociedad mexicana, que conser­vando la mejor herencia del porfirismo, la paz, avanzara no obstante en el camino de la democracia. Como los liberales de San Luis Potosí, que señalaban con gran claridad a los mexicanos: "No os llamamos a la revolución", Flores Magón escribía a su vez: "No queremos revolución, por eso debe haber libertad; no queremos revolución, por esta razón de­seamos que haya moralidad administrativa". Pero a este llamado a reanudar la vida de­mocrática respondió el gobierno con una re­presión brutal. Flores Magón inició su peregrinaje por las cárceles mexicanas, y entre mayo de 1901 y octubre de 1903 ingresó tres veces en prisión, pasando veintiún meses en ella. Así se explica que su pensamiento y su conducta se hicieran más agresivos, su lenguaje se tornara más adjetivado y su crítica abarcara pronto al todo de la sociedad na­cional.

 

Camilo Arriaga y otros jóvenes políticos, también insistentemente perseguidos, huye­ron del país en abril de 1902. Ricardo Flores Magón y su grupo hicieron otro tanto en enero de 1903. Los clubes y los periódicos liberales languidecían aceleradamente.

 

A pesar de todo, Flores Magón y los su­yos no cejaron en sus empeños, ahora sí fran­camente revolucionarios. En los Estados Uni­dos y tratando de escapar a la persecución del gobierno mexicano, que usando todas las artimañas de la diplomacia y de una policía mercenaria lograba alcanzarlos algunas veces en aquel país, continuaron editando sus periódicos, introduciéndolos subrepticiamente en México y tratando de crear una organización clandestina, que a su tiempo hiciera posible un alzamiento armado. Fracasaron en su intento, aunque en julio de 1906 dieron a conocer el Plan y Programa del Partido Li­beral mexicano en la ciudad de San Luis Mis­souri, documento que contenía el análisis más certero de los problemas mexicanos, y con cuyos postulados coincidirían más tarde los derroteros de la revolución. Empero, el alejamiento material de su país y su afiliación a las tesis del anarquismo a partir de 1908 condujeron a Ricardo Flores Magón a perder claridad sobre los asuntos mexicanos. Par­tidario de Bakunin primero y de Kropotkin después, anarcosindicalista más tarde, fue capaz de lograr una posición novedosa dentro de esa ideología política que bien pudiera lla­marse el “anarcomagonismo”, pero cuya ex­plicación en cuanto a sus postulados y sus acciones escapa al período de este relato.

 

La sucesión.

 

Los problemas del sistema porfiriano no eran visibles únicamente desde la perspectiva de una oposición abierta. El presidente tenía que controlar una serie de fuerzas que, aun­que formaban parte del aparato gubernamental, contendían en su seno, sobre todo a la vista de quién heredaría la dirección del ré­gimen cuando el general Díaz abandonara el poder.

 

A principios de siglo los principales acto­res de esta contienda eran por una parte los “científicos”, cuya privanza creciente todos temían y por la otra una serie de grupos en­tre los que sobresalían el de los militares y el de muchos antiguos políticos. Todos ellos, que habían gozado de gran influencia en los primeros años del porfiriato, se veían ahora postergados y buscaban aliarse entre sí y con otras fuerzas sociales para recuperar su poderío.

 

Además, el propio general Díaz alentaba esas pugnas, impidiendo el exceso de poder en un solo grupo. Por ello, en enero de 1900, un destacado militar y político, el general Ber­nardo Reyes, ocupaba la Secretaría de Gue­rra. En este personaje coincidían, además de los ya señalados, otros intereses. Los de un número importante de militares sobre todo jóvenes dispuestos a reconquistar los privilegios de su corporación, y los de un sector amplio de la clase medía, como eran estu­diantes, profesionistas, políticos menores, periodistas, etc., para quienes militar en las filas de una oposición frontal resultaba, además de arriesgado, inútil, y que buscaban por lo tanto una alianza con fuerzas reales y con una figura donde incidieran tantos y tan variados intereses. Tantos que sus partidarios se esforzaban por presentar al nuevo caudillo como el único político capaz de comprender y resolver la "cuestión social" planteada por los nuevos tiempos y quien desde sus años juveniles había mostrado simpatía por los pobres indios "desposeídos... hasta de lo más necesario para vivir". Se constituyó así un grupo de presión que, sin pretender un cam­bio profundo del sistema, entraba en el juego de las componendas y las posiciones.

 

El general Reyes quiso aumentar su al­tura política y emprendió una serie de accio­nes para lograrlo. El ejército cobró nuevos bríos y pronto atrajo la atención pública por algo más que  su papel en el complicado aparato de las ceremonias oficiales. Nuevos armamentos, nuevas tácticas, nuevos centros para aprenderlas y el esfuerzo para integrar nuevos cuadros de oficiales y tropa anunciaban el renacimiento. En abril de 1901 se lle­vó a cabo la creación de un Cuerpo de Ofi­ciales Reservistas del Ejército; poco después se dieron los primeros pasos en la fundación de una Escuela de Aspirantes; el reclutamien­to de tropas tuvo un éxito inesperado. El 16 de septiembre de 1902 pudieron desfilar ante el presidente de la República seis mil hom­bres de un total de veinte mil que componían la Segunda Reserva, especie de ejército paralelo al ya existente.

 

Además de hacer una obra propia, Reyes quiso socavar la ajena. Un periódico, La Protesta, patrocinado secretamente por él y cuyo principal animador era uno de sus hijos, se empeñó en un ataque sistemático contra los científicos y contra su personaje más eminen­te, José Ives Limantour. Descubierta la con­ducta del flamante secretario de Guerra y llevado el asunto por los agraviados ante la instancia suprema del presidente, éste retiró su confianza a Reyes, quien renunció el 23 de diciembre de 1902, no sin que en el pro­pio documento donde lo hacía se permitiera poner en entredicho aquello que los científi­cos consideraban su mayor gloria: la gestión hacendaria de Limantour.

 

El año 1903 sería de particular importancia, puesto qué en él debería despejarse la in­cógnita de la sucesión presidencial. Los jóvenes liberales participaron en el problema con su última acción antes de abandonar el país. En el mes de marzo organizaron el Club "Redención", categóricamente antirreeleccionista, y fundaron un periódico, Excélsior, para di­fundir tales principios, pero ambas empresas fracasaron.

 

En junio se reunió la Segunda Conven­ción Nacional de la Unión Liberal, de clara trayectoria científica. Durante el desarrollo de la convención la nota culminante habría de darla Francisco Bulnes, agudo polemista y político brillante y acomodaticio. En un dis­curso poderoso y convincente, aunque lleno de paradojas y no exento de demagogia, Bul­nes propuso la sexta reelección presidencial de Díaz, pero afirmó al mismo tiempo que debería ser la última si México quería iniciar una verdadera democracia. En uno de los pe­ríodos más sólidos de su discurso Bulnes planteaba la cuestión en estos términos: "El general Díaz, después de haber dado a su pa­tria gloria, paz y riqueza, debe darle institu­ciones". "¿Qué es lo que ve el país que se le ofrece después del general Díaz? Hombres y nada más que hombres". “La Nación quiere instituciones; quiere leyes; quiere lucha de ideas, de intereses y de pasiones”.

 

Pero toda la preocupación presentada con tanto dramatismo por Bulnes habría de encontrar finalmente una solución que no afec­taría la esencia del estilo político seguido has­ta entonces. Quien la expuso claramente fue un joven diputado, Manuel Calero, al publi­car en noviembre de 1903 un folleto titulado El problema actual. La vicepresidencia de la República. Allí, después de reflexionar sobre el peligro de una lucha armada al pasarse bruscamente del imperio de los hombres al de las instituciones, se señalaba como una solución "para encontrar un sucesor del ac­tual Presidente luego que éste haya desapa­recido", la de ir preparando una "transmisión del poder" de sus "manos gloriosas" a las de otro "hombre que el país conozca de antemano", y éste podría ser un vicepresidente.

 

La idea prosperó, pero dar con el sucesor apropiado fue motivo de nuevas fricciones. La mayoría de los disidentes usaron sus me­jores argucias para frustrar la candidatura de Limantour. Otros intentaron vanamente pro­yectar de nuevo la figura de Reyes. Así, casi por eliminación se perfiló la figura. de un hom­bre recién llegado al escenario de la política nacional y científico novel, Ramón Corral, ex gobernador del estado de Sonora, ex gober­nador del Distrito Federal y en esos momen­tos secretario de Gobernación.

 

Al aceptar esta solución Díaz pareció lo­grar un triunfo triple. Dejaba satisfechos a muchos de sus más fieles y poderosos parti­darios y una parte de la opinión pública, impugnadores del secretario de Hacienda. Pare­cía ceder a las presiones del grupo científico apoyando a uno de sus miembros y él logra­ba un compañero de viaje que no represen­taba peligro alguno para su poder personal.

 

Todo pareció quedar arreglado. El 6 de mayo de 1904 se dio a conocer el decreto que reformaba la Constitución creando la vicepresidencia de la República y ampliando el período presidencial a seis años. Efectuados los comicios, Díaz y Corral iniciaron su manda­to el 1 de diciembre, el cual debería concluir el 30 de noviembre de 1910.

 

Pero en verdad, Díaz ya no resolvía los problemas, sino que simplemente los aplazaba.

 

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Córdova, A. La ideología de la Revolución mexicana. Formación del nuevo régi­men, México, 1973.

 

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González Ramírez, M. Fuentes para la historia de la Revolución mexicana (4 vols.), México, 1954 - 1957.

 
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