Historias, Leyendas y Cuentos de México

Capítulos 81 a 90

81.            El Imperio mexicano.

Por: Clark Crook Castan.

 

Tras la entrada triunfal del Ejército Tri­garante en la capital del nuevo Imperio, encabezada por el autor del Plan de Iguala y el Tratado de Córdoba, comenzaron los esfuer­zos de cimentar las bases y erigir el edificio del nuevo Estado. Esta es la historia trágica no sólo del arquitecto, sino también del edificio. Historia trágica por las desilusiones que padecerán todos los actores que tomaron parte en el regocijo general del día 27 de sep­tiembre de 1821, primero de la independen­cia de México.

 

Declaración de independencia del Imperio mexicano.

 

La Junta Provisional Gubernativa del Im­perio mexicano, convocada por Iturbide, se reunió el día 28 de septiembre de 1821. La Junta tenía treinta y ocho miembros, entre los cuales figuraban: el canónigo Monteagu­do, el licenciado Espinosa de los Monteros, Bárcena -arcediano de Valladolid-, los oido­res Ruz y Martínez Mancilla, Azcárate, Guz­mán, Jáuregui, los coroneles Bustamante y Horbegoro, don José María Fagoaga, Tagle, Alcocer y otros.

 

Iturbide nos dice que había llamado a "aquellos hombres de todos los partidos que disfrutaban, cada uno en el suyo, el mejor concepto", pues era,  según él, "el único me­dio en estos casos extraordinarios de consul­tar la opinión del pueblo".

 

Declarándose legítimamente instalada, la Junta entró en la catedral a prestar juramen­to de fidelidad al Plan de Iguala y al Tratado de Córdoba. En sus dos reuniones prepara­torias en Tacubaya, la Junta había acordado que era Soberana y que se trátase de Majes­tad. Esa misma mañana del 28 eligieron, por unanimidad, a Iturbide presidente de la Jun­ta. En la noche formuló la Declaración de Independencia del Imperio mexicano. Entonces, la junta nombró la Regencia, que, por acuer­do de Iturbide y O'Donojú, la formarían cin­co miembros. Iturbide fue electo presidente y O'Donojú, Manuel de la Bárcena, Jos Isidro Yánez y Manuel Velázquez de León fue­ron nombrados miembros de la Regencia. La presidencia de la Junta Provisional Gubernativa  recayó en el obispo de Puebla, Antonio Pérez, par la vacante debida a la elevación de Iturbide a la presidencia de la Regencia. Se nombró también a Iturbide Generalísimo, con un sueldo de 120.000 pesos anuales, un mi­llón de capital, veinte leguas cuadradas de terreno en Texas y el tratamiento de Alteza Serenísima. Su Alteza Serenísima don Agustín de Iturbide, Generalísimo de los Ejércitos del Imperio mexicano, Gran Almirante de la Ar­mada y presidente del Supremo Consejo de la Regencia, tenía entonces treinta y ocho años.

 

Durante cierto tiempo, el sistema .admi­nistrativo no fue alterado radicalmente. Los intendentes funcionaron como agentes finan­cieros del gobierno y la Audiencia de la ca­pital continuó en sus funciones de Supremo Tribunal de Justicia. Pero el presidente de la Regencia ordenó la agrupación de los territo­rios existentes en cinco distritos militares bajo el mando de un capitán general militar. El más grande de los territorios fueron las Provincias Interiores del Oriente y Occiden­te, que incluían las Californias.

 

El 4 de octubre, la Regencia decidió que se formaran cuatro ministerios ejecutivos, que fueron los de Relaciones Exteriores e Inte­riores, Justicia y Asuntos Eclesiásticos, Ha­cienda, y Guerra y Marina.

 

El 12 de octubre, la Regencia decretó los ascensos de oficiales destacados en la lucha de la Independencia, como Pedro Negrete, que ascendió a teniente general; Anastasio Bustamante, Luis Quintanar y Vicente Guerrero fueron hechos mariscales imperiales, y Guerrero nombrado, además, capitán general del distrito del Sur. Ese mismo día, la Junta Provisional Gubernativa otorgó a Iturbide su salario de 120.000 pesos, retroactivo a 24 de febrero de 1821. Iturbide no aceptó la retroac­tividad, cediendo una suma de 71.000 pesos en beneficio del ejército.

 

El día 27 de octubre se hizo la proclama­ción solemne de la Independencia en la capi­tal, jurando los miembros del cabildo y las corporaciones defender el Plan de Iguala y el Tratado de Córdoba, y publicándose una am­nistía general. Por la tarde se celebró el Pa­seo del Pendón Imperial, y al regreso de la procesión a la plaza central, el alcalde mayor informó en voz alta que la ciudad había ju­rado sostener la independencia del Imperio mexicano bajo las bases proclamadas en Iguala y Córdoba. Ese mismo día 27 se decretó que cualquiera que atacare a las Tres Garantías sería juzgado como traidor de lesa nación. Y el mismo día cayó, para gloria del Imperio, el puerto de Veracruz en manos de los me­xicanos.

 

Temiendo posibles enemigos, Iturbide procedió de inmediato a la reorganización del ejército. Su Alteza Serenísima ordenó que la Infantería contara con ocho regimientos y diez la Caballería. Algunas zonas alejadas se fueron uniendo a la independencia, a medida que llegaban las noticias. La Asamblea de Monterrey, Alta California, a instancias del gobernador Pablo  Sola, decidió reconocer la autoridad de la Junta Provisional Gubernati­va, declarando que aquella región pasaba a depender del Imperio mexicano y por tanto se adhería a la independencia.

 

El Acta de Independencia de 1821.

 

Acta de Independencia del Imperio Mexicano, pronunciada por su Junta Soberana, congregada en la capital de él, en 28 de Septiembre de 1821:

 

“La Nación Mexicana, que por trescientos años ni ha tenido voluntad propia, ni li­bre el uso de la voz, sale hoy de la opre­sión en que ha vivido. Los heroicos es­fuerzos de sus hijos han sido coronados, y está consumada la empresa eterna­mente memorable, que un genio supe­rior a toda admiración y elogio, amor y gloria de su patria, principió en Iguala, prosiguió y llevó al cabo arrollando obs­táculos casi insuperables. Restituida, pues, esta parte del Septentrión al ejer­cicio de cuantos derechos le concedió el Autor de la naturaleza y reconocen por enajenables y sagrados las naciones cultas de la tierra, en libertad de constituirse del modo que más convenga a su felicidad, y con representantes que puedan manifestar su voluntad y sus designios, comienza a hacer uso de tan preciosos dones y declara solemnemente, por medio de la Junta Suprema del Imperio, que es nación soberana e independiente de la antigua España, con quien en lo sucesivo no mantendrá otra unión que la de una amistad estrecha en los términos que prescribieren los tratados; que entablará relaciones amistosas con las demás potencias, ejecutando respecto de ellas cuantos actos pueden y están en pose­sión de ejecutar las otras naciones soberanas; que va a constituirse con arreglo a las bases que en el Plan de Iguala y Tratados de Córdoba estable­ció sabiamente el Primer Jefe del Ejér­cito Imperial de las Tres Garantías y, en fin, que sostendrá a todo trance y con el sacrificio de los haberes y vidas de sus individuos (si fuere necesario) esta solemne declaración, hecha en la Capital del Imperio a 28 de septiembre de 1821, primero de la Independencia Mexicana”.

 

Agustín de Iturbide;

Antonio, obispo de La Puebla;

Juan O'Do­nojú;

Manuel de la Bárcena;

Matías Monteagudo;

José Yáñez;

Licenciado Juan Francisco de Azcárate;

Juan José Espinosa de los Monteros;

José María Fa­goaga;

José Miguel Guridi y Alcocer, Marqués de Salvatierra, Conde de Casa de Heras Soto;

Juan Bautista Lobo;

Francisco Manuel Sánchez de Tagle;

Antonio de Gama y Córdoba;

José Ma­nuel Sartorio;

Manuel Velázquez de León;

Manuel Montes Argüelles;

Ma­nuel de la Sota Riva, Marqués de San Juan de Rayas;

José Ignacio Garcúa Illueca;

José María de Bustamante;

José María Cervantes y Velasco;

Juan Cervantes y Padilla;

José Manuel Ve­lázquez de la Cadena;

Juan de Horbe­goso;

Nicolás Campero, Conde de Jala y de Regla;

José María de Echevers y Valdivieso;

Manuel  Martínez Mansi­lla;

Juan Bautista Raz y Guzmán;

José María de Jáuregui;

José Rafael Suá­rez  Pereda;

Anastasio  Bustamante;

Isidro Ignacio de Icaza;

Juan José Espinosa de los Monteros, vocal secre­tario.

 

Coronación de Iturbide.

 

“Aproximándose el domingo 21 de julio, día señalado para la coronación del emperador y emperatriz, el capitán general y jefe político de México don Luis Quintanar, que había sucedido en estos empleos a Bustamante, publicó por un solemne bando imperial la or­den para que desde la víspera estuvie­sen adornados los balcones y ventanas con cortinas, así como las fachadas de los edificios públicos y las torres de las iglesias, colocándose en todas ellas ban­deras, gallardetes y alegorías análogas a la función, debiéndose iluminar en aquella y en las tres noches consecuti­vas.

 

“En la catedral se había prevenido el teatro para la función: habíanse levantado dos tronos al lado del evangelio, el uno mayor junto al presbiterio, el me­nor cerca del coro, y entre ambos se pusieron la cátedra o púlpito para el sermón y un asiento elevado destinado al jefe del ceremonial y sus ayudantes, para que desde allí pudiesen inspeccio­narlo todo. En cada uno de los tronos se colocó el solio o silla para el empe­rador en el sitio más alto y preeminente; a su derecha y una grada más aba­jo, un sillón para el padre del monarca, a quien como otra vez hemos notado, nunca se le nombraba sin acompañar el adjetivo "venerable", y otro igual y en la misma grada a la izquierda para la emperatriz: los príncipes y princesas debían ocupar las sillas colocadas a la derecha del padre del emperador y a la izquierda de la emperatriz...

 

“Desde el amanecer del 21, los repi­ques de campanas de todas las iglesias y las salvas de veinticuatro cañonazos a cada hora dieron principio a la solemnidad. El Congreso se reunió en el sa­lón de sus sesiones a las ocho y de allí salió procesionalmente con una escol­ta, dirigiéndose a la catedral, en la que ocupó el sitio que correspondientemen­te le estaba prevenido...

 

“A la puerta de la catedral esperaban dos obispos, los cuales dieron agua ben­dita al emperador y emperatriz, siguien­do éstos al trono chico bajo de palio, cuyas varas llevaban regidores, acom­pañándoles los mismos prelados y todo el cabildo eclesiástico. El obispo consa­grante, que era el de Guadalajara, y los de Puebla, Durango y Oaxaca, faltando sólo el de Sonora, que no pudo venir, estaban en el presbiterio vestidos de pontifical: los generales que conducían las insignias las colocaron en el altar, y empezada la misa, el emperador y la emperatriz bajaron del trono chico para venir a las gradas del altar, en donde el obispo consagrante hizo a ambos la unción sagrada en el brazo derecho, en­tre el codo y la mano; retiráronse al pa­bellón para que los canónigos Alcocer y Castillo les enjugasen el santo crisma y, vueltos a la Iglesia, se bendijeron la corona y demás insignias imperiales, colocándola sobre la cabeza del empe­rador el presidente del Congreso Mangino, y el emperador en la de la empe­ratriz: las demás insignias las pusieron al emperador los generales que las ha­bían conducido, y a la emperatriz sus damas...”.

 

(De Niceto de Zamacois, Historia de México desde sus tiempos más remotos hasta nuestros días, t XI, pá­ginas 342-353, Barcelona y México, 1879).

 

Juramento de Iturbide.

 

“Don Agustín de Iturbide se presentó en la tarde del mismo día 21 al Congreso y prestó el juramento que estaba concebido en los términos siguientes:

 

“Agustín, por la Divina Providencia y por nombramiento del Congreso de repre­sentantes de la nación emperador de México, juro por Dios y por los santos Evangelios que defenderé y conservaré la religión católica, apostólica, romana, sin permitir otra alguna en el Imperio; que guardaré y haré guardar la Consti­tución que formará dicho Congreso, y entre tanto la española en la parte que está vigente, y asimismo las leyes, ór­denes y decretos que ha dado y en lo sucesivo diere el repetido Congreso, no mirando en cuanto hiciere, sino el bien y provecho de la nación; que no enaje­naré, cederé ni desmembraré parte al­guna del imperio; que no exigiré jamás cantidad alguna de frutos, dinero ni otra cosa, sino las que hubiere decretado el Congreso; que no tomaré jamás a na­die sus propiedades, y que respetaré sobre todo la libertad política de la nación y la personal de cada individuo, y si en lo que he jurado o parte de ello lo contrario hiciere, no debo ser obede­cido, antes aquello en que contravinie­re, sea nulo y de ningún valor. Así Dios me ayude y sea en mi defensa, y si no, me lo demande."

 

(De Niceto de Zamacois, Historia de México desde sus tiempos más remotos hasta nuestros días, t XI, pá­ginas 313-314, Barcelona y México, 1879).

 

Casa Imperial de Iturbide.

 

“La elevación de Iturbido al trono exigió la formación de una casa imperial. Para componerla, fueron nombrados mayordomo mayor el marqués de San Miguel de Aguayo; caballerizo mayor, el conde de Regla; capitán de guardia, el marqués de Salvatierra; ayudantes del emperador, el capitán general que había sido de Guatemala don Gabino Gaínza, a quien se dio el empleo de te­niente general en el ejército mexicano; los brigadieres don Domingo Malo, primo del emperador; Echávarri, Ramiro, Cortazar, Armijo, Bustillos y don José María Cervantes; limosnero mayor, el obispo de Guadalajara; capellán mayor, el de Puebla; los confesores, ayos de los príncipes, capellanes y predicadores se escogieron entre los individuos más estimables del clero, así como los gen­tileshombres de cámara, mayordomos de semana y pajes se tomaron de los antiguos títulos y de los jóvenes de casas distinguidas.

 

“También se nombraron médicos y ci­rujanos de cámara, y la casa de la emperatriz se compuso de camarera mayor, damas y camaristas. No se hizo por entonces asignación determinada para los gastos de la casa imperial, habien­do pedido Iturbide al Congreso, con re­comendable moderación, que no se to­mase en consideración este punto en las circunstancias apuradas en que el erario se hallaba, y sólo se acordó que por la tesorería general se ministrasen las cantidades necesarias en cuenta de las dotaciones que oportunamente se­ñalaría el Congreso, entregándolas a la persona que el emperador designase para percibirías, y que el palacio que habían ocupado los virreyes se pusiese a disposición del mismo emperador para su habitación, trasladando a otros edi­ficios los tribunales, cárcel y oficinas que en él había, situándose en el mis­mo los ministerios y sus secretarías, para todo lo cual se harían los gastos necesarios por cuenta de la nación, pre­via la formación del presupuesto y la aprobación de éste con el Congreso...

 

“En la nueva corte todos ignoraban el papel que debían representar: el canónigo Gamboa, que en su juventud había estado en España y frecuentado la casa del patriarca de las Indias don Pe­dro de Silva, con cuyo motivo había vis­to el ceremonial del palacio de los re­yes, dio algunas lecciones del que debía observarse en el de México; pero esta etiqueta, que en Europa sólo se soste­nía por la tradición y la costumbre, parecía ridícula en México, donde nunca se había visto nada semejante.

 

“En Francia no fue difícil formar una corte cuando Napoleón subió al trono:

quedaba la memoria todavía fresca de la de los reyes, y hubo muchos de los antiguos nobles que, habiéndose adhe­rido a la nueva dinastía, plantearon en las Tullerías el ceremonial de Versalles; sin embargo, de todo lo cual dieron mu­cho motivo a la burla y al ridículo los nuevos palaciegos, hijos de la revolu­ción”.

 

(De Niceto de Zamacois, Historia de México desde sus tiempos más remotos hasta nuestros días, t XI, pá­ginas 329-331, Barcelona y México, 1879).

 

Retrato de Iturbide.

 

“Hoy por la mañana fui presentado a Su Majestad. Al apeamos en la puerta de palacio, que es un edificio amplío y bello, nos recibió una numerosa guar­dia y en seguida subimos por una gran escalera de piedra, entre una valla de centinelas hasta un espacioso salón en donde encontramos a un general briga­dier que nos esperaba ahí para anun­ciarnos al soberano. El Emperador es­taba en su gabinete y nos acogió con suma cortesía. Con él estaban dos de sus favoritos. Nos sentamos todos y conversó con nosotros durante media hora, de modo llano y condescendien­te, aprovechando la ocasión para elo­giar a los Estados Unidos, así como a nuestras instituciones, y para deplorar que no fueran idóneas para las circunstancias de su país. Modestamente insi­nuó que había cedido, contra su volun­tad, a los deseos de su pueblo y que se había visto obligado a permitir que colocara la corona sobre sus sienes para impedir el desgobierno y la anarquía.

 

“Su estatura es de unos cinco pies y diez u once pulgadas, es de complexión robusta y bien proporcionado; su cara es ovalada y sus facciones son muy buenas, excepto los ojos, que siempre miran hacia abajo o para otro lado. Su pelo es castaño y su tez es rubicunda, más de alemán que de español...”.

 

(De J. R. Poinsett, Notas sobre Méxi­co. Págs., 116-118, México, 1950).

 

Felicitación de Guerrero a Iturbide.

 

“La felicitación de don Vicente Guerrero, en carta escrita en Tixtla con fecha 28 de mayo, decía así: Cuando el ejército, el pueblo de México y la na­ción, representada en sus dignos dipu­tados del soberano congreso constitu­yente, han exaltado a V. M. I. a ocupar el trono de este Imperio, no me toca otra cosa que añadir mi voto a la voluntad general, y reconocer como es justo las leyes que dicta un pueblo libre y soberano. Este, que después de tres siglos de arrastrar ominosas cade­nas, se vio en la plenitud de su liber­tad, debida al genio de V. M. I. y a sus mismos esfuerzos con que sacudió aquel yugo, no habrá escogido la peor suerte, y así como haya afianzado el pacto social para poseer en todo tiem­po los derechos de su soberanía, ha querido retribuir agradecido los servi­cios que V. M. I. hizo por su felicidad, ni es de esperar de quien fue su liber­tador sea su tirano: tal confianza tienen los habitantes de este imperio, en cuyo número tengo yo la dicha de con­tarme”.

 

(De Niceto de Zamacois, Historia de México desde sus tiempos más remotos hasta nuestros días, t XI, pá­gina 319, Barcelona y México, 1879).

 

Unión de Centroamérica a México.

 

El 19 de octubre de 1821, Iturbide escri­bió una carta al capitán general de Centroa­mérica, don Gabino Gaínza, en la que le decía que pensaba que la América Central no era capaz de gobernarse sola y que sería objeto de ambiciones extranjeras; por tanto, era conveniente que esa Capitanía General se uniera al Imperio de acuerdo con el Plan de Iguala y el Tratado de Córdoba. Por ello le anunciaba que en corto plazo marcharía un ejército mexicano a proteger aquella región. Añadió Iturbide que los soldados imperiales enviados a la provincia de Guatemala nunca tendrían el papel de conquistadores. Afirma también que si esa provincia deseaba un sis­tema republicano, debía tener un carácter que no estorbara a las provincias de Centroamé­rica que preferían el sistema monárquico.

 

Los cabildos centroamericanos votaron en favor de la unión a México, y Gaínza escri­bió a Iturbide informándole que el 2 de enero de 1822 una junta provisional había decidido incluir la Capitanía General dentro del Imperio mexicano. Tres días más tarde, el capitán general publicó un manifiesto anunciando que la América Central quedaba anexada a Méxi­co. El 9 de enero se lanzó una proclama que prohibía criticar la decisión en favor de la unión con México, bajo la pena de ser casti­gado por sedición. Un mes más tarde, la Junta de México y el presidente de la Regencia tomaron las previsiones necesarias para asegurar una representación de las provincias centroamericanas en la inauguración del Congreso mexicano.

 

Aunque la Junta Provisional se conside­raba como un congreso en embrión y se ha­bía otorgado el tratamiento de Majestad, se olvidó por completo que había sido nombra­da por Iturbide y que era preciso que cum­pliera con sus primeros deberes: el nombramiento de la Regencia y la convocatoria del Congreso. La Junta hubiera deseado quedarse instalada directamente como soberana ab­soluta, pasando de un absolutismo personal a uno colectivo, supuestamente democrático. Con respecto a esto, dice Justo Sierra: "Más habría convenido a Iturbide y al país que, rompiendo compromisos de Iguala, hubiese inaugurado una dictadura eminentemente ilustrada y organizadora, forma natural de los gobiernos en transición".

 

Iturbide tenía proyectado convocar un congreso de 120 diputados, que representarían las distintas clases sociales, a saber: terrate­nientes, militares, eclesiásticos, letrados, ma­gistrados y otros profesionales; en fin, un sistema corporativo. "Esto es, proponía una representación orgánica, de acuerdo con el sistema representativo tradicional, según el cual el elector no transmite ninguna soberanía política, sino que se limita a conferir un mandato concreto al elegido, quien debe obrar de acuerdo con las instrucciones de sus elec­tores." Para Iturbide, la representación era de la clase o colectividad social y no de la so­beranía política. Cuando Iturbide presentó su proyecto a la Junta se desanimó al ver que ésta no se inclinaba a tomar en consideración sus ideas. Por tanto, se acordó una es­pecie de compromiso y por bando solemne se convocó el Congreso.

 

El 21 de diciembre, los ciudadanos deberían votar para nombrar electores, que a su vez el día 24 elegirían los alcaldes, regidores y síndicos de los ayuntamientos. El día 27, los ayuntamientos tenían que elegir un elec­tor de partido, que, una vez reunido en la ca­pital con los otros de su clase, debía nom­brar al elector de provincia. Los electores nombrados habían de reunirse en la capital de la provincia para elegir los diputados, que se nombrarían por clases sociales el día 28. Los diputados tenían que estar en México para el aniversario del Plan de Iguala, 24 de febrero, día en que se instauraría un Congre­so de 162 diputados y 29 suplentes.

 

Entre los delicados problemas que tenía planteados la Regencia estaba el de la políti­ca que se debía adoptar con respecto a la Iglesia. En octubre de 1821, Iturbide planteó el problema del Patronato Real y su ejercicio por el Gobierno imperial para nombrar can­didatos a puestos eclesiásticos.

 

El arzobispo Fonte respondió que, al igual que los obispos mexicanos, opinaba que el derecho de nombrar candidatos a puestos eclesiásticos dentro del antiguo virreinato había cesado. El Patronato Real había sido una concesión papal a los reyes de Castilla y León y el nuevo Imperio tendría que conseguir una concesión igual antes de poder ejercer el Pa­tronato. En el intervalo, de acuerdo con la ley canónica, los obispos harían los nombramientos en sus diócesis.

 

A causa de la mala condición del erario del virreinato surgieron problemas graves para financiar el Imperio. La Junta aprobó la re­ducción de la alcabala, anunciada por Iturbi­de en Querétaro, y un comité especial de la Tesorería recomendó que se pagara a los mer­caderes de Manila el convoy de especia que había sido confiscado por los soldados de Iturbide. Para ello se hipotecarían ciertos fon­dos que eran debidos al gobierno por cuatro catedrales.

 

El 4 de enero, Iturbide sometía un infor­me en el que se quejaba de que no había re­sultado efectiva la suscripción voluntaria para conseguir el dinero necesario para el ejército, que por entonces tenía un efectivo de 68.000 hombres. Era imposible, decía Iturbide, pre­servar la disciplina con un ejército hambrien­to. Para mejorar la situación del erario del Imperio, se autorizó el traslado indiscrimina­do a la tesorería de los fondos del Consulado de la Ciudad de México, de la Casa de la Mo­neda y de las obras pías, pero no se consi­guió el objetivo deseado y hubo que recurrir más tarde a préstamos  forzosos para lograr completar los gastos.

 

Iturbide se vio forzado a hacer un nuevo llamamiento a la Iglesia. Se solicitaron 400.000 pesos a la catedral de Guadalajara, en el pla­zo de seis meses, y al obispado de Durango se pidió una suma de 200.000. Los gastos de la Casa Imperial hacían más difícil la cues­tión económica. De acuerdo con un memo­rándum de Francisco de Paula Tamariz, con­trolador general del ejército desde el 8 de octubre de 1821 al 20 de marzo de 1822, el comandante había recibido de la Tesorería una suma de 77.884 pesos de su salario. Aunque el gobierno había pagado una parte del salario del Libertador y cubierto sus gastos misceláneos y los de la Casa Imperial, el bió­grafo más meticuloso de Iturbide, Robertson, no encontró evidencia de expropiación o de uso ilegítimo de fondos.

 

Oposición al gobierno.

 

Pronto empezaron a aparecer signos de discrepancia con el gobierno. Carlos María Bustamante, en su periódico semanal La Avis­pa de Chilpancingo, se dedicaba a atacar la reputación de Iturbide y a elogiar a los anti­guos insurgentes. Expresión notable de la oposición al régimen de Iturbide fue la pu­blicación de un folleto titulado Consejo pru­dente sobre una de las garantías, escrito por Francisco Lagranda. Atacaba fuertemente la doctrina de la unión entre los mexicanos y aconsejaba a los españoles vender sus pro­piedades y salir del país. El 11 de diciembre, varios oficiales del ejército de las Tres Ga­rantías protestaron contra la circulación de escritos que destruían la unión de america­nos y europeos, perturbaban la tranquilidad pública y sumían al Imperio en un abismo. Por tanto, pedían la confiscación del folleto y el castigo del abuso de la libertad de pren­sa. Iturbide ordenó al censor que prohibiera la circulación del folleto y, en una carta a la Regencia, denunció a los autores. Afirmaba Iturbide que las opiniones del ejército eran las de la nación. La junta Provisional Guber­nativa declaró subversivo el folleto de La­granda y decretó la suspensión de los correos a las provincias, condenando a Lagranda a seis años de prisión.

 

A principios de 1822, la oposición contra el gobierno llegó a ser alarmante. El ministro Domínguez envió un informe que desenmas­caraba un complot en el cual estaban involu­crados importantes personajes, como los generales Miguel Barragán, Guadalupe Victoria y Nicolás Bravo. No parecía ser unánime el favor de la opinión pública al sistema monár­quico. En todas partes había partidarios de la República. O'Donojú, el último jefe políti­co y capitán general de Nueva España, murió de pleuresía el 8 de octubre y fue enterrado en la capilla de los Reyes en la catedral. El Imperio perdió un gran protector de la unión, e Iturbide un excelente apoyo para sus pla­nes. Iturbide y O'Donojú habían dado esta­bilidad al Imperio, que reposaba sobre esos sólidos pilares. Ahora quedaba solo Iturbide y ya nada era igual. Como jefe político de Nueva España, O'Donojú había sido investi­do por los supremos poderes otorgados por el rey y había dado aire de respetabilidad a los acontecimientos. O'Donojú, el representante del gobierno español, al firmar la independencia cancelaba el dominio de tres siglos. Todos sentirían el vacío de autoridad moral que dejaba en la Regencia el último capitán general.

 

La negativa categórica del gobierno liberal español al reconocimiento sirvió de nuevo acicate. En enero de 1822, la Junta inició las relaciones exteriores y envió plenipotencia­rios a Londres, Roma y Washington. El 8 de enero, Iturbide escribió al presidente Monroe que había nombrado al capitán Eugenio Cor­tés como agente del Imperio con el fin de comprar buques para formar la marina del Imperio mexicano.

 

El Congreso Constitucional.

 

Para el 24 de febrero, el Soberano Con­greso Constitucional se reunía por vez pri­mera. Los 100 miembros juraron solemnemente en la catedral metropolitana, en presencia de la Junta y la Regencia. Después se trasladaron al templo de San Pedro y San Pa­blo, donde se instalaría la Cámara Legisla­tiva.

 

Como era natural, dada la inexperiencia para constituir un nuevo Estado, surgieron problemas constitucionales delicadísimos. El primer acto del Congreso fue una declaración de que la soberanía de la nación residía en el Congreso mismo, que la única religión tolerada era la católica, apostólica y romana y que el gobierno sería del tipo monárquico constitucional moderado. Se invitó a las per­sonas designadas por el Tratado de Córdoba a ocupar el trono del Imperio mexicano por su orden y, acto seguido, el Congreso decla­ró que los poderes ejecutivo, legislativo y ju­dicial no debían estar unidos. Se declaró que, por el momento, el poder ejecutivo quedaba en manos de la Regencia, y la autoridad ju­dicial en los tribunales existentes y por crear. Finalmente se formuló un juramento de fide­lidad al nuevo régimen al que debían some­terse los propios miembros de la Regencia: consistía en el reconocimiento de que la soberanía de la nación radicaba en los diputa­dos.

 

De esa manera, desde el día mismo de su instauración, el Congreso se enfrentaba di­rectamente con el primer magistrado. Al día siguiente, el Congreso decretó que todos los funcionarios debían prestar el mismo juramento de obediencia al Congreso, el cual hizo esfuerzos por organizar el funcionamiento del gobierno y darle mayor respetabilidad. Se de­cretó que los oficiales fiscales debían dar in­formes regulares al ministro de Hacienda; se prohibieron los gastos no autorizados por el Congreso y se anularon los préstamos forzo­sos. De pronto, Iturbide informó al ministro de Hacienda que, a pesar de que las comu­nidades religiosas habían suscrito el présta­mo por una cantidad de 280.000 pesos y que los cabildos eclesiásticos pensaban contribuir con sumas enormes, tenía poca fe en ver cum­plidas sus promesas.

 

Hubo una correspondencia entre Iturbide y el teniente general Dávila, comandante de la fortaleza de San Juan de Ulúa, último ba­luarte español en México. Este pensaba que la independencia no podía conducir sino al fracaso y que Iturbide debía cooperar en la vuelta al orden imperial. Iturbide publicó su correspondencia con Dávila en el periódico oficial, confirmando su actitud ciertamente contraria a una reconciliación con España, lo cual haría aumentar aún más la antipatía de los borbonistas hacia él. Para entonces el grupo iturbidista era visto con desconfianza por el Congreso, que incluso llegó a destituir a algunos miembros de la Regencia, sustituyéndolos por otros no iturbidistas. Esto hizo que empezaran a definirse los partidos dentro del cuerpo legislativo.

 

La capital se sentía inflamada por el es­píritu de partido y se advertía una vacilación en la opinión pública sobre la forma de go­bierno que debía adoptarse. En estas circuns­tancias llegó a México la noticia de que el Tratado de Córdoba había sido declarado nulo e ilegítimo por las Cortes de España. "Los borbonistas quedaron desconcertados -según Justo Sierra- y se adhirieron a los republicanos y antiguos insurgentes, que, di­rigidos y organizados por las logias masónicas, comenzaron a hacer llegar al Congreso peticiones en favor de una república como las de Colombia, el Perú y Buenos Aires. Mas no era éste el sentimiento público; la exalta­ción contra España causaba un inmenso jú­bilo, porque ese hecho rompía el último vínculo posible con la metrópoli. Había en el ambiente un deseo vehemente de retar el po­der de Fernando VII con un monarca nacido del movimiento mismo de la Independencia. Iturbide parecía más que nunca como guía, era el orgullo nacional hecho carne.

 

Pero las relaciones entre Iturbide y el Con­greso habían llegado a tal punto que ya no podía continuar. Después de la destitución de los regentes se declaraba incompatible el man­do militar con el ejercicio del poder ejecutivo. "Este reglamento, aunque no se llegó a aprobar por falta de tiempo -nos dice Itur­bide en sus memorias-, no dejó duda de los tiros que se me asestaban, y fue el que apresuró el suceso del 18 de mayo". Su Alteza Serenísima propuso al Congreso un ejército regular de 35.000 hombres, lo cual fue recha­zado por el legislativo. Iturbide dimitió de la presidencia de la Regencia y de su puesto de generalísimo. Antes de que su dimisión fuera aceptada, escribió al ministro de la Guerra sobre la necesidad de un gran ejército bien armado, ya que sin él, escribía el Libertador, todo lo que se había logrado para la indepen­dencia de México estaría perdido.

 

Iturbide, emperador.

 

El sábado 18 de mayo, el Congreso, muy alarmado por su ultimátum, acabó por ceder a sus demandas. Pero había tardado dema­siado. La noche del 18 de mayo de 1822 los sargentos del regimiento de Celaya, presidi­do por el sargento Pío Marcha, reunieron a las tropas acuarteladas en el ex convento de San Hipólito y, armándolas, marcharon a la calle gritando: "¡Viva Agustín I, emperador de México!". Inmediatamente se unieron otros elementos de la guarnición de la capital y gen­te del pueblo. Toda la ciudad se iluminó, mientras por las calles desfilaba la tropa, el pueblo y las bandas militares. Se escuchaban disparos jubilosos, explosiones de cohetes y fuegos artificiales, música marcial y repiques de campanas. Luego la tropa montó la guar­dia enfrente de la residencia y aclamó a su héroe. Salió Iturbide al balcón varias veces.

 

Mientras tanto, a las tres de la mañana, todos los generales, jefes y oficiales de la guarnición formularon una petición y la en­viaron al Congreso. Una hora más tarde, el ministro de la Guerra comunicó al presidente del Congreso la necesidad de convocar una sesión extraordinaria para considerar la pro­clamación hecha por los pronunciados.

 

Con objeto de calmar al pueblo exaltado, Iturbide redactó esa misma noche una proclama: “Mexicanos: me dirijo a vosotros sólo como un ciudadano que anhela el orden y an­sía vuestra felicidad, infinitamente más que la suya propia. El ejército y el pueblo de esta capital acaban de tomar un partido; al resto de la nación corresponde aprobarle o repro­barle; yo, en estos momentos no puedo más que agradecer su resolución, y rogaros, sí, mis conciudadanos, rogaros, pues los mexicanos no necesitan que yo les mande, que no se dé lugar a la exaltación de las pasiones, que se olviden resentimientos, que respetemos las autoridades, porque un pueblo que no las tiene, o las atropella, es un monstruo; que dejemos para un momento de tranquili­dad la decisión de nuestro sistema y de nues­tra suerte... La nación es la Patria; la representan hoy sus diputados; oigámosles. Dicto estas palabras con el corazón en los labios, hacedme la justicia de creerme sincero y vues­tro mejor amigo. Agustín de Iturbide".

 

El Congreso se reunió a las siete de la mañana del 19 de mayo y, tras breve discusión, llamó a Iturbide. Este acudió a la sala de sesiones a la una y media de la tarde, seguido por el pueblo, que inundó las galerías.

 

Hubo una primera proposición de consul­ta a las provincias. El mismo Iturbide defen­dió las razones de esta proposición. El dipu­tado Valentín Gómez Farías introdujo una proposición firmada por varios representan­tes en la que decía que, habiendo quedado anulados el Tratado de Córdoba y el Plan de Iguala, el Congreso quedaba libre para votar a favor de la coronación del Libertador. El Congreso votó, con el resultado de 67 votos a favor de la proclamación de Iturbide como emperador, contra 15 que querían consultar con las provincias.

 

Mientras los gritos de "¡Viva el empera­dor!" llenaban la sala de sesiones, Iturbide fue proclamado Agustín, primer emperador constitucional de México. La legislatura de­cidió que la Regencia cesara después de ins­talado el nuevo emperador. En una proclama hecha por el Congreso se justificó la elección de Iturbide como emperador, por la oposi­ción obstinada y el silencio de la corte de Madrid. Las pruebas inequívocas de que esa corte no quería reconocer la independencia del Imperio ni aprobar el Tratado de Córdo­ba dejaba al Congreso la libertad de escoger otra persona para ocupar el trono.

 

El 21 de mayo el nuevo soberano juró por Dios y por los santos evangelios que defen­dería y conservaría la religión católica, apos­tólica y romana, sin permitir ninguna otra en el Imperio; que guardaría y haría guardar la Constitución que redactara el Congreso y, en­tre tanto, la española, en la parte que estaba vigente, así como las leyes, órdenes y decretos que había dado y en lo sucesivo pudiera dar el Congreso; no exigiría jamás nada que no hubiera decretado el Congreso; finalmen­te, respetaría la propiedad, la libertad políti­ca de la nación y la personal del individuo.

 

Luego el emperador dirigió un discurso al Congreso en el cual dijo: “He admitido la su­prema dignidad a que me eleváis después de haberla  rehusado por tres veces, porque creo seros así más útil; de otro modo, preferiría morir a ocupar el trono. ¿Qué alicientes tiene éste para un hombre que ve las cosas a la luz verdadera? La experiencia me enseñó que no bastaría dulcificar las amarguras del mando las pocas y efímeras satisfacciones que produce. De una vez, mexicanos, la dignidad imperial no significa para mí más que estar ligado con cadena de oro, abrumado de obligaciones inmensas”.

 

A la mañana siguiente, Iturbide lanzó un manifiesto al ejército mencionando su confianza en las cualidades cívicas de los solda­dos y advirtiéndoles que no habían termina­do sus labores. Los representantes de la nación todavía tenían que tomar una actitud sobre el asunto de la Constitución, etc. Afirmó que el título que para él tenía más valor era el de primer soldado del Ejército Trigarante.

 

La lenta pérdida de la tercera garantía del Plan de Iguala (la Unión) es la clave de los acontecimientos posteriores. La proclamación de Iturbide como emperador fue el primer gran paso de negación de esa garantía de Unión; fue un paso dictado por el sentimien­to de nacionalismo exaltado, que no le con­venía ni a Iturbide ni al Imperio, según Ala­mán, quien en su historia de este período explica los problemas que surgieron casi in­mediatamente después del nombramiento del emperador. El día 21 de Julio fue coronado Agustín con una ceremonia llena de pompa y esplendor. El palacio de los virreyes se con­virtió en palacio imperial, mientras Iturbide residía todavía en el palacio Moncada.

 

Iturbide se convirtió en el gobernante de un imperio que se alargaba desde California hasta el istmo de Panamá. El Imperio era una extensión inmensa y poseía grandes recursos naturales. Aunque consciente de muchas de sus debilidades, Iturbide cayó en la tentación de conceder honores realmente fuera de lu­gar, como los nombramientos a la Orden Im­perial de Guadalupe, para honrar distingui­dos servicios prestados para la gloria de tan grande Imperio.

 

El enfrentamiento del emperador con el Congreso no había concluido. El descontento era fomentado por el padre Mier, crítico acérrimo de la monarquía y ardiente defensor de la República, reforzado por las logias masónicas. Corrían rumores de conspiración, por lo que la reacción de Iturbide fue rápida. La noche del 26 de agosto varios miembros del Congreso fueron apresados y encarcelados en el convento de Santo Domingo. Firmaba la orden el entonces subsecretario de Estado Andrés Quintana Roo, mientras el diputado Valentín Gómez Farías proponía la disolu­ción del Congreso. Felipe de la Garza se proclamó contra el acta en Soto la Marina. Este hombre y este lugar serían más tarde nefas­tos para Iturbide, pero de momento se frus­tró el intento de rebeldía.

 

El emperador habló a unos cuarenta di­putados en palacio y les explicó sus órdenes: "Yo, señores, no puedo dejar que la nación se precipite en la anarquía en manos de hom­bres que por falta de experiencia unos, otros con mala intención, se han propuesto un sis­tema de oposición a la marcha que ha adop­tado mi administración, privándome de los medios de hacer el bien. Cerca de ocho me­ses lleva el Congreso de sesiones y no ha dado un solo paso para formar la Constitu­ción del Imperio, objeto primero de su convocación y de los votos nacionales, sin que hasta ahora se haya dado una ley sobre Ha­cienda, sobre el Ejército; todo el tiempo lo ha ocupado en discusiones que tenían por objeto humillarme, desconceptuarme y presentarme a la nación como un tirano. La nación está cansada de esa lucha y desea un remedio...".

 

A instancias del emperador, los ministros tomaron la decisión de asegurarse la disolu­ción del Congreso en un plazo de diez minu­tos, después de que la orden al efecto hubie­ra sido presentada al presidente del mismo. Agustín I decretó la disolución del Congreso el 31de octubre; en su lugar se formaría una junta instituyente con dos diputados por cada provincia con suficiente población, y uno por los otros. Esa junta de 45 miembros y 8 suplentes debía actuar como legislativa. El 13 de noviembre de 1822, la Junta Nacional Ins­tituyente comenzó a redactar una Constitución que se pensaba poner en manos del nue­vo Congreso para su aprobación cuando éste se reuniera.

 

Sublevación de Santa Anna.

 

Mientras tanto, el general Lemaur había tomado el mando de San Juan de Ulúa. San­ta Anna, gobernador general de Veracruz, había hecho un intento sospechoso para apo­derarse del castillo y fue depuesto por Agustín I, que no deseaba provocar males mayores. Santa Anna se indignó por la orden y, regresando a Veracruz, decidió levantar el estan­darte de la República antes de que la noticia de su deposición del puesto de gobernador general de esa ciudad hubiera llegado a la guarnición.

 

En la tarde del 2 de diciembre el brigadier Santa Anna se rebeló en Veracruz contra el Imperio, proclamando la República; intentó adueñarse de Jalapa, pero fue derrotado. Na­die se movió contra Santa Anna; como éste había comunicado a Lemaur sus intenciones de derrumbar el Imperio, respaldado por la artillería del castillo de Ulúa, quedó dueño de Veracruz Junto con el general Guadalupe Vic­toria, Santa Anna proclamó el Plan de Veracruz el 6 de diciembre, pidiendo la reinstala­ción del Congreso. El día 10 el emperador mandó marchar al general Echávarri contra Santa Anna, pero a fines de diciembre todavía no se había hecho nada. Lemaur le había escrito explicándole que Iturbide era el único obstáculo para concluir una paz entre España y México.

 

El 13 de enero se pronunciaron los generales Vicente Guerrero y Nicolás Bravo en favor del Plan de Veracruz. Echávarri había concluido sus arreglos con los españoles de Ulúa y el día 1 de febrero de 1823 proclamó el Plan de Casa Mata, una especie de compromiso que exigía la instalación de un nuevo Congreso lo más pronto posible, manteniendo, por el momento al emperador. El 5 de febrero, Echávarri y Victoria ya se habían puesto de acuerdo con la aprobación de San­ta Anna y Lemaur. El 26 de febrero, la ciu­dad de Puebla se unía al Plan de Casa Mata. Iturbide nombró jefe del Ejército Libertador al marqués de Vivanco, pero casi todo esta­ba perdido. Las acciones, justificadas por pa­triotismo, estaban alentadas por el creciente descontento del régimen imperial, e incluso a veces eran instigadas por el comandante rea­lista de Ulúa. Los políticos influyentes me­xicanos habían minado el poder y el presti­gio de Agustín I.

 

Abdicación del Emperador.

 

El 4 de marzo a las nueve de la noche el emperador decretó que debía instalarse de nuevo el Congreso en la Ciudad de México. El día 7, unos cincuenta diputados se reunie­ron y oyeron al emperador. Los miembros de la Junta de Puebla no quisieron reconocer la autoridad del Congreso si el emperador no se ausentaba de la capital o la legislatura no se trasladaba a Puebla. El 19 de marzo de 1823, el emperador declaró su intención de abdicar y ausentarse del país. El acta de abdicación se presentó al Congreso al día siguiente. An­tes de salir de la capital, el 22 de marzo, Itur­bide afirmó en un discurso que estaba dis­puesto a hacer cualquier sacrificio para el bienestar de su patria. El Congreso fijó Tu­lancingo como residencia de Iturbide mientras deliberaba sobre su abdicación. El Con­greso declaró el día 29 del mismo mes que el poder ejecutivo, que regía desde el 19 de mayo de 1822, había cesado. Dos días más tarde, un triunvirato compuesto por Bravo, Victoria y Negrete, con el título de Supremo Poder Ejecutivo, asumía el poder provisional­mente. El gran Imperio empezó a desintegrarse. Al llegar la noticia de lo ocurrido a la ciu­dad de Guatemala, el capitán general de esa provincia, general Filisola, lanzó un manifies­to en el que convocaba un Congreso de las Provincias Centroamericanas.

 

Iturbide zarpó en el mercante "Raulins" el 11 de mayo. No sólo las maquinaciones de los enemigos de Iturbide y la defección de Santa Anna causaban la caída del primer Im­perio mexicano, sino también las intrigas de Lemaur con Echávarri. El primer Imperio me­xicano pasaba así a la Historia.

 

Juicio sobre Iturbide.

 

“Esta función (la elevación al trono), sin embargo, estuvo lejos de llenar el objeto de los que con tanto empeño la promovieron, pues no sólo no dio, con la sanción de la religión, mayor respeto al nuevo orden de cosas, sino que más bien contribuyó a quitárselo. Era dema­siado reciente la revolución para que su autor, por grande que fuese el mérito que en ella hubiera contraído, pudiese obtener aquel respeto y consideración que sólo es obra del tiempo y de un largo ejercicio de la autoridad. Los que pocos meses antes habían tenido a Itur­bide por su compañero o subalterno, la clase media y la sociedad, que había visto a su familia como inferior o igual, no consideraban tan repentina eleva­ción sino como un golpe teatral, y no podían acostumbrarse a pronunciar sin risa sus títulos de príncipes y princesas...

 

“Sensible es, por cierto, que con todos estos pasos falsos fuese precipita­do a su ruina aquel hombre que tanto hubiera convenido conservar al frente del gobierno, con un título que lo ex­pusiese menos a la censura, lo que se habría logrado adoptando la proposición de Terán y de los demás diputados que, en la ruidosa sesión del 19 de mayo, pidieron quedase de único regente, haciendo un estatuto provisional que de­marcase sus facultades y las del Con­greso, para evitar los choques entre ambos; de esta suerte, concentrada la autoridad en su persona, hubiera podi­do ejercerla más libremente y, no teniendo que ensalzar a todos los indivi­duos de su familia con títulos extraños, se habría excusado el ridículo que tan­ta parte tuvo en la caída del Imperio: la costumbre de obedecerlo hubiese consolidado su poder y, al cabo de algún tiempo, el título de emperador no hubiera sido más que un cambio de nombre, pues las facultades habrían sido las mismas, o, ya que los hombres en este género de cosas suelen ser más que la cosa misma, podría haberse omitido aquel título, sustituyéndolo por otro que ofendiese menos, conservando en sus manos autoridades perpetuas y aun hacerlas hereditarias.

 

“Nadie, sin duda, tenía tantas y tan buenas cualidades para obtenerlas y desempeñarlas. En medio de todos los defectos que se le notaron, con toda su inexperiencia en el mando, muy discul­pable en un tiempo que ningún otro sa­bía más que él; no obstante sus altive­ces e intolerancia de todo lo que parecía resistencia u oposición; a pesar de su indiscreta precipitación que, después de un golpe de arrojo, venía a terminar en algún acto de debilidad, poseía carác­ter noble, sabía conocer y estimar el mérito y siempre lo guiaba un espíritu de gloria y engrandecimiento nacional que hubiera podido producir grandes re­sultados.

 

“Tenía algunas ideas administrativas que pudieron haberse mejorado con la práctica de los negocios, y fuese por­que aspirando al trono cualquier objeto inferior le era indiferente o porque ha­bía en él liberalidad y desprendimiento, no se le vio entregarse a la sórdida co­dicia y otros vicios con que algunos de los que le han sucedido en el mando han manchado el ejercicio de éste”.

 

(De L. Alamán, Historia de México, vol. V. pp. 485-486, México, 1885).

 

Bibliografía.

 

Alamán, L. Historia de México, tomo V, México, 1885.

 

Navarro y Rodrigo, Vida de Agustín de Iturbide. Memorias de Agustín de Iturbide.

 

Robertson, W. S. Iturbide of Mexico, Durham, 1952.

 

Sierra, J. Evolución política del pueblo mejicano, México, 1948.

 

Trueba, A. Valle, R. H. Iturbide, México, 1959. Iturbide, varón de Dios, México, 1971.

 

82.            Una nueva nación busca reconocimiento.

Por: Josefina Zoraida Vázquez.

 

Los sueños optimistas de los engreídos criollos mexicanos parecían quedar colmados con los felices sucesos de 1821. Desde la proclamación del Plan de Iguala, por Iturbi­de y Guerrero, hasta la entrada  del Ejército Trigarante en la Ciudad de México, todo había constituido una cadena de golpes de suerte: gracias a la adhesión al Plan de Iguala de los principales jefes militares la consu­mación de la independencia se hizo de forma pacifica. Pero no sólo esto, sino que el colmo de las bienaventuranzas pareció ser el que al llegar el último jefe político español, Juan O'Donojú, aceptara firmar los Tratados de Córdoba con Agustín de Iturbide. La existencia legal de la nueva nación parecía asegurada. Los mexicanos sabían que, con el reconocimiento español, los otros poderes no tardarían en entablar relaciones con el nuevo Imperio mexicano. Todo parecía tan ventu­roso, que a nadie extrañó que el reino de Guatemala decidiera unir sus destinos y su medio millón de kilómetros cuadrados a los cuatro millones y medio del Imperio. Todo parecía fácil y posible.

 

La Soberana Junta Gubernativa del Im­perio mexicano nombró una Comisión de Relaciones Exteriores, formada por Juan Francisco de Azcárate, el conde de Casa de Heras y José Sánchez Enciso. El 29 de diciembre de 1821, la Comisión presentó el programa en el cual se consideraban las rela­ciones exteriores del Imperio mexicano marcadas por la naturaleza, por la dependencia, por la necesidad o por la política.

 

Se consideraban relaciones señaladas por la naturaleza las que se tendrían con los países limítrofes -naciones de indios bárba­ros, Estados Unidos, Guatemala (que en es­tas fechas todavía no se unía) e Inglaterra y Rusia, que tenían establecimientos limí­trofes o muy cercanos-. Las relaciones por dependencia eran las que se podrían estable­cer con algunos países que habían dependido económicamente de Nueva España, como Cuba, Puerto Rico, las Filipinas y las Maria­nas. Las relaciones por necesidad (espiritual) serían las que debían establecerse con la Santa Sede, y las relaciones por política, aquellas que tendrían que iniciarse con Es­paña, Francia y los estados hispanoamericanos. La Comisión hizo largas observaciones sobre cada uno de los países. En cuanto a los de América, basados en la Memoria de Onís, se enumeraban los problemas pendien­tes con los Estados Unidos, se hacían cons­tar las ambiciones norteamericanas sobre Te­xas y se subrayaba la estrecha alianza que debía unir al Imperio mexicano con las na­ciones hispanoamericanas.

 

Pero una planeación de relaciones con el exterior tan cuidadosa iba a quedar paraliza­da, ya que el año 1822 no iba a resultar tan propicio. El 12 de febrero, las Cortes españolas desconocieron los Tratados de Córdoba firmados por O'Donojú y los declararon ile­gítimos y nulos para el gobierno español. Las bases del nuevo país se debilitaban, pero los más optimistas aún contaban con que se convencería a los comisionados que enviaban las Cortes, José Ramón Osés y Santiago Iri­sari, para tratar con los mexicanos. Los comisionados llegaron a playas mexicanas cuando el Imperio agonizaba. Iturbide nom­bró sus representantes, pero las pláticas no se iniciaron hasta una vez establecida la República. El representante mexicano fue  Guadalupe Victoria, que llevó las conversaciones casi a feliz término. Desgraciadamente, el co­mandante del castillo de San Juan de Ulúa echó por tierra la buena voluntad de los comisionados al atacar el 25 de septiembre de 1823 el puerto de Veracruz.

 

Los primeros acontecimientos.

 

Como es natural, Chile, Colombia y Perú fueron los primeros países en expresar su beneplácito y reconocer la independencia de México. Los representantes de Chile y Co­lombia presentaron incluso sus parabienes al emperador Iturbide durante el año 1822. Y a pesar de pequeños incidentes, como el provocado por el antimonarquismo del representante colombiano, Miguel Santa Ma­ría, durante estos primeros años de indepen­dencia, privó una solidaridad hispanoamericana que hacía las relaciones muy cordiales.

 

Muchos creían que por ser los Estados Unidos también una ex colonia reconocerían de inmediato la independencia de México, pero no fue así. El 8 de marzo de 1822, en su mensaje al Congreso, el presidente James Monroe recomendaba el reconocimiento de los nuevos países, sin menoscabo de las rela­ciones sostenidas con España. No obstante, los norteamericanos se mostraron cautelosos, y mientras expresaban su satisfacción por la independencia de México,  se limitaron a enviar a Joel R. Poinsett como "visitante que deseaba conocer el país entre tanto se estudiaba la situación. Poinsett llegó a México a fines de 1822, y con gran agudeza polí­tica se dio cuenta de que los días del Imperio estaban contados y recomendó no enviar re­presentante de inmediato. Para entonces ya había partido para Washington el primer enviado y ministro plenipotenciario mexicano, José Manuel Zozaya. Mientras tanto, el go­bierno norteamericano había decidido otorgar el reconocimiento oficial, y éste fue transmi­tido a Zozaya el 23 de enero de 1823. Méxi­co no recibirla representante norteamericano hasta 1825, en que llegó con tal carácter el mismo Joel R. Poinsett.

 

El reconocimiento norteamericano fue importante sin duda, pero México miraba ansiosamente hacia Europa en busca de los reconocimientos que le eran esenciales. La normalización de su vida política y económi­ca dependía del reconocimiento de Inglate­rra, Francia y España, y su tranquilidad espiritual, del reconocimiento del Vaticano. Y el panorama era desolador. En 1822 la Santa Alianza decidió ayudar a Fernando VII a restablecer el poder absoluto en España, y una vez logrado, se esfumaron las esperanzas de reconocimiento español.

 

El ansiado reconocimiento inglés.

 

Con el apoyo de la Santa Alianza, la de­bilitada España adquirió un poder y una in­fluencia que la hicieron capaz de obstaculizar el reconocimiento de las potencias europeas y del Vaticano. Además del daño que de por sí significó el no contar con el respaldo de su antigua metrópoli, la actitud amenazante de España obligaría a las ex colonias hispanoamericanas a gastar en armas los escasos re­cursos con que contaban, y ello las haría contraer las primeras deudas internacionales, lo que se traduciría en debilidad.

 

Precisamente en 1823 pareció que la Santa Alianza ayudaría a España a recon­quistar sus colonias americanas. En seguida, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, que habían establecido ya un activo comercio con los nuevos países, se alarmaron ante la perspectiva de perderlo. Inglaterra logró con­vencer a Francia, que formaba parte de la Santa Alianza, a suscribir el acuerdo cono­cido como Memorándum Canning-Polignac (9 de octubre de 1823), según el cual se con­sideraba irrealizable la reconquista española de América, se repudiaba todo intento violento de cualquier nación que no fuera España a intervenir en las ex colonias y se protestaba de no ambicionar ni territorios ni privilegios en el Nuevo Mundo. En diciembre del mismo año el presidente norteamericano Monroe, ignorante de tal convenio, lanzó su famosa advertencia a los países europeos, conocida como Doctrina Monroe. En 1823 el gobierno republicano provisional empezó a preocupar­se seriamente por la situación diplomática. Todo parecía ir mal: el reino de Guatema­la decidió separarse de México para cons­tituirse en las Provincias Unidas de Centroamérica; los Estados Unidos, según los informes del ministro Zozaya, parecían an­siosos de reclamar nuevamente Texas como parte de la Luisiana comprada a Francia, a pesar de que en el tratado Adams-Onís, fir­mado en 1819 con España, se habían esta­blecido con claridad las fronteras, y Rusia reclamaba la propiedad de California.

 

Para enfrentarse a todos estos peligros, México necesitaba dinero y un reconocimien­to que le permitiera establecer convenios con otros países. El gobierno consideró que, dada la gravedad de la situación, hacía falta una actitud más agresiva. Habría no sólo que li­berar a San Juan de Ulúa, cuya posesión en manos de España dañaba mucho al comercio mexicano, sino también liberar a Cuba para terminar con el poder español en el golfo de México.

 

La Gran Bretaña parecía ser la clave de todo. En el aspecto diplomático, los mexica­nos sabían perfectamente que si conseguían el reconocimiento inglés, otros países imitarían el ejemplo de inmediato. En el aspecto económico, algunos banqueros ingleses habían concedido ya préstamos a Colombia, y por lo tanto podía esperarse que lo mismo ocurriría con México. Además, los comer­ciantes ingleses interesados en establecerse en México habían empezado a llegar al nue­vo país. Por otra parte, el primer ministro británico Canning parecía simpatizar con las nuevas naciones americanas. El problema re­sidía en que la Gran Bretaña mantenía rela­ciones con la Santa Alianza y con España, lo cual limitaba en buena medida su libertad. Sin embargo, se confiaba en que se ablandaría la misma Francia por sus intereses co­merciales en México. Inglaterra había expre­sado públicamente que no se opondría a una reconquista española, pero los hispanoamericanos creyeron interpretar que lo había hecho porque consideraba a España incapaz de llevarla a cabo. El gobierno británico, siempre tan pragmático, confió en que sería posible convencer a la misma España de dar el reconocimiento si se le ofrecía algún tipo de compensación. A este punto se opusieron los hispanoamericanos, pues no querían transigir en "comprar su libertad", como interpretaban la propuesta.

 

Así las cosas, el gobierno republicano nombró a Mariano Michelena como ministro plenipotenciario ante la Gran Bretaña y a Vicente Rocafuerte como secretario. Este último habla  nacido en Quito, por lo que el Congreso tuvo que concederle la ciudadanía mexicana. Llegaron a Londres a mediados de 1824 y de inmediato se pusieron en contacto con los banqueros y autoridades bri­tánicas, al mismo tiempo que enviaban a Tomás Murphy como agente a Francia y España, y a Manuel Eduardo de Gorostiza a los Países Bajos.

 

Mientras tanto, el gobierno británico ha­bía enviado tres agentes a México, Lionel Harvey, Charles O'Gorman y H. O. Ward, lo que indicaba el interés por parte de los ingleses en las relaciones con México. El mi­nistro George Canning se mostró siempre cordial, a pesar de lo cual Michelena y Rocafuerte pasaron grandes angustias viendo co­rrer el tiempo sin lograr el objetivo principal de su misión. La partida de Agustín de Iturbide rumbo a México para organizar la de­fensa de su país en caso de invasión de la Santa Alianza iba a retrasar el reconocimien­to, ya que los ingleses no querían reconocer gobiernos poco estables Y temían que el ex emperador recobrara el poder a su llegada. Por ello no es de extrañar que las noticias del fusilamiento de Iturbide, el 22 de septiembre de 1824, favorecieran la causa mexicana en Londres y disiparan las últimas dudas de Canning en otorgar el reconocimiento. Antes de concederlo, el gobierno inglés realizó un último intento de mediación ante el gobierno español, que fracasó. El último día de 1824, Canning anuncié a Rocafuerte y Michelena, en forma reservada, que se daría el ansiado reconocimiento a los nuevos países. El Tra­tado de Amistad y Comercio no se firmó hasta el 6 de abril de 1825 porque surgieron algunos detalles que retardaron el acuerdo. Uno de ellos era el referente a la tolerancia de cultos, que Canning insistía en asegurar para los súbditos ingleses que residieran en México; el otro fue el de establecer qué bar­cos serían reconocidos como mexicanos. Fi­nalmente se convino en que los ingleses po­drían asistir a sus ritos religiosos en forma privada, y que se considerarían barcos mexicanos aquellos que las tres cuartas partes de su tripulación fuese mexicana y estuvieran amparados con bandera de este país. Los británicos lograron también disuadir a los mexicanos de sus intentos de independizar a Cuba.

 

La tarea de Michelena y Rocafuerte chocó siempre con el obstáculo constante del agente financiero mexicano Francisco de Borja Migoni, a quien el gobierno mexicano había autorizado a administrar los fondos mexicanos. Desde un principio, Borja los hizo sufrir por la falta de dinero, pero una vez que los diplomáticos le reclamaron sobre las pésimas condiciones con que había conseguido el primer empréstito inglés, estalló la lucha abierta. Borja Migoni residía desde hacía mucho tiempo en Londres, y al ente­rarse de la independencia de su país, ofreció voluntariamente sus servicios a Iturbide para tramitar ayuda financiera. El préstamo no llegó a negociarse hasta febrero de 1824, en condiciones en verdad ruinosas. México re­cibió sólo el 50 % del valor declarado, a pesar de que en los préstamos normales se conseguían hasta un 85 %. El caso se expli­ca porque Borja, en su afán de lucro, constituyó un grupo financiero para que el negocio fuera redondo. Uno de los agentes bri­tánicos, Patrick Mackie, que pensaba hacer algo semejante, descubrió los manejos de Borja y decidió extorsionarlo. Este, sin escrúpulos, compró su silencio con dinero, que luego cargó a México en la cuenta de los gastos ocasionados por los trámites. Resulta desconcertante el caso de Borja Migoni, ya que, a pesar de que durante la guerra de in­dependencia simpatizó más bien con el grupo español, y de que más tarde tuvo problemas con el ministro Michelena, fue sostenido en el puesto de cónsul. Y ello es más sorprendente por el hecho de que el mismo Canning objetó su nombramiento debido a que Borja formaba parte del gremio de comerciantes de Londres, lo que podía dar lugar a conflictos posteriores. A pesar de su incalificable con­ducta, Borja Migoni sobrevivió a los cambios de gobierno y manejó los fondos mexicanos hasta su muerte. Lo peor de todo fue que el dinero de México constaba a su nombre, y en el momento de su muerte, éste se perdió para el país. Cuando Gorostiza trató de recuperarlo, descubrió que Borja era ciudada­no británico desde hacía ya mucho tiempo. Los fondos mexicanos pasaron, pues, a poder del gobierno inglés, sin que México pudiera reclamar nada.

 

Intentos de reconquista.

 

Una parte del dinero de los empréstitos ingleses se utilizó en la compra de los barcos y las armas empleados en el bloqueo de San Juan de Ulúa. Con ellos, la flotilla mexi­cana, al mando del capitán Pedro Sáinz de Baranda, impidió que los del fuerte y la guarnición de San Juan de Ulúa recibieran socorros, viéndose obligados a capitular el 17 de noviembre de 1827, acosados por el hambre y las enfermedades.

 

Con la rendición de San Juan de Ulúa terminaba completamente el dominio español en México, pero Fernando VII no dejó de concebir intentos de reconquista. El primero fue el de 1823, con ayuda de la Santa Alian­za y del que se habló durante largos años. El segundo lo puso en práctica en 1829 el brigadier Isidro Barradas, con 3,000 hom­bres. Después de múltiples incidentes, Ba­rradas entró en Tampico el 1 de agosto, ha­llándolo casi despoblado. Mientras Barradas atacaba a las milicias tamaulipecas, Antonio López de Santa Anna atacó a la guarnición de guardia en Tampico. El 21 de agosto se iniciaron las pláticas entre Santa Anna y Ba­rradas, que estaba muy desilusionado al no haber encontrado a los mexicanos ansiosos de volver al orden español. De todos modos, Barradas se negó a rendirse incondicionalmente, y Santa Anna asaltó la plaza el 10 de septiembre. Aunque no logró la victoria, el estado de la tropa era tal, que Barradas decidió pedir  la capitulación, que fue firmada el 11 de septiembre. Los soldados españoles fueron obligados a entregar sus armas, y los sobrevivientes se reembarcaron en noviem­bre. Las balas habían causado la muerte de 215 soldados, y las pestes tropicales, la de 693. La mejor defensa del país parecían ser sus costas cálidas.

 

La Santa Alianza y las relaciones con Francia.

 

La Santa Alianza había sido una res­puesta a la pesadilla que significaron la Re­volución francesa y Napoleón para las viejas monarquías europeas. Fue concertada cl 14 de septiembre de 1815 entre Alejandro I de Rusia, Francisco I de Austria y Federico Guillermo III de Prusia como un "pacto re­ligioso" para establecer lazos fraternales en­tre reyes y súbditos de acuerdo con los prin­cipios cristianos, y se invitó a firmarlo a todos los soberanos europeos. Así lo hicieron Francia, España, Portugal y Suecia. Sin em­bargo, este pacto religioso tomó un carácter totalmente distinto en manos del canciller austríaco Metternich, convirtiéndose en "una sociedad de socorros mutuos de los reyes contra los pueblos sublevados".

 

Varios congresos celebró la Santa Alian­za para resolver los problemas de los monar­cas. Así, por ejemplo, en el de Verona, cele­brado a fines de 1822, se estudió el modo de aplastar la revolución liberal española, encar­gándose Luis XVIII de ayudar a Fernan­do VII a restablecer su gobierno absoluto. Y en efecto, el ejército francés cruzó los Pirineos, y de abril a septiembre de 1823 se im­puso en toda la península. Fue este aconte­cimiento el que hizo temer que la Santa Alianza ayudarla también a España a recon­quistar sus perdidas colonias, y el que causó preocupación no sólo entre las nuevas repú­blicas hispanoamericanas, sino entre los países que ya tenían intereses en ellas: Esta­dos Unidos, Inglaterra y la misma Francia. Por ello fue fácil que estas dos últimas po­tencias llegaran al acuerdo de no permitir que ningún otro país, fuera de España, pu­diera intentarlo.

 

La Santa Alianza quedó neutralizada en su acción directa hacia Hispanoamérica. Sin embargo, no dejó de dañar a los hispanoame­ricanos, ya que fue capaz de impedir que el Vaticano y los gobiernos que constituían la Santa Alianza reconocieran la independencia de los nuevos países.

 

El caso de Francia fue sorprendente por­que, no obstante la presión de sus comer­ciantes, se obstinó en mantener una política que no convenía a sus intereses. A pesar de ello, Francia fue uno de los países con quie­nes primero entabló México relaciones in­formales y que más fácilmente hizo algunas concesiones a los mexicanos. En 1826 el agente mexicano Tomás Murphy logró que el ministro francés nombrara agentes que representaran en México a las principales casas comerciales francesas, y que se diera permiso

para que barcos mexicanos tocaran puertos franceses. Es más, en 1827 Sebastián Cama­cho llegó a firmar un acuerdo comercial y se pensó que el reconocimiento vendría poco después, lo cual no sucedió. Es más, el gobierno ultraconservador impidió incluso nue­vas negociaciones, que no se reanudarían hasta el establecimiento del gobierno de Luis Felipe en 1830.

 

Reanudadas las relaciones, Manuel Eduar­do de Gorostiza logró en 1831 la firma de un Tratado en París. En las condiciones de este Tratado de Amistad, Comercio y Nave­gación Francia se mostró realmente intransigente, y México nunca llegó a confirmarlo por considerar que no constituía un verdade­ro reconocimiento. Esto, unido a las recla­maciones de súbditos franceses dañados por los movimientos políticos mexicanos y la prohibición a todos los extranjeros de comer­ciar al menudeo, ocasionó que las relaciones con Francia fueran irregulares. En realidad, darían lugar, en 1838, al rompimiento de relaciones entre los dos países y a la agre­sión francesa a México.

 

Los sueños de unión continental.

 

La debilidad de los nuevos estados y la existencia de un fuerte enemigo común dio a las nuevas naciones un fuerte sentido de solidaridad que se habría de expresar en los anhelos de constitución de una unión hispanoamericana o una unión continental que no llegaron a cristalizar en la práctica.

 

Correspondió al venezolano Francisco de Miranda esbozar el primer plan de unión americana. Su gran admiración por Inglate­rra hizo que incluyera a ésta en el proyecto de alianza que uniría a Estados Unidos, In­glaterra y la "América meridional". Simón Bolívar fue autor de otro proyecto, una Liga de Naciones Hispanoamericanas independientes, pero con un Congreso común que controlaría las relaciones exteriores y las mantendría unidas. El proyecto de Bolívar no incluía a Brasil, porque debía ser de las ex colonias españolas, ni a Estados Unidos, por que "Inglaterra debía de ver con mal ojo tal invitación". De acuerdo con el proyecto bolivariano se organizó el Congreso de Pana­má. Sin embargo, Santander temió que las repúblicas hispanoamericanas solas no serían suficientemente fuertes e invitó a Brasil y a los Estados Unidos. Las finalidades que se fijaron al Congreso comprendían una liga defensiva contra España y otras potencias que quisieran dominar América, acuerdos consulares y estudio de medidas para evitar la intervención extranjera. Se planteó también la cuestión de definir la actitud a adop­tar con respecto a Cuba, Puerto Rico, las Fi­lipinas y las Canarias, y la necesidad de abolir el tráfico de esclavos africanos.

 

El 7 de diciembre de 1824 Bolívar cursó la invitación, y de enero de 1825 a junio de 1826 fueron llegando los representantes de Perú, Centroamérica y México, más los ob­servadores holandeses e ingleses. No acudie­ron los representantes de las repúblicas del Sur y de Estados Unidos. Se concluyó y firmó un Tratado de Unión, Liga y Confede­ración Perpetua el 15 de julio de 1826 y una Convención sobre contingentes, buques y dinero que aportarían los países confede­rados.

 

La aportación de fuerzas de cada una de las naciones confederadas estaría de acuerdo con su población.

 

Debido a la insalubridad de Panamá, se convino en cambiar la sede a Tacubaya, en México. Al reanudarse las conversaciones se pudo comprobar que México no había rati­ficado el Tratado de Panamá, lo que molestó a los poquísimos representantes que llegaron a Tacubaya. De hecho, ahí terminó de fraca­sar este intento hispanoamericanista.

 

A Lucas Alamán se debió un plan prag­mático de federación comercial por medio de acuerdos aduanales. Con este propósito, en 1823 México firmó el Tratado de Comercio con Colombia, modelo en su género. Sin embargo, no pudo consolidarse el plan de Alamán, en parte por los problemas de los diversos países, y en parte por la salida de Alamán del Ministerio de Relaciones. Cuando, en 1831, Alamán volvió a ocupar el mismo ministerio, organizó una doble misión di­plomática a Centro y Sudamérica con objeto de revivir su sueño de unificar de alguna manera los intereses políticos hispanoamerica­nos. Desgraciadamente, las guerras civiles e internacionales que habían estallado en toda Hispanoamérica impidieron que las misiones tuvieran éxito. No obstante el fracaso de todo acercamiento real durante la primera década de existencia nacional, los hispanoamericanos dieron muestras de una solidari­dad que hoy resulta sorprendente. Muchos hispanoamericanos sirvieron indistintamente a diversas naciones con gran lealtad. El mis­mo préstamo que México hizo a Colombia para que retuviera su crédito constituye un ejemplo. Por supuesto que la concesión de tal empréstito enfureció a muchos políticos, ya que se trataba de un préstamo sin intereses, y que para colmo resultó imposible de co­brar. Por otra parte, en 1829, durante el in­tento de reconquista española, Guatemala lanzó inmediatamente un manifiesto para ayudar a México, con quien entonces se sen­tía en deuda cívica y moral.

 

Tan ejemplar solidaridad se esfumó poco a poco al aumentar la dependencia de las débiles repúblicas hispanoamericanas respecto de las grandes potencias. Sin duda que a éstas les convenía más unas repúblicas débi­les y desunidas. Y por si ello fuera poco, los múltiples problemas con que cada una tuvo que enfrentarse las volvió egoístas y ais­lacionistas.

 

Ayuda a una República hermana.

 

“Cabe recordar que en ese tiempo Colombia era la más conocida de las naciones americanas y que sus bonos siempre mantuvieron un valor adquisitivo por encima de las naciones herma­nas. Por eso, si perdía su crédito, per­judicaba a todas las repúblicas ame­ricanas.

 

“El tino y buen juicio (de Rocafuerte) quedó demostrado en estas difíciles cir­cunstancias, pues al poco tiempo reci­bía una carta de Manuel José Hurtado, ministro de Colombia en Gran Bretaña, quien le anunciaba a ya conocida suspensión de pagos de Goldschmidt y le hacía presente la urgente necesidad que Colombia tenía de cumplir con el pago de los dividendos que vencían a fines de abril. Como razones de tiempo hacían completamente imposible con­seguir el dinero de América, Hurtado le suplicó que se emplearan los fondos mexicanos en poder de Barclay. No va­ciló en afirmar que las nuevas naciones de América necesitaban brindarse mu­tua ayuda para conservar su crédito, tan importante como su independencia misma. Tal como Colombia y Chile ayu­daron al Perú en su lucha por la emancipación, México debía en esos crucia­les momentos brindar apoyo a la inde­pendencia de Colombia. ¿Qué general mexicano con tropas a su disposición -preguntaba- permanecería indiferente y esperaría el permiso de su gobierno para auxiliar ‘algunas de nuestras plazas’ si las veía atacadas?

 

“Rocafuerte se manifestó bien dis­puesto a hacer el préstamo cuando re­cibió la noticia de Hurtado. Le pareció que existía una diferencia básica entre Europa y América, pues el espíritu de las repúblicas americanas estaba en contra del orden monárquico de Euro­pa. Las nuevas naciones americanas se encontraban a punto de lograr el éxito. El castillo de San Juan de Ulúa se había rendido y el futuro Congreso de Panamá presagiaba grandes cosas para las nuevas nacionalidades. Su prestigio estaba muy alto en Europa y, por tanto, permitir que el crédito de Colombia se hundiese sería perjudicar a México y a los otros países americanos. México y Colombia habían firmado un tratado de unión y Hurtado parecía invocarlo al presentar el ejemplo del general mexi­cano que estaba obligado a defender una plaza colombiana en caso de ser atacada. Rocafuerte se sintió aludido, él era el general, y los fondos deposita­dos en la casa Barclay, las tropas a emplear para impedir la derrota de Co­lombia. No sólo el tratado a que hace­mos referencia, sino hasta el derecho internacional, se prestaba a justificar su actitud.  Pero como le constaba que muchos políticos de México objetarían este préstamo, se dispuso a proceder con absoluta prudencia en la cuestión. Le constaba a Rocafuerte que Barclay y Cía. debía coincidir con él en que la solidez del crédito de México estaba íntimamente ligada al de Colombia y que si uno se debilitaba, la deprecia­ción repercutiría de inmediato en el otro. Su opinión se extendía a una esfe­ra más alta: ‘...cualquier gobierno de América, por muy atrasado que se halle en sus finanzas, ofrece mucha más se­guridad que una casa comercial de Lon­dres, que por más fuerte que sea puede quebrar repentinamente...’.

 

“Conforme a ello, no dudó en respondarle e Huerta que entendía tanto la gravedad como la urgencia del asunto y que, como representante de México, creía que su país estaría dispuesto a ayudar con gusto a la república her­mana. Por ello, aunque carecía de ins­trucciones precisas, acordaría el prés­tamo solicitado, previo entendimiento con el ministro de Colombia sobre las condiciones generales, las garantías y la forma de pago, para evitar en lo posible cualquier malentendimiento en el futuro...

 

“El 6 de abril de 1826, Rocafuerte y Hurtado rubricaban el contrato de préstamo, en cuyo enunciado se daba cla­ra explicación de las circunstancias que lo originaban. .Conforme a lo con­venido, la casa Barclay, el 1 de mayo, debía transferir los fondos al ministro de Colombia. Ambas partes tomaban como antecedente para la operación el tratado mexicano-colombiano de 1823 de Unión, Liga y Confederación Perpetua. No se cobrarían intereses y el préstamo debía cancelarse en el pla­zo de dieciocho meses. Hurtado, en re­presentación de Colombia, autorizaba a Rocafuerte, o a cualquier representante de México, a recibir en parte o en todo los fondos pertenecientes a Colombia, hasta cubrir el monto del préstamo, que pudieran rescatarse de la ruina de la casa Goldschmidt. El pacto fue legalizado con los sellos de México y Co­lombia, y validado con la impronta del corregidor de la ciudad de Londres”.

 

(Jaime E. Rodríguez, “Rocafuerte y el empréstito a Colombia”. Historia Mexicana,  XVIII:  4 (1969), pági­nas 499-503).

 

Discrepancias sobre los intereses hispanoamericanos.

 

“Bolívar pensaba en una Liga de Naciones Hispanoamericanas independientes, sometidas a una ley común, que fijase sus relaciones externas y les ofreciese el poder conservador de un congreso general y permanente. Espa­ña haría la paz con sus antiguas pro­vincias por respeto a Inglaterra. La San­ta Alianza prestaría su reconocimiento a los nuevos Estados. El orden interno se conservaría intacto entre ellos y den­tro de cada uno, y todos los bienes, en fin, incluyendo la reforma social, se al­canzaría bajo los santos auspicios de la libertad y de la paz. ‘Pero la Ingla­terra debería tomar necesariamente en sus manos el fiel de la balanza’. El proyecto bolivariano para el Congreso no incluía al Brasil, porque la asamblea había de ser de ‘...las repúblicas americanas, antes colonias españolas’; ni a los Estados Unidos, porque ‘...la Inglate­rra debía de ver con mal ojo tal invitación’. De la que se hizo a Inglaterra lamentó Bolívar la indiscreción de pu­blicarla prematuramente, pues la nega­tiva de esa Potencia rebajaría el con­cepto de la Confederación... Santan­der, de pleno acuerdo con Bolívar en el papel que éste le señalaba a Inglate­rra, se lanzó, discrepando de él y teme­roso de España y las Potencias euro­peas, a invitar al Brasil y a los Estados Unidos, para que la asamblea se verifi­cara ‘con la concurrencia de todos o la mayor parte de los gobiernos america­nos, así los beligerantes como los neu­trales, igualmente interesados en resistir aquel supuesto derecho de intervención de que ya han sido víctimas algu­nas potencias del mediodía de Europa’. Y México, a moción sin duda de Colom­bia, invitó también (por medio de Obre­gón) a los Estados Unidos. Santander tomó asimismo por su cuenta formu­lar el programa del Congreso, que com­prendía estos puntos: liga defensiva contra España y otras potencias que in­tentaran dominar a América; conven­ción consular; medios para hacer efectivas las declaraciones de Monroe con­tra colonización e intervención euro­peas; derecho de gentes controvertibles”.

 

(José Bravo Ugarte, Historia de Mé­xico, tomo III, página 19, México, 1959).

 

Los reconocimientos del Vaticano y España.

 

El reconocimiento del Vaticano y el de España, que tanto anhelaban los mexicanos, fueron los últimos en lograrse. Para un pue­blo tan católico, cuya Constitución reconocía a la católica como religión única en el país, el reconocimiento del Vaticano significaba una gran preocupación. El gobierno republi­cano veía con desagrado que el arzobispado y varios obispados estuvieran vacantes, por muerte o exilio voluntario, y que el número de sacerdotes disminuyera año tras año, dejando sin auxilio espiritual a miles de cre­yentes.

 

En abril de 1824, el Congreso mexicano decidió que había que "manifestar a Su San­tidad, que la religión católica, apostólica, ro­mana era la "única del estado mexicano". Para tal misión se nombró en mayo al canó­nigo poblano Francisco Pablo Vázquez. No obstante, el gobierno dio órdenes terminantes a Vázquez de no trasladarse a Roma a menos que fuera recibido de forma oficial. La pre­sión de España logró impedirlo, y Vázquez se vio obligado a residir en Francia y Bélgi­ca, en espera de que la Santa Sede cambiara de opinión.

 

El papa León XII decidió mantenerse al lado de la Santa Alianza. La situación  se hizo aún más difícil con la publicación el 24 de septiembre de 1824 de la encíclica Etsi jamdiu. En ella se deploraba la situación de la Iglesia en países rebelados y contaminados de "ideas heréticas". Antes de que las noti­cias de la encíclica llegaran a México, el pre­sidente Guadalupe Victoria decidió, al asu­mir la presidencia -en octubre de 1824-, enviar una carta al papa. En tono respetuoso, Vic­toria le anunciaba como la paz reinaba en México y como la Constitución consagraba a la católica como religión única en el país,. su reciente elección y los deseos de los mexica­nos de que el país entrara en relaciones con el Vaticano. Michelena recibió en Londres la carta de Victoria para remitiría a su destino y, como ya conocía la encíclica, decidió ad­juntar una carta dirigida al cardenal Secre­tario de Estado. En esta carta, Michelena mencionaba que México como país católico reconocía la autoridad espiritual del papa, pero la encíclica significaba la opinión per­sonal del Sumo Pontífice en un asunto "tem­poral". Advertía, además, que creía que el derecho del pueblo mexicano a la indepen­dencia no podía ser puesto en duda por nadie.

 

No obstante la influencia española en la Santa Sede, la carta de Michelena cumplió su misión, y era natural; después de todo, se trataba de un país católico que aceptaba la autoridad espiritual del papado. La contes­tación al presidente Victoria, en 1825, causó un júbilo inmenso en el país. Evitaba toda referencia a República y a presidente; se re­fería a Victoria como ínclito duci, lo felicita­ba por la paz y la concordia que había en el país y expresaba satisfacción por el deseo de la nación mexicana de continuar siendo católica.

 

Sin embargo, el canónigo Vázquez iba a seguir esperando año tras año la noticia de su recibimiento oficial, que nunca llegó a sus manos.

 

Desesperado, en 1829 decidió desobedecer las terminantes órdenes de no presentarse como religioso particular. Rocafuerte, que por entonces era el ministro en Gran Breta­ña, pidió que se le sustituyera de inmediato, pero los problemas internos y el cambio de gobierno impidieron que se tomara en cuenta la recomendación. Es más, el presidente Anastasio Bustamante decidió aprovechar la elección de un nuevo papa, Pío VII, y solicitó el nombramiento de los obispos vacan­tes, adjuntando una lista de candidatos. Pío VII accedió a ello, y el mismo Vázquez fue nombrado obispo. Así pues, aunque el canónigo no había logrado el tan ansiado re­conocimiento, sí había contribuido a solucio­nar el gran problema religioso que enfrentaba al país.

 

Respecto a España, México había intentado todos los medios posibles, desde la in­terrupción de pláticas con Osés e Irisarri, los comisionados de las Cortes españolas, la mediación de otros países, el contacto con personajes políticos aislados y el viaje de un agente mexicano a España para tantear el terreno político. Pero todo fue inútil durante los primeros diez años de independencia. Fracasadas las expediciones españolas de 1829 y 1830, Lucas Alamán, ministro del presidente Bustamante, recibió una carta de Juan B. Iñigo en la que se le aseguraba que en Madrid ya había un clima favorable al reconocimiento de la independencia. Y en efecto, había cambiado hasta la actitud mis­ma de Fernando VII, que tanto se había obstinado en no aceptar las independencias ame­ricanas.

 

El día 10 de enero de 1832 el conde de Puñonrostro visitó al ministro mexicano en la Gran Bretaña, Manuel Eduardo de Goros­tiza. Le aseguró que para obtener el reconocimiento sólo había para el rey una forma aceptable, "porque se ligaba a otra para él de mucho peso, cual era la de asegurar el trono de España a su hija y que aquella com­binación era que México se constituyera en monarquía, se diese una Constitución representativa y llamase al trono al infante don Carlos y sus descendientes". Por supuesto, Gorostiza rechazó con firmeza dicha propo­sición.

 

Fernando VII murió el 29 de septiembre de 1833, y el 12 de junio de 1834 el ministro Francisco Martínez de la Rosa comunicó al encargado de Negocios de los Estados Uni­dos en España que por parte de Su Majestad no existía obstáculo alguno para negociar. El ministro mexicano en la Corte francesa, Lorenzo de Zavala, recibió una comunica­ción semejante de manos del embajador español en París. El encargado de Negocios en Londres, Miguel Santa María, recibió el en­cargo de pasar a Madrid para iniciar los arreglos necesarios.

 

A pesar del enorme cambio político que se había efectuado, todavía tuvo Santa María que sortear muchos problemas. Desde luego surgió el de la "soberanía" española y las re­clamaciones de súbditos españoles dañados por pronunciamientos y movimientos políti­cos mexicanos. Las conversaciones se alar­garon, pero Santa María convenció hábilmente al ministro español, José María Calatrava, de que México había reconocido "voluntaria y espontáneamente... toda deuda contraída sobre su erario por el gobierno español", y que no se habían confiscado bienes a súbditos españoles. Sorteado este problema, firmaron con toda solemnidad el tratado de paz y amistad el 28 de diciembre de 1836 Miguel de Santa María, en nombre de la Re­pública mexicana, y José María Calatrava, en el de España.

 

Mientras este tratado se discutía en Ma­drid, el Vaticano, sorpresivamente, reconoció la independencia de México el 29 de no­viembre de 1836. México lograba por fin la paz con dos de los países que más le intere­saban.

 

En 1839 el primen embajador español, el marqués Calderón de la Barca, fue recibido con gran entusiasmo en la República mexicana.

 

El recibimiento de los primeros embajadores españoles.

 

“Por fin llegamos a las alturas desde donde se contempla el inmenso valle, alabado en todas las partes del mundo, cercado de montañas eternas, con sus volcanes coronados de nieve y los gran­des lagos y las fértiles llanuras que ro­dean la ciudad favorita de Moctezuma, orgullo y vanagloria de su conquistador, y antaño la más brillante de las joyas, entre muchas, de la Corona Española. Pero el cielo se había encapotado, y, además, no es éste el camino más agradable para llegar a México. La ciu­dad distante dejaba ya vislumbrar las agujas de sus muchos campanarios...

 

“Pero mis pensamientos, que a través de tres siglos divagaban por el pasado, hubieron de volver bien pronto al pre­sente, con la llegada de un oficial que, vestido de gran gala y al frente de su tropa, venía a dar, en nombre del Gobierno, la bienvenida al portador del ramo de oliva de la antigua España. El oficial  había permanecido a caballo desde el día antes, esperando nuestra llegada. Como había comenzado a llo­ver, el oficial, coronel Miguel Andrade, aceptó nuestra invitación de guarecerse en el interior de la diligencia. A nues­tros lados galopaba ahora una tropa numerosa; y no habíamos avanzado mucho, cuando vimos que, a pesar de la lluvia y que ya había comenzado a oscurecer, llegaba una gran cantidad de carruajes y de jinetes, que formaban una multitud enorme que acudía e recibirnos. A poco, se detuvo la diligencia y se nos invitó a entrar en un espléndido carruaje, tapizado en oro y rojo, con el escudo de la República, el águila y el nopal, bordados en oro en el cielo del coche, el cual estaba tirado por cuatro hermosos caballos blancos. En medio de esta inmensa procesión de tropas, coches y jinetes, hicimos nuestra entra­da en la ciudad de Moctezuma.

 

“El campo, por esta parte de México, es árido y llano, y en el sitio donde antes las aguas de las Lagunas, llenas de alegres canoas, rodeaban la ciudad y formaban canales a través de sus calles, sólo vemos ahora desoladas tierras pantanosas, a las que apenas les dan vida bandadas de patos silvestres y otras aves acuáticas. Pero el aspecto desolado de la Naturaleza desaparecía ante la alegre y brillante procesión: los uniformes de escarlata y oro; los sara­pes de vivos colores; los trajes de los caballeros (en su mayoría españoles, según creo), con sus hermosos caballos, sus altas sillas mexicanas, con las anqueras hechas, por lo general, de piel negra, bordadas de oro, las chaquetas de magnificas pieles, pantalones con botonadura de plata, sus botas de cue­ro repujado, estribos de plata y sus gra­ciosas mangas con puntas de terciope­lo, negras o de color.

 

“En las puertas de México se detuvieron les tropas, y al entrar el carruaje se lanzaron tres vivas entusiastas. La noche se estaba echando encima y la lluvia caía a torrentes, y sin embargo más coches, llenos de señoras y de caballeros, venían a agregarse a los de­más. Nos encontramos que, provisoirement, habían tomado una casa en las afueras de Buenavista, gracias a la galantería de los españoles, y en par­ticular de un rico comerciante que nos acompañaba en el coche, don Manuel Martínez del Campo; tuvimos, por lo tanto, que atravesar todo México antes de llegar a nuestro destino, siempre acompañados de la multitud, con lo que, y a causa también de lo mal empe­drado de las calles, caminamos muy despacio. A través de la lluvia y de la oscuridad, la débil y fugaz luz de los faroles nos dejaba entrever grandes edificios, iglesias y conventos. Llegamos, por fin, en medio de una lluvia torrencial; y Calderón, al descender del carruaje, dio las gracias por el recibi­miento de que habíamos sido objeto, y puso en la mano del sargento algunas onzas para los soldados. Entramos luego en la casa, acompañados del oficial mexicano y de gran numero de es­pañoles”.

 

(Madame Calderón de la Barca, La vida en México. vol. II, págs. 52-54, México, 1959).

 

Bibliografía.

 

Alamán, L. istoria de México, tomo V, México, 1969.

 

Bosch García, C. Problemas diplomáticos del México independiente, México, 1947.

 

Bravo Ugarte, J. Historia de México, tomo III: Relaciones internacionales, territo­rios, sociedad y cultura, México, 1 959.

 

Delgado, J. México y España en el siglo XIX. Madrid, 1950.

 

Zorrilla, L. G. Historia de las relaciones entre México y los Estados Unidos de América. 1800 - 1958, México, 1985.

 

83.            La república federal.

Por: Josefina Zoraida Vázquez.

 

Dificultades para el funcionamiento del nuevo país.

 

La nación que se había hecho indepen­diente en 1821, la vieja Nueva España, con sus cuatro y pico millones de kilómetros cuadrados y, según cálculos de la época, 6.122.354 habitantes, algo así como habitan­te y medio por kilómetro cuadrado, tenía un territorio accidentado; grandes sistemas mon­tañosos la cruzaban por todas partes y hacían difícil la comunicación entre sus escasos habitantes y, por si esto fuera poco, el desier­to en el norte y la selva en el sur también contribuían al aislamiento. Los grupos huma­nos eran muy variados: había regiones de población criolla frente a grupos indígenas indómitos, que no se dejaban someter; en otros lugares el mestizaje era muy importante, tanto entre españoles e indios como entre españoles y negros, o negros e indios y todos entre sí, hasta alcanzar una gama tal, que era difícil saber qué clase de antepasados tenía cada uno. Había costumbres, creencias y len­guas variadas, el país era un verdadero mosaico humano. No es, pues, de extrañar que México fuera una "nación" sólo en la mente de unos cuantos mexicanos, que se empeña­ban en que aquella región, que contaba con la tradición de haber formado parte de un mismo virreinato y de estar unificado por la acción religiosa que mal que bien había llegado a todos los rincones. El sueño de aquellos arrogantes criollos que creían que la riqueza infinita de sus tierras, combinada con un comercio libre y un gobierno progresista, convertiría a su país en uno de los mas ricos del mundo, los hizo muy nacionalistas y dis­puestos a convertir aquel caleidoscopio huma­no en una nación.

 

Lo que no veían aquellos hombres aluci­nados con un futuro que creían asegurado era que, además  de la heterogeneidad huma­na, el contraste social y el económico eran fuerzas que dificultarían la fundación de un estado, porque los intereses de los diversos grupos no podían ser los mismos. Y para colmo la falta de capital, las grandes deudas públicas heredadas de la corona española, la desorganización y abandono de minas, cam­pos e industrias y las dificultades de estable­cer un nuevo sistema fiscal hicieron insoste­nible la situación económica del país. Era muy difícil que aquellos hombres se dieran cuenta cabal de tan compleja situación por­que los hechos se habían acumulado poco a poco y procedían de muy diversas causas.

 

El primer golpe contra la economía novo­hispana fue el real decreto de 1804 que orde­naba la enajenación de capitales de capella­nías y obras pías. La medida produjo grandes protestas en Nueva España porque el capital era utilizado para préstamos a través del juzgado de Capellanías, y era en realidad el único Banco de la colonia. Suspendido el decreto tres años después, dejó de salir di­nero por este concepto, pero a partir de 1808 empezó la fuga por préstamos forzosos y voluntarios para independizar a la penín­sula de las garras de Napoleón. En 1810, con el principio de las guerras de independen­cia, la lucha afectó a la economía, al tiempo que empezó a acumularse una deuda pública. Para 1814, en que se normalizó la vida en la península con la victoria sobre los ejércitos napoleónicos, comenzó la  salida de capitales españoles, que se había de incrementar en 1821 con motivo de la proclamación de la independencia. Por otra parte, los ingresos hacendarios disminuyeron gracias a diversos decretos de las cortes de Cádiz, que abo­lían algunas cargas fiscales, como el tributo personal que pagaban los indios. Y por si esto fuera poco, el gobierno independiente se vio obligado a rebajar impuestos para demostrar de manera palpable las ventajas del rompimiento con España.

 

Esta recapitulación pretende probar las pésimas condiciones económicas con que México empezaba su vida, ya que ello compli­caría la sólida fundamentación del estado mexicano. La solución del problema político no pudo desligarse de la necesidad de prés­tamos para defender la integridad territorial del nuevo estado, y por tanto no es de extrañar que las instituciones que se fundaron fueran siempre de gran fragilidad. La falta de presupuesto para pagar los sueldos de los empleados y del ejército se traduciría en constantes amenazas de pronunciamiento y revuelta. Como decía una expresión popular de aquellos tiempos, "cuando los sueldos se pagan, las revoluciones se apagan".

 

Pero no fue ni con mucho el económico social el único obstáculo para el buen funcio­namiento del estado fundado en 1821. La Constitución de 1812 había iniciado una transformación drástica de instituciones con la federalización del imperio español. Nue­va España se dividió en cinco provincias que habían de elegir sus propias diputaciones provinciales. Estas elecciones iban a desper­tar el interés político en muchos grupos de la sociedad. El mito de que los novohis­panos carecían de experiencia política re­sulta falso. Antes de 1823 no hubo oportunidad de elecciones democráticas, pero existían cargos colectivos y las reformas administra­tivas de los Borbones permitieron que grupos con fuerza económica influyeran en muchas decisiones y adquirieran cierta experiencia política. Pero al mismo tiempo, el eficiente núcleo administrativo colonial fue desplazado y mucha gente nueva entró en el gobierno. Era natural que su trabajo fuera improvisado y disminuyera la eficiencia. Todos estos factores hacían muy difícil el funcionamiento del gobierno mexicano.

 

Nace una república.

 

El 1 de enero de 1823 Antonio López de Santa Anna se pronunció en Veracruz por la república. Iturbide despachó de inmediato tropas imperiales al mando del general Echa­varri para aprehender al revoltoso. Pero el comandante, a su vez, se pronunció con el Plan de Casamata, que no apoyaba el levan­tamiento de Santa Anna a favor de la república, sino que pedía solamente  elecciones para reunir un nuevo congreso. Iturbide se dio cuenta de que la situación estaba perdida, y el 4 de marzo de 1823 convocó al Congreso que él mismo había disuelto meses antes, y ante él presentó su abdicación.

 

Cuando el Congreso empezó a reunirse se produjeron muestras de malestar. Algunos diputados salían de la cárcel y desconfiaban de los iturbidistas; otros veían con desagrado no haber cumplido la tarea para la cual habían sido elegidos, es decir, redactar la Consti­tución.

 

Para el 29 de marzo se habían reunido ya unos 103 diputados, y el Congreso se con­sideró constituido. Los diputados no prestaron atención durante varios días sino a organizar el gobierno provisional. Por su reciente experiencia con Iturbide, temían más que nada a la tiranía; y por tanto decidieron dejar el Ejecutivo, el Supremo Poder Ejecutivo, en manos de tres personas: los generales Pedro Celestino Negrete, Guadalupe Victoria y Nicolás Bravo.

 

No fue sino hasta el 7 de abril cuando se discutió la abdicación del emperador. El Congreso, herido por haber sido disuelto y algunos de sus diputados encarcelados, no pudo resistir la tentación de vengarse del emperador y declaró nula su abdi­cación, por haber sido producto de la fuerza y, por lo tanto, ilegítima. No obstante ello, se votó una pensión para que Iturbide viviera con decoro en el extranjero.

 

Mientras esto sucedía en la capital, en el interior la abdicación de Iturbide puso a la nación al borde de la fragmentación en pequeños países. Las juntas provinciales y sus jefes políticos organizaban las provincias y dejaban de obedecer al Supremo Poder Ejecutivo. Guadalajara y Zacatecas llegaron al extremo de desobedecer al propio Congreso. Michoacán, Guanajuato y San Luis Potosí se reunieron en Celaya para decidir cuál sería su actitud. Casi todos parecían desearla elec­ción de un nuevo congreso constituyente.

 

El Congreso, sin darse cuenta de la verdadera situación, trataba de tranquilizar los ánimos mediante la ampliación de las facul­tades de las diputaciones provinciales, es decir, concediéndoles las facultades que ya estaban ejerciendo. Pero lo que sí resultó obvio fue la necesidad de convocar elecciones para un nuevo congreso constituyente. El 9 de junio, pues, se convocaban las elecciones. La fragmentación del país parecía inevitable por el deseo de autonomía de las provin­cias. El 16 de junio, el general Luis Quintanar, jefe político de Guadalajara, declaró que, ante la inexistencia de un gobierno nacional, la nación volvía a su "estado natural". El 1 de julio, Centroamérica votaba su separa­ción de México. Chiapas hizo lo mismo y se proclamó independiente hasta septiembre de 1824, en que decidiría unirse nuevamente a México. Y la fuerza separatista no pareció detenerse hasta que el estado de Yucatán abrió la puerta a una solución al afirmar que permanecería unido a México si se adoptaba el federalismo. Desde este momento el federa­lismo se convirtió en clamor nacional.

 

La labor del Supremo Poder Ejecutivo fue muy difícil. No sólo nadie respetaba su autoridad, sino que los problemas diplomá­ticos, hacendarios y de defensa exigían la fundamentación de un verdadero nuevo es­tado. Por si resultaba poco, algunos estados querían separarse y erigirse en países autónomos, muchos grupos empezaban a pedir la expulsión de los españoles, y otros conspira­ban para traer de nuevo al emperador al gobierno.

 

El iturbidismo era fuerte en Guadalajara, en Texas y en México. El gobernador de Guadalajara, Luis Quintanar, organizó un movimiento en favor del emperador, que apoyaba “la Religión Católica Apostólica Romana; la Independencia, que el Altísimo nos concedió por el Héroe de Iguala; la restaura­ción de éste al suelo donde vio la luz y con el lugar que la Nación quiera darle; la deposición de todo el mando en lo civil y en lo militar, a todo europeo, y el premio de los buenos y el castigo de los malos”. El iturbi­dismo era tan fuerte, que se tuvo que acallar en Guadalajara por la fuerza, con un ejército al mando de Nicolás Bravo, y para desanimar­lo se promulgó un decreto en contra de Itur­bide el 7 de mayo de 1824. Este decreto declaraba "traidor y fuera de la ley a don Agus­tín de Iturbide siempre que se presente en nuestro territorio bajo cualquier título".

 

La falta de comunicaciones como las que hoy existen le jugó una mala pasada a Agustín de Iturbide, que vivía en Londres ajeno a los acontecimientos mexicanos. Animado por las cartas de sus partidarios y dispuesto a servir a su país en caso de que la Santa Alianza intentara reconquistar México, Iturbide se embarcó rumbo a México. No pudo desembarcar en Texas y lo hizo en Soto la Marina, Tamaulipas, el 15 de Julio de 1824. Fue reconocido por su maestría al montar a caballo y conducido a Padilla, para ser juz­gado por el Soberano Congreso del Estado Libre y Soberano de Tamaulipas. Allí fue condenado a muerte y fusilado en la plaza de Padilla, el 19 de julio de 1824. La muerte fue deplorada en todo él país y, sin embargo, no fue inútil: con su muerte, Iturbide rindió un nuevo servicio a su patria, pues la noticia convenció al ministro Canning de la firmeza de las instituciones republicanas y lo decidió a reconocer la independencia mexicana.

 

Pero volvamos atrás para proseguir el estudio de la elección del federalismo como sistema gubernamental en México. Para fi­nes de 1823 se reunió el nuevo Congreso. Casi no quedaba duda de que los federalistas dominaban la escena. Miguel Ramos Arizpe, ex diputado a Cortes, era el dirigente más importante del grupo federalista, que empezó a publicar el periódico El Aguila Mexicana para hacer propaganda de las ideas federa­listas.

 

También hubo un grupo de centralistas convencidos, entre los que se encontraban los historiadores Lucas Alamán y Carlos Ma­ría de Bustamante. Los centralistas argüían que era necesario evitar un cambio drástico y sostenían que la república centralista era la transición natural y necesaria. entre la colonia y una vida autónoma. También publicaban un periódico, llamado El Sol. El ardien­te independentista fray Servando Teresa de Mier fue también federalista, pero se negó a aceptar que se hablara de estados sobera­nos, temiendo la práctica de un federalismo extremista que debilitara el Estado Federal. La experiencia de 1821 a 1854 le había de dar la razón.

 

La palabra "soberano", que apareció en el Acta Constitutiva, no apareció en la Cons­titución de 1824, pero el concepto de sobera­nía en las provincias era tan fuerte, que ha­bía de funcionar hasta dentro de un sistema centralista. Alamán defendía una república como la francesa o la colombiana y, sin embargo, llegó a reconocer que la situación que se había heredado del establecimiento de los gobiernos provinciales con la Constitución de 1812 hacía muy difícil un gobierno que no fuera federal.

 

Sin duda el sistema español nunca fue tan centralizado como hoy se afirma y los centralistas sostenían. Las condiciones geográficas, tanto de la península como de las colonias, y la lejanía misma de algunas provincias había hecho funcionar, en la práctica, un federalismo informal. En rigor, lo que en 1812 hicieron las cortes de Cádiz fue legali­zar una realidad que ya existía. Consideraron que conceder un mínimo de autonomía era indispensable y por su funcionamiento esta­blecieron las Diputaciones Provinciales. En 1823, la mayoría estaba, con razón o sin ella, por el federalismo, y su adopción en aquel momento salvó la integridad territorial.

 

El 31 de enero de 1824, el Congreso apro­bó el Acta Constitutiva de la Federación, que era el conjunto de leyes por medio de las cua­les se regiría provisionalmente el país. El ar­tículo sexto establecía con claridad que las partes integrantes de la República serían "Estados independientes, libres, soberanos en lo que exclusivamente toque a su adminis­tración y gobierno interior.

 

El federalismo era más ardiente en los diputados de las provincias alejadas del cen­tro, que desconfiaban grandemente del Esta­do de México. En cierta medida sentían celos del predominio que la provincia central había tenido en el pasado, y no es de extrañar que aprovecharan la ocasión para debilitarla. La oportunidad se presentó con la necesidad de erigir el Distrito Federal. Todos llegaron a la conclusión de que la capital tenía que ser la Ciudad de México, por ser la única con toda clase de facilidades, edificios y comunicaciones. El Estado de México trató de defender su propiedad, pero fue vencido. Con ello no sólo tuvo que trasladar su capital, primero a Texcoco, luego a San Agustín de las Cuevas (hoy Tlalpan) y finalmente a Toluca; además perdió la mayor fuente de sus ingresos fisca­les, procedentes de la Ciudad de México.

 

Aquellos meses de 1824 estuvieron llenos de un espíritu político ardiente. Folletos y periódicos se leían con avidez. Como los hom­bres influyentes se daban cuenta de que el pueblo no tenía ninguna formación política, se publicaron las constituciones conocidas: las francesas, las norteamericanas, la colom­biana, y muchos proyectos elaborados por entonces, además de traducir documentos políticos importantes, como El Federalista. No hay ninguna duda de que los congresistas llevaron a cabo la tarea con toda conciencia. Los que habían servido como diputados a Cortes en España tenían la gran experiencia que significaba haber defendido los derechos americanos ante una mayoría de representantes peninsulares. Por ello fue tan importante el papel de Ramos Arizpe; no sólo había sido un vocero de la opinión americana en España, sino que desde hacía más de una década pensaba en la Constitución que el país necesita­ba  A él le preocupaba que la ley suprema estuviera de acuerdo con las peculiaridades de ese país, dándose cuenta de lo peligroso que era copiar algo que tal vez era bueno para el país donde se había adoptado, pero no para México.

 

El modelo principal, porque se consideraba el más cercano a la realidad nacional, fue la Constitución de 1812. En ella se habían solucionado algunos problemas específica­mente hispanoamericanos, como el de la tributación de los indios, la discriminación de ciudadanos nacidos en América, etc. Sin em­bargo, en cuanto a la forma en que estarían representados estados y ciudadanos se optó por seguir el modelo norteamericano.  Y era natural que así fuera, ya que la fórmula norteamericana había solucionado el problema de  darle igual representación a estados gran­des y chicos en asuntos de mucha importancia, concediéndoles el derecho a todos los estados de tener dos representantes ante el Senado; al mismo tiempo, para que en asun­tos que afectaban a todos privara la opinión de la mayoría, habría un diputado por cada 80.000 habitantes.

 

Con la Constitución, que se terminó el 4 de octubre de 1824, se inauguró la República Federal, con sus 19 estados y 4 territorios. Se subrayó la autonomía de los estados, lo que probaría ser funesto para el país, ya que, en cada una de las crisis a que había de hacer frente el gobierno nacional entre 1823 y 1854, el gobierno de los estados iba a reaccionar de manera muy egoísta. La supremacía del poder legislativo también resultó ser problemática, ya que, combinada con un Ejecutivo débil, dificultaría el funcionamiento del estado nacional. Para tener alguna fuerza, el Ejecutivo necesitaba hacer uso de las facultades extraordinarias, y así presidentes como Gua­dalupe Victoria, que se limitaron a cumplir con el papel que les otorgaba la Constitución, parecen débiles, aunque no sea éste el caso.

 

El 4 de octubre de 1824, a las doce del día, los noventa y nueve diputados del So­berano Congreso Constituyente firmaron la Constitución. Aquellos mexicanos se sentían embargados por una honda emoción; estaban seguros de que aquella Constitución era la fórmula mágica que conduciría a la nación a su felicidad. A las dos de la tarde se dispara­ron salvas de artillería desde Peralvillo, Santa Ana, Belén, Loreto, Chapultepec y la Ciudadela para anunciar el gran suceso. En las ca­lles empezó a congregarse la gente y los balcones se llenaron de curiosos. Un repique general de campanas acompañó al Soberano Congreso en su solemne traslado desde su recinto en la antigua iglesia de San Pedro y San Pablo hasta el Palacio Nacional.

 

Encabezaban la procesión los batidores a caballo y la guardia de honor y a continua­ción iban siete carruajes. El primero trans­portaba al potosino Tomás Vargas, diputado al que había correspondido el honor de llevar el manuscrito de la Constitución. En el salón principal de palacio esperaba el Supremo Po­der Ejecutivo, Guadalupe Victoria, Nicolás y Miguel Domínguez y un grupo de letrados y eclesiásticos. Los comisionados del Congreso fueron recibidos con aplausos, y el diputado Vargas se adelantó para poner en manos de Guadalupe Victoria, presidente de la nueva federación, el texto de la Constitución, al tiempo que se afirmaba que este documento afianzaba “de un modo estable y duradero la Independencia y la libertad de nuestra Patria”, y sin poder contener su emoción exclamó:

 

"¡Huya muy lejos de aquí despavorido el despotismo, a la vista de esta Ley en que están consignados los derechos del hombre y que va a ser temor de los tiranos!"

 

Se inicia la Era Santanista.

 

“La historia de México a partir del período en que ahora entramos pudie­ra llamarse con propiedad la historia de las revoluciones de Santa Anna. Ya promoviéndolas por sí mismo, ya tomando parte en ellas excitado por otros; ora trabajando por el engrandecimiento aje­no, ora para el propio; proclamando hoy unos principios y favoreciendo ma­ñana los opuestos; elevando a un par­tido para oprimirlo y anonadarlo des­pués y levantar al contrario, teniéndolos siempre como en balanza: su nombre hace el primer papel en todos los su­cesos políticos del país, y la suerte de éste ha venido a enlazarse con la suya, a través de todas las alternativas que unas veces lo han llevado al poder más absoluto, para hacerlo pasar en seguida a las prisiones y al destierro.

 

“Pero en medio de esta perpetua in­quietud en que ha mantenido incesantemente a la república; con toda esta inconsecuencia consigo mismo, por la cual no ha dudado sostener, cuando ha convenido a sus miras, ideas entera­mente contrarias a sus opiniones privadas; entre los inmensos males que ha causado para subir al mando supremo, sirviéndose de éste como medio de ha­cer fortuna: se le ve también cuando los españoles intentaron restablecer su an­tiguo dominio desembarcando en Tam­pico en 1829, presentarse a rechazar­los sin esperar órdenes del gobierno y obligarlos a rendir las armas; correr en 1835 a las colonias sublevadas de Texas y llevar las banderas mexicanas hasta la frontera de los Estados Unidos para asegurar la posesión de aquella parte del territorio nacional, como lo habría logrado si la desgracia, que en la guerra es casi siempre efecto de la imprevisión y del descuido, no lo hu­biese hecho caer en manos del enemi­go ya vencido, y al que no quedaba más que el último ángulo del terreno que pretendía usurpar.

 

“Si los franceses se apoderan del castillo de San Juan de Ulúa e invaden la ciudad de Veracruz en 1838, Santa Anna les hace frente, perdiendo una pierna en la refriega, y por último, en la guerra más injusta de que la historia puede presentar ejemplo, movida por la ambición, no de un monarca absoluto, sino de una república que pretende estar al frente de la civilización del siglo XIX, cuando el ejército de los Estados Uni­dos penetra en las provincias del Norte, Santa Anna combate con honor en la Angostura; traslada con increíble cele­ridad el ejército que había peleado en el estado de Coahuila a defender las gar­gantas de la cordillera en el de Veracruz y, derrotado allí, todavía levanta otro ejército con que defender la capital, con un plan tan acertadamente combina­do como torpemente ejecutado, y mereciendo el elogio que el senado romano dio en circunstancias semejantes al primer plebeyo que obtuvo las fasces consulares, de ‘no haber desesperado nunca de la salvación de la república’, los invasores lo consideran, así co­mo al desgraciado general Paredes, como los únicos obstáculos para una paz que hizo perder más de la mitad del te­rritorio nacional, y todos sus esfuerzos se enderezan a apoderarse de su persona.

 

“Conjunto de buenas y malas cali­dades; talento natural muy claro, sin cultivo moral ni literario; espíritu em­prendedor, sin designio fijo ni objeto determinado; energía y disposición para gobernar oscurecidas por graves defec­tos; acertado en los planes generales de una revolución o una campaña, e infelicísimo en la dirección de una batalla, de las que no ha ganado una sola;  habiendo formado aventajados discípulos y tenido numerosos compañeros para llenar de calamidades a su patria, y pocos o ningunos cuando ha sido menester presentarse ante el ca­ñón francés en Veracruz, o a los rifles americanos en el recinto de México Santa Anna es, sin duda, uno de los más notables caracteres que presentan las revoluciones americanas, y éste es el hombre que dio el primer golpe al trono de Iturbide”.

 

(Lucas Alamán, Historia de México, vol. V, pág. 639, México, 1942).

 

La primera presidencia.

 

Antes de ser firmada la Constitución se habían realizado las primeras elecciones, resultando elegidos Guadalupe Victoria y Ni­colás Bravo como presidente y vicepresi­dente, respectivamente. El 10 de octubre se presentaron los dos en la vieja iglesia de San Pedro y San Pablo, entonces recinto del Congreso, donde ya había jurado Agustín I, y se llevó a cabo una austera ceremonia, como correspondía al republicanismo que se inau­guraba.

 

"La Independencia se afianzará con mi sangre, y la libertad se perderá con mi vida", aseguró Victoria, que por entonces tenía sólo treinta y ocho años, y en cuyos hombros quedaba la tarea de poner en práctica el gobierno constitucional. El gobierno de Victoria resultó relativamente estable gracias a la supresión del iturbidismo con el fusilamiento del emperador y al alivio económico que trajeron los dos préstamos ingleses. Gracias a este dinero, Victoria no tuvo que recurrir a los impopu­lares préstamos forzosos. Sólo a fines de su gobierno se comenzaría a empeñar el produc­to de las aduanas, después de la quiebra de la casa londinense donde México depositaba su dinero, y en la que el país perdió los dos millones de pesos que restaban de los présta­mos ingleses.

 

A pesar del optimismo y la confianza que reinaba, la situación continuaba siendo difícil La larga lucha entre los mexicanos por más de una década no sólo había desquiciado toda la sociedad, sino que también había heredado un grupo de ambiciosos generales que no querían resignarse a una vida oscura después de "haber logrado la independencia".

 

Victoria trató de conciliar las fuerzas an­tagónicas e invitó a formar parte de su ga­binete a representantes de diversos grupos. También en las relaciones internacionales intentó hacer lo mismo y procuró equilibrar la influencia norteamericana y la de su mi­nistro Poinsett inclinándose hacia la Gran Bretaña y su ministro Ward.

 

Los grupos políticos todavía no tenían una verdadera existencia, todos buscaban respuestas a los problemas mexicanos, todos pertenecían más o menos al mismo grupo y constituían la elite que decidía los destinos del país. En busca de puestos, influencia o poder, los individuos pasaban de un grupo a otro y casi todos sirvieron, sin sentir escrú­pulos, a gobiernos de tendencias diversas. Las verdaderas diferencias ideológicas se desarrollarían más tarde, pues por aquel entonces sólo se daban pequeños matices. Todos esta­ban más o menos de acuerdo en que deberían ser los ciudadanos responsables los que par­ticiparan en la política, en que se tenía que educar al pueblo para que en un futuro no muy lejano entraran a hacer uso de sus derechos ciudadanos sólo aquéllos que supieran leer y escribir.

 

Al ocupar Victoria la presidencia, el único grupo político organizado que existía era el de los masones escoceses. El presidente creyó que era necesario fundar una nueva logia para que hiciera contrapeso a la influencia de los escoceses. Y en efecto, en 1825, con la intervención del ministro Poinsett, Lorenzo de Zavala, Miguel Ramos Arizpe y Vicente Guerrero, se fundó la Logia de York. Como era una logia nueva, muchos escoceses sin chamba se pasaron a ella en busca de una oportunidad de apoyo para conseguirla. El éxito de la Logia de York se debió al acierto de convertir el antihispanismo popular en una causa defendida por los yorquinos.

 

El establecimiento de dos facciones polí­ticas resultó funesto para el funcionamiento del gobierno. Como casi todos los legisladores y funcionarios pertenecían a uno u otro bando, se perdía tiempo en largas discusio­nes. Las leyes no se aprobaban, y las órdenes no se daban si chocaban con los princi­pios de quien tenía que aprobar o firmar.

 

En general, el gobierno de los estados fue más eficiente. Algunos gobernadores inteligentes y emprendedores lograron hacer que sus estados funcionaran bien, se estableciera la normalidad de la economía y hasta que se organizaran para la defensa del estado unas milicias modelos. Tal fue el caso de Francisco García, el gobernador de Zacatecas. Claro está que los estados no cargaban con el peso de una deuda pública como la del gobierno nacional, aunque también tuvieron sus apu­ros económicos y, al igual que el gobierno de la Federación, también a ratos vieron en la riqueza de la Iglesia el remedio a sus necesi­dades financieras. Muchos estados decretaron medidas que tendían a limitar el poder de la Iglesia y a utilizar sus bienes para gastos de gobierno. Esta actitud estatal iba a divi­dir a los mexicanos, aunque prácticamente todos se reconocían católicos, e incluso con­sideraban que la católica debería continuar siendo la única religión tolerada en México. Muchos pensaban que la penuria de Méxi­co se debía a que los bienes de la Iglesia no se explotaban adecuadamente, y ante este pro­blema tuvieron su origen los dos grupos po­líticos que más tarde se llamarían liberales y conservadores; por entonces, unos eran defensores de la "libertad y el progreso", y otros, del "orden público y la religión".

 

Por de pronto fue la situación de los españoles lo que provocaría una honda divi­sión. El antihispanismo teñía tradición en México, era una muestra del resentimiento criollo por la preferencia que se le daba al peninsular recién llegado para ocupar las altas jerarquías del gobierno y la Iglesia. Con la independencia, el odio a todo lo español se avivó, y muchos creyeron que los odiados "gachupines" desaparecerían de los puestos importantes. Debido a como se logró la in­dependencia, esto no sucedió, y muchos españoles continuaron ocupando altos cargos y ostentando elevados rangos en el ejército.

 

En tal atmósfera tuvo lugar la increíble conspiración del padre Joaquín Arenas, en enero de 1827. En estados como Jalisco, Ve­racruz y México había gran descontento por las actitudes antiespañolas y se fue formando un grupo dispuesto a resistir. No está aún muy claro cómo quedó el padre Arenas al frente de la conspiración; lo cierto es que su ingenuidad lo llevó a la osadía de invitar a participar en la misma al comandante de ar­mas de la Ciudad de México. Según le expli­có Arenas, se trataba de volver a la dependencia de España, formando una regencia provisional con los obispos y los cabildos eclesiásticos existentes. El comandante debe de alzarse y aprehender al presidente y al ge­neral Guerrero. Este, por supuesto, denunció al padre. Muchos de los complicados fueron aprehendidos y fusilados. Entre los detenidos estaban los conocidos generales Echavarri y Negrete, que habían desempeñado altos car­gos en los gobiernos independientes, acu­sados de proporcionar armas a los conspira­dores.

 

La absurda conspiración sirvió para exa­cerbar los sentimientos antiespañoles. Una de sus expresiones populares fueron los ataques a las propiedades de los españoles. El Congreso se sintió en la obligación de hacer algo, y hacia fines de 1827 se decretó la pri­mera expulsión de españoles. Este primer de­creto era aplicable a los soldados que habían depuesto las armas de acuerdo con los arre­glos de O'Donojú, además de los llegados al país después de esta fecha, los miembros del clero regular y aquellos que se consideraban peligrosos. El decreto provocó grandes protestas. Muchos españoles afectados estaban casados con mexicanas y tenían hijos mexica­nos. Las escenas dramáticas se multiplicaban y el malestar iba en aumento.

 

Fue éste el momento que escogió el ge­neral Nicolás Bravo, vicepresidente y jefe de la Logia Escocesa para pronunciarse contra el gobierno. Uno de sus partidarios, el coro­nel Manuel Montaño publicó un plan que pedía la abolición de las logias, así como la disolución del gabinete y la expulsión del minis­tro Poinsett.

 

Victoria envió tropas contra el general Bravo al mando de Vicente Guerrero, quien logró vencerlo. Bravo fue juzgado y condena­do al exilio. El fracaso del movimiento de Bravo significó el fin de la Logia Escocesa y, al quedarse solos y sin enemigo los yorquinos, también el principio de división de estos últimos.

 

Constitución de los Estados Unidos Mexicanos, sancionada por el Congreso General Constituyente el 4 de octubre de 1824.

 

La nación mexicana es para siem­pre libre e independiente del gobierno español y de cualquiera otra potencia.

 

Su territorio comprende el que fue el virreinato llamado antes Nueva España, el que se decía capitanía general de Yucatán, el de las comandancias lla­madas antes de provincias internas de Oriente y Occidente, y el de la Baja y Alta California, con los terrenos anexos e islas adyacentes en ambos mares. Por una ley constitucional se hará una demarcación de los límites de la fede­ración.

 

La religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana. La nación la pro­tege por leyes sabias y justas, y prohibe el ejercicio de cualquier otra. La nación mexicana adopta para su gobier­no la forma de república representativa popular federal.

 

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Las partes de esta federación son los Estados y Territorios siguientes: el Estado de las Chiapas, el de Chihua­hua, el de Coahuila y Tejas, el de Du­rango, el de Guanajuato, el de México, el de Michoacán, el de Nuevo León, el de Oaxaca, el de Puebla de los An­geles, el de Querétaro, el de San Luis Potosí, el de Sonora y Sinaloa, el de Tabasco, el de las Tamaulipas, el de Veracruz, el de Jalisco, el de Yucatán y el de Zacatecas; el Territorio de la Alta California, el de la Baja California, el de Colima y el de Santa Fe de Nuevo Mé­xico. Una ley constitucional fijará el carác­ter de Tlaxcala.

 

Se divide el supremo poder de la federación para su ejercicio en legislati­vo, ejecutivo y judicial.

 

Fracasa el sistema republicano.

 

Las segundas elecciones presidenciales, a falta de oposición, tuvieron dos candidatos yorquinos. Uno era el general Vicente Gue­rrero, popular entre la "baja democracia" como llamó Lorenzo de Zavala al sector popu­lar. El general Manuel Gómez Pedraza era favorito de los yorquinos elitistas y de los es­coceses que no tenían candidato.

 

Reunido el Congreso y contados los votos, el 1 de septiembre de 1828 fue declarado presidente Manuel Gómez Pedraza. El des­contento de los guerreristas fue enorme y el típico pronunciamiento de protestas no se hizo esperar; así, el 16 de septiembre se le­vantó en armas a favor de Guerrero el indis­pensable Santa Anna. Su levantamiento no tuvo mucho éxito, pues después de merodear por varios estados, quedó sitiado por las tro­pas del gobierno. Sin embargo, su llamado había sido oído en muchas partes del país. El general Juan Alvarez se levantó en Acapulco y Lorenzo de Zavala y el general José Ma­ría Lobato movilizaban artesanos y plebe en la Ciudad de México y tomaban el edificio de la Acordada. Una vez iniciado el desorden, una masa excitada e ingobernable saquearía el Parián y cometería toda clase de excesos. El general Guerrero, creyendo que era ne­cesario continuar la lucha, se levantaba en amas.

 

La situación era muy delicada y el presi­dente Victoria no sabía qué caminó seguir. El general Manuel Gómez Pedraza, convenci­do de que había perdido todo apoyo, después de una larga meditación, resolvió el 3 de di­ciembre renunciar al poder y salir del país. Y en efecto, marchó a Guadalajara y de ahí a Tampico, donde se embarcó para Inglaterra.

 

La solución del problema quedaba, pues, en manos del tercer Congreso y su decisión era importante, porque estaba en juego el mantener o romper con el orden constitucio­nal. Y el Congreso no estuvo a la altura de la crisis. Constituido en su nueva sala de sesiones en paladio, después de escuchar al presi­dente, el 9 de enero de 1829, declaró que los votos favorables a Gómez Pedraza no expre­saban la voluntad popular y que, por tanto, eran nulos. Declaró vencedores a los genera­les Vicente Guerrero y Anastasio Bustamante para la presidencia y la vicepresidencia, res­pectivamente.

 

Y este mismo día se expidió un segundo decreto de expulsión de españoles, más drás­tico que el anterior y por el cual tuvieron que salir centenares de hombres con familia me­xicana, muchos de ellos sin recursos para llevarla consigo. Como siempre, los ricos en­contraron forma de conseguir la excepción del cumplimiento del decreto. En abril se iniciaba la segunda presidencia, pero su origen no se olvidaba pronto, pues sería recordado en dichos populares como: "¡Viva Guerrero y Lobato y viva lo que arrebato!". Y "No se borra con lechada, el borrón de la Acordada".

 

El saqueo del Parián.

 

“Mientras en la Acordada se discutían entre el presidente don Guadalupe Vic­toria y don Lorenzo Zavala, acompa­ñados de varios jefes de una y otra parte, los puntos de la capitulación, más de cinco mil individuos de la hez del pueblo, unidos a la tropa, se entregaban a los excesos más reprensibles. Don Lorenzo Zavala y don José María Lobato habían ofrecido al pueblo bajo, al fin de atraerle a sus filas, el saqueo del Parián; donde tenían sus ricas tiendas de comercio la mayoría de los es­pañoles.

 

“El  Parián era un edificio sólido, cuadrilongo, como de doscientas va­ras de largo por sesenta de ancho; se componía de dos cuerpos: en el infe­rior no había otra cosa que tiendas de ropa y en el superior almacenes, pertenecientes a esas mismas tiendas, pues cada una de éstas se comunicaba con su correspondiente almacén por una escalera interior que partía del centro de la tienda al piso alto. La par­te exterior de este vasto edifico, así por sus dos frentes como por sus costados, era una serie no interrumpida de tien­das de ropa en que se encontraban las telas más exquisitas y valiosas. Uno de los frentes formaba calle con el edi­ficio llamado la Diputación; el otro mi­raba al costado de la catedral que da al Empedradillo; uno de los costados formaba calle con el Portal de Mercade­res, pues tenía la misma extensión que éste, y el otro costado miraba al pa­lacio.

 

“En medio de cada uno de sus frentes, así como en el de sus costados, tenía el Parián una ancha y elevada puerta que daba entrada al interior, en que se encontraban diversas calles, perfectamente empedradas, con tiendas de uno y otro lado, con sus correspondientes almacenes en el piso superior, en la forma que dejo ya referida. En el Parián no vivía ninguna familia: era un punto destinado exclusivamente al comercio de ropa, cuyas puertas cerraban a la oración de la noche los empleados del ayuntamiento, a quien pertenecía el edificio, no quedándose en él ningún comerciante, pues todos cerraban sus tiendas al oscurecer, y quedando vigilado por los guardas necesarios para su seguridad. El Parián era entonces uno de los puntos en que se reunía más ri­quezas, pues, aunque el comercio había decaído mucho por causa de los tras­tornos políticos, aún contaba con capi­talistas de importancia. Rara era la tienda del Parián que, además de las considerablas sumas que tenía en ricas telas y paños, no contaba con decen­te número de miles de duros en me­tálico, entalegados, colocados, no en cajas de fierro, sino debajo el mostra­dor, pues la buena fe, la confianza y el respeto habían sido hasta entonces las cualidades que habían resaltado entre los comerciantes españoles radicados en aquel país. lo mismo que entre los mexicanos.

 

“EI historiador don Lucas Alamán dice que ‘los revolucionarios se apoderaron del palacio y se siguió el saqueo de los almacenes del mismo palacio del Parián y portales inmediatos, repi­tiéndose todos los excesos que en la in­surreción se veían cuando entraban los insurgentes en una población’. El escri­tor don Juan Suárez Navarro, pintando él mismo triste suceso, dice: ‘Más de cinco mil léperos y parte de la tropa, se habían entregado al robo en el edificio del Parián, que era el emporio del co­mercio. Los mejores capitales estaban allí depositados, y la fortuna de milla­res de familias iba a desaparecer por un saqueo de la multitud desenfrenada. Los jefes de la ciudadela mandaron al lugar del desorden alguna tropa para contenerlo: nada hicieron, porque ma­yor era el número de los interesados en consumar el crimen. Almacenes y tien­das fueron abiertas sin excepción de una: todo género de mercancías desa­pareció instantáneamente, y el populacho, arrastrado por sus instintos de fe­rocidad, se disputó no sólo los intereses y las mercancías, sino los actos más inhumanos y salvajes’”.

 

(Niceto de Zamacois, Historia de México desde sus tiempos más remotos

hasta nuestros días, XI, págs. 694 a 699, Barcelona y México, 1879).

 

Bibliografía.

 

Alamán, L. Historia de México, vol. V, México, 1969.

 

Chávez Orozco, L. Historia de México, 1808 - 1836. México, 1947.

 

Torre, E. de la. y otros, Historia documental de México, vol. II, México, 1964.

 

Valadés, J. Orígenes de la República mexicana, México, 1972.

 

Zavala, L de, Los albores de la República, México, 1949.

 

84.            Crisis de la primera república federal.

Por: Josefina Zoraida Vázquez.

 

El segundo presidente (1 abril - 18 diciembre da 1829).

 

La segunda expulsión de los españoles fue publicada el 20 de marzo y la tragedia que significaba para muchas familias mexi­canas ensombreció la toma del poder del segundo presidente, Vicente Guerrero, que juró el cargo el día 1 de abril.

 

Desde que había sido declarado presi­dente, Guerrero se había visto asediado por las esposas e hijos de los españoles que tendrían que abandonar el país, los cuales in­cluso decidieron apelar por escrito. “Hecho el escrito -relata Niceto de Zamacois- se presentaron aquellas desoladas esposas en unión de sus hijos a don Vicente Guerrero y le en­tregaron el papel, poniéndose de rodillas y pidiéndole entre sollozos y lágrimas... que él con su influjo, hiciera suspender el funesto golpe... Profundamente conmovido el corazón de don Vicente Guerrero con el tierno y pa­tético cuadro que tenía a la vista, les ofreció hacer todo lo que estaba de su parte para evitar la desgracia que temían, y pasó el es­crito al Congreso con una recomendación de ayuda”. Todo fue inútil; esta vez sólo se exceptuaba a aquellos que tuvieran alguna imposibilidad de salud, todos los demás debían salir en el plazo de sesenta días. Esto dio lugar a muchos abusos; los barcos de cualquier nacionalidad aprovechaban la oca­sión para cobrar precios desmesurados, y otros muchos fueron víctimas de robos en los navíos. La salida a tan corto plazo ocasionó que los que teñían algo lo malvendieran; otros, los que todo lo habían perdido en el Parián o no tenían recursos, tuvieron que dejar a sus familias en México y marcharon a Nueva Orleáns o a La Habana con la esperanza de volver.

 

Parecía que las circunstancias iniciales eran muy adversas para el nuevo gobierno. En efecto, desde el 10 de enero se tenían noticias, gracias a los informes del cónsul de Nueva Orleáns, que España preparaba una invasión de reconquista. Vicente Rocafuerte, ministro mexicano en Londres, confirmó más tarde la noticia, y lo que era peor, aseguraba que no había esperanzas de apoyo inglés, "porque el gobierno mexicano está enteramente desacreditado en Europa... Los generales Guerrero, Bravo y Victoria han gozado de su grande y justamente mereci­da reputación..., pero desgraciadamente han perdido ya su prestigio". Y después del fracaso de la reunión de Tacubaya, se temía que las repúblicas sudamericanas tampoco apoyarían a México.

 

Sin embargo, el problema más agudo era el financiero. Durante el último año de la presidencia de Victoria la grave situación hacendaria había hecho crisis a causa de la quiebra de la casa británica donde México guardaba sus fondos y por los desórdenes políticos. La revolución de la Acordada, el saqueo del Parián y las noticias de la expedición de reconquista paralizaron el comercio; no había, por tanto, importaciones que causaran impuestos de entrada, casi el único ingreso seguro del gobierno nacional. Además, existía ya una deuda de millón y medio en concepto de sueldos atrasados de empleados y cuerpos del ejército; los ingresos de las deudas del Golfo estaban empeñados por adelantado, y, por si fuera poco, había que organizar la defensa para rechazar una posible invasión.

 

Esta era la ardua situación a la que tuvo que enfrentarse Lorenzo de Zavala al aceptar el nombramiento de ministro de Hacienda. Sin duda era una buena elección. A pesar del hecho de haber participado en la revolución de la Acordada, era pensador inteligente y diligente administrador, que además gustaba de los negocios y del dinero casi a la manera de los norteamericanos de su tiempo. Como era gobernador electo del estado de México, tuvo que pedir permiso a la Legislatura es­tatal y, una vez concedido, puso sus mejores luces en el desempeño de su enorme responsabilidad.

 

No cabe duda que era duro encontrarse ante una tarea difícil en el ambiente de ex­tremismos e irracionalidad que habían de­jado los acontecimientos recientes. Zavala, después de analizar las condiciones de la Hacienda pública, procedió a limitar las importaciones para proteger la naciente indus­tria; estableció nuevas contribuciones sobre las rentas y sobre los bienes raíces, el algodón en rama y los carruajes, y abolió el monopolio del tabaco, poniendo sólo un impues­to a su venta. Eran, sin duda, medidas impopulares, pero en verdad se hacía difícil hallar la manera de incrementar los ingresos federales sin afectar los intereses de la gente adinerada.

 

En su revisión de las cuentas de la Ha­cienda se percató que sólo Zacatecas, Yu­catán, Veracruz y Durango pagaban el "con­tingente", es decir, la contribución que había fijado el Congreso a los estados para sostenimiento del Estado federal. En consecuen­cia decidió solicitar una cooperación propor­cional de los estados para superar aquella situación de emergencia, ya que se había de organizar la defensa. Como sucedería en cada una de las crisis nacionales, casi ningún estado respondió al llamado.

 

En parte, la prensa desempeñó un papel importante en esa falta de colaboración, pues la oposición, más que ampararse en la libertad, se valía del libertinaje. Atacó sin ninguna medida a Zavala, a Guerrero y a sus otros ministros y se permitió dudar de la invasión, afirmando que sólo era un pretex­to del que se valía el Ejecutivo para que el Congreso le concediese facultades extraor­dinarias. En medio de un ambiente político tan poco favorable y sin un centavo, el go­bierno de Guerrero dictó las medidas que consideró pertinentes. El gobernador de Veracruz, Antonio López de Santa Anna, siempre dispuesto a aprovechar la oportunidad para lucirse, puso sobre las armas a las milicias de su estado.

 

Y en efecto, el 6 de julio de 1829 par­tieron de Cuba rumbo a México tres mil españoles al mando del brigadier Isidro Ba­rradas. No contó la expedición con muy buena suerte, y fue obligada por las tempes­tades a acogerse en Nueva Orleáns, quedan­do reducida a 2,600 hombres. Finalmente el 24 desembarcaron en Tampico y envia­ron proclamas a las tropas mexicanas.

 

El vómito negro y las fiebres  amarillas estaban en su apogeo en aquel cálido mes de julio y fueron los únicos en recibir con entusiasmo a los invasores. Tampico estaba casi vacío, y los pocos habitantes que quedaban miraron con indiferencia  a los invasores. Los generales Mier y Terán y Santa Anna fueron los únicos en enfrentarse al enemigo. Las tropas del gobierno quedaron acantonadas en Jalapa al mando del general Anastasio Bustamante, donde más tarde se pronunciarían contra el gobierno de Guerrero. El asedio de las tropas mexicanas, las enfermedades y, sobre todo, la desilusión de no ser recibidos por los mexicanos con los brazos abiertos obligaron a Barradas a firmar la capitulación. Con este lamentable episodio terminó para siempre la pesadilla de las amenazas de España. A pesar de que no se habían dado batallas brillantes y de que el país había respondido con tibieza, era obvio, tanto para los mexicanos como para los extranjeros, que la voluntad nacional estaba del lado de la independencia.

 

La invasión parecía haber servido sola­mente para que el general Santa Anna ga­nara popularidad. Desde luego, no favoreció a Guerrero, con quien la prensa fue inclemente; se llegó a decir en medio de la lucha que "antes de destruir a los españoles, era necesario destruir a las autoridades que estaban al frente de la nación". Los abusos eran extremados y Guerrero tuvo que librar una orden para castigar a autores, editores e impresores cuando, a juicio de las autorida­des estatales, abusaran de la libertad de ex­presión. Aquéllas desafiaron a la autoridad federal y ni siquiera publicaron su orden.

 

La situación empeoró día a día. El erario estaba exhausto, el gobierno federal carecía de autoridad y la agitación política crecía. Cualquier decisión del presidente, investido de facultades extraordinarias de­bido a la guerra, era calificada de opresiva o de inútil. A pesar de su falta de preparación y de su actitud tímida, Guerrero trató en general de ser ecuánime. Tal vez las úni­cas decisiones desacertadas que tomó fueron la intervención de las rentas de  los españoles expulsados (medida dictada no sólo por partidismo, sino también por la apremiante necesidad de dinero) y la expedición a Haití. Con esta aventura se pretendió que el coronel José Ignacio Basadre formara en Haití una expedición de negros que desembarca­rían en la isla de Cuba con el objetivo de proclamar su independencia. Pero Basadre no pudo cumplir su cometido.

 

La oposición fue tomando cuerpo. Algunos personajes, como Lucas Alamán, que se llamaban a sí mismos “gentes de bien”, arreciaron en su campaña contra el régimen. Invitaban a todos los cuerpos representa­tivos del país a protestar, a pedir nuevas elecciones o la restauración de los gobiernos anteriores. Y así el descontento fue tomando forma, la opinión pública pedía a gritos la expulsión del ministro norteamericano Poinsett, a quien se culpaba de muchos de los males endémicos de la República. Para octubre, las legislaturas de Puebla y Michoacán pedían no sólo la salida de Poinsett, sino también la separación de Zavala del mi­nisterio de Hacienda. Y el gobierno tuvo que acceder a las dos peticiones, pero la ban­carrota hacendaría y el faccionalismo hun­dirían de todas maneras al régimen.

 

Proclama de Barradas.

 

“Después de ocho años de ausencia volvéis por fin a ver a vuestros compañeros, a cuyo lado peleasteis con tanto valor para sostener los legítimos derechos de vuestro augusto y antiguo soberano el Sr. D. Fernando VII, S. M. en ese reino, y se acuerda que le fuisteis fieles y constantes. La traición os vendió a vosotros y a vuestros compañeros.

 

“El rey nuestro señor manda que se olvide todo cuanto ha pasado, y que no se persiga a nadie. Vuestros compa­ñeros de armas vienen animados de tan nobles deseos y resueltos a no dis­parar un tiro, siempre que no les obli­gue la necesidad.

 

“Cuando servíais al rey nuestro señor, estabais bien uniformados, bien pagados y mejor alimentados: ese que lla­man vuestro gobierno, os tiene desnu­dos, sin rancho ni paga. Antes servíais bajo el imperio del orden para sostener vuestros hogares, la tranquilidad y la religión: ahora sois el juguete de unos cuantos jefes de partido, que mueven las pasiones y amotinan a los pueblos para ensalzar a un general, derribar un pre­sidente y sostener los asquerosos templos de los francmasones y yorkinos y escoceses.

 

“Las cajas de vuestro llamado gobierno están vacías y saqueadas por cuatro ambiciosos, enriquecidos con los em­préstitos que han hecho con los extranjeros para comprar buques podridos y otros efectos inútiles. Servir bajo el imperio de esa anarquía, es servir contra vuestro país y contra la religión santa de Jesucristo. Estáis sos­teniendo, sin saberlo, las herejías y la impiedad, para derribar poco a poco la religión católica.

 

“­Oficiales, sargentos, cabos y soldados: abandonad el campo da la usurpación: venid a las filas y a las banderas del ejército real, al lado de vuestros antiguos compañeros de armas, que desean, como buenos compañeros, daros un abrazo. Seréis bien recibidos, ad­mitidos en las filas: a los oficiales, sar­gentos y cabos se les conservarán los empleos que actualmente tengan, y a los soldados se les abonará todo el tiempo que tengan de servicio, y ade­más se gratificará con media onza de oro al que se presente con fusil. Cuartel general, etc. El comandante general de la división de vanguardia. Isidro Barradas”.

 

(Niceto de Zamacois, Historia de Méxi­co desde sus tiempos más remotos hasta nuestros días, págs. 727-728, Barcelona y México, 1879).

 

Los costos del orden. Bustamante, presidente.

 

El 6 de noviembre estalló en Campeche un movimiento que pedía la república cen­tralista. De inmediato fue secundado en Yu­catán. El ejército de reserva, que con moti­vo de la invasión de Barradas se hallaba acantonado en Jalapa al mando del vicepre­sidente Bustamante, decidió participar en el derrocamiento del régimen. Guerrero, a pe­sar de su antigua popularidad, ya no tenía sostenedores. Santa Anna trató de buscar apoyo para el presidente, pero no encontró respuesta. Por tanto, al pronunciarse Busta­mante por la Constitución y las leyes el 4 de diciembre, era prácticamente seguro su éxito. Guerrero se puso al mando de las fuerzas del gobierno, pero fue traicionado apenas trasponía las puertas de la ciudad por las autoridades de la misma. Dándose cuenta de que todo estaba perdido, Guerre­ro se retiró a su hacienda en las montañas del sur, donde declaró que no era ni presi­dente ni general, sólo ciudadano y agricul­tor. Como vicepresidente electo, Bustaman­te se hizo cargo del Ejército el 1 de diciem­bre de 1830 y formó su gabinete con polí­ticos del grupo de la "gente de bien", como Alamán y el coronel Facio. Reunido el Con­greso, declaró justo el pronunciamiento, a pesar de que aún reconocía a Guerrero como el presidente legítimo, pero lo consideraba imposibilitado para gobernar.

 

El grupo en el poder estaba formado por escoceses, algunos yorkinos cansados de los excesos de su partido, el clero, el ejército y la "burguesía incipiente que quería justicia y orden". El grupo se impuso decla­rando nulas muchas elecciones estatales y terminando con gran crueldad con los focos guerreristas. Se hicieron aprehensiones en masa y se suprimió el periódico yorkino El Correo de la Federación Mexicana, y más tarde otros de la oposición, como el fundado por Andrés Quintana Roo, El Federalista Mexicano, la Voz de la Patria, de Carlos María de Bustamante, y El Tribuno del Pueblo Mexicano, manejado por el ardiente opositor yucateco Manuel Crescensio Rejón. El ex ministro en Inglaterra Vicente Rocafuerte fue perseguido por la impresión del panfleto Ensayo sobre la tolerancia religiosa, que fue considerado sedicioso. La tragedia era la lucha que el Registro Oficial definía, en octubre de 1830, como "la lucha de la civilización contra la barbarie, de la propiedad contra los ladrones, del orden contra la anarquía".

 

Y el régimen mexicano, que antes había hecho uso del exilio y la amnistía para ter­minar con la oposición, destacó un sinnú­mero de espías para vigilar a todo aquel que pareciera subversivo y empezó a con­denar a muerte a los opositores. El coronel Francisco Victoria, hermano de Guadalupe y adicto a Guerrero, y Juan Nepomuceno Rosains, héroe de la Independencia, que gozaba de gran popularidad en Puebla, fueron ejecutados en septiembre, lo que disgustó a muchos que se habían mantenido al mar­gen de la política.

 

Ante tales hechos, las noticias de que había asesinos pagados para quitarle la vida, enviadas a Vicente Guerrero por sus amigos, empezaron a parecerle verdaderas al general y, a pesar de estar cansado y en­fermo, decidió ponerse a la cabeza de la oposición junto al general Juan Alvarez. Cuando el gobierno de Bustamante se enteró de que los generales habían tomado las ar­mas, envió tropas federales al mando de Ni­colás Bravo y Gabriel Armijo para detener­los. La persecución fue lenta, y sólo el 2 de enero de 1831 Guerrero y Alvarez fueron vencidos en Chilpancingo. Alvarez se internó en las montañas y Guerrero partió rumbo a Acapulco, con objeto de embarcarse hacia el extranjero.

 

En Acapulco, Guerrero conoció al capitán italiano Francisco Picaluga, con quien entabló amistad. En los primeros días de febrero, engañado por Picaluga, Guerrero subió al bergantín Colombo, y una vez a bordo fue aprehendido. Picaluga había pactado con los enemigos de Guerrero y lo condujo al puerto de Huatulco, en Oaxaca, don­de lo entregó a las autoridades. El desgracia­do general fue llevado a Cuilapa y juzgado por un Consejo de Guerra, que lo condenó a muerte. Así el 13 de febrero de 1831 la República fusilaba también al otro héroe de Iguala; los dos jefes de la Independencia caían en lugares apartados, sin que los servicios prestados a la nación mitigaran los cargos contra ellos.

 

El incidente, si bien no provocó la reacción pública que ameritaba, sí causó una gran indignación. Los enemigos del régimen acusaron al gabinete de Bustamante, en especial a Alamán y a Facio, de haber com­prado a Picaluga con cincuenta mil pesos.

 

Terminada la resistencia del Sur, se restableció el orden en toda la República. Una especie de respiro trascendió de todos, y el gabinete, que incluía gente ordenada e inteligente, a pesar de su crueldad, se puso a la tarea de mejorar las condiciones económicas del país y a organizar la administración pública. La reorganización de la Hacienda permitió un cobro más eficiente de los impuestos y un aumento de los ingresos adua­nales; se restauró algo el crédito exterior, estableciéndose convenios para el pago de los intereses a los tenedores de bonos mexicanos en Londres. Todo ello devolvió el optimismo a muchas personas, si bien se daban cuenta del alto costo del orden y la tranquilidad.

 

Un arreglo más que pudo hacerse por entonces fue proveer los obispados vacan­tes. Bustamante, con la autorización de un decreto del Congreso del 17 de febrero de 1830, solicité de los cabildos eclesiásticos que propusiesen un número de individuos, de entre los cuales el gobierno escogería uno de acuerdo con el gobernador del estado donde estuviese la diócesis, para proponerlo a la Santa Sede a fin de que fuera nombrado obispo. El canónigo Vázquez, que a la sazón estaba en el Vaticano, presentó las candida­turas al Papa, y con su aprobación se resolvió uno de los problemas más importantes de la República.

 

Tal vez la preocupación más importante de la administración de Bustamante fue la de mejorar la situación económica general, y no sólo arreglar la Hacienda publica. Su ministro Alamán, que había sido promotor del capital extranjero para la minería, buscó el modo de reavivar la agricultura y puso su empeño en industrializar el país. Como viajero inteligente que era, se dio cuenta de los múltiples beneficios que daría a México el desarrollo industrial y no cejó en sus es­fuerzos para lograrlo. Entre 1830 y 1832 pudo hacerlo desde el poder, más tarde como particular empeñoso. Alamán vio con clari­dad que el gran problema de la industria era la falta de capital y trató de encontrar las recursos.

 

Su empeño no era nuevo, pues tanto Guerrero como su ministro Zavala se habían preocupado de formular medidas proteccionistas para la naciente industria, para lo cual se elevaron los impuestos sobre las impor­taciones y también se pensó en apoyar con fondos públicos a la industria mexicana, para que superase la difícil etapa en que se hallaba.

 

El propio Zavala había sugerido a los ar­tesanos que pidieran al gobierno "una parte de los impuestos para ayudarles en el establecimiento de sus manufacturas".

 

El 1 de enero de 1830 entró en vigor el decreto que prohibía la importación de tejidos extranjeros, lo que significaba una pér­dida de un millón de pesos para el gobierno federal.

 

Un empleado de la Secretaría de Hacien­da, llamado Ildefonso Maniau, que con todo cuidado había estudiado el caso de los tex­tiles, presentó un informe a Bustamante. En él señalaba que la decadencia de la manu­factura nacional era el resultado no sólo de la competencia de los artículos extranjeros, sino también de muchos acontecimientos que habían disminuido la circulación de capital dentro del país. Según el autor, la única ma­nera de hacer que las manufacturas mexica­nas llegaran a competir con las importadas era que el Estado ayudara con capital a los artesanos. Por tanto, aconsejaba la deroga­ción de la ley prohibitiva y, en su lugar, la adopción de un impuesto especial del 10 %. Los ingresos derivados del impuesto del 40 % sobre el valor podrían dedicarse de este modo al fomento de la industria.

 

Al mismo tiempo, Alamán exponía su idea de que el gobierno debía fomentar las fábricas de telas ordinarias de lana, algodón y lino, vendibles a un precio moderado, para no tener que depender del extranjero para este consumo básico. A principios de abril, el Congreso adoptó una medida que creó un fondo de fomento industrial. Después de votar los ingresos aduanales que se destina­rían a impulsar la industria algodonera, se puso en manos de Alamán una suma de 100.000 pesos, con la sola obligación de hacer un informe anual. Alamán se aprestó a comprar maquinaria y a contratar técnicos extranjeros e invitó a los gobernadores de los estados a impulsar el establecimiento de fábricas de tejidos por medio de acciones.

 

Poco a poco, las ideas de Maniau y Alamán convergieron, y para el verano de 1830 se presentaba ante el Congreso el proyecto de la creación de un banco de fomento. El establecimiento que se proponía era el Ban­co de Avío para Fomento de la Industria Nacional, al que se dotaba de un capital de un millón, tomado en parte de los impues­tos aduanales sobre los artículos de algodón. La prohibición de tales artículos se  suspen­dería hasta lograr reunir el capital con los impuestos de importación. La dirección del Banco se pondría en manos de una junta permanente de tres miembros, bajo la presidencia del ministro de Relaciones. El Banco concedería préstamos con interés a compañías o individuos y compraría y distribuiría maquinaria destinada a la industria, en especial a la textil. Los préstamos debe­rían estar garantizados, pero se dejó a la junta la facultad de juzgar qué clase de garantías serían aceptables.

 

Los líderes liberales acusaron al gobier­no de adquirir cada vez mayor poder. En realidad, el intento era pionero de la posición que adoptaría el gobierno mexicano en el si­glo XX: crear instituciones que le permitieran dirigir el desarrollo económico. Por en­tonces constituyó un esfuerzo deliberado para modificar la estructura de la economía mexicana y, aunque en acción fue limitado, dadas las condiciones generales del país, no dejó de tener importancia.

 

La administración de Bustamante se preocupó también grandemente por la situación de Texas. El general Manuel Mier y Terán había partido en 1829 a los territorios del norte y, después de un minucioso reconocimiento y estudio de las condiciones, envió informes alarmantes sobre la situa­ción que prevalecía en el territorio. Mier y Terán lo consideraba prácticamente perdido y aconsejaba tratar de aumentar el número de colonos mexicanos, el establecimiento de aduanas, puesto que empezaban a vencer los plazos de libre importación, y la construcción de presidios, con lo que se haría patente la autoridad federal. Alamán y Mier y Terán escribieron a los gobernadores pidiendo el envío de familias pobres que el gobierno ayu­daría a establecerse en Texas. La colaboración que se obtuvo fue escasa. El Congreso aprobó una nueva ley de colonización el 6 de abril de 183o, por la cual Texas pasaba a depender de la Federación en cuanto a asun­tos de colonización y se prohibía la entrada de más norteamericanos en la región. Todas las medidas eran tardías y serían incapaces de solucionar el problema surgido: El 1 de enero de 1832, al iniciar sus se­siones el Congreso y las Legislaturas estata­les, tanto Bustamante como los gobernadores informaran de la favorable situación económica de la República. Todos los estados tenían fondos de reserva y el ministerio de Hacienda disponía en Tampico y en Veracruz de cantidades de importancia a disposición de la Federación. Pero si bien el gobierno de Bustamante había sido acertado en su política económica, las medidas extre­mistas usadas para mantener el orden habían creado un profundo malestar. Además, al acercarse las nuevas elecciones, parte de "los hombres de bien" empezaban a abrigar sus propios deseas de poder y abandonaban al régimen.

 

Zavala juzga a Guerrero.

 

“El general Guerrero entró a la presidencia con el voto de la mayoría popular, de esa mayoría cuyo valor, fuerza y poder está en razón directa de su ci­vilización o capacidad mental, de su ri­queza y de su energía. Su inaugura­ción fue hecha en medio del aplauso ingenuo, voluntario y sincero de la ma­yoría numérica. Colocado en el puesto, no conoció ni sus peligros, ni sus re­cursos, ni sus deberes, ni sus derechos. Sus resoluciones jamás eran efecto de la convicción ni el fruto de razonamien­tos meditados: sus actos eran, por de­cirlo así, ocasionales; de consiguiente no podían llevar consigo el sello de aquella firmeza, de aquella constancia que nace de la conciencia y el senti­miento profundo que se tiene de la justicia, o de la utilidad y conveniencia de sus providencias. Esta aserción tiene algunas excepciones, que bastan para atribuir semejante conducta a otro dis­tinto principio que el de una alma inca­paz de grandes acciones o a un espíritu imbécil.

 

“En aquellas graves cuestiones en que habían fijado sus ideas y formado una opinión, era Guerrero firme, perse­verante y aun obstinado. La causa de la independencia, la de la federación, el odio al gobierno monárquico, un respeto inviolable a la representación na­cional. la expulsión de españoles del territorio de la República, la nivelación de las clases: ved aquí los principales e inmutables dogmas de su creencia política.

 

“Todos los que manifestaban tener una fuerte adhesión a este su pequeño código merecían su confianza, y esto explicará el motivo de sus antipatías activas y pasivas; esto es, el origen del odio que le tenían y él tenía a las per­sonas que opinaban de otro modo. De consiguiente, no medía las aptitudes ni tenía cuenta de las conveniencias sociales para la elección de sus ministros y demás empleados. Muy pequeño de­bía ser el círculo en que podía escoger las personas a quienes tenía necesidad de confiar el depósito de la Constitu­ción que idolatraba y de las leyes cuya observancia deseaba la buena fe”.

 

(Lorenzo de Zavala, Venganza de la Colonia, pág. 11, México, 1950).

 

Un retrato de Guerrero.

 

“Guerrero amaba la clase a que pertenecía, que era la de los indígenas, y al entrar en los primeros rangos de la sociedad no hizo lo que muchos de su clase, que hacen ostentación de desprendimiento y de menosprecio de la estirpe que les dio el ser. Esta inclina­ción tan noble como natural lo conducía regularmente al extremo de huir de la sociedad de las gentes civilizadas, en la que no podía encontrar los atractivos en que los demás hombres educados en dulces y agradables frivolidades pa­san el tiempo, ni en las sociedades en donde se tratasen cuestiones abstractas o materias políticas.

 

“Su amor propio se sentía humillado delante de las personas que podían advertir los defectos de su educación, los errores de su lenguaje y algunos moda­les rústicos. No obstante, dotado de una exquisita susceptibilidad, en los asuntos graves obraba con un impulso extraordinario y pasaba sobre sus defectos como sobre ascuas para mani­festar sus opiniones y sus sentimientos.

 

“Mas como éste era para él un estado violento, volvía a su natural aislamiento luego que podía. ‘¡Ah mi amigo! -me decía algunas veces en el campo cuando andábamos solos-, cuánto mejor es esta soledad, este silencio, esta inocencia que aquel tumulto de la capital y de los negocios!’. Cuantas veces podía, iba a almorzar o comer bajo un árbol en la hacienda de los Portales, a dos leguas de México. ¿Cómo un hom­bre semejante ambicionó la presidencia, rodeada de tantos peligros...?”.

 

(Lorenzo de Zavala, Obras, pág. 352, México, 1969).

 

La mecánica de la Revolución.

 

“-¿Pues de qué modo se hace la guerra entre vosotros?

 

“-Del siguiente -me contestó-. Aun­que entre nosotros hay diversos partidos, siempre los beligerantes se encie­rran en dos: el gobierno y los pronunciados; cada uno de éstos procura engrosar el suyo, fundiendo en él aquellos con quienes tiene más simpatías y procu­rando neutralizar los contrarios. Si las oportunidades son favorables al gobierno, ganó éste; pero si son favora­bles a los pronunciados, perdió inde­fectiblemente, aunque lo venga a sostener el, mismo Aquiles. Nuestra estrategia se pone en obra más bien en los preliminares que en la campaña abierta. Me explicaré.

 

“Se comienza  por desacreditarse mutuamente en los periódicos ministeriales y de oposición. Así que se logra que uno de ellos haya perdido el presti­gio, comienzan las intrigas; se seduce a la tropa prometiendo grados y empleos, se reparte el dinero que se puede entre los agentes subalternos y emisarios, para que los agiotistas abran sus arcas, aunque con el moderadísimo premio de un cinco o seis por ciento mensual. Luego que está la cosa frita y cocida, como suele decirse; que se sabe a punto fijo los jefes y cuerpos de tropa que se han de pasar, la hora en que se han de pronunciar los sargentos (alféreces o tenientes in fieri) y han de amarrar a su comandante si no quiere seguir su partido, entonces, arma, arma guerra, guerra a ellos, a ellos, valeroso Cortés. Se forma una escaramuza, en la que bailan una contradanza los que se pa­san de un partido a otro, y victoria por Federico.

 

“Al día siguiente, primero remesa de premios, que consiste en grados. Los sargentos aparecen de alféreces, los al­féreces de tenientes, éstos de capitanes, etc.; las barrigas que ayer no te­nían color, aparecen hoy rojas, las rojas verdes, y las verdes azules. A continua­ción se hace una iniciativa a la Cáma­ra para que apruebe los grados, reco­nozca la deuda contraída con los señores agiotistas y que además concede una cruz o un escudo para los que se han distinguido en la campaña. Todo se concede como lo pide, y queda for­mulada la segunda remesa de prendas.

 

“Agraciados de este modo los que prestaron un servicio positivo de armas, entran las solicitudes de los altipeque­ños, que componen la tercera remesa. Yo estaba en el ministerio y revelaba las órdenes y disposiciones más reservadas, por lo que el pobre gobierno no podía hacer letra; yo intercepté un correo muy interesante; yo remití al parti­do vencedor tantos fusiles, seduje tal numero de tropa; yo hice esto; yo hice aquello. A cada uno se va dando su pre­mio según sus obras. He aquí nuestra estrategia...”.

 

(Juan Bautista Morales, El Gallo Pita­górico. Estudio preliminar y selección de Mauricio Magdaleno, págs. 16-18, México, 1940).

 

Sube al poder Gómez Pedraza.

 

El 2 de enero, esto es, veinticuatro horas después de que el país fuera informado del estado brillante que mantenía la Hacienda, el coronel Pedro Landero, que tenía mando en el puerto de Veracruz, levantó la bandera de la rebelión e invitó al general Santa Arma a que se pusiera al frente de las tropas pronunciadas. Santa Anna se hallaba retirado en su hacienda de Manga de Clavo, pero de inmediato salió de su retiro y la noche del 4 de enero ya estaba en Veracruz. Rápidamente dirigió un comunicado al presidente, en el que exigía que sus ministros fueran removidos. Estos dimitieron, pero su renuncia no les fue aceptada.

 

Para activar los preparativos necesarios para sofocar la rebelión, el ministro Facio se dirigió a Jalapa con objeto de organizar una división que combatiera a los revoltosos. Se mandó además un grupo de personas para calmar a Santa Anna, pero no se consiguió nada. No obstante, el movimiento parecía confinado a los muros de la ciudad de Ve­racruz y no prosperaba; es más, cuando abandonó esta posición fue vencido. Sin embargo, la lentitud con que se movieron las tropas del gobierno dio tiempo a que algunos descontentos de otros estados recon­sideraran su posición y decidieran unirse. Así  el gobierno de Zacatecas y, más tarde, el de Jalisco patrocinaron un plan promul­gado en Lerma, que pedía la restauración del legítimo presidente, Manuel Gómez Pe­draza. Más tarde, cuando Santa Anna rea­nudó la ofensiva, fue invitado a unirse al plan, y el voluble general, olvidando que en anterior ocasión había desconocido la elección de Gómez Pedraza, se adhirió.

 

Los gobiernos de Zacatecas y Durango se pusieron en pie de guerra. En Texas tam­bién se levantó la bandera de la rebelión. El presidente Bustamante decidió ponerse per­sonalmente al frente de las tropas del gobier­no y marchar  al norte para luchar contra los disidentes. Bustamante encontró a sus enemi­gos en un lugar llamado El Gallinero, en el estado de Guanajuato, y el día 18 de septiembre se entabló una de las batallas más sangrientas de la historia de México, en la cual resultó vencedor el presidente. A pesar de su victoria, Bustamante empezó a ser abandonado por algunos de los jefes más importan­tes del ejército y decidió conferenciar con los rebeldes. Mientras tanto, el general Santa Anna había aprovechado que las acciones tenían lugar en el norte para acercarse a la capital.

 

El 5 de noviembre desembarcó Gómez Pedraza en Veracruz en virtud del llamamiento que se le había hecho. Durante el mes de noviembre la revolución cundió por todo el país, y a principios de diciembre Bustamante aceptó celebrar un armisticio, y el 23 del mis­mo mes los dos partidos firmaron los Con­venios de Zavaleta. En ellos se reconocía como legítimo presidente, hasta el 1 de abril de 1833, a Gómez Pedraza. Así pues, el día 26

Gómez Pedraza prestó el juramento consti­tucional en la ciudad de Puebla.

 

En los tres meses que quedaban de su mandato poco era lo que podía hacer Gómez Pedraza, aparte de abrir el paso a los dirigen­tes de la revolución para alcanzar el poder. Se publicó todavía un nuevo decreto de ex­pulsión de españoles que parecía ya extemporáneo y que nunca se puso en vigor. Desaparecido el candidato más popular, el general Manuel Mier y Terán, que se había suicidado en el norte en el mes de julio anterior, los votos de las legislaturas de los estados para el período constitucional que se iniciaría el 1 de abril favorecieron al general Antonio López de Santa Anna y a Valentín Gómez Farías. En el nuevo Congreso dominaban los progresistas; ello y la presencia de Gómez Farías aseguraban la pronta implantación de medi­das anticlericales.

 

La primera presidencia de Santa Anna.

 

Antonio López de Santa Anna constituye uno de los enigmas de la historia mexicana que todavía nadie puede resolver. Odiado por todos los partidos, cumplió una función im­portante en la historia del México de aquella época: cargar con la culpa de todos los errores cometidos hasta entonces por un país que estaba en proceso de fundamentar un estado, que no poseía capital y que era presa deseada de tres potencias comerciales que se disputaban su predominio.

 

Buen soldado, mal general, ambicioso político sin ideario definido, casi sin educación, alegre y expansivo, ardiente patriota siempre dispuesto a defender a su patria, Santa Anna gustaba del poder más por los honores que por la autoridad, y tenía la mala costumbre de abandonar la presidencia y retirarse a su ha­cienda de Manga de Clavo en cuanto termina­ban los festejos. Muchas veces irresponsable e inconsciente, su gran intuición le tornaba sagaz político en algunas ocasiones y el importante papel que desempeñó a partir de 1823, en que se pronunció por la República; hasta 1855, en que fue expulsado por la Revolución de Ayutla, se debió a su popularidad, a su "carisma", a esa facultad excepcional de mover al pueblo, de formar ejércitos sin dinero y de hacerlos luchar en las peores condiciones.

 

Valentín Gómez Farías parecía la antítesis de Santa Anna. Serio, educado,  federalista ardiente, anticlerical furioso, puritano, era hombre de una sola idea que se mantuvo en pie de lucha toda su vida por su ideal federa­lista. Hacían, sin duda, una pareja singular para gobernar un país revuelto, en bancarrota y dividido en facciones que quedan alcanzar el bien de la patria por diferentes caminos.

 

Se hallaba en el poder todo un grupo de apasionados reformistas que formaban lo que ellos mismos llamaron el Partido del Progreso. Entre ellos estaban grandes hombres, como Gómez Farías, Francisco García y José María Luis Mora. La primera tarea que se fijó el Congreso fue el proceso de los ex ministros de Bustamante. En seguida, a partir del 24 de abril, se sumergió febrilmente en el desarrollo de una doble reforma eclesiástica y militar. Todo ello tuvo lugar mientras ocupaba la presidencia Gómez Farías, habiendo abandonado Santa Arma la capital por su hacienda de Manga de Clavo.

 

Siempre que se hace historia de la reforma de 1833 parece como si ésta hubiera sido súbita, repentina y sin antecedentes. En realidad fue un paso más en un proceso que se había iniciado ya durante el gobierno de los Borbones, desde el siglo XVIII. Ya independiente el país, las constituciones estatales habían in­cluido muchas medidas anticlericales. La de Jalisco y la de Tamaulipas, por ejemplo, ha­bían decretado que el culto sería pagado por el gobierno; los estados de México y Durango ponían en manos del gobernador el ejercicio del Patronato; la constitución de Michoacán otorgaba a su legislatura la facultad de regla­mentar la observancia de los cánones y la dis­ciplina externa de la Iglesia; la de Yucatán declaraba la tolerancia de cultos; la del estado de México prohibía la adquisición de bienes por manos muertas y no aceptaba ninguna autoridad que residiera fuera del estado, con excepción de las federales, es decir, desconocía la autoridad del Papa y la del arzobispo. En el mismo año 1833, Lorenzo de Zavala había inaugurado el período reformista con­fiscando los bienes de las misiones de Fili­pinas que estuvieran dentro de los límites del estado de México.

 

Gómez Farías trató de evitar la oposición que causarían las reformas por medio de una ley que mandaba prender o desterrar de la República a cincuenta y una personas, sin explicar la causa. En su artículo segundo, la misma ley advertía que el gobierno podría expul­sar a todas las personas que se "hallasen en el mismo caso", sin explicar cuál. Por esto se la conoció como la ley del Caso, y por ella sa­lieron ilustres servidores públicos, como Bustamante, Michelena y Miguel Santa María.

 

El vicepresidente y el Congreso se disponían a poner en vías de realización sus propósitos reformistas cuando estalló la rebelión el 26 de mayo. El mismo Santa Anna salió a combatir a los rebeldes, siendo apresado para declararle Supremo Dictador. Santa Anna logró huir y, de vuelta en México, volvió a asumir la presidencia en junio.

 

Vencida la primera oposición, se inició la reforma. La religiosa afectaba a cuatro puntos: el Patronato, las órdenes religiosas, la instrucción y los bienes eclesiásticos. La reforma militar tendía a debilitar al ejército y a formar milicias cívicas.

 

El Congreso comenzó por ejercer el Pa­tronato Nacional y mandó proveer los curatos vacantes. El episcopado mexicano protestó y Gómez Farías contestó declarando que los obispos que no se sometieran al decreto serían expulsados. La oposición aumentó al in­cautar el gobierno el Fondo Piadoso de las Californias y el de Filipinas e iniciar la discusión de los planes de desamortización general, presentados por Lorenzo de Zavala y por el doctor Mora. Se suprimió la coacción civil para cumplimiento de sus votos de las órdenes religiosas y también la coacción civil para el cobro del diezmo.

 

El plan de la reforma de la instrucción estaba muy meditado y coincidía en muchos extremos con las ideas de Alamán a este respecto. Claro que el de 1833 trataba de arran­car la enseñanza de manos del clero, quien la había ejercido hasta entonces casi con ex­clusividad. Se cerraban el Colegio de Santa María de Todos los Santos y la Universidad, y se declaró la libre enseñanza. Se decidió que cada parroquia del Distrito Federal tendría una escuela, en donde se enseñarían, junto con las primeras letras, los catecismos reli­gioso y político. El Seminario quedaba dependiente del gobierno y el resto de la enseñanza en manos de una Dirección General. Se reorganizaba la enseñanza superior por completo, formándose seis escuelas: la primera, de estudios preparatorios; la segunda, de estudios ideológicos y  humanidades; la tercera, de estudios físicos y matemáticos; la cuarta, de estudios médicos; la quinta, de estudios de jurisprudencia, y la sexta, de estadios sagrados.

 

Como otra de las  preocupaciones de los progresistas era el funesto papel que el ejér­cito tenía en aquella sociedad, trataron de quitarle sus fueros y disolver los cuerpos que se hubieran pronunciado, remplazándolos por milicias cívicas.

 

Sin duda la mayoría de los decretos sig­nificaban un cambio demasiado drástico y, por si fuera poco, fueron exagerados en algunos estados.

 

Por ejemplo, la legislatura veracruzana mandó ocupar los bienes de las comunidades religiosas a fines de 1833, y en marzo del año siguiente ordenó cerrar las casas que no tuvieran cuando menos veinticuatro religiosos ordenados. Como no había ninguno que llenara esta condición, en Veracruz no quedó ni un solo monasterio.

 

La folletería avivó de nuevo la hoguera, se produjeron pronunciamientos antirreformis­tas y por todos lados había levantamientos populares al grito de "Religión y Fueros". La resistencia popular a las reformas era com­prensible en un país tan católico, pero la casualidad vino a reforzarla. En el transcurso del año se observaron una serie de fenómenos naturales que fueron interpretados como "señales" por los aterrados mexicanos que las presenciaban. La aurora boreal enrojeció el cielo, hubo varios temblores y el cólera se ensañó con la población, diezmándola. A los mexicanos de humilde condición no les cupo duda alguna de que todo aquello era un aviso del cielo para que no se atentara contra sus instituciones sagradas.

 

Los más diversos intereses empezaron a unirse contra el gobierno, y los ojos empezaron a mirar hacia Manga de Clavo, donde el presidente Santa Anna recibía centenares de cartas pidiéndole que volviera para poner las cosas en orden. El mismo Gómez Farías le escribió pidiendo su vuelta, al mismo tiempo que dispersaba en gran parte al grupo de reformistas: Miguel de Santa María y Lorenzo de Zavala fueron enviados como diplomáticos a Europa, el doctor Mora decidió irse al extranjero, y García y Victoria volvieron a sus propios estados. Gómez Farías quedó solo, con la carga de todo el descon­tento.

 

Después de mucho hacerse rogar, y cuan­do su instinto le convenció de que era el mejor momento, Santa Anna volvió el 24 de abril. El alejamiento entre presidente y vicepresidente fue lento, pero a Santa Anna se le vio como el hacedor de la paz.

 

Un conservador juzga la Reforma de 1833.

 

“El 19 de diciembre de 1833, el vice­presidente en funciones, Gómez Farías, en un acceso que los mismos rojos le han calificado siempre de extravagante e inoportuno, promulgó contra la Iglesia de Jesucristo y contra la reli­gión constitucional del Estado los si­guientes artículos llamados leyes. Por el 1° se mandó proveer en propiedad todos los curatos vacantes y por vacar, en clérigos seculares, conforme a cier­tas leyes civiles mexicanas y españolas. El 2° suprimió las sacristías mayores de todas las parroquias. El 3° fijó el térmi­no de sesenta días para que terminasen los concursos abiertos en los obispados para la provisión de curatos. Mediante el 4° se concedió al presidente de la República en el Distrito y Territorios, y a los gobernadores de los Estados, ejercer las atribuciones que las leyes españolas concedían a los virreyes y gobernadores de las Audiencias en la provisión de curatos. El artículo 5° imponía una multa de 500 a 600 pesos por la primera y segunda de mitras que no se conformaran con esta ley o sus co­rrelativas en la provisión de beneficios eclesiásticos, y, en fin, el artículo 6° dispu­so que tales multas fuesen aplicadas por el presidente de la República en el Distrito y Territorios, y por los goberna­dores de los Estados, a los estableci­mientos de instrucción pública.

 

“Esta falta de respeto a los sentimien­tos de una nación, la ignorancia que acusan de nuestra psicología y antece­dentes; la brutalidad con que se exige que todos los mexicanos, por presión externa, cambien de mentalidad y que en un momento desprecien lo que siem­pre han vinculado con su historia y con su felicidad eterna, evidencia en las leyes de 1833 y en las posteriores una mano precisamente extranjera, un poder destructor de la organización mexi­cana implacable y secreto. Los hechos históricos que precedieron a la subida de Farías y su actitud de incondicional que le acompañó hasta su muerte re­fuerzan nuestro sentir.

 

“Los borradores mexicanos de reforma, en 1833, que conservarnos de letra del mismo Farías, ni siquiera guardan las formas y el respeto a Méxi­co; estos borradores no eran de color tan subido y de líneas tan poco practicables como fueron los que se vieron for­zados a promulgar absurda imposición de quienes no conocían a los mexi­canos”.

 

(Mariano Cuevas, Historia de la nación mexicana, págs. 594-595, México, 1967).

 

Otra opinión sobre la Reforma.

 

“La tormenta que cayó sobre la cabeza del vicepresidente Gómez Farías por haber expedido leyes que apenas ro­zaban el poder eclesiástico, tratando de reformarlo, sembró el pánico en­tre la gente pacata, mientras que don Valentín quedó impávido frente a la si­tuación. Lo único que parecía preocuparle eran las graves censuras que caían sobre sus principales colaboradores, conocidos como exaltados; y de aquí le vino la idea, creyendo calmar los ánimos, de darles otras funciones, sin considerar que la dispersión de fuerza lo debilitaría...

 

“Y, en efecto, don Valentín no fue el reformador de 1833 - 1834, sino uno de los mexicanos que quería construir y defender un estado no para dar protec­ción a la Iglesia, antes bien servir a México. Santa Anna sólo llevaba en la mente hacer Gobierno para poder de­fender y auxiliar a la disciplina eclesiás­tica y a su religión, puesto que él era catolicísimo, como todos los hombres de su época”.

 

(José Valadés, Orígenes de la Repúbli­ca mexicana, págs. 279-280, Méxi­co, 1972).

 

Bibliografía.

 

Alamán, L. Historia de México, vol. V, Mexico, 1969.

 

Chávez Orozco, L. Historia de México. 1808 - 1936, México, 1947.

 

Díaz Díaz, F. Caudillos y Caciques, México, 1972.

 

Torre, E. de la, y otros, Historia Documental de México, vol. II, México, 1964.

 

Valadés, J. Orígenes de la República mexicana. México, 1972.

 

Zavala, L. de, La Venganza de la Colonia, México, 1950.

 

85.            Fracaso de la república central.

Por: Josefina Zoraida Vázquez.

 

Rumbo al centralismo.

 

Santa Anna, que estuvo ausente durante las reformas de 1833, se hizo de rogar para volver a la presidencia y, aunque trató de no indisponerse con su vicepresidente, la ruptu­ra con Gómez Farías se hizo inevitable. Este se retiró a Zacatecas y, cuando se enteró de que la legislatura del estado de México pedía su expulsión del país, pidió su pasaporte para autoexiliarse. A pesar de que el presidente evitó los cambios bruscos, sólo fue suspen­diendo de su ejercicio las leyes, a reserva de que la siguiente legislatura revisara su apli­cabilidad y su conveniencia. Como el Congreso resistiera al presidente, Santa Anna decla­ró que aquél gozaba de entera libertad, advirtiendo que sólo usaría su espada "para com­batir la demagogia". Y Santa Anna cumplió con su palabra, pero cuando la legislatura quiso prolongar su período de sesiones se li­mitó a enviar a un propio para que recogiera las llaves del recinto del Congreso y no pudiera reunirse. Acto seguido convocó elecciones de acuerdo con las leyes.

 

A fines de 1834 reinaba la calma en la República, que fue rota por el genio de lo imprevisto, Santa Anna, que anunció su renun­cia a la presidencia el 22 de enero de 1835. Para entonces se hablaba abiertamente de el fracaso del federalismo y algunos pedían con insistencia el centralismo. La actitud contra­dictoria de dos estados: el de Veracruz, que se pronunció por la República central, y el de Zacatecas, que lo hizo por la federal, favoreció la aparición de nuevos problemas.

 

Santa Anna contribuyó, sin duda, a cam­biar la Constitución, e incluso favoreció el pronunciamiento de San Juan de Ulúa, se­cundado por Orizaba y Toluca, en favor de la República central. El Congreso juzgó con­veniente limitar el poder de los estados, al que con cierta razón se achacaban muchos males. Para ello una ley promulgada el 31 de marzo reducía el número de las milicias es­tatales; pero el gobernador de Zacatecas, interpretándolo como un atentado contra la soberanía estatal, decidió resistir. Rápidamente puso en pie de guerra a cuatro mil hombres, y el estado se preparó para la lucha contra  la federación. Santa Anna, al mando de las tropas del gobierno, castigó duramente al estado y además le arrebató el control de las minas, la ceca y parte de su territorio para consti­tuir Aguascalientes.

 

Al regreso triunfal de Santa Anna de Za­catecas, el 21 de julio, el movimiento contra el federalismo se había generalizado. El Con­greso acordó el 9 de septiembre reunir las dos Cámaras en una sola, con la declaración de que "estaba investido por la nación de amplias facultades, aun para variar de forma de gobierno". Y para que no quedaran dudas so­bre las intenciones del Congreso, prohibió por decreto la conmemoración el 4 de octubre de la Constitución de 1824. Para el 15 de di­ciembre de 1835 el Congreso ya había expe­dido la ley que sentaba las bases para la futu­ra Constitución central, en la que se daba el nombre de departamentos a los estados.

 

Mientras tanto, el centralismo servía de pretexto a los texanos para independizarse. Santa Anna, que nuevamente partió a defen­der la integridad de la República, después de algunos éxitos fue derrotado y hecho prisionero. El presidente interino, José Justo Corro, trató de reunir fondos para recuperar Texas mediante donaciones voluntarias, pero la si­tuación económica impidió emprender la lu­cha. Además, el general Nicolás Bravo, que había sido nombrado comandante en jefe, se negó a marchar hacia el norte porque no se le daban los elementos necesarios. De esta manera el asunto de Texas se convirtió casi en una obsesión de todos los gobiernos mexi­canos, que no podían sino lanzar amenazas.

 

A pesar del malestar que causaron los problemas de Texas, el Congreso había con­tinuado con la tarea de  auscultar la opinión popular y de discutir interminablemente so­bre cuáles habían sido los puntos débiles de la organización de la República para poder so­lucionarlos en la nueva Constitución. La tarea no estaba impregnada ya del optimismo que existía en 1823. El Congreso era ahora cauto y desconfiado y temía "volverse a equivocar. Durante dieciocho meses hubo discusiones públicas y secretas y numerosas consultas, y se escribió y reescribió hasta que quedaron redactadas las Siete Leyes, como se conoció popularmente a la nueva ley suprema. Esta fue un esfuerzo para "garantizar los derechos humanos, evitar los abusos de la autoridad, ampliar los sistemas judiciales, dar solidez, en fin, al Estado mexicano", como afirma con acierto Valadés.

 

Con la  promulgación de las Siete Leyes terminó el año 1836. El Congreso se había preocupado por los excesos cometidos por el ejecutivo y el legislativo, y tratando de evi­tarlos agregó un nuevo poder a los tres pode­res clásicos: el Supremo Poder Conservador. Este cuarto poder debía vigilar los actos de los otros, cuidar de que las leyes se observa­ran y denunciar a los poderes que quebranta­ran la Constitución. Como otra de las preocu­paciones eran los múltiples desórdenes causa­dos por las elecciones, se extendió el período presidencial a ocho años. Pero las dos providencias resultaron nulas. El Supremo Poder Conservador nunca tuvo fuerza para hacerse obedecer y, por lo mismo, fue visto desde un principio con la mayor indiferen­cia. En cuanto a las elecciones, no hubo sino una de acuerdo con las Siete Leyes, pero no por esto cesó el desorden, pues los pronunciamientos contra el centralismo fueron muy frecuentes.

 

Como la República era centralista, el go­bierno nacional era el que nombraba a los gobernadores de los "departamentos". Las legislaturas estatales también desaparecieron y los gobernadores fueron asistidos por “jun­tas departamentales”. Lo curioso de esto fue que, a pesar de que ahora los gobernadores eran nombrados por el gobierno nacional, en la práctica siguió funcionando la autonomía estatal, en parte gracias a la tradición y en parte a causa de las grandes distancias.

 

A principios de 1837 regresaron al país el exiliado Anastasio Bustamante, a quien mu­chos recordaban con nostalgia por el orden de su gobierno de 1830 a 1832, y el general Santa Anna. A este último parecía haberle abandona­do su buena estrella política, pues, a pesar de que no se le sometió a juicio para responder de los cargos que se le hacían, no se salvó de los ataques inclementes de la prensa y de los panfletos. Retirado en su hacienda de Manga de Clavo, publicó un manifiesto en el que se defendía de los cargos que se le hacían y des­viaba todas las acusaciones que se le imputa­ban en sus subalternos.

 

Al acercarse las elecciones, Santa Anna no apareció entre los candidatos, que queda­ron reducidos a Anastasio Bustamante, Ni­colás Bravo y Lucas Alamán. El primero triunfó con el voto de dieciocho departamen­tos, es decir, con una mayoría definitiva.

 

Bustamante visto por Madame Calderón de la Barca.

 

“Ayer por la tarde me levaron a visitar al presidente. EL palacio es un edificio enorme, que contiene, además de los despachos del presidente y de sus mi­nistros, los de los principales Tribuna­les de Justicia. El general Bustamante vestía esta vez de paisano y nos dispen­só su cordial recibimiento. Parece hom­bre bondadoso, con una expresión de honestidad y benevolencia, franco y sencillo en sus maneras, y de ningún modo con aire de héroe. Su conversa­ción no fue muy brillante y no me acuer­do bien cuál fue el tema de ella; supon­go que sobre el tiempo y desde luego, y de referencia, sobre medicina.

 

“No podría ofrecerse mayor contras­te, tanto en la apariencia como en la realidad, que entre él y Santa Anna. Su mirada no tiene nada de diabólica. Es franco, abierto, sin reservas. Es imposible mirarle cara a cara y no creer que es un hombre honrado y bien intencio­nado. Un escritor carente de principios, pero muy inteligente, ha dicho de él que no está dotado de grandes capaci­dades ni de genio superior; pero bien sea por reflexión o por dificultad en comprender, es siempre extraordinaria­mente calmado en sus determinaciones, que antes de tomar partido inquiere y considera hasta el fondo si será justo; mas, una vez convencido de lo que es, o que le parece serlo, sostiene sus pun­tos de vista con firmeza y constancia.

 

“Añade el dicho escritor que está hecho más para obedecer que para mandar, por cuya razón fue siempre tan ciego servidor de los españoles y de Iturbide después. Es fama que sabe ser buen amigo, que su honradez es proverbial y, por su persona, valiente; sin embargo, su energía moral decae en al­gunas ocasiones. Es, en consecuencia, una persona estimable y que quiere cumplir con su deber hasta donde sus facultades se lo permiten, aun cuando es problemático determinar si posee aquella severidad y energía suficientes en estos desdichados días en que le ha tocado gobernar”.

 

(Mme. Calderón de la Barca. La vida en México, págs. 66-67, México, 1959).

 

Empieza a funcionar la República centralista.

 

El 19 de abril de 1837 juró el nuevo presidente, mientras se producían los pronuncia­mientos de San Luis Potosí, California y Ve­racruz al grito de “¡Federación o muerte!”. Hubo pequeños brotes en otras partes del país, pero no encontraron eco en el resto de la nación.

 

Esta vez Bustamante se abstuvo de preferencias ideológicas y eligió a sus colaboradores sólo por sus cualidades para los puestos, pero renunció un gabinete tras otro. Era difícil gobernar cuando los mejores esfuerzos se estrellaban contra males demasiado com­plejos y se tenía que soportar la constante difamación de una prensa inconsciente.

 

Los males parecían encadenarse; en noviembre de 1837 hubo terribles temblores que dañaron a la capital y casi terminaron con el puerto de Acapulco. El año 1838 lo inauguraron pronunciamientos federalistas y se continuó con la guerra que declaró Francia al país. Los puertos mexicanos estuvieron bloqueados y el país se quedó sin fuerzas ni dinero para enfrentarse al enemigo. Lo deli­cado de la situación no detuvo a los federalistas, que de nuevo intentaron tomar el poder, e incluso se afirmó que habían entrado en acuerdos con los franceses. Otro grupo de fe­deralistas del noreste aprovechó la situación apurada de la República y organizó una convención en Laredo, que declaró establecida la República de Río Grande.

 

Parecía  que la República no podría sobrevivir. Dos guerras extranjeras y la endémica "bola", como el pueblo llamaba a los levantamientos políticos, parecían condenarla a muerte. Pero en verdad aquella sociedad se había adaptado al caos constante. En el campo, hasta las grandes haciendas prescin­dían de lo que no fuera estrictamente necesario para no ser presas codiciadas. La gente de la ciudad se había acostumbrado al desorden, que a menudo era motivo de jolgorio. En aquella sociedad tan heterogénea había de todo: ricos y pobres, cultos e ignorantes, progresistas y tradicionalistas, racionalistas y supersticiosos; y todos esperaban que se obrara el milagro, pues tenían fe en la ley, en el gobierno, en la educación o en Dios. Claro que los miles y miles de desheradados se mantenían al margen de las subidas al poder de los distintos gobiernos, que afectaban poco su deplorable situación. Pero los mexicanos ilustrados no cejaban en su búsqueda de solu­ciones para los males del país, aunque el op­timismo de los años veinte se fuera transfor­mando en hondo pesimismo.

 

Gobernar en aquella sociedad era un arte de locos. Bustamante se empeñó en salvar a la República y, tratando de acallar a los des­contentos, acudió a los federalistas, que de inmediato presentaron un proyecto de ley para reformar la Constitución, apoyados por un motín capitalino cuyo lema era "Queremos Constitución sin cola y pura federación". El desorden cundió y Bustamante tuvo que salir a acallarlo. Santa Anna, que había perdido una pierna en una escaramuza en la Guerra de los Pasteles, y con ello había recobrado su popularidad, ocupó interinamente la presi­dencia. A pesar del entusiasmo con que fue recibido, cuatro meses después pedía nuevamente licencia para retirarse a Manga de Clavo.

 

A los graves problemas económicos y a la inestabilidad política causada por los federalistas se sumaba la inseguridad que dañaba al comercio, la agricultura y la minería. Abun­daban las bandas de asaltantes y Bustamante se empeñó en combatirlas. Precisamente, por entonces, tuvo lugar el fusilamiento de los di­rigentes de una banda de ladrones y asaltan­tes encabezadas por el coronel Juan Yáñez, que no sólo ocupaba un puesto relevante en el ejército, sino que era distinguido con la amistad de la alta sociedad mexicana. Busta­mante, que se empeñaba en terminar con el desorden, se negó a indultar al coronel y trató de aumentar el ejército para perseguir a los maleantes, pero fracasó por la falta de dinero para pagar sueldos.

 

El ejército era ineficiente, tanto por su falta de profesionalidad como por la falta de recursos económicos y el enrolamiento por medio de leva, que eran los principales obs­táculos para constituir un verdadero ejérci­to. Los jóvenes, obligados a unirse al ejército, desertaban a la primera oportunidad, a pesar de que la deserción era castigada con penas muy severas.

 

El grave problema de la Hacienda públi­ca mereció la atención cuidadosa de Busta­mante, que para resolverlo llamó a liberales, moderados, conservadores y hombres de todas las profesiones y  servicios. Pero en lugar de resolverlo, algunas de las propuestas causaron nuevos levantamientos, como el de l840 diri­gido por el general José Urrea y por Valentín Gómez Farías, que provocó una violenta lucha en pleno corazón de la ciudad. El pro­blema se solucionó gracias a la intervención del arzobispo, pero hizo temer a muchos me­xicanos que el régimen centralista tampoco sería viable.

 

La desilusión de algunos era tan honda, que pensaron que el régimen republicano no era oportuno para un país como México, y por primera vez se oyó una voz que defendía abier­tamente una monarquía con un príncipe ex­tranjero como única solución. José María Gu­tiérrez de Estrada había sido diplomático y ministro de Relaciones Exteriores, cargo al que renunció cuando el general Santa Anna decidió suspender el federalismo en 1835. Viendo que su patria se hundía cada vez más, mandó imprimir una carta abierta al presidente Bustamante, en la que ponía en duda la con­veniencia para México de la Constitución de 1824 y la de las Siete Leyes. En el fondo de la cuestión, Gutiérrez de Estrada dudaba de la capacidad de los mexicanos para dirigir un estado y proponía la monarquía casi como única salida. "Quién quita –decía- que un cambio de sistemas obre una transición pronta y sa­ludable y renazca México de sus cenizas y se levante de su miseria, del lecho de muerte en que yace."

 

La carta provocó un verdadero escándalo; Gutiérrez de Estrada tuvo que esconderse y después abandonar el país, al cual nunca volvería. Vivió exiliado en Europa, pero no dejó de trabajar en las cortes para traer a México un monarca. A pesar de que Bustamante pa­recía empezar a estar de acuerdo con Gu­tiérrez de Estrada, hizo recoger de librerías y puestos los ejemplares de su subversiva y sediciosa Carta.

 

Había un vago descontento en muchos hombres, una sensación de que algo no fun­cionaba y de que no había remedio. A pesar de que los mexicanos no se resignaban a la pérdida de Texas, dada la debilidad de la Re­pública no podían hacer sino  confiar en la ayuda inglesa. Nada parecía lograr la unión de los ciudadanos, ni incluso el peligro; ya los movimientos federalistas de 1840 siguieron los de 1841. En agosto se inició un movi­miento dirigido por Santa Anna que desco­nocería las Siete Leyes. Bustamante, que ha­bía soportado cuatro años de lucha constante contra la falta de recursos, los levantamientos federalistas y hasta contra una nación extran­jera, no supo qué hacer y aceptó pactar con sus oponentes, y el 28 de septiembre firmó las Bases de Tacubaya, que suspendían los poderes supremos y convocaban elecciones para diputados a un Congreso constituyente. Bustamante entró en la Ciudad de México en compañía de Santa Anna, a quien los repre­sentantes de los departamentos designaron presidente de la República.

 

Entre dos repúblicas centralistas.

 

Santa Anna parecía estar realmente inte­resado en hallar la solución de los problemas del país. Llamó a los "exaltados", o rojos como se les llamaba, como colaboradores, pero a pesar de ello se sublevaron varios es­tados y su Gabinete terminó por renunciar.

 

Para cumplir con lo pactado, Santa Anna convocó elecciones a un Congreso constitu­yente, y mientras tanto gobernó sin leyes, como en realidad se gobernaría durante los si­guientes tres años. Parecía como si se hubiera agotado la fe en las leyes y que ya nadie creía en ellas.

 

El 1 de junio de 1842 se instaló el nuevo Congreso, en el que aparecían muchas caras nuevas que más tarde destacarían en la vida política: Melchor Ocampo, Luis de la Rosa, Ezequiel Montes, José María Lafragua, Ma­riano Otero. Desde la primera sesión, las temidas voces de federación, libertad y demo­cracia sonaron en el recinto del Congreso. Empezaban a surgir los puntos de vista que en la siguiente década dividirían profundamente a los mexicanos. Ya se hablaba de tolerancia religiosa, educación obligatoria y ga­rantías individuales; por tanto, no es de extrañar que los dos proyectos elaborados tuvieran un sello liberal moderado. Junto a estas pruebas del espíritu progresista de muchos mexicanos se daban otros que hacían pensar en que la República se hundía cada vez más en el retroceso. En efecto, en este mismo año se llevó a cabo el solemne traslado de la pierna de Santa Anna al Panteón de Santa Paula, nada menos que para celebrar la consumación de la independencia. Una curiosa masa de ciuda­danos ociosos vio desfilar una columna de carrozas con el Gabinete y los representantes del clero y del ejército que asistía a una solemne ceremonia en la que se enterró la pierna del héroe de 1838.

 

En octubre, poco antes de que se desatara la violencia, Santa Anna se retiró a Manga de Clavo, con los eternos pretextos de ataques de paludismo y dolores de una pierna mal ampu­tada. Para diciembre, después de una nueva toma de la ciudadela por el general Valencia, se exigía la disolución del Congreso. El gene­ral Bravo, encargado por el Ejecutivo, decretó la formación de una "Junta de ciudadanos distinguidos por su ciencia y patriotismo", a la que se dio el nombre de Junta Nacional Le­gislativa y que era la que redactaría la Cons­titución.

 

En marzo de 1843, en medio de gran jú­bilo popular, regresó Santa Anna decidido a gobernar con mano dura. Y, en efecto, se en­carceló a muchos ilustres liberales  y se suspendió la libertad de imprenta. Mientras tan­to, la Junta Nacional Legislativa terminó una nueva ley suprema: las Bases de Organización Política de la República, las Bases Orgánicas, como se les conoció popularmente. Como no debían entrar en vigor hasta el 1 de enero de 1844, Santa Anna continuó gobernando sin leyes.

 

Pero el problema más grave continuaba siendo el económico, y Santa Anna tuvo que crear nuevos impuestos, acudir a préstamos forzosos y recurrir al dinero de la Iglesia o vender los bienes de los jesuitas. Pero nada bastaba para cubrir los gastos del Estado. Además de las deudas de las reclamaciones extranjeras y de los gastos de gobierno, esta­ban las extravagancias del dictador: un nu­meroso estado mayor, una carroza, el Teatro Nacional y el embellecimiento de la ciudad. Pero incluso estas actividades terminaron por cansarle, y en octubre de 1843 la presidencia pasó a manos de Valentín Canalizo. Como siempre, su retirada era providencial, y al poco tiempo el país ardía en el descontento, agudizado con la aparición de un cometa que, según todos, auguraba grandes males. Cana­lizo apaciguó los ánimos y cumplió bien su cometido de gobernar mientras entraban en vigor las Bases Orgánicas. De acuerdo con la doctrina de su patrón, les daba un poco de razón a todos y no hacía nada.

 

El retrato de Santa Anna.

 

“Poco después hizo su entrada el general Santa Anna en persona. Muy señor, de buen ven vestido con sencillez, con una sombra de melancolía en el semblante, con una sola pierna, con algo peculiar del inválido y, para noso­tros, la persona más interesante de todo el grupo. De color cetrino, hermo­sos ojos negros, de suave y penetrante mirada, e interesante la expresión de su rostro. No conociendo la historia de su pasado, se podría decir que es un fi­lósofo que vive en digno retraimiento, que es un hombre que, después de ha­ber vivido en el mundo, ha encontrado que todo en él es vanidad e ingratitud, y si alguna vez se le pudiera persuadir en abandonar su retiro, sólo lo hará, al igual que Cincinato, para beneficio de su país.

 

“Es curioso cuán frecuente es encon­trarse una apariencia de filosófica resignación y de plácida tristeza en el semblante de los hombres más sagaces, más ambiciosos y más arteros. Cuando Calderón le hizo entrega de una carta de la reina, escrita por ésta en el supuesto de que todavía fuera presi­dente, pareció complacerle mucho, aunque solamente suscitó de su parte una inocente observación. ‘¡Qué bien escribe la reina!’.

 

Por lo demás, estuvo muy agradable. Habló mucho de los Estados Unidos y de las personas que allí ha conocido, y sus modales revelaban calma y caballerosidad, y en conjunto resultó ser un héroe mucho más fino de lo que yo me esperaba. Si hemos de juzgar por el pasado, no habrá de permanecer largo tiempo en su actual estado de inacción, ya que además, según Zavala, posee en su interior ‘un principio de acción que le impulsa siempre a obrar’”.

 

(Madame Calderón de la Barca, La vida en México, vol. I, págs. 35-37, México, 1959).

 

El escándalo monárquico.

 

“Todo el mundo habla del folleto es­crito por Gutiérrez Estrada, que acaba de aparecer, y el cual se cree que ha­brá de causar en México más sensación que la que produjo en Inglaterra el descubrimiento del Complot de la Pólvora. En resumidas cuentas y en substancia, se propone el establecimiento en Mé­xico de una monarquía constitucional, con un príncipe extranjero (cuyo nom­bre no se menciona) a la cabeza; como ­el único remedio para los males que afligen al país. El folleto está escrito en estilo meramente especulativo y no su­giere medidas sanguinarias ni una revo­lución improvisada; mas las consecuen­cias parece que van a ser funestas para este atrevido autor inspirado por sus preocupaciones por el bien público. Aun los que más ponen en duda su pru­dencia al dar este paso, están de acuer­do en que por esta vez, como en todos los actos de su vida política, ha procedido a impulsos de una cabal con­vicción y por motivos del más puro pa­triotismo, sin interferencia alguna de conveniencias personales o de intere­ses de familia, lo cual suele pesar aun en el ánimo de los hombres más ínte­gros en ocasiones semejantes.

 

“En una revista política de México, es­crita años ha por un mexicano que se ocupaba sin temor, y a parecer con im­parcialidad, de los caracteres de todos los hombres prominentes de aquella época, encuentro algunas observaciones acerca de Gutiérrez Estrada y en las cuales podréis depositar mayor fe, ya que vienen de una fuente menos parcial que de aquellos que, como noso­tros, sienten por él y por su familia un gran afecto al hablar de la conducta del Gobierno, dice:  ‘El señor Gutiérrez Estrada fue uno de los pocos que per­manecieron firmes en su idea y, sobre todo, en sus compromisos políticos. Este ciudadano es nativo del estado de Yucatán, donde reside su familia, dis­tinguida bajo todos aspectos. No es necesario decir que Gutiérrez Estrada recibió una educación cuidada y esco­gida, basta haberlo tratado para cono­cer que fue así; y que supo aprovecharse de ella en la carrera del servicio público a la que se dedicó, y en la cual ha permanecido puro y sin mancha en medio de una clase corrompida. Desde el principio fue destinado a las legacio­nes de Europa en razón de hablar y es­cribir corrientemente los idiomas fran­cés e inglés, y es uno de los pocos que han empleado útilmente su tiempo en las capitales del Viejo Mundo; flexible por carácter, honrado por educación y principios, y expedito para los negocios; su servicio ha sido perfecto y, sobre to­do, leal y conciencioso’.

 

“Y sigue diciendo:... ‘Su conciencia política es firme, segura e ilustrada; por eso, no obstante la seriedad de su ca­rácter, no se le hace ceder en nada de lo que él cree de su obligación, aun cuando se atraviesen amistades íntimas y consideraciones de mucho peso’. Se diría que el escritor se anticipó a las circunstancias presentes. Todavía no he leído el folleto, que es considerado por los amigos del autor como una prueba, a la vez, de su noble independencia, de su ardiente patriotismo y de su vasta ilustración; pero, a decir la verdad, es­toy mucho más interesada en las con­secuencias domésticas que en sus re­sultados en el público, y aun en el de sus propios méritos...

 

“Gutiérrez Estrada ha sido cesado en el Congreso y en el Senado; el presidente ha hecho declaraciones en las que condena sus principios y hasta el impresor del folleto fue a la cárcel. No se habla de otra cosa, y la irritación ge­neral es tan violenta, que debemos con­fiar en que el sitio en donde esté oculto sea seguro, pues, de lo contrario, las consecuencias podrían ser fatales.

 

On prétend que muchas personas notables de aquí profesan la misma opinión; pero aun en el caso de que sus voces se arriesgaran a confesarlo, no podrían detener la corriente de la in­dignación pública. Los más ofendidos, naturalmente, son los militares... Para decirlo de una vez: Gutiérrez Estrada, que ha pasado cuatro años en el extran­jero, en países en donde centenares de oscuros escribas abogan todos los días por las ideas republicanas, o por cual­quier teoría extravagante capaz de ex­citar su fantasía, sin el menor menos­cabo en su seguridad personal, no podía imaginarse, probablemente, la inusita­da efervescencia que podría provocar un folleto en tan crítica coyuntura”.

 

(Madame Calderón de la Barca, La vida en México, vol. II, págs. 287-289, México, 1959).

 

La segunda República centralista.

 

Reunido el Congreso, se procedió al cuento de los votos de los departamentos para elegir presidente constitucional, y resultó triun­fante Antonio López de Santa Anna. Como el general seguía enfermo, Canalizo continuó a cargo del Ejecutivo.

 

La situación permanecía inestable, en parte a causa de los federalistas y, por su­puesto, por la eterna falta de fondos. En medio de un gran descontento llegó Santa Anna y juró su cargo el 4 de junio. Para entonces la posi­bilidad de una guerra con los Estados Unidos ensombrecía el panorama. Todos pensaban que la nación había sido ya insultada suficien­temente por los norteamericanos y que la ane­xión de Texas colmaba la medida. Los deba­tes políticos impedían tomar medidas prácti­cas, y la ausencia de Santa Anna dio ocasión a que el general Paredes Arrillaga se pronunciara. Santa Anna regresó para hacer frente a una rebelión que cundió con rapidez, y mien­tras el presidente marchaba rumbo a Guada­lajara, un golpe de Estado en la capital impo­nía un nuevo presidente: José Joaquín Herrera. El populacho, que siempre agasajaba al carismático Santa Anna, sabiéndolo en desgracia, se dirigió al Panteón de Santa Paula y exhumó la pierna enterrada, arrastrándola por las calles en medio de burlas e insultos. Otro grupo derribó la estatua del general erigida en la plaza del Volador, y por todas partes se oía un versillo que decía:

 

Cayó Santa Anna y su fe

Y cayó el desventurado

Porque estaba mal parado

Solamente sobre un pie.

 

Santa Anna trató de abandonar el país, pero fue sometido a juicio y sólo después de una prisión de cuatro meses partió para el extranjero.

 

En el Congreso se generó un grupo que se antodenominó partido "del orden y de las le­yes" o "decembristas", que apoyaban a Herrera. Era un grupo consciente y bien inten­cionado que se daba cuenta de hasta qué pun­to él estado político debilitaba la posición internacional del país. Herrera era un hombre honesto y moderado que trató de reorganizar al país con la ayuda de los "decembristas". Estos expresaban sus opiniones en las Co­lumnas de El Siglo XIX y creían que tal vez la guerra, en lugar de acarrear males, lograría unificar a los mexicanos. Sin embargo, el go­bierno de Herrera se dio cuenta de que el país no tenía recursos para emprenderla e hizo esfuerzos para evitarla. Se creyó que la mejor manera era ofrecer el reconocimiento de la independencia de Texas a cambio de que ésta no se uniera al vecino del norte. La proposi­ción llegó tarde y Herrera, cercado por los extremistas tradicionalistas y por los federa­listas, perdió el poder.

 

El causante de la caída de Herrera fue el general Paredes Arillaga, acantonado en San Luis Potosí al mando de un ejercito y que debía partir a reforzar la defensa  del norte. Como Paredes era monarquista, hubo rumo­res de que trataría de instaurar la monarquía en México. En realidad, en aquel momento Paredes sólo quería un gobierno honesto y eficiente, que tuviera fuerza suficiente para defender al país. El 14 de diciembre de 1845 lanzó el Plan de San Luis, que declaraba ce­santes a los poderes legislativo y ejecutivo y proponía la convocatoria de un "congreso ex­traordinario, con amplios poderes para cons­tituir a la nación".

 

Con la fuerza que le daba el mando de un ejército y el auxilio de la guarnición de la ciu­dadela, Paredes ocupó fácilmente la capital.

 

Con el año nuevo, un flamante gobierno se instalaba en el Palacio Nacional. Una asam­blea de dos representantes por cada departa­mento, nombrados por un grupo de generales, designó a Paredes presidente de la República. A pesar de considerársele un borrachín, Pa­redes tenía fama de honesto, y una de sus obsesiones, muy justificada por cierto, era la lucha contra la corrupción. Por tanto, para dar ejemplo rindió cuenta de sus gastos, devolvió el dinero sobrante, renunció al sueldo que le correspondía por ocupar la presidencia y de inmediato declaró una guerra sin cuartel a "los ladrones del Tesoro público". De acuer­do con sus planes, empezó a pedir cuentas a todos los funcionarios y a despedir a los acu­sados de malversación de fondos. Como era ló­gico, esta actitud fue impopular entre la buro­cracia y el ejército, pero le ganó la simpatía de los comerciantes, que llegaron a prestarle dinero voluntariamente.

 

A pesar de que Paredes no tuvo tiempo de alentarlos, los monarquistas se fueron agru­pando y lanzaron el diario El Tiempo para divulgar sus ideas. Paredes sólo cumplió con la promesa del Plan de San Luis y convocó a elecciones para un Congreso en el que la representación sería estamental, a la manera tradicional. Sólo que ahora Alamán había desarrollado un ingenioso y complicado sistema por el cual la propiedad e industria agrícolas eligirían 38 diputados; el comercio, 20; la minería, la industria, los letrados, los magistrados y la administración pública, 14 cada uno, y el clero y el ejército, 20 cada uno.

 

Ni sus preocupaciones moralistas ni las legislativas, que no llegaron a cumplirse, dis­trajeron a Paredes de su tarea de defender el país. En el mes de mayo los Estados Unidos declaraban la guerra y el ejército norteamericano iniciaba poco después su avance hacia el sur. Paredes hizo lo que pudo en situación tan apurada. Marchó hacia el norte para tomar el mando de las tropas de defensa, pero fue apresado por sus propios soldados en Querétaro y después conducido a Perote. Los fede­ralistas habían logrado finalmente el poder.

 

Nuevamente en vigor la Constitución de 1824.

 

Después de once años de intentos fraca­sados, los federalistas volvían al poder y Valentín  Gómez Farías se salía con la suya. Pero se sabían débiles, y para fortalecerse recu­rrieron al indispensable Santa Anna. Llamado de su exilio, Santa Anna desembarcó en Vera­cruz en agosto. Para el 14 de septiembre en­traba en la capital y recorría triunfalmente las calles de la capital junto a Gómez Farías y de la mano de la Constitución de 1824.

 

Todo el mundo confiaba en que el inquieto general haría el milagro, y en cierta forma lo hizo. Como siempre, logró convencer al clero para que prestara dinero y además le prometiera ayuda, al tiempo que él personalmente se dedicaba a la formación de ejércitos sin dinero y sin armas.

 

Santa Anna quedó, pues, a cargo de la or­ganización de la defensa, y Gómez Farías de conseguir el financiamiento. La situación era angustiosa y obligó a Gómez Farías a ser poco político. El 11 de enero de 1847 se pu­blicó un decreto autorizando al gobierno ''a proporcionarse hasta 15.000.000 de pesos hipotecando o vendiendo en subasta pública bienes de manos muertas". Y mientras Santa Anna se esforzaba en poner en pie un ejército, todos olvidaron que el enemigo estaba en casa y lucharon entre sí en la capital.. Los “polkos” como se llamó a los que defendían al clero, en lugar de aprestarse para la defensa de Vera­cruz, se rebelaron contra el gobierno. Santa Anna  tuvo que volver para pacificar los áni­mos. Se negó a conceder todo lo que el clero pedía y también a despedir a Gómez Farías. Pero ante el avance acelerado de los nortea­mericanos, a cambio de una ayuda de 100.000 pesos aceptó abolir el decreto. El Congreso se encargó de resolver el resto del problema. En las reformas a la Constitución se abolió el cargo de vicepresidente, por lo que Gómez Farías quedó cesante.

 

El federalismo, o mejor dicho la interpre­tación extrema que los estados hicieron de él, consumó el desastre. Yucatán había estado casi siempre separado del gobierno nacional, y hacia el tiempo de la invasión norteamericana ardía en una sangrienta guerra de castas,  de manera que los criollos, ante el peligro de sucumbir, prefirieron pedir ayuda norteameri­cana y hasta ofrecer la anexión. La mayoría de los estados casi nunca contribuyeron al sostenimiento del Estado nacional, y en el mo­mento dramático de la guerra sólo siete cola­boraron en la defensa.

 

A todos les pareció que el Estado que ha­bía nacido en 1821 no sobreviviría, se temió una fragmentación como la de Centroamérica o la absorción total por los norteamericanos. A pesar de la suma de males, pues a la ocupa­ción de la capital siguieron sublevaciones in­dígenas, expediciones filibusteras y pestes, el Estado sobrevivió, y hasta se notaron cier­tos cambios en los hombres irresponsables que habían presenciado la tragedia. Los hom­bres que sustituyeron a Santa Anna después de su renuncia harían todo lo posible por salvar la mayor parte en sus tratos con los norteamericanos, y en realidad lo lograron.

 

Un juicio de  Rivera Cambas sobre Santa Anna.

 

“Faltábanle a Santa Anna el valor civil y las profundas convicciones que tan sólo mueren con el individuo que las posee y presentan la única clave para resolver las dificultades que entrañan porción de cuestiones políticas. Hombre de pasiones, amante del bien de sus compatriotas, hecho por él, carecía de instrucción para hacer el bien, qui­tándole el tiempo los placeres; gustaba con ahínco de las mujeres, del juego, los honores y el dinero; traía de la naturaleza el germen de la acción y jamás se alarmaba su conciencia por acciones que en otros producirían escándalo.

 

“Nació en Jalapa el 21 de febrero de 1795 en una casa de la calle segunda principal; sus padres fueron don Antonio López de Santa Anna. subdelegado muchos años de la provincia de la Anti­gua Veracruz, y doña Manuela Pérez de Lebrón. Santa Anna recibió las aguas bautismales en la parroquia de San José, en cuyo cuarto estaba compren­dida la casa donde nació.

 

“Su padre quiso con notable insistencia dedicarlo al comercio y aun le consiguió un puesto en la casa del señor Cos, de Veracruz, pero el joven duró en ella muy poco tiempo, siempre en dis­cusión con sus padres, sosteniendo acaloradamente que no había nacido para ‘trapero’, e insistía en que se le permitiera seguir la carrera de las armas...

 

“Mostró su carácter pendenciero desde la escuela, donde hostilizaba a sus compañeros, y es de notarse que todos sus ascensos los obtuviera por riguro­so escalafón: ascendió a subteniente de la sexta compañía de fusileros en 1812, pasó a la de granaderos y fue teniente, capitán efectivo por el generalísimo don Agustín de Iturbide: coronel y brigadier por la Regencia en 1822 y brigadier con letras de servicio por el emperador Iturbide. Después de la ba­talla de Tampico obtuvo el grado de ge­neral de división, dado por el presidente Guerrero...”.

 

(Manuel Rivera Cambas, Los gobernantes de México, págs. 402-403, México, 1964).

 

Los mandamientos del general Santa Anna.

 

Es el primer mandamiento

amar a Dios Soberano;

pero yo de nada entiendo,

porque siendo tan tirano

a Dios ya la patria ofendo.

 

El. segundo no es jurar,

diez mil veces he jurado

hacer el bien general;

pero yo no he procurado

más del mío particular.

 

Es el tercer mandamiento

El santificar las fiestas,

yo aunque hipócrita me cuento,

jamás hago aprecio de éstas

por realizar mis proyectos.

 

El cuarto honrar padre y madre:

el precepto es excelente;

pero si a mi mismo padre

lo viera de presidente

le haría guerra hasta tumbarle.

 

Es el quinto no matar,

pero si posible fuera

todos los hombres contar

que hice morir en la guerra,

al mundo había de asombrar.

 

Del sexto no digo nada

de mi conducta tan loca,

bien sé que no es ignorada;

pero al fin a mí me toca

callar mi vida privada.

 

El séptimo que es no hurtar

no lo he quebrantado a secas;

porque si yo he hecho algún mal,

el Fresnillo y Zacatecas

me pueden justificar.

 

El octavo; ¡qué demonio

me haría que lo quebrantara!

No me llamaría yo Antonio

si al mejor no levantara

algún falso testimonio.

 

El noveno es no desear

la mujer de otro marido;

yo no debo declarar

si tal yerro he cometido

porque es preciso callar.

 

El décimo, el bien ajeno

no codiciar con malicia,

para eso he sido tan bueno

que esa maldita codicia

me tiene hoy de angustias lleno.

 

Bibliografía.

 

Díaz Díaz, F. Caudillos y caciques, México, 1972.

 

Calderón de la Barca, Madame, La vida en México, México, 1967.

 

Matute, A. México en el siglo XIX. Fuentes e interpretaciones históricas, Mé­xico, 1972.

 

Torre, E. de la y otros, Historia documental de México, vol. II, México, 1972.

 

Valadés, J. Orígenes de la República Mexicana, México, 1972.

 

Zamacois, N. de, Historia general de México desde sus tiempos más remotos hasta nuestros días, vol. XII, Barcelona y México, 1880.

 

86.            La guerra de Texas.

Por: Josefina Zoraida Vázquez.

 

Antecedentes.

 

Para los mexicanos la guerra de Texas es tal vez el episodio más triste de su historia. La guerra con los Estados Unidos fue tam­bién desastrosa, pero después de todo no fue sino el resultado de la independencia texana, que fue totalmente injusta.

 

Como en todos los acontecimientos hu­manos, no hay un acuerdo sobre ésta; los te­xanos consideran que su independencia fue la respuesta al intento de los mexicanos de tiranizarlos y una victoria de la libertad sobre las fuerzas reaccionarias que representa­ba Santa Arma. Aunque reconozcamos que el gobierno mexicano era corrupto, los texanos recibieron tierra gratis y condiciones extraor­dinariamente generosas; nunca pagaron impuestos, porque cuando se terminó el período de importación libre se negaron a aceptar el pago y apoyaron la burla que hicieron las naves norteamericanas de las autoridades mexicanas.

 

Entraron como colonos aceptando una se­rie de condiciones que no cumplieron y  se comprometieron a obedecer las leyes del país y tampoco lo hicieron. Sin embargo, el episo­dio es comprensible si tenemos en cuenta una serie de antecedentes que explican la con­ducta diferente de mexicanos y norteameri­canos en el momento en que la guerra tuvo lugar.

 

La sociedad norteamericana de princi­pios del siglo XIX era una sociedad extraordinariamente dinámica. Los hombres se arries­gaban a marchar tierra adentro sin temor al peligro y sin preocuparse por los sufrimien­tos y trabajas que pasarían. En un deseo por encontrar una vida mejor, se experimentaba todo lo nuevo, y muchos hombres se empeñaban en encontrar la perfección humana mediante la reforma de la sociedad.

 

Las características de la colonización ex­plica el porqué de esta sociedad peculiar. Los colonos que se establecieron en el territorio original de los Estados Unidos habían sido obligados a emigrar por las persecuciones religiosas o por la transformación de la eco­nomía inglesa, pues la manufactura textil des­plazó a miles de campesinos al preferirse la cría ganadera a la agricultura.

 

Aquellos pobres hombres que quedaban sin tierra vieron en su traslado al Nuevo Mun­do la única alternativa para sobrevivir, y vi­nieron como pudieron. Una gran parte acep­taron ser sirvientes por contrato para pagar su pasaje. Señores y sirvientes tuvieron que hacerlo todo, desde el principio, pero había muchas tierras y hasta el más miserable sir­viente recibía su pedazo de tierra al cumplirse su contrato. Y aquellos que nunca soñaban en ser propietarios, ahora que tenían un pedazo vieron despertar su ambición, que crecía y crecía con la vista de otras tierras "más hacia el oeste". Aquellos hombres intentaron repro­ducir casas, cosas e instituciones como las que habían abandonado, pero las necesi­dades eran diferentes, y hasta las diferencias sociales se minimizaron, ya que hacían falta brazos y aun la intolerancia terminó por de­saparecer ante la necesidad de colonos. Además, como había oportunidad para todos, el trabajo y el esfuerzo eran los fundamentos de la sociedad.

 

Este esquema sentó las bases del expan­sionismo y del dinamismo social norteamericano, pero la independencia y la revolución industrial aportaron nuevos elementos. La in­dustria textil, que a principios del siglo XIX estaba en plena expansión, iba a asegurar un excelente mercado para el algodón. Los estados del sur de los Estados Unidos eran buenos productores y, viendo que el negocio era excelente, comenzaron a ambicionar la posesión de "todas las tierras algodoneras de la América septentrional", que fue lo que los empujó a Luisiana y Texas. La independen­cia y lo que ellos consideraban el hallazgo de "un gobierno perfecto" iban a dar lugar a la aparición de una justificación de su expan­sionismo: "extender el área de la libertad", es decir, extender sus instituciones. No se dieron cuenta, las más de las veces, de la ironía que implicaba a menudo -como en el caso de Texas- extender el área de la libertad exten­diendo el de la esclavitud, ya que la mayor parte de los colonos que iban a Texas traían sus esclavos.

 

Por el lado mexicano, la nueva sociedad había resultado de la conquista. Este episo­dio violento había determinado la victoria de un pueblo y una cultura sobre otra. Se impu­sieron formas de vida, valores y religión a los vencidos, que se vieron obligados a tra­bajar para los vencedores, pero que al hacerlo contribuyeron con su sangre, su sensibilidad, a muchas costumbres, algunas supersticiones y conocimientos y, de hecho, la nueva socie­dad fue la fusión de dos tradiciones. La so­ciedad era jerárquica y no todos tenían opor­tunidades. La gente no cambiaba fácilmente de lugar de residencia ni de instituciones. No era, pues, una sociedad dinámica. Sin embar­go, muchos de los hombres que fundaron la nueva nación creían en el progreso, en la industria, en la expansión de la agricultura y de la ganadería; pensaban que para que Mé­xico fuera tan próspero como los Estados Unidos sólo hacía falta educación para todos y la explotación de los recursos riquísimos de México; por esto deseaban colonos y por ello fueron tan absurdamente generosos.

 

Problemas heredados.

 

Fue el imperio español, en el momento de la independencia de las colonias ingle­sas, el que inmediatamente se percató del expansionismo que anunciaba la nueva na­ción. Los españoles decidieron establecer fun­daciones y poblar en lo posible aquellas tie­rras para oponer una barrera al nuevo país. Desgraciadamente, el gran arraigo que tenía la población novohispana y la escasez de colonos peninsulares hizo imposible que se cumplieran los planes y todo quedó en una serie de fundaciones escasamente pobladas.

 

La venta de la Luisiana a los Estados Unidos por Napoleón aumentó las preocupa­ciones del Estado español, porque, en lugar de calmar las ambiciones de tierras que te­nían los norteamericanos, no hacía sino acrecentarlas. Descaradamente el gobierno nor­teamericano empezó a reclamar Texas como parte de la Luisiana, a pesar de que siempre había existido una frontera más o menos definida entre las dos, y la primera siempre había sido española. En cambio, la Luisiana había pasado a ser colonia española en 1763 y fue recuperada para Francia por el gobierno de Napoleón, que quería constituir un imperio de ultramar.

 

Como los norteamericanos tenían ambi­ciones no sólo sobre Texas, sino también so­bre las Floridas, el gobierno español decidió sacrificar estas últimas por hallarse rodeadas de norteamericanos e invadidas de indios bárbaros azuzados por los norteamericanos. Los españoles, pues, aceptaron la venta de las Flo­ridas a cambio del establecimiento de una frontera claramente definida. Estos arreglos se hicieron en el tratado Adams-Onís, fir­mado en 1819. La frontera partía de la desembocadura del río Sabinas, siguiendo el curso del Rojo y del Arkansas, y después continuaba en línea recta hasta llegar al para­lelo 42°, que era el límite norte hasta el Pací­fico.

 

La venta de las Floridas era forzada, e in­cluso iba contra las Leyes de Indias, pero se concibió como un último intento por oponer un obstáculo al expansionismo del nuevo país. El gobierno español era consciente de que dejaba desamparados a los súbditos que habitaban en las regiones vendidas, y por esto ofreció, a aquellos que lo desearan, permiso para establecerse en otras regiones del impe­rio. En su carácter de ex súbdito español, Moisés Austin solicitó permiso para establecerse en Texas con algunas familias, permiso que se le concedió en 1821 y que, por morir el padre, fue aprovechado por su hijo Este­ban. La concesión era generosa, pues autorizaba el establecimiento de 300 familias, que no pagarían derechos de importación durante siete años y que podían importar lo que ne­cesitaran para asentarse. Se otorgaron gratui­tamente 640 acres por jefe de familia, 320 por esposa, 100 por cada hijo y 80 por cada es­clavo. A los colonos se les impusieron como condiciones el que fueran católicos, de buenas costumbres y  que juraran lealtad al rey y al imperio español.

 

Una nueva nación abre sus puertas.

 

Casi al tiempo de recibir la concesión, Nueva España se declaraba independiente de España, por lo que Esteban Austin decidió viajar a la  capital del nuevo Imperio mexica­no para conseguir que se le ratificara su permiso.

 

El optimismo desbordante de los criollos independizadores y su seguridad de que la nueva nación no sólo contaba con el favor divino y la protección de su Guadalupana, sino que era uno de los países más ricos del mundo, hizo que se confiara en que la liber­tad de comercio y la población de los vastos territorios deshabitados conducirían el país al progreso. Por esto no es de extrañar que el gobierno de Iturbide fuera tan generoso como el español y estuviera dispuesto a abrir sus puertas a colonos trabajadores que explota­ran los grandes recursos del país. De manera que cuando se publicó una ley de coloniza­ción en 1823 se añadieron a las condiciones concedidas con anterioridad facilidades a los empresarios que llevaban más de 200 familias a la región.

 

Con el establecimiento de la República, la facultad de colonización pasó a las autorida­des de los estados. A partir de 1824 el gobier­no de Coahuila y Texas multiplicó las concesiones de tierras sin tomar ninguna precau­ción. Saltillo atrajo a decenas de empresarios y especuladores de tierras, que convirtieron el reparto de concesiones en una lotería y una fuente de corrupción. La mayoría de los em­presarios eran norteamericanos, que veían en Texas un paraíso para el cultivo del algodón, pero no faltaron mexicanos que se benefi­ciaran, como Vicente Filisola, Miguel Ramos Arizpe y Lorenzo de Zavala. Pronto corrió por los Estados Unidos la noticia de que Mé­xico regalaba las tierras de Texas. Miles de norteamericanos que no podían pagar las cuo­tas que el gobierno de los Estados Unidos cobraba por la tierra vieron en Texas la gran oportunidad. Junto con ellos se despla­zaron también aventureros, prófugos de la justicia y hombres sin oficio ni beneficio, que acabaron por crear un ambiente de co­rrupción.

 

Las restricciones mínimas que imponía el gobierno de México se violaron  o evadieron desde un principio. El requisito de ser cató­lico nunca se cumplió; la prohibición de es­tablecerse en las costas y fronteras fue pa­sado por alto hasta por el propio gobierno, y la prohibición del tráfico de esclavos se eludió fácilmente. En unos cuantos años Texas se convirtió en un territorio poblado por gente totalmente ajena a las costumbres mexicanas. Por ello no es de extrañar que el aventu­rero Hayden Edwards, que llegó en 1825 y desplazó a los mexicanos para apoderarse de las mejores tierras de Nacogdoches, se pro­nunciara en 1827 y proclamara la República de Fredonia. Sin embargo, en aquella oca­sión Esteban Austin dio muestras de lealtad a México y encabezó la milicia cívica que ayu­dó a restablecer el orden. Durante muchos años el estado de Coahuila y Texas excep­tuó a los colonos texanos del cumplimiento de las leyes sobre esclavitud. En 1829 el presi­dente Guerrero firmó una ley de abolición para todos los estados que causó gran escán­dalo en Texas porque la mayoría de los colo­nos eran dueños de esclavos. La importancia que se le daba a la población de territorios deshabitados hizo que se eximiera a los ya es­tablecidos y se prohibiera únicamente la en­trada de nuevos esclavos.

 

El estado de cosas no dejó de preocupar a muchos mexicanos conscientes, en especial desde el momento en que los primeros ministros norteamericanos en el país, Poin­sett y Butler, expresaron el deseo del gobier­no norteamericano de comprar Texas. Esta pretensión preocupó al gobierno y ofendió a muchos mexicanos, que no concebían la idea de vender un legado de sus antepasados.

 

Se cierran las puertas y empieza la rebelión.

 

La alarma de los mexicanos aumentó cuando a fines de la década de 1820 la prensa norteamericana hablaba abiertamente de que Texas sería adquirida en breve. El go­bierno del general Guerrero decidió hacer un balance de la situación y envió al general Manuel Mier y Terán a estudiar el asunto de Texas.

 

El informe de Mier y Terán era, en ver­dad, inquietante. En primer lugar la pobla­ción norteamericana representaba una mayoría aplastante; la lengua corriente era el inglés; predominaba la religión protestante, e imperaban las costumbres anglosajonas. La situación de las múltiples colonias, con excepción de la de De Witt y la de Austín, era muy turbia, y la burla a las instituciones y a las leyes del país era constante. Mier y Terán aconsejaba la construcción de presidios militares, que representarían la autoridad del gobierno; la instalación de las primeras adua­nas, ya que los plazos de libre importación empezaban a vencer, y, principalmente, hacer todo lo posible para la colonización de la región con mexicanos y europeos con objeto de equilibrar la situación y dar comienzo al co­mercio de cabotaje. Mier y Terán y Alamán hicieron verdaderos esfuerzos para conseguir colonos mexicanos; escribieron a los goberna­dores de los estados pidiendo envío de fa­milias pobres; a las que el gobierno federal ayudaría a establecerse en Texas. Desgracia­damente en éste como en otros casos, los go­bernadores de los estados negaron su colaboración o jamás contestaron. Sólo Zacate­cas envió colonos; así que la suerte del terri­torio parecía estar echada.

 

Alamán promovió una nueva ley de colonización que cambiara las condiciones que habían llevado al país a una situación tan angustiosa. La ley del 6 de abril de 1830 hacía depender a Texas de la federación en cuanto a asuntos de colonización. Esto se hacía para detener la abierta corrupción con que se otor­gaban las concesiones en Coahuila. También prohibió la inmigración de nuevos colonos norteamericanos.

 

Se intentó también reforzar la autoridad del gobierno en la región con 3.000 hombres de las milicias estatales procedentes de los estados contiguos a Texas. Estos negaron nuevamente su colaboración con el pretexto de que las milicias debían actuar sólo dentro de sus fronteras, o bien de no tener dinero para sostenerlas.

 

Todas estas medidas causaron gran ma­lestar entre los colonos norteamericanos. Austin escribió de inmediato una queja a Mier y Terán.  Estaba furioso por la prohibi­ción de entrada a los norteamericanos, pero el general mexicano le aseguró que se haría una excepción con los compromisos contraídos, sobre todo con colonias legales como la de Austin. De cualquier manera, hacia fines de 1831 los rumores de que se cancelarían las concesiones aumentaron el malestar que exis­tía desde el decreto de abolición de la esclavi­tud. Estos rumores dieron inicio a la verdadera organización del movimiento rebelde texano.

 

A pesar del escaso número de hombres con que contaba, el general Mier se empeñó en asegurar las fronteras, tratando de evitar el contrabando y la inmigración ilegal. La respuesta de los colonos fue inmediata, so­bre todo después de la disposición del 22 de febrero de 1832, que autorizaba la expulsión de extranjeros para redondear los efectos de la ley del 6 de abril.

 

El movimiento rebelde de Texas se inició ante la amenaza de perder sus propiedades, y sus primeras reacciones fueron las de bur­lar las aduanas recientemente establecidas y apoyar a los barcos norteamericanos que las desafiaran. Muchos norteamericanos queda­ban afectados por estas aduanas, ya que du­rante algún tiempo el algodón se había envia­do a Inglaterra a través de puertos texanos para evadir los impuestos del gobierno norteamericano en Nueva Orleáns. El movimiento terminó cuando los colonos se unieron al levantamiento de 1832, que daría fin al go­bierno de Bustamante y con él a las medidas de Alamán y Mier y Terán. Estas circunstan­cias permiten comprender la trágica decisión de Mier y Terán, que se suicidaría poco des­pués.

 

El camino de la independencia.

 

Una vez que se hubo vencido al gobier­no de Bustamante, los texanos, que habían sido aliados de los vencedores, volvieron de nuevo la vista a sus propios fines y organi­zaron un movimiento para constituir un esta­do independiente de Coahuila. Para ello los colonos convocaron a una convención en San Felipe el 1 de octubre de 1832. Primero se convocó sólo a los norteamericanos, pero, al ser presidida la convención por Esteban Austin, éste logró que se incluyera también a los mexicanos. El objeto principal era conseguir del gobierno federal nuevos privilegios, la prórroga de la exención de impuestos por tres años más,  la constitución del estado de Te­xas, separado del de Coahuila, y además exi­gir la seguridad de sus títulos de propiedad.

 

Al año siguiente se reunió una nueva con­vención, presidida esta vez por Samuel Houston, que era el líder de un grupo de norteamericanos con claros objetivos anexionistas. En esta convención se decidió plantear la forma­ción del estado y se decidió enviar a Austin a la Ciudad de México para  presentar sus demandas. Austin llegó en mal momento a México. Por un lado, los políticos estaban ocupados en las medidas anticlericales y reformis­tas, y por el otro, la peste de cólera distraía los ánimos. A pesar de ello, logró que se de­rogara la ley que prohibía la entrada de colonos norteamericanos en Texas, pero no consi­guió su propósito principal, o sea la erección de Texas en estado.

 

Furioso, envió una carta al ayuntamien­to de Béjar en octubre de 1833, en la que re­comendaba que se organizara el gobierno local, independientemente de las disposiciones del gobierno federal. La carta fue intercepta­da y Austin fue hecho prisionero en Saltillo.

 

Salió bajo fianza a fines de 1834, después de casi un año de cárcel. Fue recibido por el presidente Santa Afina, que lo había liberado, y quien le explicó que Texas no llenaba los re­quisitos constitucionales para erigirse en es­tado independiente.

 

Austín volvió a Texas vía Nueva Orleáns, donde compró armas y municiones. Mientras tanto, desde enero de 1835, en Texas se ha­bían reanudado las hostilidades por el restablecimiento de las aduanas y la implantación de la nueva disposición que prohibía la venta de tierras para evitar la especulación. William B. Travis, con cien hombres reclutados en Nueva Orleáns, dio comienzo a la lucha al apoderarse de la guarnición de Anáhuac en junio de este año, pero pronto la agitación hizo presa en el estado con el levantamiento federalista de Viesca, en Saltillo. Los colonos se unieron al movimiento y repudiaron el centralismo.

 

Y como ahora tenía un buen pretexto, la Convención de San Felipe del 7 de noviem­bre de 1835 proclamó la independencia de Texas en tanto no estuviera en vigencia la Constitución de 1824. Se acusaba a Santa Arma de haber roto el pacto federal. Se trata­ba de una buena justificación ideológica del movimiento texano, aunque los colonos ha­bían recibido sus concesiones de gobiernos monárquicos, primeramente de España y luego del Imperio mexicano, sin que se hubiera aceptado condiciones sobre el gobierno del territorio concedido. A pesar de ello, varios de los defensores del federalismo y enemigos de Santa Arma se sumaron al movimiento texano  o colaboraron con él. Entre ellos se con­taron Valentín Gómez Parías y Lorenzo de Zavala. Este último parecía estar convencido de que la causa texana beneficiaria a México y tenía además extensas territorios e intereses en Texas.

 

Austin dirigió las operaciones militares y en poco tiempo se adueñó de las principales guarniciones, hasta que finalmente cayó Béjar y el comandante Martín Perfecto de Cos tuvo que capitular. En una convención de Washington en el Brazos, el 2 de marzo de 1836, se declaró la independencia defini­tiva de Texas y se eligió como presidente del nuevo estado a David L. Burnet y a Lorenzo de Zavala como vicepresidente.

 

Samuel Houston.

 

Samuel Houston nació en una plantación del estado de Virginia el 2 de marzo de 1793. Con la muerte de su padre, la familia se mudó a Blount Countty, Tennessee. Ahí se puso en contacto con los indios cherokees y se fue a vivir con ellos tres años, abando­nando la escuela. Los indios lo llamaban "el Cuervo".

 

En marzo de 1813, Houston se unió a las tropas de Tennessee que encabezaba el general Andrew Jackson para combatir una insurrección de los creek. Fue rápidamente ascendido en el ejér­cito y actuó como comisionado de asuntos indios en Washington. En 1813 decidió estudiar leyes por su cuenta y para 1819 empezó a ejercer la profe­sión en Tennessee.

 

Nombrado comandante de la milicia del estado, en 1827 llegó a ser gobernador. En 1832 el presidente Jackson lo envió a Texas como encargado oficial de asuntos indios. Pero además de esta comisión de tipo especial, Houston tenía planes para servir como consejero de la Galveston Bay and Texas Land Company y de asociarse con la Robert Leftwich Land Grant.

 

En menos de un mes, y antes de terminar el año 1832, Houston era dueño de tierras y había ya entablado el diálo­go con los jefes indios de la región. En abril del año siguiente Houston fue ele­gido delegado por Nacogdoches en la convención de San Felipe, que eligió a Austin para pedir la proclamación de Texas como estado independiente de Coahuila. Como jefe del partido anexionista (a los Estados Unidos), se de­dicó a trabajar incansablemente por su causa.

 

En la convención de San Felipe del 13 de octubre de 1835, los colonos estaban sumamente divididos, ya que el grupo partidario de la guerra hizo pre­sión.

 

El 2 de marzo de 1836 se reunie­ron los delegados en Washington en el Brazos y Houston fue elegido coman­dante general del ejército rebelde.

 

Las fuerzas texanas estaban formadas en su mayoría por hombres de la frontera y no habían podido ser organi­zadas al principio. La derrota del Alamo y la de Goliad mostraban su debili­dad. Houston trató de organizar el ejér­cito y había ido retrocediendo conforme las fuerzas mexicanas avanzaban. Apro­vechando un descuido de Santa Anna, Houston atacó por sorpresa a los me­xicanos que descansaban en San Ja­cinto. Esta batalla fue decisiva, ya que Santa Anna fue hecho prisionero.

 

Después de la firma de los Tratados de Velasco, los texanos eligieron como primer presidente de la nueva nación a Samuel Houston, que ocupó el cargo desde 1836 hasta 1838 y nuevamen­te de 1841 a 1844. Siendo ya un esta­do de la Unión, Houston representó a Texas como senador en Washington de 1846 a 1859. En este año triunfó su candidatura como gobernador del estado de Texas, pero renunció en 1861 al estar en el partido que se oponía a la secesión de los Estados Unidos. Murió en 1863 a los 70 años de edad.

 

México trata de vencer la insurrección.

 

Al llegar a México las noticias sobre la insurrección, Santa Arma, que permanecía en su hacienda de Manga  de Clavo, decidió alistarse para salir a sofocarla. El país estaba en la más completa bancarrota e incapacitado para reunir fondos y Santa Arma tuvo que re­currir a los agiotistas para conseguir un prés­tamo, con garantía personal, de 60.000 pesos al 2,5 % de interés mensual. Por medio de la leva pudo reunir un ejército de 6.000 hombres inexpertos, que emprendieron la penosa marcha hacia Texas en condiciones muy poco fa­vorables. Basta señalar que en Monclova San­ta Arma tuvo que poner a las tropas a media ración de galleta y que no llevaba consigo ni el botiquín más indispensable.

 

El ejército fue dividido en tres secciones bajo el mando de los generales Joaquín Ramírez Sesma, José Urrea y el propio Santa An­na. Urrea siguió la ruta de Matamoros, mien­tras Santa Anna se adelantaba a Ramírez Sesma por Río Grande, para llegar lo antes posible a San Antonio Béjar. Esta era la po­blación donde se había establecido el mayor número de mexicanos y Santa Anna espera­ba obtener una brillante victoria que levanta­ra los ánimos de su ejército.

 

Al llegar a Béjar, el 23 de febrero, se en­contró con que Travis se había refugiado con algunos de los colonos y voluntarios nortea­mericanos en la fortaleza de El Álamo. La madrugada del 6 de marzo, después de trece días de sitio, el ejército mexicano tomaba la fortaleza y conseguía la anhelada victoria. Esta y la batalla del llano del Encinal del Perdido fueron las dos más famosas en esta guerra. En la segunda, James W. Fannin se rindió con sus hombres a las tropas del gene­ral Urrea, con la condición de que se respetaría a los prisioneros, pero éstos fueron conducidos a Goliad y según se dice 330 de ellos fueron fusilados por órdenes de Santa Arma. Ambas batallas han pasado a la histo­ria como ejemplos de la crueldad de Santa Arma, en general exageradas por los historia­dores.

 

La verdad es que al principio el ejército mexicano tenía las condiciones a su favor, ya que en menos de tres meses ocupó las prin­cipales guarniciones de Texas, San Patricio, González, los Cuates de Agua Dulce, Gua­dalupe, Victoria, El Copano, Matagorda, Brazoria, etc. Santa Arma decidió salir en persecución de Samuel Houston, que se reti­raba al este tratando de reunir y equipar un ejército y que pudo escapar gracias a la ayuda de un barco de Nueva Orleáns que lo ayudó a cruzar el Brazos. Santa Arma decidió caer por sorpresa sobre Harrisburg, donde esperaba encontrar a Burnet y sus colaboradores, pero entró en la población sin disparar un solo tiro y se enteré de que se habían embarcado para Galveston.

 

El 20 de abril, al cruzar el Bayuco de Búfalo, Santa Anna fue informado de que tenía a Houston a sus espaldas. Decidió pasar la noche a orillas del río San Jacinto, en un terreno que ofrecía pocas ventajas para el combate. Al día siguiente, después de una noche en vela y vigilancia continuas, decidió echar una siesta y otro tanto hizo el resto de la tropa. Los centinelas se distrajeron y Houston y sus 800 hombres aprovecharon este descuido y atacaron al sorprendido cam­pamento mexicano. Santa Anna perdió 630 hombres de los 1.200 que habían acampado en San Jacinto, pero logró escapar. Al día siguiente, mientras intentaba escapar disfra­zado de civil, fue reconocido por el enemigo y hecho prisionero. Su aprehensión cambió el curso de los acontecimientos en Texas.

 

Santa Anna fue conducido a la bahía de Galveston, en donde se le obligó a firmar los Tratados de Velasco el 14 de mayo de 1836. En el primer Tratado de Velasco, que fue el que vio la luz pública, Santa Anna se comprometía a no volver a tomar las armas en contra de Texas, suspender las hostilidades y ordenar al ejército mexicano que se retirara hasta el río Bravo. En el segundo, que fue un tratado secreto, prometía usar su influjo para que el gobierno de México reconociera la independencia de Texas.

 

El Congreso mexicano desconoció cual­quier compromiso que Santa Anna pudiera adquirir mientras estuviera prisionero y or­denó a Vicente Filisola que se hiciera cargo de la campaña de Texas. Este no obedeció las órdenes del Congreso porque, al parecer, llegaron después de las de Santa Anna. Cuando se le reprochó que atendiera las órdenes de un prisionero, contestó que la retirada se ha­bía debido a la falta de recursos para poder continuar la guerra, en especial cuando los texanos recibían hombres, armas y dinero de los Estados Unidos.

 

Santa Arma fue detenido como prisionero y conducido a la población de Columbia, donde los ciudadanos pidieron su sentencia de muerte. Aconsejado por Austin, escribió al presidente Jackson pidiéndole protección. Santa Arma viajó a Washington, donde sostu­vo pláticas con el mandatario norteamerica­no y regresó a México el 20 de febrero de 1837, en desgracia ante los ojos de sus conciudadanos y dispuesto aparentemente a per­manecer en Manga de Clavo.

 

El gobierno de México trató de reorgani­zar un ejército que pudiera reconquistar Te­xas. Se nombró al general Nicolás Bravo co­mandante en jefe, pero éste renunció porque no se le daban los elementos indispensables. El gobierno de los Estados Unidos trató de mantener la máscara de la neutralidad.

 

A pesar de que los hombres que habían luchado en Texas eran todos de Kentucky, Alabama, Georgia, Luisiana o Tennessee, de que la propaganda de la prensa norteameri­cana estaba abiertamente a favor de Texas y de que las armas, los barcos y el dinero ha­bían sido facilitados a los texanos por norteamericanos, el gobierno de los Estados Unidos se declaró oficialmente neutral. Sin embargo, aun oficialmente violó la neutralidad cuan­do dio su autorización para que el general Edward P. Gaines, con el pretexto de perseguir a indios, cruzara el río Sabinas y ocupa­ra Nacogdoches, desarmando de manera pacífica la guarnición mexicana allí establecida. A la enérgica protesta mexicana se contestó que la incursión se había realizado para evi­tar que tropas mexicanas entraran en terri­torio norteamericano. Este tipo de incidentes ocasionaron una serie de fricciones entre los dos pueblos que tendrían consecuencias pos­teriormente.

 

Después de once meses, el gobierno de los Estados Unidos consideró que ya no era tan violenta la situación, y como parecía difícil que México reconquistara el territorio texa­no, reconoció a Texas como estado independiente en 1837. En efecto, el gobierno mexi­cano tuvo que dejar a un lado la cuestión te­xana para ocuparse de la invasión francesa en 1838.

 

Francia reconoció a Texas como estado independiente en 1839 y finalmente Ingla­terra lo hizo en 1840, a pesar de sus grandes reservas, por el hecho de permitirse la esclavitud en la nueva república.

 

Aunque el presidente Andrew Jackson había apoyado abiertamente la independencia de Texas a través de su amigo Samuel Hous­ton, la actitud oficial del gobierno norteame­ricano fue cauta. En Texas habían dos gru­pos: el de los anexionistas, recién llegados casi con este propósito, y el de los indepen­dentistas, que creían que Texas podía ser una gran potencia. La facilidad con que habían logrado su independencia hizo agresivos a los texanos, que empezaron a reclamar todo el territorio hasta el Pacífico. Esto provocó al­gunos incidentes y hasta una victoria de las tropas mexicanas sobre los texanos en Nuevo México.

 

Los intereses ingleses y los franceses empezaron a extenderse, y el temor de que fue­ran más importantes que los norteamerica­nos sirvió de estímulo en los Estados Unidos para que se empezara a preparar la anexión. El expansionismo de principios de los años cuarenta empezó a reclamar Oregón y Texas, y el presidente Tyler favoreció abiertamente la anexión de Texas y la propuso al Senado. Muchos se opusieron por permitirse la esclavitud en Texas, y el Senado votó en contra. Como falló la maniobra directa, Tyler deci­dió hacer una pequeña trampa política y la anexión de Texas a la Unión fue aprobada por una "resolución conjunta" de las dos Cámaras del Congreso el l de marzo de 1845.

 

Mientras tanto el gobierno del general Herrera, consciente de la debilidad del país, fue convencido por los ingleses de que la úni­ca forma de evitar el desastre total era recono­cer la independencia de Texas a condición de que no se uniera a los Estados Unidos. El presidente texano Anson Jones sometió la propuesta al pueblo de Texas, pero era dema­siado tarde, ya que la proposición mexicana llegó casi al mismo tiempo que la norteame­ricana. Como el partido anexionista era ma­yoritario, el 21 de junio de 1845 Texas votó su anexión a los Estados Unidos, y con ello quedaba abierto el camino hacia la guerra entre los dos países.

 

Una versión acerca de la batalla de El Alamo.

 

“A las tres de la mañana los sitiado­res se situaron pecho a tierra a trescientos pasos del fuerte enemigo hasta las cinco y media de la mañana, en que sonó el toque de ataque, mandado dar por Santa Anna. Las fuerzas, provistas de escalas, tablones, barras y picas, mar­charon inmediatamente al asalto, reci­bidas a metrallazos por los sitiados, que opusieron tenaz y vigorosa resis­tencia. Las cuatro columnas y el cuer­po de reserva, que fue preciso movili­zar también, coronaron a un tiempo los muros enemigos, trepando a ellos por escalas, baterías, troneras y hasta unos sobre otros, y se precipitaron dentro de su recinto: después de tres cuartos de hora de un horrible fuego siguió una ho­rrorosa lucha al arma blanca, y lasti­mosa aunque natural carnicería.

 

“Ni uno solo de los defensores del Fuer­te quedó con vida: en aquel día y los siguientes se quemaron doscientos cin­cuenta y siete cadáveres, sin contar los hechos en los trece días que pre­cedieron al asalto, ni los que se recogieron de los que en vano buscaron la salvación en la fuga, perseguidos por la caballería a las órdenes de don Joa­quín Ramírez Sesma. Entre los cadá­veres fueron reconocidos los del prime­ro y segundo jefes enemigos Bouwie y Travis, y el coronel Crocket. Santa Anna tuvo, según su parte oficial, sesenta muertos y trescientos heridos, contán­dose entre unos y otros dos jefes y veintitrés oficiales.

 

“Los texanos se quejaron de que San­ta Anna había tratado como a salvajes a los defensores del Fuerte, sin respetar ni a los que se rindieron, a los cuales hizo degollar, lo mismo que al coronel Bouwie, que estaba enfermo en cama. Los periódicos de la época desmintié­ronlo como una atroz impostura; sin duda hubo exageración en aquellas quejas, como la hubo también en la severidad usada por Santa Anna con los extranjeros enemigos.

 

“En cuanto a Bouwie, la Lima de Vul­cano, en su número del 5 de abril, copió una carta escrita por un oficial que concurrió al asalto a las órdenes in­mediatas de Cos, que dice: ‘El jefe de ellos, llamado Travis, murió como valiente con la carabina en la mano en la explanada de un cañón; pero el per­verso y fanfarrón Santiago Bouwie mu­rió como una mujer, escondido casi debajo de un colchón’. No es fácil decidir si, en efecto, fue un cobarde o si realmente estaba enfermo. Al siguiente día de su victoria, Santa Anna expidió una proclama a los habitantes de Te­xas, firmada en su cuartel general de Béjar, en la que, entre otras cosas, decía: ‘Bejareños, regresad a vuestros hogares y ocupaos de vuestros queha­ceres domésticos: vuestra ciudad y la fortaleza del Alamo son ya guardadas por el ejército de la República, com­puesto de vuestros compatriotas, y es­tad seguros de que ninguna reunión de extranjeros volverá a interrumpir vues­tro reposo ni a atacar vuestra existencia y propiedades: el gobierno supremo os ha tomado bajo su protección y vela por vuestro bien’”.

 

(Vicente Riva Palacio, México a través de los siglos, vol. IV, pág. 372, México).

 

Texas y el “Destino Manifiesto”.

 

“Para 1845 se había popularizado la idea de que la anexión de Texas era parte del Destino Manifiesto de los Es­tados Unidos. A continuación expone­mos algunas de las ideas más popula­res sobre el asunto:

 

‘El Creador tiene un designio para todo el valle, incluyendo Texas, y ha unido cada átomo de tierra y cada gota de agua en un todo grandioso. Ha co­nectado sus ríos con los del Mississippi, y ha señalado y unido el todo para el dominio de un gobierno y la residencia de un pueblo; y es impío por parte del hombre intentar disolver esta unión grandiosa y llena de gloria’.

 

(Carta de Mr. Walker; de Mississippi, Relative to the Annexation of Texas; In Reply to the Call of the People of Carroll County, Kentucky, to Com­municate his views on that subject (Washington, 1844), págs. 8-9).

 

‘Texas, el Jardín de México, por ha­ber sido respetada la riqueza de su sue­lo, era un vastísimo desperdicio sin cultivar, cuyas riquezas, enterradas bajo el denso bosque o el pasto silvestre de la pradera, esperaban ser exhuma­das por la empresa y la industria. Para la empresa norteamericana, una vez enterada de la existencia de un cam­po semejante, no podía quedar inexplorado por los hijos aventureros del oeste, especialmente cuando el supremo go­bierno les daba tan caluroso incentivo y las orillas del Brazos y del Colorado se poblaron muy pronto de agricultores industriosos del Mississippi. Exaltados por los dorados prospectos que brilla­ban en su esfuerzo, no escatimaron re­curso para convencer a sus amigos que los siguieran, y la rica naturaleza sal­vaje de Texas se empezó a convertir en un fructífero jardín’”.

 

(Benson J. Lossing, “The Fall of Be­xar, a Texian Tale”, Forger-Me-Not; a goft for 1846, Nueva York, 1845).

 

Bibliografía.

 

Cue Cánovas, A. Historia social y económica de México (1521 –1854), México, 1973.

 

Riva Palacio, V. México a través de los siglos, vol. IV, México, 1962.

 

Valadés, J. Orígenes de la República Mexicana. La aurora constitucional, Mé­xico, 1972.

 

Vázquez de Knauth, J. Mexicanos y norteamericanos ante la guerra del 47. México, 1971.

 

Zorrilla, L. G. Historia de las relaciones entre México y los Estados Unidos de América, 1800 - 1968, vol. I, México, 1965.

 

87.            La guerra de los pasteles.

Por: Clark Crook Castan.

 

Relaciones con Francia.

 

Desde 1821 las relaciones entre México y Francia estuvieron restringidas por los acuerdos entre las coronas francesa y espa­ñola. Ambas casas reinantes no sólo eran de la familia de Borbón, sino que las dos for­maban parte de la Santa Alianza. Carlos X, rey de Francia, hubiera preferido que se hu­biese mantenido el mismo estado de cosas anterior a la independencia, pero, en cambio, sus ministros se dejaron influir por las presiones que ejercían los intereses comerciales.

 

Por su contenido, la declaración de París del 8 de mayo de 1827 fue una especie de tratado muy similar al celebrado con Inglaterra, pero en sus efectos resultó nulo por no reconocer la independencia de México. En 1830 Luis Felipe, rey de los franceses, de la casa de Orleáns, reconoció la independencia y se formularon dos redacciones del tratado deseado (en 1831 y 1832) que fueron firmadas por los representantes respectivos. El Congreso mexicano suprimió un artículo sobre evaluación de mercancías y en México se creyó que el gobierno francés ya no ratifi­caría el tratado. Sin embargo, en julio de 1834 se hizo una convención y fue firmada por el barón Deffaudis y por Francisco Lom­bardo, ministro de Relaciones, en la que se estipulaba que los franceses en México y los mexicanos en Francia gozarían del tratamiento de nación más favorecida. Por desgra­cia hubo un contratiempo, porque Francia exigía privilegios especiales en el texto del tratado, pero finalmente cedió en sus pretensiones. Dispuestas ambas partes a ratificar el tratado, Francia reclamó modificaciones para proteger a sus súbditos de los préstamos for­zosos y para garantizar una indemnización ante cualquier cambio, así como la libertad de comerciar al menudeo. Ambas exigencias estaban en desacuerdo con los tratados celebrados con otras naciones,  por lo que México se opuso firmemente a ratificar el tratado.

 

Al ocupar la presidencia el general Bustamante, éste fijó su atención en el problema de las reclamaciones de los extranjeras por daños sufridos. En el curso de los varios pronunciamientos, los extranjeros habían sido víctimas de los mismos agravios que los mexicanos en sus personas y propiedades, y por ello pidieron la intercesión de sus minis­tros representantes en México para conseguir reparaciones por los daños sufridos. Varios franceses tenían pendientes reclamaciones desde 1828, originadas por el saqueo del Pa­rián. Una  de las  reclamaciones fue notable por tratarse de un pastelero, que, según algu­nos, había pedido sesenta mil pesos en daños. Esta supuesta reclamación dio lugar a que los mexicanos bautizaran la guerra que haría Francia a México como la Guerra de los Pas­teles, aunque las verdaderas causas de la guerra fueran otras.

 

En una exposición al Congreso, el 13 de septiembre de 1837, el ministro de Relaciones, Luis G. Cuevas, afirmó que si bien las reclamaciones se referían a daños sufridos por algunos extranjeros a consecuencia de revueltas políticas, era de notarse que en los casos referidos también habían padecido los mexicanos. El ministro definió su posi­ción sobre las indemnizaciones diciendo: "El Gobierno no encuentra que haya la menor obligación para hacerlas, cuando se reclaman por pérdidas que han sufrido nacionales o extranjeros, a consecuencia de un movimiento revolucionario... que ningún gobierno puede ser responsable, ni está obligado a resarcir los daños que han causado algunos de sus súbditos, sino cuando ha tenido con ellos alguna connivencia, al menos por no haber­los impedido, pudiendo. Su aplicación en las circunstancias en que sucesivamente se ha encontrado la República será  bien fácil, si se tiene presente que el gobierno casi nunca ha podido reprimir las diversas sublevaciones que han turbado la tranquilidad pública y que, en ninguna, ni directa ni indirectamente, ha influido en los daños causados a nacionales y extranjeros. Son bien conocidas nuestras revoluciones y la impotencia  en que, por desgracia, se han encontrado las autoridades para prevenir los males que todos deplora­mos... Si a esta consideración general de tan­to peso se añade la de que toda nación en su infancia política debe sufrir forzosamente los males consiguientes a su inexperiencia y a la dificultad de constituirse convenientemente, se verá con la mayor claridad que los daños que han sufrido los particulares en los diver­sos períodos de nuestras revoluciones han sido una consecuencia inevitable de ellas mismas, por la cual no puede exigirse a la na­ción la menor responsabilidad".

 

Después que se dio a luz esta declara­ción, en la que el gobierno mexicano decli­naba toda responsabilidad, la situación entre Francia y México se agravó visiblemente. El 17 de junio de 1837, Cuevas dirigió una carta al barón Deffaudis. En ella le acusaba de haber escrito una carta insultante, fechada el día 13, para defender el asunto de las re­clamaciones, lo cual era inaceptable porque se "la ha considerado como ofensiva a la República mexicana y, en consecuencia, al gobierno supremo que debe sostener su honor y dignidad". "El infrascrito -continuaba el ministro mexicano- habría deseado viva­mente que el señor barón hubiera guardado silencio y omitido su calificación sobre pun­tos tan delicados que sólo dan lugar a contestaciones poco agradables..." Exasperado, el barón Deffaudis defendió su posición en fa­vor de las reclamaciones por pillaje y destruc­ción de las propiedades de los súbditos fran­ceses, por préstamos forzados cobrados a súbditos de su majestad,  por medios legales y violentos, por confiscación de bienes a los súbditos de su majestad no autorizada por las leyes de la República y finalmente por denegación de justicia.

 

El plenipotenciario francés añadió que "la legación de Francia no tiene que recibir ni aprobación ni censura de nadie por el uso que hace del nombre de su gobierno: sólo es res­ponsable a París de un uso semejante. Aun­que acostumbrado a ver que el actual señor ministro de Relaciones Exteriores le enseña la etiqueta y los usos diplomáticos, nunca presumió que sus lecciones se entendiesen hasta sus deberes con respecto a su propio gobierno". El representante francés y su go­bierno perdieron la paciencia porque México no atendía a sus reclamaciones, y el 16 de enero de 1838 el barón Deffaudis pidió sus pasaportes y abandonó la capital. A su lle­gada a Veracruz recibió diversos comunica­dos de Francia, en los que se aprobaba su conducta y se le instruía .para que avisara a los franceses residentes en México con objeto de que hicieran inventarios de sus bienes.

 

El significado de estas medidas no era difí­cil de interpretar y resultó aún más claro cuando en marzo fondeó ante Veracruz una escuadra de la marina real francesa al mando del comandante Bazoche.

 

Exigencias francesas.

 

El 21 de marzo el ministro Deffaudis dic­tó un ultimátum a bordo de la fragata L'Herminie. En ella exigía al gobierno mexicano el pago de 600,000 pesos por reclamaciones e intereses, el retiro de ciertos oficiales y la excepción de préstamos forzosos o la intervención en el comercio de los franceses en México que debían hacerse efectivos a partir del 15 de abril. El gobierno mexicano contes­tó el 25 de marzo que el honor nacional no admitía una consideración favorable al docu­mento sin la retirada de los barcos franceses.

 

En una carta fechada el 4 de abril de 1838 el ministro Cuevas expuso el temor de que la conducta del gobierno francés hacía suponer que la finalidad que se perseguía era interve­nir en un cambio en el gobierno mexicano. Cuevas escribió a su ministro en París que era conveniente hacer llegar esta opinión a la oposición política francesa y hacer ver al mismo tiempo como los franceses "son pre­cisamente los extranjeros que han hecho el comercio con más ventajas" en México.

 

En aquellos días de 1838 se hallaba en París el gran diplomático mexicano José Ma­ría Gutiérrez Estrada. A punto de iniciar un viaje hacia Italia recibió un aviso del  mi­nistro de Negocios Extranjeros de Francia, Molé, en el cual se le citaba a una entrevista. Por las circunstancias de aquel momento, se trataba de un punto delicado y el mexicano manifestó sus deseos de recibir una invitación por escrito. Esto era necesario porque los franceses se negaban a entrevistarse con el plenipotenciario mexicano Max Garro. Gutiérrez Estrada fue recibido por el ministro francés con la mayor cortesía, y se lamentó del lastimoso estado de las relaciones con México. Molé le aseguró que desde un princi­pio había desaprobado el lenguaje utilizado por Deffaudis en el ultimátum, pero no el con­tenido, que consideraba justo. El ministro añadió que para evitar la guerra se había en­viado al contralmirante Baudin como jefe de la expedición, hombre firme, pero de carácter conciliatorio. Al contralmirante se le había or­denado apelar a las armas sólo en caso extre­mo. Gutiérrez Estrada contestó que había arreglo en lo referente a la indemnización, pero no en el caso de las pretensiones exageradas, como la solicitud de destitución de fun­cionarios, exigencia de legislación especial para ciudadanos franceses, etc.

 

El ministro francés contestó que no es­taban en juego la independencia y la soberanía de México. Explicó que Baudin llevaba intenciones pacíficas, y que "suceda lo que sucediese, la Francia en ningún caso os en­viaría un solo soldado, limitándose sus hos­tilidades al simple bloqueo". Gutiérrez Estra­da opinó que "estos señores" habían tenido tiempo de reflexionar sobre las complicacio­nes de la expedición y buscan el modo de salir de su embarazo actual del modo menos deshonroso posible...  Tal es el pensamiento que ha dictado la nueva expedición, preparada con tanta premura y urgencia".

 

Esta información servirla para calmar las preocupaciones de Cuevas en cuanto a la independencia nacional, lo que le permitiría hacer los subsiguientes arreglos con mayor calma.

 

Mientras tanto el comandante Bazoche no había obtenido respuesta satisfactoria y el 16 de abril rompió las relaciones con México e impuso el bloqueo de la costa del Golfo. El bloqueo no causó más daño a los mexicanos que agravar aún más la escasez del erario. En el intervalo se produjeron varios pronun­ciamientos en favor de la federación y contra el gobierno centralista de Bustamante. El barón Deffaudis fue llamado a París, siendo reemplazado por el contralmirante. Baudin, quien al mando de varios buques de guerra llegó frente a Veracruz a fines de octubre.

 

Se reforzó el bloqueo y el contralmirante envió a México un comisionado pidiendo se le diera una respuesta al ultimátum. Ante aque­llas circunstancias, el ministro de Relaciones, Luis G. Cuevas, decidió asistir a una conferen­cia con el contralmirante francés en Jalapa.

 

El mexicano  no cedió en su posición de no otorgar exención a los franceses de la prohibición del comercio al menudeo ni de los préstamos forzosos. Aunque concedió la in­demnización de los 600.000 pesos, Cuevas no pudo dar ninguna garantía de hacerla efectiva y difirió el pago a seis meses. Al salir de Jalapa el 21 de noviembre, el contralmiran­te Baudin declaró que si no eran aceptadas sus condiciones, el 27 comenzaría las hosti­lidades.

 

Comienzo de las hostilidades.

 

En la mañana del 27 reinaba gran anima­ción en las aguas frente a Ulúa. Las lanchas se movían sin cesar entre los barcos de la es­cuadra francesa, señalando posiciones y dan­do órdenes. Un total de 26 barcos, que in­cluían transpones con 4.000 hombres, se enfrentaban al llamado Gibraltar de América. El general Gaona, comandante de la fortaleza, no abrió fuego para dificultar los preparativos franceses porque tenía órdenes de evitar provocaciones. Hubo un retraso en el comienzo de hostilidades ocasionado por una carta de Cuevas en que se proponían concesiones me­nores que fueron consideradas inaceptables por los franceses.

 

A las dos y media de la tarde éstos rom­pieron el fuego sobre San Juan de Ulúa. Los modernos proyectiles de los franceses cayeron sobre el castillo con un efecto devastador. Los mexicanos no habían ni soñado que la construcción de las murallas de Coral eran una protección dudosa; los proyectiles horadaban los muros podridos y penetraban en las casamatas, estallando y destruyendo la construc­ción y ocasionando la muerte de los defensores. Gaona advirtió pronto que no podía continuar su resistencia más allá de la noche, pues casi todos los artilleros habían muerto, las baterías habían sido destruidas y se agotaban las municiones. Pidió instrucciones al general Rincón, y éste, temiendo los resultados, solicitó un alto el fuego para recoger a los heridos.

 

Después de su desgracia en Texas, el ar­diente e inquieto Antonio López de Santa Anna había permanecido alejado de los problemas públicos, por lo que el momento era oportuno para hacer su reaparición al ser­vicio de la patria. La  tenebrosa e inquieta figura de Manga de Clavo cayó sobre Veracruz. Montado en un caballo blanco, Santa Anna irrumpió en la plaza y fue comisionado por el general Rincón para inspeccionar el castillo. Al ver la penosa situación de la forta­leza, dejó que el consejo de oficiales determinasen la rendición de Ulúa.

 

Nueva actuación de Santa Anna.

 

Los franceses tomaron posesión de Ulúa a las dos de la tarde del 28 de noviembre, des­pués de permitir la retirada de la guarnición con todos los honores. Veracruz quedaba a merced de los nuevos dueños de Ulúa, y Rincón tuvo que entrar en arreglos con los fran­ceses.

 

Se le obligó a reducir la guarnición de la plaza a mil hombres y a recibir e indemni­zar a los franceses; éstos levantarían a su vez el bloqueo en ocho meses. En México este arreglo causó violentas protestas y se depuso del mando al general Rincón.

 

El presidente Bustamante nombró al ge­neral Mariano Paredes y Arrillaga como mi­nistro de Guerra y encargó la defensa de Veracruz a Santa Anna. Este último comunicó al contralmirante francés la declaración de guerra que había hecho el Congreso de México.

 

Baudin contestó que, a pesar de la insen­sata actitud del gobierno mexicano, no arra­saría la ciudad de Veracruz para no aumentar los padecimientos de la población.

 

Santa Anna consultó a sus oficiales so­bre las posibilidades de defender la plaza. Es­tos manifestaron que era inútil tratar de de­fender Veracruz estando Ulúa en manos de los franceses y dado que la mayor parte de las tropas mexicanas había salido con el general Rincón. A pesar de ello, Santa Anna de­cidió defender la ciudad a todo trance. Aunque contaba con pocas fuerzas, Santa Anna sabía que Arista y su brigada se habían reu­nido con Rincón en el paso de Ovejas y les mandó que avanzaran hasta Barracas.

 

Arista llegó a Veracruz y se presentó a Santa Anna a las nueve de la noche del 4 de diciembre. En la madrugada del día 5 desem­barcaron los franceses bajo el mando personal del contralmirante Baudin con el fin de anular los preparativos de los defensores de la ciudad. Baudin mandó al príncipe de Joinvi­lle, hijo del rey, con un destacamento de mari­neros, a capturar a los generales Santa Anna y Arista, mientras que el resto de sus tropas se ocupaban en desarmar la ciudad.

 

El príncipe y sus hombres asaltaron la casa donde dormían los dos generales. Al pri­mer ruido, Santa Anna saltó de la cama, se­guramente con recuerdos de aquella funesta tarde en San Jacinto. Apenas pudo tomar bo­tas, pantalones y sombrero, correr a la puer­ta trasera de su recámara, subir las escaleras y escapar por las azoteas con su espada en una mano y su ropa en la otra. El general Arista, agotado por su marcha, tardó en des­pertarse y empezaba a vestirse con precipita­ción cuando precisamente en el momento de ajustar su sable tuvo que entregarlo al prín­cipe, quien entró en aquel instante en la ha­bitación. Arista tuvo que pasar mes y medio prisionero de. los franceses.

 

En la ciudad reinaba el caos más comple­to. Se oían explosiones y balazos por todos los lados. Un fuego constante entre francoti­radores, soldados mexicanos y marineros e infantes de marina franceses remplazó a las mañanitas y a los gallos.

 

La columna francesa centró su interés en las defensas del Sur de la ciudad y atacó el cuartel de la Merced, donde las tropas mexicanas resistieron valientemente. La defensa continuó aun cuando llegó el contralmirante y decidió que los franceses habían cumplido su misión de destruir todos los emplazamien­tos defendibles en la ciudad. Baudin resolvió reembarcarse con sus hombres, seguro de que la ciudad quedaba indefensa bajo los cañones de su escuadra.

 

Santa Anna esperaba la llegada de los refuerzos de la brigada de Arista, y al observar el repliegue francés a sus embarcaciones or­denó un contraataque. Siguiendo a los fran­ceses hasta llegar al muelle, vio que quedaba allí el contralmirante, el príncipe, un cañón capturado y una corta escolta. Santa Anna aprovechó la ocasión, azuzó su caballo blanco y adelantándose a la tropa, con la espada de­senvainada y al grito de "a la bayoneta", se lanzó a la carga. El general comandante y sus seguidores irrumpieron sobre el muelle e in­mediatamente el cañón vomité fuego. El ca­ballo blanco cayó muerto y el general Santa Arma se desplomó con su pierna hecha tri­zas. Todos a su alrededor resultaron muer­tos, mientras el contralmirante, el príncipe y sus hombres subieron a la última lancha y abandonaron el muelle. La tropa que llegó después recuperó el cañón y recogió al ensan­grentado general.

 

El contralmirante decidió terminar con todos los obstáculos y sus buques bombar­dearon el cuartel y lo destruyeron, mientras la tropa evacuaba la ciudad llevándose a San­ta Anna, a quien se creía moribundo.

 

En un parte oficial muy teatral, Santa Anna imploró a los mexicanos que rechazaran las discordias y se unieran en la lucha. El no­ble y patriótico general Santa Anna pedía per­dón por sus errores al servicio de la. patria.

 

El desastre de San Jacinto fue olvidado. Su pierna amputada en Pocitos fue enterrada en la hacienda del general y más tarde exhumada y trasladada con gran pompa al panteón de Santa Paula, en la capital.

 

Con la noticia del abandono de Veracruz surgió un nuevo motivo de descontento con­tra el gobierno de Bustamante. El gabinete dimitió y el presidente se vio forzado a ofrecer los ministerios de Relaciones y Gobernación a dos federalistas, Gómez Pedraza y Rodríguez Puebla, que presentaron una proposición de ley para formar una federación que concediera poderes extraordinarios al presidente Bustamante. El consejo de minis­tros rechazó la propuesta, que pasó a las Cá­maras, las cuales la transmitieron al poder conservador. El asunto dio origen a una insu­rrección al grito de "¡Viva la Federación!", que no tuvo fuerza para tomar el poder. El día 18, los ministros presentaron sus dimisiones y Gorostiza se hizo cargo de Relaciones; Cortina, de Hacienda; Lebrija, de Goberna­ción, y Tornel, de Guerra. Este último era santanista y presionó para que Santa Arma se hiciera cargo del Ejecutivo. Bustamante cedió a las demandas y pidió permiso para ponerse al mando del ejército que iba a batir a los federalistas en Tampico.

 

Santa Anna, presidente interino.

 

El hecho de figurar como presidente apresuró la convalecencia de Santa Anna; transfirió el mando de la costa al general Guadalupe Victoria y emprendió el camino de México. Santa Anna llegó a la capital el 17 de febrero de 1839, en medio de vítores, y fue condeco­rado por sus heroicas acciones en Veracruz. Bustamante, visiblemente mortificado por su propio eclipse, traté de retrasar su partida de la capital con el fin de no entregar el man­do a Santa Anna, con el pretexto de preparar las defensas contra los franceses y los federalistas. Santa Anna tuvo que asegurarle que no tenía ambiciones para perpetuarse en la silla presidencial y urgió a Bustamante a em­prender la marcha contra los rebeldes o bien que le enviara a él mismo a luchar contra los enemigos del gobierno. La llegada del general Santa Anna a la capital tuvo el feliz resul­tado de cimentar un tanto la opinión nacional y de aumentar el apoyo público en torno al gobierno y al heroico presidente interino.

 

Con Antonio López de Santa Anna a la cabeza, el gobierno disponía de suficiente fuerza moral para silenciar a la oposición y abrir de nuevo las negociaciones con los fran­ceses.

 

La guerra con Francia había entrado en una nueva fase. El bloqueo y los desórdenes que siguieron a éste fueron muy perjudiciales para el comercio inglés con México, por lo que el recién llegado ministro británico, Pakenham, se apresuró a proponer sus buenos oficios como mediador. Los mexicanos, pasa­do su primer furor, vieron que les convenía llegar a un acuerdo sin demora. Además, el 17 de febrero el contralmirante Baudin había levantado el bloqueo de los puertos ocupados por los rebeldes federalistas y esto presa­giaba males para el futuro del gobierno en la capital.

 

Por su lado los franceses no estaban preparados para intervenir más en los asuntos, especialmente con motivo de la llegada de una escuadra inglesa formada por trece buques a las órdenes del comodoro Douglas. Los franceses, en posesión de la primera fortaleza mexicana y con el control de los puertos de la República, pensaron que tenían fuerza para hacer que fuera reducido el número de buques ingleses.

 

Negociaciones y restablecimiento de la paz.

 

En una nota, Mr. Pakenham terminaba diciendo que para impedir que Mr. Baudin tomara otras medidas de la misma clase, juzgaba indispensable que los plenipotencia­rios de México principiasen, desde luego, las negociaciones. Días después insistió en este punto, en vista de que Mr. Baudin habíale escrito en tal sentido; y en la inteligencia, por otra parte, de que, según el plenipotenciario francés, si el gobierno mexicano estaba dispuesto a entrar en convenios, era indispensa­ble que cambiase el lenguaje de su periódico oficial.

 

Por fin, el día 26 de febrero de 1839 el general Santa Anna dio a sus plenipotencia­rios, el ministro de Relaciones Manuel de Gorostiza y el general Guadalupe Victoria, las instrucciones respectivas. Y el 6 de marzo de 1839 los representantes mexicanos, el contral­mirante Baudin, el ministro de S. M. Britá­nica y el comodoro Douglas celebraron su pri­mera reunión a bordo de la fragata inglesa La Madagascar. Después de dos días de conferencias, los plenipotenciarios llegaron a for­mular un tratado y una convención, que fue­ron firmados el 9 de marzo.

 

Los esfuerzos del gobierno de Santa Arma para que fueran aceptadas las condiciones del tratado dieron lugar a varios tipos de exposiciones oficiales. Para presentar las condi­ciones bajo una luz favorable a las Cámaras y a los partidos fue necesario usar mucho tacto y circunspección. El general Guadalupe Vic­toria y el ministro Gorostiza, al informar al presidente sobre los principales puntos del tratado y la convención, decían: "Nos limita­remos a congratularnos con V. E. por haber obtenido del plenipotenciario francés el desistimiento de todas aquellas concesiones que pretendían y que podían  lastimar de cualquier modo el honor y la nacionalidad del pueblo mexicano".

 

"El convenio consta, por lo tanto, de sólo tres artículos; el primero estipula que se paga­rán a Francia 600.000 pesos por las reclama­ciones que nos demandaba en plazos cómodos y del modo que menos podía perjudicar al era­rio nacional; pero tendré el honor de manifestar antes que todo a la Cámara que si se usó en esta ocasión del verbo pagar, no fue, por cierto, en la acepción que éste tiene cuando se le emplea para la satisfacción de alguna deuda, y que implicaría hasta cierto punto el reconocimiento de la obligación. Nada menos que eso: se usó únicamente como equivalente de entregar, y ya desde Jalapa se había mani­festado al mismo señor plenipotenciario fran­cés que si se consentía en esta demanda era sólo por obviar a mayores inconvenientes y no porque se acatase el principio ni se recono­ciese la justicia de su aplicación. El Gobierno, sin embargo, y para que no quede el menor escrúpulo sobre el particular, se compromete desde ahora a acompañar la ratificación del tratado con una protesta bien explícita, y que contendrá las mismas explicaciones que por medio de una simple nota se habían dado ya en Jalapa. El artículo segundo somete tam­bién al arbitraje de una tercera potencia, y por las mismas razones que lo hizo en el tra­tado de paz, respecto a los buques de guerra, el punto de la devolución de los buques mer­cantes con sus cargamentos, que se secues­traron durante el bloqueo. El tercero y úl­timo artículo se limita a estipular que no se pondrá obstáculo alguno al pago puntual de los créditos franceses que estaban ya reconocidos y en vía de pagarse...

 

"Las estipulaciones que el Congreso va a examinar, si merecen su aprobación, pondrán el término deseado a los males de la continuación de la guerra, y a los compromisos y peli­gros interiores que serían su consecuencia, y que ya por desgracia se han asomado. El Gobierno cree que ellas han dejado bien pues­to el nombre nacional, y que han coronado noblemente la lucha que hemos mantenido durante diez meses con una nación poderosa. Si entonces hemos sabido resistir demandas altivas, que afectaban notoriamente a nuestro honor y nuestros derechos, ahora hemos debido tomar la mano amiga que se nos en­vía, y aun prestarnos a sacrificios meramente pecuniarios, para no retardar el momento de la paz entre dos pueblos, que ningún interés tienen en ser enemigos, y mucho, por el contrario, en volver al estado de buena inteli­gencia en que antes se hallaban."

 

El tratado fue firmado el 21 de marzo de 1839 por el presidente interino Antonio López de Santa Anna. En 6 de julio lo firmó a su vez el monarca francés. Santa Anna había logrado lo que no había podido Bustamante, es decir, unificar la opinión de los mexicanos, llegar a un acuerdo con los franceses y hacer que el Congreso aceptara los términos de la paz. Además, Santa Arma había recobrado su popularidad personal, que estaba en su punto más bajo después de la desgracia de Texas, y así aseguró su propia continuidad en el drama de la historia mexicana. San Juan de Ulúa fue devuelta a los mexicanos el 7 de abril y la flota francesa se retiró de las costas mexica­nas con algunos viejos cañones como trofeos.

 

Una de las versiones sobre la guerra de 1838.

 

“EI hecho es que un fondero francés, llamado Remontel, fue víctima de un robo ejecutado en Tacubaya por algunos oficiales, malas cabezas, en la víspera de la partida de las tropas que mandaba Santa Anna en 1832, cuando este ge­neral renunció a la esperanza de tomar a México y se dirigió a Puebla. Toma­ron aquéllos la precaución de dar de beber en exceso al fondero y a sus criados, y de encerrar luego a todos ellos. Cuando despertó al siguiente día, pudo advertir, ya muy tarde, que se habían apoderado de los productos de la venta de varios días, de parte de la vajilla, de los vinos, y aun de la batería de cocina.

 

“Quejóse entonces el fondero ante el encargado de negocios de Francia, el barón Gros, quien reclamó una suma de 800 pesos como indemnización. Este fue el origen de tantas exageraciones y burlas de la prensa. Todavía hoy (1857) no hay cien personas un México que rehusen dar crédito a la reclamación de 30.000 pesos por el consumo de pas­telillos”.

 

(Mathieu Fossey, Le Mexique. pági­nas 287-288, París, 1857).

 

Causa de la Guerra de los Pasteles.

 

“Para la Historia, la verdad es la siguiente:

 

No fue la cuestión de dinero y, en consecuencia, no pudo serla de los pas­teles, ni por reclamaciones injustas, por lo que México dio lugar al bloqueo por la escuadra francesa, comenzado el 16 de abril de 1838 por el comandante Bazoche, sino por el orgullo de no resolver la cuestión ante la escuadra estacionada en nuestras aguas. Este orgullo lo desechó el gobierno mexicano en noviembre de 1838, lo que le puso en ridículo.

 

Del bloqueo pasamos a los combates, que nos llenaron de vergüenza y abatimiento; no por cuestión de paste­les, dinero y otras, sino en apariencia por el empeño de sostener derechos bár­baros completamente condenados por la civilización; en realidad, por servir de nuevo y humildemente a las ambiciones de Santa Anna, quien debía salir resucitado de las cenizas del verdadero honor mexicano. La nación estaba condenada ser la hembra maltratada y siempre amorosa del condotiero que sabía sedu­cirla, flagelarla, despreciarla y mante­nerla siempre como ardiente odalisca ávida de ultraje y tiranía”.

 

(F. Bulnes, Las grandes mentiras de nuestra historia, pág. 769, México, 1969).

 

El clero y el partido borbónico.

 

El clero, poseedor de un centenar de millones de pesos y de buenas rentas emanadas de los diezmos, legados y obvenciones, pudo bien haberse encargado de la reposición de las fortificacio­nes por la modesta suma de 150.000 pesos. Un autor francés, M. Maissin, explica este egoísmo por el hecho de que el clero sólo veía su salvación, su tranquilidad y el respeto indefinido a la religión por el establecimiento de una monarquía en México, inaugurada por un príncipe católico y Borbón. España, después de la malograda expedición de Barradas, había probado su impotencia para apoyar en México al firme partido monarquista, cada día mas convencido de la necesidad urgente de salvar a la religión y al país por la monarquía católica. Faltando un Borbón español, un Borbón francés, y para Luis Felipe      muy conveniente devolver en México el tro­no que a los Borbones les había quitado en Francia. En el interés del clero y de los monarquistas estaba el conseguir resistir las pretensiones de Francia y tomar medidas que la exasperasen hasta conseguir el paso del bloqueo a la in­vasión la cual significaba el triunfo; pues México no hubiera podido resistirla y el triunfo causaba el establecimiento de la monarquía”.

 

(F. Bulnes, Las grandes mentiras de nuestra historia, págs. 752-753, México, 1969).

 

Bustamante y Santa Anna.

 

“No pudimos leer sin conmoción el boletín número 3, en que se refiere. En él leímos estas cláusulas, que sacaron lágrimas aun a los mismos enemigos de Santa Anna: ‘Al concluir mi existencia, no puedo dejar de manifestar a satisfacción que me acompaña de haber visto principios de reconciliación entre los mexicanos. Di mi último abrazo al general Arista, con quien estaba desavenido por desgracia, y desde aquí lo dirijo ahora a S. E. el presidente como muestra de mi reconocimiento por haberme honrado en el momento del peligro. Lo doy asimismo a todos mis compatriotas y les con­juro por la patria, que se halla en tanto peligro, a que depongan sus resenti­mientos, a que se unan todos formando un muro impenetrable donde se estre­llará la osadía francesa. Pido también al gobierno de mi pa­tria, que en estos mismos Médanos sea sepultado mi cuerpo para que sepan todos mis compañeros de armas que ésta es la línea de batalla que les dejo mar­cada. Que de hoy en adelante no osen pisar nuestro territorio con su inmunda planta los más injustos enemigos de los mexicanos. Exijo también de mis com­patriotas que no manchen nuestra vic­toria atacando las personas de los inde­fensos franceses, que bajo la garantía de nuestras leyes residen entre nosotros, para que siempre se presenten al mundo magnánimos y justos, así como son valientes y terribles defendiendo sus sacrosantos derechos. Los mexi­canos todos, olvidando mis errores políticos, no me nieguen el único título que quiero donar a mis hijos... el de buen mexicano...’.

 

“¡Vive Dios, que el padre de la moral, apurando la fatal copa del veneno que le quitó la vida, no habría hablado un lenguaje más enérgico y digno de un hombre magnánimo y generoso! Santa Anna consiguió por entonces su objeto. Sus aberraciones quedaron de esta manera olvidadas.

 

“Cuantos leyeron esas cláusulas lle­nas de la unción propia de un moribundo, que siempre dejan cierto retintín en el oído y hacen latir el corazón, derra­maron lágrimas. En los claustros se diri­gieron muchas plegarias al cielo por su vida; Santa Anna fue el asunto de las conversaciones por muchos días, todos preguntaban por el estado de su salud; hasta el mismo presidente Bustamante, hombre de bien, sincero y que jamás ha abrigado el odio en su corazón contra la multitud de ingratos que se ha creado con sus favores, dispensados con más largueza de la que debiera, se sintió conmovido, y se vieron correr lágrimas por sus ojos”.

 

(C. Ma. Bustamante, El Gabinete Mexicano. México, 1842).

 

El partido santanista y la guerra con Francia.

 

“En páginas anteriores y por documentos oficiales de innegable autenticidad he probado que la fracción con­servadora sería ilustrada, decente, prin­cipista, doctrinaria y patriota, compren­diendo que la guerra con Francia sólo podía ocasionarnos calamidades de todo género, dio instrucciones al general Rincón, jefe de las plazas de Veracruz y Ulúa, para que a todo trance evitara irritar a Francia para que ésta potencia no continuase sus hostilidades, que nos era imposible devolver su reprimir. Esto no era cobardía, sino sensatez, verda­dero patriotismo; necesidad indeclina­ble de nuestro enfermizo y decadente estado social. No era, pues, el gobierno el que quería la guerra, tampoco los fe­deralistas; eran los santanistas los que veían en un conflicto de armas con cualquiera nación el único medio de resuci­tar a su hombre y que volviese al poder, y su cálculo era malvado, pero justo, in­falible, aplicado a la ignorancia y vanidad de un pueblo poco civilizado.

 

“No podía pertenecer al partido fede­ralista, cuya prensa hacía meses que había depuesto su actitud hostil contra Francia y cuyos líderes mantenían relaciones amistosas con el contralmiran­te Baudin; no podían ser agentes del par­tido moderado, opuesto a la guerra y cuya conducta siempre se ajustó a su denominación de moderado; menos podían ser agentes del presidente Busta­mante; luego forzosamente eran agen­tes santanistas; militares dentro o fuera del ejército que veían en la guerra un re­pertorio para su hambre, una venganza para saldar un desaire, una esperanza para ascender, un abrigo contra la miseria, una gotera por donde caerle al presupuesto.

 

“El partido santanista veía en la guerra la resurrección única posible de su jefe. Si del bloqueo fue necesario pa­sar a los vergonzosos actos militares de Ulúa y Veracruz fue por la decisión del partido santanista dominante en el ejér­cito, en el famelismo decente dedicado a buscar su cocina en el presupuesto de un nuevo gobierno, en los hombres de negocios malos de agio que eran los únicos posibles; en las plebes a quie­nes se les había inculcado la creencia de que Santa Anna era el primer capi­tán del mundo. En una palabra, Santa Anna era el candidato de una oposición contra un gobierno que no había podido pagar al ejército, al hambre, al agio y a toda clase de corrupciones políticas, el precio convenido por el poder público”.

 

(F. Bulnes, Las grandes mentiras de nuestra historia págs. 859-861, México, 1969).

 

Bibliografía.

 

Blanchard y Dauzats, San Juan de Ulúa, París, 1839.

 

Bravo Ugarte, J. Historia de México, vol. III, 2ª parte, México, 1959.

 

Bulnes, F. Las grandes mentiras de nuestra historia, México, 1969

 

Bustamante, C. M. El Gabinete Mexicano, México, 1842.

 

Peña y Reyes. A. de la, La primera guerra entre México y Francia, México, 1927.

 

Valadés, J. Orígenes de la República Mexicana. México, 1972.

 

88.            La guerra con los Estados Unidos.

Por: Jesús Velasco.

 

La situación en Estados Unidos.

 

Entre las amargas experiencias que México tuvo que padecer durante sus años de formación, tal vez la más dura fue la guerra con los Estados Unidos, entre los años 1846 y 1848. Su derrota militar fue absoluta, pade­ció la primera ocupación de su capital y per­dió aproximadamente la mitad de su territo­rio original. Sin embargo, esta experiencia dejó algunos resultados positivos, pues con­tribuyó a que los mexicanos maduraran su sentimiento de nacionalidad.

 

Las causas de esta guerra han sido objeto de muchas especulaciones. Pero, sin duda, las raíces del conflicto se encuentran en el de­sarrollo diferente que tuvieron las sociedades mexicana y norteamericana, cuyas caracterís­ticas hacia la mitad del siglo XIX hacían inevitable su encuentro y la derrota de la primera.

 

Desde sus orígenes, el pueblo norteameri­cano se caracterizó por sus afanes expansionis­tas. La compra y la conquista se habían esta­blecido como principios perfectamente lega­les para la adquisición de tierras; así, desde la fundación de las primeras colonias hasta el rompimiento de las hostilidades con México, su territorio se había extendido de una peque­ña franja en la costa del Atlántico hasta los límites con Texas, Nuevo México y Califor­nia. Diversos elementos contribuyeron a crear este carácter; en primer lugar, su población estuvo integrada por constantes oleadas de inmigrantes europeos -predominantemente ­anglosajones- deseosos de mejoramiento económico, y por consiguiente hambrientos de tierras. En segundo lugar, la realización de su anhelo tuvo que vencer problemas como los que presentaba la naturaleza misma, las tribus indígenas y la existencia de otras colonias europeas, todo lo cual afianzó más su deseo de expansión. Para 1840 estos ele­mentos habían determinado la sorprendente movilidad de la sociedad norteamericana. Pero también para estas fechas el problema entre el norte y el sur que siempre existió en los Estados Unidos se había agudizado. Por lo tanto, la política se había convertido en un juego de compromisos, y uno de ellos fue la guerra con México. En cada uno de los bandos había quienes se opusieron a la guerra, pero en fin de cuentas en todos existió el deseo de expansión. El norte ansiaba un puerto en la costa del Pacifico para comerciar con Asia; el sur, fortalecer suposición escla­vista, y el oeste quería más tierras.

 

Además de todo esto, otra característica de los Estados Unidos en la década de 1840 fue un profundo nacionalismo y una gran fe en su sistema político. Estos elementos combinados propiciaron la aparición de la teoría del Destino manifiesto. El origen de esta teoría se remonta al pensamiento puritano del siglo XVII, pero se empezó a caracterizar con tal nombre en 1845, cuando John O'Sullivan acuñó este término. En el Destino manifiesto se han incluido una amplia gama de conceptos; pero en aquellos años se le interpretaba como la designación providencial para extender el área de la libertad, o bien como un derecho especial para poseer territorios de los cuales otros pueblos no  sacaban provecho alguno. Todo esto, pensaban, era en última instancia en bien de la civilización y la humanidad. Estas ideas llegaron a la casi totalidad de los norteamericanos.

 

Por su parte, México presentaba un pano­rama bastante diferente. Su sociedad era de­finitivamente tradicionalista y estática. Las prolongadas luchas, primero por la indepen­dencia y después por la organización política, habían conducido a la bancarrota, al pesimis­mo y a la inexistencia de un sentimiento de nacionalidad. El territorio del norte estaba abandonado y todos los intentos para coloni­zarlo habían fracasado rotundamente. La escasez de población y la falta de dinamismo social impedían la movilidad de los mexicanos, a pesar de que eran conscientes de su riqueza potencial.

 

Además, las relaciones diplomáticas en­tre México y los Estados Unidos habían sufrido durante la primera década del siglo XIX un progresivo deterioro. Los principa­les problemas habían surgido en relación con la cuestión de límites y las constantes presio­nes del gobierno de los Estados Unidos para obligar a México a vender parte de su terri­torio. Hubo problemas también por la ac­titud de los diplomáticos, quienes, cuando no se involucraban en la política interior, hacían arrogantes declaraciones en contra de México.

 

Pero uno de los problemas más decisivos lo constituyó el de las declaraciones de ciuda­danos norteamericanos por daños ocasiona­dos en sus propiedades. Este problema se resolvió parcialmente en 1842, cuando, después de varias convenciones, México se com­prometió a pagar las indemnizaciones corres­pondientes. Pero dada su mala situación económica, México no pudo cumplir con lo estipulado en tal tratado.

 

La anexión de Texas.

 

El rompimiento definitivo lo vino a producir la anexión de Texas. La idea de anexar ese territorio a la Unión Americana era bas­tante antigua; sin embargo, hasta 1845 sólo se habían dado tímidos pasos en este sentido. Hacia 1844, la creciente influencia inglesa en la república de Texas llevó a John Tyler a pedir la anexión de Texas a los Estados Uni­dos, en la cual tanto norteamericanos como texanos habían manifestado interés. Además, en este mismo año el candidato demócrata a la presidencia, James Knox Polk, basó su plataforma política en un ambicioso progra­ma expansionista que favorecía a todas las secciones de los Estados Unidos; el cual, por supuesto, incluía la anexión de Texas y el territorio de Oregón. Después de fracasar en 1844, la anexión de Texas pudo lograrse mediante una trampa legal el 4 de marzo de 1845. El gobierno mexicano protestó de inmediato ante esta medida. México jamás ha­bía reconocido la independencia de Texas y sus diversos gobiernos habían manifestado que la anexión de tal territorio a la Unión Americana sería considerada como un acto de hostilidad y una causa suficiente para la declaración de guerra. Al decretarse ésta, el mi­nistro mexicano en Washington, Juan N. Almonte, pidió sus pasaportes, y México rompió las relaciones diplomáticas con los Estados Unidos.

 

La opinión pública mexicana empezó a exigir la declaración de guerra y la organización de una campaña para recuperar de inmediato a Texas. El espíritu bélico de los intelectua­les mexicanos se apoyaba principalmente en la idea de que la guerra sería el único medio de detener el expansionismo norteamericano. También se consideraba que la guerra era el medio más efectivo para desper­tar el sentimiento nacional, acabar con las luchas internas y acelerar las reformas que la sociedad y las instituciones necesitaban. Pero el gobierno de José Joaquín Herrera no compartía estas opiniones. Por ello, siguien­do el consejo de Inglaterra, estuvo dispuesto a reconocer la independencia de Texas si ésta se comprometía a rechazar la anexión a los Estados Unidos. Texas confirmó su in­corporación el 4 de julio de 1845. A pesar de ello, Herrera dio un paso más en pro de un arreglo pacífico aceptando recibir a un comisionado norteamericano con poderes para llevar a cabo un arreglo sobre el problema de Texas. El gobierno de los Estados Unidos envió a John Slidell con el carácter de minis­tro plenipotenciario, lo que implicaba la reanudación de relaciones entre ambos países, que en momento tan delicado no podía ser aceptada por el gobierno mexicano. Además, las instrucciones del gobierno norteamericano insistían en exigir que México reconociera el río Bravo como limite de Texas y presionar para que vendiera el territorio de California. Herrera se negó a recibir a Slidell.

 

Mientras tanto se había gestado el movi­miento de Mariano Paredes Arrillaga, que acusó de traición al presidente en el Plan de San Luis, y prometió declarar la guerra sin tardanza. Con parte del ejército que debió haber apoyado las líneas mexicanas en el norte, Paredes avanzó hacia la Ciudad de México y tomó el poder. El nuevo presidente se percató de la debilidad del país y adoptó una política más conciliadora, similar a la de su predecesor. Pero tampoco recibió a Slidell, con lo cual toda posibilidad de arreglo desa­pareció definitivamente.

 

Intervención de Estados Unidos.

 

La ocupación del noreste de México se inició en enero de 1846, cuando el general en jefe de las fuerzas norteamericanas, Zachary Taylor, comenzó el avance desde la bahía de Corpus Christi hacia las riberas del río Bravo, después de recibir órdenes escritas de Polk desde el 45 de junio de 1845. Dos meses más tarde, Taylor se atrincheraba frente a la ciu­dad de Matamoros, donde los mexicanos habían iniciado los preparativos de defensa, al mando del general Pedro Ampudia, que fue sustituido poco tiempo después por el general Mariano Arista. Este último había recibido órdenes de obligar a los ejércitos norteameri­canos a retirarse a las márgenes del río de las Nueces.

 

Arista conminó a Taylor a retroceder, y ante su negativa, el general mexicano cruzó el río Bravo para cortar la línea entre las for­tificaciones en el Bravo y el Frontón de Santa Isabel.

 

El 25 de abril una compañía de caballería mexicana sostuvo una escaramuza con las fuerzas norteamericanas al mando del capi­tán Thorton, resultando vencedores los mexicanos.

 

En Washington, el presidente Polk, ya impaciente, había empezado a preparar una declaración de guerra tomando como base las indemnizaciones que México no había pagado hasta este momento y la negativa del gobier­no mexicano a recibir a Slidell. Pero al ser in­formado de la escaramuza antes  mencionada, la convirtió en el argumento principal de su mensaje enviado al Congreso para pedir la declaración de guerra.

 

En este mensaje afirmaba que “sangre norteamericana había sido derramada en territorio norteamericano”. El Con­greso, de inmediato y con una oposición mínima, aceptó la declaración de guerra el 13 de mayo de 1846. Para esta fecha las fuerzas mexicanas habían sufrido ya las dos pri­meras derrotas en el noroeste, en Palo Alto y La Resaca de Guerrero, los días 8 y 9 de ma­yo, respectivamente. El 18 de mayo, Taylor ocupaba la ciudad de Matamoros.

 

Retorno de Santa Anna.

 

En el interior de la República mexicana se preparaban nuevos cambios políticos. Paredes Arrillaga había tenido desde el principio una fuerte  oposición. Alvarez se había sublevado en el sur y Yánez en Jalisco, pidiendo el restablecimiento de la Constitución de 1824 y el retorno de Santa Anna. Además, en la ciudad, las críticas a su administración se habían agudizado a causa de sus tendencias monarquistas y su dilación en declarar la guerra. Finalmente, el 6 de julio el Congreso mexicano autorizó al gobierno a emplear los recursos del país "para repeler la agresión". A fines de este mismo mes, Paredes se puso al frente de las fuerzas que debían partir al norte. Pocos días después, el 4 de agosto, la guarnición de la Ciudad de México, al mando del general Mariano Salas, desconoció a Paredes como presidente y suscribió el plan que Yáñez había lanzado en Guadalajara. El 14 de septiembre, Santa Anna entraba en la capital, y días más tarde se restablecía la Constitución de 1824.

 

Al tiempo que estos acontecimientos tenían lugar en la capital, el ejército mexica­no sufría una nueva derrota en el norte. El general Ampudia, quien había sustituido a Arista después de su retirada de Matamoros, recibió órdenes de resistir en Monterrey. Las hostilidades en este punto se iniciaron el 21 de septiembre, y tres días más tarde los mexicanos se vieron en la necesidad de rendirse. Los términos de la rendición establecieron la suspensión de hostilidades durante ocho semanas.

 

Al recibir Polk las noticias de dicha capi­tulación, decidió suspender como general en jefe a Taylor, y dio este nombramiento al general Winfield Scott. Esta medida fue dictada por consideraciones de orden político, ya que con la gloria de sus victorias en México Taylor se estaba convirtiendo en candidato a la presidencia. Taylor recibió órdenes de transferir parte de sus fuerzas a Scott, con lo cual su posición se debilitó, a pesar de que hacia febrero de 1847 las fuerzas del general Wool, que había atacado la parte oeste de Coahuila, se le sumaron.

 

Por su parte, Santa Anna poco después de su regreso al país salió rumbo al norte para organizar un ejército, logrando el mila­gro gracias a su enorme fuerza carismática. No tenía dinero ni armas y sus soldados no estaban adiestrados para la guerra. Santa Arma estableció su cuartel general en San Luis Potosí. Mientras tanto, Taylor avanzó hasta Saltillo. En febrero de 1847 ambos ejércitos empezaron su avance desde estos puntos y el día 22 se enfrentaron y libraron la batalla de la Angostura. Las fuerzas mexicanas, aunque debilitadas por la deserción, las enfermedades y las marchas forzadas, toma­ron la ofensiva y estuvieron a punto de ven­cer; pero después de dos días de lucha, la fal­ta de recursos obligó a Santa Anna a ordenar la retirada. El desierto y el hambre consuma­ron el desastre. Una gran cantidad de muer­tos quedaron a lo largo del camino.

 

Al tiempo que se desarrollaba la ocupa­ción del noreste, los territorios de California y Nuevo México eran declarados posesión de los Estados Unidos, con la única justificación posible: el derecho de conquista.

 

Dos versiones de la Batalla de la Angostura.

 

“No se puede negar que los americanos combatieron brillantemente, ni que su general maniobró con habilidad: pero, a pesar de sus esfuerzos, tenían perdida la batalla desde el momento en que nuestras tropas desbordaron la iz­quierda de sus líneas. Sin las faltas cometidas por nuestros generales, con la carencia de dirección que se notó des­de aquel momento crítico, la posición del ejército americano era insostenible. Así, sin duda, lo juzgó el general Taylor, comenzando a preparar su retirada por el camino del Saltillo... Si aquella reti­rada se hubiera verificado, enorgulle­cidas nuestras tropas, habrían cargado con mayor brío... Por desgracia nada de esto sucedió. La columna de carros que inició la retirada, sin duda tuvo no­ticia de la presencia del general Miñón. No pudieron seguir adelante ni esperar tropas que la protegieran..., no tuvo más remedio que retroceder y formar un reducto con los carros en la hacien­da de Buena Vista para aumentar la resistencia. La polvareda y el gran mo­vimiento de aquella columna de carros que llegaban al trote, por el camino del Saltillo, hizo creer al principio que los americanos recibían refuerzos... El ge­neral Taylor estaba, pues, sin retirada, encerrado en una garganta cuyas sali­das ocupaba el ejército mexicano. Pero el enemigo tenía víveres, mientras no­sotros no contábamos siquiera con una ración por plaza. Ni aún los oficiales tenían con qué alimentarse. Por consi­guiente, no había esperanza de obligar a Taylor a rendirse por hambre. Era indispensable destruirlo con las armas. Así pues, la combinación de colocar la columna de caballería del general Mi­ñón a retaguardia del enemigo, salió contraproducente. La máxima de ‘a ene­migo que huye, puente de plata’, hu­biera sido conveniente observarla está vez”.

 

(Manuel Balbontín, La invasión ameri­cana de 1846 a 1848, págs. 80-88).

 

“Después que el fuego cesó, el mayor general en comando regresó nuevamente a Saltillo para ver los asun­tos en ese lugar y protegerlo contra la caballería del general Miñón... Las tro­pas permanecieron sobre las armas du­rante la noche en las mismas posicio­nes que ocupaban al cerrarse el día. Al­rededor de las dos de la mañana del día 23, nuestros vigías fueron rodeados por los mexicanos y a la alborada la acción fue renovada por la infantería ligera mexicana sobre nuestros rifleros situados a un lado de la montaña... Una fuerte columna de la infantería y caballería enemigas, junto con la batería localizada en el costado de la montaña, se movilizó sobre nuestra izquierda... La infantería norteamericana, en lugar de avanzar, se retiró en desorden, y a pesar de los esfuerzos de su general y oficiales, dejó a la artillería sin apoyo abandonando el campo de batalla... Lamento profundamente decir que la ma­yor parte de esta fuerza no regresó al campo de batalla, y muchos continua­ron su estampida rumbo a Saltillo... El enemigo de inmediato puso a la delan­tera una batería sobre nuestra línea izquierda, iniciando un certero fuego sobre nuestro centro... Continuando su avance perpendicular a nuestro costado izquierdo, cruzó el arroyo seco con ob­jeto de tomar nuestra retaguardia... Un gran cuerpo de lanceros formó una co­lumna en la garganta de la montaña, la cual se adelantó a la infantería para descender sobre la hacienda de Buena Vista, cerca de la cual habían sido es­tacionados nuestros trenes de reservas y equipaje... La columna que había pa­sado nuestra línea izquierda y había avanzado cerca de dos millas de nues­tra retaguardia, fue detenida y empezó a replegarse..., muchos fueron forzados a escapar por las montañas y el resto fue dispersado... Este fue el último gran esfuerzo del general Santa Anna. Sin embargo, el fuego entre la artillería enemiga y la nuestra continuó hasta la noche.”

 

("Parte del general Wool". Tomado de Chronicles of the Gringos. The United States Army in the Mexican War, 1846-1848. Accounts of eyewitnesses and combatants, págs. 99-104).

 

Anexión de Nuevo México y California.

 

El 5 de junio de 1846 los coroneles Ste­phen W. Kearny y Alexander W. Doniphan salieron del fuerte Leavenworth, en Missouri, con la comisión de ocupar Nuevo México. Hacia mediados de agosto las principales poblaciones, excepto Santa Fe, estaban en poder de los norteamericanos. Manuel Armijo, go­bernador de Nuevo México, había recibido noticias de la ocupación norteamericana desde el 17 de junio, y con la ayuda de los gobiernos de Chihuahua y Durango había ini­ciado los preparativos para la defensa. Sin embargo, cuando las tropas de Kearny se acercaban a Santa Fe, Armijo, sin causa aparente, decidió retirarse, dejando el campo libre al enemigo.

 

El 18 de agosto los norteamericanos ocu­paron Santa Fe, y Nuevo México fue decla­rado parte de los Estados Unidos. Kearny organizó un gobierno provisional; el mando político quedó en manos de Charles Bent y el militar en las del coronel Sterling Price. El 25 de septiembre, Kearny salió de Santa Fe rumbo a California. Al parecer este territorio fue tomado sin dificultad alguna, pero a fines de 1846 Armijo y un grupo de mexicanos se rebelaron y pusieron en jaque, por un mo­mento, a la autoridad norteamericana. La rebelión fue sofocada y la autoridad de los Estados Unidos se impuso por la fuerza.

 

El ejército al mando de Doniphan quedó a cargo de la ocupación de Chihuahua. El general Heredia, comandante general de este estado, y Angel Trías, gobernador del mismo, habían organizado una fuerza militar para operar sobre Nuevo México. Una parte de esta fuerza salió al encuentro de Doniphan y avanzó hasta El Paso del Norte. Ambos ejércitos se enfrentaron el 25 de diciembre en el sitio llamado Temascalitos, donde las fuerzas mexicanas resultaron vencidas, sien­do ocupada la plaza antes citada. Desde es­te lugar, Doniphan se aprestó para la ocu­pación de la ciudad de Chihuahua, mien­tras Heredia y Trías redoblaban los esfuer­zos para su defensa; pero todo resultó inútil, pues los mexicanos fueron nuevamente vencidos el 28 de febrero de 1847 en la bata­lla de Sacramento.

 

La anexión del territorio de California era un antiguo proyecto, y desde hacía dos déca­das llegaban ya colonos. Uno de los aconteci­mientos que puso de manifiesto las intencio­nes norteamericanas al respecto fue la ocupación del puerto de Monterrey, en 1842, por el comodoro Thomas Jones, quien a través de la lectura de un periódico atrasado creyó que se habían roto las hostilidades entre su país y México. El gobierno norteamericano presentó sus excusas y así quedó el asunto. Pero en octubre de 1845 el presidente Polk dio ór­denes expresas al cónsul norteamericano en Monterrey, Thomas O. Larkin, de que ha­bilitara los medios necesarios para anexar pa­cíficamente California a los Estados Unidos. Poco tiempo después -en enero de 1846-, John C. Freemont, al  mando de una expedi­ción científica, pidió autorización para establecerse en las cercanías de Monterrey, que no sólo le fue denegada, sino que se le ordenó que saliera del territorio mexicano. Freemont se dirigió entonces a Oregón, pero en el cami­no recibió de manos de Archibald Gillespie noticias del gobierno de Washington. Dando marcha atrás se dirigió a la población de Sonoma, donde inició una revuelta con la cola­boración de colonos norteamericanos. Como resultado fue proclamada la República del Oso, declarando su independencia de Cali­fornia el 4 de julio de 1846.

 

Pocos días después arribaron las noticias de la ruptura de hostilidades entre México y los Estados Unidos. Con esto, Freemont se movilizó hacia Monterrey con el fin de apoyar las maniobras de la escuadra norteamericana. El 7 de julio el comodoro John Drake Sloat tomó posesión  de Monterrey y declaró a California territorio norteamericano. Dos días más tarde el capitán John B. Montgomery ocupó la bahía de San Francisco. Aproxima­damente un mes después, el comodoro Robert F. Stockton, que sustituyó a Sloat en el mando de la escuadra norteamericana, junto con Freemont, ocupó la población californiana de Los Angeles.

 

La defensa mexicana había sido hasta este momento casi nula por la carencia de recursos y por la división que existía entre las autoridades de la provincia. Pero en el mes de sep­tiembre de 1846 los habitantes de Los Angeles se rebelaron y recuperaron la plaza, y progresivamente fueron ganando terreno en el sur de California. Sin embargo, la suerte de este movimiento cambió de signo con la llegada de las fuerzas de Kearny en diciembre del mismo año. Después de las victorias nor­teamericanas de San Pascual, San Gabriel y la recuperación de Los Angeles el 10 de enero de 1847, California quedó definitivamente en manos de los Estados Unidos.

 

Malestar en México.

 

En el momento en que el norte de Méxi­co era ocupado por los norteamericanos, en la capital de la República estallaba una nueva guerra civil, conocida como el movimiento de los polkos. A fines de 1846, Antonio López de Santa Anna y Valentín Gómez Farías ha­bían sido nombrados presidente y vicepresidente, respectivamente. Como Santa Anna partió al norte para rechazar la invasión, Gómez Farías quedó al frente del gobierno. Ciertas inquietudes se dejaron sentir entre los habitantes de la Ciudad de México dada la fama de extremista de Gómez Farías, inquietudes que aumentaron cuando el vicepresidente empezó a dar pasos decisivos para la solución a la crisis económica. La situación era insostenible y Gómez Farías creía que la única institución que podía ayudar al gobierno en el financiamiento de la guerra era la Igle­sia; más aún, en su opinión ésta se hallaba definitivamente comprometida en ello, pues­to que la nación la reconocía como oficial y única. El 11 de enero de 1847 el Congreso, tras un intenso debate, aprobó una ley que autorizaba al Ejecutivo a obtener quince mi­llones de pesos mediante la hipoteca de algu­nas propiedades de la Iglesia. El 4 de febrero se libró otro decreto por el que se otorgaban al Ejecutivo facultades para reunir cinco millones de pesos mediante la venta directa de algunas de las propiedades eclesiásticas. Los dos decretos constituyeron un rotundo fracaso. Casi todos los encargados de dar cur­so a los decretos se excusaron de hacerlo; los posibles compradores o prestamistas temían las correspondientes excomuniones y se negaron a proporcionar el dinero.

 

Pero las cosas no quedaron ahí, pues mu­chos ayuntamientos y gobiernos estatales pi­dieron la derogación de tales medidas y como Gómez Farías insistiera en llevarlas a cabo a toda costa, algunos cuerpos de las guardias nacionales de la Ciudad de México se levanta­ron en armas pidiendo no sólo la derogación de los dos decretos, sino también la renun­cia inmediata del vicepresidente, La lucha duró aproximadamente un mes y terminó con la entrada de Santa Anna en la capital.

 

Cambio de táctica norteamericana.

 

Simultáneamente a estos acontecimientos dio comienzo la campaña de occidente. Los puertos mexicanos de la costa del golfo de México habían sido bloqueados por la escua­dra al mando del comodoro Perry desde que la guerra había sido declarada oficialmente. Pero no fue hasta fines de 1846 que se tomó la ofensiva en este frente, atacándose los puertos del Alvarado, San Juan Bautista, en Tabasco y Tampico. Tampico fue ocupado el 15 de noviembre, después de que Santa Anna ordenara su evacuación.

 

El cambio en las tácticas norteamericanas se inició formalmente el 18 de noviembre de 1846, cuando el presidente Polk nombró general en jefe a Winfield Scott, dándole ór­denes de tomar Veracruz y avanzar sobre la Ciudad de México por la ruta de Cortés. Las razones de este cambio en el mando y la es­trategia norteamericanos se debieron a varias circunstancias. Por una parte, Polk temía la creciente popularidad de Taylor, que lo convertía en un rival político en las próximas elec­ciones. Por otra, la guerra se prolongaba demasiado y los mexicanos, pese a sus constantes derrotas, parecían cada día menos dispuestos a negociar un arreglo. En México la opi­nión predominante era que se había de obtener al menos una victoria antes de entrar en pláticas con los Estados Unidos, ya que de otra manera tales pláticas sólo conducirían a la sanción de las injustas demandas y  preten­siones del gobierno de Washington.

 

El 9 de marzo de 1847 Scott llegó a las playas de Veracruz e inició de inmediato los trabajos para sitiar la plaza, mientras la población, con mínimos recursos, se aprestaba para la defensa. El día 22 quedó establecido el sitio, que se prolongó por una semana. El 29 capituló el puerto. Al recibir Santa Anna las noticias de la caída de Veracruz, se puso de nuevo al frente del ejército el 2 de abril.

 

En la presidencia quedó el general Pedro María Anaya. Por su parte el general Scott inició su avance rumbo al interior el 8 del mismo mes. Santa Anna decidió interceptar a los norteamericanos en un lugar cercano a Jalapa lla­mado Cerro Gordo, donde se libró una bata­lla el día 18. Debido a un error táctico, los mexicanos fueron derrotados, pero lo más grave era que las fuerzas norteamericanas tenían ya el campo libre para ocupar Jalapa y el fuerte de San Carlos en Perote. Además, Scott ordenó al general Worth avanzar hasta Puebla.

 

Después de esta derrota, Santa Arma se dirigió a Orizaba, donde trató de reorganizar el ejército mexicano, y después partió hacia Puebla. Su reputación había recibido un fuerte golpe con el resultado de la última batalla, y por esta razón tanto las autoridades como la población de Puebla se manifestaron poco dispuestas a colaborar en la resistencia. Ante esta situación y luego de una escaramuza en Amozoc, Santa Anna decidió retirarse a la Ciudad de México, y Puebla fue ocupada el 15 de mayo.

 

Entre mayo y agosto de 1847 las fuerzas norteamericanas no avanzaron más allá de Puebla a causa de tres problemas. El primero lo constituyó la falta del contingente necesa­rio para continuar la ocupación; pues las guerrillas mexicanas que operaban entre Veracruz y Puebla obstaculizaban la concentración de las fuerzas en esta última ciudad. El segundo problema era de política norteamericana, ya que el Congreso no parecía estar dispuesto a autorizar nuevas erogaciones y el reclutamiento de más hombres porque la guerra empezaba a ser impopular en los Esta­dos Unidos. El último problema derivó de la llegada de Nicholas Trist, comisionado norteamericano enviado para iniciar las con­versaciones de paz. Trist, a pesar de haber establecido contacto con las autoridades me­xicanas, no logró el éxito en su comisión por­que los mexicanos no perdían las esperanzas y seguían tan tercos como al principio de la guerra.

 

En el momento en que arribaron las co­municaciones de Trist a la Ciudad de Méxi­co se había optado ya por la defensa. Para tal fin se concentraron  todas las fuerzas disponibles del ejército regular y las guardias naciona­les de la ciudad y de los lugares circunveci­nos. Además se formó un cuerpo especial que reclutaba a los desertores norteamerica­nos de origen irlandés, y al que se denominó batallón de San Patricio. Asimismo se fortifi­caron las entradas principales de la ciudad, especialmente El Peñón, por donde se espe­raba el principal ataque enemigo.

 

El 7 de agosto Scott ordenó el avance hacia la Ciudad de México; una semana más tarde llegaba a sus inmediaciones. Después de reconocer el terreno, el general norteame­ricano decidió concentrar el ataque en la parte sur de la ciudad, lo que desorientó a los mexicanos, pues lo esperaban por el oriente. Santa Anna ordenó al general Gabriel Va­lencia, que se encontraba en la villa de Gua­dalupe, que movilizara sus fuerzas hacia San Angel. Pero Valencia desobedeció las órdenes y se situó en Padierna (Contreras), donde fue atacado y derrotado el día 19. Al día siguiente los norteamericanos abrieron fuego sobre la garita de San Antonio Abad y simultánea­mente avanzaron hasta el convento de Chu­rubusco, donde lograron una victoria más.

 

A raíz de estas dos últimas derrotas, las autoridades mexicanas convinieron en acep­tar el armisticio ofrecido por Scott y en entablar negociaciones con el  comisionado norteamericano. Estas se iniciaron el 27 de agosto y duraron hasta el 6 de septiembre, pero no se  llegó a ningún resultado. Trist traía instrucciones de exigir el reconocimiento del río Bravo como límite de Texas, la venta de Nuevo México y ambas Californias y el derecho de tránsito por el istmo de Tehuan­tepec. A cambio, los Estados Unidos pagarían las reclamaciones que algunos ciudadanos norteamericanos hacían al gobierno mexica­no, no exigirían indemnización por gastos de guerra y pagarían a México treinta millones de pesos. Por su parte, los comisionados mexicanos recibieron la recomendación de ceder lo menos posible y tratar como si México no hubiera sido derrotado.

 

Ocupación de la Ciudad de México.

 

El 6 de septiembre, después de inter­cambiar notas de acusación mutua de haber violado las bases del armisticio, los dos con­tendientes anunciaron la reanudación de las hostilidades. Dos días más tarde tenía lugar la batalla de Molino del Rey, en la que salieron victoriosos nuevamente los norteamerica­nos. De ahí se dirigieron a  Chapultepec y a las garitas de San Cosme y Belén, frentes que atacaron el 13 de septiembre. Esté mismo día, por la noche, Santa Anna ordenó la reti­rada del ejército y la salida de los poderes rumbo a Querétaro. Al mismo tiempo, los miembros del ayuntamiento presentaban la capitulación de la ciudad al jefe del ejérci­to  enemigo. La ocupación se llevó a cabo al día siguiente, con una resistencia desespera­da por parte de sus habitantes, que no se resignaban a verla ocupada. La lucha duró algunos días y obligó al general Scott a decla­rar la ciudad en estado de sitio. El 15 de sep­tiembre por la noche ondeaba en el Palacio Nacional la bandera de las barras y las es­trellas.

 

Después de su salida de la Ciudad de México, Santa Anna renunció a la presidencia, siendo sustituido por Manuel de la Peña y Peña, quien alternó el cargo con Pedro María Anaya hasta que el tratado de paz fue rati­ficado.

 

Santa Arma mantuvo por algún tiempo el mando del ejército dividido en dos sec­ciones. Una quedó al mando del general Herrera y partió rumbo a Querétaro; la otra, bajo sus órdenes, trató de hostilizar las fuerzas norteamericanas de la capital y de Puebla, misión en la que experimentó un fracaso completo. Desanimado, Santa Anna se vio forzado a renunciar al mando del ejército y abandonó el país.

 

A pesar de que México estaba definiti­vamente derrotado y no tenía ni ejército ni recursos, muchos mexicanos insistían en con­tinuar la guerra. Mientras tanto, el ejército norteamericano ocupó casi sin resistencia, salvo la presentada por las guerrillas, algunas poblaciones importantes. Además, por aquellos meses cobró ímpetu en los Estados Unidos la idea de anexar todo el territorio mexicano, e incluso algunos liberales mexicanos aplaudían tal posibilidad. Asimismo la población parecía irse acostumbrando a convivir con los invasores.

 

Obrando en consecuencia, el gobierno establecido en la dudad de Querétaro deci­dió, en enero 1848, aceptar la propuesta de reanudar las conversaciones formulada por el comisario norteamericano en octubre del año anterior.

 

Tratado de Guadalupe Hidalgo.

 

Sin embargo, por aquellos días Nicholas Trist había sido desautorizado por su gobier­no y se le había ordenado regresar a Wash­ington, pues habiendo obtenido tan sonadas victorias, el presidente Polk deseaba aumentar las exigencias norteamericanas. No obstante, De la Peña comprometió a Trist a que cum­pliera la propuesta empeñada, y éste, viendo el ánimo favorable a la paz, decidió permanecer y entablar las negociaciones. Estas se llevaron a cabo durante el mes de enero, y culminaron el 2 de febrero con el Tratado de Guadalupe Hidalgo. En él se reconocía el río Bravo como límite meridional de Texas; México cedía a los Estados Unidos los territorios de Nuevo México y Alta California, y el gobierno de los Estados Unidos se comprometía a pagar las reclamaciones de sus ciudadanos contra el gobierno mexicano, a no exigir ninguna com­pensación por los gastos de guerra y a pagar quince millones de pesos por los territorios cedidos.

 

Polk recibió el tratado con disgusto, pero a causa de las elecciones decidió presentarlo en seguida al Senado para su aprobación, pese a que Trist había actuado sin legítima autoridad. El Senado de los Estados Unidos lo aprobó el 10 de marzo y el Congreso mexicano el 24 de mayo. Cuatro días más tarde se llevó a cabo en Querétaro el canje de ratifica­ciones, y de inmediato se inició la evacuación del territorio mexicano. El 15 de junio los poderes federales volvían a la Ciudad de México, con lo que se daba fin a la más desas­trosa guerra que México haya tenido en su historia.

 

Consecuencias de la guerra.

 

Las causas de la derrota mexicana fueron diversas. En realidad, México contaba con un ejército ficticio: existía un cuadro de oficiales, pero se carecía de la tropa que aquéllos ha­bían de mandar. Para colmo, los oficiales se dejaron envolver por los partidismos polí­ticos y permanecían en constante rivalidad. Además, el armamento era inadecuado y los recursos mínimos. Por otra parte, la población carecía de un verdadero sentimiento de na­cionalidad y el pesimismo había minado los estratos sociales más conscientes. Dadas estas condiciones, la guerra resultó en cier­to modo benéfica a pesar de sus eviden­tes resultados negativos. Dejó la semilla de un nacionalismo más extendida, ayudó a la maduración de la política mexicana, que vio aparecer verdaderos partidos políticos que durante las dos décadas siguientes librarían la batalla final para dirimir el futuro político de la nación. La guerra dejó, pues, a México en una encrucijada, pero el país, después de la toma de conciencia, había de defender su soberanía con mayor seguridad.

 

Por su parte, los Estados Unidos salieron de la guerra convertidos en una potencia con­tinental. Su futuro progreso material fue en gran medida un resultado de ella, pero al conso­lidar sus afanes expansionistas se aceleró la lu­cha que desde años atrás se venía perfilando entre el norte y el Sur. Así, a pesar de ser los victoriosos, se encontraron profundamente di­vididos y fueron víctimas de una guerra muy sangrienta. Vista con perspectiva histórica, se puede afirmar, contra la tradicional creencia mexicana, que la guerra fue esencial para el de­sarrollo de los dos países y que, a pesar del trauma de la derrota y de la pérdida de terri­torio, no dejó de haber resultados positivos para los mexicanos Una nueva generación más consciente había vivido el desastre y se empeñaría en lograr una nueva actitud.

 

Dos versiones sobre las causas de la guerra.

 

“Casi todos los escritores norteame­ricanos que han hablado de la guerra convienen en que no habría tenido lugar si el gobierno de los Estados Unidos, una vez efectuada la absorción de Texas, se hubiera limitado a defender su presa, no estando México en aptitud de ir a quitársela. Pero dicho gobierno codiciaba otra presa de igual o mucho mayor im­portancia, y era preciso, tras despojar a México de la primera, agredirle para obligarle a la propia defensa dentro de sus nuevas fronteras, determinando así el estado de la guerra entre uno y otro país; y al amparo de tal situación y prevaliéndose de las ventajas que en la lucha obtiene forzosamente el fuerte sobre el débil, quitarnos el territorio que, además de Texas, quedó en poder de la nación vecina en virtud del Tratado de 1848.

 

“La conducta del gobierno de Polk fue extremadamente débil, preciso es confesarlo. Previendo la oposición que hallaría de parte de no pocos de sus mis­mos gobernados si dejaba ver desde el principio su plan de nuevo engrandecimiento territorial y su resolución de comprometer a la República en una guerra para obtenerlo, nada habló de tal mira, y dio a sus primeras disposiciones militares el carácter de puramente defensivas. Una vez obtenidas del Congreso la declaración del estado de guerra y autorización para llevar adelante las hostilidades, engolfó al país en ellas, aparentemente sin otro fin que obtener de México la sanción y la posesión pacífica de sus primeras usurpaciones; y sólo cuando el ejército norteamericano había penetrado hasta la capital de nuestra Re­pública y tenía de muchos meses atrás ocupadas las comarcas ambicionadas en su parte septentrional..., pareció Polk comprender, y acabó por decir al Con­greso y al país lo que él sabía perfecta­mente desde antes de provocar las hosti­lidades, esto es, que los Estados Unidos no tenían otra indemnización posible de tales gastos y sacrificios que la nueva adquisición territorial a costa de su ad­versario. Semejante declaración... vino a descorrer el vejo tendido intencional y hábilmente hasta allí sobre los verdade­ros fines de la guerra”.

 

(José María Roa Bárcena, Recuerdos de la invasión norteamericana, vol. I, págs. 19-20, México, 1947).

 

“México, nuestro vecino, sin ningu­na base que los Estados Unidos pudiera reconocer, repudió los tratados que te­nía con nosotros, rompió las relaciones oficiales, pretendió obstaculizar el in­tercambio comercial, quiso quitarnos toda influencia en ciertos puntos rela­cionados vitalmente con nuestra política internacional, pareció querer vender California a algún rival europeo, nos impidió exigir viejas demandas o man­tener a sus habitantes dentro de sus fronteras, se negó a pagar sus ya reco­nocidas deudas, clamó el privilegio de calificar públicamente a nuestro gobier­no con los epítetos más oprobiosos en el vocabulario de las naciones, proyectó mantener a nuestro pueblo en constan­te estado de incertidumbre y alarma, intentó crearnos el gasto de mantener con propósitos defensivos un gran ejér­cito y una gran armada, planeó destruir nuestro comercio contratando piratas, clamó el derecho de asolar Texas, una parte de la Unión, amenazando y pre­parándose para la guerra, y se propuso adoptar una actitud agresiva, siempre y cuando recibiera alguna ayuda extranje­ra o alguna otra circunstancia que le permitiera abrir fuego contra nosotros, sin dar noticia siquiera... Dependió de nuestro gobierno, por lo tanto, como encargado de la defensa y representan­te de la dignidad nacional, poner un re­medio... De la misma manera que Polk renunció a una parte de nuestros dere­chos al Oregón, éste hizo todo lo posi­ble por evitar dar marcha atrás en el problema de México...”.

 

(Justin Smith, The War with Mexico, vol. I, pág. 136, Gloucester, 1963).

 

Bibliografía.

 

Alcaraz, R.. y otros, Apuntes para la historia de la guerra entre México y los Estados Unidos, México, 1970.

 

Bosch García, C. Problemas diplomáticos del México independiente, México, 1947.

 

Roa Bárcena, J. Ma. Recuerdos de la invasión norteamericana (3 vols.), México, 1971.

 

Smith, J. The War with Mexico, Gloucester, 1963.

 

Zorrilla, L. G. Historia de las relaciones entre México y los Estados Unidos, 1800 - 1958, México 1965.

 

89.            La segunda república federal y la dictadura santanista.

Por: Aurelio de los Reyes.

 

Son incontables los males que aquejaron a la República mexicana durante este lapso de tiempo. Para su solución no bastaba con cambiar el sistema administrativo del país, pues ya se sabía que ni federalismo ni cen­tralismo eran fórmulas mágicas que podían arreglar las descomposturas.

 

Después del colapso que significó la guerra con los Estados Unidos sobrevino una grave crisis. La autoridad del gobierno fede­ral se circunscribía al Distrito Federal; el des­barajuste hacendario, las deudas exteriores, la pacificación del país, el aparato burocrático y los despilfarros de Santa Anna absorbieron rápidamente las indemnizaciones recibidas por los territorios perdidos, incluyendo a La Mesilla. Fueron años en que se temió el des­membramiento del país, ya que por cualquier motivo los estados de la federación se decla­raban "libres y soberanos" y amenazaban con separarse de la misma, lo que intentaban apro­vechar los estados sureños del vecino del nor­te, que querían repetir la experiencia texana para aumentar su territorio. Fueron también años de temor para la población blanca ante la multiplicación de las insurrecciones indí­genas: a la de Yucatán siguieron las de Chia­pas, Sierra Gorda, Tehuantepec y la Huaste­ca. Asimismo durante estos años se produjo una honda crisis política, en la que se fueron formando los partidos políticos, sobre todo el conservador. Fueron años de gobierno de los "moderados", que se esforzaron en esta­blecer un equilibrio de fuerzas entre "libera­les" y "conservadores", sin que llegaran a conseguirlo, pues sólo lograron facilitar el surgimiento del militarismo. Años, en fin, de hambre y miseria para la población y, por si fuera poco, de gran mortandad, ya que se de­claró una terrible epidemia de cólera morbo. Se puede decir que México vivía "de mila­gro". Según palabras de El Monitor Republi­cano del 13 de junio de 1848: "La autoridad, pues, desprestigiada completamente por el in­flujo de la revolución, no sólo ha dejado di­sueltos los lazos que mantenían unido el te­rritorio, sino los que ligaban a las diferentes clases; ha dejado mexicanos contra extranje­ros (sic), léperos contra hombres de levita, militares contra paisanos, revolucionarios contra hombres de orden, iglesia contra el es­tado, y por último, el sistema peor de todos, raza indígena contra la raza blanca...".

 

La gravedad de la crisis permanente en que vivió la Segunda República Federal se refleja en la relación de los presidentes que la gobernaron: del 2 de abril de 1847 al 12 de noviembre del mismo año, Manuel de la Peña y Peña (asociado con José Joaquín Herrera y Lino Alcorta y con un breve período de Santa Anna); del 12 de noviembre de 1847 al 8 de enero de 1848, Pedro María Anaya; del 8 de enero al 3 de junio de 1848, Manuel de la Peña y Peña; del 3 de junio de 1848 al 15 de enero de 1851, José Joaquín Herrera; del 15 de enero de 1851 al 5 de enero de 1853, Ma­riano Arista; del 5 de enero al 7 de febrero de 1853, Juan Bautista Ceballos; del 7 de fe­brero al 20 de abril de 1853, Manuel María Lombardini.

 

Es difícil hablar de la actuación personal de cada uno de ellos, puesto que la anarquía hacía ingobernable al país. Sin embargo, en lo político, durante estos años continuó el en­frentamiento iniciado en 1823 entre los po­deres ejecutivo y legislativo. Debido a la guerra, el Congreso había declarado "situación de emergencia", y él mismo decidía quién go­bernaba, lo que da idea del grado de control que ejercía sobre el Ejecutivo.

 

En septiembre de 1847 el presidente interino era Antonio López de Santa Anna, que fue desconocido por el Congreso y los gober­nadores de los estados, y de acuerdo con el artículo 97 de la Constitución tomó el cargo Manuel de la Peña y Peña, ya que disponía que al faltar el presidente y el vicepresidente, y de no estar el Congreso reunido, el presi­dente de la Suprema Corte de Justicia asumiría el cargo. En 1847 ocupaba este puesto Manuel de la Peña y Peña, quien convocó a los gobernadores y al Congreso a reunirse en Querétaro, puesto que la Ciudad de México estaba ocupada por las tropas norteameri­canas.

 

Por entonces lo más urgente para el gobierno era firmar la paz. El Congreso no se pudo reunir en Querétaro dada la tardanza de los diputados en trasladarse a esta ciudad debido a la inseguridad de los caminos. El Congreso fue convocado en agosto, y hasta noviembre no se pudo lograr el quórum ne­cesario, abriéndose las sesiones el día 2. Se­gún se afirmó, se reunió más por el temor a un golpe de  estado por parte del ejecutivo, que podría declarar las cámaras disueltas y proclamarse poder omnímodo, que al interés de gobernar el país. Para el Congreso el prin­cipal tema no era la paz, sino el nombramien­to del ejecutivo. Se le negó la ratificación a De la Peña, nombrándose a Pedro María Ana­ya, que debería dejar el cargo el 8 de enero de 1848, en que volvería a asumir la presidencia Peña y Peña.

 

La moratoria del Congreso fue aprovecha­da por el ejecutivo para nombrar una comisión de paz, que inició los arreglos con los norteamericanos. El Congreso protestó por las atribuciones que se tomaba el ejecutivo, pero nada pudo hacer por el vencimiento del período de sesiones. Las negociaciones se concluyeron con la firma del Tratado de Gua­dalupe, y el Congreso, que lo tenía que rati­ficar, fue convocado para su periodo de se­siones en el mes de marzo, pero no logró reunirse hasta mayo. La ratificación fue uno de los pocos casos en que hubo acuerdo en­tre ambos poderes.

 

En las elecciones celebradas en junio de 1848 resultó electo José Joaquín Herrera. Su gobierno duró dos años y fue el único en terminar su período, entregando el poder al general Mariano Arista el 15 de enero de 1851.

 

El principal enfrentamiento entre el ejecutivo y el legislativo después de aprobado el tratado de paz se debió al aspecto financiero. El Congreso limitó el empleo de la indemni­zación norteamericana al general Herrera, que deseaba usar gran parte de ella para liquidar algo de la atrasada deuda pública. El Congre­so sólo autorizó el empleo de tres millones para sanear la deuda inglesa. El resto de los 15 millones, a pesar del Congreso, se emplea­ron en la pacificación interna y en el pago de empleados públicos. Una vez que la indemnización norteamericana se agotó, la situación empeoró, y en 1851 la administración del general Arista tuvo serios contratiempos con el Congreso, que lo imposibilitaba para tomar medidas hacendarias para poder subsistir. Ni las economías logradas, ni la reducción de los sueldos de los empleados públicos y el des­pido de los militares ociosos aliviaron la si­tuación. La administración de Arista presen­tó varias iniciativas para lograr fondos: un impuesto federal del uno al millar por la venta de fincas rústicas y la reorganización del impuesto sobre tabacos; las dos fueron re­chazadas por el Congreso y por los goberna­dores de los estados. Esto da una idea clara de la debilidad del ejecutivo, cuya acción se circunscribía al Distrito Federal, ya que los estados continuaban su casi autonomía y, en cuanto sentían afectadas sus intereses, rea­sumían su "soberanía".

 

El general Arista suplicó al Congreso una y otra vez que se le concedieran facultades extraordinarias en materia hacendaria, pero siempre le fueron negadas. La situación era tan precaria que, según se decía, ni los dipu­tados ni el mismo presidente cobraban por­que el tesoro carecía de fondos. En enero de 1853 el general Arista puso en un dilema al Congreso, o facultades extraordinarias o re­nuncia. Y el general dejó la presidencia. Arista declaró "... el nombre y las prerrogativas... ¡del presidente! son una carga gravemente pesada y un título estéril, cuando no lo acom­pañan el poder y los respetos que le son inherentes".

 

El país quedó sumido en el caos y la anar­quía, puesto que ya había cundido "la bola" por todo el país.

 

Nuevamente el Congreso designaba un sustituto, que en aquel momento fue Juan Bautista Ceballos, presidente de la Suprema Corte, y al que sí se le concedieron las facultades extraordinarias que se habían negado a Arista. Pero no tardó en producirse el enfren­tamiento entre los poderes, porque Ceballos convocó elecciones para un Congreso que mo­dificara la Constitución. El legislativo se negó a dio y Ceballos aprovechó este pretexto para disolverlo con ayuda del ejército, que no dejó de aprovechar la ocasión y apoyar el regreso de Antonio López de Santa Anna. Por otra parte, la situación también fue aprovechada por el partido conservador, que logró despla­zar a los “moderados” y a los “puros”. A pe­sar de que Juan Bautista Ceballos admitió el "Plan del Hospicio", tuvo que renunciar el 7 de febrero de 1853 porque una de las cláusulas exigía el retorno de Santa Anna.

 

El ejecutivo quedó en manos de tres militares que eligieron al presidente que gober­naría hasta el regreso de Santa Anna. Resul­tó Lombardini, que entregó el poder a Santa Arma el 20 de abril de 1853. Este gobernó sin un sistema definido de gobierno y sin un Congreso. Por medio de un decreto hizo sa­ber que administraría al país bajo la forma centralista y sin elecciones. Habían triunfado, pues, los conservadores.

 

Los militares y el partido conservador.

 

A pesar del desprestigio sufrido durante la guerra con los Estados Unidos debido a su ineficiencia y falta de colaboración, los mi­litares y el clero parecieron volver a fortale­cerse.

 

El periodo de la posguerra era propicio para deshacerse de los militares e instaurar un gobierno civilista, pues al desprestigio se aunaba la aposición abierta y decidida de la población del país, que reaccionaba violenta­mente cuando se buscaba a un desertor o se pretendía imponer la leva. Este hecho no es­capó a los ojos de Anaya, ni a los de Peña y Peña, Herrera y Mariano Arista, que toma­ron medidas conducentes a disminuir la in­fluencia castrense. Dice el historiador vera­cruzano Manuel Rivera Cambas en Los go­bernantes de México “... en vez de que las armas contribuyeran a hacer respetar y obedecer las disposiciones gubernativas y formar un apoyo a los supremos poderes, no sirvieron más que para desarrollar la fermentación y contribuir a los cambios políticos que ani­quilaban la patria; casi todos los militares menospreciaban el sistema de gobierno que regía, ningún caso hacían de las garantías in­dividuales y destruyeron la armonía que debía existir entre las autoridades políticas”. Peña y Peña inició las medidas que afectarían realmente a los intereses de los militares. Los numerosos oficiales ociosos que vivían del raquítico erario pasaron a quedar ocupados en las secretarías de las oficinas militares y en el ministerio de la Guerra. En Julio del mismo año, el presidente Herrera dio de baja a los generales, jefes y oficiales que se hablan declarado contra las institucio­nes federales y licenció, además, a treinta y tres coroneles graduados de generales. El encargado de aplicar las medidas era el general Mariano Arista, secretario de Guerra. El Con­greso autorizó a Herrera para establecer un sistema de reclutas voluntarios con objeto de eliminar el sistema de leva, y que prohibiera la formación de todo un cuerpo de extranjeros. Se llegaron a concebir proyectos de reducción del ejército a una cifra no superior a los trece mil hombres, de los treinta mil y pico que  había.

 

Durante los gobiernos de Herrera y Aris­ta continuaron las medidas disciplinarias, que aumentaron un descontento que había de desembocar en la "revolución". Por ello los mi­litares secundaron en 1852 el "Plan del Hospicio", lanzado en Guadalajara, que concluiría con la renuncia de Arista y el regreso de San­ta Anna.

 

En su conflicto con el Congreso, Juan Bautista Ceballos recabó la ayuda del ejérci­to. El 19 de enero de 1853 las tropas de la capital ratificaron su apoyo a Ceballos y protestaron de sostenerlo en su deseo de modi­ficar la Constitución, que  calificaron de expresión de la "voluntad popular". Sin embar­go, Ceballos no pudo frenar la preponderancia que adquirieron los militares, y como tampo­co podía sostenerse sin ellos, dio por tanto de alta a todos los jefes y oficiales licencia­dos durante la pretendida reorganización.

 

Entretanto, el "Plan del Hospicio" fue adoptado por trece estados, mientras los ge­nerales que encabezaban la revuelta, Uraga (el ex ministro de Guerra del general Arista, que se sublevó contra él porque pretendió res­tar su influencia en el gabinete y se unió a los revoltosos de Guadalajara cuando se di­rigía a pacificarlos) y Lombardini, introdu­cían algunas modificaciones y firmaban los convenios de Arroyo Zarco, en los que se es­tipulaba que una Junta de Notables, en la que deberían estar representados el clero y el ejército, los magistrados y los propietarios, los mineros, los comerciantes y los industriales, elegiría un presidente interino. La elección no significaba, pues, la expresión de una demo­cracia, sino la de intereses específicos. El pre­sidente tenía que jurar que haría uso del po­der de acuerdo con su conciencia y lo ejercería discrecionalmente y sin restricciones durante un año, con sólo un Consejo Consultivo que él nombraría. Ceballos aceptó estos conve­nios y acordó permanecer sólo cuarenta días en el poder mientras se nombraba sucesor, que por supuesto sería Santa Anna.

 

Ceballos no duró en la presidencia ni los cuarenta días estipulados. Renunció al día si­guiente de aceptar los convenios de Arroyo Zarco, con lo cual el poder quedó en manos de los militares. El general Lombardini se encargó del ejecutivo en tanto llegaba el desterrado de Turbaco. Llamó a muchos militares retirados, confirmó ascensos y resucitó olvi­dadas insignias. Una junta se encargó de dar de alta a los jefes y oficiales destituidos por asuntos puramente políticos y la leva reapa­reció para formar, en el Distrito Federal, un cuerpo de doce mil hombres. Los cargos más importantes fueron ocupados por militares, aunque no se formó un gabinete.

 

Santa Anna continuó favoreciendo a los militares y rodeándose de ellos, instaurando lo que podría llamarse una enérgica dictadu­ra militar, con un ejército de cerca de noven­ta y un mil quinientos hombres. De este número, veintiséis mil quinientos se considera­ban permanentes y los demás activos. Los puestos claves quedaron en manos de los mi­litares, aun las gubernaturas de los estados, puesto que se había suprimido el sistema electivo.

 

Las "revoluciones" se convirtieron en una rutina, sin que tardara en generarse la que había de desplazar al dictador. En marzo de 1854 se proclamó el Plan de Ayutla, y en 1855 triunfaba con la salida del veracruzano.

 

Santa Anna no fue apoyado exclusivamen­te por los militares, también recibió el apoyo del partido conservador y del clero, aunque el primero sería eliminado, quedando el dictador como dueño absoluto del poder.

 

Después de la guerra con los Estados Uni­dos surgió un partido conservador, organiza­do y combatiente, presidido por Lucas Alamán y secundado por individuos de amplia preparación y conocimiento sobre los proble­mas de México. Como eran sus propósitos llegar al poder de forma paulatina, por de pronto se empeñó en la conquista de los ayun­tamientos y de la cámara de diputados.

 

En 1849 tuvieron dos oportunidades: la renovación del Congreso y la del Ayuntamien­to de la Ciudad de México. En el Congreso fueron derrotados gracias a las hábiles ma­niobras de los liberales y los moderados, que les impidieron alcanzar la mayoría, que que­dó en manos de los moderados hasta su di­solución. No así en el Ayuntamiento de la ca­pital, donde lograron triunfar. El presidente fue, naturalmente, Lucas Alamán. El gobierno de la capital lograría algunos éxitos sig­nificativos, como, por ejemplo, una exposi­ción artesanal, y lo que parece inaudito, un saldo favorable en la tesorería municipal al cabo de un año de administración.

 

El órgano de información conservadora, El Universal, servía para atacar a los libera­les y criticar al gobierno. Desde sus columnas se desató una enconada polémica sobre los héroes nacionales en la que se censuró a Hidalgo, Morelos y Guerrero y se defendió a Iturbide y Calleja, lo que había de servir para la separación en héroes "liberales" o "conservadores" según el caso.

 

Durante las administraciones de Herrera y Arista los conservadores lograron adquirir fuerza y cohesión, y en 1853 se atrevieron a proponer la restauración del centralismo. El indispensable Santa Anna pareció el único hombre indicado para el gobierno del país, y Lucas Alamán envió una carta en la que ha­cía una declaración de principios y donde con­dicionaba su apoyo a Santa Anna:

 

“Nuestros enviados (a Turbaco)... van... a manifestar a usted cuáles son los princi­pios que profesamos los conservadores y que sigue por un impulso general toda la gente de bien.

 

“Es el primero conservar la religión cató­lica, porque creemos en ella y porque aun cuando no la tuviéramos por divina, la con­sideramos como el único lazo común que liga a todos los mexicanos... Entendemos también que es menester sostener el culto con esplen­dor, y los bienes eclesiásticos, y arreglar todo lo relativo a la administración con el Papa... Deseamos que el gobierno tenga la fuerza ne­cesaria para cumplir con sus deberes...

 

“Estamos decididos contra la federación; contra el sistema representativo por el orden de elecciones que se ha seguido hasta ahora; contra los ayuntamientos electivos y contra lo que se llama elección popular, mientras no descanse sobre otras bases.

 

“Creemos necesaria una nueva división territorial que confunda enteramente y haga ol­vidar la actual forma de Estado...

 

“Pensamos que debe haber una fuerza ar­mada en número competente para las nece­sidades del país, siendo una de las más esen­ciales la persecución de los indios bárbaros y la seguridad de los caminos...

 

“Estamos persuadidos que nada de esto lo puede hacer un Congreso, y quisiéramos que usted lo hiciese ayudado por consejeros poco numerosos que preparasen los trabajos...

 

“Contamos con la fuerza moral que da la uniformidad del clero, de los propietarios y de toda la gente sensata que está en el mis­mo sentido (a más de los periódicos suficien­tes en todo el país para orientar a la opinión pública)”.

 

Como puede apreciarse, había coinciden­cia de intereses con los militares, así que nada extraño fue que ambas fuerzas y el clero apo­yasen abiertamente a la administración san­tanista.

 

Una vez que Santa Anna formó su gabi­nete, Lucas Alamán quedó como primer mi­nistro, y otros eminentes conservadores, José María Tornel y Antonio Haro y Tamariz, ocuparon otras carteras. Sin embargo, Lucas Alamán murió el 2 de junio de 1853, dos meses después de que Santa Anna asumiera la presidencia; el 5 de agosto Antonio Haro y Tamariz renunciaba, y el 11 de septiembre también falleció José María Tornel, con lo que Santa Anna quedaba completamente en libertad para gobernar "según los dictados de la conciencia".

 

La dictadura santanista.

 

A los treinta años de haber hecho su en­trada en la política, pronunciándose por la república, tomaba nuevamente el poder San­ta Anna. Sin una constitución que limitara sus actos, este último período presidencial se asemejó más a una monarquía que a una re­pública.

 

Para cubrir formalidades, en la cámara de diputados se abrieron los pliegos proceden­tes de los estados, distritos y territorios de la República, en los que se votaba secreta­mente para la elección de presidente. Esto ocurría el 27 de marzo de 1853, cuando de antemano se sabía que tres días después llegaría a Veracruz, procedente de su destierro voluntario en Colombia, el favorecido. Se ha­bían recibido 23 pliegos, y faltaron Sonora y California. Santa Anna logró 18 votos, Uraga y Trías y Ceballos, uno cada uno. Puebla vo­taba por el que obtuviera la mayoría.

 

El compromiso aceptado por Ceballos es­tablecía la dictadura personal y Santa Anna no desaprovechó la oportunidad. Rivera Cambas, en el tomo  XII de su Historia antigua y moderna de Jalapa y de sus revoluciones, relata: "El 25 de marzo (de 1853) llegaron a Veracruz en la goleta Carísima dos hijos de Santa Arma, llamados Angel y Manuel, y un capellán; se comenzaron a preparar por to­das las poblaciones del tránsito hasta la ca­pital arcos triunfales, fiestas y regocijos pú­blicos yendo a encontrar al presidente multi­tud de personas, entre las que figuraban algunos amigos personales, varias notabilida­des y muchos aspirantes que fueron en pos de contratos y empleos. En Veracruz se man­dó que fuera día de fiesta cuando ...llegara Santa Arma, que se cerraran los talleres y casas de comercio. Fue recibido con la pompa digna de un rey. Jalapa se llenó de generales, empleados y personas enfermas de empleomanía. Un lu­gareño compuso unos versos:

 

Este montón que veis de santanistas

que con toda ansia esperan a Santa Anna,

si un rey les sacia la ambición mañana

han  de volverse todos monarquistas.

¿Sabéis qué eran ayer? ¡Federalistas!

Y más serán si al oro le da la gana;

y los que eran hoy a don Antonio

adorarán mañana a  don Demonio.

 

Las primeras disposiciones de su gobierno se encaminaron a consolidar el poder central, y para ello reorganizó e incrementó una policía secreta, que de inmediato persiguió y desterró a todo aquel que no simpatizara con el régimen; Mariano Arista, Benito Juárez y otros destacados liberales fueron expulsados del país.

 

En el mismo mes de abril de 1853 se su­primió la libertad de imprenta y se acusó de subversión, sedición, inmoralidad, injuria y calumnia a los que criticaban la dictadura. Los que hablaban contra la religión católica eran considerados subversivos y tenían que pagar lo que les correspondía de acuerdo con una tabla de multas que oscilaba de cincuen­ta a seiscientos pesos, según el delito incurrido. Los editores de diarios debían deposi­tar una fianza en el Nacional Monte de Piedad, de tres a seis mil pesos, para garantizar el inmediato pago de las sanciones.

 

Como el aparato administrativo se había multiplicado, y como Santa Anna de hecho hacía vida de corte, apareció la necesidad de aumentar los impuestos. En noviembre de 1853 se decretó que cada canal de agua pa­garía dos reales mensuales; cada pulquería de una sola puerta, un peso, y tres cada una de las demás que vendieran el mismo producto, sin faltar hoteles, cafés y fondas; medio real cada puesto fijo o ambulante; cinco pesos cada coche, carretela o carruaje de cua­tro asientos, y dos pesos y medio los de dos asientos. Los perros domésticos y de pasto­reo, "sea cual fuere su clase o tamaño o con­dición, exceptuándose únicamente aquellos que sirven de diestros a los ciegos", pagarían un peso mensual. Meses después las puertas y ventanas exteriores empezaron a ser grava­das con una contribución especial de cuatro reales, incluyendo a los zaguanes, cocheras y puertas de tienda; los balcones y ventanas pagaban tres reales.

 

Al decir de Olavarría, en el tomo IV de México a través de los siglos, Santa Anna y sus ministros se pasaban gran parte del tiem­po en hablar de fiestas y procesiones, de bai­les y tertulias, y de ceremonias de pura eti­queta; discurriendo largamente sobre los colores de sus libreas, sobre el sitio que debían ocupar sus coches y los de sus señoras en los paseos y lugares públicos, sobre los asientos que debían tener en las funciones religiosas, etcétera".

 

En noviembre de 1853 se decreté la res­tauración de la "Nacional y Distinguida Or­den de Nuestra Señora de Guadalupe", creada por Iturbide, y de cuyos hijos se decía que eran los herederos legítimos de la presi­dencia en caso de muerte de Santa Arma. Con motivo del restablecimiento se ofició un so­lemnísimo Te Deum en la Colegiata de Gua­dalupe, que fue presidido por Santa Arma, su gabinete, altos jefes militares, dignidades superiores de la iglesia y cónsules acredita­dos. En la Orden existían tres clases: la pri­mera la constituían las Grandes Cruces; la segunda, o clase B, la formaban los Co­mendadores, y a la tercera, o clase C, perte­necían los Caballeros.

 

A los primeros correspondía el tratamiento de excelencia y a los segundos, el de señoría. Se diseñaron trajes para las distintas categorías; se nombró un gran maestre, un gran canciller, un procurador fiscal y un llavero o tesorero, un archivero y una asamblea que debía residir donde estuviese el gobier­no. Se prescribió el ceremonial que debía ser observado al armar y prestar juramento los caballeros. A título póstumo se condecoró a Iturbide, O'Donojú y Guerrero, y entre los vivientes a varios generales y a Ceballos, que rechazó la distinción, lo que ocasionó su ex­pulsión del país.

 

­De acuerdo con los convenios aceptados por Ceballos el 6 de febrero de 1853, los poderes discrecionales no debían sobrepasarlos doce meses, y esos estaban tocando a su término. Los militares y el clero se movilizaron y los prorrogaron por tiempo indefinido, hasta que cesasen los males de la patria". Además, pidieron que a Santa Anna se le diera el título de generalísimo, almirante, capitán general, príncipe, gran almirante y algún otro muy rimbombante. El dictador aceptó el tra­tamiento de Alteza Serenísima, aunque lo hizo inherente al cargo de presidente de la Repú­blica. Los decretos que expidió a partir de la adopción del título iban encabezados por esta leyenda: "Antonio López de Santa Anna, Benemérito de la Patria, General de División, Gran Maestre de la Nacional y Distinguida Orden de Guadalupe, Caballero Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden española de Carlos III y Presidente de la República mexicana, a to­dos lo que el presente vieren sabed: ..."

 

La carencia de fondos no era obstáculo para fiestas, saraos y besamanos en palacio, adonde acudía la aristocracia criolla, derro­chando lujo y esplendor "y donde la familia de Su Alteza era tratada con regios honores; a la entrada de los salones, formaban valla los granaderos de la Guardia; valiosos espejos por donde quiera colocados reflejaban to­rrentes de luz, mil flores, en bellísimas macetas esparcían su embriagador aroma en las escaleras y corredores...", según Rivera Cambas. Este tren de vida no podía soportarlo el país y pronto cundió el descontento.

 

En marzo de 1854 se proclamé en Ayutla, Guerrero, el plan que lleva el nombre de esta población y en el que se pidió la destitución de Santa Anna y se propuso el regreso "a la normalidad".

 

Las rebeliones indígenas.

 

Los levantamientos armados durante la Segunda República Federal se han clasifica­do tradicionalmente como rebeliones indígenas; acciones de los filibusteros; insurreccio­nes contra el gobierno de los estados, y fechorías de las gavillas de bandidos que aso­laban los caminos del país.

 

Consideramos que los más notables son los levantamientos indígenas y el filibusteris­mo, porque los dos son característicos de la Segunda República Federal. Los demás constituyen un lugar común en la historia del Mé­xico del siglo XIX.

 

La derrota sufrida ante los Estados Uni­dos y el hecho de utilizar a los indígenas como carne de cañón desde la declaración de la independencia, con promesas de un mejoramiento en su condición económica y social, y el incumplimiento de las mismas, con la pérdida incluso de bienes que antes poseían, hizo que tomaran conciencia de su valor y se levantaran contra la población blanca. En ge­neral sus exigencias más frecuentes fueron la cancelación de impuestos y obvenciones pa­rroquiales.

 

El Monitor Republicano del 9 de julio de 1848 afirmaba: "Pero los hechos, que son los mejores maestros, les revelaron (a los indios) la conciencia de lo que valían, y de que a su vez podrían hacer lo mismo que los españo­les, y que la raza blanca mexicana. Les falta­ba oportunidad, y se les presentó la guerra con los Estados Unidos...".

 

Las rebeliones indígenas tuvieron la característica común de haberse declarado para lograr un mejoramiento social y económico y el hecho de que tuvieran lugar inmediatamente después de la guerra con los Estados Unidos. Las que podemos mencionar son las de:

 

1848. Guerra de castas en Yucatán, que abarcó casi toda la península.

1848 – 1849. Rebelión de la Sierra Gorda, que tuvo lugar en los estados de Querétaro, San Luis Potosí y Gua­najuato. Algún autor afirma que llegó también a los estados de Tamaulipas, Puebla, México y Michoacán.

1849. Movimiento en Juchitán, estado de Oaxaca. Rebelión en la Huasteca (en Ta­maulipas, Hidalgo, Veracruz y San Luis Potosí) y en el Mezqui­tal, en el estado de Hidalgo.

1850. Levantamiento en el estado de Guerrero.

1853. Rebelión en el estado de Tlax­cala.

 

Se sabe de levantamientos de chamulas en Chiapas y de otros en el istmo de Tehuantepec, debidos a la especulación de tierras producida tras la concesión de tierras para la construcción del ferrocarril interoceánico.

 

Es difícil de establecer cuál de todos es el levantamiento más importante o el más violento, ya que las investigaciones son limi­tadas y escasas. De bastantes movimientos apenas hay referencias, como el de los otomíes en Hidalgo o el de los chamula, en Chia­pas. Lo cierto es que "la guerra de castas" de Yucatán es la que ha merecido mayor aten­ción, seguramente por el hecho de que la población blanca estuvo a punto de ser arrojada del territorio, lo que ha despeñado un expli­cable interés.

 

En un pliego presentado por los mayas se exponían claramente los motivos del levanta­miento:

 

Abolición de las contribuciones persona­les  de la clase indígena.

 

Reducción de los derechos por bautismo y casamiento, que serían los mismos para todos.

 

Los mayas tendrían el libre usufructo de ejidos y terrenos baldíos, sin renta ni ame­naza de embargo.

 

Todos los sirvientes endeudados serían declarados libres de sus deudas.

 

Barbachano -el líder de una facción polí­tica que trataba de apoyarse en los mayas- sería el gobernador vitalicio de la península.

 

Jacinto Pat -jefe de algunos de los sublevados- sería el gobernador de todos los di­rigentes indígenas.

 

Los rifles confiscados a los mayas (unos 2.500) les serían devueltos.

 

Abolición de los impuestos a la destila­ción del aguardiente.

 

La incapacidad de los blancos para resolver un problema que parecía inusitado hizo que se agravara el conflicto y que se desatara la violencia.

 

La península yucateca era prácticamente un territorio autónomo: estaba separada del gobierno central por una serie de difíciles accidentes geográficos, selvas y pantanos que hacían sumamente difícil el acceso por tierra. Por mar, como no había flota mexicana, su vida estaba más ligada con Cuba o con el Sur de Estados Unidos.

 

La crisis entre mayas y blancos se inicio en 1847. Ante el asesinato de uno de sus di­rigentes, los indígenas contestaron con la vio­lencia, llegando a confinar a los blancos en la ciudad de Mérida y en la costa. La capital fue sitiada y después dejada en paz, pero los blancos se asustaron e iniciaron una emigra­ción en masa hacia Campeche, Cuba, sur de Estados Unidos y México. En tan sólo dos años de guerra el número de pobladores dis­minuyó a menos de la mitad.

 

Las autoridades yucatecas, abandonadas por el gobierno central a causa de los pro­blemas políticos y por la guerra con los Estados Unidos, acudieron a esta nación y propusieron como única solución su anexión a la Unión Americana. Pensaron también en España o Inglaterra, pero el tiempo apremia­ba. Además, la primera estaba demasiado lejos, y la segunda proveía a los mayas de armas a través de su colonia de Belice y compraba la madera fina con la que los mayas financiaban la guerra. Por otra parte, los puertos mexicanos estaban bloqueados por las naves norteamericanas, que ponían en práctica la doctrina de Monroe: "América para los americanos". Desde cualquier punto de vista, la ayuda europea era conflictiva.

 

Los norteamericanos rechazaron la propuesta yucateca, y a los peninsulares no les quedó otro recurso que pedir ayuda al go­bierno central. Hacia mediados de 1848 se recibió el primer pago de la indemnización norteamericana, y el gobierno federal envió de inmediato ayuda económica y militar a los yucatecos, que lanzaron una contraofensiva y obligaron a los mayas a refugiarse en el su­reste de la península. En esta región los ma­yas crearon un estado autónomo, con su pro­pia administración, al margen de toda auto­ridad civil y eclesiástica de los mexicanos. Comerciaban exclusivamente con los ingleses a través de Belice. El gobierno de los blancos fue incapaz de derrotarlos por completo. Este pequeño estado comprendía más o menos lo que en la actualidad es el territorio de Quin­tana Roo, y no fue hasta fines de siglo cuando el gobierno del general Díaz dominó estos lugares.

 

Muchos consideran terminada en 1852 la guerra de castas, pero como acertadamente dice Nelson Reed en su Guerra de castas de Yucatán, "no había habido victoria, y quedaban años por pelear. Pero después de 1855 se consideró que era otra cosa: no una rebelión ni una guerra de castas, sino más bien una contienda entre dos potencias soberanas: México y Chan Santa Cruz. De todas las re­beldías de los indígenas, desde que los ara­guacos dispararon sus flechas contra los ma­rinos de Colón, esta era la única que había tenido éxito y si no podía impedirse, el or­gullo yucateco decretó que debía ignorarse".

 

En el levantamiento de los indígenas de la Sierra Gorda, que afectó a Querétaro, San Luis Potosí y Guanajuato, aparecen más o menos los mismos motivos de los mayas para rebelarse. En un manifiesto pedían la disolu­ción del ejército y su reemplazo por pura guar­dia nacional, la reforma del clero, la prohibi­ción de cualquier culto que no fuera el cató­lico, la distribución de tierras y el reparto de las tierras no sembradas por los propietarios a los arrendatarios.

 

Fue Leonardo Márquez el que inició el levantamiento el 10 de febrero de 1848. Al prin­cipio tenía un simple tinte político, pero des­pués, con la incorporación del "indígena" Tomás Mejía, adquirió matices de "guerra de castas".

 

Es interesante recordar que Márquez y Mejía morirían por la causa monárquica al ser vencido Maximiliano. Hacia 1853 apareció como petición la distribución de la tierra. El movimiento llegó a adquirir serias proporciones, amenazando la capital del estado de San Luis Potosí. El gobierno nacional encon­tró resistencia en los estados afectados, que no permitieron que el ejército violara su so­beranía. El movimiento fue sofocado, pero sin solucionar los problemas que lo habían originado, por lo que esta zona fue foco cons­tante de levantamientos. Para lograr la pacificación, el gobierno federal estableció colo­nias militares, pero como fracasaran, en 1854 el gobierno de Su Alteza Serenísima creó el Departamento de Sierra Gorda, cuya capital fue la ciudad de San Luis de la Paz.

 

El alzamiento de la Huasteca también llenó de temor a los blancos. El 7 de enero de 1848 se proclamó el plan conocido como "Plan de Tantoyuca", en el que se hacía un llama­do a la defensa del país, lo que prueba que la derrota en la guerra con los norteamericanos sacudió a todas las capas de la sociedad. Manifestaba que: "todos los mexicanos deben contribuir con su persona e intereses, pero del modo más equitativo y justo, a la defensa de la nación... puesto que la guerra que nos hacen los norteamericanos tiene por objeto la dominación y el despojo de nuestro territorio, el cual no puede recobrarse sin la cooperación de todo mexicano, se declara que todas las propiedades territoriales serán co­munes a todos los ciudadanos de la repúbli­ca. En consecuencia, desde la publicación y adopción de este plan en cada lugar de la re­pública no podrán los propietarios de las men­cionadas tierras exigir cantidad alguna, bajo ningún motivo ni pretexto, a los que hoy se conocen como arrendatarios ni a los que en lo sucesivo quieran disfrutarlas".

 

Al igual que en Yucatán, se exigía la dis­minución o desaparición de las obvencio­nes. El foco se extendió hasta Papantla y Mi­santla.

 

Es difícil decir algo más sobre las rebeliones indígenas, porque, a pesar de su enorme interés hasta el presente, han sido poco estudiadas. Sin embargo, hay que destacar el hecho de que la guerra con los Estados Uni­dos despertara el sentimiento nacional en las capas bajas de la sociedad y que como con­secuencia de la misma los indígenas intentaran recuperar sus tierras. La población blan­ca, al ver el incremento y la fuerza de los movimientos indígenas, se sintió atemoriza­da porque en proporción numérica resultaba inferior; de ahí que volviera a pensar en la colonización blanca como remedio. Después de la experiencia texana no se deseaban norteamericanos, ni tampoco españoles, porque tenían "malos humores", eran indolentes, flo­jos y sin hábito de ahorro. Los ingleses y franceses o los noreuropeos resultaban los deseables, pero presentaban un problema: se hacía inevitable el establecimiento de la liber­tad de cultos, lo que podía dividir hondamen­te a los mexicanos.

 

El filibusterismo.

 

Con un vecino como los Estados Unidos no es de extrañar que fuera éste el problema externo más importante de México. Las presiones estadounidenses para extender su territorio no terminaron con la guerra, sino que continuaron y hasta se agravaron, ya que el desbarajuste interno de México lo convertían en presa fácil y codiciable. Además de las presiones con que se obtuvo La Mesilla, des­pués de la guerra la expresión común fue el filibusterismo, en especial en Sonora, Baja California y Tamaulipas.

 

En Sonora y Baja California se enfrenta­ron los intereses de Estados Unidos y Fran­cia. Después de la anexión del norte de Mé­xico a los Estados Unidos, los estados sureños de este último, contra lo que habían esperado, no lograron aumentar su influencia en el Congreso porque no todos los nuevos terri­torios se declararon esclavistas. California de­cidió ser estado libre.

 

Para compensar su fracaso, los sureños pensaron que Tamaulipas, Cuba y Centroamérica, y después Sonora y Baja Califor­nia, podían ser buenos candidatos a estados semejantes a los del sur. Mientras tanto en California, junto a la expansión hacia el oes­te, a partir de 1848 se inició la fiebre del oro, que había de poblar rápidamente aquel lejano territorio que ni españoles ni mexicanos ha­bían logrado llenar. La vida no era precisa­mente idílica. La afluencia de población la hacía difícil y conflictiva. Había violencia y discriminación hacia la población mexicana y francesa. A los mexicanos se les arrebató sus tierras en cuanto aparecieron yacimientos de oro, lo que ocasionó muchos enfrentamien­tos armados en los que siempre perdieron los viejos habitantes. Frente a esta realidad, los diarios californianos y de los estados escla­vistas publicaban algunos escritos en francés que divulgaban las maravillas y la riqueza de Sonora. Se la presentaba como territorio rico en minas y despoblado (sin aclarar que habían incursiones de comanches, yaquis y apaches). No es, pues, de extrañar que algunos desplazados de California miraran al sur para enriquecerse.

 

De entre los múltiples aventureros desta­có Gastón Raoulx, conde Raousset-Boulbon, organizador de una expedición para conquis­tar Sonora y fundar una república indepen­diente que sería un bastión contra la expan­sión norteamericana.

 

Raousset llegó a México a principios de 1852, solicitó una concesión para explotar mi­nas  en el estado de Sonora. A tal efecto se creó la compañía Restauradora, que vendió acciones al propio presidente Arista y al embajador francés. Además consiguió un crédi­to de la casa Jecker y marchó con unos dos­cientos aventureros bien armados. Al principio pasó inadvertido su verdadero objetivo, pero en el trayecto a las minas se desvió de su ca­mino y se dirigió a Cocéspera, colonia de franceses y mexicanos y de ahí prosiguió a Sáric y a Magdalena, Tubitana y Santa Anna, invitando a los habitantes a independizarse.

 

El 21 de septiembre de 1852 entregó a su ba­tallón una bandera con los colores franceses e hizo un llamado para amarla. A diferencia del lábaro francés, tenía una leyenda que de­cía: "Independencia de Sonora". Luego se dirigió a Hermosillo en son de guerra y sitió la población. A pesar de ganar la batalla, tuvo que retirarse porque enfermó de disentería y no encontró armamento para sostenerse, pero prometió regresar y lo hizo.

 

Un año después (1853) Sonora y Baja Ca­lifornia recibieron la visita de un aventurero norteamericano, Walker, cuyas ambiciones eran anexionistas. El 3 de noviembre de 1853 llegó a La Paz, aprisionó al gobernador y lan­zó una proclama en la que declaraba la inde­pendencia de Sonora y Baja California. En el pabellón que se creó había sólo dos colores, rojo y blanco, y dos estrellas, símbolo de los dos estados. Las hostilidades de la población mexicana obligaron a los intrusos a dejar La Paz. Walker se retiró a cabo San Lucas, de donde partió hacia la Bahía de todos los Santos, tratando de organizar la administración del nuevo país, pero los habitantes se encargaron de desalojarlo.

 

La incursión de Walter favoreció el regreso del conde Raousset porque Santa Anna, temeroso de los norteamericanos, ordenó a su cónsul en San Francisco que contratara colonos franceses para enfrentarlos a los norteamericanos. Esta orden abrió la puerta de par en par al conde y a sus aventureros.

 

El 2 de abril de 1854 partió un grupo con moderno armamento en el Challenge, y el conde y dos compañeros en la goleta La Belle, que naufragó antes de llegar a Guaymas. El gobernador tenía instrucción de recibir a los franceses en grupos de cincuenta, y la llegada de un contingente de más de cuatrocien­tos hombres bien pertrechados despertó su suspicacia. Las fuerzas de que disponía para la defensa apenas llegaban a doscientos hom­bres. El general Yáñez, comandante general de Sonora, pidió refuerzos y anduvo con di­latorias en sus pláticas con el conde para ga­nar tiempo, pero el enfrentamiento se produ­jo antes del arribo de los refuerzos, a pesar de lo cual los franceses fueron derrotados gracias a las hábiles maniobras de Yáñez. El conde Raousset fue fusilado y sus seguidores enviados a México o puestos en libertad.

 

Se habían salvado dos serias amenazas gracias a que el sentimiento patriótico llega­ba a los estratos bajos de la sociedad. En el extremo opuesto a Sonora, hacia el oriente, en Tamaulipas, desde 1839 se hablaba de crear la "República de la Sierra Madre", que integraría a los estados de Tamaulipas, Coa­huila, Zacatecas y San Luis Potosí. La idea no prosperó, pero después de la guerra cobró actualidad. El 18 de junio de 1848 El Moni­tor Republicano dio la noticia, tomada de un diario de Nueva Orleáns, que contaba que en aquellos estados "se encuentra gran número de americanos, establecidos ahí después de que las tropas norteamericanas ocuparon el país. Esos americanos saben que la retirada del ejército los dejará a merced de viejas enemistades, y que sus intereses se verán com­prometidos seriamente". A ello se agregaban intereses comerciales de algunos mexicanos.

 

El norte de la República estaba dominado por el contrabando. En 1851 el general Aris­ta había ordenado un control más riguroso y se formaron patrullas que recorrían la línea divisoria. Se hizo efectivo el cobro de impuestos a través de la aduana y estalló el con­flicto. El comandante militar, para aminorar la presión de los comerciantes, redujo los aranceles y declaró la zona libre, pero la me­dida no evitó el estallido de otra "revolución". Camargo, Jiménez y Matamoros fueron ata­cados sucesivamente por grupos mexicanos y norteamericanos, que fueron rechazados hasta que en 1852 fueron completamente de­rrotados. El hecho de que el general Arista aprobara la "zona libre" tuvo repercusiones económico-políticas muy graves, pues ella constituía la legalización del contrabando que causaba gran perjuicio a los comerciantes mexicanos, que por supuesto protestaron.

 

La venta de la Mesilla.

 

Otros acontecimientos importantes de los años 1848 - 1853 los constituyen la venta de La Mesilla y la incursión de las tribus nóma­das norteamericanas al suelo mexicano, ambos con el trasfondo de los intereses norteamericanos. Una de las justificaciones nor­teamericanas para quedarse con territorio mexicano fue que el país era incapaz de frenar la violencia de los apaches, comanches y otras tribus. Sin embargo, después de la gue­rra las incursiones se incrementaron y asola­ron las poblaciones del norte. A menudo eran los ganaderos norteamericanos los que arma­ban a los indígenas para que devastaran las haciendas ganaderas mexicanas, luego las ro­baban y vendían sus productos en Texas. De tal suerte, que nuestro país vio disminuir su riqueza ganadera y agrícola y presenció im­potente cómo pasaba a manos norteamerica­nas. El robo de ganado abarcaba Zacatecas, perjudicando más a Chihuahua, Coahuila, Ta­maulipas y Nuevo León. La violencia fue característica de la línea fronteriza. Algunos es­tados se confederaron para resolver el pro­blema, ya que el gobierno nacional era impotente para acudir en su ayuda. En Chi­huahua se aprobaron las "contratas de san­gre", mediante las cuales las autoridades com­praban el cuero cabelludo de los indígenas muertos en la lucha. Se pagaba un precio más alto por el de los jefes y menos por los gue­rreros sin grado. Apaches y comanches, ex­plotados por los norteamericanos, eran usados de carne de cañón para despojar a México de su riqueza ganadera, a pesar de que en Guadalupe Hidalgo los norteamericanos se habían comprometido a evitar estas incursio­nes devastadoras.

 

En lugar de cumplir con sus obligaciones, el gobierno norteamericano empezó a presionar para comprar más territorio que necesitaba para el tendido de una vía férrea.

 

La Mesilla se convirtió en territorio en disputa. El gobernador de Nuevo México lo declaró norteamericano y envió tropas para defenderlo. El gobernador de Chihuahua hizo otro tanto y la tensión se agravó.

 

En 1854, con Santa Anna en el poder, las relaciones mexicano-norteamericanas se enfriaron notablemente. En agosto llegó, como representante norteamericano a nuestro país, Gadsen, que tenía intereses en el ferrocarril que atravesaría por La Mesilla. Gadsen esta­ba asociado al secretario de guerra Jefferson Davis, por lo que las presiones sobre México aumentaron. El gobierno de Santa Anna no tenía fondos y estaba imposibilitado para un enfrentamiento armado y defender La Mesi­lla. Por lo tanto, no había otra solución que la venta, operación que se llevó a cabo en di­ciembre de 1854. Los Estados Unidos se comprometieron al pago de diez millones de pesos; México los aceptaba y, además, suprimía la cláusula referente a las incursiones de las tribus nómadas, con lo que no se evitó que todo el norte quedara a merced de la violen­cia y el despojo.

 

A pesar de todo llega el progreso.

 

Pero en estos años de la Segunda Repú­blica Federal no todo es tragedia; hay algu­nos toques de ópera bufa con la llegada del "progreso" al país. Sus emisarios eran el telégrafo, el ferrocarril y los barcos de vapor.

 

El 28 de octubre de 1850 el señor Juan de la Granja hizo los primeros ensayos telegráficos. Cuenta Olavarría, en México a tra­vés de tos siglos, como "los primeros experi­mentos se hicieron en la botica de la calle de la Monterilla. El resultado fue satisfactorio, y en el acto se dispuso hacer nuevo ensayo en un mayor trayecto, eligiéndose el que mediaba entre el Palacio Nacional y el Colegio de Minería (un kilómetro de distancia, más o menos). Las gentes, con infantil curiosi­dad, formaban grupos en derredor de los operarios.

 

En octubre de 1851 se inauguraba la pri­mera línea entre México y Puebla. Juan de la Granja había hecho solo las instalaciones telegráficas y afirmó "El cielo ha protegido mis trabajos y a eso debo el ver coronado mis esfuerzos, habiendo dado al público la prue­ba de bulto que yo deseaba". En abril de 1852 se prolongó hasta Orizaba y Veracruz, pero Juan de la Granja murió antes de concluir su obra. Al año siguiente, la capital se comunicó también con el Bajío.

 

Otro de los "adelantos" fue el ferrocarril de Veracruz, que el 15 de septiembre de 1850 hizo su primer recorrido entre el puerto y San Juan. Tenía apenas 17 kilómetros de longitud y su construcción había durado diez años, celebrándose su inauguración con fiesta, bendición, dos orquestas y solemnes dis­cursos.

 

En 1850 se otorgó la concesión para la construcción de barcos de vapor que navega­rían por el lago de Texcoco. En el año 1854 se inauguró el primer buque de este tipo con una gran ceremonia, subiendo por el canal de la Viga.

 

Termina una tragicomedia.

 

El Plan de Ayutla iba a terminar por fin con el inquieto general veracruzano, que para gusto o disgusto de los mexicanos había llenado toda una época, poco más de treinta años de la vida nacional. Cuando esta vez Santa Anna salió hacia el destierro el 6 de agosto de 1855 el país se debatía en la anarquía que iniciaría una nueva época. En efec­to, los años de la Segunda República Federal presenciaron la desaparición de toda una ge­neración. En 1849 murió Paredes Arrillaga; en 1850, Peña y Peña, Valentín Canalizo y Quintana Roo; en 1852, Javier Echeverría; en 1853, José María Tornel, Manuel María Lom­bardini y Lucas Alamán; en 1854, José Joa­quín Herrera, Pedro María Anaya y Nicolás Bravo. La generación que actuaría en las grandes conflagraciones de los años cincuenta y sesenta era la primera que no recordaba el virreinato y que deseaba un México republi­cano o monárquico y estaba dispuesta a ju­garse la vida por sus convicciones. Con to­do, algo había cambiado.

 

Bibliografía.

 

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González Navarro, M. Raza y tierra, México, 1970.

 

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Olavarría, E. México a través de los siglos, t. IV, México, 1972 (reedición).

 

Reed, N. La guerra de castas de Yucatán, México, 1964.

 

Rivera Cambas, M. Los gobernantes de México (5 vols.), México, 1962.

 

Zorrilla, L. G. Historia de las relaciones entre México y los Estados Unidos de América, 1800 - 1958, México, 1966.

 

90.            La sociedad mexicana.

Por: Cecilia Noriega.

 

La vida rural.

 

El estado del campo refleja en gran me­dida la situación social del país. El centro de todos los atractivos está en la capital de la República y, sin embargo, la población se mantiene económicamente gracias a los fru­tos de la tierra. Es arriesgado viajar por Mé­xico. Hay muy pocos y pésimos caminos, los medios de transporte son escasos y malos y ha aumentado el bandolerismo debido a la miseria y al derrumbe de la economía y de la autoridad.

 

La falta de una red de comunicaciones en un país de geografía tan ardua como éste impide el desarrollo económico y reduce la pro­ducción al consumo local. La mula, bestia de tiro y carga, es la única ayuda del mexicano para llegar a casi todos los lugares, pues sólo hay dos caminos de importancia: de México a Veracruz, en el Atlántico, y de México a Tepic, cerca del Pacífico. Son las rutas de la diligencia, que tarda respectivamente cuatro y nueve días en su recorrido. Seis caballos tiran de ella. Sale velozmente de las pobla­ciones, pero ya en el casi intransitable camino adquiere un ritmo lento y pesado. Du­rante la sequía los pasajeros tragan polvo, y en la estación de lluvias apenas alcanzan a protegerse del agua. Es necesario estar alerta, pues en laderas y malos pasos tienen que hacer contrapeso para evitar una volcadura que, como un atascadero, retra­saría el exasperante trayecto.

 

Al llegar la diligencia a una población, mendigos y perros salen a su encuentro. Un empleado recibe la valija del correo y los peo­nes recogen cartas para sus amos, cobradas a un tanto por el cochero, único agente de esta correspondencia clandestina. Los viaje­ros, que culpan de todo al gobierno, a lo que más temen es al bandidaje, formado por un grupo marginal, fruto de la anarquía, que re­cibe sin prejuicio a campesinos hambrientos y prófugos de la justicia o de la leva. Los asaltantes infestan todo el país, pero su prin­cipal campo de acción se encuentra en las ru­tas de la diligencia. Entre los sitios célebres por el número de atracos cometidos figuran Río Frío, en el camino a Veracruz; la Cues­ta China, a la entrada de Querétaro; Cuaji­malpa, en el camino de Toluca; Huitzilac, en el de Cuernavaca, y La Calavera, en el de Cuautla.

 

Al acercarse a estos puntos los pasajeros ocultan en donde pueden sus artículos de va­lor, pero de nada. sirve,. pues los ladrones los hacen bajar con las manos en alto para revisar minuciosamente la diligencia y todo lo que lleva. El viajero que no obedezca la or­den de ponerse a gatas y con los ojos bajos puede ser azotado. Si el jefe de la banda está de mal humor, o la ganancia es reducida, los pasajeras son despojados de sus trajes y jo­yas, mientras cochero y sotacochero miran impasibles una escena a la que están total­mente habituados. Lo que sorprende en todo caso es que una diligencia pueda llegar a su destino sin haber sido asaltada.

 

Cuando lleva una carga importante la es­colta una guardia rural, pero las más de las veces su jefe es también cabecilla de la ban­da. De no ser así, se entabla una lucha en que invariablemente ganan los bandidos: hom­bres que no tienen nada que perder, que se saben víctimas del sistema y fueron armados para participar en un levantamiento; pero so­bre todo, van con la confianza que les dan sus escapularios y los ruegos a la Virgen an­tes de emprender el trabajo.

 

Los trucos de que se valen para no ser capturados son innumerables. Siempre van embozados y tienen escondites preparados para ocultar sus ropas ilegales. Después de un asalto huyen a sus guaridas en los parajes más intrincados o se disponen a trabajar cual pacíficos leñadores. Además, la actitud de la gente es tan pacífica y resignada, que fomen­ta el bandolerismo, y se llegan a dar casos de asalto a la diligencia por dos o tres indios armados con palos a plena luz del día y en las afueras de las poblaciones. Parece que se ha firmado un pacto de equilibrio social.

 

Los campos tienen aspecto de abandono y ruina. Aldeas aisladas con casas de ado­be y paja, vacías, quemadas. Sus habitantes huyen de la miseria y buscan refugio en las ciudades: consecuencia de los años de lucha reciente y de la anarquía imperante. La única parte del campo que aparenta florecimiento es la cercana a las haciendas, pues, aunque en esta época se trata de dar nuevo auge al ejido, la corrupción de las autoridades y el poder de los hacendados impiden la justa restitución de sus tierras a los indios, cuya raza forma el campesinado en su totalidad.

 

La condición de los campesinos es la más miserable. Se encuentran repartidos en aldeas situadas en las tierras más estériles e improductivas, y son gobernados por caciques in­dígenas a los que respetan y que son los que se encargan de la administración y cobro del tributo: dos pesos sobre cada varón entre los diez y los cincuenta anos. Si los peones logran acumular bienes, no por esto viven más decorosamente, pues gastan sus ahorros en la primera fiesta religiosa: vestidos, flores, cohetes y adornos que lucen en procesiones por las que sienten un placer infantil en el que se mezcla lo sagrado y lo profano de una manera perfecta.

 

El trabajador del campo se resiste a cam­biar: piensa como sus ancestros y no hace sino lo que le enseñaron sus padres. Las comodidades y adelantos le son ajenos, cuando no desconocidos, y rige su vida por la rutina, los prejuicios, la ignorancia y la indolencia. La anarquía le niega al campo manos y recursos. La mayoría de los campesinos viven en las haciendas como peones; otros son apar­ceros de las tierras del clero, que posee las tres cuartas partes cultivables del país, y unos pocos son rancheros libres, es  decir, disfru­tan de parte de las tierras del Estado.

 

El trabajador es tranquilo y resignado; tiene todos los vicios a que le obliga su escla­vitud: es ladrón, borracho y, como no traba­ja para él, flojo. El ranchero libre también es pobre, pues no puede vender sus productos en un buen mercado por los elevados impues­tos que cobran las aduanas. Todo esto y las luchas ininterrumpidas a partir de la indepen­dencia han creado cierta conciencia en el cam­pesinado que se manifiesta en los frecuentes brotes de rebeldía, que llegan incluso a la sus­pensión del trabajo en las haciendas como forma de presión. El grito de agitación, el pronunciamiento o la "bola", aunque surge generalmente en las ciudades, encuentra fáci­les adeptos en el campo. Cuando no, se re­curre al reclutamiento forzoso: “la leva”. Llega el ejército a los campos de labor, escoge a los hombres más fuertes, los enfila de dos en dos, codo con codo, hasta el cuartel más cercano. Allí se les viste y educa en menos de dos semanas para servir a la bandera del mo­mento bajo las promesas del primer oportunista. Así, los levantamientos encuentran eco en la ignorancia, la miseria, la antiautoridad y la falta de un régimen de verdaderos hombres de estado.

 

La agricultura es muy primitiva y su pro­ducto se reduce al consumo local. Sobra hol­gazanería, pero trabajar el campo equivale a regocijo, pues las siembras son en su mayo­ría de temporal y sólo cuando llueve se tiene sustento. En las zonas del norte los propie­tarios descuidan la agricultura por la gana­dería, que implica menos problemas. La pro­liferación caballar es asombrosa. Son jinetes hombres, mujeres y niños, y el tipo caracte­rístico del campo es el arriero, que suple la rueda y la inexistencia de caminos con sus recuas. La charrería también nace aquí.

 

El comercio del país se hace a través del campo, por esto es tan lento su desarrollo. Los malos caminos y el contrabando organi­zado impiden que prospere todo lo que se inicia, además del recelo a aventurarse con las novedades. La industria está en sus inicios y no existe una organización dirigida, sólo un número infinito de talleres domésticos cuya fuerza motriz es el agua, pues el vapor no es rentable dada la escasez de madera y lo costoso de cualquier transporte. Su desarrollo es tomado con mucha seriedad por la elite consciente de un país inconsciente, pero los fabricantes, la reciente burguesía industrial, está compuesta por personas influyentes, terribles defensores de las leyes proteccionistas, a tal grado, que cualquier cosa que afecte sus intereses provoca un pronunciamiento, es decir, la caída del gobierno. Otro favorable lo sustituye y se viene abajo lo poco creado con tanto esfuerzo.

 

Todas las preocupaciones las acapara la minería: ilusión de glorias pasadas.

 

Al huir los capitales con la guerra de in­dependencia, las minas se vinieron abajo. Aho­ra el gobierno llama desesperadamente bra­zos y capitales extranjeros que vengan a nivelar el erario. Así pues, con tantas facili­dades, una industria que debía haber sido na­cional está en manos extranjeras: francesas, alemanas y sobre todo inglesas. Su producto es casi todo exportado o sale clandestinamen­te, y lo poco que queda no cubre la mínima parte de las necesidades del país. Sin embar­go, el minero vive un poco mejor que los demás trabajadores; aunque expone su vida diariamente, lo hace con dignidad, pues no necesita de antiguos privilegios para señalarse y muchas veces se ve con los bolsillos lle­nos de plata y el cuerpo y la mente llenos de lujo. Se cuenta que hubo una pelea reñidísi­ma entre los mineros de Rayas y los de la Valenciana, en Guanajuato, que acabó con una lluvia de pesos de plata que los de la úl­tima lanzaron sobre los de la primera para demostrarles la superioridad de su mina. La mayor parte de los mineros son indios que trabajan en cuadrillas y reciben en pago la octava parte de lo que sacan; lo demás que­da en manos de los que explotan a los tra­bajadores de las minas.

 

Todo el campo, en sus regiones fértiles, esta lleno de pequeñas aldeas o ranchos, que no llegan a ser pueblos ni se comparan con una hacienda, aunque muchas veces se erigen sobre sus minas. Son morada de labradores modestos que viven en casas de barro y casas entrelazadas con techo de tejamanil. Constan de cuatro paredes exclusivamente y una puerta que da a un portal. La sencillez exte­rior contrasta con el abigarramiento interior: imágenes de santos por todos lados, retablos con inscripciones al pie que narran algún mi­lagro acaecido a uno de sus moradores, un inmenso cuadro de la Virgen de Guadalupe, que sostiene toda clase de exvotos, y una imagen del Salvador que sangra por todos los poros. El piso de tierra lo ocupan enseres de caballería, armas, animales y granos, de modo que al ver el conjunto se duda de si aquello es un gallinero, una capilla o un es­tablo.

 

Los únicos centros de reunión de la gente son la iglesia, los días de misa o de fiesta, y el mercado o tianguis, que se establece de­terminados días en un pueblo grande, donde se intercambian los productos de las regio­nes cercanas, única posibilidad de comercio que se amplía en las “ferias” anuales de los diferentes centros agrícolas de la República. La feria más importante para el comercio na­cional e internacional es la de San Juan de los Lagos, en Jalisco. También es famosa la de Jalapa, que agota los productos que llegan a Veracruz.

 

San Juan, como todos los pueblos y al­gunas capitales de provincia, permanece in­móvil once meses del año. En diciembre, mes de la feria, se limpia y pinta de blanco, las fachadas de las casas se alegran con colores, la iglesia se cubre de ornato, y las calles se empiedran otra vez para facilitar el tráfico in­tenso de carruajes que conducen pasajeros y mercancías de toda la República. Lo demás se improvisa: ligeras construcciones se hacen de tejamanil, vigas apenas labradas, clavos y piezas de lona o algodón ordinario. En un mes se cuenta con plaza de toros, palenque, teatro para los cómicos de la legua, salón de títeres, billares, fondas y hoteles, que son largas galerías con cuartitos divididos por una cortina transparente. En fin, ciudad de últi­ma hora a la que un huracán o un incendio se lleva en menos de cinco minutos.

 

Los precios de hospedaje y alimento son exorbitantes. A un lado del centro se estable­cen los campamentos regionales: Coahuila, Chihuahua y Texas forman conjunto. Colo­can sus hatos de vino, aguardiente, ropa, semillas y muchas cosas más, y se esperan has­ta el fin de la feria para comprar mercancías escasas en sus pueblos. El desarrollo progre­sivo de estas "ferias" las hizo famosas en las ciudades manufactureras de Francia, Alemania e Inglaterra, y cada año mandan puntualmente todo tipo de artículos de lujo.

 

Fuera de estos eventos, la rutina sostiene la vida cotidiana hasta en la superstición.

 

Cuando va a nacer un niño inmediatamente acude la partera. Entre miles de aspavientos amolda la cabeza del recién nacido en una sucia jícara de barro. Después se unta los dedos en aceite de almendras dulces y le aguza su chata nariz. Coloca en las manitas dijes y amuletos: ojos de venado, pedacitos de aza­bache, dientes de ajo y todo cuanto le dicta su memoria para precaverlo de ciertas cala­midades de la vida y librarlo de las brujas. Le prepara además su primer alimento, que consiste en agua azucarada, y, por último, se esfuerza por encontrarle en todo parecidos al padre para que la familia quede libre de deshonra. Tampoco descuida la infusión de algunas hierbas a fin de que el niño arroje la baba, se evite un empacho y cumpla con las funciones naturales. Apenas se va la partera se acabaron los cuidados. La criatura está ya en disposición de hacer sus comidas con la familia: maíz, frijol, cebolla, plátano y pulque para que duerma y deje trabajar a su madre.

 

Los niños nunca aprenden a leer y escri­bir, pues desde que caminan tienen la obli­gación de llevar agua y combustible a la ma­dre y comida al padre. Las mujeres se dedican a preparar la comida y a acarrear agua del pozo. Su vida transcurre en esta monótona diligencia, mal vista por los hombres, que se especializan en los trabajos de fuerza.

 

Si el pueblo es afortunado, además de iglesia tiene un mesón y una escuela; ésta se re­duce a un cuarto con unas cuantas bancas ocupadas por niños en harapos y dirigidos por un maestro igual que ellos. Aprenden a deletrear en un viejo libro de leyes y en un pizarrón en el que hay escritas, con mala ortografía, unas cuantas máximas morales. La iglesia y la plaza de toros, que existe en casi todos los pueblos, son el centro de reunión obligado. Los espectáculos dominicales son la misa y la corrida, que tiene un aspecto de exhibición de modas: la gente va a ofrecerse a los demás como parte del espectáculo. La fiesta brava, mezcla de toreo español y cha­rrería mexicana, es notable por la facilidad de los hombres de campo en el manejo del lazo. Al terminar, y entre fuegos artificiales, se sale a disfrutar de una parte importante de la vida cotidiana la comida callejera.

 

Por la noche se baila en los portales, se riñe constantemente y se juega al billar o al monte; todo bajo los efectos del chinguirito, aguardiente de caña al que son adeptos la mayoría de los hombres. Poco apoco se van retirando a las aldeas cercanas para volver al domingo siguiente.

 

Los poblados alejados de las haciendas o de las ciudades presentan problemas muy dis­tintos. Sus habitantes son indios que apenas conocen el español y viven aislados temiendo más que nada a los soldados que se internan en sus lugares para reclutarlos. Su aislamien­to los obliga al autoconsumo. La miseria es tan grande, que casi todos huyen o se dedi­can a robar en despoblado. Así es casi toda la zona de Michoacán, donde se conservan costumbres indígenas tanto en las fiestas como en la vida diaria. Visten a la manera tarasca y se esmeran en sus ropas para las fiestas religiosas, ya que las patrias o no las festejan o no las conocen. En estas ocasiones sus trabajos se concentran en el lucimiento de la imprescindible procesión: visten lujosamente al santo del día; las mujeres llevan banderitas de color y cirios encendidos y los hombres tocan violines, flautas y tambores.

 

De los alrededores llegan con guirnaldas de flores, ceras elaboradas, ornamentos y sedas para los altares. La música es alegre y atre­vida, con reminiscencias indígenas, sobre todo en el ritmo. Son festividades religiosas, pero predomina lo profano: hay baile, juego y be­bida. Dentro de la iglesia es costumbre que un indio toque el órgano, oficio privilegiado que se transmite de padres a hijos. Su prin­cipal fuente de trabajo es la artesanía.

 

Las poblaciones de cierta importancia cuentan con una pequeña elite criolla que maneja las cosas. Son cultos, de buena presen­cia y fina educación. Se distinguen sólo por su color blanco, ya que todavía no existen los carruajes, artefacto indispensable para las familias de prestigio de la capital.

 

Pero donde la división social es aún más marcada y la explotación del hombre por el hombre se manifiesta con mayor crudeza es en la hacienda. Con la independencia algunos de los grandes latifundios cambiaron de manos, y más que dividirse, acrecentaron los vastos dominios tradicionales que poseían los espa­ñoles. Esto provoca la fe en el progreso de la hacienda, que toma las características de un poder donde el mando del propietario den­tro de ella es absoluto. El grupo de los pro­pietarios de la tierra constituye, después del clero, la fuerza más poderosa de la sociedad mexicana. Dispone de absoluta libertad en sus dominios, tanto en bienes como en per­sonas, que como en todo régimen de escla­vitud forman parte de aquéllos. Los campesinos no son vendidos, pero están atados de por vida mediante un sistema de endeuda­miento que los obliga con el amo, a menos que puedan pagar lo que deben a la "tienda de raya" donde han comprado a crédito lo indispensable para vivir. Como no tienen di­nero ni modo de conseguirlo, el pago es con el trabajo, tan mal remunerado que muchas veces deja su deuda como herencia.

 

El hacendado por su parte casi nunca va a la finca, puesto que tiene un administra­dor; cuando lo hace se dedica a dar fiestas, comidas y paseos a todos sus invitados. Su terror está en la palabra "progreso", y en parte tiene razón: si compra maquinaria ha de ser en el extranjero, y si tiene la suerte de que llegue a salvo, seguro que la desvalijan o la roban en México. Si cosecha, el trans­porte del producto es lento y arriesgado por tener que realizarlo a lomo de mula, y si lo­gra llegar al mercado la inestabilidad política y económica le puede arruinar sus precios.

 

En tierra caliente la vida alrededor de las haciendas es un poco mejor. Se ven los cam­pos sembrados de caña y los llanos con ga­nado a muchos kilómetros a la redonda. Hay grandes extensiones con plantíos de café y productos tropicales. El conjunto de la ha­cienda constituye por sí solo una ciudad en miniatura: la finca o casco formado de grandes edificios, blancos muros y altas torres. Las habitaciones se encuentran en primer plano. La planta baja está destinada a las ofici­nas y almacenes, donde se guarda todo lo necesario. En el piso superior están los cuartos de la familia: salas, recámaras, comedor y co­cinas, que dan a un espacioso corredor con arcos donde se pasa la mayor parte del tiem­po. En medio de la casa un gran patio de piedra con su fuente da acceso al corral, a las bodegas y a las trojes de almacenamien­to. Fuera están máquinas y calderas, y la capilla, donde se oye misa el domingo.

 

Las ciudades importantes lo son en la me­dida que alcanzan un nivel parecido al de la capital de la República: patrón y foco de las aspiraciones. En el centro son tradicionalmen­te importantes Zacatecas y Guanajuato por las minas de plata, con altibajos ocasionados por la situación política. Querétaro, que surte a las regiones mineras de productos agrí­colas, es la boca de la ganadería y la agri­cultura de la Ciudad de México, y sin embargo sus gobernadores han echado por tierra los pocos avances logrados. Morelia y Guadalajara, que acaparan el comercio de la parte occidental, son ejemplo de autonomía política. Sus estados presentan muy buen aspecto, jun­to con el de Oaxaca, por el arreglo de su ad­ministración. Puebla, ciudad comercial desde la colonia y paso obligado entre México y Veracruz, se ha desarrollado recientemente gracias a la producción de hilados y tejidos que han ido sustituyendo a los obrajes. Den­tro de su población preponderan los conser­vadores, como en San Luis Potosí, pero sin desarrollo industrial.

 

La vida de estas ciudades depende funda­mentalmente del comercio interior, aunque la más importante, Veracruz, deba su prosperidad al comercio extranjero. Es la clave de to­das las actividades económicas del país, pues la mayor parte del tesoro nacional depende de sus aduanas. No es propiamente una ciu­dad comercial, sino el depósito de mercan­cías que consume la Ciudad de México a tra­vés de sucursales con las grandes tiendas de la capital. La ciudad es fea, sucia y melancó­lica; al contrario de Jalapa y de los pueblos del estado, siempre limpios y prósperos. La gente, a pesar de la miseria, es alegre y todo lo resuelve con música. Por cualquier motivo hacen fiesta: improvisan un tablado para zapatear, tocan, bailan y cantan. Se animan en los puestos de aguas frescas y licores, sobre todo con tepache. Los jarochos son los más "supersticiosos" de todos los mexicanos: hechiceros, maleficios, "aparecidos" y ánimas en pena representan un papel importante en sus creencias. Tienen instintos crueles y ven­gativos cuando se les ofende, pero por lo ge­neral son francos y generosos. En su trabajo son independientes. Prefieren la vida errante del pastor y del chalán a la del labrador. Sus pasiones son las mujeres, el juego y la mú­sica, y tienen justa fama como grandes im­provisadores en el canto que va desde lo más insólito y maravilloso, como la visión de las sirenas, hasta lo mas realista:

 

La sirena es cosa rara

hecha por su Providencia,

muchos quieren encontrarla

pa'mirarle su presencia,

pero ella vive ocultada entre

las aguas silencias.

 

Hasta los palos del monte

tienen su destinación,

unos nacen para santos

otros para hacer carbón.

 

Noches de rancho.

 

La riqueza y prosperidad de los últi­mos años de la dominación española se convirtieron en leyenda en la mente de los que vivieron la guerra de independencia. La anarquía, el bandoleris­mo los desastres de fortuna se confabularon para crear la leyenda de te­soros ocultos. Almas en pena llegan a indicar los lugares en que se enterra­ron camas de oro y plata que nunca llegaron a su destino.

 

Recuas fantasmas recorren los anti­guos caminos de la plata. Los ranche­ros aseguran que las ven pasar, pero que es imposible seguirlas, pues desaparecen cuando la ambición llega a ali­gerar el temor de quienes se atreven a esperarlas para dar con el lugar en que los arrieros, asesinados por los bandi­dos, ocultaron rápidamente el tesoro. De noche se divisan luces o resplando­res que, como el arco iris, señalan el lugar; pero hay que tener valor y arriesgarse durante la noche, pues de día desaparece cualquier rastro.

 

“En el Obrajuelo, camino a San Mi­guel, dicen que llegó una mulada con barras de plata de las minas de Gua­najuato. Luego que los arrieros sintie­ron a los bandidos, descargaron, y no hubo poder humano que les arrancara palabra sobre dónde habían escondido la carga. Dijeron que se la tenían guar­dada al ahora difunto don Alvaro, y que las ánimas de los arrieros fueron a de­cirle dónde la habían escondido, pero por más que él buscó no pudo dar con ellas. Y luego, con el susto de haber visto aquellas ánimas en pena se fue consumiendo, y por más que se untó remedios, que fue a hablar con el 'pa­dre', que prometió mandas, ya no vio su salud como la tenía antes”.

 

Hay otros afortunados, como una an­ciana que alquiló una casona en un pueblo viejo. Tenía la casa un antiguo y mal enlosado patio que barría de vez en cuando, hasta que un día observó que dos de las losas eran más grandes y colocadas de manera distinta de las demás. Empezó a remover con mucho trabajo las piedras hasta que pudo levantarlas, y descubrió un tesoro en un bote de hojalata; cinco mil pesos de oro, que causaron su alegría y espanto por muchos años.

 

Como éstas, muchas historias entre­tienen y despiertan deseos y temores en las pláticas a las puertas de los ran­chos al anochecer. Y no es difícil creerlo; si no hay justicia en la tierra, ésta tiene que venir del otro mundo. La gente abandona los lugares apartados y se cuida de caminar en buena compañía. Deja los despoblados para los que an­dan penando y lleva el relato a los vivos que tantos muertos han visto.

 

El jinete.

 

Los arreos de un jinete mexicano se adaptan a todas las estaciones y estados del tiempo. Lleva encima del caba­llo acomodado en sus arneses de costumbre todo lo necesario para cualquier circunstancia. Siempre va tocado con un sombrero de ala ancha y copa alta cubierto de piel engrasada; viste una chaqueta corta de cuero adornada con clavos de plata; pantalones también de cuero con hileras de botones en las cos­turas para impidirle el roce de la silla; calza altas polainas que le protegen los pies y los tobillos. Delante lleva las ar­mas de agua, consistentes en un pelle­jo grande dividido por la mitad; dos de sus puntas se sujetan al arzón de la silla y las otras dos se amarran por de­trás, con lo cual le quedan las piernas enteramente a cubierto de la lluvia. De­lante de las piernas trae aseguradas sus pistolas y de su lado izquierdo pende el machete. Colgado del arzón va el lazo con un nudo corredizo y atrás lleva en­rollado el jorongo que le sirve para protegerse del frío y de la lluvia.

 

Montado en silla española de arzón alto, con estribos rígidos de madera recubiertos con largas tiras de cuero y ar­mados los pies con espuelas españo­las, sale el jinete a lo que se le ofrezca. Si es a pelear, lleva sus armas; si a comer, tiene una mula cargada; y si a dor­mir, tiene la montura como almohada y el jorongo como manta. Todo ello su­pone un ajuar de casa compendiado y ambulante.

 

Despedida del angelito.

 

Un velorio en un barrio ofrece un aspecto de lo más extraño. Unos veinte “léperos”, entre hombres y mujeres, se sientan formando un círculo. Todos ha­blan, gritan y riñen a la vez. Un olor fé­tido llena el cuartucho a pesar de que lo encubren el humo de los cigarros y los vapores del chinguirito. En un án­gulo del cuarto hay una mesa bien provista de vasos y botellas y otra desti­nada a los jugadores que disputan monedas de cobre. Es un principio de orgía con trazas de llegar a escándalo.

 

Lo que se “celebra” es la muerte de un angelito. Un niño pequeño yace en otra mesa apartada, llena de flores marchi­tas, con los ojos vidriosos y las mejillas con manchas violáceas que indican que la corrupción está muy avanzada.

 

Recibe a los concurrentes el padre de la criatura y a cada nuevo invitado le muestra con orgullo el numero de hués­pedes reunidos para celebrar con él la muerte de su hijo, considerada como un favor del cielo que lo ha llamado en la edad de la inocencia. Ofrece la casa porque en ese día los desconocidos son amigos, y esto se presta a que el velo­rio de barrio sea un recurso en las no­ches de tristeza o de ocio. Al dar las doce, todos se levantan y alguien recuerda: “Es la hora de las ánimas; re­cemos”. Todos suspenden los juegos y alborotos, se arrodillan con gravedad y dicen una plegaria en voz alta. Al ter­minar vuelven a sus juegos y se olvi­dan del objeto de la reunión.

 

La vida en la capital.

 

La impresión de la “gran ciudad” es distin­ta según se llegue a ella por el norte o por el sur. Al norte, y gran parte del este y oeste, se encuentra rodeada por los barrios más pobres, pequeñas municipalidades que corresponden al Distrito Federal. En estos arraba­les viven los más bajos estratos de la sociedad, en miserables jacales de muros de caña y ado­be con techo de paja o tejamanil. Dentro sólo hay una olla de agua y algún petate roto para toda la gente que duerme echado entre esta­tuillas y cuadros de vírgenes y santos de su devoción.

 

Los barrios más populosos son los cercanos al centro: Tarasquillo en Santiago Tlatelol­co, Tepito, Necatitlán, Santa Clarita, la Viga, el Juil, el Puente del Pipis, la Candelaria de los Patos,  Santa Cruz y Mixcalco, verdaderos laberintos a los que se entra por callejones semiocultos en las calles del centro. En ellos pasan las cosas más insólitas; si no se conocen perfectamente  es imposible salir, y el cura es el único ser humano al que se res­peta.

 

El callejón más frecuentado, debido a las casas de prostitución situadas en vecinda­des, es el de López, largo y estrecho, que a su vez se descompone en los callejones de Frías, Tarasquillo, Dolores, Salsipuedes, Cua­jomulco y Lamas. En cada uno hay innume­rables casas de vecindad que forman otros tantos laberintos llenos de cuartuchos en penumbra, habitados por mujeres que se entre­gan a ínfimo precio. El olor es pestilente: las zanjas están llenas de inmundicia, hay caños rotos con restos de comida que recogen los mendigos, entre animales muertos y monto­nes de basura.

 

En los basureros tienen privilegios los tra­peros; después de ellos, el que quiera puede buscar.

 

En estos barrios apenas se recuerda la existencia del trabajo. Para conseguirlo es in­dispensable ir muy temprano al centro de la ciudad y volver por la noche al barrio, que entonces cobra vida. Allí la lucha cotidiana es distinta: los hombres tienen poco y no acumulan nada. Los pobladores de los subur­bios que han adquirido un primer nivel de civilización son las prostitutas y los rateros de profesión. La mejor vivienda del barrio per­tenece a la famosa cuadrilla de los En­sebados, los más temibles bandoleros que ha tenido la ciudad. Llegada la noche se des­nudan y se untan de sebo para robar a los transeúntes y huir sin que nadie pueda retenerlos.

 

En su gran mayoría estos lugares se en­cuentran habitados por léperos, el elemento más típico y móvil de toda la sociedad. Es un inmenso grupo formado por desocupados, mendigos y vagabundos que carecen de domicilio fijo y de forma visible de ganarse la vida. Son repudiados por todas las clases so­ciales, pues además de ser en su mayoría mo­renos, descendientes de castas, son hijos ilegítimos de todas las alianzas posibles e imaginables, que no caben en el esquema tra­zado por la moral hipócrita de la época. Sus actividades se reducen al robo y la mendici­dad. En lo primero son grandes prestidigita­dores y en lo segundo es en lo único que es­tán organizados. Existen las cofradías de mendigos, que les proporcionan todos los objetos necesarios para el perfecto desempeño de su trabajo, desde maletas, vendas y falsas heridas hasta libritos con letanías que rezan de memoria a una velocidad pasmosa. De este modo sacan buenas ganancias gracias a la piedad y superstición de las gentes. Las pe­ticiones se acomodan a las circunstancias del piadoso: "por la vida del señor, por la salud del niño, por los pecados del difunto o por la fidelidad de la esposa". En ellas intercalan larguísimos rezos a Dios y a su Santísima Madre.

 

Entre quienes han hecho de la mendici­dad una profesión, el negocio más socorrido es fingir ceguera. También son bastante frecuentes las llagas, la parálisis y la epilepsia. Con sus aditamentos y un lugar estratégico al sol, el pordiosero tiene la vida asegurada. El éxito de su empresa depende de su capacidad de exhibición y del tiempo que lleve en­trenando la voz para dar lástima. Duermen donde les sorprende la noche, generalmente en algún tugurio de los que abundan en el centro y los alrededores de la ciudad.

 

El lépero es uno de los tipos más pinto­rescos de toda la sociedad mexicana; a la vez bravo y cobarde, pacífico y violento, fanático e incrédulo. Cree en Dios, pero teme más al diablo. Jugador eterno y pendenciero, sabe amoldar su genio y su flojera a las situacio­nes de la vida. Desempeña alternativamente toda clase de oficios y en ellos roba por igual. Su vida se reduce a una serie de altercados con la justicia, que tampoco se salva de su hábil mano. Carece de educación y de pers­pectiva. Lo caracteriza su indiferencia hacia el porvenir, pues no cuenta con medios de ascenso social ni económico. Su excesiva libertad lo hace ser tolerante y sumiso con las clases más fuertes, pero entre ellos mismos son altaneros y orgullosos, lo cual si se mez­cla con un poco de alcohol, provoca trágicos resultados. Su presencia es casi la única que llena la cárcel de la Acordada, pues no tienen dinero para salir ni sobornar a los jueces. Para ellos estar en la cárcel representa tener comida y techo seguros; por eso no les importa mayormente. Pero en las épocas malas, cuando la Acordada está en bancarrota, este privilegio cesa, ya que la administración pre­fiere pagar a sus empleados que mantener a los presos, y no hay delito, por grave que sea, que logre un encarcelamiento.

 

Los delitos que se registran en mayor pro­porción son: riñas, heridas, robos, portación de armas, que incluye las reatas, pues existe una disposición de policía que prohibe expre­samente llevarlas dentro de las poblaciones; prostitución, adulterio, bigamia, sodomía, in­cesto, y el juego cuando es causa de delitos mayores, pues en sí mismo es visto con buenos ojos.

 

Para el gobierno los léperos son carne de cañón, pues su comportamiento en el ejército es valiente y arriesgado, y destacan más que los oficiales, sobre todo frente a las invasio­nes extranjeras.

 

Las diversiones en los barrios son prácticamente nulas por los gastos que implican. Sacuden un poco la rutina las peleas, la ra­yuela y algún velorio, en donde es bien reci­bido todo el que llegue. Como centro de entretenimiento actúa la pulquería, de las que hay tres o cuatro en cada callejón y amenaza haber más después de la prohibición de es­tablecerlas en el centro. Las más famosas son "La Nana", "Los Pelos", "Las Glorias de Santa Anna", "El triunfo de Venus", "La Re­tama", "Don Toribio" y "tío Juan Aguirre". Sus concurrentes son artesanos, vendedores pobres y vagabundos, que pasan allí la ma­yor parte del día gastando lo poco que han ganado. En épocas de austeridad las prime­ras prohibiciones se dan a las pulquerías: "fuera del centro porque ensucian"; "se pro­hibe a los clientes permanecer mucho tiempo adentro y beber hasta embriagarse", por lo que los encargados fijan visiblemente la si­guiente prevención: "Vayan entrando, vayan bebiendo, vayan pagando, vayan saliendo".

 

Casi siempre al abrigo de una pulquería se alberga una fonda. Las enchiladeras, con su hornilla de carbón, alimentan a la concu­rrencia ebria de pulque con peneques y en­chiladas repletas de chile y frijoles y muy es­casas de carne. Las fondas ofrecen dos grandes divisiones: la de los externos o plebeyos y la de los circunspectos en el interior. Las primeras se reúnen al aire libre, beben, cantan y bailan; se tiran en el suelo y juegan pítima, rayuela, rentoy alborotador o albures de ga­llo. Los naipes y las tejas de bronce para la rayuela se sirven con la sal y los chiles ver­des. Las segundas se encuentran en el centro y son famosas las del callejón de Bilbao, "Las Colas" en la calle de Cordobanes, la del "Arzobispado" en la calle de las Damas, siempre llena por sus sabrosos peneques  y pulques curados, y "La Madrina", que alberga a toda la gente de teatro y encopetados personajes nacionales y extranjeros. De ahí se mandan cenas a la gente de los palcos del Teatro Prin­cipal situado enfrente. En el Callejón de los Agachados hay fondas al aire libre sólo con­curridas por léperos y gente de la peor ralea.

 

Los barrios de San Lázaro, La Viga y Santa Anita tienen mayor colorido y posibi­lidades que los otros. Son las garitas por cuyos canales se surte diariamente de produc­tos frescos a la populosa ciudad.

 

El contraste que presenta la entrada sur es muy grande. En esta parte resaltan las casas de campo de los grandes propietarios, que tienen su residencia en el centro para los días de trabajo y su morada campestre para el verano y los fines de semana, cuando es­tán muy cansados de las diversiones que les brinda la ciudad. Los pueblos predilectos son Tacubaya, San Angel, Tlalpan, Coyoacán, Mixcoac y Tizapán. El paradigma del buen tono y de la ostentación es San Angel, con­siderado el centro de los placeres; sus huertas llenas de frutos, arroyos por dondequie­ra, lomeríos de románticos y exclusivos paisajes; la parroquia del Carmen y sus altas torres blancas y alegres en medio de verdes milpas; casas inmensas con hermosos jardi­nes, y placitas idílicas, sobre todo la de San Jacinto y la de los Licenciados, por tener allí sus casas cuatro eminencias del foro. Si todo esto no basta para el descanso y la diversión, se organizan artificios que resuenen y de­muestren la opulencia y el ansia de prestigio.

 

San Angel está casi desierto la mayor parte del año. Sus habitantes despiertan el do­mingo con el tianguis, la misa y la llegada de algún coche. A fines de junio la animación empieza desde la garita del Niño Perdido, de donde salen los elegantes carruajes cargados de muebles, utensilios y gente hacia los pue­blos de las afueras. Antes de llegar a San An­gel muchos se quedan en Chimalistac o en los obrajes de Panzacola, donde abundan las casas de juego. Para la temporada se organi­zan almuerzos y cabalgatas, paseos y merien­das a la luz de la luna, tertulias y grandes co­midas. Los dueños de las fincas son los grandes hombres de la nación, dueños de las haciendas más productivas y de los negocios más prósperos, dueños de materia prima y brazos con que mantener su producción, y como tales, tienden al despilfarro para demostrar su prestigio y su posición social. Sus mujeres ostentan el ocio más caro de la  sociedad.

 

Los veraneantes tienen la libertad de in­vitar y niegan la entrada a los grupos "so­cialmente nuevos", pues las bases de su pres­tigio están en la propiedad, la ocupación, el poder, y sobre todo, el nacimiento: todo lo que distingue a una persona de otra. El pres­tigio en esta sociedad depende de un sistema de reglas y supuestos que se expresan en formalismos, convencionalismos y modos de consumo que constituyen estilos de vida: lo que se hace y lo que se deja de hacer. Aún predominan los cánones tradicionales de la sociedad española, donde el prestigio, además de ser un aspecto de la clase privilegiada, ra­dica en el tipo de ocupación o en la falta de ella gracias a las rentas. El ingreso proceden­te de la propiedad crea más prestigio que el proveniente del trabajo. Así pues, los dueños de las fincas de veraneo son los propietarios de todo lo que produce algo en el país. Son hombres “decentes”  que han considerado siempre como un requisito necesario para poder llevar una vida digna, hermosa e irrepro­chable, una base de ociosidad y de exención de contacto con el trabajo cotidiano. La ociosidad demuestra éxito y riqueza, que por sí misma honra a su poseedor.

 

La temporada de verano se abre con la fiesta de San Agustín de las Cuevas (Tlal­pan). Aquí la fiesta tiene poco que ver con la religión y con el santo. Es la única vez que la iglesia concede esparcimientos carnales a cambio de que no se olviden del patronato divino, pues antes que el repicar de campa­nas se escuchan las monedas en la mesa de juego. Es también una concesión a las clases no privilegiadas, pues los miles de puestos improvisados en torno a la plaza albergan to­das las categorías; desde el monte con mo­nedas de cobre, hasta el de doblones de oro. Todo el mundo guarda el mayor respeto para el juego y sus componentes. La fiesta dura tres días y está fundamentalmente dedicada a apostar en los garitos, aunque también hay otras diversiones, como la misa en la maña­na, la pelea de gallos al mediodía y el baile en la noche en el Cerro del Calvario, para los cuales las mujeres cambian de traje cinco o seis veces al día, y es mal vista la dama que repite un traje en el transcurso de la fiesta. Los mendigos de la capital y sus alrededores también se dan cita en esta festividad: juegan bajo los portales lo poco que han logra­do adquirir y al concluir la fiesta se asocian a los bandidos para robar en el camino las carretas cargadas que regresan a México, o bien se quedan a recoger las migajas de la fiesta.

 

México en la primera mitad del siglo XIX no ha logrado, después de una cruenta lucha por la independencia, modificar fundamentalmente sus estructuras sociales. Más bien es el período en que empiezan a consolidarse como esperanzas las ideas expuestas por los pensadores de la Independencia y que se rea­lizarán, aunque sin llegar a sus últimas con­secuencias, durante la Reforma. Para lograr algo en el país es preciso liberar la imagina­ción cultural de los modelos europeos y, más recientemente, del modelo norteamericano. Sin embargo, la cultura está controlada por los intereses de los que manipulan la violen­cia y las satisfacciones espirituales: los militares y el clero, pues aunque poco a poco han ido perdiendo su potestad son aún los dueños absolutos de la reciente nación.

 

Para estos grupos la Independencia no representó más que una nueva libertad de acción: en el vacío de poder que se creó al desaparecer la autoridad virreinal los hacenda­dos incrementaron sus fortunas al extender sus dominios; el clero fortaleció enormemente sus riquezas; los pequeños industriales, los comerciantes y todos los propietarios urba­nos acumularon grandes capitales gracias a la especulación; y las clases populares: los indígenas, los léperos y en general todos los carentes de medios de vida decorosos, ade­más de perder el paternalismo y las relativas garantías de las leyes españolas, se encontra­ron igualmente miserables con la guerra incesante en un país donde la legalidad queda siempre a merced de las bayonetas. La anar­quía no es sólo militar, sino social, política y económica. El pueblo ejerce exclusivamente el derecho de la esperanza, y de aquí la moda de los pronunciamientos: todo régimen nue­vo es aplaudido. Las costumbres apenas cambian. Depen­den del factor económico que mueve los es­tilos de vida. Después de un periodo anár­quico, el cambio se da gracias al oportunismo, el fraude y la improvisación; costumbres y modos de vida se renuevan al amparo de concesiones de poder y se manifiestan en grupos apoyados en ellas.

 

La primera modificación patente es el cam­bio del valor-prestigio por el valor-dinero. El poder social del dinero permite estilos de vida más móviles que el honor o el prestigio, lo que provoca la heterogeneidad como nota sobresaliente de la sociedad nacional. España era un país estático económicamente, sin preocupaciones agrícolas e industriales, con la mira puesta en la riqueza rápida de las mi­nas. Al sobrevenir la Independencia, los ex­tranjeros se hacen responsables del comercio del país, que no puede manejarse solo. La in­troducción de novedades materiales y espiri­tuales que esto provoca cambia las costum­bres antes cerradas a los artículos españoles exclusivamente.

 

El afán de hacer dinero y las facilidades que da la diversidad de artículos de consumo en un mercado monopolizado por extranjeros, favorecen el crecimiento de una clase media que nivela las fuerzas sociales desequilibradas. En un sistema social basado en las apariencias, el poder adquirir bienes de con­sumo costosos y nuevos permite el ascenso y la igualdad. Este grupo, todavía minorita­rio, es reconocido por su aspiración creciente de lujo y el resquebrajamiento moral que produce. De ahí que para los moralistas, lo ex­tranjero sea a partir de entonces sinónimo de pernicioso.

 

La vida en el Zócalo.

 

Es difícil caracterizar la fisonomía de una sociedad formada por secciones que a distancia parecen homogéneas y vistas de cerca re­sultan totalmente distintas. Este cuadro se nos ofrece todos los días en la Plaza Mayor de la capital. La división social más patente se da entre los que andan a pie y los que van en coche, que se llaman  a sí mismos "gente de razón" y pertenecen a diversas esferas for­males, pero siempre representan los puestos más altos y los mismos intereses: castrenses, eclesiásticos, propietarios y oficiales.

 

A las cuatro de la mañana comienza el movimiento en la gran plaza: la diligencia se apresta a partir; las vacas son conducidas a las plazuelas para ser ordeñadas; los serenos empiezan a despertar; los sirvientes salen de las grandes casas en busca de las primeras provisiones para sus amos; los presos salen de la cárcel a barrer, o más bien, a llenar de polvo las calles. Poco después irrumpe la gri­tería de los vendedores ambulantes que anuncian a voz en cuello sus productos: el pollero con sus jaulas repletas; el ollero que carga su huacal; otro con una canasta de naranjas; la lavandera con un gran cesto de ropa ajena; el carnicero que lleva su producto a lomo de burro; un indio que sostiene sobre la cabeza una vasija con mantequilla y huevos. El bo­tero con pescado fresco del lago; el velero que carga horizontalmente sobre sus hom­bros un largo bastón donde cuelgan racimos de bujías de sebo; el panadero, considerado por todos como esclavo por su rudo trabajo, con su canasta en equilibrio sobre la cabeza y una red que ata los panes; el aguador, con vasijas de barro atadas al pecho y a la espal­da. Es el único surtidor de agua en la ciudad, es quien castra a los gatos para que no aúllen de noche y el correveidile de todos los enamorados.

 

Más tarde la plaza se llena de jinetes, peo­nes y señoronas en sus carruajes, que van a misa o de paseo. Cientos de frailes de dife­rentes hábitos salen a hacer sus compras o a algún mandado. Es un conjunto de gentes atareadas u ociosas o devotas que forman una mezcla de oro, seda y harapos. Los almacenes, que acababan de abrir, se llenan de comerciantes, dependientes y compradores. Bajo los portales se ponen puestos de comi­da, de flores, de figuritas de cera o de made­ra, en cuya hechura son maestros los mexi­canos, herederos de paciente habilidad y extraordinario poder de imitación. Los lépe­ros recostados sobre las columnas o senta­dos en el suelo toman baños de sol; los men­digos imploran caridad; los voceadores venden billetes de lotería y folletos o gacetas que reseñan los hechos más importantes del día anterior.

 

A media mañana el Zócalo -llamado así porque de una estatua que pensaba erigir San­ta Anna sólo llegó a hacerse la base, el zóca­lo- es un hormiguero. Llega una nueva ex­pedición de ambulantes que ahora venden carbón, sebo, cecina, petates, pasteles, queso de miel, requesón, caramelos de espelma, bo­cadillos de coco, tortillas de cuajada, nueces, castañas asadas y tamales de maíz. Hay quien grita que cambia tejocotes por venas de chile o escapularios por pescados. Todos viven obsesionados con la competencia, muy grande en una población tan vasta como pobre.

 

Para la mayoría no existe la cocina do­méstica: disfrutan comiendo en la calle al ca­lor de los anafres de las indias que venden tortillas, frijoles, chiles y tacos de pancita, nenepile o tripa. De palacio salen y entran oficiales, dragones y soldados con uniformes coloridos y penachos; mujeres vestidas de seda o con vaporosas tónicas y mantillas; chinas poblanas con sayas lentejueladas y re­bozos de bolita. Todo este barullo se sosiega en un momento con sólo oír la campanita que anuncia el paso del viático: un suntuoso carruaje sale de la catedral rumbo al lecho de muerte de algún poderoso. En un segundo, mercaderes, clientes, léperos, niños, caballos y coches se detienen; la gente se descubre y se arrodilla hasta que desaparece el San­tísimo, para volver después a su ajetreo. Toda esta gente que llena el Zócalo, tanto mujeres, indios y pobres, no son considerados indivi­duos, sino grupos estereotipados que deben cumplir la función impuesta por la costumbre y por las reglas establecidas, lo que les coarta la voluntad y el esfuerzo por hacer algo diferente a lo que se les marque, sin lle­gar a obtener la dignidad humana basada en la libertad.

 

Las posibilidades sociales no sólo están en la Ciudad de México, sino físicamente en su centro: en el Zócalo, cerrado por un con­junto de edificios, se encierran también la de­mocracia y la ciudadanía. El Zócalo represen­ta el trabajo para todas las clases sociales: para el clero en la catedral; para funcionarios y militares en palacio; para negociantes en el Parián; para los vendedores en el mercado y las calles; para "ilustrados" y artistas en los cafés y teatros; para mendigos, prostitutas y léperos, cualquiera de sus cuatro esquinas, y para enfermos y necesitados, las institucio­nes de beneficencia: el Monte de Piedad, que explota el agiotismo entre las clases más po­bres mediante vergonzosos procedimientos; los hospitales, en condiciones de miseria es­pantosa, que albergan enfermos de todas cla­ses, locos, heridos de guerra, etc., y las casas de cuna, que salvan de la muerte y el desam­paro a los hijos del delito y la pobreza.

 

La vida en los suburbios.

 

A las afueras de cualquier ciudad, después de un espacio desierto y abandonado, se nota una aglomeración de ca­sas pequeñas, hechas de lodo. Tienen acceso por una estrecha puerta que da a un solo cuarto y, cuando más, un es­pacio que forma una cocina de humo y un corralito. Más parece vivienda de animales que de personas. La población se compone de macehuales, clase ínfi­ma del pueblo azteca, que son los que labran la tierra y han sobrevivido conservando su pobreza, ignorancia y su­perstición. Su cercanía a las ciudades no ha servido para cambiar sus hábitos y su situación.

 

Los hombres ejercen diferentes ofi­cios: unos con su red y otros con ota­tes con puntas de fierro van hasta los lagos cercanos para pescar ranas; las grandes las venden y las chicas se las comen. Otros van a pescar juiles (pececillos parecidos a las truchas; los indígenas lo venden tatemado y envuelto en hojas de maíz, es de sabor agradable) y a recoger ahuautle (huevos del mosquito llamado axayacatl; comestible exquisito) las mujeres, por lo común recogen tequesquite (derivados de la sal, se usa en la cocina mexicana como sustituto del carbonato y como comestible) y mosqui­tos en las orillas del lago y los cambian en las casas de la ciudad por mendru­gos de pan y por venas de chile. Otras se van a las milpas de las haciendas y ranchos cercanos a cortar quelites (hierba comestible) y verdolagas, a recoger semilla de nabo o a robar elotes, cuando no están los guardamilpas. Salen, pues, en la mañana a ejercer sus indus­trias y regresan por la tarde habilitados de gordos elotes, de tortillas, de peda­zos de pan, de restos de comida y de algunas monedas. Completan su ali­mento con los animalillos sobrantes que no pudieron vender. En la estación de aguas hacen sus atajaderos en un punto conveniente y recogen su cosecha de sal. Gracias a su venta pueden com­prar algunos metros de manta y cera para la Virgen; lo que les sobra lo em­plean en cohetes, los cuales queman en la primera solemnidad religiosa que se les presenta.

 

La población de estos barrios flotan­tes es de lo más heterogénea y entre las mujeres la profesión más común es la de hierberas, mejor conocida entre ellos mismos como brujería. El indio más anciano del grupo selecciona a va­rias mujeres a las que le ha enseñado, desde niñas, a escoger hierbas secas y verdes y hacer con ellas cocimientos medicinales, ya que nunca médico al­guno pisó aquellas tierras. Viven, se en­ferman, sanan y mueren como perros, sin apelar a nada ni a nadie más que a ellos mismos. Los cadáveres se entie­rran de noche en los bajos fangosos de los potreros cercanos, porque no tienen con qué pagar los derechos a la parro­quia; el cura más cercano nunca les ha podido enseñar la religión, ni rezar ni leer.

 

Hablan en dialecto y poco y mal es­pañol; casi no conservan las tradiciones de sus antiguos usos y de su religión, y de lo nuevo sólo conocen y adoran a la Virgen de Guadalupe, que confunden con la diosa azteca Tonatzin. Las bru­jas tienen su negocio bastante bien establecido: incursiones por todos los bosques cercanos y lejanos, recogen hierbas y experimentan con animales o con la gente, y establecen correspon­sales en todas partes que les mandan periódicamente culebras, tarántulas, alacranes, gomas, resinas, cortezas de árboles y plantas rarísimas, cuyas vir­tudes les enseñan a conocer los indígenas de esas tierras como secretos nunca revelados a los de raza blanca o gente civilizada.

 

Establecen sus puestos de mercan­cías y recetas y logran numerosa clien­tela. Su vestimenta consiste en una tela de lana azul con rayas rojas que ellas mismas tejen y la sujetan a la cintura con una faja de algodón blanca. El cue­llo hasta la cintura queda abrigado con un huipil de manta o lana y en las es­paldas un chiquihuite sostenido por un ayate que les sirve para cargar los mos­quitos, las ranas y las hierbas; pies y piernas desnudos y llenos de grietas por el frío, el agua y el lodo. El progreso y los adelantos no han servido para mo­dificar su condición, no obstante haber tenido grande influencia y haber ocu­pado altos puestos en la República per­sonas de la raza indígena.

 

Festividades religiosas.

 

En el Zócalo está la catedral, aspiración del alto clero mexicano. Su poderío económi­co le asegura una influencia decisiva dentro de la sociedad, pues al arrendar sus propie­dades, tanto en el campo como en la ciudad, controla directamente a un gran número de personas, y se opone, salvo notables excepciones, a las libertades civiles. Sin embargo, la influencia del clero se elabora en lo más íntimo de las familias. Cada una tiene su di­rector de conciencia que suprime toda auto­ridad menos la suya: casa, comida, sueño, paseos, educación de los hijos, pedidos de novia, todo obedece a la influencia del padre. La familia entera se esfuerza sin desmayar un instante en agasajarlo con encargos pecu­niarios de misas y limosnas, camisas, pañue­los, zapatos, libros, caballos y colocaciones a sus hijos predilectos. El tráfico con lo sagra­do pasa inadvertido por un barniz de devo­ción y de temor de Dios.

 

La vida en México está regida, además de los pronunciamientos, por las festividades re­ligiosas que duran prácticamente todo cl año. Para estás fiestas coopera toda la sociedad: los ricos, con su ayuda económica a cambio del puesto de honor en la función; los pobres con su trabajo, que consiste en ir de casa en casa pidiendo la cooperación forzosa, en ha­cer ornamentos, dulces, aguas frescas y fri­tangas, y en ofrecerse personalmente a repre­sentar el papel de santo, santa, virgen o diablo. El entusiasmo cristiano es único y único el fin de estas fiestas: la diversión. En enero, rifas de santos y compadrazgos; en febrero, marzo y abril, preparativos gozosos para cua­resma con el carnaval como objeto principal y funciones los viernes, confesiones, comu­niones por intención y procesiones con motivos de la Semana Mayor. En las casas el altar de Dolores con profusión de aguas pin­tadas, su bosque y su Calvario; sembrados de tiestos porosos con trigo, alegría, lente­juela y naranjas con banderitas de papel pi­cado. Después Semana Santa, con escenarios reales por todas partes: Domingo de Ramos, cantores y palmas; miércoles, prendimiento y aposentillo; jueves, lavatorio y monumen­tos; viernes, tres horas, tres caídas, encuen­tro, procesión de pésame y sermón; sábado, gloria, judas y borrachera, y toda la tempo­rada sin campanas, pero con matracas; sin poder salir en coche, pero luciendo sus me­jores galas en paseos y visitas. Después ejer­cicios, desagravios, romerías, posadas, No­chebuena y Navidad, que son sólo como música de fondo a las festividades periódi­cas: danzas de segadores y tejedores; la con­quista y la aparición de la Virgen en la villa de Guadalupe; la procesión de la Virgen de los Remedios, patrona de la ciudad; el ma­guey milagroso de Tacuba; el Señor del claus­tro; la  romería de Chalma; Corpus Christi; la Covadonga de la colonia española; la Vir­gen del Rosario y Nuestra Señora de las Mercedes; todas tan variadas y frecuentes, que apenas queda tiempo para tomas de hábito, cantamisas, rejas y libertades de conventos.

 

En estas festividades la mezcla social es menos rígida, sobre todo porque hasta ahora en la iglesia las localidades no se compran.

 

Las diferencias se aprecian en el tratamiento y en el número de indulgencias, según el mon­to de las operaciones. Las relaciones de los frailes son muy variadas. En tanto que el alto clero vive en la opulencia y con todas las co­modidades, el clero bajo, los mendicantes, pastorean las almas sin grandes emolumen­tos: misas, novenarios, retiros, panegíricos y desagravios, traen consigo el consabido cho­colate, jaleas, cajetas, cecina o el borrego de aguinaldo. Los dirigentes de las corporacio­nes reciben y piden según su categoría: hi­potecas, propiedades, mayordomos, adminis­tradores. El clero rural, que no goza de la riqueza eclesiástica, es el agente de la caridad, lo que ha servido para que todo el clero cobre profundo arraigo en los corazones de pueblo y  para que defiendan  sus privilegios: credo, sacerdocio, Iglesia y rentas es una sola cosa en el pensar de la gente. La propiedad no es un robo y la prescripción la apoya.

 

Las ceremonias de la clase alta tienen lu­gar de noche y a puerta cerrada. Se limpian las iglesias, sucias de ordinario, se ostenta el lujo con magnificencia, y se reclama la presencia del arzobispo que, con el presidente, es la persona más poderosa en el país. La aristocracia formada dentro del clero, la opulencia de unos y la miseria de otros, pro­voca la corrupción en los sacerdotes de bajos estratos. La sotana ha llegado a ser el símbolo de la mundanidad e incluso la profesión preferida por todos los que desean vivir sin trabajar.

 

La mezcla más clara de lo místico y lo ri­dículo se da en los conventos de monjas. Sus relaciones con el mundo se hacen por medio de sacristanes y mayordomos que propagan leyendas, milagros y vocaciones. También se acreditan por alguna particularidad que les da renombre: Regina, tostadas; San Jeróni­mo, calabazate; Santa Clara, suero; San Lo­renzo, alfeñiques; San Bernardo, pastas y ja­leas; la Concepción, empanadas, etc.

 

Las historias, leyendas y milagros se acre­ditan sobre todo en las tertulias de beatas, mujeres que en una sociedad teocrática ex­pían sus pecados produciendo fantasmas. Ganan su prestigio con el chisme que pasa de la sacristía al convento, del confesionario al púlpito. Adquieren la salvación eterna prepa­rando los paramentos para santos y márti­res, misas de difuntos, abreviando trámites, cuidando del aceite, graduando el incienso y teniendo a raya a acólitos y cantores.

 

La peluquería.

 

Peluquerías y boticas son centros obligados de reunión e intercambio. En la calle de Plateros existen dos peluque­rías famosas; la de “Jouvel, Peluquero de París y del General-Presidente” y la de “Benito y Carlos, flebotomianos”. La primera, a la francesa, con altos sillo­nes, espejos sobre consolas con cubier­tas de mármol, tocadores con frascos de agua de lavanda y extracto de pa­chulí de Portugal y tersos asentadores donde brillan las navajas a la luz de los quinqués. La otra, más antigua, auténticamente nacional. Sillones enanos, fo­rrados de tule descascarado, mesas de pino donde se pierden las navajas, tije­ras, peines, cepillos y cañas para rizar. En las tinajas nadan brochas sucias, huesos de aguacate para inflar las me­jillas, ventosas de vidrio para sangrar y tenazas para extraer muelas. Perdidos en aquello deben estar el brasero de carbón, el aceite de Macasar, las pomadas de limón y toronjil y las pelucas de todas clases de pelo. Cuelgan de la pared sucias litografías de santos y una guitarra. Amarrado junto a la puerta se ve un gallo de pelea, con los espolones recortados, que pica plácidamente maíz en su cazo junto también al de las san­guijuelas.

 

El centro de la reunión es el peluque­ro. Sus ganancias dependen más de sus habilidades como hombre de mundo que como profesional del corte. Al peluquero le preocupan sobre todo el amor y la política. Sus relaciones con los hom­bres del momento le dan prestigio y lo hacen el eje de todas las conversacio­nes. Sabe tocar admirablemente la gui­tarra de siete órdenes y acepta gustoso en su barbería a todos los maestros del arte. Demuestra su fuerte en las pláti­cas con los hombres de talento. Cono­ce el manejo de la prensa de mano como pocos; sabe rasurarse de rodete para impresiones clandestinas; quitar el olor a tinta, escribir con tintas simpáti­cas, esconder en un pan un folleto com­prometedor; picar con alfiler un impre­so para que revele lo vedado o expuesto, y todas las tretas y fraudes aplicables al amor y la política, para confusión y tormento de espías, gobiernos y padres de familia. Ha sido cívico y tiene arran­ques militares. Conoce de pé a pá la vida de sus clientes. Manda cartas a los diarios y se mete con todos los perio­distas. En su calidad de músico tributa sincera admiración a los artistas del mo­mento, sobre todo al pianista y al or­ganista. Gastrónomo extremado, el pe­luquero recomienda los envueltos de cañitas de la calle de Regina, los guisos de "Las Colas" en el callejón de Bil­bao y las cabezas con "Nana Rosa", pulquería por el rumbo de la Viga.

 

La política.

 

En el Zócalo está el Palacio, que fue mo­rada de Moctezuma, de Cortés y de los vi­rreyes. Es institución en cuanto que en ella están el presidente y los poderosos, que to­man las decisiones y hacen la historia del país. El aparato del gobierno es fundamen­talmente una red de negocios sucios. La corrupción de la época virreinal crece en el Mé­xico independiente. Los hombres se colocan y se conservan en los grandes puestos con la idea de que las cosas no pueden hacerse le­galmente. El palacio es la meta y el principal campo de operaciones de los militares. El ejército triunfante, aunque sin un espíritu de nacionalidad definido, favoreció el nacimien­to de un partido oportunista cuya hoja de servicios se halla en blanco. La anarquía, la escasez de trabajo y la inmovilidad social fa­vorecen los pronunciamientos como única es­peranza de una vida mejor: todo está mal y para que algo mejore hay que lanzarse a la revolución, a la "bola".

 

Desde su independencia el país se ha mantenido de milagro. El gobierno no tiene un ingreso fijo ni suficiente, y aunque lo tuviera, muchos factores, entre los que cuenta la dis­tancia que imposibilita el control de la administración fiscal en los puntos importantes como fuente de ingreso, le impedirían con­trolarlo. Aquí se forma un círculo vicioso. Si el tesoro está vacío o surge una revolución, la primera medida es no pagar a los empleados, excepto a algunos militares. El gobierno cree que de este modo hará más fieles a sus empleados, pues la revolución es la causa de que no se les pague; pero resulta todo lo con­trario, ya que en cuanto el gobierno deja de pagar se crean tantos descontentos cuantos son los empleados y las personas que depen­den de ellos. Así, esta actitud comienza a jus­tificar la causa de la revolución y a ganarle simpatías entre todos los muertos de hambre. Además, las contribuciones y los présta­mos que se exigen para los gastos de la nueva revolución disgustan a la otra porción de la sociedad. De manera que, los empleados porque no se les paga y las que contribuyen porque pagan más de lo que pueden o quie­ren, todos quedan disgustados y se van a la “bola”, que ha demostrado ser para unos un banco de plata, para otros un medio eficaz de obtener ascensos y empleos y para mu­chos diversión o simple venganza. Así pues, la forma de gobierno resultante es el imperio de la arbitrariedad y la ambición.

 

Aunque existen diversos partidos, siempre los beligerantes se dividen en dos: el go­bierno y los pronunciados. Las soluciones li­berales de la época son en realidad manifestaciones de esperanza o demandas y preferencias de una elite  capaz de realizarlas para sí misma, no para toda la población. El conservador cree que la voluntad divina rige a la sociedad y que el hombre es incapaz de entenderla. Supone que la tradición y los sóli­dos prejuicios controlan la voluntad indivi­dual que no debe rebelarse. La tradición es sagrada y a través de ella se despliegan las verdaderas tendencias sociales de la Pro­videncia.

 

La estrategia política está reducida a la intriga: por medio del descrédito anticipado en los periódicos y por la seducción de la tro­pa mediante la promesa de ascensos y empleos. Los militares, por su parte, o han es­tado en el ejército desde niños y son de una incultura atroz o son producto de las revoluciones, y se encuentran desde léperos ar­mados hasta pacíficos civiles, padres de familia, que han llegado a coroneles sin to­marse la molestia de participar en una sola batalla.

 

La inevitabilidad del pronunciamiento se resume en la frase: "En México quien no cuenta con recomendaciones o con hermanas sólo puede ganar los ascensos a punta de es­pada". En un país de tesoro exhausto y repartido entre los pocos que manejan el go­bierno, la "bola" ofrece posibilidades al por mayor. Esta fama es tan conocida, que la bur­la popular improvisó estos versos:

 

Hay tremendos oficiales

que la pólvora no olieran

si  tan frecuentes no fueran

los fuegos artificiales.

 

Tres ejércitos cabales

de soldados y oficiales

a formar la Europa van.

Que no piense en Generales

porque esos irán de acá.

 

Las profesiones.

 

El prestigio militar está en la cúspide. Las familias decentes lo son en gran parte por contar con un hombre de espada o uno de iglesia. Los padres prudentes aconsejan a sus hijos la carrera  militar en primer término, y en segundo lugar la eclesiástica, usando el ra­zonamiento de que en todo mexicano hay un presidente frustrado, y sólo pueden llegar a ser presidentes o emperadores los generales, no los obispos.

 

Otro factor que induce a muchos a la ca­rrera militar es el que las mujeres prefieren a los oficiales antes que a cualquier civil. Mujer de teatro o "cortesana" que no tenga novio o amante con charreteras es menospre­ciada. La gente grave y los hombres públicos se visten a lo militar. La fuerza del alzamien­to es la moda y el poder militar supera todos los niveles, pues corre el dicho de que "Dios propone y Santa Anna dispone". Por eso, para todas las clases de la sociedad, menos para la ociosa que pierde bienes y canongías, lo mejor es "pronunciarse".

 

En la ciudad hay pronunciamientos cuan­do menos una vez al año. Se llenan las plazas de cañones, las azoteas de soldados que se venden -allí mismo, en plena lucha- al mejor postor; se entregan armas a léperos y vaga­bundos. Escasean los víveres, pues los indios que traen todo del campo huyen por temor a la leva. Nadie asoma a los balcones, porque es muerte segura: balas y granadas se meten en las casas. Las familias emigran a la primera suspensión del fuego; se llenan las cárceles con miles de "sospechosos" y los lé­peros roban a su antojo. Todo el mundo se va a la "bola" alegando despotismo, aunque ignore el significado de esta palabra. Después de los primeros días la gente se acostum­bra y la vida cotidiana sigue su curso en la apatía más absoluta, o como una fiesta: los comercios cierran; se organizan bailes para festejar a los pronunciados; las mujeres ali­mentan a las tropas en las afueras de la ciudad para lo cual sacan víveres de donde pueden y pasan por múltiples trabajos para dar tortillas a los soldados y huevos a los oficiales.

 

En los edificios de la gran plaza radican las únicas oportunidades de hacer carrera. Es aquí donde han nacido otros grupos sociales, la clase media, asalariada y desorganizada, que se desarrolla por los canales burocráti­cos y que constituye una masa estorbosa de empleados que aumenta los gastos del erario. La improvisación define la historia de la em­pleomanía en México. Todos pueden aspirar a un rincón de oficina si obtienen una carta de recomendación del primer diputado o, me­jor, ministro que disponga de tiempo para dictaría; y aquí empieza la corrupción. El em­pleado de oficina no tiene incentivos para tra­bajar. Lo que le hace buscar empleo es el miedo a la pobreza y el afán de lograr una posición modesta y desahogada que le per­mita descanso. No es tanto el deseo de ma­yor ingreso como el medio de alcanzar una posición convencionalmente aceptable.

 

Sin embargo, esto sólo se consigue en las oficinas recaudadoras. La aduana es el quid de todos los gobiernos, su única fuente de ingresos y la mayor preocupación de presi­dentes y ministros. En las demás oficinas se especializan en los inventos de tortura para los pobres que tienen necesidad de ellas. Para los empleados es el rincón de descanso; sus horas de trabajo se pasan en disputas sobre las bailarinas y toreros del momento; cada cuarto de hora tienen hambre y van a almor­zar, aunque la oficina esté repleta de indios que esperan con paciencia de siglos. Todo es pretexto para una demora: un borrón o un rasgo sospechoso causan la ruina de un in­feliz que ni escribir sabe. En la maleza buro­crática se abre paso no el que tiene razón, sino el que da mordida.

 

En palacio las cosas se arreglan más fácilmente para los ricos. Las transacciones, exenciones, entregas y adjudicaciones se ob­tienen sólo con alegar promesas en momen­tos decisivos, ayudas pasadas, préstamos no pagaderos, etc. De aquí salen los "profesio­nistas", que en el sector mexicano se reducen a burócratas y abogados. En realidad las tres cuartas partes de los burócratas son aboga­dos y quien hace la carrera tiene en mente obtener un puesto público. Es la herencia es­pañola: despreciar todo oficio o profesión de alguna utilidad.

 

Así pues, las profesiones liberales las ejer­cen con éxito los extranjeros, en particular los franceses. Los pocos ingenieros, los es­casísimos arquitectos, los oficiales prácticos y hasta los farmacéuticos son extranjeros. Sin embargo, junto a éstos se han desarrollado tipos originales entre los mexicanos. El bo­ticario ha empezado a sustituir a la vieja cu­randera, al huesero y al santo milagroso. La botica no funciona tanto como centro de sa­lud, sino como punto de reunión de médicos populares y desocupados. Médico improvisa­do, el boticario practica la medicina en con­sultas íntimas, casos fortuitos y necesidades repentinas. Recibe consultas, endereza entuertos, se inicia en secretos, disfraza deslices y a todos ayuda. Como negocio, la botica es grande. Un puñado de hierbas y un amolda­dor de píldoras garantizan un quinientos por ciento de ganancia. La hora principal es las ocho de la noche durante el toque de ánimas. Entonces la botica se llena de menesterosos que piden ungüentos para los granos, agua cefálica para las muelas, cuernecillos para el parto y como obsequio azúcar candi, tama­rindos y puñitos de alhucema para la ropa.

 

También se empieza a crear un cuerpo de escritores, sobre todo periodistas que se de­dican a atacar la moral resquebrajada de la época y al gobierno. La libertad de imprenta no siempre es respetada ni protegida, lo que dificulta enormemente cualquier intento serio por propagar la instrucción. El oficio de escritor, pues, sólo tiene dos salidas: o se es periodista a riesgo de estar cada tercer día en la cárcel, o se es evangelista, es decir: se compra una barraca de madera y se alquila un metro cuadrado en el Portal de Mercaderes, en el Zócalo, para convertirse en escri­biente público, en centro y portador de noti­cias. El evangelista trabaja de la mañana a la noche y come gracias a su dócil pluma, que sirve a la mayoría de la población analfabeta para todos sus asuntos, desde la carta amo­rosa, el recado comercial y la invitación formal, hasta la esquela del matón para citar a una emboscada.

 

A pesar de todo, se dan notables intentos por difundir el saber. El periodismo surge como moderno y poderoso instrumento de las ideas; la folletería cumple una importante función: crear la conciencia de que existe un mundo espiritual por conquistar. Se desarro­llan la litografía y la tipografía.

 

Importación científica.

 

En 1833 absorbe la atención de todo México el anuncio del ascenso aerostático de Adolphe Théodore. Los perió­dicos y papeles volantes comentan el prodigio y todos corren a comprar los boletos. Madame Adela, única modista de cierto prestigio, reforma su taller, se agencia todos los encajes que llegan de París y engalana sus mostradores con todos los artificios del lujo. En los alre­dedores de la plaza de San Pablo, lu­gar donde va a efectuarse la hazaña, se improvisan barracas para fondas y pul­querías. En las casas vecinas se ven amplísimos toldos de lona bajo los cua­les se colocan hileras de sillas, bancas y gradas a fin de dar asiento al gentío. Las azoteas se convierten en salones y las ventanas en palcos.

 

El día señalado la plaza ofrece un espectáculo majestuoso. Gradas y lumbreras, cuartos y tendidos rebosan de gente. La función está acordada para las once de la mañana. En el centro de la plaza, en un cuadrado de vigas, está el aeronauta: rubio, esbelto y ruboriza­do. En el suelo, sobre una hornilla, se levanta un enorme globo rojo inflado con gas.

 

En las gradas las damas exhiben sus tocados de pluma, perlas y brillantes en el cuello y vestidos de punto o de raso. Los militares lucen sus uniformes; los paisanos su “frac” verde y color pasa, con botones dorados: los frailes sus hábitos limpísimos. La clase media muestra sus cueros bordados en oro y plata, chalecos blancos y calzoneras de paño fino. Ya no si ve el colorido de otros tiempos: ahora predominan las ro­pas hechas en serie e importadas de Europa.

 

Es la una y el globo no termina de inflarse. Los empresarios ordenan que nadie salga, lo que hace sentirse a la concurrencia como en familia. Poco tar­dan en sentir el fastidio y el hambre. Los vendedores aprovechan la ocasión. Una naranja: un peso. Lo mismo un cu­curucho de almendras. Como el globo no sube, la gente se impaciento y silba a Theodore, arrojándole además cásca­ras y otras basuras. El aeronauta, vien­do su fracaso, se ve forzado a huir de la furia del pueblo.

 

Comercio y trabajo.

 

El Parián, situado entre el Portal de Mer­caderes y el de las Flores, rompe la armonía del Zócalo. Sus locales están ocupados por extranjeros, sobre todo españoles, los cuales han sido sustituidos por otros ya mexicanos. Famosos son el cajón de ropa de Willox, la casa de licores de Gautier y Reynaud y la compañía mercantil de franceses, accesorias de joyerías, platerías, relojerías, etc., pero el negocio principal es el de la ropa, con sus di­ferentes secciones anunciadas por rótulos. En su centro los locales son suntuosos cajones, templo de la moda y aspiración de las mujeres. Sus dueños son de la más pulcra aris­tocracia; los empleados irreprochablemente elegantes, pero sujetos al estricto control de sus patrones. Abren temprano, se retiran a las doce para almorzar y cierran a la hora de la oración. El Parián es el emporio del buen tono. Sastres, sombrereros, zapateros, modis­tas y peluqueros son franceses y vienen a im­poner el gusto y el lujo parisiense. Los pre­cios, seguramente por la importación de consejos estéticos, son exorbitantes. Hay mu­chas tiendas españolas, algunas alemanas y muy pocas inglesas.

 

La elite de los negocios constituye otra plaga para el país. Son los prestamistas del gobierno en épocas de austeridad. La especulación financiera ha llegado a ser su monopolio, con lo cual tienen el control absoluto de la situación: a la primera alza de derechos de aduana, a la primera contribución, no hay préstamo sino un pronunciamiento bien financiado. Ea cambio, el fabricante pobre siem­pre pierde con una cosa o con otra. Invertir en su negocio es como jugar a la lotería.

 

Las oportunidades de trabajo para la gente que huye del campo en busca de una vida más digna también están en el centro de la capital. A ellas recurren los campesinos que logran salir de las haciendas y prefieren ser comerciantes en el mercado, la plaza. del Vo­lador, o vendedores ambulantes, mozos, albañiles, cargadores, peones, aguadores, etc. También los absorbe el artesanado y traba­jan en los múltiples talleres de ebanistería, carpintería, herrería, alfarería, zapatería. Son en su mayoría indígenas y mestizos. Los que tienen un nivel un poco más alto son dueños de puestos en el mercado, pero viven sujetos al yugo de la tradicional mordida, que les quita semanalmente el veinticinco por ciento de su producto.

 

El mercado, a un costado de palacio, es un cuadro sucio lleno de cajones de tabla di­vididos y subdivididos en sistemático desorden. Lo cruzan interiormente estrechos pasi­llos intransitables, llenos de inmundicia, animales y lodo. Allí se vende de todo: le­gumbres frescas, fruta, flores, carne, loza, ba­rro, vidrio, animales vivos y muertos, jarcia, sombreros, petates, rebozos, etc. Los pues­tos más prósperos son fruterías y florerías.

 

Los atienden rozagantes mujeres vestidas de raso y cargadas de dijes, amuletos, collares, relicarios, anillos y medallas. Los vendedores más pobres, la gran mayoría que no puede alquilar un puesto, se apoderan de un metro de suelo y extienden su mercancía.

 

Artesanías y manufacturas se venden afuera. Los puestos anuncian su mercancía con rótulos en los que descuella la instruc­ción de autoridades y vendedores: “La Independencia mexicana por mayor y menor", "Expendio de carnes de Pedro González", "La Reforma de la Providencia", etc. La vida de los artesanos no es mucho mejor. Pasan me­ses enteros en la fabricación de una obra de arte, meses en que la familia apenas subsiste, para después venderla a ínfimo precio o verla menospreciada por los que la pueden comprar y prefieren los artículos europeos fabri­cados en serie. Miles de estos artesanos v vendedores de industrias caseras llenan la ciu­dad y la convierten en mercado permanente.

 

En mejores condiciones que los demás tra­bajadores están los sirvientes domésticos, nu­meroso grupo que adorna las mejores casas de la capital y de la provincia. Este grupo se ha visto reducido con la creación de fábricas que absorben cada vez más el creciente número de obreros, cuyas esperanzas de mejora pronto se han visto frustradas por las duras condi­ciones del trabajo fabril. El incipiente desa­rrollo industrial y la inconsciencia patronal le exigen una jornada de quince horas diarias, con una intermedia para comer, sin descanso ni diversión, pues en la ciudad casi no exis­ten diversiones populares.

 

Diversiones.

 

Las únicas diversiones más o menos fre­cuentes y apartadas del centro son los bailes de vecindad, las carpas de cómicos de la le­gua, críticos natos e improvisadores estupen­dos; las ferias en las plazas; las fiestas pa­trias, que dan oportunidad de echar discursos y cohetes, júbilo del pueblo mexicano; las co­rridas de toros, y las peleas de gallos.

 

Hay en la capital dos plazas de toros: la de San Pablo y la de Necatitlán, ambas con capacidad para diez mil personas. En 1851 se inaugura la plaza del Paseo, que junto con la de San Pablo se disputan el público. En es­tas plazas el precio divide a la sociedad. Sol, para el pueblo que no sabe de comodidades. Sombra, para la sociedad florida, con palcos alfombrados y arañas de plata, magníficos vestidos y joyas refulgentes. El aspecto de la plaza en los días de fiesta es imponente. Todo es animación y gozo con el fondo de música de la banda militar. La plaza de Necatitlán, situada en este barrio, se llena de puestos portátiles: sombreros, rebozos, antojitos y bebidas. En la arena circulan vendedores con pulque y dulces. El palo ensebado con la pun­ta a reventar de pañuelos, calzones y zapatos de raso como premio al que pueda subir. La cúspide es llamada "Monte Parnaso". A las tres de la tarde la multitud empieza a rugir "¡Toro ¡Toro!", y se lanza a destruir los puestos, el palo y el monte. Todos se empu­jan y se atropellan hasta que aparecen toro y torero, y el que sangra primero es el rey de la fiesta.

 

Más de circunstancias, aunque no por eso menos popular, es la pelea de gallos, la di­versión nacional. En cada tienda, expendio o lugar de reunión que se precie de bueno hay por lo menos un gallo con espolones corta­dos. El gobierno los promueve y hay palen­ques en todos los rincones de la República. El atractivo de la fiesta, además de la sangrienta lucha, está en las apuestas. No hay celebración cívica o religiosa, aniversario o día de fiesta que no tenga su pelea de gallos.

 

Las fiestas patrias son muy aplaudidas: dan ocupación a los necesitados, pues se arre­glan las calles y se adorna la ciudad, la gente goza por unos meses de una ciudad limpia y cuidada y los vendedores hacen su agosto en los puestos del Zócalo. Estas festividades son tan arbitrarias como el presidente en turno. Por ejemplo, durante las dictaduras de Santa Anna son fiesta nacional el 11de septiembre para conmemorar la pierna que perdió en lu­cha con los franceses, o la batalla de Tam­pico contra el intento de reconquista españo­la; el 16 por estar así estipulado desde 1822, y el 27 del mismo mes para celebrar la en­trada del Ejército Trigarante.

 

Las posibilidades de diversión elitista se sitúan en el Zócalo. Son cotidianas el café, el teatro y el paseo que, si bien no está en el centro, su espíritu se traslada a La Viga, Bu­careli o la Alameda para intercambiar criterios aristocráticos o amorosos en las Cadenas, paseo nocturno muy concurrido frente al atrio de la catedral. La Alameda es el imán y destino de la moda: las mujeres con capo­tas, chales y tocados con perlas, tembleques de piedras preciosas y plumas, y la mantilla blanca. El calzado, lujo proverbial entre las mexicanas, define la educación y la decencia: siempre de raso, lo exclusivo es el bajo y negro sobre finísima media calada de hilo es­cocés; lo corriente, de tacón verde claro o café. Entre los hombres adinerados el paño y el pantalón de casimir con bota entera o bor­ceguí; en los rotos, el frac verde o azul con botones dorados y, en el lépero, la piel de tusa, reemplazo de la cotona, y el huarache.

 

En la Alameda se ostenta, como en nin­guna parte, la elegancia, la exquisitez y la ociosidad. Coches elegantes con señoras de mantilla que no se bajan nunca; caballos de pura sangre con acicalados jinetes, y señores graves de etiqueta se enfilan en las calzadas. Se intercambian dulces miradas y picantes frases, se hacen citas que cambian los desti­nos familiares y nacionales. La familia "de­cente" que no asista a un paseo, pierde instantáneamente la consideración de su rígida clase. La fortuna y el respeto se ganan y se pierden al mismo tiempo. Para los ricos la legitimación de sus ratos de ocio cuesta mu­cho. La vida ciudadana es triste y aburrida en general, y la creación de diversiones es tanto más artificial cuanto menos democrática. El ocio es fruto de los medios para ad­quirirlo; por eso las divisiones sociales son mas patentes y rígidas en los locales expre­sos de entretenimiento, y tanto menos útiles cuanto menos originales. La moda exige in­troducir pasatiempos al estilo de la culta Eu­ropa: románticos y afectados.

 

El auge de los espectáculos teatrales se garantiza al contratar compañías francesas e italianas. Los actores son españoles en su mayoría y tienen el monopolio de los principales teatros de la capital: El Provisional o Teatro de los Gallos, El Coliseo Viejo o de Nuevo México, el Teatro Principal y el Tea­tro de Vergara. Los dos últimos son los tea­tros serios y de tono donde se da cita toda la aristocracia mexicana. Oscuros, sucios y mal alumbrados con velas de espelma y can­diles de aceite. Con esto el escenario apenas se distingue, además de lo que obstruyen las de las señoras y el humo todo el mundo. El Teatro atrae a los nuevos ricos, el drama legítimo y gustan de las novedades. Más para todos los acomodados un buen día siempre termina en el teatro: los viejos porque así lo han hecho desde la infancia; los adultos porque les es difícil encontrar otra cosa en que pasar el tiempo, y los jóvenes por cuestiones amorosas y de aburrimiento. Los palcos se arrien­dan por largas temporadas y se hace de ellos sala de recibo donde impera la más extrava­gante etiqueta. Cuando llega una buena com­pañía extranjera, los teatros se arreglan un poco. Se acondiciona la sala, se compra vestuario y se pulen decorados y escenarios. Los dramas son malos y en general mal represen­tados. Como ilustración deja bastante que de­sear: no hay dramas genuinamente mexica­nos y la crítica improvisada censura todo lo nuevo, y, aunque hay intentos serios de usar­lo pedagógicamente bajo el lema de que "No es el teatro un vano pasatiempo, escuela es de virtud y útil ejemplo", impera como escuela importada de las costumbres y de la moda.

 

Los anuncios teatrales son tan explícitos que no dejan lugar a dudas: "Teatro Santa Anna. El Molino de Guadalajara. Cuadros: un molino con aspas en movimiento; galería con columnas y pedestales con escarpias; Plaza de Armas del castillo con murallas y to­rres practicables; exterior del molino con cascadas y río de agua movible que ocupa todo el escenario. Por la Cañete y Mata. Disimule­ lo largo de los entreactos. Luneta, un peso dos reales; galería, tres reales. Las casillas están abiertas desde las diez".

 

No paran aquí las diversiones hechizas. El gusto por los espectáculos anima con fuerza a toda la sociedad y cualquier hallazgo más o menos raro sirve para hacer boletos. Se im­provisan escenarios con programas variados para toda clase de público: "La lámpara ma­ravillosa", donde la capital ve asombrada por primera vez, la luz de gas; "El tubo de cristal armonioso", donde se enseña una pulga au­mentada cien veces en su tamaño por la lente de un microscopio. Para el pueblo se inventan carreras de animales y gente, competencias que enfrentan un toro con un tigre, lo cual crea inmediatamente partidos: los nacio­nalistas con el toro, los extranjerizantes con el tigre; pero la lucha libre es el espectáculo favorito. El deseo de diversión llega a extre­mos inauditos y favorece la irrupción de “vivos” que explotan la ignorancia. En 1832 llega a Veracruz un empresario con un elefante, el primero que visita México. Lo exhibe en to­das las poblaciones, desde el puerto hasta la capital, con lo que el pobre animal, a su edad y con el clima, muere al poco tiempo. Su dueño no se da por vencido, limpia el esqueleto, lo arma al modo prehistórico y lo exhibe por dos reales.

 

Este indefinido público lo mismo va a ver los principios del cine (1843), que consiste en cuadros iluminados por dentro con gradua­ciones de luz: que producen ilusiones ópticas, que la actuación de un chimpancé que toca el violín, barre y cepilla la ropa de su amo. Todo por un real. El anhelo de todos es di­vertirse y los espectáculos, cualquiera que sea su tono, se llenan a rebosar; tanto que, a pe­sar de la religiosidad de la época, cuando la Mitra lanza edictos de excomunión al que asista a diversiones non sanctas, se hacen oídos sordos y vence la profanidad.

 

El centro de la ciudad y las calles aleda­ñas abrigan varios cafés, lugar de pláticas amistosas, chismes sociales y complots de pronunciamientos frustrados. La discusión es el medio ascendiente de comunicación. El café del Sur, en el portal de Agustinos, reúne a los fracasados: militares retirados, tahúres, abogados sin bufete, vagos consuetudinarios, políticos sin hueso, clérigos mundanos, literatos venidos a menos, toreros, bailarinas, cómicas y músicos. La Gran Sociedad es el café de la gente acomodada: comerciantes ricos, empleados de categoría, jefes del ejérci­to, hacendados, hombres de industria, tahú­res de renombre y niños de casa grande. Los otros cafés compiten su prestigio, que sube o baja, según la categoría del cliente: el café de Veroli, el café del Progreso, el del Caza­dor, el de La Bella Unión y el del Bazar.

 

Aunque la mayor parte de la vida es hacia afuera como en todas las grandes ciudades, la vida hogareña entre las clases más o menos estables es rica y apacible. Las familias es­tán unidas por fuertes lazos de autoridad y de dinero. Por la mañana la vida pasa en visitas y por la tarde en tertulias, donde todo está a la disposición de todos gracias a la cortesía mexicana. La instrucción religiosa y mundana de sus miembros es muy rígida, por lo que los niños llevan una vida terrible. El ideal de un niño consiste en estar quietecito horas enteras, en saber un buen trozo del ca­tecismo de memoria, en oficiar el rosario en las horas tremendas, comer con tenedor y cu­chillo, dar las gracias a tiempo, besar la mano a los padres y decir a todos que cuando sea grande quiere llegar a ser emperador, sacer­dote o mártir del Japón. A las niñas sólo se les permite jugar a las muñecas y a la comidi­ta, ir a la iglesia con los ojos bajos, comer poco y rezar mucho, y no jugar con los niños sino a ser monja. Todo lo demás está prohibi­do, pero se hace a escondidas y con el tinte de hipocresía indispensable al bienestar familiar.

 

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