Historias, Leyendas y Cuentos de México

Capítulos 111 a 120

111.            Una sociedad se agita.

 

Resuelta la sucesión presidencial en 1904, asegurada la continuidad del sistema

aun en el caso de que Díaz faltara con la presencia en el segundo puesto del  mando nacional de un miembro del grupo científi­co y aplazado seis largos años el momento, siempre difícil, de una nueva elección, el país volvió a disfrutar de una tranquilidad casi absoluta.

 

En todo el año 1905 nada empañó el brillo del mundo porfiriano. Las inauguraciones y las fiestas hablaban con elocuencia de una sociedad moderna y opulenta. Tanto se decía oficialmente, que las arcas nacionales, siempre exhaustas, conocieron por primera vez un superávit. Los homenajes y los elogios demostraban "el amor y la gratitud" que a los mexicanos merecía su presidente. En un viaje al remoto estado de Yucatán, llevado a cabo a principios de 1906, el gene­ral Díaz pudo comprobar por sí mismo que el progreso era realmente nacional. Ningún rincón del país escapaba a la prosperidad, a la "fiebre del negocio", al "vértigo del mercantilismo". En ningún rincón del país se le escatimaba el reconocimiento por su obra de estadista.

 

Pero la "evolución social" de México y su principal "ensueño", "la aparición de una industria nacional", tenía un precio, el de las luchas obreras, que todavía no se pagaba. Pues si bien es cierto que desde mediados del siglo XIX "la cuestión social" se hizo paten­te, sus manifestaciones más graves tuvieron lugar en el campo, cuya lejanía y desamparo apagaron un tanto sus resonancias. Por otro lado, la ideología del régimen siempre tuvo a mano una justificación del problema: la evolución, ley inexorable de las sociedades, señalaba a los campesinos en su mayoría indígenas el lugar que les correspondía. Pero, además, si alguna vez su inconformidad rebasaba los límites de lo tolerable, declarar­los "enemigos de la civilización" y combatirlos encarnizadamente se consideró la mejor, casi la única solución.

 

Sin embargo, los tiempos iban cambian­do y, aunque lentamente, los obreros mexicanos recorrían caminos de redención social muy semejantes a los que habían seguido sus hermanos de clase tanto en Europa como en los Estados Unidos. Anarquismo, socia­lismo, mutualismo, obrerismo católico a la Rerum Novarum, etc., les servían como ban­deras. Incluso alguna vez los dirigentes laborales quisieron uncir la fuerza de sus agre­miados al carro político de las reelecciones porfiristas. Pero la poca claridad de su doc­trina era, al fin y al cabo, un reflejo de la pro­pia indefinición social mexicana. A pesar de tanta confusión, si hubo dos constantes en la lucha de los gremios: una, su agudo y agre­sivo nacionalismo; otra, su idea de que el es­tado debería intervenir como mediador en los conflictos laborales.

 

Generalmente el obrerismo mexicano du­rante sus primeros años no combatió el ca­pitalismo como sistema, sino por el hecho de ser extranjero. Al mismo tiempo, la defensa de los obreros no se hacía en cuanto tales, sino por su calidad de mexicanos.

 

Un agente consular veía todo esto claramente y, alarmado, informaba a su gobierno sobre la existencia en su localidad de una organización laboral, la Gran Liga Antiyan­qui, cuya divisa era: "México para los mexi­canos". Todo el problema pareció resumirse en el grito -lamentable en su expresión, profundamente dramático en su contenido- con el que unos empleados atacaron su centro de trabajo: "¡...Miserables judíos espurios".

 

Algunos episodios particularmente trá­gicos dejarían ver con nitidez esta nueva dimensión de los problemas nacionales.

 

En enero de 1906, en Cananea, estado de Sonora, los mineros de la Cananea Consoli­dated Copper Company organizaron la "Unión Liberal Humanidad", para "secundar en todas sus partes las resoluciones de la Junta Organizadora del Partido Liberal Mexicano".

 

La trama de la lucha social se compli­caba. Las ligas de algunas fracciones del movimiento obrero mexicano con el grupo liberal en el exilio eran expresas, pero en este caso, además, y a pesar de que la na­ciente organización era "secreta", el gobier­no tenía, como sucedió siempre, las pruebas documentales de esas ligas.

 

El 1 de junio, los dirigentes obreros pre­sentaban un pliego de peticiones y declara­ban la huelga para que se les aceptara. Si bien el ideario de los huelguistas contenía aspectos esenciales de la lucha obrera mun­dial, como era su exigencia de un salario mí­nimo y una jornada máxima, acababa siendo finalmente un gran alegato patriótico, nacio­nalista, de exigencia al gobierno a pesar de que también se le combatía para que hiciera suya la defensa de los obreros, no únicamente por serlo, sino ante todo por su calidad de mexicanos.

 

Lo anterior ya había sido expresado cla­ramente por uno de los líderes del movimien­to, Esteban Baca Calderón, en un discurso pronunciado durante las celebraciones pa­trióticas del 5 de mayo y que fueron como el preludio de la huelga “Enseñad al capitalista –decía- que no sois bestias de carga; a ese capitalista que en todo y para todo nos ha postergado con su legión de hombres blondos y de ojos azules; ¡qué vergüenza! Estáis en vuestro suelo y los beneficios que produce a vosotros deberían corresponder en primer lugar...

 

Después de que los huelguistas y los per­soneros de la empresa chocaron violentamen­te, el gobierno emprendió una represión bru­tal del movimiento. Medio centenar de per­sonas murieron o resultaron heridas por la gendarmería y las tropas, y cincuenta más fueron aprehendidas. Manuel M. Diéguez, Esteban Baca Calderón, José María Ibarra y otros, cabezas visibles de la organización obrera, fueron trasladados poco después a la más terrible de las cárceles del país, "las ti­najas" de San Juan de Ulúa, vieja fortaleza costera destinada en la época colonial a la defensa de la ciudad y puerto de Veracruz.

 

De esa prisión saldrían cuatro años más tar­de, cuando triunfó la revolución maderista.

 

Pero al terminar la huelga, apenas cuatro días después de comenzada, el gobierno y sus opositores se enfrascaron en una larga dis­cusión -"porque así lo exigía el honor nacio­nal"- sobre si era o no cierto que las autori­dades de Sonora habían permitido, o incluso solicitado, que grupos de norteamericanos armados penetraran en territorio mexicano para proteger las vidas y los intereses de sus compatriotas. Pero, además, e ignorando el llamado de los trabajadores, el Estado adoptaba una postura de salomónico liberalismo. No intervendría en apoyo de nadie y si para garantizar el orden público, pues si era “res­petable el derecho de los que se niegan a trabajar bajo determinadas condiciones, no es menos respetable el derecho que tienen a trabajar bajo esas mismas condiciones quie­nes las aceptan. Uno y otro son consecuencia necesaria y forzosa de la libertad indivi­dual”. Nadie parecía darse cuenta del profundo malestar social que los acontecimientos denunciaban.

 

A pesar de la trágica experiencia de Ca­nanea, continuó siendo la huelga el arma fundamental de los trabajadores y la usaron cada vez más frecuentemente para exigir al­gunas mejoras. Al mismo tiempo se hacían conscientes de que la unión era la fuerza y las asociaciones laborales se multiplicaron. Pero de igual manera los patrones también se aliaron para defenderse.

 

El próximo choque habría de darse en el seno de la industria textil, una de las más im­portantes del país, pues había gozado de las seguridades de un amplio mercado nacional ahora en crisis. El empobrecimiento popular de los últimos años provocaba que quienes vi­vían "literalmente al día" "no pudieran dis­traer nada o casi nada de la ganancia diaria para comprarse mantas u otras telas, pues les fue preciso sacrificar todo a las exigencias imperiosas de la alimentación".

 

Así las cosas, durante los últimos meses de 1906 las huelgas textiles fueron en aumento, aunque con desigual fortuna en sus resul­tados. En diciembre se dio el primer motivo de roce entre dos importantes asociaciones: el Gran Círculo de Obreros Libres y el Centro Industrial Mexicano. La razón fue un regla­mento de las relaciones obrero-patronales según el cual la jornada de trabajo sería de doce y media horas, ningún asueto se paga­ría, quedaba prohibido golpear y vejar a los obreros, o aceptar trabajadores menores de catorce años, etc. Los trabajadores inten­taron un ajuste moderado, no esencial de esos preceptos, pero fracasaron en sus gestiones.

 

El 4 de diciembre, sus dirigentes acordaron una huelga. Pocos días después, los obreros parados sumaban varios miles en los esta­dos de Puebla y Tlaxcala.

 

Después de diez días de agitación y espe­ra, los trabajadores pidieron que el general Díaz interviniera en el conflicto en calidad de árbitro. El presidente aceptó, pero los industriales aseguraron que tal mediación no era necesaria, pues ellos se entenderían directamente con sus empleados. Sin em­bargo, unas horas después de hacer tales declaraciones, el Centro Industrial anun­ciaba el cierre de sus fábricas en cinco esta­dos si los obreros no aceptaban, sin modificación alguna, su reglamento. Más de 30.000 obreros quedaban sin trabajo. Los líderes in­sistieron en un laudo presidencial y final­mente los industriales lo aceptaron cuando el movimiento de huelga afectaba ya a casi un centenar de fábricas en toda la Repúbli­ca. Si bien el laudo del 4 de enero de 1907 no era -como no podía serlo- obrerista, so­cialista o cosa parecida, intentaba, en cambio, ser equilibrado, auténticamente mediador. Lo fue tanto, que logró dividir a los obreros. Unos lo aceptaron. Otros no. La reanudación de labores señalada para el 7 de enero no fue general. La noche de ese mismo día, un grupo de trabajadores atacó las instalaciones de la fábrica de Río Blanco, Veracruz. En las horas siguientes reinó la confusión más absoluta en esa y en otras factorías cercanas. Con la llegada de tropas se inició la persecu­ción y matanza de los obreros rebeldes, que duró hasta el día 11, con un número incierto de víctimas entre los muertos en la refriega y los fusilados entre éstos los líderes Rafael Moreno, Manuel Juárez y  Celerino Navarro, pero se asegura que pasaron de doscientos y que los presos llegaron a medio millar en una zona cuyo centro neurálgico fue la ciudad de Orizaba. El  9 de enero los obreros, venci­dos otra vez, volvieron a sus tareas. A pesar de todo, la calma no fue general y en los años siguientes las huelgas fueron un hecho coti­diano en la vida mexicana.

 

Las corrientes se unen.

 

A pesar de su intensidad y su drama­tismo, las luchas obreras no afectaron la existencia misma del gobierno porfiriano.

 

Tampoco intentaron destruir las formas sociales y económicas que lo sustentaban.

 

A pesar de su pretendido “anarquismo” doctrinario, según el cual los trabajadores acabarían “haciendo a un lado a ese fantasma que se llama gobierno”, en la práctica los obreros siempre buscaron que sus demandas fueran apoyadas por el Estado. El "socia­lismo" laboral mexicano de principios de si­glo no atacó nunca la propiedad privada ni intentó borrar la existencia de clases sociales.

 

La lucha de los campesinos, tal vez más sostenida y dolorosa, fue siempre defensiva. Quiso mantener a toda costa los modos an­cestrales de la propiedad agraria y la organi­zación social.

 

La preceptiva legal para modificar la sociedad y la economía mexicanas habría de llegar mucho más tarde, en 1917, al im­plantarse un nuevo orden constitucional.

 

El primer ataque frontal contra el gobier­no, contra la persona misma de Díaz, vino de los exiliados.

 

Una mayor libertad de acción -al menos durante los primeros años de su destierro-, tal vez la pérdida de una perspectiva adecua­da del poder represivo del gobierno porfirista debido a la lejanía, llevó a esos exiliados a intentar derrocarlo por medio de levan­tamientos. De ellos hubo media docena en menos de dos años.

 

A partir de la publicación, en julio de 1906, del Programa Liberal, el liberal-magonismo intentó ser una verdadera organi­zación revolucionaria. Sus  publicaciones de adoctrinamiento y agitación cruzaron la fron­tera y una organización clandestina empezó a nacer. Pero sus mecanismos fueron descubiertos y estorbados gracias al cuerpo consular mexicano que, auxiliado por poli­cías privados norteamericanos, se convir­tió en un eficaz servicio de inteligencia. El uso de claves y tintas simpáticas, el envío de correspondencia por medio de seudónimos, no lograron ocultar la trama rebelde. Las claves fueron descifradas, las tintas reactiva­das, los seudónimos identificados. El gobier­no siempre supo con quiénes, cuándo y dónde tendría que vérselas y pudo vencerlos fácilmente. Por otro lado, y a pesar de que los esfuerzos diplomáticos del gobierno mexica­no para lograr la extradición de los libera­les se frustro, sí tuvo éxito la táctica aconsejada por el embajador mexicano Enrique C. Creel: "Tal vez sea preferible –decía- que la Agencia policíaca Furlong denuncie a estos criminales como anarquistas y conspiradores, violando las leyes de los Estados Unidos a fin de que se siga el juicio respectivo.

 

Así, los magonistas, libres unas veces, desde la prisión otras, dirigieron los movi­mientos de Jiménez en el estado de Coahuila y de Acayucan e Ixtlahuacan en el de Veracruz, entre septiembre y octubre de 1906, y los de Viesca y Las Vacas, también en Coa­huila, y Palomas en el estado de Chihuahua, entre junio y julio de 1908. La finalidad de esas acciones quedó clara en la arenga que Encarnación Díaz Guerra dirigió a los ata­cantes de Las Vacas: "...esta revolución que hoy se inicia es indispensable para conservar los derechos del hombre, para la devolución de las tierras expropiadas a sus legítimos dueños y para que haya verdadera administración de justicia, haciendo que sean las ma­yorías las que dispongan de los sagrados derechos de nuestra amantísima Patria".

 

Las corrientes de la inquietud social y de la lucha política empezaban a juntarse, pero sería la segunda la que resonaría en la vida mexicana y habría de ser el general Díaz quien tomara la iniciativa.

 

Todos los caminos llevan al presidente.

 

Los días 3 y 4 de marzo de 1908, el influyente diario oficioso El Imparcial repro­ducía, en español, el texto de la entrevista que el periodista norteamericano James Creelman había hecho al presidente Díaz tres meses antes y que el Pearson's Magazine de Nueva York publicaba lujosamente en su número de marzo.

 

En este inusitado documento político, el general Díaz ensayaba un balance de su propia gestión presidencial. Consideraba que su lar­ga permanencia en el poder implicaba la apro­bación tácita de su estilo de gobernar. Ha­bía recibido un país belicoso, dividido y en quiebra, y lo entregaba, 27 años después, con sólidos "elementos de estabilidad y unidad" gracias a la “educación”, la "industria" y el "comercio" y a una naciente clase media que, como en “todas partes”, es “elemento activo de la sociedad” y de quien "depende la democracia para su desarrollo". Con el realismo propio de quien está seguro de su obra, el presidente Díaz admitía que sus mé­todos de gobierno fueron "severos" y "hasta crueles" y que "para evitar el derramamiento de torrentes de sangre" "fue necesario derra­mar un poco". Admitía que la paz por él im­plantada era una "paz forzada", pero necesa­ria, "para que la nación tuviera tiempo para pensar y para trabajar".

 

Desde el punto de vista doctrinario, el general Díaz aseguraba que el largo ejercicio de un poder incontestable no había "corrom­pido sus ideales políticos", sino, por él contrario, lo había convencido "más y más, de que la democracia era el único principio de gobierno justo y verdadero, aunque en la práctica sólo fuera posible para los pueblos ya desarrollados". Sin embargo, y como no podía ser de otra manera, Díaz tenía que afir­mar que el mexicano era un pueblo ya desa­rrollado. Para salvar su obra y justificar sus métodos, requería verse a sí mismo como el último de los hombres necesarios en la historia de México. Con él se había operado un cambio esencial en la organización social y política de su país. Él había anudado los cabos sueltos de una ley constitucional casi perfecta y un pueblo sin educación política. Ahora ese pueblo estaba apto para la demo­cracia y él, su artífice, podía abandonar el poder con tranquilidad y optimismo. Su le­gado mayor era la posibilidad de que México tuviera un "gobierno completamente demo­crático" y entrara así "definitivamente en la vida libre".

 

Pero el achatamiento de la vida política nacional desmentiría las palabras y nulifica­ría los propósitos presidenciales de abandonar el poder. La entrevista Creelman no tuvo en lo inmediato mayor eco. La prensa gobiernista la entendió –o quiso entenderla- como un buen deseo del presidente y nada más. Los periódicos de oposición sólo criticaron que hubiera sido una publicación extranjera la elegida para tan importante mensaje. Los políticos de profesión, a su vez, parecieron ignorar el llamado presidencial, ya fuera por­que habían olvidado su oficio, ya porque te­mieran que atenderlo podría provocar un choque frontal de las facciones que acabaría destruyéndolo todo.

 

El presidente pedía partidos, oposición, democracia real. Los políticos profesionales, encabezados por los gobernadores de los es­tados, respondieron iniciando una campana para postular candidato presidencial... ¡a Por­firio Díaz! Señalado el rumbo, todos lo siguieron. Esos "trabajos electorales" consumieron íntegro el año de 1908.

 

Pero en realidad el verdadero problema era una vez más la elección del vicepresidente. Como nadie podía ignorar -y algunos lo ex­presaban ya crudamente-, la avanzada edad del general Díaz haría casi imposible que concluyera su mandato. De ahí que el re­yismo, siempre expectante, empezara a dar señales de vida, y la vieja guardia porfirista no atinara a fabricar o descubrir un sustituto del "científico" Ramón Corral.

 

Tal era el panorama dentro del cual ha­bría de surgir una tercera posición, la repre­sentada por un grupo de jóvenes con una definida vocación política y a quienes las so­luciones visibles parecían sumir en una espe­ra indefinida del poder. Esta conciencia, que en algunos casos mostraba caracteres de verdadera angustia, lo llevó a plantear, al menos teóricamente, una serie de soluciones al problema político del momento.

 

Querido Moheno publicaba un folleto, ¿Hacia dónde vamos?, en el cual, pulsando la realidad, concluía que, quisiérase o no, Díaz seguiría marcando los derroteros de la polí­tica nacional. Creía, sin embargo, que el gene­ral, "aprovechando los años de vida que le quedaban", debería impulsar ciertas "institu­ciones" que hicieran perdurable su obra de gobernante. De entre tales instituciones so­bresalían dos: los partidos políticos y el ejer­cicio del voto, reservado únicamente a los "alfabéticos".

 

Manuel Calero daba a la luz el ensayo político Cuestiones electorales. Hablaba en él de la necesidad de pasar definitivamente del gobierno de las personas al de las insti­tuciones y proponía como el mejor camino el de la organización de partidos, surgidos es­pontáneamente, y el ejercicio electoral "cons­ciente", es decir, restringido a quienes supie­ran leer y escribir. Pensaba también Calero que esa nueva política haría necesaria la existencia de programas de gobierno y de que los posibles candidatos llevaran a cabo verdaderas campañas electorales.

 

Francisco de P. Sentíes tercia en el asun­to con un escrito sobre La organización política de México. Coincide con los demás autores en la necesidad de los partidos polí­ticos y propone concretamente la creación de uno, el "demócrata", que luchará por la "reintegración del sufragio universal", por el fortalecimiento de la vida política municipal y por mejorar las condiciones de los grupos sociales más débiles.

 

El problema de la organización política de México se titulaba el folleto con el que Ricardo García Granados concurría al debate. Según este autor, las profundas desigualdades que presentaba la vida mexicana en todos los órdenes, hacía imposible la práctica in­mediata de la democracia. La implantación del sufragio universal exclusivamente en las elecciones municipales, y ejercido sólo por los que supieran leer, podría dar resultados, aunque éstos serían a largo plazo. Por eso era necesario crear instituciones intermedias, de las cuales la más original, imaginada por García Granados, seria un cuerpo senatorial de sesenta miembros, electo por los dipu­tados, renovable en parte cada dos años, y cuyas funciones primordiales serían: vigilar los procesos electorales y remover de sus cargos a aquellos gobernadores que resul­taran incompetentes.

 

Como todos estos autores, otros se habían ocupado de esos problemas o lo harían poco después; tales fueron los casos de Man­rique Moheno con su trabajo Partidos Polí­ticos. Estudio sobre su viabilidad y natura­leza de sus funciones en la República Me­xicana; Esteban Maqueo Castellanos con su libro Algunos problemas nacionales; Manuel M. Alegre, autor de ¡Aún es tiempo!, etc. Pero todos estos escritores y otros dudaban seriamente de la transformación de México llevada a cabo por el porfiriato. Expresaban claramente un temor: si lo que Díaz había anunciado se llevara a cabo, su larga espera de la herencia del poder se vería frustrada. De ahí que todos ellos, evolucionistas convencidos, postularan como paso siguiente al del gobierno personal, previo al popular, un sistema de corte oligárquico en el que, como expresó uno de ellos en un momento de orgullosa sinceridad, la privanza fuera de “los inteligentes”.

 

Resultaba que quienes eran –o se decían- partidarios de Díaz contrariaban sus deseos políticos y al hacerlo negaban los resultados últimos de su gestión presidencial. Los com­partían, en cambio, sus opositores, y uno de ellos, Francisco I. Madero, liberal de corte clásico, simpatizante y alguna vez mecenas de los magonistas, hombre comprometido seriamente en la política de su estado natal, Coahuila, escribía todo un libro para demos­trar la plena aptitud del pueblo mexicano para la democracia.

 

Si bien la conclusión a que Díaz y Madero llegaban era semejante, sus presupuestos eran distintos. Para Díaz, la democracia era resultado de un largo aprendizaje que él, como buen pedagogo de la vieja escuela, había hecho que le entrara con sangre al pueblo mexicano. Madero, en cambio, conside­raba la capacidad democrática algo innato, consubstancial a todos los hombres.

 

En su libro La sucesión presidencial en 1910. El Partido Democrático, dado a Co­nocer al público en febrero de 1909, Madero argumentaba en favor de una tesis central: la capacidad democrática se demostraba ha­ciendo democracia, es decir, actuando libremente. Además, remover el obstáculo del porfiriato por medio de la acción era abrir las puertas a la libertad, y la libertad, por sí misma, operaría la transformación entera de la sociedad mexicana.

 

Aunque acostumbrado a poner sus pensamientos por escrito, Madero no era un teo­rizante. Así se tratara de argumentar acerca de la construcción de una presa o la conve­niencia de un cultivo sobre otro, o de refle­xionar sobre moral o religión, a todo debería seguir siempre una acción comprobatoria. De ahí el título de su libro. No bastaba dis­currir sobre las futuras elecciones, había que organizar un partido para contender en ellas.

 

Por otra parte, Madero acostumbraba pedir a los demás lo que se exigía a sí mismo. Al escribir una carta al presidente anun­ciándole el envío de un ejemplar de su libro, el novel político le decía: "Si sus declara­ciones a Creelman fueron sinceras, si es cierto que usted juzga que el país está apto para la democracia..., hágalo saber a la Nación del modo más digno de ella y de usted mismo: por medio de los hechos".

 

Y tales hechos deberían ser inmediatos, pues el país mostraba ya signos inequívocos de que por lo menos en los estados el cambio de autoridades daría lugar a conflictos. Pre­viendo tal cosa, en su misma carta Madero apremiaba al presidente en estos términos:

 

"Eríjase usted en defensor del pueblo y no permita que sus derechos electorales sean vulnerados desde ahora que se inician movi­mientos locales...". Madero hablaba por experiencia: en ese tipo de movimientos locales había hecho su noviciado político marcado por tres derrotas consecutivas en menos de cuatro años. La primera fue en las elecciones de su municipio natal, San Pedro, donde apoyó a un candidato independiente que, desde luego y por serlo, fue "vencido". Sus otras dos derrotas fueron las de sus candidatos -también independiente- a la guber­natura de Coahuila. Empero, las movimientos locales servían a la vez para pulsar las fuer­zas de quienes así se preparaban para la gran sucesión, la. presidencial.

 

Entre fidelidades y herejías.

 

Efectivamente, la pulsada electoral había dado principio. Las reglas del juego parecían claras: todos contra todos y todos con el presidente. El premio: ser su segundo de a bordo en el próximo sexenio y tal vez y si él no la resistía... Sin embargo...

 

Cuando estaba par terminar 1908, el año de la entrevista Creelman, se dio por fin la respuesta práctica a la invitación del gene­ral Díaz para iniciar una vida democrática. Un grupo de personas de mediana significa­ción y de muy diversas tendencias políticas, encabezadas por Manuel Calero, Juan Sán­chez Azcona, Heriberto Barrón, Rafael Zu­barán Capmany y José Peón del Valle, inicia­ron una serie de trabajos que culminaron el 22 de enero de 1909 con la constitución del Partido Democrático. Pero como no podía ser menos, la naciente organización pagaría tri­buto a las tendencias de su época y estaría mechada por las ideologías muy heterogéneas de sus miembros, quienes se sintieron obligados a formular democráticamente -es decir, entre todos- un programa. Y lo formularon. Pero tal documento, lejos de unificar­los, provocó la diáspora. Querer que todos se vieran retratados en él dio por resultado un documento poco coherente y hasta con­tradictorio.

 

Desde el punto de vista social, proponía crear órganos de gobierno que propiciaran una agricultura liberal. Señalaban la necesi­dad de una legislación que protegiera a los obreros y querían ampliar las facilidades para la educación primaria. Sin embargo, políti­camente se mostraban poco democráticos, pues si bien pedían que la elección del presi­dente y el vicepresidente fuese directa, consi­deraban que el sufragio debería estar restringida a las que supieran leer y que, además, sostuvieran una familia y poseyeran bienes. Al hablar de economía, aprovechaban la opor­tunidad para atacar a Limantour y su política hacendaria. Los dineros de la nación –decían- no eran para atesorarse y poder exhibir un superávit, sino para gastarlo en obras de beneficio social. Pero la falla más visible del programa demócrata era que, habiendo nacido en una época electoral, no decía nada respecto a cómo luchar por el poder y menos aún se pronunciaba acerca de la sucesión presidencial. A pesar de todo, muchos de sus desertores justificaron su salida exclusivamente por la restricción de los derechos populares que, según ellos, significaban los requisitos exigidos para ejercer el sufragio.

 

Sin embargo, las deserciones consolida­ron a la agrupación, y quienes se quedaron dejarían ver  sus "inclinaciones" reyistas, que muy pronto fueron las del propio parti­do. Abandonaron también la tendencia capi­talina de la política y se lanzaron a la provin­cia. Fogosos oradores se hicieron oír en Vera­cruz, Orizaba, Córdoba y Tehuacán. Escudados en el hecho de proclamar por todos lados su porfirismo, deslizaban al mismo tiempo la necesidad de un vicepresidente "no científi­co". La presencia de los demócratas en Gua­dalajara dejó ver limpiamente su juego. Sus mítines acabaron siempre coreados por la muchedumbre con estruendosos  "¡Viva Reyes!". Se fundó también un periódico, El Partido Democrático, que a todas voces proclamaba sus simpatías. El único que no hablaba era Reyes.

 

Alarmados por lo que estaba pasando, los científicos contraatacaron. Sus periódicos intentaron minimizar el movimiento democrático o exhibirlo como enemigo de la paz y la armonía. Su tarea de agitación, ade­más de prematura, decían, distraía las ener­gías nacionales de algo fundamental: el traba­jo. Aclaradas las posiciones, al ataque perso­nal se respondía con el ataque personal. Si para los reyistas elegir a Corral o Limantour era poner la patria en manos de "plutócratas", según los científicos la llegada al poder de un militar como Reyes significaría un verdadero salto atrás en la evolución nacional.

 

Además de escribir, los científicos se apercibieron para la campaña, y encabezados por Rosendo Pineda, Joaquín D. Casasús, Pablo Macedo, etc., organizaron el Partido Reeleccionista. El 25 de marzo de 1909 prin­cipió su Convención Nacional y pocos días después, el 2 de abril, proclamaba su fórmula electoral: Díaz-Corral. Hombres que "garan­tizaban de antemano" la victoria, puesto que "dominaban las voluntades" y ponían "tran­quilidad en las conciencias".

 

El Círculo Nacional Porfirista, que no era corralista, hubo de aceptar lo hecho por los reeleccionistas como una necesidad de so­brevivencia frente a los embates de la opo­sición.

 

Siguiendo a su pesar las huellas de sus enemigos, los oradores reeleccionistas se lan­zaron a su vez a las ciudades de provincia en busca del apoyo popular, aunque casi siem­pre la fortuna les fue adversa. Los redactores de El Debate y El Reeleccionista medían sus armas con los de El Partido Democrático y México Nuevo.

 

El corralismo era un hecho. Díaz acepta­ba públicamente su candidatura el de mayo de 1909. El reyismo alcanzaba su punto más alto en julio de ese mismo año con la forma­ción del club "Soberanía Popular", que, enca­bezado por Francisco Vázquez Gómez y José López Portillo y Rojas, postulaba para presi­dente al "señor general don Porfirio Díaz y para vicepresidente al señor general don Bernardo Reyes".

 

Sin embargo, el propio Reyes no había dicho nada aún. Siguiendo su vieja táctica, había dejado correr una campaña a su favor esperando usarla para presionar la decisión del presidente sin los peligros de enfrentarse directamente a él. Pero las cosas no le resul­taron. Díaz tomó cartas en el asunto, pero no a favor de Reyes, sino al contrario. Se pre­sionó para arrancar del reyismo a un impor­tante sector de la burocracia que simpatizaba con él. Un grupo de jóvenes militares que lo apoyaban fue llamado enérgicamente al orden y uno de sus amigos y partidarios más distin­guidos, López-Portillo, resultó víctima de una persecución que iba más allá de lo puramente político.

 

Reyes no resistió, y como si quisiera es­conder sus palabras, usó un periódico regional, La Voz de Nuevo León, para declarar que apoyaba la candidatura de Corral “para secundar así las miras patrióticas del señor presidente”. Meses más tarde saldría del país hacia Europa cumpliendo una comisión de estudios militares. El reyismo sin Reyes carecía de sentido y muchos de sus antiguos militantes irían a engrosar las filas de otros partidos.

 

También en los estados se imponía el po­der porfiriano a la hora de renovar autori­dades. Puebla, Coahuila, Morelos y Sinaloa vieron reelegirse o cambiar a sus gobernadores con más pena que gloria. Además, en dos casos, el de Morelos y el de Sinaloa, se repetía en pequeño lo que estaba sucediendo a escala nacional. Ahí los candidatos independientes buscaron primero el apoyo presidencial que, sibilinamente, ni se les negó ni se les otorgó, asegurándoles únicamente que se respetaría la "voluntad popular". Atenidos a eso, tales can­didatos -candidato y cándido son palabras hermanas- lucharon y lograron, a pesar de todo, un importante eco popular que en cier­tos momentos llegó a  ser realmente peligroso.

 

Entre tanto, Madero dividía su atención entre los asuntos de la política coahuilense y los nacionales. Sostenía una nutrida correspondencia con quienes a su juicio tenían algún relieve en las filas de la política de oposición y en sus cartas solía mostrarse como un observador atento y certero de la vida na­cional. Previó la inconsistencia del Partido Democrático en vista de la heterogeneidad ideológica de sus militantes. Previó la que sería actitud final de Reyes y, proyectando a otros estados la experiencia del suyo propio, consideró seriamente la necesidad de una or­ganización verdaderamente nacional si se quería luchar con algunas probabilidades de éxito en contra de la “inmensa centralización” del poder político que se padecía.

 

Fruto de los viajes y la correspondencia de Madero fue la constitución, en la Ciudad de México, del Centro Antirreeleccionista, el 22 de mayo de 1909, cuyas figuras más destaca­das eran Emilio Vázquez  Gómez, Toribio Esquivel Obregón, José Vasconcelos, Roque Estrada, Luis Cabrera, etc. Contrariamente al programa de los demócratas, que a fuerza de ser amplio resultaba difuso, la declaración y programa de los antirreeleccionistas giraba alrededor del principio político que le daba nombre y que teñía la fuerza de las ideas claras y simples. Resumido en un lema: "Sufra­gio efectivo y no reelección", se convertiría muy pronto en una eficacísima bandera.

 

Se establecían, además, principios gene­rales de organización muy factibles y autén­ticamente democráticos. Se procuraría esta­blecer el mayor número posible de "centros" en toda la República. Su elemento de unión serían los principios del programa y su deber inmediato darlos a conocer ampliamente. Por último, en una convención nacional, los delegados de tales centros discutirían y elegirían a quienes habrían de ser candidatos en las próximas elecciones.

 

Desde luego, Madero consideró más de una vez las ventajas de contar con un candi­dato ya hecho, con una gran personalidad que sirviera de imán al ímpetu popular latente, pero acabó afirmándose siempre en una idea, la de ser "ante todo un demócrata convenci­do" cuya obligación principal era esforzarse "por el triunfo de los principios democráti­cos" y por lo mismo "trabajar por el candi­dato que resultara electo en una convención nacional".

 

Como el documento aprobado al consti­tuirse el Centro Antirreeleccionista señalaba la necesidad de "hacer una amplia propagan­da" para despertar y atraer a la opinión públi­ca, Madero se apresuró a cumplir tal acuerdo. Acompañado de su esposa y de un correligio­nario en funciones de orador, salió de México el 18 de junio de 1909 y recorrió Veracruz, Yucatán, Tamaulipas, Nuevo León y Coahui­la a lo largo de casi dos meses y con altibajos en los resultados.

 

La prensa hacía su parte en la campaña y El Antirreeleccionista, fundado poco antes, se convirtió en una publicación diaria.

 

La segunda gira de Madero, iniciada el 22 de diciembre de 1909, fue ciertamente distinta de la primera. El escepticismo con que las autoridades vieron originalmente al diminuto político se había transformado en una seria preocupación que se manifestó en las represalias que se tomaron en su contra. Esta vez Madero recorrió Querétaro y Jalisco, Colima, Sinaloa, Sonora y Chihuahua y por primera vez los concurrentes a sus mítines se contaron por millares. El vacío dejado para ese momento por los reyistas empezaba a ser colmado por los antirreeleccionistas. Para esos momentos, la posición de Madero, que empezó siendo la de admitir que el hombre a elegir de inmediato pudiera ser sólo el vicepresidente, había cambiado por completo. Ahora pensaba en la necesidad de cambiar todo el ejecutivo.

 

Poco después de publicar su folleto pro­pagandístico titulado El Partido Nacional Antirreeleccionista y la próxima lucha elec­toral Madero llevó a cabo una tercera gira, muy breve, por los estados de Durango, Za­catecas, San Luis Potosí, Aguascalientes y Guanajuato.

 

Había llegado el tiempo de que lo apun­tado por él en su última publicación se con­virtiera en realidad: la creación de un parti­do nacional.

 

Poco antes de la convención nacional antirreeleccionista, Madero se vio envuelto en un proceso judicial urdido por el gobierno y hubo de esconderse para no ser arrestado, como ya lo habían sido en diversos lugares del país algunos delegados.

 

De todas maneras, la convención se llevó a cabo el 15 de abril de 1910. Se creó el par­tido. Se aprobó una declaración de principios que contemplaba las reformas legales que ga­rantizaran la no reelección, la efectividad del sufragio y la autonomía municipal. Desde el punto de vista social se propugnaba por leyes que protegieran a los trabajadores, así como el fomento de la agricultura, la industria y el comercio. La gran cuestión, elegir candidato presidencial, dio lugar a una buena muestra de juego político y, en ausencia, Madero fue designado por una amplia mayoría de votos. Para la vicepresidencia se eligió a Francisco Vázquez Gómez, antiguo y prominente reyis­ta. Esto último hacía realidad otra de las ideas de Madero, mantenerse abiertos a los compromisos, a las alianzas políticas.

 

Un día después de su elección, y como resultado de las gestiones del gobernador de Veracruz, Teodoro Dehesá, amigo de Díaz, Madero y el presidente se reunieron en priva­do. De tal entrevista Madero sacó dos conclu­siones: la declinación física de Díaz era evi­dente, pero lo era también que se aferraría de tal manera al poder, que quizá habría que "iniciar la revolución para derrocarlo".

 

Ya ungido candidato presidencial, Made­ro emprendió una cuarta gira. En ella trataría de ganar o refrendar adeptos en algunas de las más importantes ciudades del país. Visi­tó entonces Guadalajara, Puebla, Jalapa, Ori­zaba, Veracruz y Pachuca.

 

Ciertamente el país había cambiado. El interés por la política era muy visible, pero convenía mantenerlo vivo. Madero decidió llevar a cabo una quinta y última gira que dio principio el 3 de junio, a unos cuantos días de las elecciones nacionales. Esta vez las au­toridades estaban dispuestas a todo. Después de haber estado en San Luis Potosí y Salti­llo, Madero fue aprehendido en Monterrey, acusado de sedición y ofensas a las autorida­des. La acción resultó contraproducente. Ma­dero, que ya tenía a los ojos populares un mé­rito enorme, su valor civil, ganaba ahora otro, el del martirio.

 

Un sector del porfirismo, el no científico, agrupado en el Círculo Nacional Porfirista, y al parecer autorizado por el propio presidente, intentó un arreglo que traicionaba a los científicos: postular un candidato vicepresidencial que fuera aceptado por la oposición. Así, unidos los porfiristas no científicos y los antirreeleccionistas podrían desbancar a Corral. Francisco Vázquez Gómez hizo saber a Madero tal posibilidad, quien, si bien no la rechazó de plano, sí consideró indecoroso cualquier arreglo estando él preso. Las cosas no cambiaron y, llegado el día de las eleccio­nes, Madero tuvo que pasarlo en la cárcel de la ciudad de San Luis Potosí, donde fue recluido. Poco después, y considerando el gobierno que el peligro mayor había pasado, Madero tuvo esa ciudad por cárcel.

 

Para entonces había dado principio una división en las filas del antirreeleccionismo. El propio candidato a la vicepresidencia, Váz­quez Gómez, se empeñaba en una fórmula de transacción para evitar la violencia, pero ciertamente esa solución era extemporánea, puesto que las elecciones ya habían tenido lugar. Madero, en cambio, entendía muy bien la nueva situación y sostenía que las cosas habían "cambiado" y que, por lo tanto, era preferible ''una completa derrota a un arreglo que implicaría la traición al pueblo".

 

Por otra parte, e inconformes con el proceso electoral, los antirreeleccionistas inten­taron impugnarlo ante la Cámara de Dipu­tados presentando una serie de documentos que probaban la irregularidad y el fraude.

 

Pero iniciado apenas este último esfuerzo de los maderistas para usar los conductos de la ley en sus relaciones con el gobierno, prin­cipió una especie de parálisis de las activida­des normales de los mexicanos. A partir de los primeros días de septiembre de 1910, todo se orientó a celebrar las fiestas del cen­tenario de la independencia nacional. Hábil­mente, el régimen se esforzó por mostrar tal unanimidad de propósitos como la prueba más elocuente de la real e inalterable unión que existía entre todos los mexicanos. Del mismo modo se quiso hacer de la presencia de cada embajador especial, más que el homenaje a una nación amiga, el reconocimien­to universal a la obra de gobierno de Porfirio Díaz.

 

Para esos momentos, Madero, decidido ya por la rebelión armada, hacía los preparati­vos necesarios desde su propio confinamien­to. Poco antes de la calma del "centenario" se habían producido los primeros brotes de violencia. El estado de Tlaxcala, gobernado por uno de los más antiguos lugartenientes de Díaz, vio rota su tranquilidad el 26 de mayo cuando Juan Cuamatzi, un activo an­tirreeleccionista, se levantó en armas, si bien pronto fue derrotado y tuvo que esconderse.

 

En Sinaloa, Gabriel Leyva, partidario de un candidato independiente a la gubernatura de su estado en 1909 y después convencido antirreeleccionista, se levantó en armas el 8 de junio. Capturado cinco días después, se le aplicó la "ley de fuga". Pocos días antes, el 4 de junio, la ciudad de Valladolid en Yucatán había sido escenario de una sangrienta rebe­lión, donde a la lucha política contra el gobernador reelecto se unía un grave problema, siempre latente en ese estado: la lucha de los indios por la tierra y en contra de la explota­ción de que eran víctimas en las haciendas henequeneras. La resonancia de los aconteci­mientos de Valladolid fue tanta, que el propio presidente tuvo que ocuparse de ellos en su informe al Congreso el 16 de septiembre, aunque para entonces podía decir que: "Los principales cabecillas del motín... se some­tieron a juicio y, declarados culpables por la autoridad competente, fueron sentenciados a muerte tres de ellos y ejecutados conforme a la ley...

 

Efectivamente, Miguel Ruz Ponce, Maximiliano Ramírez Bonilla y Atilano Albertos habían sido fusilados el 25 de junio.

 

El 27 de septiembre, el Congreso de la Unión declaraba presidente y vicepresidente electos para el período 1910 - 1916 a los ciu­dadanos Porfirio Díaz y Ramón Corral. En la madrugada del 5 de octubre, Madero huía de San Luis Potosí; dos días más tarde, cruzaba la frontera con los Estados Unidos.

 

Establecido en San Antonio Texas, Ma­dero y un grupo de correligionarios redacta­ron el Plan de San Luis Potosí, llamado así y fechado el 5 de octubre, para evitar compli­caciones con el gobierno norteamericano y sus leyes de neutralidad. El Plan declaraba nulas las elecciones y desaparecidos los poderes nacionales. Madero asumiría la presidencia provisional y convocaría nuevas elecciones de donde habría de surgir un mandatario constitucional. Señalaba el "domingo 20 de noviembre para que, de las seis de la tarde en adelante, todas las poblaciones de la República se levanten en armas".

 

Dos días antes de la fecha fijada para el alzamiento, en la ciudad de Puebla el líder antirreeleccionista más destacado de la región, Aquiles Serdán, moría en un sangriento choque con la policía.

 

Madero cruzó la frontera a México el 19 de noviembre, pero los poquísimos recursos que pudieron ofrecerle sus partidarios lo obli­garon a desistir. Su llamado a las armas había tenido muy poca respuesta. Pero lo que pare­cía un fracaso en noviembre, había dejado de serlo un mes después. A pesar de no tener un centro de mando ni conexiones entre sí, los rebeldes se movilizaban ya sobre una gran parte del territorio nacional. Sonora y Sinaloa, Chihuahua y Durango, Coahuila y Za­catecas, Nuevo León, San Luis Potosí y Guanajuato; todos los estados que miran al golfo y, en el centro de la República, los de Hidalgo, Morelos y Guerrero eran escena­rios de las acciones de los nuevos "capitanes", "coroneles" y "generales". Y justamente lo simultáneo, amplio e imprevisible de las actividades revolucionarias impedía que el gobierno pudiera combatirlos con eficacia.

 

Además, el ejército federal, supuestamente mo­derno, fracasaba estrepitosamente. Con ex­cepción de generales como Juvencio Robles o Victoriano Huerta, que además de su in­cuestionable capacidad tenían la crueldad necesaria para destruir de raíz a sus enemigos, los demás oficiales y jefes no estaban a la altura de las necesidades del momento. En cambio, en el campo rebelde Pascual Orozco, Francisco Villa, Marcelo Caraveo, Cástulo Herrera, José de la Luz Blanco, Cándido Na­varro, Luis Moya, Gabriel Gavira, etc., hacían gala de valor y de una sorprendente intuición militar.

 

Ahora bien, de entre todos esos persona­jes habrán de destacar muy pronto Orozco, Villa y Zapata, quienes, teniendo orígenes y objetivos distintos, quedaron ligados por las circunstancias.

 

Pascual Orozco, un “ranchero” acomoda­do, dueño de un vigoroso espíritu de empresa y de una  gran ambición de mejoramiento, sufrió en un momento dado la frustración de sus anhelos políticos dentro de su estado natal, Chihuahua. Chocó ahí con uno de los ejemplos más elocuentes de la oligarquía cuyo poderío lo abarcaba todo y todo lo monopoliza­ba. El clan Terrazas, dueño de cuanto signi­ficara riqueza, poseía por añadidura el poder político, que ejercía a través de sus propios miembros o de un personero, como sucedía en 1910. El gobernador en turno era socio, servidor y pariente político de ese clan. De ahí que la rebelión de Orozco expresara muy bien el rechazo total que provocaba el sistema. "Aunque amamos la paz -decían los oroz­quistas-, no queremos la paz de los escla­vos." Por eso su "última resolución" de “re­peler con la fuerza justa a esa brutal fuerza causa de tanto mal y de tanta injusticia”.

 

Villa sería justamente esa fuerza que toda revolución lleva consigo. Su resentimiento era profundamente personal y totalizador. Ori­ginalmente su acción no estuvo condiciona­da por ningún principio, sus móviles fueron viscerales: el odio, el afecto, la lealtad per­sonal.

 

En Emiliano Zapata, en cambio, lo im­portante era lo colectivo. El únicamente lo representaba, hablaba por los demás. Pero se trataba de un algo colectivo que no era tan amplio como la sociedad o siquiera como una de sus clases. Se trataba de un grupo concreto, que pertenecía a un lugar con­creto y nada más. Y en eso estribaban su fuerza y su debilidad. Fuerza, por lo autén­ticamente vivido de sus problemas -en rea­lidad de uno solo, el de una forma de propiedad de la tierra-. Debilidad, por lo limi­tado de sus miras. Si se participaba en un movimiento político estatal o nacional sería para apoyar a quien prometiera resolver el problema. El poder sólo tenía una razón de ser, solucionar el problema.

 

Así las cosas, Madero esperaba la toma de una población fronteriza -ciudad Juárez- por los hombres de Orozco para entrar nuevamente en México y acaudillar la revuelta, y además porque ya se le perseguía en los Es­tados Unidos, pues era claro que estaba vio­lando los preceptos de neutralidad de ese país.

 

Orozco fracasó en su intento. Sin embar­go, Madero pudo entrar en territorio mexica­no el 13 de febrero de 1911. Sus primeras acciones de guerra fracasaron, pero logró unirse al fin con Orozco y Villa y juntos seguir combatiendo.

 

Por su parte, el presidente Díaz, mientras combatía militarmente a los rebeldes, intentaba dejar sin justificación al movimiento que habían iniciado. Si se querían "renova­ciones del personal político", él estaba dispuesto a hacerlas. A mediados de marzo, el gabinete fue modificado casi totalmente. El 1 de abril, en su mensaje de apertura de las sesiones del Congreso, el presidente anuncia­ba estar dando los pasos necesarios para que el principio de la no reelección tuviera carác­ter de ley. Para responder a lo que el Plan de San Luis exigía -respecto a la devolución de sus tierras a quienes habían sido despojados-, Díaz iba mucho más lejos: anunciaba su intención de favorecer "el fraccionamiento de las grandes propiedades rurales''.

 

Una semana después de este mensaje, el vicepresidente Corral recibió del Congreso la aprobación a la solicitud que había presentado de obtener licencia para separarse del car­go y abandonar el país.

 

Pero desde fines de febrero y luego en marzo y abril, Díaz intentó una paz negocia­da a través de terceros y sin carácter oficial. Las posiciones, sin embargo, resultaron irre­ductibles. Díaz se mostraba dispuesto a ceder, excepto en lo tocante a su renuncia. Los re­volucionarios, por su parte, consideraban esa renuncia como la condición fundamental para la paz.

 

A principios de mayo, las negociaciones se oficializaron. Díaz reconocía una personali­dad a los beligerantes, pero mantenía invaria­ble su posición de no renunciar. Los revolu­cionarios si habían cambiado, su contrapro­puesta era: Díaz renunciaría, pero Madero no asumiría el poder; éste recaería en Fran­cisco León de la Barra, recientemente nom­brado ministro de Relaciones Exteriores. El 7 de marzo, Díaz lanzaba un Manifiesto a la Nación donde se quejaba de que los revolu­cionarios no sólo se habían mostrado indi­ferentes a su intención renovadora y seguían empeñados en sumir al país en los horrores de la guerra civil, sino que pretendían que su permanencia en el poder dependiera "de la voluntad o el deseo de un grupo", obli­gándolo, por lo tanto, a seguir combatiendo. Y se siguió combatiendo. El 10 de mayo, los insurgentes entraban victoriosos en Ciudad Juárez.

 

Madero, el presidente provisional, nom­bró un "consejo de estado" donde figura­ban: Emilio Vázquez Gómez, como encarga­do de Relaciones Exteriores; Gustavo A. Madero, de Hacienda; José María Pino Suá­rez, de Justicia; Federico González Garza, de Gobernación; Manuel Bonilla, de Comunica­ciones, y Venustiano Carranza, de Guerra.

 

La lucha no favoreció al gobierno y las negociaciones se renovaron. Al fin, el 22 de mayo se firmaban los tratados de Ciudad Juá­rez, según los cuales Díaz  renunciaría a fines del mes, sustituyéndolo León de La Barra. Conocidos los términos del documento de Ciudad Juárez, los acontecimientos se preci­pitaron.

 

El ímpetu popular se desbordó en todas partes, queriendo apresurar la caída de Díaz, quien, asediado por sus familiares y amigos, se resistía aún a dimitir. El 24 de mayo estallaron motines en la propia capital del país para exigirle que lo hiciera. Su propia casa estuvo a punto de ser atacada por la muchedumbre. El día 25, Díaz renunció al fin, convencido de que para mantenerse en el poder "sería necesario –decía- seguir derramando sangre mexicana, abatiendo el crédito de la Nación, derrochando sus rique­zas, segando sus fuentes y exponiendo su po­lítica a conflictos internacionales".

 

El 26 de mayo, Francisco León de la Ba­rra rendía su protesta como presidente provi­sional. El 31, Díaz abandonaba el país rumbo al destierro. El 7 de junio, Madero ya no como presidente, sino otra vez caudillo, entró en la capital de la República en medio de una ver­dadera apoteosis.

 

El primer gran episodio de la revolución había terminado.

 

Bibliografía.

 

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Womack, J. Zapata y la Revolución mexicana, México, 1970.

 

112.            Madero, del triunfo a la ‘decena trágica’.

 

Francisco I. Madero es la figura central de la historia mexicana durante la primera etapa de la revolución. A raíz. de la renun­cia de Porfirio Díaz -hecho que meses antes de mayo de 1911 se consideraba inimagina­ble-, el prestigio de Madero creció de ma­nera inconmensurable. Se admiraba su audacia, que no era poca, puesto que enfrentarse a un gobierno como el de Porfirio Díaz era, en realidad, una hazaña.

 

A partir de los Tratados de Ciudad Juá­rez, todos esperaban algo de Madero. Sobre todo sus partidarios, los cuales lo ha­bían acompañado en la campaña y que ahora veían la manera de colaborar con su líder en la sustitución de la administración pública porfirista. Maderistas leales y sinceros fueron, entre otros, Juan Sánchez Azcona, Federico González Garza y Abraham González. Asimismo esperaban cosechar los frutos del movimiento triunfante jefes militares como Pascual Orozco, quien veía como suyo el triunfo revolucionario. Muchos políticos in­dependientes, ni porfiristas ni maderistas, veían la aparición del momento oportuno para intervenir en la dirección de los desti­nos nacionales. Cabe citar aquí el nombre de Manuel Calero. De otra parte estaba la fami­lia del joven político coahuilense. Su hermano Gustavo había invertido buena parte de su fortuna personal en apoyar el movimiento acaudillado por Francisco. Gustavo habría de destacar como cerebro político del movi­miento, frente al idealismo de su hermano. En cambio, Ernesto Madero, hermano también de Francisco, y  Rafael Hernández, su primo, sí estaban muy comprometidos con los intereses del antiguo régimen. Lo que esperaban de Madero aquellas personas que veían amenazadas sus posiciones con el cam­bio que él podría introducir era la manera de seguir donde el porfirismo los había ubicado. Por último, el ciudadano común esperaba los ofrecimientos del nuevo líder, entre ellos los auténticos revolucionarios, que se levantaron para poner un alto a los abusos de las leyes de deslinde de baldíos, que habían dejado sin tierra a las comunidades rurales.

 

Por su parte, Madero confiaba en su le­galismo. Si había utilizado la fuerza para hacer valer sus derechos, era porque el porfirismo los había violado. Pero una vez consumado el triunfo militar todo habría de hacerse por las vías institucionales. Aplicar correctamente las leyes vigentes y reformar aquellas injustas o inoperantes era su pro­grama de acción.

 

El gobierno del "presidente blanco".

 

Venustiano Carranza había afirmado que una revolución que transige es una revolu­ción perdida. Esto fue dicho a partir de los Tratados de Ciudad Juárez, mediante los cua­les sólo se había conseguido la sustitución del presidente y del vicepresidente de la República, además de los gobernadores de los estados. El resto de la administración porfi­rista permanecía en su puesto. Más tarde se dijo que para hacer la revolución era necesa­rio que gobernaran los revolucionarios.

 

Francisco León de la Barra ocupó la presidencia de la República debido a que desem­peñaba la cartera de Relaciones Exteriores en el último gabinete de Porfirio Díaz, y así lo disponían las leyes. De la Barra era un abogado que desempeñó algunos cargos en el antiguo régimen. Fue miembro del ayunta­miento de la Ciudad de México, diputado en el Congreso de la Unión y, posteriormente, embajador de México en los Estados Unidos. De Washington regresó al país en calidad de secretario de Relaciones Exteriores, puesto en el que duró poco más de un mes. Debido a su porte elegante, sus finas maneras y su mesura en los actos públicos, los elementos conservadores le dieron el nombre de "presi­dente blanco". Fue titular del Poder Ejecuti­vo de fines de mayo al 5 de noviembre de 1911. Su misión principal consistió en con­vocar a nuevas elecciones, en las cuales, naturalmente, Francisco I. Madero iba a ser el candidato más fuerte.

 

Si se observa la composición del gabinete presidencial de De la Barra, fácilmente se advierte la realidad política de entonces. En­tre los elementos emanados de la revolución sólo participaron tres: Emilio y Francisco Vázquez Gómez y Manuel Bonilla, al frente de las secretarías de Gobernación, Instruc­ción Pública y Comunicaciones, respectivamente. Manuel Calero fue un independiente al frente de Fomento y que después pasó a Justicia. El resto era porfirista: Ernesto Ma­dero, de Hacienda; Rafael Hernández, de Jus­ticia; Bartolomé Carvajal y Rosas, interino de Relaciones, y el general Eugenio Rascón, de Guerra y Marina. Al frente del gobierno del Distrito Federal estuvo el ingeniero Alberto García Granados, quien en su juventud se ha­bla opuesto al régimen porfirista, pero cuyo conservadurismo era evidente.

 

Los estados de la República sí experi­mentaron cambios maderistas en sus nuevos gobiernos. Coahuila y Chihuahua tuvieron como gobernadores a Carranza y Abraham González; Tabasco, a Manuel Mestre Ghi­gliazza; Yucatán, a José María Pino Suárez. El cambio en el interior de la República se debe a que Madero percibió desde sus cam­pañas antirreeleccionistas de 1909 y 1910 que existía descontento local en  torno al re­eleccionismo de las  autoridades estatales. A partir de ello pudo lograr que la animadver­sión local se tornara en nacional. Si había reelección en los estados era porque así sucedía en la República. Particularmente hubo estados donde fue mayor la oposición al ré­gimen y en los cuales el movimiento de 1910 - 1911 ganó mayor número de seguidores. Sin embargo, otros estados apenas si se conmo­vieron ante el movimiento  armado. En otros más hubo problemas de estricta índole local, como en Oaxaca, con el separatismo istmeño y la lucha entre caciques.

 

En cuanto a las otras ramas del gobier­no, o sea, los poderes Legislativo y Judicial, éstos permanecieron tal cual habían queda­do constituidos en el año 1910. La XXV Le­gislatura, en ambas cámaras, había sido integrada por los políticos de influencia en el régimen de Porfirio Díaz: algunos pertene­cían al grupo de los científicos; otros debían directamente el puesto al viejo presidente, y otros más, a algunos gobernadores como Teodoro Dehesa, de Veracruz, y a algunos secretarios de Estado. La Suprema Corte de Justicia se hallaba formada por abogados de prestigio, aunque hubo momentos en que pertenecieron a este alto tribunal personas no formadas en la carrera de las leyes.

 

De este modo la composición del gobier­no interino apenas si admitió a algunos ele­mentos de la revolución. Si bien cinco meses pasan de prisa, pueden resultar provechosos para quien ocupa el poder. Pese a que Madero era en sí mismo un factor del poder e interve­nía en muchas decisiones de trascendencia, el no contar con un buen número de elementos en el interinato le habría de costar muy caro.

 

El licenciamiento de tropas.

 

Aspecto destacado del gobierno interino, por las consecuencias que llegó a tener, fue el tocante al licenciamiento de las tropas que participaron en la lucha armada inicial. Cabe señalar que hubo muchos revolucionarios "de última hora" que, una vez conocido el triunfo del norte, armaron contingentes, tomaron alguna población y se hicieron pasar por guerri­lleros, cuando sólo eran simples oportunistas. Estos no le acarrearon al gobierno y a Madero ningún problema complicado. En términos generales, el licenciamiento se desempeñó normalmente, salvo en el caso del Ejército Libertador del Sur, comandado por Emiliano Zapata.

 

El caudillo de Morelos se mostró renuente a deponer las armas si antes no se ha­cía efectiva la oferta de restituir las tierras -ejidos y fundos legales- a las comunida­des de la región. El gobierno interino quiso aprovechar este acto de rebeldía por lo que, ante el fracaso del general Juvencio Robles, se vio precisado a enviar a otro general, Victo­riano Huerta, a combatir a los zapatistas. Madero quiso evitar el enfrentamiento armado, puesto que Zapata había secundado el Plan de San Luis y no era conveniente enemistarse  con el Ejército del Sur. Por ello in­terpuso sus buenos servicios, llegando a convencer a Zapata de que una vez que entre­gara las armas se procedería a revisar la documentación relativa a las tierras de su estado natal. Madero obraba de buena volun­tad, pero tuvieron lugar diversas presiones provenientes de la capital. Por una parte, García Granados ahora secretario de Gobernación se negaba a amnistiar a los rebel­des sureños; por otra, los diputados, entre ellos José María Lozano y Francisco M. de Olaguíbel, desde la tribuna de la Cámara, llenaron de denuestos a Zapata, a quien mo­tejaron con el apodo de “El Atila del Sur”, debido a la crueldad con que asaltaba las haciendas, así como también hicieron a Ma­dero víctima de ataques, presentándolo como enemigo del gobierno de De la Barra. Pero quien aprovechó los oficios de Madero para sí y para lo que representaba, fue Victoriano Huerta. Tan pronto como los zapatistas en­tregaron sus armas, trató de emboscarlos y atacarlos, con lo cual Madero quedó en el papel de agente porfirista frente a los revolucionarios sureños. La prensa capitalina, siempre hostil al maderismo, contribuyó con mucho a lograr el distanciamiento entre el zapatismo y el jefe de la revolución.

 

Todo lo anterior hizo que definitivamen­te Zapata fuese considerado como un enemi­go a vencer y que él, a su vez, se distanciara totalmente de Madero. De este modo se fraguaba una de las escisiones revoluciona­rias de mayor envergadura. Mientras la con­trarrevolución se fortalecía, la  revolución comenzaba a perder la unidad que tanta falta le hacía.

 

Un acto de trascendencia mucho menor fue el inspirado por Andrés Molina Enríquez, el teórico del problema agrario, con su Plan de Texcoco, de agosto de 1911. Por medio de dicho documento desconoció al gobierno interino y trató de organizar un con­sejo revolucionario con Pascual Orozco, Za­pata, los Vázquez Gómez, Paulino Martínez y otros políticos y hombres de acción. No llegó a suceder nada trascendente y Molina Enríquez fue apresado. No obstante, su acti­tud constituye una manifestación más de lo que muchos esperaban de la revolución, que cada día tardaba más en hacerse efectiva.

 

Escisión maderista y oposición electoral.

 

Las relaciones entre el presidente De la Barra y su secretario de Gobernación, Emi­lio Vázquez, distaban mucho de ser cordiales. Vázquez no era partidario del licenciamiento de tropas, porque ello implicaría desarmar a la revolución y ayudar al conservadurismo. El propio “presidente blanco” solicitó a Madero interponer su influencia para que Emilio Vázquez saliera del gabinete. El jefe revolu­cionario, para evitar más tensiones entre el gobierno y su movimiento, aceptó de buen grado la sugerencia de De la Barra e instó al doctor Vázquez G6mez para que influyera cerca de su hermano para que se retirara del gabinete. Esto ocurrió definitivamente en agosto de 1911 y la secretaría de Goberna­ción fue encabezada por el ingeniero García Granados, a quien ya se ha mencionado.

 

La eliminación de Emilio Vázquez fue atribuida, según los rumores políticos, a intrigas de Gustavo A. Madero, quien siempre quiso aglutinar bajo su influencia a incondi­cionales de su hermano. En cambio, Francis­co creía en una política de alianzas con representantes de muy diversos intereses. Defi­nitivamente, en términos políticos Gustavo era mas realista.

 

Conforme se acercaba el momento de celebrar las convenciones para que el partido revolucionario (Antirreeleccionista) escogiera a sus candidatos, la división dentro del seno maderista se agrandaba. Se comenzó a hablar de José María Pino Suárez como el mejor candidato  para la vicepresidencia de la República, en lugar de Vázquez Gómez. Por su parte, los liberales apoyaban a Fernando Iglesias Calderón, y un grupo minoritario a Robles Domínguez. En una primera selec­ción, los dos últimos fueron eliminados, quedando frente a frente Pino Suárez y Vázquez Gómez. Madero fue entonces el factor decisi­vo. En una asamblea en la cual las multitudes gritaban: "¡Pino, no! ¡Pino, no!", Madero preguntó por qué no le silbaban y gritaban a él; que si se estaba en contra de Pino Suárez, se estaba en contra suya. No obstante, los vazquistas persistieron a pesar de que su con­trincante obtuvo la victoria.

 

Fue entonces cuando nació un nuevo par­tido político, el Constitucional Progresista (P.C.P.). Incluía entre sus principios aquellos del Partido Antirreeleccionista de 1910 y los que animaron el Plan de San Luis. Su doctri­na esbozaba en términos muy generales un programa de gobierno de carácter reformista, tendente siempre a restablecer y a hacer ob­servar la Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma, además de formular políticas tendientes a hacer de la sociedad mexicana un pueblo democrático, educado y obediente de la ley. El Partido Constitucional Progresista tuvo como jefes principales a Gustavo A. Madero, a Pino Suárez, a Víctor Moya Zo­rrilla, a Serapio Rendón; es decir, a los ma­deristas más prominentes. Sustituía al Anti­rreeleccionista porque ya establecido el prin­cipio de la No Reelección, lo fundamental ahora sería velar por el progreso del país con base en las leyes establecidas y la creación y reforma de aquellas que las necesidades así lo demandaran. En suma, su ideología era de carácter liberal, legalista y reformista.

 

Más radical permanecía el Partido Libe­ral. Si bien algunos de sus más renombrados líderes, por ejemplo, Ricardo y Enrique Flo­res Magón, se habían vuelto anarquistas y se encontraban exiliados, otro núcleo del Partido había permanecido en la contienda políti­ca, en la capital de la República. Juan Sara­bia, Pedro Galicia Rodríguez, Carlos Trejo y Lerdo de Tejada, Fernando Iglesias Calderón y Jesús flores Magón eran algunos de sus más destacados dirigentes.

 

Los hermanos Vázquez Gómez continua­ron en el Partido Antirreeleccionista, tam­bién animado por principios liberales y más cercano al liberalismo radical que el Consti­tucional Progresista. Mientras que el Partido Liberal se alió al maderismo, el Antirreeleccionista apoyó a los Vázquez Gómez para las elecciones de octubre de 1911.

 

Por este tiempo nació otro partido, el Católico Nacional. Oficialmente, desde la época del triunfo de la República, los católi­cos se habían retirado de las lides políticas. Durante el gobierno de Porfirio Díaz había habido una coexistencia entre la Iglesia y el Estado en la que uno y otro se habían respetado mutuamente. Ayudó a ello el catolicismo de la esposa del presidente Díaz, doña Car­men Romero Rubio de Díaz, y la habilidad de algunos miembros del episcopado como Eulogio Gillow, de Oaxaca, y el obispo de San Luis Potosí, Ignacio Montes de Oca y Obregón.

 

Hubo prensa católica, como la de Victo­riano Agüeros y, posteriormente, la de Tri­nidad Sánchez Santos. Este periodista, ins­pirado en la Encíclica Rerum Novarum, hizo desde las páginas de El País una interesante crítica de las condiciones sociales de la pobla­ción. En varios estados de la República los católicos organizados políticamente realizaron acciones de trascendencia, sobre todo en Mi­choacán y Jalisco. Así las cosas, durante el interinato de De la Barra, no la Iglesia, sino un grupo de civiles organizó el Partido Católico Nacional, bajo la presidencia de Gabriel Fernández Somellera y con Manuel F. de la Hoz y Francisco Pascual García como algu­nos de sus más prominentes individuos.

 

Madero había roto desde su juventud los lazos que por tradición familiar lo uñían con la religión más extendida de México. Pese a ello, nunca manifestó hostilidad contra los católicos, puesto que ello le habría acarreado impopularidad. Empero, los políticos católi­cos se organizaron para no verse en aprietos en caso de una erupción de radicalismo por parte de los liberales radicales que ganaban posiciones en el gobierno. De este modo apoyaron a Francisco I. Madero para la presi­dencia de la República, pero con Francisco León de la Barra como vicepresidente. Esta fue su fórmula electoral en octubre de 1911.

 

Las elecciones de este mes fueron lim­pias, según la opinión tanto de la época como de historiadores que han estudiado el proceso. La popularidad de Madero, pese a los problemas con que tuvo que enfrentarse, continuaba siendo muy grande. El pueblo bajo respondió al líder, así como las clases medias. En cambio, todas las divisiones que alimentaban los políticas del momento fueron evidentes con respecto a la votación para el vicepresidente de la República. Si Madero triunfó con un amplio margen, pues de acuer­do con ciertos historiadores obtuvo el 99 % de los sufragios, no fue así con Pino Suárez. Su oponente más cercano, De la Barra, consiguió, según algunos, aproximadamente el 45 % de los votos; según otros, el 35 %. En cualquier caso, la votación oposicionista fue numerosa. Vázquez Gómez fue candidato minoritario y aún más Iglesias Calderón.

 

El 6 de noviembre de 1911, Francisco I. Madero ascendió a la presidencia de la Re­pública, con José María Pino Suárez en cali­dad de vicepresidente. Los meses del interi­nato le acarrearon muchas dificultades al jefe revolucionario. Ya no fue presidente constitucional con la unanimidad de la opinión pú­blica en su favor. Por una parte, los hombres de armas que querían tierras, como Zapa­ta, ya no lo apoyaban; otros, también de ar­mas, como Pascual Orozco, buscaban su pro­pia oportunidad. Los conservadores se habían fortalecido con su “presidente blanco”. El ejército federal, con el licenciamiento de tropas, se convertía en factor político de primera importancia. Los protagonistas de la revolu­ción que culminó en Ciudad Juárez ya no estaban unidos, como aconteció con la ruptura entre Madero y los Vázquez Gómez. Por otra parte, Bernardo Reyes, que finalmente no se entendió con Madero, buscaba su oportuni­dad para conquistar lo que según él le correspondía. Félix Díaz., sobrino de Porfirio Díaz, se sentía heredero natural del viejo dic­tador y, por último, la prensa y el teatro de revista -el género chico- se ensañaba en sus sátiras contra el nuevo gobernante.

 

Madero, presidente constitucional.

 

En virtud de que la revolución iniciada el 20 de noviembre de 1910 sólo implicó la renovación del poder ejecutivo, Madero as­cendió al gobierno acompañado del XXV Congreso y de la Suprema Corte de Justicia porfiristas. El cambio legislativo no vendría hasta septiembre de 1912. Esto hacía que el nuevo presidente se encontrara con una oposición virtual desde los órganos colaterales del poder.

 

En el gabinete inicial de Madero se ad­vierte la presencia de sus familiares: Ernesto Madero y Rafael Hernández seguían al frente de las secretarías de Hacienda y Fomento. A ellos se les agregó otro primo del presidente, el general José González Salas, a cuyo cargo corrió la secretaría de Guerra y Marina. Ma­nuel Bonilla continuó en Comunicaciones y Obras Públicas, mientras que Manuel Calero era el titular de Relaciones Exteriores. Mi­guel Díaz Lombardo se ocupó de Instrucción Pública y Bellas Artes, y Abraham González, de Gobernación. Posteriormente hubo cam­bios, Jesús Flores Magón sustituyó a Gon­zález, y el vicepresidente Pino Suárez tam­bién desempeñó la cartera de Instrucción Pública. Calero fue a Washington, como em­bajador.

 

La obra de gobierno de Madero fue precaria debido a la constante oposición a que tuvo que hacer frente, tanto por la vía insti­tucional -el Congreso y la prensa- como por las armas. En general, tuvo que dirigir sus esfuerzos a sofocar las constantes rebeliones que se produjeron a lo largo y a lo ancho del país. Por otra parte, es importante des­tacar que si la hacienda pública estaba en manos de un personaje totalmente asimilado al antiguo régimen, como lo era Ernesto Madero, y que el erario no disponía de sufi­cientes recursos, difícilmente se podía competir con la espectacularidad de las obras públicas emprendidas sobre todo en la capi­tal de la República durante la etapa final del porfirismo. Por lo general, si un gobierno se caracteriza por el intenso volumen de sus construcciones, la opinión pública advierte que los recursos se están gastando en bene­ficio del pueblo, aunque se trate de obras suntuarias. La opinión pública porfirista, encauzada por una prensa aduladora, se acostumbró a identificar el construir con el gobernar.

 

En cambio, Madero tuvo que emplear los recursos de que disponía para armar al ejér­cito federal y a los rurales –que en un prin­cipia comandaba Pascual Orozco- para com­batir a los rebeldes menores y mayores que alteraban la paz nacional. Los rebeldes menores fueron muchos, como numerosos fueron los problemas de estricta índole local que, cuando aumentaron, amenazaron la estabilidad federal. El caso de Oaxaca es ilustrativo al respecto.

 

En el estado de mayor población indí­gena surgieron rebeliones acaudilladas por caciques locales, como la rebelión de la Sierra de Ixtlán y el movimiento separatista tehuano. La prensa capitalina anunciaba que Juchitán ardía en llamas. Los istmeños querían constituir un nuevo estado y Oaxaca lo impedía.

 

La oposición institucional, si bien no alcanzó la espectacularidad de los movimien­tos militares, a la largo sí hizo mucho daño. En primer lugar cabe señalar la acción de la prensa. El diario más importante continuaba siendo El Imparcial, que durante la época del general Díaz gozó del favor público a través del secretario de Hacienda Limantour. Su tono de oposición era mesurado. Aplau­día la labor de los colaboradores del gobierno más identificados con los "científicos" y ata­caba a los netamente maderistas.

 

Hubo otros periódicos más agresivos. El Debate fue fundado por Nemesio García Naranjo junto con un grupo de escritores nada piadosos en censurar al nuevo régimen. Este, a su vez, contaba con un diario: Nueva Era, de Sánchez Azcona, donde se polemiza­ba con los de la oposición. Pero el renglón más dañino de la prensa lo constituyeron los periódicos de caricaturas. Estos iban dirigi­dos al gran público. Tenían poco texto y muchos dibujos. El más importante fue Multicolor, auspiciado por el español Mario Vi­toria, y dirigido por Santiago de la Vega. Contaba con el concurso del ingenioso caricaturista Ernesto García Cabral. Para acer­carse al público, se inició en 1911 con chis­tes de doble sentido, notas taurinas y co­mentarios acerca del mundillo teatral. Al poco tiempo ya contaba con un número considerable de lectores y fue derivando cada vez más hacia un semanario político. Y para citar un caso extremo, apareció un periódico de caricaturas llamado El sarape de Madero. Debía su nombre a que la esposa del presi­dente se llamaba Sara Pérez. Con la inicial de su apellido, quedaba en Sara P. de Ma­dero. Fue popular el dibujo del presiden­te donde aparecía ataviado con sombrero de paja, un sarape de Saltillo y una botella de algunos de los productos de la casa vinícola que pertenecía a la familia Madero. A la prensa de dibujos se sumaba el teatro de "género chico". En él se representaban sainetes y zarzuelas de contenido político en las cuales se aludía a la situación del momento. Noche tras noche la sátira producía escenas en las que se escarnecía al presidente y a sus colaboradores.

 

La cuestión de la prensa llegó a tal extremo que, en enero de 1912, se organizó una manifestación que atacó a los periódicos y revistas negativos. Esto se presento como apoyo al decreto de expulsión de tres perio­distas españoles, Vitoria entre ellos. Como la manifestación fuera encabezada por la llama­da "porra" que sostenía Gustavo A. Madero, una semana después hubo una contramani­festación que acabó en mitin contra el go­bierno. Ahí se dijo, por voz del joven Antonio Díaz Soto y Gama, que un gobierno no es tal cuando teme a una zarzuela y a un perió­dico de caricaturas. El español Vitoria, con la suficiente maña para ganarse a los manifes­tantes, dijo:. "Sólo sé que si hay un artículo 33°, también sé que hay un pueblo mexicano hospitalario y noble". En suma, la libertad de imprenta, que siempre fue garantizada por el gobierno liberal de Madero, fue inten­samente aprovechada para contrarrestar el poder de este gobierno.

 

La oposición armada.

 

De muy diversa índole fueron los movi­mientos dirigidos contra el gobierno presidi­do por Francisco I. Madero. Los hubo de carácter radical, revolucionarios, como el en­cabezado por Emiliano Zapata, en el estado de Morelos y zonas vecinas: Puebla, Que­rétaro, sur del Distrito Federal y estado de México; o bien conservadores, a la vez que engañosamente revolucionarios, como los de Pascual Orozco en Chihuahua, el intento de Bernardo Reyes y la rebelión de Félix Díaz en Veracruz y parte de Oaxaca. Cronológicamente, tales movimientos tuvieron lugar de noviembre de 1912 a febrero de 1913, en que acabó sus días el intento de gobierno democrático del presidente idealista.

 

Emiliano Zapata.

 

Menos de un mes esperó Zapata para levantarse contra el gobierno maderista. El 28 de noviembre de 1911 dio a conocer el "Plan libertador de los hijos del estado de Morelos, afiliados al Ejército Insurgente que defiende el cumplimiento del Plan de San Luis Potosí, con las reformas que ha creído conveniente aumentar en beneficio de la Pa­tria mexicana." Este plan se conoce con el nombre de la villa morelense donde fue firmado, Ayala. Sus principales signatarios fueron los generales Emiliano Zapata, Otilio E. Montaño, José Trinidad Ruiz, Eufemio Zapata, Jesús Morales, Próculo Capistrán y Francisco Mendoza. Los autores del texto fueron el propio Zapata y Otilio Montaño. Este era un profesor rural que se convirtió en el principal ideólogo del zapatismo, hasta que posteriormente se adhirieron a sus filas per­sonajes como Soto y Gama.

 

El Plan de Ayala consta de 15 puntos. Principia por reprochar a Madero el no haber hecho cumplir el Plan de San Luis, que fue el documento que hizo posible el apoyo popular a su movimiento contra la dictadura de Por­firio Díaz, y no sólo esto, sino que durante el interinato se persiguió a los auténticos revo­lucionarios y se impuso a funcionarios impopulares. Por estos y otros motivos se desconoce a Madero como jefe de la revolución y como presidente de la República, nombrando jefe a Pascual Orozco, "y en caso de que no acepte este delicado puesto, se reconocerá como jefe de la revolución al C. General Emi­liano Zapata".

 

La junta Revolucionaria del estado de Morelos -que era el nombre que se daba el grupo zapatista- hacía suyo el Plan de San Luis, agregando nuevos incisos en los cuales se daba un nuevo sentido a la lucha. Los puntos seis, siete y ocho establecían que los pueblos y ciudadanos cuyas tierras hubieran sido usurpadas por hacendados, científicos o caciques serían devueltas a sus propietarios originales; que "en virtud de que la inmensa mayoría de los pueblos y ciudadanos mexica­nos no son más dueños que del terreno que pisan, sufriendo los horrores de la miseria sin poder mejorar en nada su condición so­cial ni poder dedicarse a la industria o agri­cultura por estar monopolizadas en unas cuantas manos las tierras, montes y aguas, por esta causa se expropiarán, previa indemnización de la tercera parte de esos monopolios, a los poderosos propietarios de ellas, a fin de que los pueblos y ciudadanos de México obtengan ejidos, colonias, fundos legales para pueblos o campos de sembradu­ra o de labor y se mejore en todo y para todo la falta de prosperidad y bienestar de los mexicanos". A continuación señala el plan que los bienes de los hacendados, científicos o caciques que se opongan al plan, serán na­cionalizados, y lo que de ellos les correspondiera se destinaría para pensiones de guerra, viudas y huérfanos de los revolucionarios.

 

Estos fueron los puntos de mayor interés en la ideología que en principio animó al zapatismo. La lucha era fundamentalmente agraria, y si estaba contra Madero se debía a que el jefe revolucionario había ofrecido la devolución de tierras usurpadas y no cumplió lo convenido. A menos de tres semanas de haber ocupado la presidencia de la República, Madero tiene que enfrentarse a la presión zapatista. A partir del Plan de Ayala, la rebelión armada se organiza y el gobierno se ve obligado a reprimirla, sobre todo debido a que los avances zapatistas llegan a las po­blaciones de Tlalpan, Xochimilco y otras partes aledañas a la Ciudad de México.

 

Madero alternaba sus propósitos de negociación con las órdenes de combatir a los rebeldes dadas al general Juvencio Robles, quien emprendió otra vez una muy fuerte campaña, la cual se destacó por la crueldad de ambos bandos durante los seis meses que Robles duró al frente de las operaciones del Sur. Para este general porfirista, la guerra contra el zapatismo era una guerra similar a las emprendidas antes contra los mayas y los yaquis. Fue sustituido por el general Feli­pe Angeles. Con los zapatistas no podía ha­blarse nunca de victorias definitivas. Cuando sufrían reveses militares desaparecían de un frente para aparecer en otro. La paz dependía del lugar donde aparecían o dejaban de apa­recer.

 

En suma, el zapatismo fue un problema permanente para la administración maderista. Las. presiones a que fue sometida por causa del ejército suriano siempre estuvieron presentes. Por otra parte, para mentes más lú­cidas y abiertas al cambio, como Luis Cabrera, el zapatismo era un problema que ha­bía que resolver. Para él no se trataba de ex­terminar o liquidar a un enemigo, sino de dar la correcta forma jurídica a las demandas de la población campesina. La proposición concreta de Cabrera, dada a conocer como inicia­tiva de ley en diciembre de 1912, no tuvo el eco necesario ni el tiempo suficiente para convertirse en ley y poner en práctica la dota­ción de ejidos a los pueblos e iniciar la refor­ma agraria.

 

Bernardo Reyes.

 

Según el historiador Stanley R. Ross, al principio de su administración, Madero se preocupó más por Bernardo Reyes que por Emiliano Zapata. El divisionario aspirante al poder regresó de La Habana a los Estados Unidos para internarse en México por la frontera del norte. El gobierno mexicano ha­bía seguido los pasos de Reyes, quien creía que su popularidad en la zona fronteriza to­davía era tan grande como en los días en que gobernó Nuevo León. Mientras Reyes fue arrestado en Laredo, Texas, el gobierno aumentaba sus refuerzos, de manera que en el mes de diciembre, tras algunos combates de menor significación, el día de la Navidad caía preso en Linares, Nuevo León, el general rebelde. Posteriormente fue conducido a la capital de la República, donde se le confinó a la prisión militar ubicada en el viejo convento de Santiago Tlatelolco. Allí perma­neció hasta el 9 de febrero de 1913. Para un hombre del prestigio de Bernardo Reyes, el fracaso fue ignominioso.

 

Reyes trató de legitimar su movimiento a través de un plan, el cual fue expedido en Soledad, Tamaulipas, el 16 de noviembre de 191l. Acusaba a Madero de ejercer una tiranía demagógica y apelaba al Plan de San Luis, en el que introducía algunas reformas. Particularmente, la de crear una zona libre en la frontera del norte, con el fin de atraerse simpatías de parte de la población de la re­gión. Desconocía los resultados de la elección de octubre y daba el supremo mando local a los militares de más alta graduación residentes en cada estado, y si el gobernador respectivo secundaba el plan, continuaría en su puesto, pero bajo las órdenes del jefe mi­litar. Asimismo se refería a hacer efectivas las leyes vigentes y, desde luego, la Constitu­ción de la República. El plan, como ya se ha visto, no obtuvo mayor resonancia.

 

Pascual Orozco.

 

El problema militar de más graves conse­cuencias para el gobierno de Madero fue el iniciado en Chihuahua, en enero de 1912, por Emilio Vázquez y que pronto se ramificaría con una rebelión mayor, protagonizada por el tantas veces aludido Pascual Orozco hijo.

 

El movimiento vazquista tenía por objeto derribar de la presidencia a Madero, ya que Emilio Vázquez se sentía el natural ocupante de ella. Los Vázquez Gómez se habían expa­triado y residían en el estado de Texas, desde donde aprovecharon la ausencia del goberna­dor constitucional de Chihuahua, Abraham González, a la sazón secretario de Goberna­ción, para dirigir desde los Estados Unidos un levantamiento avalado por sus tendencias reformistas, más avanzadas que las presentadas por Madero y el Partido Constitucional Progresista. Tras una serie de disturbios en Ciudad Juárez y en la capital del estado, González se dirigió a su  lugar de origen. Todo coincidió con la renuncia al cargo que ocupaba Pascual Orozco como jefe de las fuerzas rurales. Cuando González regresó a Chihuahua, Orozco permanecía en paz. Pero en el mes de febrero, la rebelión vazquista estalló en Chihuahua y se ramificó a lugares de Durango y Coahuila. El dirigente máximo de la rebelión, Emilio Vázquez, permanecía en la ciudad de San Antonio, Texas, desde donde lanzaba proclamas y manifiestos, a través de los cuales llegó a darse el título de presi­dente provisional de México.

 

Por fin, en marzo, Pascual Orozco se le­vantó en armas, desconociendo a Madero. Orozco hijo había sido el militar más destaca­do de la revolución maderista y se sentía con derechos para ocupar cargos de mayor importancia que la comandancia de los rurales. Perdió la gubernatura de Chihuahua y esto le hizo alimentar rencores en contra de Madero. A partir del momento en que decidió jefaturar una nueva revuelta, Orozco protagonizó un movimiento contradictorio. Por una parte era fuertemente auspiciado por elementos neta­mente conservadores del estado de Chihua­hua, como las familias Creel y Terrazas, así como del Mining Bank del Estado. Por otro lado, personajes ligados al maderismo, pero asimismo conservadores, como Oscar Braniff y Toribio Esquivel Obregón, trataron de levantar en México una opinión favorable a Pascual Orozco y a su movimiento en los medios diplomáticos. Otra fase de la rebelión orozquista es la representada por el Pacto de la Empacadora del 25 de marzo de 1912. En este largo documento se daban a conocer las razones que impulsaban a los firmantes a tomar las armas contra el gobierno federal, así como el programa de acción que pondrían en práctica una vez alcanzada la Victoria.

 

El Pacto de la Empacadora, llamado así por haberse firmado en el edificio de la com­pañía empacadora  de Chihuahua, hacía un preámbulo en el cual, con un lenguaje retóri­co, se llenaba de denuestos a Madero y otra vez se aludía a hacer efectivo el Plan de San Luis, que Madero no había respetado. Además, hacía suyo el Plan de Ayala. El Pacto tiene puntos de interés político, tales como el relativo a la supresión de la vicepresiden­cia de la República. Por otra parte, es de in­terés la influencia que se percibe del Plan y Programa del Partido Liberal de 1906, par­ticularmente en materia agraria. El punto número 35 del Pacto se refiere al reconoci­miento de la propiedad a los poseedores "pacíficos por más de veinte años", a la reva­lidación y perfeccionamiento de los títulos legales, a la reivindicación de los terrenos arrebatados por despojo, a la repartición de tierras baldías y nacionalizadas y a la expropiación por causa de utilidad pública y previo avalúo, a los grandes terratenientes que no cultiven toda su propiedad.

 

Los postulados agrarios del Pacto no van más allá de lo que ya se había ofrecido. Por una parte, indemnizan y respetan a los lati­fundistas y les pagan las tierras que no cultiven. Esto a los Creel y Terrazas pudo haberles halagado. Por otra parte, procederían a repartir tierras y a restituir propiedades des­pojadas, con lo cual tendrían contentos a los campesinos.

 

En  materia laboral se proponía la supresión de las tiendas de raya, el pago a los obreros en dinero en efectivo, el estableci­miento de una jornada máxima de trabajo, la prohibición del trabajo infantil y la armonización del capital y el trabajo.

 

Madero tomó cartas en el asunto y su secretario de Guerra, José González Salas, renunció a su puesto y se puso al frente de las tropas para combatir personalmente a Orozco. González Salas pasó de Torreón a Conejos, centro ferroviario de la zona, y de ahí partió con su columna a Rellano. La explosión de la dinamita que cargaba un convoy hizo que se desbandara la tropa fe­deral, y que sucumbieran muchos efectivos. Otros soldados federales se pasaron a la lí­nea enemiga. Al verse derrotado, González Salas optó por suicidarse. Según algún autor, más por temor a la reacción de la prensa capitalina que por haber sido derrotado tan fácilmente.

 

Entre tanto, mientras Orozco festejaba la victoria, Vázquez Gómez seguía  en  su  empeño de ser presidente provisional. Una co­municación dirigida a Madero insistía en que debía entregarle el poder, a cambio de lo cual restablecería la paz. De hecho, Orozco no ha­bía reconocido a Vázquez Gómez ni le había hecho ver lo contrario.

 

Madero, por su parte, nombró jefe de la División del Norte a Victoriano Huerta, a pesar de que no veía con buenos ojos al general jaliciense que acompañó en escolta a Porfirio Díaz de la capital a Veracruz. Cuando se dis­cutió el nombramiento en el Consejo de Mi­nistros, Manuel Calero señaló que Huerta era el mejor elemento militar con que se disponía. Madero replicó que era un borrachín, a lo que Calero respondió con una anécdota de la gue­rra civil norteamericana, que el propio ex se­cretario de Relaciones incluye en un libro.

 

"... cuando a Lincoln le pedían la destitución de Grant como generalísimo de los ejércitos del Norte, porque Grant era bebe­dor, Lincoln replicó que deseaba conocer la marca de whiskey con que se emborracha­ba el generalísimo para mandarles algunas botellas de ese mismo whiskey a los demás generales en campaña". Acto seguido, Made­ro mandó llamar a Victoriano Huerta.

 

Huerta organizó un ejército cuya artillería estaba a cargo del coronel Rubio Navarrete, experto en esos menesteres y que contaba con el afamado maderista Francisco Villa. La campaña militar fue iniciada el 12 de mayo de 1912 en las llanuras de Conejos, en el es­tado de Chihuahua, cerca de la frontera con Coahuila. Una primera derrota hizo que Oroz­co replegara sus fuerzas en Rellano, donde después de dos batallas sufrió pérdidas con­siderables. La puntilla le fue clavada a los orozquistas en la batalla del Cañón de Ba­chimba, en el mes de julio. Este movimiento tuvo repercusiones en Sonora, donde también fue sofocado por los voluntarios del goberna­dor José María Maytorena.

 

El saldo de la campaña fue favorable al gobierno, aunque permitió que creciera el prestigio castrense de Victoriano Huerta. Por el momento parecía que el único proble­ma militar sería el zapatista.

 

Félix Díaz.

 

La reacción conservadora antimaderista todavía jugó una carta en el terreno de la rebelión armada. El 16 de octubre del mismo año 1912, el brigadier Félix Díaz, sobrino del ex presidente Porfirio, se alzó con el 21° Batallón de Veracruz y fue secundado por otros militares de la zona. Félix Díaz no apeló al Plan de San Luis como los otros rebeldes, sino que acusó a Madero de incom­petente para garantizar la paz de la República. Madero mandó contra los revoltosos al general Joaquín Beltrán, que estableció su puesto de mando a 16 kilómetros del puerto de Veracruz, donde Díaz tenía su cuartel general. Al no librarse ninguna batalla, Félix Díaz envió una nota confidencial al general Bel­trán en la que le invitaba a la defección y a unirse a sus tropas. En dicha nota aludía a que él peleaba para que se reintegrara al ejér­cito en su lugar preponderante. No obstante, el señuelo no surtió efecto y el 23 de octubre Beltrán envió a su artillería a bombardear el puerto. La facilidad con que las tropas federales se adueñaron de la situación reveló la desacertada táctica del brigadier Díaz, que fue hecho prisionero.

 

Si militarmente esta rebelión fue más es­pectacular que efectiva, en el terreno político consiguió, como las otras, causar dificultades al gobierno. En la capital ya estaba instalado el nuevo Congreso, la XXVI Legislatura Federal. Si bien existía en ella una mayoría maderista, reunida en el Bloque Renovador, tam­bién había un número suficiente de represen­tantes de tendencias conservadoras, ya sea miembros del Partido Católico Nacional o de agrupaciones independientes. Destacó en la oposición conservadora el llamado "cuadri­látero" parlamentario, formado por Nemesio García Naranjo, Francisco M. de Olaguíbel, José María Lozano y Querido Moheno, todos ellos oradores de fácil palabra y brillante ex­presión. Por otra parte, había una oposición radical, integrada por miembros del Partido Liberal, como Pedro Galicia Rodríguez y Juan Sarabia.

 

Cuando los diarios se referían a la rebelión felicista, los miembros del “cuadrilátero” y otros diputados, como Castellot y Ostos, trataron de que el Poder Legislativo elevara un voto de censura al Ejecutivo por su ineptitud para contrarrestar la anormal situación en que vivía México. Los renovadores, particularmente Luis Cabrera, lucharon por conseguir lo contrario, o sea, para que se otorgara un voto de confianza a Madero. Los conservadores desistieron de su intento cuando Félix Díaz fue derrotado por las fuerzas de Beltrán.

 

Al ser trasladado el prisionero de guerra a la Ciudad de México para someterlo al juicio que le correspondía, algunos pidieron que se le aplicara la pena máxima, cuestión ésta que jurídicamente procedía. No obstante, un grupo de damas se entrevistó con Madero para solicitar el indulto. El presidente respondió que él no ejercería ninguna venganza personal, pero que tampoco utilizaría su alta investidura para influir en la decisión del ju­rado. Las damas salieron disgustadas de aquella entrevista.

 

Fue la Suprema Corte de Justicia, que estaba en manos de ministros porfiristas, la que le concedió el indulto y lo confinó a la penitenciaría del Distrito Federal, que había de abandonar, como el general Reyes la de Tlatelolco, el 9 de febrero de 1913.

 

El enemigo externo.

 

En 1910 Henry Lane Wilson se acreditó como embajador de los Estados Unidos en México, ante Porfirio Díaz. A raíz del triun­fo de Ciudad Juárez siempre trató de acer­carse a Madero, pero el coahuilense jamás lo aceptó de buen grado. Wilson estaba liga­do a los intereses de la familia Guggenheim, de Nueva York, con la que la familia Madero tenía diferencias financieras. Esto explica en parte la actitud del diplomático hacia el gobierno maderista. Debido a las asonadas y rebeliones, siempre protestaba por los ata­ques sufridos por residentes reales o imagi­narios, cuyos intereses tenía que defender. Asimismo Wilson siempre trató de hacer su­yas las reclamaciones de los representantes de otros países, y muchos de ellos lo apoyaban. Wilson se quejó al Departamento de Estado norteamericano de muchas medidas del gobierno, entre las cuales hay que citar el impuesto de tres centavos por barril de petróleo y la disposición que exigía el uso del idioma español por parte de los empleados del ferrocarril, ya que en tiempos de Por­firio Díaz los ferroviarios norteamericanos gozaban de muchas prerrogativas.

 

Hacia el final del gobierno maderista, cuando Woodrow Wilson fue presidente elec­to de los Estados Unidos, Madero notificó al nuevo mandatario que el embajador había sido declarado persona non grata y que procedía su salida del país. En opinión del his­toriador Stanley R. Ross, el embajador Pedro Lascurain no hizo nada al respecto y sí, en cambio, el diplomático norteamericano tuvo conocimiento de la nota. Esto lo enfu­reció y su respuesta fue evidente en los días de la "decena trágica".

 

El memorial de los renovadores.

 

A pesar de las dificultades, entre otras tareas el régimen maderista inició trabajos en el renglón de obras públicas, creó estaciones experimentales agrícolas y reparo vías férreas. En el terreno legal se promulgaron leyes y se pusieron en práctica otras, todas tendientes a procurar reformas de interés social. Cierto que la revolución maderista no puso especial atención en la pronta resolu­ción de los problemas agrarios y obreros, pero también es innegable que se dictaron disposiciones al respecto. Estas se vieron superadas por lo que vendría después, pero hay que reconocer que jamás se vieron los resultados de la política que se trataba de poner en vigor debido sobre todo al estado precario de la paz y a la constante oposición que, como se ha visto, rebasaba los intereses nacionales.

 

Se ha hecho especial hincapié en la oposición y no en el apoyo que recibió el maderismo. Este provino fundamentalmente de parte de algunos de sus ministros y, más aún, de los diputados que integraron la XXVI Legislatura. Si bien el control político dependía de Gustavo A. Madero y se mani­festaba a través de Serapio Rendón, que fue constante e incisivo en su oratoria parlamen­taria, el máximo apoyo de carácter ideológico lo aportó Luis Cabrera. El fue quien logró desterrar de la Cámara a presuntos diputados como el licenciado Francisco Pascual García, del Partido Católico, que no pudo acreditar debidamente su vecindad en un distrito elec­toral de Michoacán. Asimismo, fue Cabrera quien se enfrentó constantemente al “cuadri­látero”. No se crea por ello que la labor de apoyo parlamentario. provino de un solo hom­bre, aunque fuera éste el más activo. El bloque renovador, al que también pertenecieron diputados como Félix F. Palavicini, José Inés Novelo, Luis Manuel Rojas y Alfonso Cravioto, hizo suyas muchas iniciativas que jus­tificaban el adjetivo con que se le calificaba.

 

El 23 de enero de 1913 los renovadores presentaron a Madero un memorial en el que expresaban sus ideas en torno a lo que debía ser la revolución y en torno a cual había de ser la política que debía seguir el Ejecu­tivo. El memorial fue conocido por Madero quien, pese a lo que en él se decía, confiaba en los hombres que lo rodeaban en su gabi­nete y en el Ejército, ahora en manos de Victoriano Huerta.

 

El memorial del bloque renovador constaba de nueve puntos en los que se anali­zaba la situación general por la que atravesaba el país. Después de caracterizar a la revolución de 1910 como un movimiento netamente civil, liberal, democrático y progresista, y de señalar que el Plan de San Luis fue la bandera que levantó a las masas a ayu­dar a conquistar el poder, concluían señalando que "...la Revolución se hizo gobierno, se hizo Poder, y la Revolución no ha gober­nado con la Revolución". Es decir, se acepta­ba que la revolución no había tenido lugar efectivamente. El poder había mermado la acción y el prestigio de la causa inicial. Veían como consecuencia lógica la contrarrevolu­ción, que ya había dado muchas pruebas de su existencia. Para que la revolución gobernara congruentemente, había que desterrar del gabinete a aquellos elementos que desde el poder la entorpecían; había que delimitar qué cosa era libertad de prensa y qué era abuso de la imprenta. Concluían, en suma, recomendando cambiar el personal de la administración pública, sustituyéndolo con elementos realmente revolucionarios para que así se pudiera hacer efectivo lo ofrecido en el Plan de San Luis y, en la Cámara, el propio Bloque se dignificara y actuara en favor del movimiento.

 

Después de dar a conocer el documento y de hacer ver a Madero que se urdían toda clase de intrigas contra su gobierno, aquél, que confiaba en la ley y en la buena voluntad de las personas, respondió a los diputados que no había de qué temer. Algunos, más sus­picaces, como Cabrera, optaron por ausentar­se al extranjero, mientras otros tomaron precauciones con sus personas.

 

La “decena trágica”.

 

Lleva el nombre de "decena trágica" el lapso de diez días que va del 9 al 19 de fe­brero de 1913. Desde mediados de 1912 se fraguaba una conspiración en la que partici­paban elementos netamente conservadores.

 

Los más conspicuos eran: Rodolfo Reyes, consejera político de su padre Bernardo Re­yes; el general Manuel Mondragón, repre­sentante de Félix Díaz; el general Gregorio Ruiz, y Cecilio Ocón. Huerta permanecía al margen de ello, aunque los conspiradores in­tentaron atraérselo por mediación de su médi­co, Aureliano Urrutia, que era su consejero. El grupo se reunió en Tacubaya para planear el golpe de estado. El objetivo era libertar a los dos generales prisioneros, Reyes y Díaz, para utilizarlos como líderes del movimiento que tendría en el Ejército a su principal apoyo.

 

El 9 de febrero se sublevaron los alum­nos de la Escuela de Aspirantes de Tlalpan y la tropa de un cuartel de Tacubaya. De allí partieron dos columnas, una hacia San­tiago Tlatelolco y otra hacia Lecumberri, donde libertaron a los militares traidores a la República. Reyes se dirigió a Zócalo, donde esperaba que la guarnición de palacio lo secundara. El general Lauro Villar, jefe de plaza, a la vista del enemigo ordenó el fuego, y prontamente sucumbió el jaliciense ex gobernador de Nuevo León. Por su parte, Félix Díaz se retiró a la plaza de la Ciudadela, donde estableció su cuartel. Entre tanto, Madero se hizo acompañar por una escolta de cadetes del Colegio Militar, de Chapultepec, al Centro de la ciudad. Como Lauro Villar resultara herido, Victoriano Huerta fue nom­brado jefe militar de la plaza.

 

Dado que había pocas fuerzas leales en la capital, el presidente ordenó la concentra­ción de mayor número de tropas y se marchó al encuentro de Felipe Angeles en Cuernava­ca. Durante el viaje, en la Ciudad de México continuaron los combates. Henry Lane Wilson, junto con los ministros de España, Alemania e Inglaterra, se dirigió al secretario de Relaciones para preguntar si el gobierno podía ofrecer garantías a los extranjeros. Por otra  parte, Félix Díaz conferenció con un representante de Huerta. A partir de este mo­mento, Gustavo A. Madero confirmó sus sos­pechas de que Victoriano Huerta participaba en la conspiración.

 

Madero regresó de Cuernavaca con optimismo porque contaba con Felipe Angeles y con Rubio Navarrete, habiéndose trasladado este último de Querétaro a la capital. El gene­ral Beltrán también se encontraba en México y entre todos cercaron al enemigo en la Ciu­dadela. Henry Lane Wilson siguió haciendo presiones diplomáticas ante el poco confiable secretario de Relaciones, Pedro Lascurain. Wilson amenazaba con responsabilizar al gobierno federal de cualquier daño causado a los extranjeros. Un grupo del  Senado, en sesión privada, acordó pedir la renuncia de Madero y de Pino Suárez. Wilson llegó a palacio con el ministro español Bernardo Cólogan y Cólo­gan, a los que Madero respondió que los di­plomáticos no debían inmiscuirse en asuntos nacionales. Después de lo cual, Wilson y Von Hintze, el embajador alemán, trataron de ha­blar con Huerta, pero Madero sólo permitió que se hiciera en presencia de Pedro Lascurain.

 

En virtud de que la situación militar no avanzaba favorablemente al gobierno pese a la superioridad de sus fuerzas, Gustavo A. Madero hizo prisionero a Huerta. Cuando el presidente tuvo noticia de ello ordenó que el general fuera a defenderse de las acusa­ciones de Gustavo, quien hacía ver a Fran­cisco que Huerta tramaba la derrota de sus propias fuerzas. Huerta juró fidelidad y el presidente reprendió a su hermano por im­pulsivo. Esto ocurría el 17 de febrero. En la Ciudad de México el número de decesos era ya considerable. El tránsito se había inte­rrumpido en muchas calles y eran frecuentes los bombardeos, los cañonazos y las ráfagas de ametralladora. Por fin, el día 18 se cele­bró un pacto abierto entre Huerta y Félix Díaz, conocido como Pacto de la Ciudadela o Pacto de la Embajada, debido a que fue firmado en el local de la representación di­plomática norteamericana, en presencia de Henry Lane Wilson. Antes de que esto acon­teciera, Gustavo A. Madero fue hecho prisionero en el Restaurante Gambrinus, donde se le ofrecía una comida de despedida con motivo de su viaje a Japón. Conducido a la Ciudadela, fue entregado a la tropa, que, en medio del más cruel salvajismo, lo sometió a las peores torturas y finalmente lo asesinó.

 

Por medio del Pacto de la Ciudadela, Huerta se comprometía a hacer prisionero al presidente y, en seguida, a desconocer al Poder Ejecutivo. La situación se resolvería nombrando presidente al propio Huerta, con un gabinete formado por Francisco León  de la Barra, Toribio Esquivel Obregón, Manuel Mondragón, Alberto Robles Gil, Alberto Gar­cía Granados, Rodolfo Reyes, Jorge Vera Estañol,  David de la Fuente y Manuel Garza Aldape. La idea consistía en que Huerta fungiera como presidente provisional para que en las elecciones obtuviera el triunfo Félix Díaz.

 

Al día siguiente, Madero y Pino Suárez se vieron precisados a presentar sus renuncias, las cuales fueran aceptadas, sólo con la oposición de unos cuantos diputados, por el Congreso, reunido en sesión extraordina­ria. Huerta se había comprometido a entre­gar a Madero y a Pino Suárez, que permanecían en palacio. Los buenos oficios del em­bajador de Cuba, Manuel Márquez Sterling, uno de los pocos diplomáticas que no ac­tuaron bajo la influencia de Wilson, fraca­saron y jamás pudo recibir a Madero y a Pino Suárez. Doña Sara, la esposa del pre­sidente depuesto, solicitó la intervención de Wilson, pero éste alegó que no podía inmiscuirse en asuntos mexicanos. El Congreso nombró presidente a Pedro Lascurain, nada ajeno a la situación, quien duró cuarenta y cinco minutos en el cargo, para renunciar después de haber nombrado secretario de Gobernación a Huerta, que asumió el poder el 19 de febrero de 1913. Madero duró pri­sionero en palacio hasta el día 22, fecha en que se ordenó su traslado a la Penitenciaría del Distrito Federal, pero fue asesinado, junto con Pino Suárez, antes de ingresar en ella. Al día siguiente, los habitantes de la capital se decían unos a otros: "ya mataron a Madero", enfatizando el ya como algo que todos esperaban. Las palabras de Venustiano Carranza, cuando se celebraron los Tratados de Ciudad Juárez, habían resultado proféticas. La adver­tencia de los renovadores no logró hacer reac­cionar al presidente idealista.

 

Bibliografía.

 

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Vera Estañol, J. Historia de la Revolución mexicana. Orígenes y resultados, México, 1967.

 

113.            Huerta y el constitucionalismo.

 

El general Victoriano Huerta ocupó la presidencia de la República conforme lo esta­blecía el artículo 81° de la Constitución de 1857, que estaba en vigencia al registrarse la Decena Trágica. Francisco I. Madero, presi­dente constitucional, había presentado su re­nuncia el día 19 le febrero de 1913 ante el congreso de la Unión; se discutió y se aceptó la renuncia, nombrándose presidente interino al ministro de Relaciones Exteriores, licencia­do Pedro Lascurain, quien sólo permaneció en calidad de tal desde las 5:15 a las 6:00 horas de la tarde aproximadamente, tiempo que se requirió para que se nombrara a Huerta como ministro de Gobernación. Acto seguido dimi­tió y se procedió a designar sustituto con el mismo carácter interino al ministro de Gobernación Victoriano Huerta.

 

En uso de sus facultades, Huerta formó al día siguiente su primer gabinete, que lo integraron: el licenciado Francisco León de la Barra, en Relaciones Exteriores; el ingeniero Alberto García Granados, en Gobernación; el licenciado Rodolfo Reyes, en Justicia; el li­cenciado Jorge Vera Estañol, en Instrucción Pública y Bellas Artes; el ingeniero Alberto Robles Gil, en Fomento; el ingeniero David de la Fuente, en Comunicaciones; el licencia­do Toribio Esquivel Obregón, en Hacienda; el general Manuel Mondragón, en Guerra y Marina; el General Alberto Yarza, como go­bernador del Distrito Federal, y Celso Acos­ta, como inspector de policía.

 

Asimismo comunicó telegráficamente a todos los gobernadores que asumía el cargo de presidente interino, según lo establecido en la Constitución, y que los invitaba a colaborar con el nuevo gobierno para lograr la paz. Mientras tanto Francisco I. Madero y José María Pino Suárez continuaban en calidad de prisioneros, a pesar de las gestiones que realizaban la esposa del ex presidente, Sara, y los ministros Manuel Márquez Sterling, de Cuba, y Anselmo de Hevia, de Chile; también algunos funcionarios mexicanos intentaron abogar por las vidas de los ex mandatarios, sin comprometerse. Sin embargo, todo fue inútil a pesar de que Huerta ofrecía seguri­dad a sus vidas.

 

En la mañana del 23 de febrero se divulgó la noticia de que Madero y Pino Suárez ha­bían muerto. Existían diferentes versiones del hecho. La oficial informaba que al efec­tuarse el traslado de los prisioneros desde el Palacio Nacional a la penitenciaría del Dis­trito Federal, la escolta había sido asaltada y en el tiroteo habían resultado muertos el ex presidente y el ex vicepresidente. Nadie creyó la infantil comunicación. El pueblo los lloró y acompañó a su última morada, considerándoles aún como sus gobernantes. Los restos mortales de Madero fueron inhumados en el panteón francés y los de Pino Suárez en el español.

 

Con este significativo y sentido acto ter­minó el gobierno democrático para dar paso al régimen militarista de Victoriano Huerta.

 

La política interna desde sus inicios pre­sentó irregularidades; los ministros eran cam­biados de un día a otro por propia solicitud o por ser removidos o cesados. Las secretarías de Estado se encaminaron por otros derroteros; sus empleados fueron uniformados y militarizados y los ministros y funcionarios ostentaron grados militares conforme a su car­go. La militarización llegó hasta la educación primaria y secundaria; se intentó extenderla a la superior universitaria, pero, gracias a su configuración, sólo se introdujo en la Escuela Nacional Preparatoria, la cual llegó incluso a desfilar una vez, en la parada militar del 16 de septiembre.

 

Si esta situación fue difícil para la población civil, más aún lo fue para los políti­cos que se atrevieron a comentar o a criticar al gobierno. Varios de ellos fueron asesina­dos, como Abraham González, viejo made­rista, que al triunfar la causa habla sido designado gobernador de Chihuahua y luego depuesto por rumores de sublevación. Cuando se le trasladaba a la Ciudad de México, se dio la contraorden de hacerlo regresar a Chihuahua y a su paso por la estación de Mápula fue fusilado el 6 de marzo.

 

En las Cámaras, los elementos renovado­res no aceptaban el nuevo régimen y empe­zaron a atacarlo. Huerta decidió eliminarlos sin mayores preámbulos y así el diputado Serapio Rendón fue asesinado en Tlalnepantla el 22 de agosto; Néstor Monroy, diputado su­plente, corrió la misma suerte el 13 de Julio, y el también diputado Adolfo C. Gurrión fue asesinado en Juchitán.

 

La mano exterminadora del gobierno es­taba dispuesta a acabar con los enemigos. El nicaragüense Solón Argüello en sus escri­tos se atrevió a criticarlo, con lo que firmó su propia pena de muerte, la cual se llevó a cabo en Lechería el 27 de agosto. El crimen que más estremeció a México fue el del senador por el estado de Chiapas, Belisario Domín­guez quien valientemente elaboró un docu­mento en el que imputaba a Huerta tremen­dos cargos. Aunque no se le dio lectura en la sesión parlamentaria, su contenido fue conocido, llegando a oídos del presidente. Fue hecho prisionero en el hotel Jardín y en el pan­teón de Coyoacán fue asesinado por Alberto Quiroz el 8 de octubre.

 

En el seno de la política nacional las cosas no marchaban bien y se notaba inquietud en el Congreso, hasta el extremo de que la Cá­mara de diputados ordenó se hicieran ante el presidente las averiguaciones pertinentes para esclarecer el asesinato del senador Do­mínguez y exigir responsabilidades. Huerta, molesto, pidió al ministro de Gobernación, li­cenciado Manuel Garza Aldape, que asistiera a la sesión del día 10 de octubre y que con ha­bilidad obtuviera la revocación del acuerdo. El Congreso se limitó a recibir la proposición del ministro para hacer el estudio correspon­diente.

 

El licenciado Garza Aldape no esperó, y ordenó a la policía y a los soldados del 29° batallón, que esperaban el resultado de la reunión, que procedieran a aprehender a los di­putados y que los trasladaran a la penitencia­ría del Distrito Federal. Se declaró disuelta la XXVI Legislatura y se convocó a elecciones extraordinarias para el 26 de octubre, a fin de suplir a los senadores y diputados. La nue­va legislatura inició sus funciones el día 20 de noviembre; la apertura oficial la hizo Vic­toriano Huerta.

 

En lo que se refiere a las elecciones para presidente de la República, Huerta buscó obs­taculizarlas y eliminó uno a uno a los posibles candidatos. En principio Félix Díaz y Fran­cisco León de la Barra retiraron sus candida­turas para presidente y vicepresidente, res­pectivamente, en virtud de que el Congreso acordó aplazar las elecciones.

 

La renuncia sorprendente del general Ma­nuel Mondragón como ministro de Guerra es­tremeció a los políticos. El llamado Pacto de la Ciudadela se rompía. Mondragón, liberador de Bernardo Reyes y de Félix Díaz al estallar la Decena Trágica, se alejaba decepcionado por la postura de Díaz, y emprendía un viaje a Europa para asistir al congreso de Gante como delegado del gobierno.

 

Meses después Huerta alejó a Félix Díaz, designándolo como embajador especial de México ante el gobierno del Japón para agra­decer la presencia de la misión nipona en las fiestas del centenario de la Independencia, celebradas en septiembre de 1910.

 

En cuanto al foco revolucionario cobró virulencia el mismo día en que Huerta dio a conocer telegráficamente su designación. Venustiano Carranza, gobernador de Coahuila, se rebeló por considerar que tal designación era anticonstitucional, e invitó a los demás gobernadores a secundar el movimiento que tomó el nombre de "constitucionalista", ya que lucharía por el respeto y observancia de la Constitución. Con ese objetivo se concibió el Plan de Guadalupe, en los siguientes tér­minos:

 

Se desconoce al general Victoriano Huerta como presidente de la República.

 

Se desconocen también los Poderes Legislativo y Judicial de la Federación.

 

Se desconocen a los gobiernos de los Estados que aún reconozcan a los Pode­res Federales que forman la actual Adminis­tración, treinta días después de la publica­ción de este Plan.

 

Para la organización del Ejército, encargado de hacer cumplir nuestros propósitos, nombramos como primer jefe del Ejér­cito que se denominará "constitucionalista" al ciudadano Venustiano Carranza, gober­nador constitucional del estado de Coahuila.

 

Al ocupar el Ejército constitucio­nalista la Ciudad de México se encargará in­terinamente del Poder Ejecutivo el ciudada­no Venustiano Carranza, o quien lo hubiere sustituido en el mando.

 

El presidente interino de la Repú­blica convocará elecciones generales tan lue­go como se haya consolidado la paz, entregan­do el poder al ciudadano que hubiere sido electo.

 

El ciudadano que funja como pri­mer jefe del Ejército constitucionalista en los Estados cuyos gobiernos hubieren reconocido al de Huerta asumirá el cargo de gober­nador provisional y convocará elecciones lo­cales y tomarán posesión de sus cargos los ciudadanos que hubiesen sido electos para desempeñar los altos poderes de la Federa­ción, como lo previene la base anterior.

 

Firmado en la hacienda de Guadalupe, Coahuila, a los 26 días de marzo de 1913.

 

Alvaro Obregón, Benjamín Hill y Plutar­co Elías Calles, entre otros, abrazaron inme­diatamente la causa. Francisco Villa y José María Maytorena se lanzaron contra Huerta en forma independiente, aunque pronto se adhirieron al constitucionalismo. En el caso de Villa, cuando se le invitó, expresó su condición de estar dispuesto sólo si observaba obediencia a la primera jefatura y de nin­guna manera como se le indicaba, o sea, que en lo militar dependiera de Obregón y en lo estatal de Manuel Chao. Carranza, necesitado de hombres y jefes que apoyaran el movi­miento, lo aceptó.

 

La lucha armada tuvo lugar desde febre­ro de 1913 a julio de 1914, meses en los que se combatió al huertismo, tenaz y valientemente, hasta expulsarlo del país. Aparecieron focos revolucionarios de frontera a frontera y de costa a costa, surgiendo cuatro columnas principales: la de Alvaro Obregón del norte al centro por occidente; la de Pancho Villa, de norte a sur, de Ciudad Juárez hacia la capi­tal; la de Pablo González, en el mismo sentido, por el litoral este; por último, la de Emiliano Zapata, en los alrededores de la Ciudad de México.

 

Victoriano Huerta contaba con el ejército nacional, estaba seguro del triunfo y no cabía en su mente que unas fuerzas no profesiona­les o irregulares, como se les llamó, pudieran derrotar al elemento militar. Por lo que se re­fiere al armamento, los revolucionarios se lan­zaron con el que tenían de su propiedad; poco después se les proporcionó el adquirido en la frontera con los Estados Unidos. Los gobier­nistas contaban con el tradicional, un tanto anticuado, lo que obligó a Huerta a negociar con Japón la adquisición de un nuevo arma­mento.

 

El coronel Alvaro Obregón se puso a las órdenes del gobernador Maytorena en febre­ro, y de diversos lugares de Sonora se reci­bían adhesiones. Sin embargo, sorpresivamente, Maytorena solicitó al Congreso local una licencia de seis meses, designándose en su lugar al general Ignacio Pesqueira, quien decretó el desconocimiento de Huerta.

 

Obregón inició la campaña con el asalto a Nogales el día 13 de marzo de 1913; el 26 del mismo mes ocupó Cananea, y en abril to­maba Naco y Agua Prieta, tras derrotar al general Pedro Ojeda. Con estas acciones el estado de Sonora quedó en manos de la revo­lución y la lucha continuó extendiéndose hacia el Sur. En abril sitió el puerto de Guay­mas, que se encontraba defendido por el general Luis Medina Barrón. Los primeros con­tactos se inclinaron a favor de los federales. Después los constitucionalistas, dirigidos con habilidad, obtuvieron la victoria de Santa Rosa, obligando al enemigo a encerrarse en Estación Ortiz. Pronto se entabló el combate, ahora en Santa María, y otra vez el triunfo correspondió a los revolucionarios, que el mes de junio establecían el sitio. Venustiano Ca­rranza, con las facultades que le daba la pri­mera jefatura, ascendió al grado de general brigadier a Obregón, así como a sus princi­pales lugartenientes, en reconocimiento a su triunfal campaña.

 

Sitiado Guaymas, Alvaro Obregón regresó a Hermosillo a esperar a Carranza. El primer jefe estableció su gobierno en aquella ciudad y dispuso que la columna de Obregón recibiera el nombre de Cuerpo de Ejército del Noroeste y que éste quedara como general en jefe del mismo.

 

Reorganizado el cuerpo, Obregón conti­nuó el avance. El día 20 de noviembre entraba en contacto con los defensores de Culiacán; los federales cedieron terreno y, finalmente, se escuchó el toque de retirada, replegándose a Mazatlán, donde el alto mando constitu­cionalista ordenó formalizar el sitio.

 

La campaña de 1914 se significó por sus victorias. Sitiados Guaymas y Mazatlán, se eliminó toda posibilidad de avance tierra adentro por esos puertos. El siguiente objetivo de Obregón fue ocupar la plaza de Guadalajara; las victorias en Acaponeta y Tepic facilitaron su marcha. En el mes de junio el grueso del Ejército del Noroeste inició su marcha hacia Guadalajara; durante la trave­sía, en el pueblo de Ahualulco, recibió Obre­gón la notificación de que por acuerdo de la primera jefatura se le confería el ascenso a general de división. El defensor de Guadala­jara, general José María Mier, dispuso los efectivos en Orendain y El Castillo; los solda­dos federales ya no combatieron con la misma fiereza de meses atrás, pues muchos de ellos habían sido llevados a filas por "leva", es decir, por la fuerza. La derrota se consumó con grandes pérdidas. Guadalajara fue toma­da por los constitucionalistas el 8 de Julio. El enemigo se replegó a Morelia seguido muy de cerca por los revolucionarios. Con el asesinato del general Mier a manos del coronel Herrera terminó la defensa. Todavía se mo­vieron las columnas de Juan Cabral y Lino Morales para ocupar Colima y Manzanillo. Eliminado el enemigo, Obregón marchó a Querétaro para reunirse con el Ejército del Noroeste, mandado por Pablo González.

 

La campaña de Ciudad Juárez hacia el sur correspondió a Francisco Villa con su División del Norte. Ya mencionamos que Villa cruzó la frontera para sublevarse en contra de Huerta en cuanto su secretario Carlos Jáuregui le comunicó la muerte de Madero. Aquel gobierno trató de ganarlo para su causa. El general Jesús Rábago, jefe de la guarnición militar en Chihuahua, entró en contacto telegráficamente con Villa, indicándole que esta­ba dispuesto a reconocerle el grado de gene­ral de división; la respuesta fue negativa.

 

Villa se lanzó a la lucha obteniendo algu­nos triunfos de poca importancia en La Cruz y en Santa Rosalía. En el estado de Chihua­hua accionaban otros revolucionarios, como Manuel Chao, Maclovio Herrera, Rosalío Hernández y Orestes Pereyra, todos ellos con pequeños contingentes; también se unió su compadre Tomás Urbina con un efectivo con­siderable. Por estas fechas se invitó a Villa a unirse a la causa constitucionalista; sus con­diciones fueron aceptadas y en mayo recibió su despacho de general brigadier firmado por Venustiano Carranza.

 

Durante tres meses se libraron combates sin importancia. Villa consideró que era indispensable buscar la unificación, con el fin de formar una columna poderosa. Con esta idea decidió atacar la ciudad de Chihuahua, solicitando a Toribio Ortega y a Rosalío Her­nández su participación. Derrotaron al enemigo en las afueras de San Andrés y, aunque por el momento no ocuparon Chihuahua, esa victoria fue el inicio de la etapa triunfal.

 

En agosto se le unieron Calixto Contre­ras, los Aguirre Benavides, Juan García y Benjamin Yuriar con sus respectivos contin­gentes. Pronto aquel naciente ejército sumó algo más de 5.000 hombres; estos efectivos ya exigían la designación de un general en jefe; se reunieron aquellos comandantes en la hacienda de La Loma y decidieron entregar el mando a Pancho Villa. Así nació el cuerpo que alcanzó mayor fama en la revolución, bajo el nombre de División del Norte. Unificado el mando, Villa procedió a preparar el asalto a Torreón, principal centro ferroviario del norte, que estaba resguardado por 4.000 federales a las órdenes de los generales Eutiquio Munguía, Emilio Campa y Benjamín Argumedo. Para lograr su objetivo tenía que vencer al enemigo parapetado en Lerdo, Avi­lés y Gómez Palacio. Las acciones se inicia­ron el 29 de septiembre; Lerdo cayó en poder de Maclovio Herrera; ese mismo día, Tomás Urbina ocupó Avilés, y al día siguiente por la tarde fue conquistado Gómez Palacio. Con estos resultados, Villa ordenó el asalto gene­ral a Torreón el día 1 de octubre. El fuego de la artillería y las cargas de la caballería marcaron un triunfo sensacional para la causa constitucionalista. A las siete de la noche todo había terminado.

 

El gobierno huertista corrió la voz de que el triunfo había correspondido a los fede­rales.

 

A pesar del éxito, la división no pudo con­tinuar su marcha hacia el sur, ya que corría el riesgo de aislarse de las columnas de Obregón y de González; por tal motivo decidió atacar la ciudad de Chihuahua, que estaba bajo el cuidado militar de Salvador R. Mer­cado, Pascual Orozco y Marcelo Caraveo.

 

Pancho Villa sabía que la empresa era casi imposible, puesto que los defensores lo superaban numéricamente; sin embargo, dispuso un asalto aparatoso y fingió sitiar la pla­za. El enemigo a la expectativa se cansó de esperar un nuevo ataque, ya que Villa, con el grueso de su columna, partió con destino a Ciudad Juárez y embarcó sigilosamente a sus tropas en la estación de Terrazas para entrar sin la menor sospecha en la plaza fronteriza a las dos de la mañana del día 15 de noviembre. La guarnición, sorprendida por la hora, no presentó defensa. El general Mercado, en cuanto tuvo noticia de lo acontecido, marchó a dar alcance a los revolucionarios. Villa, que contaba con un magnífico cuerpo de espiona­je, obtuvo la información que se requería y sin pérdida de tiempo salió al encuentro del enemigo. El punto elegido para el combate fue Tierra Blanca. Las acciones, que se prolon­garon durante día y medio, desmoronaron la defensa enemiga; sólo unos cuantos lograron ponerse a salvo.

 

Victoriano Huerta comprendió que la campaña en el norte adquiría rasgos alarmantes y que el enemigo a combatir era Pancho Villa, el cual, crecido por su victoriosa campaña, hacía nuevos preparativos para ata­car Chihuahua, todavía resguardada por el general Mercado. En los primeros días de diciembre ocupó la plaza sin luchas, puesto que los federales recibieron órdenes de evacuarla.

 

El general Pánfilo Natera, al frente de otra columna de la División del Norte, mar­chó sobre Ojinaga, población en la que se había replegado Mercado con su maltrecha corporación. No obstante, tuvo fuerzas para rechazar a Natera. En cuanto se le notificó a Villa el resultado de aquellas acciones par­tió con el grueso de sus tropas y con vigoro­sos ataques los derrotó en unos cuantos minutos. La persecución fue sangrienta. El pro­pio general Mercado prefirió entregar sus armas a las fuerzas norteamericanas después de cruzar la frontera. Para enero de 1914, el norte estaba limpio de federales.

 

Un hecho de gran trascendencia para la División del Norte se registró en Ciudad Juá­rez el 15 de marzo de ese año, al unírsele el general Felipe Angeles para hacerse cargo de la artillería. Unos dicen que Angeles se abrió camino; otros, que fue Villa quien lo solicitó; lo cierto es que Carranza, que ya se sentía incómodo por la popularidad de Pancho, buscó limitar lo con la llegada del ex federal a la División del Norte. También existía el antece­dente de que Angeles habla sido desairado por el grupo de jefes sonorenses y Carranza había aceptado designarlo subsecretario de Guerra en lugar de secretario, cargo que se le había ofrecido. Angeles se propuso demos­trar su crédito como militar. Así se fundieron dos características que redundaron en benefi­cio de la División del Norte y del constitucionalismo: el conocimiento de la ciencia militar de Angeles y el empuje y bravura de Villa.

 

Pronto la División del Norte mostró su nueva fisonomía. El 23 de marzo atacaron Torreón, plaza que había sido recuperada por el general José Refugio Velasco, mientras Villa ocupaba Ciudad Juárez y Ojinaga. Otra vez los baluartes a conquistar eran Gómez Palacio y Lerdo; los primeros combates se libraron en Tlahualilo y en Sacramento; el día 26 ocupaban los revolucionarios Gómez Palacio y después Lerdo. Los federales tra­mitaron una tregua para enterrar a sus muer­tos, petición que fue denegada; se rea­nudó el fuego el 2 de abril con la artillería de Angeles; a las siete de la noche Velazco iniciaba la evacuación. Al día siguiente hi­cieron su entrada triunfal los constitucionalis­tas. Carranza y Obregón enviaron sus felici­taciones.

 

Villa reorganizó sus tropas y marchó en persecución del enemigo, fortificado en San Pedro de las Colonias. En las primeras horas del día 14 de abril se inició el combate. Pron­to el alto mando federal comprendió que no podían detener el empuje villista y ordenó la retirada. Los revolucionarios les dieron alcance en Paredón, aniquilándolos completamen­te. Villa ocupó Saltillo, población que  entre­gó a Pablo González. El 23 de junio la Divi­sión del Norte obtuvo su más significativo triunfo con la ocupación de Zacatecas, derro­tando al general Luis Medina Barrón. Este asalto marcó un serio incidente entre Villa y Carranza, ya que Villa se negó a enviar re­fuerzos a los hermanos Arrieta, que habían iniciado el asalto. Se entrecruzaron diversos telegramas. Villa presentó su dimisión, que fue aceptada, pero, en virtud de que sus gene­rales no le permitieron retirarse, optó por el ataque sin tener en cuenta las disposiciones de Carranza.

 

La campaña del Cuerpo de Ejército del Noreste, a las órdenes del general Pablo Gon­zález, no alcanzó triunfos resonantes como los de Obregón o Villa, pero realizó una labor de desgaste y de distracción de contingentes federales que en mucho hubieran ayudado a los otros frentes. Así y todo, lograron algu­nos triunfos. Pablo González, Jesús Carranza, Francisco Murguía y Antonio I. Villareal, entre otros, fueron los primeros en levantarse en contra de Huerta, accionando en los esta­dos de Nuevo León y Tamaulipas; entre los triunfos importantes se registra la ocupación de Monterrey y Tampico en la campaña de 1914. En mayo, González recibió Saltillo de manos de Pancho Villa, y por órdenes del pri­mer jefe se dirigió después a Querétaro para unirse a Obregón.

 

Por último, la campaña del Ejército Li­bertador del Sur, a las órdenes de Emiliano Zapata, tiene características especiales, tanto por la forma de ataque y por el armamento como por el mando. Su actitud rebelde en de­fensa de su ideología agraria lo salva con creces de su mediocre participación militar, con la que amenazó a las poblaciones aledañas de la Ciudad de México, aunque sin presentar un verdadero peligro. Su unión al constitu­cionalismo siempre estuvo lleno de reservas.

 

Su campo de acción fue su estado natal, Morelos, si bien en algunas ocasiones llegó a extenderse al estado de Guerrero, teniéndose que enfrentar a los generales Antonio Olea, Alberto Rasgado y Juan Andrew Almazán. En el año 1913 ocupó esporádicamente Tlá­huac, Xochimilco y amagó poblaciones como Cuernavaca y Cuautla; al siguiente año su campaña resultó más positiva para la causa y aunque, como ya se dijo, no era un peligro inminente, obligaba al gobierno huertista a distraer tropas que le hacían falta en el norte; de mayo en adelante tuvo en constante amenaza las poblaciones de Milpa Alta, Tulyehualco, San Pablo Oztotepec, Xochimilco y Contreras; por fin, el día 13 de agosto ocu­pó Cuernavaca, en el momento que se consu­maba el triunfo definitivo de la revolución constitucionalista.

 

Ante los resultados militares descritos, Huerta, ya sin poder ocultar su derrota, pre­sentó su renuncia al congreso de la Unión el día 15 de Julio de 1914, designándose como presidente interino al secretario de Relaciones Exteriores, licenciado Francisco Carbajal.

 

Los generales Alvaro Obregón y Pablo González se reunieron en Querétaro en espe­ra de órdenes. El primer jefe, Venustiano Ca­rranza, comisionó a Obregón para tramitar la rendición del ejército federal y la entrada en la Ciudad de México, que se encontraba alar­mada por el temor de que fuera tomada a san­gre  y fuego, a pesar de que el representante de la revolución, ingeniero Alfredo Robles Domínguez, manifestó que no acontecería.

 

Los representantes de la presidencia, el licenciado Eduardo N. Iturbide, y el ministro de Guerra y Marina, general José Refugio Velazco, en compañía de Robles Domínguez y de los ministros de Inglaterra, Francia, Bra­sil y Guatemala, se trasladaron a Teoloyu­can en agosto para entrevistarse con Obregón. Las gestiones culminaron con los llamados Tratados de Teoloyucan en los que se espe­cificaba:

 

La entrada será conforme se vayan retirando las fuerzas federales al punto de común acuerdo entre el general José Refugio Velasco y el general en jefe Alvaro Obregón.

 

Una vez ocupada la plaza, se hará en­trega de todos los cuerpos de policía, que se quedarán sirviendo a las nuevas autoridades y gozarán de toda clase de garantías.

 

El ejército del general Alvaro Obre­gón consumará la entrada en perfecto orden y los habitantes de la capital no sufrirán molestias en ningún sentido.

 

El señor Obregón ha ofrecido castigar al que allane o maltrate cualquier domicilio, y advertirá al pueblo en su oportunidad que ningún militar podrá permitirse, sin autorización expresa del general en jefe, solicitar ni obtener nada de lo que sea de la pertenencia de particulares.

 

En las avanzadas de Teoloyucan, el día 13 de agosto de mil novecientos catorce.

 

Eduardo Iturbide. General Alvaro Obregón (Rúbricas).

 

También se indicaron por escrito las dis­posiciones de evacuación del ejército federal de la Ciudad de México y su disolución. Así terminó formalmente el movimiento consti­tucionalista encabezado por Venustiano Carranza contra el Gobierno del general Victoriano Huerta, quien se expatrió a los Estados Unidos, donde murió poco después.

 

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114.            La intervención norteamericana.

 

La proximidad geográfica ha sido por tradición un nexo fundamental en las rela­ciones entre México y Estados Unidas. El compartir una extensísima frontera ha provocado un contacta y una confrontación que en diversas ocasiones acarreó dificultades, más allá de las simplemente diplomáticas. El siglo XIX se caracteriza por las dramáti­cas experiencias vividas entre ambos países y por la vasta pérdida territorial que nuestro país sufrió después de la guerra de 1847, serie de experiencias que convierten a México en el blanco de las ambiciones expansio­nistas norteamericanas durante el siglo pasado y de la actitud ya no de libre "concu­rrencia", sino de franco y abierto imperia­lismo, por parte de los Estados Unidos du­rante este siglo. Fue México, en el siglo pa­sado y en los albores del presente, el escena­rio de la gigantesca invasión de capitales europeos y norteamericanas y de la rivalidad entre las grandes potencias: Estados Unidos, Inglaterra y Alemania.

 

El desarrollo de los Estados Unidos como nación independiente y su importancia política y económica, especialmente en la segunda mitad del siglo XIX, obligaron a los diferentes gobiernos mexicanos a buscar un reconocimiento diplomático que implicaba, de hecho, el apoyo económico. Dicho recono­cimiento se convirtió desde entonces en un arma de presión que afectaría a la vida políti­ca interna de México, facilitando que el ve­cino país del norte interfiriera en los asun­tos domésticos mexicanos. Por ello el general Porfirio Díaz, al llegar al poder el 5 de mayo de 1877, empezó con ahínco a gestionar el reconocimiento de su gobierno, reco­nocimiento que no se concedió sino hasta el 11 de abril de 1878, luego de una serie de negociaciones, forcejeos y finalmente concesiones. Se generó entonces la afluencia de capital norteamericano al país, el cual gozó de especial política proteccionista. El auge de los intereses estadounidenses se mantuvo durante toda el porfirismo, aunque sin duda empezó a sufrir tropiezos en el primer decenio de este siglo.

 

No puede pasarse por alto que la abierta competencia entre los intereses ingleses, norteamericanos, franceses y alemanes comenzó a desarrollarse en la segunda mitad del siglo XIX, sobre todo durante la etapa de apogeo de la dictadura, que alcanzó su punto culminante en los años de la Revolución. De allí quizá la forma en que estas grandes potencias intervinieron, participaron, tomaron partido, torcieron rumbos y se involucraron en las asuntos nacionales.

 

Las relaciones entre nuestro país y los Estados Unidos durante el porfirismo fueron excelentes. Se hizo todo lo posible para atraer el capital extranjero, se otorgaron concesiones -aun en contra de intereses na­cionales-, se estimuló la inversión en ferrocarriles, plantaciones y minería.

 

Pero, sin duda, Díaz sabía de la necesi­dad de equilibrar la influencia norteameri­cana, y de ahí las compras y empréstitos que se hacían en Europa, especialmente en Francia, así como la actitud privada de los grandes latifundistas, financieros y "cientí­ficos", que desarrollaron significativos nexos con Europa. Era, de hecho, un intentó para buscar la contrapartida al poderío de Esta­dos Unidos.

 

Los esfuerzos por contrarrestar este pre­dominio propiciaron una serie de acciones que gradualmente provocaron el enfriamien­to de las relaciones diplomáticas mexicano-norteamericanas. De las muchas medidas tomadas durante los últimos años del porfi­rismo, está la de que Díaz revocó la concesión. de arrendamiento temporal que hasta entonces había tenido EE.UU. sobre la bahía Magdalena, en Baja California Sur, y el apoyo que brindó al general Santos Zelaya, de Nicaragua, cuando ese país provocó un le­vantamiento  en su contra.

 

En consecuencia, el gobierno de los Es­tados Unidos empezó a mostrarse cada vez más tolerante ante las violaciones de la línea fronteriza y se mostró condescendiente hacia los primeros grupos de oposición a la dicta­dura. (magonistas y luego maderistas) que se desarrollaba en territorio norteamericano.

 

En 1908, tratando quizá de congraciarse con el gobierno del presidente William H. Taft, Díaz concedió una entrevista al periodista norteamericano James Creelman, del Pearson's Magazine, la cual se convirtió en la chispa que prendió la mecha de los oposi­tores al régimen, ya que en ella el dictador anunciaba que vería con beneplácito la apa­rición de grupos de oposición para las próximas elecciones de 1910 y que respetaría los resultados de las mismas. Reconocía, además, que el país se encontraba ya prepa­rado para ejercer la democracia.

 

Uno de los grupos que creyeron en las declaraciones de Díaz fue el encabezado por Francisco I. Madero. Este se trasladó eventualmente al vecino país, desde donde inició su movimiento político y militar para derrocar al porfirismo. También fue en territorio norteamericano donde se llevaron a cabo encuentros de importancia fundamental para los maderistas, como el que tuvieron con José Ives Limantour en Nueva York, cuando el ministro de Hacienda volvía de Europa, rumbo a México.

 

El gobierno norteamericano observó con calma y hasta con complacencia la caída del régimen, la lucha armada, el interinato de León de la Barra y desde luego reconoció a Madero como presidente.

 

Sin embargo, la actitud de los norteamericanos empezó a variar casi de inmediato. El maderismo no satisfizo los intereses y las ambiciones de Estados Unidos, y su embaja­dor, Henry Lane Wilson, pronto empezó a boicotear la información que enviaba a su gobierno sobre los acontecimientos que se iban desarrollando durante los primeros meses del gobierno de Madero. Es cierto que nuestro presidente tomó algunas tímidas medidas que limitaban el campo de acción en que se movía el inversionismo norteameri­cano, como la de establecer un impuesto mí­nimo sobre el petróleo que se extraía, y que provocó la alarma entre los inversionistas.

 

Henry Lane Wilson, que más que como embajador actuaba como representante  de los intereses económicos del grupo de capi­talistas, trató hasta la desesperación de convencer a su gobierno para que interviniera militarmente y derrocara a Madero, a quien, en lo personal, consideraba un loco del que México debía liberarse a la mayor brevedad. Otro de los argumentos que esgrimía era que, desde el primer momento, el proceso revolu­cionario tomó un tono francamente antiex­tranjero, esto es: de un exacerbado naciona­lismo.

 

Al iniciarse la  Decena Trágica, Henry Lane Wilson empezó a participar en forma más directa, con el pretexto de defender los intereses de los Estados Unidos y a sus na­cionales. Luego, las constantes amenazas de intervención y la presencia de barcos nortea­mericanos apostados en aguas mexicanas sólo consiguieron crear una situación mucho más tensa en las relaciones entre ambos países.

 

Lane Wilson provocó intrigas entre el cuerpo diplomático, buscó el apoyo de los embajadores de Inglaterra y Alemania, y colaboró con la reacción mexicana. En los informes a su presidente falseó los hechos, todo ello con miras a que se decidiera la intervención armada como única solución para presionar a Madero y obtener su renuncia.

 

Aunque los documentos de la época pa­recen probar que nunca recibió instrucciones oficiales de su gobierno en tal sentido, no cejó hasta que logró convencer al cuerpo diplomático acreditado en México para que pidiera a Madero su renuncia; gestión que por cierto fracasó, ya que Madero, con plena razón, se negó a discutir el asunto con los extranjeros, recordándoles que no tenían derecho alguno de intervenir en los asuntos internos del país.

 

Lane Wilson no se dio por vencido y desde el 15 de febrero estableció contactos con Félix Díaz y Victoriano Huerta. Fue él quien les dio acogida en la residencia de la embajada norteamericana, donde se firmaron los arreglos que culminaron con el derrocamiento del gobierno legalmente establecido en nuestro país y que se conocen como los pactos de la Embajada o pactos de la Ciu­dadela.

 

Cuando Huerta ocupó la presidencia, Henry Lane Wilson, sintiéndose ya dueño de la situación, aparecía en las reuniones oficiales, mientras se empezaba a temer por las vidas del presidente y del vicepresi­dente. Entonces la esposa de Madero, angustiada, visitó al embajador norteamericano para pedirle que interviniera en favor de su esposo y le salvara la vida, gestionando su salida del país. Lane Wilson alegó que no podía intervenir en asuntos ajenos a su incumbencia y se negó a colaborar.

 

Así, el 22 de febrero de 1913, Madero y Pino Suárez fueron asesinados y el enton­ces diputado Luis Manuel Rojas lanzó un "yo acuso", a manera de requisitoria, en contra del diplomático norteamericano, al cual consideraba como el "responsable moral de la muerte de los señores Francisco I. Ma­dero y José María Pino Suárez". Esta acusa­ción se robusteció más tarde con las declaraciones del embajador español, Bernardo de Cologan y Cologan, y del representante cubano, Manuel Márquez Sterling.

 

Poco tiempo después, el gobierno nor­teamericano pasaba de manos del partido republicano a las del demócrata, cuando Woodrow Wilson llegó a la presidencia el 4 de mano de 1913. A unos cuantos meses de haber ocupado el poder, enterado en detalle de lo ocurrido en territorio mexicano y del papel desempeñado por su representante Henry Lane Wilson, lo mandó llamar para que le informara al respecto, pidiéndole su renuncia en julio del mismo año.

 

A partir de ese momento, Wilson deci­dió establecer una política de "espera obser­vante" hacia México, sin reconocer al gobier­no de Victoriano Huerta. La embajada norteamericana quedó entonces a cargo del primer secretario, Nelson O'Shaughnessy, en su carácter de encargado de negocios.

 

El presidente norteamericano no cono­cía ni por asomo la historia de México, pero se consideraba con la misión de “enseñar a las repúblicas sudamericanas a elegir buenos hombres" y, por lo tanto, con el derecho a interferir en su vida nacional. A tal efecto, retuvo las armas destinadas al ejército mexicano y siguió de cerca el desenvolvimiento de la guerra civil entre el ejército federal y los constitucionalistas encabezados por Carranza. Posteriormente, envió a un grupo

de agentes extraordinarios como observadores e informantes de la situación mexicana.

 

De todos ellos quizás el más importante fue John Lind, antiguo gobernador de Minnessota, quien llegó a México con objeto de lograr un alto en las hostilidades entre ambas facciones, así como para convencer a Huerta de que debía convocar en un futuro próximo elecciones libres, en las cuales él no podría figurar como candidato. Wilson nunca reconoció a Victoriano Huerta como presidente, pese a los desesperados esfuerzos que el mexicano hizo para satisfacer las demandas del presidente de los Estados Unidos.

 

En diciembre de 1913, Wilson ordenó a sus compatriotas que salieran de territorio mexicano, lo que hizo suponer a los obser­vadores internacionales la inminencia de una intervención armada. Sólo le faltaba contar con un pretexto, que se presentó unos meses después. El presidente norteamericano había ordenado que su flota se situara en aguas territoriales de México, tanto en Veracruz como en Tampico, estableciendo una presión y una situación amenazadoras sobre estos puertos. Fue así como, el 9 de abril de 1914, algunos marinos norteamericanos, acompañados por un oficial del acorazado "Dolphin" que estaba frente a Tampico, desembarcaron en dicho puerto, sitiado por las tropas constitucionalistas de Pablo González, Luis G. Caballero y otros, y defendido por el general federal Ignacio Morelos Zaragoza. Los siete soldados y el oficial de infantería norteamericanos, que habían desembarcado en busca de combustible, fueron apresados por un grupo de diez soldados federales. Al aclararse la situación, el general Morelos Zaragoza los puso en libertad y pidió disculpas al almi­rante H. Mayo, jefe de operaciones de la flota estadounidense.

 

Mayo, conocedor de la conflictiva situa­ción entre ambos países, no estuvo satisfecho con la disculpa, considerando que la ofensa hacia sus subordinados había sido además una afrenta a la dignidad de su gobierno y del pueblo de los Estados Unidos. Exigió entonces una disculpa oficial y honores para su bandera, la cual debería ser izada y saludada con veintiún cañonazos.

 

Este incidente, que en realidad carecía de importancia, era el pretexto que Wilson había esperado mucho tiempo. Las dos cancillerías empezaron a intercambiar men­sajes. El  gobierno de Huerta, no reconocido por los Estados Unidos, se mostró dispuesto a cumplir con las absurdas exigencias norteamericanas, quizá para evitar que el pro­blema se complicara, pero ordenó que des­pués de honrar a la bandera estadounidense se hiciera otro tanto con la mexicana. En un estira y afloja sobre cuál debería ser hon­rada primero o si ambas deberían izarse simultáneamente, pasaron los días y no se llegó a ningún acuerdo. El presidente Wilson solicitó entonces al Congreso de los Estados Unidos la facultad de movilizar sus fuerzas de mar y tierra en contra de México.

 

Los norteamericanos, que de hecho se encontraban en un compás de espera y dis­puestos a intervenir, recibieron la noticia de F. F. Fletcher, comandante de la flota en Veracruz, de que un barco alemán, el "Ipiranga", estaba a punto de arribar a las costas veracruzanas con un considerable cargamento de armas y parque destinado al gobierno de Victoriano Huerta.

 

Fletcher recibió un telegrama, fechado el 21 de abril de 1914, que escuetamente le ordenaba: "Apodérese de la Aduana. No per­mita la entrega de material de guerra al gobierno de Huerta o cualquier otra persona." Se procedió entonces, sin previo aviso, a la ocupación del puerto de Veracruz, bombar­deando desde el mar las posiciones mexica­nas. Sin declaración de guerra y esgrimiendo un pretexto pueril, los Estados Unidos iniciaron el ataque a tierras mexicanas.

 

Inmediatamente el pueblo de Veracruz y los alumnos de su escuela naval se alista­ron para la defensa del puerto. La desigual lucha duró varias horas. Finalmente los mexicanos, ante los cañonazos y la superio­ridad de los invasores en hombres y arma­mento, tuvieron que ceder. Ocupada la ciu­dad, el almirante Fletcher decretó la ley marcial y mandó intervenir los servicios pú­blicos, cumpliendo la orden de ocupar la aduana e impedir el suministro de armas al gobierno de Victoriano Huerta, que ya se encontraba agonizante.

 

El saldo de víctimas fue considerable, y los momentos de heroísmo, especialmente de la población civil y de los cadetes de la Escuela Naval, fueron múltiples. Dignas de mención son las actividades de Virgilio Uribe, José Azueta, José Gómez Palacio, Cristóbal Martínez y otros civiles. Entre tanto, el general Gustavo Maass, comandante militar de la plaza, recibió orden de replegarse hasta la estación de Tejería, sin presentar batalla a los enemigos.

 

En todo el país surgieron grupos que protestaron y se ofrecieron como voluntarios para ir a combatir. Sin embargo, Venustiano Carranza se negó a presentar un frente común con las tropas federales para luchar contra la ocupación norteamericana en Veracruz.

 

El gobierno de los Estados Unidos, consciente de que con la intervención armada estaban asestando el golpe final al gobierno de Huerta, intentó negociar con Venustiano Carranza, a lo cual se negó éste rotundamen­te, como primer jefe del ejército constitucionalista. Fue entonces cuando los representantes plenipotenciarios de Argentina, Brasil y Chile acreditados en Washington ofrecieron sus buenos oficios tanto al gobierno del presidente Wilson como a los dos bandos que luchaban en México: el constitucionalista y la facción presidida por el general Victoriano Huerta. Por esta coyuntura se constitu­yó el grupo mediador del ABC. Los gobiernos de Wilson y de Huerta lo reconocieron, en tanto que Carranza lo aceptó sólo "en prin­cipio". Para Wilson era una forma de detener el alud de conflictos que su insensatez había desencadenado y, temiendo una guerra que como pacifista le asustaba, trató de negociar esta salida honrosa.

 

Las reuniones se iniciaron el 20 de mayo de 1914 en Canadá, territorio neutral, y se conocen con el nombre de Niagara Falls. Huerta fue representado por Emilio Rabasa, Agustín Rodríguez y Luis Elguero. Por parte de los Estados Unidos asistieron Joseph R. Lamar, magistrado de la suprema corte de justicia, y Frederick W. Lehman, consejero del departamento de Estado. Venustiano Carranza comisionó a José Vasconcelos, Luis Cabrera y Fernando Iglesias Calderón.

 

Las pláticas fueron confusas desde el principio, especialmente si se considera que los mexicanos no estaban unidos en sus propósitos y en sus demandas. Wilson trataba de mezclarse en asuntos de competencia nacional, como eran la salida de Huerta, el establecimiento de un gobierno interno neu­tral y la convocatoria de elecciones libres.

 

Carranza insistió en negar a los países extranjeros el derecho a entrometerse en las cuestiones internas de México y propuso que sólo se discutiera el problema de la intervención norteamericana. Huerta, por su parte, al nombrar a sus representantes, les había hecho saber, a través de su ministro de Hacienda, Adolfo de la Lama, su decisión de renunciar a la presidencia sólo si la paz llegaba a depender de ello.

 

Como mero protocolo se firmaron, el 25 de junio de 1914, unos convenios preli­minares, si bien las pláticas continuaron. A pesar de esto, los representantes del carrancismo se negaron a discutir los problemas domésticos y, en consecuencia, las con­versaciones se rompieron el 15 de julio.

 

Woodrow Wilson había logrado uno de sus propósitos; la caída de Huerta. Las tropas invasoras se retiraron de Veracruz el 14 de noviembre, cuando el gobierno huertista había sido derrotado y los consti­tucionalistas ya se encontraban en la capi­tal, luego de la firma de los tratados de Teoloyocan del 13 de agosto de 1914. Pero la política intervencionalista norteamericana no ha cesado. Los intereses imperialistas signen interfiriendo en el desarrollo de la vida nacional.

 

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115.            El zapatismo.

 

La Revolución mexicana no fue un movimiento homogéneo; sus fines fueron diversos, así como las gentes que participaron en la lucha. Planes y programas surgieron más por las circunstancias mutables que por propósitos madurados con anticipación, a excepción del emitido por d Partido Liberal Mexicano en 1906; las nuevas realidades iban apareciendo como banderas de combate.

 

El zapatismo fue una revolución local, circunscrita a un medio, a una tradición his­tórica ya un tipo de gente que tenía planteado un grave problema, resultado de esa mis­ma tradición histórica.

 

Desde épocas anteriores a la conquista española, al igual que otras regiones del Sur y centro de México, el estado de Morelos ha­bía desarrollado una estructura agraria comu­nal en la que los pueblos siguieron viviendo, una vez establecida la colonia. La legislación española de Indias estipuló que los pueblos tenían derecho a tierras, aguas y montes en determinadas proporciones para vivir de su trabajo y explotación; así, el calpulli precor­tesiano se convirtió en fundo legal, y las tierras continuaron como patrimonio de los in­tegrantes del pueblo, que colectivamente tri­butaban a la corona y a la Iglesia. Sin embargo, los despojos fueron frecuentes; las haciendas vecinas procuraban crecer a sus expensas y la propiedad rural de carácter privado, gran­de o pequeña, consideró las tierras de los pueblos como un obstáculo a su desarrollo.

 

Al iniciarse la segunda mitad del siglo XIX, el liberalismo triunfante,  consolidado como gobierno por Benito Juárez, Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz, resultó de la colisión en­tre las nuevas tendencias económicas de un capitalismo incipiente y las estructuras semifeudales que obstaculizaban las aspiraciones de la clase media en las ciudades y en el campo. La lucha de este elemento minoritario de la población, consciente y combativo, as­fixiado por los fueros y las propiedades del clero, trajo consigo la creencia en el individualismo, en la igualdad natural de los hom­bres, en las libertades fundamentales y en el progreso material, convirtiéndose  en leyes mediante la Constitución de 1857 y el Códi­go de Reforma de 1860. Además comportó la nacionalización de los cuantiosos bienes de la Iglesia y su pérdida del monopolio espi­ritual y educativo, pero también llevó consigo una arma legal en contra de las comunidades rurales, arma que permitió los mayores despojos y la casi desaparición de aquéllas.

 

Con la promulgación de las leyes de Secu­larización y posteriormente de Nacionaliza­ción de Bienes de Comunidades Civiles y Eclesiásticas, dirigidas obviamente contra la propiedad del clero, se consideró también que las pequeñas propiedades rurales de los pueblos deberían fragmentarse para convertir a los comuneros en propietarios privados, y encaminarlos así por la senda de la modernidad y del desarrollo económico. Paradójicamente estas leyes sirvieron para fortalecer el sistema de las grandes haciendas, que incrementaron sus terrenos a expensas de la propiedad comunal de los pueblos.

 

Contribuyó al despojo una política de colonización, encaminada al aprovechamiento de las tierras baldías. Las compañías encar­gadas de señalar los deslindes daban parte al gobierno a cambio del derecho de comprar una tercera parte de las tierras no adjudi­cadas a un propietario; y como tales consideraron a muchas cuyos propietarios eran comunidades legalmente inexistentes, con lo que procedieron a la inmediata usurpación.

 

La propiedad agraria no se fragmentó ni se robusteció la clase de los pequeños propie­tarios y rancheros, como era el ideal de los liberales; por el contrario, las leyes antes cita­das y la acción de las Compañías Deslindadoras acentuaron aún más la realidad. semifeudal del campo mexicano. Muchísimos campesinos perdieron sus tierras y se tuvieron que convertir en peones, esclavos de hecho, o en medieros y aparceros que trabajaban tierras alquiladas a las haciendas bajo condiciones de franca y despiadada explotación.

 

En el estado de Morelos, los campesinos comuneros habían sembrado las plantas que constituyen tradicionalmente la base de la alimentación mexicana: maíz; frijol, chile, calabaza, jitomate, cebolla, frutas; habían criado animales y aprovechado a nivel de consumo local los recursos de sus bosques. Fren­te a esta economía de subsistencia se encon­traban las haciendas, dedicadas casi en forma exclusiva al cultivo de la caña de azúcar que, después de ser tratada en las propias fábri­cas, era objeto de un comercio nacional e internacional sumamente lucrativo. Se puede afirmar que las haciendas azucareras eran las únicas empresas agrícolas mexicanas con características capitalistas, las cuales habían dejado de lado los métodos ancestrales de explotación rural. Usaban maquinaria moderna y estaban pendientes de tecnologías cada vez más avanzadas; cuando se construyó el ferrocarril a Cuautla y Cuernavaca, que facili­taba enormemente el transporte del azúcar y permitía satisfacer la creciente demanda, los hacendados necesitaron más tierras y más peones para sembrar cañaverales. Esas tierras y esos peones sólo podían ser las tierras y los hombres de los pueblos aferrados a viejos títulos coloniales, a veces con especificaciones en lengua náhuatl, que conservaban sus cam­pos de comunidad.

 

Entre esos pueblos, y muy cerca de Cuau­tla, que era la primera ciudad económica del estado, se encuentra San Miguel Anenecuilco, lugar de nacimiento de Emiliano Zapata.

 

En 1900 había en México 840 familias de hacendados entre más de 15 millones de habitantes, de los que el 80 % eran campesi­nos. Anenecuilco está asfixiado por dos ha­ciendas cañeras, la de Hospital y la de Cuahuixtla, que acabaron por dejar al pueblo sin tierras de labor; no lo hicieron, sin embargo, sin la oposición por parte de los jefes agrarios, que defendieron sus derechos an­cestrales ante toda dase de autoridades.

 

Los jefes agrarios de los pueblos comuna­les eran elegidos, por los varones mayores de edad, para administrar y defender el patri­monio común; esta práctica, eminentemente democrática, existía desde los tiempos prehispánicos, en que el jefe agrario se llamaba calpuleque o jefe del calpulli.

 

En septiembre de 1909, la lucha contra las haciendas se había vuelto tan peligrosa y el riesgo de perder para siempre las tierras que todavía conservaba el pueblo era tan inmi­nente que José Merino, jefe agrario de Anenecuilco, convocó una asamblea para la elec­ción de su sucesor. Emiliano Zapata, de treinta años de edad, fue el elegido a pesar de su juventud, o quizás a causa de ella, ya que en tiempos tan difíciles se imponía más la energía de un joven que la moderación de un viejo. En los años siguientes, Zapata, en su calidad de calpuleque, habría de defender no sólo las tierras de su pueblo, de 400 habitantes, sino el derecho que tenían todos los campesinos mexicanos sobre las tierras que habían sido suyas, o que debieran haberlo sido. Los acontecimientos le llevaron a esta realidad y por eso se puede afirmar que Zapa­ta fue un producto de las luchas campesinas y no a la inversa.

 

La lucha constante del pueblo por sus tierras desde 1908 se vería mezclada con acon­tecimientos políticos a nivel estatal e incluso nacional, que desembocarían en el movimien­to calificado de Revolución mexicana.

 

En diciembre de 1908, el teniente coronel Pablo Escandón, jefe del Estado Mayor de Porfirio Díaz, era postulado como candidato oficial al gobierno de Morelos; las elecciones iban a tener lugar en febrero de 1909. Casi si­multáneamente se postulaba como candidato independiente a Patricio Leyva, hijo de un antiguo luchador liberal. Viendo en las eleccio­nes de Morelos un avance de lo que habrían de ser las elecciones para la presidencia de la República a mediados de 1910, demócratas de todo el país y periódicos independientes, alentados por las declaraciones de Porfirio Díaz, participaron en las campañas de Leyva y Escandón, generalmente a favor del pri­mero; el pueblo del estado se volcó a favor de Leyva sobre todo por sus antecedentes familiares, por ser nativo de Morelos, por ser candidato independiente y porque además Escandón, militar y hacendado, era la personificación del régimen.

 

Hubo "clubes" leyvistas en casi todos los pueblos, una gran Convención en Cuer­navaca y multitudinarias manifestaciones en esta ciudad y en Cuautla, a pesar del sabotaje que les hacían las autoridades. En Villa de Ayala, pueblo mayor pero vecino y amigo de Anenecuilco, el comerciante Pablo Torres Burgos, con la colaboración de otras perso­nas, fundó el grupo leyvista "Melchor Ocam­po", en el que participaron el jefe agrario Emi­liano Zapata y su secretario Francisco Franco Salazar, ya asesorados en ese tiempo por el licenciado Jesús Flores Magón y el maestro Paulino Martínez.

 

Nacido en Anenecuilco, Torres Burgos era también un hombre importante para la gente de los pueblos limítrofes. Recibía libros, periódicos y revistas; gracias a él y a los maestros rurales, que como Emilio Vera, maestro de Emiliano, enseñaban a los niños a leer y escribir, así como también rudimen­tos de historia y de aritmética, las gentes -entre ellos Zapata- se cercioraron de los acontecimientos que tenían lugar en el estado y en el ámbito nacional. Tuvieron conoci­miento del programa del Partido Liberal de 1906; y cuando en febrero de 1909 Escandón ganó con fraude las elecciones, pudieron comentar la falsedad de la pretendida demo­cratización del régimen. Pudieron comentar acerca de la represión ejercida por el nuevo gobernador: detenciones, encarcelamiento y deportación de numerosos leyvistas y a me­diados de 1910 se cercioraron también de que el candidato independiente a la presi­dencia, Francisco I. Madero, acababa de ser detenido y encarcelado en vísperas de las elecciones, después de una campaña que despertó gran entusiasmo popular. Supieron que habla huido de su prisión en San Luis Potosí, y que en octubre del mismo año había lanzado un plan revolucionario que Torres Burgos recibió y leyó a sus amigos y paisa­nos, y en cuya cláusula tercera se ofrecía res­tituir sus tierras a los pueblos.

 

Desde la escalada de Escandón al poder, la presión de las haciendas se había recrudecido; algunos pueblos estaban desapareciendo, así como los ranchitos de pequeños propieta­rios privados. Los hacendados pagaban impuestos muy bajos y las leyes se dictaban para favorecerlos. Se consideraba la hacien­da como símbolo del progreso y el pueblo como resto de primitivismo que era necesario eliminar del panorama de Morelos; pero a fi­nes del año 1910 empezaron a llegar noticias de sublevaciones armadas en el norte del país, que secundaban el Plan de San Luis, de Madero. En Morelos había agitación; la pasada campaña electoral había dado con­ciencia a la gente de su número y de su fuer­za; también algunas autoridades munici­pales y la reelección de Díaz eran una nueva burla dirigida al pueblo. Para combatir a Es­candón se habían organizado pequeñas huel­gas de campesinos, bandas armadas como la de Genovevo de la O, posteriormente uno de los principales jefes zapatistas y Emiliano Zapata, en su carácter de defensor de las tierras del pueblo, había tomado por la fuerza las tierras que habían cercado los administra­dores de la hacienda de Hospital en vísperas de la temporada de lluvias. Este acto inusi­tado se quedó sin respuesta, porque el alcalde de Villa de Ayala era leyvista y falló a favor del pueblo; después, la revolución norteña absorbió también a los campesinos de Morelos. En la casa de Torres Burgos deciden lanzarse a la lucha armada y éste se va a San Antonio, Texas, a fines de 1910, mientras los demás miembros del grupo aguardan que regrese provisto del reconocimiento oficial de Madero. Son tradicionalmente legalistas, conservan con celo sus títulos de propiedad, quieren respeto para lo que es suyo, nada más. A través del maestro Otilio Montaño, de Yautepec, los futuros militares conocen las gestiones de Torres Burgos, que vuelve al fin con la aprobación del caudillo revolu­cionario; Leyva, el propio Torres Burgos o quien ellos designen estará bien, los nombra­mientos están en blanco.

 

Leyva no cuenta; desbordado por sus partidarios en plena campaña, declaró que no era revolucionario y que no pensaba atentar contra la propiedad de las  haciendas; así, Torres Burgos asume la jefatura. Zapata, con setenta hombres de su pueblo, de Villa de Ayala y de Moyotepec, que también lo ha­bían reconocido como jefe agrario, se lanza a la lucha con grado de coronel. Otros se le unen: su primo Amador Salazar, de Yautepec; el maestro Montaño, su hermano Eufemio, Francisco Mendoza y Gabriel Tepepa, cam­pesino sublevado con todos los peones de una hacienda cercana a Tlaltizapán y que tenía más de setenta años en 1911.

 

Después de numerosas incursiones logran tomar un pueblo rico, centro comercial de importancia: Jojutla. Aquí Torres Burgos, en desacuerdo con el saqueo a que se dedican sus hombres, renuncia a su cargo, que  cae en la persona de Zapata, jefe supremo del Movimiento Revolucionario del sur a partir de marzo de 1911. Torres Burgos abandona Jojutla y a la salida de la población es de­tenido por soldados federales y fusilado en el acto.

 

La campaña prosigue a pesar de la contrarrevolución organizada por el gobierno del estado. En realidad, los combatientes más efectivos del ejército federal estaban en el norte, luchando en Chihuahua contra los guerrilleros Pascual Orozco y Francisco Villa. Esto permitió a los surianos tomar ciu­dades importantes como Izúcar en Puebla, y Cuautla, que cayó pocos días antes de que se firmaran los Tratados de Ciudad Juárez en los que el dictador Porfirio Díaz renunció al poder después de treinta años de gobierno y seis meses de revolución.

 

Al saberse esto en Morelos, Zapata orde­na a todos los pueblos que reclamen sus tie­rras a las haciendas, porque para él, en lo referente al triunfo de Madero, esto era un re­sultado secundario; el principal es la posibi­lidad, ya asequible de realizarse por ese hecho político, de que se reconozcan los derechos comunales de los campesinos. Frente a esta actitud hubo una rápida movilización por parte de los hacendados, del gobierno inte­rino de Francisco León de la Barra y de algunos maderistas dispuestos a sacar prove­cho de esta situación inesperada, protegiendo de este modo a los grandes terratenientes.

 

La revolución, en cuanto que representaba un cambio de régimen económico, no en­traba en el ideario maderista y en todo caso ese cambio debería ser posterior al operado en el dominio político. Referente a las clases medias mexicanas y a la burguesía incipiente, la democracia representativa era indispensable para lograr un rápido avance de tipo capitalista y tener pleno acceso al poder. Para el pueblo campesino, se veía la propiedad de la tierra como la única garantía efectiva de respeto y libertad.

 

Según Luis Cabrera, el resurgimiento democrático de 1909 fue obra de la "clase me­dia intelectual"; pero en el momento de la acción, las masas populares llevaron los acon­tecimientos mucho más allá de la pura aspiración a un gobierno producto del sufragio.

 

León de la Barra era un leal porfirista y como tal gobernó. De acuerdo con los Tratados de Ciudad Juárez ordenó el licencia­miento de todos los rebeldes y el respeto absoluto al sistema económico prerrevolucionario. Los zapatistas se negaron a volver a la vida civil y a deponer las armas hasta no tener la seguridad de que las tierras recuperadas u obtenidas a expensas de las haciendas se les reconocerían legalmente en propiedad. No obstante, Zapata, ante la presión de Madero y como prueba de confianza en él, acepta deponer las armas. En junio de 1911 se le da el puesto de jefe de la policía federal en Morelos, pero renuncia al cabo de una semana y decide esperar a que un gobierno libre devuelva legalmente las tierras. Le fue difícil convencer a sus hombres, y de hecho los pueblos se negaron a abandonar lo que consideraban su patrimonio desde siempre.

 

En la capital, los maderistas se habían dividido. Los hermanos Vázquez Gómez, compañeros de Madero desde los inicios de su enfrentamiento con Díaz, son mucho más radicales que aquél; alientan y favorecen la resistencia zapatista. Por otra parte, Vic­toriano Huerta, oficial del ejército federal, entra en el mes le agosto en Morelos en campana de ocupación por orden del gobierno interino; la autonomía del estado es suspen­dida y se exige la rendición incondicional del ejército del sur. El día 13 Madero llega a Cuernavaca para entrevistarse con Zapata y el 18 va a Cuautla. En ambas reuniones pide al guerrillero que prosiga con el licen­ciamiento interrumpido por la llegada de los "federales" y que a cambio se suspenderá la campaña. Zapata acepta, pero tanto León de la Barra como Victoriano Huerta prosiguen su política de aniquilamiento del agrarismo morelense, a pesar de la pactado y garantizado por Madero.

 

El resultado de todo lo anterior será una aparente victoria federal y la huida de Zapata para escapar de una orden de detención por la que se le acusa de bandolerismo; pero al mismo tiempo surge un aumento inmediato del número de sus seguidores. No sólo los habitantes de los pueblos, sino también los peones de las haciendas, se hacen partidarios en su lucha, tanto en Morelos como en Puebla, ya en el estado de México, ya en el Dis­trito Federal. En ese estado de cosas llega Madero a la presidencia de la República el 6 de noviembre de 1911. Zapata aguarda el cumplimiento de la cláusula agraria del Plan de San Luis. Madero, a través de su delegado, exige la rendición incondicional de los revolucionarios del sur.

 

Desde el triunfo legal e indiscutible de Madero, se plantea la distinción entre las ideas liberales universalistas de las clases medias y las concesiones que éstas tenían que proporcionar a los intereses inmediatos del pueblo, sin renunciar, como dice Arnaldo Córdova, a sus posiciones de clase ni identificarse con las masas que ya empezaban a ser manipuladas. Su participación en los acontecimientos era decisiva, pero la dirección nunca debería quedar en sus manos. En el caso de los zapatistas la resistencia a la manipulación fue verdaderamente heroica.

 

El día 25 de noviembre de 1911, en un lugar de la Sierra de Puebla, llamado Ayoxustla, Emiliano Zapata lanza el Plan de Ayala, que redacta Otilio Montaño; fechado en la villa de su nombre, su lema es "Libertad, Jus­ticia y Ley". Este Plan es simple: desconoce a Madero como presidente por ser un traidor, ofrece la dirección del movimiento a Pascual Orozco y pasa a enumerar las reivindicaciones agrarias que mueven a la gente desde el princi­pio de la lucha. El Plan consiste en la defensa que hacen los pueblos de su derecho a existir; está marcado por un profundo arraigo local y popular, y habla también de la necesi­dad de expropiar una tercera parte de la su­perficie de las haciendas para dotar a los pueblos que carezcan de tierras. Involucra a los campesinos no propietarios para convertirse en bandera de todos los campesinos mexi­canos y legitimar, a nivel nacional, una demanda inicialmente limitada a una zona bien definida del país.

 

Con simpatías y adhesiones al Plan de Ayala, la rebelión se extiende por Tlaxcala, Michoacán, Guerrero y Oaxaca. Madero de­signa a Juvencio Robles como jefe militar en Morelos, y sus campañas contra los zapatistas serán, como las de Huerta, a sangre y fuego. Aquéllos recurren de nuevo a la guerrilla, al sabotaje; no tienen plazas importantes, pera son dueños del campo y de la montaña.

 

Cuando Pascual Orozco se subleva contra Madero en marzo de 1912, Zapata vuelve a ganar terreno porque los soldados federales son enviados a Chihuahua. Felipe Angeles, designado entonces para lograr la pacificación del sur, decide  pactar con los rebeldes, y la violencia anterior da lugar a una política de acercamiento.

 

En febrero de 1913, Madero cae víctima de la traición del general Huerta. Para el zapatismo esto es una prueba importante; Orozco se alía al huertismo y es desconocido como jefe. Huerta envía emisarios a Morelos para lograr un pacto con Zapata, pero éste los hace fusilar. El dijo que aunque fuera enemigo de Madero, no por eso era amigo de asesinos y traidores. Entonces el general Robles vuelve a Morelos como gobernador y jefe militar, y la represión se recrudece de nuevo.

 

En esta etapa llegaron a la zona zapatista personas procedentes de la Ciudad de Mé­xico, militantes anarcosindicalistas de la Casa del Obrero Mundial, cerrada por Huerta, que actuaron desde entonces como secretarios y asesores de Zapata, con el que ya habían tenido contacto anteriormente; entre ellos, Manuel Palafox y Antonio Díaz Soto y Gama, que dieron al movimiento un matiz más radical, logrando que se propusiera como objetivo la confiscación de las tierras de los enemigos de la revolución, para ser asignadas a los pueblos y para auxiliar a viudas y huér­fanos. Los nexos de Zapata con el grupo magonista se remontan a los primeros tiempos de la lucha. Entre otros estuvo José Guerra, autor del lema "Tierra y Libertad", delegado de Ricardo Flores Magón, exiliado en los Es­tados Unidos, frente a Zapata. Los magonistas contribuyeron a dar al guerrillero campesino plena conciencia de que su lucha no era política ni para quitar o poner gobiernos, sino para garantizarle al hombre del campo, y por extensión a cualquier trabajador, el respeto al fruto de su trabajo.

 

En relación con la evolución constitucionalista, Zapata fue escéptico y desconfiado. Luchó contra Huerta y logró victorias impor­tantes, mientras las divisiones norteñas avan­zaban rumbo a la capital. En abril de 1914, Iguala y Chilpancingo cayeron en su poder; en junio, Cuernavaca y varios pueblos del Distrito Federal. La guerra contra el "usur­pador" fue obra de todos, y su renuncia y la firma de los tratados de Teoloyacan parecían señalar la victoria común, aunque no sucedió así. Por convicción, Zapata no reconocería a ningún gobierno que no elevara los princi­pios agrarios del Plan de Ayala a preceptos constitucionales. Carranza, por su parte, veía en Zapata un obstáculo a sus propósitos de autoridad absoluta y nacional. En el fondo, tanto para el como para Madero, Zapata era “un pelado”, un bárbaro instintivo, el desorden y el bandidaje.

 

Cuando los huertistas abandonan la Ciu­dad de México, sus puestos defensivos son ocupados por gente de Carranza, que bloquea el camino a los surianos, cuyos campamentos están desde hace meses en Milpa Alta, en Tlalpan y en Tulyehualco. Inmediatamente empiezan los intentos de llegar a un acuerdo. Algunos carrancistas se acercan a Zapata con preocupaciones de tipo social y agrario, entre ellos Juan Sarabia, Antonio Villarreal y Luis Cabrera, y le dicen que debe deponer las armas y reconocer a Carranza como primer jefe; la réplica de Zapata es la siguiente: Carranza debe suscribir el Plan de Ayala. De esta suerte el rompimiento es automático. Zapata sugiere que se celebre una Junta Revolucionaria Nacional con el fin de elegir un presidente interino; sólo así se tendrá la seguridad de que el gobierno convierta en realidad los ideales de los que han luchado y ganado. Factores externos favorecen los propósitos del caudillo suriano; Carranza sufre disidencias graves en sus propias filas, y el desafío de Pancho Villa, que, desde su posición de jefe de la División del Norte, se enfrenta a su autoridad de dirigente máximo.

 

En octubre de 1914, la Convención Revolucionaria de Aguascalientes inicia sus trabajos con cien delegados, de los que treinta y siete son villistas. Gildardo Magaña, futuro sucesor de Zapata en la jefatura del Ejército Libertador del Sur, informa a éste acerca de una invitación para enviar representantes, y el general ex federal Angeles, ahora artillero de Villa, va a Morelos y regresa con veintiséis delegados zapatistas. Su presencia es impor­tante a causa de la tendencia agrarista que marcaron en las asambleas y porque lograron que se aceptaran oficialmente los artículos agrarios del Plan de Ayala. Ellos impulsaron a la Convención a sentar principios de reforma socioeconómica y convirtieron el problema de la jefatura en un asunto importante, por el solo hecho de que de él dependía la rea­lización de esas reformas. ­La alianza establecida entre Villa y Zapa­ta mediante el Pacto de Xochimilco, de donde precedían cuando entraron juntos en la Ciudad de México, es la alianza entre los dos jefes populares más representativos del país. Entre ellos hay una diferencia tan grande como la que hay entre las poblaciones del sur y centro por un lado y del norte de México por otro: campesinos comuneros, indios y mestizos, con lazos atávicos a la tierra, frente a peones acasillados, pastores  trashumantes, seminó­madas, aventureros, bandoleros mestizos y criollos. Todos, empero, se encontraban clasificados ­entre los estratos más bajos de la sociedad, al mismo tiempo que alimentaban con su trabajo y su pobreza las grandes fortunas de hacendados y mineros, grandes comerciantes e industriales criollos y extranjeros. Los intelectuales, que los asesoraron, fueron visionarios que sintieron en ellos la fuerza capaz de llevar al pueblo, del que formaban parte, a formas superiores de convivencia.

 

Venustiano Carranza representaba la otra cara del movimiento; significaba la continui­dad del maderismo, el cambio político, las reformas hechas desde arriba sin la participa­ción del pueblo, las cuales se promocionaban en la medida en que fueran necesarias para al­canzar los objetivos de la burguesía en ascen­so, convertidos en "ideario nacional".

 

El choque fue fatal para los convencionistas, pero las campañas de Alvaro Obregón, principal general carrancista, contra Villa, hasta presenciar la derrota final del guerrillero en junio de 1915, favorecieron la prolongación de un lapso de paz para los zapatistas, el cual había empezado al acercarse la caída de Huerta. En ese intervalo, durante el cual la zona controlada por el Ejército Libertador del Sur vivió aislada del resto del país, se manifestó cuál era el  propósito final y casi único de su increíble resistencia: la vida civil, la vida cam­pesina, el disfrute de la tierra, de su trabajo, y una organización a base de asociaciones li­bres de familias y pueblos.

 

Aquel ejército era, en realidad, el pueblo, y su voluntad de seguir siéndolo le había llevado a las armas. Las haciendas habían querido aniquilarlo, pero él había destruido las haciendas, cuyos restos permanecieron quemados en el campo de Morelos. Normalmen­te, los jefes del ejército habían sido los jefes agrarios y nunca usaron uniformes militares; en cambio, conservaban sus ropas campesinas.

 

La cooperación impuesta por la guerra limó las diferencias entre antiguos pueblos ri­vales, y la lucha común los solidarizó a la hora de convertir la utopía en realidad. Esa fue la época de la "feliz Arcadia" morelense; todo era propio y a la vez compartido: las tierras, las aguas, los bosques distribuidos equitativamente con la ayuda de las "ingenieritos" voluntarios, procedentes de la Escuela de Agricultura; los ingenios que empezaron a trabajar de nuevo, las autoridades municipales y los jueces, los consejos locales, de donde emanaba la autori­dad, y el general Genovevo de la O, conver­tido en gobernador provisional.

 

El pueblo de Morelos, dice John Womack, ocupó "psicológicamente" el estado y pudo hacer “su” revolución hasta que terminó el aislamiento.

 

La revolución zapatista fue provinciana; de ahí proceden su fuerza y su debilidad. Res­pondió con violencia a injusticias flagrantes y arrastró tras de sí a grandes masas de cam­pesinos que buscaban soluciones inmediatas frente a una situación desesperada; pero no tuvo, dice Córdova, "proyectos de reconstrucción nacional ni una idea orgánica, sistemá­tica y global de la nación y sus problemas", proyectos que, en cambio, sí tenían los diri­gentes constitucionalistas.

 

Una vez eliminada la amenaza del villismo, los esfuerzos de Carranza, ya reconocido por los Estados Unidos como gobernador de facto, se dirigieron contra Zapata. No ha­bía conciliación posible, porque la revolución local no encajaba con los objetivos de la re­volución nacional.

 

Los soldados avanzan al mando del general Pablo González y van ocupando ciudades y pueblos. Hay que volver a la guerrilla, pero ahora como resistencia; hay que refugiarse de nuevo en las montañas, hay que conservar la esperanza. Los zapatistas atacan en los puntos estratégicos, vuelan trenes, lanzan proclamas y vuelven a presenciar fusilamientos masivos, deportaciones, incendios y saqueos de pueblos. A fines de 1916, a pesar de tanta represión y de sus 30.000 hombres, González abandona la ofensiva y Zapata re­cupera las ciudades, entre ellas Cuautla y Cuernavaca. Desde su cuartel general de Tlaltizapán el ejército se reorganiza y los gobiernos de los pueblos, esencialmente democrá­ticos, vuelven a tomar la iniciativa. Se fundan asociaciones para la defensa de los principios revolucionarios, se dan conferencias y consejos, se vigila el funcionamiento de las escuelas y, entre ellas, se crean muchas por cooperación popular, se postulan candidatos para toda clase de cargos públicos y se conceden poquísimas prerrogativas a la gente armada, ya que los jefes militares deben respetar a las autoridades civiles y a la población, a cam­bio de protección y ayuda permanentes.

 

En febrero de 1917 se promulga la nueva constitución política de México. El 1 de ma­yo, Carranza asume el poder como presi­dente electo. Pronto se inicia un nuevo avan­ce antizapatista, demorado únicamente a cau­sa de los preparativos y trabajos del Congreso Constituyente y las elecciones presidenciales. Pablo González dirige de nuevo la ofensi­va, que como en otras empresas anteriores, recuperará las ciudades; con todo, jamás logrará dominar el agro, en el que el campesino y el guerrillero son la misma persona.

 

Gildardo Magaña quiere establecer un diá­logo con Carranza y hacer una propuesta: se reconocerá al gobierno si éste acepta la legali­dad de los revolucionarios de Morelos, ya que la nueva Constitución ha incorporado a su texto principios agrarios satisfactorios. El presidente no acepta, puesto que él no puede pactar con bandidos que se encuentran fuera de la ley, y, en realidad, porque –según Womack- Zapata es un "desafío moral" para su autoridad.

 

El 10 de abril de 1919, Zapata, víctima de una traición, fue muerto en la hacienda de Chinameca por las fuerzas del coronel Jesús Guajardo a las órdenes de Pablo Ganzález. Pocos días después del asesinato, Guajardo y González fueron premiados y felicitados por Carranza.

 

La muerte confirió al comunero de Anenecuilco una dimensión nacional que en vida no alcanzó, y la revolución "oficial", que lo destruyó, terminó haciéndolo suyo. A medida que pasa el tiempo, su lucha local y provinciana se conviene en el mito de toda la lu­cha campesina de México, aún inconclusa, y, en cierta forma, en el mito de todas las luchas de raíz popular en el mundo entero.

 

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Womack. Jr., J. Zapata y la Revolución Mexicana, México, 1969.

 

116.            El villismo.

 

La Revolución mexicana, como proceso histórico heterogéneo en sus orígenes y en su desarrollo, fue el movimiento político que ini­ció Madero y continuó Carranza, y significó una gran sacudida popular desarrollada casi simultáneamente por todo el país. Las necesi­dades y demandas sociales, semejantes en los distintos caudillos, muy pocas veces resultaron coincidentes con las políticas.

 

Este gran movimiento social se manifestó en el norte del país a través de lo que hoy conocernos como “villismo”, ya que Francisco Villa fue el hombre que encabezó aquella lucha.

 

El villismo debe entenderse como la lenta y tenaz lucha que los campesinos sin tierra sostuvieron, durante casi una década, en busca de justicia social y económica. Una inmensa mayoría de mexicanos desarraigados se unió para reclamar la división de las grandes haciendas, en las que habían teni­do que trabajar largo tiempo. Se trataba de medieros, aparceros, jornaleros acasillados, rancheros, vaqueros y peones que no tenían tierra y habían vivido durante generaciones bajo un sistema de explotación semifeudal; hombres inconformes con la situación que sus antepasados les habían legado, angustiados por el latifundismo del porfiriato y, sobre todo, deseosos de hacer justicia por su propia mano.

 

Esta avidez de justicia y hambre de tierra para cultivar que, por pequeña que fuese, pudieran llamar suya, unió a los hombres del norte tras la figura carismática de Pancho Villa. Los campesinos siguieron a Villa y no a los caudillos políticos, porque éstos, como Carranza, les prometían cambios que no podían entender en toda su plenitud. Por el contrario, Villa les hablaba de lo que tanto habían ambicionado: la tierra.

 

La promesa de tierras para cultivar y de­sarrollar la ganadería y el humilde origen común permitieron una rápida identificación entre todos ellos y Villa. Puede decirse que la Revolución se llevó consigo a los villistas, se los jaló. Eran hombres que se mantenían en un compás de espera y vieron en el brote rebelde de Madero y en el movimiento carrancista una oportunidad para incorporarse a la lucha, la cuál, si bien ajena, representaba para ellos la posibilidad de demandar y hacer realidad los ideales de justicia social.

 

El villismo tuvo características peculia­res. Fue desde un principio un movimiento profundamente popular, que se entendía en función del caudillo, quien al iniciarse la lucha tenía ya arraigo entre las masas por su fama de bandido social. Además fue, sin duda, el más glorioso capítulo militar de toda la gesta revolucionaria, si se considera su acción prolongada y los éxitos prácticos que se obtuvieron en su expansión por una gran parte del territorio nacional.

 

El villismo puede dividirse en tres eta­pas fundamentales. La primera va desde 1910 a 1911; en ella tiene lugar el movimien­to que apoya la rebelión de Madero y el Plan de San Luis en contra de Porfirio Díaz. La segunda etapa transcurre entre 1913 y 1915; conceptuada ya como lucha social, es cuando aparece un programa de acción a nivel popular, en el cual se genera y desarrolla la ideología agraria villista, y cuando los villis­tas aparecen ya incorporados al movimiento constitucionalista en oposición a la dictadura huertista; es la etapa que presencia el apogeo y la desaparición del ejército de la segunda División del Norte.

 

La tercera etapa, que podríamos definir como movimiento guerrillero, se extiende desde 1915 hasta 1920 en que se firman los Tratados de Sabinas, finalizando con ello la rebeldía y experimentando por un breve tiem­po, hasta la muerte de Villa ocurrida en 1923, el ideal de explotación y usufructo colectivo de la tierra en la colonia militar que se ins­tituyó en la hacienda de Canutillo.

 

La primera etapa muestra apenas una incipiente organización y perspectiva de lu­cha social. Fue al principio un movimiento improvisado, sin grandes ideales particula­res, que Villa inició secundando el Plan de San Luis.

 

Francisco Villa había nacido en la ha­cienda de Río Grande, jurisdicción de San Juan del Río, en el estado de Durango, en 1878. Fue hijo de Agustín Arango y de Mi­caela Quiñones Arámbula. De una familia hu­milde, pronto estuvo en contacto con el campo y se convirtió en un excelente caballista. Muy joven aún, al quedar huérfano, se vio en la necesidad de hacerse cargo de su familia y cuando su hermana fue ofendida por uno de los dueños de la hacienda en cuyas tierras trabajaba, decidió tomar la justicia por su propia mano, lo cual lo convirtió en un fora­jido. Fue entonces cuando cambió su ver­dadero nombre, Doroteo Arango, por el de Francisco Villa, usando el apellido de su abuelo paterno, ya que su padre había sido hijo natural de don Jesús Villa. ­Al comprometerse con el que sería gobernador de Chihuahua, don Abraham González, con quien lo ligaba una afectiva relación personal, se levantó en armas el 17 de noviembre de 1910, atacando la hacienda de Chavarría, en Chihuahua, y enarbolando la bandera del antiporfirismo, cuyas injusticias sociales conocía personalmente.

 

Esta primera etapa, que concluye de hecho con la toma y firma de los tratados de Ciudad Juárez el 25 de mayo de 1911, mues­tra entre otras características las dotes militares de Villa, que aunadas al magnifico conocimiento que tenía del territorio en don­de combatía, consiguieron triunfos decisivos para la Revolución.

 

El movimiento villista se detuvo en tanto Madero ordenaba el licenciamiento de las tropas revolucionarias. Pero cuando Madero hizo un llamado para combatir la rebelión de Pascual Orozco, tanto Villa como sus hombres retirados a la vida privada volvieren al ejército, siendo incorporados a las tropas de Victoriano Huerta en lo que fuera la primera División del Norte. Problemas de disciplina por parte de Villa y de recelo por parte de Huerta ocasionaron varias confrontaciones personales, que motivaron el envío de Villa a la cárcel de la ciudad de México, acusado de insubordinación y robo de caba­llos, por lo cual Villa huyó a los Estados Unidos para no volver hasta los asesinatos de Madero y de Abraham González, ocurridos el. 22 de febrero y el 6 de marzo de 1913 res­pectivamente.

 

La segunda etapa podría ser considera­da como la más importante del villismo, porque durante ella se estructuraron los anhelos populares que dieron un contexto teórico a la ideología de dicho movimiento, basada fundamentalmente en la desesperante necesidad de tierras de los humildes campesinos del norte, los cuales fueron de hecho los soldados del contingente villista. A esta eta­pa corresponde el gran apogeo del ejército villista que llegó a ser una de las fuerzas más importantes de la revolución armada, conocida a partir de septiembre de 1913 como la División del Norte, grupo que, por su organi­zación administrativa y militar, fue ejemplar dentro del cuerpo revolucionario.

 

El historial bélico de los villistas cubre, sin lugar a dudas, uno de los episodios más brillantes de la lucha armada. Los villistas realizaron una extensísima campaña militar, que del 5 de marzo de 1913 al 23 de junio de 1914 cubrió un recorrido total de 8.680 kilómetros por los estados de Chihuahua, Coahuila, Durango y Zacatecas. El elemento fundamental que contribuyó al apogeo del ejército villista fue la incorporación al mismo del general Felipe Angeles en 1914, quien, unien­do sus conocimientos tácticos como brillante artillero al genio guerrillero de Villa, coadyuvó al logro de las más notables victorias de la Revolución.

 

Junto a la brillante labor que el ejército desarrolló durante este período, especial­mente entre el 8 de diciembre de 1913 y el 8 de enero de 1914, está la actividad que Villa desempeñó como gobernador provisional de Chihuahua.

 

Históricamente se ha condenado al villismo como un movimiento espurio, sin ningu­na ideología, surgido del oportunismo, y con el propósito fundamental de una desmedida ambición de poder del “Centauro del Norte”. Sin embargo, éste habría de probar más adelante, al entrar junto con Zapata en la ciudad de México, protegiendo al gobierno de la convención, que su interés no era el poder, sino las posibilidades de beneficio común para el pueblo.

 

Al llegar a Chihuahua demostró su capa­cidad organizadora, restableció el orden, aba­rató los productos de primera necesidad, abrió el Instituto Científico y Literario, con­donó contribuciones atrasadas, emitió papel moneda, y de manera especial se ocupó de la elaboración de un decreto de importancia básica, tanto para su ejército, su administra­ción y su programa de acción, como para la gente de los territorios que controlaba. El decreto hablaba de la confiscación. de la tierra y las propiedades que habían pertenecido a la gente más rica y poderosa de Chihuahua. Señalaba también que el dinero obtenido en la venta de las tierras confiscadas iría al tesoro público para pagar pensiones a las viudas y huérfanos de los soldados que ha­bían muerto durante la Revolución. Asimis­mo, se estipulaba la forma de distribución de las tierras confiscadas, según la cual una parte sería entregada a sus nuevos propieta­rios, al terminar la Revolución; otra a los anti­guos propietarios que hubieran sufrido despojos por parte de los hacendados, y una última se pondría a disposición del Estado, con cuya venta se pagarían las pensiones. Se señala­ba, incluso, que hasta el preciso momento en que la Revolución llegase a conseguir su vic­toria total y definitiva, las tierras cultivables serían administradas por una representación del Estado.

 

Este decreto en la práctica tomó directri­ces diferentes. Una parte de las haciendas confiscadas fue administrada directamente por algunos de los jefes militares, los cuales enviaban una fracción de las ganancias a las altas autoridades del ejército villista. La otra parte quedó bajo el control de instituciones estatales, que eran bastante variables, tanto en su representación como en su carácter.

 

A mediados de 1914, cuando ya Villa había puesto la gubernatura en manos del general Manuel Chao, se organizó una comisión especial bajo el control de Silvestre Terrazas, llamada Administración General de Confisca­ciones del Estado de Chihuahua, con la cual a partir de esta época se lograron mejoras reales en beneficio de los campesinos pobres. Se trató de aliviar también la situa­ción de marginalidad en que se encontraban los indios tarahumaras y los campesinos de las serranías. No obstante existen dudas sobre si realmente se mejoró la posición de los campesinos en el territorio ocupado por los villistas, o si únicamente las grandes haciendas confiscadas pasaron de manos de los viejos terratenientes a las de los generales villistas.

 

Gran parte de los beneficios obtenidos fue empleada para fines militares. Se aprovechó la proximidad geográfica con los Es­tados Uñidos para la compra de armamento, convirtiendo a la División del Norte en el ejército revolucionario mejor equipado. Otra parte se dedicó a la acción social, aunque de manera esporádica, desorganizada y dependiente de las actitudes impulsivas de Villa.

 

Los ideales agraristas de Villa se basaban en su deseo de entregar las "tierritas al pueblo"; su interés concreto era sobre todo beneficiar a sus soldados, que habían sido campesinos pobres o desarraigados. Villa siempre había considerado al ejército como el apoyo más importante de cualquier tiranía; por ello, deseaba que al terminar la lucha revolucionaria los soldados, de regreso a sus casas, tuvieran tierras para trabajar de mane­ra independiente. Entendía que una reparti­ción justa no podría hacerse hasta que la lu­cha hubiera terminado; así los soldados, de vuelta a sus hogares, podrían escoger en re­compensa los mejores terrenos. Ello posi­blemente explique, en parte, por qué no se hizo una gran redistribución agraria en Chi­huahua, en donde la población campesina era proporcionalmente menor que en otros territorios, y en donde, a diferencia del res­to de los grandes estados, las extensas ha­ciendas no se habían extralimitado en el despojo de comunidades agrarias, sino que se habían enriquecido a través de la adquisi­ción de tierras nacionales y terrenos baldíos.

 

El villismo adoptó el Plan de Ayala, pero poco a poco fue también desarrollando su propia ideología agraria. Defendía princi­palmente el concepto de la pequeña propiedad, basándose en la teoría de que la propiedad agraria era de utilidad pública. A diferencia de Zapata, Villa insistió siempre en la indemnización justa para los antiguos propietarios, mediante el pago a largo plazo.

 

Cuando el huertismo se extinguió y Venustiano Carranza dejó de acatar los acuerdos de la Soberana Convención de Aguascalientes, en el sentido de renunciar al puesto de encar­gado del poder ejecutivo, nació  el llamado "Ejército Convencionista", constituido por los soldados de la División del Norte, el Ejér­cito Libertador del Sur y algunos otros revolucionarios, todos ellos bajo el mando de Pancho Villa. Esta unión de profundo arraigo popular sólo contribuyó a la decadencia de la famosa División del Norte, la cual, al ser derrotada en Aguascalientes y en algunos sitios de Sonora, desapareció a fines de 1915.

 

A partir de esta fecha, en que se inicia la última etapa del villismo, desaparece el ejér­cito organizado, para dar paso a las guerrillas en su lucha rebelde. Todavía intentó Villa dar legalidad y validez social a su movimiento con la Ley General Agraria del 24 de mayo de 1915, que se publicó en la Gaceta Oficial del Gobierno Convencionista Provisional, en Chihuahua, el 7 de junio de 1915. Este es el documento más importante en el que el aspecto agrario resume la ideología villista. Su importancia crece si se considera que la tierra era fuente "casi única de la riqueza" y que, al ser propiedad de unos pocos, había obligado a la gran mayoría de mexicanos de la clase jornalera a depender de la minoría de los terratenientes, lo cual impedía el libre ejercicio de sus derechos civiles y políticos. Villa vertió en este documento sus ideas acerca de la propiedad individual y de la autonomía de los estados en lo que se refiere a los aspectos legales y administrativos de la cuestión agraria.

 

Consideraba “incompatible con la paz y la prosperidad de la República la existencia de las grandes propiedades territoriales”. Encomendaba, en consecuencia, a los gobiernos de los estados que procedieran a fijar un máximo a la  propiedad de la tierra, para lo cual deberían de tomar en consideración la superficie de la misma, la cantidad de agua para el riego, la densidad de su población, la calidad de sus tierras y la extensión que estaba siendo cultivada.

 

Las propiedades que excedieran la superficie fijada se estimarían de utilidad pública para el fraccionamiento, mediante la in­demnización. Cuando dichas propiedades tuvieran hipotecas u otros gravámenes, éstos se pagarían con el monto total de las indem­nizaciones, las cuales siempre serían previas a la ocupación de las tierras expropiadas. La expropiación parcial de tierras comprendería proporcionalmente "los derechos reales anexos a los inmuebles  expropiados y también la parte proporcional de muebles, aperos, má­quinas y demás accesorios que se necesiten para el cultivo de la porción expropiada".

 

Se expropiarían además las aguas de manantiales, presas y de cualquier otra procedencia en la cantidad que no pudiera aprovechar el dueño de la finca a la que pertenecieran, siempre y cuando dichas aguas pudieran ser aprovechadas por otras fincas.

 

Se llevaría a efecto la expropiación de los "terrenos circundantes de los pueblos de in­dígenas en la extensión necesaria para repar­tirlos en pequeños lotes entre los habitantes de los mismos pueblos", que estuvieran en posibilidad de adquirirlos, de acuerdo con las disposiciones de las leyes locales. Para ello se fijaba una extensión máxima de veinticin­co hectáreas, dejando a los parcelarios el goce en común de los bosques, agostaderos y abrevaderos necesarios. Se sugería la necesi­dad de erigir pueblos con las familias de la­bradores congregados con el objeto fundamental de desarrollar una agricultura parcelaria.

 

Para lograr el pago de las expropiaciones y fraccionamientos, se permitía a los gobiernos de los estados la creación de deudas locales, previa autorización de la Secretaría de Hacienda.

 

Esta Ley Agraria establecía igualmente la necesidad de fraccionar los terrenos que serían enajenados a los precios de costo, aparte de los gastos que implicara el apeo, deslinde y fraccionamiento, añadiendo a ello un diez por ciento que se reservaría con el fin de que la Federación lograra constituir un fondo de crédito agrario. La condición que se ponía para conservar las tierras adju­dicadas consistía en el deber adquirido de cultivarlas.

 

Se protegería a los aparceros señalando la necesidad de revaluar todas las fincas rús­ticas para darles así un justo valor comercial, advirtiendo que se quitarían los impuestos a todos los predios cuyo valor fuera inferior a los 500 pesos oro. Se amparaba el patrimonio familiar y su transmisión por herencia, señalando que no estarían sujetas a expropia­ción las empresas agrícolas mexicanas, que tuvieran como objetivo fundamental el desarrollo de alguna región del territorio na­cional.

 

Los gobiernos de los estados expedirían leyes para proteger el patrimonio familiar sobre la base de su inalienabilidad, no pudiendo gravarse ni estar sujeto a embargos.

 

Por último se advertía que la Federación publicaría las leyes sobre crédito agrícola, colonización y vías generales de comunicación, y todas las que juzgara convenientes para resolver el problema nacional agrario.

 

La mencionada Ley Agraria llegó tarde, política y militarmente hablando. Las derrotas sufridas por los villistas fueron decisivas. Sin embargo, algunos de los hombres siguieron fieles a Villa, mientras que otra parte de la División del Norte se integraba al ejército constitucionalista. Cuando Estados Unidos reconoció  al gobierno encabezado por Carran­za, el 19 de octubre de l9l5, Villa lo entendió como un ataque personal, y reaccionó con violencia, desencadenando el asesinato de un grupo de ingenieros norteamericanos en Santa Isabel y el ataque a la población nor­teamericana de Columbus, cuyo colofón fue la Expedición Punitiva, que al mando del general John Pershing, cruzó la frontera y se internó en territorio mexicano en marzo de 1916.

 

Los villistas habían provocado una nueva intervención norteamericana y se habían convertido en criminales, situación que conser­varon hasta el 28 de julio de 1920, cuando el presidente interino Adolfo de la Huerta, a nombre del gobierno federal, firmó con el general Francisco Villa los Tratados de Sa­binas, poniendo fin a la etapa guerrillera del "Centauro del Norte". De este modo, Villa depondría las armas y se retiraría a la vida privada, al tiempo que el gobierno le otorgaría en propiedad la hacienda de Canutillo en Durango. Podría conservar aún una escolta de cincuenta hombres cuyos sueldos serían pa­gados por el gobierno. Al resto de los miem­bros del ejército villista se les indemnizaría con el pago de un año de haberes. Fue éste un pacto con el gobierno, pero no con los carrancistas; quizás ello explique el hecho de que Villa  pactara con De la Huerta y se negara a tener cualquier tipo de relación o negociación con Carranza, e incluso con Obregón.

 

Pronto la gente empezó a organizarse en comunidad. Villa, que entendía el trabajo en función de la colaboración y ayuda mutua, de igual manera que la distribución equita­tiva de las ganancias y de los beneficios que la hacienda iba produciendo, convirtió a Ca­nutillo en un pequeño pueblo con su propia forma de gobierno y organización, teniendo en cuenta todo tipo de necesidades, tales como escuela, tienda, médicos, etc.

 

Ordenó la construcción de casas para todos los trabajadores de la hacienda, la crea­ción de bodegas de herramientas y la adqui­sición de la más moderna maquinaria agrí­cola.

 

Los moradores de Canutillo se dedica­ron principalmente a la agricultura y a la cría de ganado mayor. Al principio la situa­ción fue difícil, ya que sólo lograban satis­facer sus necesidades autoconsuntivas, pero poco a poco esta situación mejoró, y Villa pudo proveer a su gente de mayores comodidades.

 

La fidelidad al jefe durante la lucha no se perdió después, sino que se proyectó y nutrió con la propia actitud de Villa, jefe de una gran familia, de una comunidad, en la cual se habían reunido sus antiguos compañeros de victorias y derrotas, campesinos desa­rraigados del pasado. Al establecerse en Ca­nutillo y hacer realidad su viejo sueño de la colonia militar, Villa pudo por única vez llevar una vida tranquila, dedicando tiempo a sí mismo y empezando a cultivarse.

 

La hacienda concentró entre 1920 y 1923 una población aproximada de 400 a 800 personas; el número de habitantes era varia­ble, ya que había una movilidad constante sin ningún tipo de restricciones.

 

La experiencia social de la colonia militar, que durante un trienio se realizó en esta zona norte del país, presentó a sus hombres, los villistas, una disyuntiva, una nueva posibili­dad en el curso tradicional de sus vidas, una excepcional experiencia de beneficio común.

 

Hacia 1923 la hacienda empezó a flore­cer. Villa había llevado a la práctica parte de sus ideales agrarios de manera paternalista, pero seguía pensando que la Revolución aún no cumplía lo que había ofrecido a la inmensa mayoría de los mexicanos.

 

Los últimos años de la vida de Villa sig­nificaron un cambio radical en comparación a sus anteriores experiencias. La etapa violenta quedaba atrás y su carácter impulsivo se transformó para dar paso a un hombre más reflexivo, preocupado siempre por los gran­des problemas de su pueblo.

 

Sin duda presentía su muerte. La llegada de Obregón al poder vino a justificar aún más sus sospechas Efectivamente, en una emboscada, en la ciudad de Hidalgo del Parral, el último de los grandes luchadores sociales de la gesta revolucionaria fue asesinado el 20 de julio de 1923, cerrando una de las etapas más significativas de la lucha social mexicana.

 

La muerte del jefe, del caudillo, produjo sin duda una gran desorientación. El con­cepto y la razón de  ser de la comunidad que habitaba en Canutillo quedaron truncados. Al­gunos se marcharon, mas otros se quedaron en la hacienda hasta que poco tiempo después fue incautada por el gobierno de Obregón y, en consecuencia, abandonada por sus antiguos habitantes. Paradójicamente, el año 1923 fue el mejor en productividad agrícola y ganadera.

 

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117.            La Convención frente al constitucionalismo.

 

Las diferencias entre Venustiano Carran­za y Francisco Villa tuvieron su origen en el momento en que este último se unió al consti­tucionalismo. La invitación que se le hizo de abrazar la causa marcó la primera discrepancia, ya que Villa se negó a quedar militarmen­te a las órdenes del coronel Alvaro Obregón, e indicó que sólo acataría órdenes de la primera jefatura. Carranza, que necesitaba su apoyo, se vio obligado a aceptar esta condición, aun­que no de buen grado.

 

Por otra parte, en Sonora existían gran­des problemas entre dos grupos políticos antagónicos: el maytorenista y el pesqueiris­ta. El primero contaba con el apoyo de Villa, y el segundo estaba representado por los jefes militares de ese estado. Entre los pes­queiristas se encontraban Alvaro Obregón, Plu­tarco Elías Calles, Salvador Alvarado, Ben­jamín Hill, etc. El problema aparente era la confusión jurisdiccional entre el fuero militar y el civil, pero en el fondo lo constituía el con­trol general del estado. Carranza se inclinó por los pesqueiristas, con el consiguiente dis­gusto de Villa.

 

La revolución constitucionalista tuvo grandes problemas, pero quizás el de mayor trascendencia fue el anarquismo militar. Caso muy especial era el de Pancho Villa, que se movía a placer por los estados de Chihuahua y Coahuila con su famosa División del Norte. Sus impresionantes victorias lo llevaron a constituirse en el amo de ambos estados. Cuando Venustiano Carranza visitó Torreón, a su paso para Sonora, sintió la frialdad con que lo recibía tanto la tropa como el mando de la corporación.

 

Sin embargo, el rompimiento de la su­bordinación surgió cuando Carranza ordenó el ataque a Zacatecas y se registraron los acontecimientos ya mencionados en un capítulo anterior y que concluyeron con la victoria villista.

 

Todavía bajo la euforia del triunfo, y aconsejado por sus subalternos, Villa rindió parte de estas acciones al primer jefe. Poco después, por mediación de otros correligiona­rios y a través de gestiones personales, logró volver a la subordinación de Carranza, pero desgraciadamente para la causa sólo de modo temporal, pues la enemistad que casi llegaba al odio era profunda y ninguno de los dos buscaba que menguara.

 

De todas formas ello dio lugar a que del 4 al 8 de julio de 1914 se celebraran conferencias conciliatorias entre los representan­tes del Cuerpo de Ejército del Noreste, que eran el señor Meade y Fierro y los generales Antonio I. Villarreal, Cesáreo Castro y Luis G. Caballero, y los comisionados de la División del Norte, que eran el doctor Miguel Silva, el general José Isabel Robles y el coronel Roque González Garza. Los primeros, aunque oficialmente no tenían  la representa­ción de Venustiano Carranza, contaban por lo menos con su anuencia. Después de varios días de trabajo se tomaron los siguientes acuerdos para presentarlos al primer jefe:

 

Se ascendía al general Francisco Villa a divisionario.

 

El general Felipe Angeles sería reincorporado al cargo de subsecretario de Guerra.

 

La División  del Norte sería convertida en cuerpo de Ejército.

 

Se harían algunas recomendaciones para solucionar el problema de Sonora.

 

Pero lo más importante del Convenio de Torreón era lo relativo al gobierno provisional. Se indicaba que el primer jefe, al asumir el poder, formaría su gobierno con civiles y militares, tanto villistas como carrancistas; que debía convocar de inmediato a una jun­ta o convención revolucionaria de jefes militares con mando; que esta convención designaría la fecha de las elecciones generales, así como la elaboración de los programas de gobierno. ­Se sugería la modificación de las cláusu­las sexta y séptima del Plan de Guadalupe, que quedaban redactadas así:

 

"Sexta. El presidente provisional convocará a elecciones al consumarse el triunfo de la revolución y entregará el cargo al presi­dente electo".

 

"Séptima. En los estados que hubieren reconocido a Huerta se convocará a elecciones locales cuando la revolución haya terminado." Por último, se pedía la adición de una cláusula: "No podía ser candidato a la presi­dencia o vicepresidencia ningún jefe consti­tucionalista". ­Indiscutiblemente los acuerdos eran de gran trascendencia para la revolución victoriosa, pero constituían un obstáculo insuperable para las ambiciones políticas de Carran­za y, además, limitaban las funciones que confería el Plan de Guadalupe. Como era de esperar, el primer jefe rechazó cada uno de los acuerdos y así lo hizo saber a los delega­dos del Ejército del Noreste, suplicándoles que dieran a conocer su decisión a los de la División del Norte. Asimismo comunicaba que la sugerencia de convocar a una junta revolucionaria se aceptaba.

 

Obviamente Carranza tenía razón, puesto que el Convenio de Torreón sólo lo firmaban dos facciones, y para que tuviera validez era indispensable que contara con la aprobación de la mayoría de los revolucionarios.

 

El triunfo de la revolución constitucio­nalista se confirmó con la firma de los tra­tados de Teoloyucan y con la ocupación de la ciudad de México.

 

La llegada de Carranza a la capital el día 20 de agosto permitió hacer los preparativos para la junta que debía celebrarse el día pri­mero de octubre.

 

Al conocer el alto mando de la División del Norte la contestación de la primera je­fatura, optó por fijar su cuartel general en Torreón y no asistir a la junta que se convo­caba.

 

Con la facción zapatista también se efec­tuaron pláticas conciliatorias en el mes de agosto. La rebeldía sureña estaba basada en la exigencia de la completa observancia de su Plan de Ayala, pero los representantes de Carranza no tenían facultades para efectuar negociaciones en tales términos, por lo que las pláticas se suspendieron sin que se llega­ra a ningún acuerdo. Las demandas de Emi­liano Zapata, que estaba asesorado por el li­cenciado Antonio Díaz Soto y Gama y los militares Manuel Palafox y Alfredo  Serratos, fracasaron ante las limitaciones. resolutivas del licenciado Luis Cabrera y del general Antonio I. Villarreal. Los carrancistas regresaron con una sola confirmación: la no asis­tencia de representantes del Ejército del Sur a las juntas próximas a convocarse.

 

Para estas fechas la situación en Sonora era crítica, pues las diferencias entre el gobernador José María Maytorena y el coman­dante militar constitucionalista, coronel Plu­tarco Elías Calles, eran insolubles. Ninguno de los dos aceptaba su subordinación al otro, lo que obligó a Obregón a marchar a Chihuahua para reunirse con Villa y que ambos se dirigieran a Sonora con la intención de solucionar el conflicto. Presentaron varías su­gerencias, pero ninguna fue aceptada, por lo que Villa y Obregón regresaron a Chihuahua.

 

En nuevas pláticas se firmó un tercer convenio, en el que Villa aceptaba que Maytorena fuera substituido por el general Juan Cabral y que Calles, con su columna, fuera retirado de aquel estado. Considerando solu­cionado el conflicto que los reunió, analizaron el problema de la unidad revolucionaria. Obregón creía de buena fe que podían resolverse las diferencias entre Carranza y Villa, pero estaba muy lejos de la realidad, pues existía tanto rencor entre ellos que cada uno sólo esperaba el momento de aniquilar al otro. A pesar de todo, Obregón, sin quebran­tar su lealtad hacia Carranza, consideró que si la retirada del primer jefe significaba la paz y el bienestar de México podía aceptarse.

 

Con esta idea elaboraron un pliego de proposiciones que hicieron llegar al propio Carranza. En él se precisaba que Carranza, como primer jefe, asumiría el cargo de pre­sidente interino de la República; que los go­bernadores convocarían a elecciones de Ayun­tamiento; luego se procedería a las eleccio­nes de representantes al Congreso Federal; ya instalado el presidente, sometería a su estudio las reformas: la supresión de la vicepresidencia, lo relativo al período presiden­cial y la declaración de que los jefes del ejér­cito no podían aparecer como candidatos, ni tampoco el presidente provisional o los gobernadores. Por último, al triunfo definitivo de la revolución se convocarían elecciones para presidente de la República.

 

En los primeros días de septiembre se despachó a las columnas constitucionalistas la convocatoria para la Junta de Generales, Gobernadores y Jefes con mando de tropa que se celebraría en la ciudad de México el día primero de octubre a fin de tratar lo relativo al restablecimiento constitucional, así como las disposiciones de orden militar.

 

A pesar del evidente rompimiento entre Villa y Carranza, Obregón fue comisionado por el primer jefe para pasar personalmente a Villa la invitación a la junta que había de celebrarse. Partió de la capital el día 13 de septiembre con destino a Chihuahua, siendo recibido por Villa con frialdad, pues confor­me a los últimos acontecimientos lo consideraba espía de Carranza. Surgieron varios in­cidentes en los que estalló la violencia, y en varias ocasiones Obregón estuvo a punto de ser fusilado. Villa fue calmado por sus lugartenientes y todo quedó en un penoso in­cidente. Las conferencias se terminaron en un ambiente de aparente cordialidad y con el compromiso de que la División del Norte enviaría representantes. También se acordó darle el nombre de convención en lugar de junta como la llamaba Carranza. Todavía durante el regreso de Obregón a la capital se dio la orden de detenerlo y fusilarlo, pues Villa comprobó que las vías férreas eran levantadas por disposición de Carranza. La detención no se consumó gracias a que Eugenio Aguirre Benavides y Roque González Garza informaron de que la orden había llegado fuera de tiempo. Villa, enfurecido, hizo saber que no asistiría a la convención y días más tarde publicó un documento en el que aclaraba su postura.

 

Por fin, en un ambiente de intranquili­dad y preocupación, las sesiones se iniciaron en el edificio de la Cámara de Diputados a las cuatro de la tarde de la fecha programada, con asistencia de 79 delegados; todos ellos carrancistas, y, tal como se esperaba, sin las representaciones de la División del Norte, del Ejército del Sur y del gobernador de Sonora. El licenciado Luis Cabrera, en su calidad de presidente de debates, declaró formalmente abiertas las sesiones de la Convención revo­lucionaria en la ciudad de México.

 

En la sesión del día tres, Carranza, tal como había prometido, leyó su informe, en el que enfatizó que el mando del Ejército y el Poder Ejecutivo, que le fueron depositados, sólo los entregaría a los allí reunidos, y que por tal motivo ante ellos presentaba su renuncia. Agregó que para que pudieran discu­tir y acordar con toda libertad se retiraba y que estaba seguro de que sus decisiones es­tarían inspiradas en el bien de la patria. Los delegados acordaron que Carranza continua­ra desempeñando dichas funciones. El debate estuvo a cargo del licenciado Luis Cabrera y de Alvaro Obregón. El primero, en emotivo discurso, exaltó los servicios prestados por el primer jefe; el segundo, aunque no se opuso, sí hizo notar que antes de tomar un acuerdo debía pensarse en la posibilidad de trasladar la convención a Aguascalientes, conforme lo habían sugerido los generales de la División del Norte. Se le escuchó, pero sólo se votó la confirmación de poderes. Carranza regresó a la sala y agradeció la confianza que nuevamente habían depositado en él, y ofreció pres­tar desinteresadamente sus servicios mien­tras fueran necesarios.

 

El día cuatro se discutió lo relativo al traslado a Aguascalientes. Lucio Blanco acla­ró que no se trataba de una decisión de Villa y Obregón, sino de una idea que había surgido en el seno de la Comisión Perma­nente de la Pacificación y que inclusive ya se contaba con el ofrecimiento de que asis­tirían los representantes de la División del Norte. Mucho se discutió también, entre civiles y militares, quiénes asistirían. Las inter­venciones se tomaron agresivas. Obregón, molesto, contestó a Cabrera que había concer­tado un pacto de honor con Pancho Villa y sus generales, y que por tal motivo no irían los civi­les a Aguascalientes, pero los civiles insis­tieron en sus pretensiones. Se suspendió la sesión sin que llegara a ningún acuerdo. Al día siguiente se recrudecieron los ata­ques entre Cabrera y Obregón. Con marcada hostilidad y hasta con desprecio acordaron los jefes que la de Aguascalientes fuera una convención militarista. El 10 de octubre se reanudaron las sesiones en el Teatro Morelos con la designación de otra mesa directiva, que quedé integrada por los generales Antonio I. Villarreal, José Isabel Robles, Pán­filo Natera y Mateo Almanza, los coroneles Marciano González, Samuel N. Santos y Vito Alessio Robles.

 

A pesar del cambio, Carranza y Villa se mostraban desconfiados y se vigilaban mu­tuamente. Por lo pronto, las fuerzas villistas, sin autorización, se movieron hasta Guadalu­pe, Zacatecas, lugar próximo a Aguascalien­tes, lo que motivó que Carranza ordenara al general Pablo González que marchara con toda prontitud a San Francisco del Rincón, Guanajuato, con la intención de no conceder mayor libertad de acción al casi ineludible enemigo.

 

Los convencionistas acordaron solemnemente declarar Soberana a la Convención, con el compromiso de que sus disposiciones fueran respetadas y observadas por todos los mexicanos.

 

Ya con la representación villista en las personas de los generales Felipe Angeles, Eugenio Aguirre Benavides y Roque González Garza, la convención tomó otra fisonomía. En una de las sesiones de trabajo, Villa se presentó en el recinto sin previo aviso, provo­cando su presencia aclamaciones, y en el momento en que estampé su firma en la bandera nacional se escuchó otra ovación. Cuando Obregón y Villa, los dos victoriosos genera­les de la Revolución  Constitucionalista, se estrecharon en simbólica abrazo, se pensó ilusoriamente que por fin se lograría la paz y que las diferencias pasaban al olvido.

 

Sólo faltaba la representación del zapatis­mo, la otra facción significativa de la causa triunfante. Antonio I. Villarreal, presidente de la Convención, sugirió que se nombrara una comisión para marchar al sur con objeto de invitar personalmente a Emiliano Zapata, sugerencia que fue aprobada, y al frente de la comitiva marchó Felipe Angeles con destino a Cuernavaca. Las pláticas se llevaron a cabo en un ambiente cordial, culminando con el formal compromiso de que Zapata enviaría de inmediato a sus representantes.

 

La comitiva sureña quedó integrada por los generales Rafael Cal y Mayor, Samuel Fernández, Manuel Robles, Leobardo Gal­ván, Juan Banderas, los coroneles Genaro Amézcua, Paulino Martínez, Rodolfo Magaña y Juan Ledezma y el representante personal de Zapata licenciado Antonio Díaz Soto y Gama. La mañana del 26 de octubre se sentaron en el recinto convencionista y fueron saludados con una gran ovación, vivas a la Revolución y a México.

 

La participación de Antonio Díaz Soto y Gama estuvo a punto de provocar una bala­cera, ya que sin intención de menospreciar al lábaro nacional estrujó la bandera indican­do que aquel trapo no tenía ningún signifi­cado y que se negaba a firmarla. Se refería por supuesto al valor material y no al simbólico, pero no obstante se escucharon gritos de protesta. Restablecido el orden, se aclaró la actitud del orador y prosiguió la sesión con cierta inquietud. El siguiente orador, el general carrancista Eduardo Hay, besó la bandera antes de iniciar su intervención, acto que fue largamente aplaudido.

 

La postura de los zapatistas era intran­sigente. Paulino Martínez manifestó que el Plan de Ayala debía aceptarse en todo su contenido y en forma incondicional, además pedían que Carranza fuera retirado como primer jefe. Decían que sólo así se converti­rían en miembros de la Convención y que en este caso reclamarían 60 asientos, ya que d Ejército Libertador del Sur contaba con un efectivo de 60.000 hombres.

 

Por su parte, Venustiano Carranza deci­dió no acudir a Aguascalientes por considerar que la población no era neutral, pues conocía los movimientos de la División del Norte, así como el sesgo que habían tomado las sesiones de la Convención con la asis­tencia de los representantes del villismo y del zapatismo, que unidos presentaban un frente común, como quedó demostrado con las palabras de Roque González Garza, quien a nombre de Villa declaró que la División del Norte hacía suyo el Plan de Ayala. Carranza optó por alejarse, dejando la ciudad de México para establecerse en el puerto de Veracruz. Su marcha puso en claro que no estaba dispuesto a acatar los acuerdos de aquella Soberana Convención.

 

El día 29 de octubre se presentó Obregón en el Teatro Morelos para dar lectura a la carta sellada que había recibido de Venus­tiano Carranza. En términos agresivos cali­ficaba a los convencionistas de reaccionarios y los acusaba de querer retirarlo del mando por su postura radical, y enfatizaba que es­taba dispuesto a dejarlo siempre y cuando su renuncia estuviera acompañada del cese simultáneo de Villa como general en jefe de la División del Norte y del de Zapata como comandante en jefe del Ejército Libertador del Sur. Finalmente advertía que si los delegados no estaban de acuerdo con este sacrificio, él reuniría a los constitucionalistas para aca­bar con los enemigos de la libertad.

 

Ante estos acontecimientos la Convención, entró en su momento más crítico, pues las diversas facciones amenazaban con aca­bar con ella y con la labor bien intencionada de numerosos revolucionarios.

 

El general Obregón, Eugenio Aguirre Benavides, Eulalio Gutiérrez, Manuel Chao y Raúl Madero, entre otros, con el deseo de calmar los ánimos y unificar los criterios, presentaron el día 30 de octubre a la Con­vención un proyecto de carta dirigida a Ca­rranza, en la que se aceptaba su renuncia y se le rendía un justo tributo por su labor patriótica. El proyecto provocó enconados debates y la situación se tornó tan delicada, que se votó por la interrupción de la asam­blea. En sesión secreta se aceptaron las renuncias de Venustiano Carranza a la primera jefatura y la de Villa como comandante de la División del Norte; lo relativo a Zapata quedó por lo pronto en suspenso.

 

Este acuerdo obligó a los delegados a elegir un presidente provisional. Se mencionaron los nombres de Antonio I. Vilarreal, José Isabel Robles y Eulalio Gutiérrez y otra vez se registraron acaloradas discusiones en­tre carrancistas y zapatistas. Obregón ter­ció en favor de Gutiérrez, hombre sencillo y sano de pensamiento, que resultó electo para desempeñar la presidencia durante veinte días. Se aprobó también que una comisión in­tegrada por Obregón, Aguirre Benavides y Eduardo Ruiz marchará a la ciudad de México a notificar personalmente a Carranza que su renuncia había sido aceptada. Al mis­mo tiempo  acordó la Convención que los ejércitos y divisiones fueran fraccionados y pasaran a depender del ministerio de Guerra del presidente interino.

 

Con estas disposiciones se intentaba evi­tar el rompimiento de la unidad revoluciona­ria, puesta en peligro por los intereses perso­nales de Carranza y Villa. La aceptación de sus renuncias hacía pensar que el problema se solucionaría. Pero la realidad era otra, ya que cuando arribó la comisión a la ciudad de México, Carranza se había marchado hacia Veracruz.

 

Un tanto confusos por las informaciones recibidas, los miembros de la Convención votaron el día 5 de noviembre el importante, pero peligroso, acuerdo de que si para las seis de la tarde del día 10 de aquel mes Carranza no había entregado el poder a Gu­tiérrez, se le declaraba en rebeldía. El día 8, en Córdoba, Carranza manifestó que renun­ciaba a la primera jefatura y que no recono­cía las disposiciones de la llamada Soberana Convención, lo que obligó a los convencionis­tas a declarar presidente provisional de México al general Eulalio Gutiérrez. Por su parte, Villa  sin dar señales de abandonar el mando de la División del Norte, se infiltró con sus tropas en el estado de Aguascalien­tes, en la confianza de que la Convención lo llamaría al declararle la guerra al ex primer jefe.

 

La Convención intentó, sin lograrlo, en­trar en contacto con Carranza, que se negaba a ello, y para aquellas fechas se desconfiaba de Obregón por su comportamiento en el seno de la Convención. Después de llegar a México y a Puebla, los comisionados conti­nuaron la pacífica persecución, dándole al­cance el día 9 de noviembre en la ciudad de Córdoba, Veracruz. Este mismo día Carran­za comunicaba a la Convención que había lle­gado la comisión y les recordaba que su carta del 23 de octubre no era su renuncia, sino una disposición a presentarla, y que  por tanto la designación de Gutiérrez era ilegal. También les hacía notar que Villa continuaba al frente de sus hombres y que seguía en su avance.

 

El presidente Gutiérrez, hombre de buena fe, creía con verdadero optimismo que era posible la reconciliación. El 10 de noviem­bre telegrafió a Carranza instándole a reco­nocer los acuerdos de la Convención. La res­puesta se recibió por la misma vía y sin la menor cortesía. Indicaba Carranza que la Convención no tenia facultades para nombrar presidente y terminaba diciendo que no entregaría la jefatura.

 

Algunos generales comprendieron la magnitud del conflicto. Reunidos en Silao, solici­taron a la Convención el alejamiento de Villa, e incluso sugerían que se le comisionara en el extranjero. Hacían hincapié que si lo aceptaba, se comprometían a obtener la re­nuncia y el destierro de Carranza. Eulalio Gutiérrez contestó que a Villa se le había lla­mado después de que el ex primer jefe se declaró en rebeldía, pero ofrecía que si Ca­rranza renunciaba, de inmediato separaría a Villa. En realidad era un callejón sin salida; ninguno de los dos personajes estaba dispuesto a ceder y ambos deseaban la gue­rra. Es de mencionar que Villa, en uno de sus arranques característicos, comunicó por escri­to que sugería que ambos fuesen fusilados. Como era lógico la propuesta no pasó de ser escuchada.

 

La Convención celebró en Aguascalientes el 13 de noviembre su última sesión con es­casa asistencia, ya que los carrancistas ha­bían abandonado la población para seguir a su jefe. La mayoría de los villistas habían decidido concentrarse en su cuartel general, y sólo unos cuantos comandantes norteños ajenos a la División de Villa, así como la re­presentación zapatista, asistieron a la asam­blea, en la que se acordó que la Convención cambiase su sede a la ciudad de México, des­pués de que Villa la ocupara. Otro acuerdo importante fue la designación de una Comisión Permanente formada por veinte miembros y presidida por el general Roque González Garza.

 

Con el enfrentamiento inevitable de las facciones revolucionarias, de la comisión enviada a entrevistarse con Carranza sólo regresó Eugenio Aguirre Benavides. La deci­sión de Obregón fue delicadísima, ya que había antecedentes muy especiales, pues ha­bía estado de acuerdo con Villa en separar a Carranza, y además en la Convención siem­pre mostró deseos de obtener la paz. Por último, fue él quien sugirió a Eulalio Gutiérrez para asumir la presidencia provisional. Pero por otra parte se daba cuenta de que Gutiérrez estaba en manos de Villa, con quien había tenido dificultades hasta el punto de que poco faltó para ser fusilado; por tanto conocía el peligro que significaba el arrebato y la violencia de Villa. Todo esto llevó a Obregón a decidirse por el carrancismo.

 

Al intentar hacer un análisis de la ideología de la Convención de Aguascalientes se presentan dificultades insalvables en virtud de que en ningún momento se logró una de­terminada unificación de criterios. Las fac­ciones siempre  estuvieron perfectamente definidas: carrancistas, villistas y zapatistas. Estas dos últimas se unieron contra Carran­za, pero sin estar plenamente identificadas.

 

Por otra parte, la Convención no logró los objetivos políticos y de reformas sociales, agrarias y administrativas que se había propuesto. El ideal que los movió a reunirse se vio empañado con rapidez increíble por la ambición y el egoísmo personales de Carran­za y Villa.

 

No obstante, la ideología constitucionalista se significa por tener bases más sólidas y por elaborar reformas trascendentales para la nueva vida constitucional que se genera a fines de 1916 y alcanza su realización en febrero de 1917. Su punto de partida, aunque fue estrictamente político con el Plan de Guadalupe, conforme avanzó el movimiento tomó otras características, sobre todo a su triunfo.

 

Establecido Carranza en Veracruz, decretó reformas importantísimas, tales como las Adiciones al Plan de Guadalupe en diciembre de 1914. Entre las leyes y decretos emitidos en aquella época sobresalen la del Divorcio y la Agraria del 6 de enero, la de la Explotación Petrolera y las disposiciones sobre legislación obrera.

 

Desvanecida toda posibilidad de reconci­liación entre la Convención y Carranza, la guerra no se hizo esperar. Francisco Villa, como general en jefe del ejército convencio­nista, que no era otro que la División del Norte con algunas pequeñas incorporaciones, marchó a la Ciudad de México acompañando al presidente Eulalio Gutiérrez. Muchos pro­blemas provocaron los norteños en la capital, y pronto quedó de manifiesto que Villa y su gente hacían su voluntad, sin tomar en cuenta para nada a la presidencia que antes habían apoyado.

 

Entre los hechos importantes que se registraron figura la entrevista entre Villa y Zapata, en Xochimilco. Sus ejércitos se unieron para combatir a Carranza, quien por cier­to aprovechó estos días para reorganizar el suyo, al que regresaron la mayoría de los constitucionalistas.

 

El presidente Gutiérrez comprendió en seguida que era imposible gobernar con la presión del villismo y del zapatismo, pues unos cuantos días después de iniciada su gestión era vigilado en todos sus actos. Ante tal situación, Gutiérrez dio a conocer el "Ma­nifiesto del Pueblo Mexicano", en el que daba a conocer los agravios de Villa y las anomalías que se registraban. Terminaba relevando de la jefatura de sus corporaciones a los generales Villa y Zapata. También exhortaba a los mexicanos a la unificación para lograr la eliminación de Carranza. El escrito y los rumores de que Gutiérrez y Obregón se habían unido para desconocer a Villa y a Carranza, provocaron la cólera de Villa, quien en telegrama fechado el 15 de enero ordenó a José Isabel Robles que procediera a ejecutar al presidente. Robles mostró lealtad al gobierno provisional e informó a Gutiérrez del contenido del telegrama, lo que dio lugar a que en las primeras horas del día 16, acompañado por el general Lucio Blanco y una pequeña columna, partiera con destino a Pachuca, con la intención de internarse más tarde en San Luis Potosí.

 

El presidente de la Convención, general Roque González Garza, al tener conocimien­to de la huida de Gutiérrez, decidió trasla­darse a Palacio y hacerse cargo del gobier­no convencionista. Los principales jefes del Ejército del Sur marcharon a la ciudad de México, y con los delegados presentes se cele­bró una sesión la noche del 16, en la que se hicieron cargos inmerecidos a Gutiérrez. Se acordó que todos los poderes, incluso el Ejecutivo, los asumiría en lo sucesivo la Con­vención, delegando las funciones ejecutivas en su presidente, en este caso González Gar­za, quien con su acostumbrada energía in­tegró el gabinete y designó a Villa jefe de las operaciones militares de su gobierno.

 

Las primeras acciones se registraron en enero de 1915. El general Villa ordenó a Tomás Urbina marchara a San Luis Potosí para dar alcance a Eulalio Gutiérrez. La plaza estaba defendida por el ex villista Eugenio Aguirre Benavides, que continuó leal al pre­sidente, pero sus tropas no quisieron luchar con los villistas, por lo que con escasas fuerzas evacuó la población, pero fue alcanzado y derrotado por Agustín Estrada, quien poco después ocupó Querétaro.

 

En febrero Villa decidió formalizar la campaña, y con, el grueso de su columna se movió por Guanajuato y Michoacán para llegar a Jalisco, mientras los generales ca­rrancistas Manuel M. Diéguez y Francisco Murguía, sin presentar combate, se replegaron hacia Sayula y Ciudad Guzmán, lo que permitió a Villa ocupar Guadalajara el día 13 de este mes, dejándola custodiada por Julián Medina y Rodolfo Fierro, en tanto él se di­rigía a Nuevo León y Tamaulipas, que esta­ban en poder del enemigo.

 

Por su parte Carranza ordenó a Obregón marchara a recuperar la ciudad de México, que se encontraba en manos de los zapatistas. Ante el avance de Obregón, González Garza decidió aceptar la invitación de los su­reños, y en las primeras horas del 27 de enero marchó con destino a Cuernavaca. A pesar de que el Ejército del Sur tenía avanzadas en Xochimilco, Tlalpan, Contreras, San Angel, Mixcoac y Tacubaya no atacaron a los cons­titucionalistas, y Obregón ocupó la capital sin oposición el 28.

 

Los convencionistas se reunieron el 31 de este mes en el teatro Toluca de la ciudad de Cuernavaca, y en la sesión se confirmó la unión de norteños y sureños. Sin embargo, era patente que el triunfo de la Convención dependía de los resultados de la campana militar de Pancho Villa en el norte, pues Za­pata había demostrado escaso interés en la lucha y como siempre sólo le preocupaba el aspecto localista; de hecho sus tropas no prestaban apoyo al grueso del ejército con­vencionista.

 

Con la ocupación de la sufrida ciudad de México por los carrancistas la situación em­peoró: se desmantelaron fábricas para lle­var la maquinaria a Veracruz; se cerraron escuelas y se intentó que los profesores se fueran al puerto; se confiscaron ilegalmente propiedades a particulares y, además, con el desconocimiento de la moneda se cerraron algunos Bancos y escasearon los alimentos, mientras el agua era cortada por los zapatis­tas de las bombas de Xochimilco. Los co­merciantes se negaban a recibir la moneda constitucionalista porque preveían que Obregón evacuaría muy pronto la ciudad y que los zapatistas se adueñarían de ella. Es más, se comunicó que México dejaba de considerar­se la capital de la República y que pasaba a ser la capital del Valle de México, estado de nue­va creación.

 

El incidente que desbordó el descontento y la antipatía popular hacia Obregón fue la orden por la que se exigía al clero una elevada suma de dinero en efectivo. Monseñor Antonio de Jesús Paredes aseguró que no tenían tal cantidad. Al no cubrirse, Obregón dispuso que todos los curas fuesen llevados al Palacio Nacional, y sin mayor explicación les hizo saber que estaban detenidos. Al pro­palarse la noticia, la multitud se amotinó ante Palacio y exigió la libertad de los reli­giosos, al tiempo que las autoridades daban orden de que un escuadrón de caballería dis­persara a los revoltosos. En los días subsecuentes Obregón recibió algunas visitas e incluso fueron recibidas varias representaciones extranjeras, todas ellas con la intención de persuadirlo, pero en lo único que cedió fue en poner en libertad a los curas extranjeros; los mexicanos fueron enviados a la cárcel. Otra manifestación con idénticos fines terminó en tremenda lucha callejera al enfrentarse con los participantes de la contramanifestación orga­nizada por la Casa del Obrero Mundial. A pesar de todo los curas no entregaban el di­nero, por lo que Obregón tomó la decisión de que a los viejos y achacosos se les pusiera en libertad, y a los otros se les enviara a Veracruz. Cuando se presentaron ante Carran­za, éste molesto por el incidente, ordenó de inmediato su libertad, y los religiosos retornaron a la ciudad de México.

 

Obregón continuó exigiendo tributos a los comerciantes, con la salvedad de que las aportaciones monetarias habían de ser en dólares. Estos tributos afectaron a las em­presas extranjeras, lo que dio lugar a que los agentes diplomáticos de diversas naciones se dirigieran telegráficamente a Carranza y le hicieran notar que se estaban desconocien­do los tratados internacionales.

 

Los preparativos para la evacuación de la columna de Obregón se realizaron los prime­ros días de marzo, y para el 9 abandonaban la ciudad con destino a Omestuco, centro ferro­viario de importancia. Pero ante el amago zapatista, Obregón optó por cambiar a Tula y a Pachuca, donde permaneció algunos días reforzando a sus tropas. La ciudad de Méxi­co olvidó los desmanes pasados y recibió a los zapatistas con entusiasmo, ya que los veían como libertadores y la población esperaba que se normalizara el suministro de ali­mentos.

 

Desde el punto de vista militar, la estan­cia de Obregón en México desvaneció la unión efectiva entre villistas y zapatistas. Villa comprendió que el Ejército del Sur no significaba ningún apoyo y que su interés era de carácter localista. En cuanto a la Con­vención, casi en su totalidad quedó integra­da por zapatistas, y aunque su presidente, González Garza, era de la desaparecida Di­visión del Norte, para estas fechas no tenía ninguna fuerza en el seno de la Convención. No obstante, Zapata, al no contar con ayuda de armas y municiones por parte de Villa, acudió al gobierno convencionista, lo que provocó desavenencias con González Garza.

 

Poco pudo hacer la Convención en Cuer­navaca dadas la frialdad y la falta de apoyo de Zapata. Con la evacuación de Obregón, el gobierno de González Garza regresó a la ciudad de México el 11 de marzo.

 

Si Roque González Garza pensó que la nueva sede lo liberaría de la presión zapa­tista, estaba en un error, pues Zapata le impuso a las nuevas autoridades de la ciudad. Reanudada la comunicación telegráfica, el presidente de la Convención entró en con­tacto con Francisco Villa, quien le manifestó que la salvación de ese cuerpo era su trasla­do a Torreón o a Chihuahua. González Garza indicó que no era conveniente en tales momentos, y hacía notar además que si la mayoría de sus miembros eran zapatistas di­fícilmente aceptarían cambiar al norte. No estaba equivocado, pues, aunque en la sesión que dio a conocer la invitación fue aprobada, todos ellos sentían repugnancia por el norte. De todas formas se iniciaron los preparativos para el éxodo.

 

La primera sesión de esta nueva etapa se verificó el 21 de marzo, con los inciden­tes acostumbrados. Aun así se insistió en las reformas sociales, pero desgraciadamente pronto pasó la euforia y el interés volvió otra vez a lo militar.

 

La campaña definitiva estaba a punto de iniciarse, pues Obregón, ya en Querétaro, se disponía a marchar al norte. Llegado a Celaya recibió el primer ataque villista en la estación de El Guaje, sobre la brigada del general Fortunato Maycotte. En la mañana del 6 de abril los combates se formalizaron y el fuego se prolongó hasta el día siguiente por la tarde, en que decreció y se llegó a la calma. Este alto el fuego continuó durante va­rios días y los contendientes lo utilizaron para reorganizarse y sumar refuerzos. Villa esperaba a Felipe Angeles, que retomaba después de las victorias de Ramos Arizpe. ­En la tarde del día 13 del mismo mes de abril recomenzaron los combates y Villa comprendió la necesidad de romper el cerco, por lo que durante la noche envió carga tras carga de caballería, aunque sin lograr su objetivo. Amaneció el día en plena acción, y el 15 Obregón cambiaba su táctica defensiva y pasaba a la ofensiva ordenando un movi­miento envolvente de la caballería en tanto que la infantería iniciaba el avance con el apoyo del fuego simultáneo de la artillería. Esta acción sorpresiva provocó la confusión en las tropas convencionistas, a pesar de que Villa hacía esfuerzos titánicos para im­poner el orden. La retirada resultó desastrosa y hacia las siete de la noche había con­cluido la lucha.

 

Con este triunfo las fuerzas constitucionalistas avanzaron hacia Silao sin perder de vista a su enemigo, que a su vez intentaba reorganizarse en plena retirada. Las nuevas acciones se registraron el 26 de abril en las afueras de León, y en los días siguientes lle­varon la ofensiva en forma alterna, recibiendo ambos ejércitos tropas de refuerzo. El alto mando convencionista decidió formalizar la ofensiva el 12 de mayo con el fuego de la ar­tillería, pero los carrancistas contestaron al bombardeo con la misma intensidad, y a pesar de la dureza del combate ninguno de los dos mejoró sus posiciones. Durante los días 19, 20 y 21 el fuego decreció y se registra­ron acciones sin importancia, siendo obvio que las jefaturas preparaban un nuevo plan de combate.

 

Obregón ordenó al general Francisco Murguía ocupar la plaza de Dolores Hidalgo para cortar la posible ayuda de alguna columna villista por el lado de Celaya. Los combates se reanudaron el día 22 de junio con fuego de artillería,  y Obregón dispuso que Murguía regresara aunque no hubiera ocupado Dolores Hidalgo, por lo que los villistas fueron sorprendidos entre dos fuegos y obligados a replegarse con grandes pérdi­das precisamente hacia Dolores Hidalgo.

 

El primero de julio amaneció con una nueva ofensiva villista, y en esta ocasión con magníficos resultados, pues ocuparon Silao, Irapuato y la Estación de Nápoles. Al caer la noche los villistas tenían copado al enemigo en la hacienda de Santa Ana del Con­de. Obregón contraatacó a los convencionis­tas y se  estableció un intenso duelo arti­llero, durante el cual una de las granadas cayó cerca del grupo en el que se encontraba Obregón y todos fueron derribados. Pasada la primera confusión se advirtió que el divi­sionario estaba herido del brazo derecho y que requería atención médica; entonces el mando pasó a manos del general Francisco Murguía, quien decidió tomar la ofensiva en las primeras horas del 5 de junio, y poco a poco el fuego se fue generalizando y al mediodía se combatía en todos los frentes. Los villistas tuvieron que ceder terreno y hacia las tres de la tarde se luchaba en las goteras de León. Los flancos villistas se fueron debi­litando y ya sin ninguna cohesión iniciaron desorganizada retirada, que pronto se convirtió en desbandada.

 

Aniquilado militarmente, Villa buscó la reconciliación con Carranza con el pretexto de que el gobierno de los Estados Unidos manifestaba la conveniencia de finiquitar la guerra interna para no verse obligado a intervenir. En mensaje dirigido a Carranza, Villa le decía que si estaba dispuesto a solu­cionar el conflicto se lo comunicara a fin de iniciar las pláticas de reorganización del gobierno constitucionalista; como era lógico, Carranza no aceptó, y por el contrario ordenó el asalto contra el enemigo parapetado en Aguascalientes.

 

Por aquellos días el general villista Rodolfo Fierro llevó a cabo un audaz avance. Después de fracasar en Lagos de Moreno, engañó al general Novoa y ocupó León, más tarde Pachuca, sin que el general Pablo Gon­zález opusiera resistencia, e incluso parece que permaneció dos días en la ciudad de México.

 

El 10 de julio Obregón, que ya se había reincorporado, dispuso el ataque en Aguas­calientes. Los desalentados villistas cedieron terreno y se ordenó la retirada hacia Zacatecas. Al frente de una poderosa columna, Mur­guía marchó en su persecución. Los villistas continuaron hacia el norte, registrándose deserciones día a día, mientras que otros entra­ban en pláticas para rendirse al constitucio­nalismo. En el mes de septiembre se calcula que la columna de Villa alcanzaba apenas un efectivo de 4.000 hombres; y en cuanto a la de Fierro también se batía en retirada, aun­que asestando de vez en cuando audaces ataques sorpresivos contra sus perseguidores.

 

Villa no cedió en la lucha contra los constitucionalistas, pero ya no constituía ningún peligro. Sus asaltos eran desorgani­zados y sorpresivos. En esta última fase sus principales perseguidores fueron Francisco Murguía, Joaquín Amaro, Manuel M. Diéguez, Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárde­nas. De hecho, Villa volvió al bandolerismo.

 

Eliminado el peligro militar que representaba Villa, muchos jefes y generales que permanecían indecisos se fueron agrupando alrededor de Carranza. El prestigio de Obre­gón ayudó en mucho para que tomaran par­tido por el constitucionalismo y en cuanto a los que lo combatieron abiertamente, en su mayoría se acogieron a la amnistía. Por otra parte, el reconocimiento de los Estados Uni­dos del llamado Gobierno de Facto de Ca­rranza acabó de dar la hegemonía revolucionaria al constitucionalismo. Sólo Villa y Zapata, aislados y sin constituir una seria amenaza, continuaban en rebeldía.

 

Por lo que se refiere a la Convención y a su gobierno permanecieron en la ciudad de México, pero las sesiones se celebraron con irregularidad y con notoria hostilidad hacia el jefe del Poder Ejecutivo, general Roque González Garza. Dominada en su totalidad por elementos zapatistas, acordó en la sesión del 10 de junio cesarlo en sus funciones y de­signar al licenciado Francisco Lagos Chá­zaro para sustituirlo.

 

Ante los acontecimientos militares, el nuevo gobierno convencionista optó por cam­biar de sede, declarando capital de la República a la ciudad de Toluca. Las fuerzas constitucionalistas ocuparon de modo defi­nitivo la ciudad de México e iniciaron la persecución de los convencionistas. Lagos Cházaro, con algunos miembros de su gabi­nete, marchó al norte con la intención de salvar a su gobierno, pero en un punto llamado La Gruñidora, Zacatecas, fue alcanzado por los constitucionalistas. La comitiva se dispersó y Lagos Cházaro a duras penas logró llegar a la costa del Pacífico, donde poco des­pués se embarcó para Centroamérica.

 

El año 1916 vio la consolidación del Gobierno de Facto, pues los nubarrones del vi­llismo se dispersaron ante la tenaz campaña de Obregón y Elías Calles en los estados de Sonora y Chihuahua. El cinco de enero de dicho año Carranza declaró por decreto capi­tal de la República a la ciudad de Querétaro. Pacificado la mayor parte del territorio na­cional, Carranza efectuó diversas giras que ayudaron notoriamente a unificar los ideales de la Revolución, y el 21 de septiembre se publicó la convocatoria para la elección de los diputados constituyentes. Se manifes­taba que los electos deberían presentarse en la ciudad de Querétaro el día 20 de noviem­bre para celebrar las primeras juntas, y que oficialmente el Congreso Constituyente abri­ría sus sesiones el día 1 de diciembre de 1916. Su principal objetivo sería el de redac­tar la nueva Constitución.

 

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118.            El Congreso Constituyente de 1916 – 1917.

 

De acuerdo con muchos de los planteamientos iniciales del proceso revolucionario, y debido a que el general Porfirio Díaz gober­nó extralimitando los poderes que le otorga­ba la ley, muchos ideólogos propugnaron la necesidad de restaurar la observancia estric­ta de la Constitución liberal de 1857. Sin embargo, hubo factores que trascendieron tal propósito y, años después de 1910, se comen­zó a generalizar la opinión favorable a poner en práctica nuevas leyes, sobre todo de carácter social, derivadas de un nuevo texto cons­titucional. Entre los factores que conviene tener presentes sobresale, por una parte, el fracaso del presidente Francisco I. Madero, quien no pudo controlar a sus opositores, tanto a aquellos que se le enfrentaron por las vías institucionales (Poder Legislativo, pren­sa) como a quienes se levantaron en armas. La actitud legalista de Madero demostró lo que en un libro -La constitución y la dictadura- había señalado el jurista Emilio Rabasa: que la Constitución de 1857 en manos de un Poder Ejecutivo débil, el Legislativo trataría de invadirlo y podría llevarlo a la desaparición. (Rabasa demostraba que tanto Juárez como Díaz habían gobernado con fa­cultades extraordinarias y por ello habían construido un Estado fuerte basado en la ruptura del equilibrio de poderes, en rigor, la única manera posible de gobernar).

 

Por otra parte, la lucha de facciones no sólo libró batallas con las armas, sino que también se valió de la expedición de leyes de contenido social para garantizarse  el apoyo de las masas, las cuales se verían beneficiadas en el caso de aplicarse los decretos que esti­pulaban la reforma agraria, el salario mínimo, la jornada máxima de trabajo y otras si­milares. En los ánimos de los que se convir­tieron en ideólogos de la revolución existía la certidumbre de que era necesario crear nue­vas instituciones dada la circunstancia presente. Se recordará que algunos revoluciona­rios llegaron a exigir a Carranza que inclu­yera puntos de interés social en el Plan de Guadalupe, a lo que el primer jefe contestó que esto vendría después y no en el momento de dirigir sus esfuerzos para derrocar a Vic­toriano Huerta. El sentido de convocar una convención de jefes revolucionarios no era otro que el de revisar la lista de necesidades socia­les para procurar las soluciones legales. Dado que convencionistas y constitucionalistas lucharon entre sí, al derrotar éstos a los pri­meros, Carranza convocó a elecciones para diputados que integrarían un Congreso Constituyente. Esto sucedía en 1916.

 

El Congreso se constituyó el 1 de diciem­bre de 1916, después de proceder a la obli­gatoria revisión de las credenciales de los as­pirantes. En las denominadas juntas prepa­ratorias, Carranza dio a conocer su proyecto de reformas a la Constitución de 1857 que, a su juicio, era el documento que los consti­tuyentes habrían de aprobar. No contó con que la mayoría de los integrantes se inclinarían por reformas más radicales y que sólo conservarían de su proyecto aquellos pun­tos con los cuales era difícil estar en desa­cuerdo, sobre todo los relativos a cuestiones concernientes a asuntos jurídicos de carácter formal.

 

Era característica del Congreso Constitu­yente que en él no tenía cabida la oposición, ya que en el decreto que lo instituyó se nega­ba el acceso a aquellos que hubieran luchado contra el constitucionalismo. Es decir, no par­ticiparon en él ni los miembros del antiguo régimen ni los huertistas, ni tampoco los zapatistas o los villistas. Pero, ya dentro del seno de la asamblea, surgieron dos grupos: el carrancista o moderado, de ideología liberal más o menos ortodoxa, y el de los radicales o jacobinos, que propugnaba la erección de un Estado fuerte, propulsor de las reformas sociales. Entre los miembros del primer gru­po había diputados de la XXVI Legislatura Federal que pertenecieron al Bloque Renovador. Al principio hubo una fuerte aposición para que éstos no entraran, ya que se pretextaba que habían dado carácter legal al gobierno de Huerta, pero a fin de cuentas lograron per­tenecer al Congreso. Entre ellos destacaron Luis Manuel Rojas -presidente del Congreso-, Félix F. Palavicini, Alfonso Cravioto y José Natividad Macías. De los radicales, los más renombrados fueron Francisco J. Mú­gica -presidente de la primera comisión de la Constitución-, Heriberto Jara, Rafael Martí­nez de Escobar y otros. Alvaro Obregón apo­yaba a los radicales, lo que daba fuerza a este grupo fuera de la asamblea.

 

Aparte esta división de carácter ideológico, es difícil establecer otras, como podrían  ser la de jóvenes y viejos, ya que hubo hombres de distintas edades en ambos grupos; de elementos provenientes del campo o de la ciudad, aunque en este sentido sí se puede percibir un mayor radicalismo rural; la sepa­ración entre civiles y militares casi no opera, puesto que la mayoría poseía algún título profesional, y hubo algunos que después de ejercer alguna profesión, como la de ingeniero, llegaron a obtener las más altas gra­duaciones en el ejército. (Tal es el caso de Pascual Ortiz Rubio y Amado Aguirre, entre otros.) Acaso un elemento que puede dar lu­gar al establecimiento de relaciones sea el concerniente a la procedencia regional, pero si se tiene en cuenta que Palavicini y Mar­tínez de Escobar eran tabasqueños, tampoco es posible señalar generalizaciones. Por ello la mejor división posible es la ya tradicional de liberales y radicales o, con otros nombres, la de "senadores romanos" y “jacobinos”.

 

En muchos puntos se estuvo de acuerdo y la discusión fue mínima, de trámite. No así en los puntos más sobresalientes, en los cuales incidían los elementos claves de una concepción general de la sociedad. Es decir, la polémica de fondo siempre implicó el alcance de la intervención del Estado en la ma­teria sobre la cual se legislaba. Veamos más de cerca los debates en torno a tales puntos de divergencia.

 

La educación pública.

 

El primer debate de honda controversia fue el relativo al artículo 3°. Múgica planteó en su redacción la prohibición expresa a los religiosos de dedicarse a la enseñanza, además de señalar la obligatoriedad de la educación primaria y el hecho de que el Estado ejerciera vigilancia sobre los planteles privados y se ocupara de proporcionar gratuitamente educación. El meollo de la polémica versó fundamentalmente en el derecho de educar que se arrogaba el Estado frente al derecho natural, de corte netamente liberal, por el que el individuo quedaba en libertad de escoger la educación que mejor le conviniera.

 

 Múgica alegó en favor de la educación im­partida por el Estado y señaló que éste tiene como obligación procurar el desarrollo na­cionalista del país. Si se promulgaba la plena libertad educativa, ya el clero, ya las insti­tuciones de extranjeros dedicadas a la ins­trucción podían difundir una enseñanza contraria a los intereses nacionales. En otros términos, el nuevo Estado revolucionario te­nía como sentido fundamental el de formar la nacionalidad mexicana o, lo que es lo mis­mo, hacer de México una nación, para lo cual era necesario procurar la unidad entre los ciudadanos. El Estado nacional entra en contradicción con el liberalismo pleno. Mú­gica era consciente de que la escuela era el medio más eficaz para que los que la impartieran se pusieran en contacto con las familias e inculcaran las ideas fundamentales en los nuevos hombres. Si se sancionaba la li­bertad de enseñanza, como pretendían los carrancistas, se ponía en peligro el desarro­llo de la unidad nacional futura del país, que era uno de los sentidos básicos de la Revolución.

 

Las voces de Palavicini, Cravioto y Macías se hicieron escuchar en el Congreso para rebatir la tesis planteada por Múgica y los radicales, como Recio y Monzón. Ellos alegaban jurídicamente que si el artículo pertenecía al capítulo de las garantías individuales, el hecho de que el Estado fuera el titular de la educación contradecía totalmente un derecho que se planteaba como natural en el individuo. Por otra parte, alegaron en favor suyo que la libertad de enseñanza no produ­ciría necesariamente la división de la nación. Señaló Cravioto que Juárez fue educado por frailes y que en cambio, los miembros del partido científico recibieron una educación laica, derivada de la enseñanza de Gabino Barreda; huelga añadir que Cravioto sugería que Juárez ayudó al país mientras que los científicos lo explotaron. Luis Manuel Rojas recordaba a la asamblea que México era un país eminentemente católico y recomendaba la tolerancia para no producir una reacción por parte del clero y las agrupaciones reli­giosas. Por su lado, Palavicini trataba de ha­cer ver a los radicales que la aplicación de la ley que se pretendía aprobar podría producir una intervención extranjera si se intervenía en las escuelas extranjeras. Incluso llegó a circular el rumor, fuera de las discusiones en el seno de la asamblea, de que los Estados Unidos armarían a Villa si se aprobaba el artículo 3°. Los radicales, amedrentados por ello, acudieron a Obregón, quien les brindó su apoyo.

 

Siguiendo con el debate, mientras que Macías abogaba por la tolerancia de la generación liberal de la Reforma, otros diputados respondían que esta tolerancia fue hija de las circunstancias, y que las actuales implicaban la necesidad de erradicar la influencia del clero en la educación. José María Truchuelo animó a los congresistas a acabar con el “tercer enemigo”, el clero, ya que en el campo de batalla había sido derrotado el ejército fede­ral y en el plano político se había acabado con la aristocracia científica.

 

El artículo fue aprobado según la fórmu­la radical. Ello no impidió que los moderados carecieran de razón, puesto que unos días después el aspecto educativo fue una de las banderas esgrimidas por los grupos católicos que organizaron el conflicto contra el Estado en 1926.

 

No obstante lo anterior, quedó establecido un principio básico que echó por tierra definitivamente la idea de la existencia de un derecho natural para ser sustituido por un derecho de la sociedad.

 

Esta fue la primera victoria de los radi­cales, pese a que en la sesión donde se dis­cutió por primera vez este asunto estuvo pre­sente Venustiano Carranza para tratar de influir en los ánimos de los constituyentes.

 

Propiedad y reforma agraria.

 

Uno de los artículos de la nueva Consti­tución que mejor expresa la ideología de la Revolución mexicana es el que lleva el nú­mero 27. En él se establecen las bases para realizar la reforma agraria, dependiendo ésta del concepto de propiedad del suelo. No se limita la definición jurídica al aspecto puramente agrario, sino que aquí se legisla tam­bién sobre las aguas, los bosques y el sub­suelo.

 

La base jurídica consiste en señalar que corresponde a la nación el dominio territorial y será la nación la que otorgue la propiedad privada a los particulares. Existe un funda­mento histórico para dar a la nación el do­minio territorial y parte de que, originalmen­te, correspondía a la corona de Castilla dicho dominio y ella otorgaba mercedes a conquis­tadores y colonos. Ahí se originó la propie­dad privada en la Nueva España; después, con la venta de los bienes que llegó a tener la Iglesia se formaron grandes latifundios. La Iglesia había ido acrecentando sus tierras principalmente a base de las herencias que recibía, así como por medio de diversos ti­pos de donaciones. Uno de los postulados básicos de la revolución fue la reforma agra­ria. Con la ley del 6 de enero de 1915 se sen­taban las bases jurídicas para proceder al reparto. El artículo 27° debía contemplar lo señalado en dicha ley.

 

Los constituyentes expresaron sus ideas sobre la propiedad. Para algunos era el ele­mento básico para que el ser humano sa­tisficiera sus necesidades; en cambio, para otros, no era la propiedad sino el trabajo el factor esencial, y la propiedad era un elemen­to secundario. Hubo quien llegó a considerar la abolición de la propiedad privada, pero lo planteó como una mera utopía derivada del malestar social. Al respecto, la influencia de Andrés Molina Enríquez se había hecho sentir. Para la redacción del artículo se contó con su colaboración como asesor, ya que a no era diputado constituyente. Uno de los principales autores del artículo 27° fue el ingeniero Pastor Rouaix. Tanto él como Molina y muchos de los constituyentes, si no todos, creían que lo ideal era constituir en México un régimen de pequeña propiedad, combina­do con la dotación de ejidos a los pueblos. De hecho, no hubo un enfrentamiento entre colectivistas e individualistas. Tal enfrenta­miento entre dos concepciones distintas res­pecto a la cuestión agraria fue posterior.

 

Del dominio nacional sobre el territorio se desprende la actividad del Estado como agente regulador del otorgamiento de propiedad privada o de ejidos a los beneficiados por la lucha armada. Asimismo, del propio domi­nio nacional se desprenden las limitaciones impuestas a la propiedad, en el sentido de que habría una extensión máxima de terreno, de que los extranjeros deben renunciar a su condición para adquirir tierra, de que las cor­poraciones religiosas tampoco pueden ser pro­pietarias y lo mismo para sociedades come­rciales. Lo anterior se refiere, sobre todo, a la propiedad agraria. Desde luego, el subsuelo corresponde íntegramente a la nación, inclu­yendo minerales e hidrocarburos.

 

Para hacer efectiva la reforma agraria, el artículo 27°, en su redacción original de 1917, propone el fraccionamiento de los latifundios, el desarrollo de la pequeña propiedad, la crea­ción de nuevos centros de población, el fo­mento de la agricultura y la prevención de la destrucción de los elementos naturales.

 

Por lo establecido en el artículo 27°, así como por lo expresado en las discusiones parla­mentarias, puede señalarse que el tipo de propiedad que establece la nueva constitución no se ajusta plenamente ni a los cánones del capitalismo clásico ni a los del socialismo. Del capitalismo conserva la propiedad priva­da, pero al limitarla a una extensión máxima rompe con el esquema liberal; coincide en cierta forma con el socialismo al impulsar la propiedad colectiva, aunque en realidad se trata de revivir sistemas que se habían esta­blecido en la época colonial, así como el mecanismo jurídico señalado.

 

La cuestión laboral.

 

Aunque México no había alcanzado du­rante el porfiriato un desarrollo industrial considerable, sí, en cambio, hubo un elevado número de conflictos obrero-patronales. Además, los precursores de la revolución, como Flores Magón sobre todo, habían insistido en la creación de una legislación equilibrada de los medios de producción. A todo ello es menester sumar la participación de los ba­tallones rojos de la Casa del Obrero Mundial en apoyo del constitucionalismo. Todo ello sirve de antecedente a lo que se estableció en el artículo l23° de la Constitución de 19l7, cuya redacción estuvo a cargo de una comisión en la que intervino de manera extraordinaria­mente activa el ya mencionado con anterioridad ingeniero Rouaix.

 

La discusión dentro del seno del congreso no tuvo matices de violencia verbal como en otras ocasiones, sino que existía un consenso favorable hacia la protección del obrero. Para comprender mejor el artículo en su redac­ción original, así como las reformas que con los años se le han aportado, conviene tener presente lo estipulado en los artículos 4° y 5°, pertenecientes al capítulo inicial de las garantías individuales, que señalan el ejercicio libre de las profesiones, con la única limitación de lesión al derecho de un tercero. El otro factor de importancia es el relativo a que la Consti­tución precisa que nadie podrá ser obligado a prestar trabajos sin la justa retribución y sin su pleno consentimiento, salvo en el caso de que se trate del trabajo impuesto por la autoridad judicial.

 

El texto del artículo 123° constituye todo un compendio dirigido al equilibrio de las rela­ciones obrero-patronales. Establece una jor­nada máxima de trabajo, un salario mínimo relativo a cada región de la República, la pro­tección a mujeres y menores, así como la edad mínima para establecer contratos legales, el descanso periódico obligatorio, la protección a la maternidad, la participación de los obreros en las utilidades de las empresas, la pro­porcionalidad entre el trabajo y el salario, los derechos de asociación para obreros y patro­nos, el derecho de huelga para los obreros y el de paro para los empresarios, así como otros aspectos tendentes a conseguir el in­dicado equilibrio entre los factores de la producción.

 

El Estado asume el papel de instrumento regulador, al servir de árbitro que dirime en última instancia los conflictos entre ambas partes. El Estado reglamenta, legaliza y arbi­tra. Su participación activa rebasa nuevamen­te las limitaciones del Estado liberal, pero no lo trasciende en cuanto a la concepción de las relaciones entre el capital y el trabajo. Lo no­vedoso al respecto radica en las medidas de prevención social favorables a los núcleos pro­letarios.

 

Iglesia y Estado.

 

La armonía que privó en la discusión del proyecto de artículo para el trabajo, que fue aprobado finalmente por unanimidad, no fue la que reinó cuando se discutieron los artículos 24° y 130°. Y es que cuando se trata de las relaciones entre la Iglesia y el Estado no siempre reina la objetividad y la ponderación. Los diputados echaron mano de todo un arsenal filosófico para justificar sus argumentos. Los nombres de Kant, de Comte y Spencer se escucharon en el salón del Teatro Iturbide de Querétaro para indicar que la ciencia posi­tiva demuestra que, por ser relativo, el conocimiento humano no puede alcanzar lo abso­luto. Esto vino a colación en boca del dipu­tado Hilario Medina para explicar el sentido social e histórico de la religión. Medina entiende que la religión en México ha cumplido un papel histórico importante y que en su tiempo era la institución que dotaba al pueblo de una moral que lo mantenía dentro de los límites del orden y el respeto mutuos. En rigor, no se levantan voces contra la religión, salvo por parte de los elementos más radica­les. Donde si se habla en términos más que negativos es en lo tocante a la Iglesia.

 

El clero es concebido por una gran ma­yoría como un instrumento de dominio polí­tico y, aun, como apéndice de un Estado ex­tranjero, el Vaticano, que atenta contra la so­beranía de las naciones. Oportunamente, Palavicini recuerda que no sólo Roma tiene una iglesia, cuando hace referencia al protestantismo que viene de los Estados Unidos, as­pecto poco tratado, ya que en realidad era un grupo minoritario. Algunos diputados, los más radicales, llegan a pedir una extralimita­ción en las funciones jurídicas del Estado al sugerir que se prohiba la confesión. Alguna voz sensata recuerda que la Constitución no puede ni debe pronunciarse en materias teológicas.

 

La controversia radicó básicamente en la contradicción existente entre la garantía de la libertad de conciencia artículo 24° y la necesidad que se presentaba de que el Es­tado ejerciera un control legal sobre la Iglesia. Muchos lo veían necesario para liberar al pueblo de la tutela eclesiástica y para que tal tutela pasara a manos del Estado. Elemento de polémica fue, asimismo, el tocante a la nacionalidad de los ministros de los cultos. Los diputados querían exclusivamente ministros mexicanos para oficiar, pero nuevamente Palavicini recuerda que la Iglesia católica no es la única y que hay cultos griegos, chinos, japoneses, rusos, hebraicos y árabes que difícilmente podrían ser oficiados por nacionales.

 

En cambio, Palavicini apunta que debe haber vigilantes en los templos, que sean de nacionalidad mexicana, y, además, personas que cuiden del patrimonio eclesiástico, propiedad de la nación, para evitar la pérdida de tesoros artísticos.

 

Si bien existe la contradicción aparente entre el control de la Iglesia y la garantía de la libertad de creencias, en realidad, jurídicamente, el Estado no coarta tal libertad en el individuo y sujeta a la Iglesia a través de la observancia de las leyes, que le impiden sobre todo participar en la acción política. En este sentido la corriente jacobina se apuntó otro triunfo. Los  moderados tuvieron una acción sumamente positiva al mitigar las arrebatadas propuestas de algunos miembros radicales.

 

El presidencialismo.

 

Hasta donde se ha visto, el sentido de la nueva ley fundamental radica en la constitu­ción de un Estado fuerte que tendría prepon­derancia en materias tan trascendentes como la educativa, la relativa a la propiedad, la la­boral y, por último, en el control de un núcleo de poder como la Iglesia. Para que todo ello tuviese una línea directriz resultaba impres­cindible definir la forma de gobierno y las funciones de cada uno de los poderes. Al res­pecto, se conservó la tradicional división tri­partita en Poder Legislativo, Ejecutivo y Ju­dicial. Pero ello no es todo. Lo verdadera­mente definitorio del sistema es el conjunto de atribuciones otorgadas por la Constitución a cada uno de los poderes.

 

El Congreso Constituyente de Querétaro tuvo una de sus sesiones más controvertidas en los momentos en que se discutió si se optaba por un régimen de tipo presidencial  o uno de carácter parlamentario. Según los términos de Rabasa, cuyo libro La Constitución y la dictadura influyó en muchos de los di­putados, sobre todo en los juristas, que eran los que lo conocían, el parlamentarismo era el sistema propio de Europa, mientras que el presidencialismo era el sistema americano por antonomasia. Mas no se debe pensar que únicamente fue Rabasa el que influyó sobre los constituyentes cuando se ocuparon en definir el sistema político mexicano. Hubo multitud de factores, entre los cuales el más evidente es el realismo político que manifestaron quienes apoyaron los artículos relativos a las facultades y atribuciones del Poder Eje­cutivo, y que, en la Constitución, van del artículo 80° al 89°.

 

Hubo una corriente favorable al parla­mentarismo. Hilario Medina fue uno de sus expositores más congruentes. Para él, parla­mentarismo y democracia son conceptos que se dan estrechamente vinculados. Dice que lo mejor que puede recibir un gobierno es la oposición organizada, institucionalizada. A través de los escaños parlamentarios, los lí­deres políticos dictan sus directrices al poder ejecutivo para que éste se limite a realizar lo que se discute en las Cámaras. Para sumarse a esta corriente, Froylán C. Manjarrez recuerda que la Revolución se levantó contra un ejecutivo fuerte, el de Porfirio Díaz, y que si se quería progresar por la vía de la democracia, lo idóneo sería optar por el par­lamentarismo.

 

La respuesta en favor del presidencia­lismo la dan algunos diputados como Pastra­na Jaimes, Manuel Herrera, pero, sobre to­do, Rafael Martínez de Escobar. Para él no existen sistemas buenos o malos en sí, lo importante es que estén adecuados a la rea­lidad del pueblo que se organiza conforme a cada sistema. "No existe más que una ver­dad absoluta, y ella es que todo en la vida es relativo", dice en su discurso parlamentario. El presidencialismo funciona en unos países, como el parlamentarismo en otros. Abunda en conceptos jurídicos cuando recuerda que, en realidad, no hay tres poderes, sino uno sólo que divide su ejercicio y funciones en tres parcelas. La soberanía dimana del pueblo y, por ello, la división de poderes es un recurso formal. El sistema federal es una forma de Estado y no un Estado y, para particularizar más en términos de derecho constitucional, añade que cuando el Poder Ejecutivo simplemente sanciona y promulga leyes, en realidad no es un poder. En suma, no son fracciones de poder, sino especialización de funciones.

 

Martínez de Escobar dirige su ataque no al parlamentarismo en general, sino al par­lamentarismo aplicado en México. Si se le diera al Poder Legislativo la prerrogativa de nombrar ministros, jamás habría un gobierno estable. El gobierno necesita unidad de acción y para que ella exista es indispensable unidad entre idea y pensamiento. Hace notar que no es lo mismo el ser que el deber ser y que si la ciencia política enseña una cosa, la politiquería y la intriga dan otros resaltados. Estos dos últimos elementos deben ser considerados y no únicamente los facto­res teóricos, Además, y en esto se advierte la presencia de Rabasa en el pensamiento de Martínez, los países donde funciona el parlamentarismo cuentan con una larga experiencia política, ya que en ellos se partió de la mo­narquía. En este aspecto, como en otros, se impuso el criterio realista sobre aquel que quiere adoptar sistemas probados con éxito en otras latitudes y que, al tratar de estable­cerse en otro contexto, llevan al fracaso.

 

Haciendo un balance de estos rasgos de la Constitución y de la obra de quienes la redactaron, resulta lógico el hecho. de que si se adoptó el ejecutivo fuerte fue por el argu­mento de la unidad de acción. Un sistema parlamentario difícilmente podría garantizar una política unitaria en materias tan delica­das como la educación, la reforma agraria o las relaciones obrero-­patronales. El presiden­cialismo viene a ser el instrumento capaz de poner en marcha una maquinaria como la diseñada en Querétaro en los meses de di­ciembre y enero de 1916 y 1917. Además, si bien se arguyó que la revolución se levantó contra Porfirio Díaz, el constitucionalismo fue un movimiento dirigido contra Huerta, a quien el Poder Ejecutivo le otorgó la legali­dad. De modo que no sólo la teoría, sino la propia experiencia histórica inmediata impul­só a los constituyentes a optar por el sistema americano o presidencialista. En general, existía un clima favorable hacia esta forma de gobierno, rechazada por los más liberales, quienes lógicamente encuentran en el parla­mentarismo la garantía de la democracia.

 

La Constitución de 1917 fue firmada en la ciudad de Querétaro el día 5 de febrero de 1917 para entrar en vigor el 1 de mayo del mismo año. En un principio fue objeto de las más severas críticas por parte de algunos políticos exiliados, como Rodolfo Reyes y Jorge Vera Estañol, quienes le señalaron multitud de defectos de índole jurídica. En el terreno de las armas, los levantamientos promovidos por el brigadier Félix Díaz siempre tendieron a restaurar la Constitución de 1857. Du­rante el gobierno de Venustiano Carranza se expidieron muchas leyes reglamentarias, pero no todas. Por ejemplo, no se elaboró ni la ley agraria ni la del trabajo. Estas fue­ron obras de gobiernos posteriores. No obs­tante, se procedió primero, tímidamente, a efectuar actos derivados de la nueva ley fun­damental.

 

En términos generales, la Constitución de 1917 es la expresión de los ideales de los grupos que participaron en la Revolución armada, iniciada en 1910, pero, sobre todo, del grupo constitucionalista, en sus vertientes moderada y radical. Mientras que en algunos aspectos se advierte el predominio de los radicales, en otros privó lo señalado por el proyecto original del primer jefe. En lo sucesivo, a partir de 1921 se le han practicado múlti­ples reformas, obedientes a nuevas necesi­dades. La propia Constitución deja abierta esta posibilidad que los diferentes gobiernos han aprovechado.

 

Bibliografía.

 

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Calderón, J. M. La génesis del presidencialismo en México, México, 1973.

 

Carpizo, J. La Constitución mexicana de 1917, México, 1969.

 

Córdova, A. La ideología de la Revolución mexicana. La formación del nuevo régimen, México, 1973.

 

Diario de los debates del Congreso Constituyente, 1916 – 1917, (2 vols.), México, 1960.

 

Ferrer de Mendiolea, G. Historia del Congreso Constituyente de 1916 – 1917, México, 1957.

 

Palavicini, F. F. Historia de la Constitución de 1917, (2 vols.), México, 1938.

 

Rouaix, P. Génesis de los artículos 27 y 123 de la Constitución política de 1917, México, 1959.

 

119.            Carranza y Obregón en el poder.

 

Con la promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, el 5 de febrero de 1917, se inicia la etapa cons­tructiva de la Revolución. No puede decirse que para esa fecha se hubiera restablecido por completo la paz en el país, ni que la lu­cha entre los diversos grupos armados hu­biese terminado; pero si era evidente que des­pués de las derrotas de Celaya, Trinidad y Aguascalientes, la antes poderosa División del Norte había visto reducida grandemente su fuerza, mientras que el Ejército Liberta­dor del Sur, acaudillado por Emiliano Zapa­ta, se encontraba en situación cada vez más difícil y no representaba, como fuerza mili­tar, un peligro inminente para el gobierno legal que pretendían establecer los carran­cistas.

 

El nuevo código político debía entrar en vigor desde luego en cuanto a las elecciones de presidente de la República y del Congreso Federal. El 11 de marzo de 1917 se celebra­ron los comicios para la renovación de poderes, y una vez instalada la XXVII Legislatu­ra del Congreso de la Unión, la comisión de diputados encargada de dictaminar declaró oficialmente que el presidente electo de la Re­pública para el período que terminaría el 30 de noviembre de 1920 era Venustiano Carran­za, por haber obtenido la mayoría de sufra­gios sobre los otros contendientes, generales Alvaro Obregón y Pablo González. El nuevo presidente rindió la protesta de ley ante el Congreso el 1 de mayo de ese año.

 

Alto, robusto, de lentos ademanes, el nuevo presidente no era un brillante intelectual; muchos ni siquiera le consideraban inteligen­te. Lento -desesperadamente lento según al­gunos-, su falta de brillantez se compensaba, sin embargo, con una persistencia implaca­ble. Ecuánime y tenaz, Carranza fue ante todo un político cuya cautela y firmeza, que llegaba a veces a la terquedad, le conquistaron el poder y le acarrearon al mismo tiempo las enemistades que habrían de derribarlo del gobierno.

 

Las fricciones que se hacían cada vez más frecuentes entre el general Alvaro Obregón y el primer jefe, celoso quizá de la influencia que el militar había adquirido con sus reso­nantes triunfos, desembocaron en la casi in­mediata renuncia al cargo de la Secretaría de Guerra que el divisionario sonorense había venido desempeñando durante el período constitucionalista.

 

"Se separaba de la política de intriga y antesala, que en las últimos meses había pal­pado de cerca; y dejaba el cargo de militar que conquistara, luchando frente a Pascual Orozco, Victoriana Huerta y Francisco Villa, con los propósitos de defender a las institu­ciones que eran propias del Nuevo Régimen."

 

El licenciado Luis Cabrera, tan cercana a Carranza, comentaba años más tarde: "Sobre Obregón hay que decir en justicia que nunca pretendió aparecer como amigo y apoyo de Carranza. El no se consideró nunca como hechura del primer jefe; su separación misma de la Secretaría de Guerra, al comenzar el pe­ríodo constitucional de Carranza, claramente indicaba su desacuerdo con él. Era, pues, un enemigo franco, a quien había que considerar como enemigo temible, pues conservaba su influencia en una gran porción del ejército, en forma tal que no era secreto para nadie. Si algún error cometió Carranza no fue creer­lo amigo, sino el de no apreciar debidamente los enemigos con que contaba y sus ligas con jefes militares que habían militado bajo sus órdenes y simpatizaban con él".

 

Los problemas del gobierno carrancista.

 

Los conflictos políticos.

 

Dos problemas, que reclamaban urgente solución, se le presentaban a Carranza inme­diatamente después de tomar posesión de la presidencia. El primero era la renovación de poderes en los estados, y el segundo, lograr el sometimiento de los grupos armados, con­siderados fuera de la ley una vez establecido el orden constitucional en el país.

 

En la mayor parte de las entidades, las elecciones se celebraron pacíficamente, y los nuevos gobernadores tomaron posesión de sus puestos dentro del orden legal; pero en algunas se presentaron serios conflictos por el enfrentamiento de intereses entre los can­didatos, que llevaron incluso al levantamien­to amado, como fue el caso de Tamaulipas.

 

Según las declaraciones oficiales del pre­sidente, el Gobierno Federal intentó mante­ner durante su ejercicio un respeto irrestricto a la soberanía de los estados. Pero el propósito real era establecer el predominio efectivo del poder carrancista y la intensidad de los conflictos políticos locales se evidenciaba con la intervención del ejército para resolverlos.

 

Por todo el país se mantenían aún en re­beldía los descontentos con el régimen ca­rrancista, muchos de ellos sin bandera y sin ideales, que buscaban simplemente obtener el mayor provecho que el poder de las armas podía proporcionarles, y eran utilizados por bien definidos intereses, como era el caso del general Peláez, claramente ligado a los petro­leros norteamericanos, o el de Félix Díaz, aus­piciado por los antiguos porfiristas, que reu­nidos en una Junta en los Estados Unidos se proponían seriamente emprender una contra­rrevolución para derribar al gobierno consti­tuido.

 

El gobierno de Carranza siguió una polí­tica de represión contra todos los subleva­dos, que de hecho se encontraban fuera de la ley, y poco a poco se fue consiguiendo el so­metimiento de los grupos rebeldes, ya por medio de su rendición, ya por la muerte de sus caudillos.

 

La situación económica: las mediadas del carrancismo.

 

La acción positiva del gobierno carrancista se orientó hacia la protección del país so­bre una base de autonomía efectiva, tanto en materia de política internacional como en cuanto a su política económica.

 

En este último aspecto el gobierno carran­cista hubo de enfrentar varios problemas de cuya solución dependía la tranquilidad económica del país y su futuro desarrollo: la es­tabilización de la moneda y el crédito, y el desarrollo industrial.

 

Con el objeto de evitar que los bancos se ampararan bajo su bandera extranjera, como hasta entonces lo habían hecho, causando gra­ves perjuicios al país. Carranza les exigió pri­mero ajustar sus reservas a los términos de las leyes vigentes, y más tarde ordenó la in­cautación de sus existencias en metálico, paso inicial para resolver los graves problemas originados por la guerra civil y la emisión in­discriminada de papel moneda, realizada por los diversos grupos que habían participado en la lucha armada.

 

El artículo 28° de la Constitución de 1917 establecía:

 

"En los Estados Unidos Mexicanos no ha­brá monopolios ni estancos de ninguna clase, ni exención de impuestos, ni prohibiciones a título de protección a la industria, exceptuándose únicamente los relativos a la acuñación de la moneda, a los correos, telégrafos y ra­diotelegrafía, a la emisión de billetes por medio de un solo banco que controlará el Gobierno  Federal".

 

La creación del Banco Único de Emisión tuvo que esperar hasta 1925 por falta de re­cursos. Pero desde el gobierno de Carranza se manifestó la intención de realizar una reor­ganización monetaria y de las instituciones bancarias, que se hacía apremiante.

 

Otra de las medidas del régimen carran­cista fue la creación de una Comisión Mone­taria, que habría de estudiar la situación de la moneda y el crédito, y que sería uno de los antecedentes del Banco Único de Emisión.

 

Más adelante, por medio de un decreto, se adoptó para la moneda mexicana el patrón oro, asignando al peso un valor de 75 centi­gramos de oro, para legalizar la situación de toda la moneda circulante.

 

A fines de 1917 "se registró un aconteci­miento de primera importancia para la futura integración de la industria, al realizarse el pri­mer Congreso Nacional de Industriales, con­vocado por el Centro Industrial Mexicano de Puebla y auspiciado por la Secretaría de In­dustria y Comercio.

 

"... Algunos temas tratados revelan las preocupaciones que planteaba la industriali­zación del país: el levantamiento de un censo industrial; la creación de un Banco de Indus­tria y Comercio; la protección arancelaria y el problema de la inversión directa, que ya en esa fecha suscité la pugna entre los sectores que demandaban medidas para proteger la industria mexicana contra su influencia negati­va y los grupos que a su vez postulaban una política de puerta abierta".

 

Si bien el gobierno de Carranza se enfren­taba a serios problemas de financiamiento por falta de recursos, y por su resistencia a caer en la órbita económica de los Estados Unidos, pudo sin embargo dar un cierto im­pulso a la industria nacional a través de me­dios en cierta forma indirectos, como la am­pliación de las redes ferroviarias, el establecimiento de nuevos caminos y el aumento del poder adquisitivo de la población por medio de la consolidación monetaria.

 

Las relaciones internacionales.

 

Al mismo tiempo que se pensaba en la nueva estructuración económica y social del país, la política internacional exigía la aten­ción de otros problemas. Las relaciones con los Estados Unidos de Norteamérica, que a todo lo largo de la historia de México habían sido tan irregulares y complicadas, consti­tuían uno de los más importantes.

 

La situación de privilegio de que el ex­tranjero gozara durante el régimen porfiriano se había visto seriamente trastornada por el estallido revolucionario. La reglamentación de la propiedad establecida por la nueva Cons­titución afectaba muy seriamente los intere­ses extranjeros en México. Aun antes de que el triunfo político se definiera con claridad y con el pretexto de proteger a sus nacionales, el gobierno americano ordenó la ocupación militar del puerto de Veracruz. Intentaba con ello  ganar al capitalismo inglés la primacía de su dominio en el territorio mexicano.

 

La invasión fue resistida heroicamente por el pueblo de Veracruz, y finalmente rechazada por todo el pueblo mexicano, que es­tableció su derecho a dirimir por sí solo sus conflictos internos. A este propósito correspondieron las actitudes de los gobiernos de Carranza y del usurpador Huerta, acordes por única vez.

 

Una segunda ocasión que permitió mani­festar la clara posición del gobierno carran­cista en la política exterior fue la penetración en suelo mexicano de la bien conocida Expedición Punitiva que, con el pretexto de cas­tigar el asalto de Francisco Villa al pueblo de Columbus, tuvo que retirarse del suelo de México sin lograr su objetivo, el mismo día en que era promulgada la Constitución de la República, el 5 de febrero de 1917.

 

En su mensaje al Congreso de septiembre de 1918, Carranza presentó al pueblo mexi­cano las bases de su doctrina en materia de política exterior, dejando sentado que “... todos los países son iguales y deben respetar mutua y escrupulosamente sus instituciones, sus leyes y su soberanía...", y que "... ningún país debe intervenir en ninguna forma y por ningún motivo en los asuntos interiores de otro", sometiéndose estrictamente y sin excepción al principio universal de la "no inter­vención".

 

Varios problemas de política internacional hubo de atender el presidente de manera inmediata. Las circunstancias prevalecientes lo obligaron a acudir al préstamo forzoso para financiar las necesidades más urgentes de la administración. "De tal modo, al afectarse así fondos de los bancos que se encontraban in­cautados, se creó un nuevo pasivo a cargo del Gobierno Federal, que habría de arreglarse ulteriormente". "Al finalizar ese mismo año, Venustiano Carranza decretó el establecimiento de una comisión que conocería las reclamaciones por daños sufridos como consecuencia de los movimientos revolucionarios ocurridos entre 1910 y 1917. La Comisión inició sus actividades y por ley promulgada en 1919 se ampliaron sus atribuciones y el plazo durante el cual se hubieran registrado los daños."

 

La presión diplomática ejercida par las Estados Unidos consistió en negarse a otor­gar el reconocimiento al gobierno de Carranza, pero no logró en principio una modifica­ción en la política mexicana. Todas las reclama­ciones presentadas al gobierno fueron remi­tidas a la Comisión encargada de darles solución, incluyéndose en éstas, especialmente, las de expropiaciones de tierras con fines agrarios, que habían convertido a México en uno de los primeros países que para llevar a cabo una reforma agraria de amplias proporciones afectó considerables intereses extran­jeros.

 

Durante el período en que Carranza ocu­pó la presidencia, el mundo se debatía en uno de sus más terribles dramas: la primera Guerra Mundial. De acuerdo con  el fundamento teórico de su doctrina internacional, el gobierno mexicano se mantuvo neutral, pese a las críticas y constantes insinuaciones de su alianza con el militarismo alemán que le lan­zaban todos los medios de difusión nortea­mericanos. "México es un país soberano e independiente. Por lo tanto, tiene el derecho de proveer su seguridad y su legítima defen­sa, tanto en el interior como en el exterior, y a trazarse libremente las líneas de su desa­rrollo económico y de su conducta inter­nacional."

 

Se enturbia la situación política. Desaparecen los caudillos. La situación del zapatismo.

 

De los grupos que aún se mantenían levantados en armas en contra del gobierno carrancista, dos eran las fuerzas que mayores problemas le presentaban: el zapatismo y el villismo. Si bien se veían mermados en el as­pecto militar, contaban con un gran apoyo popular, pues el pueblo identificaba en sus caudillos sus más caros ideales.

 

Los campesinos zapatistas, al mando del indómito caudillo suriano, no habían rendido sus armas, pues no se habían hecho efectivas, a pesar del tiempo transcurrido, las reivindi­caciones agrarias por las que se habían lanzado a la lucha.

 

Con gran visión política, los consejeros de Carranza, especialmente Luis  Cabrera, habían introducido, a su modo, los ideales agrarios en la legislación del período consti­tucionalista, intentando con ello atraer a los campesinos que luchaban con Villa y Zapata, al arrebatar la bandera principal de los movimientos populares. Ya desde 1914, en Veracruz, el Gobierno Constitucionalista había prometido dictar "... leyes agrarias que favorezcan la formación de la pequeña propiedad, disolviendo los latifundios y restituyendo a los pueblos las tierras de que fueron injusta­mente privadas...".

 

Más adelante, por la Ley de 6 de enero del año de 1915, se formulaba un amplio pro­yecto de redistribución de la propiedad territorial y se creaba, entre otras medidas, una Comisión Nacional Agraria, que se encargaría de estudiar todos los casos de reclamaciones que se presentaran y las solicitudes de dotación, para resolverlas conforme lo ordenaría el artículo 27° constitucional, y su corres­pondiente Ley Reglamentaria, que se formu­laría varios años más tarde.

 

Pero los campesinos no querían esperar más; todo nueva plazo desesperaba más a los surianos, cada día más desencantados. Zapa­ta había logrado tomar la ciudad de Cuerna­vaca en los primeros meses de 1917, y nin­gún enfrentamiento directo con el ejército regular había logrado derrotarlo. Sólo la trai­ción de algunos de sus generales, que se ren­dían, mermaba sus fuerzas.

 

Así las cosas, en el campamento del general Pablo González, jefe de las operaciones antizapatistas, se proyectó tender una trampa al caudillo suriano. El coronel carrancista Jesús Guajardo, simulando un disgusto con Pablo González, y fingiendo traicionarlo, manifestó su decisión de unirse a las defensores del Plan de Ayala. El general Zapata  lo sometió a varias pruebas, y convencido de la veracidad de sus propósitos, aceptó entrevis­tarse con él en la hacienda de Chinameca, el 10 de abril de 1919.

 

Muerte del caudillo suriano.

 

Un asistente de Zapata hizo al general Gildardo Magaña, historiador del zapatismo, un relato de la traición. Hacia las dos de la tarde de este día, después de algunas conver­saciones preliminares, y mientras Guajardo esperaba en el interior de la hacienda con algunos de los jefes surianos, Zapata montó el alazán que Guajardo le regalara apenas  el día anterior y penetró en el patio de la hacienda seguido tan sólo de una escolta de diez hom­bres, según él mismo lo ordenara.”... La guar­dia formada, parecía preparada a hacerle los honores. El clarín tocó tres veces llamada de honor; al apagarse la última nota, al llegar el general en jefe al dintel de la puerta... a quemarropa, sin dar tiempo para empuñar ni las pistolas, los soldados que presentaban armas descargaran dos veces sus fusiles y nuestro inolvidable general Zapata cayó para no levantarse más.

 

“... la sorpresa fue terrible. Los soldados del traidor Guajardo... en todas partes, descargaban sus fusiles sobre nosotros. Bien pronto, la resistencia fue inútil: de un lado éramos un puñado de hombres consternados por la pérdida del jefe, y del otro, un millar de enemigos que aprovechaban nuestro natural desconcierto para batirnos encarnizadamente... Así fue la tragedia”.

 

El cadáver del íntegro caudillo fue trasla­dado de inmediato a Cuautla, para que nadie dudara de su muerte, mientras al saber la noticia los aguerridos generales Gildardo Ma­gaña, Genovevo de la O. Y otros más, sus fieles seguidores, lloraban la muerte del jefe y amigo.

 

En tanto, el presidente de la República felicitó al general Pablo González y premió al coronel Guajardo con su ascenso al grado de general, concediendo igualmente un ascenso a todos los jefes y oficiales que participaron en la acción. El gobierno carrancista consolidaba su poder por medio de la traición y el asesinato del caudillo suriano.

 

Rendición de Villa.

 

Francisco Villa no había logrado recuperar el enorme poder que antes tuviera en el Norte, pero no estaba definitivamente derrotado. Tenazmente perseguido y combatido por las fuerzas del gobierno, dividió a su tro­pa en pequeñas guerrillas y atacaba de im­proviso importantes poblaciones, como en el caso de Parral y Ciudad Juárez, en abril y ju­nio de 1919. Sin embargo, su fuerza había disminuido considerablemente.

 

A la caída del gobierno carrancista, desesperado ya por su falta de poder, Villa comunicó al gobierno provisional de Adolfo de la Huerta su decisión de rendirse. Los Comisionados del gobierno aceptaron la rendi­ción del jefe de la antes poderosa División del Norte, otorgándole amplias garantías a cambio, y entregándole la Hacienda de Ca­nutillo, en la que el guerrillero vivió dedicado a las labores agrícolas hasta el año 1923.

 

La hacienda se encontraba muy cercana a la ciudad de Parral, a donde Villa hacía frecuentes viajes para atender sus negocios o por simple diversión, “circunstancia que apro­vecharon sus enemigos para tenderle una emboscada”.

 

"La mañana del 20 de julio de 1923, el ex jefe de la División del Norte se dirigía de Parral hacia su hacienda de Canutillo, manejando su propio automóvil, cuando fue lanzada una terrible descarga de fusilería sobre su vehículo; murió instantáneamente, así como sus acompañantes."

 

La desaparición del guerrillero norteño tuvo gran resonancia, al grado de que para muchos resultó increíble. Pese a todo, la traición carrancista logró su hegemonía por la fuerza de las armas y la habilidad política.

 

El movimiento obrero.

 

Las organizaciones obreras habían venido consolidándose desde hacía tiempo, pese a que la clase obrera no era de los grupos de población más importantes del país. La participación de los obreros en la lucha armada, a través de los Batallones Rojos, les había conquistado gran prestigio y fortalecido la idea de formar una organización nacional que unie­ra y consolidara a las organizaciones de traba­jadores ya existentes.

 

Antes de lograr la integración de una or­ganización obrera de carácter nacional se celebraron dos Congresos de trabajadores, en los que se fueron precisando las ideas.

 

El primero de ellos, celebrado en Veracruz en 1916, estableció con claridad su indepen­dencia de la política gubernamental y fijó for­mas de acción directa para la obtención de los derechos de los trabajadores.

 

Como consecuencia de los planteamien­tos, Carranza fijó también su política represiva con relación a las agrupaciones obreras independientes. Con motivo de una huelga encabezada por el Sindicato de Electricistas, y después de clausurar los centros obreros de la Ciu­dad de México, el primer jefe ordenó la publicación de un bando por el que ponía en vigor nuevamente la ley de 26 de enero de 1862, que castigaba con la pena de muerte a los "trastornadores del orden público".

 

El Congreso Constituyente de 1916 - 1917 incorporó a la Constitución la legislación pro­tectora del trabajador, en el artículo 123; pero la implantación de la nueva ley presentaba múltiples dificultades, acentuadas en la práctica por el legalismo del gobierno carrancis­ta, que esperaba la elaboración de la ley reglamentaria del artículo constitucional.

 

En el segundo Congreso Obrero, celebrado en Tampico en octubre de 1917, se pusieron de manifiesto las dos tendencias rei­nantes en el movimiento obrero mexicano, pues mientras los viejos teóricos permanecían leales al anarcosindicalismo, sin mezclarse en la política, los elementos encabezados por Luis N. Morones, ya entonces preeminente líder del Sindicato de Electricistas, transformaban la consigna de lucha de "acción directa por la de "acción múltiple", y se inclinaban por una política de entendimiento con el gobierno de Carranza.

 

Así, cuando la Legislatura del estado de Coahuila autorizó al Ejecutivo del Estado a organizar un congreso obrero, estaban ya definidas las tendencias que habrían de revisar los postulados en los que se basaría la acción obrera frente a las empresas y el gobierno.

 

En el Congreso Obrero Nacional celebrado en Saltillo en mayo de 1918 se lograron, entre otros, estos importantes acuerdos:

 

El Congreso Obrero Nacional, recono­ciendo que el problema social tiene por ori­gen el problema económico y que éste no podrá resolverse mientras los productos de la tierra en todas sus aplicaciones se hallen acaparadas por una minoría que no es productora y sí consume todo la que resulta o se deriva del esfuerzo  humano, acepta el reparto de tierras como finalidad que resulta del medio de acción para resolver el problema económico, por lo que se refiere al cam­pesino.

 

El Congreso Obrero Nacional exige del gobierno central y del de los Estados la inmediata solución del problema de que se trata, en el concepto de que si el mis­mo gobierno necesita de la cooperación mo­ral y material de los elementos representados en el Congreso para vencer las dificultades que surjan con motivo de la implantación de los beneficios que en parte contiene la ley fundamental vigente, la prestará franca y de­cididamente, entendiéndose que esta ayuda se sujetará en todo a las procedimientos se­guidos por los organismos obreros dentro de su lucha social. Pero si a pesar de esta ma­nifiesta buena voluntad del Congreso, no se consigue la reciprocidad por parte del gobier­no, llegaremos a la conclusión de que los ele­mentos representados en el propio Congreso tendrán que resolver el problema atenidos a sus propias fuerzas.

 

Si bien el Congreso no obtuvo resultados de reivindicación inmediata en favor de los obreros, tuvo la importante consecuencia de haberse formado ahí un verdadero orga­nismo nacional, la Confederación Regional Obrera Mexicana, C.R.O.M., cuyo primer se­cretario general fue Luis N. Morones, que veía crecer constantemente su prepotencia en el movimiento obrero.

 

"Terminados los trabajos del Congreso... se inicia en el mismo momento la unión del sindicalismo mexicano con el movimiento obrero internacional. En  esta forma, delegados de la American Federation of Labor se trasladan a México para entablar pláticas con el recién constituido Comité Central, y a fin de lograr la integración de la Confederación Panamericana de Trabajadores, primer inten­to de unión entre las Centrales nacionales y el organizado movimiento obrero norteamericano.

 

Por otra parte, también los disidentes de la C.R.O.M. cobraron nueva fuerza para con­tinuar la trayectoria de las ideas anarcosindicalistas de la antigua Casa del Obrero Mun­dial. Su discrepancia en los métodos de transacción con el gobierno los llevó a la crea­ción de una nueva central obrera, la  Confederación General de Trabajadores, que sería la continuadora de esta línea de pensamiento.

 

Los partidos políticos.

 

A partir de la victoria del carrancismo so­bre las otras facciones, y después de fijadas las bases constitucionales sobre las que ha­brían de celebrarse las elecciones en el país, se formaron diversas organizaciones, que se daban a sí mismas el nombre de "partidos políticos", pero que en realidad eran grupos reunidos en torno a un caudillo o, en el mejor de los casos, agrupados por un interés común, como en el caso del Partido Agraris­ta, que tenía intereses propios, pero parcia­les, y carecían de una visión amplia sobre la organización de la política nacional.

 

Ya desde mediados de 1915, el propio Al­varo Obregón había alentado, junto con Ben­jamín Hill, la fundación de un partido que agrupara a los hombres de tendencia radical que se manifestarían más tarde en el Congreso Constituyente. Fue así como a fines de ese año se fundó el Partido Liberal Consti­tucionalista, que sería renombrado por sus siglas, el P.L.C., "... y aunque al principio do­minaron en su seno personas adictas a Ca­rranza, jefe indiscutido de la política nacio­nal, acabó por ser la rama obregonista del carrancismo.

 

En agosto de 1917 se fundó el Partido Nacional Cooperatista, "... con un programa democrático que veía en el cooperativismo una fórmula para mejorar económicamente al pueblo".

 

Con objeto de que la organización obrera contara con un organismo adecuado para la participación política, y de hecho como un apéndice de la C.R.O.M., se creó el Partido Laborista Mexicano, que habría de tener gran importancia durante los diez años siguientes, gracias al apoyo mutuo que se prestarían el partido y los presidentes en turno, generales Alvaro Obregón y Plutarco Elías Calles.

 

En septiembre de 1919, después de una serie de trabajos realizados por algunos revolucionarios extranjeros y mexicanos, fue organizado el Partido Comunista Mexicano. Como propósito fundamental reiteraban la necesidad del "derrocamiento del capitalismo, el establecimiento de la dictadura del prole­tariado y de una república internacional de soviets, para la completa eliminación de las clases y la realización del socialismo, primer paso para llegar a la sociedad comunista".

 

Otro de los partidos que se fundaron en esta nueva efervescencia política que siguió a la revolución fue el Partido Nacional Agrarista, establecido en junio de 1920, y cuyos propósitos se centraban en lograr las reivindicaciones agrarias promovidas por los gru­pos zapatistas. En este partido se reunieron los dirigentes del campesinado que aún quedaban después de la muerte de Zapata, y pre­tendieron lograr, a través de la participación en la política gubernamental, lo que no ha­bían llegado a conquistar mediante la lucha armada.

 

“Estos nuevos partidos, en lo general, se vieron envueltos y sacudidos por las peripe­cias de la vida política de aquel tiempo, y no sólo carecieron de tiempo para fincarse como escudos de un nuevo tipo de acción política, sino que sucumbieron o declinaron en aquellas turbulencias. Consciente o involuntariamente, las agrupaciones de este período ligaron su suerte a la de los grandes caudillos de la nación surgidos del curso de la Revolución misma, y cuya fuerza incontrastable acabó por sobreponerse a la de los grupos organi­zados”.

 

Al lado de los grandes partidos naciona­les surgieron numerosos partidos regionales de tendencia avanzada, como el Partido So­cialista del Sureste, el Partido Socialista Agrario de Campeche, el Partido Socialista Fron­terizo, el Partido Laborista del Estado de México, el Partido Socialista del Trabajo del Estado de Veracruz, el Partido del Trabajo de Puebla, y otros.

 

Al mismo  tiempo se organizaron también en los estados otros partidos que recogían la tendencia democrática liberal, como la Confederación  de Partidos Revolucionarios Gua­najuatenses, el Partido Liberal Yucateco, el Partido Liberal Independiente, el Partido Na­cional Civilista, el Partido Nacional Antimilitarista y algunos más.

 

Muy pocos, casi ninguno, de estos gru­pos políticos tendrían una existencia duradera. La mayor parte de ellos se desintegró una vez pasadas las elecciones, y sus elementos formaron parte de otras organizaciones que formarían más adelante nuevos partidos.

 

Carranza se queda solo: La campaña electoral de 1920.

 

El último de los problemas que Carranza tuvo que afrontar fue el de la sucesión presidencial. Pese a que las elecciones no ha­brían de celebrarse hasta mediados de 1920, ya desde principios de 1919 se hacía sentir la agitación política de los trabajos preparatorios para la lucha electoral. El presidente Carranza exhortó a la ciudadanía para que la lucha se aplazara hasta finales de año.

 

El 1 de junio de 1919, “el general Obregón, que había permanecido retirado a la vida privada desde que abandonó el Ministerio de la Guerra, le dirigió desde Nogales un tele­grama al presidente Carranza participándole que había lanzado un manifiesto a la nación, en el cual se declaraba candidato presiden­cial, y trazaba su programa de gobierno, ade­más de lanzar duros ataques a la administra­ción carrancista por su falta de moralidad y por no haber logrado consolidar la paz en el país”.

 

La pugna estaba abiertamente entablada. Se trataba de una lucha definida entre dos fracciones encabezadas por los caudillos triunfadores en la guerra  anterior. Carranza represen­taba al grupo del antiguo régimen que proponía la vuelta al viejo orden liberal, y Obregón enca­bezaba a un nuevo grupo, antes desplazado y ahora ansioso de poder, que pretendía cambios más radicales, siempre dentro del mismo sis­tema. Pero no se daba un enfrentamiento democrático entre verdaderos partidos, que no podían existir en un país convulsionado por las revueltas, en el que no se habían llegado a precisar las ideas y las formas de acción que permitieran formar partidos políticos bien consolidados.

 

La respuesta del gobierno carrancista a la candidatura de Obregón no se hizo esperar. Con la idea declarada de combatir el milita­rismo en todas sus formas, Carranza lanzó la candidatura del ingeniero Ignacio Bonillas, un civil desconocido para la mayoría de los mexicanos, con lo que evidenciaba el oculto propósito de imponer un sucesor. La repulsa popular fue casi unánime, especialmente porque esta imposición pretendía perjudicar a uno de los jefes militares más populares de la revolu­ción.

 

El presidente se sentía seguro, pues con­taba en su favor con una parte importante del ejército, y además con la adhesión de por lo menos dieciséis gobernadores de los esta­dos, que le reiteraron su lealtad en un mani­fiesto firmado el 10 de febrero de este año.

 

Los generales abandonan a Carranza. El Plan de Agua Prieta.

 

La seguridad del Primer Mandatario em­pezó a desvanecerse cuando se lanzó un candidato más para la presidencia de la República: el general Pablo González, ex jefe del cuerpo del Ejército del Sur. Lo apoyaba la recién formada "Liga Democrática", consti­tuida por antiguos maderistas y su postula­ción significaba que una parte importante del ejército no apoyaría a Carranza, quien sufrió un serio revés, ya que contaba con la fideli­dad cierta de Pablo González.

 

La lucha política se tornaba cada vez más complicada. Pese a las reiteradas declaraciones guber­namentales de respeto a la legalidad, el go­bierno empezó a hostilizar la campaña electoral del general Obregón, hasta el punto de hacerlo huir de la Ciudad de México por la persecución de que era objeto. Quedaban así rotas las hostilidades, y sólo bastó un pre­texto para que la rebelión armada se iniciara.

 

Socapa de un atentado contra la soberanía de Sonora, por la movilización de tropas sobre este Estado, el gobierno de Adolfo de la Huerta proclamó el Plan de Agua Prieta, por el que se desconocía a Venustiano Ca­rranza como presidente, considerando que se ha constituido jefe de un partido político y persiguiendo el triunfo de ese partido, ha burlado de una manera sistemática el voto popular; ha suspendido, de hecho, las garan­tías individuales; ha atentado repetidas veces contra la soberanía de los estados y ha des­virtuado radicalmente la organización políti­ca de la República". El Plan llamaba a la re­belión contra el gobierno para que, una vez derrocado éste, pudiera nombrarse un presi­dente provisional, que convocaría a eleccio­nes de manera inmediata.

 

La rebelión cundió rápidamente por toda la República. El pretendido civilismo de Carranza le había ganado la enemistad del ejér­cito, y la casi totalidad de los jefes militares se aliaban al movimiento rebelde encabezado por Adolfo de la Huerta y el general Plutarco Elías Calles, quienes ocuparían también, cada uno a su tiempo, la presidencia de la Repú­blica.

 

Atacado por sus enemigos y las fuerzas populares, y abandonado por la mayoría de sus antiguos partidarios, Carranza decidió trasladar su gobierno a Veracruz, y se produjo la salida de la ciudad, que adquirió el carácter de una huida precipitada y sin orga­nización, mientras las tropas obregonistas ocupaban la capital de la República.

 

Para salvarse del peligro de los ataques enemigos, y teniendo al frente, hacia Veracruz, a las tropas del general Guadalupe Sánchez, que impedían la continuación de la marcha, la comitiva presidencial abandonó el ferrocarril que los conducía para proseguir la huida a caballo, lenta y difícil, por la áspera serranía de Puebla, con unos cuantos segui­dores de confianza: los generales Juan Barra­gán, Marciano González, Francisco L. Urqui­zo, el licenciado Luis Cabrera, y otros más.

 

En un lugar de la sierra un militar revo­lucionario que había fingido fidelidad a Ca­rranza, el general Rodolfo Herrero, aconsejó pasar la noche en Tlaxcalantongo, donde se tenía ya de antemano preparada una emboscada al todavía presidente legal de la Nación.

 

Serían las tres de la madrugada, de la no­che del 20 al 21 de mayo de 1920, "... cuando una descarga cerrada de fusilería rompió el ruido monótono de la lluvia. Aquella descar­ga se hizo precisamente afuera del jacal, so­bre el rincón en que dormía el Presidente... Desde aquel momento se desarrollaron los acontecimientos con una rapidez vertigino­sa...

 

"Afuera los asaltantes gritaban ‘mueras’ a Carranza, insultos y 'vivas'. Adentro, en la absoluta oscuridad, don Venustiano, herido, se quejaba... Una segunda descarga de fusi­lería repercutió, imponente, perforando las en­debles tablas del jacal...

 

"Frente a la puerta del jacal no había nin­gún enemigo. EI ataque estaba concentrado desde afuera sobre el ángulo en que yacía el Presidente... De la garganta del Presidente se escapaba una fatigosa y horrible respiración... Ya no había tiros sobre el jacal... Las descargas de las armas de fuego atronaban aho­ra sobre las demás casas de la ranchería...

 

“El cadáver de Venustiano Carranza fue trasladado a la Ciudad de México el 23 de mayo, donde fue recibido por el honorable Cuerpo Diplomático. Al siguiente día, sus restos fueron inhumados en una humilde fosa de tercera clase del Panteón de Dolores, en presencia de una gran cantidad de personas de las distintas clases sociales”.

 

En tanto, el Congreso de la Unión desig­naba presidente provisional de la República al gobernador del estado de Sonora, cabeza visible de la rebelión contra Carranza, Adolfo de la Huerta, quien debería terminar el período constitucional de Carranza, convocar a elecciones y hacer entrega del poder el 30 de noviembre de 1920.

 

De la Huerta: un gobierno de transición.

 

"En 1920 ‘la Revolución degeneró en go­bierno' como dijo, para hacer gala de su ma­licia, un ameritado general; pero de momen­to no se estaba seguro de que la vida le pudiera durar a nadie para dejarlo ejercer sus derechos cívicos al amparo de un régimen democrático, o para recibir un pedazo de tierra."

 

“No se puede decir que aquéllos hayan sido días fáciles de sobrellevar para nuestra ciudadanía, que se preguntaba con azoro cuándo nuestros belicosos hombres de armas po­drían tomar alguna vez el pliegue de la disciplina que tanto se requería”.

 

Por esto, el problema principal que afron­tó el presidente De la Huerta durante los po­cos meses que ocupó el cargo fue el de someter las muchas  rebeliones que se produjeron en distintos estados de la República no menos de diez en siete meses. Entre los caudillos más notables que se rindieron a las fuerzas gobiernistas en este período están Pancho Villa, como ya se dijo antes, y Félix Díaz, quien salió del país en octubre del año 1920. También se realizó el licenciamiento de más de cuarenta mil hombres que se habían levantado en armas contra el gobierno carran­cista.

 

Del presidente provisional opinó Miguel Alessio Robles: "El señor De la Huerta, como gobernador de Sonora, como presidente de la República, ha sido un funcionario honesto, que tuvo siempre un concepto altísimo de la responsabilidad histórica. Respetuoso de su país y de la opinión pública. Suspicaz, débil de carácter, pero hombre recto y de princi­pios. Político hábil, patriota, después de ha­ber ocupado los más altos puestos, bajó de ellos en la mayor pobreza, pero con su cora­zón entero y la conciencia limpia.

 

"Amante de todas las libertades y de to­dos los derechos. Durante su interinato abrió una brillante etapa en la historia de México. Gobernante probo, buscaba siempre las corrientes de la opinión para gobernar de acuerdo con ellas. Nunca ultrajó ni vejó a nadie, ni mucho menos a su pueblo, al cual sirvió y amó sobre todas las cosas."

 

Se preparan las elecciones.

 

Una vez sofocadas las rebeliones, se lanzó la Convocatoria para la celebración de las elecciones presidenciales, y se realizaron las Convenciones de los partidos políticos para la designación de sus respectivos candidatos a la presidencia, que fueron Alvaro Obregón y el ingeniero Alfredo Robles Domínguez. El general Pablo González, que se había presen­tado como contendiente antes de la caída del gobierno carrancista, decidió retirar su can­didatura y apartarse a la vida privada.

 

“Subordinados a los caudillos victoriosos, los mismos partidos contribuyeron a sellar su suerte adversa al enfrascarse en pug­nas violentas y sangrientas, salpicadas de oportunismo, que llegaron a obstruir seriamente la obra de los gobiernos revolucionarios”.

 

Celebradas las elecciones presidenciales el 5 de septiembre, el  Congreso de la Unión declaró presidente electo de la República al general Alvaro Obregón para el período que terminaría el 30 de noviembre de 1924. El nuevo mandatario rindió la protesta de ley como Presidente Constitucional de los Estados Uni­dos Mexicanos el 1 de diciembre de 1920.

 

Obregón: nuevo presidente.

 

“EI divisionario sonorense era de una extraordinaria inteligencia, de una maravillosa memoria y rápida comprensión. Conversador ameno y atractivo, sabía admirar la honradez y la cultura de los hombres. Había hecho una brillante carrera militar donde nunca conoció la derrota, caminando siempre de triunfo en triunfo.”

 

Los nuevos dirigentes políticos habían comprendido, a través de los intereses mani­festados en la contienda, la urgencia de realizar transformaciones económicas y sociales que dieran satisfacción a las necesidades del pueblo, y habían prometido hacerlas al llegar al poder. Obregón se veía ahora obligado a cumplir las promesas que le habían ganado el apoyo popular que le permitiera su ascenso a la Presidencia.

 

Los problemas exigen solución.

 

La primera de ellas era la cuestión de las reivindicaciones agrarias. Una vez desaparecido el caudillo del movimiento zapatista, la mayoría de sus seguidores se afiliaron al Par­tido Nacional Agrarista. De hecho, aceptaron apoyar al nuevo mandatario, y esperaron el cumplimiento de las promesas de reparto de tierras.

 

"Con la caída de Carranza la reforma agra­ria adquirió la categoría que le era propia, de programa oficial medular, aunque tímido, in­congruente y con los altos y bajos inevita­bles cuando dentro del gobierno mismo hay choques de intereses." Para no afectar demasiado los intereses de los latifundistas, Obregón sostenía que debía irse creando la pequeña propiedad agrícola sólo con los excedentes de los latifundios para evitar un desequilibrio económico.

 

Y sin embargo, fue durante su régimen que “... se hizo una labor agraria que se destacó por sus alcances, comparativamente con la casi nula del régimen carrancista. Pero fueron sobre todo algunos de los gobiernos locales los que se significaron por su empuje, como no volvió a verse hasta la época de Cárdenas.”

 

El 18 de diciembre de 1920 se expidió la Ley de Ejidos, que limitaba el derecho de do­tación ejidal a los pueblos con más de 50 jefes de familia, y el 10 de abril de 1922 se expidió el Reglamento Agrario, "...en el que se insiste en negar el derecho de dotación a los peones acasillados o de planta, que son, por cierto, los más necesitados, y se les ofrece la oportunidad de obtener terrenos nacionales y fundar colonias, lo que no tuvo eco".

 

En efecto, muchos campesinos se vieron amedrentados "...por las coléricas prédicas de los sacerdotes desde el púlpito y por las ame­nazas de los terratenientes, en el sentido de que 'las cosas tendrían que cambiar' y a los 'agarristas' ladrones que aceptaban tierras ejidales 'robadas' se les haría 'perros del mal' por el resto de su vida".

 

 Pese a las dificultades que por la oposi­ción de los latifundistas se presentaron al go­bierno, durante este período se lograron con­siderables avances en materia agraria. "Se organiza y reglamenta el funcionamiento de las autoridades agrarias; se crea la Procura­duría de Pueblos y se toman disposiciones sobre aprovechamiento de tierras baldías y nacionales. Se inician las obras de pequeña irrigación y la reglamentación, por primera vez en la historia de la Revolución, sobre la tramitación de los expedientes de dotación, restitución y ampliación de tierras ejidales", a través de la Comisión Nacional Agraria y de las distintas Comisiones locales.

 

En lo que respecta al movimiento obrero, el gobierno obregonista actuó también con gran habilidad. Al conceder todo su apoyo a los trabajadores afiliados a la C.R.O.M., Obregón estableció el principio del control del movimiento obrero por parte del Estado. Intervino frecuentemente en favor de esta organización en distintos conflictos laborales, estableciendo un antagonismo con el movi­miento obrero independiente, de las orga­nizaciones no amparadas bajo la protección de la organización reconocida y unida por sus dirigentes a la protección estatal.

 

Las buenas relaciones entre el gobierno y la Confederación obrera se debieron en buena medida a las gestiones de su dirigente principal, Luis N. Morones, que por su apo­yo irrestricto al obregonismo recibió el nombramiento extraoficial de agente confidencial del Gobierno ante la Casa Blanca, y vio crecer su influencia hasta un grado que lo llevaría a ocupar incluso una cartera ministerial en el siguiente gabinete presidencial.

 

Por otra parte, el movimiento obrero independiente del control gubernamental continuaba desarrollándose. En el año 1922 se celebró en la ciudad de Guadalajara un congreso de obreros católicos en el que se constituyó la Confederación Nacional Católica del Trabajo, cuyos radicales planteamientos escaparon a los propósitos originales de sus orga­nizadores, hasta el punto de que el arzobispo Orozco y Jiménez, alarmado por el tenor de los debates, se vio obligado a recomendar al obrero: "Pobres, amad vuestra condición hu­milde y vuestro trabajo; poned vuestras mi­radas en el cielo: allí está la verdadera riqueza. Una sola cosa os pido: a los ricos, amor. A los pobres, resignación".

 

En algunas entidades federativas, como Veracruz, el movimiento obrero campesino tomaba gran incremento. Fue en el puerto veracruzano donde se desarrollaron los movi­mientos huelguistas más importantes y violentos de esta época, destacándose el de inquilinos de habitaciones contra el pago de rentas, verdadera explotación de la que obte­nían pingües utilidades no sólo los propieta­rios, sino también sus administradores. La huelga fue secundada no sólo por los obreros organizados, sino por casi toda la población, y su líder, Herón Proal, mantuvo durante mu­cho tiempo en jaque a ese tipo de explotado­res. La huelga fue reprimida con una terrible matanza realizada por las tropas del general Guadalupe Sánchez, lo que hizo más tensa la situación entre los obreros y el gobierno, ya antes violentada por la represión que de una huelga de tranviarios se había realizado en la Ciudad de México, así como por las declara­ciones del presidente de la República y de su secretario de Gobernación de hacer uso de la fuerza siempre que fuera necesario, a fin de "... otorgar a la sociedad las garantías que jus­tamente reclama...".

 

Se reorganiza la situación financiera.

 

Si por una parte el gobierno obregonista tuvo que atender a las inquietudes de obreros y campesinos, por otra tuvo que responder a las presiones de la burguesía industrial y fi­nanciera, nacional e internacional, que exigía una rápida pacificación del país, y la organización del sistema financiero, que beneficiara a sus intereses. En estos términos, el nuevo gobierno tuvo que resolver dos problemas principales en materia financiera: la restau­ración del crédito interno y exterior y la reorganización fiscal.

 

Para lograr lo primero se tornaron medidas inmediatas. Por decreto de 31 de enero de 1921 se dispuso la liquidación y devolu­ción de los bancos que habían sido incauta­dos por el gobierno carrancista. Más adelan­te se dictaron nuevos decretos por los que se intentaba reglamentar el funcionamiento de los bancos, muchos de los cuales se en­contraban en situación difícil como resultado de la guerra civil, y por las disposiciones que los anteriores gobiernos habían dictado res­pecto a la emisión de la moneda. Las dispo­siciones que en este sentido se dictaron du­rante el régimen obregonista culminaron con la Ley sobre Bancos Refaccionarios, de 29 de diciembre de 1924, la Ley General de Instituciones de Crédito y Establecimientos Ban­carios, de 24 de diciembre del mismo año, y la creación de la Comisión Nacional Bancaria, por las que se intentaba vigilar que los bancos cumplieran con las reglamentaciones legales.

 

Al mismo tiempo, para atender el problema de la Deuda Exterior, cuya pago había sido suspendido, se continuaron las negociaciones iniciadas en 1919 con el Comité Internacional de Banqueros, que funcionaba bajo la dirección y el predominio de banqueros norteamericanos, pero al que pertenecían tam­bién las secciones europeas, representadas por banqueros ingleses, franceses, suizos, holan­deses y alemanes. Dichas negociaciones culminaron con la celebración del Convenio De la Huerta-Lamont, en septiembre de 1922, por el que se aceptaba reanudar el pago de la Deuda Exterior, destinando para ello la totalidad del producto del impuesto sobre el petróleo, recientemente establecido, y otros que gravaban los ingresos obtenidos en ferrocarriles.

 

El fortalecimiento del poderío económico que los Estados Unidos obtuvieron después de la primera Guerra Mundial incidía evidentemente en gran manera sobre el volumen total de la economía mexicana, consolidando la dependencia que más adelante habría de transformarse al avanzar la industrialización del país.

 

"Muy pronto, las obligaciones derivadas del convenio no pudieron ser cumplidas por nuestro gobierno. A fines del año de 1923, al estallar la asonada de la huertista, la situación financiera se tornó cada vez más difícil... En consecuencia, se establecieron economías presupuestales  muy estrictas, que repercutieron otra vez sobre los sueldos de los empleados públicos" y que llevaron, finalmente, a suspender el servicio de la Deuda Exterior.

 

Todo este proceso culminó el 25 de agosto de 1925 al emitirse el decreto de creación del Banco de México, único autorizado para emitir moneda, que empezaría a funcionar el de septiembre del mismo año.

 

En septiembre de 1921 se efectuó la reforma de mayor trascendencia en materia fiscal de este periodo: el establecimiento del lla­mado "Impuesto del Centenario", que cons­tituyó el antecedente inmediato del actual impuesto sobre la renta, que intentaba gra­var proporcionalmente con un mayor impues­to a las clases que obtuvieran cada año fuer­tes ganancias.

 

Obregón y la situación internacional.

 

En materia de política exterior, los con­flictos que el gobierno obregonista hubo de resolver estuvieron estrechamente ligados con las relaciones económicas entre México y los Estados Unidos.

 

A partir de 1923 se celebraron diversas reuniones con representantes del gobierno de este país, así como de los de Francia, Bélgi­ca, España, Alemania, Gran Bretaña e Italia, para resolver las reclamaciones por ellos presentadas por los daños cansados a sus na­cionales por la Revolución.

 

La presión diplomática de los Estados Unidos continuaba con la negativa de su gobierno a reconocer a los gobiernos emanados de la Revolución. Transcurrieron más de dos años del régimen del general Obregón para que, después de algunas pláticas informales entre representantes de ambos gobiernos, se discutiera la celebración de un Tratado de Amistad y Comercio, que fue rechazado por el gobierno de México, y se llegara a la crea­ción de una comisión mixta que examinara las reclamaciones de los ciudadanos nortea­mericanos afectados por la Revolución.

 

Los dos gobiernos nombraron sus delegados oficiales, y después de tres meses de trabajo se concertó la firma de los "Tratados de Bucareli" así llamados por haberse fir­mado en el número 85 de esa calle en la Ciu­dad de México, conforme a los cuales se precisaban los derechos de los reclamantes y las obligaciones del Estado mexicano.

 

De acuerdo con estos convenios, el go­bierno mexicano aceptó que la legislación re­volucionaria, especialmente el artículo 27° consti­tucional, no tenía efectos retroactivos, y que por lo mismo no podían ser afectados los derechos de los ciudadanos norteamericanos obtenidos hasta antes de 1917. Por lo mismo, se comprometía a pagar una indemnización, por medio de bonos, de las expropiaciones de tierras que se hicieran, sin exceder de un límite determinado, y no afectar los intereses de las compañías petroleras que explotaban el petróleo en nuestro territorio.

 

Al mismo tiempo, con la firma de una Convención Especial de Reclamaciones, el go­bierno mexicano aceptaba resarcir los daños causados por la Revolución a los extranjeros mientras que por la firma de una Convención General de Reclamaciones se trasladaba la resolución de cada una de las demandas a la decisión de un tribunal mixto de arbitraje.

 

Pese a la decidida oposición de un grupo de senadores, los Tratados fueron finalmente aprobados por el Senado el 1 de febrero de 1924, y se reanudaron las relaciones diplo­máticas entre el gobierno de México y el de Estados Unidos. El embajador Charles B. Warren presentó sus credenciales ante el go­bierno de México el 31 de marzo de 1924.

 

De esta manera, el reconocimiento oficial del gobierno mexicano por parte de los Es­tados Unidos se otorgaba a cambio de las ga­rantías para los intereses norteamericanos en nuestro país. Se iniciaba el proceso de nego­ciación constante de los términos de la dependencia de nuestro país respecto al poderoso vecino del Norte.

 

Vasconcelos y su labor educativa.

 

Al quedar suprimida la Secretaría de Ins­trucción Pública y Bellas Artes por decreto del gobierno carrancista, los Ayuntamientos se habían encargado de atender a la educa­ción pública en todo el país. Pero la falta de recursos había llevado esta labor al fracaso, por lo que se hizo necesaria la creación de un organismo que coordinara este derecho público en toda la República, de acuerdo con lo dispuesto en la nueva Constitución.

 

Fue José Vasconcelos, entonces rector de la Universidad, quien lanzó la iniciativa en tal sentido, y quien se encargó de promoverla hasta lograr la creación de una Secretaría de Educación Pública que ocupó como pri­mer titular, por decreto de 28 de septiem­bre de 192l.

 

"Vasconcelos veía con gran claridad los múltiples aspectos del problema mexicano: educación indígena para asimilar la población marginal; educación rural para mejorar el nivel de vida del campo mexicano; educación técnica para elevar el de las ciudades; crea­ción de Bibliotecas; publicación de libros po­pulares; popularización de la cultura, etc."

 

Y a esa tarea se dedicó con gran celo, em­prendiendo primero una campaña masiva de alfabetización. Creó después las "Misiones Culturales", tomando ejemplo de los misio­neros que en el período colonial habían lo­grado la hazaña de llegar a todos los rinco­nes del territorio aprendiendo las lenguas indígenas y enseñando la cultura y la religión occidental.

 

Durante este período se multiplicaron las escudas elementales; se dividió la educación media en secundaria y preparatoria; se esta­blecieron escuelas dominicales o nocturnas para colaborar con la campaña de alfabetiza­ción; se construyó el Estadio Nacional para llevar al pueblo espectáculos escogidos, y se fomentó la obra de los pintores que habrían de realizar los grandes murales que marcaron toda una época en la historia de la pintura mexicana. Se creó también la Dirección de Enseñanza Industrial y Comercial para aten­der a la formación de obreros calificados.

 

La obra educativa se consolidó con una labor editorial de gran envergadura. Vascon­celos “... se daba cuenta de que para transfor­mar el país hacía falta entregar al pueblo el libro y las artes que ampliaran sus perspec­tivas...". Se publicaron así obras de los clá­sicos: Homero, Eurípides, Cervantes, Lope de Vega, que fueron puestas al alcance del pueblo en un intento de llevar la cultura a todos los ámbitos del país.

 

El problema de la sucesión.

 

"Cuando ya parecía que habían termina­do las luchas intestinas y que los esfuerzos del gobierno se dedicarían exclusivamente al desarrollo económico-social de la nación, hubo de comenzarse la campaña electoral para el cuatrienio de 1924 - 1928."

 

El Partido Liberal Constitucionalista se había desmembrado prácticamente durante el régimen de Obregón, y los partidos fuertes que en ese momento podrían entrar en la lucha electoral eran el Partido Laborista y el Partido Nacional Agrarista, que postularon la candidatura del general Plutarco Elías Calles, secretario de Gobernación, para la presidencia de la República.

 

Con esta candidatura parecía lograrse la continuidad de los “Hombres de Sonora” en el mando del país, tal y como se había esta­blecido de hecho desde el movimiento de Agua Prieta que había derrocado al régimen carrancista.

 

Pero los intereses políticos eran muchos, y pretendían lograr la división del "Triángu­lo Sonorense". Se inició entonces una cam­paña en favor de Adolfo de la Huerta para que aceptara su postulación como candidato.

 

Con el fin de minar su prestigio y obsta­culizar su llegada al poder por segunda vez, De la Huerta fue acusado de desfalco al erario, cometido en sus funciones como Ministro de Hacienda. Presentó entonces un informe de su gestión ante la Cámara de Senadores, para reivindicarse, y una vez separado de su car­go, aceptó su postulación como candidato a la presidencia, apoyado por el Partido Nacio­nal Cooperatista, y se declaró en franca rebeldía contra el gobierno obregonista, huyen­do a la ciudad de Veracruz, donde el general Guadalupe Sánchez le prestó su apoyo con­tra el gobierno, y la rebelión cundió por todo el país.

 

Enrique Estrada, Manuel García Vigil, Fortunato Maycotte, Manuel M. Diéguez, Sal­vador Alvarado, Manuel Chao, Rafael Buel­na, José Rentería Luviano y Antonio I. Vi­llarreal fueron algunos de los generales que se levantaron en armas con sus tropas, reu­niendo en poco tiempo más de sesenta mil hombres que se enfrentaron a los treinta mil que permanecieron fieles al gobierno.

 

Pero la pericia y experiencia militar de Obregón, que dirigió personalmente la cam­paña contra los sublevados, auxiliado por el general Calles, pronto sofocaron la rebelión de manera drástica, ejecutando de inmediato a gran cantidad de jefes y oficiales rebeldes.

 

Restablecida la calma, el 10 de julio de 1924 se efectuaron las elecciones para la renovación de los Poderes Federales, resultando triunfador el general Calles sobre el general Angel Flores y otros candidatos de menor renombre.

 

Una vez más las elecciones se habían celebrado dentro de un clima de inquietud y agitación, y obtenía el triunfo el candidato que mayor peso político y militar había logrado como caudillo de la lucha armada.

 

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120.            La rebelión cristera.

 

Antecedentes.

 

El conflicto religioso ocurrido de 1926 a 1929 es tan complejo que tratar de entenderlo como un enfrentamiento entre Iglesia y Estado apenas si nos explicaría una parte de la situación planteada. Como toda gran revuelta, presenta unos aspectos políticos y otros sociales.

 

No todos los participantes tenían igualmente claros motivos que les impulsaran a la lucha. Los pequeños grupos dirigentes no coincidían necesariamente con lo que pensa­ban los cristeros campesinos, los cuales for­maron las tropas que se enfrentarían al ejér­cito federal. Por otra parte, cabe decir que fue básicamente un movimiento regional, Sus focos más importantes pueden localizarse en los estados de Michoacán, Jalisco y Colima, así como en toda la región del Bajío, extendiéndose por el norte a Durango y Zacatecas y por el sur a Guerrero y parte de Oaxaca. Hubo asimismo brotes aislados en algunas partes de Veracruz, Puebla y en el estado de México. Los estados del norte, donde la población, en su mayoría católica, posee diferente grado de religiosidad que la del centro, no entraron en las luchas cristeras. Tampoco el movimiento fue secundado en la costa del Golfo ni en la península de Yucatán.

 

Las relaciones entre Iglesia y Estado en Nueva España no fueron del todo cordiales.

 

El motín de 1624 es una buena muestra de cómo se enfrentaron las autoridades civiles con las eclesiásticas. Será en el transcurso del siglo XIX cuando la cuestión alcance ex­trema complejidad. Por una parte, el número de sacerdotes participantes en la Independen­cia es correlativo a la lucha social que dicho movimiento sobrellevó bajo las órdenes de Hidalgo y Morelos. Asimismo, el Plan de la Profesa fue animado por frailes, entre los que descollaba el canónigo Monteagudo, enemigo declarado y acérrimo de Hidalgo, allá por el año de 1810.

 

Proclamada la República federal, el obispo de Sonora condenó la adopción del sistema basado en la idea de la soberanía popular. Para él, la soberanía dimanaba exclusivamente de Dios.

 

Más tarde, en 1833, tuvo lugar un en­frentamiento más encarnizado, dirigido por un clérigo tan anticlerical como lo fue el doc­tor Mora. Cuando la Reforma de 1856 me­noscabó el decadente poder político y social de la Iglesia, algunos generales, como Tomás Mejía, se levantaron con el lema de "Reli­gión y fueros". El arzobispo Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos tuvo fuertes desave­nencias con el emperador Maximiliano por causa del liberalismo del joven Habsburgo. Finalmente, después del triunfo de la Repú­blica, la Iglesia dio el toque de retirada acep­tando el statu quo. En el porfiriato pareció recuperar terreno, pero sólo hasta donde el Estado se lo permitió.

 

La propia mentalidad de los católicos sufrió modificaciones, sobre todo después del conocimiento de la encíclica Rerum No­varum, orientación oficial católica en torno a la política obrerista. Este documento ha sido interpretado como la respuesta vaticana al marxismo y a los movimientos e ideologías socialistas del siglo XIX. La trascendencia que tuvo en México tal proclamación se debió a la constante difusión que le daría el periodista Trinidad Sánchez Santos, que es­taba notoriamente influido por la nueva doctrina.

 

En la época de Madero se creó el Parti­do Católico Nacional, cuya vida terminó con el triunfo del constitucionalismo. Los políti­cos católicos observaron en él una evidente conducta conservadora, particularmente en el seno de la XXVI Legislatura. Cuando Victo­riano Huerta mandó apresar a los diputa­dos no hubo miembros del Partido Católico en Lecumberri. El carrancismo se distinguiría por el furioso anticlericalismo que lo mo­vió, al contrario del villismo y el zapatismo. A este último movimiento hubo muchos clérigos que lo apoyaron. Los carrancistas des­truyeron iglesias, colgaron sacerdotes y cerraron conventos. Una vez en pleno auge de victoria consiguieron la manera de someter definitivamente a lo que consideraban su enemigo secular: la Iglesia.

 

El artículo 130°, al igual que los números 3°, 5° y 27°, estableció una política de suma in­tolerancia, mucho más que la de las Leyes de Reforma o de la Constitución de 1857.

 

Los católicos no ofrecieron una respuesta violenta cuando la Constitución entró en vi­gor. Los miembros del episcopado no sólo apenas si protestaron contra el documento en su totalidad,  sino incluso contra los cuatro artículos anteriormente citados. Ello implicó el reconocimiento eclesiástico de la nueva legislación y el inicio de una lucha por modi­ficar aquellas partes que les afectaban di­rectamente.

 

Todo ello pone en evidencia el reconocimiento del poder y la autoridad estatales, pero también el deseo de la Iglesia por tener un mayor control social.

 

Además del efímero Partido Católico Nacional hubo otras organizaciones  que agrupa­ron a los fieles, como las promovidas por el jesuita francés Bernardo Bergoënd, quien des­de el año 1907 trató de agrupar a los católicos. Al principio fueron los "Operarios guadalupa­nos" y después la Liga de Estudiantes Católicos, que tendía a contrarrestar la influencia de la Y.M.C.A., asociación deportiva de origen norteamericano. Por ahí se siguió hacia la definitiva organización de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana. En 1913 era ya una realidad y se ramificaba por toda la provincia. También existe en México, des­de 1905, la Orden de Caballeros de Colón, que tiene origen norteamericano.

 

El Cubilete.

 

Parece que  fue obsesión de clero y católi­cos levantar un santuario, dedicado a Cristo Rey, en el centro geográfico de la República mexicana, conocido como Cerro del Cubile­te, enclavado en el estado de Guanajuato. Monseñor Emeterio Valverde Téllez, obis­po de León, erigió en 1920 un templo de modestas proporciones, que el episcopado acordaría sustituir por otro más digno y decoroso.

 

En enero de 1923 se llevó a cabo la cere­monia de colocación de la primera piedra en terrenos que curiosamente pertenecían al li­cenciado José Natividad Macías, ex rector de la Universidad y diputado en el Congreso constituyente de 1917. Acudió a dicha ceremonia el delegado apostólico del Vaticano monseñor Ernesto Philipi. El gobierno del general Obregón interpretó tal acto como un abierto desafío a la autoridad y flagrante ataque a la Constitución. El día 13 del mismo mes el gobierno acordó que se le aplicara a Philipi la sanción derivada del artículo 33° cons­titucional: debería abandonar el país en menos de 72 horas. El procurador de justicia, licenciado Eduardo Delhumean, practicó algunas averiguaciones de sumo rigor. Esta sería la más dura advertencia por parte del gobierno dirigida al clero para que éste cesara en su labor de provocación.

 

En 1925.

 

A raíz de la toma de posesión del general Plutarco Elías Calles como presidente de la República, las relaciones entre el gobierno y los católicos entraron por un cauce de mayor tirantez. Calles aplicó con rigor el artículo 130° y buen número de sacerdotes de origen extran­jero fueron expulsados del país.

 

Entre tanto acaecía un curioso episodio relacionado con la cuestión religiosa. Desde el triunfo constitucionalista, principalmen­te el gobierno mexicano veía con buenos ojos toda posibilidad de nacionalizar la Iglesia Católica. Ello le daría al Estado una defi­nitiva preponderancia sobre el clero. Es bien sabido que el remoto antecedente de todo ello nos remite al patronato regio que ejerció la corona española sobre la Iglesia de la península y de las colonias, que dejaba en se­gundo plano a la autoridad papal. La situa­ción no fue ciertamente tan drástica como la adoptada por Enrique VIII de Inglaterra, sino que significaría una política de alianza. El padre Joaquín Pérez se entusiasmó con la idea desde los tiempos de Obregón. El 22 de febrero de 1925 un grupo se apoderó del templo de la Soledad y trató de establecer allí la Iglesia Católica mexicana, que tendría como autoridad al "patriarca" Pérez. Las damas católicas, los acejotaemeros y los caballeros de Colón, además del episcopado, protestaron ante lo que consideraban una afrenta. En la capital hubo un motín resuelto con la intervención de la fuerza pública y la ex­propiación del templo para biblioteca públi­ca. Sin embargo, la Iglesia cismática tendría sus adictos en algunos lugares  de provincia. No obstante, la aventura fue efímera.

 

Tanto el secretario de Gobernación, Adalberto Tejeda, como algunos goberna­dores (Garrido Canabal, de Tabasco, por ejemplo) se distinguieron por su patente an­ticlericalismo. En Tabasco se puso en vigor un decreto que obligaba a los sacerdotes a casarse para poder oficiar y en Tamaulipas se prohibió oficiar a los sacerdotes extran­jeros. El obispo de Huejutla, Manríquez y Zárate, elevó sus protestas en una carta pas­toral, por lo que fue apresado posteriormente. A los once meses fue liberado bajo fianza y luego expulsado del país. El Código Penal fue reformado para precisar las sanciones contra los clérigos.

 

La Liga Defensora de la Libertad Religiosa.

 

Un abogado jaliciense y católico militan­te se distinguió desde su juventud por ejercer una política igualmente católica. Miguel Palomar y Vizcarra había creado un sistema de préstamos, llamado “Cajas Reiffeisen”, para obras agrícolas. Fue diputado local en Jalisco en 1912 y desde 1917 puso sus empeños en fundar una liga cívica. Esta Liga no depende­ría de ningún partido ni de la propia Iglesia, de manera que podría funcionar sin ser coartada por el Estado. Bergoënd estuvo a favor de dicha idea, pero el obispo de Guadala­jara, Orozco y Jiménez, no consideraba opor­tuna su organización. Fueron sus funda­dores en 1925 el propio Palomar y Vizcarra, René Capistrán Garza, Luis O. Bustos y Ra­fael Ceniceros y Villareal. El 14 de marzo de este mismo año se dio a conocer la razón de ser de la Liga, entre cuyos incisos se encuen­tran los que a continuación se transcriben:

 

"El fin de la Liga es detener al enemigo y reconquistar la libertad religiosa y las demás libertades que dimanan de ella. Tiene un programa que es una síntesis de justas y debidas reivindicaciones a las que tienen derecho los mexicanos para poder vivir como católicos y que nadie en una república demo­crática puede poner en tela de juicio. Pide que sean derogados de la Constitución en todas aquellas partes que se oponen a:

 

La completa libertad de enseñanza primaria, secundaria y profesional;

 

Los derechos de los católicos como mexicanos, con todas  las prerrogativas que les concede la Constitu­ción;

 

Los derechos de la Iglesia relativos al culto, a sus templos, escuelas, obras de caridad y sociales;

 

La propiedad, libre uso y disposición de los bie­nes inmuebles necesarios para el culto, se­minarios, alojamientos de ministros, patrona­tos, etc., lo mismo que los bienes muebles destinados al ejercicio de estos mismos ser­vicios;

 

Recibir y administrar, sin autorizaciones generales, requeridas para la validez de las donaciones legales;

 

Recono­cimiento legal a sus sacerdotes los dere­chos cívicos y políticos que tengan los demás ciudadanos y declarando que ni el Congreso General ni las Legislaturas tendrán facultad para dictar leyes sobre asuntos religiosos.

 

La Liga pronto ramificó sus representaciones y las hubo en todas las entidades federativas, siendo mayores en los estados del centro y occidente de México. Con ellas lucharía legalmente para conseguir la realización de sus cometidos.

 

Paralelamente se crearía, en situación de emergencia, un Comité Episcopal que representaría a todo el episcopado, con el fin de tratar con el gobierno todos los asuntos con­cernientes a la modificación de las leyes que entonces mantenían al clero en manos del Estado.

 

El Comité decidió decretar la suspensión de cultos, pero permitiendo la apertura de los templos.

 

La Ley de Calles.

 

Con la expedición de una Ley Adicional, el 14 de junio de 1926 el presidente Calles tomó medidas aún más radicales. En ella se limitaba el número de sacerdotes a uno por cada seis mil habitantes y se ordenaba que aquéllos se registraran ante las autoridades municipales, quienes otorgarían su respectiva licencia. Se procedió en seguida a clausurar 42 templos, así como capillas particulares y conventos, y se amenazó con la incautación de las escuelas religiosas. Tras las protestas del Comité Episcopal y de la Liga hubo debates y polémicas entre funcionarios y representantes de los. católicos, así como cateo de domicilios particulares -según apunta Alicia Olivera de Bonfil, estudiosa del conflicto-, ejercido por miembros de la C.R.O.M., cuya líder, el entonces secretario de Industria y Comercio, Luis N. Morones, era muy conocido por su anticleralismo.

 

El boicot.

 

La Liga decidió entrar en lucha a través de medios que sobrepasaran a aquellos estrictamente  legales, sin recurrir nunca a la violencia. De ese modo animó a la población católica a ejercer un boicot contra el gobierno, a fin de presionarlo para que derogara los recientes decretos. El boicot incluía prin­cipalmente la abstención del pago de impuestos y el minimizar el consumo de productos del Estado: como el no comprar lotería, no utilizar vehículos de motor para no comprar gasolina y otras medidas. También circularon pasquines invitando al pueblo a secundar el boicot.

 

El gobierno dictó órdenes de aprehensión contra los repartidores de tales pasquines y, sobre todo, contra los organizadores. Al caer en prisión algunos de los titulares de la A.C.J.M. hubo que cambiar de Comité, sien­do más tarde liberados bajo fianza.

 

La guerra.

 

La Liga se vio precisada a ejercer una acción drástica. Para ello hubo de crear un comité de guerra que pudiera organizar un levantamiento armado. Este brotó espontáneamente y fue desencadenándose para, en 1927, extenderse hacia la zona geográfica que se señaló al principio de este capítulo, es decir, en el sur de Zacatecas, Jalisco, Colima, parte de Nayarit, Michoacán, Querétaro y Gua­najuato, zona desde la cual se expandió a los alrededores y llegó a propalarse a centros más alejados.

 

En un principio fue jefe del movimiento René Capistrán Garza, distinguido en la presidencia de la A.C.J.M. y en la propia Liga. Capistrán era civil y, de hecho, no se contó al principio con militares expertos en el mo­vimiento. Los jefes y oficiales, así como las tropas, se improvisaron. El financiamiento del movimiento armado provino de ricos católi­cos, muchos de los cuales, hacendados que veían con temor la reforma agraria, espera­ban contener así el radicalismo del gobierno.

 

Según la mencionada autora, Alicia Oli­vera, se llamaron primeramente a sí mismos "defensores", después "libertadores" y, por último, acogieron positivamente el nombre despectivo de "cristeros", para autodesignarse y darle nombre a su rebelión. El nombre tal vez procediera de su grito "Viva Cristo Rey" con que animaban la lucha, y acaso recuerde la experiencia de El Cubilete. No obs­tante, el lema oficial de sus libelos, hojas volantes y manifiestos era el de "Dios, Patria, y Libertad".

 

La rebelión estalló en Chalchihuites, Za­catecas, protagonizada por un grupo que quiso libertar al párroco del lugar. Después de un corto éxito, los primeros cristeros fue­ron derrotados y se retiraron para aguardar mejor oportunidad. Fue a partir de ese mo­mento, todavía en 1926, cuando la Liga nombró a Capistrán Garza como represen­tante suyo en los Estados Unidos.

 

Capistrán Garza realizó una extensa gira por diversas diócesis norteamericanas, al objeto de atraerse la simpatía de los obispos y de la opinión pública católica. También trató de entrevistarse con el general Enrique Estrada, exiliado, tras haber sido derrotado en la rebelión delahuertista. Estrada fue secre­tario de Guerra de Obregón, pero desertó y se salvó de ser fusilado, como ocurriría con Manuel M. Diéguez y Salvador Alvarado. Estrada era visto como un posible comandante militar, pero fue descubierto por las autoridades norteamericanas, quienes lo hi­cieron prisionero por haber violado la ley de neutralidad. Capistrán Garza no sólo fracasó en su gestión con Estrada, sino también en la de convencer a la jerarquía católica estadounidense. Sin embargo, corrió la versión de que el Departamento de Estado le había brindado su apoyo. Esto ocurrió tal vez para no desprestigiar a Capistrán, pero fue des­mentido por el historiador Alberto María Carreño, enemigo político suyo. No obstante, obispos y sacerdotes norteamericanos seguían siendo partidarios de la rebelión.

 

La Iglesia.

 

Si bien después del fallecimiento del ar­zobispo Mora y del Río, la vieja generación de obispos y arzobispos fue más radical en su lucha contra el Estado, el episcopado mantuvo una opinión contraria a la lucha armada, dejando toda responsabilidad a la Liga. Dominó la opinión moderada del obispo de Tabasco, Pascual Díaz, que habría de ser elevado al arzobispado mexicano. Coinci­día aquella actitud con la ordenada desde Roma, tendiente a recuperar la libertad reli­giosa frente al Estado, pero sin participar abiertamente en política ni utilizar la deno­minación “católico” para legitimar acciones violentas. El clero se quitaba la responsabili­dad de patrocinar el movimiento, pese a los esfuerzos de la Liga por pretender conseguir vicarios castrenses. Pese a la política episco­pal, muchos religiosos desatendieron las ór­denes y participaron abiertamente en ayuda de los contingentes cristeros, aunque a título personal.

 

El año l927 fue decisivo en la guerra cristera. En él se abrieron muchos  frentes de campaña y algunos efectivos del ejército se hicieron cristeros, con lo cual se procuraron armas y ciertas experiencias militares, por más que privara siempre la espontaneidad y la improvisación.

 

La rebelión cristera fue conformando poco a poco toda una epopeya. De una parte había publicaciones doctrinarias, como la revista David, mas para los contingentes populares lo realmente efectivo era el llamado al sentimiento religioso y a la gesta heroica de los cristeros que habían sucumbido en la lucha. De ahí se crearon numerosos corridos, como el popular de "Valentín de la Sierra". También hubo novelas que, paralelamente a la Revolución mexicana, llegarían a consolidar una literatura cristera.

 

El cristero era ajeno a la alta intriga po­lítica, a las desavenencias entre el episcopado y la Liga. Su ideología, si se quiere elemental, correspondía a la de los hombres que antes integraron las tropas de Villa, Zapata, Obregón o Diéguez. Tal vez la distinción con respecto a los de la revolución de 1910 -. 1917 radicaría en el carácter defensivo y reivindicador que siempre ostentaron los católicos de los medios rurales y urbanos. Mas su participación en la guerra debe entenderse como índice de heroísmo, de quien pelea por su fe, aunque las causas profundas de la lucha sean totalmente absurdas.

 

El general Goroztieta.

 

No fue sino hasta 1928 cuando la cristiada contó con un general en jefe. Este fue Enrique Goroztieta, jr., militar de carrera que había servido en el ejército federal du­rante el huertismo, lo que le valió -con su padre- el destierro a los Estados Unidos y a Cuba. De vuelta al país, se integró con man­do de tropas en los Altos de Jalisco. Su destacada labor le hizo merecedor de la jefatu­ra militar cuando ésta carecía prácticamente de cabezas, pues muchos de los principales generales cristeros habían muerto en comba­te. Goroztieta llegó a dominar las zonas de Jalisco, Colima y Nayarit, lo cual dio nuevos impulsos a la rebelión. Por otra parte, fue indiscutible el talento militar del secretario de Guerra del gobierno, general Joaquín Amaro.

 

Fue también en 1928 cuando el gobierno sufrió un terrible colapso ante el asesinato del presidente electo Alvaro Obregón a manos de un joven dibujante y fanático religio­so. El juicio que se le promovió a José de León Toral puso al descubierto implicacio­nes de religiosos en la lucha dentro de la capital de la República. Asimismo causó un grave impacto la muerte del padre Pro, que durante algún tiempo se convirtió en mártir religioso popular. Mas pese a la fuerza cristera de Occidente, la mayor parte del país se encontraba bajo control gubernamental.

Goroztieta dio a conocer su plan de Los Altos el 28 de octubre de 1928, el día de la fiesta de Cristo Rey. Implicaba, fundamen­talmente, un retorno a la Constitución de 1857 sin las Leyes de Reforma. Vicente Lombardo Toledano dio a conocer posteriormente un documento titulado La Constitución de tos Cristeros, documento que sinteti­zaba el ideario jurídico-político del movi­miento. No obstante, dicha constitución no fue divulgada en su tiempo. Goroztieta siguió siendo el hombre fuerte y llegó a contar con un ejército estimado en unos veinte mil soldados. Ciertamente se debilitó cuando se iniciaron arreglos entre el gobierno y el epis­copado, pero, pese a todo, continuó su cam­paña, ya que para él y para la Liga se trataba de vencer o morir. Enrique Goroztieta cayó en manos de las fuerzas que comandaba el general Saturnino Cedillo; murió el 2 de junio de 1929.

 

Los arreglos no satisficieron ni a los que coincidían en la actitud de la Liga ni a los liberales jacobinos mexicanos Para los pri­meros fue una humillación lo que recibieron la Iglesia y los fieles mexicanos. Pensaban que visto el poder militar que lograron alcan­zar en Occidente, podían triunfar contra un ejército comandado por los generales revolu­cionarios, rebosantes de plenitud, llenos de experiencia y conocedores del terreno. Y ello, a pesar de que en otras intentonas militares muchos divisionarios de primera línea habían desaparecido. Por su parte, los exaltados jacobinos consideraron ignominiosos los arreglos, puesto que si se hubiese llevado a cabo una intensa campana contra los cristeros, éstos hubieran sido destruidos, para fi­nalmente sujetar a la Iglesia en la legislación callista. Como siempre, las opiniones extremas resultaron insatisfechas.

 

Pese a los arreglos, siguieron dándose levantamientos esporádicos, diezmados poco a poco por las tropas federales. El general Amaro intensificó la vigilancia de la prin­cipal zona cristera y a veces se tenía noticia de algún pequeño contingente insubordina­do. Tras haber sido derrotado en los comi­cios electorales, José Vasconcelos hizo un llamado a los cristeros para ver si le podían brindar apoyo. Decía que los protagonistas de los arreglos eran "un dúo de indios malos: el Pascual y el Portes Vil". Pero los cristeros no secundaron al intelectual político ni él tuvo los arrestos suficientes para levantar al pueblo contra el régimen establecido. La cristiada fue desvaneciéndose. Como movimien­to siempre ha sido condenado y catalogado de absurda guerra santa en el siglo XX. En ciertos momentos, los cristeros tuvieron sus motivos de lucha, de índole muy variada. Mas, en conjunto, fue la reacción de los gru­pos católicos frente a la aplicación extrema de la nueva legislación.

 

Los arreglos..

 

El cambio de gobierno acontecido el 1 de diciembre de 1928 llevó a la presidencia, en calidad de interino, al licenciado Emilio Por­tes Gil. Este puso fin a la política intransi­gente de Calles, que coincidía con la de la Li­ga, aunque, claro está, en el extremo opuesto. Portes Gil participaba de la actitud pacifista del nuevo episcopado, particularmente con la de monseñor Pascual Díaz.

 

En 1929 se celebraron los llamados "arreglos" entre el Estado y la Iglesia. La Liga Defensora de la Libertad Religiosa no podía aprobar la política del alto clero mexicano. Palomar y Vizcarra siempre se mos­traría intransigente, al igual que sus compa­ñeros de lucha. No debe descartarse la in­fluencia del embajador Morrow, que se manifestó en favor de la pacificación.

 

Pascual Díaz emprendió viaje desde Nue­va York a México confiado en la actitud abierta de Portes Gil. El presidente declaró en una entrevista que: "De parte del gobier­no mexicano no hay inconveniente alguno para que la Iglesia católica reanude sus cul­tos cuando lo desee, con la seguridad de que ninguna autoridad la hostilizará, siempre y cuando los representativos de la propia Igle­sia se sujeten a las leyes que rigen en materia de cultos, cumplan con todo lo que las mismas previenen y se muestren respetuosas con las autoridades legalmente constituidas.

 

A partir de tal declaración se abrió la puerta a la solución del conflicto. El delegado apostólico Ruiz y Flores y Pascual Díaz sos­tuvieron entrevistas en la residencia presi­dencial de Chapultepec, reanudándose poco después los cultos.

 

Los arreglos se firmaron el 21 de junio de 1929, sin que mediara documento oficial alguno a causa de la personalidad extrajurí­dica de la Iglesia. El arzobispo aceptó la superioridad estatal y el gobierno la realidad religiosa, pero sin que éste mencionara la dero­gación de las leyes y revocación de los acuer­dos. La única declaración favorable a la Iglesia fue la afirmación de que se aplicaría la ley "sin tendencia sectarista". Oficialmente el conflicto había terminado, ante la intransi­gencia de la Liga. Capistrán Garza, Palomar y otros jefes decidieron expatriarse. El últi­mo fue a Roma en busca todavía de posibili­dades. El Vaticano no quiso complicar la si­tuación. La intransigencia llegó al extremo de fraguarse un complot contra Pascual Díaz, según uno de los historiadores favorables al arzobispo, quien asegura que trataron de en­venenar al religioso en una comida. La pri­mera edición del libro en que se publicó esta afirmación, escrito por Alberto María Carreño, fue incinerada por los de la Liga.

 

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