Historias, Leyendas y Cuentos de México

Capítulos 51 a 60

51.            La encomienda.

Por: Carlos Martínez Marín.

 

La encomienda.

 

La institución de la encomienda no era novedad en el Imperio español cuando se em­pezó a ampliar Nueva España, apenas conquistado el imperio azteca. Había sido ya practicada en las Antillas con resultados ca­tastróficos. Además existían antecedentes en la propia península, que se utilizaron para organizar esta institución en La Española.

 

Fue Nicolás de Ovando el que trasladó esta institución a la isla dominicana. Solicitó la autorización de la reina Isabel y la encomienda se estableció para asegurar el trabajo de los indios en favor de los españoles. Es decir, fue una de las formas que se adoptaron para el repartimiento de la riqueza estable de las islas, en vista de la escasez de la ri­queza móvil y con el pretexto de proteger a los indios. Los resultados no se hicieran es­perar y, a finales de la primera década del si­glo XVI, las protestas en contra de la explota­ción bárbara de los indios eran considerables. Fue cuando la lucha por la justicia se  robus­teció con protestas por parte de frailes, de teólogos y juristas, no sin razón, pues la población indígena antillana empezaba a extin­guirse, hasta el punto de que los colonos de las Antillas mayores se vieron precisados a organizar expediciones a las no colonizadas islas Lucayas, que tenían por fin único saltear indígenas para llevarlos a las empresas de los conquistadores y con ellos suplir la mano de obra de los naturales, que escaseaba. Sin em­bargo era ya tarde; la encomienda antillana fue el principal factor para que la población indígena de las Antillas mayores desapareciera definitivamente.

 

Al terminar la conquista de Nueva España y agotarse la riqueza móvil del país -oro de rescate e indios rebeldes- se procedió al repartimiento de la riqueza inmóvil -tributos y servicios de los indios y tierras, aguas, suel­dos y pensiones-, y fue precisamente enton­ces cuando Cortés encomendó los naturales a los españoles conquistadores, como gratifi­cación por sus servicios en la campaña.

 

Al principio el propio capitán general quería evitar la encomienda de los indios. Pensa­ba que debía hacerse algo diferente a la ex­periencia antillana, debido a que en Nueva España había muchos indios con un nivel de cultura mayor que el de los indios antillanos, y se presentaban mejores posibilidades en tie­rras y productos y respecto al trabajo de los indios y la producción en general.

 

Las primeras opiniones de Cortés en el sentido de evitar la encomendación estaban de acuerdo con las corrientes que privaban por entonces en la corte de España, que, des­de la declaración de La Coruña de 1520, se inclinaban por la libertad de los indios.

 

Sin embargo, la presión de los conquistadores, que al haberse agotado el oro y no ser ya tan buen negocio la esclavización de los in­dios pugnaban por el reparto de las tierras y de los naturales, lo hizo cambiar de opinión y sin recabar previamente la autorización real, sino obrando de acuerdo con la política de he­chos consumados, procedió a encomendar los indios a los conquistadores.

 

Decía el capitán al rey en su tercera car­ta de Relación, tratando de justificar y razo­nar la medida, que debido a los gastos creci­dos que se habían hecho, al tiempo que tenía ocupados a los conquistadores la guerra, a las deudas que los miembros de la hueste ha­blan contraído por los gastos que les ocasio­nó su participación y su estancia en. el país, a la necesidad de acrecentar las rentas reales y, sobre todo, debido a “la mucha importunación de los oficiales de V. M. y de todos los españoles, y que de ninguna manera me podía excusar, fueme casi forzado depositar los señores y naturales de estas partes a los espa­ñoles... para que en tanto que otra cosa man­de proveer, o confirmar esto, los dichos señores y naturales sirvan y den a cada español a quien estuvieren depositados lo que hu­bieren menester para su sustentación”. Es decir, repartía los indios entre los partici­pantes en la conquista para que les tributa­ran mantenimientos y servicios personales.

 

Este acto de Cortés abriría una larga etapa de sondeos, de titubeos, de ensayos, pareceres y discusiones sobre la conveniencia  y lo inconveniente de esta institución de suje­ción de los indios, que se prolongó a lo largo de tres décadas. De todos modos los indios habían sellado su suerte, pues a pesar de las discusiones y de las etapas favorables al cri­terio que en algunos momentos privó sobre su libertad y de todas las argumentaciones y luchas políticas que este asunto suscitó, ya no pudieron impedir su situación de enco­mendados sino hasta muy tarde, cuando otras instituciones, que más convenían al de­sarrollo del país, la convirtieron en una ins­titución ineficaz, que debía sustituirse.

 

Las discusiones acerca de la encomienda muestran la importancia que tuvo, ya que fue el meollo de toda la organización de la nueva colonia. Sus implicaciones, y no sólo sus ca­racterísticas, fueron tantas, que afectaban a todos los órdenes de la vida  novohispana: la sociedad, la economía, la política y la religión, trascendiendo el ámbito local para afectar también la vida metropolitana peninsular.

 

A pesar del anuncio de Cortés de ha­ber procedido a los repartimientos, lo que sentó muy mal en España, él prosiguió repartiendo las encomiendas, al tiempo que expedía el 20 de marzo de 1524 sus Orde­nanzas de buen gobierno en las que incluía algunas obligaciones que deberían cumplir en sus pueblos los encomenderos; así, les obligaba a que conservaran las armas para bien guardar la tierra, que lucharan contra la ido­latría y destruyeran los ídolos, que se encar­garan de que los hijos de los caciques fueran entregados a los frailes para su instrucción, que los encomenderos pagaran al clérigo para la evangelización de los indios, que el tributo no debía ya exigirse en oro, pues a los indios se les había acabado y sería perjudicial obli­garlos a tal, y que los servicios personales de los indios fueran tasados según consideraciones de los alcaldes mayores acerca del núme­ro, de la calidad de los pueblos y de la con­veniencia de los servicios.

 

Estas últimas medidas respecto a los tributos tenían por objeto evitar los malos resultados que la encomienda había produci­do en las Antillas. Mandó, además, que los que recibieran encomiendas se comprome­tieran a tenerlas al menos por espacio de ocho años seguidos, para evitar la inconveniencia del abandono y lograr la conversión del con­quistador en colono, asegurando así la ane­xión de la tierra, y que los que las abandonaran para irse a otras empresas y ocupa­ciones las perdieran.

 

En estas ordenanzas cortesianas están presentes ya muchos de los rasgos que más tarde tipificarían a la definitiva encomienda: la obligación de la residencia y de disponer de armas para guardar la tierra, el sostenimiento de la doctrina, la participación de oficiales de justicia para regular las relaciones de los en­comenderos y encomendados y los propósi­tos de que pudiera ser heredable la concesión.

 

Se dictaron medidas para que los encomenderos trataran bien a sus indios; se autorizó que fueran utilizados en las empresas agrícolas y en las ganaderas, no así en las mi­neras. A los encomenderos se les obligó a que no dispusieran por más de 20 días seguidos de los indios en aquellas empresas y que para volver a utilizarlos debían pasar no menos de 30 días en sus comunidades, con el fin de que no descuidaran los pueblos y las obligaciones comunales. Debían dar de comer bien a los indios en servicio, a los que se les fijaba jornada de trabajo, y se prohibía que se emplearan en servicios personales a las muje­res y a los menores. También se fijaba la obli­gación, que al parecer nunca tuvo vigencia, del pago de salario a los indios de servicio.

 

A la implantación de la encomienda por Cortés, la corona contestó con las conclusio­nes de una junta celebrada en Valladolid en el año 1523, en las que se prohibía hacer mer­ced de indios a persona alguna. De esta resolución se  desprendió la instrucción del rey a Cortés, fechada en el mismo Valladolid el 26 de junio de 1523, en la que se ordenaba que no se encomendaran los indios, sino que se les tratara como vasallos, imponiéndoseles tributos destinados a las rentas reales.

 

En este momento quedaban perfiladas las dos principales corrientes que se manifes­taron opuestas en este asunto. Por una parte los intereses particulares de los conquistadores, que se satisfacían, en cuanto al reparto de la riqueza estable, con las medidas de Cortés, y por la otra el intento de la corona de liberar a los indios, sujetarlos a su jurisdicción en calidad de vasallos e imponerles tributos para centralizar la soberanía fiscal.

 

Cortés contestó que ya había encomenda­do a los indios, alegando, para justificar la medida, que los españoles no se arraigarían si los indios se liberaban; enumeraba también los perjuicios económicos y políticos que sobrevendrían si no se sostenía el repartimien­to. Alegaba que la encomienda ya liberaba a los indios  de la sujeción de sus señores, que hasta entonces los sacrificaban. Decía que en esta forma se protegía a los indios y que estaba seguro que no disminuirían. Recomenda­ba la perpetuidad, aunque afirmaba que la jurisdicción suprema recaía en el rey. La per­petuidad era necesaria para interesar al con­quistador en la tierra, con una forma de propiedad -tributos y servicios- segura y prolongada, debiendo permitirse la sucesión a los herederos. Así se solucionaría el cuidado de la tierra, ya que era imposible su control por tropas regulares, pues no las había y por otra parte serían costosas e inútiles.

 

Sus razones eran económicas, políticas y religiosas, ya que de la encomienda dependían: el sustento de  los españoles, el mantener la tierra sujeta y los indios obedientes y una mejor evangelización.

 

Las opiniones de Cortés fueron entonces reforzadas por los frailes franciscanos y dominicos que ya se encontraban en Nueva España. Decían que se debían hacer los reparti­mientos perpetuos, heredables a los hijos de los encomenderos o a sus herederos legítimos y que los tributos de los indios a sus señores debían tasarse, si bien con algunas limitaciones, como garantía del buen trato a los natu­rales.

 

A pesar de la abundancia de opiniones en favor de la encomienda, hubo voces a favor de los intereses reales, como la del contador real Rodrigo de Albornoz que se pronun­ció por el sistema de tributación a la corona.

 

Era evidente que ya para entonces la en­comienda no era sólo un problema de grati­ficación a los conquistadores, sino que entra­ñaba toda la organización de un territorio, con características muy diferentes de aquellas que hasta entonces había utilizado España en América. Se trataba de organizar el trabajo de los indígenas para que lo usufructuaran los conquistadores, pero dándole al sistema una justificación y una base legal, mediante las cuales la corona pudiera “compaginar la libertad de los indios con el principio de la compulsión estatal para que prestaran sus servicios en favor de los particulares espa­ñoles”.

 

Entre tanto, Cortés seguía insistiendo en la defensa de la encomienda, alegando que era diferente de la antillana y constituía una garantía para que la población indígena no disminuyera, pues no se obligaba a los indios a servir en las minas, lo que en verdad no era cierto. Por tanto, volvía a abogar por la perpetuidad de las cesiones y se oponía abier­tamente al régimen tributario regalista, por que lo consideraba una amenaza a los intereses de los conquistadores que con él debían ser premiados.

 

La corona y los conquistadores se encontraban, pues, enzarzados en la discusión de la forma de estructura de la colonia, que presen­taba diversos matices y contradicciones; los principales eran de tipo económico y se centraban en la forma de gratificar a los espa­ñoles; entre los políticos privaba el cen­tralismo real en rápido ascenso hacia el ab­solutismo, que se contraponía al sistema de señorío que demandaban los conquistadores; en cuanto a los intereses fiscales se discutía si las rentas se daban directamente a los co­lonos o si se establecía un sistema tributario en beneficio total de la corona.

 

El solo hecho de haber abierto y permi­tido la discusión evidenciaba que la corona ya había cedido un tanto, mostrándose más inclinada a aceptar la validez de los reparti­mientos. Distaba mucho la posición que la corona tenía en 1525 de la que radicalmente sustentaba dos años antes.

 

En 1525, la corona. nombró juez de resi­dencia a Luis Ponce de León, que debía en­cargarse entre otras cosas del problema sus­citado. Debía levantar la oportuna información para tratar de armonizar las discrepancias que se manifestaban en la colonia en torno a la libertad de los indios, las necesidades económicas de los encomenderos, la soberanía del rey y los ingresos fiscales de la corona.

 

Debía consultar y concluir en alguna solución de las cuatro que principalmente se habían propuesto, o sea, encomiendas a la manera de los repartos de Cortés, señoríos de vasallos como los de España, feudos con pago de derechos a la corona y sistema tributario real, que podría cederse a los españoles.

 

Ponce de León murió al poco de llegar; entonces se encargó a Marcos de Aguilar, justicia mayor de Nueva España, levantar la información. Fueron consultados los con­quistadores, los franciscanos y hasta el propio Aguilar echó su cuarto a espadas. Los conquistadores, como era lógico, opinaron en favor de la encomienda incluyendo la jurisdicción, es decir, el derecho  de impartir justicia, lo que significaba el régimen señorial completo, que convertiría a los con­quistadores en señores de vidas y haciendas. Alonso del Castillo iba más allá al aducir la sucesión que debía adoptar el régimen de mayorazgo.

 

Los franciscanos se inclinaron por las encomiendas perpetuas, pero sin la jurisdicción que debía corresponder al rey. En caso de que se aceptaran los señoríos de vasallos alegaban para que fueran como los de España. Aguilar resultó partidario del sistema de encomienda perpetua o, al menos, del sistema de vasallos, cuyos beneficiarios pagaran el feudo o servicio al rey; decía que las cargas fueran tasadas según la calidad de las provincias de los indios y que, en caso de que se adoptara el señorío, no fueran muchos los señores de vasallos por ser un inconveniente; en cualquiera de las dos soluciones no debía darse a los beneficiarios la jurisdicción.

 

Por su parte la corona hacía consultas en la metrópoli. Entre otros consultó la opinión del bachiller Martín Fernández de Enciso, aquel que en 1513 había dado la solución, muy de su invención, al problema del derecho que asistía a España para hacer la guerra de conquista. Como es lógico se pronunció por los intereses de los conquistadores, diciendo que les asistía la razón conforme al derecho de gentes y que los servicios de los indios estaban ya autorizados por el rey desde la época de la junta de Valladolid, de 1513, cuando intervino él, dando una solución que condujo a la redacción del famoso Requerimiento.

 

En 1526 el movimiento en pro del repar­timiento había aumentado en la Península, lo que se veía reforzado por las opiniones de Nueva España. En este año la corona emitió una real provisión en Granada, el 27 de noviembre, en la cual no se prohibía, antes bien se dejaba al arbitrio de los religiosos, el que se encomendara a los indios.

 

Dos años más tarde la corona daba otra real provisión a la primera Audiencia, en la cual ya casi se inclinaba por la encomienda a perpetuidad, con la concesión de alguna juris­dicción a los encomenderos. Esto fue el resultado de la información que proporcionó una junta realizada en Nueva España sobre lo que debería mercedarse y lo que habría de reservarse al realengo. Fue cuando más fuerte se hizo sentir la presión de los conquistadores más ambiciosos.

 

Sin embargo, como resultado de la desas­trosa administración de esa primera Audiencia y de los abusos que sus funcionarios y amigos cometieron, el 4 de diciembre de 1528 la corona expidió en Toledo las Ordenanzas para el buen tratamiento de los naturales. En Nueva España se había llegado al momen­to más alto de la ofensiva en favor de la encomienda. Había transcurrido el período de gobierno de los conquistadores, luego de los oficiales reales y el de la primera Audiencia, que fue de vacilación de la corona, caracterizándose por la inclinación hacia la prohibi­ción primero, luego por las investigaciones e informaciones y finalmente por las promesas de que se autorizaría. Sin embargo, esto últi­mo no se verificó todavía, pues otra coyuntura favorable se presentaba para cambiar nueva­mente en el año 1529; la actuación de la Audiencia y la  actividad del obispo Zumárra­ga la motivaron, logrando el cambio de rumbo.

 

En este momento se detuvo la tendencia favorable, resurgiendo la contraria. El conse­jo real de Barcelona determinó que los indios eran libres, que no se debían encomendar, porque se les habla tratado mal y estaban disminuyendo  alarmantemente; que se debían quitar las encomiendas repartidas hasta entonces, para evitar el desamparo y que los pueblos encomendados deberían quedar sujetos a tributo, excepto las cabeceras de dis­tritos que deberían pertenecer exclusivamente al rey. Se pensó también en organizar poste­riormente un sistema de señoríos de vasallos con los indios libres, legalmente, pero sujetos al señorío como en el sistema de los pecheros de España, debiendo establecerlo cuando los indios tuvieran mayor doctrina y capacidad política.

 

Llegó después la instrucción secreta del rey a la segunda Audiencia gobernadora, en la que destacaban los propósitos contrarios a la encomienda en favor de un sistema rega­lista. Las instrucciones estaban formuladas en el  sentido de que se declararan nulos los repartimientos de las encomiendas  que ha­bían quedado vacantes y !os que habían sido hechos por la primera Audiencia; que los in­dios de esas encomiendas se pusieran en libertad y se les señalaran tributos convenientes, los cuales debían ser pagados a los oficiales reales; además se establecía que debían introducirse los corregimientos. A pesar de que la segunda Audiencia vio el disgusto que cau­saba la medida, reiteró que la cumpliría.

 

En Nueva España los encomenderos se organizaban con el propósito de enviar a España procuradores, que fueran a gestionar la confirmación de las encomiendas y la per­petuidad, es decir, que seguían en las mis­mas; pero la segunda Audiencia logró conju­rar esos propósitos. Entre tanto se creía que la implantación del corregimiento iba a ser el medio que resolvería todos los problemas, medio del que se valdría la corona para rescatar los pueblos y enfrentarse a los encomenderos. Los nuevos funcionarios, decía la instrucción, eran diferentes de los señores, eran... “personas que así se pusieren en tales pue­blos, se llamen corregidores, para que aún por el nombre conozcan los indios que no son sus señores”. Sucedió que el corregimiento no resultó, como en un principio se pensó, una institución incompatible con el régimen de encomiendas, sino más bien una magistratura, que sirvió al estado para vigilar y controlar las relaciones entre los  encomenderos y los indios encomendados.

 

Todavía se dejó sentir en aquellos momentos una importante opinión, muy favora­ble al sistema de encomiendas, nada menos que la del vicario general de los dominicos en Nueva España, fray Domingo de Betanzos, que decía que el rey no debía tener ningún pueblo bajo su dominio directo, porque eso significaba el desbarajuste, dado el perjuicio que recibirían los pobladores españoles al tratar de beneficiar a los indios; debía hacerse de una vez el reparto total y a perpetuidad, porque era lo más conveniente, ya que sólo así los españoles, gozando de estabilidad defi­nitiva, se dedicarían a desarrollar la riqueza del país y los indios tendrían a quien recurrir en sus quejas y demandas al nombrarse un gobernador que impartiera justicia. Termina­ba atacando al sistema de corregimiento porque opinaba que los corregidores eran peores que los encomenderos. Se oponía a la libertad de los indios, porque de esa manera, decía, todos serían pobres. Y por consiguiente también la tierra. En esta parte de su opinión se dejaba entrever el sistema jerárquico de la sociedad feudal, sistematizado en la concepción tomista de la alta Edad Media.

 

Al fin, en 1532, aparecería la posición media entre las tendencias señorial y real, con el parecer del presidente de la segunda Audiencia, Sebastián Ramírez de Fuenleal. El obispo opinaba que el rey nunca debía conceder los indios a los colonos como vasa­llos, dado el mal trato que les daban; tampoco debía concederles la jurisdicción porque eso era contrario a la autoridad real. En cam­bio, si les concediera tributos, rentas y servi­cios personales no perjudicaría el derecho de los señores naturales de los indios (los caci­ques), que lo habían sido desde tiempo inme­morial; esta consideración era antitética a la que se sustentaba desde Cortés en el senti­do de que los indios se salvarían con la enco­mienda de los malos tratos de sus señores, que en la época anterior a la llegada de los españoles los esclavizaban, los maltrataban, los explotaban y los sacrificaban a los dioses. Aparte de rebatir en su parecer todas las ar­gumentaciones que hasta entonces se habían hecho el obispo opinaba que no debía discriminarse en el reparto a ningún poblador, lo que también era contrario al exclusivismo de los conquistadores.

 

En cuanto a. lo económico, Ramírez de Fuenleal, como antes Betanzos, entrevió cla­ramente la función que para la acumulación de la riqueza tendría la encomienda, con estas palabras: "Los intereses y rentas de esta tierra se han de haber poblándola de españoles que descubran minas, críen ganados, planten, y para todo esto, han de ser instrumento los naturales". Proponía que hubiera un total de 365 feudatarios, repartidos en las provincias con las que ya contaba el reino; el control de tributos y servicios se tasaría, no dando la­gar a abusos deliberados y, sobre todo, no se postergarían los derechos de la soberanía real.

 

Sobre estos dos últimos puntos se esta­blecía que al rey correspondía la soberanía y, por tanto, no se daría a los concesionarios la jurisdicción; por otra parte, la corona podría disponer de los tributos para cederlos a particulares, mediante la acción gratificadora de la merced. Para conservar la jurisdicción y el control de tributos, se alegaba como princi­pal derecho, el que el rey era señor de los indios, por la donación de las nuevas tierras que la Iglesia habla hecho a la corona de Castilla, por los grandes gastos y pérdidas de súbditos que se empleaban en pacificarlos, reducirlos a la fe, enseñarles la religión y las buenas costumbres, defenderlos y mantenerlos en jus­ticia. Los españoles quedarían por fin tranquilos en su conciencia, pensando que se resolvían todas las dificultades alrededor de la razón jurídica de las exacciones a los indios, ya que, como vasallos del rey, le debían  el tributo.

 

Aunque no de inmediato, con este parecer se establecieron las bases jurídicas del asunto, acabando en buena parte con las dudas y los tanteos. Se armonizaban los intereses y las distintas tendencias. Teóricamente se respetaba la libertad de los indios y se pensaba que no habría mengua de sus personas. El proble­ma de las rentas dejaría satisfechos a los españoles y no se descuidarían los intereses de la colonización, a cambio de un excesivo celo en favor de los indios.

 

De todos modos, el parecer de Ramírez de Fuenleal adolece del defecto de legalizar el servicio personal de los indios, lo que consti­tuyó a la postre la principal de sus desgracias, debido a la inmoderada explotación de que fueron objeto; los admitió, porque era de la opinión que la riqueza del nuevo reino sólo se podría lograr si los colonos españoles se valían de ellos como instrumento para que las empresas agrícolas, ganaderas y mineras contaran con mano de obra y productos, que fueron los bienes de inversión con que los en­comenderos participaron en el nacimiento de la estructura capitalista. El presidente de la Audiencia se caracterizó por su preocupación hacia los indios, siendo la política de la Au­diencia que presidía, la de moderar la acción despiadada que sus antecesores habían desplegado en contra de los naturales; tal vez para aceptarlo, piensa Zavala, tuvo presente un hecho de su tiempo: la existencia en Espa­ña de vasallos libres, pero sujetos a señorío.

 

El oidor Francisco Ceinos con su opinión ordenaba las condiciones y además reforzaba la tendencia regalista. Pensaba que el rey de­bía hacer los repartos sujetos a la cláusula enriqueña, es decir, con reversibilidad de la encomienda a la corona a falta de sucesor le­gítimo; a cada encomendero se le debían ce­der a lo sumo 400 indios, según sus méritos y servicios, en acción gratificadora sin entre­gársele la jurisdicción; su parecer era de que las encomiendas las tuvieran por mayorazgo y la merced sólo se hiciera en vida del encomen­dero, debiendo quedar en la corona las cabeceras de los distritos y algunos pueblos más; por fin, en el reparto debía tenerse en cuenta la calidad de la tierra en donde estaban los pueblos y cada dos años debía hacerse mode­ración de tributos, lo que demostraba que era consciente de la disminución de los indios.

 

Por último, se extendieron las reales cédulas mediante las cuales se establecían las limitaciones y prohibiciones que tendían a proteger a los indios de los servicios inmoderados; en ellos se hacía referencia a la prohibición de sacar a los indios por más de veinte días de sus comunidades, de que en la gana­dería hicieran otros trabajos distintos del cuidado del ganado y de que trabajaran en el laboreo y lavado de metales en las minas.

 

Para la administración de Mendoza, el rey le dio unas instrucciones el 25 de abril de 1535, que contenían varios capítulos y partes relativas a las encomiendas; en reali­dad no eran modificatorias, sino reiterativas y más bien pretendían organizar el sistema existente. Se instruía para cubrir o no las va­cantes, para vigilar que los tributos estuvie­ran tasados, investigar los pueblos que  correspondían al rey y entre éstos cuáles podían cederse, etc. Según estas instrucciones, se trataba de organizar debidamente el sistema de encomiendas; en realidad, resultaron bas­tante favorables a los conquistadores y nuevos pobladores que las gozaban.

 

La encomienda seguirla siendo un problema político serio, y en varias ocasiones volvería a aflorar como tal, en forma ardua y delicada, como cuando  se proclamaron las Leyes Nuevas, aunque ya no se desarrollaría evolu­tivamente en favor de los conquistadores, al entrar en contradicción con otras nuevas ins­tituciones y nuevos intereses ideológicos y políticos. Se mantuvo el resto del siglo XVI, aunque mermada en los servicios personales y los tributos, que decrecían por la política de la corona y la disminución de los indios. En el siglo XVII continuó con menos importancia y en el XVIII terminó en una institución fiscal de regalías de rentas reales, cuando había ya perdido su razón de ser y su carácter múlti­ple. Se desvaneció poco a poco ante otras instituciones que regulaban la relación entre las repúblicas de españoles e indios. Su destino más allá del inicio del gobierno de Mendoza se abordará en otro lugar.

 

Las características de la encomienda.

 

De todos los alegatos anteriores surgie­ron las características definitivas con que al fin se integró la encomienda, las cuales definen a esta institución como un beneficio o señorío limitado,  otorgado a un español privilegiado, que no incluye derechos jurisdiccio­nales, ni gubernativos. Conservaba del autén­tico señorío feudal el derecho de percibir servicios y tributos mediante cesión real. La reclamación de estos beneficios implica ce­sión de soberanía real, aunque la corona se empeñaba en declarar que ésta no había sido disminuida. A cambio de estos beneficios, el encomendero quedaba comprometido a deter­minadas obligaciones  militares, políticas, re­ligiosas y económicas. Fue, pues, no sólo una institución de beneficio y de derechos, sino también de obligaciones.

 

Entre las obligaciones estaba la vigilancia y el mantenimiento en paz del distrito enco­mendado; engrosar la hueste cuando el en­comendero fuera requerido para emergencias, aun fuera del reino; ésta, que fue de las principales obligaciones, la recogió en 1573 la Recopilación: “Tienen obligación los enco­menderos y vecinos domiciliarios a la defensa de la tierra; deben acudir a las obligaciones que se ofrecieren de nuestro real servicio como buenos vasallos que gozan a los benefi­cios de nuestra merced y liberalidad”.

 

Para cumplir con el mantenimiento del orden en los pueblos, el encomendero fue obligado a establecer su casa en la cabecera, con familia, armas y caballos; de esta manera cumplía con otra obligación de derecho públi­co la de mantener a los indios en policía y la tierra en real anexión. Debía también mante­nerlos en paz espiritual, procurando que nunca faltaran en los pueblos el doctrinero y los me­dios materiales para el funcionamiento del culto y la doctrina; en lo posible también debía atender al funcionamiento del hospital, en lo que no operó, porque fue del interés de las órdenes religiosas y del patronato real; porque tanto el mantenimiento del doctrine­ro como la procura del hospital eran parte de las obligaciones político-religiosas de la corona: mantener a los indios en salud física y espiritual, en correspondencia con la cesión pontificia y los preceptos de la caridad cris­tiana y prefirió ejercerlas.

 

La encomienda tiene algunas otras carac­terísticas que es importante destacar, como el que no haya sido una propiedad, ni de los in­dios, que eran vasallos del rey, ni mucho me­nos de la tierra de los pueblos indígenas que nunca estuvo comprendida en esta institu­ción; económicamente sólo fue un usufructo de trabajo y de productos de las comunidades de los indios. No era una propiedad y por tanto no era transferible ni negociable, sólo podía el encomendero transferir, negociar e invertir los tributos, y, a pesar de las limitaciones, la mano de obra no podía ser vendi­da y por ello era poco negociable e inerte como bien de capital; no era incluso heredable de por sí, por lo que la sucesión de las encomiendas fue posible sólo mediante un acto real que la autorizó, pues cuando quedaban libres por muerte del usufructuario, en bas­tantes ocasiones, según el caso y el momento, revirtieron a la corona, que a veces las cedió nuevamente.

 

Por estas ultimas características, la enco­mienda no fue una institución de permanen­cia asegurada, de donde proviene la lucha tenaz sostenida por los encomenderos en su afán de lograr la perpetuidad. Su carácter transitorio, sujeto a las continuas amenazas de supresión, determinó lo que en realidad fue para los indios el medio para que los explotaran en forma desmedida, ya que al no tener futuro asegurado y ser temporal, de concesión precaria, los encomenderos se dedicaron a exprimirla, lo cual, añadido a otras circunstancias, produjeron gravísimos disturbios so­ciales en la población india: su disminución, el desarraigo de los indios de sus comunida­des, el abandono de familias, el despojo de su fuerza de trabajo y  de sus productos, que a menudo estuvieron por encima de las tasacio­nes, a lo que los oficiales reales y los caciques gestores del pago del tributo contribuyeron.

 

El marquesado del Valle de Oaxaca.

 

En Nueva España hubo una excepción hecha por el rey, respecto a la jurisdicción, que celosamente se guardaba y que no cedió a los conquistadores que tanto la habían reclamado. Fue la merced que el monarca hizo al conquistador de Nueva España Hernán Cortés, cuando pasó en la Península los años de 1528 a 1530, arreglando los problemas por los que atravesaba su situación personal y sus negocios, debido a la intrigante políti­ca que contra a desplegaron los velazquistas que le sucedieron en el poder.

 

Logró, no sin trabajos, la voluntad del rey y la merced del 6 de julio de 1529, mediante la cual el monarca le cedió en donación 23.000 vasallos indios, sobre los cuales no sólo tuvo derecho al usufructo del tributo y los servicios, como los demás encomenderos, sino la jurisdicción sobre los indios de la gran cantidad de pueblos que conformaban ese señorío feudal, el único auténtico que hubo en la colonia.

 

Se le concedió con el geográficamente impreciso nombre de Marquesado del valle de Oaxaca y al conquistador se le invistió con el título de marqués.

 

El marquesado era extensísimo y en él pudo Cortés establecer varias empresas, que fueron las más importantes del país. Se le concedió a perpetuidad, con jurisdicción ci­vil y criminal, alta y baja, sobre sus vasallos, lo que identifica al marquesado con el señorío jurisdiccional de tipo castellano. Esto que pa­rece ser una concesión que disminuía la sobe­ranía real, en realidad no lo fue tanto, porque el poder del monarca operaba en un contexto social y político que era diferente ya del de la época medieval; este hecho limitaba al marquesado considerablemente, respecto del poder y la autonomía que habían gozado los señoríos medievales castellanos. Dice a este respecto Bernardo García que el marquesado fue ''una realidad eminentemente, casi puramente, jurídica".

 

Mucho más se podría seguir diciendo sobre la institución de la encomienda, una de las instituciones más importantes para el es­tablecimiento y organización de la colonia; en otros capítulos se referirá cómo el encomendero pronto se convirtió en un verdadero empresario, aunando los beneficios de la en­comienda a otras actividades en forma eficaz, para estructurar la economía de aquellos primeros tiempos coloniales.

 

Real Cédula del 20 de julio de 1529, concediendo a Hernán Cortés el maquesado del Valle de Oaxaca.

 

“Don Carlos por la divina clemencia emperador siempre augusto, rey de Alemania, doña Juana su madre y el mismo don Carlos por la gracia de Dios, reyes de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevi­lla, de Cerdeña, de Córdoba, de Cór­cega, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algeciras, de Gibraltar, de las islas de Canaria y de las Indias, islas y tierra firme del mar Océano, condes de Barcelona y señores de Vizcaya y de Molina, duques de Atenas y Neopatria, condes de Rosellón y Cerdania, mar­queses de Oristán y de Gociano, archi­duques de Austria, duques de Borgoña y de Brabante, condes de Flandes y de Tirol, etc.

 

“Por cuanto nos, por una nuestra carta firmada de mí el rey, habemos hecho merced a vos don Hernando Cortés, nuestro gobernador y capi­tán general de la Nueva España que vos descubristéis y poblastes, señaladamente en ciertos pueblos del valle de Oaxaca que es en la dicha Nueva España, y en otras panes de ella, como más largo en la provisión que de ello vos mandamos dar se contie­ne; por ende, acatando los muchos y señalados servicios que habéis hecho a los católicos reyes nuestros señores padres y abuelos, que hayan santa gloria, y a nos, especialmente en el descubrimiento y población de la dicha Nueva España de que Dios Nuestro Señor ha sido tan servido, y la corona real de estos reinos acrecentada, y lo que esperamos y tenemos por cierto que nos haréis de aquí adelante, continuando vuestra fidelidad y lealtad; teniendo respecto a vuestra persona e a los dichos vuestros servicios, e por os más honrar y sublimar, e porque de vos e de vuestros servicios quede más per­petua memoria, e porque vos e vuestros sucesores seáis más honrados y sublimados, tenemos por bien y es nuestra merced y voluntad que ahora y de aquí adelante vos podáis llamar, firmar e ti­tular, e os llamedes e intituledes Marqués del Valle, que ahora se llama Oaxaca, como en la dicha merced va nombrado, e por la presente vos hace­mos e intitulamos marqués del dicho valle llamado Oaxaca, e por esta nues­tra carta mandamos al ilustrísimo prín­cipe don Felipe, nuestro muy caro y muy amado hijo y nieto, e a todos los infantes, duques, marqueses, perlados, condes, ricos homes, maestres de las órdenes, priores, comendadores y sub-comendadores, alcaides de los casti­llos, y casas fuertes y llanas, e a los del nuestro consejo, presidentes y oidores de las nuestras audiencias, y cancillerías de estos reinos y de la dicha Nueva España, alcaldes, alguaciles de la nuestra casa y corte y cancillerías e todos los consejos, corregidores, asistentes, gobernadores e otras cualesquier justicias y personas de cualquier estado, preeminencia, condición o digni­dad que sean nuestros vasallos, y súbditos y naturales que sean de estos nuestros reinos y de las Indias, islas y tierra firme del mar Océano, así a los que ahora son como a los que serán en adelante, y a cada uno y a cualquier de ellos, que vos hayan y tengan y llamen marqués del dicho valle de Oaxaca, e vos guarden y hagan guardar las hon­ras, gracias, mercedes, franquezas y libertades preeminentes, ceremonias y otras cosas que por razón de ser mar­qués debéis de haber y gozar, y vos deben ser guardadas de todo bien y cumplidamente en guisa que vos non mangue ende cosa alguna, e los unos ni los otros non fagades nin fagan ende el por alguna manera so pena de la nuestra merced y de diez mil marave­dís para la nuestra cámara, a cada uno e a cualquier de ellos por quien fincare de lo así facer y cumplir. Dada en la ciudad de Barcelona, a veinte días del mes de julio, año del nacimiento de nuestro Salvador Jesucristo de mil y quinientos y veinte y nueve años. Yo el Rey”.

 

Fragmento de la Real Cédula del 6 de julio de 1529, que concede la jurisdicción civil y criminal a Hernán Cortés sobre sus indios vasallos.

 

“Por la presente vos hacemos merced, gracia e donación pura, perfecta y no revocable que es otra entre vivos para ahora y para siempre jamás, de las vi­llas y pueblos de Cuynacan, Atlacavoye, Matalcingo, Toluca, Calimaya, Cuer­navaca, Guastepeque, Acapistla, Yau­tepeque, Tepixtlan, Oaxaca, Cuyala­pa, Etlantequila. Vacoa, Teguantepeque, Jalapa, Utlatepeque, Atroyestan, Eque­tasta, Tluistlatepeca, Izcalpan, que son en la dicha Nueva España, hasta en nú­mero de veinte y tres mil vasallos y jurisdicción civil y criminal, alta y baja mero mixto imperio, e rentas y oficios y pechos e derechos, y montes y prados y pastos e aguas corrientes, estantes y manantes y con todas las otras cosas que nos tuviéremos y lleváremos y nos perteneciere y de que podamos y debamos gozar y llevar en las tierras que para nuestra corona real se señalaren en la dicha Nueva España; y con todo lo otro al señorío de las dichas villas y pueblos de sus declaradas, pertene­ciente en cualquiera manera y para todo ello sea vuestro y de vuestros he­rederos y sucesores y de aquel o aquellos que de vos o de ellos o hubieren título o causa y razón. E para que lo podáis y puedan vender, dar o donar e trocar e cambiar, e enajenar e hacer de ello y en ello todo lo que quisiéredes y por bien tuviéredes como de cosa vuestra propia, libre e quieta e desembargada, habida por justo e derecho título, reteniendo como retenemos en nos y para nos e para los reyes que después de nos reinaren en nuestros reinos, la soberanía de nuestra justicia real.

 

“E que las apelaciones que de vos o de vuestro alcalde mayor que en las dichas villas y pueblos hubiere, vaya ante nos e ante los de nuestro consejo e oidores de las nuestras audiencias e cancillerías y que nos hagamos y mandemos hacer justicia en ellas cada vez que nos fuere pedido e viéremos que cumpla a nuestro servicio de la mandar hacer.

 

“E que no podades vos, ni vuestros herederos y sucesores hacer ni edificar de nuevo fortalezas algunas en los di­chos pueblos y sus tierras e términos, sin nuestra licencia y especial manda­do. E tenemos asimismo para nos y para los reyes que después de nos vi­nieren, los mineros y encerramientos de oro y plata y de otros cualesquier metales e las salinas que hubiere en las dichas tierras, y que corra allí nuestra moneda e de los reyes que después que nos reinaren e todas las otras cosas que andan con el señorío real y no se pueden ni deben de separar ni apartar.

 

“Dada en Barcelona, a seis días del mes de julio de mil quinientos veinte y nueve años. Yo el Rey”.

 

La importancia económica de los encomenderos y de las encomiendas.

 

La encomienda, que fue la institución múltiple que sirvió principalmente para la estabilización del colonato, debido a que por su medio se logró el cambio en el conquista­dor, de empresario de expediciones de con­quista a poblador, dio a éste, una doble característica, la de señor semifeudal y la de em­presario capitalista. Como señor semifeudal con señorío sobre los indios, aunque limitado por el control político y la evangelización, no podía tener de ellos más que las haciendas, pero no las vidas, pues se le negó la facultad de impartir justicia. Como empresario capitalista se sirvió de sus productos y del trabajo personal que le proporcionaron los indios, como bienes de capital, de los que dispuso ampliamente para la inversión. Utilizó los tributos y los servicios personales de los in­dios para salir adelante en un camino que aparentemente estaba cerrado, debido a la eco­nomía de subsistencia que prevalecía entre los mesoamericanos.

 

Por un lado, el encomendero no contó más que con los productos y el trabajo que le daba la encomienda, mientras que, por otro lado, sus necesidades crecían ante un comer­cio que las satisfacía con productos de Cas­tilla, que venían desde la Península y que eran indispensables al poblador occidental, pero que le demandaba dinero o metal a cambio; ante esta circunstancia no pudo quedarse sólo en una situación de perceptor de produc­tos naturales para la subsistencia y buscó la manera de convertir esos productos y ese tra­bajo en numerario. Para lograrlo se asoció con otros beneficiarios del reparto de la ri­queza estable y con los propietarios de tierras, estableciendo compañías para la explotación agrícola, ganadera y minera.

 

La formación de esas compañías está registrada en contratos, en los que los enco­menderos se asocian con tenedores de tierras, para organizar empresas de explotación de corte capitalista.

 

Algunos encomenderos, que por otro lado habían logrado también mercedes reales de tierras, no necesitaron de la asociación y aventajaron a los demás empresarios, porque de sus encomiendas obtuvieron medios materiales, como mano de obra de los servicios personales de sus indios encomendados y productos para alimentos, piensos y forrajes de los tributos de los pueblos y villas en­comendadas. Los que sólo tuvieron enco­miendas tuvieron que asociarse a los benefi­ciarios del reparto de tierras y aguas.

 

Los encomenderos no tenían capitales propios para inversiones, ya que, salvo los dirigentes, los soldados y participantes menores no sacaron gran cosa de la empresa de conquista; entonces tuvieron que invertir los bienes de consumo y la mano de obra que provenían de la encomienda, en las citadas compañías, para forzar su conversión a bie­nes de capital.

 

Aunque hubo muchas prohibiciones para el empleo de los indios de servicio personal, que coartaron continuamente las actividades de los encomenderos, las disposiciones fue­ron poco obedecidas y el servicio personal fue convertido en la necesaria mano de obra para las empresas restablecidas. Las principales prohibiciones afectaron a las empresas agrí­colas, ganaderas y mineras.

 

Por lo que se refiere a haciendas, estan­cias y fundos mineros, se prohibió que los indios fueran sacados de sus pueblos para que trabajaran en ellos por más de veinte días seguidos; al concluirse éstos sólo se les po­día llevar nuevamente después de pasados treinta días de trabajo en su comunidad. La prohibición tenía por objeto evitar el abando­no de las comunidades por parte de los indios y sus obligaciones para con la comunidad y la familia. De esta forma se aseguraba también su contribución al pago del tributo, al encomendero o a la corona, según que el pueblo fuera encomendado o realengo.

 

A las empresas ganaderas se les prohi­bió que emplearan a los indios en el cuidado de los ganados. A las empresas mineras se les prohibió emplearlos en el acarreo, extracción y lavado de los metales.

 

Esta prohibición se hizo extensiva en 1528 a todas las labores auxiliares de la minería, en las que hasta entonces estaba auto­rizado emplearlos. La razón fue evitar a los indios la tremenda explotación de que eran objeto en esas actividades, pues la minería de entonces, dedicada a la búsqueda de vetas y al lavado de las arenas de río, era una actividad fatigosa en la que se explotaba a los indios despiadadamente; en este aspecto estaba presente la catástrofe demográfica de las Antillas.

 

En relación con todas las empresas, se prohibió finalmente en este período que se alquilaran o prestaran a los indios de servi­cio (Real Cédula del 10 de agosto de 1529) y lo que venía a limitar definitivamente la acti­vidad empresarial, que buscaba la acumula­ción para salir de la etapa premonetaria. Debido a la inobservancia de estas disposicio­nes, a la poca vigilancia de los funcionarios y, a veces, a los intereses de los mismos encar­gados de hacerlas cumplir, se siguieron utilizando los indios de servicio en las nacientes empresas.

 

Los encomenderos obtuvieron de los pue­blos que tenían encomendados los siguien­tes medios materiales para las distintas empresas:

 

Para las haciendas, los peones y los pro­ductos alimenticios para sostenerlos, que provenían del servicio obligatorio y de los tri­butos, respectivamente. Para las empresas ganaderas, los peones para cuidar los ganados, los mantenimientos de los peones, los forrajes para los animales y los mantenimien­tos para los técnicos españoles. En esas em­presas, las cabezas iniciales de ganado fue­ron de adquisición directa, y no dimanaban de la encomienda. En las empresas mineras los trabajadores y los mantenimientos provenían de la encomienda. A veces también parte de la retribución de los técnicos, de los materiales y de las herramientas.

 

En general, las partes que se invertían y que se manifiestan en los contratos de las compañías, formadas para la explotación agrícola, ganadera y minera, constituyen los elementos de un incipiente capital. Así, por ejemplo, los servicios personales de los indios, que proceden de la encomienda, como parte del tributo en servicio y que incluso eran tasados oficialmente; los mantenimien­tos, que salían de los pueblos y los invertían los encomenderos en sus empresas o en las de las compañías en las que participaban, y la retribución de los técnicos, que salía de la encomienda en lo que se refiere a su man­tenimiento y a los productos con que a veces se les retribuían como participación en es­pecies.

 

Los materiales y las herramientas no siempre provenían de la encomienda, sobre todo si se trataba de herramientas de hierro, que venían de España y que por su elevado precio los comerciantes preferían venderlas en efectivo.

 

Convertir los productos en dinero o, lo que es lo mismo, lograr la acumulación originaria y sacar al país poco a poco de la economía premonetaria fue el fin que persi­guieron los encomenderos; en este sentido funcionaron como capitalistas, aunque la en­comienda, ni siquiera en parte, fuera una es­tructura capitalista, sino sólo una institución aprovechada para obtener los elementos y medios materiales precisos para la inversión en otras empresas. En realidad la encomien­da fue una institución distinta en objetivos, y sobre todo de estructura semiseñorial, apro­vechada solamente para forzar la salida hacia una economía monetaria de explotación capitalista.

 

Por su parte, el papel que el encomendero jugó en esa acumulación capitalista origi­naria ha sido bien definido por José Miranda, quien dice que fue un “hombre de su tiempo, movido por el afán de lucro y propo­niéndose como meta la riqueza. Entre sus contemporáneos es el encomendero el hombre de acción en quien prenden más fuertemente las ideas y los anhelos de un mundo nuevo. Dista mucho del hombre medieval; es el resultado de una manera radicalmente dis­tinta de entender el mundo y la vida... Por eso no se limita, como señor feudal, al mero goce de tributos y servicios, sino que conver­tirá a unos y otros en base principal de varias empresas, en la médula económica de múl­tiples granjerías”.

 

Efectivamente, los conquistadores, convertidos en encomenderos, pronto también se tornaron hacendados, estancieros y mineros. Hombres que se multiplicaban en las actividades económicas, al mismo tiempo que estaban listos para cumplir con otras obligaciones que les imponía la encomienda, como integrar la hueste ante cualquier emer­gencia, sin descuidar sus inversiones en las compañías de explotación de la tierra y de los naturales.

 

Esta institución no fue capitalista en sí como se ha apuntado, pero sí constituyó la base del surgimiento de ese modo de produc­ción en la colonia; por eso el colono español la siguió cuidando, reivindicando su continuidad ante las autoridades, aun frente a su paulatina disolución. Debido a la  convenien­cia que le brindaba como fuente de obtención de mano de obra y de productos para la in­versión, el encomendero reclamó de mil ma­neras su permanencia y su prolongación a sus sucesores, a pesar de la política de la corona, instigada por la presión de los enemigos de la explotación despiadada de los indios y de­bida al absolutismo, que se encaminó por los senderos del rescate de las concesiones señoriales.

 

Bibliografía.

 

Céspedes del Castillo, G. La sociedad colonial americana en los siglos XVI y XVII en Historia social y económica de España y América, Barcelona, 1961. Historia documental de México, México, 1964.

 

Miranda, J. La función económica del encomendero en los orígenes del régimen colonial. México, 1965.

 

Simpson, L. B. Los conquistadores y el indio americano, Barcelona, 1970.

 

Zavala, S. La encomienda indiana. Madrid, 1935, México, 1972 (2ª  ed.). Los esclavos indios en la Nueva España. México, 1967. Las instituciones jurídicas en la conquista de América, México, 1935. Los intereses particulares en la conquista de la Nueva España, México, 1964.

 

Zavala, S. y Miranda, J. Instituciones indígenas en la colonia, México, 1954:1974 (2ª  ed.).

 

52.            La evangelización.

Por: Mariano Monterrosa.

 

La evangelización de Nueva España se inicia casi de forma simultánea con la con­quista militar. En la segunda expedición organizada en Cuba, puesta al mando de Juan de Grijalva, intervino un clérigo, el primero en decir misa sobre tierra firme, llamado Juan Díaz. Sin embargo, poco pudo hacer en este viaje el padre Díaz, pues Grijalva no en­traba en tierra firme para conquistar, sino para rescatar oro.

 

Más importancia tendría su segunda visita a tierras mexicanas, acompañando a Hernán Cortés y a fray Bartolomé de Olmedo, de la orden de la Merced, puesto que ese viaje les permitió entrar en contacto con importantes grupos de naturales. No obstante, fue poco lo que pudieron hacer ambos eclesiásticos. Des­conocían las lenguas indígenas y podían estar sólo durante breve tiempo en cada lugar, pues debían partir constantemente en compa­ñía del ejército de Cortés.

 

Los esfuerzos realizados por estos dos eclesiásticos quedan reducidos, sobre todo por parte de Olmedo, a predicarles a los indí­genas por boca de Jerónimo de Aguilar. De una de estas prédicas, en especial la que hizo a Tendile y Pitalpitoque, Bernal Díaz del Castillo nos cuenta que les hizo tan buen razonamiento, que "para en aquel tiempo unos buenos teólogos no lo dijeran mejor".

 

Otra medida adoptada por el fraile Olmedo fue la de señalar en los edificios indígenas una sala, la cual era encalada y en ella levan­taban un altar con mantas y flores; la enramaban y pedía a los naturales que se barriera y se tuviera limpia, y sobre el altar levantaba una cruz y decía misa; ponía además cruces hechas con cera del país y colocaba la ima­gen de la Virgen; debemos entender que esta imagen era retirada de la improvisada capilla, pues no era posible que los conquistadores llevaran tan gran número de imágenes, mientras que las cruces eran fabricadas por los soldados Alonso Yáñez y Alvaro López, car­pinteros de lo blanco.

 

Olmedo llegó incluso a bautizar ocho indígenas en Cingapacinga. Pero algo debió observar en la actitud de los naturales, porque más adelante, según narra Bernal Díaz, en el pueblo de Cozotlán, cuyo cacique era Olintecle, y después de haber hecho una exhortación para que abandonasen sus ídolos, sacrificios y demás costumbres, Cortés dijo: “Paréceme, señores, que ya no podemos ha­cer otra cosa sino que se ponga una cruz”, a lo que respondió el padre fray Bartolomé de Olmedo: "Paréceme, señor, que en estos pue­blos no es tiempo para dejarles cruz en su poder, porque son desvergonzados y sin te­mor, y como son vasallos de Moctezuma no la quemen o hagan alguna cosa mala; y esto que se les ha dicho basta, hasta que tengan más conocimiento de nuestra fe; y así se que­dó sin poner la cruz", y más adelante vuelve a oponerse a que Cortés derribe ídolos, dicién­dole: "Señor, no cure usted de importunar esto, que no es justo que por fuerza les haga­mos ser cristianos y aunque lo hicimos en Cempoala, derrocándoles sus ídolos, no qui­siera yo que se hiciera hasta que tengan conocimiento de nuestra santa fe; qué aprovecha ahora derrocar sus ídolos y adoratorios de un cu, si los paran luego en otro", según vuelve a informarnos Bernal Díaz del Castillo.

 

Cortés es quizás el soldado más repre­sentativo de su tiempo, medievalmente cris­tiano y convencido de su fe en lo espiritual; en lo material, hombre representativo del Re­nacimiento, osado, ambicioso y de rápidas decisiones. En Tenochtitlan debe oponerse nuevamente Olmedo a Cortés cuando éste quiere obtener de Moctezuma el permiso para levantar una iglesia, diciéndole que no era tiempo de hablar.

 

El padre Olmedo permaneció en Nueva España hasta su muerte, en 1524. Antes ha­ acompañado a Pedro de Alvarado a la conquista del sur o de los zapotecos. A su muerte, acaecida en la Ciudad de México, pa­rece que toda la ciudad lo lloró, por haber sido hombre prudente, esforzado y apostóli­co, buen teólogo, predicador y cantor. Fue se­pultado con gran pompa en Santiago Tlatelolco como un santo hombre.

 

Veytia dice que el padre Olmedo hizo es­cribir un catecismo, pero desgraciadamente nada sabemos de él. Es indudable cuán grande fue su interés por la evangelización de los naturales.

 

En cuanto al padre Juan Díaz, cayó en desgracia frente a Cortés, por lo menos du­rante varios meses. Fue descubierto, en unión de Pedro Escudero, Juan Cermeño, Bernardino de Coria y del piloto Gonzalo de Umbría, haciendo cabeza de un buen número de amigos de Diego Velázquez; descontentos unos porque Cortés les había negado el permiso para volverse a Cuba y descontentos otros porque no les habían dado parte del oro que se enviaba a Castilla, organizaron una conjura contra Cortés, denunciada ante el capitán por Bernardino de Coria; aquél ordenó que fueran ahorcados Pedro Escudero y Juan Cermeño y se le cortar a un pie a Gonzalo de Umbría. La política seguida por don Hernando fue la de fingir desconocer quiénes eran los demás conjurados, aun cuando conocía los nombres de todos. A par­tir de esta fecha, el padre Díaz tuvo gran te­mor de Cortés, y más crecería éste cuando, por órdenes del mismo capitán, tuvo que confesar a Antonio de Villafaña, quien, sor­prendido en Tetzcoco en una segunda cons­piración, fue luego condenado a muerte. A partir de entonces, el padre Juan Díaz se mantendría fiel a Cortés.

 

Las crónicas que nos hablan de él lo mencionan diciendo misa para los soldados de Cortés o ayudando al padre Olmedo en la misma.

 

Fray Juan de Zumárraga dice de él que era clérigo anciano y honrado. Aquél tam­bién permaneció en Nueva España. Por que­brar ídolos, los indígenas le mataron a cantonazos en Quecholac, es decir, fue apedreado con cantos de río.

 

Otros eclesiásticos llegados en aquel tiempo fueron fray Pedro Melgarejo, francis­cano; fray Juan de las Varillas, mercedario; Juan Ruiz de Guevara, y un bachiller, Martín, así como otros que no tienen la impor­tancia de los dos primeros, el padre Olmedo y Juan Díaz.

 

México-Tenochtitlan sucumbe el 13 de agosto de 1521 después de un prolongado sitio y tras la captura de Cuauhtémoc. El Im­perio mexicano desaparece. A partir de ese momento Hernán Cortés no cesará de solici­tar frailes para la evangelización de los natu­rales. En 1523 llegan tres religiosos franciscanos: dos eclesiásticos, Johann Vanden An­wera y Johann Dekkers, cuyos nombres es­pañolizados son fray Juan de Tecto y fray Juan de Aora, y el lego Pierre de Gand, conocido como fray Pedro de Gante. Los tres pertenecían al convento de San Francisco de la ciudad de Gante. El guardián, en el momento de la elección, era fray Juan de Tecto, confesor de Carlos V. Fray Jerónimo de Mendieta dice que el año de 1525 Hernán Cortés los llevó consigo a las Hibueras, porque no podía prescindir de su santa compañía. Allí mismo murió de hambre.

 

Fray Juan de Aora, moribundo a poco de llegar, estuvo con él en la capital de Nueva España. Ambos intentaron aprender la lengua indígena y se dedicaron a recoger niños, hijos de principales, preferentemente en Tetz­coco.

 

El tercer religioso era flamenco, natural de Gante. Españolizó su apellido, Vander Moere, por el de Mura. Es probable que hu­biera estudiado en Lovaina, pero nunca reci­bió las órdenes sagradas, puesto que él mismo prefirió permanecer lego, a pesar de haber recibido ya en Nueva España tres li­cencias para ordenarse sacerdote y rechazarlas. Una era la del papa Paulo II; la segunda, del capítulo general celebrado en Roma, y la tercera, de un nuncio apostólico que estuvo en la corte de Carlos V.

 

Su esfuerzo evangelizador le llevó prime­ro a Tetzcoco, debido a que México-Tenochtitlan permanecía aún en ruinas. Allí enseñó a leer y a escribir, a cantar y a tocar instru­mentos musicales, sin descuidar por ello la predicación de la doctrina. Es quizás el pri­mer fraile que se dio cuenta de que la enseñanza debía hacerse con mayor atención en los niños. Para ello erigió una escuela, donde asistían los hijos de los señores. Más tarde les enseñada a pintar imágenes y a tallar re­tablos para los templos. A otros les enseñó oficios como el de cantero, carpintero, sastre, zapatero o herrero y otros menesteres mecá­nicos a los que se aficionaron con ahínco los naturales. Aprendió la lengua mexicana de tal manera, que la hablaba como si fuese un indígena. Aun cuando se diga que era tartamudo y que los sacerdotes tenían dificulta­des para entenderle, los indígenas compren­dían sin  problemas su lengua mexicana. Predicaba cuando no había un sacerdote que la supiera; asimismo escribió una Doctrina Cristiana en la lengua del país, bien copiosa y larga, según dice Mendieta. Instituyó co­fradías y fue autor de una suntuosa capilla, San José de los Naturales, a espaldas del convento de San Francisco, de la Ciudad de México. Edificó también otras muchas iglesias.

 

En el convento de San Francisco fundó una escuela, de la que se dice llegó a tener mil alumnos, la cual fue también de primeras letras, industrias y bellas artes, y que tuvo asimismo carácter de escuela normal, pues de ella salían los indígenas que posteriormente difundían por diversidad de pueblos lo aprendido en San Francisco.

 

Destaca de igual modo la enseñanza de la lengua latina, puesto que hubo indígenas que la hablaban con la elegancia de Cicerón, se­gún dicen los cronistas.

 

Mostró siempre un gran amor por los in­dígenas y caro celo por su evangelización, al grado de escribir cartas a frailes flamencos para que acudieran al país para ayudar en la obra catequizadora.

 

Grande fue también el amor que los indígenas manifestaron siempre por el vene­rable lego. Su muerte, acaecida en 1572, fue en extremo sentida. Asistieron a su entierro con gran dolor y por él derramaron abun­dantes lágrimas. Se le sepultó en la capilla de San José de los Naturales.

 

En los cincuenta años que fray Pedro de Gante pasó en Nueva España adquirió una gran influencia no sólo entre la población indígena, sino también sobre los frailes, sus hermanos de orden, y con la población española, al punto que el segundo arzobispo de México, fray Alonso de Montúfar, de la or­den de Predicadores, llegada a decir: "Yo no soy arzobispo de México, sino fray Pedro de Gante".

 

Si bien es cierta que los primeros frailes fueron entusiastas partidarios de la evange­lización, no menos cierto es que los reyes españoles pusieron todo su interés por proveer a las nuevas tierras de buenos pastores, con­tando para ello con la inapreciable ayuda del Real Patronato. Debido a este privilegio otorgado por Roma a los monarcas españo­les, la Iglesia americana tendría una organización bastante peculiar con respecto a la Iglesia española. En España, el Real Patrona­to comprendía tres derechos fundamentales: 1) presentar candidatos para los cargos y beneficios eclesiásticos; 2) revisar las sen­tencias de los tribunales eclesiásticos, y 3) conceder el pase o autorizar la aplicación y circulación en España de todas las disposi­ciones y documentos papales.

 

Estos privilegios los tenían los Reyes Ca­tólicos para todos los beneficios de las tierras que se iban conquistando en el reino de Gra­nada, por concesión de Inocencio VIII en 1486 con la obligación de erigir catedrales e iglesias. Era natural que el Patronato pasara también a las nuevas tierras descubiertas por Colón sin que esta idea encontrara oposi­ción en el romano pontífice, que se quedó con lo estrictamente inalienable y necesario para que la población americana dependiera de Roma cuando fuese católica. El resto lo dejó confiadamente en manos de los reyes españoles. Debe reconocerse que ejercieron este privilegio con suma honestidad.

 

El Patronato indiano o de Indias como se llamó por América no fue un fruto de la inconsciencia; mucho se meditó, tanto por Roma como por los reyes, pero los frutos obtenidos en España robustecían la mística confianza para su instalación en América.

 

La bula Inter caetera, dada por Alejandro VI, otorga a los reyes las islas y conti­nentes, excluyendo a otros monarcas y pueblos, con la única condición de atraer a los bárbaros hacia la fe cristiana. Para ello deberían enviarse personas pías y doctas. El mismo papa, por el breve Eximia devotionis del 16 de noviembre de 1501, les cede los diezmos en compensación de los ingentes gastos que el descubrir y poblar llevaba consigo, con tal que, de los bienes reales o de las iglesias que se fundaran, se asegurara la consi­guiente sustentación para las iglesias y sus ministros.

 

A este privilegio habrían de renunciar los reyes por la Concordia de Burgos en 1512, pero no a la carga que implicaba.

 

El 26 de julio de 1508, Julio II otorga el breve Universalis Ecciesia Regimini, consi­derando que los Reyes Católicos habían llevado el pendón de la cruz a regiones ignotas y cumpliendo de su parte el salmo el eco de la voz evangélica llegó hasta los confines del mundo. Concedió a don Fernando y a doña Juana el derecho de Patronato, es decir, que en islas y tierras descubiertas sólo a ellos les valiera edificar catedrales, templos, monasterios o lugares píos y presentar obispos, curas o beneficiados.

 

De esta manera durante trescientos años los reyes españoles nombrarían obispos, edi­ficarían catedrales, autorizarían misiones o bien las vedarían. Fundaron cofradías, instituyeron hospitales de ciudades y aldeas y presidieron la elección de provincial. Incluso podían prohibir excomuniones a la ligera o dar normas para la lucecita del Sagrario. Todo ello puede quedar resumido en tres derechos fundamentales: 1) percibir los diezmos que la Iglesia recaudaba para sus aten­ciones; 2) designar religiosos para la obra misional, y 3) autorizar la erección de igle­sias y la dotación de templos, monasterios, hospitales, etc. A cambio de estos derechos, tenían los reyes las siguientes obligaciones: 1) edificar y sostener iglesias necesarias, y 2) sufragar los gastos del culto y del clero. De­bido a esto, la Iglesia americana dependió más de los monarcas que de la peninsular. El rey de España tuvo más apariencia de jefe de la misma que el mismo papa en Roma, puesto que era el rey y no el papa quien daba las prebendas y pronunciaba la última palabra.

 

Fray Juan de Zumárraga.

 

Fray Juan de Zumárraga nació en la villa de Durango, llamada también Tavera de Durango, en Vizcaya, no lejos de Bilbao, España. No se sabe exacta­mente en qué año, mas parece que fue en 1468. Entró en la orden de San Francisco en la provincia de la Concepción, probablemente en el convento del Abrojo, cerca de Valladolid. En 1527, cuando era guardián del mismo convento, Carlos V decidió pasar allí el retiro de Semana Santa; su estancia en el monasterio le permitió conocer a los frailes y la vida que llevaban. Al despedirse puso en manos del padre Zumárraga una crecida suma, que éste no pudo rehusar; pero no conservó el dinero para la comunidad, sino que lo repartió entre los pobres. Esta acción le ganó la admiración del emperador.

 

Aquel mismo año fue nombrado in­quisidor para averiguar en Pamplona lo referente a unas reuniones de bru­jas, misión que cumplió con “rectitud y honradez”. Ya entonces se hacia acompañar por fray Andrés de Olmos, quien poco tiempo después sería notable evangelizador de Nueva España. El buen resultado de sus gestiones en Pamplona hizo que Carlos V lo eligiera primer prelado novohispano, nombra­miento que le ofreció el 12 de diciembre de 1527 y al cual se resistió el buen guardián del convento del Abrojo, dado que tal dignidad le asustaba. Pero tuvo que aceptar porque el emperador, no encontrando otra manera de vencer su resistencia, le mandó que aceptase por obediencia.

 

Las noticias que en ese momento lle­gaban desde Nueva España eran alarmantes, puesto que se pensaba que Hernán Cortés quería levantarse con la tierra; esto motivó el que se nombrara una Audiencia gobernadora. Fray Juan se embarcó con los oidores que la in­tegraban, sin esperar a recibir sus bulas y consagrarse, pensando que era ur­gente el acudir a América, saliendo con sólo el cargo de Protector de los Indios, nombramiento que se le había dado en Burgos el 10 de enero de 1528.

 

Partieron de Sevilla a fines de agosto de 1528 y llegaron a México hacia el 6 de diciembre. Simultáneamente a su llegada, los oidores empezaron a destituir alcaldes en un alarde de autoridad. Trece días después fallecían los oidores Parada y Maldonado, los más ancianos. Quedaban solos Juan Ortiz de Matienzo y Diego Delgadillo.

 

El presidente de la Audiencia, Nuño de Guzmán, era enemigo de Cortés. Nuño de Guzmán habla sido goberna­dor de la provincia del Pánuco, a la que había saqueado. Vendía incluso indígenas como esclavos en las Islas del Ca­ribe. A su llegada a México no encontró a Hernán Cortés por haber éste par­tido a España y, no pudiendo molestar a su enemigo, lo hizo con sus amigos. Pedro de Alvarado fue despojado de sus bienes, al igual que otros vecinos de la ciudad: no satisfecho con ello, mandó mensajeros para llamar a diver­sos señores y así obtener beneficios de ellos, pero con quien más se ensañó fue con el señor de Michoacán, conocido como Caltzontzin, sometido voluntariamente al dominio español. Cortés le recibió en la Ciudad de México, aga­sajándole como era costumbre en él y permitiéndole regresar después libre­mente. Nuño de Guzmán lo tuvo preso por más de dos meses, hasta que le quitó una buena cantidad de oro y pla­ta y después lo llevó consigo a la expedición de Nueva Galicia, mandando quemarlo vivo cerca de Puruándiro. Otros indígenas se vieron también despojados de sus tierras y propiedades.

 

El oidor Delgadillo también cometía desmanes por su parte, destacando el hecho de haber secuestrado a dos jóvenes doncellas en una casa de religiosos, en Tetzcoco. Zumárraga veía estos abusos sin poder intervenir; pero tra­tándose de los naturales, era otra cosa, pues el título de Protector de Indios le autorizaba a tratar de evitarlos; sin embargo, el título no era muy claro. En la misma corte no se sabía de fijo cuáles eran las atribuciones y facultades que debía tener; así, pues, quien ostentaba el cargo se encontraba con la presión que ejercían los naturales, que busca­ban la solución de sus problemas, y, por otra parte, la presión de los propios frailes, que no se contentaban con ser tan sólo observadores de la situa­ción. Otro problema para fray Juan de Zumárraga consistía en que, no estando consagrado, no recibía muestras del res­peto que se le debía. A cada momento le echaban en cara sus enemigos que él no pasaba de ser un simple fraile. Si bien es cierto que contaba con todo el grupo de franciscanos que ardorosa­mente defendían a los naturales, tam­bién es cierto que los dominicos, en este caso, estaban de parte de las au­toridades, y que incluso fray Domingo de Betanzos tuvo que irse a Guatemala presionado por sus propios hermanos al saber que estaba de acuerdo con el obispo de México.

 

Cuando fray Juan quiso hacer efectivo el nombramiento de Protector de Indios se encontró con que la Audien­cia le contestaba que le parecía bien que adoctrinara a los indios, pero que no se mezclase en otras cosas, por­que le castigarían con el destierro y la pérdida de rentas, además de proceder contra su persona, la Audiencia. aún llegó a más: mandó pregonar que ningún español recurriese al Protector de Indios con negocios relativos a ellos, bajo pena de perderlos y que ningún indio se quejase, porque sería ahorcado. Así, nada de lo que intentara el Protec­tor tendría eco.

 

Otro problema grave se presentó cuando los señores de Huejotzingo se quejaron de que la Audiencia les había aumentado los tributos, los cuales de­bían ser entregados en la Ciudad de Mé­xico. Esto les obligaba a echar mano de mujeres y niños. Por lo pesado del camino, hubo muchos muertos en cada viaje. El obispo los consoló como pudo y prometió tratar de que se hiciera justicia, pidiéndoles que no dijeran lo de su queja. Pero los miembros de la Audiencia se enteraron y mandaron apre­sar a los señores, que se refugiaron en el convento de los franciscanos. Cuan­do los enviados de la autoridad se presentaron en el convento se encontraron con el más severo de los misioneros, fray Toribio de Motolinía, quien no permitió que fueran sacados los señores y ordenó al alguacil que saliera de la ciudad en un plazo no mayor de nueve horas, so pena de excomunión. No sabemos si la decidida actitud del pa­dre Motolinía liberaría a los señores de ir a prisión o si, por el contrario, fueron sacados del convento y llevados, como era costumbre, desnudos y con una cuerda hacia la cárcel. Como la si­tuación se hacia cada día más grave y los oidores llegaron incluso a abrir la correspondencia que se enviaba a España, fray Juan pensó en volver a la península para buscar un arreglo en la corte.

 

Por entonces comenzaron a llegar noticias de que Hernán Cortés recibía buen trato del rey y nuevas mercedes, lo que causó inquietud entre los miembros de la Audiencia. Nuño de Guzmán, pensando que no sería saludable espe­rar la llegada de Cortés, partió de Mé­xico en diciembre de 1529, rumbo a Nueva Galicia, donde esperaba realizar hazañas que empañaran la gloria del marqués del Valle. Sin embargo, quedaban los oidores, que no necesitaban de Guzmán para continuar con sus tropelías.

 

En el convento de San Francisco se encontraban asilados dos hombres: Cristóbal de Angula, acusado de haber matado a traición a otros dos y haber tomado parte en una conjura encami­nada a quitar la vida a los oidores, y García de Llerena, criado de Cortés, procesado por Zumárraga y oculto por “feos delitos”. La noche del 4 de marzo de 1530, sin observar ninguna de las formalidades que se acostumbraban, allanaron el asilo y sacaron a los acusados del aposento en que dormían, que era el de los niños que se educaban en el convento. Los presos fueron llevados descalzos y en camisa a la cárcel pública, en donde les dieron tor­mento.

 

Al otro día llegaba la noticia de lo sucedido en el momento en que fray Juan oficiaba en la iglesia mayor. De inmediato se reunieron religiosos de San Francisco y Santo Domingo junto con el obispo de Tlaxcala y enlutaron sus cruces.

 

Después de un consejo resolvieron hacer algo en favor de los prisioneros, cuyos gritos llegaban hasta el conven­to. La situación era grave, porque ante los indígenas se había violado el dere­cho de asilo, lo cual era una clara muestra de falta de respeto por quienes ellos tanto admiraban.

 

En silencio, los religiosos fueron a pedir que les fueran devueltos los pre­sos, pero los oidores ordenaron a los frailes que se retiraran. Algunos de los que acompañaban a los frailes quisie­ron entrar por la fuerza al rescate de los prisioneros. Los oidores se defendieron y lanzaron insultos, a los que el padre Zumárraga contestó en él mis­mo tono. Delgadillo, que veía su autoridad en mala situación, tomó una lanza y arremetió contra los presentes, tirando incluso un golpe contra el obispo, que por suerte fallo. Como los frailes no llevaban armas optaron por reti­rarse, pero fulminaron con sus censu­ras a los oidores, dándoles tres horas para que devolvieran a los reos, poniéndolos en entredicho y amenazando con hacerlo extensivo a toda la ciudad.

 

Los oidores no hicieron ningún caso de las amenazas y al día siguiente ahor­caron y descuartizaron a Angula y cor­taron un pie a Llerena. Por haber trans­currido el plazo fijado, quedó estable­cida su cesación a divinis y el obispo mandó a los clérigos que ninguno salie­ra de su casa. Los franciscanos, por su parte, consumieron el Sacramento y en silencio salieron del convento, que abandonaron para irse a Tetzcoco, dejando el sagrario abierto y llevándose a los niños de la escuela.

 

Fue el Ayuntamiento de la ciudad quien tomó en sus manos la tarea de intentar el levantamiento del entredi­cho: varios días después los oidores fueron perdonados. Pero Motolinía dice amargamente: “Y ni por estas muertes ni por la ya dicha, la justicia nunca hizo penitencia, ni satisfacción ninguna a la Iglesia, ni a los difuntos, sino que los absolvieron ad reincidentiam, o no sé como, y es que fray Juan de Zumárraga era una alma generosa.

 

Todavía tuvo que intervenir fray Juan de Zumárraga entre los oidores y Hernán Cortés, que regresaba de España y adonde querían devolverlo, acusándole de querer levantarse con la tierra. Como no podía llegar a la Ciudad de México por una orden de la emperatriz, Cortés se estableció en Tetzcoco, en donde se había formado a su alrededor una corte más brillante que la de Méxi­co. Irritados los oidores, juntaron gente y aprestaron artillería como si se tratara de resistir a un enemigo que llegara en son de guerra: fue ahí donde la pru­dencia del obispo calmó los ánimos y evitó funestas consecuencias.

 

Poco después de la llegada de Her­nán Cortés, llegó la Segunda Audiencia, que abriría juicio de residencia a los oidores salientes. El 29 de julio de 1532 eran embarcados hacia la península en calidad de presos.

 

A principios del mismo año hubo una junta, a la que asistieron los oidores, Zumárraga, Cortés, los prelados de San Francisco y Santo Domingo, dos religiosos de cada orden, dos individuos del Ayuntamiento y dos vecinos de la ciudad. Esa junta oyó las quejas de los españoles y resolvió que se guardaran sin discusión alguna las órdenes del rey en favor de los indios. Se acordaron además varias resoluciones acerca de la conducción de tributos, es decir, del lugar en donde debían ser entregados, pues en ello había mucho abuso de los encomenderos.

 

Respecto a lo eclesiástico, los frailes confirieron sus dudas acerca de la conversión de los indios y se dieron providencias para favorecerla, llegado el presidente de la Segunda Audiencia, Sebastián Ramírez de Fuenleal, llegó una carta para Juan de Zumárraga, fechada el 25 de enero de 1531, en la que se le pedía que dejara todo y se presentare inmediatamente en la corte.

 

En España se enfrentó nuevamente con el antiguo oidor Delgadillo, quien en su odio hacia el obispo lo denunció ante el Consejo con una acusación de treinta y cuatro cargos. Los principales radicaban en que había ido a la cárcel de la Audiencia a mano armada y para sacar a los presos que en ella es­taban. También que en sus sermones había predicado contra la Audiencia y manifestado o sostenido acusaciones falsas o escandalosas. Que había excomulgado a los oidores y cargaba indios. Que era parcial de Hernán Cortés y que obtenía dinero de los naturales.

 

No le fue difícil al buen fraile ir desvaneciendo uno por uno todos los cargos que Delgadillo le hacía. El 27 de abril de 1533 era consagrado solemnemente obispo por el obispo de Segovia, don Diego de Ribera, en la capilla mayor del convento de San Francisco de Valladolid.

 

Después de consagrado todavía per­maneció en España poco más de un año, arreglando lo que convenía a su iglesia y al alivio de los indios. A prin­cipios de 1534 decidió regresar, pidien­do hacerlo con 30 religiosos requeridos al Consejo, en donde sólo le autorizaron doce. Finalmente, acudió sin ninguno. A cambio. regresó a Nueva España con varias familias de artesanos, con cuyos gastos corrió el obispo, y trajo además seis beatas para maestras de niñas in­dias. En 1535 se verifica un nuevo cambio de gobierno. Don Ramírez de Fuenleal, cansado de tantos años de servicio, pidió al rey permiso para re­patriarse y buscar descanso en España, lo cual le fue concedido.

 

El 14 de noviembre hizo su solem­ne entrada en México don Antonio de Mendoza, que venía como primer virrey de Nueva España. Como Ramírez de Fuenleal había gobernado la tierra con justicia y sus providencias habían sido favorables a los naturales, venía a ser inútil el oficio de protector, siéndole su­primido dicho cargo. Con ello fray Juan de Zumárraga ya no tuvo necesidad de mezclarse en los negocios civiles, que le tenían cansado.

 

Durante la primera época de su res­dencia en México poco pudo hacer Zumárraga por organizar la iglesia, tan­to por ser solamente obispo electo cuanto por los constantes problemas que sostendría con la Audiencia. Pero vuelto de España consagrado, y hecha la erección de su iglesia, empezó a darle forma a la sede episcopal.

 

Lo primero era organizar el cabildo eclesiástico con arreglo a lo prevenido en la erección: escasos elementos ha­bía para ello, porque los clérigos de la diócesis eran pocos y no todos ador­nados de ciencia y virtud. La primera acta del cabildo tiene fecha del 1 de marzo de 1536. En ella consta que poco antes había quedado instituido el cabildo. La erección pedía deán, arcediano, chantre, maestrescuela, tesorero, diez canónigos. Seis racioneros y seis medios racioneros; pero no pudieron cu­brirse todos los cargos por falta de dinero lo que más agobiaba al padre Zumárraga era la falta de personas de letras y, sobre todo, de buenas costumbres para los oficios principales. Esto era aquello que con más insistencia pe­día al rey.

 

En 1535 Zumárraga fue nombrado inquisidor apostólico por el inquisidor general don Alvaro Manrique, arzobispo de Sevilla, y con amplias facultades. Pero el padre Zumárraga nunca usó el título de inquisidor ni organizó siquiera el tribunal; mas si participó como in­quisidor fue sólo en la condena de un cacique tlaxcalteca, al que mandó que­mar por habérsele sorprendido hacien­do sacrificios humanos. Esta sentencia no fue bien recibida en España, fun­dándose en que los naturales estaban recién convertidos y que, por tanto, no se les debía juzgar con el mismo rigor que a los españoles.

 

El 8 de abril de 1531 fray Juan de Zumárraga consagra a don Francisco Marroquín como obispo de Guatemala. Era la primera vez que se consagraba un obispo en Nueva España. La ce­remonia se realizó con gran solemni­dad, corriendo Zumárraga con todos los gastos. Al año siguiente consagró a don Vasco de Quiroga como obispo de Michoacán; un poco antes lo ha­bía hecho con don Juan López. obispo de Oaxaca. Los tres eran clérigos y la presencia de los cuatro sirvió para redactar una carta destinada al rey pre­guntando si debían ir o no al concilio de Trento, a lo que el rey contestó que no fueran, puesto que él tomaba a su cargo el obtener el beneplácito del papa. Sin embargo, el obispo Zumá­rraga envió al concilio, con fray Juan de Oseguera, unos Apuntamientos so­bre las cosas de la Nueva España.

 

En 1546 participe en la junta de obispos convocada por el visitador Sandoval, en la cual se trató sobre lo que convenía proveer para la buena marcha de los obispados. Se les mostraba además un breve en el cual se autorizaba al rey para variar los límites de las diócesis, siempre que le pareciera.

 

El año 1547 lo pasó el obispo dedi­cado a su ministerio y a la impresión de su Doctrina. En 1548 se dedicó a administrar la confirmación. Tanto empeño puso en ello, que se olvidaba de comer y de descansar. En consistorio secreto, el día 11 de febrero de 1546, y a instancias del emperador, el papa Paulo III separó la iglesia de México, erigiéndola en metropolitana y dándole por sufragáneas las de Oaxaca, Mi­choacán, Tlaxcala, Guatemala y Ciudad Real de Chiapas.

 

Nombró como primer arzobispo al mismo Zumárraga. El 8 de julio de 1547 le envió la bula del palio, bula que no llegaría a recibir porque el 3 de junio de 1548, a las nueve de la maña­na, expiraba fray Juan de Zumárraga.

 

Fue sepultado en la antigua catedral, a la puerta del sagrario y junto al altar mayor, al lado del Evangelio, por haber sido el primer obispo y arzobispo de Nueva España. Su última voluntad fue que lo sepultaran en San Francisco de México con sus hermanos de orden a la cual nunca dejó de pertenecer. La ciudad lo lloró. “El llanto y alarido del pueblo era tan grande y espantoso –dice fray Jerónimo de Mendieta-, que parecía ser llegado el día de juicio. Ja­más fue visto tan doloroso sentimiento por prelado”.

 

Muchas obras dejaba el buen obispo, pero quizá las que más porvenir parecían tener era el colegio de Tlatelolco, fundado a iniciativa suya, y el Hospital de San Cosme y San Damián, para in­dios forasteros. Desgraciadamente, a su muerte estas y otras obras suyas también desaparecieron.

 

Los franciscanos.

 

Aun en el momento en que Hernán Cor­tés se preparaba para dar el asalto final sobre México-Tenochtitlan dos franciscanos traba­jaban todavía por enviar más frailes al Nuevo Mundo. Uno de ellos era el flamenco fray Juan Glapión o Clapión y el otro fray Fran­cisco Quiñones, que como religioso había tomado el nombre De los Angeles. Ambos buscaban en tantos afanes pasar a América como evangelistas. Por la bula Alias Felicis, de 25 de abril de 1521, el papa León X concedía licencia para pasar a los nuevos domi­nios de Castilla y el 6 de mayo de 1522, en su bula Exponi Nobis Fescisti, dirigida a Carlos V, completaba las disposiciones del papa anterior. Con ello daba a los frailes franciscanos, y a los demás de las órdenes mendicantes, su autoridad apostólica, la cual tenía vigencia dondequiera que no  hubiesen obispos o se hallaran éstos a más de dos jor­nadas de distancia y, salvo en aquello que exigiera la consagración episcopal, para todo lo que les pareciera necesario con el fin de realizar la conservación de los naturales. En tales diligencias murió el padre Clapión.

 

Fray Francisco de los Angeles resultó electo general de su orden en el capítulo de 1523 reunido en Burgos, por lo que sus ilu­siones de pasar a América. se desvanecieron. Le toco a él, sin embargo, organizar el grupo de los Primeros Doce, al frente de los cuales puso a fray Martín de Valencia.

 

Los Doce Apóstoles, pues también así se les ha llamado, fueron todos de la orden de Frailes Menores o de la Observancia. Pertenecían a la provincia de San Gabriel de Ex­tremadura y fueron: fray Francisco de Soto, fray Martín de la Coruña, fray José de la Coruña, fray Juan Suárez o Juárez, fray Antonio de Ciudad Rodrigo y fray Toribio de Benavente, que en Nueva España tomaría el nombre de Motolinía (todos ellos predica­dores y también doctos confesores), fray García de Cisneros y fray Luis de Fuensalida (predicadores), fray Juan de Rivas y fray Francisco Jiménez (sacerdotes) y los legos fray Andrés de Córdoba y fray Bernardino de la Tone. Todos ellos recibieron algunos saludables consejos y diversas amonestaciones en el convento de Santa María de los An­geles por parte del ministro general y partie­ron hacia Sevilla desde el convento de Belvís.

 

Dos de estos Primeros Doce no llegarían al Nuevo Mundo: fray José de la Coruña, que, enviado por unos despachos, no regresó a tiempo de la partida, y fray Bernardino de la Tone, que no fue juzgado digno de pasara tan importante misión. Le remplazó un lego de la provincia de Andalucía llamado fray Juan de Palos. El número de doce quedó finalmente integrado al contar a fray Martín de Valencia, que iba en calidad de superior. Entre ellos, fray Francisco Jiménez recibió las órdenes poco después de llegado a Nueva España, en tanto que fray Andrés de Córdoba y fray Juan de Palos permanecieron legos.

 

La llegada a Ulúa, después del penoso viaje, fue el 13 ó 14 de mayo de 1524, y a la Ciudad de México, el 17 ó 18 de junio. Su presencia debió alegrar a Hernán Cortés, aun cuando el número le pareciera poco, pues era el mismo Cortés quien pedía que fueran frai­les los que vinieran a propagar la fe. "Por­que habiendo obispos y otros prelados no dejarían de seguir la costumbre que, por nuestros pecados, hoy tienen en disponer de los bienes de la Iglesia, que es gastarlos en pompa y otros vicios. Tal cosa representaría un "pésimo ejemplo para los naturales de la tierra", según escribe en su carta IV.

 

Con la llegada de estos franciscanos se inicia la evangelización sistemática, con todos y normas establecidos, lo cual no quiere decir que no improvisaran en todo aquello que les fuera menester.

 

La zona geográfica en donde estos doce primeros frailes habrían de realizar su labor era enorme y muy accidentada; con climas que variaban en  pocos kilómetros y alturas difícilmente habitables; el valle de Puebla está a 2.000 metros sobre el nivel del mar; el de Toluca, a 2.500, y el de México, a 2.200. A esto hay que añadir que los viajes los hacían los frailes a pie, por tierras sin caminos, llenas de fieras y, en los primeros años, con las sorpresas de indígenas no siempre amis­tosos. Gigantescas cordilleras recorren el país. Una desciende casi pegada al océano Pacífico; otra costea las playas del Golfo y ambas se unen en Oaxaca, formando complejos nudos. Otras se entrecruzan hacia el norte formando valles con las dos que hemos visto paralelas a la costa. Las fatigas al re­correr estas alturas hacía que enfermedades que en otros lugares eran benignas, se con­virtieran en mortales. La misma rapidez de las pendientes dispersa las aguas que bajan de las alturas multiplicando los arroyos, pero impidiendo que formen grandes ríos. Por ello dice Motolinía: "Son tantos los arroyos y ríos que por todas partes corren en estas montañas, que me permitieron en espacio de dos leguas contar 25 ríos y arroyos, y esto no es en la tierra donde más agua había, sino así yendo acaso se me ocurrió contar los ríos y arroyos que podía haber en dos leguas y por otra parte se hallará esto que digo y más porque es tierra muy poblada". Otro grave problema eran las costas, llenas de miasmas y pantanos, que provocaban enfermedades mortales a quienes no eran nativos.

 

Una muy dramática narración de todas estas dificultades está en la relación del pa­dre Ponce, quien desde su salida de Vera­cruz nos habla no sólo inquieto, sino verda­deramente alarmado de los pequeños animales que, junto con los insectos, eran capaces de enloquecer a cualquiera. Se refiere especial­mente a los alacranes rubios o bermejos y a las niguas, "más chicas que las chicas pul­gas, que se entran por las uñas metiéndose por la carne y engordando muy aprisa hasta que están tan grandes como granos de cañamón o de lenteja".

 

Este era el mundo que los frailes debían conquistar, y de no ser por el amor a su ta­rea y el entusiasmo en ganar almas para Dios, y quizá, como dice Robert Ricard, "un poco el gusto de la aventura, nada los hubiera retenido en el país".

 

Otro problema opuesto a la evangeliza­ción, ocasionado también por la geografía, era el de las lenguas indígenas. Aun cuan­do la lengua oficial del Imperio mexicano era el náhuatl, que se imponía a todos los pueblos conquistados, había regiones con diferentes lenguas. Algunas de estas lenguas estaban  en pleno desarrollo, como el huasteco o el tarasco. Cabe decir que, de las mu­chas lenguas habladas por los naturales, pocas se relacionaban entre sí y que el tarasco resultaba una lengua tan distinta del náhuatl, zapoteco o del mixteco, como podía serlo el totonaca en relación con éstos. El fenómeno complicaba las cosas: o reducirse a evangeli­zar una región después de haber aprendido la lengua o tornarse políglota. Muchos frailes lo fueron, aunque, como veremos, hubo otros sistemas que les ayudaron a resolver el problema de la comunicación.

 

Inmediatamente después de su llegada decidieron pasar quince días en un retiro espiritual, dedicando día y noche a la ora­ción, la contemplación y la penitencia. El día de la Visitación de Nuestra Señora finalizó el retiro. Se reunió la junta o capítulo, en el cual fray Martín de Valencia renunciaría a su cargo de custodio por sincera humildad. Pero sus hermanos le volvieron a elegir. En dicha junta estuvieron, además de los nace Primeros, los tres franciscanos flamencos, Gante, Tecto y Aora, más otros dos que menciona fray Jerónimo de Mendieta como franciscanos, de los cuales dice que no conoció sus nombres, pero que sabía estaban sepultados en Tetzcoco. Sin embargo, el padre Mariano Cuevas supone que pudieron ser fray Diego Altamirano, primo de Hernán Cortés, y fray Pedro Melgarejo, sevillano, amigo del mismo Cortés. De ser ellos los mencionados por Mendieta, no murieron tan pronto ni fueron sepultados en Tetzcoco y ni siquiera eran flamencos.

 

En esta reunión determinaron dividir el grupa para realizar la evangelización. Rea­listas como eran, no pensaron en evangelizar todo el territorio conquistado, sino que se dividieron territorios de 20 leguas; fray Martín de Valencia quedaba en México con cuatro frailes y los otros Doce se repartieron en grupos de cuatro por las ciudades de Tetz­coco, Tlaxcala y Huejotzingo. El padre Cuevas calcula que Tetzcoco, con las quince provincias que le estaban sujetas, tenía una pobla­ción aproximada de 60.000 habitantes; Tlaxcala, más de 200.000, y Huejotzingo, 80.000. Esto es, seleccionaron regiones densamente pobladas y, por lo mismo, las de excepcional importancia. Simultáneamente se pusieron de acuerdo en la forma como se debería adoctrinar a los naturales.

 

En 1524 hubo otra junta, la llamada jun­ta Apostólica. A ella asistieron, aparte los franciscanos, los clérigos Juan Díaz, Marcos Melgarejo, Juan Ruiz de Guevara, otro de apellido Villagrán y el bachiller Martín. Fray Bartolomé de Olmedo no asistió por encon­trarse con Pedro de Alvarado en la conquista del Sur.

 

Terminadas las reuniones, los frailes partieron para cumplir con su apostolado sin es­perar adquirir conocimiento profundo del país, ni aun poseer el más leve indicio de lo que eran las lenguas y la civilización de sus futuros catecúmenos.

 

La etapa capital en la que se introduciría la evangelización fue el periodo de 1525 a 1531, posiblemente el más difícil, puesto que era necesario ganar la confianza de los natu­rales y darles a conocer la bondad que la re­ligión cristiana ofrecía, así como de cimen­tar la Iglesia americana. Uno de los elementos que les permitió ganar prontamente seguidores fue la honradez, la sinceridad y el ejemplo que el fraile daba de todo aquello que predi­caba, así como el amor que inmediatamente deparaba al indígena.

 

Los naturales veían que los frailes mor­tificaban sus cuerpos, andaban descalzos y vestidos con hábitos de grueso sayal, casi siempre rotos, y dormían sobre una estera, que en México se llama petate, teniendo por cabecera un tronco o un montón de hierbas secas, no siempre tendidos con la finalidad de que su cuerpo padeciera y no se solazara con el descanso.

 

Su alimento fue el mismo que el de los naturales: la tortilla de maíz, tomada con frugalidad; capulines y tunas, el fruto del nopal, que en España llaman "higo chumbo". Su honestidad fue inquebrantable, tanto en lo material como en lo espiritual; era enorme la sinceridad con que llevaban su religión, dando a cada paso muestras de su devoción; rezando cuando iban de camino, humillándose frente a las numerosas cruces con que se pobló Nueva España y cumpliendo con todos los deberes que su oficio les imponía. Toda esta actitud, que contrastaba con el opuesto interés de aquellos que sólo venían a las nuevas tierras en busca de fortuna, hizo que los indígenas experimentaran hacia estos nuevos apóstoles un amor y una adhesión que con mucha frecuencia fue patentizada. Sólo a modo de ejemplo recordaremos que los habi­tantes del pueblo de Cuauhtinchan se nega­ron a recibir frailes agustinos llegados para sustituir a los franciscanos. El pueblo consi­deraba a estos últimos como sus propios padres. Para no dar oportunidad a que se llevara a término dicho cambio, cerraron la iglesia y negaron a los nuevos misioneros toda clase de alimento; lo mismo ocurrió ea Teotihuacán.

 

En un cambio parecido que intentaba ha­cer don Sebastián Ramírez de Fuenleal, y ante la oposición de los naturales, hubo de enterarse de sus razones, que le fueron ex­puestas en los siguientes términos: "Porque los padres de San Francisco andan pobres y descalzos como nosotros, comen de lo que nosotros, siéntanse en el suelo como nosotros, conservan su humildad entre nosotros, ámanos como a hijos, razón es que les amemos y busquemos como a padres".

 

Fray Jerónimo de Mendieta dice que la división hecha por los franciscanos funcionó como sigue: a México acudían los indígenas del valle de Toluca, del reino de Michoacán, de Cuauhtitlán, de Tula y Xilotepec, además de todos los naturales de la región que des­pués evangelizaron los agustinos, hasta Mez­titlán.

 

A Tetzcoco acudían primero los de Otumba, Tepeapulco, Tulancingo y todos aquellos que caen desde el mar del norte hasta Tlaxcala; acudían también Zacatlán y la totalidad de serranías que hay por aquella parte, comprendiendo la región de Xalapa hasta el río de Alvarado.

 

A Huejotzingo acudían Cholula, Tepeaca, Tecamachalco y toda la Mixteca, Huaquechula y Chietla.

 

Dice Mendieta que a estos conventos acudían los indígenas; pero es indiscutible que no todos. A los misioneros les interesa­ban todos los naturales, no sólo aquellos que podían o querían asistir a los conventos. Por ello, lejos de quedarse en la comodidad de la casa conventual, se lanzan a las visitas y a la fundación y creación de templos y conventos. Por tanto, la organización de que nos habla Mendieta tuvo que ser efímera. Pronto empiezan las fundaciones de nuevos conven­tos, a lo cual cabe hacer una aclaración: no debemos confundir fundación y construcción. La fundación no implica obligación de iniciar inmediatamente la edificación de un convento y no es raro encontrar ejemplos en los que la fecha de fundación sea dos o más años ante­rior a la fecha de construcción. En la región de Puebla, fray Juan  de Rivas funda el con­vento de Tepeaca; en la de México, sucesi­vamente, Cuauhtitlán, Tlalmanalco, Coate­pecalco y Toluca, al tiempo que se construía el de la Ciudad de México.

 

En 1525 se funda el convento de Cuernavaca, y desde aquí se hacen las visitas, por parte de los frailes franciscanos, a Ocuila y Malinalco.

 

En ese año, Caltzonzin, rey de Michoa­cán, pidió a fray Martín de Valencia que le enviara religiosos, y al año siguiente, 1526, llegaron a Tzintzuntzan, centro de la comu­nidad purépecha, llamada popularmente tarasca, los franciscanos de fray Martín de Jesús o de la Coruña. En esta misma región se fundaron, mientras tanto, los conventos de Pátzcuaro, Acámbaro, Zinapécuaro, Uruapan, Tarécuato y un importante número de resi­dencias, entre las que destacan Erongarícuaro, Guayangareo (después Valladolid, hoy Morelia) y Zacapu. Desde luego, no podemos ni debemos tan siquiera pensar que todas estas fundaciones se constituyeron de inmediato en grandes monasterios, sino, por el contrario, que debieron ser pequeñas y de adobe, con capilla del mismo material y techadas de paja. No tenían sacerdotes estable­cidos en forma definitiva, sino que recibían tan sólo la visita de un fraile cada cierto tiempo, llegado desde la fundación principal. En el caso de Michoacán, Pátzcuaro y Eron­garícuaro, se visitaban desde Tzintzuntzan.

 

En 1531 se inicia la penetración en Nueva Galicia, fundándose Tetlán (después sus­tituida por Guadalajara), Colima y Axixic, en las orillas del lago de Chapala. En 1533, fray Juan de Padilla funda un pequeño convento en Zapotlán, que hay es Ciudad Guzmán, y en 1535, fray Francisco Lorenzo funda Et­zatlán, cerca del lago de la Magdalena, lo que puede considerarse como el primer paso para la evangelización de Nayarit, Durango y Zacatecas.

 

En 1535, la misión mexicana dependien­te desde 1525 de la provincia de San Gabriel de Extremadura en calidad de custodia ad­quirió el carácter de provincia autónoma bajo la advocación del Santo Evangelio, y en el mismo año se crea la provincia de San Pedro y San Pablo, en la misión de Michoacán y Jalisco.

 

Es de notar que en tan breve lapso los franciscanos lograron un extraordinario avan­ce en la fundación de las misiones, sobre todo si se toma en cuenta lo pequeño del grupo de misioneros y los escasos recursos económicos. Su única ventaja fue haber llegado dos años antes que los dominicos, pues este tiempo fue suficiente para que pudieran instalarse en el centro geográfico político, sobre todo México y Puebla, para desde allí invadir, en lo que Roben Ricard ha llamado la "conquista espiritual", Michoacán y Nueva Galicia, y dejar abierta la puerta del norte, es decir, una vía de acceso a las regiones más alejadas del centro del país. Esto ocasionó el que los dominicos tuvieran que irse asentan­do en regiones aún no tocadas por los fran­ciscanos, o bien en las que éstos acudían a sus hermanos de Santo Domingo para que cubrieran los lugares por ellos aún no evangelizados. Más grave fue para los agustinos, que encontraron Nueva España ya ocupada por las dos órdenes precedentes, en ocasiones ya en forma definitiva, en otras en forma provisional; de ahí el que la instalación geográfica de los agustinos presente grandes problemas para su apostolado, pues debían intercalarse en los huecos dejados por los otros.

 

Después de la llegada de los Primeros Doce hubo una continua afluencia de frailes franciscanos para prestar ayuda a sus herma­nos. Mendieta habla de una "segunda barcada" en 1525, es decir, los que llegaron ocho o nueve meses después de los Doce Pri­meros. En 1526, probablemente en septiembre, el padre fray Antonio de Ciudad Rodrigo partió con rumbo a Europa. Volvía a Espa­ña con el fin de reclutar nuevos evangelistas. El 10 de agosto de 1527 obtuvo en Valla­dolid una real cédula en la cual, si bien se mandaba que se pagaran los fletes y pasajes de fray Antonio y de “hasta cuarenta padres, sólo llegaron a Nueva España veinte, sin que sepamos con exactitud qué pasó con la otra mitad; posiblemente se quedaron en las islas del Caribe o simplemente no llegó a reunir el número que se había propuesto”. Este grupo arribó en 1529, compuesto por frailes que harían una buena obra misional. Entre ellos destacan fray Antonio Maldonado, fray Antonio Ortiz, fray Alonso Herrera, fray Diego Almonte, fray Alonso Rangel y el que sería importantísimo para la historia de México, fray Bernardino de Sahagún. También vino fray Jacobo de Testera, natural de Bayona, cuyo hermano era camarero del rey de Fran­cia, Francisco I.

 

Otros frailes llegados posteriormente a Nueva España fueron: fray Juan de Alame­da y fray Andrés de Olmos, quienes acom­pañaban a fray Juan de Zumárraga.

 

Fray Francisco de Tembleque.

 

Pocas vidas habrá en el martirologio franciscano que muestren como la de fray Francisco de Tembleque esa pecu­liar mezcla de decisión para afrontar cualquier trabajo, por difícil que sea; y de candorosa, firmísima y sencilla fe en Dios.

 

Nació este buen fraile en la provin­cia de Toledo, en la villa cuyo nombre hizo suyo y pasó a Nueva España junto con fray Juan de Romanones. Aprendió náhuatl a fin de confesar y predicar a los indios, si bien no predicaba “con el aparato acostumbrado”, sino que leía a los indios la doctrina o sermón que más conveniente le parecía. Mientras vivía en el convento de Otumba comprobó la carencia de agua en toda aquella región y puso como dice su biógrafo, el padre Mendieta, “haldas en cinta, determinado de acometer una hazaña que grandes y poderosos reyes apenas se atrevieran con ella”. Tal empresa con­sistió, ni más ni menos, en llevar agua corriente desde varios kilómetros de distancia, sacándola de pequeños manantiales que, además, estaban a un nivel inferior al lugar que había de lle­gar. Por si esto fuera poco, el terreno era sumamente abrupto y fray Francisco no tenía conocimientos de ingeniería. Su ingenio, su decisión y su perseve­rancia lograron lo que parecía imposible y Otumba y Cempoala tuvieron agua potable merced al altísimo acueducto que atraviesa tres barrancas, la primera con cuarenta y seis arcos, la segun­da con trece y la tercera con sesenta y ocho. "El arco de enmedio de este ter­cer puente -añade Torquemada- tiene de altura ciento veintiocho pies, que son cuarenta y dos varas y dos tercias, y de ancho tiene setenta, que son veintitrés varas y una terca, que a los que ven cosa tan maravillosa les pone asombro y espanto. Y lo que más se encarece es que si fuera paso para ello, podía pasar por debajo de él un navío grande, a la vela tendida".

 

Se dice que, durante los cinco años que duró la obra, vivió fray Francisco en una pequeña ermita sin otra compañía que la de un gato “que cazaba de noche en el campo y al amanecer traía a su amo la caza que había hecho de conejos o codornices”. Alcanzó el santo varón una edad avanzada y de­sempeñó varios cargos dentro de su orden, siendo amado de todos: y “al cabo de su vejez lo visitó nuestro Señor con los regalos que suele enviar a sus muy particulares escogidos, pri­vándolo de la vista corporal poco más de un año antes de su muerte”. Suce­dio entonces que el lego, “algo falto de juicio”, que le servía, decidió matarlo para no tener que ocuparse más de él. Así, pues, una noche se le echó encima con un cuchillo para degollarlo, pero el viejo lo detuvo diciéndole: “Mirad, hermano, lo que hacéis, Dios os perdone, pero creo que me cortáis la garganta”. No murió fray Francisco de esta herida, sino en “la santa vejez”, y fue sepultado en el convento de la ciudad de Los Ángeles.

 

Los dominicos.

 

No parece muy clara la fecha en que los dominicos llegaron a México. Según Robert Ricard, lo más probable es que lo hicieran el 2 de Julio de 1526. También eran doce: fray Tomás Ortiz, que venía como guardián o superior; fray Vicente de Santa Ana, fray Diego de Sotomayor, fray Pedro de Santa María, fray Justo de Santo Domingo, fray Pedro Zambrano, fray Gonzalo Lucero y fray Bar­tolomé de la Calzadilla. Todos ellos vinieron de España, y en la isla de La Española se les unieron fray Alonso de las Vírgenes, fray Domingo de Betanzos, fray Diego Ramírez y fray Vicente de las Casas. En el grupo, el padre Lucero sólo era diácono; el padre Calzadilla, lego, y fray Vicente de las Casas, novicio.

 

Mariano Cuevas opina que entre estas primeros dominicos pudieron venir otros, entre ellos fray Francisco de Mayorga y fray Reginaldo Morales, sin tener en cuenta a dos novicios más. Con lo cual el número de los hijos de Santo Domingo no sería de doce, sino de dieciséis. En la Ciudad de México fueron recibidos por los franciscanos, quienes los alojaron en su primitivo convento, el cual poco tiempo después abandonarían por otro nuevo que aun hoy se conserva. Del primiti­vo convento de San Francisco no queda rastro alguno.

 

Antes de un año la desgracia cayó sobre el grupo; fray Pedro de Santa María, fray Justo de Santo Domingo, fray Vicente de anta Ana, fray Diego de Sotomayor y fray Bartolomé de Calzadilla murieron por no re­sistir lo duro del viaje y las inclemencias del clima. Cuatro más, fray Tomás Ortiz, fray Pedro Zambrano, fray Diego Ramírez y fray Alonso de las Vírgenes, regresarían en­fermos a la madre patria, en 1526. Sólo quedaron el padre Betanzos, fray Gonzalo Lucero y fray Vicente de las Casas, quien ya había profesado.

 

La partida de fray Tomás Ortiz parece que resultó beneficiosa para la orden, ya que era un espíritu inquieto, revoltoso y que es­tuvo mezclado en intrigas contra Hernán Cortés.

 

En 1528 llegó fray Vicente de Santa María con seis compañeros. Con la arribada de este grupo se inicia de manera formal la la­bor de los dominicos como orden evangeli­zadora.

 

En 1532, fray Domingo de Betanzos asistió en Roma al Capítulo General de su orden. Logró de fray Juan Jenario, el general, erigir la provincia de México como indepen­diente de la de Santa Cruz y de cualquier otra, con el nombre de Santiago de México. Los términos que le fueron señalados eran: "Los de la provincia de Yucatán con toda Chiapa, el obispado de Oaxaca, el de Tlaxca­la y el de Michoacán, con la provincia del Pánuco y las tierras que corren por el septen­trión y occidente".

 

En 1534, fray Domingo de Betanzos vol­vió a Nueva España acompañado de algu­nos religiosos que pudo reclutar en el cami­no. Con su llegada declaró instalada e inde­pendiente la provincia de México y volvió más activa la tarea de conversión y adoctrinamiento de los pueblos que habitaban Nueva España.

 

Con la arribada de los dominicos se ins­tala en tierras de México la Inquisición, que según el padre Cuevas resultó beneficiosa por "la energía que empleó en un país que se iba a toda prisa plagando de inmigrantes desal­mados y blasfemos".

 

El año 1484, los Reyes Católicos institu­yeron la Inquisición en su forma española, es decir, con la intervención principal del gobierno civil, reglamentado, provisto y apoya­do por los propios reyes.

 

El 22 de julio de 1517, casi dos años an­tes de que Cortés llegara a las costas mexi­canas, el cardenal Gonzalo Jiménez de Cisneros, inquisidor general, dio poder de in­quisidores a todos los obispos de Indias, porque le "había sido hecha relación de algunas personas que de estas partes (España) han pasado, viven y moran en los dichos obispados, y dizque hacen y cometen crímenes y delitos de herejía y apostasía, guarda y observación de las sectas de Moisés y Mahoma, guardando sus ritos, preceptos y ceremonias".

 

Fray Antonio de Remesal, cronista domi­nico, nos dice que el padre Córdoba trajo y fundó la orden de Santo Domingo en estas Indias y que al pasar fray Martín de Valencia por la isla Española, en 1524, y por la auto­ridad de inquisidor que tenía, le hizo comisario de toda Nueva España con licencia de castigar delincuentes en ciertos casos, reservando para si el conocimiento de algunos más graves.

 

En realidad, parece que ya en 1522 se abriría por lo menos un proceso inquisito­rial, por alguno de los eclesiásticos llegados con Cortés, contra el indígena Marcos, natu­ral de Aculhuacán, creyéndose aquéllos auto­rizados por las letras del cardenal Cisneros. El delito era el de amancebamiento. Al año siguiente se publicaron edictos, uno contra herejes y judíos y otro "contra toda persona que de obra o de palabra hiciese cosas que parezcan pecado".

 

Como vicario general, el padre Betanzos abrió seis o siete procesos contra blasfemos, con los que fue siempre intransigente. En su labor de inquisidor ayudaban a Betanzos el clérigo Diego Torres y los frailes franciscanos Fuensalida y Motolinía. Sin embargo, pese al horror que produce en algunas personas el nombre de inquisidor o el mismo de Inquisición, el padre Betanzos se distinguió por la rapidez con que sustanció los procesos y lo justo de sus decisiones. Los castigos nunca pasaron de penitencias de humillación, peregrinación a pie descalzo a Nuestra Seño­ra de la Victoria, que hoy llamamos de los Remedios, limosnas para determinadas obras pías o pago del costo de los procesos.

 

Campaña íntimamente ligada a los domi­nicos es la defensa que se hizo del indígena, al que se intentaba declarar irracional, cosa que se inició en la isla Española y que des­pués pasó a tierra firme, acerca de lo cual protestaron unánimemente los frailes de to­das las órdenes establecidas en América. Esta campaña tuvo sus principales momen­tos de 1526 a 1537. De haber triunfado, hubiera echado por tierra toda la labor evan­gélica.

 

Por su carácter de inquisidor, fray Domingo de Betanzos debería tener muchos enemigos, pues con fecha 11 de mayo de 1533, el presidente de la segunda Audiencia, don Sebastián Ramírez de Fuenleal, obispo de Santo Domingo y más tarde de Cuenca de España, así como presidente del Real Con­sejo de Indias, escribirla: “Por letras de per­sonas particulares se ha sabido como fray Domingo de Betanzos hizo relación como los naturales desta tierra no tienen la capacidad para entender las cosas de nuestra fe...” El comunicado se dirigía a Ramírez de Fuenleal y tenía dos vertientes. Una, apoyar su peti­ción para lograr que el indígena fuera decla­rado irracional, y otra, el desprestigiar al padre Betanzos.

 

En la defensa del indígena se distinguió fray Bartolomé de las Casas. Pero fue otro dominico quien obtuvo de Paulo III la bula Sublimis Deus, que habría de dar al natural el derecho de libertad, instrucción y manera de vivir. Fue fray Bernardino de Minaya el que obtuvo el documento que ponía fin a la falsa teoría que pretendía declarar irracionales a los indígenas. El objeto de esta campaña era cla­ro: apoderarse de las tierras y someter al natural a esclavitud.

 

Se ha acusado a los franciscanos de no participar en la defensa del indígena, pero esto es falso. Quizá no intervinieran personalmente, pero basta ver las cartas de los frailes de San Francisco o sus crónicas para notar en ellas esa defensa que, en ocasiones, llega a la supervaloración; por hablar sólo de un cronista, recordemos como Mendieta dedica todo un capítulo a la habilidad, capa­cidad e inteligencia del indígena, insistiendo con frecuencia  en ello a lo largo de toda su obra.

 

La expansión de los padres de Santo Domingo parece más sencilla de rastrear que la de los franciscanos. Fue en principio menos extensa, pero debe considerarse que exis­ten también menos noticias acerca de sus trabajos y pocas crónicas que nos hablen de su labor.

 

Dos son los territorios en donde se esta­blecieron. Uno, por el centro del país, que comprendía el valle de México, Puebla y Morelos, con notables saltos y poco orden, por la presencia de los frailes menores en las mismas zonas. Otro, con un metódico y progresivo apostolado, en la región de Oaxaca, que  tenía como base su ciudad y se extendía por las zonas mixteca y zapoteca. Al igual que los franciscanos, tuvieron casa provisio­nal y modesta en la Ciudad de México, pero en 1529 se trasladaron a su convento, que sería definitivo, y que hablan mandado cons­truir con toda clase de cuidados. Un año antes habían iniciado ya la expansión, ocupando Oaxtepec, en el estado de Morelos, en donde levantaron un convento y un hospital.

 

Como punto más alejado y más cercano a la ciudad figuran las parroquias de Chimalhuacán-Chalco, en el estado de México, y el de Coyoacán, en las puertas de la ciudad. Los tres conventos se utilizaban para servicio de los naturales. Muy poco después inician su penetración con rumbo a Oaxaca y estable­cen convento en Izúcar hoy llamado de Ma­tamoros. A la Mixteca penetraron por Aca­tlán fray Francisco Marín y fray Pedro Fernández en 1538.

 

Otra casa conventual, quizá fundada por fray Domingo de Betanzos, es la de Tepetlaoztoc, cerca de Tetzcoco. En ella se con­serva  un retrato del fraile pintado sobre papel de amate, según George Kubler. El convento de niebla existía ya en 1535. El resto de las fundaciones surgen en este primer período de evangelización.

 

En 1529 se encontraban en Oaxaca fray Gonzalo Lucero y fray Bernardino de Mina­ya, de quien ya hemos  hablado, que en esa época era sólo diácono. Por disposición del padre Lucero se procedió de inmediata a la fundación de un monasterio. Se haría sobre un terreno cedido por el cabildo de Antequera el 24 de julio del mismo año, según cuenta el padre Burgoa. Al tiempo que el Convento se edificaba, hacía visitas a los pueblos zapo­tecas y mixtecas de los alrededores y se dedi­caba al estudio de las lenguas, en tanto que fray Francisco Minaya levantaba humildes capillas. Todo ello como el inicio de lo que sería después la gran campaña evangeliza­dora.

 

La misión mexicana de los dominicos estuvo en su origen sometida directamente al maestro general de la orden, representado por un vicario general que la gobernaba; más tarde se la hizo depender de la provincia de Santa Cruz de la isla Española y, al fin, fue erigida provincia autónoma, bajo la advoca­ción de Santiago Apóstol y por bula de Clemente VII, el día 11 de julio de 1532.

 

Los agustinos.

 

Los frailes agustinos llegaron a Nueva España el 22 de mayo de 1533, desembarcando ese día en San Juan de Ulúa y perma­neciendo en Veracruz cinco días más, predi­cando y confesando a los españoles. Luego, a "pie y descalzos", fueron a México, donde llegaron el 7 de junio. Esto es, llegaban nueve años después de los franciscanos y seis después de los primeros dominicos.

 

En 1527, los agustinos estaban tan entusiasmados por venir a América para colaborar en la tarea evangelizadora, que las cartas de los frailes que de América llegaban a la península estaban repletas de noticias sobre el increíble fruto recogido. Esto se incrementó con la bula del papa Adriano VI en la que alentaba y concedía facilidades y privi­legios a los religiosos que pasasen al Nuevo Mundo.

 

Sin embargo, varios sucesos impidieron la salida de esta orden. Entre ellos, la divi­sión que se hizo en la península de la única provincia agustiniana que existía, que fue dividida en las de Castilla y de Andalucía. Al frente de la primera quedó el padre Gallegos, promotor de la misión a México, y en la segunda el padre Tomás de Villanueva, que más tarde sería santo. Otros problemas fueron la oposición que al principio puso el Consejo de Indias y la muerte del padre Juan Gallegos, en 1531.

 

Finalmente, fray Francisco de Alvarado, conocido como fray Francisco de la Cruz, fray Juan de San Román y fray Jerónimo de San Esteban, después de vencer multitud de obstáculos, incluso en el seno de su propia orden, lograron reunir ocho religiosos para formar la primera misión agustiniana que ven­dría a Nueva España. Acompañaron a los tres frailes ya mencionados fray Agustín de la Coruña, fray Alonso de Borja, fray Jorge de Avi­la, fray Juan de Oseguera y fray Juan Bautis­ta, que en el último momento no pudo hacer el viaje. Es de notar que el. padre Oseguera era  uno de los que más se oponían a la expedición de la misión agustiniana y que en el último momento se había unido en lo que se consideraba un cambio milagroso de opinión, pues voluntariamente se había alistado en ella. Los frailes se reclutaron en las dos nuevas provincias.

 

En la Ciudad de México fueron alojados por los dominicos. Cuarenta días después alquilaron una casa en las calles de Tacuba, en donde fijaron su residencia provisional. La real cédula con que habían salido de Espa­ña marcaba expresamente que no podían fundar convento en la Ciudad de México; sin embargo, a los tres meses de su llegada lograron establecerse gracias a los muchos amigos que habían hecho, dándoseles la parte sur de la ciudad, entre los barrios de San Miguel y el del Salto del Agua. Se les dio Ocuituco como morada exterior, adonde se envió a fray Jorge de Avila y a fray Jerónimo de San Esteban. Aun cuando el establecimien­to de los franciscanos y agustinos se habla extendido por el valle de Morelos, Puebla, Oa­xaca, Michoacán y parte de Nueva Galicia; todavía quedaban vastas zonas sin evangelizar. Así que decidieron los frailes de San Agustín establecerse en el hoy estado de Guerrero, ligando su penetración con fundaciones hechas en el valle de Morelos y al suroeste de Puebla.

 

Otra zona en la que penetraron fue el actual estado de Hidalgo, de donde pasaron a la Huasteca, tanto veracruzana como poto­sina, colindando con las fundaciones franciscanas de Tula y Tepeapulco.

 

Una tercera región fue Michoacán, enlazando establecimientos hechos en el valle de Toluca que contaban con fundaciones franciscanas.

 

Al igual que las órdenes que les precedieron, todas estas penetraciones las hicieron en los primeros años de su llegada, es decir, a fines de 1533. Fray Jorge de Avila y fray Jerónimo de San Esteban  pasaron de Ocuitco a Tlapa y Chilapa para cumplir con su labor evangelizadora. Allí encontraron seria resistencia por parte de los naturales, quie­nes se negaban incluso a proporcionarles alimento. Poco después se les une fray Agustín de la Coruña. En el plazo de dos años y medio fundaron veintidós parroquias. En 1534 forman los conventos de Totolapan, Ocuituco y Chilapa, y en 1535, Yecapixtla y Zacualpan; todas, menos Chilapa, en el estado de Mórelos.

 

La completa independencia de la  orden agustiniana tendría lugar años después. El convento de Ocuituco, que fue su primera iglesia y casa, sería entregado más tarde a los franciscanos por un problema que no parecía grave. Fue como sigue. Los padres agustinos, según Zumárraga, construían una iglesia muy suntuosa, no estando el pueblo de Ocuituco en condiciones de sufragarla. Para ello los oidores cedieron la tercera parte de los tributos a los indios que la construían, pero antes de acabar quisieron que los mis­mos indios construyeran el monasterio. El obispo Zumárraga dijo a los frailes que antes de construir el monasterio terminasen con la construcción de la iglesia, cosa que los agustinos ignoraron, dando a los naturales "más trabajo del que podían sufrir y ha­ciéndoles algunas vejaciones". Volvió fray Juan de Zumárraga a pedir que suspendiesen la obra del monasterio. Los hijos de San Agustín lo ignoraron y volvieron a vejar a los indígenas, golpeándoles y esclavizándolos porque no trabajaban con la celeridad que deseaban. Golpear a los naturales por parte de frailes no era cosa rara, pues las crónicas nos hablan de ello. Constantino Reyes nos dice que si lo hacían era con el carácter del padre que corrige al hijo y no por lastimarlos y menos por humillarlos. El indígena fue para los frailes de cualquier orden como un menor de edad en cuya educación había que esforzarse. Para poner fin a tan enojoso asunto, Zumárraga hizo derribar la cárcel y libertar a todos los naturales presos. Nombró a un cura en calidad de vicario para que administrase los sacramentos, industriara a los in­dios y al tiempo los amparase. Con gran dis­gusto,  los agustinos desampararon la iglesia y el sitio elegido para el convento, llevándose la campana, los ornamentos, cerraduras y todo lo que allí había, inclusive los naran­jos, hacia Totolapa. Tiempo después les fue devuelto Ocuituco a los agustinos.

 

Otras órdenes.

 

A pesar del interés y de la buena vo­luntad que ambas partes tenían por llevar a buen término el asunto, las nego­ciaciones emprendidas por don Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán, a fin de que Ignacio de Loyola enviara algu­nos miembros de su recién fundada or­den a Nueva España, no llegaron a feliz término. Lo impidió, primero, la muerte del fundador; después, la enfermedad de los cuatro jesuitas que iban a embar­carse con don Vasco en Sanlúcar y, por último, la muerte del propio obispo. Así, los teatinos -como entonces se les llamaba en España- sólo llegaron a Mé­xico en 1572. Su llegada marca, como lo establece Ricard en su famosa obra, el principio de una nueva época. No se trata ya de la conversión de los indios, sino de dar un cauce al talento y la ha­bilidad de la juventud novohispana que, según dice un informe, “no los emplea­ba bien”. Y para ello se juzgó que nada mejor se podría hacer que traer a la Compañía de Jesús a México, ya que uno de sus fines es precisamente la educación de los jóvenes. El promotor de esta empresa fue Alonso de Villase­ca, un rico vecino de la capital, quien logró convencer a las autoridades para que pidiesen a Felipe II el envío de una misión jesuita. Accedió el rey, y el ge­neral de la orden, Francisco de Borja, se apresuró a formar dicha misión para cumplir con lo que había sido deseo del fundador. Los jesuitas formaron desde el principio una provincia autónoma y su primer provincial fue el padre Pedro Sánchez, quien llegó a México con quince compañeros el 28 de septiem­bre de 1572.

 

La Compañía de Jesús contaba en esa época apenas treinta y ocho años desde su fundación y hacia treinta y dos que había sido plenamente aprobada por la Santa Sede. Estaba, pues, en plena juventud y a sus conocidas características de audacia -siempre razonada y metódica- y de adaptación a las cir­cunstancias, se unía el entusiasmo propio de toda empresa nueva. A los tres votos requeridos en toda orden religiosa -pobreza, castidad y obedien­cia- añadió San Ignacio un cuarto voto de especial obediencia al papa, exigiendo además una rigurosísima formación espiritual e intelectual.

 

Suprimió, en cambio, los elementos secundarios, como la tonsura, el coro, etcétera, y creó de este modo un instru­mento dúctil y adecuado a sus fines. Por otra parte, como antiguo soldado, el fundador dio a su orden un marcado espíritu militar, ya que la destinaba a lucha no sólo contra las fuerzas que ame­nazaban desde fuera a la Iglesia, sino también contra los enemigos internos. Su doble fin, la santificación del alma propia y de la de los prójimos, lo entendió sobre todo como un apostolado de enseñanza, en especial de las cla­ses superiores, ya que si la cabeza está sana deben estarlo los miembros tam­bién, y como una difusión del cristia­nismo a tierras de infieles por medio de misiones. Así, la petición hecha para Nueva España tenía que verse como un designio providencial, ya que el país ofrecía un campo  perfecto para el desarrollo de esta labor. Pues si bien se trajo a los jesuitas con el propósito de dar una mejor formación a la juven­tud, el norte del país, que nadie sabia aún hasta dónde se extendía, y las tri­bus nómadas que en él vivían eran un excelente terreno misional.

 

Los jesuitas abrieron, apenas un año después de su llegada, su primer colegio, el de San Pedro y San Pablo, al que seguirían en breve plazo los de San Miguel, San Bernardo y San Gre­gorio en la capital del virreinato. Algunos años más tarde, los tres primeros se uñirían para formar el de San Ilde­fonso. A ellos se añadieron, antes de finalizar el siglo, las fundaciones de Pátzcuaro, Oaxaca, Puebla, Veracruz y Guadalajara. A principios del siglo XVII había también colegios en Za­catecas, Durango, Mérida y San Luis Potosí, y la Compañía se extendía ya a Guatemala y Filipinas.

 

La educación que los jóvenes criollos y mestizos recibían en estos colegios iba desde enseñarles a leer y escribir -cuando no había estudiantes "que pudieran oír gramática"- hasta la teolo­gía, pasando por los cursos de latinidad, retórica y artes. De los colegios pasaban a la universidad, ya que desde 1579 se obtuvo del rey una "célula de con­cordia", en la que se decía que los cole­gios jesuitas debían considerarse "como seminarios para la universidad y sus estudiantes podían ser graduados en ella". Así, con mucha complacencia, se informó en 1583 al general de la orden que los ex alumnos jesuitas se han graduado en la Real y Pontificia con notable suficiencia... y extraordi­nario aplauso de los examinadores y maestros".  Pero los colegios de la Compañía dieron también otro fruto con el que no contaban quizá los maes­tros, y que desde luego no podía estar en la mente de Felipe II cuando autorizó la fundación. Pues allí, en el tra­to diario en las aulas, empezaron crio­llos y mestizos a adquirir conciencia de su identidad y a sentirse distintos de los españoles peninsulares, ya que tal identidad se basaba no en la raza, sino en el lugar de nacimiento. De tal sentimiento aún confuso había de nacer con el tiempo la idea de nacio­nalidad, que tan plenamente habría de expresar la obra de Clavijero en el si­glo XVIII.

 

Mención aparte entre los colegios merecen el de San Francisco Javier en Tepotzotlán y el de San Gregorio en la Ciudad de México. El primero, fundado en un lugar donado para este efecto por don Martín Maldonado, cacique del pueblo, se destinó a noviciado jesuita y tuvo ese carácter hasta la ex­pulsión de la orden. Como dato carac­terístico de la formación que allí se recibía debe señalarse que nadie podía ser ordenado sacerdote si no conocía una lengua indígena, "y con esto habrá buena copia de lenguas, para acudir a lo que tanto deseamos todos, que es la institución y doctrina de los natu­rales". El segundo colegio se fundó pre­cisamente para "criar a estos niños hijos de caciques y principales, con toda institución de policía y cristiandad, por­que siendo ellos los que después han de gobernar y regir sus pueblos, será de mucha importancia su ejemplo y enseñanza... Y porque si de éstos hu­biese algunos tan capaces y de tan pro­bada virtud y ejemplo que pudieran ser sacerdotes y ministros de la doctrina cristiana, serían de mucha eficacia para la institución y cristiandad de los suyos". Es decir, los jesuitas hicieron suyo el fracasado intento del colegio de Tlaltelolco de formar un sacerdocio indígena y, lo mismo que anteriormente, una orden regia prohibió que se siguiera adelante.

 

Además de la enseñanza que los je­suitas proporcionaban en los colegios, ejercían este mismo ministerio, procu­rando una mejor formación al clero secular. Dos años después de su llega­da, uno de ellos, el célebre padre Hortigosa, daba por orden del arzobispo una clase de teología en el palacio arzo­bispal a la que tenían obligación de asistir los clérigos de la ciudad; era presidida por el propio Moya de Contreras, En los informes al general de la orden se habla de los ejercicios espirituales, carac­terísticos de la Compañía, y de las lec­ciones de “casos de conciencia” para los sacerdotes seculares. Lecciones que el informante considera necesarísimas “porque el rey ha mandado a los obis­pos de este reino que provean a los indios curas clérigos seculares y a los reli­giosos descarguen de este cuidado y se recojan en sus monasterios”. Es decir, gracias a la labor educativa que los jesuitas realizaban entre los futu­ros clérigos -fueron muchos los que salieron de sus colegios- y los ya orde­nados, logró el arzobispo lo que se ha­bla propuesto desde un principio y que no había podido hacer hasta entonces por la mala preparación de sus clérigos, o sea, que las parroquias de indios fue­ran entregadas progresivamente al cle­ro secular y los frailes se recluyeran en sus casas. Terminaría con ello la época de dominio espiritual y temporal de las órdenes mendicantes sobre los pue­blos de indios y se acabara el quebradero de cabeza que provocaban "con las justicias y lo mismo con los espa­ñoles".

 

No se crea por ello, sin embargo, que las relaciones entre los obispos y la Compañía había sido siempre armo­niosas. Ya en otra parte se relatan las grandes dificultades que tuvieron en Puebla con el obispo Palafox, por razón de la licencia concedida a los jesuitas para ejercer su ministerio sin pasar por el examen de suficiencia a satisfacción del diocesano. Pleito que costó muy caro al obispo, pues si bien se le concedió la razón, se le hizo salir de su obispado enviándolo al de Osma y todavía un siglo después, cuando se trató de su canonización, toda la Compañía se de­claró parte contraria, por lo que don Juan de Palafox nunca ha pasado de "venerable". Pero este caso, si bien es el más conocido, no fue el único. Unos años antes del escandaloso pleito de Puebla  se planteó un problema entre los jesuitas y el obispo de Oaxaca, el dominico fray Bernardo de Alburquer­que. El pleito surgió por la distancia que debía haber entre la casa de la Compañía y el convento de dominicos y provocó una gran conmoción en la ciudad, pues el obispo, haciendo causa común con sus hermanos de hábito, retiró a los jesuitas las licencias de confesar y predicar y los dio por públi­cos excomulgados. Una severa carta del virrey puso fin al conflicto y, al parecer, el obispo y la Compañía acabaron por entenderse tan bien, que fray Bernardo murió en 1697 rodeado de jesuitas.

 

Por lo que a las misiones se refiere, tocó a la Compañía llegar a Nueva España cuando ya las regiones más civilizadas habían sido evangelizadas. Rea­lizó, por ello, su ministerio misional en los limites del territorio explorado, en lo que hoy son los estados de Sonora, Sinaloa, Chihuahua y en la pe­nínsula de Baja California, entre tribus, como los tepehuanes y los tarahuma­ras, que parecían olvidar de un día a otro todas la lecciones del misionero y encontrar un especial placer en aca­bar con él y con su obra. El número de mártires jesuitas es con mucho su­perior al de los frailes de cualquiera de las tres órdenes mendicantes, ya que la nueva política del gobierno virreinal era establecer fuertes (presidios) en los nuevos territorios y dejar la conversión de los indios por completo en manos de los misioneros. Sin embargo, a la muerte de un misionero había dos que deseaban ocupar su lugar sin importar los riesgos. Y no sólo seguían a las tropas virreinales, sino que se atrevieron a emprender por sí solos la pacificación de territorios de los que aquéllas se habían retirado derrotadas. Así, la adquisición de la península de la Baja California se debió a un jesuita, el padre Juan Manuel Salvatierra, quien con el padre Kino estableció además que no se trataba,  como se había creído hasta entonces, de una isla, sino de una península. Como dice don Vicente Riva Palacios en México a través de los siglos, los jesuitas del siglo XVII eran los representantes del ardiente espíritu apostólico de los misioneros del siglo anterior, su labor, aunque menos es­pectacular, no fue menos ardua.

 

Los benedictinos catalanes tuvieron, por  su  parte, un  priorato llama­do de Nuestra Señora de Montserrat desde los primeros años del siglo XVII. Tal fundación no llegó nunca a ser un monasterio, si bien los cinco o seis monjes que la formaban vivían de acuerdo con las reglas de su orden, dedicando su tiempo a la oración y al trabajo manual e intelectual y socorriendo a pobres y enfermos.

 

Los carmelitas, que llegaron en 1581, se entregaron con gran celo a la erección de templos, conventos y "desiertos" en los que llevaban una vida de silen­cio, contemplación y penitencia, aunque interrumpida a veces por pleitos internos, como el suscitado en 1562 entre los frailes de San Angel y los de la Ciudad de México por la elección de un nuevo provincial; en él los de San Angel se comportaron más como mal­hechores que como religiosos.

 

Durante el siglo XVII hubo tantas fundaciones religiosas en México que sólo su número impide tratar de ellas. Baste decir que, a pesar de las debilida­des humanas, cumplieron sus fines con humildad y silencio.

 

Lucha contra la antigua religión.

 

Al iniciar los frailes su tarea de evangeli­zación y reprimirse, por la fuerza, las antiguas religiones de los naturales, optaron éstos por esconder a sus dioses y salvarlos de la sistemática destrucción a que eran sometidos. En un principio esto no era difícil, debido a que los frailes, como ya hemos vis­to, eran pocos. Los soldados y los pobla­dores no se preocupaban de ello, por el hecho de que su principal interés en el momento era el de edificar sus propias moradas y con­seguir tierras, encomiendas y otros privilegios. Esto dio oportunidad a los indígenas para esconder sus deidades en los montes y lugares apartados de caminos y poblaciones, así como volver a sus antiguas ceremonias y sacrificios, incluso de vidas humanas, como se hiciera antes de la conquista.

 

Todos aquellos que en secreto continua­ban en su antigua fe aparentaban en las ciudades haber aceptado el cristianismo, engañando o intentando engañar a los misioneros. Sin embargo, pronto hubo denuncias de estas secretas ceremonias. En los frailes se produjo la indignación y se tuvo el convenci­miento de que sería imposible atraer a aque­llos pueblos hacia la fe que ellos predicaban si los viejos ídolos continuaban sin ser des­truidos. Esto es un tema discutido largamente para atacar a los evangelizadores. Debe pensarse que, para ellos, el ídolo no era otra cosa que la personificación del demonio y que en él no era posible ver ni lo estético como obra de arte ni su importancia como testimonio histórico. Se trataba del demonio y como tal había que destruirlo.

 

Esta obra de destrucción se inicia con la llegada de Hernán Cortés, quien en su furor de destrucción, como hemos visto, hubo de ser contenido en ocasiones por el padre Olmedo. Pero en forma sistemática no se inicia hasta la presencia de los “Primeros Doce”, quienes no sólo destruyeron las esculturas, sino también los templos donde se veneraban. No podemos por menos que insistir en esta acción y de como era forzosamente necesaria para bien de la prédica del Evangelio. De no hacerse así es indudable que, con el tiempo, las ruinas se hubieran convenido en santuarios de peregrinación indígena.

 

La primera gran campaña se realizó en Tetzcoco el primer día de enero de 1525, arra­sando templos que, según Mendieta, eran "muy hermosos y torreados". Se siguió luego con los de México, Tlaxcala y Huejotzingo, contando para ello con los niños y jóvenes que se criaban y educaban con los frailes y con aquellos adultos que querían mostrar ante los frailes que estaban firmes en su nueva fe. En aquélla primera ocasión se quema­ron también las ropas, los atavíos y cosas de ornato de los ídolos y templos, "que ahí se abrasaron y perdieron", continúa Mendieta. Pronto comprendieron los frailes que sería difícil convencer a los naturales de que su palabra era la de la verdadera religión; por ello fue por lo que, sin abandonar a los adul­tos, se preocuparon con singular interés por los niños, los cuales no tenían aún conciencia de la religión de sus padres. En los pequeños, como anotamos ya antes, encontraron a sus mejores aliados para la destrucción de los ídolos ocultos. Idolos qué, por otra parte, no eran fáciles de localizar, puesto que en su afán por conservarlos los nativos los escon­dían en lugares que más difícilmente podían imaginarse los frailes.

 

Los cronistas refieren que adquirieron la costumbre de enterrar ídolos al pie de las cruces que en gran abundancia se levantaron por toda Nueva España. De esta manera los indígenas simulaban adorar la cruz cuando, en realidad, las ofrendas y sacrificios que frente a ellas se  hacían iban dirigidas a sus dioses. "Casi dos años -expresa Mendieta- nos costó desterrar esta costumbre." En ello participaron  activamente los niños, que se enteraban en sus hogares o entre sus amigos de los escondrijos y después lo relataban a los padres. En esta lucha contra la antigua religión los niños llegaron a cometer excesos. En Tlaxcala, un sacerdote de Ometochtli -deidad del pulque- se vistió como el dios y salió a la calle, mostrándose al uso de tiempos anteriores a la conquista. Descubierto por un numeroso grupo de niños que se educaban en el convento de San Francisco, preguntaron "qué era aquello", a lo que les respondió: "Nuestro dios Ometochtli". Los niños, educados ya por los frailes, le dijeron: "No es dios, sino diablo que os miente y engaña", produciéndose acto seguido el inevi­table enfrentamiento. Amenazas del sacerdote de Ometochtli y burlas de los niños, quie­nes terminaron arrojando piedras hasta darle muerte; para ellos, como para los franciscanos, aquello fue la muerte del demonio.

 

Otro ejemplo de la ayuda que los hijos de San Francisco recibían por parte de los niños en la persecución de los ídolos es el caso del niño Cristóbal, hijo del señor de Atli­huetzía, también en Tlaxcala. Cuando los religiosos pidieron a los señores que dieran a sus hijos para educarlos en el convento, Acxotecatl, que así se llamaba el principal, escondió a su hijo mayor. Poco después, otro de sus hijos hizo saber a los franciscanos de la existencia del que después se llamaría Cristóbal. Recogido para ser educado y evangelizado, pronto dio muestras de interés por el cristianismo y de mostrarse colaborador de los frailes, enseñando a los criados y vasallos de su padre lo que él aprendía en el convento y esforzándose por hacer que se abandonara la idolatría, a la cual el propio señor de Atlihuetzía era afecto. Como sus consejos no fueron oídos por su padres y los vasallos, le dio por quebrar ídolos, ante el enojo de los moradores de su casa.

 

El suceso llegó a oídos de una de las setenta mujeres de Acxotecatl, quien malaconsejó al padre para que lo matara. Para ello lo molió a palos y a puntapiés, mas como no muriera lo puso al fuego y "lo revolvió", ya de pechos, ya de espaldas. El niño no murió sino después de perdonar a su padre, agradeciéndole el suplicio a que lo había sometido. Poco después fue descubierto el infanticidio y el señor de Atlihuetzía fue condenado a la horca. El cuerpo del niño, que había sido sepultado en  secreto, fue recogido por fray Andrés de Córdoba, quien lo llevó luego a inhumar al convento de Tlaxcala, según nos cuenta fray Toribio de Benavente.

 

Ese mismo año de l525, fray Martín de la Coruña destruyó en Tzintzuntzan todos los templos y todos los ídolos. En 1529 declaraba en una carta que una de las ocupaciones de sus discípulos era la de quebrar ídolos y arrasar templos, continuando esto todavía en 1532, según él mismo escribe.

 

Fray Juan de Zumárraga también confiesa haber destruido más de 20.000 ídolos y haber derribado más de 500 templos; cosa parecida comunicaría fray Martín de Valencia a Carlos V.

 

Sin embargo, no debe acusarse solamente a los misioneros de la destrucción de elemen­tos de las culturas prehispánicas; debemos recordar que los mismos mexicanos incen­diaban, antes de la conquista, los templos de los pueblos que sometían y que los Tlaxcaltecas, en el sitio de la Ciudad de México, demolían edificio por edificio para evitar que los mexicanos pudieran hacerse fuertes en ellos. También debemos recordar que se ha acusado a los evangelizadores de haber destruido los códices. Se recuerda con frecuencia que Zumárraga hizo una quema de ellos en Tetzcoco; pero debemos preguntarnos cuántos se destruyeron durante la campaña de Hernán Cortés en la conquista. ¿No fueron también los Tlaxcaltecas quienes incendiaron los palacios de la ciudad de Tetzcoco? Por otra parte, como estaban hechos con materia­les de fácil destrucción y por su tamaño sujetos a deteriorarse, no podemos aceptar que recaiga sobre ellos toda la culpa de la desaparición de los códices indígenas. Sin que por esto neguemos que en algunas cosas fueron los misioneros los responsables de ta­les hechos.

 

Por otra parte, los basamentos piramida­les no eran de ninguna manera construc­ciones que pudieran aprovecharse dentro de las nuevas ciudades de estilo europeo. En cambio, constituían verdaderas canteras de piedra ya cortada, muy útil en la construc­ción de los conventos.

 

Consideramos que hubiera sido necio ha­cer trabajar al indígena en la extracción de unos materiales que estaban a la mano. Por otra parte, hay que pensar que los evan­gelizadores no tenían obligación de entender la estética indígena, cuando aún en la actualidad hay gente que sigue sin captarla.

 

No es ni será posible nunca entender la actitud de los representantes de la Iglesia católica mientras no se quiera entender su posición, sus propósitos, su preparación y la época en que actúan, pues, como dice don Joaquín García Icazbalceta, "un misionero no es un anticuario".

 

Salvamento de la cultura.

 

El hecho de que los frailes destruyeran casi todo lo relacionado con el culto indí­gena no quiere decir tampoco que no tuvieran interés alguno por aquellas cosas que veían como encantadas por el demonio. Todo lo contrario. Existen datos suficientes para poder asegurar que se informaron y cono­cieron con cierta profundidad todo lo relativo al culto indígena, porque de todo ello podían obtener los datos y los conocimientos necesarios para su propia campaña evangelizadora. El padre José de Acosta, en su Historia Natural y moral de las Indias, nos dice: "No sólo es útil, sino del todo necesario, que los cristianos y maestros de la ley de Cristo sepan los errores y supersticiones de los antiguos, para ver si clara o disimuladamente las usan también ahora los indios". Resulta evidente que los religiosos siguieran el con­sejo y no sólo se preocuparan por conocer todo el aparato religioso para combatirlo, sino también para conservar memoria de ello. Prácticamente no hay cronista que no de principio a su obra con una disertación sobre las culturas prehispánicas y no se preo­cupe sólo de lo que podría ser la historia política, sino también de las costumbres, leyendas, tradiciones y todo aquello que para los religiosos europeos era extraño, raro o desconocido. En estas obras hay siempre fra­ses de admiración para las culturas preco­lombinas y por la obra cultural realizada hasta la llegada de los europeos.

 

De todos estos cronistas, fray Bernardino de Sahagún o Ribeira fue quien con más paciencia, interés y rigor científico trabajó en la búsqueda de todas las posibles noti­cias acerca de estas culturas, que ya conquistadas empezaban a  desaparecer o por lo menos a mezclarse con las aportaciones de Europa. Este fraile había estudiado en Salamanca y pasó sesenta y un años de su vida en Nueva España, siempre con la inquietud de conocer y recopilar noticias de la historia, de las tradiciones, usos, costumbres y lengua de los naturales. Escribió numerosas obras, de las cuales muchas se perdieron. Por fortu­na se conserva su obra monumental, que comprende doce libros y que el autor nunca vio publicada, hecho que no se realizó hasta 1829 con el nombre de Historia General de las Cosas de la Nueva España.

 

Según Robert Ricard este libro es un in­tento extraordinario de sintetizar todos sus conocimientos y experiencias, y es en la ac­tualidad fuente imprescindible para cual­quier estudio sobre la cultura de los antiguos mexicanos. En el prólogo de su Historia, el mismo fray Bernardino nos informa de la razón que tuvo para escribirla al decir que: "El médico no puede acertadamente aplicar las medicinas al enfermo sin que primero conozca de qué humor o de qué causa proceda la enfermedad; de manera que el buen médico conviene que sea docto en el cono­cimiento de las medicinas y en el de las enfermedades, para aplicar convenientemente a cada enfermedad la medicina contraria, y porque los predicadores y confesores médi­cos son de las ánimas, para curar las enfer­medades espirituales conviene que tengan experiencia de las medicinas y de las enfer­medades espirituales: el predicador, de los vicios de la república, para enderezar contra ella su doctrina; el confesor, para saber preguntar lo que conviene y entender lo  que dijesen tocante a su oficio; conviene se descuiden los ministros de esta conversión, con decir que entre esta gente no hay más peca­dos que borrachera, hurto y carnalidad, por­que otros muchos pecados hay entre ellos muy más graves y que tienen gran necesidad de remedio: los pecados de la idolatría y ritos idolátricos y agüeros y abusiones y ceremonias idolátricas, no son aún perdidas del todo.

 

"Para predicar contra estas cosas, y aun saber si las hay, menester es saber cómo las usaban en tiempo de su idolatría, que por falta de no saber esto, en nuestra presencia hacen muchas cosas idolátricas sin que lo entendamos; y dicen algunos, excu­sándolos, que son boberías o niñerías, por ignorar la raíz de donde salen que es mera idolatría, y los confesores ni se las preguntan ni piensan que hay tal cosa ni saben el len­guaje para se los preguntar, ni aun lo enten­derán, aunque se los digan. Pues porque los ministros del Evangelio que sucederán a los que primero vinieron, en la cultura de esta nueva viña del Señor no tengan ocasión de quejarse de los primeros, por haber dejado a oscuras las cosas de estos naturales de esta Nueva España, yo, fray Bernardino de Saha­gún, fraile profeso de la Orden de Nuestro Seráfico P.S. Francisco, de la observancia natural, de la villa de Sahagún, en Campos..."

 

Otras crónicas escritas con el mismo fin que el de la historia de Sahagún  son las es­critas por fray Toribio de Benavente, los Memoriales, obra dedicada especialmente a relatar la entrada del cristianismo en Nueva España. Contiene 29 capítulos sobre la civi­lización prehispánica y una Historia de los indios de la Nueva España. Tampoco las obras del padre Benavente verían la luz pú­blica en vida del autor, pero es indudable que sus manuscritos fueron leídos y consul­tados frecuentemente por los hermanos de la orden e incluso sirvieron de inspiración y ejemplo a escritores  posteriores, como fray Jerónimo de Mendieta, que tiene páginas en­teras tomadas de la obra de Motolinía.

 

Para poder escribir las obras menciona­das los frailes tuvieron que aprender la len­gua de los naturales. La información necesaria para ello no podían obtenerla de los jóvenes y mucho menos de los niños. Era obligado recibirla de los ancianos y éstos, en definitiva, no serían quienes aprendieran el español. Volvamos a Sahagún. Nos refiere que estando en el convento de Tepeapulco ­en aquella época que dependía de Tetzcoco, "...hice juntar a todos los principales con el señor del pueblo, que se llamaba Diego de Mendoza, hombre anciano, de gran marco y amabilidad, muy experimentado en todas las cosas curiales, bélicas y políticas y aun idolátricas. Habiéndolos juntado, propúsoles lo que pretendía hacer y les pedí me diesen personas hábiles y experimentadas con quienes pudiese platicar y me supieran dar ra­zón de lo que les preguntase. Ellos respondieron que se hablaría de lo propuesto, y que otro día me responderían, y así se despidieron de mí. Otro día vinieron el señor con los principales, y hecho un muy solemne parlamento, como ellos entonces le usaban hacer, señaláronme hasta diez o doce principales ancianos y dijéronme que con aquéllos podía comunicar y que ellos me darían razón de todo lo que les preguntase. Estaban tam­bién allí hasta cuatro latinos (jóvenes indí­genas que hablaban el latín}, a los cuales yo pocos años antes habla enseñado la gra­mática en el colegio de  Santa Cruz  de Tla­telolco”.

 

Con estos ancianos y con sus jóvenes alumnos pasó dos años fray Bernardino, al fin de los cuales fue trasladado a Tlatelolco, lugar en donde continuó sus investi­gaciones, siempre con informantes de lengua náhuatl y, además, ancianos. Era entonces fundamental para los frailes el estudio y aprendizaje de las lenguas indígenas para su labor de evangelización, de otra manera su tarea no podría ser ni seria ni efectiva. Era imposible ganar la confianza necesaria para atraer a los naturales si no había una comunicación directa. Sin el conocimiento de las lenguas era también de  poco o ningún fruto la instrucción religiosa, por ser defectuosa, y no podrían administrarse los  sacramentos a quienes ignoraban lo que recibían.

 

El idioma.

 

En su deseo de ganar las almas de los indígenas para su religión, los primeros frailes se lanzaron a la prédica sin tener aún conocimiento de la lengua, intentando tal empresa por señas Muñoz Camargo, en su Historia de Tlaxcala, relata lo anterior di­ciéndonos que para explicar la existencia del cielo y del infierno indicaban el suelo con la mano, pensando que con ello se podía entender que era el infierno y, también por señas, que allí había fuego, sapos y culebras. Des­pués señalaban el cielo con los ojos y con la mano indicaban que un solo Dios estaba en lo alto. Es evidente que, para los que nada entendían, aquellos frailes deben haber representado un papel grotesco y risible. A este respecto, fray Juan de Torquemada, en su Monarquía Indiana, narra una situación semejante: "...Aconteció que uno de estos fervorosos ministros, que era viejo, cano y calvo, estaba en la fuerza del sol de mediodía, con celo de claridad, enseñando a los pueblos con grandes voces; y como los más no lo entendían, y vieran algunos de ellos juntos, di­jeron los principales que presentes se halla­ban: ¿Qué han estos pobres miserables, que tantas voces están dando? Sepárase de ellos si tienen hambre o deben ser enfermos, o es­tar locos, dejadlos vocear, que les debe haber tomado su mal de locura, pásenlo como pu­dieren y no les hagan mal, que al fin y al cabo habrán de venir a morir de ello. Y mi­rad, si habéis no todo, como a mediodía y a medianoche y al amanecer, cuando todos se alegran ellos lloran sin duda ves su gran mal, porque no buscan placer sino tristeza", y termina piadosamente fray Juan de Tor­quemada: "Pero aunque decían esto de este venerable religioso y de todos los demás, por no entenderlos, al fin tocaba Dios los corazones de muchos, que se convertían y reci­bían el agua del bautismo".

 

Fray Domingo de la Anunciación, de la orden de Santo Domingo, probaría otro sis­tema. Preparaba sermones breves que daba a traducir a los indígenas que hablasen español. Después lo memorizaba y lo repetía sin saber si el sermón por él preparado estaba bien traducido. Así era fácil de comprender por quienes lo escuchaban recitar en náhuatl. Pero no se podía entonces añadir el fuego o énfasis que todo sermón en labios de un predicador debía tener para convencer. Pronto se dio cuenta de las dificultades de esta práctica y se puso con empeño a aprender y dominar la lengua, cosa que consiguió. Y ni que decir tiene en lo referente a la confesión, pues era imposible hacerla. Parece que se intentó por medio de un intérprete, más pronto se desechó la idea por peligrosa.

 

Mendieta dice que esta doctrina era de muy poco fruto, debido a que los indígenas no entendían lo que se les decía, ya fuera en es­pañol o en latín, y que los frailes no podían reprender a los indígenas cuando se entera­ban de que seguían en sus idolatrías, por ig­norar la lengua. Todo lo cual les tenía muy desconsolados y afligidos. No sabían qué hacer, porque los naturales, con la gran reverencia que les tenían, no se atrevían a ha­blarles porque ésa  era la costumbre que tenían con sus sacerdotes paganos.

 

Uno de los medios para aprender la lengua fue a través de los niños. Aprendieron pronto el castellano y como veían que los frai­les se interesaban en la suya, les corregían cuando hablaban mal y al paso les hacían preguntas, lo que regocijaría a los religiosos. Otra  gran ayuda la obtuvieron por parte de una viuda cuyos dos hijos, al crecer entre pequeños indígenas, hablan aprendido el ná­huatl y lo hablaban bien. Por mediación de Hernán Cortés obtuvieron que aquella mujer cediera uno de sus hijos a los frailes. El niño se llamaba Alonso de Molina y con el tiempo sería fraile franciscano. Los frailes no sólo lo adoptaron, sino que lo veían como a uno de ellos. Le dieron su celda, comía con ellos y les leía a la mesa y en todo seguía sus pisadas, dice Mendieta. Les servía de intérprete, les enseñaba a los naturales los misterios de la fe y fue maestro de predicadores del Evangelio, porque les enseñó la lengua, les llevó por los pueblos y traducía sus enseñanzas.

 

Mendieta nos habla también de otro sis­tema que intentaron los hijos de San Francisco y que al parecer dio mejores resultados; consistía en enseñar sobre todo a los niños, haciéndoles que repitieran lo  que los religiosos se proponían que aprendieran, por ejem­plo: el fraile decía Pater noster y los catecú­menos repetían Pater noster, luego  decía el evangelista qui es in coelis, lo mismo que los aprendices repetían, y así toda la oración que se quería supieran, por lo que, después de mucho repetir, la memorizaban; sin embargo, muchos de los presentes, en especial, prosigue Mendieta, "...la gente común y rústica (por ser rudos de ingenio) y otros por ser ya viejos, no podían salir con ello por esta vía, y buscaban otros modos, cada uno conforme mejor se hallaba. Unos iban contando las palabras de la oración, que aprendían con pedrezuelas o granos de maíz, poniendo a cada palabra o a cada parte de las que así se pronuncian una piedra o grano de arreo, una tras otra. Cuando se decía Pater noster, una piedra; al qui es in coelis, otra; al Sancetificetur, otra, hasta acabar las partes de la oración. Y después, señalando con el dedo, comenzaban por la piedra primera a decir Pater noster, y luego, qui es in coelis a la segunda. Proseguían hasta el cabo y daban así muchas vueltas hasta que les quedaba la ora­ción en la memoria. Otros buscaron otro modo, a mi parecer más dificultoso, aunque curioso, y era aplicar las palabras que en su lengua conformaban algo en la pronunciación con las latinas, y poníanlas en un papel por su orden; no las palabras; sino el  significado de ellas, porque ellos no tenían otras letras sino las pinturas, y así se entendían por caracteres. Mostremos ejemplos de esto. El vocablo que dios tienen que más tira a la pronunciación de Pater es pantli que  significa una como banderita con que cuentan el número veinte. Pues para acordarse del vocablo Pater ponen aquella banderita que significa pantli, y en ella dicen Pater. Para noster, el vocablo que ellos tienen más parecido es nochtli, que es el nombre de la que acá llaman tima los españoles, y en España la llaman higo de las Indias. Esa cosa es fruta cubierta con una cáscara verde y por fuera llena de espinillas penosas para quien coge la fruta. Así que, para acordarse del vocablo noster, pintan tras la banderita una tuna, que ellos llaman nochtli, y de esa manera van prosiguiendo hasta aca­bar su oración. Por semejante manera hallan similares caracteres y modos por donde ellos se entendían para hacer memoria de lo que habían de tomar de coro. Y lo mismo usaban algunos que no confiaban en su memoria en las confesiones, para acordarse de sus pecados, llevándolos pintados con sus carac­teres (como los que de nosotros se confiesan por escrito); que cierto era cosa de ver, y para alabar a Dios, las invenciones que para efecto de las cosas de su salvación buscaban y usa­ban, que finalmente argüía cuidado y diligen­cia en lo que toca a su cristiandad, y no podían dejar de dar contento a sus ministros eclesiásticos".

 

Como cada orden tenía su territorio y en él las lenguas eran varias, el estudio de las mismas habría de ser también diferente. Los franciscanos, que no tuvieron casa en Oaxa­ca, nunca aprendieron el zapoteco, en tanto que los dominicos, que no erigieron conven­tos en Michoacán, nunca aprendieron el tarasco.

 

Por eso la lengua más divulgada fue el náhuatl, porque se hablaba en casi todas las regiones religiosas y no hay que descuidar el hecho que los religiosos tuvieron por ella cier­ta preferencia, aunque no por ello descuidaron las demás. Los primeros religiosos que apren­dieron el náhuatl, según Mendieta, fueron fray Luis de Fuensalida y fray Francisco Ximénez, pero quienes mejor lo hablaron fueron fray Alonso de Molina y fray Bernardino de Sahagún. De los misioneros franciscanos, fray Pedro Garobillas y fray Juan de San Mi­guel supieron lenguas tarascas, junto con fray Maturino Gilberti; fray Andrés de Castro do­minó el matlatzinca; políglotas fueron fray Andrés de Olmos y fray Miguel de Bolonia.

 

Mendieta recuerda un fraile, aunque no nos ha conservado su nombre, que llegó a  hablar diez lenguas.

 

De los dominicos, fray Domingo de San­ta María y fray Benito Fernández hablaron el mixteco, al igual que fray Bernardo de Albur­querque, que además aprendió el náhuatl, el zapoteco y el chontal, lengua ésta que aún se habla en Chiapas. Parece ser que para todos los frailes de la orden de predicadores era obligación el estudio del náhuatl, el mixteco y el zapoteco, por ser las lenguas que se hablaban en su región misional.

 

Los agustinos, por su parte, estudiaron el náhuatl y después se dedicaron a una va­riedad más compleja que las estudiadas por los dominicos, debido al territorio que ellos cubrían.

 

Fray Alonso de Borja aprendió en Atoto­nilco el otomí, una de las lenguas más difíciles de México.

 

En Charo, fray Pedro de San Jerónimo y fray Luis de Acosta aprendían la no menos complicada que es el pirinda. Fueron los agustinos los únicos en hablar las lenguas tla­paneca y ocuilteca. Hablaron además el taras­co, el huaxteco, el chichimeca, totonaco y mixteco y muchos frailes agustinos fueron ex­celentes políglotas, como fray Pedro Serrano, que predicaba y confesaba en náhuatl, otomí y totonaco.

 

Con el dominio de todas estas lenguas, el siguiente paso sería el de la composición de libros que ayudaran a los que no las supieran, es decir, para los nuevos frailes que llegaban constantemente de la península. De ahí nacerían las gramáticas, que entonces se llamaban artes, y los vocabularios, además de una enorme colección de pequeñas obras como los sermonarios, doctrinas y confesionarios. No debemos olvidar, empero, las traducciones que a las lenguas del país se hicieron de los Evangelios, las Epístolas, vidas de santos y demás obras que en manos de los frailes, que no sabían las lenguas de los naturales, por ser recién llegados, eran de gran valor como manuales de trabajo diario. Por desgracia, casi todo este material pereció. Algunas obras sólo quedaron manuscritas y se perdieron porque pasaban de mano en mano hasta que el uso las destruía, y otras porque no llegaron a merecer la aprobación del Santo Oficio, que era quien decidía cuáles debían publicarse y cuáles no.

 

En su magnífico libro La Conquista espiritual, Robert Ricard hace un catálogo de estas obras hechas por los religiosos y calcula el número de 109, sin que, desde luego, estén todas comprendidas, de las cuales, dice, 80 fueron escritas por franciscanos, 16 por dominicos, 8 por agustinos y 5 nóminas. En cuánto a las lenguas en que fueron escritas, nos informa que 61 se redactaron en náhuatl, 13 en tarasco, 6 en otomí, 5 en pirinda, 5 en mixteco, 5 más en zapoteco, 4 en huaxteco, 2 en totonaco y 1 en zoque. Ricard mismo nos asegura que de las lenguas que faltan obras, como él ocuilteco; no hay seguridad de que no se escribieran, sino que las obras en esta lengua y en las que faltan no  llegaron hasta nosotros. Como puede verse, el náhuatl era la lengua más practicada y también la más defendida, pues  aseguraban los frailes que era elegantísima, como de las mejores que hay en el mundo, y sugerían que se hiciese aprender a los naturales que no la hablaban, porque la aprenden sin ningún trabajo", según informaba fray Rodrigo de la Cruz a Carlos V. Esto es, que los religiosos veían en esta lengua un valioso auxiliar para sus tareas.

 

Coincidencias religiosas.

 

Merced al conocimiento de las lenguas indígenas, los frailes comprenderían las religiones autóctonas. En ellas encontraron algunas ideas parecidas a las del cristianismo; por ejemplo, los mexicanos creían en la vida eterna; para dios, el alma era inmortal y podía una vez que se desprendía de su prisión humana, morar en lugares parecidos al cielo o al infierno, pero no como resultado del comportamiento del individuo que la albergaba, sino como consecuencia del tipo de muerte que se tuviera. El ejemplo más conocido es el de las almas que iban al paraíso de Tláloc, el llamado Tlalocan, del cual dice fray Bernardino de Sahagún: "...hay muchos regoci­jos y refrigerios, sin pena ninguna, nunca jamás faltan las mazorcas de maíz verdes, calabazas y ramitas de bledos, ají verde, jitomates y frijoles verdes en vaina y flores...". Más adelante continúa: "...y los que van allá son los que matan los rayos o se abogan en el agua, y los leprosos, babosos y sarnosos, gotosos e hidrópicos...". Es decir, los que morían por enfermedades relacionadas con el agua.

 

Sahagún nos habla también del infierno y dice que las ánimas que iban a él "...son las que morían de su enfermedad, ahora fuesen señores o principales o gente baja...”, y que en él moraba Mictlantecuhtli, a quien llama fray Bernardina "un diablo", por otro nombre Tzontemoc, y una diosa que se decía Mictlecacihuatl, esposa de Mictlantecuhtli, señor de la Muerte. Nos habla también de un posi­ble tercer lugar, al cual iban las almas de los guerreros, los cautivos que habían muer­to a manos de sus enemigos, los que morían acuchillados, los quemados vivos, los muertos a estacazos, etc. Continúa diciendo que "todos estos dizque están en un llano y que a la hora en que sale el sol alzaban voces y daban gritos golpeando las rodelas”. Quien tenía la rodela horadada de saetas, a través de sus agujeros miraba al sol, y quien no tenía la rodela horadada de saetas no podía mirar al sol. Está claro que se refiere a los agujeros. Se creía también por los mexicanos que las mujeres que morían de parto iban a este mismo lugar, porque la mujer que moría así, lo hacía aprisionando a un hombre y por ello debía ir con los guerreros. Todas estas almas, pasados cuatro años, se convertían en aves de distintas especies, todas de plumas finas, y andaban por el cielo y por el mundo chupando de todas las flores.

 

Como se ve, sólo la idea de la inmortali­dad del alma coincide con la religión cristia­na; en todo lo demás es distinto. Fue lo relati­vo a la inmortalidad lo que cansó sorpresa.

 

Otra coincidencia  es la relativa al bautis­mo, en el cual al recién nacido se le vierte agua sobre la cabeza. Mendieta dice que entre los mexicanos se les echaba pulque, al tiempo que se le recitaba: "Cualquier cosa mala que aquí hubiera, déjalo; todo lo nocivo a este niño, déjalo, aléjate de él, ya que ahora toma una vida nueva y nace nuevo; es limpiado y purificado una vez más y nuestra madre el agua lo forma y lo engendra de nuevo". En general es poco lo que sabemos de esta ceremonia, pero en su aspecto exterior no dejaba de ser inquietante el descubrir que se trata de limpiar al niño, de lavarlo de una mancha, como el bautismo cristiano, que tiende a borrar el pecado original. Algo similar podría pensarse en lo referente a la confesión prehispánica, que implica un serio carácter moral, aun cuando no coincida en lo demás con el catolicismo.

 

Para los naturales, la confesión de una mentira o la omisión de un pecado hecha en forma voluntaria constituía una grave falta, en tanto que para el confesor implicaba la obligación del más riguroso secreto. Claro que también había profundas variantes, pues la confesión de los naturales tenía efectos sobre la justicia temporal, lo que no sucede en la religión cristiana. Si un hombre se emborrachaba, lo cual estaba prohibido, y hacer­lo implicaba la pena de muerte, al confesarse quedaba absuelto del delito moral y judicial; sólo era castigado con una penitencia religiosa, pero únicamente tenía derecho a una sola confesión y a un solo perdón, es decir si volvía a emborracharse y volvía a confesarse, ya no podía liberarse del castigo legal.

 

Parece ser que por esto los naturales buscaban la confesión lo más tarde posible. En términos generales, la confesión sólo perdonaba dos pecados, la embriaguez y los desórdenes sexuales, como eran el adulterio y la fornicación. Podríamos considerar un caso más de fortuita semejanza. La cruz era para los mexicanos el símbolo de las cuatro direcciones del universo y atributo de las divini­dades de la lluvia y del viento. La cruz se encontró también entre los mayas, lo cual llegó a inquietar a los españoles. Debemos recordar que Diego Velázquez pedía a Hernán Cortés que investigara lo referente a una cruz que se decía se veneraba en la isla de Cozumel: a la cual visitaban indígenas que iban en forma parecida a las peregrinaciones, des­de tierra firme.

 

Podríamos hablar de otras muchas semejanzas exteriores que siempre fueron muy bien estudiadas por los religiosos para llegar a saber qué podrían tener de familiar con su propia religión.

 

Del estudio que los frailes realizarán se dedujo a modo de conclusión que no había más nexos entre el cristianismo y la religión indígena que el intento del demonio en confundir a los naturales con algo que parecía ser la verdadera religión de Cristo; por ello decidieron hacer a un lado todo punto posible de compa­ración, olvidarse de todo lo que fuera analogía, para así iniciar la enseñanza del Evangelio sin ningún punto de contacto con el pasado indígena. Por otra parte, difícil hubiera sido querer apoyarse en la religión de los mexicanos cuando las religiones de los otros pueblos eran diferentes, veneraban otros dioses, tenían otros ritos y las ceremonias eran diferentes.

 

A todo lo dicho antes podemos añadir problemas que se ventilaban en aquel momento por toda Europa, como la Reforma y la Contrarreforma, acaecida dos años antes de la llegada de los Doce Primeros a Nueva Es­paña, y la excomunión de Lutero por Roma. Pues bien, toda esta retahíla de hechos nos hace suponer que los religiosos se sentirían muy obligados a conservar su propia fe den­tro de la más rígida pureza.

 

Sin embargo, algo se extrajo de la religiosidad de los indígenas. El padre Esteban J. Palomera, en su libro fray Diego Valadés, su obra, constató que "la única  base utilizable, en los indígenas, era la religiosidad innata, pues éstos eran profundamente teístas. Su religión incluía prácticamente toda su vida y sus actividades. Pero este espíritu religioso había estado íntimamente ligado a sus dioses, al culto que les rendían, a su sacerdocio y a sus ceremoniales. Tanto los aztecas como los demás pueblos tenían un sistema de gobierno teocrático, en el que el jefe de estado era al mismo tiempo él supremo sacerdote del culto. Todo el edificio precortesiano cultural, social y político estaba basado en las ideas y prácticas religiosas Basta una ligera reflexión sobre lo anterior para darse cuenta de que su culto había llegado a formar parte integrante de su civilización, de sus actividades socia­les y de su vida toda. Su concepción del mundo, del hombre y de la existencia estaba inspi­rada en sus ideas religiosas".

 

Los conventos.

 

Las capillas y conventos del siglo XVI tienen en Nueva España un origen muy hu­milde. Se han comentado las qué levantó el padre Olmedo, pero sepamos  algo sobre las promocionadas por los mismos Doce Primeros. A su llegada erigieron sencillísimas capi­llas provisionales, verdaderos cobertizos que servían sólo para resguardar al sacerdote y a los fieles de la intemperie; hechas de adobe y enramadas, fueron suficientes para las necesi­dades del momento. Pero casi de inmediato se dieron a la tarea de  erigir  sus moradas defi­nitivas, es decir, los conventos.

 

Hacia 1529, vencida ya la desconfianza de los naturales, llegan éstos a los frailes en grandes cantidades, lo que ocasiona los problemas. Primero, tener un lugar donde dar al­bergue a los numerosos indígenas que venían a evangelizarse; segundo, crear capillas que se adaptaran a la mentalidad de los nuevos conversos. Por el primer motivo se crea el atrio, de dimensiones lo bastante grandes como para contener a los neófitos; por él segundo se “inventan” las capillas abiertas y las capillas posas, esto es, dos elementos que permitían a los indígenas asistir a las ceremonias al aire libre, de la misma manera como lo hacían en tiempos de su gentilidad. Sabemos, dicho sea de paso, que en el México prehispánico no había recintos cerrados para las ceremonias re­ligiosas, por lo que éstas se hacían en las grandes plazas que, a cielo abierto, se encontraban frente a las pirámides.

 

Con la creación de la capilla abierta los naturales se encontraban en un ambiente que les era familiar en su asistencia a la misa, mas la capilla no tenía ninguna intención de imitar la forma de las ceremonias paganas, sino, por una parte, decir misa para la gran multitud que no hubiera podido entrar en el recinto del templo cristiano, y por otra, no causar problemas a los indígenas que no tenían ninguna costumbre de concentrarse dentro de cuatro paredes. Hay investigadores que niegan que la capilla abierta o capilla de indios sea una creación americana; sin embargo, hasta el momento nadie ha dado un ejemplo convincente de su origen europeo.

 

En general, podemos identificar cuatro tipos. La capilla balcón, que se encuentra siempre en un lugar elevado, generalmente sobre la portería del convento, como la de Acolman. La capilla que se encuentra en las porterías y lleva como pórtico una arcada de tres, cinco o siete arcos, uno de los cuales es más alto, como ocurre en Tlanepantla, sería otro tipo de ellas. Un tercer tipo era el de las capillas que tienen naves paralelas, como la desaparecida de San José de los Naturales y la que existe en Cholula con el nombre de Ca­pilla Real. Y finalmente, una que es un edifi­cio independiente del convento y que, por lo regular, se erige al norte del mismo, como las capillas de Actopan y Tlalmanalco. Dentro de este tipo se podría también considerar la ca­pilla de planta basilical de Cuilapan.

 

En estas capillas sólo el sacerdote y sus acólitos se encontraban en un recinto; los fieles asistían a la misa a cielo abierto, reuni­dos en el atrio o en una especie de gran plaza que se abría frente a ella.

 

Otra capilla establecida por los frailes pe­ninsulares es la posa, a la cual, quizá con mayor insistencia, también se le ha querido en­contrar un antecedente europeo. Así el humilladero; sólo que éste existe ya en  México, mas con funciones completamente diferentes.

 

Las capillas posas son también llamadas de ángulo o capillas atriales. Su función estuvo desde un principio bien determinada: servir para las procesiones, que no se podían cele­brar en el templo ni en el claustro del con­vento debido al número de fieles. Al parecer, las procesiones eran muy del gusto de los na­turales. Seguramente, el aparato con que se hacían fue lo que más atrajo a los catecúme­nos, pues el espectáculo era extraordinario, lleno de luces de cirios, cantos, nubes de in­cienso y oraciones. El sacerdote salía del templo con el Santísimo y hacía el recorrido de las cuatro capillas. De ahí su nombre de “posas”, pues posaba en cada capilla la Sagrada Forma, acompañada siempre por una multi­tud que fácilmente encontraba acomodo en el atrio. Desgraciadamente es muy poco lo que los cronistas nos refieren acerca de estas procesiones.

 

Podemos pensar que casi no hubo convento que no tuviera su capilla abierta y sus cuatro posas. Luego, la destrucción sistemáti­ca de cuatro siglos nos dejaría muy pocas. De las capillas posas que se conservan son de notar, por su riqueza ornamental  y bue­nas proporciones, las de los conventos de Huejotzingo y Calpan, ambos en el estado de Puebla.

 

Francisco Cervantes de Salazar, en su libro México en 1554, pone en boca de dos de sus personajes, al hablar del convento de Santo Domingo de México, el siguiente diálogo:

 

"Alfaro: El monasterio es grande de extensión, y delante de la iglesia hay una grandísima plaza cuadrada, rodeada de tapias, y con capillas y oratorios en las esquinas, cuyo uso no comprendo bien.

 

"Zamora: Tienen uno y muy importante, a saber, que en las fiestas solemnes, como la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, su Muerte, Resurrección y Ascensión, Concepción de la Virgen María, su Natividad, días de los Apóstoles y de Santo Domingo, por no ser el claustro bastante grande para que quepan tantos vecinos, salen rezando ellos y los religiosos, precedidos de la cruz y delante de las imágenes, y van dando vueltas para rezar en cada capilla"..

 

Según Cervantes de Salazar, Alfaro es un español que se encuentra de vuelta en Nueva España, en tanto que Zamora es un vecino de la Ciudad de México; es de extrañar que el primero no sepa cuál sería la función de las capillas posas si, como suponen varios investi­gadores, la idea procedía de la península.

 

La erección de los primeros conventos novohispanos se hizo sobre los basamentos de los antiguos templos indígenas. De esta manera se les quitaba a los naturales la posibilidad de conservar sus edificios de culto como santuarios de oculta visita y, además, los conventos se erigían sobre lugares elevados que hacían destacar más las construcciones religiosas. Ejemplos de conventos así construidos son los de Huejotzingo, Huexotla y Tepeapulco, entre otros muchos. En general, los conventos se levantaban al sur del templo y con la fachada principal hacia poniente. Por su forma se les ha llamado conventos fortaleza, término que tuvo tanta suerte que hasta la fecha se les sigue llamando así.

 

Estudios recientes, entre los que destacan los realizados por el arquitecto Carlos Chan­fón, hacen dudar de que realmente se pensa­ra en hacer de ellos verdaderas fortalezas. Se ha dicho que en los atrios se podía guardar ganado en caso de que la población se viera obligada a soportar un sitio, pero los atrios tenían tapias que apenas alcanzan los dos metros de altura y en las portadas, que sepamos, no había puertas. Cuando las tapias del atrio tienen almenas, no pasan de ser decorativas, pues detrás de ellas no puede un hombre cubrirse, y lo mismo puede decirse de las almenas que encontramos en templos y conventos. Por otra parte, no hay en las techumbres posibilidad alguna de colocar artillería, pues las cubiertas son bóvedas de cañón corrido. Es cierto que hay tres o cuatro conventos que tienen paso de ronda, pero tan estrechos, que un ejército se encontraría con serios problemas para poder desplazarse por ellos. No negamos que hubo conventos que resistieron si­tios más o menos prolongados, como es el caso de Yurriapúndaro, pero son casos excepcionales. Lo más probable es que los frailes edificaran sus casas conventuales de acuerdo con el modelo de sus moradas europeos, edificios sólidos y espaciosos que de todas maneras podrían dar protección en caso de ataque, cosa muy temida en los primeros años.

 

Es de notar que los conventos tuvieron un crecimiento bastante caótico. A partir de un claustro sencillo, se adjuntarían nuevas salas, a las que se agregaron las ventanas ya trans­formadas en puertas, muros que desaparecieron o que se añadieron, etc. Con los años, la primitiva construcción duplicó o triplicó su tamaño, haciéndose hoy en día muy difícil el saber cuál fue la construcción original.

 

Estos conventos nunca fueron de clausura; a ellos penetraban libremente los natura­les, no sólo para solicitar algún sacramento, sino para atender las necesidades de aseo y reparación. Es sabido que sólo dos o tres religiosos vivían en ellos, de los cuales sólo uno permanecía en él, en tanto que los otros saltan a los pueblos vecinos en “visita”, para decir misa e impartir los sacramentos.

 

Llama la atención el hecho de que se pintaran tanto el templo como el convento, de tal manera que la pintura es como la piel de estos edificios; la razón es de carácter no sólo ornamental, sino por ayuda evangélica, basada en viejas tradiciones medievales: "La pin­tura y la ornamentación en las iglesias son lecciones de escritura para los laicos", había dicho Durando. En tanto, Estrabón declaraba: "La pintura es como la literatura para los iletrados".

 

En la Alta Edad Media se pensaba que el arte sería completamente superfluo si todos fueran capaces de leer y seguir los caminos del pensamiento abstracto; hay una corriente medieval contraria, la de san Bernardo de Claraval, que clamaba por el retorno a la simplicidad de la vida monástica, tal como la imaginaba san Benito, y deseaba que todas las órdenes volvieran a la sencillez de los cis­tercienses. Hacia notar que no se oponía al uso del arte en las iglesias no monásticas, puesto que el clero secular era incapaz de fomentar la devoción en las gentes a través de cosas espirituales. Concluía que "nos senti­mos más tentados a leer el mármol que en nuestros libros". Lo cual quizá fuera cierto en Europa, donde el mundo cristiano tenía siglos de práctica constante de la religión y los frailes eran abundantes, así como numerosos los sacerdotes, pero  no para América, donde lo abundante eran los catecúmenos, mientras que los misioneros escaseaban.

 

La pintura fue una forma de enseñar para los evangelistas y de aprender para los indí­genas, así como una buena manera de difundir las prédicas. ¿Cuántos iniciados en la nueva religión no contarían a sus familiares o a sus amigos lo que las pinturas representaban? Así, el neófito no sólo aprendía y retenía las enseñanzas, sino que también ayudaba a difundir el Evangelio.

 

Puede asegurarse que todos los conventos estuvieron pintados. Por desgracia, son pocos hoy en día los que conservan parte de sus pinturas, destacándose principalmente los conventos agustinos, en los que la pintura constituía un arte estimado por los frailes.

 

También se distinguieron los agustinos por hacer de sus conventos edificaciones sun­tuosas. En los cronistas de esta orden encontramos frecuentes alusiones, no exentas de orgullo, respecto a la riqueza de sus casas, lo que en otras órdenes más bien causaba molestia. Fray Juan de Zumárraga,  pongamos por caso, consideraba que la casa que los agustinos levantaban en Ocuituco era dema­siado suntuosa y excesiva.

 

El atrio.

 

Sabemos que los misioneros realizaron su labor evangélica en los atrios de los con­ventos; de ahí las proporciones dadas a es­tos patios, pues el número de neófitos era grande y no había un lugar en donde poder impartir la enseñanza. Muchos son los docu­mentos que nos hablan de los patios o atrios de los conventos, pero creemos que ninguno de ellos es tan claro y explicativo como uno  de los grabados que fray Diego Valadés publicara en su obra Rhetóríca Chris­tiana. Este grabado es una  alegoría de cómo se hacía la evangelización por los frailes fran­ciscanos en los atrios. El libro de Valadés se publicó en Perusa (Italia) el año 1579, dedi­cándolo al papa Gregorio XIII. El estudio más completo que de fray Diego Valadés se ha hecho hasta ahora es del padre Esteban J. Palomera. Este nos informa que era hijo de un soldado del ejército de Hernán Cortés que llevaba el mismo nombre de Diego Valadés, casado con una india de Tlaxcala. Esto nos indica que nuestro fraile fue uno de los primeros mestizos novohispanos. Por otra parte, el doctor Francisco de la Maza habla de que el autor de la Rhetórica Christiana nació en 1533, es decir, el mismo año en que los agustinos negaron a México. Valadés, aparte de haber sido fraile de San Francisco, fue humanista, filósofo, historiador, dibujante, grabador, lingüista, misionero y escri­tor. Como historiador, dice el doctor De la Maza, es digno de destacar, principalmente por ser testigo presencial de todo aquello que narra. El grabado al que nos referimos lleva como título Modelo de los que hacen los hermanos en el Nuevo Mundo de las Indias, del cual fue dicho “te extenderás al oriente, occidente, norte y sur y seré tu custodio y de los tuyos”.

 

En el centro del grabado aparece una iglesia dibujada cual un edificio renacentista. Recuerda, dice el doctor de la Maza, el proyecto de Bramante para la basílica de San Pedro. Al pie se lee una inscripción que dice: “El espíritu Santo habita en ella”. El edificio es portado en andas por los Doce Primeros franciscanos que se ven al frente; y, por el otro lado, los personajes que ayudan a cargarla, san Francisco, fundador de la orden, y fray Martín de Valencia. El santo lleva, junto con su nombre, el título de "Padre de los Primeros", y fray Martín, el de "Padre Prelado". Ambos personajes dan la impresión de ir por delante y detrás, respectivamente, de los Doce Primeros. Pero ésta es una licencia del grabador para poder destacarlos, pues, de otra manera, se hubieran perdido con las figuras del primero y del último fraile. Bajo los Doce Primeros se lee: "Los primeros portadores de la Iglesia romana en el Nuevo Mundo de Indias". En el centro del edificio aparece la paloma del Espíritu Santo, con dos líneas que parten a las cuatro esquinas, para indicar  que es la protección y la inspiración de los misioneros en sus trabajos. Sobre la cúpula de la iglesia, dentro de una nube, el Padre Eterno presenta a su hijo clavado en la cruz, los cuales, junto con la paloma, forman la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dentro de la misma nube aparece la Virgen  y un ángel orando.

 

En cada una de las esquinas se observa una capilla posa. En ella se ven sendos reli­giosos, acompañados cada uno por cuatro indígenas que se encuentran sentados. Están comunicadas por una avenida formada por dos hileras de árboles. Se establece que el lado izquierdo es para seres del sexo femenino, en tanto que el derecho es para varones; arriba, junto a las capillas posas, se ve donde dice "niñas", y del lado derecho, "niños". Abajo, exactamente en la base de las posas, se observan los epígrafes de "mujeres" y "hombres". En la tapia, arriba, se abre la portada del atrio, y exactamente aba­jo, un grupo de personas acompaña a un di­funto hacia la sepultura. Lo cargan cuatro individuos; dieciséis forman el cortejo fúnebre. Ocho mujeres en dos filas de a cuatro y ocho hombres del mismo modo. Al frente marcha un sacerdote con cruz alzada, acompañado por dos acólitos. Delante del sacer­dote está la inscripción que dice "muerto". A la derecha, un grupo de cantores entonan con firmeza un tema alusivo al momento.

 

A la izquierda hay una escena en la que aparece fray Pedro de Gante. Un grupo de indígenas escucha atentamente las explica­ciones que hace, al tiempo que aquél señala con una vara los dibujos que aparecen en una manta. El pie del grabado dice: "Aprenden todo". Esto es, fray Pedro imparte una lec­ción sobre lo que podríamos llamar educa­ción laica. Es natural que aparezca el padre Gante, y ello por dos razones: una, por ser muy conocido como gran evangelista y maestro de los naturales, y otra, quizá la de mayor peso, está en que fray Diego Valadés fue discípulo suyo y posteriormente su secre­tario. Por lo menos, dice el padre Palomera que convivieron juntos diez años, concreta­mente de 1543 a 1553.

 

En el otro lado la representación se refie­re a la "Creación del Mundo". El misionero aparece de pie, al igual que el padre Gante, con una vara en la mano, señalando asimismo una manta con figuras pintadas.. La expli­cación se referirá a cómo el Creador hiciera el mundo, pues en la manta se ve claramente la figura del Padre Eterno. Este sistema de enseñanza se atribuye a fray Jacobo de Testera y las mantas así pintadas son conocidas como códices testerianos. Entre los catecúmenos se encuentran  personas mayores y también niños.

 

Más abajo, dentro de la avenida de las Procesiones, se ve en ambos lados a los indígenas enfermos que son conducidos al hos­pital y también a un solitario natural que llega por su propio pie en busca de atención. Hay que recordar que en muchos conventos donde no hubo hospital existía por lo menos una enfermería.

 

Prosiguiendo hacia abajo, a la altura de las torres de la iglesia se representa la enseñanza de la doctrina. Un fraile está sentado frente a un grupo de mujeres indígenas que le escuchan atentamente. Son de notarse los muebles en los que se sientan los religiosos. El pie de la escena dice: "Aprenden la doctrina". Del otro lado, la escena representa al sacerdote ilustrando a los indígenas en lo referente al matrimonio; el religioso señala con una vara un árbol, que no es otra cosa que la representación del árbol de la consanguinidad. Dice Constantino Reyes, en una obra en preparación, que mediante dicho ejemplo se ilustraba a los catecúmenos de que no debían casarse hermanos con hermanas ni tíos con sobrinas, etc. El título que lleva es "Examen matrimonial".

 

Las dos siguientes representaciones se relatan a continuación. A la izquierda, un sacerdote subido en algo parecido a un púl­pito les señala lo relativo a la penitencia o, mejor dicho, les enseña a arrepentirse, pues al pie del grabado se lee: "Aprenden la Peni­tencia". En el otro se ve al sacerdote con una pluma en la mano y en actitud de escribir, lo cual observan los naturales con atención. Al pie se lee: “Aprenden los nombres”. No sa­bemos en este caso qué nombres, que bien podrían ser los nombres de los naturales o los de los santos. Inmediatamente debajo de las figuras de los Primeros Doce aparecen tres escenas. Empezando por la izquierda, di­ce: “Aprenden a confesarse”; la enseñanza se hace a un nutrido grupo de mujeres. Al cen­tro se trata de un bautismo, y los presentes se reúnen en torno a la pila, en tanto que el fraile oficia. Finalmente, la última escena es la del matrimonio.

 

En la parte inferior destaca, sobre la portada de la tapia, la firma Fray Diego Valaadés lo hizo. En la tapia se han abierto siete arcos, de los cuales sólo el del centro es diferente. Allí es donde se imparte justicia, seguramente para toda clase de problemas, no sólo en materia de religión. Se ven dos personajes sentados: el de la izquierda debe ser un juez indígena; el del centro, un juez español, y cuatro personas que seguramente presentan un problema de carácter legal. En los tres arcos del lado izquierdo se efectúan las confesiones, mientras que en los de la derecha se realizan tres ceremonias diferen­tes. En el primero se imparte la comunión; en el del centro se celebra la misa y en el último se administra la extremaunción a un enfer­mo. Podemos notar que falta en el grabado la capilla abierta, que  puede estar representada en ese arco donde se celebra la misa, pues recordemos que el grabado es una alegoría de los trabajos que los frailes realizaban para evangelizar a los naturales y no un plano detallado. Por ello no aparece representado nin­gún europeo que no fuera religioso.

 

Hemos visto que el grabado está Firmado por fray Diego Valadés; sin embargo, aun cuando hasta el momento se ha discutido que Valadés sea el grabador, hay varias cosas que nos han hecho dudar que así sea. Quien primeramente  pidió que se hiciera un estudio más detallado de los grabados fue Xavier Moyssén. Después, el arquitecto Carlos Chanfón notó que en el grabado que nos ocupa había varios errores en la escri­tura del latín, errores que, por otra parte, no aparecen en el grabado que fray Jerónimo de Mendieta reproduce en su Historia Eclesiás­tica Indiana, y que no es otro que el mismo de Valadés. Si fray Diego escribió su libro Rhetórica Christiana en latín, publicado en Europa, es de suponer que sabía bien la lengua, pues de otra manera es seguro que no se hu­biera publicado el libro. De los veintiséis gra­bados que ilustran la obra tan sólo ocho están firmados, y no de la misma forma. Uno aparece con las letras VAS, entrelazadas; otro como F. D. Valadés inventor y los de­más, incluso este que nos ha interesado, como F. Didacus Valadés Fecit, esto es, Fray Diego Valades lo hizo.

 

El doctor Francisco de la  Maza señala que Valadés explicaba que los grabados fueron hechos "porque no todos conocen las letras ni se dedican a la lectura, por lo que añadimos algunos grabados, tanto para fa­cilitar la memoria como para que mejor y más claramente se entiendan los ritos y costumbres de los indios, y una vez vistos, con más avidez se incite el ánimo de la lectura y traiga a la mente lo que significan. En el texto anterior se ve claro su interés por con­servar memoria de la cultura indígena; sin embargo, otro de los grabados que Valadés presenta, llamado "Templo y costumbres in­dígenas", y firmado también en la misma for­ma, es de lo más falso en cuanto a un tem­plo indígena, lo cual nos lleva a preguntarnos si conoció Valadés los templos indígenas. Fray Diego Durán, que llegó muy pequeño a Nueva España, entre los años 1542 y 1544, publica en su Historia de las Indias de Nueva España y Islas de Tierra Firme unos grabados donde los templos prehispánicos son de gran fidelidad. Fray Diego Durán es contemporáneo de Valadés, pues nació en 1533. ¿Qué es lo que rasó entonces? ¿Por qué Valadés no llegó a conocer un solo tem­plo indígena?

 

Quizá se pueda pensar que los dibujos podían ser de fray Diego Valadés y que, al darlos a un grabador para su ejecución, éste cometiera los errores que aparecen en la alegoría. Queda abierta la posibilidad de que un estudio más completo pueda aclararnos si efectivamente son dichos grabados obra de este fraile franciscano.

 

El catequismo.

 

Se impartía en los atrios de los conven­tos los domingos y días de fiesta. Para ello, un indígena llamado merino o alcalde reunía a la gente que habitaba en su barrio. Luego, con cantos, oraciones y llevando la cruz por delante, llegaban al convento. Se tomaba nota de los que faltaban, para posteriormente castigarlos, en ocasiones con azotes. Hernán Cortés fue castigado en esta forma por haber llegado tarde a misa en una ocasión. De este hecho deja testimonio la pintura que se con­serva en la portería del convento de Ozumba. La atención principal recala en los niños, los cuales se escindían en dos grupos: en uno, los hijos de los señores o principales, y en otro, los de la gente común. Esta aparente discriminación estaba motivada por el supuesto de que los pequeños nobles llegarían algún día a ser los gobernantes indígenas y, por lo mismo, requerían una educación mejor. Cosa que no entendieron bien los princi­pales. Estos, para no verse separados de sus hijos, los sustituían por los de sus servidores, lo que ocasionaría que llegaran a ser gobernadores indígenas algunos niños cuyos padres nunca fueron nobles.

 

Los hijos de los principales quedaban en el convento en calidad de internos, y la edu­cación se les impartía mañana y tarde. Las niñas eran igualmente separadas, pero, en general, a ellas no las evangelizaba un fraile, sino que se les daba como maestro uno de los jóvenes indígenas que ya sabía el catecismo. Cuando una de las niñas llegaba  al conoci­miento  de lo que se les impartía, entonces el joven maestro era sustituido por una alumna aventajada, la cual se hacía cargo del grupo y continuaba ella con la enseñanza. Además del catecismo, se les enseñaba a leer y a es­cribir.

 

El catecismo comprendía dos partes: primero, las oraciones y verdades esenciales: la señal de la cruz, el Padrenuestro, el Ave María, el Credo y la Salve Regina; los Cator­ce Artículos de la Fe; los Diez Mandamien­tos de Dios y los Cinco de la Santa Madre Iglesia; los Siete Sacramentos, el Pecado Virginial y el Pecado Mortal, los Siete Pecados Capitales y la  Confesión General. Sobre todo esto se hacía examen para quien buscaba obtener algún sacramento.

 

Si un neófito quería casarse, por ejemplo, se le examinaba de todo lo que comprendía el catecismo, sin importar que ya se le hubiera examinado cuando se hubo bautizado o confesado. El examen era requisito indispensable, aun cuando los frailes eran benévolos con el examinando.

 

La segunda parte no se consideraba esencial y se dedicaba con preferencia a los niños. Comprendía las catorce obras de Mi­sericordia, los Dones del Espíritu Santo, los sentidos corporales, las potencias del alma, las bienaventuranzas, las dotes del cuerpo glorificado y los deberes de los padrinos. Esto último se enseñaba también a los ma­yores.

 

La evangelización se hacía frecuentemen­te por medio de grandes mantas en las  cua­les se pintaban figuras relativas al tema que se quería enseñar. Por ejemplo: en los Man­damientos, la manta llevaba representaciones relativas a los mismos; las figuras eran señaladas por el misionero con una vara y en se­guida daba éste una explicación de lo que se trataba. Otra forma de enseñar a los natura­les era a través del canto; para ello se com­ponía  música para las oraciones que se deseaba que los naturales aprendieran. Cantando repetidamente, todo lo memorizan. Esta tarea hubiera sido mucho más dura si no hubiesen contado los religiosos con ayudantes procedentes de los mismos grupos de indígenas, llamados mandones. Finalmente debemos recordar que se hicieron catecismos en imágenes, como el que compuso fray Pedro de Gante. En él aparecía, en dibujos, el Padrenuestro, el Avemaría, el Credo y todo aquello que hemos visto. Constituía una parte muy importante en la evangelización de los naturales.

 

Este sistema de impartir el catecismo fue creado por los franciscanos, pero segui­do con algunas variantes por las dos órde­nes que llegaron posteriormente a Nueva España, lo cual prueba que el método era práctico.

 

Los sacramentos. El bautismo.

 

Ya hemos visto cómo desde la llegada de Hernán Cortés se inició la administración de los sacramentos. El bautismo fue otorgado a los señores de Tlaxcala por el padre Olmedo; sin embargo, sería en forma de excepción, porque él era consciente de que no se podían impartir los sacramentos sin la debida prepa­ración de los indígenas. De ahí que podamos pensar que el bautizo de los señores de Tlaxcala fue, más que un acto de evangelización, una medida política de Cortés. Con la llegada de los Doce Primeros se inicia la pre­paración de los naturales para ser bautiza­dos, preparación de la cual quedaban exentos los recién nacidos; a éstos se les daban las aguas bautismales pocos días después del na­cimiento. Los frailes dedicaban para ellos los domingos, después  de la misa, y los jueves. ­Pero se administraba en cualquier día y a cualquier hora cuando los niños estaban enfermos. En el Códice franciscano se lee que los "indios son tan cuidadosos y temerosos en este caso de que los niños mueran sin bautizo, que no han menester más que dejen un poquito de mamar para traerlos con gran congoja y decir que ya se quieren morir". En el caso de los adultos hemos dicho que debían pasar por un examen antes de que se les administraran las aguas bautis­males, pero a los enfermos sólo se les pe­día el arrepentimiento sincero de sus peca­dos y la  fe verdadera en la  eficacia del sa­cramento.

 

Los franciscanos administraban el bau­tismo únicamente con agua y las palabras sacramentales. A la llegada de dominicos y agustinos parece que hubo discrepancias, pues algunos de estos frailes pensaban que el bautismo debía darse con toda solemnidad y ceremonia, tal como era uso y costumbre en España y demás partes de la cristiandad, ar­guyendo aún que de no hacerlo así se caía en pecado.

 

Hubo frailes que pedían que no se admi­nistrara el sacramento del bautismo más que dos veces al año para los adultos, los dos sábados de Pascua de Resurrección y Pentecostés, de acuerdo con la tradición y costumbre de la Iglesia. Dice Mendieta que muchos indígenas murieron sin poder ser bautizados, al tiempo que esta discusión se alargaba.

 

Finalmente, la bula Altitudo Divini, de Paulo III, autorizó a los franciscanos a con­tinuar la administración del bautismo en la forma como lo hacían, sólo con agua y las palabras sacramentales, con lo que la polémica desatada se acalló de una vez.

 

Los agustinos, por su parte, y a partir de 1534, tomaron por costumbre la de administrar el bautismo sólo en cuatro ocasiones al año, según nos refiere el padre Basalen­que: Navidad, Pascua, Pentecostés y la fiesta del patrón de la orden, san Agustín. Este sacramento se impartía con todas las ceremonias del ritual y con la mayor solemnidad posible. Se convocaba a todos los pueblos aledaños al lugar en donde se iba a impartir y las casas y calles de este lugar se adorna­ban con flores y hojas. Los catecúmenos que iban a recibir el sacramento formaban en fila, vestidos con sus mejores ropas. Dos sacerdotes pasaban haciendo los exorcismos preli­minares. Luego, uno de ellos aplicaba a los neófitos el Santo Óleo y los pasaba a la fuente bautismal, en donde el otro sacer­dote les administraba el bautismo. Seguían después los demás ritos y terminaba la ceremonia con una prédica encaminada a recor­dar a los nuevos cristianos las obligaciones que acababan de contraer. Todo ello entre sonar de campanas y música. Por la tarde se les permitía festejar la ocasión con danzas.

 

Los franciscanos no pudieron darse tal satisfacción, abrumados como estaban en los primeros años por el número de naturales que buscaban ser bautizados, y que acudían en número de cuatro mil, cinco mil o seis mil, entre adultos y niños, dice Motolinía. Agrega también que en Xochimilco dos sacerdotes bautizaron en un día a más de 15.000 naturales, alternándose entre si en la tarea, pues los brazos se les cansaban. Por ello, resultaba del todo imposible organizar una ceremonia popular y multicolor.

 

La confirmación.

 

Poco es lo que sabemos de este sacra­mento. El papa León X otorgó un breve en el que autorizaba impartirlo en ausencia de los obispos, pero al parecer, así lo consig­na Mendieta, sólo fray Toribio de Motolinía utilizó esta concesión. Después sería admi­nistrado por el primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga, quien en carta a Carlos V anuncia haber confirmado 400.000 indígenas en sólo cuarenta días. Es posible que en lo dicho exista alguna exageración. Por lo demás, los cronistas no nos hablan detalladamente del sacramento; lo que nos hace pensar que no lo tuvieran como muy importante para la salvación de los indígenas.

 

El matrimonio.

 

El matrimonio fue uno de los sacramen­tos que los frailes querían impartir con más urgencia, puesto que existía el problema de la poligamia. El problema estaba profundamente enraizado en las clases principales y parecía ser infranqueable, porque las mujeres no sólo eran compañeras y servidoras del marido, sino que se dedicaban a toda clase de trabajos productivos, lo que representaba un ingreso económico al que nadie quería renunciar. Sin poligamia, muchos de los prin­cipales indígenas se hubieran arruinado. Los frailes no los forzaron de inmediato a tomar una sola mujer. Fue una labor ardua y difícil, a la vez que larga, pues hasta 1531 no empezaron los naturales a conformarse con una sola esposa. Los agustinos, en su reunión de 1534, acordaron no dar el bautismo si el as­pirante no se acogía a la monogamia.

 

En una reunión de las tres órdenes, en 1541, pensada con el fin de unificar los métodos de evangelización, se ratificó el acuer­do de los agustinos de no impartir el bautismo a los naturales que no se acogieran a la obligación de tener una sola esposa, con lo que  se ve cuán larga sería la lucha contra esta costumbre prehispánica. Otro problema consistía en saber con cuál de las mujeres debía quedarse el marido cuando decidía conservar sólo una. En el sínodo de 1524, que presidió fray Martín de Valencia, se decidió que fuese la que el interesado tomara libremente, medida que adoptó provisionalmente el sínodo hasta conocer mejor las costumbres de los naturales. Este problema creó toda una literatura de alegatos que Robert Ricard resume en dos corrientes: la primera dice que los naturales tenían un matrimonio natural desde el punto de vista de los frailes, y la segunda, la opinión de los doctores del clero secular, quienes afirmaban que no exis­tía tal matrimonio. Esta larga discusión se solucionó en 1571, después del concilio de Trento, tomándose como decisión que la mujer que debía conservarse era la primera, es decir, la más vieja. Este problema no existía entre los jóvenes, porque, educados desde niños en los conventos, fueron preparados para la monogamia.

 

El primer matrimonio que se celebró fue el de un niño de nombre Calixto, del pueblo de Huejotzingo. El primero entre los nobles fue el celebrado en Tetzcoco el 14 de octubre de 1526, cuando se casó don Hernando Pi­mentel, hermano  del señor de la misma ciudad. Se celebró además el matrimonio de siete compañeros del hermano del señor de Tetzcoco. Los padrinos fueron Alonso de Avila y Pedro Sánchez Farfán, los cuales ob­sequiaron con muy "buenas joyas". Hubo celebración con comida y baile, en el que participaron 2.000 indígenas. Por medio de un criado, Hernán Cortés “ofreció muy larga­mente, puesto que estas bodas eran un ejemplo para toda Nueva España”.

 

La confesión.

 

Ya en 1526, los franciscanos administra­ban el sacramento de la confesión a los natu­rales. Los domingos por la tarde reunían a los indígenas que al cabo de la semana se iban a confesar. Les hacían examen de la doctrina, luego se les daba una plática sobre la necesidad de la penitencia y de los requi­sitos de contrición, confesión y satisfacción. Después se les advertía sobre el mejor modo de confesarse y finalmente se les asignaba el día en que se confesarían. Durante la cuares­ma, los religiosos se dedicaban exclusivamente a confesar a los indígenas, pues era el período especial para ello. Sin embargo, los naturales podían confesarse cuando lo desea­ran si se daba el caso de que estaban enfermos o se iban a casar.

 

Los agustinos tenían procedimientos más rápidos. En Tiripetío reunían a los que se iban a confesar y se les daba en forma colectiva la absolución de los pecados leves y se procedía después a la confesión individual de las culpas graves. Los agustinos tenían la cuaresma como época principal de confesión, pero la concedían, como los fran­ciscanos, en cualquier tiempo.

 

Motolinía escribe que había indígenas que llevaban escritos sus pecados en ideogramas. Otro sistema era tener una manta con los pecados graves dibujados; el fraile le iba señalando al indígena los dibujos y éste daba el número de veces que los había cometido. Con este sistema se reducía el tiempo de la confesión.

 

Los franciscanos daban la absolución con penitencias muy leves a fin de no desa­lentar a los recién convertidos o para que cuando hubieran cometido un pecado grave no lo ocultaran por temor a la penitencia; sin embargo, los naturales pedían penitencias severas y se sentían defraudados cuando no se les daban.

 

Los naturales de Tlaxcala tenían por cos­tumbre flagelarse cada viernes de cuaresma, así como en época de sequías o epidemias. Esto contribuía a que no se mandaran peni­tencias corporales, debido a que se consideraba un resabio de su idolatría.

 

Cómo ayudar a los indios en su examen de conciencia.

 

El Confesionario que fray Alonso di Molina escribió en náhualt y en castellano puede ser tomado como ejemplo de la meticulosidad y empeño de los frailes para formar, mediante el exa­men de conciencia que debe preceder al sacramento de la penitencia, un cri­terio moral en sus hijos de confesión. La obra va recorriendo los diez manda­mientos y las faltas que contra cada uno de ellos pueden cometerse. Al lle­gar al séptimo dice; “¿Hurtaste alguna cosa, así como mantas, tomines, galli­nas, ovejas o buey, o por ventura algún caballo, oro o plata, plumas o plumajes ricos, algunas joyas o ajorcas, o cogiste del maíz de la heredad de otro, o sem­braste tierras ajenas, o quizá tomaste algunas mazorcas de maíz, calabaza, ají, frijoles o chía? ¿Cortaste madera en monte ajeno?

 

“Y cuando vendes alguna cosa o compras algo o truecas o haces algu­nos cambalaches en el mercado, ¿en­gañas acaso a otros y burlas a tus pró­jimos?

 

“Quizá no usas de este oficio para pro y utilidad de la ciudad y para favorecer a los pobres, mas solamente pro­curas y trabajas de ser rico o para nomás engañar a los otros y hurtar y de esta manera has hurtado a los misera­bles y pobres, a los otomíes y a los simples y a los de pequeña edad. Y cuando fuiste lejos a algunos lugares a tratar quizá no llevaste lo necesario para el camino, por lo cual hubiste de hurtar y tomar mazorcas de maíz, ají y otras cosas de comer.

 

“Cuando compraste algunas mantas buenas, ¿entremetiste con ellas otras malas, y las mantas agujereadas, ce­rrásteles los agujeros, y las naguas que eran ralas, quizá las batiste para tupirlas o las engrudaste para que pareciesen gruesas, y las mantas ya traídas, teñístelas e hiciste de ellas paquetas y capas? Y tú que vendes cacao, ¿revol­vistes el buen cacao con el malo, ence­nizaste el cacao verde y revolvístelo con tierra blanca para que pareciese bue­no, opones masa de tzohuali dentro del hollejo del dicho cacao, o masa de cuer­cos de ahuacalt, falseando el dicho cacao? Y tú que vendes liquidámbar, ¿quizá revolviste con ellos serradu­ras de madera u hojas de árbol para lo multiplicar? Y tú que vendes ahuacates, ¿engañas por ventura a los pobres oto­míes o a los mozuelos, dándoles ahuacates dañados y malos, y los que están por madurar los friegas y maduras con los dedos, engañando a tus prójimos? Y tú que vendes tijeras, cuentas, cartillas, papel, cuchillos, peines y todas las otras cosas de Castilla, ¿engañaste o burlaste a alguno? La cera que viene de Campeche, ¿vendístela por cera de Es­paña? Y tú que vendes tamales, ¿quizá no les echaste mucha masa y les echaste muchos frijoles dentro, o los envolviste con muchas hojas para que apareciesen grandes? Tú que haces loza quizá no la cueces bien, ni echas en el barro lana suficiente de capullos o de espadañas y por esta causa fácilmente se quiebra la loza.

 

“Aquí si es médico: ¿Has bien estu­diado la medicina y arte de curar o haste fingido médico y no conoces las yerbas y raíces medicinales que das para curar las enfermedades y a esta causa enfermó y murió el enfermo? Quizá son añejas y dañadas las medicinas que diste con las cuales curaste al enfermo y a esta causa no pudo sanar por darle tú las medicinas corruptas, dañadas y mal acondicionadas”.

 

La comunión.

 

Si la administración del bautismo, como hemos visto, provocó una gran polémica, más grande fue ésta en lo referente a la administración de la comunión. Había quienes opina­ban que no se podía admitir a los naturales a la mesa eucarística por ser nuevos en la religión y, por tanto, incapaces de percibir el valor y la grandeza del sacramento. Otorgarlo sería tanto como provocar un sacrilegio. Otro grupo, los frailes, pensaba que se podía dar a aquellos indígenas que llevaran cuatro o cinco años confesándose frecuentemente y que habían adquirido conciencia ple­na de lo que iban a recibir en la comunión; contaba  además el conocimiento del confesor en cuanto a los sentimientos del neófito.

 

En Michoacán, el primero en administrar la comunión fue fray Jacobo Daciano, en tan­to que por los agustinos lo hizo fray Nicolás de Agreda, quien además alegaba que a los naturales se les negaba la comunión, no por ser malos cristianos, sino por ser indígenas. Fueron los agustinos quienes primero lleva­ron el viático a la casa de los enfermos, haciéndose acompañar el sacerdote de músi­cos, cantores y de mucha gente con cirios.

 

La extremaunción.

 

El problema más grave para impartir la extremaunción en los primeros años fue la falta de óleos consagrados por obispos, mas como no fue considerado sacramento vital para la salvación de las almas, los franciscanos no lo administraron casi nunca. Los agustinos, por su parte, estuvieron siempre inclinados a darlo a quienes lo necesitaran.

 

La Virgen de Guadalupe.

 

Cuenta la tradición que en el año de 1531 la imagen de la Virgen de Guadalupe se apareció al indígena Juan Diego, al que pidió que avisara a fray Juan de Zumárraga de que en la colina del Tepeyac quería que se le erigiese se un templo, bajo la advocación de San­ta María de Guadalupe. Informado el obispo, éste pidió una prueba, a lo que respondió la Virgen mandando a Juan Diego con rosas que brotaron en la árida colina del Tepeyac. Al presentarse nuevamente ante fray Juan, cayeron las flores de la burda capa del indí­gena, quedando impresa la imagen de la Vir­gen Moreno, actualmente venerada.

 

El arzobispo la conservó en la catedral basta el año 1533, en que se trasladó a una pequeña ermita que se levantó en el lugar de la aparición. Se inició después una colecta para su santuario. A pesar de que fue a fray Juan de Zumárraga a quien la Virgen pidió la erección de su santuario, no fueron los franciscanos, sino el clero secular, quien tomó a su cargo la difusión del nuevo culto. Esta imagen provocó también una seria po­lémica, pero como el segundo arzobispo de México fuera su defensor, la Virgen quedó como patrona de los indígenas. Para los espa­ñoles, la imagen de su particular devoción fue la de la Virgen de los Remedios, aparecida du­rante la conquista, después de la Noche Triste, ayudando a los soldados de Cortés que en su fuga eran perseguidos por las fuerzas de los mexicanos. Estos, según la tradición, fueron cegados por la Virgen con tierra, dando así remedio a la angustia de los soldados.

 

Los hospitales.

 

Si grande era la preocupación que los frailes tenían por la salud de las almas, no menos grande fue su preocupación por la de los cuerpos. Desde el momento de la construcción de los conventos, procuraron esta­blecer  hospitales como parte de su evangeli­zación, pues, como dice el Códice francisca­no: "Para enseñar con esto a los indios el ejercicio de la caridad y obras de misericor­dia, que se deben usar con los prójimos".

 

El sostenimiento de los mismos se basaba en la caridad pública, dádivas que los mis­mos indígenas recolectaban. Fray Pedro de Gante fundó en la Ciudad de México el Hospital Real o de San José. Fray Juan de Zu­márraga, el de San Cosme y San Damián, para indígenas forasteros. En 1535, don Vasco de Quiroga, oidor de la Segunda Audiencia, fundó los hospitales de Santa Fe, uno en México y otro en un lugar cercano a Pátzcuaro.

 

Las escuelas.

 

Las primeras escuelas que se fundaron en Nueva España fueron obra de los religiosos franciscanos. La primera fue fundada en Tetzcoco por fray Pedro de Gante, el año 1523, antes de la llegada de los Primeros Doce. Después fundaría otra a espaldas del convento de San Francisco de México. La segunda fue la que organizó en México, en 1525, fray Martín de Valencia. En 1531, fray Alonso de Esclona fundó la de Tlaxcala. En 1530, fray Juan de Zumárraga, con el apoyo de Hernán Cortés y el favor de la emperatriz Isabel de Portugal, procura la llegada de seis religiosas para que se encarguen de la educa­ción de niñas y jóvenes indígenas. Hasta aquel año fueron los franciscanos quienes las educaban. En 1534 desembarcaron ocho mu­jeres piadosas para realizar las mismas tareas. Tenían entonces escuelas en pleno funcionamiento: México, Tetzcoco, Huejot­zingo, Otumba, Tepeapulco, Tlaxcala, Cholu­la y Coyoacán. En realidad eran colegios en los que se preparaba a las jóvenes para el matrimonio; las alumnas eran internas. Sólo se les permitía salir si alguien las acompaña­ba. En el colegio pasaban, por lo general, cinco años; entraban a la edad de siete años y salían a los doce para casarse con algún indígena educado por los frailes.

 

En cuanto a los colegios para varones, en ellos se les enseñaban las primeras letras. En las escuelas de fray Pedro de Gante, concretamente, artes y oficios. Estos colegios no sólo albergaban niños, sino también adultos que aprendían herrería, carpintería, albañi­lería, sastrería y zapatería. Podían aprender también pintura y escultura. Se les preparaba igualmente para que supieran hacer cruces, candeleros, vasos sagrados y retablos, es decir, todos aquellos elementos con que se ornamentaban los templos que entonces se erigían.

 

Los agustinos les enseñaban a fundir campanas, fabricar muebles, elaborar trom­petas e incluso órganos, todo de madera. Los dominicos, por su parte, les enseñaron la cerámica de Talavera, que aun hoy en día se imita en la ciudad de Puebla. En todo, di­cen los cronistas, eran hábiles y hacían trabajos dignos de la admiración de los frailes españoles.

 

Bibliografía.

 

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Torquemada, fray J. de, Monarquía Indiana, México, 1969.

 

53.            El gobierno virreinal.

Por: Andrés Lira.

 

Gobierno.

 

Con la llegada del primer virrey, Antonio de Mendoza, a la Ciudad de México en oc­tubre de 1535 se completó el aparato de gobierno central de Nueva España. En los años siguientes se ajustó el gobierno de los distri­tos componentes del reino y se introdujeron en los pueblos de indios los cabildos o ayun­tamientos, calcados del modelo castellano, para el régimen local que ya funcionaba en las villas y ciudades de españoles desde los tiempos de la conquista.

 

De esta suerte,  para mediados del si­glo XVI quedó ya bien definida una organiza­ción de jerarquías que hizo posible la centralización del poder en manos del monarca español hasta donde lo permitió la lejanía de sus dominios en Nueva España. Aunque con dificultades y ajustes en el funcionamiento del aparato político, éste dio muestras de su eficiencia en los siglos que duró el virreinato.

 

El orden en que se constituyó fue el si­guiente: en la península ibérica un dispositivo central regía todas las Indias, en cuya cúspide estaba el rey, amo y señor natural, único ti­tular de la autoridad, que sólo delegaba fun­ciones para hacer más efectivo su poder. A este monarca absoluto lo auxiliaba en el gobierno el Consejo de Indias, cuerpo colegiado en el que laboraban activos funcionarios que conocían todos los asuntos de los dominios indianos.

 

En Nueva España el dispositivo central, dependiente del rey y del Consejo, estaba in­tegrado por el virrey y la real audiencia de México. Bajo estas autoridades estaban los alcaldes mayores, corregidores y gobernadores, encargados del gobierno en los distritos que componían el virreinato de Nueva Espa­ña; en cada distrito, bajo la jurisdicción de sus gobernantes, estaban los cuerpos o con­sejos locales de las ciudades y villas de españoles y de los pueblos de indios, esto es, los cabildos o ayuntamientos.

 

El rey era el único titular de la autoridad, que se extendía a todos los órdenes del gobierno en lo civil y en lo eclesiástico, pues por concesiones papales era, desde 1508, cabeza de la Iglesia en las Indias, ya que a él se había encomendado la conversión de los nativos y la propagación de la fe católica en el Nuevo Mundo.

 

Su poder se fue afinando con  los años hasta el grado de hacerse indiscutible, pues si en la primera mitad del siglo XVI se consideró por algunos letrados que los dominios  indianos se habían unido voluntariamente a la corona de Castilla y la unión dependía de la voluntad general de sus pobladores, en el si­glo XVI quedó establecido en las obras de doctrina jurídica que la unión no dependía de voluntad o acuerdo alguno, sino que era el resultado de una “accesión” o agregado terri­torial al reino de Castilla. ­Esto cuadraba con el concepto de Estado patrimonial sobre el que se construyó la mo­narquía de los Austrias; pero no se crea por ello que el poder del monarca era omnímodo y libre de sujeción a los principios del derecho. Sobre  el monarca pesaba la responsabi­lidad de buen gobierno; los funcionarios teñían la obligación de encauzar su autoridad dentro de los principios del derecho y de la religión, y cualquiera de ellos, al igual que los gobernados que no ejercían cargo alguno dentro del Estado, podía llamar la atención del monarca sobre aquellos casos en que el desajuste y las consecuencias del mal gobier­no hacían peligrar "la real conciencia". Se consideraba un deber de todos los súbditos del monarca señalar los males y proponer los remedios.

 

El Consejo de Indias nació en 1519 como parte del consejo de Castilla; pero en 1524, ante la abundancia de problemas que planteaba el gobierno de los dominios en el Nuevo Mundo, se constituyó como una especie de consejo autónomo, encabezado por mi presidente, bajo el cual estaban los consejeros, los fiscales, los abogados y otros funcionarios, como un cosmógrafo y un cronista, encargados de reunir y organizar la información geográfica e histórica que se consideraba indispensable para la buena administración de los reinos y provincias de ultramar.

 

Reunía las más amplias facultades el Consejo de Indias. Legislaba de diversas maneras, ordenando lo que se debía hacer en casos concretos, o dictando ordenanzas y dis­posiciones generales para aplicarse en todos los dominios indianos. Recopilaba en códigos legales disposiciones de diversos tiempos para darles una estructura lógica e integrar cuerpos de leyes, que con el tiempo fueron un auxiliar indispensable en sus labores, pues en ellos se recogió la experiencia de muchos años de gobierno, de tal suerte que a estas recopilaciones se les concedía en la práctica, validez general. Las primeras aparecen hacia 1570 alcanzando la forma impresa, como el Cedulario Indiano, recopilado por Diego de Encinas en 1596 en cuatro grandes volúmenes.

 

En la administración propiamente dicha, el Consejo disponía sobre la Real Hacienda, otorgaba licencias para diversas actividades económicas, ratificaba los nombramientos de autoridades distritales y militares que hacía el virrey en Nueva España, conocía muchas cuestiones concretas del gobierno y reu­nía la información necesaria para su buena marcha.

 

Era el máximo tribunal; ante a se podía acudir por vía de apelación cuando había in­conformidad con las decisiones de la real audiencia de México o con otras audiencias de las Indias. Conocía las quejas contra las autoridades centrales en todos los dominios de ultramar e incluso hasta el Consejo negaban demandas que muchas veces no habían pasado por las manos de las autoridades india­nas en sus propias jurisdicciones. Esta labor jurisdiccional fue, a la Postre, la más abrumadora, retrasando y entorpeciendo los asuntos dada la abundancia de conflictos y peticiones contradictorios que se sometían a su conoci­miento. Pero tal era el precio que había que pagar para lograr la centralización del poder.

 

Teóricamente, el Consejo era un cuerpo consultivo que auxiliaba al rey, pues a éste correspondía decidir y autorizar; pero la rea­lidad fue otra, ya que los funcionarios fueron ordenando las cosas hasta el punto de elaborar una legislación y ciertas maneras de decidir y sentenciar que se impusieron al monarca como límites insalvables. Ahora bien, no por ello perdió éste su carácter de soberano en favor de una burocracia y de un orden racional o legal, pues, aunque esto se imponía por necesidad, era el rey quien nombraba personalmente a los más altos funcionarios y ratificaba los nombramientos hechos en los dominios indianos. Era la burocracia española, impresionante por su tamaño, una burocracia patrimonial dependiente de la voluntad del monarca absoluto.

 

El virrey era el astro mayor en el gobierno central de Nueva España. Su jurisdicción abarcó un inmenso territorio que desbordaba los límites de ese reino: desde La Florida en el noreste y Nuevo México en el noroeste hasta la península de Yucatán y la capitanía general de Guatemala, que limitaba con Panamá, en el Sur. Sus atribuciones eran amplias, todas las que el rey había delegado en él como su representante personal: gobernador, máxima autoridad militar, como capitán general; presidente en los acuerdos de la real audiencia de México, y vicepatrono de la Iglesia. Esta suma de facultades delegadas en una sola persona, parece contradecir el control meticuloso que desplegaba el Estado español sobre sus fun­cionarios. Pero observando las condiciones en que el virrey tenía que desenvolverse, encontramos los límites de su autoridad.

 

Sus amplias facultades de gobierno le permitían atraerse la voluntad de débiles y poderosos, pues podía otorgar mercedes de tierra como recompensa a servicios, conceder pensiones a las viudas e hijos de los conquistadores y otras personas de méritos, nombrar autoridades locales, etc. Al mismo tiempo, sus actos eran vigilados por otras autoridades y por particulares celosos o resentidos, que siempre estaban en contra de lo que ordenaba y se quejaban ante la Au­diencia o ante el Consejo de Indias.

 

La desconfianza y el enfrentamiento entre los funcionarios fue el medio del que se va­lieron las autoridades de la península para controlar a los de Nueva España. Los virreyes tenían frente a ellos a la real audien­cia de México, máximo tribunal de reino, que deshacía frecuentemente, por vía de apelación o queja, lo que el virrey ordenaba en el gobierno. El virrey, por su parte, procuró imponerse sobre los oidores haciendo prevalecer sus puntos de vista en los acuerdos del tribunal, del que era presidente -cargo definitivo a partir de 1614- por mandato expreso del monarca. De esta manera se aseguraba el control del virrey sobre los actos de la Audiencia; pero lo que ocurría en el fondo era una pugna sorda entre ambas autoridades centrales, que, cuando se hacía pública, provocaba el desorden y la oposición de bandos en la primera ciudad del reino. Algunos virreyes llegaban a desesperarse cuando veían desobedecidos sus mandatos. El segundo de ellos, Luis de Velasco el Vie­jo (1550 - 1564), llegó a pedir al monarca que lo relevara del cargo, pues no encontraba acato en los gobernados ni apoyo en las autoridades. Pero no logró nada, y tuvo que seguir en el difícil quehacer de mantener el prestigio de su mermada autoridad. Otros virreyes probaron también esta situación y recomendaban a sus sucesores la buena relación con la Audiencia, a base de paciencia y moderación.

 

El virrey podía pedir a la Audiencia que le aconsejara en los casos más difíciles de gobierno. En el siglo XVII algunos de ellos, en su afán de evitarse dificultades o choques con este tribunal, abusaron de ese medio hasta el grado de desvirtuar la naturaleza de su cargo, haciendo de la Audiencia un órgano de gobierno.

 

Como vicepatrono de la Iglesia en Nueva España, el virrey podía y debía intervenir en todo aquello relacionado con el clero secular y las órdenes religiosas. En realidad no pudo llevar muy lejos el ejercicio de esta facultad, ya que los hombres de la Iglesia eran celosos en extremo, y sorteando la autoridad inmediata, acudían directamente al rey y al Consejo de Indias. Hubo casos en que los virreyes trataron de hacer prevalecer su voluntad sobre las cabezas de la Iglesia, pero pocas veces lo lograron cabalmente; otras, consiguieron provocar el escándalo, pues la lealtad del pueblo respondía más directamente a los hombres investidos por la religión que a los investidos por el rey como autoridad temporal. Muy sonado fue el escándalo ocurrido en 1376, cuando el virrey Enríquez de Almansa (1567 - 1580) llamó la atención del procurador de los padres fran­ciscanos, pues éste,  al no ser atendido inme­diatamente en el palacio virreinal, pregonó que allí "a todos se igualaba, y que no se hacía diferencia entre seglares y eclesiás­ticos". El virrey le mandó callar, pero la respuesta del fraile fue salir en procesión rumbo a Veracruz con todos los frailes del monasterio, causando la indisposición del pueblo contra el virrey, quien se vio en la necesidad de llamarlos para evitar el amotinamiento de la Ciudad de México. Más grave fue lo ocurrido en 1624 cuando el virrey marqués de Gelves desterró al arzobispo de México, apresándole y enviándole bajo custodia rumbo a Veracruz. El pueblo se amotinó frente a palacio gritando vivas al rey y mueras al "mal gobierno del hereje luterano", que era el virrey. El arzobispo volvió a la ciudad. El virrey tuvo que ocultarse en el monasterio de San Francisco para evitar que lo linchara el populacho enardecido cuando entró en el palacio virreinal. El principio de este escándalo fue un conflicto de autoridades y su resultado provocó la suspensión del virrey.

 

Los eclesiásticos, tanto seculares como regulares, fueron verdaderos fiscales de las autoridades civiles. Enviaban quejas e informes sobre el comportamiento del virrey y de la Audiencia, quienes temían la oposición de estos hombres que contaban con el apoyo de la población de las ciudades y lugares apar­tados y con prerrogativas y consideraciones del rey y del Consejo. Pero en el fondo, la Iglesia también estaba dividida; había una lucha entre el clero secular y el regular, pues el primero trataba de imponerse sobre el segundo, desplazándolo de los lugares que había ganado durante la conquista espiri­tual de México. Esta lucha, que tuvo muchas implicaciones en la política de Nueva España, se mantuvo durante toda la época virreinal.

 

Al virrey se encargó desde un principio la protección y el amparo de los nativos. Para ello se le dieron las más altas faculta­des, pues era él la última instancia en los pleitos de indios y podía dictar las ordenan­zas y mandamientos que considerara nece­sarios. Esta atribución del virrey acentuó el carácter paternalista del gobierno en Nueva España. Si el rey era amo y señor na­tural de sus vasallos, sobre los indios ese señorío se transformó en verdadera patria potestad, puesto que se les consideraba vasallos desamparados o gente miserable y desvalida frente a la explotación de los españoles, constituyendo un deber religioso el conservarlos y procurar su conversión a la fe católica.

 

Puede decirse que ningún virrey dejó de cumplir con esta especial función de protector de los naturales del país. Algunos fueron llamados padres de los indios, ya que supieron enfrentarse a los intereses de los encomenderos y de otros españoles. Después, cuando la población mestiza se multiplicó, hubo de emprenderse la lucha contra mestizos y castas, quienes, sin lugar fijo en la sociedad española, caían sobre los pueblos de indios abusando de ellos y dándoles mal ejemplo.

 

Eran tantos los casos que se presentaban ante los virreyes, que ya en 1573 se creó el juzgado general de indios, como un tribunal de equidad en el que el virrey, asesorado por los oidores o por uno de ellos, resolvía personalmente todas aquellas demandas, cuya importancia económica puede hoy conside­rarse ridícula, como lo era la hacienda de mu­chos de esos pobres indios que acudían a defender lo suyo. Otras veces eran casos en los que se barajaban mayores cantidades, mu­chos de ellos promovidos por caciques y mandones de común acuerdo con los españo­les para lograr ganancias o molestar en fa­vor propio a los naturales de los pueblos, sobre los que siempre caían los gastos de los pleitos.

 

Como protector de los indios, el virrey tuvo una labor abrumadora,  asegurando con ella el control de los más apartados lugares de su jurisdicción. Desde ellos acudían a quejarse los nativos, señalando a aquellos que se alzaban con mano poderosa y a las autoridades distritales y locales que abusaban de su poder. Puede decirse que esta labor protectora fue en realidad el medio más eficiente para hacer sentir en el inmenso territorio del virreinato la presencia de las autoridades reales, lo cual favoreció la centralización del poder en el representante del rey, siempre en pugna con los poderosos de la tierra.

 

Como máximo tribunal que era la real audiencia de México controlaba los actos de las autoridades del distrito, a veces de acuer­do con el virrey y más frecuentemente de modo independiente. Su jurisdicción se hacía patente sobre todas las autoridades del reino y sobre los actos del virrey mismo. Después de las decisiones de la Audiencia sólo se podía apelar ante el Consejo de Indias.

 

No fue poco lo que hizo la Audiencia para lograr la presencia de la autoridad real en Nueva España. Como aparato judicial y gobierno –en los acuerdos con el virrey o en los momentos en que gobernaba por la ausencia de éste- imponía el parecer de los letrados sobre las personas que se levantaban con mano poderosa. Deshaciendo agravios por vía de apelación llegó a privar de efectos las decisiones de autoridades temporales y eclesiásticas. La Audiencia concedía a los va­sallos del rey reales provisiones para librarlos de las sanciones que les imponían los obis­pos; su poder llegaba hasta el grado de levantar temporalmente las excomuniones cuando se acudía a ella por vía de fuerza. Quienes echaban mano de este recurso alegaban en sus exposiciones su calidad de vasallos del rey, demandando de su real audiencia que "quitara la fuerza que sobre ellos hacía la au­toridad eclesiástica".

 

Fue Felipe II quien reglamentó con más cuidado este medio ya conocido en la penín­sula ibérica, para reforzar su autoridad frente a la Iglesia de las lndias. El abuso de este recurso por parte de los eclesiásticos para li­brarse de sus superiores, hizo que se consi­derara anticanónico por las autoridades ecle­siásticas, y que se prohibiera a los hombres de la Iglesia que lo alegaran; pero una revisión de los archivos de este tiempo muestra que la prohibición no tuvo efecto alguno. Nunca dejaron de utilizarlo seglares y sacer­dotes, clérigos y religiosos.

 

De la actividad de la Audiencia surgieron prácticas que se fueron imponiendo como ley en Nueva España. Los autos acordados eran disposiciones que ordenadas en años poste­riores constituyeron verdadera jurispruden­cia. En estas decisiones, nacidas en los acuer­dos con el virrey, es fácil reconocer su mano como presidente de la Audiencia, pero no debe menospreciarse la cooperación de los oidores para reforzar el poder de las autoridades centrales en el reino.

 

Algunos oidores fueron cuidadosos en el ordenamiento de la experiencia y recopilaron las disposiciones más importantes para el gobierno y la administración de justicia. La más conocida de esas recopilaciones, por haberse reimpreso en el siglo XIX, es el “Cedulario de Puga”, oidor de la audiencia de México, que reunió cédulas y ordenanzas dic­tadas por el rey para Nueva España desde 1525 hasta 1653. Otros oidores y funciona­rios de la Audiencia hicieron lo mismo, pro­porcionando así el repertorio legislativo que se aplicaba en Nueva España.

 

En Nueva Galicia tubo una Real Audiencia desde 1548, que tuvo a su cargo la justicia y el gobierno del amplio territorio de ese reino; pero por disposición del rey y del Con­sejo de Indias se ordenó que sus decisiones judiciales fueran conocidas en grado de apelación por la audiencia de México y que en lo relacionado con el gobierno se sometiera al virrey. Siempre hubo pugnas y disidencias entre las autoridades centrales y la audiencia de Nueva Galicia, empeñada en mantener su autonomía, hasta el grado de provocar enfrentamientos violentos con el virrey.

 

El gobierno en los distritos que comprendía Nueva España estuvo a cargo de los al­caldes mayores y corregidores. Las provincias de Yucatán, Nueva Vizcaya, Nuevo León y Nuevo México tuvieron gobernadores, ma­gistrados con poderes semejantes a los del virrey, aunque sólo en lo político y administrativo. Las ciudades de Tlaxcala y Veracruz también tuvieron gobernadores, pero las atribuciones de éstos eran las mismas que las de los alcaldes mayores y corregidores.

 

Los alcaldes mayores se introdujeron en Nueva España para que se hicieran cargo de la administración de justicia, lo cual era de su incumbencia en los reinos de la pe­nínsula ibérica. En México, dada la lejanía y las necesidades de la tierra, obtuvieron también facultades gubernativas. Sus decisiones en juicios eran apelables ante la Audiencia y en lo relativo al gobierno quedaban bajo la autoridad del virrey.

 

Los corregidores se introdujeron para atender la administración de los pueblos de indios, que tributaban directamente a la corona, es decir, los que no estaban encomendados o los que dejaban de estarlo. Con el tiempo las alcaldías mayores y los corregimientos se confundieron, no existiendo prácticamente diferencia entre ellas. Favoreció esta confusión la disminución de la población indígena, que obligó a reajustes en las jurisdicciones distritales, pues se sumaron a la alcaldía o corregimiento de mayor importancia jurisdicciones distritales que la habían perdido.

 

Los alcaldes mayores y corregidores ejer­cían un poder amplio en sus distritos. Aparte de lo jurisdiccional, sus facultades adminis­trativas se extendían a todos los aspectos de la vida: (recolectaban el tributo de los indios, vigilaban a los encomenderos, disponían sobre los caminos y transportes, cuidaban de la moral pública y de la religión e intervenían, como representantes de las autoridades cen­trales, en el gobierno local de las ciudades y villas de españoles y de los pueblos de indios.

 

Debido a la amplitud de sus jurisdic­ciones estaban obligados a recorrerlas para "hacer llegar el calor de la justicia real a todos los lugares". Como resultaba imposible un control permanente, por más que visitaran la tierra, podían, con autorización del virrey, nombrar tenientes o delegados en las poblaciones de su distrito. Los tenientazgos se vendían ilegalmente y eran acaparados por familias que con el tiempo llegaron a erigirse en dueñas de la política local.

 

Una de las labores más abrumadoras de las autoridades centrales fue controlar los abusos que cometían los alcaldes mayores, los corregidores y sus tenientes. Y nada más difícil, pues éstos tenían un poder inmediato en sus jurisdicciones y se aseguraban valién­dose de amenazas de que los agraviados no los acusaran cuando los oidores o enviados especiales del virrey iban a visitar la tierra. Pese a este terror, que se hizo sistemático en Nueva España -como lo señalan muchas relaciones y memoriales-, no son pocos los casos que se encuentran en el Archivo Nacional con quejas detalladas de los indios. Tales agravios, que siempre trató de deshacer el virrey, muestran el poder de hecho que tenían los funcionarios en sus distritos, un ver­dadero obstáculo para el buen gobierno de Nueva España.

 

Las alcaldías mayores y corregimientos eran, en manos de los ambiciosos, verdaderos cotos mercantiles. Imponían a sus poblado­res la compra de artículos a precios elevados y obligaban a los indios a cultivar aquellos productos que daban mejores ganancias en el mercado. También los hacían trabajar en sus propias empresas o los conducían a las de aquellos que los sobornaban, para que los surtieran de mano de obra indispensable en sus granjerías.

 

Huelga decir que esas autoridades dis­tritales y sus tenientes se inmiscuyeron constantemente en el gobierno local, haciendo que salieran electos en los pueblos de indios los que favorecían sus empresas. De esto hay abundantes quejas, hasta el punto de que al­gunos funcionarios llegaron a considerar que el mayor mal para los indios era el haberlos sometido al orden de república, desplazando a sus autoridades tradicionales.

 

Dentro de las alcaldías mayores y corre­gimientos estaban los gobiernos locales de las ciudades y villas de españoles y de los pueblos de indios. Los primeros tuvieron, desde un principio, forma idéntica a la de los cabil­dos de Castilla. Había dos clases de funcionarios en esas corporaciones o ayuntamientos: los alcaldes  ordinarios con atribuciones jurisdiccionales, que tenían facultad para juzgar y decidir en casos de menor importancia, y los regidores, encargados de la administración y de los servicios públicos en la localidad.

 

Estos cuerpos concejales, que regían la vida diaria de las poblaciones, perdieron pronto su autonomía, pues se procuró que los regidores no fueran electos. Con el tiempo fueron nombrados por el rey y el Consejo en los poblados de mayor importancia; el cargo se daba a perpetuidad. Sólo los alcaldes se elegían cada año, pero la elección era contro­lada por el virrey, quien ratificaba el nom­bramiento.

 

Otra forma de control fue la vigilancia sobre sus acuerdos, mediante la presencia de un oidor o un enviado del virrey, o también sometiendo a la  aprobación del virrey las decisiones sobre los asuntos de mayor importancia. En la práctica esta sanción se llegó a exigir para casos de menor entidad, como la aprobación de limosnas, disposición de bienes de poco valor, etc.

 

No se crea por esto que los ayuntamien­tos o cabildos carecían de importancia. Su labor administrativa abarcaba todos los as­pectos de la vida en las villas y ciudades. Además, los cuerpos concejales fueron el refugio de los criollos que no podían aspirar a los cargos en el gobierno central por estar reservados a peninsulares nombrados por el rey y el Consejo.

 

Aunque se trató de privar de facultades representativas a los ayuntamientos, éstos lo­graron, mediante quejas, informaciones y peticiones, hacer oír la voz de distintas pobla­ciones ante el Consejo. Muy importante es la representación que en nombre de Nueva Es­paña hizo al rey, en 1567, el cabildo de la Ciudad de México, voz abreviada de todo el reino, para que dispusiera lo que convenía en lo concerniente a la agricultura, la gana­dería y la minería.

 

Si bien dicha función representativa se fue limitando, no puede menospreciarse la im­portancia de los ayuntamientos que fueron centro de discusiones. En los de las ciudades principales se colocaron corregidores, encargados de velar permanentemente por el orden y el acato de lo que  ordenaban las autorida­des centrales.

 

Aunque el ejemplo que se tuvo presente para organizar el gobierno de los pueblos de indios fue el cabildo de las ciudades espa­ñolas, la composición de los consejos indíge­nas resultó distinta. Varió por la necesidad de mantener prácticas tradicionales que hicieran posible el reconocimiento de los indí­genas y la obediencia de pueblos distintos, reunidos en un solo consejo.

 

En principio los cabildos indígenas eran electivos. Los alcaldes, gobernadores, regidores y alguaciles debían renovarse cada año. No siempre se logró esa renovación, pues los caciques y autoridades tradicionales solían perpetuarse en los cargos.

 

La forma de elección era distinta según la composición del pueblo. Donde había una tradición aristocrática y un número suficiente de caciques y principales de linaje y sangre, la participación en las elecciones se limitaba a éstos, y entre ellos eran elegidas las auto­ridades de república. En los pueblos pequeños o en los que habían perdido al grupo de prin­cipales, por la disminución de la población in­dígena y la fusión entre ellos, participaban en la elección el común del pueblo, del cual eran elegidas las autoridades.

 

En pueblos de composición múltiple, como en Toluca con tres parcialidades: la de los otomíes, la de los matlatzincas y la de los mexicanos, cada una de ellas designaba un alcalde y dos regidores. En Zinapécuaro ha­bía una cabecera, el mismo Zinapécuaro, y otro pueblo importante, Acámbaro. El pri­mero elegía un alcalde y la mitad de los regidores, y el segundo otro alcalde y la otra mi­tad de los regidores. En Tlaxcala, que reunía en un consejo varias cabeceras,  cada año una de éstas elegía a los miembros del cabildo. Para hacer efectivo el régimen y el orden de república se atendió a las variedades loca­les, respetando la tradición. Esto, no obstan­te, tuvo sus excepciones, pues los alcaldes mayores y corregidores, aliados a otros ex­traños, lograron muchas veces deshacerse de las autoridades tradicionales para mejor disponer de los servicios y las tierras de las comunidades indígenas. La intervención de las autoridades distritales en las elecciones estaba prohibida para asegurar la libertad de los indígenas; pero en la práctica siempre estuvieron complicados en ellas, pues eran quienes aprobaban los nombramientos que debía ratificar el virrey para convencerse de que habían sido hechas libremente. Sin em­bargo, la presencia inmediata de las autorida­des de distrito y sus tenientes echaba por tierra muchas veces este medio de control.

 

Al lado de las autoridades de república, propiamente dichas, hubo en los pueblos de indios otras que se encargaban de ciertos servicios y deberes de la comunidad: los tequitlatos, para lo relativo al tributo y servi­cios que prestaba la comunidad; los fiscales de doctrina, para vigilar y hacer cumplir los deberes religiosos en el pueblo; cantores  y minitriles de la iglesia; encargados especia­les para los tianguis o mercados semanales; mandones, encargados de reclutar y conducir a los indios de servicio. En fin, tantos y tan variados, por las exigencias de las comuni­dades y sus relaciones con las empresas de españoles y los servicios públicos, que se obligaban a prestar a los indios.

 

Todo el aparato administrativo descrito se organizaba en una pirámide de jerarquías, que, aunque bien articulada teóricamente, tenía muchos fallos por razones de la exten­sión del territorio y por los intereses parti­culares de los funcionarios. Para corregirlas se dieron al virrey facultades amplias, orde­nándole que proveyera "como persona que tenía la cosa presente, y sabía lo que convenía al servicio del rey".

 

Eso equivalía a una descentralización del poder real, contraria al espíritu que animaba a la monarquía española. Para controlar a los funcionarios desde la corona hubo dos medios principales: uno de fiscalización y otro de enjuiciamiento. La visita se encargaba a un funcionario especial, quien se trasladaba a Nueva España y recorría la tierra, para  recoger información y las quejas existentes sobre la actuación del virrey, de la Audiencia y de todos los magistrados, de lo que debía dar cuentas al Consejo de Indias. En Nueva España, el virrey debía hacer visitas perso­nalmente para conocer el desempeño de las autoridades distritales y locales; de no poder hacerlo, su obligación era enviar a un oidor de la Audiencia o a una persona. designada al efecto.

 

Al concluir el desempeño del cargo, los reyes y oidores tenían que rendir cuentas, momento en que se les abría juicio de resi­dencia. Debían residir fuera de la Ciudad de México y se les erigía fianza. La residencia era tomada por una persona especialmente designada y por los oidores de la Audiencia. Se abría un  período de acusación y se pregonaba por todo el reino, y para quienes tenían que decir algo del virrey o del oidor procesado acudieran a informar. Concluido el periodo de información, el juez de residencia sentenciaba.

 

Era la residencia un verdadero juicio de responsabilidad para los más altos funcionarios, que también se podía seguir en contra de las autoridades distritales cuando eran suspendidas en su cargo. Entonces lo podía hacer la Audiencia o el virrey directamente.

 

Por desgracia, visitas y residencias no siempre tuvieron el efecto para el que fueron creadas, pues eran muchos los intereses que se ventilaban en las acusaciones. Los enjui­ciados sobornaban y aterrorizaban con el fin de evitarlas. Al iniciarse una residencia se formaban bandos contrarios; a las visitas las precedía una acción terrorista para evitar que los agraviados acudieran con sus quejas, y si, como era frecuente, el funcionario salía ileso, solía tomar represalias contra los quejosos.

 

Con todas estas deficiencias, propias de la corrupción inevitable en cualquier aparato político, los medios de fiscalización y enjuicia­miento sirvieron para atenuar -y algunas veces para sancionar con rigor- la arbitrariedad de las autoridades. Lo mismo ocurrió con medios ordinarios, en los juicios e infor­maciones, pues por muchos que fueran los males y sus persistencias, hay que tener en cuenta que es posible conocerlos para juzgar en nuestros días el período virreinal. Precisamente porque estuvo abierta la posi­bilidad de informar y de quejarse a autori­dades superiores, empeñadas en lograr, no sin muchas contradicciones, el buen gobierno de Nueva España; medios de queja efectivos, que regímenes posteriores se han encargado de eliminar o de hacer inoperantes.

 

Hubo siempre el propósito de recoger y sistematizar la experiencia positiva y nega­tiva del gobierno, no sólo en Nueva España, sino en todos los dominios españoles del Nue­va Mundo Las mayores obras en este sen­tido son, en doctrina jurídica, la Política In­diana, de Juan Solórzano Pereira, publicada en 1647 y reeditada posteriormente En le­gislación, la Recopilación de Leyes de los Reinos de Indias, pub1icada en 1680. Pese a su organización lógica y sistemática, estas obras son un repertorio vivo de la vida social y política en los dominios indianos, fruto del enjuiciamiento y del afán de idear medios óptimos para el buen gobierno de pueblos y lugares tan diversos.

 

Facultades del virrey Mendoza.

 

El primer virrey de Nueva España. don Antonio de Mendoza, fue nombra­do en 1529, pero hasta 1535 no se trasladó al reino que iba a gobernar. Se le dieron amplias facultades para que pudiera ejercer la representación personal del rey que se le encomendaba. He aquí una parte del documento en que el rey especificaba el alcance y calidad de su autoridad:

 

“Por esta nuestra carta mandamos al presidente e oidores que al presente residen en la ciudad de México..., y al nuestro capitán general y capitanes de ella, y a los consejos, justicias e regidores, caballeros y escuderos oficiales e omes buenos de todas las ciudades, villas y lugares de la dicha Nueva España, que al presente están pobladas e se poblaren de aquí adelante, que sin otra larga ni tardanza alguna, e sin más re­querir ni consultar..., vos hayan, reci­ban o tengan por nuestro visorrey e go­bernador de la dicha Nueva España e sus provincias, e vos dejen y consientan libremente usar y ejercer los dichos oficios por el tiempo que como dicho es, nuestra merced e voluntad fuere, en to­das aquellas cosas e cada una de ellas entendáis que a nuestro servicio y bue­na gobernación, perpetuidad y noblecimiento de la dicha tierra e instrucción de los naturales viéredes que conviene, para usar y ejercer los dichos oficios, todos se conformen con vos y vos obe­dezcan, y con sus personas y gentes vos den y hagan dar todo el favor y ayu­da que les pidiéredes y menester hubié­redes, y en todo vos acaten y obedez­can...

 

“E otro si, es nuestra merced, que si vos el dicho don Antonio de Mendoza entendiéredes ser cumplidero a nuestro servicio e a la ejecución, que cualquier persona que ahora está o estuviere en a dicha Nueva España, tierras e provin­cias de ella, se salgan y no entren ni es­tén en ella, les podéis mandar de nues­tra parte y lo hagáis de ella salir...”.

 

En las instrucciones que llevaba se le encargó que ejerciera el cargo de capitán general, hasta entonces desempeñado por Hernán Cortés, y recontara los veintitrés mil vasallos que se le habían otorgado al conquistador cuando se le había hecho marqués del valle de Oaxa­ca. También se le ordenó que vigilara a los encomenderos y redujera las cargas de tributos y servicios que pesaban sobre los indios. según conviniera a su buen tratamiento. Todo esto estaba encaminado a moderar el poder que habían ganado los conquistadores de la tierra.

 

Por otra parte, se le encomendó que controlara a los eclesiásticos, a los cuales debía dirigirse bajo la forma de ruego y encargo, por el respeto de su fuero; cuidando de que no agraviaran a los habitantes y deshaciendo, como presidente de la Audiencia, aquellos agravios que habían cometido. También se le avisó que las órdenes religiosas no debían recibir tierras ni construir monasterios sin el “pase” del Consejo de Indias.

 

Carta del virrey Mendoza sobre el gobierno de las provincias.

 

En diciembre de 1537 escribió al rey don Antonio de Mendoza para informar le sobre la marcha del gobierno; eso mismo hacía frecuentemente al igual que los otros virreyes. La carta, de la cual reproducimos una parte a conti­nuación, tiene la importancia de ser una descripción de la forma en que funcio­naba el gobierno de las provincias y de las providencias que iba tomando para organizar los pueblos de indios.

 

“Yo escribí a Vuestra Majestad que convenía ponerse alcaldes mayores en las provincias y partes que no llegaría el calor de esta Audiencia (de México), para que mirasen por los indios y procu­rasen su conservación y buen trata­miento; porque e causa de no haberlos, recibían muy grandes molestias y agra­vios, pues, proveyéndose los alcal­des mayores que digo, sería excusar el mal tratamiento de los indios, y adelantar mucho en su conversión y cristiandad, lo que ahora no se hace, ni aun les pasa por el pensamiento en muchas partes... Si Vuestra Majestad piensa que con ponerse corregidores en los pueblos basta, le hago saber que no hay otra cosa que más conviene, para el descargo de su real conciencia, que quitarlos: porque demás de proveer personas inhábiles, no tienen ningún cuidado de lo que toca a los indios, más que vacarles (es decir, hacerlos tributar al rey y no a encomenderos) y robarles lo más que pueden. Y todo esto carga sobre la real conciencia de Vuestra Ma­jestad...

 

“Los naturales de estas partes tenían en su tiempo la orden y ceremonias en hacerse tecles... que era una dignidad como de ser caballeros; y ahora al presente, los que tienen principio de cris­tiandad quedaban bien privados de esta honra, y los que no son buenos cristia­nos, aunque de temor, no osan hacer todas las ceremonias, hacen las que pueden. Y visto que los que más razón que sean honrados quedaban atrás, con parecer de algunas personas que tienen noticia de las cosas de estos, determiné hacerlos tecles en nombre de Su Ma­jestad; teniendo entendido que ni ellos dejan da tributar, ni adquieren derecho ni señorío sobre macehuales (o gente del común), ni más que sólo un título honroso. Y para esto yo procuro de ha­cer primero información de cómo vi­ven, y si son buenos cristianos y virtuo­sos; y habida ésta, hágolos confesar y oír misa, y después recibirles juramen­to y les digo que en nombre de Vuestra Majestad les hago tecles, y que pueden traer en sus mantas la divise de las columnas de Vuestra Majestad, y ponerla en sus casas. Hasta ahora he hecho dos: pienso que ha de ser muy provechoso para incitarlos a cristiandad y virtud, y a que sean fieles y tengan honor a Vuestra Majestad”.

 

Instrucciones del virrey Enríquez de Almansa.

 

El cuarto virrey que tuvo Nueva España, don Martín Enríquez de Almansa, instruyó a sus sucesores sobre lo que convenía hacer para el buen gobierno. Puede decirse que con este virrey se cierra todo un período en la vida de Nueva España, pues los problemas que señala son los mismos que se repiten a lo largo de los siglos siguientes.

 

“Y comenzando por lo mas importante, digo que la mayor seguridad y fuerza que tiene esta tierra, es el virrey que gobierna y la Real Audiencia; y lo que más puede sustentar esta fuerza, es que sustenten ellos entre sí mucha con­formidad y paz; y tras esto, que traiga siempre tan sujeta a la república, para que ninguno se atreva con las cabezas a cosa que huela a desacato, so pena de castigo ejemplar, cosa que se ha he­cho con algunos en mi tiempo, sin rui­do: porque cosa cierta es que no puede haber mucha seguridad donde los ma­yores no fueren acatados y temidos. Y si quiere Vuestra Señoría saber el medio con que entre ambas cosas se puede conseguir, mayormente en esta tierra, digo que vivan bien los que man­dan, porque en esto pueden siempre usar su libertad y entrar y salir con ella en todos casos sin temor...

 

“Después de esto, sabrá Vuestra Se­ñoría que aunque juzgan en España que el virrey es acá muy descansado, y que en tierras nuevas no debe haber mucho a qué acudir, que a mí me ha desenga­ñado de esto la experiencia y el trabajo que he tenido; y lo mismo verá Vuestra Señoría, porque yo hallo que sólo el virrey es acá dueño de todas las cosas que allá están repartidas entre muchos, y él solo ha de tener cuidado de lo que cada uno habla de tener en su propio oficio, no solamente seglar, sino tam­bién eclesiástico... Y fuera de esto, no hay chico ni grande, ni persona de cualquier estado que sea, que no sepa acudir a otro en todo género de nego­cios, sino al virrey... porque hasta los negocios y niñerías que pasan de eno­jos entre algunos en sus casas, les pa­rece que si no dan cuenta de ellos al virrey, no puede haber buen suceso. Y visto yo que la tierra pide esto, y que el virrey ha de ser padre para todos, y que para ellos ha de pasar por todo esto y oírlos a todas horas, sufrirlos con paciencia me ha sido forzoso hacerlo. Y esto mismo procure hacer Vuestra Señoría.

 

“Y en acudir a otras obligaciones que sólo son del virrey, que es el amparo de todos los monasterios y hospitales y mucha gente pobre y desamparada, que hay en esta tierra, huérfanos y viu­das, mujeres e hijos de conquistadores y criados de Su Majestad; porque pasa­rían mucho trabajo si el virrey no mira­ra por todos. Y en lo de los hospitales conviene acudir al de indios de esta ciudad y al de San Juan de Ulúa, por­que como el de los indios de aquí tiene nombre de hospital real, y piensan to­dos que Su Majestad provee lo nece­sario, acuden pocos a él, y así padece necesidad. Demás de los españoles, después de servirse de los indios, más cuidado tienen de sus perros que no de ellos, y hubieran muchos perecido, así de esta ciudad como de fuera, si no se les hubiera hecho este recurso...

 

“Ya traerá Vuestra Señoría entendido que de las dos repúblicas que hay que gobernar en esta tierra, que son indios y españoles, que para lo que principalmente Su Majestad nos envía acá es para lo tocante a los indios y su ampa­ro. Y ello es así, que a éstos se debe acudir con más cuidado, como a parte más flaca, porque son tos indios una gente tan miserable, que obliga a cual­quier pecho cristiano a condolerse de ellos. Y esto ha de hacer el virrey con más cuidado, usando con ellos oficio de propio padre. Que es: por una parte no permitir que ninguno los agravie, y por otra no aguardar a que ellos acudan a sus cosas porque no lo harán; sino dárselas hechas, habiendo visto lo que conviene, como lo hace el buen padre con sus hijos; y en esto ha de ser sin costa ni gastos, porque los más de ellos no tienen de donde sacar un real, sino venden, ni sus negocios son de calidad ni cantidad...

 

“He querido dejar para la postre el tratar a Vuestra Señoría lo que entiendo más le ha de cansar en los negocios, que son las provisiones de cargos de justicia de esta tierra; porque los que piensan que más derechos a ellas tienen, son los nacidos en ella, hijos y nietos de conquistadores, aunque de éstos entiendo quedan pocos; y en efecto de no les dar a ellos los cargos, hacen tanto ruido, que no falta sino poner el negocio a pleito, porque pedir testimonio para irse a quejar a España, por ordinario lo hacen... Y lo que Su Majestad me mandó fue, pues yo tenía esto presente, que como lo demás lo gobernase, mirando lo que más conve­nía al servicio de Dios y suyo y bien de la tierra. Y lo mismo haga Vuestra Se­ñoría, sin reparar en quejas...”

 

Bibliografía.

 

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O'Gorman, E. Historia de las divisiones territoriales de México, México, 1966.

 

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Zavala, S. y Miranda, J. Instituciones indígenas de la Colonia. La política indigenista en México. Métodos y resultados. T. 1. México. 1973.

 

54.            Expansión territorial y conquistas.

Por: Rosa Camelo.

 

Las conquistas iniciadas antes de 1530 en el territorio novohispano se encuentran en clara relación con la figura de Hernán Cor­tés, como todo lo que sucedió durante aquellos años en la naciente colonia, ya que si algunas no se realizaron directamente por su mandato, los personajes que las llevaron a cabo están unidos al conquistador por la­zos de compañerismo o de odio. En el primer caso se encuentra Francisco de Montejo, que en 1527 inició la conquista de Yucatán, des­pués de haber desempeñado en la corte el cargo de procurador, que le dio el recién fundado ayuntamiento de Veracruz. En el segundo se halla Nuño de Guzmán, quien, desde su llegada como gobernador a Pá­nuco, estableció con don Hernando una fuerte rivalidad, y cuando tuvo prerrogativas de poder, siendo presidente de la primera Audiencia, lo persiguió encarnizadamente. Algunos historiadores ven en su partida ha­cia la conquista de los territorios que des­pués serían Nueva Galicia un intento de su­perar lo que  Cortés había realizado.

 

El mismo año 1530 marca el momento en que el marqués del Valle de Oaxaca -con ese título había vuelto de España el con­quistador de Tenochtitlan- perdió la relevancia que anteriormente tenía, pues sufrió duros enfrentamientos con la segunda Au­diencia y con el primer virrey, y su actuación fue reducida a la preparación de expediciones marítimas que mandó para explorar la Mar del Sur (océano Pacifico), de acuerdo con las capitulaciones que celebró con la reina gober­nadora en 1529. Años después también fue desplazado en este campo por el virrey Antonio de Mendoza, quien se incautó de los navíos que habían quedado en los astilleros. La tercera década del siglo XVI señala el inicio de un cambio en la manera de reali­zar las conquistas, porque hasta ese momento se había sometido a grupos de indios que eran agricultores sedentarios, los cuales acep­taban, por lo general, el dominio que se les imponía. Pero en regiones vecinas de lo con­quistado hasta entonces y de los territorios recorridos durante ese tiempo por Nuño de Guzmán, actualmente designados Mesoamé­rica, existían tribus que tenían otra manera de vivir. Eran grupos de vida semisedentaria, que se desplazaban de un sitio a otro en bus­ca de caza o de frutos para la recolección. La presencia de los españoles les hacía aban­donar las zonas donde se movían generalmente para refugiarse en sitios inaccesibles. Estos indios fueron llamados genéricamente chichimecas.

 

Fray Juan de Torquemada los describe de la  siguiente manera: “Hacia las partes del norte (en contra de la Ciudad de México, y en grandísima distancia apartadas de ella, hubo unas provincias (y puede ser que al presente las haya), cuya principal ciudad fue llamada Amaqueme y cuyos moradores, en co­mún y genérico vocablo, fueron llamados chichimecas, gente desnuda de ropas de lana, algodón, ni otra cosa que sea de paño o lienzo, pero vestida de pieles de animales; feroces en el aspecto y grandes guerreros, cuyas armas son arcos y flechas. Su susten­to ordinario es la caza, que siempre siguen y matan; y su habitación, en los lugares ca­vernosos; porque  como el principal ejercicio de su vida es montear, no les queda tiempo para edificar casas”. Era, pues, necesario reducirlos a la vida sedentaria. A causa de esta necesidad, los ejércitos conquistadores fueron paulatinamente cambiando su índole, y a los soldados españoles, acompañados de gran cantidad de indios aliados, se unieron los animales necesarios para la alimentación del ejército, las carretas con los objetos indis­pensables para acampar y finalmente las fa­milias para formar los núcleos fundadores de nuevas poblaciones.

 

La toma de posesión.

 

La toma de posesión era un acto que se celebraba al hacerse una exploración y al iniciarse una conquista, para representar la ocupación que de aquel territorio hacía la corona de Castilla.

 

Esta ceremonia tenía que efectuarse ante testigos y dejar constancia es­crita de ella el escribano que acompa­ñaba a la expedición.

 

Para ilustrar la manera de cómo se hacía, se reproducen a continuación algunos textos de la toma de posesión que celebró Juan de Oñate al dar principio a la conquista de Nuevo Mé­xico.

 

“En el nombre de la Santísima Tri­nidad y de la individua Unidad Eterna, Deidad y Majestad, Padre Hijo y Espí­ritu Santo, tres personas y una sola esencia y un solo Dios verdadero, que con su eterno querer omnipotente poder e infinita sabiduría, rige, gobierna y dispone poderosa y suavemente de mar a mar, de fin a fin, como principio y fin de todas las cosas, y en cuyas manos están el eterno pontificado y real sacerdocio, los imperios, los reinos, principados y dictados, repúblicas ma­yores y menores, familias y personal como en eterno sacerdote: Emperador y rey de emperadores y reyes y señor de señores, creador de cielos y tierras, elementos, aves, peces, animales, plan­tas, y de toda criatura espiritual y cor­poral, racional e irracional, desde el más supremo querubín hasta la más despreciada hormiga y pequeña mari­posa, y a honor y gloria suya y de su Sacratísima y Benditísima Madre la Virgen Santa María Nuestra Señora, Puerta del Cielo, Arca del testamento, en quien el maná del cielo, la vera de la divina justicia y brazo de Dios y su ley de gracia y amor estuvo encerrada como en Madre de Dios, Sol, Luna, Norte, Guía y Abogada del género humano, y a honra del seráfico padre san Francisco, imagen de Cristo Dios en cuerpo y alma, su real alférez y patriarca de pobres, a quienes tomo por mis patrones y abogados, guías defensores e intercesores para que rueguen al mismo Dios que todos mis pensamien­tos dichos y hechos vayan encaminados al servicio de Dios, aumento de fieles y extensión de nuestra Santa Iglesia y al servicio del cristianísimo rey don Fe­lipe nuestro señor, columna firmísima de nuestra santa fe católica, que Dios guarde muchos años, y corona de Cas­tilla y amplificación de sus reinos y pro­vincias: quiero que sepan los que ahora son o por tiempo fueren, como yo, don Juan de Oñate, gobernador y capitán general y adelantado de la Nueva Mé­xico y de sus reinos y provincias y las a ellas circunvecinas y comarcanas, des­cubridor, poblador y pacificador de ellas y de los dichos reinos, por el rey nues­tro señor, digo: que por cuanto en vir­tud del nombramiento que en mi fue hecho y título que su majestad me da desde luego, de tal gobernador y capi­tán general y adelantado de los dichos reinos y provincias, sin otros mayores que me promete en virtud de sus rea­les ordenanzas, y de dos cédulas rea­les, Su Majestad aprueba la elección hecha en mi persona y estado, ejer­ciendo y continuando el dicho mi oficio, y ahora venido en demanda de los di­chos reinos y provincias... para poblar y pacificar y con gran máquina de per­trechos necesarios, carros, carretas y carrozas, caballos, bueyes, ganado me­nor y otros ganados y mucha de la gen­te casada; de suerte que me hallo hoy con todo mi campo entero y con más gente de la que saqué de Santa Bár­bara, junto al río que llaman del Norte; y alojado a la orilla del río y su ribera y lugar circunvecino y comarcano a las primeras poblazones de la Nueva México y pasa por ellas, y dejo abierto camino de carretas ancho y llano, para que sin dificultad se pueda ir y venir por él, después de andadas al pie de cien leguas de despoblado; y porque yo quiero tomar la posesión de la tierra hoy, día de la Ascensión del Señor,... mediante la persona de Juan Pérez de Donis, escribano de Su Majestad y secretario de la jornada y gobernación de los dichos reinos y provincias, en voz y en nombre del cristianísimo rey nuestro señor don Felipe segundo de este nom­bre y de sus sucesores que sean, mu­chos y con suma felicidad; y para la co­rona real de Castilla y reyes que de su gloriosa estirpe reinaren en ella, y por la dicha y para la dicha mi gobernación, fundándome y estribando en el único y absoluto poder y jurisdicción que aquel eterno y Sumo pontífice y rey Je­sucristo Hijo de Dios vivo... habiendo de subir a su Eterno Padre por presen­cia corporal hubo de dejar y dejó por su vicario y sustituto al príncipe de los apóstoles San Pedro, y demás sus su­cesores, legítimamente electos, a los cuales dio y dejó el reino, poder e impe­rio, y las llaves de los cielos, según y como el mismo Cristo Dios le recibió de su Eterno Padre,... no sólo les dejó la jurisdicción eclesiástica... más también les dejó... su jurisdicción y monarquía temporal... para que por sí o por medio de sus hijos los emperado­res y reyes... pudiesen reducir la sobre dicha jurisdicción y monarquía temporal al acto... mediante la sobre dicha po­testad, jurisdicción y monarquía apos­tólica y pontificial, transfusa, concedida y otorgada, encomendada y encargada a los reyes de Castilla y Portugal y a sus sucesores, desde el tiempo del sumo pontífice Alejandro sexto... en cuyo sólido fundamento estribo para to­mar la sobre dicha posesión de estos rei­nos y provincias... en presencia del reverendísimo padre fray Alonso Mar­tínez,... y del Maese de Campo, general don Juan de Zaldívar Oñate y de los oficiales mayores, y de la mayor parte de los demás capitanes y oficiales del campo y gente de par y guerra de él, digo: que en voz y en nombre del cris­tianísimo rey don Felipe nuestro señor, único defensor y amparo de la Santa Madre Iglesia, y su verdadero hijo, y para la corona de Castilla y reyes que de su gloriosa estirpe reinaren en ellas, y por la dicha y para la dicha mi gober­nación, tomo y aprehendo, una y dos y tres veces, una y dos y tres veces, una y dos y tres veces y todas las que de derecho puedo y debo, la tenencia y posesión real y actual, civil y natural en este dicho río del Norte, sin excep­tuar cosa alguna y sin alguna limitación, con los montes, riberas, vegas, cañadas y sus pastos y abrevaderos, y esta dicha posesión tomo y aprehendo, en voz y en nombre de las demás tierras, pue­blos, ciudades, villas, castillos y casas fuertes y llanas que ahora están funda­das en los dichos reinos y provincias de la Nueva México, y las a ellas circun­vecinas y comarcanas, y adelante, por tiempo se fundaren en ellos, con sus montes, ríos y viveros, aguas, pastos, vegas, cañadas, abrevaderos y minera­les de oro, plata, cobre, azogues, estaño, hierro, piedras preciosas, sal, mora­les, alumbres y todos los veneros de cualesquier suerte, calidad o condición que sean o ser puedan, con todos los indios naturales que en ellas y en cada una de ellas se incluyeren, y con la ju­risdicción civil y criminal, alta y baja, horca y cuchillo, mero mixto imperio, desde la hoja de árbol y monte, hasta la piedra y arenas del río, y desde la piedra y arenas del río, hasta la hoja del monte; e yo el dicho, Juan Pérez de Donis, escribano de Su Majestad y se­cretario susodicho, certifico y doy fe, que el dicho señor gobernador... en señal de verdadera y pacífica posesión, y continuando los autos de ella, puso y clavó con sus propias manos, en un ár­bol fijo que para el dicho efecto se ade­rezó, la Santa Cruz de Nuestro Reden­tor Jesucristo y volviéndose a ella, las rodillas por el suelo, dijo: ‘Cruz, Santa que sois divina puerta del cielo, altar de único y esencial sacrificio del cuerpo y sangre del Hijo de Dios, camino de los santos y posesión de su gloria, abrid la puerta del cielo a estos infieles, fundad la iglesia y altares en que se ofrez­ca el cuerpo y la sangre del Hijo de Dios, abridnos camino de seguridad y paz para la conservación de ellos y conservación nuestra, y dad a nuestro rey y a mí, en su real nombre, pacífica po­sesión de estos reinos y provincias para su Santísima gloria, amén’. Y luego, incontinente, prendió y fijó asimismo, con sus propias manos, en el estandar­te real, las armas del cristianísimo rey don Felipe nuestro señor, que estaban bordadas, de la una parte las imperiales y de la otra las reales; y al tiempo y cuando se hizo lo susodicho, se tocó el clarín y disparó la arcabucería con gran­dísima demostración de alegría, a lo que notoriamente pareció; y su señoría... mandó se autorice y selle con el sello mayor... se guarde con los pape­les de la jornada y gobernación y se sa­quen. .. dos o más testimonios...”

 

Expediciones militares.

 

La llegada en 1536 a Nueva España de Alvar Núñez Cabeza de Vaca y de sus com­pañeros dio un nuevo impulso a la prepara­ción de expediciones que se lanzaron en busca de nuevas tierras, las cuales se suponían muy pobladas y ricas.

 

Cabeza de Vaca era el tesorero de la ex­pedición que en 1527 zarpó de Sanlúcar de Barrameda, al mando de Pánfilo Narváez, para conquistar el territorio comprendido entre La Florida y el río de Las Palmas, río considerado el límite por el norte de la provincia de Pánuco. Los españoles desem­barcaron en La Florida y caminaron en busca de poblados, marchando siempre cerca de la costa. Muchas fueron las penalidades que sufrieron hasta que al final decidieron abandonar la empresa.

 

Con cinco barcas intentaron navegar has­ta llegar a la provincia de Pánuco, que creían muy cercana, pero los vientos y las corrientes los separaron. La de Alvar Núñez fue arras­trada hacia la playa, donde al poco tiempo la gente se reunió con los supervivientes de otra barca que también había naufragado. Unos indios que estaban recogiendo alimen­tos en la región se apoderaron de ellos. Esos indios pertenecían a diferentes grupos, unidos sólo por las necesidades de la recolección; al no encontrar los medios suficientes para subsistir se separaron, y Cabeza de Vaca tuvo que dejar a sus compañeros para seguir a los indígenas que lo apresaron. Vivió durante seis años solo, "y porque yo me hice mercader, procuré de usar el oficio lo mejor que supe, y por esto me daban de comer y me hacían buen tratamiento y rogábanme que me fuese de unas partes a otras, dice. Y prosigue: "...y este oficio me estaba a mi bien, porque andando en él tenía libertad y no era esclavo". Un día se enteró de que en una población cercana  se encontraban otros españoles, a los que tenían esclavizados. Eran Alonso del Castillo Maldonado, Andrés Dorantes y su esclavo morisco Estebanico. A fin de estar con ellos y poder escapar juntos dejó el co­mercio y quedó sirviendo a los indios, mien­tras que se les presentaba la ocasión de huir. Esta ocasión la  tuvieron cuando sus amos, impulsados por el mal clima y la falta de alimentos, se movieron a otro sitio y descui­daron la vigilancia que tenían sobre ellos. Durante su huida se vieron obligados a prac­ticar curaciones, en la forma en que Alvar Nú­ñez describe: "La manera con que nosotros curamos era santiguándolos y soplándolos y rezando un Pater noster y un Ave María y rogando lo mejor que podíamos a Dios Nues­tro Señor que les diese salud e inspirase en ellos que nos hiciesen algún buen tratamiento. Quiso Dios Nuestro Señor y su misericordia que todos aquellos  por quienes suplicamos, luego que los santiguamos decían a los otros que estaban sanos y buenos". Esto les dio fama y les mereció el respeto de los pueblos que visitaban durante su recorrido.

 

Y así, pasando de una tribu a otra, atra­vesaron extensos territorios hasta encon­trarse con Diego de Alcaraz, capitán de Nuño de Guzmán, que incursionaba por el norte del actual estado de Sinaloa en busca de indios a fin de esclavizarlos. Pasó luego a la provincia de Culiacán. En Compostela vio a Nuño de Guzmán y de allí fue conducido ante el virrey Antonio de Mendoza, quien se interesó mucho en la narración que le hizo del viaje, y consideró indispensable recoger mayor información.

 

Fray Marcos de Niza (1539).

 

Para ampliar las noticias que Alvar Nú­ñez proporcionó sobre los territorios del norte, salió hacia esta región fray Marcos de Niza, franciscano "docto, no solamente en la teología, pero aun en la cosmografía, en el arte de la mar", según fray Antonio de Ciu­dad Rodrigo.

 

Por guía tuvo a Estebanico, el esclavo de Andrés Dorantes. Cuando llegaron a una po­blación llamada Vacapa, el franciscano deci­dió permanecer en ella, mientras Estebanico se adelantaba a explorar; acordaron que, junto a los informes, le mandarla una cruz cuyo tamaño sería proporcional a la calidad de lo encontrado. Fray Marcos recibió una cruz del tamaño de un hombre y salió en busca del morisco, del cual seguía recibiendo cruces cada vez mayores, pero no le alcanzó.

 

Las noticias que le llegaban junto a las cruces eran muy halagüeñas. Le hablaban de la ciudad de Cíbola, la primera y la más pequeña de siete ciudades con grandes casas de varios pisos que tenían las fachadas adornadas con turquesas. Transcurridas algunas jornadas llegó un indio portador de malas nuevas. Antes de llegar a Cíbola, Esteban había mandado un mensajero pidiendo que se le recibiera, pero el señor se negó. Sin importarle la negativa, el esclavo siguió adelante, y los de la población lo hicieron prisionero. Al día siguiente intentó huir, pero los indios le persiguieron y lo mataron a flechazos.

 

Fray Marcos prosiguió su camino a pe­sar de la oposición de sus guías y acompa­ñantes, y llegó a la vista de Cíbola. Desde un cerro la divisó, pareciéndole mayor que la Ciudad de México. Alentado por las noti­cias de que más adelante había seis ciudades aún mayores, quiso hallarlas, pero cuando pensó en que si moría no habría quien infor­mara al virrey acerca de los territorios visi­tados, tomó posesión de la tierra en nombre del rey y regresó a Nueva España.

 

Francisco Vázquez de Coronado (1540).

 

A la expectación que causó en el virreinato la noticia de la existencia de las siete ciudades se sumó la  curiosidad por saber a quién correspondería hacer la conquista. Cor­tés quiso hacer valer su nombramiento de capitán general y las capitulaciones que tenía para la exploración de la Mar del Sur. El virrey se negó a reconocerle nin­gún derecho y organizó la expedición que debería partir a la conquista de esos territorios. Confió el mando a Francisco Vázquez de Coronado, que era gobernador de Nueva Galicia.

 

Se creía que las fuerzas podrían salir en 1539, pero algunos levantamientos de indios en Nueva Galicia, que hubo que com­batir, hicieron que se aplazara la partida has­ta el año siguiente. Paralelamente a la hues­te que marchaba por tierra, zarparon dos navíos al mando de Hernando de Alarcón, quien fue costeando el golfo de California y penetró par el río que hoy conocemos con el nombre de Colorado, hasta su confluencia con el ahora llamado Gila. Como no  logró tener noticias de Vázquez de Coronado y de su gente, tomó posesión de la tierra, dejó unas señales y regresó al puerto de Acapulco.

 

Mientras tanto, Vázquez de Coronado se internó hacia lo que hoy es Nuevo México. Exploró regiones que actualmente constitu­yen los estados de Utah, Colorado y Arizo­na en los Estados Unidos, y sus gentes en­contraron las señales dejadas por Hernando de Alarcón. Acerca de las supuestas riquezas que debería hallar, el jefe de la expedición decía en una carta al rey: "...me dieron los naturales un pedazo de cobre, que un indio principal traía colgado del cuello; envíolo al visorrey de la Nueva España, porque no he visto en estas partes otro metal sino aquél y ciertos cascabeles de cobre que le envié y un poquito de metal que parecía oro, que no he sabido de dónde sale, mas de que creo que los indios que me lo dieron lo hubieron de los que yo aquí traigo de servicio, porque de otra parte yo no le puedo hallar el nacimiento, ni sé de dónde sea". Desilusionado, regresó a Nueva España en 1542.

 

Ginés Vázquez del Mercado (1552).

 

Por un tiempo se dejó de pensar en las Siete Ciudades. El oro perdió su primacía ante la plata, descubierta en Zacatecas por Juan de Tolosa en 1546. Con la esperanza de encontrar vetas ricas, mucha gente penetra­ba en regiones inexploradas. Así, Ginés Vázquez del Mercado, habiendo recibido informes por parte de unos indios sobre un cerro de plata que se  encontraba en la región situada al norte de Zacatecas, exploró la zona y descubrió el cerro que lleva su nombre. Su desilusión fue muy grande cuando se dio cuenta de que éste no era de plata, sino de hierro. Al regresar combatió, en la población de El Sain, con unos indios que lo hirieron y a los pocos días murió.

 

Francisco de Ibarra (1554 - 1562).

 

Uno de los compañeros de Juan de Tolosa en la fundación de la villa de Zacatecas fue Diego de Ibarra, quien logró un lugar muy destacado en la sociedad de Nueva España y casó con una hija del virrey Luis de Velasco. Por medio de éste consiguió autori­zación para conquistar y explorar al norte de la región ya poblada.

 

Como su condición de rico minero y comerciante no le permitía abandonar fácil­mente sus negocios para lanzarse a la aventura, puso al mando de la expedición a su sobrino Francisco, quien descubrió las minas de San Martín y El Aviño, recorrió el valle que llamó de Guadiana (descubierto por Vázquez del Mercado en su infortunada aventura) y regresó a Zacatecas. Ocho años después recibió el nombramiento de goberna­dor de Nueva Vizcaya, nombre con que se designaron las tierras que había recorrido.

 

En una segunda penetración en su gober­nación, Francisco de Ibarra fundó Durango en el ya  mencionado valle de Guadiana; des­cubrió las minas de Topia, marchó hacia la costa del Pacífico y fundó un fuerte en la región de los sinaloas, al norte del estado que hoy lleva ese nombre. La población más cercana era la villa de Culiacán, que pertenecía a Nueva Galicia. Sus habitantes vivían siempre amenazados por los ataques de los indios y al sur no tenían ningún lugar habitado por españoles que les permitiera una fácil comunicación con Guadalajara, capital del reino neogallego, a causa de lo cual  pidieron a Ibarra que fundara una villa. Esta fue San Sebastián, hoy Concordia, que puso bajo su gobierno; esto le acarreó un pleito de jurisdicciones con Nueva Galicia, que reclamó como suya la región. Cuando Ibarra realizó la fundación, la zona estaba despobla­da; por eso la nueva villa quedó dentro del de Nueva Vizcaya.

 

Don Francisco fue después en busca de Nuevo México. Esta designación no se re­fiere al actual estado de la Unión Americana ni tampoco a lo que se designaba  con aquel nombre en la colonia. Ibarra pretendía hallar un Nuevo México, que no era sino el supues­to lugar donde iniciaron su peregrinación los fundadores de Tenochtitlan, "origen, venida, raíz y tronco de los antiguos culhuas mexicanos, teniendo sospecha seria de gran número de indios, poblaciones y riquezas", dice  Baltasar de Obregón, que participó en esta con­quista.

 

Pero el gobernador de Nueva Vizcaya no encontró este Nuevo México; con todo, esta adversa circunstancia no destruyó la fe en  la existencia de esa quimérica región. El oidor don Alonso de Zorita solicitó autorización de la corona para colonizar la susodicha zona, y el antes citado Baltasar de Obregón esperaba lo mismo.

 

Tristán de Luna y Arellano (1559).

 

Después de la frustrada expedición que en 1512 Juan Ponce de León realizó a La Florida en busca de la fuente de la juventud, muchos españoles la habían costeado o ha­bían desembarcado en sus playas, pero sin que se consiguiera fundar en ella ningún es­tablecimiento.

 

Alonso Alvarez de Pineda en 1519, Lu­cas Vázquez de Ayllón en 1524, Pánfilo de Narváez en 1528 y Hernando de Soto en 1531 son algunos de los que llegaron a la península sin conseguir ningún fruto para la corona española.

 

También hubo intentos misionales. Fray Luis de Cáncer, el cual había participado en la experiencia de la Verapaz, consiguió del emperador una orden para que el virrey Antonio de Mendoza le procurara los medios necesarios para la evangelización de La Florida. Creyendo que los anteriores desembar­cos podían haber predispuesto a los indios en contra de los españoles, el fraile pidió al piloto que los dejara en algún lugar que todavía no hubiera sido reconocido. Parece ser que por un error los navíos llegaron a un si­tio cercano al lugar en donde Narváez había desembarcado. Cáncer y un compañero ba­jaron a tierra y, a pesar de sus gestos de paz, los indígenas los mataron. Los que estaban en los barcos no se dieron cuenta de nada. Ante la tardanza de fray Luis, bajaron otros dos frailes, que fueron hechos prisioneros y lograron  salvar la vida mediante la interven­ción de un español, superviviente de ante­riores expediciones, que habitaba allí. Viendo que era inútil continuar en su intento, regre­saron a Nueva España.

 

En 1558, el rey Felipe II ordenó a don Luis de Velasco que preparara la conquista de La Florida. Se habían tenido noticias de que en esas tierras se quería establecer una colonia francesa; para impedirlo se acordó poblarlas con españoles. El virrey organizó una fuerza al mando de Tristán de Luna y Arellano, persona de relieve en la sociedad novohispana. Partieron de Veracruz y de­sembarcaron en un puerto al que llamaron Santa María. Las tierras les parecieron férti­les y ricas. Creyendo que las naves estaban bien protegidas de los vientos, no las descar­garon y dejaron esta labor para cuando hu­bieran construido un fuerte. Los vientos soplaron con gran violencia y los navíos queda­ron destrozados; los dos mil componentes de la expedición se encontraron sin ali­mentos. Se internaron en la región en busca de comida y con la esperanza de encontrar algún poblado, pero la realidad es que se hallaron ante extensas llanuras en las que desa­parecía la fertilidad que habían visto en la costa. Un destacamento descubrió el pueblo de Nanicpana, donde se les suministró maíz y frijoles. Cuando los alcanzaron los demás de la fuerza, muy pronto los ali­mentos se terminaron; los indios, ansiosos por deshacerse de ellos, disfrazaron a un indígena de embajador de un poblado vecino llamado Coza e hicieron creer a los espa­ñoles que se les invitaba a pasar al susodi­cho pueblo. Abandonaron Nanicpana y después de un día de camino el supuesto emba­jador y su comitiva desaparecieron. Muy tarde se percataron del engaño. Tristán de Luna y Arellano decidió volver a la costa. Mandó a dos frailes en unas pequeñas em­barcaciones para pedir auxilio al virrey, quien mandó en su ayuda a otra armada bajo las órdenes de Angel de Villafañe: las disputas y divisiones que se suscitaron en el campamento hicieron imposible que se pudiera reorganizar la fuerza para reemprender la conquista.

 

Años después ésta se llevó a cabo desde Cuba, sin que el gobierno de Nueva España interviniera.

 

Luis de Carbajal (1579).

 

Hombres procedentes de Nueva Vizcaya habían fundado algunos establecimientos en el noroeste del virreinato, pero, en realidad, la zona no se hallaba poblada.  En 1579, Luis de Carbajal, que tenía estancias de ganado en la provincia de Pánuco, límite de lo colonizado hasta entonces en la costa del golfo de México, capituló a fin de poblar al norte de dicha provincia. Nuevo Reino de León sería el nombre que se daría a lo pacificado por él. Carbajal confiaba en la experiencia que había adquirido en el trató con los indios no sometidos, que había conocido durante sus recorridos al norte de Tampico.

 

La capitulación establecía que el territo­rio que debía conquistar tendría como lí­mites Nueva Galicia y Nueva Vizcaya, y que su extensión no debía sobrepasar las doscientas leguas. También autorizaba que cien pobladores viajaran al Nuevo Reino de León, sin la obligación de demostrar su calidad de cristianos viejos.

 

Desde Tampico penetró en lo que hoy es el estado de Nuevo León y fundó la villa de San Luis en el lugar donde se encuentra actualmente la ciudad de Monterrey. También fundó León, en la sierra que luego se llamaría de Cerralvo, donde encontraron minerales, y Nuevo Almadén en la Monclova actual. Uno de sus capitanes, Gaspar Castaño de Sosa, exploró al norte del río Bravo, recorrien­do territorios que en la actualidad son los estados norteamericanos de Texas y Nuevo México.

 

Cuando Carbajal cambió los alcaldes de la villa del Saltillo, entró en conflicto con las autoridades de Nueva Vizcaya, considerando que se encontraba dentro de las  tierras que le concedían las capitulaciones. Al ser llamado a la capital del virreinato para responder a una acusación de judaizante, se vio obligado a interrumpir sus conquistas. A pesar de que no se probó su culpabilidad, fue procesado por no haber denunciado a sus parientes, que si lo eran. Se le condenó a seis años de destierro, pero murió antes de que pudiese cumplir la sentencia.

 

 Los pobladores establecidos en los pueblos fundados por él, los abandonaron para ir a vivir en zonas mejores.

 

Juan de Oñate (1597).

 

Con sus imaginarias y ocultas riquezas, Nuevo México seguía. atrayendo el interés de los españoles. Algunos, como Sánchez Chamuscado en 1581, Antonio de Espejo en 1582 y Gaspar Castaño de Sosa en 1590, hicieron incursiones por aquellas tierras, pero no establecieron ninguna población. En 1595, Juan de Oñate obtuvo la autorización para llevar a cabo la conquista. Partió para las mi­nas de Santa Bárbara y valle de San Bar­tolomé, que eran las poblaciones más septentrionales de Nueva Vizcaya. Su fuerza estaba compuesta por soldados y familias de españoles y de indios, los cuales deberían integrar los primeros núcleos pobladores. El mismo Oñate describe a su expedición en carta al virrey: "Salí con la gran máquina de carretas, mujeres y niños que usía sabe bien". Al frente marchaban los soldados para señalar dónde debían establecerse los pue­blos. Los frailes y las familias llegaban des­pués.

 

La tierra le pareció adecuada para fundar. Dice: "...Dios sea bendito por siempre, que muy en servicio suyo y de la Real Magestad hase llegado a posesión tal y tan buena,  que ninguna de las que Su Magestad tiene en las Indias le hace ventaja". Pero muchos de sus compañeros no compartían su optimismo, y se insubordinaron y trataron de obligarlo a regresar ante los indios salvajes y la llegada del invierno. Logró sofocar la rebelión y estableció algunos pueblos, iniciando la paci­ficación del territorio, al que se le impuso el nombre de Nuevo México.

 

Oñate recorrió una inmensa extensión de tierra tocó regiones que hoy pertenecen a los actuales estados norteamericanos de Texas, Colorado, Arizona y California. Pero toda esta actividad fue la causa de que descuidara las poblaciones fundadas recientemente. Sus habitantes las abandonaron, porque no encontraban las riquezas que creyeron allí había. Para evitar que se despoblasen, impuso castigos tan severos que originaron una acu­sación de crueldad ante la corte. Por otra parte, el virrey, marqués de Montesclaros, resolvía con mucha lentitud las solicitudes de ayuda que le presentaba y en 1607 renunció a su cargo de gobernador.

 

Los pobladores que quedaron en Nuevo México eran muy pocos. Aunque algunos indios sedentarios habían aceptado su perma­nencia, otros los rechazaban y hostilizaban constantemente. Los españoles, por su parte, les exigían que trabajaran en su favor y que les proporcionaran mantenimientos. En 1680 estallé la rebelión. Ante la fuerza de la sublevación, el gobernador Antonio de Otermín decidió abandonar la provincia y trasladó a los colonizadores al sur del río Bravo, donde se fundó El Paso. Nuevo México no se recuperó hasta 1692, mediante la acción de Die­go de Vargas Zapata.

 

Fundaciones.

 

Las expediciones militares fundaron en su recorrido villas y fuertes que corrieron di­ferentes suertes. Unas se conservaron, otras con el tiempo se despoblaron y desaparecieron. Muchas de ellas originaron nuevos centros, que a su vez sirvieron de punto de par­tida para la penetración en territorios des­conocidos.

 

Una de las principales fuerzas que mo­vieron este avance paulatino a territorios inexplorados fue la misma que empujó a al­gunas expediciones militares: la búsqueda de metales preciosos. Pequeños grupos de hombres se internaban en tierras de chichimecas, impulsados por alguna vaga noticia acerca de la existencia de vetas. Los poblados fundados a causa de ello eran, a su vez, origen de otros.

 

Así como la expedición de Francisco de Ibarra tuvo su génesis en la zona minera de Zacatecas, poblaciones tales como Nombre de Dios o Sombrerete fueron fundadas por gente que salió de allí. A su vez, de Nueva Vizcaya salieron los fundadores de Saltillo y de ahí los que fundaron Monterrey, en el antiguo asiento del San Luis de Carbajal.

 

Para dar seguridad al camino que conducía a Zacatecas, se estimuló la formación de gran cantidad de poblaciones en la zona del Bajío; en un principio fueron presidios (luga­res donde estaba destacada una fuerza militar) y crecieron gracias al comercio que se efectuaba con la región minera. Tal es el caso de San Miguel el Grande.

 

Por 1554, los chichimecas comenzaron a asaltar y robar sistemáticamente las carretas que transitaban con mercaderías rumbo a Zacatecas. Al principio se intentó detener estos asaltos mediante una campaña militar, organizada por don Luis de Velasco, quien puso a Francisco de Herrera al frente de nu­merosos soldados. Pero esta fuerza no consiguió dominar a los indios, los cuales siste­máticamente se refugiaban en sitios inacce­sibles ante la presencia de los soldados. Otras campañas militares, como la de Hernán Pé­rez de Bocanegra, consiguieron el mismo re­sultado.

 

Se vio, pues, que era indispensable buscar otra manera de proteger la seguridad de los caminos; la mejor forma de conseguirla sería fundar otras poblaciones además de San Miguel el Grande, que fueron Celaya, Aguascalientes y León. Pero estas fundaciones no bastaron para contener a los chichimecas, los cuales siempre encontraban un lugar o un momento propicio para atacar, de manera que se trató de lograr un acuerdo de paz con ellos. Un mestizo llamado Miguel Cal­dera estableció conversaciones con los indios y, finalmente, en la época de don Luis de Velasco el segundo, se logró la paz. El virrey comprometióse a darles carne para su sustento. En cambio, ellos aceptaron que se fundaran poblados de indios y de espa­ñoles en las regiones que habitaban. Así nacieron San Luis de la Paz, San Miguel Mezquitic y Colotlán.

 

También la ganadería originó el que se abrieran nuevos territorios a la expansión es­pañola. La rápida reproducción del ganado creó grandes problemas a la agricultura en las zonas centrales de Nueva España. Los cultivos de las regiones de Tepeapulco, del valle de Toluca, de Oaxaca y Jilotepec eran destruidos con mucha frecuencia por los rebaños; para evitarlo, el virrey ordenó que se dirigieran a zonas donde había grandes extensiones de tierra despoblada. Así fue como en los años posteriores a 1540 se inició el establecimiento de estancias ganaderas en tierras habitadas por chichimecas. Se intro­dujo la ganadería en los llanos de San Juan del Río, en la región de Apaseo y en Queréta­ro. Antes del descubrimiento de las vetas de plata, Guanajuato existía como estancia de ganado, propiedad de Pedro Muñoz. A medi­da que las regiones fueron aumentando su población, el ganado fue conducido más al norte; y con el tiempo llegó a ser una de las causas del nacimiento de grandes haciendas, como la de Francisco de Urdiñola, gobernador de Nueva Vizcaya, en Coahuila, a principios del siglo XVII.

 

Fundaciones hechas con indios.

 

El papel representado por los indios se­dentarios en la colonización y población del virreinato de Nueva España es de suma importancia. Ya en las primeras expediciones que se llevaron a cabo para acrecentar el do­minio español se encuentran los grandes ejércitos de indios aliados que las acompañaban. Pedro de Alvarado condujo tlaxcaltecas a Guatemala. De Tlaxcala, Huejotzingo y Cholula procedían los indios que auxiliaron a Nuño de Guzmán en la conquista de Nueva Galicia. Ibarra, Carbajal y Oñate utilizaron sus servicios, y cuando se consideró indis­pensable la colonización de Texas, los tlaxcaltecas fueron llevados también allí.

 

Pero no sólo se recurrió a ellos en las campañas militares, sino que como pacifica­dores fueron enviados para fundar en regiones alejadas de sus centros de origen. Se pensaba que ante el ejemplo de su vida, que transcurría en forma pacífica y organizada, los indios nómadas terminarían, a su vez, por aceptar ser reducidos. Así, fray Juan de San Miguel estableció con guamares, otomís y tarascos el pueblo de San Miguel, conocido actualmente como el Viejo para distinguirlo de la población española que se formó años después con el fin de detener los ataques de los chichimecas.

 

Cuando don Luis de Velasco logró la paz con estos últimos, se llevaron cuatrocien­tas familias de tlaxcaltecas, que fundaron tlaxcalilla (muy cerca de San Luis Potosí), san Miguel Mezquitic, San Andrés y Colotlán. Para evitar que Saltillo continuara despoblándose, Francisco de Urdiñola fundó muy cerca San Esteban de la Nueva Tlax­cala.

 

Las poblaciones establecidas por las au­toridades españolas con fines civilizadores tuvieron una organización especial que favo­recía el que los indios ofrecieran menos re­sistencia a abandonar sus lugares de origen. A los habitantes se les dotaba de tierras y agua, se prohibía la proximidad de estancias propiedad de españoles, e incluso se limita­ba su paso por ellas. Se les autorizaba tener ganados y poseer caballos, y sus parroquias eran administradas por frailes. No siempre se logró mantener estas condiciones, porque los españoles, que vivían o tenían es­tancias en las regiones donde estos pueblos se fundaron, trataban de obligarlos a traba­jar en su provecho y procuraban apoderarse de las tierras que consideraban buenas, haciendo caso omiso de las disposiciones existentes para la protección de estos poblados. No fue posible conseguir la fusión de los indígenas llevados del centro con los nóma­das que aceptaban reducirse, porque los pri­meros siempre miraron con menosprecio a los segundos.

 

Aparte los movimientos de población india, a los que nos hemos referido anteriormente, hubo otros hacia el norte, en. que en forma espontánea un gran contingente de indios se dirigió en busca de la libre contrata­ción a las zonas mineras y a las estancias de ganado.

 

La expansión misional.

 

A partir del territorio conquistado por Hernán Cortés, las órdenes religiosas exten­dieron sus labores misionales hasta regiones distantes y desconocidas. Los frailes seguían instaurando nuevos centros para la predica­ción, sin esperar que nuevos establecimientos de españoles dieran a los lugares una re­lativa seguridad. En esta actividad son muy conocidos fray Juan de San Miguel, quien predicando recorrió tierras que ahora pertene­cen al estado de Guanajuato; fray Bernardo Cosin llegó al actual estado de San Luis Po­tosí; fray Andrés de Olmos evangelizó la Huasteca; fray Andrés de Segovia y fray Miguel de Bolonia, en 1541, fundaron el pueblo de Juchipila; fray Agustín Rodríguez, en 1581, predicaba en territorios inexplorados, los cuales en la actualidad pertenecen al esta­do de Chihuahua, y fray Juan de Larios, en 1674, fundó la misión de San Francisco de Coahuila. Los misioneros redujeron a muchos indios, que terminaron por adaptarse a la vida sedentaria, y facilitaron el posterior estableci­miento de centros españoles, que encontraban en estos pueblos la mano de obra necesaria para sus estancias y haciendas.

 

Muchas veces la llegada de hacendados que trataban de obligar a los indios reduci­dos a que trabajasen en sus propiedades destruyó la labor de los evangelizadores, porque ellos, que habían aceptado paulatinamente la vida en los pueblos y que algu­nas veces difícilmente se habían sometido a la autoridad de los frailes, se rebelaban ante las exigencias de autoridades y propietarios de tierras, y se volvían a los montes o huían a las sierras, destruyendo las misiones y ma­tando a la población blanca y a los misioneros.

 

A causa de ello, durante los siglos XVI y XVII, en el norte las misiones estuvieron constantemente expuestas a la destrucción, y el trabajo de los religiosos se vio muchas veces reducido a la nada; entonces volvían a empezar, construyendo nuevas misiones o reconstruyendo las pérdidas.

 

Franciscanos y jesuitas fueron principalmente los encargados de la evangelización en tierras de chichimecas. Los franciscanos ejercieron las misiones, principalmente en Za­catecas, Nueva Vizcaya (actualmente los estados de Durango y Chihuahua), Nuevo Rei­no de León, Coahuila y Texas; es decir, hacia el norte y este de Zacatecas.

 

Sinaloa (norte del estado que lleva ese nombre) fue punto de partida para los jesui­tas; se extendieron hacia el este por la Sierra Madre Occidental, y hacia el norte por las regiones que llamaron Ostimuri, Sonora y Pimerías, en el actual estado mexicano de Sonora y en el norteamericano de California.

 

Expansión por necesidades de defensa.

 

Nueva España siempre tuvo problemas de defensa en la región septentrional. La amenaza que representaba el avance de los establecimientos franceses obligó a las auto­ridades españolas a ocuparse de la coloniza­ción de provincias, que no habían presen­tado atractivos suficientes a fin de mover a su poblamiento espontáneo.

 

En 1682, Roberto Cavelier, señor de La Salle, partió de Nueva Francia (Canadá) y exploró el río Mississippi de norte a Sur has­ta llegar a su desembocadura. El gobierno francés consideró que la comunicación fluvial con el golfo de México era de gran trascen­dencia y ayudó a La Salle para que en una segunda exploración se adentrara por el río en sentido inverso al de la expedición anterior.

 

Los exploradores llegaron a La Florida en el año 1684; costeando, pasaron frente a la desembocadura del Mississippi, al parecer sin advertirla. Continuaron navegando y desembarcaron en la bahía del Espíritu Santo, donde fundaron el fuerte de San Luis. La Salle exploró la región, siempre en busca del río, que no encontró. Viendo que los basti­mentos se habían perdido, decidió ir por tie­rra en busca de auxilio. En el camino algunos de sus compañeros lo asesinaron y los hom­bres del fuerte quedaron abandonados a su ventura. Los indios, que advirtieron su pre­caria situación, los atacaron y mataron.

 

En la capital del virreinato de Nueva España se tuvo noticias del desembarco de los franceses, porque capturaron a unos piratas que hablaron sobre la fundación del fuerte de San Luis. De Cuba y Veracruz partieron navíos que recorrieron las costas del golfo de México sin encontrar al enemigo, aunque ha­llaron los restos de una nave.

 

Mientras tanto, los gobernadores de Nue­va Vizcaya y del Nuevo Reino de León reci­bieron informes de los misioneros y de los indios sobre algunos extranjeros vestidos de hierro, que andaban entre los texas pre­guntando por las minas de plata, y los acon­sejaban en contra de los españoles, a los que decían no debían obedecer porque no eran buenos. El capitán Alonso de León hizo pri­sionero a un francés, el cual no pudo propor­cionar datos sobre el sitio que buscaban por que no había pertenecido a la fuerza de La Salle, sino a un grupo que había salido de Nueva Francia con intenciones de encontrarlo. El indio Juan Xaviata procuró los datos que normalmente permitieron en el año 1689 la localización de las ruinas del fuerte de San Luis en la bahía del Espíritu Santo.

 

Con el fin de evitar que en lo venidero los franceses pudieran ocupar esa región, en 1690 el rey ordenó que los franciscanos de Santa Cruz de Querétaro se encargaran de fundar misiones entre los texas. La primera fue la de San Francisco y, apoyándose en ella, otras que no tuvieron muy larga vida, ya que se abandonaron en 1694 debido a los problemas que presentaban  su abastecimiento y mantenimiento.

 

Bibliografía.

 

García Cubas, A. Memoria para servir a la carta general del Imperio mexicano, México, 1892.

 

Jiménez Moreno, W.  Estudios de historia colonial, México. 1958

 

Orozco y Berra, M. Apuntes para la historia de la geografía en México, Guadalajara, Jal., 1973.

 

Riva Palacio, V. México a través de los siglos, México, 1958.

 

55.            La Iglesia. Estructura, clero y religiosidad.

Por: Jorge Alberto Marique

 

Patronato y estructura de la Iglesia.

 

La Iglesia de Nueva España, como toda la de América antes de la independencia, goza de una situación particular que debe tenerse en cuenta para dar idea de su desenvolvimien­to y de sus relaciones con el poder civil. Esta situación se expresa en el Regio Patronato Indiano, que consistía en diversos privilegios que la Santa Sede había concedido a los Reyes Católicos y a sus sucesores en rela­ción con las nuevas tierras americanas, a par­tir de la bula Inter caetara..., del papa Ale­jandro VI Borja en 1493, y de otras bulas entre ellas una del mismo Alejandro VI en 1501 y otra de Julio II della Rovere en 1508. Estas bulas estaban en estrecha relación con la donación que la Santa Sede hacia a la co­rona española de esas tierras, con el compromiso correspondiente de evangelizar a la po­blación indígena y erigir iglesias. Al rey se le consideraba patrono de la iglesia en Nueva España y al virrey vicepatrono. Los privilegios más importantes eran el envío a misiones, la percepción de diezmos, la provisión de beneficios y la erección de iglesias. Además, el rey tenía derecho a revisar en sus tribunales las sentencias eclesiásticas y dar el pase o autorización a los documentos pontificios antes de que éstos se conocieran en Nueva España; estos dos privilegios fueron discutidos, pero siempre practicados. Todo esto li­gaba estrechamente a la Iglesia y monarquía, en unión no exenta de fricciones y enfrenta­mientos graves.

 

En la idea del Regio Patronato Indiano está presente la vieja tradición eclesiástica de constituir patronos de una determinada iglesia a ciertos particulares, título extendido, en ocasiones, a sus descendientes. A semejanza del patronazgo particular, el patronazgo real se extiende como un privilegio que se concede en retribución de los servicios o ayudas prestados, en aquel caso a una iglesia en es­pecial, en éste a todas las iglesias del Nuevo Mundo; pero tal concesión viene, por tan­to, de una obligación subyacente. Así, a cam­bio de la obligación que la corona se imponía en ocuparse de la evangelización y de costearla, recibía el privilegio de organizar las misiones y autorizarlas; a cambio de la obli­gación de construir iglesias, recibía el privi­legio de proponer a sus beneficiados; a cam­bio del deber de mantener a las iglesias, go­zaba del privilegio único y sobresaliente de percibir directamente los diezmos, de admi­nistrarlos e incluso de retener una parte de ellos. Como retribución a las dos últimas obligaciones señaladas tenía también el pri­vilegio de autorizar la erección de cualquier iglesia en Nueva España, desde una catedral hasta la más humilde capilla. Aunque en últi­ma instancia dependiente de Roma, la iglesia novohispana era una especie de coto cerrado, en estrecha dependencia del rey como patrono y del virrey como vicepatrono. La autoridad real proponía las personas para todos los cargos vacantes, desde obispos y canóni­gos hasta capellanes; el envío y organización de misiones; la erección de iglesias, y recau­daba los diezmos. Por su parte, la Santa Sele se limitaba a confirmar y aprobar. La dependencia de la monarquía llegaba, ya en los lí­mites de lo controvertible, a la revisión de las sentencias de los tribunales eclesiásticos y a la fiscalización de bulas y breves papales. La causa por la que la autoridad pontificia había aceptado esta situación puede entender­se en vista de la estrecha relación que, sobre todo ante los hechos de la Reforma protestante, se daba entre Roma y España, defensora del catolicismo. Piénsese que la empresa de evangelización y manutención de la estricta ortodoxia del mundo americano la había cumplido España satisfactoriamente, liberando a la Santa Sede de esa tarea y ganando para ella un mundo más grande que el que perdía con la separación de los países protestantes. Como toda compleja situación histórica, ésta había surgido antes de que se tuviera una conciencia clara de ella y se había desarrollado y complicado paulatinamente, representando al correr de los años una situación de hecho, que resultaba imposible de modificar.

 

Es necesario, sin embargo, aclarar algu­nas cosas. El virrey en turno, como vicepa­trono, era el representante de la institución del patronazgo en Nueva España; como tal podía proponer directamente personas para que ocuparan los beneficios vacantes, en cuyo caso se requerían dos aprobaciones: la real y la pontifical; no obstante, esta facul­tad nunca se extendió hasta la presentación de obispos y, en diversas ocasiones, fue limi­tada, de modo que transcurriendo el tiempo los virreyes quedaron con muy poca autori­dad en este sentido. El virrey también, por la misma razón, conocía las serias divergencias existentes entre diversos órganos o miembros del clero, y debía acudir, cuando se hiciera necesario, con recurso de fuerza, es decir, interviniendo como autoridad civil en asuntos religiosos, especialmente para suspender cual­quier acto que se considerara en contra del derecho canónico y en tanto no se informara a Roma y a la corona. Por otra parte, si bien se dice que el rey construía iglesias a su cos­ta, en realidad sólo se trataba de asignar a determinada fábrica los recursos necesarios, propios de Nueva España, algunos incluso procedentes de los diezmos; todo lo cual no excluía en ningún momento la participación de particulares, como patronos individuales o colectivos en el caso de corporaciones o cofradías. Si bien la institución del patro­nazgo ponía a la iglesia mexicana en dependencia del poder civil, sin embargo no era absoluta. No es raro que las órdenes religiosas, especialmente, enviaran procuradores directamente a Roma, para conseguir acuerdos que les fueran favorables. Autores coetáneos señalan que el cohecho estaba a la orden del día en los consejos reales y en la curia romana como medio frecuente para obtener un beneficio eclesiástico. La estrecha unidad entre autoridad civil y autoridad eclesiástica no dejó de tener sus problemas, porque el vicepatronazgo daba al virrey fa­cultades sobre la Iglesia, que ésta, cuando al­guna de sus cabezas era celosa de su propia independencia, no aceptaba de buen grado.

 

Al asumir un miembro del clero el cargo de obispo de una diócesis pasaba por una larga cadena de ceremonias. En primer lugar estaba la presentación que hacía el rey,  de la cual daba inmediata noticia a Nueva España; con esto se consideraba obispo a la persona presentada, que ya lo era de hecho, pero no de derecho mientras no tuviera lugar la apro­bación pontificia, que constituía propiamente la elección; después, aún debía tener lugar la consagración del nuevo obispo, realizada por otro u otros mitrados; en fin, tenía lugar la posesión en su catedral, frente al cabildo eclesiástico y con la justificación de sus títulos -presentación de bulas- frente al vi­rrey vicepatrono u otra autoridad. Si el electo venía directamente de España, las ceremonias se sucedían en el orden lógico que aquí se ha señalado, por más que no fuera infre­cuente que en México se tuviera noticia del nuevo mitrado mucho antes de que él hiciera acto de presencia. Si, en cambio, residía en Nueva España, ya fuera peninsular o criollo, solía alterarse ese orden, pues el obispo podía tomar posesión virtual de la diócesis, antes de que se dieran los otros pasos en especial el de la elección pontificia, y gobernarla de hecho sin haber sido especialmente consagrado. Casos hubo en que un obispo presentado muriera entre el largo es­pacio que transcurría antes de que fuera consagrado y tomara posesión; el arzobispo Cuvas y Dávalos, por ejemplo, tomó posesión, gobernó su archidiócesis y murió sin haber recibido la confirmación ni haber sido consa­grado. También existía la posibilidad de que el electo mandara a algún canónigo que en su nombre tomara posesión del gobierno de  la diócesis.

 

A la muerte de un obispo se declaraba la sede vacante, lo cual se hacía patente en la ciudad por el toque muy espaciado de una campana, la “campanada de vacante”, que recordaba el duelo. Mientras se presentaba nuevo mitrado, gobernaba la diócesis el capítulo o cabildo eclesiástico, compuesto por los canónigos, según la expresión consagra­da: "el cabildo sede vacante". Las funciones del cuerpo colegiado de canónigos eran muchas otras. Al cabildo competía desempeñar varios cometidos en la catedral, entre ellos no sólo la construcción del edificio, sino también su manutención y todos los cam­bios, mejoras u ornatos que se llevaran a cabo. Al cabildo competía todo lo referente a la administración y funciones de la iglesia catedralicia, otorgamiento de capillas a cofra­días, organización de ceremonias, recauda­ción de limosnas, limpieza del servicio, exis­tencia de la capilla de música y atención a sus necesidades, oposiciones para maestrazgos de capilla y muchas otras. Cuidaba también de las pertenencias y el dinero de la catedral y se defendía, cuando se daba el caso, frente a la autoridad municipal, alcaldes mayores o virreyes. Cada canónigo atendía a las funciones propias de su cargo, que podían proyectarse más allá del ámbito de la catedral; tal es el caso del cancelario de la Universidad, que establecía la estrecha dependencia de ésta a la catedral en el otorgamiento de grados, o el del archivicario de los conventos de monjas. El cabildo eclesiás­tico, cuerpo mismo de la institución catedrali­cia y su expresión más representativa (que podía incluso enfrentarse a la autoridad episcopal cuando sentía violentados sus derechos), era presidido, en lo propiamente doctrinario, por el obispo; su importancia queda mani­fiesta en el gran espacio dedicado al coro de canónigos en la nave central de las iglesias mayores y en la magnificencia que solían tener las salas capitulares.

 

En estrecha dependencia con la sede episcopal estaban las parroquias, gobernadas por un cura de almas, asistido de uno o más vicarios. A ellas competía la administración de los sacramentos. Se sustentaban de limosnas y de los derechos parroquiales que debían pagarse por bautizos, matrimonios, ex­tremaunciones y demás. Las ciudades impor­tantes tenían más de una parroquia, además de los propios servicios de la parroquia de la catedral, o sea, el sagrario;  el territorio de cada diócesis se dividía en curatos que lo cubrían por entero. Como era frecuente que las comunicaciones fueran difíciles, ya que mu­chas parroquias se encontraban en lugares agrestes y casi inaccesibles, para hacerles llegar las pastorales y otros documentos de la mitra se utilizaba el sistema llamado de cordillera, que consistía en mandar las car­tas a las parroquias más cercanas para que éstas, una vez enteradas, se encargaran de mandarlas a la parroquia siguiente, y así, sucesivamente, según itinerarios establecidos, hasta cubrir la totalidad de la diócesis; se trataba de un sistema lento, pero seguro y barato. Por fin, en el último grado del esca­lafón del clero secular se encontraban las doctrinas y capellanías; las primeras llegaban al medio rural por medio de un doctrinero, dependiente directo del cura, con la misión de impartir instrucción religiosa y hacer llegar los beneficios de los sacramentos a los lugares más distantes, dejando siempre a salvo los derechos y prerrogativas de la Pa­rroquia; las segundas, más bien urbanas o situadas en los aledaños de las poblaciones, obedecían sobre todo a las ansias de la piedad popular.

 

El patronato de una iglesia.

 

La institución del patronazgo parti­cular sobre determinada iglesia fue muy socorrida en la Iglesia mexicana. El patrono costeaba la fábrica, y al hacerlo sentía que cumplía su deber de cristiano acaudalado, al mismo tiempo que realizaba una obra útil a la comuni­dad y agradable a Dios. De alguna manera, ser patrono significaba un privi­legio al que no todos podían acceder y que debía ser agradecido. Cuando en 1690 se dedicó y consagró el templo de San Bernardo de la Ciudad de México con muchas fiestas y alegría popular, sor Juana Inés de la Cruz escribió villancicos y letrillas para ser cantadas con ese motivo. En algunas de ellas, como las que aquí presentamos, esp­ecifica el sentido del patronazgo, siempre con la calidad poética que le es propia, ahora aplicada a la vena popular. El templo lo había empezado a costear José de Retes Largache, a quien se refiere sor Juana como el "ascendiente glorioso", pero fue terminado por su sobrino el marqués de San Jorge; la primera de las letras hace alusión a tal hecho.

 

LETRA (IV)

 

Estribillo

 

Uno hacer un templo quiso,

pero otro fue quien lo hizo.

 

Coplas

 

Del templo que admiración

fue del mundo sin igual,

David juntó el material,

pero lo hizo Salomón.

El patrón

así, de este templo, ha sido

esclarecido:

pues su ascendiente glorioso,

de piadoso,

su fábrica intentó bella,

y al hacerla

se llegó su fin preciso:

que uno lo quiso,

y otro lo hizo.

Llamóse de Salomón,

porque es quien lo labró atento,

que, aunque es muy bueno el intento,

es mejor la ejecución.

Con razón

al hijo se da la gloria

que la memoria

de su ascendiente ilustró,

y labró

a Dios templo soberano,

que no vano

es de su memoria aviso:

que uno lo quiso, y otro lo hizo.

 

LETRA (V)

 

Templo material, Señor

os dedica quien intenta

que en el templo de su pecho

tengáis perenne asistencia.

¡Así sea,

como el alma lo desea!

Material demostración

es esta fábrica excelsa,

para que los ojos miren

lo que os fabrica la idea.

¡Así sea,

como el alma lo desea!

Y aunque saber que no es

digna de vuestra grandeza,

de vuestra aceptación digna

ser, al menos, merezca.

¡As sea,

como el alma lo desea!

Recibidla de un afecto

que, si alcanzasen sus fuerzas,

os fabricare el Empíreo,

si el Empíreo hacer pudiera.

¡Así sea,

como el alma lo desea!

 

LETRA (VII)

 

Estribillo

 

¡Sepan que fabricarle a Dios un templo,

no es acción libre, sino privilegio!

 

Coplas

 

Para hacerle casa a Dios

no es menester querer sólo:

que aunque tengan caudal muchos,

no tienen licencia todos.

No es sólo del albedrío

un acto tan generoso:

es superior privilegio

que se le concede a pocos.

David quiso, y en verdad

que, aunque era rey poderoso,

no lo consintió Dios

e hizo la elección en otros.

Y así, no es sólo el labrarlo

demostración de piadoso,

sino mostrar que de Dios

tiene el patrón el abono.

¡Oh feliz aquel que llega,

Señor, a ser tan dichoso,

que por él vuestra grandeza

deja de habitar tentorios!

El consentir fabricarlo

¿quién duda que es querer sólo

prevenir vos una silla

a quien os fabrica un trono?

 

La Iglesia y las mujeres.

 

Según el derecho canónico, reafirmado después en el concilio de Trento a  partir de 1563; ningún asunto religioso caía fuera de la jurisdicción del ordinario, es decir, de la cabeza de cada diócesis; sin embargo, las órdenes religiosas, esto es, él clero regu­lar mantenía por una vieja tradición una situación especial, consistente en numerosas exenciones, o sea, prerrogativas particulares que de alguna manera le hacían salir de la jurisdicción episcopal; en el caso de Nueva España esas exenciones y concesiones es­peciales se afirmaron y aumentaron a la vista de la inaplazable obra de evangelización, que recayó sobre las órdenes mendicantes, cuando la formación de los seculares dentro de la Iglesia estaba en sus inicios; todo ello, aparte de las ventajas que proporcionó en un primer momento, sería causa de futuros y graves problemas. No sucedió lo mismo con los conventos de monjas, de aparición posterior, los cuales,. aunque a veces estrechamen­te ligadas con órdenes masculinas (las clari­sas y capuchinas con los franciscanos, las dominicas con los predicadores, las carmeli­tas con su respectiva orden masculina), no pudieron escapar a la sujeción episcopal. Los conventos de hombres representan una necesidad o utilidad religiosa, puesto que admi­nistran algunos sacramentos; los de mujeres, en cambio, constituyen un lujo y caso de representar una utilidad social no resulta tan apremiante y es sólo posible en las ciudades grandes. En efecto, como los conventos de religiosas dependían exclusivamente de la caridad pública, ya que no recibían derechos ni la hacienda real estaba dispuesta a gastar dinero en algo que no contribuía directamen­te a las obligaciones que imponía el patro­nazgo, era necesaria una población suficien­temente amplia y rica para sustentarlos; por otra parte, los beneficios sociales que repor­taban únicamente tenían sentido en las ciudades, al dar un quehacer honrado, digno y elevado a las mujeres que no estaban casa­das, alejándolas de los peligros y tentaciones del mundo, en una época que tanto conside­raba el honor femenino; además, por lo gene­ral estaban absolutamente impreparadas para afrontar la vida y más de una vez quitaban a la familia la molestia de tener que cargar con los problemas que en casa implicaba la mu­jer no casada. La enseñanza de párvulos, otro quehacer de algunos (muy pocos) conventos femeninos, tenía sentido sólo en una pobla­ción nutrida. La autoridad real fue reacia a autorizar la creación de las instituciones re­ligiosas femeninas a pesar de las indudables virtudes que un monarca católico podría ad­vertir en las constantes plegarias de las mon­jas y en la existencia de lugares dedicados al cultivo de las mejores cualidades cristia­nas. La reticencia real no tuvo mucho éxi­to, porque la desaforada piedad de los novohispanos conocía y practicaba con pericia la "ley del hule", es decir, simulaba no notar lo oposición real y seguía porfiando cerca de Roma y Madrid para obtener autorizaciones, mientras continuaba la organización del con­vento y llegaba a hacer irreversible la situa­ción; para ello se contó a menudo con la al­cahuetería y complicidad de los virreyes vice­patronos y de los obispos, en parte por su legítima piedad o tal vez por la gloria que les acarreaba el haber sido fundadores de un convento, lo cual implicaba un recono­cimiento público. Entre los innumerables casos de persistencia puede citarse el del convento de Santa Rosa de Puebla, que debió esperar casi cien anos para contar con la autorización, aunque todo ese tiempo funcio­nó de hecho.

 

Cuando no se contaba con la autoriza­ción real, ni con la complacencia de las auto­ridades locales, ni con un rico patrono pro­tector, el pretendido convento quedaba re­ducido a beaterio, es decir,  a una reunión de beatas o mujeres piadosas, que no hacían mas votos que los individuales ni estaban sujetas a regla alguna aprobada, bastando la autorización local.

 

Aunque se suponía que los conventos empobrecían a las ciudades, la mayoría de ellos llegaron a desempeñar un papel económico importante. El más rico de la Ciudad de México y de Nueva España fue siempre el de la Concepción, que era, a la vez, el más anti­guo, pues lo había fundado el arzobispo Zumárraga en 1547. Con la excepción de los conventos de regla muy estricta o "reformados", como las recoletas o las capuchi­nas, los demás alcanzaron una considerable riqueza, que llegó  a duplicar en conjunto la de los conventos masculinos, gracias a las fuertes dotes que requerían las monjas profesas, a los espléndidos patronos que los apoyaban y a la buena administración de sus propiedades. El requerimiento de la dote fue en ocasiones de tal modo pesada que existieron fundaciones especiales para dotar a mujeres carentes del capital suficiente. Con sus capitales los conventos de monjas adquirían generalmente fincas urbanas y de sus rentas se sustentaban; el dinero sobran­te lo colocaban a censo, en préstamo a rédito, para actividades comerciales o para avío de hacienda o minas, lo que los convertía en verdaderos bancos en una época y lugar en que tales instituciones no existían.

 

Estructurados según las diferentes reglas con una priora elegible para su gobierno in­terno, los conventos dependían de la mitra a través de un administrador nombrado por ésta, que revisaba las cuentas, tomaba decisiones y lo presentaba todo para su examen al archivicario, funcionario encargado de supervisar todos los conventos de una diócesis; en otra actividad funcional un rector eclesiástico, también nombrado por el obis­po, que administraba los sacramentos y vigi­laba la moralidad de la casa.

 

Hechos para el servicio y la adoración divinos, los conventos de mujeres aunque a veces fueron ejemplo de piedad y con frecuencia habían albergado en sus claustros a monjas muertas en olor de santidad, otros llegaron a relajar bastante la disciplina, a pe­sar de los rectores. Salvo excepciones, las religiosas no vivían realmente en comunidad, si bien hacían actos de comunidad en el coro de la iglesia; vivían y comían en celdas independientes, amuebladas, adornadas y, a veces, construidas según su gusto y sus posibi­lidades económicas; destinadas a no salir ni muertas de los muros conventuales, muchas religiosas habían entrado muy jóvenes, sin vocación alguna, y mantenían dentro del claustro el orgullo que les daba proceder de familia ilustre o poderosa. Este orgullo se hacía patente en los partidos que se forma­ban especialmente en el momento de la elec­ción de superiora; casos hubo en que el par­tido perdedor abandonaba el convento para fundar otro nuevo. La célebre casa de Regi­na, en la Ciudad de México, por ejemplo, debe su existencia a un incidente de ese tipo. Además de las monjas, en los conventos vivían las llamadas niñas, incapaces por cualquier circunstancia de profesar. Aceptadas por lo general en tierna edad, con el objeto de darles alguna educación y un lugar en donde estar mientras consiguieran estado, muchas no lograban casarse, por lo que después de pasar su vida en el claustro, dedicadas a diversas labores, morían en él de viejas. Los conventos albergaban también un enjambre de criadas, que atendían a las religiosas; nu­merosas disposiciones episcopales insisten en limitar a cinco el número de criadas para cada religiosa, pero la misma reiteración per­mite advertir el poco caso que de ellas se hacia.

 

El locutorio del convento era el sitio por el que las monjas entraban en contacto con el exterior; su importancia para la vida de las ciudades era muy grande: ahí se forjaban amistades, se conocían noticias, se intercam­biaban regalos, cartas y poemas; ahí, en fin, se daban aquellos curiosos noviazgos espiri­tuales que, cuando dejaban un poco de serlo, provocaban regaños y castigos.

 

Otras instituciones para mujeres, dependientes de la mitra, eran las casas de reco­gidas, muy de otro tipo y de nombre signifi­cativo, en donde se internaban las mujeres deseosas de abandonar la vida airada (a ve­ces no muy de su grado). Se las asistía y se les enseñaban oficios propios de su sexo, en espera de que, una vez lograda su transforma­ción, pudieran salir para casarse, para hacer una vida honesta..., o para volver a sus an­danzas.

 

El clero.

 

El estado sacerdotal, especialmente el del perteneciente al clero secular, era para la Nueva España de los siglos XVI y XVII una profesión nada despreciable. Venía acompa­ñada de una aureola de respeto y dignidad y permitía un nivel económico que iba de discreto a francamente bonancible, si se tenía la brillantez necesaria y los apoyos co­rrespondientes que pudieran hacer alcanzar una parroquia rica. Por otra parte dejaba abierta la posibilidad a una canonjía o prebenda y a dignidades mayores. Si bien reque­ría años de arduos estudios, esto no iba mal con el afán de cultura que parece abundó en ciertas clases altas de los criollos, dando entrada a una especie de aristocracia intelectual. El ser clérigo no obligaba en forma tan estrecha como la pertenencia a una orden religiosa y dejaba un margen suficiente para hacer una vida personal y para poseer los bienes que por herencia u otras razones le pertenecieran al sacerdote. Resultaba, pues, una profesión especialmente recomendable para hijos se­gundones de familias, cuyos bienes estuvieran sujetos al vínculo del mayorazgo, del que quedaban automáticamente excluidos. Descontando a los que poseían los grados universitarios, el estado sacerdotal era una de las muy pocas posibilidades que la sociedad de entonces brindaba para poder ascender en la escala social; en este sentido tuvo una importancia de primer orden. Si bien tras los primeros intentos se abandonó la idea de crear un sacerdocio indígena, con el tiempo se fue relajando la prohibición para indios y castas y fueron ordenándose sacerdotes. Las catedrales, en obediencia a los decretos del concilio de Trento, se preocuparon por man­tener seminarios para asegurar la buena for­mación del sacerdote.

 

Los sacerdotes gozaban del fuero religioso, que los excluía de la justicia normal y les daba el privilegio de ser juzgados por los tribunales especiales, si bien esas sen­tencias podían ser revisadas por los tribuna­les reales. El fuero eclesiástico también los libraba de diversas cargas y obligaciones y disponía para ellos, en todo caso, un trato especial, incluso habilitando cárceles exclusi­vamente para clérigos.

 

Erección de diócesis.

 

El primer obispado de Nueva España fue el llamado Carolense, en honor de Carlos V, que fundó el papa León X Médici, en 1518, de manera un tanto apresurada, cuando apenas se tenía noticia de la isla de Cozumel. Ese mismo obispado fue trasladado después a Tlaxcala, a la que se concedió tal honor como premio por su colaboración a la conquista de Tenochtitlan; su primer obispo fue el eminente humanista y religioso dominico fray Julián Garcés. Este presentó en 1527 sus bu­las de elección a la única autoridad que enton­ces había en Nueva España: el ayuntamiento de la Ciudad de México. Sin embargo, el obis­pado fue nuevamente trasladado, esta vez a Puebla de los Angeles, en 1539, a lo que no fue ciertamente ajeno el obispo Garcés, él mismo cofundador de la ciudad en 1531. Cinco años después, una cédula real confirmaba el trasla­do de la sede episcopal que, no obstante, siguió conservando hasta principios del si­glo XVII el título de Tlaxcala.

 

El mismo año 1527, en que llegó a México fray Julián Garcés, se había erigido la diócesis de México-Tenochtitlan y presen­tado como su primer obispo al franciscano fray Juan de Zumárraga, que, sin embargo, llegó en 1528 sin consagrar, ya que la dióce­sis no fue aprobada hasta 1530 por Clemen­te VII Médici. En 1533 volvió a España a informar de los asuntos del reino y enton­ces fue consagrado. En 1546 la diócesis fue promovida a archidiócesis; a ella quedaron sujetas, como sufragáneas, las demás catedrales americanas. El mismo Zumárraga fue presentado para el arzobispado, al que sólo pudo gobernar durante dos años.

 

A Tlaxcala y México siguieron las dióce­sis de Antequera de Oaxaca, que, erigida en 1535, cubría toda la zona sur del país; la de Pátzcuaro en 1538 (posteriormente trasladada a Valladolid), cuyo primer obispo fue el célebre don Vasco de Quiroga; la de Ciudad Real de Chiapas, ocupada como primer mitra­no por fray Bartolomé de las Casas, antes de que sus dificultades con el poder civil le obli­garan a salir; la de Compostela en 1548, trasladada a Guadalajara en 1560; la de Mérida en 1561, y las de Verapaz, Guatemala, León de Nicaragua y Filipinas, sufragáneas entonces de la archidiócesis mexicana. Poste­riormente se erigían las nuevas diócesis de Durango al noroeste, en lo que se llamaba Nueva Vizcaya, en 1623, y la de Linares en el siglo XVIII en el Nuevo Reino de León.

 

El territorio de cada diócesis estaba im­precisamente determinado, además de ser extensísimo y hacer en realidad imposibles las visitas pastorales que mandaba el concilio de Trento. No se señalaban límites medianamente precisos, sino que se indicaban pue­blos y provincias sujetos a tal o cual juris­dicción episcopal. Algunos obispos, como el poblano Mota y Escobar, realizaron, entre mil trabajos, visitas pastorales, pero, sin em­bargo, nunca cubrieron la totalidad del terri­torio bajo su jurisdicción; baste pensar que el obispado de Tlaxcala-Puebla colindaba al Sur con el de Oaxaca, al este con el de Yucatán, alcanzando gran parte del litoral del golfo de México y océano Pacifico; el de México, llegaba también a las costas del Golfo y océano Pacifico; el de Guadalajara se perdía indefinidamente hacia el norte y así, de manera parecida, los demás.

 

Concilios.

 

Desde el primer momento del estableci­miento de la Iglesia en Nueva España se hizo necesario tomar medidas comunes en lo referente a las normas a seguir en la evangelización de los indios, lo que se hizo mediante juntas eclesiásticas. Posteriormente, las juntas religiosas tuvieron además de esa finalidad la de organizar el trabajo de las ór­denes y del clero secular en Nueva España, dictar normas de disciplina y reforma, asumir las disposiciones del concilio tridentino y establecer un derecho eclesiástico propio, que rigiera las relaciones entre los diversos órganos del clero y entre éste y la autoridad civil.

 

Apenas llegados los primeros doce fran­ciscanos, se reunieron, entre fines de 1524 y principios de 1525, con algunos otros religiosos, clérigos y letrados, en una junta apos­tólica a la que asistió Cortés y presdió fray Martín de Valencia; establecióse la manera de administrar sacramentos, se excluyó a los neófitos de la comunión, que no pudieron re­cibir sino hasta que se obtuvo el breve Pastorali oficio de Paulo III Farnesio en 1537, y se ordenó rebautizar a los que no lo hubieran sido en la debida forma.

 

En 1544 llegó a Nueva España el visita­dor Francisco Tello de Sandoval, con el encargo de promulgar las llamadas leyes nuevas, de 1542, relacionadas con las encomiendas y la situación de los indios, cuya ejecución quedó en suspenso por la presión de los conquistadores, el temor a un levantamiento y el consejo de la mayoría de los frai­les, y, además, con orden de reunir una junta eclesiástica que atendiera a los problemas de evangelización. Esta no tuvo lugar hasta 1546 con asistencia de cinco obispos, los provin­ciales de San Francisco, Santo Domingo y San Agustín, y el propio Tello. A ella quiso asistir fray Bartolomé de las Casas, que ha­bía salido de mala manera de su obispado de Chiapas después de un enfrentamiento con la autoridad civil por su valiente y obstinada aposición a la esclavitud de los naturales. El virrey Mendoza, temiendo que su presencia exacerbara los ánimos, no le permitía entrar en la Ciudad de México; sin embargo, pudo hacerlo y reunió una especie de junta paralela en el convento de Santo Domingo, cuyo re­sultado fue declarar como ilícita la esclavitud de los indios. La junta oficial de Tello de Sandoval se preocupó sobre todo de buscar los medios para que los encomenderos cum­plieran la obligación contraída al recibir la encomienda, de velar por la instrucción reli­giosa y la administración de sacramentos de sus encomendados y encontrar la manera de regular la imposición de sacramentos a los indios, que podían ya gozar de la eucaristía al haber sido declarados plenamente racio­nales.

 

El primer concilio mexicano fue organi­zado por fray Alonso de Montúfar, dominico, segundo arzobispo, en la Ciudad de México. A él asistieron, por sí o por poder, los obis­pos de Michoacán (Pátzcuaro), Tlaxcala (Puebla), Chiapas, Antequera de Oaxaca, Yucatán (Mérida) y Guatemala, los provinciales de las órdenes regulares, el virrey, la Audiencia y el Cabildo de la ciudad. El resultado fue una legislación canónica, estructurada en los noventa y tres capítulos de sus constitucio­nes, que dio a la luz Juan Pablos, primer impresor de Nueva España, en 1556. Las constituciones se referían sobre todo a la moralidad de los clérigos, de donde se deduce que no andaba por los cielos, prohibiendo que jugaran a tablas, dados o naipes, imponien­do penas fuertes a clérigos usureros, a los que vivían en amasiato y a quienes se de­dicaban al comercio. Se denunció el abuso en el cobro de derechos parroquiales y se hizo notar la preocupación por el bienestar físico y espiritual de los indios. Como muestra del trato preferencial y paternalista que se daba a los naturales se dispuso su exención de las penas pecuniarias y de excomunión "mirando su miseria y teniendo consideración que son nuevos en la fe...". Como datos curiosos se citan la prohibición de realizar monumentos lu­josos en las iglesias; enterrar en los muros de éstas lo que tuvo repercusión posteriormen­te en la carencia de una escultura funeraria en Nueva España, y la prohibición de vender cuadros religiosos no aprobados por los provisores obispales.

 

El mismo arzobispo Montúfar convocó el segundo concilio, en 1565. En él se re­dactaron las conclusiones en sólo veintiocho capítulos, algunos ratificando el primer concilio, como los referentes a la usura, al comercio de clérigos y a la extorsión en la administración de los sacramentos, otros especificando puntos de orden canónigo. Im­portantísimo es el hecho de haber eximido a los indios del pago del diezmo. El segundo concilio derogó aquellas disposiciones que contradecían decretos del concilio tridentino, conocido entonces en México, y otras que quedaban anuladas por breves papales y letras apostólicas.

 

El tercer concilio mexicano, único que recibió aprobación pontificia, reunido por el arzobispo Pedro Moya de Contreras en 1585, fue famoso por su riqueza y por la regula­ción de los destinos de la Iglesia novohispa­na e incluso del México independiente. Los decretos que produjo están comprendidos en 576 párrafos, repartidos en tres libros. Es­tructuró la organización completa de la Iglesia, las relaciones entre el clero regular y el secular, el funcionamiento de diócesis, cabil­dos eclesiásticos y parroquias, e insistió en la moralidad del clero, el buen trato debido a los indios y las exenciones a éstos de multas y diezmos. Si el segundo concilio se había ya ocupado en derogar lo que fuera contrario al de Trento, éste se preocupó de adaptar a las circunstancias novohispanas los decretos tridentinos. Después de difíciles debates, el concilio abandonaría la idea anteriormente acariciada de crear un sacerdocio indígena, lo que tendría una influencia decisiva en la vida de la Iglesia mexicana; a partir de él quedaron excluidos de las órdenes sacerdo­tales los indios, los negros y las castas. El tercer concilio tuvo una mayor solemnidad que los anteriores, porque la asistencia fue más numerosa y porque Moya de Contreras, además de arzobispo, era entonces visitador de tribunales y tenía a su cargo el gobierno de Nueva España. Su promulgación se apla­zó porque el virrey Villamanrique, llegado dos días después de que el concilio quedase concluido y contra el parecer de los obispos, se opuso a que fuera conocido antes de con­tar con la aprobación real. Esta tuvo lugar después, junto a la confirmación pontificia de Sixto V Perretti, en 1589, mediante la bula Romanum Pontificem.

 

Conflictos.

 

Dada la existencia del Regio Patronato In­diano puede suponerse que en Nueva Espa­ña las relaciones entre el clero secular y el regular y entre éstos y la autoridad civil transcurrieron sin tropiezos por cauces normales. Sin embargo, esas relaciones se mos­traron desde un principio complejas y difíciles, creando desde el primer momento situaciones de tensión que no pocas veces terminaron en enfrentamientos serios e incluso violentos.

 

Fue Hernán Cortés el primero que, desconfiando de los clérigos, pidió se enviasen a Nueva España frailes para la labor mi­sionera. A la llegada de los primeros fran­ciscanos se estableció entre ellos y el con­quistador una confianza mutua que, en tér­minos generales, se extendería al resto de los conquistadores encomenderos. De esta pri­mera circunstancia y de la situación de ale­jamiento que prevaleció en los años inmedia­tamente posteriores a la conquista, resultó que los franciscanos y las otras órdenes reli­giosas sumaran gran cantidad de exenciones y prerrogativas que, unidas al gran ascendiente que habían adquirido sobre la pobla­ción indígena y al apoyo que en momentos cruciales otorgaran generalmente a los encomenderos, les dio un inmenso poder. Si el obispo fray Juan de Zumárraga, por su extracción conventual y su carácter, aceptó esa situación y se conformó con ser el rector es­piritual de la comunidad de frailes, defendiéndola de los primeros desmanes de la autoridad civil aparte su inmensa obra como fundador de instituciones y protector de los indios, no pasaría lo mismo con sus sucesores ni con los obispos de otras diócesis. Estos vieron en el ascendiente de las órdenes religiosas una mengua de su propia autoridad y un desarreglo en el  orden je­rárquico de la Iglesia, y en su alianza con los encomenderos un peligro para la autori­dad real. Así pues, trataron de limitar el po­der de las órdenes religiosas y someterlas a su férula, contando con el apoyo de la corona.

 

Fray Alonso de Montúfar, dominico y segundo arzobispo de México, se queja amar­gamente, en cartas al rey, de la independen­cia que los religiosos mostraban hacia su mitrado y critica la actitud de las órdenes en materia de evangelización y de construcción de conventos. Su célebre frase: "yo no soy arzobispo de México, sino fray Pedro de Gante, lego de San Francisco", no sólo es una alabanza de Gante, como se ha enten­dido, sino una muestra de resentimiento por su gran ascendencia Tal situación de tirantez llegó a ocasionar un alboroto público, cuando, en 1559, los franciscanos quisieran llegar en procesión a Santa María la Redon­da, iglesia sobre la que suponía tener derechos el arzobispo; una turba formada por clérigos seculares y por gente del pueblo les impidió entrar; ellos se empecinaron y llama­ron en auxilio a sus fieles indios. El resultado fue un zipizape de palos y pedradas, con heridos, eclesiásticos y seglares, y encarcela­miento final de unos y otros.

 

El reforzamiento de la política episcopal por restar poder a los regulares vendría más bien hacia finales del siglo, cuando la situa­ción general de Nueva España cambió radi­calmente por la disminución de la población indígena y el fin de la encomienda. La acti­vidad de un arzobispo de tanto carácter, y tan regalista, como Pedro Moya de Contreras, es muy clara en este sentido; el tercer concilio mexicano por él organizado tuvo entre otras la finalidad de esclarecer y dejar firmemente sentada la estructura jerárquica de la Iglesia.

 

En la primera mitad del siglo XVIII se fue sustituyendo el clero regular por el secular en las funciones parroquiales. En ciertas regiones, como la de Puebla y Tlaxcala, el paisaje de los pueblos es hasta la fecha tes­tigo evidente de ese hecho: frente al viejo convento del siglo XVI,  semiabandonado o en ruinas, se levanta la parroquia, posterior, rica y orgullosa, adonde no es infrecuente que se hayan trasladado retablos y cuadros de la iglesia conventual.

 

El hecho más importante en la larga tensión entre episcopado y clero regular sucedió a mediados del siglo XVII, a partir de 1647; sus protagonistas fueron el insigne obispo de Puebla, Juan de Palafox y Mendoza, y la Compañía de Jesús. Palafox había llegado a Nueva España con la plena confianza real, como obispo y visitador general, y había ocu­pado interinamente el arzobispado de Méxi­co y el virreinato; su labor como juez justo, administrador eficiente y constructor de la catedral poblana y de muchas otras obras tiene que ser recordada con admiración. A raíz de una dificultad con la Compañía, por causa de los diezmos, y de una donación para una fundación pía, los jesuitas comenzaron a atacarle desde el púlpito; exigió entonces el obispo que mostraran sus licencias para pre­dicar sin autorización episcopal, y, como no lo hicieron, les prohibió predicar y adminis­trar sacramentos. A partir de ahí el pleito tomó un carácter violento.  Su naturaleza puede advertirse en el hecho de que los jesuitas nombraran jueces conservadores a dos domi­nicos, mientras que el obispo hizo su procu­rador en la persona del fiscal del rey. Menu­dearon excomuniones, amenazas de entredicho y cessatio a divinis por ambas partes, hubo amagos de amotinamiento en contra de unos y otros y, en contra del obispo, desfiles irre­verentes de estudiantes. Palafox tuvo que salir de Puebla y esconderse en la hacienda de San José Chiapa. Cuando llegaron los informes al Consejo de Indias y a Felipe IV, se dio la razón a Palafox, que pudo entonces consa­grar su recién construida catedral, a cambio de serle removido el modesto obispado de Osma en España. Tan grave pleito marca el punto culminante de la disputa entre episco­pado y clero regular, y, al mismo tiempo, el declinar de ese tipo de dificultades. A partir de entonces la autoridad episcopal, más es­trechamente ligada a la corona, afirmaría su posición de preeminencia.

 

Con la autoridad civil las dificultades de los obispos fueron más continuas y adquirieron diverso carácter según las épocas en que tuvieron lugar. Empezaron con Zumárraga, el cual, siendo del partido de Cortés y defen­sor de las  órdenes y  de los indios, entró en conflicto con la primera audiencia y su pre­sidente Nuño de Guzmán; éste se permitió recordarle que, como representante del rey, podía ahorcarle, igual que lo había hecho Car­los V con el obispo de Zamora. Violó sin miramientos el asilo eclesiástico y mandó disolver a punta de lanza procesiones religiosas; llegó, incluso, a  hacer bajar del púlpito por la fuerza al anciano y venerable obispo de Tlaxcala, fray Julián Garcés, cuando predicaba, y a interceptar y violar la correspon­dencia del mitrado con el rey. Zumárraga contestó con las armas de un obispo, llegando incluso a poner en entredicho a la Ciudad de México y suspender los cultos.

 

El batallador fray Bartolomé de las Casas tuvo en 1547 problemas en Ciudad Real de Chiapas, de donde era obispo, por su intento de no dar absolución a quien tuviera indios esclavos; el problema se trasladó a la audien­cia de Guatemala y menudearon amenazas y excomuniones antes de que el obispo cediera.

 

El ilustre arzobispo Moya de Contreras tuvo dificultades con el virrey don Martín Enríquez y enfrentamientos más serios con el virrey marqués de Villamanrique; su sucesor García de Santa María Mendoza los tuvo con el marqués de Montesclaros. La mayo­ría de los arzobispos del siglo XVII tuvieron en algún momento desavenencias con los vi­rreyes; así Juan de Palafox con el marqués de Villena, Mateo Sagade Bugueiro con el duque de Alburquerque y Diego Osorio de Escobar y Llamas con el conde de Baños. Los conflictos surgían por celo de autori­dad, por sentir violada su jurisdicción, por cuestiones de preeminencia en procesiones o en la colocación dentro de la  catedral y, los más graves, por violación del asilo eclesiásti­co. Fue ésta la causa directa que ocasionó el pleito más célebre y escandaloso, prota­gonizado por el arzobispo Juan Pérez de la Serna y el marqués de Gelves, en 1624, que llevó al prelado a la excomunión de altos funcionarios y del mismo virrey y al entredi­cho y suspensión de cultos en la Ciudad de México, mientras él, a su vez, era desterrado de Nueva España y tomado por la fuerza cuando estaba vestido de pontifical y con la custodia en la mano.

 

Obispos.

 

Entre los innumerables mitrados que ocuparon las diócesis novohispanas destacan por una u otra razón los siguientes:

 

Fray Julián Garcés, dominico, primer obispo de Tlaxcala (1526 – 1542), humanista de muchos quilates, cofundador de la ciudad de Puebla de los Angeles y defensor de in­dios. Como buen dominico siguió el lasca­sianismo. Influyó, con una célebre carta, en el ánimo de Paulo III, para que éste declarara la plena racionalidad de los indios.

 

Fray Juan de Zumárraga, primer obispo y arzobispo de México (1528 – 1548). Salido de los claustros franciscanos reformados por Cisneros; erasmista.  Se le recuerda especial­mente por su obra, como fundador e impul­sor de instituciones. Coadyuvó, en 1539, en la llegada de la primera imprenta a América; fundó multitud de hospitales, entre ellos el del Amor de Dios, el primero especializado en enfermedades venéreas, y el de San Hipólito, en un principio creado para tratamiento de locos; fundó el célebre colegio de Santa Cruz de los naturales de Tlatelolco, destinado a la educación superior y a la creación de un clero indígena; intervino, finalmente, en las gestiones para la fundación de la Universidad.

 

Don Vasco de Quiroga, primer obispo de Michoacán, con sede en Pátzcuaro (1538 – 1565). Organizó las comunidades indígenas de su diócesis, de acuerdo can una cuidado­sa distribución del trabajo y ocupaciones, asignadas en cada pueblo, según el sistema de hospitales. Inició la construcción de una espectacular catedral en Pátzcuaro, que nun­ca sería concluida.

 

Fray Alonso de Montúfar, dominico, se­gundo arzobispo de México (1551 - 1572). Inició los cursos en la Universidad en 1553, reunió los concilios mexicanos primero y se­gundo e inició la construcción de la segunda catedral de México.

 

Don Pedro Moya de Contreras, tercer ar­zobispo de México. Llegó a México, en 1571, en calidad de primer inquisidor general. Des­pués recibió las órdenes sacerdotales. Fue arzobispo entre 1573 y 1586. Reunió el ter­cer y más importante concilio mexicano, dio nuevas constituciones a la Universidad e inició la construcción de su edificio en la plaza del Volador; adelantó la construcción de la catedral nueva y reconstruyó la vieja con motivo del concilio. Fue visitador y vi­rrey. Cuando se retiró de México para ser presidente del Consejo de Indias recibió el título de Patriarca de las Indias. Moya de Contreras es el primer arzobispo que se com­porta y maneja como un verdadero príncipe.

 

Fray García Guerra (1608 – 1612), se dis­tingue por el carácter principesco que dio a su corte, por su afición a la música y a las corridas de toros, especialmente cuando al título de arzobispo agregó el de virrey en 1611.

 

Don Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Puebla de los Angeles entre 1640 y 1649, visitador general, arzobispo interino de México y virrey interino a la destitución del marqués de Villena. Son notables sus esfuerzos como administrador, fundador y cons­tructor. Dio nuevas constituciones a la Universidad mexicana; donó la gran biblioteca Palafoxiana de Puebla; fundó el colegio de San Pantaleón y el hospital de San Pedro, entre otros; levantó el palacio obispal y llevó la construcción de la catedral desde casi los cimientos hasta su primera terminación. Es notable como teólogo y como poeta sacro. Separado del obispado después del pleito con la Compañía de Jesús, a su muerte se inició el proceso de canonización y llegó a ser declarado "venerable"; en México, espe­cialmente en la región de Puebla y Tlaxcala, hubo verdadero culto por él, hasta fines del siglo XVIII en que fue prohibido.

 

Alonso de Cuevas y Dávalos (1664 - 1665) fue el único arzobispo nacido en Nueva Es­paña, aunque hubo varios obispos mexicanos que ocuparon diócesis novohispanas o diócesis de otros territorios sujetos a España, o incluso uno, Monroy, que fue brillante obis­po de Santiago de Compostela. Otros arzo­bispos fueron famosos por otras razones, como Pérez de la Serna (1613 - 1624), que ordenó la suspensión de cultos, o como Aguiar y Seijas (1682 - 1698), cuyo malhumor mal controlado le llevó a propinar bastonazos y romperle los anteojos nada menos que al ilustre don Carlos de Sigüenza; su temor a las herederas de Eva, convertido en misogi­nia patológica, le hizo prohibir la entrada de mujeres al palacio arzobispal, incluso a las cocinas y patios de servicio; se le acusa de la destrucción de la biblioteca de sor Juana.

 

Religiosidad.

 

Independientemente de pleitos, conflictos y de las cualidades o defectos de los rectores de la Iglesia, la religiosidad en Nueva España se mantuvo como una roca firme en los si­glos XVI y XVII. Se trata de un mundo in­merso en lo religioso, que abarca por igual los diversos estratos de la población y tiñe y da su tono a toda la vida novohispana. El arte, la poesía, el trabajo, la vida diaria, los negocios y la administración -incluso las violaciones a la ley y a la moral- se enmar­can dentro de lo religioso. Religiosidad muy formal, como lo es toda la de los países católicos, no puede prescindir de las manifes­taciones externas y fastuosas, sin dejar de ser por ello sincera y verdadera. Para Nueva España, país de neófitos por lo que toca a las poblaciones indígena y negra, ajena a toda heterodoxia y, gracias a la Inquisición y al cuidado de las autoridades, ajena también a todo contacto con el protestantismo, la acen­drada religiosidad sería un timbre de orgullo del país entero, de cada ciudad o pueblo, de cada gremio y de cada individuo.

 

Dos derivados de lo religioso, la beatería y el mundo de lo milagroso, estuvieron siem­pre presentes en la vida novohispana; los mexicanos de entonces sentían un contacto real y vívido con lo sobrenatural, que se hacía presente en mil formas cotidianas: novena­rios oficiales cuando parte o se aproxima la flota, te deum cuando llega, cuando entra algún personaje importante o se sabe de alguna victoria ganada a los enemigos de España, a los herejes o a los indios no sometidos; obligación de todo graduado y maestro de la Universidad de defender siempre la limpia concepción de la Virgen; traída a las ciuda­des de imágenes milagrosas cuando se presiente o se teme alguna catástrofe... Toda curación es un milagro; también lo es el final de una catástrofe, la primera lluvia después de la sequía, el cese del granizo, los pocos daños de un terremoto, el aumento del volumen de la laguna de México o de su dis­minución, etc. El mismo don Carlos de Sigüenza diría que "no hay más causa para el chiahuiztle que nuestras malas acciones, ni mas remedio que enmendar la vida". Diablos y ángeles aparecen con sospechosa y altísima frecuencia, visibles las más de las veces por hombres o mujeres con fama de santidad, otras por pecadores empedernidos; éxtasis y arrobamientos están a la orden del día, especialmente en la tranquilidad de las celdas claustrales. En el campo y aun en las ciudades el sincretismo de lo cristiano y las viejas creencias religiosas y mágicas es el pan nues­tro de cada día entre la población india, mestiza y mulata, principalmente.

 

En el pueblo sencillo la religiosidad exterior se expresa con la asistencia a las iglesias, a los oficios, a las peregrinaciones, en el culto apasionado a imágenes de las advocaciones más particulares y diversas, en la escucha de sermones a veces incomprensi­bles, pero siempre espiritualmente beneficiosos. El rico, además, participa en obras pías o en el patronazgo para la construcción u ornato de una iglesia de su devoción. El patronazgo  es a la vez muestra de religiosi­dad y de orgullo, colectivo e individual, garantía de una especie de relación más perso­nal entre el patrono y Dios, que lo acepta.

 

Sancionado nuevamente por el concilio de Trento, el culto a las reliquias y a las imá­genes, en México, ocupa un lugar central. Útiles en el momento de la evangelización, las imágenes célebres cobrarían nueva vida en la época barroca; se reinventarán entonces las leyendas sobre su aparición y existencia, salpicada de lo sobrenatural, sobre sus beneficios milagrosos y sobre las bondades que recalan en quien fuera su devoto.

 

Los novohispanos quisieron siempre con­tar con santos propios, pero, a pesar de sus esfuerzos y del dinero gastado, no tuvieron mucho éxito. Se intentó hacer santos a al­gunos de los primeros evangelizadores, especialmente a fray Domingo de Betanzos, a fray Martín de Valencia, al lego Sebastián de Aparicio, al obispo Palafox, al arzobispo Cuevas y Dávalos, a diversas monjas y bea­tas, entre ellas en particular a Catalina de San Juan, la llamada china poblana, sobre la que se escribieron volúmenes apologéticos -uno de ellos, el libro más grande impreso en Nueva España-. No pudo contarse más que con un beato, después canonizado, San Feli­pe de Jesús, franciscano descalzo, martirizado en Nagasaki y beatificado con todo su grupo; sus acciones santas no tuvieron lugar ni ver­dadero arraigo en Nueva España.

 

Frustradas las esperanzas en ese sentido, a falta de santos propios, se exaltaron las imágenes. México, sin santos, contaba sin embargo con la Virgen de Guadalupe, que había hecho lo que en ninguna otra parte (como reza su lema, "non fecit taliter omni nationi") aparecerse corporalmente y dejar su imagen divina estampada milagrosamente para recuerdo y consuelo de los me­xicanos. De un culto local reducido, la Gua­dalupana pasó, en el siglo XVI, a desempeñar el cometido de tantas otras imágenes de la evangelización, aunque tuviera sobre otras el aura de lo inusitadamente milagroso. En el siglo XVII, su historia y su leyenda se reor­ganizaron según la religiosidad barroca; se estructuró entonces la definitiva simetría del relato de las apariciones, se elevó a altu­ras inimaginables el cúmulo de sutiles relaciones simbólicas y se puso a su servicio la fina teología y la metáfora poética. La cerca­nía del Tepeyac a la Ciudad de México hizo fácil la identificación de la Virgen de Gua­dalupe con la cabeza de Nueva España, a pesar de la otra celebrada imagen de Méxi­co: la Virgen de los Remedios. A la pura piedad religiosa se agregó el orgullo novohis­pano de haber sido significados por tan portentoso milagro, que se entendía necesariamente como un signo providencial de elección. Imágenes, santuarios, historias, tratados teológicos, poemas, todo habla de esa piedad y de ese orgullo. La historia de Nue­va España no habría sido la misma sin ese elemento central de su vida, que fue el gua­dalupanismo. Peregrinaciones, fiestas, ferias, exvotos; el día 12 de diciembre fue desde entonces fecha fundamental en la vida de los mexicanos.

 

Si el culto a la Guadalupana sobrepasó a todos por ser más general, por la excep­cionalidad del milagro y por el claro símbolo que entrañaba, muchas otras imágenes tuvie­ron desarrollo similar y su culto rebasó a menudo el nivel local. País de neófitos, veía en ellas un signo de preferencia divina. Prác­ticamente todas tienen un origen milagroso y todas, sin excepción, aparecen muy relacionadas con lo sobrenatural; en varias, los rela­tos guardan una curiosa similitud con los relatos guadalupanos: la Virgen de los Remedios, el Santo Señor de Chalma, el Cristo de Santa Teresa, la Virgen de la Soledad de Oaxaca, la Virgen de San Juan de los Lagos, la Virgen de Zapopan, Nuestra Señora de Ocotlán, el Cristo de Tlacolula, la Virgen de la Salud de Pátzcuaro, etc. Todas están ro­deadas de santuarios ricos, camarines fastuo­sos, ferias, peregrinaciones... A partir del si­glo XVII se inauguró y desarrolló esa forma peculiar de exvotos pintados que muestran en imágenes y relatan en palabras el suceso al cual se refiere el milagro.

 

La vida del novohispano, en la tranquili­dad o en el desasosiego, en la pobreza o en la opulencia, está en todas sus acciones o sus pasiones transida de sentimientos reli­giosos. En pueblos y ciudades los toques de campana regulan la faena diaria y, cuando varían, anuncian la presencia de lo extraordinario, de la bendición o la catástrofe. Las fiestas religiosas marcan el paso del tiempo y le dan un sentido. La dedicación de un templo señala una generación, un tiempo grande. Los mayordomos de los templos -después de haber luchado a brazo partido por alcanzar la mayordomía- se arruinan y acaban su patrimonio cuando llega la fiesta titular; los ricos dejan inmensas fortunas en obras pías y en patronazgos, no tanto para ganarse el cielo como quizá para sentirse grandes ante Dios y ante los hombres; las beatas no salen de la iglesia. Los pecadores experimentan todas las grandes sensaciones del que desafía a la divinidad y a lo establecido. Y el milagro ronda continuamente en el pueblo vecino, en el campo, en el convento, en la casa de al lado capaz de hacerse presente en cualquier momento, de transformar quizá al pecador empedernido en el intacha­ble varón que morirá en olor de santidad.

 

Bibliografía.

 

Bravo Ugarte, J. Historia de México. t. I y II, México, 1941.

Diócesis y obispos de la Iglesia mexicana, México, 1965.

 

Cuevas, M. Historia de la Iglesia mexicana, México.

 

Riva Palacio, V. México a través de los siglos, vol. II, México, 1887.

 

Sosa, F. El episcopado mexicano, México, 1889.

 

56.            La Inquisición en México.

Por: Edmundo O’Gorman

 

Origen y carácter de la Inquisición española.

 

Por motivos obvios, la Iglesia católica ha estimado como enemigos de Dios y suyos a los cristianos que en materia de fe se opo­nen con pertinacia a lo que ella cree y pro­pone, es decir, a los herejes. En tiempos pa­sados y en los países que profesaban la fe católica, la herejía se consideraba como un delito, como un acto que podía y debía cas­tigarse. A este efecto, un concilio reunido en la ciudad de Verona en el año 1185 concedió a los obispos la facultad de proceder judicialmente contra los sospechosos de herejía y, en el caso de hallarlos culpables, deberían entregarlos a la autoridad civil para que les impusiera el correspondiente castigo, que podía ser la pena capital. La razón de esa entrega de los reos sentenciados por los obispos a la autoridad civil era que, por su estado, los eclesiásticos no pedían ejecutar penas corporales. Tal es el remoto antece­dente de esa famosa institución que, andando el tiempo, se llamó Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, comúnmente citado en su forma abreviada de "La Inquisición". Este nombre -derivado del latín inquisitio- se debe a que, a diferencia de otros tribunales, los del Santo Oficio podían proceder li­bremente por su cuenta para averiguar o inquirir en secreto la conducta y creencias de cualquier persona que por algún motivo pu­diera parecer sospechosa.

 

En las páginas siguientes vamos a rela­tar la historia de la Inquisición en México; mas para entenderla bien es necesario tener presente otros antecedentes y, sobre todo, los del Tribunal del Santo Oficio en España, del que siempre fue una dependencia el esta­blecido en México.

 

En el año 1216, Santo Domingo de Guz­mán obtuvo del papa Honorio III la aprobación apostólica de la orden de frailes fun­dada por aquél: la llamada Orden de Her­manos Predicadores, o bien de religiosos de la Orden de Santo Domingo, o simple­mente frailes dominicos. Al poco tiempo, Santo Domingo alcanzó del mismo papa las facultades de inquisidor delegado, y desde entonces se estableció una estrecha liga entre los dominicos y las actividades inquisitoria­les. El hecho es importante en la historia de la Inquisición, porque fue el primer paso para independizarla de la potestad episcopal.

 

Gregorio IX fue electo papa en 1227 y bajo su pontificado se celebró el Concilio de Tolosa (1229), que organizó la Inquisición como un tribunal especialmente destinado a perseguir la herejía; pero en esta etapa del desarrollo de la institución, su dependencia de la Santa Sede era completa, puesto que al papa correspondía organizarla y designar a los jueces inquisidores y aprobar o no sus actos y procedimientos. Se establecieron tribunales de la fe en varios países de Europa, generalmente encomendados a frailes de la Orden de Santo Domingo, y así aconteció en España, donde funcionaron, independientes entre sí, tribunales con sede en las ciudades principales de los diversos reinos que en aquella época ocupaban la península.

 

Pero esa situación sufrió un cambio profundo cuando, debido al matrimonio que contrajeron (1469) el rey Fernando de Ara­gón y la reina Isabel de Castilla, se inició el proceso de la unificación nacional española. En efecto, esos monarcas, que tenían el titulo pontificio de "Reyes Católicos", inauguraron una política celosa de la potestad real, ene­miga, pues, del poder tradicional que venían disfrutando los grandes señores feudales, y de tendencia centralizadora, calculada para depositar la suma de la soberanía en la coro­na. No será difícil advertir que para esta orientación política era grave obstáculo la existencia de aquellos tribunales de la inquisición no sólo por su independencia entre sí, sino, y sobre todo, por su dependencia de la Santa Sede. El papa, en efecto, tenía en esos tribunales un eficaz y poderoso instrumento que le permitía inmiscuirse en la vida de los súbditos españoles e influir, entorpecer y aun paralizar los propósitos absorbentes de los Reyes Católicos.

 

Surgió así un sordo conflicto, hábilmente manejado por los consejeros reales, puesto que lograron para la corona de Castilla una bula (1478) que le concedió la facultad de designar a los inquisidores y de organizar el tribunal de la manera que mejor cuadrara a los intereses nacionales. Fue éste un sonado triunfo de la política isabelina que tuvo incalculables consecuencias, puesto que como será fácil percibir la monarquía se hizo con una arma de inmenso alcance para el domi­nio de sus súbditos, en cuanto que le permitió fiscalizar sus vidas hasta en la esfera recóndita de la conciencia. Revistió, además, en ese momento particular significa­ción, dado el gran número de judíos que vivían en España y cuya conversión al cristianismo era sospechosa. Nos referimos a los llamados "conversos", "cristianos nuevos" también conocidos con el nombre de “marranos”.

 

No nos toca detenernos ahora en el exa­men de una situación tan compleja como ex­plosiva que, como es sabido, culminó en la dramática expulsión de los judíos (1492) y en la que tuvo parte decisiva la Inquisición. Se trata de un capítulo que pertenece por en­tero a la historia de España; pero sí nos compete, en cambio, dar cuenta sumaria de qué manera la corona aprovechó las faculta­des inquisitoriales que supo arrancarle a la Santa Sede.

 

Dos fueron las principales medidas to­madas por la corona. La primera consistió en centralizar en un mando único todo lo concerniente a las actividades de los tribunales del Santo Oficio, para lo cual se creó el cargo de inquisidor general de España, bajo cuya jurisdicción quedaron todos los tribu­nales establecidos y por establecer en la península y más tarde en todos los territorios sujetos a la monarquía, incluso, cosa de su­ma importancia, los de América.

 

La segunda medida adoptada por la co­rona fue aún más absorbente, si cabe. Con­sistió en la creación de un cuerpo colegiado, de un "Consejo" a semejanza de los Consejos de Castilla y de Aragón  y de otros que se fueron creando, especie de ministerios o secretarias de Estado en los cuáles se depositó la máxima autoridad (salvando siempre la del monarca) para los negocios que caían bajo sus respectivos resortes. El nombre oficial del que aquí nos interesa fue Consejo Supremo de la Inquisición, al que era frecuente referirse con el nombre abreviado de “La Su­prema”.

 

Este nuevo órgano de la administración real quedó integrado por un presidente (car­go que de oficio recaía en el inquisidor gene­ral de España), tres consejeros, un secretario y empleados diversos de menor rango. El primer presidente del Consejo fue el célebre fray Tomás de Torquemada, designado inquisidor general en 1483, y los tres primeros consejeros fueron un eclesiástico, el obispo don Alonso de Carrillo, y dos seglares juristas, don Sancho Velásquez de Cuéllar y don Poncio de Valencia. Hemos creído pertinente recordar estos nombres por ser los de los pri­meros inquisidores supremos, ya como fun­cionarios del gobierno español, modalidad importantísima que no debe perderse de vis­ta, porque, desde entonces hasta la definitiva extinción del Tribunal del Santo Oficio (1834), subsistió como una institución inde­pendiente de la Santa Sede y dependiente de la monarquía española. Y en efecto, esa modalidad es enormemente significativa, en cuanto que la historia subsecuente de la Inquisición española y, por tanto, la de los tribunales del Santo Oficio establecidos en México y en otros territorios colonizados por España quedaron inextricablemente vinculadas a los vaivenes, venturas y desventu­ras que agitaron la historia política de aquella nación.

 

Retengamos entonces que los tribunales españoles del Santo Oficio no fueron, según es tan común suponer, tribunales eclesiásti­cos; fueron, en el sentido más estricto de la palabra, órganos judiciales del gobierno y de la administración empleados por la monar­quía española.

 

Breve idea de la legislación inquisitorial.

 

En lo sucesivo solamente nos ocupare­mos de la inquisición española, cuyo carácter oficial hemos subrayado, porque es obvio que la establecida en México fue de igual índole, como dependiente de la Suprema.

 

Mucho, muchísimo se ha escrito y opi­nado acerca de la Inquisición como el ejem­plo más flagrante y elocuente del cargo de oscurantismo antiprogresista y supersticioso que se le ha hecho a España, sobre todo durante los reinados de la dinastía de los Austrias y muy particularmente el de Feli­pe II (1556 – 1598). Y a tal grado eso ha sido así, que la actuación del Tribunal del Santo Oficio en España y en sus colonias ha sido y sigue siendo uno de los argumentos centrales esgrimidos en esa gran polémica histórica que se conoce con el nombre de "leyenda negra". No por casualidad, los principales y más representativos portavoces de esa leyen­da se encuentran entre escritores e historiadores franceses, ingleses y norteamericanos, pero no faltan, y aun abundan los de cepa hispánica, y entre ellos se cuenta, quizá como el de mayor relieve, a don Juan Antonio Llorente, cuyo célebre libro Historia crítica de la Inquisición de España (1817 - 1818) es piedra angular en aquella polémica.

 

Claro está que tampoco vamos a ocuparnos aquí en resellar la larga y compleja historia de la leyenda negra; pero era indispensable mencionarla por su conexión con el Tribunal del Santo Oficio, cuyos procedimientos judiciales, base de esa conexión, exa­minaremos más adelante con cierto detalle.

 

La base de la legislación inquisitorial española se remonta a la época del primer inquisidor general, fray Tomás de Torquemada. Refiriéndose a tan decisivo asunto para nuestro relato, don Vicente Riva Palacio dice en su capítulo relativo a la Inquisición en México (cap. 38, tomo II, México a través de los siglos) que "Torquemada, ayudado sin duda por sus consultores y por los miembros del Consejo, formó las primeras instrucciones para el Santo Oficio, que fueron promulgadas el 29 de octubre de 1484". Añade que Torquemada convocó una gran junta para discu­tir esas instrucciones, a la que concurrieron los miembros del Consejo y los inquisidores de cuatro tribunales de España. El documen­to fue definitivamente aprobado y, si bien en años posteriores sufrió adiciones y algunos cambios, es la base de todas las constituciones posteriores del tribunal. En él se contienen las reglas para el establecimien­to de tribunales y "los trámites a que de­bían arreglarse los inquisidores en la secuela y sentencia de un proceso y ejecución de la sentencia". Este código fundamental se llamó Compilación de las instrucciones del oficio de la Santa Inquisición; circuló en copias manuscritas y fue impreso por primera vez en 1537.

 

Veinticuatro años más tarde, en 1561, el inquisidor general don Fernando Valdés pro­mulgó en Toledo otra compilación con objeto de uniformar la práctica que habían seguido los tribunales durante aquel lapso de tiempo. Este código adicional fue conocido con el nombre de Ordenanzas de Toledo. Estos dos libros y un Formulario acerca de los procedimientos que debían observar los inquisido­res, recopilado por el secretario del Consejo Supremo de la Inquisición, Pablo García, fueron, dice Riva Palacio, "el texto al que se arregló generalmente la Inquisición de Nueva España en sus procedimientos", y, aunque a través de los años, el Consejo y el inquisidor general expidieron las llamadas "cartas acor­dadas" y "cartas órdenes", destinadas a ins­truir a los inquisidores, nunca se modificaron en lo substancial las disposiciones primitivas.

 

Por último, para completar esta reseña sobre la legislación inquisitorial, deben mencionarse las Cartillas que publicaron los tribunales locales para instruir en sus deberes a los llamados "comisarios" del Santo Oficio, o sean los empleados auxiliares que tenían los inquisidores diseminados por todo el te­rritorio de su jurisdicción. El tribunal de México mandó imprimir en diversas fechas una de esas cartillas. Los inquisidores se valían, además, como guía para definir los delitos que perseguían, de libros doctrinales aproba­dos por la Iglesia, donde se examinaban los actos que caían bajo la especie de herejías, brujerías, pactos con el demonio, supersticiones y otros semejantes. Famoso fue, en este sentido, un libro intitulado Tractatus contra hereticam pravitatem, compuesto por Gun­disalvus de Villa Diego (Salamanca, 1519) y muy usado por la Inquisición de Nueva España.

 

La Inquisición en México antes del establecimiento del Tribunal del Santo Oficio.

 

Aunque, según hemos visto, la Inquisi­ción quedó formalmente constituida en Espa­ña con carácter de órgano judicial oficial desde los años ochenta del siglo XV, las acti­vidades inquisitoriales en México tardaron mucho tiempo en quedar sometidas a la ju­risdicción de un Tribunal del Santo Oficio propiamente dicho, puesto que no lo hubo antes de 1571.

 

Los principios de aquellas actividades son confusos por la diversidad de autorida­des que intervinieron y la falta de precisión de sus facultades para hacerlo. La autoridad seglar, incluso, se avocó en no pocos casos, y durante buen número de años, al conoci­miento y castigo de actos que normalmente correspondían a la jurisdicción episcopal y, mejor aún, a la inquisitorial. Citemos al res­pecto y sólo como casos muy notorios las Ordenanzas contra blasfemos promulgadas por Hernán Cortés en 1520, es decir, aun antes de la caída de Tenochtitlan, y el proceso por idolatría incoado por Nuño Beltrán de Guzmán en 1530 contra el Caltzontzin, señor de los tarascos. Por otra parte, hay in­dicios ciertos de actividades inquisitoriales contra herejes desde 1522, realizadas, al Parecer, por frailes que desde esa época ya se hallaban en México, quizás actuando con poderes directos del papa. Ahora bien, este hecho tiene el interés particular de ofrecernos el antecedente inmediato de la primera etapa de la Inquisición en México, la etapa "monástica", de la que nos ocuparemos en seguida.

 

La Inquisición monástica.

 

Para extender la acción del Santo Oficio a las tierras americanas, el cardenal Adriano de Utrecht, inquisidor general de España desde 1517, delegó su autoridad en don Alonso Manso, obispo de Puerto Rico, y en fray Pedro de Córdoba, viceprovincial de los dominicos en las Indias, con residencia en la ciudad de Santo Domingo de la isla Española. En 1524, de camino a México, pasa por dicha ciudad la misión franciscana de "los doce" encabezada por fray Martín de Valencia, y dice el cronista Remesal "que fray Pedro de Córdoba delegó en fray Martín sus poderes inquisitoriales para que usara de ellos en México mientras no hubiera un prelado dominico".

 

De acuerdo con lo anterior, debemos contar a fray Martín de Valencia como el primer inquisidor en México, aunque no en sentido riguroso. Es muy poco lo que se sabe de sus actividades de inquisidor y casi se reduce a la ejecución, por idólatras, de cuatro indios nobles tlaxcaltecas, como castigo ejemplar en la enérgica campaña evan­gelizadora emprendida por los franciscanos. A poco tiempo, en 1526, pasaron a Nueva España los religiosos de la Orden de Santo Domingo, a cuyos miembros correspondía por tradición, según ya indicamos, el ejerci­cio de las funciones inquisitoriales. El cargo de inquisidor pasó, pues, de fray Martín al dominico fray Tomás Ortiz,  que encabezaba la misión. Este duró poco en el cargo, puesto que al año siguiente el célebre fray Domingo de Betanzos, el verdadero fundador de su Or­den en Nueva España, fue designado para sustituirlo y quedó investido de las mismas facultades que su antecesor. El ministerio inquisitorial de Betanzos también fue de corta duración (mayo de 1527 a septiembre de 1528), pero, a diferencia de Ortiz, el nuevo inquisidor se mostró sumamente activo. Procesó a muchos de los antiguos conquistadores por blasfe­mos, mostrándose en ello muy enemigo de los afectos al partido que favorecía los intere­ses de Hernán Cortés.

 

El proceso más notable de los incoados por Betanzos fue el del viejo conquistador Rodrigo Rengel, que había sido muy adicto a don Hernando, había servido los puestos de alcalde en Veracruz y Pánuco y era en ese momento regidor del ayuntamiento de la Ciu­dad de México. Sin duda, la afición de Ren­gel a Cortés no lo recomendaba a los ojos del dominico; pero la verdad es que Rengel era, en realidad, culpable de las más horrendas blasfemias, según fueron revelando las averiguaciones durante el proceso. También se le acusó de herejía y de haber llevado una vida disoluta. Rengel supo defenderse con habili­dad empleando los servicios de abogados notables y mediante confesiones y protestas de arrepentimiento. El asunto se complicó polí­ticamente por intervención indirecta de Cortés, de suerte que el padre Betanzos se vio presionado hasta el punto de abdicar su ju­risdicción en favor de los franciscanos. El padre custodio de éstos, fray Luis de Fuen­salida, aceptó la responsabilidad del proceso y comisionó al famoso misionero e historia­dor fray Toribio Motolinía para que dictara la sentencia. Así lo hizo con fecha 3 de septiembre de 1527, y si bien es seguro que fue menos severo de lo que habría sido Betanzos, no por eso dejó de imponerle a Rengel una pena económicamente considerable y encarcelamiento por cinco meses en un monas­terio.

 

De mayor importancia fue la actuación inquisitorial del sucesor del padre Betanzos, fray Vicente de Santa María, que se dis­tingue por haber llevado a cabo, en octubre de 1528, el primer auto de fe que se celebró en México.

 

Oportunamente explicaremos qué eran los autos de fe; por ahora baste decir que se tra­ta de una ceremonia pública en la que la In­quisición sacaba a la plaza o a alguna iglesia a los reos sentenciados, daba a conocer sus causas, los exponía a humillaciones y los en­tregaba al castigo. Este primer auto de fe está muy mal documentado, pero lo suficien­te para saber que en él fueron quemados por herejes Hernando Alonso y Gonzalo de Morales y que salieron otros reos sentenciados a penas menores.

 

Después de este acto espectacular se ad­vierte una cesación de las actividades inquisitoriales hasta la época en que el cargo de inquisidor fue depositado en el primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga.  Se han propuesto varias explicaciones de esa misteriosa cesación de actividades, pero ninguna de ellas está lo suficientemente comprobada para merecer absoluto crédito. Podemos, pues, cerrar aquí nuestra breve reseña de la etapa monástica de la Inquisición en México, para examinar la siguiente etapa.

 

La Inquisición episcopal.

 

Comprenderemos dentro de esta designa­ción las actividades inquisitoriales realizadas en Nueva España desde el fin de la etapa monástica hasta el tiempo (1571) en que se fundó en México un Tribunal del Santo Oficio semejante a los de España y dependiente de la Suprema; y calificamos esa segunda etapa como "episcopal" porque, en términos generales, la responsabilidad recayó en los obispos en virtud de la antigua facultad que tenían para proceder judicialmente contra los herejes.

 

El 12 de diciembre de 1527 el emperador Carlos V presentó a la Santa Sede el nombre de un fraile franciscano llamado Juan de Zumárraga para que ocupara el obispado de México. Por dificultades entre el papa y el emperador, Zumárraga no obtuvo de inme­diato las bulas que lo acreditaban como obis­po y se vio obligado a venir a México sin ellas, colocándose en una posición sumamen­te débil y ambigua. Estuvo en la capital de Nueva España desde 1528 hasta mediados de 1532, en que regresó a España para regu­larizar su situación. El 27 de abril de 1533 fue consagrado obispo en Valladolid, y en octubre de 1534 se encontraba de nuevo en México.

 

Desde esa fecha, fray Juan de Zumárraga desarrolló actividades inquisitoriales como juez eclesiástico "ordinario", es decir, en vir­tud de las facultades de que ordinariamente se hallaban investidos los obispos, y no como "inquisidor", cargo que requería nombramiento especial. Consta, en efecto, que el primer proceso en que fungió Zumárraga en calidad de juez es, precisamente, del año 1534. Se trata de un caso de bigamia y con­cubinato, actos que, si bien no se clasifican coma herejía, eran perseguidos inquisitorialmente, por ser contrarios a los mandatos de la Iglesia y de la ley de Dios.

 

Con el propósito de fortalecer la misión del nueva obispo como custodio de la fe y de las buenas costumbres, el inquisidor gene­ral de España y presidente del Consejo Su­premo de la Inquisición le concedió, el 27 de junio de 1535, el título especial de inquisidor apostólico para toda el territorio de su obis­pado. Este cargo, que le fue indirectamente revocada en 1543, no añadía nada a las fa­cultades de juez de que ya se hallaba inves­tido Zumárraga, pero sí lo autorizó a nombrar los oficiales y empleados que estimara nece­sarios para la buena marcha de los procesos. En la historia de la Inquisición en México, el obispo Zumárraga ocupa, pues, un lugar intermedio: fue, propiamente hablando, el primer inquisidor; pero también, propiamen­te hablando, no llegó a fundar un Tribunal del Santo Oficio.

 

La actuación inquisitorial de Zumárraga refleja, como no podía ser de otro modo, las tensiones intelectuales que las nuevas corrientes renacentistas significaron para la or­todoxia tradicional en España. El mismo Zumárraga resultó levemente sospechoso por ese motivo, dada su afición a las enseñanzas de Erasmo; mas para nuestro propósito, lo que tiene más relieve de aquella actuación fue el modo en que el obispo se enfrentó con el grave y novedoso problema de los indios recientemente evangelizados y convertidos al cristianismo. Muchos de ellos, en efecto, y sobre todo los señores y antiguos sacerdotes, continuaban a escondidas sus ancestrales prácticas religiosas, consideradas idolátricas por los españoles, y aun seguían sacrificando seres humanos, tenidos por homicidios, con la agravante del propósito diabólico con que se perpetraban. Zumárraga, buen fraile fran­ciscano investido de la autoridad de obispo y de inquisidor, no pudo permanecer indife­rente a esa situación y se mostró, además, poco comprensivo respecto a ella. Poco a poco la investigación ha ido sacando a luz un crecido número de procesos incoados por el obispo inquisidor en contra de indios "idólatras" que no cabe siquiera inventariar en esta breve reseña (véase Alberto María Carreño, Don fray Juan de Zumárraga. México, Jus., 1950); pero no podemos dejar de mencionar el más sonado de ellos, el que se siguió en 1539 contra don Carlos, cacique de Texcoco, indio de noble estirpe, como que descendía en línea directa del famoso Neza­hualcoyotl. Don Carlos que, ocultamente usaba el título de Chichimecatecuhtli el de sus ilustres antecesores, no sólo idolatraba y sa­crificaba, sino que incitaba a los indios a rebelarse contra el dominio de los españoles por considerarlo injusto y tiránico.

 

Hoy, a tantos años de distancia, la figura de ese príncipe texcocano nos parece altiva y digna de respeto; sus jueces pensaban de otro modo, y el obispo Zumárraga, por tan­tos otros motivos admirable, lo condenó a la hoguera. Fue quemado en la plaza pública el 30 de noviembre de 1539. Pero su sacrificio no fue en vano: el obispo fue censurado por el Consejo Supremo a causa de la excesiva severidad de la sentencia, y en otra carta de igual fecha (22 de noviembre 1540) el Con­sejo le comunicó que, por ser los indios muy nuevos en el cristianismo, “no se guarde con ellos el rigor del derecho” y "no se proceda contra ellos por la Inquisición". En la Recopilación de Las leyes de Indias se sancionó ese privilegio, que se mantuvo en vigor a lo largo de los siglos coloniales. Tal fue la deu­da que contrajeron con el señor textocano sus hermanos de raza, aunque debe aclararse que don Carlos no fue el último indígena procesado inquisitorialmente.

 

Por la misma. época, el emperador consi­deró necesario obtener un informe fidedig­no del estado de Nueva España y para ese efecto comisionó con el temido cargo de "vi­sitador" al licenciado Francisco Tello de Sandoval, a quien se le concedió (1543) ade­más el título y facultades de inquisidor apos­tólico en todo el virreinato. Duró la visita de febrero de 1544 a principios de 1547, y de tan corto plazo para tarea tan compleja fue poco el tiempo que pudo dedicar a negocios inquisitoriales. Obviamente la designación a favor de Tello de Sandoval revocó indirecta­mente la que se había hecho a favor de Zumárraga; y parece claro que el nuevo inqui­sidor aprovechó la organización inquisitorial que halló a su llegada a México. En términos generales, puede afirmarse que no inició pro­cesos, sino que le fueron sometidos los ya iniciados por los obispos novohispanos. Ac­tuó, según se sabe, en poco más de una doce­na de causas por herejía, bigamia y blasfe­mia; pero de mayor interés es la actitud de cautela que observó en denuncias que recibió contra indios sospechosos de idolatría. Los casos principales involucraron a señores in­dígenas de la Mixteca, y especialmente una denuncia contra el cacique, el gobernador y un indio principal de Yanhuitlán. Tello reci­bió las denuncias y los testimonios e incluso ordenó la práctica de investigaciones. Estas resultaron muy graves para los indiciados. El visitador los redujo a prisión, pero no llegó a sentenciarlos, dejando sin resolver el punto de culpabilidad. Parece seguro que Tello tenia presente el regaño que padeció Zumárraga y la actitud comprensiva de la corona hacia los indios recién convertidos.

 

Cuando Tello, a principios de 1547, em­prendió el viaje de retorno a España, el vi­rreinato quedó sin inquisidor y las actividades correspondientes a ese cargo revirtieron a los obispos en virtud de las facultades que, según dijimos, tenían como jueces eclesiásticos ordinarios; pero, además, en los lugares donde la autoridad de los obispos era débil, los frailes se sintieron autorizados a desem­peñar actividades inquisitoriales.

 

Por ello, el período de veinticuatro años que media entre la salida del visitador Tello y la fundación en México de un Tribunal del Santo Oficio resulta bastante confuso y aun caótico en la historia que vamos contando.

 

En esta breve reseña sería excesivo dar cuenta de los procesos inquisitoriales in­coados en ese período y bastará señalar, pri­mero, que la figura más importante al res­pecto es, sin duda, la del segundo arzobispo de México, don Alonso Montúfar, que des­plegó mucha actividad como juez eclesiásti­co, y segundo, que la atención inquisitorial se dirigió preferentemente a la investigación de aquellos sospechosos que, según un tér­mino global ambiguo, se calificaban de "lu­teranos". En efecto, los éxitos que tenían, día a día, las sectas protestantes en Europa fueron motivo de la mayor inquietud por parte de la corona española, que se había echado encima la tremenda tarea de mante­ner la pureza de la ortodoxia católica, y no es sorprendente, pues, el nuevo enfoque en las actividades inquisitoriales. Sin dejar de atender denuncias contra personas sospechosas de blasfemia, bigamia, concubinato, ju­daísmo y otros cargos ya tradicionales, in­cluso el de idolatría por parte de los indios, la  mayoría de los procesos fueron incoados contra extranjeros que, recién llegados de Europa, podían ser protestantes en menor o mayor grado. Famosos son los casos del inglés Roberto Tomson y del italiano Agus­tín Boacio, condenados en el auto de fe de 1560, ordenado por el obispo Montúfar.

 

Pero quizá lo más importante de la acti­vidad inquisitorial de ese prelado fue su acción investigadora de la ortodoxia y pure­za de costumbres del clero regular; es decir, de los frailes, lo cual provocó un largo y enconado conflicto que a la larga culminó en el triunfo del clero secular, con el fortalecimien­to de la autoridad de los obispos. Por último, sería laguna imperdonable no mencionar siquiera la atención que puso Montúfar en la supervisión y control de libros que se im­primían en México o que se introducían. en el virreinato. A este respecto, los dos casos más sonados, por las personas involucradas, fueron los relativos al tratado del obispo Zumárraga intitulado Doctrina breve muy provechosa (México, 1543) y al Diálogo de doctrina cristiana en la lengua de Mechua­can (México, 1559), escrito por el gran lin­güista franciscano fray Maturino Gilberti.

 

Demos fin a este período con la mención de un caso inusitado, por tratarse del proceso (1568) de una monja cuya cultura y conocimientos teológicos la hicieron sospe­chosísima a los ojos del viejo obispo y de su provisor, fray Bartolomé de Ledesma. Se llamaba la monja sor Elena de la Cruz y entroncaba su familia con la del Conquista­dor. Se averiguó que sor Elena había leído a fray Luis de Granada y a un cartujo para quien el hombre podía alcanzar la perfección y la salvación con sólo la observancia de los diez mandamientos. Esa proposición elimina­ba la necesidad de los sacramentos de la Igle­sia y, naturalmente, sor Elena fue reducida a prisión. Durante el curso del proceso mostró con muchas lágrimas y humildad su arrepentimiento, y logró una sentencia muy benigna. No sin razón, Richard E. Green­leaf, en su estudio sobre La Inquisición mexi­cana del siglo XVI, recuerda a sor Elena como la precursora “si no en ortodoxia, seguramen­te en intelecto”, de esa otra más ilustre mon­ja mexicana, también llamada de la Cruz.

 

Organización y procedimientos.

 

Hemos llegado al punto y momento en que corresponde tratar del Tribunal del Santo Oficio en México, propiamente hablando. Pero antes nos parece absolutamente necesa­rio dedicar un apartado previo para explicar en qué consistía la maquinaria inquisitorial, y segundo, cómo eran los procedimientos que regulaban sus actividades.

 

Organización del Tribunal del Santo Oficio.

 

Como ya hemos dicho antes, el tribunal establecido en México dependía directamen­te del Consejo Supremo de la Inquisición, cuyo presidente era el inquisidor general de España.

 

La autoridad superior del tribunal en México era el. inquisidor o inquisidores, puesto que podían  ser y normalmente eran varios. Los empleados de más alto rango eran el fiscal, a cuyo cargo estaba promover los procesos, y el secretario del Secreto, que tenía fe pública y autorizaba las actas, diligencias, despachos, edictos, etc. Los inquisidores contaban con un cuerpo de personas doctas y de alta posición social y oficial llamados consultores del Santo Oficio, que integraban una especie de consejo.

 

Estos consultores intervenían con su voto en las decisiones graves, como eran las sentencias de tormento y definitivas y cuando un reo salía condenado a muerte. El tri­bunal contaba, además, con el auxilio de un cuerpo de peritos en asuntos teológicos y religiosos, llamados calificadores del Santo Oficio, cuya misión era dictaminar en los asuntos que se les sometían para ilustrar la opinión de los inquisidores en puntos debatibles y de difícil resolución. El tribunal tenía un cuerpo policíaco, cuyo funcionario superior se llamaba alguacil mayor del Santo Oficio. A ese cuerpo pertenecían los alcaides de la cárcel secreta, donde estaban los reos aún no sentenciados; los de la cárcel de penitencia perpetua o de misericordia, donde se purgaban las condenas de prisión, y los llamados familiares del Santo Oficio, que eran personas a quienes se encomendaban tareas propiamente de policía.

 

Para los asuntos administrativos y fisca­les habla un receptor general, un contador, un notario de secuestros y otro del juzgado, un abogado y procuradores del real fisco y un proveedor de las cárceles. Para la defen­sa de los reos había un abogado de presos, que sólo intervenía cuando el reo no contra­taba los servicios de un letrado. Contaba el tribunal con los servicios de un médico, un cirujano-barbero, un boticario, un maestro mayor de obras, un impresor, un capellán, intérpretes, nuncios o pregoneros, un portero y un grupo de personas llamadas honestas y religiosas personas, que asistían en las ratificaciones. Ocasionalmente se designaban visitadores de librerías, es decir, de bibliotecas, y recogedores de libros. Fuera de la Ciudad de México el tribunal tenía disemi­nados por todo el inmenso territorio bajo su jurisdicción, además de familiares, unos importantes funcionarios llamados comisa­rios del Santo Oficio. Generalmente eran sacerdotes que residían en las ciudades de provincia y en villas y pueblos apartados. Estos comisarios tenían la facultad de reci­bir denuncias y practicar todas las diligen­cias necesarias para averiguar los hechos que se les denunciaban o los que les parecieran sospechosos. Debían informar al tribunal en México de todo cuanto hubieren actuado y sólo podían reducir a prisión y secuestrar bienes con expresa orden de los inquisidores.

 

Carecían de facultad para someter a tor­mento y para sentenciar. Concluidas las ave­riguaciones que les competía, enviaban el expediente al tribunal, que casi siempre iba ya con la persona o personas indiciadas. Era requisito indispensable que todos los funcionarios, ministros y empleados de la Inquisi­ción demostraran, antes de ser nombrados, lo que se llamaba limpieza de sangre, es decir, que eran cristianos viejos y que en su familia no había ningún penitenciado por el Santo Oficio. Ser empleado de la Inquisición, aunque sólo fuera portero, tenía un alto valor social y constituía un verdadero timbre de gloria.

 

La Inquisición llevaba con gran meticu­losidad sus libros de registro, donde se asen­taban todos sus actos y conservaban con enor­me celo los expedientes de los procesos. El archivo del Santo Oficio en México se con­serva casi intacto, como uno de los “ramos” del Archivo General de la Nación.

 

Breve idea de los procedimientos judiciales de la Inquisición.

 

Al establecerse un tribunal del Santo Oficio, los primeros procedimientos consis­tían en una ceremonia llamada de "juramen­to", en la que, como indica el nombre, los asistentes –que incluían a todas las autori­dades del lugar- juraban denunciar a las per­sonas que creyeran sospechosas y prestar al tribunal la ayuda que pidiese y fuere nece­saria; pero además, al concluir esa ceremo­nia, se daba lectura a un edicto de los inqui­sidores, llamado edicto general de gracia, por el cual se conminaba a quienes se sintieran culpables a denunciarse dentro de un plazo fijado para ese efecto, so pena de excomunión mayor. En el edicto se indicaban con minuciosidad los hechos considerados punibles y se prohibía a los confesores dar la absolución a los que de algún modo no hu­bieren cumplido con aquel mandamiento.

 

La esencia y regla fundamental de todos los procedimientos inquisitoriales era el secreto que debía guardarse respecto a todos los actos en que intervenía el tribunal quedando incluidos en esto los inquisidores mis­mos. Para que se cumpliera esa condición se tomaban todas las precauciones imaginables y se procedía con rigor inusitado contra quienes no la observaran. Fácilmente se pueden imaginar las consecuencias de semejante regla, sobre todo respecto a los acusados, cuya defensa en esas condiciones se veía terrible e injustamente obstaculizada por la ignorancia en que estaban respecto a quien los había denunciado y a los hechos que se les imputaban.

 

Toda denuncia, incluso anónima, era vá­lida. Recibida, se abría de inmediato una investigación secreta que, al revelar algún indicio, por débil que fuera, conducía al apo­deramiento de la persona indiciada y al ase­guramiento de sus bienes. Se le tomaba en seguida una declaración que incluía siem­pre preguntas sobre su familia y su origen, sobre su conocimiento de los dogmas y prác­ticas de la religión católica, y sobre si tenía alguna sospecha acerca del motivo de su pri­sión. Por lo general, el acusado manifestaba total ignorancia a ese respecto, temeroso de implicarse en algún hecho que no figurara en la denuncia, reticencia que agravaba su si­tuación. Si, preguntado tres veces, el acusado persistía en la misma respuesta, se le declaraba "negativo" y se abría, propiamente ha­blando, el proceso. Durante toda la secuela de éste -a veces tardaba años- el acusado permanecía incomunicado en la llamada cár­cel del  secreto y ni siquiera podía hablar con él uno de los inquisidores si faltaba alguien que pudiera servir de testigo.

 

A base de la denuncia, el fiscal promovía todas las diligencias iniciales de la averigua­ción de los hechos y todas las que fueren re­sultando en el curso de ella. Se practicaban visitas e inspecciones, pero sobre todo se recibían declaraciones de testigos y con­fesiones del reo a base de los hechos que se fueran averiguando. Este nunca era informado del nombre de quienes declaraban en el proceso; no había, por supuesto, la posibilidad de careos, y el recurso de tachar a un testigo por ser enemigo del acusado sólo po­día hacerse efectivo si éste adivinaba quién había declarado en su contra o por torpeza en las declaraciones del testigo. A todos los testigos se les exigía el juramento del se­creto.

 

Entre los medios permitidos para la averiguación de los hechos se contaba con el de someter a tormento al acusado. Este inhu­mano procedimiento era de uso común en todos los tribunales de la época y en todos los países de Europa; pero por el ambiente de misterio y secreto que rodeaba a los de la Inquisición, y por ser ése uno de los argu­mentos principales de la "leyenda negra", el tormento ha sido errónea y popularmente considerado como lo propio y característico de los tribunales del Santo Oficio.

 

La prueba del tormento era excepcional, puesto que se reservaba para casos graves, bien por la enormidad del delito, bien por la contumacia del reo. Debe desvanecerse la idea, muy generalizada, de que en todos los casos se usaba esa prueba. Pero además, cuando se estimaba que un reo debería so­meterse a "cuestión de tormento", era ne­cesario que el fiscal presentara petición ex­presa y debidamente fundada y que el reo fuera previamente notificado para darle opor­tunidad de evitarse tan espantosa prueba. Por otra parte, era un procedimiento que requería sentencia especial que solamente se pronunciaba previo el parecer y voto de los consultores y del arzobispo. El tormento podía decretarse in caput proprium o in caput alienum, es  decir, en cabeza propia o ajena, según se pretendiera averiguar he­chos propios del acusado o hechos que se sospechara que éste sabía acerca de otra per­sona. El notario debía levantar acta pormenorizada de cuanto ocurría en la ejecución del tormento e incluso debía hacer constar los lamentos o expresiones de dolor emiti­das por el reo. La lectura de esas actas resul­ta, por consiguiente, muy impresionante y conmovedora.

 

El verdugo se cubría la cara para no ser conocido por el reo. La diligencia del tor­mento era presidida por un inquisidor encargado de dirigir la manera de administrarlo. Siempre se procedía paulatinamente, aumentando el dolor y mediando repetidas exhortaciones. Si el reo confesaba, cesaba el tormento y lo mismo cuando el inquisidor comprendía que era inútil proseguir con la prueba. En este último caso se decía que el reo había "vencido el tormento", pero no se le notificaba esa resolución para que el reo quedara en duda y en el temor de que se le podría sujetar de nuevo a tan horrenda prue­ba. El atormentado era llevado a una sala adonde lo atendía un médico, pero cuales­quiera que fueran las lesiones que hubiere padecido, eran a su riesgo, puesto que el reo podía evitarlas con la admisión de los hechos que se pretendía averiguar. Los instrumentos del tormento alcanzaron una gran variedad, pero cada tribunal elegía los que le parecían mas adecuados. La Inquisición de México utilizó preferentemente los cordeles y el agua. No es del caso entrar en la descripción y manera de aplicación de estos modos de tor­tura; pero no estará de más insistir en que estas atroces prácticas judiciales eran de uso común en los tribunales europeos y en modo alguno eran privativas de los inquisitoriales.

 

Concluida la averiguación de los hechos, el fiscal formulaba los cargos que resultaban de ella y pedía se dictara la sentencia corres­pondiente. El abogado defensor replicaba a la requisitoria del fiscal y, oídas así las partes, el proceso pasaba a sentencia. Para dictarla, los inquisidores recogían las opiniones y vo­tos de los consultores, como en el caso de las sentencias de tormento.

 

Las sentencias podían ser de "absolución del cargo", cuando el reo hubiere demostrado su inocencia; de "absolución de la instancia", si el fiscal no probaba los hechos imputados al reo; de "reconciliación", cuando, resultando culpable, el reo confesaba, daba muestras sinceras de arrepentimiento y abjuraba. En estos casos, las penas impuestas pedían recorrer toda la escala desde las más severas, como eran la prisión perpetua o el servicio en galeras, hasta simples actos de humilla­ción pública. Siempre concurría pena pecu­niaria y era frecuente la pérdida total de bienes; por este motivo, la Inquisición representaba una importante fuente de ingre­sos para el real fisco. Por último, la senten­cia podía ser de "relajación", que consistía en la entrega del reo al "brazo secular", es decir, a la autoridad civil para que lo privara de la vida, ya fuera dándole garrote, ya quemándolo vivo. De este último atroz suplicio el reo pedía liberarse si abjuraba y se arrepentía, porque entonces se le aplicaba el garrote en vez de ser quemado vivo.

 

La pena de muerte siempre implicaba pérdida de todos los bienes y además infamaba a los descendientes y los inhabilitaba para el desempeño de muchos cargos y oficios y hasta para usar vestidos de lujo y alhajas.

 

La sentencia de relajación podía dictarse contra personas ya distintas y contra ausentes. En el primer caso se ejecutaba de­senterrando los restos y quemándolos; en el segundo caso se hacia un simulacro del au­sente, que también se entregaba a las llamas. A ese procedimiento se llamaba relajar en estatua. Los reos sentenciados se acumula­ban en la cárcel hasta el día en que el tribu­nal celebraba los llamados autos de fe, actos públicos en que los reos eran exhibidos con insignias infamantes, que generalmente eran vela verde, soga al cuello, coroza (una especie de mitra con figuras pintadas) y sambenito, una túnica o escapulario ancho también pin­tado con figuras alusivas. Los que iban a padecer muerte por garrote y cuyo cadáver sería quemado ostentaban la imagen de un busto entre llamas que apuntaban hacia abajo; para los que debían ser quemados vivos, las llamas apuntaban hacia arriba. Se cele­braban autos de fe particulares y generales, que se distinguían por la importancia y número de los reos y por la solemnidad y el lugar con que y en donde se efectuaban.

 

Los autos particulares tenían lugar en alguna iglesia o atrio de convento y salían en ellos pocos reos, generalmente de delitos menores. Los llamados "autos generales" revestían gran solemnidad y eran muy numerosos los penitenciados, entre los cuales siempre había condenados a relajación. Se celebraban en la plaza mayor, con asistencia del virrey, la Audiencia, los dos cabildos (el eclesiástico y el de la ciudad), el obispo, el clero secular y regular, la universidad y los colegios mayores, la nobleza y gente distin­guida, y gran concurso del pueblo. Se levantaban estructuras muy vistosas y tablados para acomodar a las autoridades. Los inqui­sidores y demás ministros del tribunal ocu­paban uno de esos tablados en lugar domi­nante; en otro tablado estaba el corregidor de la ciudad en su calidad de representante de la justicia real, y los reos se acomodaban en un sitio a la vista del público y bajo la vigilancia del alguacil de la Inquisición y de los familiares y carceleros.

 

Al paso que se leían las sentencias, iban desfilando los penitenciados, que abjuraban públicamente de sus delitos cuando se tra­taba de reconciliados. Los condenados a relajación eran entregados, después de escuchar sus sentencias, al corregidor, quien dictaba la sentencia de muerte. En seguida se encaminaba el triste cortejo al lugar donde estaban dispuestos el garrote y el quema­dero. Durante el trayecto, los reos iban asis­tidos de frailes que los exhortaban a salvar sus ánimas, animándolos a confesarse y arrepentirse. En muchos casos, los reos accedían a esas exhortaciones, ya porque realmente se arrepentían, ya para salvarse del suplicio de ser quemados vivos; pero hubo quienes no se valieron de este arbitrio y supieron morir mártires de sus convicciones y fe. Más adelante daremos cuenta de algunos de estos casos.

 

La ejecución de las penas era pública. Se tenía por espectáculo muy edificante y se llevaba a cabo en medio del regocijo general Pero una vez más hemos de recordar que todas estas prácticas que hoy nos parecen tan degradantes no eran sólo aplicables a la Inquisición, ni sólo aplicables a España y sus colonias. Del mismo modo que el tor­mento fue de práctica común para los tri­bunales civiles en toda Europa, así lo fue también la ejecución pública de los delincuentes. Lo acontecida durante la Revolución francesa es el ejemplo que estará en la mente de todos.

 

El Tribunal del Santo Oficio en México.

 

La confusa situación que reinó durante el período de la Inquisición episcopal era por muchos motivos altamente insatisfactoria para la corona, pero especialmente por el conflicto que provocaban las investigaciones episcopales respecto a la ortodoxia y buenas costumbres de los frailes. Se comprendió que el remedio consistía en centralizar el poder inquisitorial y depositario en las manos profesionales de un órgano independiente de las autoridades eclesiásticas y civiles. En una palabra, se vio la necesidad de someter la colonia a la jurisdicción del inquisidor general de España y del Consejo Supremo de la Inquisición, cuyo presidente era. Consecuente con ese propósito y atendiendo a repetidas instancias de los colonos, Felipe II creó el Tribunal del Santo Oficio en México (y otro en el Perú) por real cédula de 25 de enero de 1569, complementada por otra cédula del 16 de agosto de 1570, donde fijó la demarcación territorial de aquel tribunal.

 

Según esa cédula, la jurisdicción del nuevo órgano comprendía todo el virreinato de Nueva España e incluía a las Filipinas, Guatemala y el obispado de Nicaragua. Las mismas cédulas sentaban las bases de la organización y funcionamiento del tribunal, de acuerdo con las ordenanzas y tradiciones de los similares en España, y se mandaba que todas las autoridades coloniales respetaran y favorecieran a los inquisidores, a sus mi­nistros y empleados y colaboraran con ellos en el desempeño de sus funciones. En las páginas siguientes vamos a intentar el relato de la historia del Tribunal del Santo Oficio en México hasta fines del siglo XVIII; pero fácilmente se comprenderá que tendremos que conformarnos con un panorama muy general, del que destacaremos algunos sucesos significativos.

 

El inquisidor general de España, don Diego de Espinosa, cardenal obispo de Sigüenza, designó como inquisidores del tri­bunal en México a don Pedro Moya de Con­treras y al licenciado Cervantes, y para los cargos de secretario del secreto y fiscal a Pedro de los Ríos y al licenciado Alonso de Bonilla, respectivamente. Salieron los inqui­sidores y el secretario el 13 de noviembre de 1570 de Sanlúcar de Barrameda. Durante el trayecto murió, en Cuba, el licenciado Cer­vantes y no faltó mucho para  que corrieran igual suerte el otro inquisidor y el secretario, puesto que naufragó la nave en que venían. Sorteado el percance, llegaron a San Juan de Ulúa el 18 de agosto de 1571 e hicieron su entrada en la Ciudad de México el 12 de septiembre de ese mismo año. El fiscal li­cenciado Alfonso de Bonilla llegó poco tiempo después.

 

El virrey, Martín Enríquez, ordenó un decoroso recibimiento al inquisidor, pero guardó mucha reserva por el desabrimiento que le causaba la creación de una nueva y poderosa autoridad independiente de la suya, y no le faltaba razón, como lo prueba el hecho de la rivalidad que hubo entre virreyes e in­quisidores, que fue una larga pesadilla de la administración colonial.

 

La casa que buscó el virrey para la In­quisición fue muy del agrado de Moya de Contreras. Se hallaba en un sitio contiguo al monasterio de Santo Domingo y allí estu­vo siempre el tribunal hasta su extinción. Contaba con salas de audiencia y de juzgado, con una cámara del secreto y aposentos para dos inquisidores, para el alguacil y el portero. Pronto se le añadieron o habilitaron las cárceles.

 

El inquisidor procedió a nombrar personas para el desempeño de los distintos cargos del funcionamiento del tribunal.

 

Ceremonia del juramento y publicación del Edicto de Gracia.

 

Moya se dedicó de inmediato a cumplir con los requisitos legales de la instalación del tribunal, que, según vimos, consistían en la ceremonia de juramento y en la publicación del edicto general de gracia. El viernes 2 de noviembre se dio por siete veces en las calles y plazas de la ciudad el pregón que citaba a todos los vecinos y moradores de México, "de  doce años arriba", a concurrir el domin­go inmediato siguiente a la catedral para "oír la misa, sermón y juramento de la fe que en ella se ha de hacer y publicar, so pena de excomunión mayor". Llegado ese domin­go, el inquisidor salió de las casas que le habían sido destinadas, "llevando a su de­recha al virrey Enríquez y a su izquierda al oidor Villalobos". Delante marchaban los otros dos oidores acompañando al fiscal Bonilla, portador del estandarte de la inquisición. Enfrente iban el secretario, el alguacil y el receptor del tribunal, con los regidores de la ciudad, precedidos de los maceros, y "abrían la marcha los doctores de la Uni­versidad, cuyos bedeles iban al frente de la solemne procesión".

 

Antes de llegar a la catedral salieron a recibir al inquisidor los canónigos (en ese momento la silla arzobispal estaba vacante) y las órdenes de San Francisco, Santo Domingo y San Agustín. Entraron todos en la iglesia; el inquisidor se colocó al lado dere­cho, "y junto a las gradas del altar en su sillón, el licenciado Bonilla con el estandarte de la fe, que era de damasco carmesí con una cruz de plata dorada". Se comenzó la misa; predicó fray Bartolomé de Ledesma y, antes de la consagración, subió al púlpito el secretario Pedro de los Ríos para dar lectura a las cédulas reales que crearon el tribunal en México y a otros documentos pertinentes. Acto seguido se procedió a la ceremonia del jura­mento: el secretario leyó el edicto por el cual el inquisidor mandaba que los presentes jurasen "no admitir ni consentir entre sí herejes", sino que los denunciaran, y además que juraran prestar auxilio al tribunal en todo cuanto estuviere a su alcance. El edicto concluía con estas palabras: "Digan todos: ansi lo prometemos y juramos; si ansi lo hiciéredes, Dios nuestro señor, cúya es esta causa, os ayude en este mundo en el cuerpo, y en el otro, en el alma, donde más habéis de durar; y si lo contrario hiciéredes, lo que Dios no quiera, El os lo demande mal y ca­ramente, como a rebeldes que a sabiendas juran su santo nombre en vano, y digan todos, amén". Todo el pueblo allí congrega­do, hombres, mujeres y niños levantaron el brazo derecho y gritaron: "Sí, juro". En se­guida el secretario bajó del púlpito y se llegó a una mesa cubierta de terciopelo carmesí, sobre la que estaban un misal abierto en los evangelios y una cruz de plata. También se acercó el fiscal Bonilla con el estandarte. Puesto de pie el virrey, se le leyó la fórmula del juramento, a la que contestó: "Si, juro", y de inmediato se tomó el mismo juramento a los oidores, en nombre de la Audiencia, y a los regidores, en nombre de la ciudad.

 

Concluida la ceremonia del juramento, el secretario dio lectura al edicto general de la gracia, que, según ya explicamos, hacía un llamado a denunciarse a todos los que se sintieran culpables de alguno de los delitos perseguidos por la Inquisición. Moya de Contreras concedió para ese efecto el breve plazo de seis días (normalmente se concedía un mes), bajo pena de excomunión mayor. En un edicto previo se había dado a conocer la lista de actos considerados punibles. (La relación de esta ceremonia fue escrita por el propio secretario Pedro de los Ríos; el ori­ginal  se conserva en el Archivo General de la Nación de México.) El 10 de noviembre del mismo año de 1571, el inquisidor envió cartas a todos los lugares importantes del virreinato a fin de que las autoridades jura­ran obediencia al tribunal. También se designaron comisarios y familiares. Fue así como quedó establecido en México el Tribu­nal del Santo Oficio de la Inquisición, cuyo estandarte con la divisa: Exurge, Domine, judica causam tuam ("Levántate, Señor, y juzga tu causa") ondeó, por decirlo así, en la conciencia de los habitantes del virreinato, hasta su extinción.

 

Los historiadores de la leyenda negra se han esforzado por hacernos creer que la implantación del tribunal oscureció con una nube de terror el curso de la vida novohispana. Los documentos revelan todo lo contrario, de suerte que no hay duda respecto a que la inmensa mayoría de los habitantes de Nueva España vio con buenas ojos aquel suceso, que para ella representaba contar con un poderoso instrumento que sabría fomentar las buenas costumbres y mantener la pureza de la ortodoxia católica, en cuya verdad se cifraba la salud en esta vida y en la venidera.

 

Principales autos de fe y algunas causas célebres.

 

Resulta de toda imposibilidad el reseñar en el espacio a nuestra disposición la larga y compleja actividad que desarrolló el Tribunal del Santo Oficio en México du­rante la época cuyo estudio nos ha sido encomendado. En términos generales puede afirmarse que a lo largo de ese tiempo la Inquisición emprendió y sostuvo una enér­gica campaña en contra de actos y hechos que pueden clasificarse bajo los cuatro siguientes  conceptos. Primero, los contrarios a las buenas costumbres y a la moral cristiana, tales como la blasfemia, bigamia, concubina­to y solicitación (el acto por el cual un con­fesor solicitaba carnalmente a la mujer que acudía al sacramento de la penitencia). Se­gundo, actos contra la fe: apóstatas, herejes y, muy importante, los llamados judaizantes, es decir, practicantes de la religión judía, o sea la del Viejo Testamento, y que, por tanto, negaban la divinidad de Cristo. Ter­cero, la inquisición persiguió a quienes, siendo cristianos, habían abrazado las enseñanzas de Lutero, Calvino y otros disidentes respecto a los dogmas católicos. Entre estos últimos, la mayoría, por no decir la totalidad, fueron extranjeros que habían podido instalarse  de modo más o  menos subrepticio en el virreinato o bien corsarios y piratas que, por azar en sus correrías, se veían arrojados a las playas de Nueva España y obli­gados a buscar asilo en alguna parte de su territorio. Por último, cuarto, fue capítulo muy importante de la actividad inquisitorial la vigilancia ejercida sobre los libros que ya existían, los que entraban en el virreinato y los que se imprimían en México. La cam­paña contra los "libros prohibidos" fue per­manente y vigorosa; provocó la creación de toda una maquinaria inquisidora, a cuyos miembros competía el encargo de visitar bibliotecas e imprentas, el de vigilar estre­chamente el cargamento de los barcos que aportaban a Veracruz y otros lugares y el de examinar textos de libros sospechosos y censurarlos. Con frecuencia, los inquisidores publicaban edictos con listas de libres prohibidos y mandamiento de entregarlos al tribunal, y fueron muchos los procesos que se  iniciaron contra quienes pretendieron bur­lar el control y censura de libros e impresos prohibidos.

 

El empeño de la Inquisición a este respecto es muy comprensible, puesto que la imprenta era el medio más eficaz de propagar las ideas heterodoxas. Se combatía así a la herejía misma. La investigación histórica ha revelado que, pese a los empeños del Santo Oficio, fueron muchos los libros sospechosas y prohibidos que cruzaron las fronteras virreinales y circularan entre los doctos y gen­te de cierto relieve social.

 

Sobre cl fondo del panorama general de las actividades inquisitoriales que acabamos de delinear vamos a destacar algunos procesos notables, siguiendo la cronología de los principales autos de fe celebrados en México.

 

El primer auto de fe.

 

Fue notable la causa de don Pedro Juárez de Toledo, que había sido procesado en Guatemala por hereje. El expediente pasó a conocimiento del tribunal en México, con el reo. Este murió en la cárcel en septiembre de 1569. El inquisidor lo declaró inocente, lo “dio por libre” y lo restituyó en su honra y en sus bienes.

 

El pueblo aplaudió mucho este acto de reparación de injusticia. Pero el auto es, sobre todo, digno de memoria por haber salido en él muchos corsarios ingleses y fran­ceses que en sus correrías y por motivos diversos habían tenido que permanecer en Nueva España. Fueron condenados por "luteranos", designación ambigua que incluía toda secta protestante. Se les impusieron penas muy severas, y cinco fueron relajados en persona, es decir, condenados a muerte.

 

El auto de 1590.

 

Entre éste y el anterior, el tribunal cele­bró cuatro autos de menor importancia, si bien salieron dos reos relajados. El auto de 1590 se verificó el 24 de febrero. Es notable porque entre los reos estaba don Luis de Carvajal, llamado “el Viejo”,  gobernador de Nuevo León; doña Francisca Nuñez de Carvajal, hermana del anterior; las hijas de ésta y Luis de Carvajal, "el Mozo", hermano de ellas. Todos resultaron condenados por judaizantes. El gobernador murió en la cárcel y los demás fueron reconciliados. La per­secución que sufrió esta familia es famosa en los anales  de la Inquisición mexicana, y el más célebre entre ellos es Luis de Carvajal, "el Mozo", de quien tendremos ocasión de hablar más adelante.

 

Acta de la diligencia de tormento a doña Francisca Nuñez de Carvajal.

 

“Y con esto, fue llevada a la cámara del tormento por el dicho alcaide, a la cual fueron luego los dichos señores inquisidores a hora de las ocho y media de la mañana, poco más o menos. Y estando en ella, fue tornada a amonestar que por reverencia de Dios diga la verdad, si no se quiere ver en este trabajo y peligro. Dijo que la verdad es que ella creyó derechamente en la ley de Moisés... e que lo demás se lo levantan, y que miren que es una mujer y no la afrenten ni desnuden... Y con esto, amonestada, fue mandado entrar y entró el ministro (el verdugo), y que la desnuden, y dijo que la maten o den garrote luego y no la desnuden ni afrenten, aunque le den mil muertes; lo que dijo de rodillas llorando mucho... Y estando desnuda con unos zaragüelles y la camisa baja, en carnes de la cintura arriba, fue tornada a amonestar que diga la verdad con apercibimiento que se pasará con el tormento adelante... Fuéronle mandados ligar los brazos flojamente, y estando ligado fue vuelta a amonestar... Dijo que la verdad toda ha dicho y que miren que quitan la madre a los hijos y que nunca tal entendió que se usara con una mujer y que ella encomienda a Dios su alma... Le fue mandada dar y apretar una vuelta de cordel a los brazos; diósela y dio muchos gritos, diciendo: Tanta crueldad tanta, ¡ay! ¡que me muero! Apretósele más y dijo lo mismo muchas veces con muchos gritos... Amonestada, se le dio segunda vuelta de cordel... y dio nue­vos gritos: Que se muere, que se mue­re, y que le den la muerte junta porque la descoyuntan del todo y le acaban la vida, que no lo puede sufrir, y si más supiera o dijera... Le fue manda­da dar tercera vuelta de cordel... y dijo: Ya tengo dicho que creía y guar­daba la ley de Moisés y no la de Jesu­cristo; y dio nuevos gritos, y que hayan misericordia de ella... Se mandó dar y dio otra cuarta vuelta de cordel, y dio grandes voces: Que se muere y no lo puede sufrir y que ya se les acabó a sus hijos su triste madre. Diósele otra quinta vuelta de cordel... y dijo lo mismo muchas veces... Y fue mandada tender y ligar en el potro... y vuelta a amones­tar... y que por reverencia de Dios diga ya la verdad y se duela y compadezca de sí propia, y dijo: No tengo que decir sino testimonios y eso no quiera Dios que lo diga, no los he de decir, ni lo sé; sea Él bendito, que así me trata con tanta crueldad, nunca oída jamás a mujer... Y diciendo esto se levantó sobre el potro, y amonestada, dijo: No sé qué decir, sino que triste nací del vien­tre de mi madre y desdichada fue mi suerte y mi triste vejez. Y vuelta a ten­der en el potro... y se prosiga el tor­mento.... se volvió a levantar y levanta­da de rodillas... dijo: Que también le enseñó de esta ley de Moisés su ma­rido, etc.”.

 

(El texto de este inciso se tomó de José Toribio Medina, Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisi­ción en México, México, 1952, páginas 125-126).

 

El auto general de 1596.

 

Por el número de reos y la solemnidad y pompa con que se celebró este auto (8 de di­ciembre), debe contarse como el más notable del siglo XVI. Se verificó en la plaza mayor de México, con asistencia del virrey, la Audiencia, el cabildo eclesiástico, la Univer­sidad, etc. "Fue cosa maravillosa -dice un cronista- la gente que concurrió a este auto famoso y la que estuvo en las ventanas y pla­zas hasta las puertas de las casas del Santo Oficio para ver este singular acompañamien­to y procesión de los relajados, penitenciados que salieron con sogas y corozas de llamas de fuego (pintadas) y una cruz verde en las manos, llevando cada uno de éstos un reli­gioso a  su lado para que le exhortase a bien morir, y un familiar de guarda. Los recon­ciliados judaizantes con sambenitos...; los casados dos veces, con corozas pintadas sig­nificadoras de sus delitos; las hechiceras, con corozas blancas, velas y sogas; otros por blasfemos, con mordazas en las lenguas, en cuerpo, descubiertas las cabezas y velas en las manos... y las dogmatistas y enseñadores de la ley de Moisés... con sus caudas sobre las corozas retorcidas y enroscadas, significando las falsas proposiciones de su magisterio y enseñanza." Salieron cuarenta y nueve reos; nueve condenados a la hoguera por judíos, y entre ellos, cinco de la familia Carvajal, a saber: doña Francisca, la madre; tres hijas y Luis de Carvajal, “el Mozo”; el más notable de todos. Los cinco hablan sido reconciliados en el auto de 1590 y ahora salían al último suplicio por la agravante de relapsos y contumaces. No hay duda de que los procesos contra los miembros de esa familia, pero particularmente el del joven Luis, cons­tituyen los testimonios más dramáticos de la larga y rica historia de la Inquisición en Nueva España. No pudiendo en esta ocasión dedicarles más espacio, recomendamos al lector interesado la lectura de las libros en que se han publicada los documentos auténticos más pertinentes.

 

El auto de 1601.

 

Entramos en el siglo XVII con el auto que celebró el Santo Oficio el 15 de febrero de 1601. En este auto todavía encontramos miembros de la familia Carvajal: dos niñas, Ana y Leonor, de diecinueve y catorce años, respectivamente, y doña Mariana Nuñez de Carvajal, esta última condenada a muerte y que, según un testigo ocular, "murió con mucha contrición, pidiendo a Dios misericordia de sus pecados; confesando la santa fe cató­lica, con tanto sentimiento y lágrimas que enternecía a los que la oían..., por donde se entiende que está en carrera de salvación". La ejecución de esta doncella, dice el mismo testigo, "fue cosa de gran regocijo para los cristianos". El auto es notable, además, porque revela la eficacia de la campaña inquisi­torial contra los protestantes.

 

Por ese cargo fue relajado en persona un Simón de Santiago, alemán, confeso de calvinismo que, para librarse, se fingió loco, sin que de nada le valiera ese ardid y que, ya en el cadalso, "se sonreía todo el día, comiendo lo que le daban, con demostración de contento, como si hubiera de ir a bodas". Se rehusó a tomar la cruz que le ofrecían y, dice la crónica, "murió quemado vivo, y siempre tuvo una mordaza en la boca, por las blasfemias que decía".

 

Crisis del Tribunal.

 

La Inquisición se mostró activa durante las dos primeras décadas del siglo XVII, pero en torno a los años treinta padeció una notoria decadencia por la pérdida de su antiguo prestigio y por los muchos conflictos que surgieron con las autoridades civiles y eclesiásticas que entorpecieron las actividades del tribunal. En 1639 los inquisidores notificaban al Consejo Supremo que solamente tenían en trámite una causa sin importancia, la de un clérigo por solicitante. "Por fin -dice Medina, el más puntual historiador de la Inquisición en México-, después de veinte años largos transcurridos sin que hubiera habido forma de proceder a la lectura del edicto general de la fe en la catedral, por di­sidencias sobrevenidas con el virrey y ambos cabildos (el eclesiástico y el de la ciudad), se determinaron los inquisidores a arreglar las cosas con buenos medios y cortesías", y lograran que el 1° de marzo de 1643 se leyera el edicto en la catedral, "con asistencia de ambos cabildos y de toda la nobleza de la ciudad, aunque no la del virrey, habiendo sido el acto más lucido que de este género se había visto hasta entonces en las Indias". Apenas pasado un mes, ya eran muchísimas las denuncias recibidas por el tribunal.

 

El auto general del 1649.

 

Habiendo recobrado el tribunal su anti­guo esplendor y prestigio, los inquisidores se preocuparon principalmente en perseguir a un grupo de judaizantes de origen portugués que pretendía organizar un levantamiento y cuyas actividades se conocieron con el nom­bre de “La complicidad grande”. Muy pronto se llenaron las cárceles, y eran tantos los reos que se decidió celebrar autos preliminares en 1646, 1647 y 1648 para despachar procesos de menor importancia. Quedaron así cincuen­ta casos graves, de los cuales sólo dos no estaban relacionados con la "complicidad grande".

 

Ya sin embarazos, el tribunal pudo dedicarse a organizar un auto muy sonado y solemne, calculado para impresionar al pueblo y hacerle ver que el Santo Oficio volvía pu­jante por sus fueros. Ese auto se celebró en la plaza del Volador el 11 de marzo de 1649. La publicación de la fiesta se hizo con inusi­tada pompa, puesto que asistieron  a los pregones lo más distinguido de la ciudad, que precedía al alguacil mayor “montado en un hermoso caballo, costosamente enjaezado”. Se había fabricado un enorme "anfiteatro", con “la media naranja” (la cúpula) bajo la cual debían estar los reos. El edificio era de lo más llamativo en todos sus detalles, y en el sitio más eminente ostentaba "una hermo­sísima cruz verde y oro, dándosele con razón -dice el cronista- el más alto y suntuoso lugar en todo el teatro, pues eran suyos los trofeos y blasones de todo el acto".

 

Para que nada faltara, los indios también tomaron parte en la ceremonia, habiéndose comisionado a las comunidades indígenas de Santiago y San Juan, vestidos con sus trajes de gala y encabezadas por sus alcaldes y gobernadores, para que llevaran las estatuas de los ausentes que habían sido condenados a la hoguera y las cajas que contenían los huesos de los difuntos que también salieron condenados a igual suplicio. En fin, fue el más lu­cido de todos los autos celebrados en México y se dice que asistieron más de cincuenta mil almas. Se advierte bien la inmensa popu­laridad de estas trágicas fiestas y que el pueblo y toda la sociedad novohispana se regoci­jaba de volver a disfrutar de uno de sus es­pectáculos favoritos.

 

En este auto salieron catorce relajados y entre ellos todavía hubo un miembro de la familia Carvajal, doña Ana de León Carvajal, que entonces tenía sesenta y siete años de edad y que había sido reconciliada en 1601 cuando contaba diecinueve años. Pero el reo más notable fue Tomás Treviño de Sobremonte, judaizante, reconciliado en el auto de 1625 y a quien,  como  relapso contumaz, se le condenaba ahora a ser quemado vivo. El proceso de este infeliz nos asombra por la fortaleza de su carácter y la firmeza en su fe. Al serle notificada la sentencia, declaró que le placía morir como judío, y al salir en la procesión se rehusó a coger la cruz verde que era de rigor llevaran los penitenciados. Fue necesario ponerle mordaza por las horri­bles blasfemias que profería, pero en poco aprovechó, porque ni aun con este procedi­miento lograron acallarlo.

 

La escena alcanzó su más alto punto dramático cuando quisieron montar al reo en una mula de albarda para llevarlo al cadalso, porque, dice el antiguo cronista, "apenas la bestia sintió sobre sí la carga infernal", la derribó y huyó entre el gentío, rehusándose a "llevar al apóstata, cuyo aspecto feroz basta­ba a poner horror a los mismos brutos", y añade, que para que "se conociese mejor que no era suceso de contingencia, sino disposi­ción divina, se mandaron otras seis bestias... que, sintiendo a sus cuestas a este maldito hereje..., le arrojaban de sí". Fue necesario montarlo en un caballo muy flaco y como "el pérfido hombre iba tan desesperado y ra­bioso, le pusieron a ancas un indio, que le fuese teniendo". De nada sirvieron las exhor­taciones de ese indio, de los confesores que allí estaban y de todo el público, lo que causó tanta indignación que fue necesario poner una guardia para impedir "que los fieles con celo vengativo, o los muchachos con ímpetu ciego, no le despedazasen antes de llegar al suplicio".

 

El último en subir al quemadero fue Treviño de Sobremonte, "a quien le aplicaron la flama a la barba y rostro, por ver si la pena le hacia cuerdo, y el dolor, desengañado". Tampoco surtió efecto tan bárbara prueba, puesto que, en vez de arrancarle alguna señal de arrepentimiento, "atrajo la leña con los pies y se dejó quemar vivo". Se dice que, ya en la hoguera, Treviño exclamó: “Echen leña, que mi dinero me cuesta”.

 

Visita al Tribunal (1645 – 1662).

 

Si es cierto que con la celebración fas­tuosa del auto general de 1649 la Inquisición remozó su antiguo esplendor y prestigio a los ojos del pueblo, no es menos cierto que desde algunos años atrás se habían venido acumu­lando quejas y denuncias contra los inquisi­dores y otros ministros del tribunal por abusos y negligencia en el desempeño de sus em­pleos, pero sobre todo por turbios manejos en asuntos pecuniarios. El Consejo Supremo de la Inquisición se vio en la necesidad de intervenir y, después de intentar sin éxito un proceso contra uno de los inquisidores, com­prendió que era preciso abrir una amplia in­vestigación en el lugar de los hechos.

 

Para este efecto confió (1645) el cargo de "inquisidor-visitador" a don Juan de Mañoz­ca, que era arzobispo de México Este prelado se ocupó, desde luego, en cumplir con tan delicada encomienda y empezó a acumular pruebas sobre la conducta de los miembros del tribunal. En 1651, Mañozca pidió su rele­vo, alegando fatiga y mala salud; pero como lo averiguado por él merecía investigación más a fondo y extensa, el Consejo Supremo designó como nuevo inquisidor-visitador a don Pedro de Medina Rico, quien pudo dar por concluidos los procedimientos en 1662, año en que pronunció las respectivas senten­cias contra los inquisidores y demás minis­tros sujetos de la visita.

 

Este episodio en la historia del Tribunal del Santo Oficio de México es sumamente complejo y muy instructivo por los inciden­tes ocurridos durante los procedimientos, pero, sobre todo, por el conflicto que provocaron entre los poderosos intereses que entraron en juego. Desgraciadamente las li­mitaciones de espacio nos obligan a reducirnos a la anterior escueta noticia y a confor­marnos con no pasar en silencio tan impor­tante asunto.

 

El auto general de 1659.

 

Como se habrá advertido, los procedi­mientos de la visita no suspendieron las ac­tividades del tribunal, puesto que el auto general de la fe en que fue quemado vivo el infeliz Tomás Treviño de Sobremonte tuvo lugar en 1649. Por el contrario, durante la secuela de aquellas investigaciones todavía se celebraron cuatro autos, tres de ellos de menor importancia, y el otro, que se efectuó el 19 de noviembre de 1659, tan sonado, si cabe, como aquél. En esa ocasión salieron, además de multitud de reos de delitos menores, nada menos que ocho condenados a ser relajados al brazo secular. Uno de ellos el clérigo Bruñón de Vertiz, que había muerto poco antes, de manera que fue condenado a ser quemado en estatua, la cual se sacó en el auto y, después de la ceremonia de degradación y de ser despojada la estatua de su hábito e insignias clericales y vestida con el sambenito, fue en­tregada a las llamas, junto con los huesos del desdichado clérigo, desenterrados para ello.

 

Motivo de mucho escándalo dio la ejecu­ción de un tal Francisco López de Aponte, declarado hereje apóstata y condenado a muerte. Un testigo de vista dice que el reo "estuvo en el tablado y media naranja que parecía un demonio, encarnizadas los ojos, de que arrojaba centellas, declarando en su aspecto su eterna condenación; y cuando le llevaron a oír su sentencia, con notable des­vergüenza y descaramiento fue por la crujía haciendo piernas, y siendo puesto en pie en las gradas, a poco rato se sentó en ellas...", y dirigiéndose a los confesores que asistían a los otros relajados, les dijo: "¿No he hecho muy buen papel?".

 

Pero, sin duda, el penitenciado más dig­no de recordar fue don Guillén Lamport o Lampart, que decía llamarse don Guillén Lombardo de Guzmán, famoso por su actuación, que le ha merecido el honroso calificativo de “precursor de la independencia nacional”. Vale la pena consagrarle aquí un recuerdo un poco más explícito. Era don Guillén irlandés de origen y, según él, "de la sangre más esclarecida de Hibernia". Por sus declaraciones en el proceso se tiene noticia muy pormenorizada de sus andanzas  antes de pasar a Nueva España. Por lo que rela­tó, bastaba para advertir que se trataba de un pobre loco con delirio de  grandeza, dado a imaginar la prestación de los más eminen­tes e increíbles servicios a la Iglesia y a la corona española. No cabe duda, sin embargo, que en su juventud don Guillén había recibi­do una educación esmerada, puesto que poseía una cultura nada común.

 

No se conocen los motivos que lo indu­jeron a venir a México, pero lo cierto es que se embarcó en el Séquito del virrey duque de Escalona y, por lo tanto, que llegó a Nueva España a mediados de 1640. Los dos años siguientes los dedicó a preparar un plan para independizar al virreinato y para convertir­se él en el monarca de la nueva nación. Lo esencial para realizar tan ambicioso y desa­tinado proyecto consistía en  sorprender a las autoridades mediante la presentación de unos despachos reales falsificados en los cua­les se simulaba que el rey, enterado de la traición del nuevo virrey, el conde de Salvatierra, encargaba a don Guillén que se apode­rara de la persona del conde y lo reemplazara en el mando con el título de marqués de Cro­pali. Consumado el golpe, con el beneplácito y auxilio de la Audiencia, puesto que los oidores no podían menos de allanarse a cumplir la voluntad real, don Guillén se haría fuerte al rodearse de un buen número de tro­pas leales a su causa, y en esa posición proclamaría la independencia de Nueva España y realizaría su propia exaltación al trono.

 

Tenía ya redactados los despachos que enviaría para notificar del suceso a varios monarcas europeos y había elaborado un detallado programa de gobierno, cuyo texto consta en el proceso inquisitorial. En 1642 don Guillén fue denunciado por el capitán Felipe Méndez, a quien le había confiado el secreto de su proyecto. En la denuncia, Mén­dez afirmó que don Guillén se había valido de los servicios de un indio hechicero y, aco­giéndose a tan débil indicio, el tribunal se avocó el conocimiento de la causa que, por la índole del delito, notoriamente no era de su jurisdicción.

 

Son muchos y muy lastimosos los inci­dentes que le ocurrieron al pobre de don Guillén durante los largos diecisiete años que estuvo preso, y entre otros su fuga de la cár­cel y los dislates que hizo durante el brevísimo tiempo que gozó de libertad. Desgracia­damente no tenemos espacio para ocuparnos en los detalles que han sido relatados por don Luis González Obregón en un libro que dedicó al asunto y donde el curioso lector podrá instruirse de todo. Es claro, según ya lo indicamos, que don Guillén estaba loco y que los inquisidores no quisieron darse por enterados de esa circunstancia para no sol­tar su presa, y consta, incluso, que el Con­sejo Supremo había dado orden para que se le salvara la vida a don Guillén y que fuera remitido a España.

 

Pese a todo, el tribunal se empeñó en hacer del caso un ejemplo para mostrar su fidelidad y celo. La muerte de don Guillén no fue ni peor ni mejor que la de tantos otros que padecieron igual desventura a la suya; pero el desarreglo de su estado mental le co­munica a su suplicio un patetismo que enco­ge el  corazón. Sabemos que en la última noche de su vida, don Guillén recibió en la cárcel la visita de un sacerdote llamado Corchero, que pretendía confesar al reo y evitar­le la hoguera. Durante la conversación, dice el confesor, el reo "volvió la cara a los rin­cones de las paredes de su carcelería e hizo señas con las manos como que hablaba con algunas cosas que veía". El sacerdote lo in­vitó a que llamara a esos sus aliados con quienes hablaba para desengañarse de lo poco que podían valerle en el trance en que se hallaba, a lo cual respondió don Guillén: "Mañana lo verás". Al día siguiente, dice el cronista, el infeliz iba ilusionado en la procesión con las "esperanzas que dio a entender desde la noche antecedente de que su demonio familiar le había de socorrer" Iba, aña­de, "por las calles mirando hacia las nubes por si venía aquella fuerza superior que aguar­daba... y viendo que sus esperanzas le habían salido vanas...,  él mismo se ahogó dejándose, desesperado, caer de golpe..."

 

Muchos fueron los autos de  fe que celebró el Santo Oficio durante los años subsi­guientes hasta el fin  del siglo XVII, y no pocos durante el siglo XVIII y las primeras décadas del XIX. De esta fecha tardía, los procesos más importantes fueron los relati­vos a los insurgentes, y notoriamente los de los curas don Miguel Hidalgo y Costilla y José María Morelos. Pero todo esto excede los límites cronológicos de nuestro estudio, y como nos parece haber ofrecido un cuadro suficiente de la historia inquisitorial en Mé­xico en la época que nos corresponde exami­nar, ponemos punto final a nuestro trabajo.

 

Bibliografía.

 

Archivo General de la Nación Publicaciones del núm. 1: Proceso inquisitorial del cacique de Tetzcoco, México, 1910; núm. 3: Procesos de indios idólatras y hechi­ceros, México, 1912; núm. 20: Los judíos de la Nueva España. México, 1932; núm. 28: Proceso de Luis de Carvajal (el Mozo), México, 1935.

 

Boletín del Archivo General de la Nación. "Causa criminal contra Tomás Treviño de Sobremonte por judaizante"; tomo VI. núms. 1-5 (1935); tomo VII, núms. 1-4 (1936); tomo VIII, núm. 1 (1937).

 

García, G. Documentos inéditos o muy raros para la historia de México. Tomo V: "La Inquisición en México"; tomo XXVIII: "Autos de fe de la Inquisición de México", México, 1906 y 1910.

 

González Obregón, L. Don Guillén de Lampart; la Inquisición y la independencia en el siglo XVII. México, 1908.

 

Greenleaf, R. E. The Mexican Inquisition of  the Sixteenth Century. University of New Mexico, Albuquerque. 1969.

 

Jiménez Rueda, J. Herejías y supersticiones en la Nueva España (Los heterodoxos en México), México, 1946.

 

Medina, J. T.  Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en México, ampliada por Julio Jiménez Rueda, Ediciones Fuente Cultural, 1952.

 

57.            Economía y sociedad.

Por: Andrés Lira.

 

El virreinato de Nueva España abarcó un inmenso territorio de límites no acabados de fijar aún en los siglos XVI y XVII. Fueron las expediciones de conquista y pacificación las que esbozaron el perfil de las tierras someti­das a Castilla, que habrían de afirmar luego el establecimiento de misioneros, colonos y representantes de la corona. Todo ello nos configura un cuadro inacabado, pues el escenario en que transcurre la historia que relatamos cambiaría con la vida de sus protagonistas, quienes en la vuelta de sucesivas generaciones aprovecharon los distintos recursos y medios de vida, tantos como tipos humanos, actividades económicas y formas de organiza­ción social engendradas en los primeros dos siglos de la vida novohispana.

 

El siglo XVI.

 

La primera sociedad, la que resultó de la conquista realizada por Hernán Cortés y su hueste, se presenta a nuestros ojos dividida en dos grupos: indios y españoles. Estos se establecieron en el territorio ocupado por pueblos de civilización más elaborada, cuya organización política supieron aprovechar para lograr el acato de las autoridades indígenas y el auxilio de los pueblos ya conquista­dos y así someter a otros.

 

A los hechos de conquista y pacificación siguieron los primeros establecimientos. Los españoles afirmaron el dominio político que desde un principio habían entregado al monarca estableciendo relaciones inmediatas de servicio y tributación sobre los indios. La encomienda, o reparto de ciertos pueblos a los conquistadores para que les sirvieran y tributaran, fue la forma que entendió el con­quistador como más segura en su asenta­miento permanente en la tierra. La corona opuso reparos a la encomienda por él poder otorgado a los conquistadores sobre los in­dios y por las negativas consecuencias que el abuso y la explotación traían consigo, co­mo lo había demostrado la experiencia en las Antillas. Pero al fin hubo de aceptarla, recor­dando que los encomenderos deberían tratar bien a los indios y procurar, como principal deber, "su conservación y conversión a la fe de Cristo". También cuidó la corona que los lazos entre encomendados y encomenderos no se convirtieran en señoríos, esto es, en jurisdicciones independientes de la corona, pues ello hubiera ocasionado el desmembramiento del Estado que en aquellos años del siglo XVI se iba afirmando en España como en ningún otro país de Europa.

 

Fue difícil la brega de los representantes de la corona para reducir el poder ganado por los conquistadores, pero se logró paulatinamente con diversas medidas: se estableció el gobierno de las audiencias, se crearon tribu­nales a los que los indios podían acudir para quejarse, se encargó a los religiosos que infor­maran sobre los agravios que los españoles les hacían y se nombraron alcaldes o justicias para que gobernaran y cobraran los tributos de los indios que no estaban puestos en encomienda. Así pues, el limitar el poder de los encomenderos fue uno de los principales en­cargos que se le hicieron al primer virrey de Nueva España, Antonio de Mendoza, cuando en 1535 pasó a gobernar estas tierras.

 

Los conquistadores entendían sus derechos como algo propio y esperaban que se los reconocieran. Habían ganado la tierra y que­rían poder y riqueza para legarlas a sus des­cendientes. Traían en mente los señoríos que habían encumbrado los linajes de hombres cuyo prestigio era reconocido en la península ibérica: aquellos que ayudando a los reyes en las guerras de la Reconquista llegaron a tener fama, honra y hacienda que legar a su descendencia. Pero los tiempos eran otros; la habi­lidad de los monarcas y sus funcionarios se encargaría de hacer que tales pretensiones de nobleza se estrellaran frente a las negativas de una administración cada día más eficiente, y de que las demandas se disolvieran en quejas y papeleos sin fin.

 

La corona se vio favorecida, ciertamente, por distintas circunstancias para desposeer de poder y negar la nobleza a los conquistadores. Una de ellas fue que el grupo conquistador era heterogéneo en sus principios y que al concluir la conquista se dividió debido a la desigualdad en el reparto del botín. Quienes apelaron a la justicia real para que se les diera lo que estimaban justo dieron pie a la inter­vención de funcionarios reales, aminorando el papel del capitán. También hubo soldados que al no ver satisfechas sus ambiciones se dedicaron a empresas modestas, y otros que rechazaron los bienes de fortuna para dedi­carse a la vida religiosa. Además, pronto ca­yeron sobre los conquistadores grupos de inmigrantes que se establecieron en la tierra y diluyeron con sus demandas y peticiones las de los soldados que se creían con derechos exclusivos a los bienes de fortuna y nobleza.

 

Fracasó así el establecimiento de una no­bleza indiana para los conquistadores; pero de este fracaso surgirían pretensiones y orgu­llo que sus descendientes heredarían con bienes de fortuna o sin ella. Caso excepcional fue el marquesado del valle de Oaxaca, que se otorgó a Hernán Cortés en 1529. Comprendía 23.000 vasallos de distintos pueblos que le tributaban a él para los cuales el marqués nombraba justicias o jueces privativos. Pero la autoridad y jurisdicción del marquesado quedó sometida a la audiencia de México, donde podían acudir los vasallos para apelar de las decisiones de las justicias y del propio marqués. De hecho, fue el marquesado una gran encomienda con muchos pueblos tribu­tarios, encomienda que no constituyó una realidad distinta a la del resto de Nueva Es­paña.

 

Si la encomienda no tuvo todas las ca­racterísticas del señorío, no por eso dejaría de asemejársele, pues los lazos entre encomenda­do y encomendero darían lugar a una socie­dad de tipo señorial. El poder de los enco­menderos se extendió pese a las disposiciones de la corona, extensión que abarcó muchos aspectos de la vida indígena: la exigencia de tributos y servicios a los indios implicaba el acato de éstos a las órdenes de los encomen­deros, que en lugares apartados donde era di­fícil que llegaran los funcionarios reales lograrían erigirse en verdaderos señores. Por otra parte, el encomendero se interponía en­tre las autoridades y los indios, restringiendo la libertad de éstos, bajo el pretexto de cum­plir con lo que más convenía a la protección y adoctrinamiento de los naturales.

 

La moderación del poder de los encomenderos fue lográndose de muy distintas mane­ras. Primero, entre 1530 y 1540, se tasaron los tributos y se aminoraron los servicios que debían prestar los indios; luego se concedió la mayor injerencia posible en la administración de las encomiendas a las justicias o jueces distritales; y en 1542 se limitó la encomienda a una vida, es decir, a la del encomendero, quien no podía heredarla a sus descendientes. Ante las protestas que conllevó dicha disposición, se extendió en 1555 la encomienda a dos vidas: la del encomendero y sus herederos inmediatos. Después se alarga­ron las posibilidades de herencia, pero cuan­do ya la encomienda perdía su importancia política y económica tras la mayor injeren­cia de la corona en los asuntos de indios, y porque surgían otros medios para aprove­char el trabajo y los recursos de los indios.

 

Hasta aquel momento la encomienda ju­garía un papel muy importante, pues permi­tió el asentamiento de los primeros espa­ñoles, que aprovecharon los recursos del servicio y el tributo de sus encomendados. Muchos encomenderos eran empresarios y tenían tierras de cultivo, ganado o minas, y hasta estas granjerías llevaban a los indios de sus encomiendas forzándolos a trabajar. Pero como esto diera lugar a abusos y quejas consecuentes en los pueblos que no daban abasto para servir y cultivar sus sementeras, se empezó a prohibir el servicio de los indios, cosa que se ordenó de manera general en 1550, declarando que el único derecho de los enco­menderos era el tributo.

 

Pero si bien fue difícil evitar que los enco­menderos se sirvieran de los indios, también lo fue impedir los abusos en el cobro de los tributos, ya que los encomenderos cobraban la cantidad y en la forma que más conve­nía a sus intereses, generalmente en dinero para invertir en sus empresas o en aquellas especies que podían vender, obligando a los indios a pagar en el lugar y fecha que indica­ban. Para evitar estos males se hicieron tasaciones y se dispuso que el pago debería hacerse una vez por año.

 

Todo este proceso de abolición del servi­cio y moderación del tributo que debía pagarse a los encomenderos nos hace ver la altera­ción que sufrieron las comunidades indígenas, a cuya economía de autoconsumo se superpu­so una economía monetaria. En efecto, los pueblos indígenas producían todo lo necesario para su subsistencia y para pagar algunos tri­butos en especie a los señores y caciques. Pero el empresario español, empeñado en el lucro y la acumulación de recursos, forzaba a los in­dios a producir para satisfacer luego necesida­des que no correspondían a la economía indígena. Este hecho no se dio sólo en las encomiendas, sino también en los pueblos que tributaban directamente a la corona. A todos se les es­trujó para que pagaran y produjeran más para satisfacer las demandas de empresas y pobla­ciones alejadas de los pueblos. Hasta enton­ces los mercados indígenas se dedicaban al comercio de productos para el consumo de poblaciones cercanas, pero con el crecimiento de las ciudades y villas de españoles se fueron prohibiendo los tianguis de poblaciones pequeñas con el fin de llevar a los indios a las ciudades cada día más necesitadas de ali­mento. Esto desquició la circulación de bienes entre los pueblos de indios, pues su sistema de intercambio no estaba organizado como un sistema de producción para el mercado, propio de la economía monetaria europea.

 

Otra fuente de trabajo aprovechada por los españoles fue la esclavitud de los indios. En un principio se autorizó a los españoles para que hicieran esclavos a los indios captu­rados en guerra justa, y también para que rescataran piezas -como se llamaba a los escla­vos- de los indios que las tenían, pues las so­ciedades prehispánicas conocieron ciertas for­mas de esclavitud. Pero como la presura y el rescate de esclavos dio lugar a muchos abu­sos, una real cédula dispuso, en 1548, que los indios esclavos fueran liberados y puestos a servir como trabajadores libres.

 

Muchas empresas de españoles, sin em­bargo, utilizaban esclavos, sobre todo en las minas: Taxco, Tlalpujahua, Sultepec, aparte los lavaderos de oro. Fue muy duro el reclamo y la resistencia de los dueños para liberar a sus esclavos. Las pérdidas ocasionadas podían evitarse muchas veces celebrando asien­tos o escrituras con los indios, los cuales se comprometían a servir a su amo como traba­jadores libres a cambio de un salario y unos bienes de mantenimiento. Los oficiales enviados ­para liberar a los indios esclavos hicieron notar que tales asientos eran, en verdad, una forma de encubrir la esclavitud, pues su situación no cambiaba con el hecho de que se supieran "libres". Los asientos se prohibieron, pero en lugares donde escaseaba la mano de obra, empresarios y funcionarios se darían maña para hacerlos efectivos, persiguiendo a los indios que escapaban sin cumplirlos.

 

El dilema de las autoridades era encontrar una forma de aprovechamiento de los recursos de la tierra para fijar a la población europea, cuyo empeño en enriquecerse obligaba a hacer trabajar a los indios. “Estos -se decían los españoles- sólo tienen necesidad de trabajar unos meses al año en el beneficio de sus cultivos; bien puede obligárseles a trabajar, pagándoles el salario justo, durante los meses que no atienden al laboreo de sus tierras.” Tal fue la idea del servicio personal que se obligó a los indios y hubo de ser así porque éstos no acudían voluntariamente a los tra­bajos, pues ni el salario ni las condiciones eran suficiente estímulo.

 

El virrey Mendoza (1535 - 1550) insistió en la necesidad del servicio para las ciudades de México y Puebla, pues las construcciones hacían indispensable la mano de obra. Su su­cesor, Luis de Velasco padre (1550 - 1564), hubo de reglamentarlo para multitud de labores en distintas actividades, tratando de que fuera equitativo y de tal suerte que sólo acudiera una parte de los indios de los pueblos a los lugares donde debían prestar el servicio. Pero la práctica fue contraria a las buenas disposiciones: a los indios se les obligaba a acudir a lugares distantes, se les retenía más tiempo del permitido y se les pagaba mal. El alejamiento de los varones empobreció y des­quició a la familia indígena, lo que favoreció la desorganización de comunidades y pueblos. El empuje de la sociedad colonial cargaba so­bre los indios. Pronto las circunstancias ha­brían de poner límites a la explotación de los recursos y del trabajo.

 

El territorio ocupado por la primera socie­dad abarcaba la zona de Mesoamérica: al no­roeste se extendió hasta Culiacán (1521) y al noreste llegó hasta el Pánuco. Por el centro se inició el avance hacia el norte, aunque lenta­mente, pues era tierra asolada por indios bár­baros. Con el descubrimiento de las minas de Zacatecas, en 1546, lo ocupado fue paulatinamente afirmado y se definían poco a poco los trabajosos caminos del norte, delineados por las rutas que conducían a los ricos minerales que se siguieron descubriendo en la segunda mitad del siglo XVI.

 

Al cambio que se operaba hacia 1550 en el territorio novohispano correspondió una transformación en la sociedad. Nuevos tipos humanos, recursos y estímulos económicos concurrieron al unísono con el empobrecimiento de la población indígena en las tierras hasta entonces ocupadas. La sociedad dejaría de ser tan sólo de indios y españoles, pues empezó a crecer la población mestiza y de ne­gros y mulatos o españoles distintos a los conquistadores. Funcionarios y primeros inmigrantes aparecen en la tierra sorprendiendo a las autoridades y obligándolas a considerar nuevas disposiciones de gobierno para poder asimilar, dentro del orden, a la diversidad humana imprevista dentro de la sociedad formada con la conquista.

 

En primer lugar se reorganizó a la pobla­ción indígena, para lo que se siguió el modelo de las formas políticas españolas. A partir de 1532, por disposición real, se introdujeron los cabildos en los pueblos de indios para darles orden de república, lo que se consideraba más conveniente para su conservación y doctrina. Se procuró mantener el orden social dentro de los pueblos y se hizo que las autoridades de los cabildos se eligieran por y dentro del grupo de los "caciques y principales de linaje y sangre", a quienes se eximió de pagar tribu­tos y del servicio personal. Los pueblos de indios, reducidos así a las cabeceras de los pueblos organizados con este orden, se desvincularon de sus antiguas unidades políticas, las cuales fueron desapareciendo paulatinamente, primero en lugares cercanos a las ciu­dades de españoles y luego en centros más alejados.

 

En el orden familiar hubo serias alteraciones. La poligamia, común entre los caciques, fue prohibida al igual que otras prácticas que no se ajustaran a las normas del matrimonio cristiano: como matrimonios de parientes cercanos, el levirato, es decir, que la viuda de un cacique pasara a ser mujer del hermano, quien seguía unido a su esposa o esposas, etc.

 

Fueron los caciques y principales, que fungían como autoridades de república, quienes se ajustaron a los usos y maneras de los españoles pues se les permitió tanto en la ropa como en el menaje de sus casas. Estas prácticas, y su mayor riqueza, los hizo sepa­rarse claramente del común de los pueblos o macehuales, que cargaron con los tributos y obligaciones impuestas a las comunidades, nombre que se les daba a los pueblos indígenas cuando eran considerados como unidades económicas.

 

El orden de república fue amoldándose a las exigencias de los españoles sobre las co­munidades indígenas. Allí donde los caciques y principales se resistieran al cumplimiento de las cargas impuestas eran sustituidos por otros indios, "advenedizos" o "principalejos" -como los flama el oidor Alonso de Zorita-, que se prestaban a los manejos de los empresarios y autoridades españolas. Todo ello, junto con las cargas y tributos, desquició la organización de los indios. Algunos funciona­rios y misioneros señalaron que el peor mal causado a los indios fue el "orden de república".

 

Pero la verdad es que fueron muchas las causas que se unieron a la destrucción de las comunidades indígenas: la ruptura del equilibrio ecológico ocasionada por la introducción de ganados, nuevos cultivos, tala de bosques y aprovechamiento de las aguas, e in­cluso el apartamiento de los varones que ser­vían fuera de las comunidades. Mas, sobre todo, las enfermedades traídas por los europeos, frente a las cuales los indios carecían de defensas naturales. Todo coadyuvó a la merma de la población indígena, lo que a los ojos de los contemporáneos se presentó como manifestación de la ira de Dios.

 

Los cálculos sobre la población indígena de la época son siempre aproximaciones en las que hay un empeño por mostrar en versión moderna una vieja polémica. Unos, partida­rios de la leyenda negra, advierten una violenta disminución de la población indígena des­pués de la llegada de los españoles. Calculan en cuarenta millones el número de habitantes de México central para disminuirlo a poco más del millón en los finales del siglo XVI, otros, en su afán de reivindicar la obra de España en el Nuevo Mundo, aminoran la primera suma y elevan la segunda. Como quiera que sea, tenemos que quedarnos con simples probabilidades para estimar el descenso demográfico, que tanto en más como en menos es indudable.

 

Se calcula que para 1535 había en Nueva España alrededor de diez millones de indígenas, población ya mermada por la epidemia de viruela desatada durante la guerra de con­quista. Antes y después de esos años hubo otras enfermedades que atacaron a los indios. La más dañina fue la llamada cocoliztli, un mal que se manifestaba con hemorragias en la nariz y en los ojos, que causó gran mortandad en 1548. Para entonces se calcula una población de 4 millones, cifra que disminuiría hasta llegar en 1570 a 3.445.000, cuando los españoles sumaban ya 30.000 y 25.000 el número de negros y mestizos.

 

Esta baja de la población indígena representó un duro golpe para la sociedad que descansaba sobre el trabajo y la tributación de los indios. Las disposiciones dictadas a mediados de siglo para evitar la explotación desmedida del tributo y del trabajo señalan la crisis de la primera sociedad y los inicios de aquellas formas de tributo y servicios que en el siglo XVII habrían de mostrar los límites de su eficiencia, cuando varió el régimen de trabajo y se definieron las formas de apropiación y aprovechamiento de la tierra.

 

La población blanca, negra y mestiza parecía crecer lenta pero constantemente. De la primera hay registros sobre el paso de inmigrantes que vinieron desde los reinos de la corona de Castilla pues sólo a éstos se les permitía pasar a los dominios indianos para acrecentar el número de los primeros pobla­dores europeos. Corriente migratoria que luego se desvía hacia el Perú, atraída por el descubrimiento de ricos minerales. No por ello cesaría la inmigración a Nueva España, donde el crecimiento de los blancos hacia lo suyo para definir el carácter del reino.

 

Los negros fueron introducidos desde un principio para el laboreo de las minas y el tra­bajo en los cultivos de caña de azúcar; eran esclavos muy codiciados por los dueños de ta­les empresas y su tráfico fue favorecido para resolver los problemas que causaba en lo mo­ral y en lo económico el trabajo de los indios. Pero su inadaptación al orden social que, por otra parte, apenas les daba sitio fuera del de la esclavitud o la libertad sin honra fue siempre un serio problema para las autorida­des. Se descubrió en la Ciudad de México, en 1537, una conspiración de los negros, que se reprimió de manera sangrienta dando "casti­go ejemplar" a los cabecillas. En 1552 don Luis de Velasco padre decía al rey que prohi­biera las licencias para pasar negros, pues eran ya más de veinte mil y podían "poner a la tierra en confusión".

 

Pasaron primero a las tierras de conquista los españoles intemperantes. Procrearon hijos con las indias y eran mal vistos en los pueblos, haciéndose necesario el protegerlos. Una real cédula de 1537 ordena que los niños mestizos se recojan en la Ciudad de México, para ser educados y evitar que los matasen los in­dígenas. Pero al paso del tiempo, los lazos de pueblos indios parece que se aflojaron; bajó el rigor con que eran observados los hijos de mujeres forzadas entre los españoles. Los mestizos aumentaron y, como criados fuera de todo arraigo familiar, se dieron a vagar.

 

Fue en 1554, cuando el mismo virrey Velasco, en cuyo gobierno se palparon las prin­cipales transformaciones de la sociedad novohispana, señaló que "los mestizos iban en gran aumento, que salían alzados y mal incli­nados, que no bastaba con ellos ordinario cas­tigo, y que como tenían la mitad de su sangre de los indios, éstos los acogían y encubrían en sus pueblos, donde daban mal ejemplo, pues hasta ellos llegaban con negros y mulatos tan insumisos y malinclinados como ellos".

 

Los mestizos a que se refería el virrey Ve­lasco eran los hijos habidos fuera de matrimo­nio, pues los que nacían de unión legítima fueron reputados como españoles en aquella sociedad celosa del honor, y en la que desde un principio sólo hubo dos situaciones apro­badas por el derecho: indios y españoles. Negros, mestizos y castas como se llamó posteriormente a los mestizos que tenían sangre africana fueron relegados a una condición especial: un régimen de prohibiciones más que de posibilidades y con el que nunca se avinieron, pues fueron los más inquietos en cuanto a desorden y vagabundeo por caminos, pueblos de indios, ciudades de españoles y reales mineros. La movilidad a que los condenaba una sociedad que no los acogía provocó que se multiplicaran por todas partes.

 

Si el segundo virrey de Nueva España vio y registró en sus cartas y ordenanzas de gobierno el despunte de la compleja sociedad novahispana, el cuarta de ellos, Martín En­ríquez de Almanza, pudo conformar en el cua­dro escueto de las instrucciones que dejó en 1580 a su sucesor, una descripción de lo que era y de lo que debía ser la sociedad en la que había gobernada desde 1567. Hablaba de dos repúblicas que había que gobernar: la de indios y la de españoles. La primera, de gente miserable y desvalida frente a los abusos y exigencias de los españoles. La segunda dada a la murmuración, a las pretensiones de ri­queza o poder y complicada par las demandas que hacían los descendientes de conquistadores y por el pique de los nacidos en esta tierra con los peninsulares. Entre los indios an­daban mestizos, mulatos, negros y "demás gente menuda", incitándolos al pleito en los tribunales y consumiendo la mayor parte de sus bienes. Era a esta gente menuda a la que había que temer y controlar, pues indios y españoles se conformaban más mal que bien en el régimen de sus repúblicas. Pero aquéllos revolvían la tierra.

 

Quedaban al norte unos indios que llama­ban chichimecos y a los que había que someter. Para ello recomendaba más el trato por medio de gente hábil y conocedora de sus cos­tumbres, que no la propia guerra. Teje así el virrey Enríquez el cuadro de la sociedad que veremos actuar en el siglo XVII. Una sociedad que trataba de contenerse dentro del molde de las dos repúblicas, ideado en los tiempos que siguieron a la conquista y del que las autori­dades nunca se liberaron puesto que siem­pre es difícil, si no imposible para los hom­bres, aceptar que los hechos superen a sus ideas, pese a que la gente menuda se pro­digaba tanto que a cada momento desbor­daba el marca de las definiciones legales.

 

Ambición de tierras.

 

La ambición por la tierra fue constante entre los españoles y sus descendientes. Muchos lograron en propiedad vastas extensiones pues se les otorga­ron mercedes hasta de 50 estancias de ganado de una sola vez. Pero no siem­pre eran explotadas y enriquecidas; se deseaban más por afán de prestigio y de poder que por provecho y enrique­cimiento. He aquí el extracto de una relación enviada al rey de España por el licenciado Paz de Vallecillo, en la que da razón del acaparamiento de estan­cias por personas que no las explota­ban. La relación está fechada en Guada­lajara el 28 de febrero de 1608;

 

“...muchos españoles han pedido muchos sitios de estancias y caballe­rías de tierras y se les han concedido por los virreyes y gobernadores mal informados, en perjuicio de pueblos de indios, y otros piden algunos para efec­tos sólo de que no se les entren allí otros, o por entender que ha de venir tiempo en que tengan mucho valor, y no las labran ni cultivan aunque se con­ceden para eso, y quedan desiertas, y por tenerse por ajenas no, las piden ni labran otros, y así convendría que por cédula mandase Vuestra Majestad, atento a lo referido, que todos los que tienen estancias las ocupen con el ganado, pues fue por eso... que se les concedieron, ocupando solamente las necesarias para el ganado que tienen y para que metieren dentro de un rebaño, y todos los que tuvieren caballe­rías de tierra que las labren y cultiven, y no lo haciendo así y teniéndolas por labrar y cultivar tres o cuatro años que­den por vacas, y las puedan las unas y las otras ocupar y beneficiar otro cualquiera y pedir merced de ellas como tierras baldías, conque si las hubiere comprado o dado dineros por ellas se le dé lo que así pagó por el que las pi­diere de nuevo, y esto corre siempre por el que las labrare contra el que las ocupa sin beneficiarlas.

 

“Y lo mismo ocurre con las minas, que algunos compran y toman y no las labran, ni se guardan las leyes ni orde­nanzas de ellas porque no las osan denunciar, o por ser los poseedores poderosos”.

 

El siglo XVII.

 

Los hechos históricos no pueden fijarse en el estrecho límite de las cifras que contienen los calendarios. Para definir las épocas o los siglos es necesario fijarse en lo que hacen los nombres, en quiénes son las protagonistas y en dónde actúan. Ya hemos visto cómo a partir de 1550 aparecen en escena varios per­sonajes que no consideraron las autoridades en la sociedad de indios y españoles, y cómo se desbordaron los marcos legales pensados. También por esos años se desbordaría el terri­torio ocupado por la primera sociedad. Sus medios económicos empezaran a dictar nuevas pautas para el aprovechamiento de los recur­sos que el medio ambiente ofrecía. Todo esto marca el paso al siglo XVII.

 

El Territorio.

 

Las minas de Zacatecas, descubiertas en 1546, llamaron la atención de aventureros viejos y jóvenes, de hombres de empresa y de autoridades. La plata se daba allí en vetas fir­mes que se hundían en las frías montañas. Prometían riquezas más abundantes que las de los yacimientos superficiales de oro, rápida­mente agotados. Los hombres se fueron en pos de la plata, penetrando por las tierras de los bárbaros chichimecos, tribus de recolectores o cazadores que recorrían las estepas del norte y los valles del Bajío, región que co­mienza a adivinarse desde San Juan del Río y que se extiende en fértiles valles después de Querétaro, llegando hasta León, Guanajuato, por el norte, y por el noroeste hasta San Luis de la Paz, para disolverse en tierras yermas con la típica vegetación del desierto Todo era un inmenso territorio abandonado desde ha­cía cientos de años por las altas culturas concentradas en el valle de México.

 

Los aventureros siguiendo a los explora­dores, que descubrieron las riquezas de los va­lles interiores, probaron la dificultad que había para el aprovechamiento de la tierra, pues los indios bárbaros se aficionaron pronto al pillaje y a los asaltos e hicieron casi imposi­bles los establecimientos definitivos.

 

Pero a diferencia de las culturas indígenas, obligadas a abandonar esas tierras, los que ahora emprenderían el avance contaban con medios para contrarrestar los ataques de los bárbaros: la caballería, que permitía cubrir grandes extensiones y perseguir a sus enemigos, así como las fortificaciones y el au­xilio más o menos rápido de los grupos ya establecidos.

 

Poseían una obstinación: asegurar los caminos de la plata. Con todos esos medios y propósitos fueron abriéndose trabajosamente las rutas que conducían a los reales mineros. El ganado vacuno, lanar y caballar, que rebozaba ya en las tierras de pueblos civilizados, halló buenos pastos en la tierra de los bárba­ros, y aunque menos tupidos en el norte, encontraron un territorio menos concurrido en el que se reprodujeron las manadas que luego habrían de aprovechar los que iban en pos de la plata.

 

Los hombres que emprendieron el avance conocían mejor el territorio que los primeros exploradores que antes lo habían marcado. Contaban con mayores recursos que los con­quistadores de las regiones de Nueva Gali­cia y del Pánuco.

 

Las rutas de los primeros conquistadores y exploradores se aseguraron conforme se iban descubriendo nuevas minas después de la de Zacatecas: Guanajuato (1534), Mazapil (1568), Charcas (1573), Durango con grandes yacimientos de hierro (1563) y Santa Bárbara (1567), al lado de otras muchas. Para asegu­rar la comunicación y el comercio entre estos apartados puntos y el centro de Nueva España, se construyeron poblados de españoles, mestizos y criollos: San Miguel el Grande (1555), Lagos (1563), Jerez de la Frontera (1570), Celaya (1573), Aguascalientes (1575); también presidios y fortificaciones, como Ojuelos, San Felipe, Pozuelos, etc.

 

Hacia 1580; Nueva España tenía dos caminos de primer orden que cruzaban su territorio.

 

De norte a sur, el que venía de los reales mineros: el camino de Zacatecas a México, pasando por Querétaro, y de allí hasta Oaxa­ca, Chiapas y Guatemala. De este a Oeste, el que desde Veracruz y pasando por Puebla llegaba a México y continuaba hasta Michoa­cán y Guadalajara, para perderse al norte de Nueva Galicia. Después, con la conquis­ta de Filipinas (1564), se abriría otro camino, el que desde México se dirigía a Acapulco, puerto de llegada de las naves que traían las mercancías de Asia.

 

El Trabajo.

 

Las empresas mineras permitieron reor­ganizar el servicio personal de los indios, pues era imposible aprovechar la mano de obra de la dispersa población del norte. No era sólo la necesidad de trabajadores en las minas lo que hacía más urgente la distribu­ción de los indios en las empresas de españoles; también la agricultura y la ganadería, tanto como la construcción de caminos y edificios en las ciudades que crecían en los territorios ocupados por los españoles. La si­tuación se agravó con la disminución de la población indígena, lo que en tiempos del virrey Enríquez condujo hacia una reducción de la cuota o contribución de trabajadores de los pueblos.

 

Para el laboreo de minas, de cultivos y el cuidado de los ganados se estableció el 4 % de los indios de cada pueblo. Sólo en tiempos de cosechas o de escarda en los cultivos, lla­mados "tiempos de dobla", se autorizaría una cuota del 10 %. Se nombraron “jueces repar­tidores” que señalaban los trabajadores para las empresas de los españoles que demandaban el servicio y los pueblos que debían prestarlo. El crecimiento de la población blanca y mestiza pesaba sobre los indios, cuyo tra­bajo era prácticamente el único que conti­nuamente podía aprovecharse. Los blancos, mestizos, negros libres y mulatos, difícilmente se prestaban a los servicios; las labores pesadas “no se sabían hacer sino con indios”, lo cual traía consigo abusos e inconvenientes que las autoridades se cansarían de prohibir, tratando sin éxito que mestizos y mulatos acudieran regularmente a sus servicios en obras y laboreos.

 

A fines del siglo XVI era ya evidente la in­suficiencia del servicio, ya que las epidemias seguían mermando a la población indígena. La más terrible fue la desatada entre 1576 y 1581: la gran epidemia de matlazahuatl, como llamaron los indígenas al tifus exan­temático. En los testimonios de la época se nos comunica que causó la muerte a más de "dos cuentos", dos millones de indios. Puede que no fueran tantos, pero lo cierto es que a finales del siglo XVI la población indígena del México central no llegaba apenas al mi­llón y medio de habitantes, cantidad que seguiría disminuyendo a consecuencia de otras epidemias y de los desajustes y empobrecimien­to de los distintos pueblos, para alcanzar su más bajo nivel hacia 1630, cuando se cree que los indígenas de Nueva España apenas sumaban 1.200.000. A partir de entonces hubo una lenta pero continua recuperación de la población indígena, que pudo llegar hasta los dos  millones en los últimos años del siglo XVII.

 

En este siglo encontramos las mayores limitaciones al servicio personal, sólo per­mitido para el trabajo de las minas y la agri­cultura. Paralelamente, hubo un crecimiento del trabajo de gañanes o trabajadores libres, fenómeno relacionado con el surgimiento de la hacienda, según veremos más adelante.

 

La propiedad de la tierra.

 

Los pueblos de indios tenían un régi­men comunal para el aprovechamiento de la tierra. Veían en ésta un medio para satisfa­cer sus necesidades económicas y sociales. Producían para su propia subsistencia así como para mantener a las autoridades y gru­pos dominantes, dentro o fuera de los pue­blos. A ellos les tributaban en especie, con bienes de consumo, artículos de lujo, cuando el pueblo era productor de mantas u otros productos similares. Este régimen comunitario llamó la atención de los misioneros y de él se valdrían para organizar las comuni­dades que consideraron más adecuadas al espíritu  del cristianismo primitivo, pues en el afán de lucro y ambición de riquezas veían el obstáculo para  una verdadera vida cris­tiana.

 

La comunidad indígena favoreció el asen­tamiento de los encomenderos y el cobro de tributos para el rey de España. Cada pueblo, como unidad económica bien localizada, fue obligado a soportar las cargas de bienes y servicios para los españoles. Destruidas las unidades políticas de la época prehispánica, los pueblos se mantuvieron como unidades económicas y sociales en el marco de la nueva organización política de Nueva España.

 

No ocurriría lo mismo con los españoles que veían en la tierra un medio de enri­quecimiento y de adquisición del poder. De ahí su afán por apropiarse de grandes exten­siones. Al principio, las mercedes de tierras se dieron en lugares no ocupados por los in­dígenas. Pronto deberían surgir los conflictos entre los terratenientes españoles y los pue­blos, pues los favorecidos por tales mercedes pretendieron ocupar las tierras labradas por los indígenas para extender en ellas sus cul­tivos y ganados, reproducidos en el Nuevo Mundo con asombrosa rapidez.

 

A los conquistadores se les dio la tierra como recompensa de los servicios que habían prestado, peonías para los soldados de a pie y caballerías para los de a caballo. Se consi­deraba justo el retribuir equitativamente a los que habían colaborado en la conquista y pacificación de la tierra. Pero como los he­chos de méritos y servicios fueron eclipsa­dos por el valor de las empresas económicas y por el establecimiento de colonos laboriosos, las unidades para otorgar la tierra se hicie­ron, hacia 1550, atendiendo al destino eco­nómico que se les asignaba: un sitio o estan­cia de ganado mayor (17,49 km2), de ganado menor (7,6 km2), caballerías para cultivar trigo (0,41 km2), peonías para huertas, etc.

 

Españoles y criollos mostrarían muy pronto su fuerza expansiva: invadieron las tierras de las comunidades indígenas, se adueñaron de aquéllas, ya desocupadas por el empobrecimiento de la población indígena, y lograron posesionarse, mediante negocia­ciones o invasiones violentas, de muchas otras. Testimonios abundantísimos de quejas y pleitos sobre tierras y aguas nos ponen sobre aviso de lo arbitraria que fue la ocupa­ción del suelo en la región central de Nueva España y de cómo este hecho se habría de repetir en apartados lugares.

 

La política de las autoridades favoreció la defensa de las tierras de las comunidades indígenas. Estas supieron aprovecharla acu­diendo constantemente ante el virrey para pedir el amparo de sus tierras y para que no se dieran mercedes de estancias de ganado cerca de los pueblos, pues los animales per­judicaban sus cultivos.

 

El virrey enviaba visitadores frecuen­temente para convencerse de que las estan­cias estuvieran a una distancia no menor de legua y media de los pueblos de indios, que se veían "cercados y estrechados" por las propiedades de españoles y criollos. Además, se concertaron de muy diversas maneras para defender sus tierras. Lo más corriente fue el "echar derramas", esta es, contribu­ciones extraordinarias para enviar represen­tantes ante el Juzgado General de Indios de la Ciudad de México. El eterno pleito favoreció la cohesión social dentro de las comuni­dades, pero también los abusos de caciques y autoridades que aprovechaban las "derra­mas" para enriquecerse y pasar constantemente a la Ciudad de México como procuradores de sus pueblos, consumiendo el trabajo y los bienes del común en gastos y regalos a escribanos y funcionarios.

 

Al norte, en las tierras menos pobladas, la apropiación de la tierra conocería menos limitaciones. Los ganados de los terratenien­tes se extendieron sobre los vastos espacios que reclamaban luego como propios los dueños de las manadas. Caso notable es el de Francisco de Ibarra, gobernador y capitán general de las tierras situadas al norte de San Martín y Avino, que en 1562 había reunido así varias estancias de ganado mayor.

 

Los apuros financieros de la corona for­zaron la legalización de las propiedades de tierra. Se exigió la confirmación y composi­ción de los títulos de propiedad a cambio de un pago. Nacieron así inmensas propiedades que luego veremos concentradas en la ha­cienda, unidad autosuficiente que sé fue afir­mando a lo largo del siglo XVII como resul­tado de los reajustes en la propiedad, fu­sión de varias propiedades en una sola mano y cambios en el régimen de trabajo; reajus­tes que favorecieron la fijación de poblaciones dentro de los límites de las haciendas.

 

La agricultura.

 

Ya desde el siglo XVI la corona propulsa­ba con ordenanzas y licencias la introducción de los cultivos europeos en Nueva España. El trigo fue la especie que primero se propagó en las fértiles tierras del centro, en el valle de Atlixco y en los alrededores de la ciudad de Puebla. También en México, sobre todo al norte de Tacubaya, y en Chalco. En estas regiones había tierras que se podían irrigar, pues ante la irregularidad de las lluvias el trigo de temporal no podía cultivarse por su bajo rendimiento. Había también mano de obra indígena para las labores del campo. Con la expansión hacia el norte se aprovecharon luego las tierras negras del Bajío, donde los agricultores construyeron cantidad de represas para aprovechar el agua almacenada en la estación de lluvias. El surgimiento de estas zonas de cultivo fue lento en apariencia, pero a fines del XVI encontramos centros de producción triguero que abastecían a los rea­les mineros del norte. A mediados del si­glo XVII se registran grandes producciones de trigo en Querétaro, Apaseo, Celaya, Hua­cindeo (Salvatierra), Valle de Santiago, Sala­manca, Irapuato y otros lugares. Incluso hubo comerciantes que alegaban que las buenas cosechas perjudicaban a los agricultores, puesto que hacían descender ostensiblemente el precio de los granos.

 

Otro cultivo comercial fue la caña de azú­car, propagado desde el siglo XVI y favorecido por muchas medidas de la corona con­cernientes a la protección de los dueños de campos cañeros y molinos, ingenios y trapiches en que se elaboraba el azúcar y las melazas que, empleadas luego en la destilación de aguardientes, se vendían en las ciuda­des y reales mineros. La protección de esta industria por parte de las autoridades se explica por lo costoso que resultaba la empresa. Requería unas grandes inversiones: tierras irrigadas y mano de obra abundante y per­manente, tanto en los campos como en los ingenios, molinos, bateas, etc., bienes que se protegieron a fin de que no pudieran embar­garse por deudas de sus dueños.

 

El trabajo en los campos de caña y en los ingenios fue uno de los más duros, por lo que se prohibió que los indios lo hicieran, ya que se obligaba a los de tierras altas a bajar a las más cálidas, donde se encontraban los cultivos de la caña. Parecía como si tal trabajo estuviera "sacándolos de su natura­leza" para luego someterlos a las duras jor­nadas que su "flaca complexión" no resistía. Sin embargo, se dieron facilidades a los dueños de ingenios para comprar y conser­var esclavos negros, puesto que resistían mejor el clima y la intensidad de los trabajos.

 

Como el estímulo del lucro era grande en la industria del azúcar, los poseedores de tierras procuraron cultivar la caña y construir trapiches o ingenios, aun con todas las posi­bilidades en contra. Fuera de las zonas más favorecidas para el cultivo de la caña, como el valle de Cuernavaca, Zacualpan, Amilpas, Cuautla, Yautepec y buena parte de lo que hoy es el estado de Morelos, en tierras bajas del oriente y occidente, también existían cam­pos de caña y trapiches o ingenios pequeños. En otros lugares se trató de explotar la caña en zonas propias para el cultivo del trigo, cosa que la corona y las autoridades novohispanas se empeñaron en evitar, prohibiendo por tan­to el que las tierras buenas para el cultivo de granos se dedicaran a la caña.

 

La vid y el olivo se introdujeron en Nueva España en el siglo XVI, pero hacia mediados del XVII se prohibió su cultivo para así pro­teger las industrias y exportaciones de la península ibérica. El olivo no tuvo el arraigo de la vid en Nueva España, a la que no lograron hacer desaparecer. Subsistió en regiones tan apartadas como Parras, en el norte, hasta donde era difícil que llegara la acción de las autoridades y, además, se vio favorecida por la demanda de las ciudades y reales mineros.

 

A causa de la política proteccionista es­pañola otros cultivos sufrían la misma suerte que los anteriores. La morera para la cría del gusano de seda fue favorecida en un prin­cipio; en los alrededores de la Ciudad de México, hacia 1580, su cultivo tuvo gran auge. Sin embargo, pronto se vio afectada por la competencia de las sedas chinas que llega­ban por Filipinas y cuyo comercio importaba proteger especialmente; por lo cual las autoridades decidieron prohibir entonces su cul­tivo así como la industria de la seda. En Oa­xaca se sostuvo, pese a las prohibiciones, esta industria de la seda. Con ella, los indios hicieron grandes progresos; pero en 1679, por orden del virrey, fueron arrasados los plantíos de morera y destruidos todos los telares.

 

Para compensar dicha pérdida se introdujo en la región el cultivo de  la gran cochi­nilla, que fue hasta finales del siglo XVIII uno de los productos más importantes en el comercio de Nueva España y la riqueza prin­cipal de toda la zona oaxaqueña.

 

La agricultura indígena subsistió al lado de todos estos nuevos productos. El maíz se conservó como alimento básico en todas las regiones y se incorporó a la dieta de la pobla­ción blanca y mestiza, que aprendió a utilizar la caña y las hojas como pastura para el ga­nado. El frijol y el chile se introdujeron tam­bién en la alimentación diaria de toda la sociedad.

 

El maguey se siguió cultivando para la obtención del pulque al igual que en los tiem­pos prehispánicos. Su utilidad era máxima: sus hojas se aprovechaban para obtener fibras y hacer cuerdas, y, una vez secas, como combustible o para techar jacales y chozas de indios.

 

La ganadería.

 

Tuvo una rápida y asombrosa expansión en tierras de Nueva España. Los animales traídos por los españoles aprovecharon inmensas extensiones de pastos vírgenes y pronto abundaron en las regiones densamen­te pobladas, a tal grado que constituyeron un problema para la agricultura indígena, pues invadían y destruían las sementeras de los pueblos.

 

El primer animal que trajeron los con­quistadores fue el caballo. Al principio hubo que pagarlo a precio de oro a quienes lo traían de las Antillas; pero con el tiempo las manadas abundaron en Nueva España y su precio bajó, hasta el punto de ser relativa­mente fácil para las personas de humilde condición el hacerse con él para su uso per­sonal.

 

Pero ante la posibilidad de que se utili­zara por los indios para ausentarse de sus tierras o de que lo utilizasen como forma ofensiva, prefirió limitarse su adquisición.

 

Sólo a los caciques y principales se les otor­gó licencias para tener caballos "ensillados y enfrenados", pues eso favorecía su distin­ción personal respecto del pueblo.

 

La utilidad del caballo fue máxima en aquel tiempo en que había pocos caminos carreteros. Era prácticamente el único medio de transporte y de carga, fuera de los tame­mes o cargadores indígenas, que desde el siglo XVI se prohibieron por las autoridades.

 

Las comunicaciones abiertas por los es­pañoles y la minería favorecieron la cría del ganado mular, a tal grado que en los si­glos XVI y XVII se trataría de moderar con ór­denes y disposiciones, pues los criadores de ganado descuidaron la reproducción de caba­llos y yeguas para dedicarse a la de mulas. En los reales mineros se usaba la tracción animal a falta de corrientes de agua para mo­ver los batanes de los molinos de metal, y con el sistema de beneficio de patio se uti­lizaron las mulas para apisonar los trozos de mineral, lo que obligaba a un constante cambio de los animales que se destrozaban las pezuñas. Todo esto contribuyó a que el precio de la mula fuera elevadísimo.

 

El cerdo fue introducido también por los conquistadores. Su abundancia hizo que se menospreciara la cría, pues bajó mucho el precio de la carne desde la primera mitad del siglo XVI y no resultaba buen negocio. Los indios no desdeñaron las crías, no tanto porque formara parte de su dieta cotidiana, sino porque les permitía satisfacer las demandas de los pasajeros que paraban en sus pueblos.

 

El ganado vacuno fue el que más rápidamente se extendería. Admiraba a los españoles el que las vacas comenzaran a parir a los dos años y que siguieran con frecuen­cia superior a la de los ganados de España. En quince meses, cuentan, los ganados se duplicaban. Esto se reflejó de inmediato en los bajísimos precios que la carne alcanzó en la Ciudad de México y en Puebla. Esta increíble reproducción reportó graves consecuencias para la agricultura indígena, ya que antes de mediados del siglo XVI los ganados habían desbordado las zonas de pastos vírgenes e invadido las tierras de comunidades.

 

El virrey Mendoza dictó innumerables mandamientos para proteger a los indígenas frente a los ganaderos. En 1551 su sucesor visitó las tierras para escuchar las quejas de los indios. Encontró a los de los valles de México, Toluca y Puebla "cercados y estrechados" y ordenó entonces que las estancias de ganado se situaran, en adelante, a no menos de legua y media de las tierras de co­munidades y que las estancias que se encon­traban en las inmediaciones de Oaxaca, zona de densa población indígena, desaparecieran y ocuparan tierras no pobladas por los indios en las márgenes del río Grijalva. Era tal la cantidad de ganados en Toluca que ya desde 1539 los estancieros iniciaron el cambio de sus hatos hacia tierras de los chichimecas, siguiendo las cañadas del río Lerma. Pero al seguirse multiplicando en el valle de Toluca se emitió la orden de que se construyera una cerca de más de diez leguas de largo, para evitar que los animales penetraran en las parcelas de los pueblos. No se resolvió el problema, pues la cerca trajo sinnúmero de quejas y reclamaciones de ganaderos e indios, por lo que años después fue destruida.

 

La política de los virreyes fue conceder mercedes de estancias para ganado mayor en las zonas áridas del norte, donde no había problemas con los pueblos de indios dada la baja densidad de población en ellos. Los beneficiarios de estas mercedes acumularon inmensas cantidades de tierra; algunos reci­bieron de cuatro a siete estancias en una sola merced y se ingeniaron para acumular más, haciendo que sus ganados avanzaran por lugares que luego trataban de legalizar como de su propiedad.

 

Este avance de ganados en tierras de los chichimecas se vio estimulado por el surgi­miento de los reales mineros, que demanda­ban carne en abundancia para mantener a la población que en ellos se iba acumulando.

 

Cierto que la carne no era gran negocio, debido al bajo precio que había alcanzado por la abundancia  de ganados, pero las grandes posesiones de tierra y ganado daban poder y prestigio a sus dueños, quienes podían rodearse de parientes, criados y paniaguados; en fin, una corte rural en torno a los "poderosos señores de ganados".

 

Fue tal el número de ganados y los problemas causados a la economía novohispana, que ya bien entrada la segunda mitad del siglo XVI las autoridades consideraron necesario  controlarlos, sacrificando por ello cierto número de animales. El virrey nombraba a los “jueces de matanza” encargados de señalar las cabezas que debían sacrificarse. Este procedimiento se consideró indispensable hasta finales del siglo, cuando el ganado comenzó a reproducirse con menos  rapidez que en años anteriores.

 

La primera mitad del siglo XVII fue la época en que los herraderos y las recuentas de ganado mayor mostraron el deterioro de la reproducción. Las vacas parían entonces cada cuatro años, y esto se debió principalmente al agotamiento de buenos pastos y a la fal­ta de renovación de sangre para los cruces, pues los ganados de Nueva España procedían de un tronco común: el ganado español que se desarrolló en las Antillas durante los primeros años del XVI.

 

Aunque con menor ritmo, los ganados siguieron extendiéndose por los territorios del norte. En 1634 se descubrió el valle de Nuevo León, un  lugar adecuado para la cría y ocupado pronto por los colonos y señores de ganados. Como éste, otros muchos lugares más pequeños sirvieron para la ganadería. Era una de las principales actividades en todo el territorio del virreinato que caracterizó la vida de aquella época.

 

Del ganado mayor se exportaba la piel y el sebo, que fueron, después de los metales preciosos, los principales artículos de expor­tación que Nueva España enviaría a la penín­sula ibérica.

 

El ganado menor, principalmente el lanar, fue introducido en grandes cantidades entre 1530 y 1540. El virrey Mendoza favoreció con diversas medidas la introducción de merinos, cuya resistencia a la diversidad de climas de las tierras novohispanas se probó desde un principio. Los sucesores del primer virrey no abandonaron el empeño de fomen­tar la cría de ganado menor e incluso, a dife­rencia de lo que ocurrió con el mayor, favo­recieron a los indígenas para que tuvieran grandes rebaños de borregos y carneros.

 

Paralelamente a la multiplicación de las ovejas se fueron desarrollando centros para el tejido de telas de lana. Los obrajes eran fábricas que utilizaban grandes telares de mano y se valían del trabajo de los indios, negros, mulatos y mestizos. Se concentraron principalmente en México, Texcoco, Puebla, Tlaxcala y Oaxaca; posteriormente en Querétaro, Celaya y otros puntos importantes. Hubo también infinidad de pequeños obrajes que producían para el consumo local.

 

La importancia de la industria de tejidos de lana fue grande en Nueva España. A lo largo de los siglos XVI y XVII se dictaron repetidas ordenanzas para organizar el gremio de pañeros, a fin de que los obrajeros -dueños de obrajes- y maestros tejedores ajustaran su producción a las medidas y nor­mas de calidad establecidas, y evitar así una competencia desleal. Las telas de lana eran consumidas en Nueva España y exportadas al Perú; pues aunque la corona se empeñó en proteger a la industria pañera de la Penín­sula, la exportación al Perú no disminuyó, sobre todo en el siglo XVII, cuando un activo comercio de contrabandistas se desarrolló en las costas americanas del Pacífico.

 

Hacia 1700 la corona ordenó que fueran destruidos los obrajes de la Ciudad de México. Se dice que destruyeron sólo en este punto más de 130.000 telares, lo que sig­nificó la miseria de muchas familias de tejedores. Lo cierto es que la industria de la lana se mantuvo en Nueva España, dentro y fuera de la ley, como lo demuestran las visi­tas a los obrajes que de continuo hacían las autoridades o las relaciones de viajeros que describen su abundancia y las terribles con­diciones de trabajo dentro de ellos.

 

Aparte de las zonas de densa población indígena, donde se desarrollaría el ganado la­nar, en las estepas del norte aparecieron grandes rebaños que en tiempo de secas llegaban hasta los valles del Bajío en busca de pastura y agua.

 

Relación entre la ganadería y la apropiación de la tierra.

 

Esta relación tuvo en Nueva España una importancia desconocida en la península ibé­rica. Lo muestra la transformación de las instituciones que se trasplantaron desde Es­paña para organizar la actividad de los ganaderos. En efecto, en 1529 el cabildo de la Ciudad de México dispuso la organización de la mesta o hermandad de ganaderos, existente desde antiguo en los reinos de Castilla. En las disposiciones acordadas por el cabildo de México se manifestó que eran hermanos de la mesta los propietarios de trescientas o más cabezas de ganado y que debían unirse para organizar las rutas de los ganados tras­humantes en busca de buenos pastos, para herrar los animales y para rescatar las cabezas que se hubiesen perdido. Se nombraron alcaldes de la mesta para discernir las cues­tiones y problemas que surgieran entre gana­deros y organizar el paso de los ganados por las cañadas y pastos comunes. El mismo ca­bildo acordó en l534 las ordenanzas de la mesta, confirmadas tres años después por el virrey Mendoza. Siguiendo este modelo se organizaron mestas en distintos puntos de Nueva España, los cuales se fueron transfor­mando poco a poco, de unión de propietarios de ganado en unión de estancieros o dueños de estancias ganaderas. Los señores de ganados se apropiaron de vastas extensiones de tierra que luego legalizaban componiendo o confirmando sus títulos a cambio de ciertos pagos o arreglos con las autoridades.

 

El hecho se reconoció cuando en 1574 el virrey Enríquez de Almanza aprobó las nuevas ordenanzas de la mesta, en las que se consideraban miembros a los estancieros. En esta forma fueron confirmadas las ordenanzas en 1631. El documento recoge muchas características propias de la ganadería novo­hispana, aparte de lo anotado. Se reglamenta en ellas el rodeo y el herradero, que debían hacerse por lo menos dos veces al año. Tam­bién el trabajo de los indios, mestizos, mulatos y negros dentro de la ganadería. Se limitaba el servicio de los primeros para el cuidado de ganados y se dejaba en manos de los otros los puestos de capataces o emplea­dos permanentes, que deberían estar bajo la autoridad de un mayordomo español.

 

La minería.

 

La bonanza de la minería en los primeros tiempos se debió al beneficio de yacimientos auríferos superficiales en las arenas de los ríos. Al agotarse estos lavaderos de oro se fueron descubriendo minas de plata en Sul­tepec, Taxco y Tlalpujahua y comenzaron a explotarse desde la primera mitad del XVI.

 

El auge minero de Nueva España se ini­ció al mediar el siglo XVI, con el. descubri­miento de las minas de Zacatecas en 1546, donde para 1548 había ya cerca de cincuenta minas trabajando. A partir de entonces surgen otras tantas al sur de Zacatecas y en Pachuca, Real del Monte, Guanajuato, Som­brerete, Fresnillo, y al norte en Santa Bár­bara, a 700 kilómetros de Zacatecas.

 

Coincidió can estos hallazgos un nuevo sistema para el beneficio de los minerales: la amalgamación en frío, a base de azogue, pirita de hierro y sal, que desde 1552 fue uti­lizado con mucho éxito en las minas de Pachuca y Real del Monte, y que después se fue extendiendo a los otros reales mineros.

 

La minería fue la principal riqueza de la tierra ante los ojos de las autoridades. Por aquellos años, el real erario necesitaba cantidades cada vez mayores de metal precioso para hacer frente a los gastos de las guerras europeas y pagar las crecidas sumas por los intereses de los préstamos a los banqueros. En el siglo XVI Nueva España fue el principal productor de plata de los dominios españoles, pero desde fines de siglo fue su­perada por cl Perú, cuyas ricas minas iban en ascenso, tanto por la riqueza de sus ve­tas como por los minerales de aquel reino, que no tuvieron escasez de azogue, prin­cipal obstáculo para la minería novohispana.

 

El minero novohispano se enfrentaba a muchas limitaciones. Como en toda empresa de este tipo la suerte era un factor determi­nante: suerte era el encontrar vetas firmes y abundantes de metal precioso; suerte el que éstas  no se perdieran ni se emborrascaran; que la mina no se inundara o que la continui­dad de la veta no se perdiera en el terreno concedido a otros mineros, y suerte que si­guiera produciendo como para poder mantener la necesaria cantidad de trabajadores, pues la escasez de mano de obra provocada por las epidemias, la dificultad para conseguir trabajadores libres y las frecuentes disputas entre mineros hacían a la empresa muy di­fícil. Además, cuenta el desorden con que los mineros se apropiaban de la tierra y tam­bién la premura de las explotaciones.

 

Sobre esas limitaciones fortuitas estaba la de la escasez del azogue. Las provisiones de este metal tan indispensable para el beneficio de los minerales eran insuficientes para las necesidades de la minería de Nueva España. Monopolio de la corona des­de 1552, provenía de las minas españolas de Almadén y de las austríacas de India. Sus envíos eran irregulares y difíciles, por la piratería y conflictos o guerras de España con las otras naciones europeas. Sobre la irregularidad estaba siempre la escasez, dado que en el siglo XVI el promedio anual de los envíos de azogue era de quinientos quintales, mientras que las minas, para mantener su nivel de producción efectivo, necesitaban de cinco a seis mil quintales.

 

La distribución del azogue se hacía a través de las autoridades. El virrey nombra­ba funcionarios para que se hiciera equitati­vamente, pero las preferencias, sobornos y componendas con los acaudalados mineros ocasionaban la ruina de otros menos favore­cidos.

 

La escasez de mano de obra representó otra limitación para la minería. Los dueños de minas tenían derecho al servicio personal de los indios, aunque también contrata­ban trabajadores libres, a quienes estimulaban comprándoles el mineral que sacaban al terminar la jornada de trabajo. Las epidemias que diezmaban a la población indígena afectaron directamente a las minas, por falta de gente que las trabajara. Esto provocó la contracción de la producción de  plata, que se agravó desde finales del siglo XVI hasta todo el XVII. Las autoridades procuraron favorecer a los mineros dándoles facilidades para la compra de esclavos negros, pero éstos no se adaptaron bien al clima frío de las montañas en que se encontraba el metal y resultaban excesivamente caros.

 

Sin embargo, pese a la escasez de bra­zos, las minas de Zacatecas, Pachuca y otras siguieron produciendo grandes cantidades de plata. Cierto que después de 1640 se advierte una disminución grande en los registros de plata de la Real Hacienda, pero esto no debe llevarnos a considerar que hubo una deca­dencia absoluta en la producción minera de esta época. Debemos tener en cuenta que de Nueva España salía ilegalmente mucho metal precioso por el comercio de contraban­do, que en esa época alcanzó las dos terceras partes del tráfico ultramarino debido a la decadencia de los transportes en España y a la ineficiencia del control monopolístico y proteccionista. También debe considerarse el aumento del gasto en bienes suntuarios y el empleo del metal precioso para elaborar­los. Por otra parte, mucha de la plata producida en Nueva España era enviada para mantener las fortificaciones y gastos de administración de otros dominios españoles: Filipinas, Antillas y La Florida, hasta donde llegaban los "situados" o cantidades de plata que la Real Hacienda novohispana debía mandar anualmente, cosa que no dejó de ha­cer en toda la época virreinal.

 

La minería de Zacatecas.

 

Alonso de Mota y Escobar nació en la Ciudad de México en 1546 y murió en Puebla, el año 1625. Fue obispo de Guadalajara y de Puebla. Entre 1602 y 1605 visitó los reinos de Nueva Gali­cia, Nueva Vizcaya y Nueva León, y es­cribió una Relación geográfica de los tres reinos en la que informa de mu­chos aspectos de la vida en las más apartadas regiones por las que an­duvo.

 

Muy interesante es lo que nos cuenta sobre las dificultades y la manera que tenían los mineros de la región de Zaca­tecas en las operaciones propias del beneficio de la plata:

 

“El principal ejercicio que tienen los españoles mineros de esta ciudad es el de beneficiar minas y ellas han sido lo más grueso de las haciendas de los ve­cinos de ellas. Son todas de plata, sin que se haya hallado en ninguna un gra­no de oro... y fueron en sus principios muy ricas y su beneficio por fundición, de manera que nunca se supo que era azogue, hasta que los metales bajaron de marcos a onzas en su ley. Son mu­chas las minas en cantidad y distan de otras a una dos y tres leguas y en un mismo cerro suele haber muchas jun­tas, y cuantas al principio se beneficia­ron y hoy día se labran, están todas dos leguas de esta ciudad a la redonda y traen los metales de ellas en recuas de jumentos y descargan en los inge­nios y molinos, que todos están dentro de la ciudad en las mismas casas de los mineros, y aunque hay setenta inge­nios, ninguno muele con agua, porque no la hay, sino todos ellos con mula, y según cuenta de los mineros muele cada ingenio en un año de seis a siete mil quintales de metal, y el minero que más rico es y más ingenios tiene, lle­ga a ocho, y el más pobre tiene dos. El beneficio es todo por azogue por haber caído los metales de ley y tener distin­ta naturaleza de los que eran plomosos y correosos, que de suyo funden dándo­les fuego, y los que ahora sacan son muy resecos y de muy poca plata, y así no funden sino que es necesaria la viveza del azogue para que incorporándose en todos ellos, vayan llamando y juntando así la poca plata que tienen, y según que el azogue halla en el metal más o menos plata es la pérdida del azogue al tiempo de lavar, por manera que si halló mucha plata mucho azogue sale, y si halló poca se pierde mucho en la boscosidad terrestre del mismo metal; y para disponerle al azogue su efecto, de entresacar la plata del metal, los re­vuelven primero con sal, porque ella los escalienta y de muy seco y tupido lo ablanda y esponja, de suerte que se le abre fácilmente la entrada al azogue, hasta penetrar lo íntimo del metal en busca de los granitos de plata que en sus entrañas tiene escondidos: y como si ella no se pudiera sacar la plata, crió Dios junto a este sitio dos salinas muy bastantes para este beneficio...”.

 

¿Depresión o reacomodo?

 

La baja en los envíos de plata a la península ibérica, la merma de la población in­dígena, el asentamiento de la ganadería y la disminución del comercio entre México y Es­paña han servido de base para asegurar que el siglo XVII es el de la depresión económica. Sin embargo, dicha afirmación se sustenta en una apreciación unilateral de la historia novohispana; más que todo se ha fijado en documentos de los archivos españoles y en datos formales que no atienden a las trans­formaciones internas del reino de Nueva España.

 

La baja de la población indígena es evi­dente en los primeros tres decenios del siglo XVII. Los pueblos de la parte central de Nueva España se empobrecieron, como hemos visto, a consecuencia de las epidemias y del desajuste social que trajo el régimen económico y político impuesto por los españoles. Pero eso es tan sólo una parte del hecho. Hay evidencias de que regiones como el Bajío recibieron constantemente a pobladores indígenas procedentes de Tula-Xilotepec, Michoacán y Tlaxcala. Numerosas familias tlaxcaltecas se establecieron en el norte de México y poblaron lugares como Santa María del Río, en San Luis Potosí, distintos lugares de Zacatecas y el Nuevo Reino de León. La zona de Orizaba y Huatusco duplicó su población indígena entre 1643 y 1646, hecho que sólo se explica por la inmigración de habitantes de otras zonas. Asimismo ocurriría también con los reales mineros del norte. Luego, para calcular la disminución de la población indígena de Nueva España habría que considerar todos estos acomodos, de los que saldrían enmendados muchos datos que sólo han tenido en cuenta la dismi­nución de los pueblos del centro.

 

También debe hacerse hincapié en la redistribución de los pueblos de indios: a fines del siglo XVI y principios del XVII se obligó a los indios a que abandonaran los parajes en que vivían y se agruparan en pueblos. En 1582 se ordenó al virrey Lorenzo Suá­rez de Mendoza que viera cómo los indios se congregaban voluntariamente para tributar y recibir la doctrina cristiana, pero los naturales se resistieron. En 1591, don Luis de Velasco hijo trató de hacerlo por la fuerza, pues así se le había ordenado, pero abandonó luego la empresa debido a las resistencias que presentaban los afectados y las injusti­cias a que daban lugar, ya que españoles y criollos  trataron de adueñarse de las tierras que dejaban los indios.

 

Fue el noveno virrey, Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey (1595 - 1603), quien realizó las congregaciones "a sangre y fuego", concentrando a los indios en pue­blos que se iban construyendo y a la vez quemándoles las chozas que abandonaban. Lo mismo se hizo con aquellos pueblos en los que su población había disminuido bastante.

 

Teniendo en cuenta todos los hechos puede asegurarse como lo más probable pues serían necesarios muchos estudios regionales para afirmarlo con certeza que la recuperación de la población indígena comenzara hacia 1630. A partir de entonces rebasó la cifra de 1.200.000, la más baja que alcanzara para llegar, en. 1680, a los dos millones.

 

La población blanca aumentó sensiblemente. Se calcula que en 1570 llegaban a sesenta y tres mil los habitantes considera­dos como "españoles", y que a finales del siglo XVI eran ya más de 100.000. Entre los españoles se incluía los mestizos nacidos en unión legítima. Todos estos sumaban cerca de 150.000 al mediar el siglo XVII. Se calcula que eran 650.000 un siglo más tarde.

 

La población española tuvo mejores condiciones de vida, por lo que pudo resis­tir mejor a las enfermedades. También se distribuyó con más libertad sobre el territorio formando "ciudades, villas y lugares de españoles" que se desarrollaron durante el si­glo XVII tanto en el centro como en el norte de Nueva España. En algunas regiones; como en Nueva Galicia, esta población se dispersaría en pequeños poblados. En otras, como Durango y el Bajío, surgieron verdaderas ciudades de comerciantes y agricultores, aunque no todas lograron el título de ciudad. Pero su importancia y organización era equi­parable a cualquiera de las del centro.

 

El número de negros introducidos como esclavos aumentó considerablemente. Se cal­cula que entre 1590 y 1610 entraron tres mil quinientos negros al año. La baja de in­dios en las minas y el aumento de los culti­vos de caña los hacían indispensables. Entre 1615 y 1622 se introdujeron cerca de treinta mil y se repartieron en toda Nueva España. Al mediar el siglo XVII los negros eran ya cerca de cuarenta mil, sin contar los que vivían dispersos, huidos de las plantaciones y minas en lugares apartados.

 

Los mestizos y las castas -como se lla­maba a los que tenían mezcla de sangre africana- aumentaron constantemente; fue, como hemos visto, un hecho que no dejó de señalarse por las autoridades ni de preocu­parles, debido a su afición al vagabundeo y a la alteración del orden en las villas y ciuda­des o en pueblos de indios y lugares camine­ros. Quizás el hecho que más valga la pena destacar sea su importancia proporcional en la población de Nueva España, que para finales del siglo XVI apenas llegaba aproximadamente al 7 % y luego, a mediados del XVII, era ya superior al 22 %, llegando a más del 35 % en la mitad del siglo XVIII.

 

Mestizos y castas eran más bien concep­tos legales y no propiamente étnicos, pues hubo muchos mestizos que lograron la consideración de "españoles" y consiguieron que como a tales se les inscribiera en los libros del bautismo de iglesias y parroquias, para evitar la "infamia" de ver sus nombres en los "padrones de tributos" que debían pa­gar los indios, mestizos y castas. Cierto que estos padrones eran bien inexactos, pues como lo indicaban las propias autoridades, los mestizos y las castas se resistían al pago del tributo, la prestación de servicios y huían con facilidad de un lugar a otro, evitando así todo el control que se pretendía ejercer sobre ellos.

 

La organización de la sociedad novohis­pana obedeció a criterios de vieja tradición de la península ibérica. Tenían lugar preferen­te y señalado por el honor los "españoles", tanto los peninsulares como los nacidos en estas tierras. Su régimen era de libertad de movimiento y de contratación.

 

Si nos hemos de atener a la legislación, tal como aparece en las recopilaciones de le­yes, los indios se equiparaban a los españo­les en su régimen personal. Eran vasallos li­bres del rey y podían contraer matrimonio con la gente de origen español. Sin embargo, la sujeción a un régimen especial de protec­ción les quitaba libertad de movimiento, pues se les obligaba a vivir en sus pueblos. Esta situación de vivienda fue la que determinó, a  la larga, la categoría de "indio": tal era el que vivía sujeto en el pueblo donde también habla gran cantidad de mestizos que vivían, tributaban, prestaban servicios y ejercían cargos como autoridades de república.

 

La verdad es que esta condición de vasa­llos libres pero sujetos a un régimen de protección, como "gente miserable y flaca a la que había que amparar", les hizo padecer todas las cargas de trabajo y tributo de las que escapaban los mestizos y castas con mayor facilidad. Como define Solórzano Pe­reira en 1646, los indios eran “los pies de la república”. Sin lugar definido dentro de la sociedad estamental, dividida por el honor y el poder económico, andaban los mestizos y las cas­tas. Su régimen, como se refleja desde el siglo XVI en todas las recopilaciones hasta la de las Leyes de los Reinos de indias de 1680, era propiamente prohibitivo. Más se preocu­paron las autoridades por limitar la acción de estos imprevistos actores de la realidad social pensada para indios y españoles que no acomodarlos dentro del orden de república. En compensación de este desarraigo, mesti­zos y castas gozaron de una libertad más for­zosa que honrosa y fueron acomodándose en ciudades y pueblos, ya como artesanos ya como trabajadores o como  vagabundos. En ocasiones, como capataces que cumplían con las labores de obrajes y haciendas.

 

La hacienda o gran propiedad autosufi­ciente fue la unidad productora desarrollada en el siglo XVII y que habría de caracterizar la vida económica de Nueva España. Varios factores confluyeron en el surgimiento de la hacienda. Ante todo la gran propiedad terri­torial, que fue afirmándose desde la segunda mitad del siglo XVI. Luego, el cambio en régimen de trabajo que acompañó a la deca­dencia de la encomienda y el servicio perso­nal, pues estos medios resultaron insuficien­tes para satisfacer las demandas de la población.

 

Por afán de riqueza, poder y prestigio personal, los "señores de la tierra" y dueños de grandes extensiones fueron acaparando, en el centro y norte de Nueva España, tierras que luego se organizarían  en torno a construcciones de grandes casas, con templos propios para los servicios religiosos de una población que se iba agrupando dentro de ellas. La tierra era la inversión más segura. Comerciantes y mineros ricos procuraban adquirir grandes extensiones que luego agran­daban con ventajosos matrimonios. La indivisibilidad de las propiedades quedaba ase­gurada con el mayorazgo y la prohibición de fraccionar las tierras heredadas. Así, tierras embargada por deudas ancestrales pasaban íntegras a los descendientes.

 

Las haciendas, como se llamaron en el siglo XVII estas grandes extensiones de tierra, lograron atraer trabajadores de los pueblos de indios, mestizos y españoles pobres, que por verse liberados de la miseria se establecían en ellas. El dueño de la hacienda los protegía, puesto que necesitaba de su fuerza de trabajo.

 

Pronto aparecieron las quejas de los encomenderos y labriegos que demandaban el tributo y los servicios de los pueblos de in­dios. El hacendado pagaba en ocasiones lo que debían los indios a sus encomenderos, a con­dición de que permanecieran en sus tierras. También los retenían adelantándoles salarios, con lo que las deudas de los peones se acu­mulaban al grado de hacerse impagables.

 

Los indios de los pueblos preferían esta­blecerse en las haciendas, ya que así se veían libres de los servicios y cargas que les impo­nían los caciques. Aseguraban su subsisten­cia con las pequeñas parcelas que les conce­día el hacendado, sembradas de una cantidad de maíz suficiente para la alimentación de los trabajadores. Recibían vestido y alimento para ellos y para sus familias a cambio del trabajo ejercido en la hacienda. Con estos bienes, préstamos y adelantos de salario se endeudaba a los trabajadores, obligándolos a permanecer en la hacienda.

 

Con todo, el trabajo de la hacienda era menos coactivo que el de los pueblos, en don­de prestaban servicio y pagaban tributo a la corona y a los encomenderos. De ahí la preferencia de los indios a radicarse en ella. El asentamiento de la población indígena y mestiza en las haciendas se vio favorecido por la abolición del servicio para los trabajos en la agricultura. Se abolió primero en 1601, luego se restableció, en 1609, con limitacio­nes, para prohibirse de manera definitiva, sal­vo el 4 % de las minas, en 1631. En aquel año era bien claro que ni los encomenderos ni las autoridades indígenas tenían poder sufi­ciente para retener a los indios en sus pueblos.

 

La encomienda decayó a lo largo del si­glo XVII, salvo en lugares apartados como Nuevo León y Yucatán, y fue abolida en el XVIII; la ley sancionó así lo que ya era una realidad. Muchos de los encomenderos eran ya, desde finales del siglo XVI, simples ren­tistas de la Real Hacienda que pagaban una cantidad correspondiente al tributo de "sus encomendados" a quienes no veían y sobre quienes no tenían ya poder ni derechos propios.

 

Hubo así haciendas que fueron verdade­ros feudos, donde la autoridad del hacendado era la única dentro del límite de sus propie­dades. También las hubo como organizaciones capitalistas, sobre todo las que producían trigo y azúcar para venderlo en los mercados. Destacan entre éstas las propiedades de las órdenes religiosas, sobre todo las de jesui­tas, que fueron excelentes administradores.

 

Al sur de Nueva España, en la zona de Oaxaca, la hacienda tuvo una vida mucho más difícil, pues la población indígena, acti­va y trabajadora, competía con sus propias empresas de ganado lanar, cultivo de grana cochinilla y reclamos de tierras, con los ha­cendados.

 

En términos generales podemos aseverar que hubo dos clases de haciendas en la Nueva España del siglo XVII: la gran hacienda ganadera del norte, que producía más bien para el autoconsumo de sus trabajadores y para mantener la unidad territorial, y la hacienda que trabajaba principalmente para el mercado, en el Bajío, centro y sur del país. También era autosuficiente, pues abastecía a su población de todo lo necesario. Las ha­ciendas del centro tuvieron la competencia de activos labradores y comerciantes que producían trigo con satisfactorios resultados, e incluso llegaron a ser poseedores de exten­siones, que los hacendados tuvieron que ofrecer en pago a préstamos atrasados.

 

Cuando observamos tantas transforma­ciones en la economía y en la sociedad novohispana del siglo XVII, nos damos cuenta de que no puede hablarse de depresión. Más bien puede hablarse de un reacomodo de la producción, que obedecía a necesidades propias de la sociedad y no a demandas del comercio y de los monopolios que trataban de mantenerse desde la metrópoli.

 

En efecto, ya hemos visto que los envíos de metales preciosos disminuyeron sensi­blemente hacia 1640, paralelamente a la baja de importaciones de bienes españoles. Más que de una depresión económica puede hablarse de una autosuficiencia del reino, en el que ya se producían bienes -telas, por ejemplo- que sustituían a los que enviaban de la Península. Cierto que la depresión económica afectó a la metrópoli a todo lo largo del siglo XVII, pero el hecho no refleja necesa­riamente la situación de sus dominios. Si el comercio legal de Nueva España con la Penín­sula bajó sensiblemente desde antes de mediar el siglo, también se incrementó el comercio de contrabando con otras naciones euro­peas y con el reino del Perú. Luego, debe advertirse que no todos los capitales se invertían en el comercio; muchos lo hacían en tierras, edificios, grandes casas o palacios, obras de riego, etc. En fin, una serie de inver­siones y de riquezas de las que dan cuenta otras fuentes aparte de archivos españoles, que sólo reflejaban una parte de la realidad en los dominios de ultramar.

 

Las mejores fuentes para la historia novohispana se encuentran dispersas en el inmenso territorio, cuyas fronteras del norte no se cerraron en ese segundo siglo de la vida virreinal; archivos locales que han sido poco o nada estudiados; transformaciones del pai­saje que datan ya del XVII y que muestran el empuje de la población criolla, indígena y mestiza: las grandes casas de las haciendas, el lujo de iglesias y catedrales, el atuendo y las grandes construcciones de las villas y ciudades vienen a ser un punto de referencia clave en la apreciación del devenir de nuestra historia.

 

Si en la segunda mitad del siglo XVI dejaron de construirse los grandes monasterios que ahora nos admiran, también entonces surgen las obras propias de las haciendas y ciudades criollas, cuyo inventario y compren­sión histórica podrán mostrar una imagen muy distinta del siglo XVII novohispano.

 

Bibliografía.

 

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Taylor, W.B. Landlord and Peasant in Colonial Oaxaca, Stanford, 1972.

 

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Vicens Vives, J. Historia social y económica de España y América, t. III, Barcelona, 1971.

 

Zavala, S. La encomienda indiana, México, 1973.

 

58.            La imprenta en Nueva España.

Por: Roberto Moreno.

 

La introducción de la imprenta en México.

 

Aunque muchos y muy valiosos eruditos han intervenido en él estudio de este tema, la realidad es que sigue siendo bastante controvertido, pues la documentación y las fuentes aducidas se prestan a diversas interpretacio­nes. Incluso se han dado casos de falsifica­ción de datos, oportunamente desechados y denunciados por los expertos. Los nombres de Joaquín García Icazbalceta, José Toribio Medina, Emilio Valtón, Juan Bautista Iguíniz y Agustín Millares Carlo se encuentran indisolublemente ligados con los mejores trabajos en torno a la introducción del arte de impri­mir en tierras americanas. De las obras de todos ellos hemos tomado los datos más confiables para este tema.

 

En su erudita obra, que recoge la Bibliografía mexicana del siglo XVI, Joaquín Gar­cía Icazbalceta refundió un célebre trabajo suyo sobre la "Introducción de la imprenta en México", en el que comenta el origen de las gestiones para trasladar el arte tipográfico a Nueva España: "Sabemos –dice- por documento auténtico, que Juan Cromberger, célebre impresor de  Sevllla, envió a México una imprenta con todos los útiles necesarios a instancias del virrey don Antonio de Mendoza y del obispo fray Juan de Zumárraga; pero desgraciadamente no se da otro pormenor ni se indica fecha. Creo, sin embargo, que esas instancias no se le hicieron desde aquí, sino allá. Desde 1530 se la había ofrecido a Mendoza el gobierno de este reino, y lo había aceptado pidiendo únicamente tiempo para disponer su viaje. En 1533 y 1534 anduvo en España el señor Zumárraga, y es natural que allí se viesen y conferenciasen acerca de los negocios de la tierra que iban a regir, el uno en lo civil y el otro en lo eclesiástico. El pru­dentísimo virrey no perdería la buena oca­sión de aprovechar la experiencia adquirida por Zumárraga en más de cuatro años de permanencia en las Indias, y éste, tan empe­ñado en difundir la enseñanza, no dejaría de advertir cuán necesario le era traer una im­prenta para el logro de sus laudables fines. Viendo lo que después le favoreció, me atreve­ría a asegurar que él sugirió al virrey la idea. Era imposible que hubiese olvidado auxilio tan importante quien traía labradores, semillas, ornamentos, libros y cuanto juzgó nece­sario para lustre de su iglesia y bien de sus ovejas. En los últimos meses de 1533 y los primeros de 1534, cuando, ya justificado ante el gobierno y consagrado obispo, hizo la erección de su iglesia y los preparativos para volver a su diócesis, debemos colocar los tra­tos con Cromberger" (García Icazbalceta, Bi­bliografía mexicana del siglo XVI, pág. 24).

 

Las conjeturas de Icazbalceta se han vis­to completamente confirmadas. En un Memo­rial del señor Zumárraga, que puede fecharse el año 1533, cuando el obispo se encontraba en España, hacía, entre otras, la siguiente petición: "Item, porque parece sería cosa muy útil y conveniente haber allá imprenta y molino de papel, y pues se hallan personas que holgarán de ir, con que su majestad haga alguna merced con que puedan sustentar el arte, vuestra señoría y mercedes lo manden proveer" (Iguíniz, La imprenta en la Nueva España, pág. 7).

 

La imprenta se introdujo, pues, en Nueva España como un instrumento necesario para la conversión de los indios. La gran tarea evangelizadora requería métodos y arbitrios para su cumplimiento. Por ello, los primeros impresos mexicanos son, en su gran mayoría, doctrinas cristianas, artes o gramáticas, vo­cabularios y confesionarios en las lenguas de los indios. Más adelante, como veremos, apa­recieron distintas necesidades nuevas, que se reflejan en textos escolares universitarios o para seminarios; obras de medicina, compen­dios legales y otros libros de difícil impor­tación de la metrópoli española o de interés solamente circunscrito al territorio de Nueva España. El arte de imprimir no tiene más no­vedades en sus orígenes en el Nuevo Mundo que los temas a que fue dedicado.

 

Quién fuera el primer impresor de Méxi­co fue un problema ampliamente debatido por los especialistas. Aunque algunos autores han pretendido que la imprenta se estableció en 1531 ó 1537, hay fuertes argumentos para desechar ese punto de vista. Del año 1537 son dos memoriales muy extensos del virrey Antonio de Mendoza y del obispo Zumárraga, en los cuales no se menciona el asunto de la imprenta, aunque en el de este último se ha­bla de la misma casa donde estuvo después el establecimiento tipográfico. Además se sabe que en el año 1537 fray Juan Ramírez, personaje oscuro y no bien identificado, trataba de imprimir en Sevilla una doctrina cristiana en mexicano y castellano. El asunto es muy confuso y hasta la fecha se ignora si llegó a imprimir su libro, siendo más probable que no, ya que las consultas y minutas de la Casa de Contratación de Indias, que consul­taba y resolvía que el libro se enviara a Nueva España para su dictamen y se devolviera a Sevilla para su impresión, pueden hacer pen­sar que no existía aún imprenta en México. García Icazbalceta dejó el asunto en duda, aduciendo que era posible que se imprimiera el libro en Sevilla a pesar de la existencia de la imprenta en México, pues "...los costos eran mucho menores en Sevilla, y la edición más esmerada: allá abundaba el papel, que por acá escaseaba y era, por lo mismo, mucho más caro. En Sevilla había quien tomase por su cuenta la edición, cosa difícil aquí. Buscando estas ventajas han ido siempre a ser impresos en Europa libros escritos en México y hasta hoy van porque existen para ello las mismas razones (Bibliografía Mexicana del siglo XVI, pág. 27).

 

Persiste la duda del año de la introduc­ción de la imprenta, según lo que hemos vis­to. Juan B. Iguíniz se hizo partidario de la tesis sostenida por varios bibliógrafos de que existió imprenta en México desde muy tem­prano. El prototipógrafo vendría a ser Este­ban Martín, pues en el acta del cabildo de la Ciudad de México de fecha 5 de septiembre de 1539 se dice: "Este día los dichos señores recibieron por vecino a Esteban Martín, imprimidor y que dé fianzas y que hasta las dé no goce". Dado que para adquirir la vecindad se requería largo tiempo de residencia en la ciudad, supuso Iguíniz que pudo Mar­tín coincidir en su llegada con el regreso de Zumárraga a México en octubre de 1534. Añade Iguíniz: "Es de suponerse que el taller de Martín lo haya constituido una pequeña prensa de madera, un corto surtido de tipos y unos cuantos útiles tipográficos, los indis­pensables para poder dar a la estampa for­mularios, doctrinas, cartillas y otras piezas similares. Su existencia está fuera de duda y la confirma claramente la carta del referido prelado a Carlos V, de fecha 6 de mayo de 1538, en la que le informa: “Poco se puede adelantar en lo de la imprenta por la carestía del papel, que esto dificulta las muchas obras que acá están aparejadas y de otras que ha­brán de nuevo darse a la estampa; pues que se carece de las más necesarias y de allá son pocas las que vienen” (La  imprenta en la Nueva España, pág. .

 

Como los documentos aducidos son irre­futables, tanto Medina como Iguíniz se ex­trañan de que se haya dado a Juan Pablos el título de primer impresor. Para  ello encuen­tran dos argumentos: que Martín no pusiera su nombre en la portada de sus libros o que se hiciera caso de la proclamación que el propio Pablos hizo, en 1556, de ser el primer impresor.

 

El bibliógrafo Agustín Millares Carlo, años después, ha dado mucha luz sobre este tema. El testimonio de la vecindad del impre­sor Esteban Martín es imposible ponerlo en duda, aunque no existe noticia de que ejer­ciera su oficio ni se conoce o tiene referencia de que haya impreso un libro. Por lo que toca a la carta o memorial de Zumárraga, de 1538, surgen algunas dudas. Dice Millares: "Este Memorial del primer obispo de Mexico... fue publicado en las Cartas de Indias como existente en el Archivo del mismo nombre en Sevilla, pero posteriormente no ha podido ser encontrado. En él se han basado algunos eruditos para suponer que con anterioridad a 1538 funcionaba en México la imprenta; y como en las Actas municipales aparece un impresor llamado Esteban Martín, recibido como vecino en 3 de septiembre de 1539, probablemente con algunos años de residencia anterior, se han alargado a suponer que dicho tipógrafo estaría al frente de ese primitivo taller" (Notas y adiciones a la. Bibliografía mexicana del siglo XVI, pág. 32). Sin embargo, Millares aduce un testimonio opuesto el Memorial redactado en España por Cristóbal de Pedraza de fecha aproximada de los últimos meses de 1537 o primeros de 1538, en que se dice que "...un maestro imprimidor tiene voluntad de servir a V. M. con su arte y pasar a la Nueva España a im­primir allá libros de iglesia, de letra grande y pequeña y de canto y de otros libros pequeños para la instrucción de los indios".

 

Como se ve, son contradictorios sólo dos documentos: el de Zumárraga de l538 y este de Pedraza. Millares resuelve acertadamente la cuestión así: "Más de una vez habíamos pensado en la posibilidad de que la fecha del escrito de Zumárraga, que nadie ha vuelto a ver desde su publicación, hubiese sido mal leída. Ahora un bibliógrafo tan autorizado como Henry Wagner dice que probablemente se puso en él 1538 en vez de 1548". Para no­sotros, mientras no se pueda comprobar el dato, la conjetura de Millares y Wagner es la correcta. Dos hechos anota finalmente Millares en apoyo de la tesis de que antes de los últimos meses de 1539, en que llegó Pablos, no había imprenta: la traducción que Ramí­rez deseaba publicar en Sevilla, que ya vi­mos, y la remisión que, en septiembre de 1538, hizo don Vasco de Quiroga a Sevilla para que Cromberger le imprimiese una Car­tilla y doctrina en lengua de indios de Michoacán, que se desconoce. Parece, entonces, que por lo pronto se debe desechar a Esteban Martín como el primer impresor que hubo en México.

 

Este título corresponde, por consiguien­te, a Juan Pablos. Fray Agustín Dávila Padi­lla, en su obra Historia de la fundación y dis­curso de la provincia de México de la Orden de Predicadores (1596), lo confirma: "Y fue su libro dice de fray Juan de Estrada el pri­mero que se imprimió por Juan Pablos, primer impresor que a esta tierra vino". Este dato ha sido tomado como un autorizado testimonio por el erudito Agustín Millares Carlo y por otro experto en historia de la imprenta, Alexander A. M. Stols. Aquél publicó un trabajo en colaboración con Julián Calvo que intituló precisamente Juan Pablos, primer impresor que a esta tierra vino, y Stols tra­bajó sobre Antonio de Espinosa, "el segundo impresor mexicano".

 

El primer libro.

 

También se ha  gastado mucha tinta en torno al que fuera el primer libro impreso en México. El asunto resulta importante, pues podría ser a la vez el primer libro impreso en América.

 

De los testimonios aducidos por distin­tos autores en apoyo de sus tesis, el más an­tiguo es el de fray Agustín Dávila Padilla, ci­tado antes. Dice Dávila sobre su compañero de orden, fray Juan de Estrada: "Estando en casa de novicios hizo una cosa que, por ser la primera que se hizo en esta tierra, bastaba para darle memoria, cuando el autor no la tuviera, como la tiene, ganada por haber sido quien fue. El primer libro que en este Nuevo Mundo se escribió y la primera cosa en que se ejercitó la imprenta en esta tierra fue obra suya. Dábaseles a los novicios un libro de San Juan Clímaco, y como no los hubiese en romance, mandáronle que lo tradujese del latín. Hízolo así con presteza y elegancia, por ser muy buen latino y romancista, y fue su libro el primero que se imprimió por Juan Pablos, primer impresor que a  esta tierra vino. Bien se muestra la devoción de Santo Domingo de México, en que un hijo suyo haya sido el primero que en este Nuevo Mun­do imprimiese, y cosa tan devota como la Escala espiritual de San Juan Clímaco".

 

Lo primero que se debe hacer notar es que no asigna fecha alguna a la impresión del primer libro. Más adelante, en 1611, el domi­nico fray Alonso Fernández en su Historia eclesiástica de nuestros tiempo copia la noticia de Dávila Padilla y asienta la fecha de 1535. El sabio García Icazbalceta desechó esta atribución: "No hay que hacer mucho caso de ésta, porque fray Alonso participaría de la creencia general de que la imprenta vino con  el primer virrey, y sabiendo que éste llegó en 1515, puso la edición en el mismo año". Millares Carlo opina lo mismo que Icazbalceta.

 

Otro dato cronológico aparece en la obra del cronista Gil González Dávila, Teatro Eclesiástico de la primitiva iglesia de las Indias Occidentales, publicada en Madrid entre 1649 y 1655. En ella dice que "...en el año de mil quinientos y treinta y dos el vi­rrey don Antonio de Mendoza llevó la imprenta a México El primer impresor fue Juan Pablos, y el primer libro que se imprimió en el Nuevo Mundo fue el que escribió San Juan Clímaco con el título de Escala espi­ritual para llegar al cielo, traducido del latín al castellano por el venerable padre fray Juan de la Magdalena". El año, desde luego, está completamente errado, pues el virrey Mendoza no llegó a Nueva España hasta 1535. Por otro lado, fray Juan de la Magdalena es el nombre que Juan de Estrada adop­tó para sí al entrar a la orden mercedaria.

 

A pesar de que el testimonio de Dávila Padilla sobre la traducción de la obra de San Juan Clímaco es considerado, en general, como autorizado, varios eruditos piensan que se trata de un error. El franciscano Fidel Chauvet en su libro Fray Juan de Zumárraga (1948) examina con mucho cuidado el testimonio de Dávila Padilla y duda, con muy buenas razones, de la existencia de la traduc­ción de la Escala espiritual. Millares Carlo, que se hace eco de tales opiniones, comenta que Chauvet “...se inclina a pensar que Dávila Padilla confundió esta obra con la Compila­ción de un breve tratado de San Buenaventura que se llama Mística teología, acabado de im­primir por Juan Pablos el 23 de febrero de 1549. Entre los razonamientos en que el eru­dito franciscano basa su hipótesis hay dos que merecen ser puestos de relieve: 1°, que la primera traducción castellana de la Mística teología es precisamente la de 1549, de modo que el dato respectivo dado por Dávila Padilla no conviene a la Escala espiritual, de la que en 1539 existían dos traducciones (Toledo, 1504, y Valencia, 1533), pero cuadra perfec­tamente a esta obrita; 2°, que la primera edi­ción de la Mística teología fue hecha por Juan Pablos, primer impresor de Nueva España, dato que concuerda con lo que el cronista trae sobre la supuesta impresión de la Escala espiritual”. (Millares, Juan Pablos, págs. 127 – 128).

 

El segundo argumento en contra de la existencia de la Escala espiritual se enten­derá claramente al saber que, desde su llegada a Nueva España hasta 1548, no puso Pablos su nombre en los libros que imprimió, sino la leyenda: "En casa de Juan Cromber­ger", que era su patrón. En abono del punto de vista de Chauvet damos la transcripción del colofón de la Mística teología de 1549: "Fue impreso a gloria de Jesucristo y para el provecho de sus siervos por industria de los religiosos de la orden de los predicadores de esta Nueva España en la grande y muy leal Ciudad de México en casa de Juan Pablos".

 

Seguramente mucho se discutirá aún so­bre la existencia del libro de San Juan Clí­maco, pero mientras no aparezca una ins­tancia probatoria, el testimonio se debe poner en duda. Ahora, ¿cuál fue entonces el primer libro impreso? No hay forma de sa­berlo con exactitud, pero tenemos certeza de un libro de 1539, el más antiguo conocido, al que, sin pretender que fuera el primero, de­bemos limitarnos.

 

La obra se intitula: Breve y mas com­pendiosa doctrina cristiana en lengua mexi­cana y castellana, que contiene las cosas más necesarias de nuestra sancta fe catholica, para aprovechamiento destos indios natura­les y salvación de sus ánimas. El colofón: "A honra y gloria de Nuestro Señor Jesuchristo y de la Virgen Santísima su madre, fue impresa esta Doctrina christiana por mandato del señor don fray Juan de Zumá­rraga, primer obispo desta gran ciudad de Tenuchtitlan, México, desta Nueva España, y a su costa, en casa de Juan Cromberger, año de mil y quinientos y treinta y nueve. Hasta la fecha se ignora dónde hay algún ejemplar de este libro, de existencia induda­ble. Parece que el bibliógrafo Emilio Valtón lo vio, pues da información muy detallada. Si este impreso no fue el primero, si es el más antiguo que se conoce.

 

Impresos raros del siglo XVI.

 

El reducido número de ejemplares que hacían los impresores del siglo XVI, el uso y mal trato que sufrían en es­cuelas y conventos y la incuria de los tiempos, hacen que los impresos mexi­canos en ese siglo sean rarísimos y, por consiguiente, cotizados muy alto en los mercados internacionales de libros. Sin la preocupación comercial, bibliógrafos, historiadores de la imprenta, biblioteca­rios y eruditos han dedicado largos es­fuerzos a la reconstrucción de la lista de obras del siglo XVI mexicano, de la que resultan gran cantidad de obras desco­nocidas.

 

De las notas y adiciones que don Agustín Millarés Carlo hizo a la justamente celebrada obra de don Joaquín García lcazbalceta, Bibliografía mexicana del siglo XVI, tomamos algunos datos para mostrar cuántas obras se sabe que están perdidas.

 

Se registran ochenta y cinco obras en ese siglo, de las que no se conoce ejemplar alguno, pero de las que se tiene noticia más, o menos cierta. Entre éstas:

 

Un Antifonario dominical im­preso por Espinosa;

 

Unos Lunarios o pronósticos para el año hecho por un licenciado Brambila;

 

La Breve y más compendiosa doctrina de 1539, el mas antiguo impreso de que se tiene noticia cierta;

 

Seis libros en lengua tarasca es­critos por el famoso evangelizador de Michoacán fray Maturino Gilberti;

 

La celebérrima Escala espiritual, de San Juan Clímaco, supuestamente el primer libro impreso en el Nuevo Mundo;

 

Una Doctrina cristiana en maya, por el co­nocido destructor de códices e histo­riador Diego de Landa;

 

Dos obras del primer obispo y arzobispo de México, fray Juan de Zumárraga: la Doctrina cristiana breve para enseñar a los niños y la Doctrina cristiana por preguntas y respuestas; y además,

 

Muchas obras de doctrina en mexicano, otomí, zapoteca, maya, tarasco y otras lenguas indígenas.

 

Por otro lado, hay cuarenta y ocho impresos del siglo XVI que sólo existen en forma fragmentaria y que por ello no se pueden atribuir a ningún impresor ni asignársele fecha más que de manera conjetural. Por ejemplo:

 

Cartilla para la enseñanza de la doctrina cristia­na en lengua zotzil, latina y castellana;

 

Unos Comentarios de la jura hecha al invictísimo rey don Felipe, del polígrafo latinista Francisco Cervantes de Salazar;

 

El primer impreso jurídico de que se tiene noticia: Por parte del doctor Sal­vador, abogado de la Real Audiencia de esta ciudad, en el pleito que por vía de denunciación comenzó contra él Cristó­bal de Miranda en nombre del marqués de Villa Manrique, y por no lo querer proseguir, se dio la voz al fiscal sobre las palabras desacatadas que se le im­puso haber dicho contra los señores del Real Consejo de Indias, suplicase a V. M. se sirva de mandar advertir a las razones y fundamentos siguientes en que se funda la justicia del dicho doc­tor;

 

Formularios para cartas de fianza, poder, etc.;

 

Las Doctrinas cristianas en mexicano del primer evangelizador de Nueva España, fray Pedro de Gante;

 

Una curiosísima Instrucción del virrey conde de Monterrey sobre la cría de gallinas, probablemente impresa por Mel­chor Ocharte en 1600;

 

Tres obras de fray Alonso de Molina en mexicano: Sumario de las indulgencias, Doctrina Cristiana y Confesionario breve; Final­mente,

 

Una obra dramática de Bernardo de la Vega, La bella Cotalda y cerco de París.

 

Juan Pablos y la imprenta de Cromberger.

 

Cuando el obispo Zumárraga inició las gestiones para llevar la imprenta a México, tocó al impresor de Sevilla Juan Cromberger cumplir los propósitos del prelado y enviar a un empleado suyo, originario de Brescia (Lombardía). El contrato que ambos firmaron en Sevilla el 12 de junio de 1539 obligaba a Juan Pablos ir a México por diez años y te­ner la imprenta con las siguientes condicio­nes, resumidas por Nicolás León: 1°.- Por todo ese tiempo hará el oficio de componer letras lo mismo que hacía en Sevilla, con todo empeño y cuidado; 2°.- Que corregirá y compondrá los libros cuidadosamente; 3°.- Que tendrá cuidado de administrar la prensa y vigilar a los operarios; 4°.- Que Cromberger daría papel, tinta, le­tras y todos los aparejos, pactando la manera de hacer los pedidos y salvar sus mutuas responsabilidades; 5°.- Que debe tener un operario con tales y cuales condiciones, por tal tiempo y con un tanto de sueldo; 6.0 Declara que todo aquel negocio per­tenece a Cromberger; 7°.- Se obliga a vender todo lo que imprima y a no fiarlo, y si lo hace sea a su costa y riesgo; 8°.- Que haga una caja con dos llaves para guardar los fondos en numerario: una la tendría él y otra la persona que Cromberger designase; 9°.- Que tan pronto tuviere en efectivo 100 castellanos de oro, los envíe luego a Sevilla a Cromberger; 10°.- Que Juan Pablos y su mujer y el operario y demás oficiales vivirían de lo que produjera el negocio; 11°.- Se pacta en esta cláusula el modo de llevar la contabilidad e informar al dueño del estado que guarde y un libro de gastos y ventas; 12°.- Que la mujer de Pablos servirá en la casa en todo lo que fuese menester, sin co­brar sueldo y sólo su mantenimiento; 13°.- Que de las ganancias que haya en los diez años se sacará, primeramente, para Cromberger el capital invertido en todo ese tiempo, y del resto una quinta parte para Pa­blos y las restantes cuatro quintas partes para el dicho Cromberger; 14°.- Quede esa quinta parte de ganancias no sacará Pablos nada parcialmente, sino todo a montón; 15°.- Que sería Pablos creído sobre su palabra y por el libro de cuentas respecto a todo lo que pidiese en España y gastase en el fomento de la imprenta; 16°.- Que todo libro se imprima con la li­cencia respectiva, y no de otra manera, y que al fin de cada uno de ellos se ponga "fue im­preso en la Ciudad de México en casa de Juan Cromberger", y que no ponga otro nom­bre ni de otra persona alguna; 17°.- Que dará cuentas a Cromberger cuando él lo quiera y a bien tenga; 18°.- Que Pablos no emprenderá, durante esos diez años, otro negocio, ni hará compa­ñía con nadie, ni favorecerá a ninguno; 19°.- Que cuando se inutilizaren las letras las funda y no las venda, ni las viñetas; 20°.- Que fenecido el plazo del contrato recibiría Cromberger los útiles del negocio en el precio que fuesen entonces valorados; 21°.- Que Pablos venderá, sin cobrar nada, cuantos libros Cromberger le mande; 22°.- Que Cromberger se obligará a em­barcar a Pablos y su  mujer, sin interés nin­guno, los vestidos que ambos necesitasen, cobrando solamente su justo precio; 23°.- Se obliga a Pablos a obrar leal y honradamente en todo.

 

Hemos transcrito este resumen del contrato (tomado de Millares Carlo, Juan  Pa­blos, pág. 16) para mostrar las condiciones en que se introdujo por primera vez la imprenta y, por otro lado; para poner de relieve el optimismo de Pablos o su ignorancia o su necesidad, pues tal parece que estaba convencido de que cada uno de los indios de Nueva España iba a leer sus producciones, para firmar un contrato tan leonino. Sin em­bargo, veremos como no anduvo tan desenca­minado en sus esperanzas. El mismo día 12 de junio de 1539 se firmó otra escritura en que Cromberger valuaba sus pertenencias.

 

Pues bien, Pablós partió de inmediato y, como ya vimos, el mismo año logró terminar la impresión de la Breve y más compendiosa doctrina. Por su parte, Cromberger quiso asegurar el monopolio de su imprenta en Nueva España y obtuvo un privilegio del rey. No duró mucho más, pues murió en 1540 y sus descendientes continuaron con el negocio y pidieron confirmación del privilegio, la cual obtuvieron en 1542 por otros diez años (Iguíniz, La imprenta en la Nueva España, página 12).

 

"En cumplimiento del convenio tantas veces citado -dice Millares Carlo-. debió Pablos de trasladarse a México poco después, llegando a la capital hacia septiembre del mismo año e instalándose en la llamada “Casa de las Campanas”, emplazada hoy en la es­quina oriente de las calles de la Moneda y Licenciado Verdad. El 11 de febrero de 1542 fue recibido como vecino de la ciudad, y e18 de mayo del siguiente se le concedió por el barrio de San Pablo un solar para que edificase su casa. En los libros de la parroquia del Sagrario se encuentran las partidas de bautismo de dos hijos suyos y de su mu­jer Jerónima Gutiérrez: Alonso, bautizado el 21 de noviembre de 1545, y Elena, el 26 de marzo de 1553. El 3 de julio de 1560 otorgó su testamento, y ya había fallecido el 20 de agosto del mismo año" Juan Pablos, pági­na 23). De este modo Pablos se convirtió en vecino de México y cumplió dejando su si­miente en las más recientes generaciones de criollos.

 

Desde 1539 hasta 1546, los libros apare­cieron bajo el nombre de Cromberger. De me­diados de este año a enero de 1548, en los libros no aparecía el nombre del impresor, señal de que Pablos gestionaba con los here­deros de su patrón adquirir los materiales de imprenta. El 17 de enero de 1548 se terminó la Doctrina cristiana en lengua española y mexicana, que ya dice: “En casa de Juan Pablos”, cláusula que usó hasta su muerte.

 

Los impresos más notables de Pablos fueron: la Relación del espantable terremoto que agora nuevamente ha acontecido en la ciudad de Guatemala: es cosa de grande ad­miración y de grande exemplo para que todos nos enmendemos de nuestros pecados y estemos apercibidos para quando Dios fuere servido de nos llamar, estampada en 1541, en  que se relata el. terremoto ocurrido la noche del 10 de septiembre de ese año en Gua­temala, en que perecieron muchas personas y entre ellas Beatriz de la Cueva, viuda del conquistador Pedro de Alvarado. Puede considerarse este impreso como el más re­moto antecedente del periodismo en Nueva España.

 

Las prensas de Pablos se fatigaron prin­cipalmente en obras de teología y doctrina, ya en lenguas indígenas para uso y aprove­chamiento de los nuevos conversos, ya en español para las primeras generaciones de criollos. Por ejemplo: Doctrina breve muy provechosa (1543); Tripartito del Christianisi­mo y consolatorio doctor Juan Gerson (1544); Este es un compendio breve que trata de la manera como se han de hacer las procesiones (1544); Doctrina christiana para instrucción e información de los indios, de fray Pedro de Córdoba (1544); Doctrina christiana (1545 - 1546); Doctrina christiana breve tra­ducida en lengua mexicana, por el célebre fray Alonso de Molina (1546), y otras muchas por el estilo.

 

Las nuevas necesidades se manifiestan en otro tipo de libros: Ordenanzas y compila­ción de leyes hechas por el muy ilustre señor don Antonio de Mendoza (1548); Recognitio summularum (1554) y Dialectica resolutio (1554), de fray Alonso de la Veracruz, prime­ros textos para la universidad; Diálogos, de Cervantes de Salazar (1554); Sumario com­pendioso de las cuentas de plata y oro, de alguna manera el primer libro de matemáti­cas aplicadas, y otros muchos.

 

Los trabajos del primer impresor son, en general, pulcros y bien cuidados, aunque carecen del talento para hacer tipos de im­prenta del que fuera segundo impresor, Antonio de Espinosa.

 

Antonio de Espinosa, el segundo impresor.

 

Cuando Juan Pablos se convirtió en due­ño de su imprenta, le empezaron a ir mejor las cosas. Ya en 1550 pudo pensar en una ampliación del negocio y para ello encargó a Juan López contratase operarios en Sevilla. Hecho esto último, cuatro oficiales se embar­caron y llegaron a México alrededor de 1551. Entre ellos venía Antonio de Espinosa, “fun­didor de letra, vecino desta ciudad de Sevilla”, contratado por tiempo de tres años, con lo que, según Stols, "Juan Pablos deja entrar el caballo de Troya en su imprenta" (Stols, Antonio de Espinosa, pág. 7).

 

Espinosa  resultó innovador y un artista. "No han llegado a nuestras manos li­bros impresos por Juan Pablos durante los años 1551 y 1552, pero sabemos con certeza que el impresor desarrolló su actividad regu­larmente a partir de 1553. El uso de tipos romanos y cursivos y de nuevos grabados en madera indica que Antonio de Espinosa tuvo gran influencia en el desarrollo del taller, lo que se vería ya después del año 1554; y la mano del cortador de punzones se hizo sentir también por la superación del estilo tipográ­fico de los libros impresos en el taller de Pablos" .(Stols, Antonio de Espinosa, pág. 7). Según este mismo autor, Espinosa debió de aprender su oficio en Alcalá de Henares, Gra­nada o Sevilla, y lo curioso es que el uso de la letra romana y el abandono de la gótica se generalizó en España hacia 1560, por lo que más de diez años antes, el oficial había apren­dido a cortar punzones con letras romanas y desde 1551 se emplearon en México.

 

Espinosa no era simplemente un cortador y grabador bueno, sino que además era un hombre inteligente y ambicioso, con proyec­tos de establecerse por su cuenta. “La pros­peridad de la imprenta de Juan Pablos -co­menta Stols- debió de excitar la codicia de Espinosa, pues, durante los años que trabajó en ese taller, tuvo conocimiento de las venta­jas y desventajas de la empresa. Una de las grandes ventajas que gozaba Pablos consistía en haber obtenido prórroga a la licencia de Cromberger para ejercer con exclusividad el arte de la imprenta en Nueva España: el virrey  don Antonio de Mendoza le había otorgado el monopolio por ocho años, pro­longándolo luego cuatro años más. Don Luis de Velasco, su sucesor, hizo extensivo en 1554 este privilegio por otros cuatro años.

 

De este modo, la licencia era válida hasta 1558, y con tal seguridad, no debió Juan Pablos preocuparse mucho por su monopolio. Espinosa se propuso minar el privilegio de su patrón.

 

Sabedor Espinosa de que en 1558 acaba­ba la prórroga de Pablo, se decidió marchar a la corte española para pedir que le quitara el monopolio a Pablos. El éxito en sus gestio­nes lo muestra la real cédula del 7 de sep­tiembre de 1558, que dice así: "El rey. -Pre­sidente y oidores de la nuestra Audiencia Real de la Nueva España; que por parte de Antonio de Espinosa y de Antonio Alvarez y Sebastián Gutiérrez y Juan Rodríguez, im­presores de libros, vecinos de esa Ciudad de México, me ha sido hecha relación que don Antonio de Mendoza, nuestro visorrey  que fue de esa dicha Nueva España, dio licencia a Juan Pablos, italiano, para que él y no otra persona ninguna pudiese imprimir libros y tener imprenta en esa tierra por tiempo de seis años, con que nos lo confirmásemos la dicha licencia dentro de los dos años primeros, los cuales por nos le fue confirmada, y que después el dicho don Antonio de Mendo­za le prorrogó la dicha licencia por otros cuatro años más, como constaba por las Cédulas de la dicha licencia y prorrogaciones de ella, de que ante nos en el nuestro Consejo de las Indias por su parte fueron presentadas y que las dichas prorrogaciones han sido sin nuestra aprobación y consentimiento y en gran daño y perjuicio de esa tierra, porque a causa de tener el dicho Juan Pablos la dicha imprenta y no poderla tener otro ninguno, no hace la obra tan perfecta como convenía, teniendo entendido que, aunque no tenga la perfección que conviene, no se le ha de ir a la mano, es causa que  no baje el precio de los volúmenes que imprime, y me fue suplicado vos mandase que no permitieseis ni dieseis lugar que les fuese puesto estanco ni impedimento alguno Por parte del dicho Juan Pablos ni por otra persona alguna en el uso y ejercicio de sus oficios de impresores, sino que el arte de la imprenta se usase y ejerciese libremente en esa tierra como se usa en estos reinos o como la mi merced fuese: lo cual visto por los del nuestro Consejo de las In­dias, fue acordado que debíamos mandar dar esta mi cédula en la dicha razón. Y yo túvelo por bien, por la cual vos mando que no consistáis ni deis lugar que, por otra parte, del dicho Juan Pablos ni por otra persona alguna se ponga estanco en esa tierra a los dichos Antonio de Espinosa y Antonio Alvarez y Sebastián Gutiérrez y Juan Rodríguez en el uso y ejercicio de sus oficios de impresores, sino que libremente los usen y ejerzan según y como se acostumbra en estos reinos. Fecha en Valladolid a siete de setiembre de mil y quinientos y cincuenta y ocho años. La Prin­cesa. Por mandato de su majestad, su alteza en su nombre, Francisco de Ledesma" (Stols, Antonio de Espinosa, págs. 9 - 10).

 

Como se ve, el triunfó de Espinosa fue completo. Este documento es muy importante para la historia de la imprenta, pues ga­rantizó en el Nuevo Mundo que el arte de imprimir fuera en lo sucesivo libre de atadu­ras y monopolios, lo que redundó en la mejora de la tipografía.

 

Espinosa aún obtuvo otras ventajas: una cédula de 21 de noviembre del mismo año, en que la princesa lo recomienda al virrey y otra en que se le asignaban tierras y solares. Con tales documentos, el segundo impresor volvió a México y presentó sus cédulas al virrey el 2 de agosto de 1559. Estableció su taller en la calle de San Agustín, junto a la iglesia en que actualmente se encuentra la Biblioteca Nacional de México.

 

Con todo empeño, Espinosa empezó a trabajar y logró publicar en 1559 su primer libro, la Gramática de fray Maturino Gilber­ti. Aunque Pablos era relativamente joven, no sobrevivió mucho a esta situación; murió el año 1560, el de la edición de su trabajo más notable: el Manuale sacramentorum.

 

En 1560 también Espinosa publicó otra obra importante: "El segundo (libro) es una publicación muy célebre: el Túmulo imperial de la gran ciudad de México. La portada de este folleto es muy original; casi todo el es­pacio está ocupado por el grabado en madera de un escudo de armas y de un cartucho al pie, en el que se menciona el nombre del im­presor y la fecha de la edición. Encima del grabado, Espinosa compuso el título  en dos líneas y en tipo pequeño (versales romanas espaciadas y minúsculas cursivas). El graba­do es muy hermoso y técnicamente perfecto. Entre el texto de esta publicación hay algunos otros grabados, también sin duda de la mano de Antonio de Espinosa. El estilo del grabado que representa la vista del túmulo es el mismo que el del escudo" (Stols, Antonio de Espinosa, pág. 13).

 

El libro más notable de Antonio de Espi­nosa y, sin duda, de todo el siglo XVI es el famoso Misale romanan ordinarium (1561), infolio en góticas a dos columnas y a dos tintas, con 448 páginas. De esta obra enorme ha dicho García Icazbalceta: "Parece increí­ble que obra de tal consideración y costa se ejecutara en nuestras imprentas, a poco menos de mediados del siglo XVI, y yo mis­mo dudaría del hecho, a no haber tenido el libro delante" (Bibliografía mexicana del si­glo XVI, pág. 13).

 

Durante tres años enmudecieron las pren­sas de Espinosa, por razones que ignora­mos. En 1565 publicó el Confesionario breve en lengua mexicana y castellana, de fray Alon­so de Molina, y hasta su muerte, ocurrida alrededor del año 1576, trabajó incansablemente. Entre sus obras más famosas se debe citar el magnífico Vocabulario en lengua mexicana y castellana, del mismo fray Alon­so de Molina, impreso en 1571 a dos co­lumnas.

 

Espinosa se distinguió, además, por uti­lizar una marca propia: "Es el único impresor mexicano del siglo XVI -comenta Stols- que usa un escudo. De éste, Espinosa hizo dos grabados diferentes. Representan una ancla atravesando una calavera de vaca con cuernos rotos; la calavera está fijada al ancla por una cinta que pasa por las órbitas y los cuernos, y la parte inferior de la misma an­cla tiene un  anillo con un cartucho que lleva las iniciales A. E. En el grabado grande, el anillo superior del anda lleva una cinta, la cual no se encuentra en el grabado pequeño. En ambos, el escudo está colocado dentro de un marco".

 

Antonio de Espinosa es el primer impre­sor español del Nuevo Mundo y está consi­derado, con mucha razón, como el mejor ti­pógrafo de todos cuantos ejercieron ese arte en el siglo XVI.

 

Otros impresores del siglo XVI.

 

A la muerte de Juan Pablos en 1560, su imprenta se cerró por algún tiempo. A fines de 1561 o principios de 1562 se casó una hija de Pablos con el mercader, de origen francés, Pedro Ocharte, quien de esta suerte se convirtió en el tercer impresor mexicano.

 

Jerónima Gutiérrez, viuda de Pablos, alquiló el taller por trescientos pesos anuales y entregó a Ocharte “...dos imprentas de im­primir con las letras e imágenes y cuatro ra­mas, que las tres de ellas están en mi casa y la otra tiene, que recibió de mi, prestada, Antonio Alvarez, con todos los demás adere­zos de dicho oficio de impresor y un negro oficial que tenemos con las dichas impren­tas, todo ello por tiempo y espacio de dos años primeros siguientes, que corren y se cuentan desde primer día del mes de sep­tiembre del año de mil y quinientos y sesenta y dos” (Iguíniz, La imprenta en la Nueva Es­paña, pág. 16). A la muerte de su mujer, la hija de Pablos, Ocharte se quedó con el taller.

 

Ocharte era un hábil comerciante y se asoció en ocasiones con Espinosa para hacer libros. Así ocurrió en 1568 con el Graduale dominicale, que imprimió Espinosa a cuenta de Ocharte. Esta colaboración con el competidor de su primer suegro le resultó muy útil más adelante. Dice Stols en su libro tantas veces citado sobre Espinosa: "El año de 1572 es un año negro en la historia de la tipografía mexicana dos hombres relacionados con ella -Pedro Ocharte y el grabador, fundidor de caracteres e impresor Juan Ortiz- se vieron envueltos en un proceso de la Inquisición. Ortiz había hecho un grabado en madera de la Virgen del Rosario con una leyenda que no agradó a los inquisidores; fue procesado, martirizado, multado y desterrado". Pedro Ocharte, que no sólo fue acusado en el proceso en contra de Ortiz, sino a quien se le habían formulado otras acusaciones, fue encarcelado en 1572, por lo que no pudo di­rigir su imprenta. Este no es lugar para des­cribir el proceso; basta mencionar que la segunda mujer de Ocharte, María de Sansoric, y el hermano de ésta, Diego, trataron de continuar con la imprenta, pero sin mucho éxito. Por esta razón Ocharte tuvo que pedir a Antonio de Espinosa que completara dos ediciones que ya estaban para terminarse en la prensa; podemos aceptar que ambas se hicieron en el taller de Antonio. De ninguna de las dos conocemos ni un  ejemplar. La primera es un Pasionero, con una tirada de 310 ejempla­res, al precio de veinte pesos; la otra es un Antifonario dominical, sin duda una edición en el tamaño del Graduale dominicale. Luego de ser atormentado por la Inquisición, en 1574, pero sin confesar el delito, Pedro Ocharte fue absuelto. Sin embargo, parece que no pudo ocuparse más de su imprenta; como veremos, tuvo que recurrir otra vez a Antonio de Espinosa en 1575 - l576 para que imprimiera, a su costo, “otra obra grande”. Esta otra obra grande es una nueva edición del espléndido Graduale dominicale.

 

Entre las mejores obras de Pedro Ochar­te se pueden citar: Vasco de Puga, Provisio­nes, cédulas, instrucciones de su Majestad, ordenanzas de distintos y Audiencia para la buena expedición de los negocios y adminis­tración de justicia y gobernación de esta Nueva España (1563); fray Domingo de la Anunciación, Doctrina Christiana breve y compendiosa por vía de diálogo entre un maestro y un discípulo, sacada en lengua castellana y mexicana (1565); fray Pedro de Feria, Doctrina christiana en lengua castellana y zapoteca (1567); fray Benito Fernández, Doctrina christiana en lengua mixteca (1568). Para terminar citemos la famosísima Opera medicinalia, de Francisco Bravo (1570), primer libro de medicina impreso en Amé­rica. A la muerte de Ocharte, en 1592, con­tinuó con la imprenta su hijo Melchor.

 

Hubo otros impresores en el siglo XVI. Entre ellos Pedro Balli, de origen francés, que llegó a México en 1569 y que imprimió obras como el Arte y diccionario con otras obras en lengua michuacana, de fray Juan Bautista de Lagunas (1574); Doctrina christiana muy cumplida, donde se contiene la exposición de todo lo necesario para doctrinar a los indios y administrarles los Santos Sacramentos, compuesta en lengua castellana y mexicana, por fray Juan de la Anunciación (1575); Mística teología (1575); Arte de la lengua mexica­na y castellana, de fray Alonso de Molina, y otros muchos hasta principios del siglo XVII. A su muerte, acaecida alrededor de 1608, pasó su imprenta a Jerónimo Balli, proba­blemente hijo suyo.

 

Otro notable impresor del siglo XVI fue Antonio Ricardo. Dice Iguíniz sobre este tipógrafo que era "nativo de Turín, arribó a México en 1570 y se cree que trabajó con Pedro Ocharte, en cuya compañía imprimió en 1578 el Vocabulario en lengua zapoteca, de fray Juan de Córdoba. Un año antes se había establecido por cuenta propia en el colegio de San Pedro y San Pablo de la com­pañía de Jesús. Imprimió varios libros de mérito, señalándose sus impresiones por sus tipos itálicos y su corte preciso y elegante. En 1580, teniendo que arrastrar no pocos contratiempos, se dirigió a la ciudad de Lima con su imprenta, donde falleció el 15 de abril de 1605, habiendo sido el introductor del arte tipográfico en la América del Sur" (La imprenta en la Nueva España, pág. 17).

 

Quizá lo más destacado de Antonio Ricardo como tipógrafo sea su impreso P. Ovi­dii Nasonis tam de Tristibus quam de Ponto, primera edición mexicana de las Tristes y las Pontinas de Ovidio y primera versión  de los clásicos en América. Notable también en la historia de la ciencia es el Tratado breve de anatomía y cirugía y de algunas enferme­dades que más comúnmente suele haber en esta Nueva España (1579), de fray Agustín Farfán.

 

Ya a finales del siglo aparece otro impre­sor “Cornelio Adriano César fue natural de Harlem (Holanda). Aprendió el arte de la imprenta con Antonio Chetel y trabajó en Leyden como oficial de la célebre casa de Cristóbal Plantino. Después de varias vicisi­tudes vino a México, y a su llegada ingresó en el taller de Pedro Ocharte, donde prestó ­sus servicios durante un año por ciento setenta pesos, casa, comida y ropa limpia. El 1 de septiembre de 1597 firmó un contrato con el flamenco Guillermo Enríquez ‘para la tener tiempo de cuatro años, desde el dicho día en el hacer, fundar y poner en esta ciudad imprenta de todo género de libros de latín y romance’. De su taller salieron no pocas tesis universitarias, y el año inmediato fue acusado ante la Inquisición, al parecer por su socio, de haber emitido públicamente sus opiniones luteranas, y habiendo confesado los cargos, se le sentenció a auto, vela, há­bito y cárcel por tres años, y que los dos primeros esté en el convento de Santiago Tlate­lolco recluso, para  que sea instruido en las cosas de nuestra santa fe católica y religión cristiana, y el otro en la cárcel perpetua; con­fiscación de bienes y que no salga de la Nue­va España sin licencia del Santo  Oficio”. La verdad es que salió bastante bien librado, pues “posteriormente siguió desempeñando su oficio en las imprentas de Melchor Ochar­te, de Diego López Dávalos, de Jerónimo Balli, de la viuda y herederos del anterior, de la viuda de López Dávalos y finalmente en la de Bernardo Calderón, apareciendo su nom­bre por última vez en 1633” (Iguíniz, La imprenta en la Nueva España, págs. 17 - 18).

 

En el año 1599 se imprimió el primer libro de Melchor Ocharte, Confesionario en lengua mexicana y castellana, con muchas advertencias muy necesarias para los confesores, de fray Juan Bautista. Ese mismo año se publicó el Compendio de las excelencias de la Bula de la Santa Cruzada en lengua mexicana, por fray Elías de San Juan Bautista, "en la imprenta de Enrico Martínez". Con este último impresor se inicia otra época de la imprenta en Nueva España, que corresponde al siglo XVII.

 

La imprenta en el siglo XVII.

 

Enrico Martínez es  el más célebre de los impresores del XVII, aunque no lo es exclu­sivamente por haber trabajado en tal oficio. Aparece este interesante personaje por pri­mera vez con motivo del proceso que se si­guió al impresor Cornelio Adriano César, cómo vimos, condenado por la Inquisición.

 

Dice Francisco de la Maza en su obra Enrico Martínez, cosmógrafo e impresor de la Nueva España: “Sirvió de intérprete en los careos un extranjero llamado, o más bien a quien llamaban, Enrico Martín o Martínez, que hablaba, además de latín y español, los idiomas alemán y flamenco. Sirvió también como segundo depositario de la imprenta y bienes del infortunado César, por tenerla don Martín de Bribiesca en una bodega húmeda y maloliente y parecerle Enrico Martínez, según espontánea declaración,  ‘persona que en­tiende cómo se han de tratar la dicha im­prenta y letras’. El intérprete recibió los objetos, que fueron una prensa y buen número de matrices, moldes, punzones y herramientas diversas y de ellos ‘se dio por contento entregado’, como que conocía muy bien esa imprenta y letras, pues él mismo había hecho los tipos hacía poco tiempo, cuando Cornelio César pensaba poner, con ayuda de su com­patriota Guillermo Enríquez y sin cuidarse del Santo Oficio, una nueva imprenta en Cuauhtitlán. ‘Vive en Cuauhtitlán -declaró Enrico Martínez en el  proceso-, a cuatro leguas de aquí, donde está ordenando una imprenta y que el dicho intérprete le está haciendo letras para ella’”.

 

Enrico Martínez era de origen alemán, nacido en el puerto de Hamburgo entre los años de 1550 y 1560. Posiblemente su verdadero nombre fuera Heinrich Martín. Desde niño se trasladó a Sevilla, quizá bajo el ampa­ro de sus parientes los Martín, impresores en esa ciudad. Después de viajar por casi toda Europa y de cursar estudios de matemáti­cas en París, se trasladó a Nueva España bajo la protección de Luis de Velasco hijo. Traía consigo el titulo de "cosmógrafo del rey" y obligación por él de informar de las tierras, viajes, eclipses y movimientos de los astros y dar clases de matemáticas. Desde el año 1599 obtuvo en definitiva el cargo de intér­prete del Santo Oficio de la Inquisición.

 

Sin lugar a dudas, Enrico Martínez fue el impresor de más amplia cultura en el siglo XVII. Francisco de la Maza dice: "Des­de muy joven debe haber aprendido con sus parientes los Martín, en Sevilla, los vastos conocimientos tipográficos que demostró después y seguramente trajo consigo de España algunos artefactos con los cuales hizo, según se ha visto, los tipos para la frustrada imprenta de Adriano Cornelio César. Es sig­nificativo, sin embargo, el hecho de que, a raíz de la prisión del holandés heterodoxo, Enrico Martínez abriera, a principios del año 1599, una nueva imprenta en la Ciudad de México, lo que hace suponer que el embargo del Santo Oficio vino a beneficiar a su nuevo intérprete, ya sea por compra o ya sea por donación del tribunal como pago de servi­cios". Añade más adelante el mismo biógra­fo: "Con esta imprenta nueva contó la Ciu­dad de México con cuatro, que fueron la de la familia Ocharte, una de las más antiguas, que desde el año de 1597 dirigía Melchor de Ocharte, nieto del fundador; la de Pedro Balli, impresor del Santo Oficio de la Inquisición, que había comenzado desde el año de 1574, y la de Diego López Dávalos, que inauguró sus publicaciones en 1601, en el colegio de Santiago Tlatelolco con las viejas prensas de Antonio de Espinosa. Aunque se carece de datos precisos del sitio donde estuvo insta­lada su imprenta, parece que fue en la plaza de Santo Domingo o muy cerca de ella. Otros impresores como Juan Ruiz, el hijo de Enrico Martínez (1613); Diego Garrido (1620), Juan Blanco de Alzázar (1620), Francisco Salvago (1628) y Bernardo Calderón (1631) vivieron y trabajaron en vida de Enrico Martínez, pero ya cuando éste había aban­donado sus prensas y sus libros para dedi­carse a la grandiosa empresa del desagüe del valle”.

 

Entre las obras impresas por Martínez deben mencionarse la ya citada primera, Compendio de las excelencias (de 1599); la Premática en que se da la Orden y forma que se ha de tener y guardaren los tratamientos de palabra y por escrito (1600); Dudas acer­ca de las ceremonias santas de la Misa resueltas por los clérigos de la Congregación de Nuestra Señora ([602), en que aparece por primera vez el escudo tipográfico de Martí­nez: una cigüeña que apoya la pata derecha en una calavera y lleva en la otra y en el pico una banda en que se lee Vigilate o Et aliga. En 1603 imprimió las Tablas de reducciones de monedas; en 1604 su propio Discurso sobre la magna conjunción de los planetas Júpiter y Saturno, del que nadie ha visto un ejemplar, y en 1606 su famosa obra cosmográfica: Repertorio de los  tiempos e historia natural de Nueva España. En 1607, los Discursos de la antigüedad de la legua cántabra vascongada, de Baltasar de Echave. Finalmente, en 1611, publicó el Vocabulario manual de las lenguas castellana y mexicana, de Pedro de Arenas, y a continuación aban­donó el arte de la imprenta por la ingeniería hidráulica.

 

En 1601 debutó como impresor Diego López Dávalos, casado con María de Espinosa, hija del célebre segundo tipógrafo, que poseía la imprenta de su padre. Su primer trabajo fue la Vida y milagros del santo con­fesor de Cristo F. Sebastián de Aparicio, de fray Juan de Torquemada. Su obra mejor lograda el Liber in quo quatuor Passiones Christi Domini, del que dijo el bibliógrafo José Toribio Medina: "Este libro es real­mente una obra maestra tipográfica por el pa­pel empleado en ella, música notada y sus páginas a dos tintas, admirablemente retira­das, siendo también la última mexicana y única del siglo XVII en que se emplearon los caracteres góticos. Ella sola basta para acreditar a López Dávalos como un gran im­presor" (La imprenta en México). Publicó muchas obras hacia 1611, en que apareció el Camino del cielo, en lengua mexicana, último impreso suyo conocido. Habiendo muerto ese mismo año, su viuda continuó con el taller hasta 1615.

 

Juan Ruiz, hijo de Enrico Martínez, em­pezó a trabajar en la imprenta el año 1613. Regentaba el taller de su padre. Sus traba­jos más importantes son las dos obras de fray Francisco de Burgoa: Palestra historial (1670) y la Geográfica descripción de la parte septentrional del polo ártico de la América (1674). Su larga actividad abarcó también, como su padre, la enseñanza de las matemá­ticas. Heredó la imprenta su nieta Feliciana Ruiz, quien sólo la tuvo dos años, desde l675, en que murió Juan Ruiz, hasta su propia muerte en 1677.

 

El inventario de la imprenta de Juan Ruiz, dado a conocer por Francisco Pérez Salazar y reproducido por Juan B. Iguíniz en su estudio de La imprenta en la Nueva Es­paña, es muy revelador de los materiales con que contaba un establecimiento tipográ­fico del siglo XVII: "Dos prensas de madera con lo necesario y la de una de ellas corriente y moliente, y la otra descompuesta, que no se puede trabajar en ella; un tórculo de ma­dera asimismo corriente; tres cajas de letras y moldes de plomo de tres géneros, la una atanasia, la otra redondilla y la otra lectura, con poca letra bastarda, más otros tres ca­jones de los mismos géneros de letra vieja que llaman los impresores; dos ramas, una de marca mayor sin crucera y la otra de papel ordinario con crucera; setenta moldes de tabla de diferentes escudos y armas; cuarenta tablas grandes de a media vara de estampas de santos de a pliego; ocho tablas de medio pliego de diferentes santos; ciento y diez y seis letras de madera esculpidas para mol­des; quince instrumentos para vaciar letra de plomo y dichos instrumentos son de bron­ce, corrientes siete y los demás desbarata­dos; una cajita mediana con los adherentes necesarios a los instrumentos; tres petaqui­tas con matrices para ajustar, las dos de ma­trices y la una de punzones; un papel de matrices de bastardo atanasio; un papel con cuatro envoltorios de la letra lectura; otro papel con cuatro atados de matrices de letra redondilla; otro papel con cinco envoltorios de letra del pelicán; un chiquihuitillo media­no con diferentes letras para ajustar; un banco con su bigornia mediana y su tornillo de hierro; un chiquihuite con diferentes hierros, como son limas, aleznas y otros tornillos y plomos, más otro chiquihuitillo con instrumentos medianos para aderezo de los instrumentos grandes".

 

Diego Garrido, mercader, inició activida­des de imprenta el año 1620. Su trabajo fue principalmente de cartillas y hojas sueltas. Murió en 1625 y su viuda continuó con el taller hasta 1628.

 

En el mismo año 1620, Juan Blanco de Alcázar estableció una imprenta en la calle de Santo Domingo. Entre sus trabajos se cuentan la Primera parte de la crónica agus­tiniana de Michoacán, de fray Juan González de la Puente (1624), y la Crónica de la Orden de N. P. S. Agustín en las provincias de Nueva España, de fray Juan de Grijalva (1624). En 1630 publicó un libro en que se hablaba mal del virrey marqués de Cerralvo. Este ordenó aprehender a todos los impresores y se averiguó la culpabilidad de Blanco, por lo que fue enviado a la cárcel. En 1637 cerró su taller y se trasladó a Puebla.

 

Francisco Salvago abrió su imprenta en 1628 y la trabajó diez años. Su cajista e im­presor Pedro de Quiñones pudo establecerse por su cuenta poco después.

 

Bernardo Calderón es el primero de una larga lista de impresores emparentados que trabajaron en Nueva España más de cien­to treinta años. Consiguió Bernardo, al abrir su taller en 1631, un privilegio para impri­mir cartillas y se dedicó a ese trabajo menor hasta su muerte, en 1640. Su viuda, Paula de Benavides, continuó el trabajo y logró sacar a flote el negocio. El hijo de ambos, Antonio Calderón Benavides, tomó las riendas desde muy pequeño y a los diecinueve años había sido nombrado impresor del Santo Oficio; falleció muy joven, en 1668, y su madre si­guió con la imprenta hasta 1684. Diego Cal­derón de Benavides y María de Benavides (mujer del impresor Juan de Ribera) se que­daron con el taller hasta el final del siglo XVII.

 

Francisco Robledo inició su producción tipográfica en 1640. Fue impresor del Santo Oficio, pero, gozando de la protección de Juan de Palafox,  trasladó su taller a Puebla.

 

Juan de Ribera estableció una imprenta en la calle del Empedradillo en 1667. Conti­nuó con su trabajo hasta 1685, en que murió, y, como era ya costumbre, su viuda siguió los trabajos hasta 1703. Imprimió ésta obras como la  Estrella del Norte de México, de Francisco de Florencia (1688), y el Teatro mexicano, de fray Agustín de Vetancourt (1697).

 

Finalmente, para terminar este panorama de la explosión del arte tipográfico en la creciente Ciudad de México, hemos de citar a Francisco Rodríguez Lupercio y Juan José de Guillena Carrascoso. El primero trabajó en la imprenta desde 1658 hasta 1683 y, naturalmente, le sucedió su viuda. El segundo inició las labores tipográficas en 1684 y duró hasta principios del siglo siguiente.

 

En los comienzos del siglo XVIII la imprenta se encuentra consolidada y floreciente en México y en la importante ciudad de Puebla

 

Bibliografía.

 

Andrade, V. de P. Ensayo bibliográfico mexicano del siglo XVII México, 1972.

 

García Icazbalceta, J. Bibliografía mexicana del siglo XVI, edición de A. Millares Carlo. Mé­xico, 1954.

 

Iguíniz, J. B. La imprenta en la Nueva España, México, 1938.

 

Medina, J. T. La imprenta en México, 1539 - 1821 (8 vols.), Santiago de Chile, 1908.

 

Millares Carlo, A. Introducción a la historia del libro y las bibliotecas, México, 1971.

 

Millares Carlo, A. y Calvo, J.Juan Pablos, primer impresor que a esta tierra vino, México, 1953.

 

Stols, A. A. M. Antonio de Espinosa, el segundo impresor mexicano, México, 1962.

 

59.            La educación y la Universidad.

Por: Elías Trabulse.

 

Los centros primitivos de educación.

 

La historia hace remontar los orígenes de la enseñanza en la época colonial a los años inmediatos a la caída del imperio mexicano. La preocupación por la instrucción y castellanización del recién sojuzgado indígena corrió paralela a la acción evangelizadora de los doce primeros franciscanos. Así, una de las primeras ocupaciones de los misioneros fue la de buscar el método más apropiado, con el cual poder desarrollar su labor educativa. La adopción de prácticas pedagógicas en uso du­rante la gentilidad, un agudo conocimiento del espíritu indio y la valiosa cooperación de las comunidades de nativos facilitaron la creación de los primeros núcleos de ins­trucción. Estos constituyeron el sustrato firme de las instituciones educativas más avanzadas del siglo XVI. El mérito de la labor misional aumenta si consideramos las dificultades que surgían a cada instante, mo­tivadas por el deseo de incorporar al indio a la nueva cultura. Ello implicaba un acoplamiento de dos razas de tendencias culturales muy diferentes y, con frecuencia, opuestas, precisamente en unos momentos en que el Estado español era impotente todavía para implantar una organización educativa que llevara a la efectiva transculturación.

 

La ignorancia, por parte de los frailes, de la lengua de los naturales del país favoreció que en los primeros años se emplearan métodos educativos destinados a solucionar los problemas de un momento y de un lugar determinados. Se recurrió entonces a la predi­cación y a la enseñanza por medios pictográ­ficos. Doctrina, oraciones y primeras letras se internaron en el alma indígena por medio de figuras. De esta forma el castellano entra­ba primero por los ojos y luego por los oídos. El método mostró ser efectivo y útil para la enseñanza de la lengua conquistadora a los avezados indios. Fray Jacobo de Testera, uno de los primeros frailes en llegar a México, recurrió al sistema de “hacer pintar en unos lienzos los principales asuntos de la historia sagrada, para así enseñar a los neófitos las verdades de la fe”. Para enseñar a leer se re­dactaron cartillas, a menudo con signos jeroglíficos como los utilizados por los indígenas.

 

La corona había mostrado particular in­terés en la enseñanza de la lengua castellana a sus súbditos de este lado del Atlántico. Desde las leyes de Burgos de 1512, y a todo lo largo de los siglos XVI y XVII, insistió en el mismo punto. Una real cédula de media­dos del siglo XVI especificaba "que esas gen­tes (los naturales) sean bien enseñadas en nuestra lengua castellana y que tomen nues­tra policía y buenas costumbres". La enseñanza. del castellano promovió, bajo los aus­picios de la Iglesia, la creación de las prime­ras escuelas, las cuales se instituyeron ya en la primera década de la vida colonial, en va­rios puntos del territorio. Se prefirió abrir escuelas, nos dice el padre fray Jerónimo de Mendieta, "a un lado de la iglesia... que es comúnmente a la parte del norte, porque a la del mediodía está el monasterio". Ahí se reu­nían, además de los alumnos, los cantores, pues se enseñaba a cantar bien y a tañer ins­trumentos músicos, práctica muy agradable para después del aprendizaje de las letras y de la doctrina. La facilidad mostrada por los indios, hijos de caciques y principales, en el aprendizaje, tanto del "romance castellano", como del "tirado o letra de mano" animó a la apertura de nuevos centros docentes. Esta fue la etapa primitiva de la historia de la enseñanza en Nueva España. A partir de este momento; o sea alrededor de 1523, apare­cen centros educativos más organizados y con funciones didácticas específicas.

 

Distribución geográfica.

 

La labor misional, trashumante en los primeros años coloniales, favoreció que la la­bor educativa llegara a sitios remotos. Agus­tinos, franciscanos y dominicos, las tres pri­meras órdenes religiosas llegadas a estas tie­rras, coadyuvaron en la rápida difusión de la enseñanza, la cual, si bien no llegaba en profundidad a todas las clases sociales indíge­nas, permitió que a lo largo de la época colo­nial, un número creciente de indios tuviera acceso a las escuelas de primeras letras. En un principio la enseñanza se impartió en for­ma extensiva; así vemos aparecer detrás del conquistador al misionero, a la sazón apóstol y maestro. Los centros educativos se dise­minan en forma radial por el territorio del Virreinato, cuyo centro es la Ciudad de Mé­xico. Los dominicos se asientan en Puebla y fundan allí el Colegio de San Luis; Oaxaca y Chiapas reciben también a la Orden de los Predicadores. Los franciscanos se establecen en multitud de lugares que pronto cuentan con escuelas: Querétaro, Zacatecas, Celaya, por el norte; Puebla, Tepeaca, Huejotzingo, por el  sureste. Michoacán recibe en Tiripitio y Yuriria a los agustinos, los cuales extienden sus escuelas también por el noreste: Atotonilco, Actopan, Acolman. Campeche, Guadalajara, Tepotzotlán,  Guanajuato y la Villa de León, por nombrar algunas poblaciones, recibirán a los jesuitas hacia el último cuarto del siglo XVI. Los filipenses se establecerán en San Miguel el Grande y su influjo llegará incluso a lugares remotos, que eran sedes de Audiencias, tales como Guatemala y Filipi­nas. Pero en ningún lugar florecerán tantos colegios como en la capital del Virreinato: San José de los Naturales, Santa Cruz de Tlatelolco, San Juan de Letrán, Santa María de Todos Santos, San Pedro y San Pablo, San Ramón, el Colegio de Cristo, San Ildefonso, San Gregorio, etc., todos ellos fundados en el siglo XVI y en la primera mitad del XVII. Algunos se constituirán en matrices de otros, de tal forma que las zonas de influencia se sobreponen. El gran número de colegios existentes hacia mediados del siglo XVI reclaman la inmediata institución de la Universidad. Una consideración acerca de ellos nos lleva a las primeras escuelas organiza­das, que aparecen apenas transcurridos dos años desde la conquista. Podemos dividirlas en dos grupos generales: las escuelas de régimen misional, que aparecen al madurar los núcleos primitivos de enseñanza, con una or­ganización pedagógica  definida, y los colegios que alcanzan a impartir ciertas disciplinas pertenecientes a la enseñanza superior y que giran en torno a la Universidad una vez es­tablecida.

 

Instituciones educativas de régimen misional.

 

Fueron dos franciscanos, fray Pedro de Gante y fray Juan de Tecto, quienes fundaron en Texcoco, hacia fines de 1523, la pri­mera escuela, que agrupó en un principio a los hijos de las familias consideradas principales en la región. Este primer ensayo fran­ciscano debió de tener sus orígenes en los primitivos grupos, que se reunían en torno a misiones e iglesias sin una definida labor pedagógica. En Texcoco, en cambio, no sólo se enseñaba la doctrina, "diversidad de letras, y a cantar y a tañer diversos géneros de instrumentos" sino que incluso se les enseñaba gramática, es decir, latín. El padre Motolinía dice que "con ayuda de los más hábi­les discípulos, que estaban ya muy informados en las cosas de la fe, tradujeron lo prin­cipal de la lengua mexicana y pusiéronlo en canto llano, muy gracioso, que sirvió de buen reclamo para atraer la gente a la deprender".

 

Pronto, contando con el apoyo de las autori­dades, los hijos de los caciques, poco dis­puestos a asistir, fueron obligados a hacerlo, así como los hijos de macehuales o jornaleros, de tal manera que el colegio contó con un numeroso contingente de alumnos, quienes aprendieron no sólo a leer y escribir, sino también a ejecutar diversas labores manua­les, tales como la de carpintero, sastre, pin­tor, zapatero, escultor y otras semejantes. Este colegio se  componía de tres secciones bien diferenciadas, usuales en las instituciones educativas franciscanas. Las labores doc­trinales y formativas se realizaban en el lla­mado "patio", adjunto al cual  se encontraban los “aposentos” propios para la enseñanza de labores artesanales. Más allá se encontra­ba la "capilla". Todo este conjunto solía estar contiguo al convento y a la iglesia.

 

El mismo fray Pedro de Gante fundó en 1526 el Colegio de San José de los Natura­les, adyacente al convento  de San Francisco de la Ciudad de México, con una planta como la que acabamos de esbozar. En un principio el  colegio de San José era, según explicaba su fundador al emperador Carlos V, "de paja como un portal pobre. Empero ahora –añade- una capilla muy buena y muy vistosa, y caben en ella diez mil hombres y en el patio más de cincuenta mil, y en ella tengo mi escuela de niños donde se sirve a Dios Nuestro Señor muy mucho".

 

En este colegio se enseñó en un principio lectura, escritura, latín, música y canto, como en Texcoco, pero con el tiempo se pudieron impartir materias más avanzadas, llegando a convertirse, incluso, en una verdadera acade­mia de artes y oficios, con cerca de mil alum­nos, educados por profesores tales como fray Bernardino de Sahagún, García de Cisneros y Arnaldo Basaccio. El Colegio de San José se distinguió particularmente por sus artífices.

 

El citado padre Mendieta dice que salían "grandes pintores" que imitaban con bastante acierto las imágenes traídas de Flandes e Italia. Los indios descollaban también en el arte de bordar y trabajar con plumas, confeccionando figuras de exquisita factura. Des­pués de esta institución benemérita, los fran­ciscanos intentaron la fundación de una escue­la de estudios superiores, en donde pudiesen continuar su educación los alumnos proce­dentes de aquélla. En el año 1526 el emperador Carlos V dispuso que veinte niños, hi­jos de los indios más principales, realizasen sus estudios en colegios y monasterios de España, para que a su regreso pudiesen actuar como maestros. Esta real orden no se llevó a cabo, pero el fracasado proyecto fue subsanado en buena medida por el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, creado por el empeño de don Sebastián Ramírez de Fuenleal, presidente de la Segunda Audiencia, de don Antonio de Mendoza, primer virrey de Nueva España, y de fray Juan de Zumárraga, primer obispo de la misma. Su inauguración se realizó el día de Reyes de 1536 "con mucha autoridad y solemne procesión", con la asis­tencia de los benefactores, de los caciques y personajes principales y del pueblo. Se can­tó misa en San Francisco y el doctor Cervan­tes predicó el Evangelio. Después, la comiti­va, seguida de buena parte del pueblo, se dirigió a Santiago Tlatelolco, donde hubo otra misa solemne, en la cual fray Alonso de Herrera pronunció un elocuente y sentido sermón. Finalmente en el "refitorio" se sirvió un almuerzo, precedido de una homilía de fray Pedro de Rivera.

 

Las clases se abrieron el mismo día con sesenta estudiantes, hijos de caciques y prin­cipales, cuya edad oscilaba entre diez y doce años. Pronto el número de alumnos llegaría a ochenta, reclutados incluso entre los macehuales y clases bajas de los pueblos comarca­nos y de las provincias en las que los franciscanos se habían ya establecido. El Imperial Colegio se rigió por  los mismos  estatutos que los colegios europeos. Los alumnos hacían vida de comunidad, asistían con los franciscanos a sus oraciones cotidianas, to­maban juntos los alimentos y se alojaban en dormitorios exclusivos para ellos. Al toque del alba se unían a los rezos de los frailes y, después de asistir a misa, iban a su colegio a escuchar las lecciones. Se daban cursos de gramática latina, retórica, filosofía, lógica, teología, música e incluso, por algún tiempo, de medicina mexicana. En este centro enseñaron fray Andrés de Olmos, fray Francisco de Bustamante, fray Juan Focher (francés y doctor en Leyes por la universidad de Pa­rís) y fray Bernardino de Sahagún. Este último redactó, en colaboración con un grupo de informantes indios, las costumbres, las tradiciones y, en general, el pasado indígena. Destacaron entre los informantes Alonso Vegerano, Martín Jacobita y sobre todo Anto­nio Valeriano, distinguido latinista, quien tradujo a Catón y colaboró en el Vocabulario de la Lengua Mexicana de fray Alonso de Molina.

 

El éxito de este colegio fue grande en los primeros años. Los discípulos que salen de sus aulas son "tan buenos latinos, que han leído la gramática muchos años, así en el mismo colegio de los indios, como en otras partes, los religiosos de todas las órdenes", se dice en el informe presentado al visitador Juan de Ovando en 1569. Tal es su forma­ción que se encomienda la administración del propio colegio a los indios que habían cursa­do allí. Sin embargo, a partir de este mismo año se acusan los primeros síntomas de decadencia. El colegio pierde su carácter de escuela de humanidades para convertirse a principios del siglo XVII en escuela elemental, donde los niños aprenden "a leer y escribir y buenas costumbres". Pocos años des­pués será cerrado definitivamente.

 

Fuera de la Ciudad de México, pero den­tro del régimen de enseñanza misional, aparecen las escuelas y hospitales de Santa Fe, fundados por don Vasco de Quiroga en Mi­choacán. Estas instituciones, que forman la variante secular del sistema de misiones, eran centros educativos elementales en los que se enseñaba al niño indígena la vida de familia y de sociedad, la doctrina cristiana y las primeras letras. Al adulto se le incorpo­raba a las labores manuales comunitarias de huertas, granjas y talleres de artesanía. Los bienes obtenidos en estos grupos comunales eran distribuidos equitativamente. Estos hos­pitales-escuela se caracterizan, desde el pun­to de vista pedagógico, por estar destinados a la educación práctica, cotidiana, primor­dialmente agrícola, sin descuidar la instruc­ción netamente escolar, que consistía en el aprendizaje de la lectura y la escritura, canto llano, canto de órgano y todo género de ins­trumentos musicales.

 

El mismo don Vasco, a la sazón obispo de Michoacán, fundó en 1540 en Pátzcuaro el Colegio de San Nicolás Obispo, bajo el pa­tronato real, para la instrucción de jóvenes españoles o hijos de españoles. Esta escuela sirvió para formar clérigos o presbíteros, honestos y limpios de sangre, destinados a la labor misional. Aprendían teología y lenguas indígenas y eran dirigidos por un "rector y lector de gramática de buena vida y ejemplo y autoridad, erudito y  prudente" que fue nombrado por el obispo Quiroga y después por todo el alumnado, con la asistencia y beneplácito del cabildo de la iglesia catedral de Michoacán.

 

Cercanos a la escuela de San Nicolás, se hallaban la escuela de indios y el colegio ma­yor que los agustinos habían fundado en Tiripitio. El colegio era casa de estudios de la Orden y había sido fundado y abastecido de rica biblioteca por fray Alonso de la Veracruz. La escuela estaba destinada a la ins­trucción de los indios y se hallaba situada junto al colegio. En ella se enseñaban varios oficios a los niños desde los ocho años, según el padre Basalenque, cronista de la provincia agustiniana. Luego iban aprestar sus servicios a diversos pueblos de la región y no volvían más a la escuela. Algunos, en cam­bio, dotados de buenas voces, cantaban en el coro de la iglesia y los que sabían leer y es­cribir quedaban al servicio del pueblo.

 

En suma, las comunidades educativas misionales fueron el primer peldaño de la instrucción superior en Nueva España. Así lo entendieron los canonistas del Tercer Concilió Provincial Mexicano, del año 1585, quienes insistieron con vehemencia en la necesidad de la enseñanza elemental. En una de sus disposiciones expresan lo siguiente: "Los curas de indios, tanto seculares como regula­res, procurarán con toda diligencia en aquellos pueblos, aldeas y rancherías en que ellos mismos residen, se erijan escuelas  donde los niños aprendan a leer y escribir y sean tam­bién instruidos en la doctrina, enseñándoles además la lengua española, pues esto es muy conveniente para la educación cristiana y civil".

 

Los colegios.

 

En una carta dirigida el año 1536 por el obispo Zumárraga al emperador Carlos V le decía lo siguiente: "La cosa que a mi pensamiento más preocupa y mi voluntad más se inclina y pelean con mis pocas fuerzas es que en esta ciudad para cada obispado haya un colegio de indios muchachos que aprendan gramática y un monasterio grande en que quepan mucho número de indios".

 

Como consecuencia de esta preocupación aparecieron las escuelas mencionadas, encaminadas, como ya vimos, a la instrucción de los naturales. Pero pronto se hizo patente la necesidad de educar a los mestizos, hijos de india y español, y a los  criollos, hijos de peninsulares recién llegados, los cuales au­mentaron sensiblemente en número hacia mediados del siglo XVI. La inexistencia, de instituciones educativas para este sector de la población hizo que se elevasen peticiones a las autoridades virreinales y a la misma co­rona, en solicitud de colegios de educación superior. Estos reclamos provocaron que la atención. gubernamental en materia educativa se desviase de los indios hacia los criollos y mestizos, en notorio deterioro de las instituciones indígenas de cultura superior, como fue el caso de Santa Cruz de Tlatelolco. Este estado de cosas prevalecerá hasta el final de la dominación española. Los indios siguieron siendo educados en doctrina y primeras letras, pero difícilmente tuvieron acceso a ins­tituciones de cultura superior.

 

El Colegio de San Juan de Letrán fue originalmente un asilo o casa de caridad, fundado, siguiendo una real orden, por don Antonio de Mendoza en 1547. Sus objetivos iniciales eran los de recoger, proteger y sostener por cuenta de la corona a los niños mestizos abandonados por sus padres y que constituían buena parte de las turbas de va­gabundos y léperos que asolaban la capital del Virreinato. Paralelamente a este colegio se fundó uno de niñas llamado de Nuestra Señora de la Caridad. En él se enseñaba la doctrina y elementos de lectura, escritura y buenas costumbres. A las mozas mayorcitas del colegio se las procuraba dotar y casar.

 

El Colegio de San Juan fue levantado por el obispo Zumárraga detrás de la iglesia de San Francisco. Empezó a funcionar rápida­mente nombrándose preceptores y maestros de los niños. En 1553 el emperador ordenó que se le asignasen seiscientos pesos de oro anuales deducidos de las penas de cámara.

 

El colegio empezó a acoger niños enviados por padres para que fuesen instruidos, de tal manera que a los pocos años de su fundación fue necesario reorganizar la ad­ministración. Nombráronse tres teólogos para dirigir el colegio; uno de ellos, por turno anual, haría las veces de rector y los otros dos serían consiliarios, uno en el cargo de maestrescuela y el otro al frente del curso de gramática. Los alumnos se dividieron en dos grupos: "los que no manifestaban capacidad para las ciencias eran destinados a aprender oficios y  primeras letras en el mismo colegio donde pedían permanecer hasta tres años; los de ingenio suficiente, a razón de seis por año, escogidos entre los más hábiles y virtuosos, seguían la carrera de las letras du­rante siete años", siendo entonces candidatos para asistir a las cátedras de la Universidad.

 

Otro colegio destinado a la educación su­perior fue el de Santa María de Todos Santos, el cual llegaría a obtener el título de Co­legio Mayor. Su fundador fue el doctor don Francisco Rodríguez Santos, tesorero de la iglesia metropolitana. Fue disuadido en su empeño de ingresar en la Compañía de Jesús por el padre Sánchez, el cual le aconsejó que fundase con sus bienes un colegio de es­tudios superiores “para jóvenes aprovechados pero pobres”. Siguió el tesorero el conse­jo del padre y fundó el colegio en sus propios solares el 1 de noviembre de 1573. El Colegio de Todos Santos tenía como propósito ayudar a los alumnos que, habiendo hecho una brillante carrera en letras y teología, de­seasen perfeccionarse en cursos avanzados, sin preocuparse por "los desvelos que ocasiona el problema económico". Así, los alumnos contaban con "casa, alimentos, criados y otras comodidades honestas", lo que les fa­cilitaba la asistencia a los cursos universita­rios, quedando de esta manera el colegio como mero convictorio donde se impartían clases preparatorias y se daban repasos de las clases de la Universidad.

 

La llegada de los jesuitas en 1573 fue be­néfica para el progreso de la instrucción pú­blica superior, pues los miembros de la Orden se dedicaron con mucho mas empeño a las labores educativas que a las de evangelización, sin que esto quiera decir que la labor misionera fuese descuidada.

 

El mismo año de su llegada fundaron el Colegio de San Pedro y San Pablo, erigido con el apoyo económico de acaudalados propietarios, quienes contribuyeron en el mante­nimiento y en la provisión de becas. Un pa­tronato de benefactores y un comité de la Compañía administraban la institución. Pron­to se fundaron tres nuevas escuelas: San Ber­nardo, San Miguel y San Gregorio, esta últi­ma instituida con ayuda del cacique de Tacu­ba y destinada a los niños indígenas. Estas tres escuelas se incorporaron en el año 1576 al recién erigido Colegio de San Ildefonso. En provincias, los jesuitas también desarro­llaron una amplia labor: fundaron el Colegio del Espíritu Santo en Puebla y el de San Juan Bautista en Guadalajara, amén de las casas de estudios de Pátzcuaro, Morelia, Oaxaca y Tepotzotlán.

 

En estas instituciones se enseñaba des­de primeras letras, gramática y retórica hasta filosofía, de tal manera que, para evitar fric­ciones con las autoridades universitarias, res­pecto a una posible competencia en los cursos que ambas instituciones impartían, el rey Felipe II expidió en 1579 una real cédula de concordia en la que se disponía que los jesuitas, por enseñar sin estipendio ni emolu­mento alguno los cursos de latinidad, retórica, artes y teología, "se consideraran sus cole­gios como seminarios para la Universidad y que sus estudiantes pudieran ser graduados en ella". De esta manera los alumnos jesuitas podían cursar las carreras completas en san Ildefonso o en San Pedro y San Pablo, yendo, al finalizar sus estudios, a graduarse a la Uni­versidad.

 

Los colegios jesuitas favorecieron enor­memente el estudio de las humanidades, las cuales llegaron a formar la base de la enseñanza impartida. Se estudiaba latín desde los primeros años y se leían y comentaban los clásicos grecolatinos. Menudearon los actos públicos organizados con el fin de defender ciertas proposiciones que, a manera de tesis, se formulaban en las distintas cátedras del colegio. En ellos se ponía de manifiesto la ca­pacidad dialéctica de los alumnos de los jesuitas. También las representaciones teatra­les formaron parte de las actividades de los colegios. En 1578 tuvo gran éxito y provocó universal regocijo la representación del auto titulado El Triunfo de los Santos, realizado para conmemorar la llegada a Nueva  España de diversas reliquias de santos con las que el papa Gregorio XIII obsequió a la Compañía. Las representaciones tuvieron lugar por las tardes en tablados dispuestos al efecto. "Los cuatro primeros días las hicieron por su or­den los colegios de San Pedro y San Pablo, San Miguel, San Bernardo y San Gregorio. El quinto los estudiantes seglares. El sexto con innumerable concurso y aplauso se leyeron las piezas de retórica y poesías sobre los asuntos que se habían señalado en los certámenes. Los jueces repartieron los premios. El séptimo se representó la tragedia de la Iglesia perseguida por Diocleciano; el octavo su triunfo bajo Constantino el Grande, con tanta propiedad y viveza que encantado el pueblo exclamó muchas veces al concluirse que se repitiera el domingo siguiente, como se hubo de hacer, con mucho mayor asistencia y extraordinaria conmoción de afectos piado­sos..." La instrucción en los colegios jesuitas marca sin duda un hito en la historia de la educación colonial.

 

También los dominicos tuvieron impor­tantes instituciones a su cargo. Enseñaban artes y teología en México y en Puebla. El Colegio de San Luis logró tener cierto carác­ter universitario por las materias cursadas. Fue fundado en el año 1585 por don Luis de León Romano e inaugurado por el virrey de Vilamarrique en su paso hacia la capital. Los grados que otorgaba el Colegio de San Luis eran reconocidos en toda la Orden.

 

Otros muchos colegios se abrieron en Nueva España. Hubo escuelas de primeras letras, fundadas por ayuntamientos y parti­culares. Doña Catalina Bustamante fundó en 1530 una de estas escuelas, a la que tenían acceso las hijas de los señores indios. Se les enseñaba a leer, coser, tejer y hacer "telas de mil labores", preparándolas para el matrimonio. Una labor similar fue fomentada por Zu­márraga en Huejotzingo, Otumba, Tepeapul­ca, Tlaxcala, Cholula y Coyoacán, en donde se enseñaba a las mujeres "lo necesario para ser casadas y además a coser y a labrar".

 

Varios maestros particulares abrieron es­cuelas. El bachiller Gonzalo Vázquez de Valverde en 1536 habilitó un colegio en su casa, logrando una ayuda del rey de cincuenta pesos anuales. Hacia 1550 el bachiller Diego Díaz y el doctor Francisco Cervantes de Salazar se dedicaron a impartir clases particulares. Con la inauguración de la Universidad proliferaron maestros y bachilleres. del "novilísimo arte de leer, escribir y contar", razón por la que se hizo necesario regular a estos profesores independientes mediante Ordenanzas que se publicaron el año 1601. Sus estatutos ordenaban que los maestros fueran examinados por peritos nombrados por la ciudad, los cua­les podían otorgar "carta de examen" a los aspirantes. Estos debían ser cristianos viejos, no ser indios, ni negros ni mulatos y saber "leer romance en libros, misivas y procesos, escribir en redondilla grande y más mediano y chico, y bastardilla, sumar, restar, multipli­car, medio partir y partir por entero y sumar cuenta castellana". Las maestras no estaban sujetas a estas disposiciones, pues eran po­cas. A las que enseñaban primeras letras se las conocía como amigas.

 

En el siglo XVII los Betlemitas fundan su colegio, y en el XVIII, con el Colegio de las Vizcaínas, aparece la primera institución co­legial puramente laica.

 

La Real y Pontificia Universidad de México.

 

El avance intelectual logrado en Nueva España condujo a la creación de la Universi­dad, digno coronamiento de la labor educativa llevada a cabo por los primitivos centros de instrucción misional y por los colegios de enseñanza superior. La Universidad fue el centro cultural más importante de la época virreinal.

 

Diversas peticiones para su creación se elevaron a la corona desde el año 1526. Los infatigables Mendoza y Zumárraga dirigen en 1537 sendos mensajes al monarca, insistiendo en la necesidad de fundar una Universidad, que impartiese las cátedras superiores de teología, filosofía, derecho y medicina y otorgara grados académicos como los que concedían las universidades españolas.

 

Una real cédula de 9 de marzo de 1540, expedida  por el cardenal García de Loaisa, gobernador de las Indias en ausencia del em­perador, presenta como lector de teología al recién nombrado arcediano de la catedral don. Juan de Negrete, quien probablemente comenzó a dar clases en las casas episcopales, en una aula dispuesta al efecto por Zumárraga, y después en las casas virreinales. No obstante, hasta el 21 de septiembre de 1551 no se estipuló que se fundase en la ca­pital del Virreinato "un estudio y Universidad de todas las ciencias donde los naturales y los hijos de españoles fuesen industriados en las cosas de nuestra santa fe católica y en las demás facultades y les concediésemos los privilegios y franquezas y libertades que así tiene el estudio y Universidad de la ciu­dad de Salamanca con las limitaciones que fuésemos servidos". La real cédula fundacio­nal fue expedida en Toro por el príncipe Fe­lipe, contando con la opinión favorable del Consejo de Indias, el cual propuso que se do­tase a la Universidad de una renta anual con­veniente. El 25 de enero de 1553 quedó defi­nitivamente establecida asignándosele como patrón a San Pablo. Unos años más tarde, en 1570, se le concederla el uso de las armas de Castilla y León para figurar como moti­vo en su escudo. La inauguración de la Uni­versidad se inició con una solemne misa; después se organizó una vistosa procesión, precedida por el virrey don Luis de Velasco y por los oidores, con final en las escuelas universitarias. El 3 de junio del mismo año se iniciaron los cursos con la asistencia de las autoridades virreinales. Don Francisco Cervantes de Salazar pronunció una elocuen­te oración latina y dos días después se comenzaron a impartir las lecciones. Se procu­ró escalonar convenientemente estas prime­ras sesiones pedagógicas, ya que para dar mayor solemnidad a la fundación el virrey y la Audiencia asistieron a la primera lección de cada materia.

 

El primitivo emplazamiento de las es­cuelas universitarias estuvo en el lado oriental de la actual catedral de México, pero pronto pasaron a darse las clases en las ca­sas del marqués del Valle, enfrente de la pla­zoleta del Empedradillo. Poco después se pensó en los solares confiscados a la familia de los Avila, pero se comprobó que resulta­ban estrechos y no había dinero para adquirir las casas contiguas. Por último, se encon­tró sitio en la antigua plaza del Volador, hoy Suprema Corte de justicia, en cuyo lugar colocó la primera piedra del edificio el arzo­bispo y visitador de la Universidad don Pe­dro Moya de Contreras el 29 de junio de 1584. En 1631 el edificio estaba totalmente terminado.

 

Una bula expedida por el papa Clemen­te VIII el 7 de octubre de 1597 la hizo Uni­versidad Pontificia; así empezó a reconocerse la validez de los estudios allí realizados. Por el mismo hecho el maestrescuela quedó constituido en representante del pontífice, lo que le permitió conferir grados en el recinto ca­tedralicio, concediéndole además las prerro­gativas de canciller o cancelario.

 

La financiación de la Universidad fue costosa en los primeros años de su funda­ción, debido a continuos y sensibles incre­mentos en los gastos.

 

El primer claustro de la Real Universi­dad de México se celebró el 21 de julio de 1553 en la Real Audiencia. Fue su primer rector el doctor Antonio Rodríguez de Que­sada y primer maestrescuela y cancelario el doctor Gómez de Santillana. Entre sus pri­meros maestros figuraban: fray Alonso de la Veracruz para teología; fray Pedro de la Peña para prima de teología; licenciado Pedro Morones para prima de cánones; doctor Bartolomé Melgarejo para cánones; canóni­go Juan García para artes; licenciado Bartolomé Frías, catedrático de "Instituta"; el doctor Blas de Bustamante, de prima de gra­mática; licenciado Francisco Cervantes de Salazar, de retórica, y Diego Martínez, de gramática. Con posterioridad a estas cátedras se fundaron en 1582 la de medicina, la de vísperas, la de cirugía y dos de idiomas: una de mexicano y otra de otomí.

 

Todas estas cátedras podían ser tempo­rales o perpetuas: ambas se ganaban por oposición, si bien las primeras duraban sólo cuatro años. Después de obtenida una cátedra, el maestro pagaba derechos, hacia el juramento de desempeñar bien su cargo, pro­metiendo observar una conducta retraída, no asistir a bailes, teatros, vítores, ni a otros espectáculos y manifestaciones públicas. A los maestros de artes y teología se les pro­hibió además correr toros.

 

Las lecciones de filosofía y teología se daban en latín, siguiendo el método escolás­tico. El curso de gramática lo era de latín. La gramática castellana quedaba como diver­timiento de vacaciones. Hubo además, even­tualmente, cursos de griego y hebreo.

 

Diversas constituciones rigieron la Uni­versidad colonial; todas ellas tuvieron como fundamento las leyes de Indias, las cuales especifican claramente, pero en forma general, la organización interna y externa de las universidades americanas. De dicha legisla­ción surgieron las constituciones particulares y privativas de cada universidad. La de Mé­xico comenzó sus labores basada en la de Sa­lamanca,  pero pronto se vio que algunos de sus estatutos resultaban incompatibles por las circunstancias específicas de cada país. Las primeras modificaciones fueron introducidas por el virrey y la Real Audiencia. A continuación el oidor Pedro Farfán pretendió adaptar las constituciones de Salamanca al caso particular de México. Por su parte, el obispo Moya de Contreras intentó introducir también ciertas reformas que fueron intras­cendentes e inoperantes, como las elabora­das por orden del marqués de Cerralbo en el año 1626, el cual propuso reformas en los temas de gobierno, enseñanza, regulación de cá­tedras, graduaciones y oposiciones.

 

Las constituciones definitivas surgen con las reformas de don Juan de Palafox, quien el año 1645 presenta al claustro, en funciones de visitador, los estatutos que debían regir en la Universidad. Constaban de 36 títulos con 403 normas que comprendían los temas tratados por las constituciones anteriores y otros nuevos. En ellas se sancionaba su fal­ta de cumplimiento y ordenaba se ejecuta­sen "según y como suenan" para evitar inter­pretaciones capciosas. Estas constituciones toparon con la tenaz resistencia del claustro y no entraron en vigor basta 1668, año en que fueron impresas. Su carácter objetivo ad­mitió las lógicas modificaciones derivadas de la evolución propia de la educación colonial.

 

Las constituciones de Palafox regularon también las relaciones de los diversos cole­gios con la Universidad. Los alumnos que asistían a las aulas universitarias provenien­tes de sus respectivos colegios, se debían servir de los mismos como hospedería y convictorio y para repasar las lecciones de la universidad. Era obligatorio permanecer en el colegio y vestir su traje distintivo. La si­tuación económica de cada alumno y su rela­ción con el colegio permitió diferenciarlos de acuerdo con una nomenclatura peculiar. Se llamaba "colegial" al becario propiamente dicho; el "doméstico" o "familiar" era aquel que trabajaba dentro del colegio a cambio de alimento y aposento para poder estudiar; se llamaban "porcionistas" o "convictores" a aquellos que pagaban por su estancia en el colegio; finalmente recibía el nombre de "go­londrina" el que hacía el mínimo de gastos por residir su familia en el lugar.

 

Los colegios de provincia, tales como el de San Luis de Puebla o los de San José y San Juan Bautista de Guadalajara, podían impartir cursos avanzados de tipo universita­rio, pero las graduaciones debían hacerse en la universidad de México.

 

La autoridad máxima en la Universidad fue el claustro, el cual poseía facultades ad­ministrativas y legislativas y se reunía habi­tualmente en la sala  de cabildo de la propia Universidad. El claustro se dividía en menor y mayor: el menor lo formaban el rector, das consiliarios doctores (uno en teología y otro en cánones), dos bachilleres, un secretario, los bedeles y los porteros; el mayor lo cons­tituían el rector, el cancelario, cinco consi­liarios doctores, tres bachilleres (uno jurista, otro teólogo y otro médico) que no pasasen de 20 años, y el numeroso contingente de doctores incorporados al claustro. El llamado tribunal del protomedicato juzgaba y ejecuta­ba las causas del oficio, examinaba a los mé­dicos, flebotomianos y cirujanos, y concedía las licencias para ejercer. Además tenía am­plia jurisdicción en el gremio.

 

La persona del rector era venerada y res­petada, pues era una figura casi siempre de prestigio e investida de gran autoridad y ho­nor. Duraba en su cargo un año y podía ser reelegido. Tenía facultades de juez dentro de las escuelas y visitaba periódicamente, junto con el catedrático más antiguo y con el secretario, los salones de clase, para comprobar que tanto alumnos como maestros cumplían sus obligaciones. Asistía también a ac­tos públicos, exámenes de bachilleres, fiestas, entierros y honras fúnebres de maestros, gra­duaciones de bachilleres, licenciados y doctores y a los paseos que estas ceremonias ori­ginaban.

 

Era obligación de maestros y doctores asistir al claustro o a otros actos universi­tarios con bonete, en caso de ser clérigos o con gorra, en el caso de los seglares. Se les prohibía "andar a caballo sin gualdrapa" y entrar armados a los exámenes, por el peligro en que ponían al examinando en caso de una disputa silogística demasiado violenta. Se les obligaba a dictar cátedra durante una hora exacta y hacerlo a gusto y satisfacción de los alumnos.

 

Los estudiantes eran, salvo notorias ex­cepciones, obedientes; entusiastas y atentos. Entraban de dos en dos a sus escuelas o bien en grupo, acompañando a algún maes­tro para hacerle honor; usaban capas lar­gas y horrendos bonetes cuadrados calados hasta las orejas.

 

La más vistosa y celebrada ceremonia era la de la graduación. Los grados de bachi­ller, maestro, licenciado o doctor se otorga­ban a los que habían superado los exámenes. Sólo se otorgaba título de maestro en filosofía y teología y de licenciado y doctor en leyes y medicina. Para obtener estos dos últi­mos era necesario presentar satisfactorios in­formes sobre el sustentante, avalados por cin­co testigos. E1 pago de las gravosas propinas, así como de "la cera y despabiladeras" recaía en el bolsillo del padrino. El estudiante debía de someterse a dos exámenes, uno privado y otro publico. Se le daban al sustentante, con 24 horas de anticipación, la asignación de pun­tos que debía explicar. Estos se imprimían rápidamente con hermosa y variada tipogra­fía en hojas sueltas y no sólo se fijaban en las puertas de la Universidad, sino que tam­bién se distribuían entre los padrinos e in­vitados. Los exámenes privados generalmen­te eran de noche y duraban "dos horas de ampolleta" (así denominadas por el reloj de arena usado para medirlas); se les llamaba "la noche triste". Cinco sinodales compo­nían el jurado que debía replicar al susten­tante sobre seis puntos específicos de entre todos los propuestos. El examen público se desarrollaba ante los doctores de la facultad. Las tesis de los alumnos aprobados se imprimían con bellos caracteres tipográficos y se dedicaban al adinerado padrino que ha­bía costeado los gastos del examen.

 

La ceremonia de graduación revestía gran solemnidad. Se iniciaba el día anterior con un lucidísimo paseo. Los miembros del claustro iban ricamente engalanados con sus insignias y los alumnos con sus trajes de ce­remonia. La comitiva constituía un atrayente espectáculo público.

 

Al día siguiente se organizaba un nuevo paseo desde la Universidad a la catedral con participación del rector, el maestrescuela, el graduante, el virrey y las principales autori­dades. En la catedral se realizaba la ceremo­nia de entrega de las insignias doctorales consistentes en una espada y una espuela para los seglares y un anillo y un libro para los eclesiásticos. Se celebraba misa y acto seguido el rector, el maestrescuela y dos doctores iniciaban una serie de preguntas dirigidas al candidato a doctor. Inmediatamente des­pués tenía lugar el vejamen, que ponía una nota de color con su gracia y donaire, a la: ex­trema formalidad de la ceremonia. Los vejámenes resultaban ser de los momentos más agradables y simpáticos de la vida univer­sitaria. Un maestro, nombrado ex profeso por el maestrescuela, lo preparaba en cas­tellano. Consistía en una sátira ligera hecha a costa de un defecto real o imaginario del doctor en ciernes, el cual lo escuchaba estoicamente de pie en medio de la concurrencia, que reía a sus expensas. Alguna de estas representaciones armonizadas han pasado a la posteridad, como aquella de la que se conoce su música y que se debe al maestro de capilla Antonio de Salazar.

 

Después de pasar por este bochorno se pedía y se otorgaba el grado; el padrino im­ponía al nuevo doctor las insignias, conclu­yendo con un ósculo, y éste pronunciaba el juramento de fe y recibía la típica borla. La deleitable ceremonia concluía con el besama­nos al virrey y los parabienes al flamante doctor.

 

Los alumnos de la Universidad gozaban de cuarenta días de vacaciones anuales, amén de innumerables días de asueto, debi­dos a variedad de festividades principalmen­te religiosas, lo que originaba al final del año lectivo tener que "pedir dispensa para que con lo visto se pague el curso", pues con semejante calendario escolar era difícil con­sumar el programa.

 

Junto a las labores puramente académi­cas, la Universidad desplegaba multitud de actividades sociales, acordes con la vida es­tudiantil de la época. Las recepciones de virreyes eran ocasiones en que siempre des­tacaba por su fausto el cortejo universitario. Arcos y certámenes literarios daban pomposamente la bienvenida al distinguido perso­naje. Por su parte las autoridades universi­tarias asistían a todos los autos de fe.

 

Las honras fúnebres de algún doctor o maestro eran realizadas solemnemente por medio de acompasados repiques, misas, vi­gilias y diversidad de oraciones en latín.

 

Las festividades de San Pablo y Santa Catarina, patronos de la Universidad, y el onomástico del  rey se celebraban por medio de mascaradas, cabalgatas, corridas de toros, desfiles de carros alegóricos o burlescos, comedias o autos virginales y certámenes lite­rarios.

 

Hubo ocasión en que los trajes estra­falarios de los chuscos desfiles originaron escenas indecorosas que fueron sancionadas con todo rigor, pero, por lo general, las festi­vidades se realizaban dentro de las normas morales acostumbradas.

 

Notables fueron, por ejemplo, las fiestas de la Inmaculada de 1668 coincidentes con las del cumpleaños real, lo que originó que las jaranas y agasajos se prolongaran varios días. Se lidiaron toros y hubo mascaradas serias y ridículas, representándose la fábula de la destrucción de Troya. El casamiento del rey se celebró el 9 de mayo de 1691 con una mascarada que se vio muy concurrida, pues “participaron muchas personas a caba­llo, unas con disfraces de animales, otras con trajes típicos de diversas naciones y  algu­nas más figurando el cuerpo invertido, y como debió haber sido en la noche, todos con sus hachas en las manos”.

 

Menudeaban, con asistencia del virrey, las representaciones de autos y comedias, algunas  de ellas costeadas por el rector. La literatura jocosa, saturada de latinismos ridículos y a menudo acompañada de música, era asunto degustado por los estudiantes. Muestras de esta literatura y música han llegado hasta nosotros.

 

Todos estos esparcimientos nos hacen pensar en la cordialidad y armonía existente entre las autoridades, tanto virreinales como universitarias, y el alumnado, pero la existencia de motines estudiantiles y algunas admoniciones dispersas de los virreyes, des­de Enríquez de Almanza en 1572, nos hacen pensar que esa concordia era, con cierta frecuencia, sólo aparente. En el siglo XVII hubo, por ejemplo, dos sonados motines que causa­ron notorios desórdenes.

 

A pesar de ello es evidente el alto nivel cultural de la Universidad colonial. De ella salieron hombres doctos que dieron lustre a las letras y ciencias del virreinato, cuando no ocuparon puestos eclesiásticos o políticos de alta jerarquía. Fue, en suma, una egregia ins­titución que dio honra al país que la creo e incontables beneficios a Nueva España.

 

Dos motines estudiantiles.

 

El 27 de Marzo de 1696, los estudiantes, alarmados porque se iba a afrentar uno de los suyos, se amotinaron, llegando su osadía hasta dar de golpes a los alguaciles, y quemar la pi­cota colocada en la Plaza Mayor, frente al palacio virreinal.

 

Para sosegar el alboroto fue necesa­rio que el virrey, que lo era entonces D. Gaspar de Sandoval Silva y Mendo­za, saliera personalmente con algunos caballeros y con tropa de la guardia.

 

­Diez y ocho años antes, el 22 de Septiembre de 1677, habían los estudiantes  consumado una hazaña no menos ruidosa, y que vamos a referir, porque revela el carácter de la juventud de aquella época.

 

El día citado sacaron a azotar a un chino estudiante, que era hijo del bar­bero de los jesuitas. Los escolares, sin temor a la autoridad, arremetieron a pedradas contra los alguaciles en la calle de Santa Clara, mas fueron dispersados sin lograr su intento de salvar al reo. Se reunieron de nuevo, y traba­ron la pelea con los alguaciles en la calle de la Acequia. Dio la casualidad de que a la sazón, pasase el Viático, y como en semejante circunstancia el reo quedaba libre de sufrir la pena, los al­guaciles lo metieron en una casa y cerraron las puertas. Ayudados entonces los estudiantes por algunos eclesiásti­cos, abrieron las cerraduras, sacaron al hijo del barbero, y pusieron debajo del palio, y así lo condujeron hasta me­terle en la iglesia de San Agustín. De allí no pudo la autoridad civil extraerle, porque gozaba ya del asilo. Inútil fue la aprehensión de algunos estu­diantes a quienes se puso en la cárcel: el interés que por ellos se despertó en toda la ciudad, y los empeños de los maestros, alcanzaron que la hazaña quedase sin castigo.

 

Bibliografía.

 

Becerra, J. L. La organización de los estudios en la Nueva España, México, 1963.

 

Carreño, A. Ma. La Real y Pontificia Universidad de México, México, 1961.

 

Cervantes de Salazar, F. México en 1554 y Túmulo Imperial. México, 1964.

 

Mendoza, V. T. Vida y costumbres de la Universidad, México, 1951.

 

Zepeda, Y. La educación pública en la Nueva España en el siglo XVI. México, 1972.

 

60.            El arte novohispano en los siglos XVI y XVII.

Por: Jorge Alberto Manrique.

 

Los conventos evangelizadores.

 

La evangelización de los indios gentiles fue no sólo la justificación teórica de la con­quista, sino la tarea más apremiante para Nueva España una vez que se hubo realizado aquélla. El monasterio o convento de frailes fue la expresión material de esa tarea. Más de 250 conventos distribuidos en el territo­rio de Nueva España constituyeron las célu­las evangelizadoras: representan un esfuerzo constructivo soberbio en las cinco o seis décadas que siguen a la caída de Tenochtitlan, permiten apreciar en qué forma los frailes de las tres órdenes mendicantes que cargaron sobre sus hombros la obra de la "conquista espiritual" es decir, franciscanos, dominicos y agustinos fueron capaces de organizar el trabajo de los indígenas por el ascendiente que sobre ellos habían alcanzado y muestran los problemas con que la evangelización y la vida del siglo XVI se enfrentaron.

 

El convento de frailes constituye el foco desde el cual se lleva a cabo la obra catequi­zadora, pero cumple también otras funciones indispensables en ese momento. Como la con­quista y la pacifícación eran todavía hechos recientes y la población española represen­taba un número muy reducido frente a la po­blación indígena, el temor de un levantamiento no dejó de aletear en los corazones de los nuevos señores; de ahí que los conven­tos se levantaran como verdaderas fortalezas, de muros fortísimos, con pocas aberturas al exterior, coronados de almenas  y no pocas veces con garitones, barbacanas y pasos de ronda.

 

Parece ser que fortificarlos fue obra sólo de un consenso general, sin que mediara dis­posición específica para ello en un principio, pero ya hacia mediados del siglo, en época todavía del virrey don Antonio de Mendoza, hubo orden suya expresa para que así se siguieran construyendo. De hecho, ni el temor era totalmente infundado ni la precaución vana, pues casos hubo -si bien esporádicos- en que los edificios religiosos tuvieron que hacer las veces de baluarte. A medida que avanzaba el siglo, la necesidad defensiva fue haciéndose menor, sobre todo en las ciudades y en el corazón del nuevo reino, pero los con­ventos continuaron durante toda la centuria levantando merlones, incluso porque habían encontrado sus constructores, en sus formas, un elemento decorativo que empleaban con bastante libertad.

 

Aparte sus funciones como célula evangelizadora y como eventual fortaleza, el conven­to hacia las veces de posada y albergue para viajeros en un país en el que la vida europea estaba apenas empezando a asentarse. Ade­más de los locales específicos de culto, el con­junto arquitectónico necesitaba de locales suficientes para albergar a los monjes (más bien pocos y a menudo en visita ministerial por pueblos cercanos), cuyo número podía aumentar si el sitio era elegido para la ense­ñanza de novicios o eventualmente si se realizaba en él el capítulo anual de la orden; debía también ser capaz de funcionar como escue­la para los neófitos, pues a la labor de catequización venía acompañada la que podríamos calificar de "aculturadora". Los locales para almacenamiento de bastimentos eran también de ineludible necesidad en una situación en que privaba la economía local autosufi­ciente y cuando el transporte de productos era difícil en el inmenso territorio. Por ultimo, el convento contaba siempre con grandes huer­tas para su propio mantenimiento, en donde se introdujo el cultivo de especies no conoci­das en el México prehispánico.

 

Para cumplir esas diferentes funciones, el conjunto arquitectónico tenía una estruc­tura apropiada, que surgió desde muy pronto por fuerza de la necesidad, sin autor conocido, y que con muy pocas variantes se repitió y afirmó durante todo el siglo XVI, a medida que probaba su eficacia. El conjunto se organizaba alrededor de la iglesia, que constituía su núcleo; era ésta casi siempre de una sola nave, sin capillas ni crucero, con ábside semihexagonal o cuadrado, orientada con los pies hacia el occidente (salvo rarísima excepción); su cubierta fue primero de artesón o alfarje, como se conserva en Huatlatlahucan y en Tlax­cala, pero después se prefirió el cañón corrido o más bien la bóveda de crucería. Sus proporciones fueron generalmente monumen­tales; un amplio presbiterio estaba separado de la nave por un arco de triunfo (en el que a menudo se colocaba una reja, y el coro, muy desahogado, se encontraba sobre la puerta de entrada. Normalmente no presentaba torre, salvo en los conventos agustinos, que muestran torres potentes a un lado de la fachada o espadañas triangulares.

 

A la derecha de la iglesia estaba el claus­tro, de dos plantas, con danzas de arcos en sus cuatro lados y en sus dos niveles, y en el centro, fuente o brocal de aljibe; el claustro, donde se agrupaban celdas, refectorio, sala de profundis, bodegas y granero, se comuni­caba hacia el exterior por una portería, vestíbulo con arcos y poyos, donde los frailes re­cibían a la feligresía. Tanto la iglesia como la portería se abrían sobre un inmenso patio, llamado atrio, que enmarcaba todo el conjun­to; estaba limitado éste por un muro almenado y     tenía arcos de ingreso en el eje de la puerta de la iglesia y en uno o dos de sus otros lados; en el centro, una cruz a menudo mo­numental y esculpida, y en sus esquinas, cua­tro capillas posas, pequeños edículos dis­puestos para posar el Sacramento en las procesiones dentro del atrio. Estas capillas constituyen, junto con las capillas abiertas, las aportaciones absolutamente novedosas del convento mexicano a la arquitectura religio­sa occidental.

 

Las capillas abiertas o capillas de indios se levantaban sobre el mismo atrio y eran, en principio, sólo un ábside que por medio de arcos se presentaba al espacio abierto, desde donde se podía ver al oficiante. Fenómeno de la mayor importancia, la capilla de indios surgió de la necesidad de contar con iglesias muy amplias para albergar a la numerosísima población indígena en el siglo de la conquista, cuando no había ni posibilidades ni tiempo de construir muchas iglesias y los sacerdotes eran escasos. La primera capilla abierta parece haber sido la famosa de San José de los Naturales, que fundara y atendiera desde muy temprano fray Pedro de Gante, si­tio de culto y escuela de artes y letras a un tiempo; era un espacio cuadrado, de techumbre plana sostenida por pilares de madera y cuyo frente carecía de muro y se abría hacia el gran atrio del convento franciscano de México. Después, las variantes  de capillas abiertas se multiplicaron. Las hay que son un pequeño ábside adosado a un lado de la iglesia; las hay como pequeños foros de tea­tro (Tlahuelilpa) o como balcones a altura considerable del suelo (Acolman, Atotonilco el Grande); las hay monumentales, de un solo arco (Actopan) o de dos naves trans­versales y coros laterales (Tepozcolula, Tlalmanalco, Cuernavaca), pero siempre se repite la disposición de estar abiertas al atrio, desde donde puede observarse el altar; el atrio se convierte así en una inmensa iglesia al aire libre los días de guardar, con la venta­ja para los neófitos, además, de repetir la disposición prehispánica del culto. En efecto, ellos estaban acostumbrados a asistir a las ceremonias religiosas desde grandes espacios abiertos, y al templo mismo sólo accedían los sacerdotes.

 

Por último, rodeando el convento por el lado contrario al atrio estaban patios de ser­vicio, caballerizas y la inmensa huerta. El conjunto, así, completo y autosuficiente, se plantaba normalmente en el centro de la población indígena, a veces incluso sobre las plataformas que habían sostenido los tem­plos de la religión anterior. A la eficiencia de la construcción se añadía de esta manera el ingrediente psicológico de mantener el lu­gar reconocido como sagrado y de mostrar cómo la nueva religión se imponía sobre las antiguas.

 

No hay un estilo para los grandes conven­tos de las órdenes mendicantes del siglo XVI. O más bien podemos decir que su único estilo es la conjunción y amalgama de estilos diferentes, indiscriminadamente agrupados. Esto se entiende porque no fueron arquitectos con una formación depurada los que los levanta­ron, sino apenas alarifes medianamente entendidos en el oficio o frailes curiosos esca­samente enterados; andando el tiempo se formó, con ese antecedente de la fortuna alcan­zada y con la práctica cotidiana, una tradición propia que repetía sistemas constructivos y gustos decorativos. Por otra parte, la urgencia de la evangelización hacía pasar a un segundo plano toda consideración reflexiva acerca de una conciencia artística -tan de moda en la Europa del renacimiento-: importaba la eficacia de la obra por encima de todo, y, si bien en esa eficacia se incluían la monumentalidad y la hermosura, de ningún modo se le pedía a ésta apego alguno a cánones. Como puede su­ponerse, la mano de obra e incluso la direc­ción de obras menores estaban encomenda­das a los nuevos conversos y esto también afectaba de alguna manera, no tanto porque hubiera una "influencia" del arte prehispánico, como se ha mantenido, sino porque la comprensión de los modelos europeos propuestos presentaba siempre dificultades insalvables para quienes nunca habían tenido un contacto vívido y directo con aquellas formas.

 

Nos encontramos así con un arte cuyas mayores cualidades son su frescura, su independencia -no buscada si se quiere- respecto a los modelos europeos, su libertad, su inven­tiva no entorpecida por ninguna regla. En la nueva tierra todo era hecho de nuevo. Se tomaban como inspiración estilos desaparecidos o declinantes en Europa, en libre juego con las novedades últimas; a falta de ejemplos directos se acudía a grabados de libros, los cuales no reproducían edificios reales, sino fantasiosos, y en la mayoría de los casos tam­poco mostraban las últimas novedades. Ese abigarramiento sin más coherencia que la que dictaba la intuición de sus autores es lo que constituye el estilo de nuestros conven­tos evangelizadores.

 

Se ha hablado de la presencia de un estilo románico en la Nueva España del siglo XVI, en construcciones como el claustro franciscano de Amecameca o la iglesia agustina de Atlatlahucan: no se trata por tanto de que se hayan tomado como modelo edificios europeos de ese estilo, sino de que, como en la Europa del siglo XI, aquí se estaba redescubriendo la arquitectura ante la carencia de una tradi­ción continuada a seguir. En ésas y otras obras, toscas, rudas, tímidas, de una gran fuerza expresiva, aletea el espíritu de quienes están inventando por cuenta propia la arqui­tectura.

 

En el tallado de cruces de atrio, que presentaban todos los instrumentos de la Pasión y a veces el rostro de Cristo (pero jamás su cuerpo), en la decoración escultórica de ca­pillas posas (Calpan, Huejotzingo) o de fachadas (Huaquechula, capilla abierta de Tlal­manalco) aparece el estilo que Moreno Villa llamó "tequitqui", entendiéndolo como el arte tributario que los indios hacían para los es­pañoles. En realidad, el carácter indudablemente muy personal y diferente de este tipo de decoración escultórica se debe, según pa­rece, a esa dificultad en captar las convenciones propias del modelo que se proponía al que se ha hecho referencia arriba, más que a una supervivencia de específicas formas prehispánicas.

 

El estilo gótico, en franca decadencia en Europa al tiempo que se construían nuestros monasterios, viene a morir entre nosotros. Era el estilo que más abundaba en los am­bientes en que vivieron los misioneros antes de cruzar él Atlántico, y que, por tanto, se conservaba más en su recuerdo; pero sobre todo era el estilo en que se hablan formado los alarifes que pudieron pasar al nuevo reino. No encontramos, sin embargo, edificios en todo y por todo góticos, sino que los elemen­tos del estilo se hallan dispersos y asociados a los de otros. El gótico puede observarse, principalmente, en las innumerables bóvedas de crucería, a veces ingenuamente toscas (ca­pilla abierta de Tlaxcala), ricas y refinadas en otras (Huejotzingo, Yuririapúndaro, Yan­huitlán, Oaxtepec); puede verse también en arcos apuntados (Actopan), en haces de co­lumnillas (Tlalmanalco), en arcos conopiales, en tracerías (Yanhuitlán, Yecapixtia) y en for­mas decorativas menores.

 

La presencia de formas mudéjares era una realidad en la España del siglo XVI y nada extraño resulta que pasara a Nueva España. Se encuentra constantemente en. los conventos-fortaleza, ya en la forma de vanos (Actopan), ya en los alfarjes (Tlaxcala), ya en el gusto por el octágono, en la preferencia dada al alfiz o arrabá, para enmarcar vanos, en el uso de ajimeces -columnilas que dividen en dos un vano- o en la decoración de argamasa de aja­racas y atauriques.

 

El plateresco era el estilo más propio de la España del siglo XVI, y es, en consecuencia, el más constante en portadas y elementos deco­rativos de nuestros conventos. Si el plateres­co es ya de por sí un estilo que conjunta ele­mentos renacentistas con otros tardogóticos y con reminiscencias mudéjares, en Nueva España tiende a tornarse todavía más libre. A partir de modelos como la portada de Acolman (indudablemente de mano europea), llega a interpretaciones libérrimas y muy personales, verdaderas aventuras propias de Nueva España, ya gotizantes (portada de Porciúncula de Xochimilco), fastuosas (Yuririapúndaro), simplísimas (Erongarícuaro) o definitivamen­te sorprendentes en su abigarramiento de nichos, como Coixtlahuaca. La columna aba­laustrada, él gusto por los medallones, la decoración de frutas y veneras se combinan con elementos mudéjares, góticos o "tequit­qui", hasta el punto de que la afiliación de ciertas obras al estilo plateresco resulta pro­blemática.

 

En el siglo XVI gustaba mucho la decora­ción pictórica ejecutada al fresco. En ello se manifiesta un afán de riqueza, una necesidad didáctica, un deseo de exaltación de la pro­pia orden religiosa, al mismo tiempo que la continuación de una vieja tradición medieval renovada con el renacimiento. La pintura mural fue encomendada casi sin excepción a los "tlacuilos" o pintores indios, que se ha­bían formado en las escuelas de artes atendi­das por los propios frailes en varios conven­tos, siguiendo el primer ejemplo de fray Pedro de Gante en San José de los Naturales de la Ciudad de México. No hay convento cuyos claustros, iglesia o portería no lleven esa decoración, que a veces se extiende a bóvedas y fachadas. Se trata de historias sacras y vidas de santos, escenas alegóricas, enmarcadas en cenefas de grutescos o “pintura de romano” como se le llamaba; sólo por excepción llevan más de dos colores.

 

Los modelos que inspiraron esa inmen­sa obra pictórica (es difícil imaginar un lugar en el mundo, en cualquier época, en donde en unas cuantas décadas se haya pintado tal cantidad de murales) son casi siempre tomados de grabados de libros; en consecuencia, es una pintura que no corresponde estilísticamente con la europea de su tiempo, que repre­senta más bien un momento anterior al rena­cimiento y que depende estrechamente de la técnica del grabado, en especial del grabado en madera. Pero eso no limitaba la inventiva de los frailes que las encomendaban ni de los tlacuilos que las ejecutaban: las hay inge­nuas y torpes, son más generales las que revelan un trazo fino y muy firme y llega a haber las que manifiestan la influencia propiamente renacentista. La presencia de hechos y temas americanos no falta: en Ozumba se represen­ta el martirio de los niños tlaxcaltecas; en Huejotzingo, los primeros doce franciscanos; en Ixmiquilpan, cl águila emblemática de México, guerreros indígenas con copiles, macanas y chimales, y hasta ¡centauros con huaraches!

 

Las ciudades.

 

Si evangelizar era una tarea primordial, no menos importante fue la de poblar, que aseguraría la incorporación de las tierras con­quistadas al dominio de Castilla. La fundación de pueblos y ciudades era, pues, una necesi­dad urgente. En Nueva España, la primera fundación fue la de la Villa Rica de la Veracruz, pero una vez tomada la capital de los mexicas se sucedieron fundaciones y refun­daciones; porque conviene aclarar que en la mayoría de los casos la ciudad de los con­quistadores se superpuso a una preexistente ciudad india. Así sucedió, desde luego, en el caso de México-Tenochtitlan, que Cortés se empeñó en dejar en su primitivo asiento, desoyendo los consejos de quienes recomenda­ban que fundara la ciudad cabeza del nuevo reino conquistado en un lugar más propicio, sin los problemas que implicaba el estar plan­tada en la laguna y, por lo tanto, con suelo inestable, sujeta a inundaciones y a carencia de agua potable (males, dicho sea entre parén­tesis, que siguieron y siguen siendo endémicos de la ciudad). La decisión de Cortés, política y sentimental a la vez, parece haber tenido consecuencias importantes, tanto por lo que toca al hecho de que las poblaciones se siguieran refundando sobre las anteriores in­dígenas, como por lo que se refiere al trazo de nuestras ciudades.

 

Las ciudades europeas habían surgido sin orden ni concierto, a la buena de Dios, sin ningún tipo de planeamiento. Las america­nas, en cambio, son por lo común ciudades regulares, trazadas con manzanas rectangula­res dispuestas ortogonalmente, y a este hecho no parece ser ajena la primera gran ciu­dad dibujada según tal disposición, que fue México-Tenochtitlan, por más que hubiera los antecedentes de ciudades regulares fun­dadas por los Reyes Católicos, como Santa Fe, frontera a Granada (que parece inspirada en un. campamento romano), y Santo Domin­go, en la isla Española. Las ordenanzas que en 1571 expidiera Felipe II para la fundación de ciudades resultan dictadas, en buena parte, cuando la mayoría de las fundaciones mexi­canas ya existían y están seguramente inspiradas en la misma Ciudad de México y en las que a su modelo se habían trazado.

 

En Mesoamérica había una viejísima tra­dición de ciudades de trazo geométrico, de lo que Teotihuacán o Uxmal son ejemplo sober­bio, y de la cual Tenochtitlan es el último hito. La ciudad del tlatoani Moctezuma estaba perfectamente delineada según una estruc­tura ortogonal y agrupaba en su corazón, alrededor de la gran plaza, los principales edifi­cios religiosos y de gobierno; en los diversos barrios excéntricos se repetía, en pequeño, la misma estructura. Es ésa la que resurgió en la ciudad después que fue conquistada.

 

Apenas desembarazada la ciudad de los cadá­veres y las ruinas que el feroz sitio había de­jado, Cortés -según cuenta él mismo- man­dó a su “jumétrico” Alonso García Bravo que hiciera la nueva traza. Pero García Bravo no pudo cambiar gran cosa la disposición anterior; en efecto, México-Tenochtitlan estaba construida en el lago sobre chinampas que dejaban cursos de agua entre ellas, y esas acequias no eran, obviamente, modificables. La traza de García Bravo reiteró la cuadrícu­la del casco de la ciudad y la dividió en solares que fueron otorgados a los conquistadores y a los nuevos vecinos; quedaba así refundada la ciudad española, a cuyo rededor, también en chinampas, se agrupaba la población indígena. Las acequias, que cruzaban el centro mismo, por la plaza mayor, fueron elemento fundamental de la ciudad por mucho tiempo, y su desecación no fue definitiva hasta fines del siglo XIX; eran la vía de abastecimiento de los productos de las riberas del lago.

 

En esa ciudad de calles de agua y de tierra construyeron los nuevos pobladores sus casas, con una rapidez que asombraba a todos y que sentían en  carne propia  los recién sometidos indios: Motolinía la consideraba una de las "siete plagas" que contribuían al aca­bamiento de la gente. Temerosos de levan­tamientos y ansiosos de equipararse a los hi­dalgos y señores de España, los conquistadores construyeron sus habitaciones como pequeños castillos citadinos, con torreones, almenas y aun puentes levadizos sobre las ace­quias, tal como nos las muestran los prime­ros planos. Andando el tiempo, sus hijos las reconstruirían menos hoscas, más palaciegas, con ricas portadas platerescas o manieristas y galerías de arcos. Ni unas ni otras se conser­van, porque la inseguridad del suelo obligaba una y otra vez a levantarlas desde los cimien­tos. Ya para 1554, la curiosa descripción del catedrático de la Universidad y primer cronis­ta de México-Tenochtitlan, Cervantes de Sala­zar, nos la presenta como una gran ciudad, de calles anchas y regulares, espaciosas plazas, soberbias iglesias y orgullosos palacios.

 

México no fue una ciudad protegida por baluartes o murallas. Las propias primeras casas fueron pequeñas fortalezas, pero sobre todo su situación en un lago le daba una defensa natural: estaba sólo unida a tierra firme por las calzadas antiguas de Ixtapalapa (al Sur), Tacuba (a occidente) y Tepeyac (al nor­te); a oriente una calzada que completaba la simetría terminaba en el lago, en el lugar donde Cortés mandó construir el único edifi­cio militar, las atarazanas, donde se guardaron para cualquier eventualidad los berganti­nes que sirvieran en el asedio a la capital me­xica. Otras ciudades que se construyeron a imagen y semejanza de México-Tenochtitlan fueron también ciudades abiertas: la Puebla de los Angeles, Guadalajara, Antequera del Valle de Oaxaca y tantas otras; todas ofrecen el mismo trazado en tablero de ajedrez y to­das presentan en la plaza mayor los principa­les edificios públicos.

 

Hay excepciones a esta regla; se trata por lo general de reales de minas: ahí no hubo la posibilidad de escoger el lugar apropiado para la fundación, sino que éste fue determi­nado por la circunstancia de la presencia de yacimientos ricos en plata y oro. Tasco, Za­catecas, Guanajuato y tantas otras trazaron sus calles y levantaron sus casas según lo per­mitió la difícil topografía del terreno que les tocó en suerte, donde no había intención reguladora ni ordenanza que fuera válida. Tam­poco obedecen al plan geométrico villas que permanecieron en su antiguo asiento de difícil acceso y no fueron cambiadas al llano cerca­no (que ésta fue la práctica común), como es el caso de Jalapa, Orizaba o Huauchinango; o bien pueblos de paso que fueron creciendo según lo exigían las necesidades, como el caso de Cuautitlán, donde se rendía la primera jor­nada en el camino del norte, que se extendió con ventas, posadas y tiendas por kilómetros al borde de la carretera.

 

Una curiosa característica de nuestras ciudades es el fincarse como desentendidas de los ríos, como a espaldas suyas y no volca­das hacia ellos. El Atoyac cruza Puebla de los Angeles, pero apenas podía ser advertido antes  de que fuera entubado; Guanajuato está atravesada por tres cursos de agua que con­fluyen en su propio centro, pero que no aparecen sino en los traspatios de las casas, muchas veces construidas como las calles mismas sobre los propios cursos de agua; y como ellas, la gran mayoría de nuestras po­blaciones parecen no querer saber nada del río o arroyo sobre el cual se fincaron.

 

El arte culto manierista.

 

La vida de las cinco o seis décadas que siguieron a la conquista está dominada por el tono rural. Y ese mismo tono se impone, consecuentemente, en el arte. Por más que los indios anteriores a la llegada de los españo­les vivieran en grandes ciudades, a veces notablemente mayores que las poblaciones europeas, la tarea evangelizadora se hacía primordialmente en el campo, que teñía enton­ces una muy alta densidad de  población. La encomienda, ese sistema de usufructo de la tierra y de tributos que tanto refleja el sistema señorial de la Edad Media, es también una institución típicamente rural. El arte mo­nástico a que nos hemos referido deja ver el ascendiente de un mundo rural en su descui­do de los modelos, en su inventiva libre, en su misma improvisación.

 

Pero toda esa situación tendía a cambiar radicalmente hacia las tres últimas décadas del siglo. Por una parte, el predominio de las órdenes monásticas parecía disminuir nota­blemente, porque la gran obra evangelizadora, con todos los defectos que pudiera tener, es­taba de cualquier modo concluida, salvo en las regiones del norte, todavía no penetradas en firme; porque la corona, preocupada del predominio monástico, reducía constante­mente las prerrogativas de emergencia que les había concedido en un primer momento, y afirmaba en cambia el predominio del poder episcopal y del clero  secular.

 

Par otra parte, la encomienda estaba tam­bién desapareciendo, antes de ser sustitui­da  par el sistema de la hacienda, porque la corona tampoco quería dar más alas a la for­mación de cuasi-señoríos poderosos a este lado del Atlántico, y así reducía su vigen­cia a tres, dos o una generación, mantenía en suspenso el prometido "repartimiento gene­ral" de indios y dictaba leyes que, al mismo tiempo que protegían a éstas, restaban poder a los encomenderos. Además, la decadencia de la encomienda y también la disminución del ascendiente de los frailes estaban en relación directa con la vertical disminución de la población indígena, resultado del choque con la nueva cultura, de la explotación de la encomienda y sobre todo de las terribles pes­tes que se abatieran sobre Nueva España en la segunda mitad de siglo.

 

Al mismo tiempo que eso sucedía, la po­blación europea y la de sus descendientes criollas aumentaba. El hecho es que las ciu­dades crecían y se afirmaban con una estruc­tura interna poderosa, que sus nuevos habi­tantes en su gran mayoría ya criollos aban­donaban armas y armaduras  por brocados y sedas, y trocaban la residencia en sus pueblos por la vida cómoda y más interesante de sus palacios citadinos: "En pueblos chicos todo es brega, murmuración, envidia y lo que de ahí se sigue", decía Balbuena al encomiar la ciu­dad frente a la vida rústica. Para esos crio­llos orgullosos, refinados y picados de aristo­cracia de sangre o intelectual, la cultura de corte rústico  era insuficiente: buscaron y procuraron, pues, una que estuviera a la altura de sus aspiraciones.

 

En términos de artes plásticas, el manie­rismo, ese último modo del renacimiento, o, según se quiera ver, ese nuevo estilo posterior al renacimiento y anterior al barroco, era el estilo más propicio a la circunstancia. Era, desde luego, el estilo de la Europa del tiempo, y en su refinamiento, en su preocupación por la norma, en su ponderación, resultaba el arte adecuado para la nueva sociedad urbana. Tam­bién, en su regularidad y relativa sencillez, era el arte que convenía para expresar la ma­jestad real: así sucedió en España y así suce­dería en México en el momento en que el poder real se imponía cada vez más.

 

Empezaron entonces a llegar a Nueva Es­paña artistas con una formación muy comple­ta, enseñados en talleres de renombre y que incluso habían alcanzado ya cierta reputación. Otros, establecidos en el país desde antes, se pusieron pronto al día por el contacto con los recién llegados y por lo que aprendieron en los muy numerosos libros de preceptiva artística, que sabemos llegaron entonces a las costas novohispanas en gran cantidad. De la nueva consideración en que esa culta sociedad tenía al artista existe más de un indicio. Sus nombres los recogen a menudo los poetas del tiempo y algunos de ellos pasaron a Nueva España acompañando a grandes señores; así, Simón Perines vino como pintor de la corte del marqués de Falces, don Gastón de Peral­ta, cuando éste acudió a hacerse cargo del vi­rreinato, y el arquitecto Francisco Becerra fue protegido de otro virrey, don Martín Enríquez, y en su séquito pasaría después a los reinos del Perú. Del ambiente culto que se im­ponía en las ciudades son muestra las obras que se emprendieron: el deán De la Plaza mandó decorar su casa manierista de Puebla de los Angeles con frescos que, ahora repre­sentaban los Triunfos de Petrarca; la Ciudad de México encargó en el santuario de los Remedios una decoración pictórica basada en temas tomados de la mitología clásica.

 

El manierismo, como arte culto y citadi­no, apasionaría pronto, en esas décadas fina­les del siglo XVI, al medio urbano. Pero to­davía conviviría, hasta los años finales del siglo, con el arte monástico que persistiría en el medio rural. No deja de haber una influencia manierista en el ámbito frailuno: el pintor Perines trabajó en los retablos de los conven­tos de Tepeaca, Malinalco y Huejotzingo, al lado de la decoración pictórica que empren­dió en el palacio real y de los cuadros que ha­cía por encargo del cabildo de la catedral de México; las iglesias conventuales de Tecali, Zacatlán, Quechólac y Cuilapan son basíli­cas manieristas, algunas de una gran pureza, y los frescos del convento de Tetela del Volcán revelan un pintor culto a la europea. Pero, en general, podemos entender la situación artís­tica de Nueva España en el último tercio del siglo XVI como dividida en dos grandes esferas: en una, la urbana, se imponía el manie­rismo, informado por la idea de traspasar a América el refinado arte europeo de la época; en otra, la rural, persistía la tradición monás­tica de la época de la evangelización, que se preocupaba poco de los modelos, que los conocía mal y que no se interesaba en repetir otra Europa a este lado del Atlántico.

 

Ya para los primeros años del siglo XVII el nuevo arte había desplazado definitivamen­te al anterior. Y este hecho es de la mayor importancia, porque el mundo artístico de todo el siglo XVII, y de casi todo el XVIII, dependerá de la transformación paulatina del manierismo -por su propia necesidad de cam­bio y por la presencia constante de nuevos modelos europeos- y no tendrá prácticamen­te contacto con el antecedente del arte monás­tico anterior. Puede verse, pues, que en la cultura y en el arte de Nueva España hay una cesura rotunda que se abre al final del siglo de la evangelización y la encomienda.

 

La primera obra arquitectónica definiti­vamente manierista que conocemos, aunque sea sólo por grabados, es el túmulo imperial que Claudio de Arciniega construyó en ma­dera, en la capilla de San José de los Natura­les, para las honras fúnebres de Carlos V en 1559. Aunque pasajera, la obra era importante por el acontecimiento a que estaba desti­nada, y Arciniega pudo mostrar, ante el asombro de los conocedores, la corrección con que seguía los cánones de una arquitectura renacentista que seguramente había aprendido en libros. Quizás obra suya sea también la basílica de Tecali, con sus tres naves sepa­radas por danzas de arcos que se apoyan so­bre airosas y correctas columnas dóricas, y con una fachada extraordinariamente equilibrada, en donde pares de columnas corintias sostienen un sencillo entablamento y un fron­tón triangular; fachada ésta que, por su corrección, podría estar en cualquier ciudad ita­liana de la época. Hacia finales del siglo, la arquitectura manierista tiende a hacerse menos amable y más geométrica, inspirada en la modalidad herreriana que se había im­puesto en el monasterio real de El Escorial: ejemplos de ello son las portadas norte y las interiores de la catedral de México; y la portada de la iglesia de Santo Domingo de Puebla (1612).

 

Con el momento del manierismo coinci­de también el inicio de las grandes catedra­les mexicanas, que terminarían barrocas en el siglo siguiente. La de México, que substitui­ría a la modesta catedral vieja, se inicia en 1573; la de Puebla, en 1575; la de Mérida, a partir de 1563, y la de Guadalajara, en 1571.

 

Las catedrales mexicanas de esa época repre­sentan un compromiso entre las ideas de cla­ridad y sencillez, propias de la arquitectura renacentista y manierista, y la necesidad de que los edificios cumplieran las complejas y diversificadas funciones que tradicionalmente se requerían de una catedral; representan también un compromiso entre las ideas e in­tenciones de sus constructores y las posibili­dades técnicas de llevarlas a cabo. En ambos sentidos son edificios ejemplares y represen­tan una de las grandes aventuras de la arquitectura de la época en el mundo hispánico.

 

En Mérida, el arquitecto Miguel de Agüero levantó un edificio de tres naves a la misma altura, separadas por arcos sobre gruesas co­lumnas toscanas; sobre el crucero, una cúpula, y las bóvedas con nervaduras de ascendencia gótica, pero cortadas en ángulos rectos de manera que aparentan casetones renacentistas. En Guadalajara, Martín Casillas conserva las naves a la misma altura, pero las separa por machos compuestos de columnas clásicas, aunque no levanta cúpula y utiliza bóvedas góticas de crucería. En México, Claudio de Arciniega, el gran arquitecto manierista, y quienes le siguieron (Agüero, Pérez de Casta­ñeda, Gómez de Trasmonte) consiguieron el equilibrio más perfecto entre el  espacio com­partimentado requerido por las funciones ca­tedralicias y el sentido de amplitud y claridad caro al renacimiento manierista: su éxito pue­de verse en el hecho de que Puebla -muy de cerca- y las catedrales del siglo XVII siguie­ran en lo fundamental su ejemplo.

 

La catedral mexicana tiene cinco naves a diferente altura, lo que permite iluminación directa a cada una; las naves más exteriores están dedicadas a capillas que se entregaban a gremios y cofradías; las siguientes, llamadas procesionales, permiten  el tránsito libre por la iglesia; la central aloja el coro de canónigos y el presbiterio con el altar mayor; se utilizaron formas tomadas de la arquitectura clásica, pero con libertad suficiente para adaptarlas a las necesidades propias del edificio; aunque se empezaron a cubrir las capillas con bóvedas de crucería, su terminación, muy entrado el siglo XVII (la consagración no se haría sino hasta 1667), permitió que las naves llevaran bóvedas vahídas y de lunetos, más acordes con el espíritu del edificio.

 

La pintura manierista se inicia en Méxi­co con Simón Perines, pintor muy correcto, y con el finísimo artista conocido a falta de su verdadero nombre como Maestro de Santa Cecilia; el gusto por delinear la figu­ra a la manera florentina, por los colores sua­ves, el amor al desnudo, el uso de transparencias y el moderado claroscuro puede ad­vertirse también en el San Sebastián que se encontraba en la catedral de México, atribui­ble quizás a Francisco Sumaya. Una segun­da generación de pintores, también formados en Europa pero posteriores, se muestra más proclive a cierto dramatismo, a usar pers­pectivas exageradas y medias figuras en los primeros planos y, en general, a utilizar re­cursos que el barroco explotaría después más ampliamente; entre ellos podemos contar a Andrés de la Concha, a Pedro del Prado y, sobre todo, el gran Baltasar de Echave Orio (llamado Echave el Viejo), fundador de una dinastía de pintores. Hacia prin­cipios del siglo XVII, esos pintores han es­tablecido aquí importantes talleres, han for­mado discípulos y tienen una amplia clientela con un gusto definido; aparece entonces la pri­mera generación de pintores formados totalmente en el medio novohispano, que apor­tan algo más personal -caminando hacia lo barroco- que sus  maestros, pero que están muy alejados del movimiento europeo que sí vivieron aquéllos.

 

La escultura novohispana de la época manierista fue siempre de gran calidad y a veces logró realizaciones extraordinarias.

 

Su sentido de decoro, dignidad, elegancia y expresividad contenida desplazaría definitivamente la ingenuidad, libertad y frescura de la escultura  "tequitqui" y dejaría una huella que se seguiría manifestando a lo largo de la época barroca.

 

El escultor Pedro Requena, en el retablo de Huejotzingo, se muestra muy bien entera­do de las corrientes modernas, pero todavía depende de antecedentes flamencos y españo­les de principios del siglo en la finura de los pliegues y en cierta rigidez de que no siempre sabe desprenderse. Mucho más dado a las formas amplias, a la expresividad y al movimiento -aunque siempre contenido- es el desconocido escultor del retablo de Xochimilco, de comienzos del siglo XVII, que sabe lograr también una concentración dignísima en la formidable talla de la Inmaculada del mis­mo retablo.

 

Conviene mencionar la escultura "de caña", principalmente de Cristos, que aunaba una técnica prehispánica consistente en cubrir un armazón de cañas de maíz con una pasta hecha de la pulpa de la misma planta y otros ingredientes, con la técnica europea del esto­fado y el encarnado. Los escultores Cerda (Matías y su hijo mestizo Luis) parecen haber sido los primeros que la emplearon, y son famosos en ella los Cristos de la Profesa, de Chalma y de Santa Teresa, ahora en la cate­dral de México.

 

El barroco.

 

El estilo barroco domina gran parte del arte occidental desde la segunda década del sigla XVII. En Nueva España, el barroco, además de ser el arte del tiempo, es el que se acomoda a la circunstancia espiritual del país.

 

En efecto, los criollos, necesitados de afianzar su propia personalidad americana y diferente de Europa, deseosos de enseñar su orgullo y la riqueza del país, empeñados en mostrarse de una piedad ejemplar,  encontraron  en la  exuberancia, riqueza y libertad de las formas barrocas el mejor aliado. Su sentido religioso omnipresente pudo reflejarse también en la vertiente dramática del mismo barroco. Su apremio por sentirse puestos en una realidad magnífica y esplendorosa pudo verse satisfecho con las transformaciones for­males de ese estilo, su fastuosidad y su irrealidad.

 

El barroco, que adquiere en México tonos y modas indudablemente propios, concuerda con el espíritu y las necesidades anímicas de su tiempo y de su sitio. Deriva de las formas manieristas tan apreciadas en Nueva España en las últimas y primeras décadas de los siglas XVI y XVII, pero juega un continuo con­trapunto con los modelos que el arte europeo del tiempo -él mismo transformándose en ba­rroco- le ofrecía.

 

Además de todo lo anterior, es necesario considerar el carácter conservador de la sociedad criolla, que se sentía precisada a man­tener ciertos valores aceptados por ella misma como propios, porque le ofrecían una garan­tía de su existencia y de su lugar en el mun­do; eso se refleja en las formas artísticas como una tendencia opuesta al cambio natu­ral y opuesta a los modelos venidos de allen­de el Atlántico, siempre prestigiosos pero siempre vistas con desconfianza y no acepta­dos sin resistencia.

 

En la época barroca han quedado atrás los viejas monasterios de una sola nave y sin crucero; es ahora el tiempo de las catedrales de tres o cinco naves, pero sobre todo de pa­rroquias, santuarios e iglesias citadinas. La planta casi invariablemente aceptada es la de cruz latina, de obvia ascendencia manierista; cuando se trata de una iglesia importante, suele llevar capillas laterales en el cuerpo de ella -siguiendo más o menos cerca el modelo de Vignola-, pero no comunicadas entre sí (Santo Domingo de Puebla, San Agustín de México), o bien puede presentar tres naves separadas por machos de columnas y danzas de arcos, como parece haberse preferido en las iglesias jesuitas (la Profesa de México, la Compañía de Puebla; aunque las actuales son del siglo XVIII).

 

En la Ciudad de México del siglo XVII se prefirió por mucho tiempo la cubierta de ma­dera ricamente trabajada en alfarjes, pero en Puebla y otras ciudades pronto se impuso y se extenderla después a todo el reino el gusto por las bóvedas: vahídas, de arista o de cañón con lunetos; la cubierta de bóveda obligó siempre a una cúpula en el crucero, que en México es más comúnmente octogo­nal, con tambor o sin él, y recubierta de azu­lejos.

 

Los santuarios suelen tener, detrás del presbiterio plano, un "camarín" o capilla interior, reservada  a la imagen patrona. El coro está siempre a los pies de la iglesia, elevado sobre la puerta de entrada, con excep­ción de las catedrales (que lo tienen en la nave central) y de las iglesias anexas a conventos de monjas; éstas presentan coro alto y bajo, separado de la iglesia por rejas y celo­sías, lo cual obliga a que los ingresos sean laterales y en consecuencia la nave de la igle­sia paralela a la calle.

 

Desde fines del manierismo, también se impuso la costumbre de integrar la torre o las torres (en su caso) a la fachada. Y también desde entonces se establecieron ciertas cons­tantes del barroco mexicano, como la diferenciación entre zonas "activas" en una iglesia, donde se concentra todo el esfuerzo decora­tivo (la portada, la cúpula, las torres), y zonas "pasivas", que están casi totalmente despro­vistas de él; o bien la adopción de la retícula manierista que divide en cuerpos y calles las fachadas y los retablos: todas las fantasías decorativas inventadas por nuestro barroco no pudieron (salvo en el último momento) borrar el apego a esa estructura rígida de ori­gen clásico.

 

La evolución del barroco mexicano, en todo lo que tiene de aventura imaginativa y de violación de la lógica constructiva clásica, se finca en lo que podríamos llamar el ataque a la columna y a los demás apoyos arquitectónicos La columna o la pilastra son, en su simplicidad, los elementos centrales de la ar­quitectura, y por esa misma simplicidad inaceptables a la compleja mentalidad del hom­bre barroco. Así, empezó por jugar con las estrías y contraestrías del fuste clásico, haciéndolas zigzaguear u ondular (fachadas de la catedral de México); o bien separó el primer tercio de la columna con una compli­cada moldura; o decoré ese primer tercio con profusión de follaje; o cubrió todo el fuste de hojarasca pétrea; o, en fin, llegó a la columna helicoidal o salomónica en la segunda mitad del siglo (de donde se conoce esa modalidad barroca como "barroco salomónico"). Con eso negaba la verdad original del elemento de apoyo, cuya función era precisamente sostener, y fincaba la nueva verdad barroca en la riqueza, la negación de la lógica y la altera­ción de la realidad.

 

Alrededor del proceso del apoyo barroco como elemento central se agrupan un sinfín de recursos diversos, todos encaminados a trastrocar la lógica original de la arquitectura y a crear una sensación de irrealidad, fasto, originalidad y absurdo: frontones rotos, mo­vimiento ondulante de fachadas o retablos, agrupamientos de columnas, alteración de entablamentos, apuramiento de todos los recursos del contraste entre luces y sombras; y, desde luego, la fastuosidad de una decora­ción a base de lazos, bichas, angelilos, follaje, frutos, tarjas y demás, que va paulatinamente apoderándose de las superficies y dándoles esa calidad animada, de cosa viva, tan propia de nuestro barroco. Así se llegó, a fines del siglo, a las extraordinarias fachadas de la So­ledad de Oaxaca, de San Cristóbal de Puebla o de San Bernardo de México; a retablos tan fastuosos como el de Santo Domingo de Pue­bla, el de la iglesia de Tlalmanalco, de Metz­titlán, Libres, Azcapotzalco; las capillas de San Pedro, los ángeles de la catedral de México y muchísimos más.

 

Es del caso tratar de otros recursos ba­rrocos, tal como el uso de la policromía, ya por agregación de pintura, ya por la coloración natural de los materiales, como el tezon­tle rojizo y la chiluca café de la Ciudad de México, y el rojo ladrillo combinado con azulejos en Puebla, que comenzaron a emplearse des­de fines de esta centuria. En muchas zonas empezó a usarse en los exteriores la argamasa en las formas decorativas, ya como recuerdo de lacerías mudéjares, ya en los elementos propios del nuevo barroco; y, muy princi­palmente en la región de Puebla.(extendiéndo­se hasta Oaxaca), el uso de estucos dorados o yeserías en la decoración de interiores, de que son muestra excelsa Santo Domingo de Oaxa­ca, Tlacolula o la capilla del Rosario de Puebla.

 

La generación de pintores que trabajan en México en el primer tercio del siglo XVII es la que realiza el tránsito del manierismo al barroco; más manierista que barroca, sin embargo avanza definitivamente hacia el nuevo estilo. El proceso resulta particularmente interesante porque se trata de pintores como Luis Juárez, López de Herrera (llamado "El Divino"), Baltasar de Echave Ibía, que se forman ya en México, como discípulos de los que habían llegado de Europa; quedan aisla­dos, en este mundo transoceánico, con mí­nima relación con el movimiento pictórico eu­ropeo, entregados a buscar par sus propias fuerzas el camino hacia el nuevo estilo, muy influidos unos por otros (por lo reducido del medio en que trabajan) y, eso sí, fuertemente respaldados por una clientela con un gusto definido. Las novedades de fuera se introdu­cen por grabados, por la presencia de cuadros importados siempre en número muy reduci­do y ocasionalmente por la venida de  algún maestro, como el sevillano Alonso Vázquez, que parece haber influida en el gusto "vene­ciano" que por esos años se deja sentir en México.

 

Luis Juárez, primero de una dinastía de Juárez pintores, fue el que más fama alcanzó en su tiempo: el incipiente barroquismo pue­de verse en sus composiciones abiertas, en el abigarramiento de sus coros angélicos, en el tratamiento zigzagueante de los paños de vívidos colores y brillantes reflejos, y sobre todo en una muy buscada sentimentalidad piadosa. El Divino Herrera, famoso por sus suaves y finísimos rostros de Cristo, introdu­ce el recurso de los escorzos violentos, las figuras en difíciles y complicadas posturas y utiliza la novedad de cierto realismo en los rostros. Echave Ibía resulta un ecléctico que indistintamente se apega a las enseñanzas an­teriores o introduce el paisaje de lejanas pers­pectivas.

 

Hacia 1636 llega a México Sebastián de Arteaga y con él y la venida de obras de Zur­barán (se conservan en México algunas de sus mejores pinturas) se introduce en el medio la escuela tenebrista española, especialmente de cepa zurbaraniana, que gusta de los fuertes contrastes de luz y sombra, y del realismo como recurso expresivo. Arteaga pinta obras de primerísimo orden en estricto apego a la escuela española de entonces, como la Incredu­lidad de Santo Tomás, pero en otras, no in­feriores, se resiente de la influencia de la tradición local (Cristo en la Cruz, Desposorios) otro tenebrista llegado entonces fue Pedro Ramírez (Lágrimas de San Pedro), que más pronto se plegó al gusto del medio limando “asperezas” en su pintura (risto atendido por los ángeles, Santa Teresa, Santa Rosa).

 

Los mexicanos formados aquí recibieron la novedad con entusiasmo, pero la atempera­ron en un eclecticismo que les permitía seguir estrechamente ligados a la tradici6n pro­pia; el mayor quizá de ellos, José Juárez, es zurbaraniano en La adoración de los Reyes, pero mucho menos en la Aparición de la Vir­gen a San Francisco o en su gran obra Los Santos Justo y Pastor y llega a recibir la influencia de Rubens en su Sagrada Familia. Otros ar­tistas en la misma situación ambivalente son Echave Rioja, Tinoco, Sánchez, Salmerón y, un poco más tarde, Rodríguez Carnero.

 

Hacia el último cuarto de siglo, el influjo tenebrista se había atemperado y diluido, la presencia de Rubens (sólo a través de graba­dos) había aumentado y los artistas logran una amalgama de esos modelos sumados a la propia tradición nunca abandonada e incluso afectada por la influencia "atemporal" de gra­bados que se conservaban en los talleres. Surge una pintura muy característica, de dibujo fuerte, colorido cálido, composiciones complejas -aunque siempre con un toque de estatismo-, que alcanzó gran aceptación. Los importantes talleres de la Ciudad de México, especialmente los de Juan Correa y Cristóbal de Villalpando (los dos pintores más fa­mosos), trabajan para satisfacer la deman­da de la ciudad y del reino y aun exportan pinturas a otras partes de América; los ta­lleres de provincia (Puebla, especialmente) mantenían una decorosa competencia con los de la capital. De lo mucho que pintó Correa cabe destacar la Asunción de la catedral de México y la Virgen apocalíptica o el Matrimonio místico de Santa Rosa; de lo que pin­tó Villalpando, el San Miguel de la catedral de México, los cuadros de Santa Rosa en Az­capotzalco o la serie de la Vida de San Ignacio en Tepotzotlán. Con ellos, que trabajaron hasta principios del siglo siguiente, termina la reciedumbre  de la pintura mexicana: será substituida por la amabilidad, la dulzura y la galanura, más afines. a la nueva época, que inician Juan y Nicolás Rodríguez Juárez y que llevarán, andando el siglo, mucho más le­jos José de Ibarra y Miguel Cabrera.

 

La huella del manierismo, con su reposo y decoro, su elegancia y solidez, persistirá por buen trecho en el siglo XVII. La escultura manierista había conservado el gusto anti­guo del estofado (es decir, no sólo policroma­ba las obras de madera, sino que aplicaba la pintura sobre un fondo de oro), y esa costumbre se siguió en América durante los siglos siguientes, mientras desaparecía en España. El barroquismo se deja sentir por la riqueza y fastuosidad, apreciable sobre todo en la complicación de los paños y en el movimiento de las figuras, y por el realismo y el drama­tismo. Los escultores Ximénez (Apóstoles de las portadas de la catedral de México) mues­tran todavía contención y "decoro", pero gustan de los recursos expresivos de los detalles realistas; realismo y dramatismo son las notas de la cabeza de San Pedro de Alcalá (Te­potzotlán) y el drama se lleva a su máxima tensión en obras del último tercio del siglo, como el terrible San Francisco del Tercer Or­den de Tlaxcala.

 

Un lugar muy particular merece la escul­tura de relieves, como los usados en las por­tadas religiosas, que van desde la sobriedad de recuerdo manierista (San Agustín de México) al movimiento abigarrado influido por la pintura de Rubens (catedral de México, obra de los Ximénez) o al drama del finísimo relieve de la Soledad de Oaxaca. Igualmente son importantes los relieves de las sillerías de coro, como la de la catedral mexicana, de Juan de Rojas, o la de San Agustín (ahora en la Preparatoria de San Ildefonso), de Ocam­po, ya en los albores del siglo XVIII. En fin, ese paso de un siglo al otro está señalado y significado por las magníficas esculturas de arcángeles de la capilla de San Miguel de la ca­tedral, que presentan jóvenes arrogantes, ri­quísimamente ataviados, cuya pertenencia a un mundo y a una realidad que no son los terrestres parece fuera de duda.

 

La Catedral de México, en su dedicación.

 

El 22 de diciembre de 1667 se llevó a cabo la segunda y definitiva dedicación de la catedral de México, con sun­tuosas ceremonias y regocijo público. En esa fecha estaba concluido el “bu­que" de la iglesia, es decir, la obra pro­piamente arquitectónica de muros, pilares y bóvedas, pero faltaba terminar las portadas y las torres: la conclusión de todo lo cual no se alcanzaría sino hasta 1813. En el interior ostentaba ya una importante  decoración barroca, pero estaba lejos de serlo que vería el siglo XVIII en cuanto a retablos, sillería, órganos y pinturas. Con motivo de la terminación de ese año, Isidro Sariña­na, entonces canónigo de la catedral y después obispo de Oaxaca, criollo de la Ciudad de México, y por eso doblemen­te orgulloso de la obra y orador de renombre, publicó en opúsculo su sermón sobre la Noticia breve de la solemne, deseada, última dedicación del templo metropolitano de México, corte imperial de la Nueva España..., impreso por Francisco Rodríguez Luperci, "merca­der de libros en la puente de Palacio". La obra hace una apretada pero muy bien informada historia del edificio, desde su inició en 1573, después una cuidadosa descripción del estado en que se encontraba en el momento de la dedicación, y finalmente un relato de la festividad misma. He aquí unos pá­rrafos transcritos, donde el lector podrá, además de conocer la catedral en algunas de sus partes, palpar el barroco estilo de Sariñana, ya de por sí un testimonio del siglo XVII.

 

“...Habiendo cooperado en la edifi­cación de este templo por espacio de noventa y cuatro años el desvelo de tan­tos señores virreyes parece que aunque a todos parcialmente correspon­de la gloria de edificadores suyos, como a todas las piedras de una bóveda la hermosa construcción de su fábrica, pues en ella recíprocamente se sostie­nen, y sin la sucesión y arrimo de una en otra, fuera caduca ruina, la que, usó Séneca persuadiendo la unión y coope­ración de los hombres, todavía se pue­de dudar de cuál entre tantos se podrá decir por excelencia en la posteridad que edificó este templo (hablo en el sentido en que las obras públicas se atribuyen a los gobernantes, como a ejecutores de la voluntad real, reser­vando siempre la primacía de esta gloría a la capital influencia de los reyes nuestros señores): respondo que siem­pre deberá decirse que lo edificó el excelentísimo señor marqués de Mancera, por haberle acabado... Oí decir alguna vez a su excelencia que acabarle fue más felicidad que diligencia... El dictamen es tan racional que convence en parte el intento, mas no disminuye el mérito (¿cuándo no le aumentó la modestia?) porque aunque halló su ex­celencia el complemento posible (aquí estuvo la felicidad), no le halló fácil (aquí la diligencia); obra había para más tiempo, si hubiera en su excelencia fervor para menos obra... Merece el excelentísimo señor marqués el glorio­so nombre de edificador del suntuosísi­mo Templo Mexicano, por haberle dado última perfección, pues si la denomina­ción de las ciudades se toma de las murallas que las perfeccionan, la de los templos también de la perfección que los acaba..., que las cosas no se denominan por lo que serán, sino por lo que ya son...

 

“...La forma de su arquitectura es de orden dórico: la materia de sus columnas, bases, capiteles, cornisas, frisos, estribos, exteriores, arbotantes y guar­niciones es de piedra de cantería (chi­luca) y lo restante de sus muros y ma­cizos de sus paredes, de una especie de piedra roja (tezontle), que, siendo muy porosa y ligera, con todas las bocas de sus poros arguye claramente la singular providencia con que la creó Dios en las cercanías de México, proporcionándola a su terruño y previnién­dola a la constancia de sus edificios. Tiene de longitud el templo, por plan­ta o pavimento, que corre del mediodía al septentrión, trescientos noventa y tres pies geométricos, que hacen ciento y treinta y una varas, y de latitud cien­to noventa y dos pies, que componen setenta y cuatro varas, excluyendo en esta medida los anchos de las paredes. Divídese su planta en cinco partes, que son la nave mayor, las dos proce­sionales y las de las capillas que por los dos lados ciñen y terminan la fábri­ca. La nave mayor tiene de diámetro, de columna a columna, cincuenta y tres pies; las procesionales, treinta y tres, y lo mismo las capillas. Tiene siete porta­das; dos al septentrión, a los lados de la capilla de los Reyes, que correspon­den a las naves procesionales y están enteramente acabadas; dos en los ex­tremos del crucero, que miran al orien­te y al poniente, cuya hermosa arqui­tectura se compone de cuatro medias columnas estriadas, con sus nichos intermedios, sobre cuyos capiteles, volada una hermosa cornisa, recibe otras cuatro menores, que están hoy a más de la mitad y han de guarnecer tres ventanas, las dos colaterales cuadradas y lo de en medio con cerramiento vahído, sobre la cual está otra circular. Las otras tres portadas (que, como dije antes, aunque desean hoy su principio, esperan breve su fin) son las de la fa­chada principal, que corresponde a la plaza mayor y miran al mediodía.

 

“El todo de la iglesia hace forma piramidal, disminuyéndose proporcionalmente sus alturas desde la nave mayor hasta las capillas. De las venta­nas, que son ciento setenta y cuatro, tres en cada forma, las colaterales cie­rran en círculo y las medias son obra de cortes, guarnecidas de molduras, con cerramientos en cercha y derrames interiores y exterior, y así participan a lo interior del templo grande claridad, recibiendo enteramente y sin embarazo la luz la nave mayor. Las dos procesio­nales se forman sobre veinte antas o columnas, diez por cada banda, que desde el principio de la base al capitel tienen cincuenta y cuatro pies, y de cir­cunferencia, catorce. Compónese cada una de cuatro medias muestras estriadas, con sus traspilares correspondien­tes a las muestras, que salen de los muros y divisiones de las capillas. La cubierta es de cincuenta y una bóvedas, que asientan sobre setenta y cuatro arcos y cincuenta y una formas. Las bóvedas de la nave mayor y las del crucero son de cañón de lunetos, cuyos perfiles guarnecidos con medias molduras suben a recibir los recuadros que se comparten en el espacio del cañón, en cuyo centro se forma un cuadro perfec­to en que asienta un escudo de las armas reales de Castilla y León, de medio relieve, dorado y orlado con la cadena del toisón... Sobre las cuatro antas o columnas del medio del crucero se levantan los cuatro arcos torales que reciben la cúpula o cimborrio. Entre ellas hay de diámetro cincuenta y tres pies geométricos, que corresponden a doscientos y doce de circunferencia. En los cuatro ángulos donde se mueven los arcos se levantan cuatro pechinas que, siguiendo el balance y movimiento de los arcos, cierran a la misma altura de sus claves, en triángulos equidistantes, haciendo en su eminencia la figura ochavada perfecta, la cual se corona y perfecciona con las molduras de un ar­quitrabe y cornisa, en cuyo friso están repetidos los triglifos y metopas que pide para la más cabal hermosura y perfección de semejantes edificios el arte. En ésta se mueve un banco de ocho paños, en que están otras tantas ventanas... El cerramiento de la cúpula es terciado y sigue la figura del banco en ocho paños iguales, guarnecidos de molduras, que suben hasta la clave, la cual forma un círculo abierto de nueve pies de diámetro, sobre el que carga y se forma la linternilla o fanal, en que remata el cimborrio...

 

“...Católicamente invectiva, la erudi­ta pluma del cardenal Belarmino contra los herejes petrobucianos y uviclesistas, que, opuestos al culto divino, reprendie­ron sacrílegos el adorno de los templos, notó que éste consiste así en la misma grandeza de sus fábricas como en las imágenes, cruces, cálices, vestiduras y otros ornatos, en que magníficamente logra la plenitud cristiana lo más precio­sa de sus riquezas. Cuánto se adorne este templo a sí propio con la suntuosidad de su fábrica ya se conoce de la descripción antecedente,  y así, pasando con brevedad a las demás partes de su adorno, si éste resplandece en las imágenes, razón porque san Gregorio Niseno, celebrando de grande el tem­plo de San Teodoro, aplaudió en él no menos lo pintado que lo esculpido; en éste hay tanto que admirar en esta parte que falta espacio para la individuación a la pluma y aún es breve el de muchos días a toda la velocidad de los ojos para atender el primor de los pin­celes en los lienzos o el esmero de los gremiales en los bultos. La imagen de Nuestra Señora de la. Asunción (mis­terio titular de esta santa iglesia) es de oro, como también la peana y cuatro ángeles que asisten... Pesa ciento trein­ta y nueve marcos y cinco onzas y me­dia... Y aunque sobre tan noble mate­ria añadió preciosidad la variedad de piedras, que brillantes estrellas resplandeciendo en mejor cielo pudieran dar envidia a los astros, si cupiesen pasio­nes en lo insensible, con todo vence a la materia la forma: siendo tan vivo el movimiento de la planta, tan airoso el impulso del vuelo y tan afectuosamen­te elevado el rostro, que parece repite al original los movimientos y que, agi­tándole el arte, sin obstarle el peso, sube también el retrato. Tiene otra ima­gen de plata, que es de la Concepción...”

 

Bibliografía.

 

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