Historias, Leyendas y Cuentos de México

Capítulos 91 a 100

91.            La economía.

Por: Josefina Zoraida Vázquez

 

Causas del mal estado hacendario.

 

La lucha por la Independencia del al país destrozado. No sólo murieron algo así como 600.000 hombres, que representaban la mitad de la fuerza de trabajo de la nación, sino que a causa de muertes, destrozos y abandono de labores la agricultura quedó reducida a la mi­tad, la minería a una tercera parte y quedaron seriamente dañados la industria y el comercio.

 

Pero además de pérdidas tan cuantiosas, a partir del decreto de 1804 el virreinato había visto salir partida tras partida rumbo a la península, además del neto líquido que quedaba, una vez pagados los gastos la administración y la ayuda a otras colonias. Primero fue el dinero que iba redimiendo el Juzgado de Ca­pellanías para cumplir con el decreto de enajenación de capital de capellanías y obras pías, o sea 12 millones de pesos. En seguida vinieron las contribuciones voluntarias o forzosas para el sostenimiento de la guerra contra Napoleón, que ascendieron a unos 14 millones y, una vez normalizada la situación en la península en 1814, empezaría la salida de caudales de co­merciantes españoles cansados del caos independentista novohispano. Y finalmente, consumada la Independencia, la salida de otros ricos comerciantes que no estaban de acuerdo con ella.

 

El capital novohispano se había esfumado y los años que siguieron a la Independencia fueron de gran estrechez de recursos; no es de extrañar, pues, que los 55 ó 60 millones de pe­sos que Alejandro de Humboldt supuso había en Nueva España, José María Luis Mora los calculara reducidos a la cuarta parte. Así, a pesar de la llegada de capital extranjero, como los 12 millones que, según manifestaciones del primer ministro británico, fueron gastados por los ingleses en México y los 10 millones de los préstamos ingleses, el capital brillaba por su ausencia.

 

Aun la Iglesia carecía de dinero en efectivo, y siempre que no pudo reunir las cantidades que se le exigían, se achacó a mala voluntad del clero. En general, no parece ser éste el caso. Cuando Iturbide solicitó préstamos, los carmelitas y agustinos llegaron a poner en venta algu­nas de sus propiedades, aunque no lograron reunir el total de la cuota que les correspondía. Los particulares se las veían negras para reunir capital, y los préstamos del Juzgado de Capellanías estaban tan solicitados, que se necesitaban influencias para lograrlos. Lucas Alamán, el apoderado del duque de Monteleone, a pesar de las grandes garantías de los bienes de la herencia de Hernán Cortés, se vio en grandes apuros al tratar de reunir un préstamo de 100.000 pesos que el duque so­licitaba y sólo logró enviarle 40.000.

 

En fin, la situación económica con que se enfrentaba el nuevo país era en verdad apurada. Para colmo tuvo que aceptar una deuda de 76’286,499 pesos, que, una vez depurada de partidas dudosas, quedó reducida a 45 millones.

 

Sin embargo, el optimismo criollo confia­ba en que el buen gobierno, los grandes recursos novohispanos, explotados adecuadamente, y la libertad de comercio devolverían pronto su prosperidad al reino. Por de pronto, los hombres que entonces manejaban los asun­tos públicos pensaban que la gente tenía que darse cuenta palpable de las ventajas de la independencia, ¿y qué mejor manera de re­bajar o anular impuestos? Esta fue una gran ironía de la situación mexicana: el país necesitaba más dinero y ahora se cobrarían menos impuestos. La situación a la que tuvo que enfrentarse Iturbide fue muy difícil. El ministro de Hacienda, Pérez Maldonado, trató de con­vertir en pilares de la economía el monopolio del tabaco y la minería. Se decidió la aboli­ción del quinto real, que se pagaba por todo mineral extraído; se permitió la libre impor­tación de azogue y se rebajaron los impuestos.

 

Era difícil reanimar la economía con menos brazos, menos capital y una administra­ción poco adiestrada. Los gastos subieron unos 3.000 pesos mensuales, y los ingresos descendían más y más. El viejo promedio de 20’462,307 con que contaba Nueva España a fines del siglo XVIII, ya para 1820, en víspe­ras de la consumación de la Independencia, se había reducido a 14’405,574 y a sólo 10’628,740 pesos para 1822.

 

La desorganización era terrible y la propia rebaja de impuestos hacía más confusa la administración hacendaria. Por entonces, sólo los impuestos sobre la venta de artículos trajeron un incremento al erario. A pesar de la rebaja de impuestos, había ascendido a 3’950,490 en 1822, unos 900,000 pesos más que el promedio a finales del siglo XVIII. El Imperio mexicano había abierto sus puer­tas a todas las naciones y decidió reducir las múltiples viejas cargas a sólo un impuesto de importación del 25 % ad valorem. Por su­puesto que la ocupación de San Juan Ulúa hasta el año 1825 dañó el comercio del puerto más importante del país; pero los demás puertos del Golfo, Tampico, Sisal, Campeche e Isla del Carmen, comerciaban activamente, y pronto los del Pacífico, como Mazatlán y Guaymas, también se animaron con el comercio. El intercambio era principalmente de ace­ro, aguardiente, mantas y paños, medias de algodón y papel. A pesar de la libertad de comercio, no dejó de seguir operando el viejo contrabando.

 

Iturbide tenía que cubrir gastos inmedia­tos, como los del ejército. Gracias a que con su ayuda se había logrado triunfar, Iturbide apeló a contribuciones de buena voluntad para equiparlo y algo se reunió con donaciones del clero y del pueblo, que expresó su deseo de contribuir a veces incluso con un peso.

 

Iturbide se daba cuenta de que un ejército que había llegado a sumar 75,000 hombres, además de oneroso era ineficiente. Trató de reducir su número a 36,000 hombres y para ello a todo aquel que hubiera servido más de seis meses en el Ejército Trigarante ofreció un pedazo de tierra y un par de bueyes si se retira­ba. Por de pronta, no sólo hacía falta pagarlo, sino equiparlo, puesto que el desconocimiento de las Tratados de Córdoba por las Cortes es­pañolas significaba un peligro de guerra.

 

Las necesidades apremiaron e Iturbide se vio obligado a descontar un porcentaje del 8 al 20 % sobre los sueldos civiles y militares, de acuerdo con su monto, y a buscar présta­mos. Dentro del país, la gente que tenía capi­tal no simpatizaba ni confiaba en Iturbide y con cierta razón: se había apoderado de partidas particulares, o sea de las envíos custodiados que atravesaban el país de Acapulco a Veracruz. No tenía, pues, más recursos que el exterior y los préstamos forzosos.

 

Como un financiero mexicano residente en Londres, Francisco de Borja Migoni, se había ofrecido a conseguir un préstamo británico, pidióse al Congreso la negociación del préstamo. Esto, sin duda, emplearía tiempo; por tanto, no había más remedio que acudir a los impopulares préstamos forzosos, con garantía de los bienes de los hospitalarios, de los jesuitas, de la Inquisición y del Fondo Piadoso de las Californias. Lo apurado de la situación impulsó al gobierno a poner en subasta esos bienes del clero que estaban en poder civil por decretos españoles, pero no aparecieron compradores. Se impuso también una contribución directa a los estados; pero todo fue inútil, la política hacendaria imperial fracasó y la caída de Iturbide fue su consecuencia natural.

 

La deuda nacional en 1823.

 

¿A cuánto ascendía la Deuda nacio­nal de México en los primeros meses de su independencia? En 1814 consis­tía en 35 millones de pesos, que se de­bían a particulares y corporaciones, y 33 millones, que se adeudaban a otros ramos del erario español, lo cual, suma­do a 2 millones de intereses vencidos, arrojaba un total de más de 70 millones de pesos. En 1822, según el cálculo que hizo Antonio de Medina, ministro de Hacienda, había que agregar a la úl­tima cifra casi 6 millones en créditos nuevos, tanto anteriores como posteriores a la Independencia, y también intereses vencidos, lo que daba un total de más de 76 millones de pesos, inclui­dos casi 10 millones de intereses venci­dos. Sin embargo, nadie había compro­bado a fondo si la cantidad de 76 millo­nes era correcta o no.

 

México venía a ser como aquel rico de la parábola de Manuel Payno, que heredó muchos bienes y también mu­chas deudas, pero sin saber cuánto de lo uno y cuánto de lo otro. Para averi­guarlo a ciencia cierta, fue nombrada el 25 de octubre de 1821 una junta titula­da del Crédito público. Esta junta terminó su trabajo el 31 de julio de 1822 con un informe que confirmaba el cálcu­lo de la Deuda nacional hecho por Antonio de Medina, al tiempo que rechazaba ciertas partidas.

 

La deuda a particulares y corporacio­nes, que ascendía en 1814 a 35 millones de pesos, fue reconocida por el gobierno (a ella se refieren básicamente los 40 millones, que incluyen intereses vencidos de 1814 a 1822), mientras que la deuda a otras ramas del erario, que en 1814 ascendía a 33 millones de pesos, fue anulada (a ella se referían las deducciones por 36 millones). Esta anulación fue correcta, ya que se trataba principalmente de sumas que Nueva España debía a España y a otras posesiones españolas, y que perdieron su justificación al disol­verse el nexo entre la metrópoli y la colonia. Así, el valor nominal de la Deuda nacional mexicana ascendía en 1823 a casi 45 millones de pesos, suma pe­queña en relación con los recursos na­turales de México, según observó el ministro Arrillaga en 1823.

 

Pero en las arcas del gobierno no había fondos para las necesidades más elementales y, por tanto, menos para poder amortizar el probable empréstito. ¿Qué solución era factible? A grandes males, grandes remedios.

 

Cálculo en pesos de la Deuda

 

Deuda nacional anterior a la independencia:                        76’000,000

 

Deducciones por la Independencia:

Partidas dudosas:                                                      9’000,000

Partidas canceladas (remisibles a España        

Y situadas en otras colonias):                     27’000,000

Total deducciones:                                      36’000,000

 

Deuda reconocida ant. a la Independencia:                          40’000,000

Deuda de la Independencia:                                                   6’000,000

Total deuda:                                                                          46’000,000

Deducciones:                                                1’000,000

Deuda neta:                                                                           45’000,000

 

Puesto que por diversos motivos no era posible o conveniente reducir los gastos del era­rio (lo cual habría sido la solución más correcta), se presentaban ante Iturbide dos caminos: repudiar la deuda heredada o nacionalizar los bienes de la Iglesia.

 

El repudio de la Deuda era en esa época un procedimiento desconocido, pues hasta los gobiernos más radicales de la Revolución francesa respetaron la Deuda de la corona. La nacionalización de los bienes eclesiásticos, en cambio, era un remedio bastante común para paliar los males del erario, practicado no sólo por gobiernos protestantes y li­berales, sino también por los católicos. Por esta razón, no parecía fuera de lu­gar hablar de ella como una posibilidad de resolver la enfermedad crónica del fisco en esa época.

 

El caso más notorio de desamorti­zación era el de la Revolución francesa. El 2 de noviembre de 1789, el estado confiscó los bienes de la Iglesia con el fin de pagar la Deuda pública, estableciendo para ello certificados llamados assignats y garantizados precisamente por los bienes de la Iglesia. Y hay que recordar el caso anterior de los jesuitas, cuyos bienes en Nueva España produje­ron al erario alrededor de 6 millones de pesos. El método se popularizó en los países hispanos en la era napoleónica; así se mandó por Real Cédula de 26 de diciembre de 1804 que se enajenasen en Nueva España las fincas da funda­ciones piadosas y se recogiesen los capitales impuestos, lo que produjo al gobierno español la cantidad de más de 10 millones. Esta medida se suspendió en 1808 a causa de las protestas de muchas personas afectadas.

 

En 1813 fue abolido el Tribunal de la Inquisición, y sus bienes y rentas se incorporaron a la Hacienda pública; en fincas y capitales impuestos esos bienes ascendían, según Alamán, a 1.264.000 pesos, y según Mora, a poco más de 1.500.000. “Desde enton­ces –comenta Alamán-, estos bienes se fueron hipotecando en todos los prés­tamos forzosos y voluntarios que se hicieron antes y después de la inde­pendencia, y al fin se enajenaron, sin haber pagado ningún crédito de los que con esta seguridad se contrajeron.” Por el mismo año se publicó en Cádiz un fo­lleto de Juan Alvarez Guerra, Modo de extinguir la Deuda pública eximiendo a la nación de toda clase de contribucio­nes por espacio de diez años, y ocu­rriendo al mismo tiempo a gastos de la guerra y demás urgencias del Estado, folleto reimpreso en México en 1814.

 

Influido por los ideólogos franceses, Alvarez Guerra afirmaba que la Deuda nacional se debía satisfacer con los bie­nes de la nación, los cuales se podían dividir en dos categorías:

 

Bienes que la nación conservaba en propiedad y usufructo, como baldíos, comunales, temporalidades (de las órdenes religio­sas extintas, o sea de los jesuitas), y asimismo los bienes de la Inquisición. cuyas propiedades ya eran administra­das por el estado; y,

 

Bienes propiedad de la nación, pero cuyo usufructo se había cedido a la Iglesia. El autor pro­ponía vender los bienes de la Iglesia, con el fin de liquidar la Deuda pública. El diezmo debía abolirse y el estado pagar al clero.

 

Parece que Iturbide, empujado por la situación crítica del erario, dio varios pasos por ese camino. A principios de diciembre de 1821 dos meses después de la Independencia se entrega­ron al Ayuntamiento de México, para su administración, los bienes de los hospitalarios (vendidos después en 1929 y 1842). "En el resultado de este negocio -observa Alamán-, el clero pudo ver que nada había adelantado con promo­ver tan eficazmente la Independencia y que con ella no había conseguido otra cosa que acercar más el peligro y hacerlo por esto mismo más inminente." A esta medida siguieron otras casi si­multáneamente.

 

Iturbide pidió un préstamo forzoso con garantía de los bienes de la anti­gua Inquisición y del Fondo Piadoso de las Californias, cuyos préstamos ascendían a 631.057 pesos, según Mora, y cuyas haciendas se vendieron después entre 1833 y 1843; al mismo tiempo negoció un préstamo con las catedra­les, asignándoles una cantidad deter­minada, igual que a las comunidades religiosas. Se tropezó con la dificultad de que la misma iglesia carecía de di­nero en efectivo y, por ejemplo, los car­melitas y agustinos trataron de vender algunas de sus haciendas a fin de cum­plir con su cuota; al final se reunieron aproximadamente 500.000 pesos.

 

Por último, el Congreso autorizó a la regencia a vender las temporalidades, cuyo valor ascendía, según Mora, a 3.513.000 pesos, operación que en aquel momento no se efectuó. Es teóricamente posible que con los bienes del Fondo Piadoso, la Inquisición y las tem­poralidades, cuyo total ascendía a va­rios millones de pesos, el gobierno me­xicano hubiera podido rescatar la Deuda nacional o por lo menos una parte de ella, cuyo valor nominal ascendía a 45 millones de pesos, pero que, en rea­lidad, valía una pequeña fracción de esta cifra, con lo que hubiese restable­cido el crédito público y ahorrado al país muchos años dolorosos de penuria fiscal y de agio.

 

(Tomado de Jan Bazant, La Deuda Exterior de México. México, 1968).

 

En busca de una política hacendaria.

 

Para todos, el advenimiento de la República significó un segundo nacimiento y, por tanto, una nueva oportunidad. Se consideraba el régimen imperial como una extensión del español. El gobierno provisional tuvo la suerte de contar con hombres aptos como don Lucas Alamán, que se dieron cuenta de que eran necesarios cambios drásticos. Se suprimieron los préstamos forzosos, se detuvo la emisión de papel moneda e hiciéronse esfuerzos por frenar los gastos del estado. La reac­ción fue inmediata y el papel moneda recobró casi su valor total. El gobierno nacional o federal decidió mantenerse con los impues­tos ordinarios, el producto del monopolio del tabaco y una contribución fijada por el Con­greso a los estados, a la que se dio el nombre de contingente. Sólo se eximió de ese pago el estado de México, porque había tenido que ceder la rica Ciudad de México para establecer el Distrito Federal, la capital de la República.

 

El clero aceptó pagar la novena parte de los diezmos que anteriormente pertenecían a la corona, pero en 1824 el Congreso decidió que esa parte sería para los estados y no para el gobierno federal. En el cobro de su parte de los diezmos, algunos estados dieron mues­tra de su eficiencia y se organizaron a la par con la Iglesia para mejorar el sistema de cobros; otros, en cambio, no vieron nunca ni un centavo. Como había muchos obispados vacantes, la cuarta parte de los diezmos que les correspondían pasaron a las cajas estatales.

 

Se presentó el problema del caso del arzobispo Fonte, que se había marchado a Espa­ña por estar en contra de la Independencia. El gobierno nacional y el estado de México se disputaban la autoridad para "guardar" la parte de diezmos correspondientes. Finalmente se acordó que el gobierno nacional guardaría los cobros correspondientes al Dis­trito Federal, y el estado de México lo cobrado dentro de sus límites. Los estados contaron así con una parte de los diezmos, de manera que cuando, en 1833, se suprimieron, el gobierno nacional se vio forzado a descon­tar del contingente la pérdida que significaba para el gobierno de los estados. Claro que el contingente siempre se pagó con gran irregu­laridad.

 

Desgraciadamente, las acertadas medidas del gobierno provisional no eran suficientes para empezar a amortizar las deudas: el país, por su carencia de dinero, se veía precisado a pedir préstamos para enfrentarse con las amenazas de la Santa Alianza de España. El Congreso autorizó un préstamo extranjero de 8 millones de pesos. Al presentarse en México un agente de la compañía Barclay-Herring-Richardson se iniciaron los tratos en seguida. Pero en Londres, Borja Migoni había firmado ya un contrato con la casa B. Goldschmidt. En este contrato se estipulaba una cláusula por la que el gobierno mexicano no podría hacer otro empréstito durante cierto tiempo; por tanto, para aceptar el préstamo de la Barclay-Herring-Richardson se tuvo que dar una remuneración especial a la Goldschmidt. De esa manera, mediante una autorización del Congreso se obtuvieron dos préstamos en lugar de uno.

 

Borja Migoni consiguió un préstamo en condiciones realmente desfavorables. Se re­cibió sólo el 50 % del valor, y a eso hubo que deducir una serie de gastos dudosos, como una cantidad pagada para acallar al agente diplomático Mackie, que descubrió algunos de los sucios tratos de Borja Migoni. México recibió 5’686,157 pesos y expidió bonos por valor de 16 millones. Se comprometía a pagar 960.000 libras esterlinas anuales, que se ga­rantizaban con la tercera parte de las entradas aduaneras de los puertos mexicanos del golfo de México a partir de 1825.

 

El empréstito de la casa Barclay fue concedido en las condiciones normales en la época. Se expidieron también 16 millones en bonos, pero le entregaron al país sólo 8’329,134 pesos. El interés real del primer préstamo fue del 12 %, y el del segundo, e18 %.

 

El préstamo Barclay tuvo mala suerte. Además de un préstamo a Colombia sin réditos, se perdieron, al declararse esa casa en quiebra, 1’519,644 pesos depositados en la misma casa para pagar intereses de 1826 y parte de los de 1827. México recibió, en rea­lidad, 6’504,490 pesos.

 

México pagó los intereses de los bonos hasta 1827. Los propietarios de los bonos se organizaron en un comité para cobrarle a México, comité que hizo un arreglo con el gobierno de Anastasio Bustamante en 1831, con lo que se logró volver a pagar durante un año y restaurarse momentáneamente el crédi­to mexicano. Pero el cambio político de fines de 1832 obligó a una nueva suspensión de pagos. En 1837, la deuda ascendía a 50 mi­llones y el gobierno trató de resolver el pago de la deuda utilizando para ello las tierras independizadas por Texas. Se ofreció dar tí­tulos de propiedad de tierras del norte a 1,25 dólar el acre (0,4 ha.). Los propietarios de los bonos no aceptaron, con lo que México volvió a verse incapacitado para cumplir sus compromisos. Para colmo, el representante mexicano en Londres, F. de Lizardi Co., emitió bonos no autorizados para cobrarse el débito que tenía con ellos el gobierno. En 1846 y en 1850 se iniciaron nuevos arreglos. Al tiempo del ajuste de 1850, México entregó 2’500,000 pesos de los cobrados como indemnización americana y durante tres años logró pagar los intereses, pero en vísperas de la re­volución de Ayutla volvió a suspenderlos.

 

En fin, los dos préstamos ingleses sirvieron sólo para aplazar el problema verdadero de la falta de capital y la imposibilidad de or­ganizar la Hacienda nacional. A partir de 1827, el gobierno se fue entregando en bra­zos del agio. El ministro de Hacienda tuvo entonces la nefasta idea de vender los ingresos de las aduanas del año siguiente a cambio de cierta cantidad en efectivo y otra en papeles de la Deuda pública interior que ya no tenían valor. Por desgracia, el Congreso aprobó esta medida, y en adelante los prestamistas se convirtieron en un factor importantísimo de los gobiernos o de los pronunciados. Como arriesgaban mucho, trataban de cobrarse el riesgo. De ello resultaron verdaderos abusos, como el de un tal Manuel Lizardi, que en junio de 1828 hizo un préstamo al 536 % de interés anual.

 

El estado nacional fracasó también en su intento de obtener ganancias del monopolio del tabaco, pues entregaba este producto a los es­tados para su venta y éstos casi nunca pagaron su valor. De esa manera, el estado nacional resultaba un cliente moroso y los industriales preferían vender el tabaco a los contrabandistas, que pagaban en efectivo. En 1829, Lorenzo de Zavala, ministro de Hacienda, propuso la liquidación del monopolio, sustituyéndolo simplemente por un impuesto sobre la venta del tabaco.

 

En cuanto a la aportación de los estados para el sostenimiento del gobierno nacional, el contingente tampoco alcanzó a cobrarse. El Congreso distribuyó la cantidad de algo más de 3 millones a pagar entre todos los estados, cantidad fijada de acuerdo con la riqueza de cada uno. Nunca se cobró el contingente completo, pero a partir de 1827 bajó tanto, que para 1828 se empezaron a solicitar contribuciones especiales a los estados y, en vísperas de la invasión española de 1829, se impusieron a éstos préstamos forzosos. Los estados podían descontar las cantidades prestadas del contingente y percibirían además el 4 % de interés.

 

Las únicas entradas productivas eran los impuestos de importación. En 1827 se cobraron 7’828,208 pesos, pero en 1828 bajaron también a 5’692,026 seguramente debido a la influencia del decreto de expulsión de los españoles, que entorpeció el comercio.

 

En 1829 la situación era tan apurada, que el ministro de Hacienda Zavala puso en venta los bienes del clero que administraba el estado; por cierto que las ventas efectuadas se hi­cieron con tal desorganización que apenas se cobró la cuarta parte de su valor, Zavala im­puso también descuentos sobre sueldos civiles y militares y nuevos impuestos sobre propiedades, oro, plata e importaciones. Hizo acuñar monedas de cobre que fueron impopu­lares y que habían de traer el problema de la falsificación constante. Todas estas medidas fueron impopulares y, en cierta medida, la causa de la caída del gobierno de Vicente Guerrero.

 

El gobierno de Anastasio Bustamante trató de dar un orden a la Hacienda e imponer cierta austeridad. Se solicitaron empréstitos voluntarios, se restableció el monopolio del tabaco y se intentó una recaudación fiscal eficiente. El ministro Lucas Alamán trató de industrializar el país, para lo cual importó maquinaria inglesa, y fundó el Banco de Avío con el fin de proporcionar créditos a indus­triales. Hasta entonces no había más fuentes para obtener préstamos que el Juzgado de Capellanías, que prestaba con bajos intereses y aquellos comerciantes que proporcionaban dinero a los particulares y al estado con in­tereses muy altos.

 

A pesar de que Bustamante sólo estuvo dos años en el gobierno, se notó el empeño de su administración por ordenar las finanzas mexicanas. Los grandes cambios de 1833, sobre todo la abolición de la coacción civil para el pago del diezmo, agudizarían la situación hacendaria, que estaría ya constantemente en crisis. En 1835, después del rechazo del gobierno reformista, se pondrían grandes es­peranzas en una administración centralista. Pero el "imperio del agio" extendía cada día más sus fuerzas y el caos era tal que de 1835 a 1840 hubo veinte secretarios de Hacienda. En ese mismo lapso de tiempo, el país afron­taría dos guerras: la de Texas y la de los Pasteles. Durante esta última se intentaron impuestos de emergencia, pero todo fue inútil: el país no logró ni lo más necesario para ha­cer frente al invasor. La situación continuaría deteriorándose y durante el gobierno de San­ta Arma, de 1842 a 1845, habría impuestos sobre ventanas y animales domésticos, prés­tamos "voluntarios" de la Iglesia, préstamos forzosos de particulares y de los departa­mentos, venta de bienes de las órdenes hospitalarias, etc.

 

Los fugaces gobiernos de Herrera y Paredes Arrillaga también trataron de imponer un orden a la Hacienda, pero poco se logró. Al declararse la guerra, la Hacienda pública estaba en la situación más crítica desde la Independencia. Al tomar el poder en 1847, el general José Mariano Salas impuso préstamos forzosos, dando como garantía los bienes del clero. La Iglesia llegó  a firmar documen­tos por 850,000 pesos, lo que demostraba que, si bien no disponía de dinero, si tenía crédito. Al hacerse cargo del poder Gómez Farías, viejo vocero de la desamortización, decidió que se vendieran bienes de "manos muertas" hasta obtener 20 millones de pesos. La protesta violenta de los "polkos" impidió que se llevará adelante tal medida, pero el fracaso absoluto de la guerra fue debido a la falta de numerario.

 

El dinero que México recibió por el tra­tado de paz permitió al gobierno salir de apuros apremiantes. Aunque los gobiernos de los generales José Joaquín Herrera y Mariano Arista pusieron algo de orden en las finanzas públicas, eran tantos los vicios que se arrastraban que era imposible un saneamien­to completo. Para colmo, el último gobierno de Santa Anna sería dispendioso y pudo so­brevivir gracias al dinero logrado al ser ven­dida La Mesilla, que por cierto fue forzada.

 

Pero no todo alcanzó este aspecto caótico. Pese a la situación deplorable de la Ha­cienda pública nacional, algunos estados lograron un cobro eficiente de impuestos y hasta un renacimiento del comercio y la agri­cultura.

 

Minería, Industria y agricultura.

 

La prosperidad novohispana estaba tan ligada a la minería que nadie dudó en su renacimiento, pero su decadencia era tal que se pensó en estimularla disminuyendo los im­puestos que pesaban sobre ella y permitiendo la libre importación de azogue. Esto sería insuficiente, incluso la invasión de  capital extranjero (sobre todo inglés) llegado para ser invertido en la minería. Gracias a la publica­ción del libro del barón von Humboldt, los europeos estaban ansiosos de entrar en el mercado mexicano, por lo que no es de extrañar que lo hicieran con tanto empeño. Pero la exagerada ambición o el desmesurado optimismo hicieron fracasar la mayoría de los intentos. Sólo en casos como el de Zacatecas, en que hubo continuidad, se aseguró el éxito.

 

La industria fue promovida por propios y  extraños. Los mexicanos que habían tenido contactos con el exterior se dieron cuenta de la enorme evolución que significaban las nuevas máquinas y trataron de estimular la industrialización. Don Lucas Alamán fue el promotor más importante y el que mejor se percató de sus diversos aspectos: necesidad de capital, de mecanización de la industria textil existente, de estímulos fiscales y de tarifas protectoras. A su paso por el gobierno se debieron muchas e importantes medidas; una vez fuera de él, su impulso seguiría vivo en la fábrica de Cocolapan, inaugurada en 1836. El entusiasmo de Alamán fue seguido por el de Esteban de Antuñano, que abrió su fábrica “La Constancia Mexicana”. Des­graciadamente, la competencia  era tal que, a pesar de las medidas proteccionistas, los productos extranjeros desbancaban a los mexicanos. Un claro ejemplo era el de la manta: la mexicana media 56 centímetros de ancho, y la in­glesa, 91, pero, a pesar de eso, esta úl­tima resultaba más barata.

 

Además de las industrias textiles se abrieron fábricas de cigarros puros, de cristal, de aceites y dos ferrerías, empezándose a construir carruajes, diligencias y carrocerías.

 

La agricultura sufrió enormemente al ser abandonados los campos para luchar por la independencia, por lo que durante largos años ofrecieron un aspecto desolador. Al principio de la República, con la disolución del mayorazgo, se vendieron haciendas y se arrendaron tierras. Algunos de los decretos de Cádiz hablan afectado los ejidos, que empezaron a venderse; después de 1824, abolidos aquéllos, habría reclamaciones, res­tituciones y, en muchos estados, reparticio­nes de tierras. Todo ello provocó evidente alarma entre los terratenientes y sólo hasta bien entrada la década de 1830 empezó a estabilizarse el precio de la tierra. El problema de una injusta repartición de  ésta no dejaba de ser irónico en un país con casi la mitad de su territorio sin atender.  Sin embargo, a pesar de las facilidades de la ley de coloniza­ción y del estímulo del gobierno nacional, no se consiguió que ciertas familias pobres y sin posesiones colonizaran las tierras del norte.

 

La agricultura padeció la inseguridad, la "leva" y las "bolas" o pronunciamientos militares, pero se fue reponiendo lentamente. También Alamán contribuyó a su mejoramiento con la introducción del arado de reja, y el gobierno procuró favorecerla quitándole impuestos.

 

Comercio.

 

Con la apertura de los puertos mexicanos al libre comercio y la simplificación de im­puestos, el comercio se benefició grandemen­te, aunque para que en verdad progresara hacían falta más y mejores caminos, comunicaciones y seguridad. Tras salvar enormes obstáculos, se establecieron líneas de trans­porte de mercaderías entre Veracruz y Nueva York y entre Veracruz y diversos puertos europeos. Había además numerosas líneas de diligencias para viajar a las principales ciu­dades de la República. Por entonces se proyectó construir ferrocarriles y un canal en Tehuantepec, pero tales ideas se quedaron en los tinteros.

 

El comercio más importante siguió ha­ciéndose a lomo de mula y de caballo. En la región lacustre del valle de México, los tra­jineros eran el medio más importante y, a través de las aguas de Laguna y de los cana­les de la Viga y de Chalco, se transportaban alimentos y mercaderías para la Ciudad de México.

 

Uno de los más interesantes proyectos de los primeros años de la nueva nación era el de formar una marina mercante. El país adquirió algunos barcos para sitiar a San Juan de Ulúa, pero cumplida su misión y licenciado su capitán, el comodoro norteamericano Porter, la. pequeña flota fue desapareciendo. En la década de 1840 se pensó en volver a formar una flota; se compraron dos navíos, que fueron vendidos en cuanto se adivinó la posibilidad de guerra con los Es­tados Unidos, pues se temió, con razón, que de inmediato caerían en poder de éstos. El comercio internacional debía hacerse, por tanto, en barcos extranjeros. Y fueron tam­bién extranjeros,  especialmente ingleses, franceses, norteamericanos y alemanes, quie­nes muy pronto sustituirían a los comercian­tes españoles, que, obligados por las circuns­tancias, habían abandonado el país. Su ausen­cia se notó, sobre todo, en los pueblos pequeños, ya que los nuevos comerciantes permanecie­ron en las grandes ciudades, donde lograron abrir enormes almacenes. A pesar de la prohi­bición a los extranjeros de comerciar al menudeo, aquélla fue burlada constantemente.

 

Debido al interés norteamericano en el comercio mexicano, se abrieron nuevas rutas en el norte que llegaban a Santa Fe y Chi­huahua. Ese activo comercio mostraría ser una buena cuña para los proyectos posteriores de los norteamericanos.

 

Para activar el comercio también hacía falta un sistema monetario en la República, ya que en lugares apartados seguían circulando las monedas españolas. Desde 1824 se empezaron a acuñar pesos con el águila. Las casas de moneda de Durango, Culiacán, San Luis Potosí, Chihuahua y Ciudad de México llegaron a acuñar entre 1825 y 1846 cerca de 60 millones de pesos de oro y plata. La moneda de cobre, introducida a fines de la década de 1820, fue suprimida en 1841 porque se falsificaba con tal profusión que ya nadie confiaba en ella.

 

El comercio legal procedía en gran proporción de Inglaterra (48 %), después Fran­cia y Estados Unidos (17,3 % cada uno) y finalmente Alemania.(7,1 %) y otros países, aunque al propio tiempo existía un activo contrabando. En todas las casas acomodadas del país se consumían artículos importados, lo que motivó que ciertos puertos florecieran con ese comercio extranjero. Algunas ciudades europeas fabricaban artículos especiales destinados a la Feria anual de San Juan de los Lagos, mercaderías que arribaban directamente al puerto de San Blas. Esa feria llegaba a ser el centro comercial de todo el país, ya que se traían artículos de todos los puntos de la República, dando lugar a un amplio in­tercambio.

 

A pesar del desorden, la desorganización y las guerras, lograron forjarse algunas for­tunas mexicanas mediante la agricultura, el comercio, las comunicaciones y hasta con la minería y la industria, aunque la manera más fácil de adquirirlas fue con ayuda de la usu­ra. Pero, en general, resultaba cierto lo que escribía Lucas Alamán en su Historia de México: “Todo lo que ha podido ser obra de la naturaleza y de los esfuerzos de los particulares ha adelantado; todo aquello en que debía conocerse la mano de la autoridad pública, ha decaído; los elementos de la pros­peridad de la nación existen, y la nación como cuerpo social está en la miseria”.

 

Bibliografía.

 

Bazant, J. Historia de la Deuda Exterior de México (1823 - 1946), México, 1968.

Los bienes de la Iglesia en México. Aspectos económicos y sociales de la Revolución liberal. México, 1971.

 

Casasús, J. Historia de la Deuda contraída en Londres. México, 1885.

­

Costelloe, M.  Church Wealth in Mexico; a Study of the "Juzgado de Capellanías" in the Archbishopric of Mexico, 1800 - 1856, Cambridge. University Press, 1967.

 

Potash, R.A. El Banco de Avío de México. El fomento de la industria, 1827 - 1846, México, 1959

 

Valadés, J.C. Orígenes de la República mexicana, México, 1972.

 

92.            La cultura en México (1821 – 1854).

Por: Jesús Velasco

 

La cultura en general y la de un país o un período en particular no es un fenómeno aislado, sino que se encuentra en relación directa con las condiciones sociales, económi­cas y políticas del periodo o el pueblo que la crea y, al mismo tiempo, es un reflejo de ellas. La cultura es histórica, luego se puede hablar de la cultura mexicana de la primera mitad del siglo XIX. Si consideramos que durante este período México careció de un verdadero sen­timiento de nacionalidad, nuestro argumento anterior parece carecer de sentido. Sin embargo, no podemos dejar de notar que existió siempre, consciente o inconscientemente, el deseo y la intención de crear una cultura me­xicana.

 

México nació como país independiente en 1821. En ese año se disolvió la liga política que lo había unido durante tres siglos al Im­perio español. Esta disolución no significó una liquidación inmediata de la continuidad de la cultura europea en estas tierras, particu­larmente de la española. Para que esto fuese realidad tendrían que pasar muchos años y costarle mil sacrificios al país. Aún en nues­tras días es difícil afirmar que México haya logrado superar su colonialismo cultural, pues las más de las veces lo único que ha conseguido es superponer otras formas a nuestro trasfondo español.

 

Refiriéndonos concretamente al período inmediato a la consumación de la Independen­cia, tenemos que considerar que la sociedad mexicana no sufrió ningún cambio radical en su jerarquía de clases. Los blancos -no los peninsulares, sino los criollos-, continuaron siendo, a pesar de sus divisiones internas, la clase privilegiada. De su seno saldrían los po­líticos, los intelectuales y los científicos de esos años. Algunos miembros de otros estra­tos alcanzaron cierto renombre, pero, en tal caso, se debió a que previamente habían su­frido un proceso de "acriollamiento". Lógicamente estos individuos sirvieron a los intere­ses de su clase y en todos ellos existió la profunda conciencia de ser hispánicos.

 

No obstante, dentro del grupo se dio una lucha interna entre el deseo de continuar con la tradición europea y el de crear algo nuevo, algo mexicano. En la político, las fuerzas se vieron enfrentadas en una contienda liberal conservadora; en lo artístico, en la adopción del clasicismo por unos y del romanticismo por otros, y por último, en el campo de la ciencia, en la pugna entre los teóricos y los experimentalistas. En esta lucha no siempre se pueden discernir con claridad las dos fuerzas que en ella participaron. En más de una ocasión, éstas se mezclaron ampliamente. El estilo neoclásico en la literatura y las artes plásticas, por ejemplo, llegó a Nueva Espa­ña en las últimas décadas de su vigencia en Europa. Fue el símbolo del renacimiento del poderío español bajo el reinado de Carlos III y, al mismo tiempo, el símbolo de la Independencia; el uso de sus formas, por tanto, se continuó por algunos años después de consu­mada ésta. La filosofía de la Ilustración nos ofrece otro ejemplo similar. Visto el desarrollo cultural de México durante la primera mi­tad del siglo XIX, podríamos definirlo como el período de la búsqueda de una cultura nacional; sólo sobre esta base adquieren significa­ción las obras realizadas.

 

Al margen de la cultura criolla, generalmente urbana, hubo otra. Aún en el México de nuestros días existen infinidad de subcul­turas en el ámbito provincial y rural, y en las mismas ciudades. Las clases bajas –indios y castas y algunos criollos-, que vivieron aleja­dos de los centros culturales, no participaron, al menos conscientemente, en la lucha sostenida entre la tradición y la renovación. Ellos continuaron con su cultura, o sus culturas, y crearon las obras que hoy englobamos en el término "folklore". Estas formas populares de cultura alcanzarían, paradójicamente, la meta que los intelectuales estaban buscando. Sólo cuando éstos volvieron su mirada hacia ellas y las exaltaron en sus obras, vieron cum­plidos sus deseos de crear una cultura mexi­cana. Pero en el período que nos ocupa sólo se realizó en parte. Este capítulo es precisamente la descripción de la búsqueda y la permanencia de lo que algún día llegaría a constituir la cultura mexicana.

 

En el campo de la poesía, los años de 1821 a 1854 constituyen el período de transición entre las formas neoclásicas de los úl­timos años del virreinato y el romanticismo, que acabaría por florecer en la segunda mitad del siglo. Los deseos de cambio se empezaron a poner de manifiesto durante las dos primeras décadas del siglo, como resultado de la transformación que esos mismos años sufría el país y de las nuevas influencias recibidas de Europa. En 1808, José Mariano Rodríguez del Castillo fundó “La Arcadia”, una socie­dad literaria muy semejante a las que con el mismo nombre existían en Europa. Los poetas que pertenecieron a ella continuaron mili­tando, en términos generales, los modelos e ideas que habían nutrido la producción poé­tica del siglo que pocos años antes había terminado. Sin embargo, en tres de sus más destacados miembros se pusieron de manifiesto algunas tendencias innovadoras. Anastasio María de Ochoa y Acuña, por ejemplo, empieza a valerse en sus obras de los tipos y las costumbres de la sociedad, y Francisco Manuel Sánchez de Tagle, junto a Francisco Or­tega y Andrés Quintana Roo -que no perteneció a La Arcadia-, escribieron los primeros ejemplos de poesía patriótica.

 

A partir de la Independencia, el romanti­cismo empezó a ser el estilo predominante. En estos años, coincidiendo en cierta medida con la división de las tendencias políticas, hubo dos tipos de romanticismo. Autores como José Joaquín Pesado y Manuel Carpio fueron tradicionalistas. Como humanistas de refinada cultura, trataron de escribir ciñéndose a una tradición académica; como miembros de una clase alta y, por tanto, conservadores convencidos, hicieron del pasado remoto y de la religión objetos de su poesía. En definitiva, ellos representaron lo que José Luis Martínez llama "el romanticismo del pasado". Frente a éstos estuvieron los "románticos del futuro", que se agruparon en la academia de Letrán, fundada por José María Lacunza en 1836 y de una duración aproximada de veinte años. De ella salieron la mayoría de los poetas que florecieron en la segunda mitad del siglo. Sus miembros, aunque carecían de la solidez cultural de los anteriores, se caracterizaron por su inquietud, espontaneidad y rebeldía. Influidos por Byron y Espronceda, sus temas preferidos fueron la naturaleza, en José María Heredia; los valores morales, en Fernando Calderón, y, por supuesto, la his­toria de México y la exaltación patriótica, que encontraría su más destacado exponente en Ignacio Rodríguez Galván. En el caso de la poesía patriótica, es conveniente destacar que, siendo México un país en el que la falta de sentimiento nacional era evidente, los intelectuales y los políticos trataron de fomentarla. Un ejemplo claro fueron los diversos concursos hechos para darle al país un himno na­cional. Por otro lado, las constantes y sangrien­tas luchas de ese período ofrecieron un rico panorama para inspirar la poesía del mismo. A diferencia de la poesía, que, a pesar de tener una larga tradición, no superó en estos años anteriores éxitos, la novela,  sin ningún antecedente de importancia en la literatura novohispana, contó con un digno representante en José Joaquín Fernández de Lizardi. Nacido en el seno de una familia criolla de clase medía, recibió una buena educación  en los colegios de Tepozotlán y San Ildefonso. Empezó a escribir en el año 1811.Ya entonces mostró su inclinación por la crítica social, dirigiendo su mirada hacia las costumbres de los diversos sectores de la sociedad mexicana Esta inclinación y sus tendencias políticas le atra­jeron constantes problemas, siendo encarcela­do en más de una ocasión. Hacia el año 1816, probablemente con objeto de evitar las moles­tias que le causaban los censores de sus periódicos y hojas sueltas, empezó a escribir y publicar por entregas su primera y más conocida novela: El Periquillo Sarniento. A ésta le siguieron las Fábulas, La Quijotita y su prima. Noches tristes y día alegre y La vida y hechos del famoso caballero don Catrín de la Fachenda. En el Periquillo, Fernández de Lizardi empleó los procedimientos de la novela picaresca española para narrar las aventuras de un personaje al servicio de muchos amos, lo cual le permitió hacer no sólo un retrato, sino también una crítica de la sociedad de sus días. Esta obra representa el pri­mer intento de un intelectual criollo por tomar en consideración la cultura popular y hacerla objeto de su obra; pero su autor nunca se apartó de los intereses de su clase, razón por la cual toda su obra tiene un sentido moralizante.

 

A pesar de los logros obtenidos en la poesía y la novela, no fueron éstas las formas que más atrajeron a los intelectuales mexica­nos. La literatura política, de hecho, tuvo más representantes, y sus obras, mayor sig­nificación. La explicación de este fenómeno es bien clara si se considera que durante la primera mitad del siglo XIX se llevó a cabo la discusión sobre la conformación política del país no sólo por medio del razonamiento teórico, sino también por el de las armas. Desde el inicio del movimiento de Independencia hasta el triunfo del Plan de Ayutla, el número de folletos publicados es infinito. No hay en todo este período un solo acontecimiento al que no le haya precedido o seguido la publi­cación de una buena cantidad de folletos u hojas sueltas con los más diversos títulos, calidades literarias y argumentos. Más aún, no existe apenas un intelectual de esta época que no haya escrito uno de estos folletos para atacar, favorecer o explicar alguna medida, idea o acontecimiento. Estos folletos fueron, sin duda, una arma política de primera mano, pues por medio de ellos se trataba de ganar el apoyo de la opinión pública en favor de las diferentes posiciones políticas que representaban. Algunos de ellos llegaron a producir un impacto brutal en su momento. Un ejem­plo lo tenemos en el publicado en 1840 por Manuel Gutiérrez de Estrada, sosteniendo la necesidad  de  restablecer la monarquía en México, posición que le valió el destierro del país. Algunos de los más destacados intelectua­les, como Carlos María de Bustamante y el propio José Joaquín Fernández de Lizardi, entre otros, dedicaron gran parte de su vida y de su talento a escribir y publicar dichos panfletos.

 

Una forma más elevada de sostener y justificar las tendencias ideológicas del momento fue la historiografía. La totalidad de los historiadores mexicanos de estos años estuvieron asociados a alguna de las tenden­cias políticas del momento y fueron, por así decirlo, cabezas de las mismas. Ellos volvieron sus ojos al pasado y escribieron con la fi­nalidad inmediata de buscar apoyo a sus prin­cipios ideológicos. Puede afirmarse que todos estuvieron más interesados en el presente y futuro que en el pasado. Sus obras fueron pri­mariamente pragmáticas.

 

Dentro del grupo de autores que podemos considerar exponente de las tendencias libe­rales, el primero en escribir fue fray Servando Teresa de Mier, a quien debemos la Historia de la Revolución de Nueva España y sus Memorias. Estas obras, aunque no lo son de his­toria, en el sentido estricto de la palabra, pueden considerarse como tal, dado que en ellas su autor dejó noticias de muchos acon­tecimientos fundamentales para el conoci­miento de esa época. Cronológicamente le siguió el yucateco Lorenzo de Zavala, quien en 1831 publicó su Ensayo histórico de las revoluciones de México. Carlos María de Bus­tamante fue, Sin duda, el más fecundo de los escritores de este período. Dentro de los mu­chos títulos por él publicados, el Cuadro histórico de la Revolución de la América Mexicana resulta ser el más importante. Por úl­timo, entre este grupo de historiadores se encuentra José María Luis Mora con su obra México y sus revoluciones. Es obvio que las diferencias no sólo de estilo, sino también de contenido, entre estos autores son muchas; pero en general, podemos afirmar que todos coinciden en la idea de que el movimiento de Independencia, y aún más, las condiciones que le habían precedido, hacían imposible que México continuase con los patrones de organización de la época virreinal, a menos que esto se hiciera en detrimento del progreso del país.

 

Considerando que la tendencia conservadora estuvo anclada en la plena aceptación del pasado colonial, resulta sorprendente que haya contribuido con menos obras y autores a la historiografía mexicana de la primera mi­tad del siglo XIX. Lucas Alamán fue el úni­co de sus representantes. La calidad de sus obras de historia -Disertaciones sobre la his­toria de México e Historia de México- es, sin embargo, suficiente para considerarlo el más destacado historiador de su momento. Lo que en ambas obras persiguió Alamán fue poner de manifiesto los beneficios del sistema colonial, así como el desquiciamien­to que había producido la implantación del sistema republicano en México. Consecuentemente, su contenido final era que Méxi­co debía restablecer aquellas instituciones que habían hecho de Nueva España la colonia más floreciente del Imperio.

 

La filosofía estuvo también estrechamen­te relacionada con la política. En este terreno casi no se llegó a dar el tipo de filósofo de gabinete que existió en el siglo XVIII o existiría años después. El racionalismo ilustrado estuvo en la base de la formación de casi todos los pensadores de estos años. También se inculcaron las ideas del liberalismo y, aunque parezca, contradictorio, las del romanticismo -este último fundamentalmente conocido a través de las obras de Víctor Cousin-. El sensualismo de Condillac y el utilitarismo de Bentham fueron corrientes que también in­fluyeron en el desarrollo del pensamiento en México, como se puede apreciar en el caso de las teorías educativas del doctor Mora. Por otra parte, las ideas materialistas empe­zaron a tener defensores en 1835; entre ellos destacó José Ramón Pacheco, quien publicó un ensayo titulado Exposición sumaria del sistema frenológico del Dr. Gall. En éste su autor afirmaba que las funciones intelectuales y morales del individuo estaban regidas por "leyes físicas constantes e invariables". Por último, según afirma Samuel Ramos, parece ser que entre 1835 y 1850 varias de las obras de Carlos Marx fueron conocidas por algunos de los intelectuales mexicanos de esos años.

 

El periodismo fue otra de las actividades que adquirió especial relevancia en el trans­curso de la primera mitad del siglo XIX. En todas las poblaciones de cierta importancia existió al menos un diario; algunos tuvieron amplia circulación no sólo en el interior, sino también en el extranjero. Los diarios de esta época, además de dar noticia de los aconte­cimientos internos y algunas veces de los internacionales, incluían secciones literarias en las que se daban a conocer las obras de los escritores mexicanos del momento. También publicaron traducciones de aquellas que más popularidad habían adquirido, sobre todo en Europa. Llegaron a presentarse secciones cien­tíficas y de crítica de arte. Los que nunca faltaron fueron los anuncios y los editoriales. Estos últimos eran el alma del periódico, pues en ellos se ventilaban las cuestiones po­líticas, convirtiendo al diario en una arma im­portantísima de las facciones o tendencias de la época. Como en el caso de los folletos, ningún intelectual mexicano dejó de colaborar en alguno o algunos de los periódicos publicados.

 

Cronológicamente, "El Diario de México" (1805 – 1816) fue el primero en publicarse durante este período. Con el advenimiento de la guerra de Independencia, el periodismo cobró mayor importancia, puesto que tanto insurgentes como realistas tuvieron la necesidad de informar sobre sus planes y medidas con la obvia intención de ganar el apoyo de la opi­nión pública. Entre los diarios insurgentes, el primero en publicarse fue el “Despertador Americano” (1811), redactado por Francisco Severo Maldonado, al cual le siguió el "Ilus­trador Americano" (1811), de Andrés Quinta­na Roo y José María Coss. Mientras éstos eran redactados, por así decirlo, en los cam­pos de batalla, en la Ciudad de México Fer­nández de Lizardi apoyaba el movimiento con la publicación del "Pensador Mexicano" (1812 - 1814), el cual fue producto de la pro­mulgación de la Constitución de Cádiz, pues ésta sancionaba la libertad de expresión. Si­guiendo al "Pensador", su mismo redactor pu­blicó “La Alacena de Frioleras" (1815 - 1816) y el "Conductor Eléctrico" (1820). A su vez los realistas mantuvieron sus ideas a través de dos diarios principales: "El Verdadero Ilustrador Mexicano" y "El Amigo de la Patria", ambos publicados entre 1810 y 1812.

 

Al consumarse la Independencia, la lucha de facciones dio un considerable impulso al periodismo. Durante la segunda década del siglo continuó destacándose en esta actividad Fernández de Lizardi, quien entonces dio a la prensa el "Correo Semanario de México" (1826 - 1827). Hacia la década de 1830 dos diarios adquirieron una importancia considerable, gracias a las colaboraciones de José María Luis Mora: “El Observador de la República Mexicana” y “El Indicador de la Federación Mexicana”. En ellos se expuso el programa reformista que fue ensayado en esos años por el gobierno de Gómez Farías. Algunos de los artículos serían publicados por su autor años más tarde en dos volúmenes, bajo el ti­tulo de Obras sueltas.

 

Dentro de la actividad periodística de estos años destacan dos nombres: Ignacio Cumplido y Vicente García Torres. Entre los muchos diarios, producto de la incansa­ble actividad del primero, está "El siglo XIX", que, dadas las veleidades políticas del momento, se publicó con tal título entre los años 1841 y 1845. Al año siguiente apareció con los títulos de "El Memorial Histórico" y "El Republicano". Finalmente, en 1848, adoptó de nuevo su título original, continuándose ininterrumpidamente su publicación hasta convenirse en el decano de la prensa liberal en tiempos de don Porfirio. García Torres sobresalió por la edición del "Monitor Constitu­cional" y su sucesor el “Monitor Republicano”. En estos diarios, como en los de Cumplido, colaboraron los más destacados intelectuales y políticos de la época, tanto liberales como conservadores.

 

Hasta el año 1846 la prensa conservadora no tuvo ningún representante de la altura de la liberal, pero con la aparición de "El Tiempo" y la de su continuador "El Universal" en 1848, el vacío quedó cubierto. Ambos dia­rios fueron fundamentalmente el producto de Lucas Alamán; por tanto, los portavoces del programa monárquico, que culminaría con el advenimiento de Maximiliano, de donde proviene su extraordinaria importancia para la historia del país.

 

La sociedad criolla mexicana no sólo estuvo interesada en la política. En las ciuda­des, particularmente, había desarrollado un buen grado de sofisticación y frivolidad, ca­racterísticas que fueron percibidas por algu­nos extranjeros y muchos nacionales, que las usaron como argumentas para criticar a esa sociedad. Sin embargo, la existencia de tales elementos fue en muchos sentidos un factor decisivo para el desarrollo cultural del país. A pesar de los golpes de estado, los cambios gubernamentales, la invasión norteamericana y las crisis económicas, ciertas prácticas no sólo no parecieron verse afectadas, sino que incluso recibieron un buen estímulo. Entre és­tas destaca significativamente la asistencia al teatro.

 

Hasta el año 1844, el Coliseo Nuevo, construido en los últimos años del virreinato, fue el centro de la actividad teatral. Precisa­mente en este año, como respuesta a las demandas del público por un edificio más ade­cuado, se inauguró el Gran Teatro Nacional, conocido también como Teatro de Santa Anna. Tanto en éste como en aquél, la tempora­da teatral se mantuvo en pleno auge con la presentación de compañías extranjeras y na­cionales. El público manifestó en ocasiones tanto interés por esta actividad, que las pá­ginas editoriales de los diarios se dedicaban a la defensa o a la crítica de tal o cual actriz. En cuanto a las obras, generalmente se representaron dramas románticos de autores europeos que llegaban avalados por el éxito que habían obtenido en el viejo continente; tam­bién se pusieron en escena obras de Shakes­peare, Moliere y otros. Los programas inclu­yeron obras de algunos autores mexicanos, entre los cuales tres llegaron a ser bien conocidos: Manuel Eduardo de Gorostiza, Fernando Calderón e Ignacio Rodríguez Galván. El primero, además de ser autor de varias comedias, fue un activo empresario a cuya labor se debió en gran parte el desarrollo del teatro mexicano. El segundo escribió varios dramas románticos y una comedia que aún en nuestros días continúa siendo la obra más conocida de la producción teatral de enton­ces: A ninguna de las tres. Rodríguez Galván, por su parte, fue un autor menos destacado que los anteriores, legando a la posterioridad algunos dramas románticos basados en el pasado colonial mexicano.

 

Las actividades sociales de las clases media y alta impulsaron considerablemente el desarrollo de la música. La educación principalmente de la mujer no se consideraba completa si no se incluía la enseñanza de un instrumento o el canto, para lo cual se contra­taban maestros particulares, en su mayoría extranjeros, que ofrecían sus servicios en la sección de anuncios de los periódicos. Estos músicos aficionados lucían sus habilidades en tertulias o en conciertos privados. Otras actividades requerían los servicios de músi­cos profesionales: los bailes de caridad, las mascaradas de carnaval y los salones de bai­le, como el de “La Bella Unión”. Las representaciones teatrales no se concebían sin la presencia de un cantante, la ejecución de una danza o la interpretación de una pieza musical.

 

Los conciertos y la ópera contaban con muchos interesados. Al poco tiempo de consumada la Independencia, en 1825, José Mariano Elizaga fundó la primera sociedad filarmónica que existió en México. Esta, a través de Lucas Alamán, recibió un definitivo apoyo del gobierno y, a pesar de los vaive­nes políticos, trabajó sin interrupción basta el año 1838, con una orquesta, un coro y una academia musical. Sus actividades incluyeron conciertos mensuales, servicios musica­les para las iglesias y la fundación de una imprenta que publicó varios tratados para la enseñanza de la música.

 

En 1838, cuando fue disuelta la primera sociedad filarmónica, el padre Agustín Caballero fundó en la Ciudad de México una academia de música. Y en ese mismo año apare­ció la segunda sociedad filarmónica, fundada por José Antonio Gómez. Esta trabajó hasta 1864 con actividades semejantes a las de su predecesora.

 

El desarrollo de la ópera no fue menos espectacular. El Coliseo Nuevo y el Teatro de Santa Anna incluyeron en sus programas cons­tantes representaciones de compañías italia­nas y francesas, y, alguna que otra vez, el nombre de una "diva" mexicana fue objeto de alabanzas en los periódicos.

 

En cuanto al gusto popular es obvio que estaba determinado por la moda europea. En la década de 1840, por ejemplo, la “polca” era el baile más popular entre las clases altas y de ahí el calificativo de polcos que se dio a las guardias nacionales durante la guerra con los Estados Unidos. En el campo de la música de concierto, las obras de Mozart, Beethoven, Haendel y otros clásicos y románticos eran bien conocidas del público mexicano. Dentro de la ópera, la italiana era la que con­taba con más adictos.

 

La mayoría de los músicos profesionales fueron extranjeros; sin embargo, algunos mexicanos se destacaron no sólo como ejecu­tantes, sino también como compositores; en­tre ellos se encuentran Manuel de Arezana, Luis Baca, Cenobio Paniagua y Melesio Mo­rales.

 

No sólo la sociedad impulsó el desarrollo musical. La Iglesia jugó un papel importante, al lado de las conmemoraciones cívicas. Los servicios musicales en los templos eran pres­tados generalmente por los propios religiosos; no obstante, en algunas festividades especia­les -Navidad, por ejemplo- eran provistos por particulares aficionados o por las socieda­des filarmónicas, en cuyo caso eran pagados por sus miembros. La necesidad de una exal­tación nacionalista, a través de himnos y can­tos marciales, se hizo patente en algunas fes­tividades, y por ello los diversos gobiernos se interesaron particularmente por la música. El último período de gobierno del general Santa Anna nos ofrece un claro ejemplo del interés por darle al país un himno nacional, el cual se hizo por fin realidad.

 

Al margen de estas actividades musicales, hubo otras no menos importantes. Las fes­tividades populares, como por ejemplo las de San Agustín de las Cuevas (Tlalpan) o la vida en las haciendas, eran inconcebibles sin la interpretación de jarabes u otras formas de música popular. Esta era ejecutada, bailada y gustada tanto por las clases bajas como por las clases altas de la sociedad, siendo, sin duda, un elemento de unificación y democra­tización que pocas veces ha sido considerado, pero que no pasó desapercibido a las perspi­caces miradas de algunos viajeros, como es el caso de Madame Calderón de la Barca.

 

En las artes plásticas, mejor que en otros aspectos de la cultura mexicana de la primera mitad del siglo XIX, se pueden apreciar el des­control que produjo la guerra de Independen­cia y el deseo de crear una cultura mexicana. Durante estos años, la vida de la Academia de San Carlos es en sí representativa de estos fe­nómenos. Fue una institución virreinal que trató de ser adaptada a las nuevas exigencias del México independiente. Fundada en las postrimerías del siglo XVIII, alcanzó un inmediato florecimiento. El estilo neoclásico de aquellos años encontró en sus miembros sus más destacados exponentes. Sin embargo, en 1821, las condiciones que presentaba eran tan deplorables que hubo necesidad de cerrarla por tres años. En 1824 volvió a abrir sus puertas, pero sólo con una existencia. pre­caria. Los maestros que habían dado relieve a la institución habían muerto ya y la prolongada lucha se había encargado del resto, al no proporcionarles ningún alumno que con­tinuara su labor.

 

En 1834 Javier Echeverría entró a formar parte de la junta de gobierno de la Academia y se interesó, de inmediato, por devolverle su antiguo esplendor. Para ello, después de nueve años, obtuvo un decreto del general Santa Anna en el que se ordenaba la reorga­nización de la misma. Una lotería fue esta­blecida para obtener fondos; su administración resultó tan efectiva que el dinero recolectado en ella no sólo sirvió para financiar sus propias necesidades, sino que en varias ocasiones ayudó a otras instituciones y al mismo gobierno. Para la reinauguración de los cursos se contrataron varios artistas extranjeros: Pelegrín Clavé, como director de pintura; Manuel Vilar, de escultura; Santiago Bagally y José Agustín Periam, maes­tros de grabado; finalmente, Eugenio Landesio para la enseñanza de la pintura de paisaje y Javier Cavarllari para la de arquitectura. La apertura de la Academia renovada tuvo lugar, paradójicamente, en uno de los años más trágicos de la historia de México, en el 1847.

 

La pintura fue, sin duda, la actividad que alcanzó mayor importancia en este período. Durante los años en que se libraba la Independencia, Rafael Ximeno y Planes, el más ­importante de los pintores neoclásicos, terminaba sus obras en la catedral, la iglesia de Santa Teresa y en la capilla del Colegio de Minería. Durante esos mismos años, otros dos pintores -José María Vázquez y José Luis Rodríguez Alconedo- realizaban sus obras neoclásicas dentro del género, que en el transcurso del siglo llegaría a ser más estimado, dadas las demandas de la sociedad: el retrato.

 

Desde la consumación de la Independen­cia hasta el año 1854, ningún pintor mexicano -a excepción de Juan Cordero- alcanzó renombre e importancia. El vacío de esos años fue cubierto por una serie de artistas extranjeros, que llegaron al país con las más diversas intenciones: Octavio D'Alvimar y Federico Waldeck con el deseo de hacer for­tuna; el barón de Gross, como diplomático; Claudio Linati con el afán de establecer un taller de litografía en México; Daniel Thomas Egerton, Carlos Nebel, John Phillips, Juan Moritz Rugendas y otros, atraídos por el exo­tismo, las costumbres y la naturaleza de este país. Todos ellos, seguramente, habían sido estimulados por la lectura de la obra del ba­rón de Humboldt.

 

Estos artistas extranjeros pintaron obras excelentes, paisajes, vistas de las principales ciudades y de las ruinas arqueológicas y re­tratos de las costumbres y tipos de los di­versos estratos que componían la sociedad mexicana.

 

En 1846 llegó a México el catalán Pelegrín Clavé y, con él, el academicismo clasi­cista que florecería en la Academia de San Car­los. Clavé había estudiado en la Academia de San Lucas en Roma y seguramente había recibido la influencia de Ingres y Overbeck, el fundador de los nazarenianos. La importancia de este pintor fue doble: por una parte, como maestro de toda la generación que florecería en la segunda mitad del siglo; por la otra, porque produjo y dejó en México una buena parte de su obra. A sus alumnos de acuerdo con el gusto de la época los inclinó a pintar temas religiosos e históricos, pero él personalmente se distinguió como retratista, convirtiéndose en algo así como el pintor oficial de las clases altas de la Ciu­dad de México.

 

El mexicano Juan Cordero fue también un producto de la Academia de San Lucas de Roma, en donde pasó casi toda su juventud y pintó sus primeros cuadros. Cordero fue un pintor extraordinariamente versátil. Magnífico retratista, dejó también buenos ejemplos de pintura religiosa y de historia. Cultivó por igual la pintura de caballete y la mural.

 

Fue, sin duda, un exponente del clasi­cismo académico, aunque con grandes destellos románticos en su obra. Si de alguna manera tratáramos de definirla, se podría decir que fue una búsqueda constante por crear algo que fuera definitivamente mexicano.

 

Las diferencias en calidad y estilo entre las obras de Cordero y Clavé,  si bien perceptibles, son más excepciones que regla. Sin embargo, en sus días fueron el objeto de una enconada disputa cuya causa era simple: Cordero era mexicano y Clavé español. Los liberales apoyaron al primero y quisieron verlo como director de pintura de la Academia; por su parte, el propio Cordero se sentía merecedor de ello. El problema no era de calida­des, sino de nacionalismo. Y su desenlace incluyó una batalla más entre personalismo y legalismo, ya que mientras Cordero buscó el patrocinio de Santa Anna y lo hizo en el momento justo en que su caída definitiva era inminente, Clavé, a través de José Bernar­do Couto, fundó su causa en la aplicación estricta de los estatutos de la Academia. Con el triunfo del Plan de Ayutla, consiguió mantenerse en el puesto de director por algunos años más.

 

Al margen de la pintura académica, que floreció principalmente en la capital, existió la pintura popular, asociada en general a la provincia. Esta continuó con  formas tradicionales y sus contenidos variaron poco; los autores -anónimos en su mayoría- no tuvieron el deseo consciente de estar a la altura de la moda. Los retablos continuaron siendo una de las formas más comunes y a su lado, los acontecimientos de la guerra de Indepen­dencia y sus héroes brindaron un nuevo material a este tipo de expresión. Más tarde, el desarrollo de una burguesía provinciana, deseosa de emular a la capitalina, permitió la aparición de algunos retratistas, como es el caso del tapatío José María Estrada. La carencia de ciertos refinamientos permitió a otros pintores dirigir su mirada a los objetos de la vida diaria y a las costumbres populares; así, aparecieron los bodegones y las escenas costumbristas del poblano Agustín Arrieta. De hecho, lo que la pintura académica pretendió y no logró en este tiempo, la pintura popular lo realizó en buena medida.

 

El grabado y la litografía se desarrollaron parcialmente y en relación directa al pro­greso de la industria editorial, principalmente de la prensa periódica. Entre los grabadores destacó Gabriel Vicente Gahona (Picheta), el cual hizo una serie de caricaturas de crítica social para el periódico yucateco "Don Bullebulle". En litografía fueron Pedro Gualdi, Casimiro Castro y J. Campillo los más destacados representantes.

 

De las artes plásticas las menos afortuna­das fueron la escultura y la arquitectura, posiblemente porque las crisis económicas no permitieron que el estado financiara la construcción de monumentos y obras públi­cas. En el caso de la primera, sólo Manuel Vilar dejó algunas obras de tema histórico y religioso, pero en nada comparables a las que a principio del siglo había terminado Manuel Tolsá. En el caso de la segunda, algo similar aconteció. En los primeros años del siglo XIX Manuel Tolsá, Francisco Eduardo Tresguerras e Ignacio Castera terminaron los más extraordinarios ejemplos de arquitectura neoclásica; después de ellos sólo Pedro Patiño Ixtolinque, Lorenzo de la Hidalga y Javier Cavallari realizaron algunas obras en nada igualables a las de sus precursores.

 

El conocimiento científico, a pesar de haber tenido un significativo desarrollo en las postrimerías del siglo XVIII, en el XIX pareció quedar relegado a un segundo plano. Sin em­bargo, no fue del todo estéril. El Colegio de Minería, sin ser ni la sombra de aquella ins­titución en la que Alejandro de Humboldt había enseñado, seguía contando con extraor­dinarios laboratorios, y algunos intelectuales, como Lucas Alamán, esperaban que de su seno volvieran a salir científicos que le devolvieran al país su antiguo esplendor minero. Por otra parte, algunos de los alumnos formados en él siguieron trabajando tanto en el campo de la investigación como en el de la aplicación de ésta a la técnica. Andrés del Río, por ejemplo, después de haber colaborado con Humboldt en algunas investigaciones, fundó en 1803 una ferrería en Coalcomán (Michoacán), con la finalidad de obtener productos destinados a la fabricación de herramientas para el trabajo de las minas, y pos­teriormente volvió a la Ciudad de México para continuar sus investigaciones y su trabajo docente. Otros químicos notables fueron José María Vargas y Leopoldo Río de la Loza, este último fundador de la primera fábrica de productos farmacéuticos que se estableció en México.

 

En los últimos años de la colonia, el método experimental había empezado a sustituir a la enseñanza escolástica. Este hecho, en el terreno de la medicina, abrió las puertas a la disputa entre los cirujanos romancistas y los latinos. Los primeros representaban las ten­dencias renovadoras que pugnaban por una enseñanza práctica; los segundos sostenían la necesidad de continuar con las enseñanzas de Hipócrates y Galeno. Aquéllos ganarían poco terreno en el transcurso del siglo XIX. Entre sus hombres más representativos se cuentan: Casimiro Liciaga, que empezó a en­señar anatomía sobre cadáveres, y Pedro Escobedo, considerado el padre de la cirugía en México, el cual restableció la Academia de Medicina en 1838 e inició la edición de su revista. En el campo de la investigación médica sobresalió en particular Manuel Carpio, que realizó los primeros estudios microscópicos en este país.

 

Las ciencias biológicas tuvieron sus científicos. Pablo de la Llave publicó, entre 1832 y 1833, unas memorias en las que describió nuevas especies animales y dio noticia de va­rias plantas nativas hasta entonces no consi­deradas en las obras de Francisco Hernández o Mariano Mociño. En colaboración con Juan Martínez de Lejarza, escribió el primer trata­do sobre las orquídeas. Lucas Alamán, por su parte, también interesado en  botánica, colaboró -igual que Mociño- con el científi­co francés De Candolle, enviándole colecciones de plantas mexicanas. Dignos de mención son también Rafael Chovell y Juan Luis Berlandier, quienes llevaron a cabo importantes estudios sobre la flora del norte de México.

 

Otros aspectos del conocimiento científi­co como las matemáticas y la física, carecie­ron de representantes. Esto no significa, sin embargo, que estuvieran del todo olvidados. El Colegio de Minas incluía su enseñanza como un aspecto fundamental y en la Academia  de San Carlos, al reorganizarse la enseñanza de la arquitectura, se programaron, como asignaturas obligatorias, matemáticas, resistencia de materiales y física; su director trajo los textos correspondientes para impartir estas materias. En suma, aunque esca­so, el conocimiento científico no estuvo del todo ausente durante la primera mitad del siglo XIX.

 

Para concluir esta imagen del nivel intelectual de México en esta primera etapa de su vida independiente es necesario mencionar que la industria editorial se fortaleció progresivamente durante aquellos años. El país y sobre todo su capital contaron con buenas bibliotecas, tanto particulares como pú­blicas. En estos años se fundaron los primeros museos, las galerías de San Carlos y en una sala adjunta a la iglesia de Loreto se es­tableció la primera exposición de obras indí­genas encontradas en Tlatilco. Por último, hay que recalcar que el interés por la educa­ción fue constante. Y si recordamos que du­rante estos años el país vivió sumergido en un caos político y económico, ciertamente estos logros culturales adquieren una enorme significación. Su importancia estriba en que abrieron el camino de esa búsqueda que lleva­ría a la creación de la cultura mexicana.

 

José Joaquín Fernández de Lizardi.

 

La literatura mexicana encuentra uno de sus mayores exponentes en la figura de José Joaquín Fernández de Lizardi. En 1908, su carrera se proyectó hacia la poesía, la novela, el drama y el perio­dismo.

 

Durante buena parte de su vida escri­bió con intención política y social. Parti­cipó en los primeros intentos de insurrección para conseguir la independencia del país; a pesar de ello, siempre rechazó todo género de violencia.

 

En los años 1811 y 1812, Fernández de Lizardi manifiesta sus cualidades literarias como periodista y poeta. Con­tribuyó a sensibilizar el país con diver­sos artículos en el periódico, y luego expresó su pensamiento sobre temas de índole religiosa, política y social en poe­mas de carácter satírico. Sus escritos gozaron de gran popularidad, pues supo encarnar las exigencias y la sensi­bilidad de las gentes, sufriendo con ello el riesgo de ser algunas veces mal visto por la autoridad literaria o política. Se originaron controversias con algunos es­critores de La Arcadia, que comenzaron con el artículo Palo de ciego en el “Dia­rio de México”. Esta lucha fue motivada por el enfrentamiento de dos ten­dencias: la académica de una parte, de la otra la popular.

 

Años después, más que poner el acento en la política, de la que se sien­te deudor al defender los valores nacionales, prefiere refugiarse en la tranquilidad del arte literario. Su poesía estará inspirada en la tradición, y será uno de los precursores del movimiento román­tico hispanoamericano.

 

Empieza una nueva etapa con la pro­yección periodística bajo el seudónimo “El pensador mexicano”. Con ansias de poder escribir sin fronteras, se constitu­ye en heraldo de la libertad de prensa; esto incluye una doble contrapartida: de una parte, ciertos prejuicios sobre la dominación española: de otra, la insurrección nacional.

 

Esta tendencia le acarreó represalias por parte de la autoridad, teniendo que sufrir prisión a causa de su ideal. Con­siguió la libertad al favorecer al virrey Calleja mediante una Proclama; esto le mereció poder continuar escribiendo en el semanario “Pensador mexicano”. Adoptando una posición valiente, hace públicos los derechos del pueblo en contra de los monopolios oficiales, ya sea en las necesidades materiales, ya en la manifestación del pensamiento. Esta preocupación le lleva a conce­bir un gobierno y una nación idealiza­dos, en los que puedan desarrollarse los valores justos de cada uno de los ciu­dadanos.

 

­Rehusando toda polémica contra las presiones de la autoridad española, prefiere continuar su obra literaria infiltrando sus ideas a través de la novela, de la poesía y del drama. Bien conocidas son sus obras, entre las cuales des­taca la novela El Periquillo sarniento, la cual puede considerarse como el inicio del género novelesco en tierras hispanoamericanas. En sus escritos se manifiesta experto observador de la vida de su país, llegando a convertirse en presentador de ideales y realidades que han de cundir en su pueblo. Otras novelas son: Noches tristes y día alegre, Don Catrín de la Fachenda y La Quijotita y su prima.

 

En 1820 continúa su labor periodís­tica mediante la publicación “El conductor eléctrico”, en la que insiste sobre los derechos de los ciudadanos. En su obra Chamorro y Dominiquin hace de nuevo hincapié en el hecho de la Inde­pendencia mexicana que favoreció uniéndose a las fuerzas de Agustín de Iturbide, hasta que, una vez consegui­da políticamente, puede ya manifestar más libremente sus ideas.

 

En el teatro escribe monólogos como El unipersonal de Agustín de Iturbide, emperador que fue de México, o bien farsas alegóricas, cual La tragedia del Padre Arenas. En su contenido se po­nen en juego una serie de fuerzas y de pasiones que ilustran el tema de la obra: la lucha por la independencia respecto de los españoles.

 

Fernández de Lizardi aparece ante el pueblo mexicano como un profeta de la nación, conocedor y valiente defensor del pueblo y de sus instituciones. Su obra literaria servirá no sólo para de­mostrar a sus compatriotas y al extran­jero que el país posee una verdadera cultura propia, sino también para cons­tituir una base en la que pueda susten­tarse el pensamiento sobremanera popular.

 

Bibliografía.

 

Alamán, L. Disertaciones, “Col. México Heroico” (5 vols.), México, 1969.

 

Beltrán, R. M. Bibliografía del Pensador Mexicano, en Bol. bibl. de la Secretaría de Hacienda y C. P., núms. 28 a 36, México, 1954.

 

Bravo Ugarte, J. La ciencia en México, México, 1963.

 

Bustamante, C. M. Cuadro histórico de la revolución mexicana iniciada el 15 de sep­tiembre de 1810, Eds. de la Comisión Nacional para la celebra­ción del sesquicentenario de la proclamación de la Independencia nacional (6 vols.), México, 1961.

 

Fernández, J. El arte del siglo XIX en México, México, 1967.

 

Garibay, A. M. de, Otro candidato, Más de la Provincia... (artículos sobre Bustaman­te) en  Novedades, año XXVII. núms. 8.094, 8.101 y 8.108, México, 1963.

 

Memorias del Primer Coloquio Mexicano de Historia de la Ciencia, México, 1964.

 

Urbina, L. G.  La vida literaria de México y la literatura mexicana durante la Guerra de la Independencia, “Col. Escritores Mexicanos”, núm. 277, ed. y prólogo de Antonio Castro Leal. México, 1946, e Introducción a la Antología del Centenario..., tomo I, México, 1910.

 

Warner, R. E. Historia de la novela mexicana en el siglo XIX, Col. Clásicos Modernos, núm. 9, México.

 

Yáñez, A. Estudio preliminar a El Pensador Mexicano, "Bibl. del Estudiante Universitario", núm. 15, México, 1940, e introducción a Noches tristes y día alegre. México, 1943.

 

93.            La educación en la nueva nación.

Por: Dorothy Tanck de Estrada

 

Los primeros años de México independiente fueron de gran optimismo y confianza. Los mexicanos, liberados por fin de las res­tricciones políticas y comerciales impuestas por la corona española, se sentían dueños de su propio destino. Con una nación soberana e independiente confiaban en emprender un nuevo camino que llevaría al país a una pros­peridad y nivel cultural semejantes a los de los estados avanzados de Europa.

 

Uno de los elementos que todo el mundo consideró imprescindible para lograr este brillante futuro fue la educación. Personas cuyas filiaciones políticas iban a  polarizarse en la mitad del siglo bajo las banderas de "libera­les" y “conservadores” estaban en esta época completamente de acuerdo con la necesidad de reformar las costumbres de las masas, promover la capacidad técnica de los jóvenes y modernizar los estudios superiores.

 

Pensaron que la educación serviría para formar un nuevo hombre democrático que apoyaría la nueva estructura política. Lucas Alamán precisó esta idea señalando que "sin instrucción no hay libertad", y sin educación “la juventud no sabe los derechos que tiene en la sociedad en que ha de vivir, ni las obligaciones que la ligan con esta sociedad”. Carlos María Bustamante vio en los pequeños alumnos de primeras letras "tantos soldados enfierados que hagan frente a la tiranía". Por ello la instrucción debía incluir la educa­ción política. José María Luis Mora afir­maba que "nada es más importante para un Estado que la instrucción de la juventud. Ella es la base sobre la cual descansan las instituciones sociales de un pueblo cuya edu­cación religiosa y política esté en consonancia con el sistema que ha adoptado para su go­bierno". Con la misma apreciación, Alamán dijo que "la educación moral y política debe ser el objeto importante de la enseñanza pública".

 

Se confiaba que la instrucción formaría un hombre industrioso, inventivo y progresista, un ciudadano que promovería la agricultura, el comercio, la industria, la minería y la navegación. Junto con capacidades técnicas, la educación engendraría orden y moralidad entre el pueblo.

 

Por ello, todos insistían en que para lo­grar la prosperidad el gobierno debía dar prioridad al sistema educativo, en coincidencia con lo expresado por el representante más destacado del liberalismo español, Gaspar Melchor de Jovellanos, de que "este sólo es directo, seguro e infalible".

 

Además de en el campo de las ideas, la influencia de la ilustración y el liberalismo españoles se dejó sentir en el campo de la legislación educativa. Las Cortes de Cádiz, convocadas entre 1810 y 1814 mientras el rey español, Fernando VII, estaba en poder de Napoleón, dictaron leyes que influyeron en la posterior legislación mexicana. De acuerdo con la Constitución de Cádiz, el estado reci­bía la tarea de guiar e inspeccionar la educación pública por medio de una Dirección General de Estudios y el poder de "establecer el plan general de enseñanza pública en toda la Monarquía". Por la Instrucción para el Gobierno Económico-político de las Provin­cias, de 1813, los ayuntamientos municipales tenían la obligación de abrir una escuela pri­maria gratuita en cada pueblo.

 

Varias leyes promulgadas por las Cortes afectaban también a la educación. En 1813 se abolieron los gremios, y con este reglamen­to se suprimió automáticamente el gremio de maestros de primeras letras. De esta forma cualquier persona, sin ser miembro del gre­mio, podría abrir una escuela. Esta apertura de la educación primaria fue explícitamente confirmada en el Reglamento General de Instrucción Pública de 1821, que convenía en que "la enseñanza privada... quedará absolutamente libre, sin ejercer sobre ella el gobier­no otra autoridad que la necesaria para hacer observar las reglas de buena policía establecidas en otras profesiones igualmente libres". Este mismo reglamento intentó uniformar los métodos de instrucción y los libros elementales.

 

A nivel superior, las Cortes pusieron en tela de juicio la utilidad de las universida­des con una ley que las abolió (y que después fue suspendida en su implantación en América) y la disposición constitucional que dio al estado la facultad de establecer nuevas universidades especializadas en ciencias, literatura y bellas artes, en vez de seguir con las asignaturas tradicionales de filosofía, teología y derecho. Se prohibió el uso del azote en las escuelas y colegios, ya que fue juzgado un castigo incompatible con la dignidad de hombres libres. Y para ir formando ciudada­nos instruidos en sus derechos y obligaciones, se ordenó que se enseñara a leer en las escuelas de primeras letras por medio de la Cons­titución de 1812.

 

Aunque varias de estas medidas nunca llegaron a implantarse durante la vida de las Cortes, sirvieron de guía para la legislación educativa en México. La Constitución de 1824, fiel a su configuración federal, limitó el  poder nacional a "promover la ilustración... erigiendo uno o más establecimientos en que se enseñen las ciencias naturales y exactas, políticas y morales, artes nobles y lenguas", pero reconoció "la libertad que tienen las le­gislaturas para el arreglo de la educación pú­blica en sus respectivos estados". Fue tan profunda esta manera de pensar, que hasta 1835, cuando se estableció el centralismo, el gobierno nacional sólo podía tomar medi­das educativas para el Distrito Federal y los territorios y dejaba libre a cada estado para legislar en este campo. Pero ya con el cambio formal de la Constitución en 1836, los poderes nacionales recibieron la facultad de reglamen­tar la educación en toda la República. Durante un período posterior se dio a la Compañía Lan­casteriana el encargo de dirigir la educación primaria nacional, entre 1842 y 1845, y el ministro de Instrucción Pública, Manuel Baranda, trató de reformar la educación secundaria, preparatoria y profesional.

 

Un día típico en una escuela lancasteriana.

 

El método lancasteriano fue divulga­do en Inglaterra a principios del si­glo XIX por Joseph Lancaster, director de una escuela para niños pobres, quien publicó una descripción de su manera de enseñar a clases de 500 a 1.000 niños. El método consista en dividir los alumnos en grupos de diez; cada grupo recibía su enseñanza de un instructor o monitor que era un niño de mayor edad y de más capacidad, previamente preparado por el director de la escuela. La idea de enseñar con la ayuda de los mismos alumnos no era nueva porque había sido practicada en México en la escuela de primeras letras de los Betlemitas desde la se­gunda mitad del siglo XVIII.

 

El interés de los mexicanos por el sistema lancasteriano se debió a va­rios factores:

 

La aceptación popular y oficial que tenía en países avanzados como Francia e Inglaterra le confirió prestigio;

 

Muchos mexicanos creye­ron que el desarrollo industrial europeo se debía al mayor nivel educativo de las masas, que se había logrado gracias a las escuelas lancasterianas;

 

Se ligó el método lancasteriano a la democracia política, en vista de que el sistema promovía la participación de los educandos en el proceso educati­vo y disminuía, en parte, el papel autoritario del maestro.

 

El método lancasteriano atraía mu­cha atención porque incluía toda una serie de "innovaciones tecnológicas" que prometían mayor eficacia en la enseñanza. El telégrafo, los semicírcu­los, las divisas de mérito y castigo, las cajillas de arena, las evoluciones y la cartilla lancasteriana contribuían a esta imagen novedosa del sistema. Además, a nivel más práctico, el siste­ma reducía el costo de la enseñanza porque un maestro podía instruir grandes grupos, con lo que se ahorra­ban los tres o cuatro preceptores que normalmente se requerían. También ayudó a resolver el problema de los lugares en que había escasez de maes­tros.

 

Un día típico en una escuela lancas­teriana era gobernado por la campana, que indicaba cada paso en el horario. Temprano, por la mañana, los monitores se presentaban en la escuela para recibir instrucciones sobre las clases de lectura, escritura, aritmética y doc­trina cristiana que iban a impartir a sus respectivos grupos. Los alumnos lle­gaban a las nueve, y antes de entrar en la escuela formaban en líneas para la inspección de aseo; los instructores revisaban la limpieza de la cara, las manos y las uñas de los chicos, vigi­lando que "su ropa debe estar limpia, sus zapatos o sus pies sin lodo".

 

A un toque de la campana los niños marchaban en formación militar a la escuela. Les esperaba un salón gran­de con largas mesas y bancos en fila frente a una plataforma donde estaba el escritorio del maestro.

 

A cada lado del susodicho escritorio había dos bufetes para los "instructores generales del orden", que eran niños que ayudaban al director a mantener la disciplina y a transmitir órdenes a la clase; había un instructor general por la mañana y otro por la tarde. Con preci­sión, bajo la vigilancia del maestro y los instructores, "los alumnos daban su frente a las mesas, quitábanse los som­breros, echábanselos a las espaldas su­jetándolos por medio de un cordón y se arrodillaban para elevar sus preces al Ser Supremo".

 

La primera asignatura era de escri­tura y estaba dividida en ocho clases. Las mesas situadas inmediatamente frente al director eran para los alum­nos más chicos. En vez de tener una su­perficie de madera, estas mesas tenían una gran cajilla cubierta de arena. Los diez niños, sentados todos del mismo lado de la mesa, miraban al instructor, que dibujaba una letra en la arena. Los muchachos delineaban sobre ella, y cuando tenían más destreza dibujaban la letra sin la ayuda del monitor. En leccio­nes subsecuentes el instructor se pa­raba en el banco al otro lado de la mesa para indicar las letras del alfabeto es­critas en un tablero. Las decía en voz alta, despacio y con un tonillo especial: "Primera clase, atención, A ma­yúscula", y apuntaba la mencionada letra. Todos los niños de la clase mar­caban la letra anunciada con un pun­zón o con el dedo en la arena. Durante la mañana practicaban las letras ma­yúsculas y por la larde las minúsculas.

 

Las cinco clases siguientes eran para aprendizaje de escritura en pizarras. Los ejercicios eran dictados por cada instructor y consistían en escritura de palabras de una a cinco sílabas, según el orden de la clase. Cada acto era dirigido por la voz del monitor, que ordenaba “manos a las rodillas, manos sobre las mesas, presenten pizarras y pizarrines, etc”. Para evitar confusión y ruido, el instructor de la primera clase dictaba a sus alumnos una sílaba o pa­labra; concluido éste, el instructor de la segunda clase dictaba a su grupo, y así seguía en arden cada instructor, aguardando siempre a que el que le antece­día concluyese de hablar. Después de dictar tres palabras, y a la señal de "exa­men" dada por el maestro y transmitida a cada instructor, se inspeccionaban las pizarras de los niños de cada clase. La escritura en papel se reservaba para la séptima y octava clases, cuyos alum­nos usaban las muestras de la letra grande, mediana y cursiva, copiaban manuscritos y lemas con el fin de alcanzar la perfección de su letra y al mismo tiempo aprender la moral y la urbanidad. Al terminar la clase de escritura, so­naba la campanita. Los niños se levan­taban de sus mesas y caminaban a los pasillos para formarse en semicírculos. Este movimiento, o "evolución", se ejecutaba en tres minutos en completo silencio. Cada niño se colocaba en el semicírculo que le correspondía de acuerdo con su nivel de lectura, buscando el "telégrafo" que le indicaba su propia clase. Estos telégrafos eran pa­los de madera con una aspa de hoja­lata que en un lado decía el número de la clase y en el otro EX, que quería decir examen. Cada instructor llevaba el telégrafo de su agujero en las mesas de escribir a dos asas de hierro en la pared en medio de cada semicírculo. Con su puntero de otate el instructor señalaba las letras, sílabas y lecturas escritas en grandes carteles colgados en la pared en medio de cada círculo de niños. Ellos recitaban en voz alta siguiendo el mé­todo de "silabeo". o sea, después de saber las letras individuales, se apren­día a leer una consonante con una vocal en forma de sílaba. Las clases más adelantadas leían libros como el "Libro Segundo" de la Academia Española, “Las obligaciones del hombre” y las fábulas de Samaniego.

 

La doctrina cristiana se enseñaba de igual forma, con los alumnos en semicírculos. Memorizaban primero el catecismo de Ripalda y luego, para ahondar en la explicación, usaban el catecismo de Fleuri. El niño que no fallaba al con­testar ocupaba el primer lugar en el semicírculo, el "puesto de mérito". Si en una ocasión no sabía responder, ce­día su lugar al siguiente que contesta­ba correctamente.

 

La clase de aritmética se dividía en ocho secciones. Los alumnos que escribían en arena practicaban los guaris­mos en sus bancos; los de las otras secciones, en el pizarrón o en pizarras individuales. Trabajaban media hora en los bancos y durante un cuarto de hora recitaban las tablas en los semicírculos. Aprendían las cuatro primeras reglas por enteros, quebrados y denominados, la regla de tres y sus operaciones.

 

La idea clave del sistema lancaste­riano consistía en que el niño debía estar constantemente activo. No se abu­rría, porque siempre estaba aprendien­do algo del instructor en su pequeño grupo. Lancaster insistía en que "cada niño debe tener algo que hacer a cada momento y una razón para hacerlo". Llegar a este objetivo significaba un complicado sistema de registro del movimiento de cada alumno de una clase a otra. Al final de cada mes el maestro examinaba individualmente a cada niño. Los que sabían todo lo requerido para una clase eran promovidos a la siguien­te y su avance anotado por el director en el libro de registro. El niño podía es­tar al mismo tiempo, en un grupo adelantado de lectura, en uno mediano de escritura y en otro elemental de arit­mética y doctrina. Por este motivo en cada semicírculo se encontraban mu­chachos de varias edades, porque lo que influía y determinaba su asignación a la clase era su habilidad y no su edad.

 

Uno de los puntos claves en el mé­todo lancasteriano era el sistema de premios y castigos. Un niño desapli­cado y desobediente era reportado por su instructor de grupo al instructor de orden, quien administraba la pena. Los castigos ordinarios consistían en que se colgaba de su cuello una tarjeta, la "di­visa de castigo", que decía: "puerco", "travieso", “indisciplinado”, “chismoso”, "enredador" o "pleitista" según los ca­sos o se le hacía arrodillarse y poner los brazos en cruz, a veces sosteniendo piedras pesadas en las manos. Por fal­tas más serias el estudiante era llevado al director para recibir golpes con la palmeta. "Algunos ilusos, y este caso era muy general en las escuelas pri­marias, pegaban en las palmas de las manos dos cabellos en forma de cruz pues tenían por cierto que al tocar la palmeta la santa insignia, saltaría reducida a mil pedazos".

 

El día escolar duraba de seis a siete horas de clase, con un descanso a mediodía de dos horas para comer en casa. Al final de la tarde, “cuando el cansan­cio o e fastidio nos hacían desear ar­dientemente la bendita hora de la sa­lida, nos arrancábamos un cabello, y colocándolo sobre la palma de la mano izquierda,  soplábamos sobre él con fuerza en dirección hacia la puerta de la calle, diciéndole: Cabellito, cabellito, por la virtud que Dios te ha dado, ve a decirle al campanero que dé las cinco”.

Así terminaba un día típico.

 

La educación primaria.

 

En el México independiente, al desaparecer el gremio de maestros de primeras letras, la enseñanza primaria se abrió a todos los que querían ejercerla, ya sin restricciones de pureza de sangre o exámenes gremiales. El ayuntamiento municipal llegó a ser el cuerpo que sostenía escuelas gratuitas y examinaba a todos los maestros públicos y, a veces, a los particulares.

 

El objetivo de la primaria era enseñar a los niños a leer, a escribir, a contar, la doctri­na cristiana de Ripalda, el catecismo político y, en algunas escuelas, el dibujo. Las mu­chachas aprendían estas asignaturas y la costura y el bordado en escuelas llamadas "amigas". Generalmente, la maestra de una "amiga" era una viuda pobre que ganaba su sustento enseñando en su casa a niñas y algunos niños muy pequeños. Antonio García Cubas descri­bía a su maestra como "una mujer ya entrada en años, de cabeza blanca, con el pelo recogido en diminuta castaña, llamada chongo, sostenida por alta peineta de carey; piel ligeramente arrugada, ojos pequeños y nariz corva, sobre cuyo caballete montaban unos lentes que armaban en anillos de metal blan­co..., una saya de lienzo burdo y un pañuelo de seda diagonalmente doblado y cruzado al cuello constituían las prendas principales de su vestido". El método de enseñanza era el individual, es decir, cada niño se acercaba a la profesora para pronunciar una letra, leer una frase o recitar parte del catecismo.

 

Había escuelas particulares para niños; las más grandes tenían un maestro principal y uno o dos ayudantes. Generalmente se dividía el grupo en dos: los que aprendían a leer, para los más pequeños, y los que aprendían a escribir, para los que ya sabían leer e iban a avanzar en la lectura mediante "El amigo de los niños" o "Simón de Nantua", a  escribir de acuerdo con el método de Tor­cuato de Torio y a aprender sus atientas por el compendio de Benito Bails. "La sala de lectura era pequeña y cubierta de gradas des­de cerca del techo, lo que formaban cuatro cataratas de muchachos inquietos, en eferves­cencia, agitándose, chillando y amenazando con sus avenidas formidables." El maestro, o preceptor como se le llamaba en el siglo pa­sado, se vestía con "un frac, no negro, sino tenebroso, con faldones de movimiento es­pontáneo" y dirigía las recitaciones que los muchachos hacían, a veces en voz baja, a ve­ces a gritos, "ya en lloviznita, ya en aguacero, ya en tempestades".

 

La sala de escritura y explicaciones tenía grandes tableros colgados en las paredes que mostraban los estilos de escritura. Los alumnos se sentaban en mesas para es­cribir en hojas de papel, cada una de las cua­les había sido previamente rayada a mano con la "pauta". Los puntos de sus plumas eran de ave, cuidadosamente tajadas por el maestro. Sólo los más avanzados podían usar papel y tinta, dada la carestía; los novicios en el arte de escribir tenían que practicar sus letras en pizarras.

 

Sin embargo, el método de las escuelas pequeñas era inadecuado para grupos grandes. Era necesario utilizar un nuevo método de enseñanza en las escuelas gratuitas, donde asistían de 200 a 300 niños en una sola sala. Por este motivo el método lancas­teriano se divulgó tan pronto de la Ciudad de México a todos los estados de la Repú­blica. En dicho sistema pedagógico la enseñanza era "mutua", o sea cada niño más avanzado, llamado "monitor" o "instructor", enseñaba a un grupo de diez más pequeños. El preceptor, en vez de dirigir sus lecciones a todos los alumnos, enseñaba sólo a los instructores antes del comienzo de cada día escolar. Este método tuvo mucha aceptación por ser más económico que el antiguo: en lugar de pagar cuatro maestros, se podía pagar uno solo para un grupo muy grande de alumnos.

 

El establecimiento de escuelas lancasterianas fue promovido por un grupo de pro­minentes hombres que en 1822 fundaron la Compañía Lancasteriana. Al comienzo, la Compañía era identificada con la masonería y el anticatolicismo porque algunos de sus primeros miembros eran del rito escocés, y porque el método lancasteriano se había originado en Inglaterra al principio del siglo, es decir, entre protestantes. Pronto resultó muy claro que las escuelas lancasterianas no tenían la intención de quitar la enseñanza religiosa del plan de estudios. De hecho, varios obispos fueron miembros de la Compa­ñía. Esta logró tener hasta trescientos socios en toda la República, entre ellos Guadalupe Victoria, Antonio López de Santa Anna, el obispo Pérez,  de Puebla; el obispo Gómez de Portugal, de Michoacán; Lucas Alamán, José María Luis Mora, Jacobo Villaurrutia, Vi­cente Rocafuerte, José María Tornel, el Con­de de la Cortina, Juan Rodríguez Puebla, Andrés del Río, Manuel E. Gorostiza, etc.

 

La Compañía divulgó el sistema por medio de un folleto titulado "Cartilla Lancas­teriana", de la que se publicaron miles de copias. Varios estados decidieron que el método lancasteriano debía ser usado en las escuelas municipales y mandaron jóvenes a la capital para aprenderlo en la escuela normal lancasteriana. Tanto el congreso nacional como el ayuntamiento de la Ciudad de México concedieron subsidios a aquellas escuelas del Distrito Federal que se sostenían mediante las cuotas de los miembros de la Compañía.

 

La labor de este grupo privado para ex­tender la educación primaria entre las masas fue elogiada en 1846 en los siguientes tér­minos: "La Compañía Lancasteriana es uno de los muy pocos establecimientos donde los hombres de distintas comuniones políticas olvidan, aunque por breves momentos, las querellas que los separan: allí callan las pasiones, y convencidos todos de que la sociedad, sea cual fuere su organización, tiene como primera base y como principio esencial la educación de la juventud, traba­jan con eficacia y desinterés por conservar este establecimiento".

 

La educación secundaria y preparatoria.

 

Al terminar las primeras letras, los niños podían seguir sus estudios a nivel secundario y preparatorio. En la nueva nación sobrevivieran muchos colegios de enseñanza secundaria de la época colonial. Además de tales colegios, ocho en la provincia y cuatro en la capital, existían diez seminarios que impartían estudios a jóvenes, mu­chos de los cuales se preparaban para carreras profesionales como el derecho, la medicina y las ciencias, con sus compañeros que estudiaban la carrera eclesiástica.

 

Para aumentar las oportunidades educa­tivas y para intentar la modernización de los estudios, durante las primeras décadas del México independiente se abrieron nuevos establecimientos de educación secundaria. Estos institutos literarios y científicos fueron establecidos en Oaxaca, Guadalajara, Chi­huahua y el estado de México en 1827, en Zacatecas en 1832 y en Coahuila en 1838. Las nuevas instituciones daban mayor importancia a la instrucción científica y a las asignaturas prácticas como el dibujo y los idiomas modernos, aunque impartían tam­bién carreras tradicionales como la jurisprudencia.

 

Los estudiantes secundarios cursaban dos períodos: la gramática latina, que duraba dos años, y los estudios elementales de filosofía, de tres años. La latinidad se dividía en semestres: mínimos y menores, medianos y mayores. El curso de filosofía consistía en clases de lógica, ideología, metafísica, matemática y física. En  algunos colegios e institutos se incluían economía política, historia, geografía y cosmografía.

 

La educación profesional.

 

Al terminar este nivel secundario y pre­paratorio, el estudiante podía seguir una de las cuatro carreras siguientes: jurisprudencia, teología, medicina o ciencias. El curso profesional duraba de tres a seis años, de acuerdo con la carrera y la institución en donde se estudiaba.

 

En los colegios, seminarios e institutos la mayor parte de los alumnos de nivel profesional eran internos. Vivían en grandes dormitorios y observaban un horaria estric­to, parecido a la vida de monasterio. En el Instituto Literario de Toluca un día típico comenzaba a las 5:30 a.m., cuando, al pie de sus camas, los muchachas entonaban un himno y recitaban una oración. Después de lavarse y vestirse, estudiaban de las 6:15 a las 7:00. Tomaban chocolate y pan para desayuno y oían misa de las 7:30 a las 8:00. Preparaban sus clases durante media hora y asistían a ellas entre 8:30 y 10:30. Practicaban la gim­nasia o estudiaban música de las 10:30 a las 11:00 y el estudio y los talleres les ocupaban desde las 11:00 hasta el mediodía. El dibujo, el francés o el inglés precedían a la comida. Volvían a estudiar media hora antes de rea­nudar sus clases de las 3 a 5. Tenían luego un cuarto de hora para tomar su chocolate, y practicaban después la gimnasia o la música hasta las 6. Venía otra hora y media de estudio, seguida por un rosario rezado en comunidad hasta las 8, hora en que cenaban. Mientras se dirigían al dormitorio rezaban la Salve y la letanía, y antes de acostarse repetían las mismas oraciones de la mañana.

 

Muchas veces existían rivalidades entre los pensionistas y los que vivían en sus pro­pias casas, o entre los becados y los hijos de familias pudientes. También había compe­tencia entre alumnos de diversos colegios, que se distinguían por sus trajes especiales. A los del Colegio de San Ildefonso se les conocía como "cocheros" a causa de su traje con cola y su sombrero alto; los de Minería eran los "lacayos", debido a los galones de sus sacas; a los alumnos del seminario les llamaban "mulas" porque llevaban los zapa­tos de este nombre, semejantes a los usados por el Papa; los "conejos" eran de San Juan de Letrán, mientras "los gregorianos, para toda asistencia, vestíamos de negra, traje de etiqueta, sin exceptuar a los de muy pequeña edad, lo que no dejaba de ser algo extravagante, pues al lado del grave profe­sor veíase a un muñeco de frac y sombrero alto, y en el conjunto de todos una parvada de zopilotes, que era el nombre que justa­mente se nos daba".

 

Cuando concluían sus estudios profe­sionales en los colegios, los graduados obtenían el título de bachiller, y si también acudían a la universidad recibían el grado de licenciado. No era requisito tomar cursos adicionales en la universidad para optar al grado, porque esta institución era más de carácter honorífico y de distinción que de enseñanza. Sólo impartía cátedras aisladas, que duplicaban cursos ofrecidos a ni­vel profesional en los colegios. El título de licenciado se otorgaba más bien a los estu­diantes que al finalizar su carrera en un colegio ejercían su profesión durante algunos años, profundizaban sus conocimientos por medio de la lectura o la enseñanza y se pre­sentaban a un examen en la Universidad de México. Sin embargo, las otras tres univer­sidades que existían en Guadalajara, Méri­da y Chiapas ofrecían carreras completas a nivel profesional en medicina y derecho.

 

La reforma de 1833.

 

El intento más conocido para reformar todo el sistema educativo corrió a cargo del gobierno del vicepresidente Valentín Gó­mez Farías durante los años 1833 l834. Debido a que el presidente López de Santa Anna había pedido una licencia y conferido sus poderes a Gómez Farías, éste, en colaboración con el Congreso, dominado por los liberales, pudo hacer aceptar una serie de leyes educativas. Mora indicó que el obje­tivo de la reforma era destruir cuanto era inútil o perjudicial a la enseñanza, estable­cer la educación de conformidad con las ne­cesidades del nuevo estado social y difundir entre las masas los medios de aprendizaje indispensables.

 

Por razón de la estructura federal del gobierno, las leyes fueron limitadas al Distri­to Federal y a los territorios. Pero en estos lugares se declaró que todos los niveles de educación pública estarían bajo la supervi­sión de una "Dirección General de Instruc­ción Pública", un cuerpo de seis miembros nombrados por el vicepresidente, quienes, en virtud de una serie de leyes, serían investidos de autoridad para inspeccionar la educación pública primaria en el Distrito y los territorios; escoger e imprimir textos; establecer escuelas de primeras letras en los pueblos y parroquias del Distrito; nombrar profesores; fundar dos escuelas normales; reorganizar los colegios de la capital; manejar los fondos de los colegios y el presupuesto asignado a educación por el Congreso, y agregar los fondos de la extinguida Universidad de México y del Colegio Mayor de Todos los San­tos al fondo general de educación.

 

Estas medidas educativas no eran muy diferentes de las propuestas hechas a nivel secundario y profesional por Lucas Alamán en 1830, cuando era ministro de Relaciones. Este había sugerido que en el Distrito Federal cada colegio se especializara en un campo, ya fuera medicina, derecho o ciencias, eliminando toda duplicación de materias y añadiendo nuevos cursos; que se estableciera una junta directiva que administrara los fondos de los colegios y del gobierno, y que se suprimieran las clases inútiles de la Uni­versidad y del Colegio de Todos los Santos. También las reformas de Gómez Farías siguieron los lineamientos trazados por la legislación de las Cortes de Cádiz y por va­rias entidades, tales como Jalisco, Zacatecas y el Distrito Federal.

 

No obstante, las leyes de 1833 fueron recibidas con un clamor de oposición por parte del clero y ciertos grupos de la pobla­ción, pero con júbilo por parte de los libera­les, mientras que las proposiciones de Alamán no provocaron ninguna reacción. La diferen­cia se debía a que la reforma de Gómez Farías fue puesta en práctica, mientras que la de Alamán quedó en cartera. Además, las medidas educativas del vicepresidente fueron juzgadas por los conservadores, igual que por los liberales, no por su propio mérito, sino dentro de un contexto de leyes que, además de tratar sobre la educación, afecta­ban los privilegios y los derechos del clero y de los militares.

 

A nivel primario, las reformas de 1833 intentaban extender la enseñanza a las masas, al autorizar el establecimiento de un mayor número de escuelas gratuitas y declarar li­bre la educación. El proyecto de aumentar las escuelas tenía su origen en las gestiones del regidor de la Ciudad de México, Agustín Buenrostro, quien en 1832 había presentado al ayuntamiento un plan para establecer nueve escuelas gratuitas. Buenrostro, uno de los cinco fundadores de la Compañía Lancas­teriana, fue nombrado por Gómez Farías y por la Dirección General de Instrucción Pública para ocupar el puesto de Inspector de Escuelas del Distrito Federal. Durante los diez meses de vigencia que tuvo la reforma, Buenrostro puso en práctica el plan elaborado el año anterior, abriendo dos de las escuelas planeadas y promoviendo que los pueblos del Distrito, como Mexicalzingo, La Villa y Atzca­potzalco fundaran escuelas para niños y ni­ñas. Nunca se logró abrir las escuelas norma­les por falta de fondos. Con la caída de Gómez Farías en 1834 y el regreso de Santa Anna, el proyecto de Buenrostro fue conti­nuado por el ayuntamiento de la capital, que fundaría las siete escuelas municipales proyectadas.

 

La declaración de la enseñanza libre fue hecha con el fin de reforzar el libre ejercicio de la profesión en contraste con su anterior limitación a los miembros  del gremio o a la previa examinación del ayuntamiento. Fiel a la ideología liberal, se pensó que ningún trabajo debía ser limitado por un cuerpo o monopolio, y que cualquier persona debía ser libre de abrir una escuela sin trabas burocráticas del estado. La finalidad era exten­der la enseñanza, aunque fuera con maestros poco calificados. Mora explicaba: "Verdad es que una multitud de escuelas enseñarían mal a leer y escribir, pero enseñarían, y para la multitud siempre es un bien aprender algo, ya que no lo puede todo. Que los hom­bres puedan explicar, aunque defectuosamente, sus conceptos por  escrito, y que puedan de la misma manera encargarse de los de otros expresados por los caracteres de un li­bro o manuscrito es ya un progreso, si se parte, como se partía en México, de la inca­pacidad de hacerlo que tenía la multitud en un estado anterior; esto y no otra cosa era lo que se buscaba por la libertad de la enseñanza, y esto se ha obtenido y se obtiene todavía por ella misma''. Con este mismo fin de extender la educación, Gómez Farías tra­tó de promover que se abrieran, bajo la su­pervisión de la Dirección, escuelas en cada parroquia y en los conventos, y aprobó que el primer libro impreso por la Dirección Ge­neral para todas las escuelas públicas fuera el Catecismo de Fleuri.

 

A nivel secundario y profesional la refor­ma reorganizó los colegios del Distrito Federal. Se asignaron los estudios preparatorios al Colegio de San Gregorio; los estudios ideológicos y humanidades, al antiguo Hos­pital de Jesús; los estudios físicos y mate­máticos, al Colegio de Minería; los estudios médicos, al ex convento de los Betlemitas; la jurisprudencia, al Colegio de San Ildefonso, y los estudios sagrados, al Colegio de San Juan de Letrán. La Dirección General nom­bró nuevos directores laicos para los anti­guos colegios, ya denominados "estableci­mientos", y pusieron los fondos de cada uno en un fondo general, administrado por la misma Dirección General. Varios sacerdotes, que antes habían sido profesores de la uni­versidad y de los colegios, fueron nombra­dos catedráticos en los seis establecimientos.

 

A nivel secundario y profesional, la supre­sión de la universidad, el nombramiento de directores laicos, la administración de los fon­dos de los colegios por el gobierno y el uso de nuevos textos fueron considerados por algu­nos como ataques a la potestad de la Iglesia, lo que contribuyó a que la reforma fuera calificada en todos sus aspectos de anticleri­cal. De hecho, ciertas medidas de la reorgani­zación a nivel secundario se prestaron a tal interpretación, pero la reforma a nivel primario fue para aumentar el número de escuelas y mejorar su administración, y no para secula­rizar la enseñanza ni limitar la participación del clero en la educación primaria.

 

Lo más duradero y significativo del programa de Gómez Farías fue la fundación de la Escuela de Medicina y la disposición que igualaba los estudios preparatorios para to­das las carreras profesionales. Además, la Dirección General de Instrucción Pública logró la centralización de la administración de las escuelas municipales del Distrito y sirvió de precedente para el futuro establecimiento del ministerio de Educación.

 

Educación regional.

 

Antes de la Independencia muchas ciuda­des como Mérida, Veracruz, Jalapa, Guada­lajara y México sostenían una o más escue­las municipales de primeras letras. La amiga y la escuela municipal de la capital fueron establecidas en 1786. Esta práctica fue reforza­da por medio de las constituciones y leyes es­tatales después de 1821, que requerían que cada cabecera pusiera una escuela gratuita donde se enseñara a leer, a escribir, a contar, el catecismo religioso y el catecismo político.

 

La educación primaria en Yucatán fue predominantemente municipal, con menor participación de las órdenes religiosas, las pa­rroquias, los particulares y el estado. La ley de 1827 ordenó establecer una escuela de pri­meras letras en cada cabecera. En 1841 existían 67 escuelas públicas en el estado. La ma­yor parte de los escolares de la ciudad de Mérida asistía a escuelas municipales: en 1843, 1.004 alumnos se inscribieron en 8 escuelas públicas y sólo el 15 % estudiaron en escuelas particulares. Desde la época colonial había una escuela gratuita para muchachas en el convento de la Concepción. El municipio abrió la primera amiga pública en 1846. El Seminario de San Ildefonso y la Universidad de Mérida (fundada en 1824 como institu­ción nacida del Seminario) ofrecían estudios secundarios, preparatorios y profesionales a jóvenes de la región; había 189 alumnos en 1846. Sin embargo, la guerra de castas, al final de los años cuarenta, interrumpió el de­sarrollo educativo, causando el abandono de muchas escuelas y la pérdida de fondos.

 

El estado de Veracruz tuvo varios centros educativos que hicieron posible una distri­bución balanceada de oportunidades en toda la región. Veracruz, Jalapa, Orizaba y Cór­doba tenían escuelas primarias municipales desde los primeros años de la Independencia, y para 1832 casi todos los pueblos del estado sostenían escuelas, muchas de las cuales usa­ban el método lancasteriano. A nivel secunda­rio se fundó en 1825, con la ayuda del estado y del municipio, el primer colegio de edu­cación secundaria en Orizaba, y más tarde colegios  en Córdoba, Jalapa y Veracruz.

 

El gobernador de Jalisco, Prisciliano Sán­chez, intentó extender y reformar la educación por medio de la ley de 1826. Se estableció el Instituto de Ciencias, que ofrecía estudios preparatorios y profesionales para tomar el lugar de la universidad, que había sido clau­surada. La educación primaria privada se podía ejercer sin más limitación que el acata­miento de las leyes. En 1834 se restablecería la Universidad y se suprimiría el Instituto. La ley que ordenaba la fundación de una Escuela Normal Lancasteriana se derogó en 1834. A partir de 1830, Manuel López Cotilla promovió el establecimiento de escuelas mu­nicipales en todo el estado. Tan sólo en Guadalajara fue el responsable de la apertura de catorce escuelas públicas. Como director de la educación primaria en Jalisco centralizó la impresión de libros de texto, promulgó un reglamento escolar, abolió el antiguo deletreo, introdujo nuevos métodos de lectura e inició el sistema de inspección escolar.

 

El Seminario de Guadalajara conservó el papel ejercido durante la época colonial como centro de estudios avanzados para jóvenes, no sólo de Jalisco, sino de todo el occidente y el norte de la República. Sus graduados se distinguieron como eclesiásticos y como lai­cos en los campos del derecho, de las ciencias, de las artes y de la política y adoptaron pos­turas tanto conservadoras como liberales.

 

En Puebla los conventos y parroquias de la capital impartieron educación primaria a casi la mitad de los muchachos, y los parti­culares y el municipio, a la otra mitad. Aproximadamente el 70 % de los niños varones entre 6 y 12 años de edad estaban inscritos en la primaria en 1826. El Colegio Carolino, el Seminario Conciliar Palafoxiano y la Aca­demia de Bellas Artes dieron instrucción secundaria y profesional a muchos hombres prominentes, la mayor parte, especializados en derecho.

 

Sonora sufría los problemas comunes a casi todos los estados, agravados por las inmensas distancias y la escasa población. Ha­bía, pues, falta de fondos, resistencia de los padres a mandar a sus hijos a la escuela, búsqueda de métodos para incorporar a los indígenas al sistema educativo, etc. La ley de educación de 1835 trató de estimular la edu­cación primaria en los municipios autorizando que los preceptores cobraran cuotas a las familias y recibieran un sueldo mínimo de los ayuntamientos. Se facultó al gobierno a im­primir cartillas y catecismos, y a multar a los padres que no enviaran a sus hijos a la escuela; también se intentó promover la enseñanza de los indios dándoles becas y recomendando que de ocho a diez niños indígenas fueran educados gratis en las escuelas municipales y se les proveyera de utensilios y libros. Los alumnos debían sembrar un pedazo pequeño de tierra en favor del maestro. En 1847 se fundó la Escuela Normal de Sonora para formar e instruir a los maestros de primeras letras.

 

Un problema peculiar a la región norte, expresado por el alcalde de Río Mayo, estaba relacionado con los mestizos, o “coyotes” como se llamaban. "Esta clase de coyotes siem­pre se oscuran para toda clase de fatiga (exceptuando uno que otro) concerniente al ramo de policía como limpieza de plaza, caminos, diciendo que no son indios y cuando con otras como contribuciones para la bene­ficencia pública, primicias y obras parroquiales, entonces tampoco contribuyen diciendo que son hijos del pueblo lo mismo que los in­dios."

 

En el Distrito Federal, aproximadamente una tercera parte de los niños varones que recibieron instrucción eran alumnos de las es­cuelas de preceptores particulares. Las otras dos terceras partes eran estudiantes de varias clases de escuelas gratuitas: durante los años 1820 - 1830 las escuelas de los conventos de monjes y de las parroquias daban educación gratuita a la mayor parte de los alumnos pobres. De 1830 a 1840 la educación municipal y de los conventos predominaba en el campo de la enseñanza; entre 1840 y 1850 las escuelas lancasterianas y los conventos tuvieron más estudiantes gratuitos, y a partir de 1850 la Sociedad de Beneficencia dio instrucción gratuita a casi todos los niños que recibían educación sin costo en la capital. Entre 1820 y 1850 la inscripción de niños varones en las primarias de la Ciudad de México oscilaba entre 3.500 y 4.300 estu­diantes. Fue la Sociedad de Beneficencia la que logró en los años cincuenta aumentar notablemente la inscripción primaria, llegan­do a asistir a sus escuelas 4.200 muchachos, sin contar los niños que asistían a las escuelas particulares.

 

En la capital, manteniéndose la situación vigente durante la época colonial, la mayoría de las niñas recibieron su educación de pri­meras letras en amigas particulares, y no en conventos de monjas como ocurría en otras ciudades. Sólo los conventos de la Enseñanza y de las Inditas, y los colegios de beneficencia privada, las Vizcaínas y Nuestra Señora de los Angeles, ofrecían estudios primarios gra­tuitos a las muchachas pobres.

 

La capital, con sus colegios (San Ildefon­so, San Gregorio, San Juan de Letrán y Mi­nería), con la Escuela de Medicina, con la Universidad y con la Academia de San Carlos y el Colegio Militar, atraía a muchos jóvenes de toda la República para cursar sus estudios secundarios y profesionales. La mayor parte de ellos no regresaba a sus lugares de origen, prefiriendo quedarse en la capital para desa­rrollar sus carreras, tal como sucede en la actualidad.

 

La invasión norteamericana y la guerra de castas al final de la cuarta década afectaron en alto grado el desarrollo de la educación y causaron su interrupción, tanto por el hecho de empeorar la falta de financiamiento como por el caos social y político causado por la situación. En este momento varios líderes empezaron a cuestionar la eficacia de una enseñanza basada en modelos españoles frente a la aparente superioridad de la educación anglosajona. Esta crisis educativa, unida a la creciente separación ideológica entre liberales y conservadores, serviría como base para la búsqueda de nuevos métodos e ideas edu­cativas que se trataría de poner en práctica durante la Reforma, "la independencia cul­tural", como se le ha llamado.

 

Bibliografía.

 

Bravo Ugarte, J. La educación en México, México, 1966

 

García Cubas, A. El  libro de mis recuerdos, México, 1945.

 

Larroyo, F. Historia comparada de la educación en México, México, 1947

 

O'Gorman, E. Justo Sierra y los orígenes de la Universidad de México, 1910. en Seis estudios históricos de tema mexicano, Universidad Veracru­zana, México, 1960.

 

Tanck de Estrada, D. Las escuelas lancasterianas en la Ciudad de México, 1822 - 1842 "Historia Mexicana", vol. XXII, núm. 4, 1973.

 

Vázquez, J. Nacionalismo y educación en México, México, 1970.

 

94.            La revolución de Ayutla.

 

La Segunda República Federal, como se denomina el período que va del 22 de agosto de 1846 al 20 de abril de 1853 y en el cual surge la figura de Santa Anna en medio de la anarquía, la desesperación y el derrumbe del país, sostenido tan sólo por la pa­ciencia y el permanente sacrificio del pueblo y por la decisión de grupos selectos liberales, moderados y conservadores que deseaban dar a la nación, que como una nave en tempestad naufragaba, una orientación que le permitiera sobrevivir, tuvo que ser sustituida por un go­bierno constitucional centralista (1853 - 1855), el cual, regido en un principio por los con­servadores, con Lucas Alamán como cabeza dirigente, estuvo, a la muerte de éste en 1853, dominado por el grupo militar adicto servilmente a Santa Anna, cuya desorganización mental llegaba al máximo. En efecto, Santa Arma aceptó el poder ilimitado, la facultad de elegir a su sucesor y el título de "Alteza Serenísima", y acentuó la persecución en contra de sus opositores políticos, a quienes persi­guió con saña. La demencia de Santa Anna y sus militares incondicionales plasmó como lema de su gobierno las palabras "o encierro, o destierro o entierro", lema que repiten de continuo muchas funestas administraciones en todo el mundo. Lo único perdurable de este período fue la creación del Himno Na­cional, cuya letra compuso el poeta potosino Francisco González Bocanegra y cuya músi­ca escribió el catalán Jaime Nunó (11 de setiembre de 1854).

 

Al malestar político surgido de la admi­nistración santanista habrían de sumarse otros factores que contribuirían a luchar con­tra el dictador. No fueron tan sólo las des­honestidades administrativas, los excesos de fuerza contra sus oponentes, la perpetuación de un poder incontrolado e incontrolable, lo que determinó el surgimiento de una oposición apoyada por la mayor parte del país, sino principalmente la existencia de fallas so­ciales y económicas que no habían sido resueltas, como eran el problema de la mala distribución de la tierra; el mantenimiento de grupos oligárquicos en diversas regiones, apo­yados en el dictador, y que cerraban el paso a grupos más amplios, renovadores y acti­vos; la falta de capitales que permitieran ex­plotar racionalmente los amplios recursos de México; la carencia de instituciones cultura­les y educativas que difundieran la ilustra­ción en todos los confines del país ya todos sus sectores y sin las cuales el pueblo se man­tendría en el atraso y la ignorancia.

 

La guerra extranjera había producido terrible conmoción, mas no había logrado aún plasmar en forma definitiva la conciencia na­cional. Salvo contados grupos, veían que, de no constituirse un país fuerte, impregnado de auténticas esencias nacionales, moderno y progresista a semejanza de los europeos o del norteamericano, México sería víctima propi­cia de todas las apetencias y ambiciones ex­teriores. La experiencia de la guerra sostenida contra los americanos había mostrado la necesidad de unificar al país, de transformarlo, de realizar en él auténtica reforma; una reforma no sólo de las estructuras políticas, sino también de las sociales y económicas y de la conciencia.

 

La guerra del 47 hirió grandemente a Mé­xico y cercenó su integridad, pero provocó que en toda su extensión se tuviera una idea más clara de que los problemas que atrave­saba no importaban tan sólo a una provincia, sino a todas, que la acción conjunta era in­dispensable para subsistir y que esa acción tenía que ir encaminada a transformar a México en una auténtica república, en un mo­derno Estado que pudiera ofrecer a todos sus miembros posibilidades de libertad y prosperidad conjugadas, de progreso y uso reflexi­vo y prudente de su soberanía, de estabilidad social dentro de una organización política en la que todos participaran Si bien algunos grupos conservadores sospechaban que las formas republicanas y el ejercicio democráti­co incontrolado habían provocado la anarquía en que se vivía y desearon implantar formas monárquicas, esta opción no era vista favo­rablemente por la mayoría del pueblo, que ansiaba la paz y la seguridad. Grupos extre­mistas liberales que comprendían mal o que aplicaban en su peculiar beneficio ciertos prin­cipios como el federalismo a ultranza, contri­buían con sus desafueros a mantener la in­quietud. Preciso era unificar criterios y vo­luntades dentro de unos principios generales, los liberales, que aparecían como los únicos capaces de remediar una situación que era ya crónica y para ello había que eliminar al hom­bre que, instrumento de todos los partidos y a su vez motor de todos ellos, representaba el caos y el desorden y concentraba en si todas las antipatías y odios.

 

A generaciones jóvenes y de hombres de mediana edad, discípulos de los reformistas de 1833, de Mora y de Gómez Farías, corres­pondió llevar la dirección de un cambio. De tendencia política desigual, pues los había moderados y puros, como se denominó a los radicales, casi todos ellos procedían de la clase media burguesa, excepto Juárez y algunos otros; había también letrados, surgidos de los seminarios eclesiásticos y de los nuevos colegios; con experiencia política coartada en ocasiones por no plegarse a los caprichos San­tanistas y preferidos por ello mismo y, más aún, encarcelados o expulsados de sus pro­vincias o del país; todos ellos estaban ansio­sos no sólo de una más amplia movilidad po­lítica, sino fundamentalmente de un cambio.

 

Anhelaba esta generación una ruptura to­tal con todo lo que representara el viejo régimen, incluso las conexiones históricas con el pasado; un cambio hacia la modernidad en su más amplio sentido, con sistemas políticos republicanos en los que rigieran las normas liberales que garantizaran plenamente dere­chos de los individuos que pudieran ejerci­tarse sin restricciones; creación de un siste­ma democrático que amparara más al indivi­duo que a la colectividad y una consagración de derechos absolutos como eran los de propiedad, de trabajo, de empresa. Querían que, a base de esas garantías, se contara con libertad para consagrarse al trabajo, industria y comercio que más beneficiase.

 

Preveíase un sistema y organización edu­cativos que posibilitase la instrucción del pue­blo y su capacitación en las artes mecánicas y liberales. Aun cuando todavía no se adop­taba una filosofía pedagógica en bloque, es indudable que las corrientes liberales que empujaban al positivismo coadyuvaran y que un sentimiento educacionista exagerado rigiera las mentalidades de la época. Muchos de los principios de una reforma cultural apuntados a partir de 1821 actuarían en forma decisiva, se reforzarían y llevarían al grupo de libera­les a integrar un programa de renovación cul­tural y educativo de gran significación y de profundos alcances, al grado que todavía, a un siglo de distancia, nos beneficiamos de él.

 

Ansiaba el grupo reformista, como algo esencial, producto de la experiencia histórica no siempre positiva, la separación de la Igle­sia del Estado, mejor dicho, que el poder del Estado superara al de la Iglesia. El aprove­chamiento de los bienes económicos de ésta tendía a suplir la falta de capitales y el estancamiento de la riqueza y de la propiedad territorial; pero también deseábase que la Iglesia se concretara al cumplimiento exacto de su misión espiritual, a la aplicación de nor­mas de pobreza y al estricto cumplimiento de su apostolado, como en los tiempos evan­gélicos y en los años de labor misional.

 

El ejemplo de los Estados Unidos, la ex­periencia adquirida en ese país por muchos de los expatriados, el auxilio prestado a diversos núcleos tanto por grupos particulares como por dependencias oficiales que anhela­ban poder aprovechar los inmensos recursos de México para expander su economía y su influencia, convirtió a Norteamérica en po­tencia que veía con simpatía el cambio que se deseaba.

 

Con estos antecedentes, y contando con el descontento general del pueblo, el grupo reformista -apoyado en un viejo luchador li­beral de gran influencia en la tierra caliente, en Juan Alvarez, también rival poderoso de Santa Anna- preparó en la hacienda de Al­varez, La Providencia, un plan que suscrito por éste, por Ignacio Comonfort, Tomás Mo­reno, Diego Alvarez y Eligio Romero fue el llamado Plan de Ayutla, proclamado por Flo­rencio Villarreal el 1 de marzo de 1854 y que, modificado por Ignacio Comonfort en Aca­pulco el 11 de marzo, desconocía a Santa Anna y a todos los funcionarios que le apo­yaran y señalaba que al ejército revoluciona­rio se daría un jefe que elegiría Presidente Interino, el cual convocaría un congreso que constituiría a la nación como república representativa popular y la cual se regiría por ins­tituciones liberales, "únicas que convienen al país con exclusión absoluta de cualesquiera otras".

 

Dirigida por Alvarez y Comonfort, aquél de mayor influencia política que  Comonfort y éste más hábil militar, por lo cual llevó el peso de la guerra, la Revolución de Ayutla, que contó bien pronto con seguidores en el norte y en el centro del país, provocó que, el 9 de agosto de 1855, Santa Anna, en uno de sus tantos momentos de decaimiento moral y de la voluntad que tuvo, abandonase definitivamente el país, al cual sólo volvería derrotado, agobiado por la edad, pobre y abandonado de todos muchos años después. Aun cuando había deseado que a su salida quedase México gobernado por un triunvirato, sus designios no se cumplieron. Habién­dose embarcado el día 16 de agosto en Ve­racruz, los partidarios del Plan de Ayutla eligieron como presidente interino a Juan Alvarez el 4 de octubre de 1855.

 

Es preciso advertir que la Revolución de Ayutla, auténtica revolución nacional y que con todo rigor fue llamada por Guillermo Prieto la primera revolución ideológica de Mé­xico, forma parte del vasto movimiento re­formista que se materializó primero con ésta, prosiguió con la guerra de Reforma y concluyó con la guerra de liberación nacional de 1862 a 1867, librada contra los ejércitos in­tervencionistas de Francia. Ese movimiento tuvo como últimas consecuencias: confirmar el principio de la soberanía nacional, trans­formar el país convirtiéndolo en un Estado moderno, mantener la integridad del territo­rio y consolidar la nacionalidad; consoli­dación lograda gracias a una toma de concien­cia basada en la comunión de los conceptos libertad, república y progreso, enfrentada a imperio, sujeción, clericalismo y reacción.

 

No resultaba extraño que Juan Alvarez, de avanzada edad había actuado en política des­de la época de la Independencia y ejercido gran influencia en Guerrero como cacique pa­triarcal entre indios, negros y mestizos, lla­mara a colaborar con él a hombres jóvenes o de mediana edad, instruidos, miembros de la generación que dirigía intelectualmente la re­volución y bastante radicales en sus ideas. Melchor Ocampo, Ponciano Arriaga, Benito Juárez, Guillermo Prieto, Santos Degollado e Ignacio Comonfort formaron el gabinete de Alvarez, quien no se avino con sus ministros, ni a las exigencias que le imponía el gober­nar desde la capital ni a enfrentarse con una situación compleja y difícil, para lo cual no tenía capacidades, por lo que renunció el 11 de diciembre dejando la presidencia a Ig­nacio Comonfort y quedando él como presi­dente interino.

 

El gobierno de Comonfort.

 

Producto del efímero gobierno de Alvarez fueron dos disposiciones: la primera debida a Melchor  Ocampo, quien, en la Convocatoria del Constituyente de 16 de octubre, en el artículo 9, fracción VI, privó del derecho de voto a los miembros del clero secular y regular; y la segunda, preparada por el minis­tro de Justicia., Benito Juárez, la Ley de Administración de Justicia, por la cual suprimía de un plumazo los fueros civiles y militares en los negocios civiles. Era evidente que am­bas disposiciones, que lesionaban los intere­ses de dos de las corporaciones más fuertes y conservadoras del país, produjeran gran ani­mosidad y animadversión a la acción guber­namental.

 

Comonfort gobernó el país del 11 de diciembre de 1855 al 30 de noviembre de 1857. Militar valiente y pundonoroso, hombre pa­ciente y de espíritu conciliador, inició su ges­tión bajo el lema "orden y libertad", palabras que se avenían bastante bien con su carácter y las necesidades del país. En efecto, durante su corta administración logró estabilizar la situación política dominando excesos de fe­deralistas exaltados que, como Santiago Vi­daurri en el norte, bajo el pretexto de federación, querían hacer prevalecer sus intereses caciquiles. Dio tranquilidad al país, al reprimir bandas de forajidos. Impulsó las obras materiales, como la construcción del ferroca­rril México-Veracruz, cuyo primer tramo, Mé­xico-Guadalupe, se inauguró; introdujo el alumbrado de gas en la metrópoli. Propició el desarrollo de la instrucción pública al decretar la creación de la Biblioteca Nacional, al apoyar seriamente a la Escuela Nacional de Agricultura, crear la Escuela de Comer­cio y Corredores, la Escuela de Artes y Ofi­cios y colegios para pobres. Vio con simpatía el fomento de la pesca y la minería y de la colonización por extranjeros. Fundó la Dirección General de Pesas y Medidas y adoptó el sistema decimal. Se ocupó de la organiza­ción del ejército y de la pacificación de cier­tas zonas álgidas en que las rebeliones de los indios eran frecuentes, como en el norte, en donde pensó restablecer las antiguas misio­nes que coadyuvaran a la tranquilidad y a la asimilación y educación de amplios sectores indígenas. Obra material y recta administración política intentó ejecutar Comonfort.

 

Auxiliares en su administración fueron José María Lafragua, ministro de Goberna­ción, más tarde sustituido por Ignacio de la Llave, Ezequiel Montes y luego José María Iglesias en Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública; Fomento y Colonización, Manuel Silíceo; Hacienda y Crédito Público, Manuel Payno y Miguel Lerdo de Tejada; Relaciones, Luis de la Rosa y Ezequiel Mon­tes; y Guerra y Marina, sucesivamente los generales José María Yáñez y Juan Soto. Fungía como Presidente de la Suprema Corte de Justicia, don Benito Juárez, quien por Ministerio de Ley debía sustituir al Presidente en el caso de que éste faltara.

 

De acuerdo con el Plan de Ayutla, Juan Alvarez convocó un Congreso Extraordinario que debería constituir a la nación en forma de República, representativa y popular, y el cual laboró del 14 de febrero de 1856 al 5 de febrero de 1857. Sus sesiones, iniciadas con 78 diputados, estuvieron dominadas por el grupo de puros, esto es, por Ponciano Arria­ga, José María Mata, Melchor Ocampo, Ig­nacio Ramírez, Francisco Zarco, Isidoro Olvera y otros.

 

Previamente a la elaboración de una Cons­titución, cuya conclusión era dilatada, el go­bierno creyó necesario que el Congreso ela­borase un Estatuto Orgánico Provisional que fijase la organización provisional del gobier­no general y de los locales y que atendiese a todo lo relativo a los derechos y obligaciones de los mexicanos.

 

El Estatuto, obra en buena parte de los moderados, se inspiró en la Constitución de 1824 y en las Bases Orgánicas de 1843, ha­biéndose incorporado "ideas de mejora y pro­greso de acuerdo con el programa del gobier­no". Sus autores, de acuerdo con la experiencia de la anarquía pasada, cuidaron de consignar en él de manera palpable las garantías indi­viduales. Por ello escribían: "La libertad, la seguridad, la propiedad y la igualdad están suficientemente garantizadas, y los ciudadanos pueden vivir tranquilos bajo la égida de la ley, que imponiendo reglas al poder supremo, asegura a la sociedad contra los avances del despotismo y pone freno a las pasiones, que muchas veces visten con su vergonzosa librea los actos que deben ser únicamente frutos de la razón y de la justicia. En esta sección (la quinta, de las garantías individuales) se pro­clama la abolición de la esclavitud, se establecen bases para el servicio personal, se de­clara la libertad de enseñanza, se prohiben todos los monopolios, las distinciones, los perjudiciales, las penas degradan­tes y los préstamos forzosos; se restringe la pena de muerte..., se establecen las peniten­ciarias, se respeta la propiedad, y en suma se hacen efectivos los principios de libertad, orden, progreso, justicia y moralidad que el gobierno proclamó, etc.".

 

El Estatuto se promulgó el 15 de mayo de 1856, mas el Congreso prosiguió sus la­bores para poder dar una Constitución defi­nitiva, que finalmente se terminó el 5 de fe­brero de 1857. Fue suscrita entre otros por Valentín Gómez Farías, viejo patriarca de la Reforma y emblema de los liberales puros; Francisco Zarco, José María del Castillo Velasco, Guillermo Prieto, Ignacio Mariscal, Ponciano Arriaga, Isidoro Olvera, Juan de Dios Arias, Ignacio Luis Vallarta, Ignacio Ramírez, Santos Degollado y otros distinguidos liberales. Promulgada por el secreta­rio de Gobernación, Ignacio de la Llave, no estuvo suscrita por Melchor Ocampo, Be­nito Juárez, Lerdo de Tejada ni José María Iglesias, que ocupaban otros puestos en el gobierno.

 

En tanto el constituyente laboraba, el go­bierno de Comonfort promulgó el 26 de abril de 1856 un decreto por el cual se suprimía la coacción civil en los votos religiosos, y el 5 de junio, tras acalorados debates, se decla­ró extinguida la Compañía de Jesús, luego de una violenta requisitoria en contra de ella lan­zada por él entonces fogoso Ignacio Luis Va­llarta. El 25 de junio, Miguel Lerdo de Tejada, ministro de Hacienda, logró que se aprobara, fundado en puras razones econó­micas, pues hábilmente evadió toda explicación política, la Ley Lerdo o de desamorti­zación, que consideraba "que uno de los mayores obstáculos para la prosperidad y engrandecimiento de la nación es la falta de movimiento o libre circulación de una gran parte de la propiedad raíz, base fundamental de la riqueza pública", por lo que autorizaba que se adjudicaran "en propiedad a los que las tienen arrendadas por el valor correspondien­te a la renta que en la actualidad pagan, calculada como rédito al 6 % anual", todas las fincas rústicas y urbanas propiedad de las corporaciones civiles y eclesiásticas. Las que no estuvieren arrendadas se rematarían en almoneda pública. Se prohibía en lo futuro a las corporaciones civiles y eclesiásticas capa­cidad para adquirir propiedades o adminis­trar por sí bienes raíces, excepto aquéllos des­tinados directa e inmediatamente al servicio u objeto del instituto de las corporaciones. Esta ley, que afectaría principalmente a la Iglesia, heriría también en forma lamentable, por entonces no prevista, los bienes de las comunidades indígenas, ambicionados por criollos y mestizos, con lo cual se agravó, en vez de remediarlo, el problema de la propie­dad de la tierra. Tierras comunales que las comunidades indígenas habían conservado con dificultades desde la época colonial, pa­saron a manos no de labradores de mediana fortuna, sino a las de ricos hacendados, de latifundistas ávidos de engrandecer sus propiedades.

 

José María Iglesias, a su vez, haciéndose eco de lejanas y reiteradas reclamaciones -al proponer la ley que se promulgó el 11 de abril de 1857-, prohibió el cobro de derechos y obvenciones parroquiales en la administración de los sacramentos a los pobres.

 

Otras disposiciones, como la Ley Lafragua, del 28 de diciembre de 1855, que regu­laba la libertad de prensa, sumada a las ul­teriores, produjo un ambiente de agitación muy violento. Los grupos conservadores, perdidosos y afectados en sus intereses, apoyáronse de inmediato en el clero, de quien se proclamaron celosos defensores. Nuevos Ma­cabeos dispuestos a ofrendar su vida por su Dios y su religión, muchos de ellos no per­seguían sino muy mezquinos y materiales intereses.

 

Por otro lado, los extremistas, los bo­tafuegos de toda revolución, no perdían la oportunidad de zaherir a sus enemigos, de burlarse de los sentimientos religiosos del pueblo, de calumniar sin embozo a todos los eclesiásticos. Por nimiedades se provocaban ardientes declaraciones y protestas airadas. La prudencia y mesurado juicio de algunas autoridades eclesiásticas, como Munguía, no se avenían con la impaciencia de curas y de religiosos, nuevos Savonarolas que veían mal y perdición por todos lados.

 

Encendidos los ánimos, no faltaron errores de una y otra parte que dieron lugar a graves y penosos incidentes, como la aprehensión del arzobispo y los canónigos de Mé­xico, incidente que sirvió a Aguilar y Marocho, uno de los periodistas conservadores más notables, a escribir su Batalla del Jueves Santo ya criticar el despojo de los bienes de la Iglesia con el célebre epigrama relativo al edificio de la calle de Donceles, en donde se instalaron los tribunales, y el cual dice:

 

Con soberana estulticia

y en marca sobredorado

hay un letrero que dice:

Palacio de la justicia,

y el edificio es robado.

 

Mas no todo se redujo a protestas, dis­cursos y epigramas. Caldeados los ánimos, y de acuerdo con larga trayectoria, los mexica­nos descontentos lanzáronse a la lucha armada en contra del gobierno de Comonfort. Con el lema de "Religión y fueros", produjéronse cuatro levantamientos en Tolimán, Guanajua­to, Zacapoaxtla e Iguala. En el primero actuó Tomás Mejía, valeroso indígena de arraiga­das convicciones conservadoras por las que ofrendaría su vida, y el general López Uraga. Manuel Doblado, en Guanajuato, de criterio poco firme, atacó a los que querían romper el único vínculo de la nación, el religioso.

 

El Plan de Zacapoaxtla, iniciado primeramente por un cura y más tarde por el general Guitian y el coronel Osollo y otros militares, fue el que tuvo mayor fuerza, pues logró con­centrar numerosos partidarios dirigidos por los citados, por don Antonio Haro y por el general Severo del Castillo. Los sublevados tomaron Puebla y se fortificaron en ella inú­tilmente, pues Comonfort, con poderosos efectivos, los venció y castigó severamente. Impuso duras penas tanto a los militares como al clero poblano, sobre quien se hizo recaer la culpa. En Iguala secundó ese movimiento el coronel Diego Castrejón.

 

Si bien la mayoría de aquellos movimien­tos fue reprimida, éstos continuaron manifes­tándose bajo el sistema de guerrillas, el cual, iniciado desde la guerra de independencia, co­bró fuerza en la guerra contra los americanos y se fortalecería de ahí en adelante hasta cons­tituir un medio de lucha de parte del pueblo, efectivo y bien organizado durante los años de guerra contra las tropas francesas invaso­ras (1862 - 1867).

 

Otros movimientos surgidos de otras cau­sas, entreveradas algunas de ellas con la po­lítica reformista o tomándola como pretexto, fueron los provocados por Santiago Vidaurri; por Manuel Lozada, el famoso tigre de Alica, indio nayarita de gran ascendiente en­tre las naciones de indios de Jalisco, Nayarit y Zacatecas, quien, si bien poseía un senti­miento auténtico de defensor de las tierras de los naturales en contra de todo tipo de invasores, no poseía convicciones políticas firmes, como demostró palpablemente. El país sufrió también en este período, al igual que en los años anteriores, una invasión filibustera encabezada por Enrique A. Crabb, quien, con más de 100 hombres, fue vencido en Caborca en abril de 1857.

 

En este estado de agitación, el gobierno promulgaba una Constitución republicana, fe­deralista, democrática, de clara inspiración li­beral, la cual, si bien reconocía en sus prime­ros artículos los derechos del hombre, base y objeto de las instituciones sociales, incor­poraba en ella el juicio de amparo que tan tenazmente había defendido Crescencio Rejón y Mariano Otero, desconsideraba las sabias y prudentes proposiciones de Ponciano Arriaga, Isidoro Olvera y José María del Castillo Velasco para defender la pequeña propiedad como base para una más justa distribución de la tierra; hacía caso omiso de las preocu­paciones de Ignacio Ramírez por el bienestar de los trabajadores y por intermedio del pro­pio Vallarta, que trataba de aliviar la miseria de obreros y jornaleros, declaraba que no ha­bía que poner trabas a la industria, con lo cual los dejaba sin defensa.

 

La Constitución, en cuya elaboración distinguiéronse tanto los reformistas jóvenes, tuvo que ser modelada por la mayoría mo­derada. Aún así, representaba el triunfo de los nuevos ideales, de los liberales impregna­dos de ideología individualista, protectora de formas liberales económicas y sociales y, por tanto, no apta para la solución de los graves problemas sociales que afectaban al país y los cuales, lejos de remediarse, fueron recru­deciéndose al aplicarse medidas que, si teó­ricamente eran benéficas,  en la aplicación resultaron perjudiciales, pues atendían más al interés individual que al colectivo.

 

En su propósito de igualar ante la ley a todos los individuos, dejaban sin protección a los más desposeídos, a los más ignorantes y pobres, los cuales serían víctimas de las ambiciones y del poder de los fuertes. Nobles aspiraciones de reforma total se vieron frustradas con varias de las disposiciones dadas. La posibilidad de una reforma social au­téntica no se obtendría en ese momento. Si un cambio político muy importante se había alcanzado, sería necesario esperar más de me­dia centuria para volver a postular un cam­bio socioeconómico profundo.

 

Bibliografía.

 

Bravo Ugarte, J. Historia de México (3 vols.), México, 1941.

 

Campuzano, J. R. Juan Alvarez y el Plan de Ayutla, México, 1966.

 

Cueva, M. de la, y otros, Plan de Ayutla. Conmemoración de su primer centenario, México, 1954.

 

León-Portilla, M. y otros, Historia documental de México (2 vols.), México, 1964.

 

Riva Palacio, V. y otros, México a través de los siglos (5 vols.), México, 1958.

 

Sierra, J., Evolución política del pueblo mexicano (edición establecida por E. O'Gorman), México, 1948

 

Sierra, J. y otros, México, su evolución social (3 vols.), México, 1901.

 

Trueba Urbina, A. Centenario del Plan de Ayutla, México, 1957.

 

95.            Desarrollo político de la guerra de Reforma.

 

Preliminares.

 

Al iniciar Comonfort su gestión como presidente constitucional, el panorama que se le presentaba no era grato. El país debatíase en aguda crisis de difícil solución. La promul­gación de la leyes reformistas, Juárez, Lerdo y Lafragua y principalmente la Constitución, representaban la causa de esos males.

 

Para los conservadores, la solución ideal era la desaparición de esas leyes y del nuevo código. Los liberales, que no pensaban así, no temían a ese respecto su pensamiento uni­ficado. Un grupo, el de los exaltados, el de los "puros" -como los llamara el pueblo-, en el que militaban Santos Degollado, Epitacio Huerta, Guillermo Prieto, Juárez, Ocampo, Parrodi y otros, deseaba mantener a todo trance la vigencia de las nuevas leyes, pues esperaba a través de su aplicación la trans­formación total del país. Los moderados, entre los que se contaba a Payno y Silíceo, alar­mados ante las angustiosas perspectivas que su temor o sus intereses de clase preveían, deseaban la supresión de aquellas leyes. Un tercer grupo de hombres conciliadores, entre los cuales militaban el propio Comonfort y Manuel Doblado, no consideraba prudente volver atrás, mas tampoco seguir por un camino que, pensaba, llevaba de nuevo a la gue­rra civil y a la anarquía; por tanto, aconsejaba que se hicieran, por las vías legales que la propia Constitución señalaba, las modifi­caciones que reclamaban sus opositores.

 

La primera solución la encontró Comonfort impracticable, pues se daba cuenta de que, pese a la bondad intrínseca de las leyes, los obstáculos que le oponían y le seguirían oponiendo los afectados por ella conducirían al país a una nueva ola de revoluciones. La reacción que el espíritu antirreformista alcan­zó a levantar hacía por el momento impracticable una serie de principios políticos y ju­rídicos que garantizaran a la persona humana sus connaturales derechos y, sobre todo, im­pedía la reforma de la estructura social y económica de la nación, reforma que detendrían con ríos de sangre y con todos sus recursos las clases afectadas.

 

El desconocimiento de los moderados, presionados por los reaccionarios, sugerían, no estaba de acuerdo con los principios y con­ducta de Comonfort, el soldado de Ayutla, quien, entre todos los hombres de ese movi­miento, era quien había desplegado más va­lor, constancia, actividad y energía para alcanzar el triunfo. Por ello, la tercera vía, la señalada por Manuel Doblado, su íntimo ami­go, fue la que le pareció más adecuada. Decidido por las reformas, en el mes de noviem­bre de 1857 presentó en el Congreso iniciativas de reformas constitucionales que fueron aco­gidas por el cuerpo legislativo para su estu­dio. Sin embargo, el carácter de Comonfort no era firme, sino vacilante e indeciso, blan­do a la sugestión en casos difíciles.

 

Melchor Ocampo lo pintó con la severi­dad de sus juicios en las siguientes frases: "Hace más de un año que todos los que tu­vimos necesidad de estudiar al actual presi­dente, personaje que antes conocimos super­ficialmente, pudimos ver su falta absoluta de carácter, grado de convicciones y más que mediana de instrucción. No me sorprende, pues, que el actual gobierno tenga miedo y siempre miedo a todos y de todo. ¿De dónde había de venirle el impulso interior si faltan convicciones, organización fisiológica y aun el instinto de las grandes cosas? Es triste, sin embargo, por más que esté previsto, que las bellas oportunidades que sin cesar ha presentado México se hayan desvirtuado en manos tan incapaces". Manuel Payno, quien lo conoció a fondo y a quien se debe su suici­dio político, nos ha dejado un excelente re­trato del carácter de ese personaje: “Comonfort –escribe-, como si fuese una viva per­sonificación del carácter mexicano, es incapaz de resistir a las súplicas y a las buenas pa­labras; su falta de energía para negar frente a frente lo que no puede conceder, lo ha hecho aparecer falso; pero en medio de todo, en su gobierno se manejó con una completa independencia, llevando adelante su sistema propio de ir introduciendo poco a poco las innovaciones; de tolerar ciertos abusos para evitar males mayores; de transigir en los ne­gocios cuando no era posible llevarlos ade­lante; de no excluir ni desairar enteramente a los del partido exaltado, dando tregua a sus exigencias; de no dar el dominio extensivo al partido moderado, de olvidar las injurias y aun pagar a sus enemigos con favores los agravios y, de no perseguir, sin una necesi­dad absoluta, a los que Lafragua bautizó con el nombre de reaccionarios, y de sostener a veces  contra viento y marea sus determinaciones, formando las cuestiones de amor pro­pio. Conjunto de debilidad y de energía, de docilidad y de capricho, de benevolencia y de rigor, en pocas ocasiones ninguno de sus ministros puede decir con verdad que lo domi­nó, ni ninguno de sus amigos que influyó en su carácter de manera absoluta y decisiva”.

 

Fue justamente ese carácter el que llevó a Comonfort a no mantenerse en la vía de la legalidad que Doblado le señalara para obte­ner, mediante los votos del Congreso y de las Legislaturas de los estados que compo­nían el poder constituyente permanente, las reformas constitucionales necesarias.

 

Comonfort deseó a través de su propia autoridad, de su prestigio y de la fuerza que creía tener, conciliar lo que era inconciliable y hacer compatible lo que era totalmente contrario y diferente. Su ambición suprema era la paz y él trató de darla al país por un acto de su pura voluntad. Este deseo fue adivina­do por sus consejeros Payno y Silíceo, entre los moderados, quienes influyeron en su es­píritu para convencerlo de que representaba la unión y la garantía mayor de orden y que era menester que se convirtiera en el hombre fuerte que calmara la agitación reinante. En torno de estas ideas, en las que participaban también algunos exaltados como Juan José Baz, quien deseaba salvar mediante la dicta­dura de un liberal los principios de la Refor­ma que creía amenazados, comenzóse a for­mar una opinión que creció día tras día y se fue difundiendo por todos los ámbitos hasta hacerse del dominio público. Vicente García Torres, liberal también, desde el Monitor Republicano proclamó la necesidad de un golpe de Estado, que inútilmente trataron de con­tener publicistas tan destacados como Fran­cisco Zarco, quien en las páginas de El Siglo Diez y Nueve advirtió los peligros que esa medida representaba y exhortó a Comonfort a mantenerse en el terreno de la ley y no manchar su prestigio y su honor.

 

Varios fueron asimismo los esfuerzos que algunos prohombres hicieron para que Co­monfort desistiera de sus propósitos. No le inmutó siquiera la denuncia que en pleno Con­greso se hizo del complot, ni la interpelación pública y reiterada hecha a su ministro Pay­no, a quien se señalaba como culpable, para que se presentase a justificar su conducta, exigencia que Payno cínicamente desconoció.

 

Plan de Tacubaya.

 

La denuncia ante el Congreso precipitó los acontecimientos. Los puros, entre ellos Juárez, fueron llamados a colaborar con Co­monfort, quienes se negaron a seguirle por el camino de la violencia y la ilegalidad, pero sin renunciar por ello a sus altos puestos. Ante esa negativa, viendo los conservadores de la capital, dirigidos por Félix Zuloaga, que Comonfort dudaba, prepararon un plan breve y claro, en cuya claridad y brevedad se encerraba la negativa al progreso, la condena a la Reforma y la continuidad de una añosa tra­dición de levantamientos y cuartelazos que mantenía en una situación estáticamente de­sequilibrada a la sociedad mexicana.

 

El Plan de Tacubaya postulaba los siguien­tes puntos:

 

Cesa de regir la Constitución porque no satisface las aspiraciones del país.

 

Don Ignacio Comonfort continuará encargado del mando supremo con facultades omnímodas.

 

A los tres meses se convocará un Con­greso extraordinario para que redacte una Constitución conforme con la voluntad na­cional y garantice los verdaderos intereses de los pueblos.

 

Se promulgará una ley para la elección de presidente constitucional.

 

En tanto, habrá un Consejo de gobierno.

 

Este Plan, junto con una proclama redac­tada con intervención de los conservadores en que se condenaba a la Constitución por haber sido discutida -se decía- no con las armas de los principios, sino de las pasiones; por consignar como derechos del hombre prin­cipios disolventes y por agitar las concien­cias y turbar la tranquilidad de las familias, acompañó al Plan elaborado por Haz y por Zuloaga.

 

Golpe de Estado.

 

La mañana del 17, después de que Payno obtuviera el asentimiento de Comonfort, quien pronunció las siguientes palabras: "Acabo en este momento de cambiar mis títulos legales de presidente por los de un miserable revo­lucionario", Zuloaga, puesto de acuerdo con los conservadores, sublevó a la guarnición que le estaba confiada y con ella se dirigió desde su cuartel de Tacubaya a la capital, en la que se le unieron las fuerzas de la Ciudadela, las cuales despertaron a la ciudad con las sal­vas de artillería disparadas en señal de júbilo, y de allí fueron al Palacio.

 

Al conocer la noticia, el Ayuntamiento se disolvió; renunciaron los ministros Ruiz y La Fuente, así como Guillermo Prieto, que era el administrador de Correos; Manuel Rome­ro Rubio, secretario del gobierno del Distri­to, y el general Trías. A prisión fueron con­ducidos Juárez, presidente de. la Corte; el presidente del Congreso, Isidoro Olvera, y los diputados Garza, Melo y Banuet.

 

El día 19 Comonfort publicó un extenso manifiesto en el que se adhería al Plan de Tacubaya por estimar que no era "el eco de una facción, ni proclamaba el triunfo exclu­sivo de ningún partido". En ese documento señala Comonfort que "la nación repudiaba la nueva carta, y las tropas no habían hecho otra cosa que ceder a la voluntad nacional", que las violaciones a la misma carta fundamental ya eran continuas y que la perpetua labor que el gobierno realizara en armar ejér­citos, gastar sumas cuantiosas y en combatir en todas direcciones, no había podido destruir "el carácter de aquella oposición".

 

Con ello confesaba Comonfort que la lu­cha emprendida por los liberales desde Ayu­tla no había tenido sólo por objeto desalojar a Santa Anna del poder, sino modificar la es­tructura social y económica de la nación, a lo que se oponían muy fuertes y bien arrai­gados intereses. Ahí mismo hacía un llamamiento a colaborar en su gobierno a perso­nas de todos los partidos, pues "en todas ellas se dan las capacidades de honradez, los conocimientos y el celo por el bien público". Reafirmaba su credo liberal, asegurando que era el que convenía “al carácter suave y costumbres sencillas de nuestro pueblo” y prometía "no dictar medida alguna que atacara la conciencia ni las creencias de los ciudada­nos". Conciliando sus principios religiosos con su criterio liberal, construía un lema en el cual cifraba el éxito de su programa: “Li­bertad y religión son los dos principios que forman la felicidad de las naciones”.

 

La esperanza de Comonfort de que sería seguido por la mayor parte de los estados y por el grueso de los liberales pronto se des­vaneció. Diose cuenta de que su actitud sólo había servido para reforzar a los conservadores, quienes de inmediato trataron de obte­ner de él la derogación de las disposiciones reformistas y hasta una amnistía para Santa Anna, a lo que Comonfort se opuso. Conven­cido de su error, y ante los consejos de Doblado, que buscaba una transacción con tal de salvar a su amigo, intentó en vano volver al orden constitucional, sin ser escuchado ya por los liberales, quienes con toda razón desconfiaban de él.

 

En tanto Comonfort se confundía cada vez más y perdía prestigio ante todos los partidos, un grupo decidido de liberales abando­naba la Ciudad de México y se refugiaba pri­mero en Querétaro, gobernado por un general de buena cepa revolucionaria, y posteriormente en Guanajuato.

 

Antes de abandonar la ciudad, y el día mismo del pronunciamiento de Zuloaga, los miembros del Congreso, en un manifiesto que se imprimió en Querétaro una semana después, condenaron la conducta de Comonfort, quien "ha cambiado de improviso los honrosos títulos de jefe constitucional de un pue­blo libre por los menguados de un faccioso vulgar". Analizaron los diputados en ese ma­nifiesto su conducta ante el jefe del Ejecuti­vo, contra el cual "nunca ejercieron un solo acto de oposición", otorgándole, en cambio, "la suma de poder extraordinario que les pi­diera", esperando sus iniciativas de reforma y "guardándole sus fueros, respetando su per­sona y el poder de que era depositario", y protestaron contra todo acto arbitrario cometido, del que el único responsable sería el Jefe del Estado. Finalmente excitaron a "los gobernadores y legislaturas para que, fieles a sus promesas y en bien de la nación, recha­cen el Plan atentatorio proclamado en Tacubaya y apresten las fuerzas de los estados para sostener el orden constitucional".

 

Esta proclama encontró eco en los gober­nadores liberales de los estados de Queréta­ro, Michoacán y Jalisco. Doblado, que gober­naba Guanajuato y deseaba una conciliación de intereses, no se puso de inmediato del lado de la coalición. Figura prestigiada y hábil po­lítico, al caer Comonfort muchos pensaron en él para sucederle en la presidencia. Las sim­patías que tenía eran por el momento mucho mayores que las de cualquier otro personaje; mayores aún que las que tenía el presidente de la Suprema Corte, Benito Juárez, quien por ministerio de la ley debería ocupar aquel puesto en caso de ausencia o incapacidad del presidente; mas como el número de estados contrarios al golpe de Estado crecía y los clamores de sus amigos eran cada vez más in­sistentes, Doblado se sumó a la coalición.

 

En el manifiesto que suscribió en Guana­juato el 25 de diciembre declaró que se oponía al motín militar de Tacubaya, “resultado de las maquinaciones de las clases privilegia­das, lastimadas en sus abusos e intereses”. Aceptó que la Constitución estaba lejos de ser perfecta, mas convino en que ella misma daba las vías para su reforma, vías dejadas a un lado por haberse preferido "el camino de la violencia, siempre injusto y peligroso". "El Plan de Zuloaga –afirmó- no es, pues, como se ha dicho, el remedio para hacer de­saparecer los males que causa la Constitu­ción, porque los defectos de un código no se han corregido nunca con la sedición. El vacío de la ley sólo lo llena la pluma del legislador; la espada del soldado destruye, pero ni refor­ma ni convence." Después de analizar las consecuencias de esa situación, que podían lle­gar basta provocar la pérdida de la naciona­lidad, lamentó la defección de Comonfort, "hombre que era la personificación de la li­bertad y del orden hermanados por la gloria", y terminó augurando al país que la lu­cha que emprendían produciría "los anhelados frutos de paz, libertad y mejoras sociales".

 

Desarrollo político.

 

A partir del momento en que la voluntad de Comonfort comenzó a flaquear y se deci­dió a no proteger y mantener la Constitución, sino a suprimirla, se produjo un movimiento político digno de ser consignado no sólo por ser altamente revelador de la conducta de los hombres que lo hicieron posible, sino porque significa el índice más adecuado para cono­cer el estado de la opinión pública y la fuerza y resonancia que produjo en todos los órdenes la Reforma.

 

Fuera del conflicto espiritual de Comonfort y de sus tremendas repercusiones para la vida mexicana, y alejado también de los fallidos intentos de reconciliación, en las últimas semanas de su gestión presidencial, con el grupo que lo había exaltado, encontramos, en esos primeros momentos en que se requerían grandes decisiones, la actitud conciliato­ria de Manuel Doblado tendente a evitar, además de la caída de Comonfort, la guerra civil.

 

Doblado, que conoció a fondo los proyectos de Comonfort y de sus consejeros, inter­vino en varias pláticas; fue consultado, acon­sejó y, más aún, propuso una serie de reformas constitucionales al presidente que éste aco­gió aparentemente convencido. Al ocurrir el golpe de Estado, Doblado trató de salvar la situación. Diplomático sagaz, deseó una tran­sacción entre los diversos grupos y permaneció callado a los primeros llamamientos que los liberales decididos, como Arteaga, Dego­llado y otros, le hicieron para formar un fren­te que oponer a los conjurados.

 

Sabedor de que las puertas de la presi­dencia se le abrían con esa oportunidad, por ser la figura política más respetable y consi­derada, mas conociendo también las amena­zas que sobre la patria se cernían dentro y fuera de las propias fronteras si el país recaía nuevamente en la era de los pronuncia­mientos y en la anarquía, después de un período de vacilación durante el cual mantuvo en suspenso la atención de amigos y enemi­gos que le llamaban a tomar partido, optó por el único camino honesto que le quedaba, el de la legalidad.

 

Habiendo decidido no trocar "sus hermo­sos títulos por los de lacayo del más despre­ciable de los facciosos", como dijera Prieto, se inclinó, después de una angustiosa espera, por la Liga de Estados. Su declaración, trajo a los coaligados, que ya desesperaban, nuevas fuerzas, abrió a los liberales nuevos ho­rizontes y significó para su causa la apetecida unidad en el mando, prenda segura de victoria.

 

La coalición de estados, auspiciada por destacados liberales como José María Artea­ga, Anastasio Parrodi, Epitacio Huerta, a quienes más tarde se unieron Manuel Dobla­do, Jesús González Ortega, Santiago Vidau­rri y otros posteriormente, así como Manuel Gutiérrez Zamora, cuando se despronunció Veracruz, representó un frente poderoso, de­cidido a defender a todo trance los principios reformistas y a no aceptar las proposiciones falaces de Zuloaga de crear "una dictadura que dé por resultado la pacificación del país, la tranquilidad de los ciudadanos, el progre­so de todas las mejoras materiales y, por úl­timo, el establecimiento de una constitución en la cual se tengan presentes la historia, las tradiciones y las costumbres de nuestro pueblo".

 

Los gobernadores que rechazaron con vio­lencia el golpe de Estado diéronse cuenta de que no conducía a "otra cosa que a encender más la guerra, echando por tierra las con­quistas de la Revolución de Ayutla, única que después de la Independencia se ha operado en el país contando con la voluntad de la ma­yoría de los habitantes de la nación", por lo cual decidieron "sostener con las armas en la mano las instituciones democráticas", como afirmara y cumpliera José María Arteaga el mismo día en que ocurrió el pronunciamien­to de la Brigada Zuloaga.

 

Esta declaración similar a las de algunos de los gobernadores de los restantes estados de tendencia liberal, significó en lo político el mantenimiento de la Constitución, la aplica­ción de las leyes reformistas, la aceptación del principio de legalidad que llevó a Juárez a la presidencia de la República y la obliga­ción de contribuir militar y económicamente a la defensa de esos principios. Pero, más que eso, representó un sentimiento de cohesión, anteriormente muy débil, de estados fe­derales soberanos en torno de principios de trascendencia nacional y de la propia unidad, cohesión que se comenzó a patentizar a par­tir de 1857 y que alcanza su mayor vigor en la guerra intervencionista de 1862 a 1867. La única ruptura sufrida en torno a ese ideal de uni­dad fue provocada por Santiago Vidaurri y felizmente detenida por Degollado, en plena campaña.

 

Habiéndose desatado la guerra, que fue larga y cruel pese a los anhelos humanitarios de algunos jefes, el desarrollo político estuvo sujeto a las pasiones exaltadas por la lucha misma, a sus fatigas, a su desesperanza, a sus desfallecimientos, a sus privaciones y dolores. Los jefes militares que veían la desnu­dez de sus hombres, que sentían la misma sed, cansancio y hambre, que padecían frío, calor, la lluvia y el polvo, tuvieron un con­cepto claro de esa dura realidad. A ellos to­caba mantener la disciplina y honestidad en sus filas, vestirlas, alimentarias. dirigirlas, planear 'batallas y apresuradas marchas, ob­tener recursos y armas o en su caso fabri­carlas, escribir partes y proclamas, llevar la dirección política dentro de los territorios de su mando, en fin, una dura y complicada car­ga que a veces llegó a pesar demasiado.

 

El gobierno constitucional en Guanajua­to, Guadalajara, Colima y Veracruz tenía la responsabilidad total de lo que pasaba en la República. La dirección política de todo el movimiento estaba a su cargo, así como to­dos los esfuerzos por mantener la unidad de­seada, resistir las presiones extranjeras cada vez más feroces, conciliarlas con los intereses nacionales y los principios por los que se luchaba. Los clamores del ejército federal lle­gaban hasta ellos y en ocasiones las grana­das y balas del ejército que los sitiaba. Los hombres de Veracruz representaban el cere­bro y el alma del movimiento; los jefes mi­litares, el corazón y el brazo ejecutor. En al­gunas ocasiones, corazones y brazos estuvie­ron tan fatigados que flaquearon, y esas flaquezas representan en esta contienda deci­siones políticas que es conveniente precisar.

 

El primer descalabro en la cohesión polí­tica y militar ocurrió a raíz de la batalla de Salamanca, que obligó a Parrodi a capitular y a retirarse del escenario político; pero más grave que esa derrota militar, la cual fue sólo eso y que hizo exclamar a Juárez: "Guiller­mo -hablando con Prieto-, nuestro gallo ha perdido una pluma", mas grave, repetimos, fue la capitulación de Doblado en Romita, por la cual las fuerzas que ese jefe tenía a su mando pasaron a formar parte del ejército conservador. Esta actitud, considerada como defección por Degollado, alejó a Doblado por algún tiempo de la lucha, disminuyendo de esa suerte los contingentes federales. Su incorporación posterior al movimiento signifi­có su rehabilitación en las filas liberales.

 

Intentos de paz.

 

Santos Degollado, "el santo de la Refor­ma", "el héroe de las derrotas", fue el soste­nedor de la guerra. Sobre su magra humani­dad, su figura casi ascética, más de catedrático que de guerrero, recayó la inmensa responsabilidad de casi todas las campañas. Dego­llado, que veía a diario diezmadas sus filas, deseó para ellos y para el país la paz y la tranquilidad. Ese anhelo, común en todos los jefes, conservadores y liberales, fue el que le llevó en noviembre de 1859, en vísperas de su derrota en la estancia de las Vacas, a en­trevistarse con Miramón en los ranchos de la Calera y del Rayo con el fin de llegar a un acuerdo para evitar que continuara el derramamiento de sangre. Degollado propuso aquella vez a Miramón que aceptara el orden cons­titucional, aunque no obtuvo un resultado satisfactorio; mas pudo comprobar en esa ocasión "que Miramón es caballeroso y de que, a su modo y  con sus errores, desea el término de la guerra que, confiesa, no puede concluir sino con el triunfo de las ideas liberales".

 

Sin acarrear tampoco ninguna consecuen­cia política, pero reveladoras de los deseos de paz que tenían los jefes militares, fueron las proposiciones hechas por Miramón du­rante el segundo sitio de Veracruz al gobier­no constitucional. Estas proposiciones se de­bieron a la intervención inglesa y se originaron por una nota de la cancillería británica diri­gida al ministro de aquel país en México, George Mathew, en la cual se le decía que sus despachos del mes de noviembre "presentaban, en colores aún más fuertes que los anteriores, una pintura de la completa de­sorganización política y social en que México ha caído", y se agregaba: "El gobierno de S. M. no puede llegar a creer que haya algu­na cosa en el carácter mexicano, o en las ins­tituciones mexicanas, que haga imposible el respeto propio, o el de su gobierno, o que los varios jefes mexicanos que tan notables se han hecho por sus ultrajes a los extranje­ros, hayan sido tan inconsiderados con los derechos de otros, y tan descuidados de la buena fama y de la de su país, a menos que se encuentren bajo la influencia de pasiones furiosas rudamente excitadas por los inmo­rales efectos de una prolongada guerra civil. Sin pretender caracterizar, en lenguaje dema­siado fuerte, una serie de actos y cierta con­tinuidad de desorden que casi ha reducido a la barbarie a un país al que la naturaleza ha concedido algunas de sus mejores dotes, debo decir que la conducta de ambos gobiernos ahora establecidos en México es inconsisten­te con la justicia y respeto a los tratados, como también con el tenor general de la ley internacional".

 

Esta nota, transmitida a Miramón, a quien se informó igualmente de la decisión del gobierno de Washington de reconocer a Juárez, movió al caudillo conservador a hacer a los constitucionalistas las proposiciones siguientes:

 

Celebración de un armisticio y, por tanto, cesación de hostilidades para convenir la manera de restablecer la paz en la Repú­blica;

 

Intervención en las pláticas, como mediadores amigables, de los representantes de Inglaterra, Francia, España, Prusia y los Estados Unidos;

 

Ninguno de los partidos podría celebrar tratado alguno con potencias extrañas sin la intervención y consentimiento del otro;

 

Una asamblea, compuesta de los funcionarios que hubieran desempeñado en la República los puestos públicos de alta jerar­quía, desde el año de 1822 hasta el de 1853, elegiría presidente provisional de la Repúbli­ca, fijaría las bases que debía observar la ad­ministración provisional y quedaría encargada de redactar la Constitución, la cual no debería regir hasta que fuese aprobada por la mayoría de los ciudadanos mexicanos.

 

Estas proposiciones, discutidas por Isidro Díaz y Manuel Robles Pezuela, representantes de Miramón, y por Santos Degollado y don José de Emparán comisionados de Juá­rez, no fueron aceptadas por el gobierno cons­titucional, el cual, en su respuesta de 16 de marzo firmada por Degollado, quien fungía por entonces como ministro de Relaciones, excogitó con amplitud las razones que le asis­tían para ello. Consideró el gobierno consti­tucional que el partido conservador era el res­ponsable de "haber encendido la guerra civil en todo el país; y es todavía mayor esa responsabilidad por el aspecto de religiosa que se ha dado a la guerra intestina y por el ca­rácter de crueldad con que se ha hecho"; hizo un detallado análisis del desarrollo de la lu­cha e insistió en que grandes núcleos de po­blación sostenían los principios reformistas, los cuales no podían ser ya desconocidos ni detenidos por el propio gobierno de Veracruz; y que aun sin Juárez, movido "por el deseo de alcanzar los goces de una vida pa­cífica y tranquila, cometiese la ingratitud de abandonar a los defensores de la Constitu­ción y aun cuando conviniese en un armisti­cio basado en la pérdida de las libertades ci­vil y religiosa y en la supresión del sistema representativo bajo el cual está constituida la República, esta complacencia no serviría para poner término a la guerra civil, sino para desnaturalizar las tendencias civilizadoras y hu­manitarias del partido liberal, perfectamente unido hasta ahora bajo la bandera constitucional".

 

Declaraban los constitucionalistas a tra­vés de Degollado que “no creían sincero el deseo que manifiesta el señor Miramón de poner un pronto término a la guerra civil que devora al país. Y si bien es verdad que, tratándose del partido de una minoría opresora, esta guerra ‘no puede concluirse por la fuer­za de las armas’, como lo ha reconocido el señor Miramón ‘desde mucho tiempo atrás’, en manos de éste se halla el remedio de tan­tas calamidades, porque él y su partido son los agresores y los que se oponen al establecimiento de la ‘tolerancia civil y religiosa’, a la ‘difusión de los principios liberales e ilus­trados’, a las reformas que exigen la marcha del siglo y el ejemplo de las naciones civili­zadas, y a la elección inmediata de un Con­greso nacional que arreglara como árbitro y único juez competente las diferencias de los partidos democrático y clerical y que expresara la verdadera voluntad del país”.

 

Confirmaban esas creencias discutiendo una por una las proposiciones de Miramón dirigidas a “obtener ventajas que no alcan­zan por la fuerza de las armas, como son:

 

La posesión de dos puertos en el Golfo, Alvarado y La Antigua; la participación en los pro­ductos de las aduanas marítimas, que se hallan en poder del gobierno constitucionalista;

 

La privación para éste de los recursos pecu­niarios que pueda producirle su tratado con el gobierno de la república de los Estados Unidos del norte;

 

La intervención de los representantes de cinco potencias extranjeras, siendo cuatro de ellas jueces parciales que han externado su opinión y perdido su neu­tralidad;

 

La reunión de los comisionados para el armisticio general en un punto inmediato a la capital de la República, cercado de tro­pas reaccionarias y muy distante de la pro­tección del gobierno constitucional; y,

 

La pri­vación para los ciudadanos mexicanos de su derecho inalienable de sufragio para elegir presidente de la República y Asamblea Na­cional, pues quieren con insistencia los co­misionados del señor Miramón que ésta se componga de personas sin misión popular.

 

Todo esto viene en confirmación del juicio que tenía formado S. E. el señor Juárez de que el señor Miramón en nada cede de las pretensiones que se formularon en el Plan de Tacubaya y de que no quiere que la nación resuelva sobre las cuestiones políticas que causan la guerra civil".

 

Meses más tarde, durante el sitio de Gua­dalajara, a la que atacaba González Ortega y defendía Severo del Castillo, aquél dirigió a éste, el 22 de septiembre, una carta en la que le proponía la "celebración de una conferencia a fin de ver si podemos evitar la efusión de sangre. Tal vez, señor general -decía el jefe zacatecano-, de esa conferencia resultará la pacificación de la República, bien preferen­te a que debe aspirar, en las actuales circuns­tancias, todo hombre honrado y que tenga amor a la patria".

 

Severo del Castillo propuso en esa opor­tunidad "que las exigencias de su partido quedarían obsequiadas con la reforma de la Cons­titución y con la eliminación del excelentísimo señor presidente don Benito Juárez". González Ortega en el informe que acerca de estas conferencias diera a su gobierno, expone cuál fue su actitud: "Como entendí –escribe- que estas pretensiones podían conciliarse con el principio constitucional, manifesté mi confor­midad, siempre que las reformas fuesen decretadas por el Soberano Congreso, quien debiera hacerlas en un término perentorio, con entera libertad y sin clase alguna de  restricciones". Respecto a la eliminación de Juárez de la escena política, el propio González Or­tega, basado en consideraciones de principios, declaró: "El excelentísimo señor don Benito Juárez, estoy íntimamente convencido de que abriga, con profunda convicción, estos mis­mos sentimientos, y no creo, por lo mismo, que habría yo podido presentarme ante él como digno servidor de su gobierno y como buen ciudadano, si no hubiese protestado a su nombre que voluntariamente dejaría el po­der, con tal que con este acto no fuese vio­lado el principio constitucional. Accedí, pues, a la petición del señor general Castillo y nues­tro ilustre presidente don Benito Juárez ha­bría voluntariamente, estoy seguro de ello, desaparecido de la escena política para dejar el poder, según mi oferta, a quien pertenecie­ra, con arreglo al llamamiento constitucional".

 

González Ortega, al afirmar que la Cons­titución representaba el único vínculo que unía al partido liberal, coincidía con las declaraciones de otros jefes que habían dicho que luchaban por principios y no por perso­nas y aun con el manifiesto del gobierno de Veracruz suscrito por su ministro de Relaciones Exteriores. Ciudadano de convicciones firmes, González Ortega había escrito a Do­blado cuando éste le proponía buscar un ave­nimiento con Vidaurri, que "siempre había deseado no romper el principio de legalidad, porque ésta, y nada más que ésta es mi ban­dera", y añadía, siempre en su estilo claro y no exento de cierta perfección: "Yo, mi ami­go, estoy resuelto a presentar siempre a la nación una frente pura, esto es, que mi con­ducta no lleve otra norma que el triunfo de la causa de la libertad, ni más exigencia, ni más aspiración que ésta. ¡Hombre de princi­pios, jamás me ocupo de las personas!''.

 

Este hombre, al entrar en conversaciones de avenencia con uno de las jefes más acre­ditados entre los conservadores, lo hizo sin el deseo de quebrantar los preceptos consti­tucionales y con el ánimo de que cualquier reforma que se intentara fuera realizada "no por una corporación extraña, elegida caprichosamente, o por una junta que no hubiera recibido poderes de la soberanía nacional, sino por un congreso ya conocido, electo popularmente". Respecto a la separación del presidente, indicaba que había aceptado esa proposición por estar acorde con los principios que sostenían no sólo él, sino los goberna­dores de los estados de Jalisco, Guanajuato, Morelia y Zacatecas. "Todas estas personas –afirmaba- profesan íntima adhesión al señor Juárez, muchos son intransigibles cuando se trata de conservar el principio consti­tucional y ninguno de ellos, incluso los jefes de las fuerzas del ejército, ha dejado de ver en las proposiciones que hice un medio acep­table por todas los de su partido para termi­nar la revolución, quedando conformes las pretensiones a que han aspirado desde que tomaron las armas en defensa de la Constitución."

 

Santos Degollado.

 

Hacia la misma época en que González Ortega conferenciaba con Severo del Castillo para encontrar un arreglo que diera la paz a la República, Santos Degollado, movido por los mismos propósitos, estaba ya fatigado de la lucha, que juzgaba larga e interminable e incluso en algunos momentos de graves cri­sis personales había pensado en dejar a otro el puesto. Así lo manifestó a Pedro Ogazón en su carta del 19 de agosto de ese año de 1860, en la que le decía, al comentar los ata­ques de que había sido víctima por liberar a un dignatario eclesiástico: "Si no fuera por el escándalo y por el mal que sufriera nues­tra causa, yo me alegraría de tal desconoci­miento -el propuesto por Valle-, que colmaría mis deseos, que no han cesado de ser los de separarme de un puesto que he renuncia­do con instancia por cuatro veces, sin haber podido lograr mi exoneración. Yo bendeciría la hora en que mandé poner libre al obispo Espinosa, si por esto me viniera el relevo que tanto apetezco".

 

Convencido también él, aguerrido y va­liente en la lucha, "de que si ésta podía terminarse sin la intervención de las armas, los combates se convertirían en una injustifica­ble carnicería por lo que tendría que dar estrecha cuenta a la nación" -como le decía González Ortega-, y conocedor de los anhelos de paz de sus enemigos, no dudó en ela­borar un proyecto de pacificación en el que se revela la fatiga, el ofuscamiento por la paz anhelada y la conciencia que él tenía de que las partes combatientes no podrían entenderse entre ellas y llegar a acuerdo alguno por sí mismas, el cual sólo podría presentarse con la destrucción total de una de ellas, destrucción que afectaría al país por la prolongación de la contienda.

 

Por ello fue por lo que en el mismo hacía intervenir a una potencia extraña como mediadora de la paz a obtener. En efecto, en una carta que el 21 de septiembre dirigió des­de Lagos al encargado de negocios de S. M. Británica, George Mathew, le indicaba:

 

"La guerra que dura hace tanto tiempo entre los dos partidos políticos que nos dividen es una guerra de principios, cualesquiera que ha­yan sido los errores de una y otra parte; y como su resultado no sólo importa al porve­nir de los hijos de este suelo, sino también a todos los residentes extranjeros y al comer­cio e intereses de otras naciones, creo que es mi deber desde ahora manifestar confidencialmente a usted, como el representante de una de las primeras potencias del mundo con la que México tiene simpatías y buenas rela­ciones, cuáles son mis deseos, mis propósi­tos y mi resolución en la parte que me toca actualmente representar, como caudillo liberal y jefe del ejército constitucional.

 

"He creído que se debía resistir con las armas al pronunciamiento del partido reaccionario que desde hace tres años pretende sojuzgar al país, dominarlo y tiranizado por la fuerza en provecho de algunas clases privilegiadas y de algunos intereses particulares. Pero la misma guerra que he sostenido du­rante estos tres años me ha hecho conocer que no se alcanzará la pacificación por la sola fuerza de las armas, y estoy pronto a pres­cindir de la forma de las personas con tal de que queden asegurados y perfectamente a sal­vo los principios que sostiene el Partido Li­beral.

 

"Esta razón es la que me impele manifes­tar a usted, para que en todo tiempo lo pue­da hacer constar, que por mi parte y tanto con carácter público como con el de particu­lar, estoy dispuesto a proponer a mi Gobier­no y a mis compañeros de armas la admisión de las siguientes bases o condiciones para la pacificación de la República:

 

Que se instale una junta compuesta de los miembros del Cuerpo Diplomático re­sidente en México, incluso el E. S. ministro de los Estados Unidos, y de un representante nombrado por cada Gobierno, declarando solamente que son bases de la Constitución de la Nación Mexicana:

 

Primera. La representación nacional en un congreso libremente electo.

Segunda. La libertad religiosa.

Tercera. La supremacía del poder civil.

Cuarta. La nacionalización de los bienes llamados del Clero.

Quinta. Los principios contenidos en las leyes de reforma.

 

La junta provisional de que trata el artículo anterior nombrará un presidente pro­visional de la República, que será reconocido por todos y éste funcionará desde el día de su nombramiento hasta el en que  se reúna el Congreso de la Unión.

 

El Congreso deberá convocarse in­mediatamente conforme a la última ley elec­toral y se instalará precisamente a los tres meses de publicada la convocatoria.

 

El primer acto del Congreso será el nombramiento de un presidente interino de la República mexicana, y la declaración de ser bases de la Constitución del país las contenidas en el articulo a ).

 

El Congreso decretará libremente la Constitución mexicana en el preciso termino de tres meses contados desde su instalación.

 

"Tal es mi propósito: mi resolución en caso de que lo que precede no sea aceptado por ninguno de los dos partidos, es la de re­tirarse completamente de la escena política de mi país.

 

"En el caso de que mi Gobierno y mis compañeros de armas y subordinados estén conformes con las proposiciones indicadas, y que solamente las repelan y resistan los jefes del partido reaccionario, me esforzaré porque se siga la guerra con todo el vigor y energía posibles, declarando fuera de la ley común a los perturbadores del orden, y haciendo que todo el rigor de las leyes vigentes en el sis­tema constitucional se apliquen sin remisión a los culpables".

 

Transmitió copias de esta comunicación a sus compañeros de armas y al gobierno de Veracruz, acompañadas de una nota aclara­toria en la cual expresaba cuáles eran sus propósitos: "Hacer ver que pertenecemos a un pueblo civilizado que pelea por principios y no por personas ni por intereses mezqui­nos; y es indispensable acreditar a los pueblos cultos del mundo y a los representantes de las naciones amigas, residentes en Méxi­co, que sólo aspiramos a la felicidad de nues­tra patria, encaminándola por la vía del progreso", e indicándoles además que redactaba ese proyecto "cuando estamos fuertes y con todas las probabilidades del triunfo", y manifestándoles que en caso de inconformidad "deben prepararse a elegir un caudillo que me reemplace, porque mi deber y mi conciencia me prohiben continuar de otro modo".

 

Sus amigos y el gobierno la recibieron alarmados, no por el deseo de pacificación mostrado, sino por la intervención que pro­puso de las potencias extranjeras en la formación del gobierno nacional, lo cual equivalía a aceptar el intervencionismo de los países fuertes en los asuntos de los débiles, hecho que se había vuelto abusivo y contra el cual México se hubo de oponer enérgicamente. Al protestar contra ese principio, la República dejaba bien sentada su política de no inter­vención que con tanto vigor había sostenido.

 

Las respuestas a la comunicación de De­gollado no se hicieron esperar. Todos sus amigos condenaron ese proyecto. González Ortega lo calificó como "extravío"; Prieto, en una carta llena de incertidumbre y desesperación, consideró que ese proyecto represen­taba "la esterilización de uno de sus hombres más eminentes"; Doblado lo estimó como su "suicidio político" y el reproche más amargo y duro que tuvo que sufrir fue el que vino de Vallarta, su amigo que tanto estimaba, quien recordando los días pasados por Degollado al lado de un eclesiástico, le hirió en sus convicciones diciéndole "sacristán fuiste y sacristán serás". Los oficiales convocados por González Ortega para conocer ese  pro­yecto en San Pedro Tlaquepaque, entre quie­nes se contaban sus más leales subordinados, reprobaron por unanimidad las proposiciones de Degollado, y el gobierno constitucional le separó del mando y le ordenó presentarse an­te él para responder de su conducta.

 

El proyecto que costó a Degollado su carrera militar no fue en el transcurso de esta guerra el último intentado. Miramón, casi al término de la misma, presentó un nuevo plan, el cual fue sometido a la consulta del emba­jador Pacheco y de McLane. Con esas bases Pacheco preparó uno nuevo que presentó a Miguel Lerdo, quien se dispuso a pasar a Mé­xico para concertar la paz con la autoriza­ción de Juárez. Lerdo había recibido instruc­ciones para conferenciar con el representante de Miramón acerca de la cesación de los dos gobiernos, las personas que los sustituirían, la amnistía a conceder y la declaración "de que el Constituyente había de ser absoluta­mente soberano sin limitación alguna"; con ello quedaban reconocidos los principios por los que tanto se había luchado. Esta nueva proposición de paz, hecha en vísperas de las grandes batallas que llevaron al ejército liberal dirigido por González Ortega a obtener el triunfo total sin concesiones de ninguna cla­se, muestra los caros anhelos de quienes du­rante tres años mantuvieron una contienda dura y amarga por el triunfo de sus ideales.

 

En el aspecto legislativo hay que consig­nar que el partido conservador, al tomar el poder después del alzamiento de Tacubaya, derogó en enero de 1858, por medio de las llamadas "cinco leyes", la ley Lerdo, la ley Iglesias, la ley Juárez y las restantes dispo­siciones que afectaban tanto a sus principios como a sus miembros. Los liberales, por su parte, en plena guerra promulgaron otras leyes en las cuales, más que en la Constitución de 1857 abundaban los principios del liberalismo. Si la Constitución fue obra de los mo­derados, las leyes dictadas en Veracruz en 1859 y 1860 fueron obra de los puros, prin­cipalmente de Ocampo, quien, con el apoyo de Degollado, logró vencer las resistencias que dentro de su partido detenían su promulgación. La ley de nacionalización de bienes eclesiásticos del 12 de julio de 1859; la del matrimonio civil del 23 de julio, recibida con gran entusiasmo por Juan José Baz; la del registro civil del 28 del mismo mes; la de secularización de los cementerios, del día 31; la que fijaba el calendario festivo y suprimía la asistencia de las autoridades a las funcio­nes religiosas, del 11 de agosto; y la libertad de cultos del 4 de diciembre de 1860, así como otras disposiciones más, representan la decisión de los liberales de llevar su movi­miento hacia sus últimos extremos y de cumplir por entero su programa. No dejaban así la reforma de México a medias, como con sobrada experiencia aconsejara el doctor José María Luis Mora.

 

En el campo de los compromisos interna­cionales, si los liberales llegaron a signar en un momento de desesperación el tratado McLane-Ocampo el 1 de diciembre de 1859, el cual comprometía al país, los conservadores pidieron a Francia en 1858 su interven­ción "para enderezar la situación política de México" y posteriormente realizaron gestio­nes con el fin de conseguir un empréstito de 20 millones de pesos, garantizados con los bienes del clero, para hacer frente a la guerra y a las dificultades económicas. México luchaba aún intensamente para resolver sus pro­blemas internos, los cuales eran de tal naturaleza, que uno y otro partido desesperaron en ocasiones de poder hacerlo con sus pro­pias fuerzas. La guerra de 1847 mostró a los mexicanos el camino de la unidad y la inter­vención francesa los confirmó en ese princi­pio que ha salvado a la República en otras ocasiones. Cuando la unidad ha amenazado con romperse, la agresión extranjera ha esta­do pronta a aprovecharse de nuestras esci­siones. Cuando el pueblo entero y el gobierno con él marchan como un solo hombre, el país puede repeler con fe cierta de triunfo el ataque exterior. Para aprender esto, Méxi­co necesitó perder la mitad de su territorio y sostener dos penosas luchas, una interna y otra con extraños, mas a partir de aquel ins­tante este principio ha quedado establecido de manera indubitable.

 

La Guerra de Reforma fue no una lucha por las personas sino por las ideas, y bien se encargaron sus dirigentes de definirlas, propalarlas y tratar de que llegaran a convertirse en plena y precisa realidad. Si con el triunfo de la Revolución de Ayutla y la pro­mulgación de la Constitución quedaron los principios liberales concretados en un progra­ma que comenzaba poco a poco a realizarse, pero que se frustró por el golpe de Estado, la guerra de los Tres Años no sólo fecundó el pensamiento y fortaleció la voluntad de to­dos los que en ella participaron, sino que les impuso la convicción de que era urgente e inaplazable realizar en ese momento, en su integridad y llevar hasta sus más extremas consecuencias, las reformas que el país requería y que la indecisión de Gómez Farías y de Comonfort habían detenido en dos oca­siones memorables.

 

Bibliografía.

 

Bravo Ugarte, J. Historia de México (3 vols.), México, 1941

 

Castañeda Batres, O. Leyes de Reforma y etapas de la Reforma en México, México, 1960.

 

León-Portilla, M., y otros, Historia documental de México (2 vols.), México, 1964.

 

Riva Palacio, V. y otros, México a través de los siglos (5 vols.), México, 1958.

 

Sierra, J. Evolución política del pueblo mexicano (edición establecida y anota­da por E. O'Gorman), México, 1948.

 

Sierra, J. y otros, México, su evolución social (3 vols.), México, 1901.

 

96.            Desarrollo bélico de la guerra de Reforma.

 

Los repetidos cañonazos que el 17 de diciembre de 1857 despertaron a la Ciudad de México anunciándole el pronunciamien­to de la brigada Zuloaga marcan el inicio de la guerra. La capital y sus alrededores fueron los primeros campos de batalla. Los com­bates contra los soldados de guarnición en Tlalpan y los habidos entre los cuarteles, igle­sias y conventos -Palacio, la Ciudadela, La Santísima, San Francisco y Santo Domingo-, dominados por constitucionalistas y conser­vadores, son los primeros en esta larga lucha de tres años.

 

Los estados que rechazaron el Plan de Ta­cubaya y decidieron mantener el Orden legal se aprestaron a enfrentarse contra los pronunciados. El Congreso de Jalisco propuso, el 23 de diciembre, la integración de un ejér­cito coaligado que mantuviera la Constitu­ción, defendiera al gobierno de ella emanado y batiera a sus enemigos. La formación de este ejército debería realizarse por la contribución y contingentes que prestaran los si­guientes estados: Zacatecas y Guanajuato, cada uno 1.000 infantes, 400 jinetes, 100 ar­tilleros y cuatro o seis piezas de artillería; San Luis y Michoacán, 800 infantes, 300 ji­netes y 50 artilleros con tres piezas de cam­paña cada uno; Aguascalientes y Querétaro, 500 infantes, 200 jinetes y 25 artilleros con dos o tres cañones, y Jalisco, 10.000 hom­bres de todas las armas y 14 cañones. Cada entidad cooperaría, además, al sostenimiento del ejército federal. Los restantes estados par­tidarios deberían reunir otras fuerzas y todos juntos reconocer a Juárez como presidente in­terino. La decisión de Manuel Doblado para actuar en favor de la Constitución reforzó los trabajos de Parrodi, a quien correspondió el difícil puesto de general en jefe del ejército federal o constitucionalista.

 

Parrodi, al frente de unas tropas que iban a engrosarse en su camino hacia la capital, salió de Guadalajara el 18 de enero. Zuloaga, ­por su parte, formó el "Ejército restaurador de las garantías", que puso bajo el mando del joven general Luis Gonzaga Osollo, auxiliado por Miguel Miramón, de veintiséis años, así como por Francisco García Casanova y To­más Mejía, quienes dirigían tropas veteranas muy bien entrenadas y disciplinadas. Osollo se posesionó de Querétaro y Parrodi lo esperó en las riberas del río de Laja entre Ce­laya y Apaseo. Hacia el 7 de marzo, las tro­pas de la coalición, superiores en número a las conservadoras, se enfrentaron a éstas jun­to a Salamanca, y en el encuentro del día 10 resultó vencido el ejército federal, cuyos res­tos replegáronse hacia Guadalajara. El día 11, Doblado, después de proponer a Parrodi que entrase en arreglos con Osollo, a lo que se negó aquél, capituló ante los conservadores en Romita, desilusionando así a sus partida­rios, entre ellos a Degollado, quien ocupaba el puesto de ministro de Gobernación en el gabinete de Juárez. El 23 Osollo recibió la ca­pitulación de Parrodi en San Pedro Tlaquepaque, hecho que abrió a las fuerzas conser­vadoras las puertas de Guadalajara. Los convenios de Tlaquepaque representaron la continuación del éxodo de Juárez y sus hom­bres y el fin de la brillante carrera político-­militar de Anastasio Parrodi.

 

Obligado Juárez a marchar hacia Colima, en donde sentó las bases de acción de su go­bierno, y ante la desaparición de Parrodi, nombró a Santos Degollado general en jefe del ejército federal y ministro de la Guerra. Degollado, que carecía de preparación militar profesional, pero que, no obstante, había actuado brillantemente en varias campañas mi­litares hasta alcanzar la banda de general de brigada, tenía un extraordinario poder de or­ganización. "El Colmenero", como lo llama­ban sus soldados por su infatigable actividad, al aceptar en tan críticas circunstancias el puesto más difícil del momento, lo hizo sa­bedor de que el gobierno legítimo del país, a quien sentía, "está dispuesto a arrostrar todas las dificultades y a hacer todos los sacrificios por salvar las leyes, los derechos de los ciudadanos y el buen nombre de la República, que no puede retroceder en la senda de la civilización y del progreso por donde se ha propuesto marchar a pesar de las rémoras que le ponen las preocupaciones y los inte­reses bastardos".

 

Al agradecer días después a Ocampo su designación, afirmó que había aceptado por "haberme propuesto defender a mi patria en clase de soldado del pueblo y en circunstan­cias de peligro"... esperando que la bondad del Presidente "me permitirá volver a la con­dición de simple ciudadano luego que se res­tablezca la paz o luego que se vuelva inútil mi sacrificio". Y al terminar, en un arranque que resultaría profético agregaba: "Prescindo de estampar frases trilladas que disculpen mi temeridad y sólo tomo en la mano mi cora­zón para presentarlo en holocausto al gobier­no depositario de la ley, por la cual y para gris hijos deseo una muerte gloriosa, defen­diendo la causa de la independencia, de la li­bertad y de la humanidad".

 

Días después, en la primera proclama que como general en jefe dirigió a sus subordina­dos el 30 de marzo, en la que brillan diversas consideraciones acerca de los conceptos de patria, de libertad y de democracia, excitó a sus compañeros de armas a sostener al go­bierno legítimo depositario de las leyes y al cumplimiento de sus compromisos como soldados, con lealtad y decisión, así como a no volver la espalda al peligro y pensar en la prolongación de la vida, "cuando vivir en la esclavitud es morir y desmerecer la esti­mación pública es la peor de todas las muertes". Este alto sentido del deber, su entusias­mo y abnegación llevarían a Santos Degollado a convertirse en el defensor más abnegado y eficaz de la libertad en la guerra de los Tres Años.

 

Auxiliado por Pedro Ogazón, gobernador de Jalisco, Degollado reunió y disciplinó nue­vas fuerzas y atrajo a los hombres que ha­bían escapado del desastre de Salamanca y a los que no habían querido sumarse a la ca­pitulación de Parrodi. En tanto Degollado en el sur de jalisco y en Michoacán se reorganizaba, Santiago Vidaurri, gobernador de Nuevo León y Coahuila acercóse a San Luis Po­tosí, amenazándolo. Miramón, quien había marchado en esa dirección, encontróse con los norteños liberales en Puerto de Carretas, donde fue vencido por Juan Zuazua, quien se posesionó de Zacatecas el 27 de abril y pos­teriormente de San Luis el 30 de junio, días después de haber muerto de tifoidea en esa ciudad -el 18 de ese mes- el general Osollo.

 

A partir de mayo, Degollado comenzó a moverse hacia Guadalajara y la guerra tornó­se cruel. Al fusilamiento de oficiales conser­vadores en Zacatecas siguió el asesinato de liberales como Herrera y Cairo en Ahualulco y las continuas represalias en uno y otro bando, a las que trató de contener Degollado con su  alto espíritu humanitario.

 

Degollado concentró sus tropas en direc­ción  de Guadalajara y, con el apoyo de los norteños al mando del licenciado Miguel Blan­co, se presentó ante esa ciudad, defendida por el general Casanova, a fines de mayo. El 3 de junio intimó a Casanova a la rendición, la cual rechazó éste manifestando que no reco­nocía más gobierno legitimo que el de Zuloa­ga, "que representaba los sagrados principios de la religión, del orden y de la libertad bien entendida". Además añadía: "Esto es lo que reconocen también en aquel personaje todas las clases respetables de la sociedad, con ex­cepción de esas gavillas de facciosos que, a la sombra de una mentida libertad, llevan por delante el robo y el asesinato, con mengua de la nación mexicana y con alto descrédi­to de los pocos hombres honrados que, como usted, están a la cabeza de ellas".

 

La amenaza que representaban los indios de Manuel Lozada y la proximidad en que se encontraban las tropas de Miramón, que ve­nía de San Luis, hizo a Degollado levantar el sitio de Guadalajara a partir del 21 de ju­nio, cuando ya había conseguido varias vic­torias y la ciudad estaba próxima a rendirse. Miramón, decidido a apoderarse de los jefes liberales, persiguió a Degollado, parapetado en la barranca de Atenquique, y, sin haber logrado su propósito, retiróse a Guadalajara, donde acrecentó sus fuerzas con la leva y sus recursos con los préstamos forzosos obteni­dos de la Iglesia, cuyos tesoros artísticos fueron en esta época diezmados por obra de con­servadores y de liberales.

 

El 15 de Julio de 1858 presentóse en escena el general Leonardo Márquez, a quien los conservadores dieron el cargo de gober­nador de Michoacán y general en jefe de la División de Poniente. A partir de ese momen­to, y ante la muerte de Osollo, las figuras centrales de los reaccionarios van a ser Miramón y Márquez. El 21 de septiembre, los liberales, comandados por Rocha y Núñez, derrotaron en Techaluta a sus enemigos y se abrieron paso hacia Guadalajara, defendida por el general José María Blancarte. Para el día 25 de octubre, el ejército federal encon­trábase en Tlaquepaque y después de un pe­noso sitio tomó Guadalajara.

 

Allí trató con profundas muestras de hu­manitarismo a los vencidos. En su proclama del 29 de octubre, Degollado expuso, no en un mero alarde patriótico, la real situación que su ejército atravesaba.' "¡Soldados! ¡Vosotros, los que habéis hecho la campaña sin vestido; los que habéis peleado sin sueldo y sin paga, los que habéis dejado el hogar doméstico por la dureza de la campa­ña, vosotros habéis merecido bien de la pa­tria! Vuestras fatigas comienzan a abrir el grande porvenir de México y nuestra poste­ridad recordará con gratitud vuestros nom­bres". Más adelante exaltó el valor y la ener­gía de las fuerzas fronterizas al mando de Esteban Coronado, cuyos méritos ya había alabado en su proclama del 13 de junio. Para distraer la atención de los conservadores, preocupados en diversos frentes, el general Miguel Blanco, en octubre, avanzó hasta Cha­pultepec, vecino a la Ciudad de México.

 

Miramón dirigió sus fuerzas en contra de los fronterizos liberales, posesionados de San Luis Potosí y Zacatecas, habiéndose encontrado Vidaurri y Miramón frente a frente en Ahualulco de Pinos, S. L. P., el 29 de octu­bre. El jefe norteño salió destrozado de ese encuentro, debilitándose con ello las tropas federales.

 

Miramón, alarmado con la maniobra de Blanco sobre México, dejó a Márquez a la cabeza de su ejército y partió hacia la capital, que se había librado de la amenaza de Blanco. Degollado, después de la captura de Gua­dalajara, reforzó sus tropas; reunió en su re­dedor a los hombres de Blanco, Arteaga y Pinzón, así como los remitidos por el gober­nador de Zacatecas, general Jesús González Ortega, y esperó a Márquez, que había toma­do Zacatecas y se encontraba el 6 de noviem­bre en Tepatitlán.

 

Miramón encontró a Márquez el mes de diciembre y tomó el mando del ejército, ha­biendo derrotado a las tropas de Rocha y de Coronado. El 23 de diciembre provocóse una división dentro de las filas conservadoras en virtud del Plan de Navidad que en Ayutla proclamara el general Echeagaray en unión de Manuel Robles Pezuela, en el cual desco­nocía al gobierno de Zuloaga y promovía la creación de una administración provisional encargada de designar una persona que ejer­citase el poder y convocase a la nación a constituirse libremente. Este plan, al que se invitó a Miramón a adherirse, fue calificado por éste como "viles aspiraciones de unos cuantos hombres que no abrigan otras ideas que su propia conveniencia e intereses".

 

El año 1859 sorprendió a los conservado­res tratando de imponer sus sistemas en los territorios que ocupaban. Miramón, al cono­cer el Plan de Navidad, partió hacia México dejando a Márquez el encargo de atender el gobierno político y militar de Jalisco. En Mé­xico repuso a Zuloaga en el mando como pre­sidente interino y él recibió el puesto de presidente sustituto.

 

Los constitucionalistas, desde Morelia, se prepararon para continuar las campañas. Reu­nidos en esa ciudad encontrábanse en enero Degollado, Ogazón, Vallarta, Contreras Medellín, Rocha, Iniestra, Cruz Ahedo, Pinzón, Gómez Farías, Valle, Nicolás Régules, Tra­conis, Chessman, Menocal, García de León, siempre en torno del primero, que era su defensor. En febrero, Miramón fue designado presidente, organizó su gabinete con adictos a él y se preparó a lanzarse sobre Veracruz, sede y bastión de los liberales, hacia donde salió con un nutrido ejército y la más brillante oficialidad con que contaba. En marzo inició el asedio de Veracruz, defendida por Ra­món Iglesias, Pedro Ampudia e Ignacio de la Llave, sitio que suspendió al saber que Degollado, con nutridas tropas, se acercaba a la Ciudad de México en unión de sus jefes más prestigiados: J. Justo Alvarez, José María Ar­teaga, Pueblita, Zaragoza, Berriozábal, Inies­tra y Pinzón. Márquez, al conocer la marcha de los liberales hacia la capital, dejó Guada­lajara confiada al coronel Luis Tapia y con un cuerpo regular de tropas corrió a la de­fensa de México, ya sitiada por el ejército fe­deral. Junto con Márquez iban a combatir Tomás Mejía, Francisco Vélez, Quintanilla y Brihuela.

 

El 10 de abril Márquez y sus hombres sa­lieron hacia Tacubaya a batir a los liberales, a los que derrotaron el día 11 tras heroica defensa. Cuando ya Miramón también se encontraba en la ciudad, en uno de los desplie­gues de inútil crueldad que caracterizan a Márquez, ordenó el fusilamiento de diecisiete personas, médicos y paisanos que nada te­nían que ver en la contienda y que auxiliaban compasivamente a los heridos. Estos asesi­natos fueron fríamente ejecutados por el jefe vencedor, presa de odio y sediento de san­gre. Producto de ese crimen fue el nombre con que la posteridad calificó a Márquez: "el tigre de Tacubaya".

 

Tan atroces hechos, que la República aun no olvida, dieron lugar a un escrito violento de Francisco Zarco, quien con enorme virili­dad y arrostrando grandes peligros tuvo el valor de denunciarías. En su obra llamó a esos crímenes "cacería de hombres para exterminarlos en castigo de sus simples opinio­nes" y conjuró con el Génesis a los verdugos: "Malditos seáis en la tierra que abrió su boca para recibir la sangre de vuestros her­manos cobardemente asesinados por voso­tros". Los extranjeros residentes en México no pudieron, por su parte, eximirse de condenar las órdenes de Márquez, a las que ca­lificaron de "actos atroces e inhumanos", "atrocidad sin ejemplo entre las naciones ci­vilizadas", habiendo pedido a su representante en México que protestase contra esos hechos en los cuales habían perecido súbditos británicos.

 

Después del revés sufrido en Tacubaya, Degollado retiróse al interior, comisionando a Ignacio Zaragoza para ir a Guanajuato; él se dirigió, por su parte, rumbo a Morelia, adonde lo siguió Márquez, por lo cual tuvo que abandonar esa ciudad y partir hacia Jalisco y Colima, cuyas costas casi siempre estuvieron en sus manos.

 

En mayo de 1859, Degollado designó al joven general condiscípulo de Miramón, Lean­dro del Valle, como jefe de la segunda briga­da de la División de Jalisco y apareció en Ciudad Guzmán el Boletín de la Primera Di­visión del Ejército Federal. En ese mismo mes, Degollado decidió ir a Veracruz a informar al gobierno de Juárez de la situación del país, a solicitarle armas y recursos y a apo­yar a Ocampo en su decisión de promulgar las Leyes de Reforma. Márquez, después de desalojar a Epitacio Huerta de Morelia, ciu­dad que a su salida volvió a ocupar ese jefe liberal, se dirigió a Guadalajara, en donde fue recibido con solemne tedéum, se le coronó y otorgó un bastón de "puño de oro cincelado, con un cerco de brillantes y un topacio en el centro". La ciudad fue obligada a recibirle con muestras de regocijo, pues "los comisarios y demás agentes de policía formarían una lista de los individuos que se hagan notables sobre este particular, con la que darán cuen­ta para las medidas consiguientes".

 

Para junio de 1859, comenta uno de los más verídicos seguidores de esa lucha, "lle­vaba dieciocho meses la guerra civil, grandes batallas e infinitos combates se habían libra­do y seguían verificándose encuentros san­grientos entre liberales y conservadores sin que después de tanto batallar resultaran pro­babilidades de triunfo definitivo en favor de alguno de los contendientes, que día por día depuraban sus opuestas exigencias de princi­pios políticos.

 

El gobierno constitucional, fuerte en Ve­racruz, reconocida su autoridad y sostenido por los habitantes de tres o cuatro quintas partes del territorio nacional, era dueño de los estados de la República situados al norte, de los del golfo de México y del Pacífico, ex­cepto una porción de Jalisco, y de todos los puertos en ambos litorales, salvo el puerto de San Blas. El gobierno reaccionario, en po­sesión constante de tres o cuatro de las ciu­dades más populosas y con alternativa de otras ubicadas en el interior, subsistía por la fuerza de las armas del antiguo y bien orga­nizado ejército permanente, estacionado en lí­nea militar que, partiendo del centro, la Ciu­dad de México, se extendían por oriente hasta Puebla; hacia el norte, hasta San Luis Poto­sí, y para occidente, por Guadalajara, a terminar en Tepic; sus plazas las guardaban competentes guarniciones, teniendo además muy numerosas columnas expedicionarias de ese mismo ejército siempre en movimiento, triunfante hasta entonces en la mayor parte de las grandes  acciones de guerra, pero sin haber podido sostener sus conquistas.

 

Los elementos de fuerza del gobierno constitucional y del gobierno reaccionario se equilibraban constantemente; la pérdida su­frida por el uno bien pronto quedaba contrabalanceada con las ventajas obtenidas por el otro; y la contienda intestina se prolongaba indefinidamente, de suerte que parecía impo­sible se restableciera la paz por medio de las armas.

 

Entre tanto la nación empobrecía; todas sus fuentes de riqueza se paralizaban o cega­ban y, por otra parte, a pretexto de bandería, pululaban innumerables  gavillas de bandole­ros viviendo de la devastación y del robo: tal era el estado del país al entrar el mes de junio.

 

En julio de 1858, una vez expedidas las Leyes de Reforma y reconocido el gobierno de Juárez por los Estados Unidos, Degollado volvió al teatro de la guerra y estableció en San Luis Potosí su cuartel general. Si Gon­zález Ortega ya se había perfilado en Zacatecas como caudillo disciplinado y aguerrido y fervoroso partidario de la Reforma, Santiago Vidaurri optó por desconocer al gobierno de Juárez y la autoridad de Degollado. Sus am­biciones separatistas obligaron a éste a des­tituirlo en septiembre, habiendo representa­do este hecho una amenaza para la cohesión del grupo liberal. Los conservadores, que al igual que los liberales a menudo se encontra­ban sin fondos en poblaciones demasiado oprimidas, recurrieron por mano de Márquez a tomar de una conducta confiada a su cui­dado 600.000 pesos. El enojo de Miramón por este hecho dio lugar a un extrañamiento dirigido a Márquez, en el que le ordenó de volviera esos caudales de inmediato, abrién­dole igualmente un juicio.

 

Degollado, "El Colmenero", diestro en for­mar de la nada ejércitos, presentó en el Ba­jío, en el mes de noviembre, un cuerpo ar­mado de más de 6.000 hombres al mando del propio Santos y de los generales José Justo Álvarez, Miguel Blanco, José María Arteaga, Santiago Tapia y Manuel Doblado, quien se había reincorporado a los constitucionalistas afirmando. "Quiero servir al partido liberal, aunque se me coloque en la clase de último soldado, con tal de que no se me dispute el derecho que creo tener adquirido de contar­me en el número de sus más sinceros y ce­losos defensores".

 

Miramón enfrentóle tropas de Vélez, Me­jía, Woll y de Márquez y salió de México a colocarse en el lugar de mando. Degollado, antes de entrar en contacto con las tropas conservadoras, propuso a Miramón una en­trevista con el fin de evitar la continuación de la guerra, sin haber obtenido resultado al­guno. El 13 de noviembre, ambos ejércitos chocaron en la Estancia de las Vacas, Querétaro, donde fueron derrotados los dirigidos por Degollado. Miramón actuó con clemencia con los prisioneros, conducta que el general en jefe de los liberales alabó y procuró se im­pusiera dentro de sus filas. Así acabó el año de 1859 para los liberales, que, entreverando triunfos y reveses, formaban un núcleo ex­traordinario de soldados como Valle, cuyas acciones en Jalisco y en Colima lo habían dis­tinguido, y como Ignacio Zaragoza y Jesús González Ortega, que se definían como los futuros defensores de la patria amenazada.

 

Veracruz representaba para Miramón la mayor pesadilla. Tomada esa ciudad y cap­turados Juárez y sus amigos, se podría poner fin a la guerra, pensaba el “joven macabeo”. Con ese fin, en febrero de 1860 salió con 7.000 hombres rumbo  a Veracruz, a la cual sitió a partir del 3 de marzo. En La Habana hizo armar dos naves, el "Miramón" y el "Marqués de La Habana", destinados a asediar a la ciudad por agua. Fuerzas navales estadounidenses detuvieron en Antón Lizar­do esos buques. Fracasado el bloqueo ma­rítimo, Miramón levantó el sitie el 21 de marzo.

 

En tanto Veracruz era atacada, el ejército federal se rehacía en San Luis Potosí, Zacatecas, Aguascalientes, Jalisco y Sinaloa. Oga­zón dominaba Jalisco y Colima; Plácido Ve­ga, Sinaloa y José López Uraga, San Luis Potosí. Para el mes de abril, Ogazón y Vega planeaban la captura de Guadalajara y el benemérito López Uraga, con fuerzas de Carbajal, Régules y Antillón, enfrentábase en Loma Alta a Rómulo Díaz de la Vega, a quien venció, habiéndose mostrado con los derro­tados generoso y clemente. "Al hacer prisioneros -exhortó López Uraga a sus soldados-, tan valientes debéis ser con el bravo como magnánimos con el rendido." En el mes de mayo, Ogazón situóse en San Pedro Tlaquepaque en espera de las fuerzas de Uraga. Guadalajara estaba defendida por Woll.

 

Miramón, al conocer los intentos de los liberales, organizó un cuerpo militar de más de 6.000 soldados, hizo prisionero a Zuloaga y a los militares adictos a éste, de quienes desconfiaba que querían arrebatarle el poder, y partió rumbo a León. López Uraga, por su parte, habíase reconcentrado en Tlaquepaque con Ogazón y el día 24 intimaba a Woll la rendición de la plaza, cuya defensa fue ardua y penosa. En el ataque, López Uraga fue he­rido y hecho prisionero. La resistencia en­contrada en Guadalajara y la proximidad de las fuerzas de Miramón obligó al ejército fe­deral a levantar el sitio, retirándose en per­fecto orden. En Zacoalco, Ogazón fue desig­nado general en jefe de las dos divisiones del Centro y de Jalisco, en sustitución de López Uraga.

 

Por su parte, Miramón entró en Guada­lajara a festejar el Corpus Christi y de allí decidió regresar a México. Su partida alarmó a todos aquellos que se habían mostrado fer­vientes partidarios de los conservadores, los cuales abandonaron la ciudad; entre ellos iba el obispo Espinosa, quien fue hecho prisio­nero por los liberales. Numerosas grupos pi­dieron se le sometiera a juicio y se le castigara por sus adhesiones abiertas a la contrarreforma, peticiones que Degollado desoyó poniéndolo en libertad en "virtud de la polí­tica de lenidad y dulzura que adoptó desde un principio este Cuartel General, y que está produciendo los más felices resultados en la opinión pública, en el interior y en el extran­jero; pues ya nadie duda que entre nosotros es donde se encuentran los principios de jus­ticia y de humanidad de que damos frecuen­tes pruebas".

 

En agosto, Ogazón, Zaragoza y Vega acor­daron auxiliar a González Ortega, quien ha­bía formado un compacto y disciplinado gru­po de tropas, para que se enfrentara a Miramón, que por entonces estaba en el cen­tro del país. Distrajeron para ello la atención de Severo del Castillo, que defendía Guada­lajara, simulando un ataque hacia esa plaza y Zaragoza con la División del Centro, en rápida y audaz marcha, fue a reunirse con el general zacatecano en Lagos de Moreno. Miramón, en León, preocupado por la fuga de su prisionero Zuloaga, hizo frente al ejército constitucionalista en las Lomas de las Ani­mas, vecinas a Silao, donde fue totalmente derrotado.

 

El ejército federal cambiaba de estrella. Jesús González Ortega, apoyado en la activi­dad y valor de Zaragoza, iba a partir de ese 10 de agosto de 1860 a obtener victoria tras victoria. La artillería liberal, convenientemen­te manejada, representó en esta ocasión un factor decisivo. Miramón logró en Silao escapar en medio del mayor desorden. Gonzá­lez Ortega, en un alarde de magnanimidad y benevolencia, y "en honor de la bandera de progreso y civilización que defendemos"... y haciendo “mas en favor de sus enemigos que lo que pudiera exigir de él el derecho de gen­tes y los principios de civilización”, decretó la libertad de los oficiales detenidos.

 

A los pocos días, Degollado procedió a organizar el ejército federal. Formó dos cuer­pos de ejército, el del Centro, que puso bajo la dirección de Doblado, al que auxiliaban Antillón, Pueblita, Régules, Aranda, Huerta, Berriozábal, Ramírez y Perrusquía; y el del Norte, que colocó bajo la dirección de Gon­zález Ortega, quien tenía como subordinados a Alatorre, Zaragoza, Lamadrid, Castro y Gómez Llata.

 

Miramón, en la capital, recibió el cargo de presidente interino, organizó su ministerio, libertó a Márquez del juicio a que le había sometido, obtuvo la plata de las iglesias con autorización del arzobispo Garza y Balleste­ros y de los obispos Munguía, Madrid, Es­pinosa y Barajas y se dispuso a contener al ejército constitucionalista en marcha hacia México. En Querétaro, las fuerzas federales se detuvieron, dejaron en calidad de avanza­das a los generales Felipe Berriozábal y Be­nito Quijano y marcharon hacia atrás contra Guadalajara, el único bastión conservador a sus espaldas, del cual querían posesionarse para no tener que atender dos frentes.

 

El ejército federal, aunque vencedor, en estos momentos se encontraba sin recursos. En numerosas ocasiones hubo que obtener préstamos de partidarios o exigirlos de los enemigos antes de entrar en batalla, para sa­tisfacer los haberes de los soldados que no habían percibido durante semanas remunera­ción alguna. Ante estas circunstancias, Ma­nuel Doblado, que supo que una conducta de caudales procedentes de San Luis, Zacatecas y Guanajuato se hallaba en San Luis, propu­so a Degollado su ocupación, tal como había hecho Márquez.

 

Al recibir Degollado la comunicación de Doblado, él, que era ejemplo de honestidad y desinterés y había dado a la lucha un tono elevado y lleno de justicia, sufrió en su inte­rior tremenda angustia que se refleja en su Manifiesto, en el que expuso las causas que motivaron la ocupación de los caudales. Degollado se dio cuenta de la gravedad de esa medida, de la responsabilidad que él adquiri­ría al autorizaría, de la pérdida de sus prin­cipios; pero también pesó la gravedad de la situación por la que atravesaba, que podía provocar la continuación de la guerra civil, mayores sacrificios y más sangre derramada. Entre estas dos razones escogió perder su prestigio, sacrificándose en lo personal para salvar del desastre a los hombres a su cargo. Autorizó así a Doblado a apoderarse de los caudales que iban hacia Tampico, eximió a su subordinado de toda responsabilidad y cargó con una culpa que sus mismos partidarios habían de reprocharle después.

 

El ejército federal llegó a León el 11 de septiembre y a Tlaquepaque el 22. González Ortega, a la cabeza de ese ejército, organizó a sus tropas para atacar a la ciudad e intimó a Severo del Castillo, que la defendía, su ren­dición. "Nuestra patria, señor general -le es­cribió-, nuestra desgraciada patria sufre ya demasiado: la humanidad reclama el término de una guerra que ha causado males gravisí­mos y comprometido en serias reclamaciones a la nación; y como nada de esto puede ocul­tarse a la penetración de usted, y me supon­go que está animado de sentimientos patrió­ticos, me ha parecido conveniente invitarlo de una manera amistosa para que por usted mismo, o por medio de la persona que co­misione, tengamos una conferencia a fin de ver si podemos evitar la fusión de sangre. Tal vez, señor general, de esa conferencia resultará la pacificación de la República."

 

Severo del Castillo aceptó la entrevista pensando con ello dar tiempo a que llegara algún auxilio, mas previno a González Orte­ga que cualquier arreglo a que se llegara ten­dría que ser aprobado por el gobierno de Mé­xico. Sin haberse llegado a acuerdo alguno celebróse la reunión en la garita de San Pe­dro, en la cual Del Castillo propuso a Gon­zález Ortega la reforma de la Constitución y la eliminación de Juárez de la presidencia. Después de esta reunión del día 23, el 25 se iniciaron las hostilidades.

 

El 28 llegó a conocimiento del ejército fe­deral el plan de pacificación que Degollado presentara. Conocido por González Ortega, Doblado, Ogazón, Huerta, Zaragoza, Valle, Aramberri y otros jefes, fue desechado uná­nimemente no sin sorpresa de los allí reuni­dos, quienes no podían concebir como del paladín del liberalismo emanara ese plan que echaba por tierra todas las conquistas alcan­zadas, anulaba los esfuerzos y sacrificios he­chos y hacía intervenir en la lucha nacional, que estaba a punto de ganarse, a elementos extraños. Ese plan fue considerado por todos ellos reprobable.

 

Las respuestas que Degollado recibió de sus amigos, acres unas, compasivas otras, le hicieron comprender que su ocaso en la es­cena política y militar había llegado. Separa­do del poder y consignado a juicio, depositó el  mando supremo en González Ortega y él quedó alejado del centro de las operaciones y casi en calidad de reo.

 

El reproche que por ese hecho mereció Degollado alcanzó también a González Orte­ga por sus propósitos de llegar a un aveni­miento con Severo del Castillo, mas ese re­proche no se traslució en el caso de González Ortega por aquel momento, sino en diversos ataques periodísticos, como los que le lanza­ra "La Bandera Roja", quien le dijo: "La po­lítica, permítanos el señor González Ortega decírselo, se hace con la cabeza y no con el corazón. Es necesario saber a tiempo sacrifi­car los sentimientos personales de generosi­dad a las necesidades de la causa pública, y si alguna vez los movimientos de la carne se rebelan contra el espíritu, es necesario saber igualmente retirarse de la lucha antes de com­prometer con un paso en falso la seguridad de los intereses que se tenía misión de vigi­lar". El Boletín de la Primera División del ejército federal lanzó también severos ataques a González Ortega. Juárez en su fuero inter­no conservó una oculta desconfianza hacia el nuevo general en jefe de sus ejércitos.

 

La batalla por la captura de Guadalajara fue heroica. Defensores y sitiados dieron muestras de valor y de sacrificio. La metra­lla, el hambre y las enfermedades afligieron por igual a ambos combatientes. A principios de octubre, González Ortega cayó enfermo. Ignacio Zaragoza, uno de los más amerita­dos y pundonorosos militares, le sustituyó en el mando y Ogazón quedó como segundo jefe. Como González Ortega continuara a cau­sa de sus males fuera de servicio, el 17 de octubre una junta de guerra confirmó a Za­ragoza, por su osadía y capacidad militar, en el puesto de jefe de las operaciones. Valle, quien dio muestras continuas de arrojo y va­lor, fue nombrado cuartel maestre y el sitio de la ciudad prosiguió. Márquez con un cuerpo escogido de tropas encaminóse hacia Jalisco.

 

El 29 de octubre, los liberales intentaron el asalto final de la plaza y el 30 los sitiados solicitaron un armisticio, que les fue conce­dido. González Ortega, seriamente enfermo, fue llevado al Teúl para restablecerse. Las tropas liberales salieron a batir a Márquez, quien en Zapotlanejo pidió a Zaragoza un ar­misticio, que éste le negó diciendo a sus comisionados: "Nada quiero ni nada tengo que ver con el asesino de Tacubaya. Si el cuerpo de ejército se rinde a discreción, concederé a sus oficiales la garantía de la vida, pero a Márquez lo más que puedo hacer con él es mandarlo al gobierno para que lo juzgue". El 1 de noviembre, las fuerzas de Márquez fueron derrotadas. Con varios de sus oficiales, Márquez logró huir.

 

Una vez desaparecido el peligro que representaba Márquez, los constitucionalistas dirigiéronse a Guadalajara. Los conservadores, que esperaban de Márquez la salvación, se dieron a la fuga y otros uniéronse a las fuerzas liberales. El día 4, Zaragoza comuni­caba al pueblo mexicano, en una proclama in­flamada de patriotismo y grandilocuencia, la derrota de la reacción y prometíale para una fecha próxima la toma de la capital. Después de la toma de Guadalajara,  el ejército liberal, compuesto de 30.000 soldados, 180 cañones y morteros de gran calibre comenzóse a mover, a mediados de noviembre, sobre la capi­tal. Cuando estas fuerzas se preparaban a dar la batalla final, rebosantes de vigor y opti­mismo, Degollado, destrozado espiritual, política y militarmente, mas lleno de amar a su patria y a sus ideales, escribía desde Quiroga el 14 de noviembre una carta dolorida de des­pedida en la cual explicaba a sus soldados, viejos compañeros de mil heroicidades, cuál había sido su conducta, cuáles sus propósi­tos y cuál su deseo de que se le hiciera jus­ticia, "por haber sostenido siempre nuestra bandera, cuando tantos otros, en los días aciagos, la abandonaron porque la creían desamparada y perdida".

 

González Ortega, restablecido, retornó del Teúl a Guadalajara el 25 de noviembre cuando el ejército liberal, al mando de Zaragoza y Leandro Valle, encaminábase en dirección de México. El 4 de diciembre, González Or­tega tomó el mando de su ejército. Delante del mismo marchaba Berriozábal, quien conducía a Degollado y a su leal e inseparable compañero Benito Gómez Farías. En Toluca, por imprevisión de Berriozábal, fueron cap­turados por fuerzas de Miramón y conduci­dos a México. Miramón, que había formado con toda rapidez y ante la gravedad de la si­tuación un nuevo contingente auxiliándose con los fondos ingleses de la Legación, de los cuales se apoderó por la fuerza, salió el 19 hacia Cuautitlán, en tanto que los libera­les entraban en Arroyo Zarco.

 

El día 21 avistáronse los dos ejércitos. González Ortega, firmemente auxiliado por Zaragoza, Valle, Álvarez y otros jefes, reco­noció el terreno, trazó el plan de ataque, for­mé en las lomas de San Miguel Calpulalpan a sus fuerzas y esperó a los soldados de Mi­ramón, que se situaron en una línea paralela. La mañana del sábado 22 de diciembre de 1860 marcó la señal de ataque, en el cual am­bos ejércitos chocaron, maniobraron y rom­pieron el fuego en toda la línea. Álvarez, Za­ragoza y Régules se batieron con denuedo. Aramberri avanzó con valor, Alatorre, Anti­llón y Valle rodearon al enemigo y sólo un hombre, Mena, flaqueó en la batalla y expuso a sus compañeros a la derrota. González Or­tega, siempre vigilante, al advertirlo se adelantó, organizó la columna que cedía y a la cabeza de las divisiones de Zacatecas y Gua­najuato, a paso veloz, sorprendió al enemigo por la retaguardia, lo arrollé y venció. Cuatro mil prisioneros fueron tomados, con todos sus trenes y pertrechos de guerra. Miramón, Márquez, Vélez, Negrete, Ayestarán, Cobos y otros oficiales reaccionados huyeron confun­didos. González Ortega, concluida la batalla, comunicó su triunfo al ministro de la Guerra en un parte lacónico, preciso, donde nada fal­ta, y pidió a Juárez su vuelta a la capital. El 25 de ese mes, González Ortega arribó a la Ciudad de México y el 1 de enero de 1861 el ejército liberal hizo su entrada triunfal en la capital, que se volcó en vítores y alabanzas para los liberales. González Ortega fue reci­bido triunfalmente y sin egoísmos compartió el triunfo con Zaragoza, Valle y Berriozábal, y también con Degollado, Ocampo, Mata y Llave, que le esperaban ansiosamente en México.

 

El 10 de entro, el gobierno constitucional instalado en la capital lanzó, por mandato del presidente Benito Juárez, una proclama en la que dio cuenta del triunfo de las armas libe­rales, felicitó a los "guerreros del pueblo y sus insignes jefes" y en un tono emocionado y profundo proclamé "ante la faz del mundo, el orgullo que me cabe de tener por patria un pueblo tan grande en el primer siglo de los pueblos". "En adelante -advirtió el patricio en su misma proclama- no será posible mi­rar con desdén a la República mexicana, por­que tampoco será posible que haya muchos pueblos superiores a ella, ni en amor y de­cisión por la  libertad, ni en el desenvolvi­miento de sus hermosos principios, ni en la realización de la confraternidad con los hombres de todos los pueblos y de todos los cultos."

 

Obtenido el triunfo, la lucha continuó. Ga­villas reaccionarias merodeaban en el ancho te­rritorio nacional. Anhelantes de venganza y heridos en su orgullo, traicionaron la palabra empeñada y derramaron sangre de hermanos durante mucho tiempo.

 

En sus asechanzas cayeron uno a uno Ocampo, Degollado, Valle y otros jefes. In­capaces de un duelo franco y abierto, promo­vieron al poco tiempo la intervención extraña que volvió a sembrar de metralla los campos mexicanos. Los soldados de la República es­taban para entonces bien fogueados en la gue­rra y pudieron, en penosos y doloridos años, resistir el empuje de las milicias europeas. Zaragoza, González Ortega, Escobedo y otros muchos dejaron nuevamente a un lado el arado y la pluma para empuñar la espada y otra vez fue la constancia obstinada de un indíge­na, que volvió a recorrer hacia el norte los pol­vorientos caminos de México, la que salvé al país de su derrota y desaparición total de la faz de la tierra.

 

La guerra de Reforma, iniciada en medio de los palacios arzobispales de Tacubaya y terminada en las parduscas llanuras de Calpulalpan, fue para el país la escuela más ac­tiva y fecunda de heroísmo. La nación cuajó en ella sus ideales de libertad y de tolerancia e impuso un tono de modernidad en un am­biente hasta entonces impregnado de rancios prejuicios coloniales. Dio también al pueblo, además de nuevos ideales, los héroes que le faltaban y que desde la época de la Indepen­dencia no surgían espantados por los manes de Santa Anna. La historia mexicana aumen­tó sus nombres y a través de su culto resis­tió otros cincuenta años la ausencia de hom­bres auténticos. ¡Curioso ciclo que lleva a la República de cincuenta en cincuenta años a enriquecer su santoral cívico! ¿Cuáles serán los nombres que habrá que agregar en el fu­turo?

 

Bibliografía.

 

Bravo Ugarte, J. Historia de México (3 vols.), México, 1941.

 

Dirección del Archivo, Guía de los documentos más importantes sobre el Plan y la Revolución de Ayutla que existen en el Archivo Histórico de la Defensa Nacional, México, 1954.

 

García, G. La Revolución de Ayutla según el Archivo del General Doblado, Mé­xico, 1909.

 

León-Portilla, M. y otros, Historia documental de México (2 vols.), México, 1964.

 

Riva Palacio, V. y otros, México a través de los siglos (5 vols.), México, 1958.

 

Sierra, J., Evolución política del pueblo mexicano (edición establecida y anotada por E. O’Gorman), México, 1948.

 

Sierra. J. y otros, México, su evolución social (3 vols.), México, 1901.

 

97.            La república liberal y el gobierno de Juárez.

 

La derrota de los ejércitos conservadores y la entrada triunfal de Jesús González Ortega y posteriormente de Juárez y sus minis­tros en la capital significó el triunfo de la República Liberal. Juárez comprendió que era necesario volver al orden constitucional, roto por el golpe de Estado de Tacubaya, y  pro­seguir la labor reformista hasta hacerla una realidad. Convocó elecciones para integrar el Congreso y elegir la persona que debería ocu­par la presidencia. Realizadas ambas eleccio­nes, el nuevo Congreso, integrado en su ma­yoría por reformistas jóvenes, fue instaurado el 9 de mayo. El pueblo que veía en Juárez, mejor que en ninguno de sus ministros, Mi­guel Lerdo de Tejada o Melchor Ocampo, al paladín de la reforma, al símbolo corpora­lizado de la patria, que advertía que tras una máscara de impasibilidad se escondía una alma de temple nada común, capaz de todo sacrificio y de toda prueba, como lo demos­traría en los años venideros, le ungió con el voto y Juárez tomó posesión como presidente electo el 15 de junio.

 

En el discurso que pronunciara en el mes de mayo ante el Congreso, en el cual reafir­mó su fe en la causa reformista que él sentía que llegaba a su culminación, dijo así:

 

"Al desencadenarse la guerra con todas sus calamidades, en toda la extensión de la República, causó males profundos, hondas heridas que aún no pueden cicatrizarse. Pero en el mismo ardor de la contienda, el pueblo sintió la imperiosa necesidad de no limitarse a defender sus legítimas instituciones, sino de mejorarlas, de conquistar nuevos princi­pios de libertad para que el día que fueran vencidos sus enemigos no volviese al punto de partida de 1857, sino que hubiera dado grandes pasos en la senda del progreso y afianzado radicales reformas que hicieran im­posible el derrumbamiento de sus institucio­nes. El gobierno comprendió que era su deber ponerse al frente de ese sentimiento nacional y desplegar una bandera que signi­ficase a un tiempo la extirpación de los abu­sos del pasado y la esperanza del porvenir. De aquí nacieron las leyes de Reforma: la na­cionalización de bienes de manos muertas, la libertad de cultos, la independencia absoluta de las potestades civil y espiritual, la secula­rización, por decirlo así, de la sociedad cuya marcha estaba determinada por una bastarda alianza en que se profanaba el nombre de Dios y se ultrajaba la dignidad humana".

 

Efectivamente, Juárez trató de aplicar las disposiciones reformistas, tanto las dadas en 1855 - 1856, que eran la Ley Lafragua, la Ley Lerdo, la Ley Iglesias y los decretos del Cons­tituyente que suprimieron la coacción civil de los votos religiosos y que suprimió la Com­pañía de Jesús y la Constitución de 1857, como aquellas otras exigidas por el gobierno li­beral en Veracruz, tales como la ley de nacionalización de los bienes del clero secu­lar y regular de 12 de julio de 1859; la ley que instituye el matrimonio civil, de 23 de Julio de 1859; la ley del Registro Civil, de 28 de Julio de ese mismo año; así como también aquellas otras promulgadas una vez que el gobierno liberal se instaló en la capital de la República, como fueron la ley sobre libertad de cultos, de 4 de diciembre de 1860, y la ley de secularización de hospitales y establecimientos de beneficencia, de 2 de febrero de 1861.

 

Sin pensar en detenerse, pues las mencio­nadas no son sino parte de las 174 leyes reformistas que se dieron de 1855 a 1872, año este último del fallecimiento del presidente Juárez, éste trató de realizar sin tregua ni descanso el ideario que él y sus compañeros Ocampo, Lerdo de Tejada, Miguel y Sebastián, Iglesias, Ruiz y Degollado habían ma­durado en medio de combates, destierros y persecuciones.

 

A base de un gabinete integrado por aquellos liberales que más se habían distinguido en los años anteriores, como eran Francisco Zarco, en Relaciones y Gobernación; Guillermo Prieto, en Hacienda; Ignacio Ramírez, en Justicia e Instrucción Pública, y Jesús Gon­zález Ortega, en Guerra, Benito Juárez se enfrentó a la dura realidad que la República presentaba.

 

En efecto, el panorama nacional no era nada apacible. Desde el ángulo político-mili­tar, la situación era confusa. Los grupos conservadores, rehechos después de Calpulalpan bajo el mando nominal de Félix Zuloaga, quien ostentaba el cargo de presidente, y encabeza­dos por los generales Márquez, Mejía, Vica­rio, Cobos, Vélez, Gálvez, Chacón y Lozada, acechaban al gobierno constitucionalista en el Centro, en el sur y en el occidente y amenazaban aun la capital. Tropas bien foguea­das, al mando de González Ortega y Porfirio Díaz vencieron a importantes fuerzas de Már­quez en Jalatlaco; otras, dirigidas por Nicolás Régules, derrotaron gruesos contingentes reaccionarios en Cuautla, y Santiago Tapia triunfó de sus enemigos en Pachuca. Lozada fue a su vez vencido en tres ocasiones y ale­jado. Gavillas de asaltantes contribuían a sembrar la inquietud por todas partes y los secuestros, el asalto a poblaciones, haciendas y ranchos indefensos menudeaban, inquietando los ánimos. Los rencores entre los grupos ri­vales aumentaban el odio y la desconfianza por doquier.

 

La sed de venganza y el odio de las fac­ciones provocaron una serie de represalias que diezmaron las filas más selectas del grupo liberal. Melchor Ocampo, que había dejado el ministerio para consagrarse a su finca agrícola "Pomoca", cual nuevo Cincinato a las labores del campo y al estudio, fue sorprendido por Lindoro Cajigas y entregado a las fuerzas de Márquez, quien ordenó fusilarlo cerca de Tepeji del Río el 3 de junio de 1861. La muerte de Ocampo, guía espiritual de la Reforma, indignó a la nación entera y la cubrió de luto. Dispuesto a vengar la muer­te de su compañero y maestro, y en un rasgo de heroica devoción y justa ira, Santos De­gollado, el héroe de las derrotas, caballero in­tachable, de probidad y temple excepcional, salió a combatir a las tropas reaccionarias. Cerca de la Ciudad de México, en los llanos de Salazar, fue muerto el 15 de junio, y días después (23 de junio) en el valle del Monte de las Cruces, el joven Leandro Valle tam­bién perdía la vida por la misma causa.

 

La oposición que el clero presentó en con­tra de las leyes reformistas caldeó los espíri­tus, y a través de clubes revolucionarios se pidió su enjuiciamiento y condigno castigo, lo cual hubiera provocado, de haberse ejecu­tado, mayor agitación. Para evitarla, tranqui­lizar los ánimos y esperar a que la normali­dad se restableciera, el gobierno decidió, y ésa fue la opinión de Ocampo, de Zarco y de Juárez, alejar del país a los dignatarios ecle­siásticos, empezando por el delegado apostó­lico, Clementi, el arzobispo Garza y los obis­pos Munguía, Espinosa, Barajas y Madrid. Solidarizóse con sus compañeros en el des­tierro el obispo de Linares, Verea. Esta medida y la orden de pasar de inmediato por las armas a los jefes conservadores que se aprehendieran, provocaron una crisis minis­terial el 21 de enero.

 

El gobierno tuvo que tomar también medidas enérgicas y pedir la retirada en el mes de enero de 1861, de los embajadores de España, Ecuador y Guatemala, Joaquín Fran­cisco Pacheco, Pastor y Barrio, que habían tenido amplias consideraciones con el gobier­no conservador.

 

Si graves eran esos problemas, más lo era, por inmediato y apremiante, el estado econó­mico de la República. Prieto, al frente del mi­nisterio de Hacienda, trató de encontrar alguna solución a la bancarrota a que se enfrentaba el gobierno, pues frente  a los egresos reales que implicaba el sostenimiento del ejército y de la administración, no se encontraba ingreso alguno que se pudiera utilizar, ya que los internos, procedentes de los estados, con el pretexto de vivir dentro de un régimen federal, no llegaban al centro y los que producían las mercaderías procedentes del ex­terior estaban ya en las aduanas del golfo de México y del Pacífico, comprometidos a agiotistas o al pago de deudas contraídas con di­versas potencias. Un expediente favorable tuvo el gobierno en sus manos, y éste fue aprovechar los productos de la venta de los bienes eclesiásticos desamortizados y nacio­nalizados, calculados en más de 25 millones de pesos, pero éstos no produjeron sino unos pocos, que no bastaron para satisfacer las exigencias de un presupuesto siempre en dé­ficit. El propósito de Prieto de reorganizar el ministerio y establecer una economía de ahorros, al refundir los reglamentos de desamortización y nacionalización bajo la idea de que los bienes de la Iglesia habían sido fundamentalmente y siempre de la Nación y a ella volvían para que los utilizara en lo que necesitara, no se pudo cumplir. En sus afanes sucedióle Mata, quien tampoco logró estabilizar la hacienda pública.

 

Además de tener que enfrentarse el go­bierno liberal a esos difíciles problemas in­ternos, uno mayor, de naturaleza exterior pero también económica, agravaba su situación: el provocado por la promulgación de la ley del 17 de julio de 1861 que señalaba que “todo el producto líquido de las rentas federales recaudadoras fuera percibido por el gobierno de la Unión; que quedaran suspensos, en el término de dos años, todos los pagos, inclu­so el de las asignaciones destinadas para la deuda contraída en Londres y para las con­venciones extranjeras". Esta suspensión en el pago de la deuda exterior, necesaria para hacer frente a los problemas internos, provocó entre las potencias acreedoras un fuerte dis­gusto, y en la prensa, numerosas críticas. Juá­rez advirtió la gravedad de esa medida, que tendía a reparar la efectividad de su gobierno e imponer el orden al escribir: "Hemos recurrido a la suspensión de la deuda interior, he­mos impuesto préstamos forzosos y hasta he­mos aprisionado a muchos de nuestros propietarios para obligarlos a la exhibición de las cuotas que se les han señalado y, aunque estas medidas violentas nos han dado el re­sultado de que se sistematice la persecución del enemigo, no podíamos seguir manteniendo nuestras tropas usando de los medios vio­lentos de la fuerza, y no podíamos suspender la guerra sin entregar a la sociedad al robo y al saqueo y a una disolución completa. Nos hemos visto, pues, en la situación triste, pero inevitable, de suspender todos nuestros pagos, incluso los de las convenciones y de la deuda contraída en Londres. Mientras hemos podido hacer frente a nuestros gastos, aun durante la lucha de tres años, nos hemos abs­tenido de recurrir a este medio; pero hoy nos es ya imposible vivir. Salvar a la sociedad y reorganizar nuestra hacienda, para poder sa­tisfacer más adelante nuestros compromisos con la debida religiosidad, es el objeto que nos ha guiado a decretar la suspensión".

 

Mas si el gobierno de Juárez se mostraba en la mejor disposición para reanudar los pa­gos tan pronto como se estabilizase la situa­ción interior, los gobiernos acreedores, insti­gados muchas veces por los nefastos representantes que tenían, como Dubois de Saligny, Mathew y Wyke y también Pacheco, no es­taban dispuestos a esperar más. Por otra par­te, ese aspecto de la deuda exterior se había complicado con el desarrollo de una política internacional agresiva por parte de varias po­tencias.

 

La intervención tripartita internacional.

 

La deuda exterior mexicana, que no era tan grande y que además siempre representó un pretexto de los países acreedores para exi­gir de México franquicias y derechos excepcionales, pudo haber esperado varios años más a su cobro si no hubiera concurrido una doble circunstancia de carácter internacional que radicalizó las posiciones y determinó la intervención europea. La primera de ellas está constituida por la expansión imperial de los Estados Unidos, que desde la época de Jef­ferson había empezado a patentizarse y que tuvo como relevantes epígonos a Polk, Bu­chanan, Teodoro Roosevelt y Wilson,  soste­nedores tanto de las teorías del "Destino Ma­nifiesto" como de la "Política del Garrote".

 

En efecto, los Estados Unidos en la pri­mera mitad del siglo XIX se habían desarro­llado territorial, demográfica y económica­mente en forma extraordinaria. Su extensión territorial se había ampliado, pues con la anexión de las tierras conquistadas a México en la guerra de 1847 a las 1’770,000 millas cua­dradas que comprendían en 1793 y 1803 se añadieron 1’200,000. Su población, que en los días de Washington era de 4’000,000 de ha­bitantes, había crecido a más de 23’000,000, según el censo de 1850. Las líneas férreas que se dirigían al oeste, al norte y al sur su­maban cerca de 25,000 millas. La marina mercante navegaba ya por todos los mares del mundo y en 1853 sobrepasaba en un 15 % en tonelaje a la de la Gran Bretaña. Califor­nia tan sólo producía a media centuria, pero, debido a la explotación aurífera que atrajo abundante población a la costa del Pacífico, pasó a más de 50’000,000 de dólares en oro al año. La agricultura era de una prosperidad increíble; el trigo se recogía en cientos de mi­llones de fanegas, y el enorme excedente que tenía se lo disputaban varios países europeos. El algodón producido en el sur valía por cosecha anual más de 100 millones de dólares, la mitad del cual era exportado para las hilaturas inglesas y francesas. Se calculaba la riqueza nacional en más de 7 mil millones de dólares, la cual se acumulaba anualmente.

 

Estos hechos habían producido un opti­mismo exagerado y un sentimiento expansio­nista que se manifestó en múltiples ocasio­nes. A partir de 1835, México empezó a ser víctima de la política expansionista al iniciar la guerra con Texas, en 1847, que desembo­caría en los oprobiosos tratados de Guadalupe de 1848 por los que se perdió la mitad del territorio. En los mismos días de Jefferson, los expan­sionistas norteamericanos pidieron a Espa­ña que les vendiera Cuba, proposición que más tarde reiteré Polk ofreciendo por ella 100’000,000 de dólares, lo que España consi­deró insultante. Sin embargo, los  sureños si­guieron pensando en anexarse Cuba y orga­nizaron expediciones de filibusteros con este fin. Más afrentosas fueron las condiciones a que se trató de someter a España en 1854 por el ministro de los Estados Unidos en Madrid, el esclavista Pierre Soulé, quien, en el "Manifiesto de Ostende", avalado con la firma de Buchanan y de Mason, a la sazón ministros en Inglaterra y Francia, amenazaba al gobierno español diciéndole que si “movi­do sólo por el orgullo y por un falso sentimiento de honor” rehusaba vender Cuba, los Estados Unidos estarían "justificados por toda ley divina y humana" en arrebatarle la isla a la fuerza. Fueron tan violentas como excesivas las pretensiones de Soulé, que el secretario de Estado desautorizó el manifies­to y lo destituyó.

 

Sin embargo, los Estados Unidos estaban dispuestos a toda costa a ampliar no sólo su ámbito territorial, sino los límites defensivos que éste requería. Las patrioteras exclama­ciones de que los Estados Unidos deberían dominar todo el continente desde Alaska has­ta el cabo de Hornos, así como las presuntuosas afirmaciones de algunos funcionarios de que "los dominios de la casa de Habsbur­go: eran como un mal parche sobre la faz de la tierra" en comparación con el poderío norteamericano, estaban en cierta manera apoyadas por una política netamente expansio­nista. Esa política se manifestaría en forma descarada varias décadas más tarde, una vez que los Estados Unidos superaran la crisis que les planteó la guerra de Secesión. Efectivamente, poco tiempo después ampliaron sus fronteras defensivas anexionándose Ha­wai, Filipinas y otras islas más en el Pacífico, despojando al Imperio español de sus últimas posesiones en ese mar y arrebatando a España no sólo Cuba, sino también Puerto Rico.

 

La influencia política y económica que la Gran Bretaña había adquirido en América latina a partir del movimiento emancipador de 1810 significaba también una barrera a la expansión imperial norteamericana. Varias zonas de América giraban en la órbita inglesa: los países del Plata eran las más importan­tes, pero ellos no afectaban tanto a la hegemonía norteamericana como aquellos otros situados en el Mar Caribe o cerca. La in­fluencia inglesa en los territorios que van des­de Panamá hasta Nicaragua y Honduras era muy fuerte y los norteamericanos no veían con buenos ojos que los ingleses pudieran apoderarse de algo que para ellos era vital: los pasos transístmicos de Panamá, Nicara­gua u Honduras, que posibilitaban el trasla­do rápido del este al Oeste. Era indispensable alejar a Inglaterra de este ámbito que anhelaban dominar los Estados  Unidos. Es indu­dable que la diplomacia americana aprovechó una extraordinaria coyuntura para obtener la firma del tratado Clayton-Bulwer en 1850 mediante el cual se detuvo la influencia inglesa en la América Central y en otras regiones del Caribe. Hay que recordar también que esta política de aseguramiento de todo el conti­nente era la que había determinado que en 1849, desalojando a Inglaterra de su vecin­dad, adquirieran el territorio de Oregón y en 1867 compraran a Rusia el territorio de más de 568,400 millas cuadradas que  constituye Alaska.

 

Esta política explica también por qué el gobierno liberal fue presionado para celebrar tratados con los Estados Unidos, concedién­doles libre paso por el territorio y otras concesiones muy gravosas, como se estipulaban en el tratado MacLane-Ocampo, y cómo en el año 1859, el presidente Buchanan solicita­ba al Congreso que expidiera una ley que le autorizara para emplear la fuerza armada, con el fin de asegurar que México cumpliera sus obligaciones de indemnización y garantizara las personas e intereses de los ciudadanos norteamericanos en México.

 

Esta política, que tendía a establecer la supremacía estadounidense en América, tuvo que ser vista con disgusto y desconfianza por las potencias europeas que se veían despla­zadas de toda clase de beneficios e influen­cias que el Nuevo Mundo les deparara, lo cual constituye la otra circunstancia que men­cionamos. Desde la guerra con Texas, tanto Francia como Inglaterra pensaron en la crea­ción de un fuerte estado independiente entre México y Norteamérica para que contuviera los avances de aquella república hacia el Sur. Su intervención, ineficaz en ese caso, revivía veinticinco años más tarde con otro sentido. Pero si España, en medio de terribles con­vulsiones políticas y económicas, era incapaz de oponerse a la potencia que trataba de des­pojarla de sus últimas pertenencias, Inglaterra tampoco podía en ese momento enfrentarse en forma decisiva a sus viejas colonias, preocupada como estaba por fortalecer su in­fluencia en Europa y consolidar su imperio en oriente.

 

A mediados del siglo pasado, Francia cons­tituía una pujante y avasalladora monarquía gobernada por Napoleón III. Inteligente, prepa­rado y educado en los más destacados medios cortesanos, en los cuales la intriga so­brepasaba una política más racional y lógica, Napoleón III (casado con Eugenia de Montijo, mujer de origen hispánico, temperamen­tal, extremadamente católica y conservadora), al adoptar el título imperial, trató de exaltar a su país al grado de poder y esplendor que su tío le había dado.

 

Conducida su política exterior por minis­tros hábiles y expertos en los problemas diplomáticos, Francia ansiaba convertirse no sólo en un enorme imperio que superara el establecido por el gran corso, sino en el que dirigiera los destinos europeos y por ende los del mundo. Si Francia postulaba los ideales de la revolución y deseaba la constitución de bloques o conjuntos de naciones con igualdad de historia, tradición, lengua y religión y apoyaba la configuración de un grupo de na­ciones latinas (Francia, Italia y España) que tuviera por finalidad el privar los valores que por vocación y destino tenían, oponiéndose a la hegemonía que otros grupos, como los sajones, los germanos y aun los eslavos a su vez postulaban, es indudable que también veía la oportunidad de fortalecerse política y eco­nómicamente aprovechando en Europa no sólo su posición rectora, sino obteniendo en otras latitudes vastas posesiones territoriales, am­plios beneficios económicos y una influencia considerable.

 

Efectivamente, Francia, al igual que In­glaterra y Rusia más tarde, quiso ejercer in­fluencia y obtener beneficios en oriente. A partir de 1842 - 1843, Francia logró arrancar de China un tratado mediante el cual obten­dría para la navegación y el comercio francés las mismas ventajas que Inglaterra, ventajas que se ceñirían a un tratado de comercio que Francia prepararía. Más tarde, a partir de 1859, pero con mayor precisión de 1861 a 1863, Francia decidió poner en Indochina las bases de un imperio asiático semejante al que habían establecido Inglaterra y Rusia. En Afri­ca, concretamente en Argelia, la posición de Francia era plenamente imperial.

 

Si bien Francia realizaba directamente esa penetración, también influía, en forma indi­recta, en la política general, imponiendo jefes de Estado, designando en forma directa a és­tos o estableciendo gobiernos peleles que podían plegarse fácilmente a sus intereses. América, que representaba un continente casi virgen, abundante en recursos, influido por la cultura francesa y poseedor de una enorme población, buena parte de ella heredera de las tradiciones latinas, no podía escapar a los planes de penetración política y económica de Napoleón III. Francia requería ejercitar su influencia y obtener beneficios de las anti­guas colonias españolas, pero también nece­sitaba el algodón que su industria textil consumía y que se recogía en los territorios sureños de la Unión Americana, producción que peligraba con motivo del conflicto entre los estados esclavistas del sur y los abolicio­nistas del norte. Además ambicionaba, movi­da por los intereses de M. Jecker y M. Morny, asegurarse la riqueza aurífera de México, principalmente en Sonora y California, zonas vecinas a los ricos yacimientos recién descu­biertos en la Alta California. Habían ideado, como base de sus especulaciones, que conta­ban con el favor imperial, un fraccionamien­to total de Sonora. Por todo ello era necesario prever que en México se consolidase la paz y la tranquilidad, mediante un gobierno fuerte que protegiera su estabilidad política y económica.

 

Francia por sí sola e igualmente España e Inglaterra habían pensado repetidas veces en apoyar el establecimiento de gobiernos monárquicos constitucionales en América, que dieran fin a las inquietudes y a las intentadas ambiciones de poder. En varias ocasiones, desde 1823, alentada por Chateaubriand, y luego en 1827, 1846, 1853, 1856, 1858 y 1859, se pensó en constituir en México una monar­quía. En 1858, Francia e Inglaterra estuvieron de acuerdo en la creación de un reino en México con el duque de Aumale como mo­narca. Dos años más tarde, España se unió a esa idea. Sin embargo, estas intenciones fueron convirtiéndose en realidades debido a la larga y machacona insistencia con que gru­pos de recalcitrantes conservadores mexica­nos, algunos desesperados por la permanente anarquía reinante, otros deslumbrados por el esplendor de los reinados europeos, cuya paz y estabilidad les fascinaba, y otros más deseosos de recobrar viejas posiciones y beneficiar sus particulares intereses, solicitaron ante diversas cortes europeas el envío de un miembro de esas casas reinantes, para que –suponían- con su prestigio, tradición y ex­periencia impusiera la paz en México. Mu­chas casas reales fueron sugeridas para instituir una rama de su dinastía en México.

 

Hay que mencionar que ya en los años del gobierno de Santa Anna, éste había en­comendado a José María Gutiérrez Estrada, hombre probo y desinteresado, pero irreden­to monarquista, hacer gestiones entre las fa­milias reinantes del Viejo Mundo en ese sen­tido. Gutiérrez Estrada trabajó largos años en los medios palaciegos para obtener sim­patía y acogida a sus anhelos. Más tarde se le uniría José Manuel Hidalgo, hombre ducho en la intriga diplomática y menos recto que Gutiérrez de Estrada, y que había logra­do ser escuchado y atendido por la mente so­ñadora de la emperatriz Eugenia. Juan Nepomuceno Almonte, hijo natural de Morelos, hombre de inteligencia nada común, que ha­bía prestado notables servicios a México, que había militado en las filas de liberales exal­tados, pero que se sentía frustrado y amar­gado y que gozaba aún de influencia en México, fue el alma de la intriga monárquica en este período, apoyado por el obispo Labastida, el padre Francisco Miranda y un grupo considerable de conservadores a ultranza.

 

A este grupo de expatriados no pudo escapar que el gobierno de Napoleón III era el único que podía apoyar sus anhelos. El po­derío y el respeto que el Segundo Imperio francés había adquirido les aseguraba que, de contar con el asentimiento de Napoleón III, sus proyectos triunfarían. ¿Acaso no era éste el defensor de la Iglesia y Francia la hija pre­ferida? ¿ No había apoyado el emperador el establecimiento de misiones en oriente y en otras regiones mediante el envío de fuerzas armadas? ¿No había defendido el poderío temporal del Pontífice aun en contra de los intereses de la unidad italiana? Por estas ra­zones, este grupo, que entre otros argumen­tos esgrimía el que en México se perseguía a la Iglesia y se le arrebataban los bienes que la piedad del pueblo le había otorgado, tuvo que ampararse a la paternal tutela del cris­tiano monarca. Este, que tras estas razones religiosas y espirituales tenía más concretos y materiales intereses, vio con simpatía las proposiciones de los monarquistas mexica­nos, los cuales podían encubrir sus designios, y se aprestó a apoyarlas. El candidato que en ese momento agradó a todos fue el archidu­que Fernando Maximiliano de Habsburgo, hermano menor del emperador Francisco José, quien había gobernado la Lombardía y el Vé­neto con acierto, significándose por "sus ideas de progreso y tendencias liberales", lo que le había proporcionado notables simpatías. Na­poleón, que deseaba recuperar la amistad aus­tríaca, quebrantada por su política italiana, favoreció la idea, hizo que los monarquistas sondearan la opinión del archiduque, la cual fue positiva, pero condicionada a contar con el voto de la mayoría del pueblo mexicano, la aprobación de su hermano Francisco José y de su suegro el rey Leopoldo de Bélgica, y de que Francia lo apoyase con su ejército y su marina hasta consolidar el trono.

 

Tal era el panorama político internacional existente al suspender el gobierno del presi­dente Juárez, el 17 de Julio de 1861, el pago de la deuda exterior.

 

La convención de Londres.

 

Sabedoras las potencias acreedoras de la imposibilidad en que estaba el gobierno libe­ral para cubrir sus deudas, Inglaterra y Francia convinieron, a principios de septiembre de 1861, presionar a la administración juaris­ta -cosa que habían hecho frecuentemente en América, instigadas por sus pésimos conse­jeros, los ministros que tenían acreditados- mediante el envío de una flota que ocupara las aduanas marítimas para asegurar el pago de sus reclamaciones. Tanto lord Russell como M. Thouvenel, responsables de la política exterior de Inglaterra y Francia, pensa­ron actuar sin el apoyo de España, pero con la aquiescencia de los Estados Unidos. Es­paña, sabedora de esos proyectos, ordenó que en Cuba se aprestasen fuerzas de mar y tierra para atacar Tampico y Veracruz y propuso a Francia e Inglaterra una acción conjunta destinada no sólo a exigir el pago de la deuda, sino para que unidas estableciesen "un orden regular y estable en México", opinión que  compartió Francia, mas no Inglaterra. Ante esos hechos, las potencias decidieron celebrar en Londres una convención que precisara el sentido y propósitos de su interven­ción. Dicha convención, que recoge más las ideas de lord Russell que las de sus colegas francés y español, fue firmada en Londres el 31 de octubre de 1861.

 

A pesar de que en ella se advierte el deseo de Inglaterra de detener los intentos monarquistas de Francia y España, sus pre­tensiones son netamente intervencionistas. Efectivamente, arguyendo, como dice su preámbulo, que "la conducta arbitraria y ve­jatoria de las autoridades de la República de México" les obliga "a exigir de esas autori­dades una protección más eficaz para las per­sonas y propiedades de sus súbditos, así como el cumplimiento de las obligaciones que la misma República tiene contraídas para con ellas, han convenido", y aquí entra el artículo 1°, enviar a las costas de México fuerzas com­binadas de mar y tierra"... para poder tomar y ocupar las "diversas fortalezas y posiciones militares del litoral mexicano"... El artículo 2°, obra de Russell, señala: "Las altas partes contratantes se comprometen a no buscar para sí, al emplear las medidas coercitivas previs­tas por la presente convención, ninguna ad­quisición de territorio ni ventaja alguna par­ticular, y a no ejercer en los asuntos interiores de México ninguna influencia que pueda afec­tar el derecho de la nación mexicana de elegir y constituir libremente la forma de su gobier­no". En el artículo 3° se señalaba que cada po­tencia nombraría un comisionado plenamen­te facultado para resolver las cuestiones que se suscitaran con motivo del empleo o distribución de las sumas que se recuperaran, y en el artículo 4° se invitaba a los Estados Uni­dos a adherirse a esa convención.

 

Como pese a la convención las potencias signatarias tenían ambiciones y finalidades diversas, la unidad de acción no prosperó y cada una obró de acuerdo con sus particulares intereses. En efecto, las instrucciones de los comisionados fueron diversas, el monto de sus efectivos militares y la fecha de su arribo a las costas de México, diferentes, y su actuación, distinta. Las fuerzas españolas, dirigidas en principio por Gasset y Mercader y después precisamente al mando del general Juan Prim, conde de Reus, liberal de gran ex­periencia que había actuado como goberna­dor de Puerto Rico y estaba casado con una dama mexicana sobrina del secretario de Ha­cienda juarista, González Echeverría, y ejer­cía gran influencia en la política española, lle­garon a Antón Lizardo el 8 de diciembre de 1861 en número de 6,200 hombres y toma­ron el 15 de ese mes el castillo de San Juan de Ulúa y la ciudad de Veracruz. Los ingleses, con 800 hombres al mando del comodoro Hugh Dunlop y de sir Charles Wyke, que era el comisionado, fondearon entre el 6 y el 8 de enero de 1862, al igual que los 3,000 franceses dirigidos por el contralmiran­te E. Jurien de la Graviére, que tenían como comisionado al nefasto conde Dubois de Sa­ligny. Las fuerzas francesas fueron reforza­das después por más de 4,000 hombres.

 

Como los primeros efectivos españoles, al mando del comandante Manuel Gasset y Mer­cader, una vez llegados a Veracruz empren­dieron operaciones contra guerrillas mexica­nas, los dirigentes británicos protestaron reafirmando su posición de que “las fuerzas aliadas de ninguna manera deberán ser em­pleadas en privar a los mexicanos de su derecho incontestable para escoger la forma de gobierno que más les convenga”.

 

Para el 10 de enero, una vez en México Prim y los restantes comisionados, todos de acuerdo redactaron una proclama inspirada por Prim y con la que estuvo conforme Wyke y en la cual señalaban al pueblo mexicano que la causa de su presencia en su territorio se debía a "la fe de los tratados quebrantada por diversos gobiernos que se han sucedido entre vosotros; la seguridad individual de nuestros compatriotas amenazada de conti­nuo", y añadían:

 

"Tres naciones que aceptaron con lealtad y reconocieron vuestra independencia tienen derecho a que se las crea animadas, no ya de pensamientos bastardos, sino de otras más nobles, elevados y generosos. Las tres nacio­nes que venimos representando, y cuyo primer interés parece ser la satisfacción por los agravios que se les han inferido, tienen un interés más alto y de más generales y provechosas consecuencias: vienen a tender una mano amiga al pueblo a quien la Providencia prodigó todos sus dones, y a quien ven con dolor ir gastando sus fuerzas y extinguiendo su vitalidad al impulso violento de guerras civiles y de perpetuas convulsiones.

 

"Esta es la verdad, y los encargados de exponerla no lo hacemos en son de guerra y de amenaza, sino para que labréis vuestra ventura, que a todos nos interesa. A voso­tros, exclusivamente a vosotros, sin interven­ción de extraños, os toca constituiros de una manera sólida y permanente; vuestra obra será la obra de regeneración que todos aca­tarán, porque habrán contribuido a ella, con sus opiniones los unos, con su ilustración los otros, con su conciencia todos en general. El mal es grave, el remedio urgente; ahora o nunca podéis hacer vuestra felicidad". Y al final, reconociendo que México tenía un go­bierno legalmente constituido, añadían los Comisionados:

 

“Así lo comprenderá, estamos seguros de ello, el gobierno supremo a quien nos dirigi­mos; así lo comprenderán las ilustraciones del país a quienes hablamos, y a fuer de bue­nos patricios, no podrán menos de convenir en que, descansando todos sobre las armas, sólo se ponga en movimiento la razón, que es lo que debe triunfar en el siglo XIX”.

 

El día 14, una nota colectiva fue dirigida al gobierno mexicano. El presidente había designado como ministro de Relaciones a don Manuel Doblado, inteligente, fino diplomáti­co, sagaz, escurridizo, pero de firmes convic­ciones liberales, las cuales no le impedían celebrar tratos con sus más recalcitrantes opo­sitores ideológicos. Doblado respondió a la nota colectiva afirmando que México tenía un gobierno constitucional legalmente establecido y como consecuencia de la voluntad general que conquistó la reforma por medio de la revolución, el cual estaba dispuesto a escuchar y entrar en arreglos con las nacio­nes aliadas, puesto que tenía voluntad y medios de satisfacer cumplidamente sus justas exigencias, "pero indicaba que esto no lo hacía hasta en tanto se reembarcaran las tro­pas extranjeras y se efectuaran pláticas en Orizaba".

 

Como las tropas aliadas comenzaban a sufrir bajas por el clima malsano de la costa y como deseaban fortalecer su estancia en el país, ordenaron el avance de las mismas. A la nota de los comisionados seguiría una respuesta de Doblado que señalaba: "Como ig­nora el gobierno de la República cuál puede ser la misión que trae a México a los comi­sarios de las potencias aliadas, tanto más cuanto que hasta ahora no han dado más que seguridades amistosas, pero vagas, cuyo objeto verdadero no se hace conocer, no puede permitir que avancen las fuerzas invasoras, a menos de que establezcan de un modo claro y preciso las bases generales que hagan co­nocer las intenciones de los aliados, después de lo cual pueden tener lugar negociaciones ulteriores, con la garantía debida a los im­portantes asuntos  que deben  discutirse". Señalaba Doblado que era necesario que los aliados enviasen un comisionado para discu­tir sus proposiciones y sentar las bases de un arreglo y, una vez establecidos dichos preliminares, podría el gobierno, sin compro­meter la independencia nacional, conceder un permiso que  ahora se miraría  como una traición.

 

Con una gran habilidad, Doblado, que era bien visto y gozaba de la consideración del comisario británico, y gozaría también de la de Prim, comprometía a los aliados, cuya sin­ceridad él decía aceptar, a la celebración de un convenio, cuya ruptura por parte de ellos sería tomada como prueba de mala fe. Invi­tábales además a retirarse hacia la costa como garantía de validez de los tratados.

 

Los tratados de La Soledad.

 

Habiendo aceptado los aliados entrar en conversaciones con el gobierno mexicano, se entrevistaron en el poblado de La Soledad, el ministro Manuel Doblado y el general Juan Prim y Prats, quienes, el 19 de febrero de 1862, signaron los llamados preliminares de La Soledad.

 

El documento que contiene los llamados tratados de La Soledad representó un gran triunfo diplomático para México. Doblado, cuya habilidad política no tuvo rival en aquellos difíciles años, como fueron los de la gue­rra de Ayutla, la Reforma y la Intervención, se anotaba un triunfo más. Supo aprovechar muy felizmente el espíritu liberal amplio y ambicioso de Prim, quien veía en los planes de su reina -entronizar una princesa euro­pea- una falla fundamental surgida de un capricho que ponía en entredicho la política es­pañola. Advirtió también el estadista guana­juatense que podía contar con el apoyo del grupo inglés, que veía con antipatía y recelo las exageradas y fluctuantes pretensiones del comisionado francés, De Saligny, y recelaba de las auténticas intenciones de Napoleón III. Esto coadyuvó a que, a través del acuerdo pactado en La Soledad, el gobierno liberal fuera reconocido como el único constituido y también el valedero; se confirmaba además la soberanía mexicana íntegramente, al obli­gar que ondeara el pabellón mexicano en San Juan de Ulúa y en Veracruz, como signo ine­quívoco de que si la República había permi­tido el paso de los ejércitos extranjeros era por un acto de liberalidad que les evitaría ser víctimas de las enfermedades de las tierras cálidas. Los aliados, por conducto de Prim, reconocían, además de la presencia de un go­bierno estable, que no  perseguían otro  propósito sino obtener satisfacción a sus recla­maciones, con lo cual contradecían lo que asentaron sus plenipotenciarios en la conven­ción de Londres.

 

Que lo convenido en La Soledad representó el sentir de Inglaterra y de España, se confirma con las comunicaciones de Wyke y de Prim a sus gobiernos respectivos. El pri­mero afirmaba que el gobierno de Juárez representaba "el mejor criterio de la opinión pública en este país y que esperaba que en un breve plazo, dados los inmensos recursos del país, pudiera cumplir todas sus obligacio­nes". El conde de Reus, por su parte, admi­tía que la administración liberal contaba con elementos suficientes para pacificar el país y consolidarse, y aseguraba que el partido reac­cionario estaba casi aniquilado y que en el país no había sino un insignificante grupo de tendencia monárquica.

 

Si los comisionados inglés y español tra­taban de llegar a un entendimiento, el fran­cés; Dubois de Saligny -quien no estaba de acuerdo con sus colegas Jurien de la Graviére y sobre cuyas opiniones pasaría, pues Jurien actuaba con honestidad y pundonor militar y Saligny a través de ocultas disposiciones que envenenaba con su mala fe y perfidia- hizo nulatorio todo entendimiento. Su negación procedía de que Napoleón III, si bien se comprometió por la Convención de Londres a no intervenir en la formación de un gobierno en México, se comprometió falazmente, pues en su ánimo y en sus planes políticos entraba el establecimiento de una monarquía en México con el archiduque Fernando Maximiliano de Habsburgo a la cabeza, monarquía que contaría con todo su apoyo.

 

Para implantar esa monarquía requeríase que los mismos mexicanos, que veían en ella la salvación, la organizasen. Si el grupo de monarquistas mexicanos era insignificante, aun cuando hubiese en él algunos talentosos y honorables, como Francisco de P. Arran­goiz y Rafael Rafael, no cabe duda que los exiliados, como el padre Francisco Miranda, inquieto e intrigante, ultramontano violento y apasionado; don José María Hidalgo, un­tuoso y palaciego, y principalmente el que tenía mayor representación por su trayectoria política, Juan Nepomuceno Almonte, eran los que debían crear el ambiente necesario para el establecimiento del trono, unificar las fuer­zas conservadoras, algunos de cuyos jefes no eran monarquistas, y servir de punta de lanza en la labor que Francia realizaría. Por ello, una vez salidas las fuerzas expedicionarias, se auspició el regreso a México del general Almonte, quien se manifestó como represen­tante de las  tres potencias para establecer la monarquía, según afirmó ante Prim y Dun­lop, y traía instrucciones directas de Luis Napoleón. Llegado a fines de febrero, fue reco­nocido como jefe por todos los monarquistas, aun por el padre Miranda, arribado el mes de enero. Amparado por las tropas francesas, as­cendió con ellas al altiplano, lo que motivó una protesta del gobierno y una orden para perseguir y castigar a los conspiradores.

 

Otros líderes conservadores, como Haro y Tamariz, ingresaron al país y lo mismo intentó hacer el general Miramón, habiéndoselo impedido los ingleses, que lo reembarca­ron hacia La Habana. Hay que mencionar que en estos momentos hizo acto de presen­cia en México, no se sabe si aconsejado o no por su leal amigo Gutiérrez Estrada, don An­tonio López de Santa Anna, a quien no acep­taron ni los intervencionistas ni el gobierno de Juárez, a quien ofreció sus servicios inú­tilmente.

 

El 6 de marzo arribó a Veracruz, al man­do de una brigada de 4,474 hombres y más de 600 caballos,. el general Lorencez, a quien Napoleón III dio la dirección militar de la expedición, asesorado por Saligny. La nota de Doblado exigiendo el reembarque de Al­monte -quien no había visto muy clara la si­tuación de los monarquistas y si bien conso­lidado el gobierno de Juárez, por lo que pensó regresar, pero que se lo impidió Saligny convenciéndole de la necesidad de proseguir su misión- provocó hondas diferencias entre los comisionados. Habiendo declarado los franceses que ellos protegerían a Almonte y que avanzarían hasta la capital, los comisionados resolvieron en Orizaba que cada uno actuaría en forma diferente e independiente y notifi­caron al gobierno juarista la ruptura de la alianza tripartita. Comunicaron ingleses y españoles que reembarcarían sus tropas, lo que hicieron conjuntamente. El día 20 de abril, Prim abandonó Orizaba tras sostener que Francia rompía con lo convenido en Londres y en La Soledad. La partida de las fuerzas españolas e inglesas dio fin a la convención de Londres y a la alianza tripartita. Los ejér­citos franceses que ascendían pesadamente al altiplano, apoyados por fuerzas reaccionarias, abrían una página nueva en la historia mexi­cana, la de la intervención francesa y el esta­blecimiento del imperio de Maximiliano.

 

Bibliografía.

 

Bravo Ugarte, J. Historia de México (3 vols.), México, 1941.

 

León-Portilla. M. y otros, Historia documental de México (2 vols.), México, 1964.

 

Riva Palacio, V. y otros, México a través de los Siglos (5 vols.), México, 1958.

 

Sierra, J. Evolución política del pueblo mexicano (edición establecida y ano­tada por E. O'Gorman), México, 1948.

 

Sierra, J. y otros, México, su evolución social (3 vols.), México, 1901.

 

Torre Villar, E. de la  El triunfo de la República Liberal 1857 - 1860, México, 1960.

 

Zarco, F. Historia del Congreso Extraordinario Constituyente. 1856 - 57, Mé­xico, 1956.

 

Crónica del Congreso Extraordinario Constituyente, 1856 - 57, Mé­xico, 1957.

 

98.            La intervención francesa.

Por: Ernesto de la Torre

 

Destruida la alianza formada en Londres entre Inglaterra, España y Francia, y dado que esta última potencia tenía planes ulteriores, tales coma intervenir en la política mexicana imponiendo un gobierno extraño y aprovechando su influencia y apoyo en la obtención de amplios beneficios, principalmen­te económicos, los comisionados franceses, auxiliados por monarquistas y conservadores mexicanos, se aprestaron a actuar. En vez de retirarse hasta Paso Ancho, como se habían comprometido por los preliminares de La Soledad, se quedaron en Córdoba, pretextando que el gobierno juarista, que afirmaban era el de una minoría opresiva, trataba, a base de un sistema de terror sin ejemplo, impedir a la mayoría de la nación imponer el régimen que anhelaba. También señalaban que no se retirarían, pues tenían que proteger a sus sol­dados enfermos que se hallaban en varios hospitales, y a los cuales se había comprometido a prestar auxilio y a otorgarles toda suerte de protección el general Ignacio Zaragoza, que había sido nombrado jefe de las ar­mas mexicanas.

 

Lorencez, aconsejado por Saligny y Almonte, y de acuerdo con las instrucciones del emperador surgidas de falsas informaciones, trataba a toda costa subir con sus tropas a la meseta, tanto para preservarlas de las fiebres tropicales como para impresionar a la población a través de un avance fácil y victorioso. Creía, además, que ese hecho obligaría a la población moderada a decidirse a desconocer la administración juarista y a darse una forma de gobierno diferente, eligiendo también a un jefe que podría ser el general Almonte y no a Doblado, destacado liberal en quien se había pensado en vísperas de los preliminares de La Soledad.

 

Ignacio Zaragoza.

 

Nació en Bahía del Espíritu Santo, Texas, el 24 de marzo de 1829, hijo del teniente Miguel Zaragoza y de doña María de Jesús Seguín.

 

Su instrucción primaria la hizo en Matamoros y Monterrey. Ingresó en el Seminario de Monterrey para continuar sus estudios. De ahí salió y marchó con su padre a Zacatecas. Al inicio de la in­vasión norteamericana pretendió entrar como cadete, sin lograrlo dedicándose al comercio en Monterrey, donde vivía su familia.

 

En 1853 se dio de alta en la Guardia Nacional y por disposición de Santa Anna fue nombrado sargento primero. Con el grado de capitán se trasladó a Tamaulipas. Se adhirió al Plan de Ayu­tla y al Partido Liberal. En la victoria de Saltillo, en 1855, se le otorgó el grado de coronel. Defendió brillantemente Monterrey en septiembre de 1855. Era compañero de Comonfort al dar éste el golpe de estado.

 

En la guerra de Reforma participó en varios combates bajo las órdenes de los generales Santos Degollado y Jesús González Ortega. En 1860, siendo co­mandante, derrotó al ejército conserva­dor dirigido por Leonardo Márquez en el sitio de Guadalajara y, por ausencia de González Ortega, fue nombrado general en jefe. Tomó parte, como cuartel-maestre, en la batalla de Calpulalpan el 22 de diciembre de 1860.

 

Fue nombrado por Juárez ministro de Guerra en abril de 1861 cargo que dejó en diciembre del mismo año para tomar el mando del Ejército de Oriente contra las fuerzas de la Alianza Tripartita que ocupaban Veracruz.

 

Durante la intervención francesa, como efe del Ejército de Oriente, participó en la batalla de Acultzingo el 28 de abril de 1862 y dirigió la batalla del 5 de mayo, en Puebla, en la que rechazó por tres veces las acometidas del ejér­cito francés.

 

En el mismo año de 1862 enfermó gravemente de tifoidea en Acultzingo. Llevado a Puebla, falleció el 8 de septiembre, cuando la patria tanto esperaba de su valor y patriotismo.

 

Mariano Escobedo.

 

Nació en Galeana, N. L, el 16 de enero de 1826. Hombre de pocos estu­dios, estuvo dedicado a trabajos agrí­colas hasta el año de 1846, en que entró como alférez en el ejército para defender a México de la invasión americana.

 

En 1855 levantó en su pueblo natal una Compañía para apoyar el Plan de Ayutla. Sostuvo luego con las armas los principios de la Constitución de 1857. Luchó en los estados de Nuevo León, San Luis Potosí, Durango y Zacatecas.

 

Militó bajo las órdenes de Zuazua y Parrodi. Con Vidaurri combatió en Carretas, Zacatecas, Lagos y Atenquique.

 

Durante la intervención francesa luchó en Acultzingo y en la batalla del 5 de mayo en Puebla.

 

Hecho prisionero durante el sitio de Puebla en 1863, se fugó en Orizaba, uniéndose a Porfirio Díaz, y fue nom­brado comandante general de la zona norte de México.

 

Derrotó a los franceses en Santa Gertrudis y el 1 de febrero de 1867 en San Jacinto a Joaquín Miramón. Fue nombrado por Juárez jefe del sitio de Querétaro, en el que Maximiliano fue derrotado y hecho prisionero.

 

Posteriormente actuó como goberna­dor de San Luis Potosí y de Nuevo León; ocupó la presidencia de la Suprema Corte de Justicia. En 1876 el presidente Lerdo de Tejada lo nombró mi­nistro de la Guerra y combatió los le­vantamientos porfiristas.

 

Al triunfo del general Porfirio Díaz, marchó a los Estados Unidos junto con el licenciado Lerdo de Tejada.

 

En 1878 organizó una guerrilla en Texas para combatir al gobierno, pero fue hecho prisionero e indultado en Monterrey, por sus antecedentes.

 

Siendo diputado murió en México el año de 1902.

 

Primeras campañas.

 

Confiando Lorencez en esos planes, el día 19 de abril, a las tres de la tarde, marchó ha­cia el altiplano acompañado de Saligny y de Almonte. Este, en un manifiesto lanzado en Córdoba el día 17 de ese mes, declaraba que no ambicionaba otra cosa sino la de reconciliar a sus hermanos enemigos, a quienes instaba a confiar en la política del emperador de los franceses que ansiaba que los mexica­nos establecieran por ellos mismos un gobierno de orden y moralidad que garantizase por siempre la independencia, la nacionalidad y la integridad del territorio mexicano". A este plan, que contradecía su conducta, acompañóse una proclama de sus seguidores por la que se le reconocía como "Jefe Supremo de la Nación", autorizado a tratar con las poten­cias aliadas y a convocar un congreso que decidiera la forma de gobierno que el país requería.

 

Con un contingente de 6,000 soldados bien dispuestos, Lorencez avanzó hacia Orizaba, llegando a Fortín a media tarde. Las hostili­dades francesas empezaban al romper los tratados. Zaragoza, que estaba en Orizaba con 4,000 hombres y ocho cañones, se retiró hacia Las Cumbres, paso obligado hacia el altiplano. En Orizaba, Lorencez recibió nue­vos refuerzos dirigidos por los coroneles L'Herillier y Gambier, quienes llevaron el peso de la primera fase de la campaña, y se aprestó a iniciar el ascenso hacia las grandes ciuda­des, Puebla y México. El 27 de abril por la mañana, acompañado por el ave negra de Sa­ligny y por Almonte, inició su marcha sobre Puebla. La víspera escribía, lleno de soberbio optimismo, al ministro de la Guerra párrafos reveladores del complejo de superioridad de todos los europeos:

 

"Tenemos sobre los mexicanos tal superioridad de raza, organización, disciplina, mo­ralidad y elevación de sentimientos, que os ruego digáis al emperador que a partir de este momento, y a la cabeza de seis mil sol­dados, soy el amo de México".

 

Y añadía:

 

“...estoy convencido que la monarquía, como yo lo he escrito, es el solo gobierno que con­viene a México”.

 

Trasponer Las Cumbres de Acultzingo representó una primera etapa. Zaragoza se dispuso a hacerle frente, después de haber des­viado a fuerzas reaccionarias de Zuloaga y otros jefes que venían a auxiliar a los fran­ceses. Con 4,000 hombres, de los cuales sólo la mitad actuó, divididos en cinco brigadas de infantería, tres baterías de montaña de seis piezas y 200 caballeros, Zaragoza, auxiliado por el coronel Escobedo, el general Negrete y el general Díaz, trató de impedir el avance del enemigo. Los batallones de cazadores (infantería), compañías de zuavos e infantes de marina lograron apoderarse de varías alturas tras duros ataques a la bayoneta y desalojar a las fuerzas mexicanas, que se replegaron a San Agustín del Palmar. Los invasores pe­netraron hasta la Cañada de Ixtapan. El 1 de mayo, reunidos todos los contingentes y eu­fóricos ante las promesas de Saligny de que Puebla les recibiría con lluvia de flores, los invasores marcharon hacia la ciudad de los Angeles.

 

Zaragoza había reunido en Puebla a sus tropas, ordenado se levantaran barricadas en las calles y planeado hacer su defensa ampa­rándose en tres eminencias que rodean la ciu­dad y en las que existían fortificaciones de cierta importancia: las de los cerros de San Juan, Guadalupe y Loreto. Sus tropas, cer­canas a los 12,000 hombres debido a los refuerzos recibidos, estaban dirigidas por los generales Negrete, Berriozabal, Díaz, Lama­drid, Tapia, Alvarez, Carbajal y O'Horan. Ne­grete, con 1,200 soldados y dos baterías de campaña y montaña, defendía las alturas y fue quien llevó el peso de la batalla y a quien se debió el triunfo, auxiliado heroicamente por todos sus compañeros, dirigidos certera­mente por el general Ignacio Zaragoza.

 

De Amozoc, en donde pernoctaron, las fuerzas invasoras salieron en la madrugada hacia Puebla. Lorencez pensó que al atacar y vencer a las tropas mexicanas posesionadas de las alturas ello le permitiría apoderarse de Puebla, cuya caída sería un triunfo especta­cular para su causa. A las once de la maña­na, los franceses iniciaron el ataque del fuer­te de Guadalupe con dos compañías de zuavos y diez piezas de artillería. La infantería de marina, los fusileros y artillería de montaña defendían a los atacantes de los embates de la caballería mexicana, situada en la planicie poblana. Al ser atacadas las tropas de Negre­te, acudió en su ayuda la brigada de Berrio­zabal. Zaragoza personalmente, apoyado a la izquierda por la brigada de Lamadrid y a la derecha por la división de Díaz, a cuyo ex­tremo situó el resto de la caballería, auxilia­ba en la acción. Después de una hora y cuar­to de ataque, los franceses habían agotado sin resultado favorable alguno la mitad de sus municiones, por lo cual Lorencez ordenó un ataque general. Hizo avanzar cuatro bata­llones de cazadores para reforzar a zuavos y marinos, los cuales no lograron adelantar gran cosa, debido al fuego graneado que los mexicanos les enviaban desde Guadalupe y Loreto. La caballería mexicana rodeó a los ca­zadores que habían quedado de reserva en la planicie, los cuales se defendieron hábil y va­lientemente. Cuando dos nuevas compañías de zuavos iban a apoyar a sus compañeros en difícil situación, una fuerte tormenta, acom­pañada de una copiosa granizada, complicó el avance de los franceses que rodaban por las pendientes resbalosas soportando una llu­via de fuego y de agua. Esto obligó al gene­ral Lorencez ordenar la retirada, habiendo perdido 476 soldados y recogiendo 345 heri­dos. El ejército mexicano contó con 83 muer­tos, 132 heridos y 12 desaparecidos.

 

La derrota del ejército francés en Puebla el 5 de mayo de 1862 fue para los invasores un golpe terrible, mas para el pueblo mexi­cano, dividido, desesperanzado, temeroso de perder nacionalidad, libertad y territorio, representó un triunfo de incalculable importancia, el comienzo de un nuevo día, el resurgi­miento del optimismo y de la confianza. México, con un pequeño ejército  desprovisto de armamento moderno, casi improvisado, pero dirigido por jóvenes y hombres de mediana edad como Zaragoza, Díaz, Berrioza­bal, Escobedo, O'Horan y Negrete, vencían a los primeros soldados  del mundo. Zaragoza, con la serenidad y sobriedad de todo héroe clásico, envió al presidente Juárez las siguien­tes palabras: "Las armas mexicanas se han cubierto de gloria"; y sin minimizar a sus ad­versarios añadía: "La armada francesa se ba­tió con enorme valor; su general en jefe demostró torpeza en el ataque". Si las palabras que aportaron la noticia de esa victoria fue­ron breves y sencillas, la resonancia de la vic­toria de México sobre las tropas napoleóni­cas hizo vibrar los ámbitos de toda la patria.

 

Lorencez retrocedió hacia Orizaba lenta­mente, seguido de cerca por fuerzas mexica­nas que aumentaban con la llegada de las tro­pas que González Ortega traía. Los invasores, por su parte, recibieron los contingentes del general Márquez, con más de 2,500 jinetes, y también del general Douay con frescos refuerzos de Francia y él mismo, valiente y pun­donoroso militar.

 

Dispuestos los mexicanos a derrotar a los invasores o forzarlos a reembarcarse, los ejér­citos nacionales con Zaragoza y González Or­tega se adueñaron del cerro del Borrego, del cual fueron desalojados por errores tácticos. Zaragoza regresó al altiplano, en tanto que Lorencez esperaba pacientemente rehacerse y también nuevos contingentes con que prose­guir la guerra. La estrategia napoleónica, con­sistente en dominar rápidamente a México para apoyar el movimiento surista de los Es­tados Unidos y vencer al norte, se desbarataba. En tanto su general en jefe, abrumado por la derrota que le impidió convertirse en el amo de México y decepcionado de las intrigas de Saligny y de Almonte, escribía algo que su propia y dura experiencia le dictaba:

 

"Nuestra impopularidad parece que au­mentó con el descalabro de los liberales en Orizaba. Ahora más que nunca debemos con­vencemos de que aquí no tenemos a nadie de nuestra parte. El partido moderado no existe, el reaccionario se reduce a nada y es odioso. Los liberales se han distribuido los bienes del clero, los cuales constituyen la ma­yor parte de México. Es fácil deducir de ello que hay un gran número de personas intere­sadas en que el partido clerical no se levante. Nadie desea la monarquía, ni siquiera los reaccionarios. Todos los mexicanos están in­fatuados de las ideas liberales más extremas y estrechas. Serán absorbidos por los ameri­canos y aceptarán ese destino prefiriéndolo a la monarquía". Y días después continuaba sus dolorosas exclamaciones, indicando que sólo una larga ocupación podría hacer que la monarquía triunfara, y añadía que también podría lograrse algo positivo sin contar con Almonte ni con Saligny.

 

La derrota del 5 de mayo fue recibida en Europa como una turbonada. Napoleón in tuvo que pedir al Congreso que le autorizara a emplear crecidas sumas para enviar un cuerpo expedicionario de 30,000 hombres al mando del general Forey. Esas tropas empezaron a llegar el 23 de agosto y su jefe el 21 de septiembre. Para el 24 de octubre se encon­traba en Orizaba y el 10 de noviembre Lorencez partía, dolorido, rumbo a Francia.

 

En tanto eso ocurría,  Ignacio Zaragoza, "un héroe de la antigüedad", como certera­mente le llamó José María Iglesias, víctima del tifo, moría el 8 de septiembre. La patria que le aclamara como su salvador se enlutó y lo convirtió en un personaje de leyenda. "La muerte propicia -escribió Justo Sierra- se encargó de eternizar el laurel de su victoria; verde y lozano está aún."

 

En la capital, Juárez se enfrentaba agra­ves problemas. Si la marcha de la guerra con­tra los invasores la había dejado a militares tales como Zaragoza y González Ortega, que le sucedieron en la dirección del Ejército de Oriente, él, apoyado en hombres en los cua­les no siempre podía confiar, como Vidaurri, tenía que asegurarse en el norte -en donde éste afianzó su influencia- de los ataques ene­migos; limpiar el centro auxiliado por Doblado, que salió del ministerio de Relaciones, que ocupó el avezado diplomático Fuente, en­comendando a Doblado combatir en el cen­tro y en el occidente a grupos de enemigos como Lozada y de aplacar a gavillas de auténticos asaltantes y bandidos. También el presidente resistía los embates de un congreso adverso que temía la concentración de poderes extraordinarios en el Ejecutivo. Fran­cisco Zarco y Zamacona, leales amigos y de convicciones firmes, defendieron al presiden­te en su labor.

 

Forey traía un ejército compuesto de dos divisiones de infantería y una brigada de ca­ballería, material para sitio, reservas de artillería y los servicios administrativos necesa­rios. La primera división la mandaba el general Aquiles Bazaine; la segunda fue dada, ante la retirada de Lorencez, al general Douay. In­fantes de marina, compañías de ingenieros y voluntarios antillanos apoyaban esas fuerzas, que tenían, el 1 de enero de 1863, 28,126 hombres, con 5,845 caballos y 549 mulas, más un crecido número de carruajes y abun­dante artillería.

 

Firmadas en Fontainebleau el 3 de Julio de 1862, Napoleón dio a Forey unas instruc­ciones que marcaban claramente la política a seguir y le imponían una línea de conducta. Entre sus puntos más salientes están los que siguen:

 

Lanzar al llegar a México una pro­clama cuyas ideas esenciales le serían indicadas;

 

Acoger con la mayor simpatía al ge­neral Almonte y a todos los mexicanos que se le uniesen;

 

No adoptar las querellas de ningún partido;

 

Declarar que todo cuanto se hace es provisional en tanto que la nación mexicana no se pronuncie por algo definiti­vo;

 

Mostrar gran deferencia hacia la religión, pero dar seguridades al mismo tiempo a to­dos los adquirientes de bienes. Nacionalizados;

 

Alimentar, pagar y armar, de acuerdo con los recursos, a las tropas mexicanas auxilia­res, a quienes se dará una mayor participa­ción en los combates.

 

Mantener en las tropas francesas, así como en las auxiliares mexicanas, la más severa disciplina;

 

Reprimir enérgicamente todo acto o expresión que hicieran a los mexicanos, "pues no hay que ol­vidar su carácter orgulloso. Interesa,  para un mayor éxito de la empresa, conciliarse el es­píritu de la población".

 

Se le recomendaba a Forey en estas ins­trucciones, que muestran una doble y torpe política, pues repugnaría tanto a liberales como a conservadores, que, al llegar a Méxi­co, el general Almonte y las personas notables convocasen, de acuerdo con las leyes mexicanas, una asamblea que decidiría la forma de gobierno y el destino de México. Debería también Forey, una vez establecido el gobier­no, introducir en su administración, princi­palmente la financiera, orden y regularidad a semejanza de la administración francesa, para lo cual se enviaría personal especializado. Se reiteraba al general en jefe que el fin que se deseaba no consistía en imponer a los mexicanos una forma de gobierno que no les sim­patizara, sino secundar sus esfuerzos para que estableciesen uno que tuviera posibilida­des de estabilizarse y el cual garantizara a Francia que se atenderían sus reclamaciones y quejas. Si los mexicanos optasen por adoptar una forma de gobierno monárquica, se les señalaría que el candidato de Francia era el archiduque Maximiliano.

 

Parte importantísima de este documento es el párrafo que sigue, en el cual se esclare­cen de forma indubitable los propósitos de la política internacional de Napoleón III y su sentido de expansión imperial, rival de la norteamericana. Este párrafo, según se decía a Forey, contenía la respuesta a las innúmeras preguntas que se le dirigirían en el sentido de por qué Francia sacrificaba hombres y di­nero para colocar a un príncipe austríaco en el trono de México. Su texto dice:

 

“En el estado actual de la civilización del mundo, la prosperidad de América no es in­diferente a Europa, pues es ella la que ali­menta nuestra industria y hace vivir a nuestro comercio. Tenemos interés en que la república de los Estados Unidos sea pujante y próspera; pero no tenemos ninguno en que ella se apodere de todo el Golfo de México, domine desde ahí a las Antillas y a América del Sur y sea la sola dispensadora e los productos del Nuevo Mundo. Dueña de México, y por consiguiente de América Central y del paso entre los dos mares, no habría en ade­lante otro poder en América que el de los Es­tados Unidos.

 

“Si, por el contrario, México obtiene su independencia y mantiene la integridad de su territorio, si un gobierno estable apoyado en las armas francesas se constituye, habremos puesto un dique infranqueable a las ambicio­nes de los Estados Unidos, habremos man­tenido la independencia de nuestras colonias de las Antillas y las de la ingrata España; habremos extendido nuestra influencia bienhechora en el centro de América, la cual rayo­nará al norte como al Medio Día; crean po­sibilidades inmensas a nuestro comercio y nos procurará las materias indispensables a nuestra industria.

 

“En cuanto al príncipe que podría ocupar el trono de México, deberá actuar siempre de acuerdo con los intereses de Francia, no sólo por reconocimiento, sino sobre todo porque los de su nuevo país deberán estar acordes con los nuestros y él no podrá sostenerse sino por nuestra influencia.

 

“Así hoy día, comprometido nuestro ho­nor militar, la exigencia de nuestra política, el interés de nuestra industria y comercio, todo nos obliga a marchar sobre México, ha­cer ondear valientemente nuestra bandera, y establecer una monarquía, si ella no es in­compatible con el sentimiento  nacional del país, o, si no, un gobierno que prometa al­guna estabilidad”.

 

De esta suerte se manifestaba la esencia última de la intervención francesa y su fina­lidad, que ya no era cobrar un adeudo, sino expandir su influencia política y económica en el continente americano. El pensamiento de Napoleón III quedó en este documento descubierto del todo. A su política importá­bale frenar el avance expansivo de los Esta­dos Unidos, constituyendo en México un gobierno fuerte que, apoyado por Francia, se opusiera a su vecino del norte. Si Bonaparte invertía hombres y dinero, no lo hacía gra­ciosamente, pues esos auxilios los iba a pa­gar de acuerdo con el Convenio de Miramar, el propio gobierno mexicano.

 

Si las instrucciones indicaban que a Almonte se le acogiera favorablemente, eso no detuvo a Forey para desautorizarlo cuando aquel nombró un ministerio, se tituló Jefe Su­premo de la Nación y aún trató de dictar al­gunos decretos. Tampoco lograron las fuer­zas de ocupación ganarse la simpatía del pueblo, que veía sus campos invadidos, sus casas destruidas y a sus hijos perseguidos con saña. El retiro de la población de muchos lugares, su negativa a proporcionar las vituallas que requería un ejército tan nume­roso y la aparición de innumerables guerri­llas por todas partes no revelaban simpatía, sino desprecio, odio profundo hacia los inva­sores. Con la ayuda de los generales Bertier y Bazaine trató de pacificar la costa y gra­cias al auxilio de Juriese logró ocupar Tam­pico el 23 de noviembre. Para combatir a las guerrillas, se creó un cuerpo de contraguerri­llas que se puso al mando del coronel Dupin, cuyas crueldades y abusos fueron innumera­bles.

 

El avance hacia las mesetas, a los valles de Puebla y México, se inició el 1 de diciem­bre. Dirigían los efectivos el general Douay y el coronel L'Heriller, quienes ocuparon San Agustín del Palmar, San Andrés Chalchico­mula y Tehuacán. Bazaine, a su vez, avanzó hacia Jalapa y Perote y fue a unirse al grupo de Douay y a Forey en Quecholac, en don­de establecióse el cuartel general para atacar Puebla.

 

Al morir Ignacio Zaragoza, fue nombrado jefe del ejército mexicano el general Jesús González Ortega, distinguido en la guerra de Reforma, y a él le tocó realizar la defensa de Angelópolis. Sabedor de que los franceses no atacarían de nuevo los fuertes, convirtió a la ciudad en inmensa fortaleza. Aprovechó las recias estructuras de sus innumerables igle­sias y conventos en bastiones, en los que campeó el patriótico ardor de proteger la pa­tria amenazada y los cuales fueron defendi­dos palmo a palmo con una heroicidad sin lí­mite.

 

González Ortega como comandante en jefe tenía a sus órdenes 22,000 hombres. Jefe del Estado Mayor era el general Mendoza. La ar­tillería estaba dirigida por el general Paz, la caballería por O'Horan. La infantería, organizada en cinco divisiones, tenía como jefes a los generales Berriozabal, Negrete, Antillón, Alatorre y La Llave. Supeditados a ellos estaban los generales García, Prieto, Gayosso, Porfirio Díaz, Escobedo, Ghilardi, Ignacio Mejía, Lamadrid, Carbajal, Aureliano Rivera, Pinzón y Patoni, o sea lo mejor del ejército mexicano en aquellos años.

 

Al conocer el avance de las fuerzas francesas, el presidente Juárez fue a Puebla, pasó revista a las tropas exhortándolas al triunfo y confió a Ignacio Comonfort, que había vuel­ta a México y había ofrecido a Juárez su concurso, el mando de un cuerpo de cerca de 3,000 hombres que protegería a México y auxiliaría al ejército mexicano encerrado en Puebla.

 

El 10 de marzo, González Ortega declaró a esa ciudad en estado de sitio; el 14 de ese mes hizo salir de ella a los no combatien­tes y a los franceses que allí residían. Para el día 16, Douay se estableció en la hacienda de Manzanilla, vecina a los fuertes, y Bazaine, entre el cerro de Amalucan y la hacienda de Alamos, e iniciaron el sitio. Forey lanzaba -algo que se convirtió en obsesión- proclama tras proclama para convencer a los me­xicanos de sus errores y a los propios solda­dos franceses de la justicia de su misión.

 

El sitio de Puebla inicióse el 16 de marzo y terminó con la rendición de la plaza el 17 de mayo. Durante dos largos meses, la ciu­dad resistió con una heroicidad sin límites los ataques del enemigo, superior en táctica, armamento y contingentes. Calle por calle, casa por casa, dinamitando edificios enteros, el ejército francés penetraba lentamente y los sitiados, sin alimentos ni municiones, reconquistaban las posesiones de que habían sido despojados. Las fuerzas auxiliares comanda­das por Comonfort fueron dispersadas y toda posibilidad de auxilio terminó. Destruidos y tomados los fuertes de San Javier el 29 de marzo y el de Santa Inés el 25 de abril y vencidos los refuerzos auxiliares en San Pablo del Monte y en San Lorenzo, el 5 y el 8 de mayo, los sitiados se encontraban sin posi­bilidad de romper el cerco o de recibir auxi­lios. Lo desesperado de la situación obligó a González Ortega, apoyado por el voto unáni­me de sus compañeros, a emitir el día 17 de mayo por la madrugada una orden del día en la cual se disponía que, entre las 4 y 5 de la mañana, todo el armamento existente se des­truyera de manera que no pudiera ser utilizado por el enemigo. “La patria exige ese sacrificio”, se decía, y agregaba que dejaba a todos sus subordinados en libertad absoluta, exhortándolos a continuar posteriormente la defensa de su suelo natal y del pabellón na­cional. Los oficiales en conjunto se entregaron al jefe de la armada francesa como pri­sioneros de guerra. En una carta dirigida ese mismo día a Forey, le indicaba que tomaba esas medidas por no poder seguir luchando, y le pedía que ocupara la ciudad sin exponer ya fuerzas inútiles.

 

El día 19 Forey, quien ordenó que el pa­bellón francés ondease junto al mexicano en las torres de la catedral, entró en Puebla, sien­do recibido por el clero a la puerta de su ca­tedral.

 

Los prisioneros mexicanos, excluyendo a oficiales que lograron huir, fueron 26 generales, con González Ortega a la cabe­za, 303 oficiales superiores, 1,179 oficiales su­balternos y entre 9,000 y 11,000 suboficiales y soldados; además fueron rescatados 150 ca­ñones que no se llegaron a destruir. Considerados todos ellos como peligrosos, Forey decidió, ante la dificultad de vigilarlos, enviar a Francia a los oficiales. Cinco mil soldados fueron incorporados  a las  fuerzas del general Márquez, y a los más remisos se les obligó trabajar en las obras del ferrocarril que se trazaba de Veracruz a México. En el trayecto de Puebla a Veracruz, numerosos oficiales (González Ortega, La Llave, Patoni, Pinzón, García, Prieto, Escobedo, Berriozabal, Antillón, Porfirio Díaz, Ghiliardi y Negrete) lograron escapar, e, incorporados a los núcleos republicanos, mantuvieron en sus provincias, como confesaba el general Woll, el fuego de las ideas liberales y contribuyeron a prolon­gar la guerra. Los 530 prisioneros, entre ellos 13 generales y 110 oficiales superiores, fueron enviados a Francia y dispersados en va­rias ciudades, sin aceptar, salvo un corto nú­mero, compromiso alguno para no combatir por su patria. Los amplios archivos del Mi­nisterio de la Guerra en Vincennes revelan las angustias y la resistencia de la mayor par­te de estos mexicanos forzados a vivir en territorio enemigo.

 

La toma de Puebla, que en Europa fue recibida jubilosamente, en México, si bien provocó desaliento, no doblegó a los grupos li­berales, que sentían que luchaban no ya por diferencias políticas, sino por un deber indeclinable de proteger la patria, defender su territorio amenazado, su libertad e independen­cia. En ese momento se iniciaba la segunda guerra que México tuvo que sostener con una potencia extranjera y esas guerra tendría como consecuencias más definitivas consolidar las instituciones republicanas de una vez por todas y forjar y consolidar definitivamente un sentimiento único de nacionalidad, la concien­cia de constituir una sola nación, de formar un pueblo hermanado por una tradición, unos ideales y una misma vocación.

 

Desde su marcha de Córdoba a Puebla, los intervencionistas recibieron el apoyo de núcleos de tropas conservadoras dirigidas por Cobos, Vicario, Márquez, Mejía, Herrán, Tovar, Lozada y Echegaray. El más importante contingente fue el de Márquez y posteriormente el de Mejía. A la toma de Puebla ocu­rrieron sometimientos de grupos conservadores y aun liberales que se adhirieron a los partidarios del Imperio, como los generales Prieto, Parrodi, Miranda, Aramberri y Am­pudia. El general Miguel Miramón, habiendo logrado volver a México, se incorporó tam­bién, convirtiéndose en uno de los defensores más leales, junto con Mejía y Márquez, del emperador.

 

Por su parte, los liberales, con Juárez a la cabeza, después de tratar de aplicar aun con violencia las leyes reformistas y de arbitrarse recursos, consideraron prudente abandonar la Ciudad de México y establecer en el centro y norte del país los poderes. El 31 de mayo de 1863 trasladóse la capital de la República a San Luis Potosí, en donde estuvo del 9 de junio al 22 de diciembre. Pasó de ahí a Saltillo, permaneciendo allí del 9 de enero al 3 de abril, en que marchó a Monterrey, pese a la defección y amenazas de Vidaurri, que se declaré por el Imperio. Del 3 de abril al 15 de agosto radicó en Monterrey el gobierno, cada vez más diezmado por la persecución de sus enemigos, por el abandono de muchos de sus partidarios desesperanzados y titubean­tes ante una situación que veían escépticamente y por la muerte de varios de sus más enérgicos defensores, como Comonfort y La Llave, asesinados este último el 9 de junio y aquél el 14 de noviembre de 1863.

 

Ante el empuje de las tropas invasoras y la reconstitución de la armada conservadora, las fuerzas leales replegadas al norte se en­contraban sin auxilio de ninguna clase. Al gobierno de los Estados Unidos habían acudi­do solicitándole un préstamo y permiso para comprar armas, lo que les negó la adminis­tración de Lincoln, así como la posibilidad de reclutar voluntarios. En contrapartida, el gobierno norteamericano autorizó la venta de carros y mulas de Texas a los franceses. Los problemas políticos internos a que se enfren­taran las administraciones de Lincoln y de Johnson impidieron que los Estados Unidos mantuvieran una actitud única y leal ante el gobierno liberal mexicano. Seward, secretario de Estado, hubo de llevar una política doble hacia él, de oportunismo ante la diplomacia europea y finalmente, cuando ya no había pe­ligro ni de parte de los confederados ni de los ejércitos europeos, de apoyo al gobierno juarista, que con su heroica resistencia ante un invasor extranjero, no sólo defendía la propia integridad nacional, sino la seguridad de los mismos Estados Unidos.

 

Después de Puebla, los ejércitos interven­cionistas, franceses y mexicanos, ocuparon una tras otra las ciudades más importantes del centro del país. México les recibió el 10 de junio y a finales de ese mes Pachuca; Toluca, Tulancingo y Cuernavaca el mes de julio, y Tampico y alrededores en agosto. El 12 de junio, en otra de tantas proclamas, Forey, con petulante soberbia y orgullo, señalaba a los mexicanos que de las finalidades que el emperador le había confiado una estaba cumplida, la de hacer sentir a los pretendi­dos vencedores del 5 de mayo que se jacta­ban de haber tenido una gran victoria sin ser­lo, el auténtico peso de las armas francesas; y que la segunda, la de ayudar a este pueblo a darse un auténtico gobierno la iba a reali­zar en seguida. Añadía, entre diversas consi­deraciones políticas, dos reveladoras de lo equívoco de su política, pues si la interven­ción era apoyada por los conservadores, ellos proponían o defendían medidas que chocaban con las de aquéllos, como eran las de respetar los derechos de los adquirientes de bienes nacionalizados, a quienes no se molestaría en nada, y la de prometer la proclamación de "la libertad de cultos, ese gran principio de las sociedades modernas", en un ambiente que anhelaba mantener a toda costa la exclusivi­dad del catolicismo. Es evidente que la Fran­cia de Napoleón III era una Francia liberal que había superado viejas concepciones. La mentalidad, salvo la de pequeños grupos, era muy abierta; las relaciones entre la Iglesia y el Estado, muy distintas a las mexicanas, y aun la mentalidad eclesiástica francesa, era totalmente diferente a la mexicana, que había heredado viejas concepciones del clero espa­ñol, al que se consideraba prototipo de la Igle­sia retardataria.

 

Una constante que hallamos en las opi­niones de los generales en jefe del ejército francés y de altos oficiales del mismo es su extrañeza frente a la ideología y forma de ser del clero mexicano. Los informes políticos de Lorencez, Forey, Bazaine, Douay, etc., están llenos de finas observaciones en torno de la política clerical, de su actuación, así como de la de los grupos conservadores. Los retratos que de los dirigentes mexicanos, civiles y eclesiásticos recogemos de sus informes, revelan una pésima idea de la mayor parte de ellos. Descontando el espíritu de superioridad o cierta mala fe en algunos de ellos, las sem­blanzas de los intervencionistas y también de muchos liberales que hallamos en los infor­mes políticos son justas y atinadas, penetran­tes en cuanto revelan actitudes nuevas para ellos, maneras de ser muy diversas y las cua­les tratan de ser explicadas. La visión de México y los mexicanos que los testimonios fran­ceses aportan es digna de atención, por ser expresiones muchas veces inteligentes de nuestra realidad a mediados del siglo XIX.

 

Medidas de Forey.

 

Tras esa proclama, Forey, aconsejado por Saligny y ante la imposibilidad de convocar un auténtico congreso, constituyó una Junta Superior de Gobierno con 35 individuos, los cuales deberían: primero, elegir a 215 personas consideradas como notables, quienes decidirían sobre la forma de gobierno a adoptar, y, en segundo término, nombrar un Supremo Poder Ejecutivo Provisional. Reuni­dos los notables, el 10 de julio, después de considerar que las formas republicanas, tan­to federales como centralizantes, habían sido las fuentes de los males sufridos por la pa­tria; que la monarquía que combinaba el or­den con la libertad y la fuerza con la justicia era la única que podía vencer a la anarquía y refrenar la demagogia; y que entre los mexicanos, en los cuales había hombres eminen­tes, no existía uno que tuviese las cualidades esenciales que no se improvisan para formar un monarca, resolvieron:

 

La nación mexicana adopta por forma de gobierno la monarquía moderada,  hereditaria con un prínci­pe católico.

 

El soberano tendrá el título de Emperador de México.

 

La Corona Im­perial de México se ofrece a S. A. I. y R. el príncipe Fernando Maximiliano, archidu­que de Austria, para sí y sus descendientes.

 

En caso de que, por circunstancias impo­sibles de prever, el archiduque Fernando Ma­ximiliano no llegase a tomar posesión del tro­no que se le ofrece, la Nación mexicana se re­mite a la benevolencia de S. M. Napoleón III, emperador de los franceses, para que le indi­que otro príncipe católico a quien ofrecer la corona.

 

Respecto al nombramiento del Supremo Poder Ejecutivo Provisional, este fue hecho el 22 de junio, habiendo sido designados como propietarios el general Juan Nepomuceno Almonte, el arzobispo de México Pelagio Antonio de Labastida, tan inteligente como intran­sigente, y el general José Mariano de Salas. Suplentes fueron, el obispo electo de Tulancin­go, Juan B. Ormaechea, quien actuó durante la ausencia de Labastida como propietario, y el licenciado Ignacio Pavón. Dos días des­pués quedó instalado el Ejecutivo, quien el 11 de Julio adoptó el título de Regencia y gobernó el territorio ocupado por los interven­cionistas del 11 de julio de 1863 al 20 de mayo de 1864.

 

Los notables designarían más tarde al gru­po de emisarios que fueron, el 3 de octubre de 1863, encabezados por José María Gutiérrez de Estrada, a ofrecer en Miramar a Maximiliano el trono de México. La regencia, por su parte, tuvo como misión "la de paci­ficar a la nación, reorganizar la administra­ción pública y ajustarla al nuevo orden de co­sas". La pacificación quedó a cargo del jefe de las armas francesas, Forey primero, Ba­zaine después; la reorganización de la administración pública a la manera francesa se confió a funcionarios franceses, al comisario de Hacienda Budín, el primero, y luego, du­rante el gobierno de Maximiliano, a hacen­distas de prestigio escogidos por el ministro de Finanzas de Francia, M. Fould, como Cor­ta, Bonnefons y Langlais, consejero de Esta­do. En ese sentido, la Regencia cuidó en no aumentar las contribuciones y no recurrir a los préstamos forzosos como era costumbre.

 

En cuanto ala tercera de sus misiones, esto es, al ajuste del gobierno a una política más liberal que imponía el gobierno francés, la Re­gencia tuvo que chocar con el jefe del cuerpo expedicionario, que en realidad era la autoridad suprema, principalmente por asuntos re­lativos a los bienes de la Iglesia que se ha­bían nacionalizado. Esas dificultades dieron lugar a la destitución del arzobispo Labasti­da, quien no se doblegó a los designios fran­ceses, como tampoco el Supremo Tribunal, a quien se despidió en masa a principios de 1864.

 

Como la actuación militar de Forey se ha­bía considerado lenta y comprometedora, el gobierno francés acordó, una vez tomada Pue­bla, retirarle el mando de las fuerzas expedi­cionarias, elevándolo como consolación al gra­do de mariscal. Forey entregó, como se le ordenó, la jefatura al general Aquiles Bazai­ne, quien la recibió el 1 de octubre de 1863 y la mantuvo hasta el retiro de los efectivos franceses en 1867. Forey embarcó el 21 de octubre en Veracruz. Obligado también a re­tirarse de México el ministro Dubois de Sa­ligny, quien había ejercido tanta y tan funes­ta influencia en nuestro país, partió días más tarde, presionado por Bazaine, a quien se or­denó lo embarcara en el primer barco que zarpase. Era evidente que el intermediario del duque de Morny, cuyas reaccionarias opiniones envenenaron la política franco-mexicana, representaba, por las conexiones que tenía, un obstáculo al nuevo estado de cosas y a las tendencias que Napoleón III mostraba ha­cia su empresa mexicana. Saligny, a quien tanto se había escuchado en las Tullerías, ha­bía mostrado una torpeza enorme en sus opi­niones políticas. Sus prejuicios de toda clase habían llevado a la armada francesa a duros y peligrosos desastres y a comprometer la política internacional de Francia. En su lugar fue designado Montholon, ministro plenipo­tenciario en México.

 

Al tomar el general Bazaine el mando de las fuerzas expedicionarias, éstas sumaban 34,144 hombres en efectivo, provistos de 274 carros mexicanos, de 30 adquiridos en los Es­tados Unidos y de numerosos caballos y mu­las. A más de ellos debe contarse un batallón de soldados egipcios de 400 hombres que guarnecían las tierras calientes y más de 200 hombres de las guerrillas de Dupin. Pronto se le unirían nuevos refuerzos enviados de Francia con armas y municiones abundantes.

 

El total de sus tropas, incluidos los efectivos mexicanos, que eran casi 13,000, sumaba 47,667 hombres.

 

Ofrecimiento a Maximiliano.

 

Cuando al archiduque Maximiliano se le ofreció por vez primera la corona de México, una de las condiciones que puso fue la de contar con la opinión favorable del pueblo mexicano. Para cumplimentarla, Forey con­vocó un plebiscito que comprendió de pronto México y otras poblaciones vecinas. Este se hizo bajo la vigilancia y presión del ejército ocupante. Más tarde se exigiría que la nación toda se manifestase, lo cual tuvo que reali­zarse a medida que avanzaba la ocupación militar del país. Al recibir a los notables en Miramar, el 3 de octubre, Maximiliano rea­firmó que su aceptación al trono dependería en primer lugar del resultado de los votos de la generalidad del país, luego del asentimiento que su hermano el emperador Francisco José le mostrara y con el auxilio de Dios. En se­guida indicaba a los monarquistas cuál era su ideario y programa político a establecer en México al afirmar:

 

“Si la Providencia me llama a cumplir la alta misión civilizadora que esa corona conlleva, os declaro desde ahora la firme resolu­ción de seguir el saludable ejemplo de mi hermano el Emperador, abriendo al país, por un régimen constitucional, la larga vía de progreso basada en el orden y la moral, y de se­llar por mi juramento, tan pronto su vasto territorio sea pacificado, un pacto fundamen­tal con la nación. No es sino así que se po­drá instaurar una política verdaderamente nacional, debido a la cual los diversos parti­dos, olvidando sus antiguos resentimientos, trabajen en común para colocar a México en el sitio preferente que le está destinado entre todos los pueblos, bajo un gobierno que tenga por principios hacen prevalecer la equidad en la justicia”.

 

Cuando en septiembre de 1861 Maximi­liano recibió al ministro de Negocias Extran­jeros en Austria, conde de Rechberg, a quien comisionó don José María Gutiérrez de Es­trada para ofrecerle en nombre de los monar­quistas mexicanos el trono de México, Ma­ximiliano exigió, a mas del voto de los mexicanos, que su gobierno fuera apoyado por Francia, Inglaterra y España. Al disolver­se la Triple Alianza, esa condición resultaba imposible. Por  ello, cuando la comisión de notables se presentó a recoger la respuesta definitiva del príncipe, el 9 de abril de 1864, Maximiliano no impuso ya esa condición, y en virtud de que los problemas que tenía pen­dientes, como eran su posible acceso al trono austríaco, habían sido resueltos mediante una renuncia que no le satisfizo, y como tampoco había visto con buenos ojos, pues su ambi­ción era mayor, el trono de Grecia que le propusieron la reina Victoria y lord Palmerston, Maximiliano aceptó el 10 de abril la corona mexicana que se le ofreció.

 

El día 14 de ese mismo mes, en la fragata "Novara", Fernando Maximiliano de Habsburgo y su real consorte, la princesa Carlota Amalia, hija del rey Leopoldo I de Bélgica y de la reina Luisa de Bélgica, zarparon de Mi­ramar con destino a México. Al cruzar Italia visitaron en Roma al pontífice Pío IX, quien el 20 de abril les recomendó "respetar los derechos de vuestro pueblo y de la Iglesia y trabajar por la dicha temporal y espiritual de aquellos pueblos". A Veracruz arribó la "No­vara" el 28 de mayo. Al día siguiente muy temprano desembarcaron en medio de fría re­cepción, y recorriendo los primeros tramos en ferrocarril y luego en carrozas, llegaron a la villa de Guadalupe el 11 de julio. Contras­tando con la recepción de Veracruz, las que se les hicieron en Córdoba, Orizaba, Puebla, Cholula y en México fueron entusiastas y desbordantes, llegando casi al delirio la de México, en donde enorme multitud vitoreó a los emperadores. El pueblo, ese pueblo a quien tantas veces se ha engañado, que vive muy al margen de las maquinaciones de los polí­ticos, que sufre las consecuencias de los errores de los gobernantes, ese pueblo que en ocasiones, cansado de sufrir y tener hambre, se rebela, destruye y vuelca su indignación en cualquier forma, recibió el 12 de junio de 1864, fatigado de tanta lucha, esperanzado en que un cambio podía mejorar la situación ge­neral del país, con alegría, flores y entusias­mo a dos jóvenes extranjeros que venían a regir sus destinos y los cuales estaban apoyados por un ejército de ocupación bastante potente.

 

Como Napoleón III había presionado a Maximiliano a aceptar el trono  de México como parte de su política imperial, y como Napoleón se había dado cuenta que la instauración de la monarquía en nuestro país no era empresa fácil ni sencilla -como al prin­cipio lo creyó engañado por los monarquistas mexicanos y por Saligny- y además costosa, y también porque la expedición militar gra­vaba fuertemente el erario francés y el Con­greso, en el que figuraban muchos opositores suyos, no estaba dispuesto a votar sumas adicionales para sostener un ejército en México cuyas finalidades no se veían muy claras y sí bastante peligrosas, dados los cambios que se operaban en la política europea, Napo­león III, al prometer su apoyo a Maximilia­no, lo hizo a través de un convenio, el Tra­tado de Miramar, firmado en ese lugar el 10 de abril de 1864. Mediante él se comprome­tía a prestar a Maximiliano ayuda militar has­ta 1867, fecha que se pensaba que el Imperio mexicano debería tener una armada propia debidamente organizada. En ese año se reti­rarían las tropas francesas, las cuales deberían ser pagadas desde el momento de su sa­lida de Europa. Esto quiere decir que el apoyo militar francés a los conservadores para que estableciesen un sistema monárquico en Mé­xico tenía que ser cubierto, con crecidos intereses, por ese país, hecho que gravaría ex­traordinariamente la rehabilitación económica de México. Por otra parte, no se dejaba a la administración hacendaria mexicana el mane­jo de sus ingresos y egresos, sino que se im­ponía a la misma, como medio de recuperar el dinero prestado, una serie de funcionarios franceses encargados de manejarla.

 

La Convención de Miramaar y sus consecuencias.

 

El l0 de abril de 1864 celebróse en Mi­ramar, entre el ministro Velázquez de León, plenipotenciario del Imperio, y Charles Her­bert, representante plenamente antorizado de Napoleón III, la llamada Convención de Miramar, mediante la cual el emperador de los franceses aseguraba, por medio de solemne compromiso cuya responsabilidad total recaía en México, el reintegro acrecentado de la ayu­da prestada al establecimiento de Fernando Maximiliano de Habsburgo en el trono mexicano. A esta convención la precedió un acuerdo signado por Luis Napoleón y Maxi­miliano el 12 de marzo de 1864 en París, y un préstamo por doce millones de francos, otorgado el 20 de ese mismo mes.

 

Normal era que Napoleón III, quien dis­ponía de los caudales del tesoro francés, pen­sara y asegurara la manera de recuperar los fuertes gastos ocasionados por el envío de una fuerza militar: numerosa y cara de soste­ner, y el otorgamiento de un crédito, indis­pensable para mantener una administración civil y administrativa crecida durante largo plazo. Luis Napoleón no era un soñador al­truista y generoso, sino hábil e inteligente político que pesaba con rigor todos sus actos, máxime cuando éstos encontraban alguna opo­sición. Misión suya era mantener un gobier­no en el que las fórmulas democráticas cons­titucionales no se desvanecieran y en el cual sus impulsos imperiales pudieran ser vistos sin tanta desconfianza, tanto por sus oposi­tores internos, como por los del exterior. De ahí la necesidad de encubrir sus actos de una fórmula legal que políticamente le justificara y que económicamente, y esto era lo mas im­portante, asegurara a su régimen seria solidez económica y le fortaleciera evitándole riesgos.

 

Muchas fueron las finalidades que Napoleón III  tuvo para intervenir en los asuntos de México. Las hay de política interna e in­ternacional, pero esencialmente económicas, siendo éstas muy amplias y variadas, y hasta hay algunas culturales, ideológicas y aun idealistas. En toda esa gama de  razones, justas o no, justificadas o no, pero nunca justifica­bles, no hay duda que las económicas, sin forzar para nada el materialismo histórico, fueron las más vigorosas e importantes. Bien pudo tener Napoleón altas e ideales miras, mas su realización siempre estuvo bien me­ditada y planeada y, sobre todo, sujeta a una inteligente política económica.

 

Si él tendía la mano a una idea realizable en un país lejano con el que había tenido gra­ves desavenencias y cuyo crédito y fama dis­taban de complacer al término medio de la burguesía francesa y menos aún a su clase gobernante, no lo hacía por cristalizar su gran pensamiento, el de la unidad y prosperidad de la raza latina, cuya determinación era du­dosa e improbable, sino por haber medido, ahora sí seriamente, todas las ventajas que semejante ayuda le depararía. Cada soldado, cada funcionario, cada apoyo, cada consejo, tenía un valor estimable en dinero, nada se confería gratuitamente, todo llevaba su precio marcado para que México supiese cuánto debía pagar por ello. Muy alta se cotizaba la ayuda de Francia, cuyo monto rigurosamente calculado y distribuido se fijaba en la Con­vención de Miramar.

 

Bien informados estaban los liberales de cuantos compromisos y componendas acor­daban los partidarios de la intervención y del Imperio en Europa. De ahí que la celebración de una convención de esa naturaleza no po­día pasar por alto a su fina percepción. Tal vez algunos otros acuerdos fueron más espectaculares, como el llamamiento de los nota­bles y la aceptación del archiduque, así como algunas declaraciones de tipo político, y generalmente éstas son las más conocidas y es­tudiadas; pero la Convención de Miramar representa el meollo y la parte esencial del posible establecimiento de la monarquía en México, de la instauración de un príncipe eu­ropeo en el trono de Moctezuma, del triunfo de las ideas reaccionarias e intervencionistas y de la participación de Francia, la tierra de las libertades, en una temeraria empresa, de la que salió perdidosa y desprestigiada.

 

Este documento, como otros, y también el desarrollo total de la intervención, fue co­nocido y comentado por uno de los liberales más inteligentes y perspicaces de México: el periodista Francisco Zarco. Con su extraor­dinaria lucidez, inteligencia e información, de lo que tan poco tienen muchos de sus con­géneres de esta época, y con una honestidad y amplios conocimientos de la política, la eco­nomía y aun las acciones bélicas, Zarco, en un sobresaliente escrito que tituló La Con­vención Franco-Austríaca de Miramar, hace no el comentario, que eso sería poco, sino la disección más perfecta y rigurosa de aquel instrumento de dominación.

 

No deja pasar Zarco punto alguno de la Convención que no comente y no deja nin­gún resquicio en su análisis por el que pueda escapársele algo importante y compromete­dor. El examen de ese compromiso lo estruc­tura el eminente glosador del Constituyente de 1857 en varios apartados. A partir del preámbulo, en el que hace una glosa general de la Convención y en el que hallamos extraordinariamente equilibrados el recto juicio y la justa indignación, aparecen cinco apar­tados o artículos en los cuales Zarco compendia, mejor dicho, centra, las materias fun­damentales del convenio. El primero lo denomina La cuestión de hacienda; el segundo, La cuestión diplomática; el tercero, La cues­tión militar; el cuarto, La cuestión religiosa, y el último, La cuestión política.

 

En torno de esa organización podemos separar algunos puntos sobresalientes, siendo el primero el relativo desarrollo político de México. Francisco Zarco advierte que los ma­les de México no se remediarían mediante el establecimiento de una monarquía, y mucho menos cuando llega acompañada de una in­tervención militar que pretende imponer un príncipe extraño. La monarquía, si bien no representaba una solución auténtica y no pa­saba de ser la aspiración de unos cuantos ilu­sos, no planteaba problema alguno al país en tanto no se tratara de imponerla. Con su im­posición violenta y el arribo del aspirante al trono, las cosas cambiarían, dando origen a una lucha de principios entre la república y la monarquía. Esta última resultaba, según Zarco, exótica e imposible de instaurar "en la tierra de los primeros insurgentes, en la tierra clásica de la democracia y de la refor­ma".

 

Hendiendo así en una línea política con­secuente y continua, Zarco penetra en el fon­do social que debe sustentar tal forma polí­tica, y advierte que los partidarios de la intervención imperial, y en particular sus ex­ternos sostenedores, pretenden reducir por fantásticas, inicuas e injustas razones, el valor de la sociedad mexicana, la consideración humana de sus diversos grupos, principal­mente del mayor y original, el indígena, den­tro del cual quedan comprendidos matices variados. Efectivamente, al analizar los términos de constitución del gobierno monárquico, en­cuentra que en ellas se señala la ausencia de "un pueblo que gobernar", como si los dife­rentes grupos raciales y sociales que integra­ban México no fueran de por sí un pueblo.

 

Por ello Zarco, alarmado, se pregunta si el Imperio pretende sustituir al pueblo exis­tente por uno futuro que se forme con ele­mentos extraños, inmigrantes cuya proceden­cia, intereses, idiosincrasia y fusión sea difícil de establecer. "Si se admite –afirmaba- que el pueblo actual es heterogéneo y contrario al Imperio, se amaga en su propio hogar a la raza indígena, cuyo aniquilamiento completo está decidido al no estar en la fantástica clasificación de la raza latina”. Esta considera­ción, sumamente peligrosa, pero muy propia del carácter altivo de los europeos, de su so­berbia y supuesta superioridad, la cual justi­fica toda agresión y todo intento de domina­ción, es vista por Zarco como una amenaza cierta de exterminio y de servidumbre de la raza indígena, “pues si en ésta –escribe- no puede apoyarse el Imperio, es claro que de ella no puede sacarse el ejército que lo sos­tenga y esto explica que se procure hacer reclutas de austríacos y de belgas que reempla­cen a los franceses, lo que equivale a confesar que la monarquía necesita para existir de la presencia de fuerzas extranjeras, lo que le dará siempre el carácter de conquista más o menos firme, pero nunca el de gobierno na­cional”.

 

De los restantes grupos, Zarco asegura que la clase media, "que es la parte de la población más ilustrada y más habituada a las prácticas políticas de la República, de esta clase que se forma a base de constantes es­fuerzos individuales de trabajo, de estudio y de inteligencia y que tiene después intereses colectivos que sólo son susceptibles de desa­rrollo bajo instituciones democráticas, no puede esperar el Imperio la. menor adhesión ni la más ligera apariencia de simpatía".

 

La clase alta o aristocrática casi no existe y "no puede hallarse una docena de nombres ilustres" después que el partido conservador ha perdido a sus hombres más inteligentes y perseverantes, y "sólo puede improvisarse una comparsa teatral y carnavalesca que, despreciable por su origen, con sus excesivas pre­tensiones de superioridad, hará más odioso el nuevo régimen al resto del país". Los re­presentantes de ese grupo, considerados como traidores, y con los cuales Maximiliano no puede fundar nada estable, no dan ideas de la menor dignidad: "El afán de quedarse en embajadas y legaciones no prueba mucho va­lor civil, ni el deseo de correr los riesgos que amenacen al soberano: la circunstancia de an­dar cambiando de nacionalidad, como Hidal­go y Arrangoiz, que se habían hecho españo­les, no hace esperar grandes rasgos de adhesión".

 

Con estas agudas y duras observaciones acerca de la clase que más decía apoyar el establecimiento de la monarquía (las cuales reiteran las apreciaciones de los grandes sociólogos contemporáneos a la emancipación: Mora, Zavala y Mier), va a concluir Zarco afirmando que "para la fundación de una monarquía parece requisito indispensable la exis­tencia de un partido personal del príncipe, que se componga de hombres que hayan com­partido con él todo género de peligros, que hayan contribuido a su elevación y que iden­tifiquen su suerte con la suya, viendo además en él la representación de las glorias nacionales", pues sin él todo se derrumbará, como lo fue el efímero ensayo de Iturbide, no obstante sus dotes personales. Parecía presagiar Zarco con ello que sólo tres o cuatro partidarios de Maximiliano, los que no ha­bían intrigado en las cancillerías europeas, serían los que corrieran la suerte del infortu­nado príncipe.

 

Sobre ser el Imperio artificioso y contrarío al desarrollo político y social de México, no era, por otra parte, una solución pura que interesara tan sólo al porvenir del país, y tan absolutamente desinteresada que únicamente aspirara a encauzarnos por el orden institu­cional poniendo término a una anarquía de medio siglo, sino que tras él, ocultándose si­gilosa y taimadamente, se percibía una fina­lidad ulterior, potente, firme, decidida, dis­puesta a la agresión no abierta, sino disfrazada con muy especiales razones. Tras la implan­tación del Imperio de Maximiliano, encontrá­banse las ideas imperiales de "Napoleón el pequeño" dispuesto a pasar a la historia como digno sucesor del gran Napo1eón Bonaparte, pero cuyas ideas imperiales distaban mucho de ser las del vencedor de Austerlitz. Efectivamente, a mediados del siglo XIX, las potencias europeas repartíanse, como lo han hecho tantas veces, el mundo y sus zonas de influencia y en ese reparto intervenía un nue­vo y poderoso país, los Estados Unidos de América, que emergía a la palestra interna­cional con un poder y un brío inigualables, y el cual para salvaguardar para sí una vasta porción del mundo había elaborado la famo­sa teoría de Adams-Monroe, la cual ha teni­do las interpretaciones y aplicaciones más fa­bulosas. ¡Sus autores jamás imaginaron que su declaración serviría a manera de panacea!

 

Si bien la rivalidad se establecía entre In­glaterra, Francia, Holanda y los Estados Uni­dos; también intervenía ya en ella Alemania, movida por un pangermanismo en desarrollo, y Rusia, que deseaba delimitar perfectamente sus fronteras europeas, en tanto que am­pliaba maliciosamente sus límites asiáticos. El capitalismo empujaba a los estados poderosos a fortalecerse más y más a costa de los débiles y la revolución industrial, que llegaba a su apogeo, requería tanto materias primas baratas y suficientes como mercados abun­dantes en donde colocar sus productos. La explosión demográfica europea precisaba territorios nuevos y fértiles en donde su pobla­ción pudiera volcarse. Africa, el continente negro, subyugado perpetuamente por los blan­cos europeos, sería repartido como un enor­me botín y en él se establecerían colonias y factorías imperiales, como igualmente se fundarían otras en el Oriente, o en su caso se fortalecerían, para ser explotadas inmisericor­demente. América defendíase un tanto gra­cias a la declaración manroeana, mas, aun así, los europeos no veían con agrado que todo un continente cayera bajo la esfera de influen­cia de los Estados Unidos e intentaban en cualquier forma participar de sus cuantiosos recursos. Con el pretexto de infundadas reclamaciones, Napoleón se introducía en México, país pintado fabulosamente por muchos europeos como nuevo El Dorado, y de él pen­saba obtener enormes recursos. El estableci­miento de un régimen imperial sostenido con sus bayonetas y sus bien cotizados francos le aseguraba tener una participación segura de las riquezas mexicanas.

 

Zarco, como otros liberales perspicaces, descubrió rápidamente los ocultos designios del gobierno francés, y las ulteriores finalida­des de Napoleón III quedaron de manifiesto en la Convención de Miramar, la cual calificó el propio Zarco como “una carta de vasalla­je” mediante la que se hace posible la “crea­ción de un miserable feudo tributario del Im­perio francés”.

 

La intervención de aquel país en los asun­tos internos de México va a ser "el principio de grandes establecimientos coloniales de la Francia en América". Para él, la monarquía que se deseaba establecer con apoyo de las bayonetas francesas era fruto de una alianza entre la traición y la conquista, y "este carác­ter, que es y será indeleble en ella, la priva del apoyo de un partido nacional" y trans­forma a México en una fácil presa que per­mita a Napoleón fundar en ella una nueva Argelia.

 

Con estas bases esenciales, el Imperio de Maximiliano quedaría del todo supeditado a Napoleón III, quien se convertiría por ello en el auténtico emperador. De ese hecho deriva­ría una guerra abierta, no entre el Imperio y la República, sino entre México y Francia y entonces "habría que preguntarse si los me­xicanos caídos combatiendo en poder de los franceses serían considerados como prisione­ros de guerra, amparados por el derecho de gentes, o como rebeldes a un gobierno y a un orden de cosas que aún están por esta­blecer". Y de la continuación de una guerra, que sería cruenta, derivaría lamentablemente la barbarie y "para moderar la barbarie fran­cesa o austríaca" habría que usar severa y ri­gurosamente de la represalia. A esos graves y peligrosos extremos se exponía a ambos países como consecuencia de una desmesu­rada ambición.

 

Pasando a otros terrenos, el análisis de Zarco resulta tan minucioso y concluyente como en el aspecto político. En el económico, considera Zarco que el Imperio, al heredar “todas las responsabilidades pecuniarias de la República y todos los compromisos internacionales que de ellos derivaban, y habién­dolos aumentado prodigiosamente con la ma­yor ligereza y con la más completa imprevisión, se ha procurado como estado normal la bancarrota...”.

 

Esta conclusión la derivaba Zarco del estudio de todos y cada uno de los puntos económicos incorporados en la Convención de Miramar: del tercero, que imponía a México la obligación de sostener el ejército fijo de 12,000 hombres, y a su legión, que debería permanecer aún durante seis años una vez retirado aquél; del séptimo, que imponía el pago de 400,000 francos por cada viaje del correo francés; del noveno, que fijaba los gastos de guerra, y del décimo, ligado con el anterior y el tercero; del undécimo, relativo a los pri­meros pagos de los gastos de guerra y de las reclamaciones de los súbditos franceses, así como de los decimotercero y decimosexto, que hacen referencia a los intereses a que dan lugar varias de las sumas anteriores. De esos artículos de estricto contenido económico, México deriva una obligación para pagar a Francia la cantidad de 173’120,000 pesos en un plazo de treinta y cinco años.

 

Este duro gravamen pecuniario que "ha de emplearse en pagar a la Francia los gas­tos de su pirática expedición, en alquilarle sus soldados para continuar la propaganda monárquica, en hacer el gasto de los vapores bimensuales que traigan al ejército protector las órdenes de su gobierno y en hacer un pe­queño abono por cuenta de las reclamaciones francesas que están todas por justificar, por reconocer y por liquidar", viene unido, en medio de la humillación, la deshonra y el más vergonzoso pupilaje, a un contrato de emprés­tito por 40’000,000 de pesos, de los cuales el Imperio sólo recibiría 27’200,000 pesos, que le alcanzarían tan sólo para los gastos de un año, quedando en lo futuro al descubierto to­tal y con un déficit cada día mayor que no tendría con qué cubrir ni siquiera con la es­peranza de explotación de los ricos minerales mexicanos, "poderoso imán de la expedición, origen del vivo interés que México ha inspi­rado a Napoleón y último argumento de sus ministros para justificar ante el cuerpo legis­lativo todos sus atentados".

 

Problema éste de difícil solución, pues, a la vez que dificultaría la vida del Imperio y le ataría más a las exigencias napoleónicas, iba a provocar en el exterior una situación bastante comprometida y delicada, ya que, al no poder hacer frente a sus compromisos in­ternacionales, caería en una posición de des­ventaja respecto a la República que había he­cho grandes esfuerzos por cubrir sus deudas. Si el atraso en el pago de los acreedores aca­rreó la intervención y "fue el fundamento prin­cipal de la Francia para predicar una cruzada contra la República y procurarse en la em­presa la cooperación de otras naciones", "pronto ha de verse -comenta Zarco- que la intervención francesa y el imperio austríaco, lejos de mejorar la situación hacendaria del país, la empeorarán hasta un extremo incal­culable y hacen mucho más difícil satisfacer las exigencias de los acreedores extranjeros, sobre todo a consecuencia de la enorme deu­da que se asigna a la Francia en pago de su generosa intervención y violando una vez más su repetida promesa de no obtener ningunas ventajas particulares".

 

Esta situación hará que muchos gobier­nos no entren en relaciones con el Imperio o que prefieran, en razón del vasallaje impues­to, tratarlos en París "para poder comunicar al austríaco las órdenes de su amo, una vez que sólo viene a ser gobernador de una colonia".

 

De ese hecho deriva Zarco la opinión de que, salvo unos pocos países europeos com­prometidos, los demás no mantendrían unas relaciones sinceras y estrechas con México, y que, por lo que tocaba a las naciones de América, "la causa de México es considerada como cosa propia" y "no hay pueblo americano que no se sienta amenazado en su independencia, en sus instituciones y en su li­bertad".

 

A esas dificultades, que forzosamente ten­dría que enfrentarse el Imperio, pronto se añadirían otras muchas, siendo las más in­mediatas las militares, pues la ocupación de Puebla no dio fin a la cuestión militar, ni tampoco la  entrada del invasor en la capital, porque en general la masa de la población seguía hostil a la intervención y adherida al gobierno legítimo de la República, y no existía un solo estado en cuya toda extensión imperaran las armas francesas.

 

"La cuestión militar -agrega Zarco- tiene, pues, que continuar para lograr la integridad del Imperio. Se necesita que no haya una sola población, por insignificante que sea, adonde no llegue la invasión extranjera, considerando como rebeldes y asesinando a los que rechazan el yugo austríaco. La existencia de cuerpos de ejército que no se desalientan ante los desastres y que  están dispuestos a contener los avances de la invasión en varios estados o a tomar la iniciativa según las cir­cunstancias, hará comprender al archiduque que el Imperio no puede ser la paz sino que tiene que vivir en continuo estado de guerra, emprendiendo expediciones lejanas y obliga­do a mantener numerosas guarniciones en cuantos puntos lleguen a ocupar."

 

Seguro del apoyo que los elementos sa­nos de la población prestaban a la causa republicana, que era la causa de la nación, y seguro también de que ésta contaba con un jefe brotado de las entrañas mismas del pue­blo al que se pretendía subyugar, Zarco escribe un párrafo más en su comentario que es un retrato vivo y magnífico del Patricio. Dice así: "El presidente Juárez, que ha re­presentado y representa tan fielmente la cau­sa de la Independencia Nacional y de las ins­tituciones, y que el enemigo lo engrandece llamando juaristas a los defensores de estos grandes principios, será siempre acatado y obedecido. El puede proveer y arreglar todo género de dificultades interiores; con su cons­tancia y abnegación hace que el Imperio jamás pueda pasar de institución exótica plan­tada por la fuerza extranjera. El gobierno puede prolongar indefinidamente la cuestión militar apelando a los medios de acción que están a su alcance. Su actividad y su energía harán que los amigos de la libertad no des­mayen y acepten gustosos todo género de sacrificios".

 

Bibliografía.

 

Bravo Ugarte, J. Historia de México (3 vols.), México, 1941.

 

Iglesias, J. Ma. Revistas históricas sobre la intervención francesa en México, México, 1966.

 

León-Portilla, M. y otros, Historia documental de México (2 vols.), México, 1964.

 

Niox, G. Expédition du Mexique 1861 - 1867. Récit politique & militaire, París, 1874.

 

Riva Palacio, V. y otros, México a través de los siglos (5 vols.), México, 1958.

 

Rodríguez Frausto, J. La Reforma y la guerra de Intervención. México, 1963.

 

Schefer, Ch. La Grande Pensée de Napoléon III. Les origines de l'expédition du Mexique (1858 - 1862), París, 1939.

 

99.            El establecimiento del Imperio.

Por: Ernesto de la Torre Villar

 

En tanto la Comisión de Notables se pre­sentaba en Miramar a ofrecer el solio imperial a Maximiliano, el general Bazaine, que tomó posesión del mando del cuerpo expedi­cionario el 1 de octubre de 1863, se aprestó a cumplir las instrucciones que el ministro de Defensa de Francia le indicaba. Unas eran de carácter político, las otras militares. Por las primeras se le ordenó que contuviera los excesos reaccionarios de la Regencia, los cua­les chocaban con los lineamientos liberales de la política francesa y a los que se debió en buena parte la destitución del arzobispo Labastida de la Regencia, y las medidas dictadas pata evitar la salida de numerario del país, del que se beneficiaban los ingleses. Las militares tenían una doble finalidad; la primera, inmediata, consistía en ocupar las poblacio­nes cercanas para obtener, con la presión militar o por lo menos bajo la vigilancia castrense, la adhesión de los pueblos a la monarquía como exigía Maximiliano, y la segunda, la de limpiar de fuerzas enemigas el centro del país para facilitar la llegada del emperador y el establecimiento de su gobierno en México, y principalmente para hacer sentir a los mexicanos el apoyo militar que Francia prestaba a aquél.

 

Realmente, a partir de aquel momento va a recaer en Bazaine una doble responsabilidad, la militar y la política, pues, aun cuando se deja a Maximiliano gobernar, muchos de los aspectos de la administración, como fueron el económico, el militar y policíaco y aun el político, tendrán que ser tomados de acuerdo con Bazaine, quien obedecerá más las órdenes de Napoleón III que las decisiones de Maxi­miliano. Actuará como un cónsul que trata de enseñar, aunque sea discretamente, a un joven gobernante. Es evidente que no hubo una ruptura definitiva entre él y Maximiliano, pero sí una situación tensa en numerosas ocasiones.

 

Bazaine trató, antes de aventurarse por el interior del país, de asegurar su línea de abas­tecimientos y su contacto con Europa. Por ello puso gran cuidado en reforzar los caminos a Veracruz, para lo cual hizo adelantar los trabajos del ferrocarril,  colocar en sitios sanos y estratégicos a las guarniciones y au­mentar a dos compañías las contraguerrillas.

 

Asegurada su línea de comunicación y aprovisionamiento, en la que hizo también intervenir a las tropas mexicanas, Bazaine creó dos columnas principales, encomendando al general De Castagny una y la otra al gene­ral Douay. Con la de Castagny marcharía él y la división mexicana del general Mejía, y con la de Douay, la de Márquez. Sumaban estos efectivos 14,000 franceses y 7,000 me­xicanos.

 

Las fuerzas republicanas que rodeaban el centro eran las de Doblado, con cerca de 10,000 hombres, situados entre Querétaro y Tepejí; las del general Negrete, el héroe del 5 de mayo, eran cerca de 8,000 y mantenían una línea que iba de Pachuca a San Luis Po­tosí; Uraga mandaba cerca de 8,000, de los cuales 4,000 estaban cerca de Morelia. Alva­rez movía en Guerrero 4,000 y Porfirio Díaz cerca de 5,000 que se hallaban desde Morelos a Oaxaca.

 

A la cabeza de las tropas, Bazaine salió a combatir a los ejércitos republicanos el 18 de noviembre, aun cuando los primeros efec­tivos, al mando de Douay habían partido el día 9 y ocupado Querétaro el 17 de noviem­bre. Castagny tomó Acámbaro el 24 y Már­quez con sus fuerzas Morelia el 30 de ese mes, pues Uraga se retiró hacia Uruapan y, aun cuando intentó posteriormente atacar a Már­quez con más de 10,000 hombres, fue em­pujado rumbo a Coalcomán por el general Douay, habiendo perdido en Uruapan muni­ciones, nueve piezas de artillería, troquela­doras de moneda y máquinas para fundir cañones. Uraga logró pasar con pocos hom­bres a Jalisco, en donde reorganizó sus fuerzas. Bazaine y Castagny persiguieron a Doblado más allá de Aguascalientes, tomaron Guanajuato e hicieron avanzar hacia San Luis Potosí, en donde se encontraba el presidente Juárez con los poderes, a la división de Mejía, quien logró que el gobierno republicano se trasladara al Mineral de Catorce, y también vencer a los hombres de Negrete que defen­dían al presidente.

 

En menos de dos meses, a través de una ofensiva relámpago, la mejor y más rápida de todas las hechas, el ejército intervencionista se había apoderado de las poblaciones más importantes, pero su ocupación no significa­ba sometimiento. Por otra parte, era necesa­rio que en ellas se estableciese una adminis­tración civil, lo cual no fue fácil, por temor a las represalias y por no haber elementos su­ficientemente convencidos de la causa impe­rial. Los que aceptaron lo hicieron o por re­hacerse de una situación perdida o por estar descalificados a los ojos de sus conciudada­nos. Si la Regencia no pudo atender esta si­tuación designando prefectos políticos capa­ces, no sólo fue por no contar con auténticos partidarios, sino por una incapacidad gubernativa. Por otra parte, la Regencia auspicia­ba -o por lo menos uno de sus miembros- una tendencia antirreformista que contraria­ba la política francesa y promovía, no sólo entre el clero sino entre numerosos núcleos de población, un sentimiento antiinterven­cionista y antifrancés.

 

Vuelto Bazaine a la Ciudad de México el 4 de febrero, con el apoyo de Almonte pudo calmar la agitación entre el clero, lograr que los obispos volviesen a sus diócesis y tratar de encontrar en los elementos de los estados alguna ayuda que le negaban, amparándose en las facultades federales a que se habían ha­bituado debilitando todo poder central.

 

El problema más difícil era sin duda el fi­nanciero. México se encontraba sin recursos y sin posibilidades de contar pronto con ellos. Para resolver esa situación y asegurar a la ad­ministración de Maximiliano una economía sana, Bazaine y los comisionados franceses harían ver a Napoleón III la necesidad de apoyar financieramente a Maximiliano, lo que él logró a través de su ministro de Finanzas, M. Fould, quien obtuvo un crédito inglés y formuló la Convención de Miramar que obli­gaba a México a pagar 270 millones de fran­cos como importe de los 1.000 francos que por hombre del ejército expedicionario y por año debía cubrir.

 

Juárez, por su parte, sufría las arbitrariedades de Vidaurri y más aún, se veía presio­nado por Doblado y González Ortega y otros jefes para que abandonase la presidencia, a lo que se negó.

 

En el mes de. mayo, las fuerzas republica­nas sufrieron nuevos descalabros, pues Do­blado, que desde Monterrey marchó a en­frentarse a los intervencionistas con un ejér­cito de más de 6.000 hombres y 18 baterías, fue derrotado el día 17 en Matehuala por Aymard y Mejía. Decepcionado, dudoso del éxito republicano, este hábil y realista políti­co mexicano desapareció de la escena política emigrando a los Estados Unidos, en donde falleció el 19 de junio de 1865.

 

Los franceses reconquistaron definitivamente Tampico el mes de abril, pero abandonaron Minatitlán, defendida por tropas de Porfirio Díaz en el mes de marzo, así como San Juan Bautista (Villa Hermosa). Con el auxilio del general Navarrete consiguieron la adhesión de Yucatán, lo que significó que la  mayor parte de los puertos del Golfo, des­de Tampico hasta el Carmen, estuvieran dominados por los imperiales. En el Pacífico, San Blas, tomado por Lozada, aliado a los franceses, Acapulco y Manzanillo estaban dominados también. El presidente Juárez con sus compañeros, los inmaculados, los que como él no desesperaban de la suerte de la República, perseguidos por propios y extraños, recorrían los polvorientos caminos, los desiertos interminables que hacía cincuenta años recorrieran también los caudillos de la Independencia.

 

Cuando Maximiliano y Carlota desem­barcaron en Veracruz, dirigieron a la nación un manifiesto en el cual señalaban que acu­dían al llamamiento que les había hecho para dar término a combates y luchas desastrosas y obtener la paz, asegurar su independencia y gozar de los beneficios de la civilización y del progreso.

 

La Regencia, una de cuyas misiones con­sistía en encauzar la administración del país, al conocer la aceptación de Maximiliano y su llegada a México integró el ministerio imperial con las siguientes personas: J. Miguel Arroyo, en Relaciones Exteriores; José Ma. González de la Vega, en Gobernación; Felipe Raygosa, en Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública; José Salazar Ilarregui, en Fomento; Juan de Dios Peza, en Guerra y Marina, y Martín de Castillo y Cos, en Ha­cienda. Este ministerio, que no fue del agrado de  Maximiliano por ser sus integrantes pro­minentes conservadores, fue modificado por el Propio emperador, quien desde Miramar nombró a Joaquín Velázquez de León, ministro de Estado; en Veracruz designó a Juan Nepomuceno Almonte jefe de la Casa Impe­rial, con lo cual le quitaba toda intervención en la política. Con posterioridad llamó a cola­borar en su gobierno a hombres destacados en el  liberalismo, como José Fernando Ramí­rez, a quien designó ministro de Relaciones Exteriores; a Luis Robles, al frente de Fomento, Colonización, Industria y Comercio, y a Manuel Orozco y Berra, en la subsecreta­ría; a Pedro Escudero y Echanove, en Justicia y Negocios Eclesiásticos; a Manuel Silíceo, en Instrucción Pública y Cultos. Ratificó a Juan de Dios Peza en Guerra y Marina e hizo más tarde otras designaciones.

 

Frente a este ministerio de mexicanos, muchos de ellos patriotas, capaces y bien in­tencionados pero equivocados de buena fe, Maximiliano tenía un gabinete o secretaría integrada por extranjeros y al cual dominaron cuatro personas: Félix Eloin, ingeniero belga, recomendado por el padre de Carlota y quien trató de que Maximiliano escapase a la polí­tica francesa dominante e hiciera la suya pro­pia; Sebastián Schertzenlechner, húngaro, preceptor de Maximiliano y quien influía no­tablemente en sus decisiones liberales anticlericales. Ambos hombres durante mucho tiem­po se ocuparon de todos los asuntos. "Los ministros soportaron difícilmente la injeren­cia de esos dos extranjeros en el negocio del país y el mariscal Bazaine bien pronto se quejó de las críticas que hacían a sus opera­ciones militares." Junto a ellos intervinieron también el comandante Loysel, de mayo a diciembre de 1865, y Eduardo Pierron, en 1866, ambos franceses y con quienes Maxi­miliano trató de contrarrestar la influencia de Bazaine, y finalmente el padre Agustín Fis­cher, quien desde agosto de 1866 arrastró a Maximiliano a una política más conservadora.

 

Es evidente que de 1864 a 1866 Maximi­liano tuvo que plegarse a la política francesa que le impuso Napoleón III a través de Bazai­ne, quien fue elevado el 5 de septiembre de 1864, a la dignidad de mariscal de Francia. Sin embargo, con esfuerzos logró poco apoco irse desprendiendo de su tutela y se puede decir que trató de llevar una política propia. Si en lo económico y en lo militar tuvo que someterse, desplegó en cambio una actividad diplomática personal, la cual ha sido reconocida por modernos estudiosos. En el año 1866, el emperador intenta, notificado de que perdía el apoyo francés, una política de transición, atrayéndose elementos mexicanos en los que nunca tuvo demasiada confianza, y, finalmente, en los meses primeros de 1867 realiza un sistema personal arrojándose en brazos de los conservadores a quienes había preferido en un principio.

 

Situación militar.

 

Desde esos lineamientos veamos cómo se desenvolvió su administración. Primero exa­minaremos el aspecto militar, el de la pacificación del país. Este quedó por entero en manos de Bazaine,. quien utilizó sus propias tropas, las belgas y austríacas que se recluta­ron en Bélgica y Austria, y que no dieron buenos resultados pese a los anhelos de Ma­ximiliano, y finalmente, compelido por las circunstancias, se auxilio, menospreciándolos y tan sólo  exponiéndolos a las acciones más difíciles, de los oficiales y soldados de la ar­mada mexicana imperial, que se fue acrecen­tando con la adhesión de muchos jefes y cuer­pos de ejército republicanos a la causa del Imperio. Hay que señalar que en la armada imperial hubo deserciones que alarmaron a sus oficiales de alto rango, pero éstas no fue­ron tan cuantiosas.

 

Para asegurar la pacificación del noroeste y ligar fácilmente Tampico con San Luis Po­tosí y otras poblaciones era necesario domi­nar la Huaxteca. Las fuerzas de Mejía, conocedoras de esa zona de difícil acceso, fueron designadas para esa ardua tarea auxiliadas por la contraguerrilla de Dupin y los efectivos del coronel Tourre. Huejutla, cuartel general de Ugalde y de Campfner, fue el primer obje­tivo a tomar, el cual cayó en manos de Tou­rre después de la batalla de Candelaria el 1 de agosto de 1864.Aun cuando varios jefes republicanos aceptaron la sumisión y buena parte de la población indígena estuvo de parte de los imperiales, no se alcanzó establecer totalmente la paz en esa zona.

 

El norte del país era el objetivo más im­portante a alcanzar. El gobierno liberal man­tenía allí su sede y, a pesar de tener que ir de un punto a otro huyendo de las persecucio­nes de los intervencionistas y de las defecciones de sus mismos partidarios, no abandonaría el suelo patrio y desde diversos sitios mantendría contactos con sus partidarios, dis­persos a lo largo de todo el territorio, da­ría directrices fundamentales para la lucha, para la resistencia en esa guerra de liberación de una sujeción extranjera; mantendría relaciones con el exterior; alentaría a los tímidos y mantendría la unidad de los mexicanos que no desesperaban del presente, sosteniendo una conciencia de nación que permitiría a México no sucumbir, sino, pese a todos los obstáculos, erguirse con dignidad como pue­blo libre e independiente.

 

En compañía de Lerdo de Tejada, de José María Iglesias y de otros pocos hombres auténticamente patriotas, Juárez representa­ba el núcleo de fusión, la fuerza que trataba de salvar a México, la esperanza de días más claros y mejores.

 

En humilde carroza que recorría los luga­res mas apartados del país, de poblado en po­blado a través de desiertos y montañas, Juá­rez y sus  hombres eran la imagen fiel de un pueblo obstinado en vivir libre y dignamente. Dentro de su Palacio  Nacional, que se mo­vía en ruinosos caminos por los anchurosos campos, el presidente de México y sus sobrios ministros, con dignidad de cónsules romanos, velaban por la salvación de la patria; gobernaban, dirigían, recibían las solicitudes de sus partidarios, atendían los apremios de propios y extraños, aquietaban a los impa­cientes e impulsaban a los tibios y temerosos, sostenían las justas reconvenciones y hacían frente con vigorosa energía y tristeza las defecciones y derrotas de los propios.

 

Mirando siempre el porvenir, como se ve la aurora en las vastas tierras norteñas extraordinaria amplitud, el gobierno itinerante, con su primer magistrado a la cabeza, tuvo siempre confianza en el triunfo de la causa, confianza brotada no sólo de la justicia de la misma, sino de la conciencia de que el esfuerzo de la nación la había de lograr. Nun­ca estuvo un pueblo más seguro de la aptitud y capacidad de sus gobernantes, ni jamás di­rigentes algunos han confiado tanto en las virtudes de su pueblo como en esos años. Los dramáticos sucesos de la intervención lograron integrar en una sola voluntad la acción de los gobernantes y de los ciudadanos para salvar a la patria.

 

Este sentimiento se revela expresado siempre con precisa claridad, franco, rotundo, sin vago lenguaje sibilino ni oculto sentido, en los escritos íntimos del presidente Juá­rez, en aquellos documentos en los que volca­ba sus más profundas convicciones.

 

En numerosas cartas a su yerno, Pedro Santacilia, su "querido hijo Santa", como le llamaba, expone su pensamiento llanamente, vuelca su conciencia sin cortapisas ni embozos y revela cuál fue su convicción y decisiones frente a los momentos dramáticos de México.

 

Los partidarios de la República mantenían en 1864 la siguiente situación y efectivos. Patoni, gobernador de Durango, dirigía más de 3.000 hombres y le auxiliaban guerri­llas y efectivos en Sinaloa y Sonora. González Ortega, quien había reunido nuevas tropas en su provincia, Zacatecas, tenía distribuidos entre Sombrerete, Río Grande y Mezquital más de 2.500; Negrete, designado ministro de la Guerra, defendía las provincias en las que Juárez se movía con más de 4.000; en Tamaulipas, Canales, Cortina y el general De la Garza mantenían 3.000 soldados. Un total de 12.000 a 13.000 republicanos estaba en el norte en pie de guerra. Vidaurri, distanciado definitivamente de Juárez, adhirióse al Imperio. En el occidente, Uraga, que había sido en principio el sostén republicano, se sometió igualmente y, como Vidaurri, fue nombrado consejero de Estado. Le sustituyeron Arteaga, Echegaray, Régules (quien mantuvo el ideal republicano hasta el final distinguién­dose en Tacámbaro), Pueblitas, Rivapalacio, Ugalde y Romero, Herrera y Cairo y Rojas. Hacia el sur, las fuerzas principales eran las de Porfirio Díaz. En Tabasco, los liberales lograron dominar la capital (San Juan Bautis­ta-Villahermosa), y en Campeche había un vivo sentimiento liberal contrario al Imperio. Las fuerzas de Juárez contaban en ese mo­mento, 1864, con recursos procedentes de los ingresos aduanales de Matamoros, Piedras Negras, Mazatlán, Guaymas, de préstamos forzosos y de las contribuciones que se imponían a la población en el terreno que domi­naban.

 

Para combatirlas Bazaine envió la briga­da de L'Heriller a Zacatecas, la cual debía imponerse a Patoni y a González Ortega; la brigada del general Aymard avanzó a San Luis Potosí; Mejía, desde Tula de Tamauli­pas, vigilaría Río Verde, Villa del Maíz, Matehuala, Catorce y Cedral, y Dupin guardaría Tampico. El general Castagny mantuvo su división en Querétaro y de allí marchó a San Luis Potosí y a Saltillo. Mejía se adelantó hacia Victoria y Linares, y L'Heriller hacia Du­rango, que ocupó el 4 de julio. Corona dejó esa ciudad y se interné en Sinaloa y Jalisco, en donde opuso continua resistencia a los in­vasores. Castagny tomó Saltillo, ciudad que no simpatizó con los ocupantes, el 20 de agos­to, y de allí prosiguió a Monterrey, en donde entró el 26, apoderándose de 55 piezas de ar­tillería, 150.000 cartuchos y 15.000 proyec­tiles del ejército juarista. El 21 de septiembre, un contingente republicano de González Ortega y Patoni, de más de 3.500 hombres, fue derrotado en el cerro de Majoma por las fuerzas del coronel Martín, y el 26 de sep­tiembre los imperiales, apoyados por fuerzas navales enviadas por el almirante Bosse, desalojaron a los republicanos Cortina y Canales de Matamoros, con lo que se aseguraron todos los puertos del golfo de México.

 

Hacia el occidente, después de la defec­ción de Uraga, Márquez logró ocupar Coli­ma, donde entró Douay el 5 de noviembre. El 22 de noviembre fue tomada Jiquilpan y días antes, el 18, Márquez ocupó Manzanillo, pero las fuerzas francesas tuvieron que aban­donar Acapulco para ir a Manzanillo y a Ma­zatlán, puertos más importantes desde el punto de vista militar y económico. Alvarez, en el sur, pudo moverse más fácilmente, pero pronto sus fuerzas y las que Díaz tenía en Oaxaca y las de Chiapas serían objeto de fuertes presiones En efecto, desde fines de Julio el general Brincourt avanzó hacia Huajuapan, en donde entró el 1 de agosto. Díaz avanzó hacia Teotitlán, ocupado por el coronel Gi­raud, y perturbó el avance francés. Las opera­ciones contra los republicanos en Oaxaca se reanudaron en noviembre. Díaz, que tenía alrededor de 7.000 hombres, de los cuales 3.000 formaban cuerpos regulares y el resto estaba representado por contingentes de buenos tiradores provistos de rifles americanos, se dispuso, auxiliado por su hermano Félix, a defender sus posiciones. El 12 de diciembre, el general Courtois d'Hurbal llegó a Yan­huitlán. En Etla se le reunió el 15 de enero Bazaine, quien tomó el mando. Le obedecían dos batallones del 3° de zuavos, doce compa­ñías del regimiento extranjero, un batallón de infantería ligera de Africa, una compañía de zuavos de caballería, tres escuadrones de caballería francesa dirigidos por el general De Lascours, cuatro escuadrones de tropas mexicanas, una batería de 4, otra de 12, cua­tro secciones de artillería de montaña y una compañía de ingenieros. El día 17 puso sitio a Oaxaca. Félix Díaz con su caballería pudo salir, pero no logró volver. Iglesias y conven­tos defendidos por Díaz resistieron valiente­mente los ataques de los 5.500 sitiadores. Desde las alturas vecinas los cañones vomita­ban fuego y metralla contra la ciudad, la cual tuvo que rendirse el 9 de febrero. Díaz, con sus oficiales, fue remitido a Puebla. Mantu­vieron la lucha en esa zona Félix Díaz (El Chato) y Figueroa, que se fortificó en la sierra de Huehuetlán. El istmo de Tehuantepec se adhirió por entonces al Imperio.

 

El año 1865 presentó el desarrollo si­guiente. En enero, el general Douay, llegado desde el inicio de la intervención, marchó a Francia con una licencia para restablecerse. Hábil y competente militar, gozaba de gran prestigio tanto por su actividad militar como por su prudencia política. Sus puntos de vista diferían muchas veces de los del mariscal Bazaine, pero era disciplinado y leal. Sus planes estratégicos y sus opiniones políticas eran diversas y su prestigio ante el cuerpo ex­pedicionario era excelente. Ese hecho haría que enemigos de Bazaine que conocieron las diferencias suscitadas entre Maximiliano y él pensaran en sustituir a Bazaine por Douay. Cuando las relaciones entre el mariscal y el emperador fueron mayores, aquél pidió a Napoleón III relevara del mando a Bazaine y le sustituyera por Douay.

 

El 9 de abril de 1865, en una hacienda de Appomatox Court House, reunidos los generales Robert E. Lee, jefe de los Confederados, y Ulises Grant, jefe de los Unionis­tas, dieron fin a la guerra de Secesión que había ensangrentado a Estados Unidos y ocupa­do su atención desde su inicio en 1861. Francia, interesada en el debilitamiento de esa potencia, había visto con simpatía y aun ayu­dado a los confederados. Lincoln, preocupado por la guerra y de acuerdo con la táctica polí­tica de Seward, si bien había mostrado su apoyo a Juárez y a la causa republicana, no les había prestado el apoyo necesario, pues no quiso comprometer su posición con un conflicto franco-americano; pero al concluir la guerra las cosas cambiaban. El asesinato de Lincoln el 14 de abril de 1865 dio lugar a que Andrew Johnson ascendiera a la presidencia y observara que los fuertes ejércitos de ocupación francesa habían sido incapaces de dominar a México, en el cual un gobierno liberal trataba de salvar la República. Las fallas tácticas de Lorencez, de Forey y aun las de Bazaine ha­bían estropeado los planes de Napoleón III, quien pensó que la armada francesa podía ocupar rápidamente México y establecer el Imperio, el cual tendría que ser reconocido como un hecho consumado. Esa dilación permitió a los Estados Unidos recapacitar en que un gobierno monárquico fuerte y es­table apoyado por Europa constituía un pe­ligro para su preeminencia política y sus posibilidades de expansión futura, por lo cual convenía no reconocerlo. Si en un principio los franceses lograron obtener provisiones y armas en los Estados Unidos, a partir de 1865 los republicanos comenzaron a tener algún respiro y a lograr que en ocasiones el ministerio de la Guerra norteamericano per­mitiera a particulares vender algunas armas a los republicanos. Por otra parte hay que con­tar que para ese año la política europea co­menzaba a cambiar y ese cambio originaba otro en la diplomacia estadounidense.

 

Al iniciarse 1865, los efectivos totales de Bazaine eran de 63.800 hombres, de los cua­les 20.000 eran mexicanos, 6.000 voluntarios austríacos y 1.300 belgas. Los soldados me­xicanos, aun cuando habían llevado el peso de las acciones más difíciles en los peores terre­nos, eran menospreciados tanto por Bazaine como por Maximiliano, quien nunca simpatizó con ellos. A Márquez, que le fue leal hasta el fin, no quiso recibirlo y éste tuvo que presentársele en el camino de Morelia para po­nerse a sus órdenes. Una subestimación penosa de ellos y la idea de que gravaban dema­siado a la tesorería imperial, que cubría sus gastos, hizo que Maximiliano tratase de liberarla y de apoyarse en los austríacos y bel­gas, compatriotas suyos y de la emperatriz. Error provocado por desconfianza política cometido ese año fue el alejamiento de los ge­nerales Miguel Miramón y Leonardo Már­quez, a quienes se envió a estudiar los siste­mas militares de Prusia y a tratar con el sul­tán negocios de Tierra Santa, lo cual era un pretexto para alejarlos de México.

 

Lo que más preocupó al mariscal jefe del ejército fue la tensión existente con los Estados Unidos, disgustados porque los imperia­les, además de ayudar a los confederados, ha­bían dejado cruzar la frontera a muchos al final de la guerra. Entre ellos contáronse los generales Allen, Magruder, Walker, Wilcox, Leabster, Stevens, King, Terrel, Herdeman, el comodoro Maury y muchos otros. Por otra parte, los unionistas, que tenían un ejército de 60.000 a 70.000 hombres, estaban enva­lentonados y dispuestos a marchar contra México y Maximiliano. Ese hecho obligó a Ba­zaine a la prudencia y aun a retardar sus operaciones en el norte, en donde la situación era más tensa. De ello se quejará Maximilia­no, indicando a Napoleón que el mariscal ha­bía comprendido seriamente la situación del Imperio por no haber pacificado rápidamente al país destruyendo a todos los seguidores de Juárez.

 

De toda suerte, el año 1865 fue aún de avances de los intervencionistas, pues vencie­ron en 79 acciones tenidas con los republica­nos, en tanto que éstos sólo lograron veinte triunfos. Oaxaca, como vimos, fue domina­da y Díaz hecho prisionero. En Sonora pe­netraron los imperiales y se apoderaron de Guaymas el 21 de marzo. Mazatlán había sido tomado el 13 de enero. En el norte el general Neigre, que sustituía a Douay, marchó a Fresnillo para esperar refuerzos de Brincourt. Entre tanto, Negrete, con buenos efectivos republicanos, avanzó hacia el sur, tomó Saltillo el 9 de abril, entró en Monterrey el día 12 y se dirigió hacia Matamoros, pero no re­sistió los ataques de Mejía y de Brian, por lo que se retiró. Para destruir esa fuerza que mantenía Nuevo León y Coahuila leales a Juárez, marcharon las fuerzas de Brincourt y Jeanningros. Negrete fortificóse en la An­gostura, pero ante la superioridad de sus enemigos se dividió y retiró, llevando personalmente una columna de 2.500 hombres y buena artillería. Mariano Escobedo tomó a sus órdenes a 2.000 y dirigióse a Galeana. Negrete, perseguido, internóse en el bolsón de Mapimí, en donde sus hombres se disper­saron.

 

El presidente Juárez perdía a sus defensores más próximos y, ante el avance de sus enemigos, decidió abandonar Chihuahua, en donde se había establecido, e ir a Paso del Norte, adonde llegó el 4 de agosto acompa­ñado tan sólo de Sebastián Lerdo de Tejada, de José María Iglesias y un puñado de leales soldados comandados por Luis Terrazas, gobernador de Chihuahua. En  esa población, por entonces muy modesta, en humilde casa de adobes, Juárez instaló su Palacio Nacional y mantuvo comunicación constante con Matías Romero, representante del gobierno liberal en Washington, orientando su acción, animándole y recibiendo de aquél información de primera mano acerca del desarrollo de la política americana y de la europea. Por esa comunicación continua con Romero y otros agentes suyos, por su prudencia para analizar las diversas circunstancias, Juárez pudo acer­tar en su acción, vencer a sus enemigos y de­fender la República.

 

Si bien Juárez solicitó y confió en que los Estados Unidos, una vez terminados los pro­blemas que la guerra de Secesión había provocado, le ayudasen, nunca creyó ni esperó ciegamente que la salvación de México pudie­ra llegarle totalmente de parte de Norteaméri­ca. Bien informado de la política internacional y americana a través de agentes juiciosamente destacados, de los periódicos e informes es­peciales, pudo observar con claridad el desa­rrollo de los acontecimientos y eso le permi­tió ser prudente en sus juicios y conducta. Consideró que los Estados Unidos auxilia­rían mucho a México ejerciendo una pre­sión política ante los invasores, no recono­ciendo por de pronto a Maximiliano y a su gobierno y conminando a Napoleón III para que retirara las tropas invasoras.

 

En enero de 1866, cuando aún no se des­pejaba del todo el horizonte político, Juárez mantenía firmemente su criterio, y como gobernante de un país pobre y en desgracia, reflexionaba sobre la suerte de pueblos débi­les como el nuestro, sin caer en pesimismo o derrotismo alguno, por el contrario, confiado en la salvación propia. Así, escribía este precioso párrafo:

 

"Yo nunca me he hecho ilusiones respecto al auxilio directo que pueda darnos esa nación (Estados Unidos). Yo sé que los ricos y los poderosos ni sienten y menos procuran remediar las desgracias de los pobres. Aquellos se temen y se respetan y no son capaces de romper lanzas por las querellas de los débiles, ni por las injusticias que sobre ellos se ejerzan. Este es y ha sido el mundo. Sólo los que no quieren conocerlo se chasquean. Los mexicanos, en vez de quejarse, deben redoblar sus esfuerzos para liberarse de sus tiranos. Así serán dignos de ser libres y respetables porque deberán su gloria a sus propios esfuerzos y no estarán atenidos, como misera­bles esclavos, a que otro piense, hable y trabaje por ellos. Podría suceder que alguna vez los poderosos convengan en levantar la mano sobre un pueblo oprimido, pero eso lo harán por su interés y conveniencia. Eso será lo que pueda haber en nuestra presente contienda, y sólo por eso podrá Napoleón retirar sus fuerzas y entonces nada importa que haya mandado y siga mandando más tropas que al fin debe retirar, si así le aconseja su temor a los Estados Unidos o su interés o ambas co­sas, que es lo más probable. Tal vez su plan sea reforzar sus tropas para poder sacar ven­taja en un arreglo que haga con el poderoso a quien teme y respeta porque es fuerte. ¡Vere­mos! Nosotros seguiremos la defensa como si nos bastáramos a nosotros mismos".

 

En El Paso, Texas, también José María Iglesias publica 26 números de sus Revistas Históricas, que “redactadas a medida que iban desarrollándose los sucesos de que trata­ban -desde abril de 1862 a octubre de 1866- llevan el sello de la vehemencia propia de la época de la lucha, carecen de una coordina­ción imposible en aquellos momentos; no hablan de los acontecimientos importantes, de conocidos para mí entonces, y bien sabidos después, callan intencionadamente hechos cuya revelación prematura podría haber sido provechosa al enemigo". Efectivamente, las Revistas Históricas que a juicio de Manuel Doblado, quien fue el autor de esa idea, debían servir para justificar, no tan sólo histo­riar, la conducta de la República frente a la agresión exterior, fueron escritas, como el propio Iglesias confiesa, "errantes, casi pros­critos, entre peligros y calamidades".

 

Firme la decisión, limpia la conciencia, sereno el ánimo, los inmaculados de Paso del Norte velaban por la patria amenazada. Tes­tigos extranjeros que los visitaron admiraron su altura moral, valor y espíritu decidido al sacrificio. En esa ciudad, un pueblo, Juárez recibió de parte de los americanos muestras de atención, y cuando los invasores se retira­ron de Chihuahua, Juárez volvió a esta ciu­dad el 20 de noviembre. Ante un intento de los intervencionistas por reocupar Chihuahua, Juárez regresó a Paso del Norte el 9 de diciembre. De aquí partirá definitivamente hacia el centro, rumbo a la capital de la Repú­blica, el 10 de junio de 1866.

 

Volviendo al examen de la situación mili­tar, diremos que a mediados de 1865, Bazai­ne se mostraba, pese a sus triunfos sobre los republicanos, verdaderamente preocupado, principalmente por la amenaza que veía de parte de los Estados Unidos. Con el fin de estar preparado para un eventual encuentro con los yankis y al mismo tiempo poder seguir combatiendo a los liberales, habiendo vuelto a mediados de año el general Douay, dividió a la armada imperial en dos grandes coman­dancias.

 

La primera, confiada a Douay, la estableció en San Luis Potosí, unificando a la tercera y quinta divisiones con jurisdicción en San Luis Potosí, Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila. En Durango colocó a la segunda comandancia al mando del general De Cas­tagny con la sexta y octava divisiones y con jurisdicción en Zacatecas, Durango, Chihua­hua, Sonora y Sinaloa. Una tercera coman­dancia con jurisdicción en Michoacán y en el sur, y bajo las órdenes de L'Heriller, que Ma­ximiliano deseaba se creara, fue propuesta para atender preferentemente el norte. Hay que advertir que la idea de Maximiliano esta­ba justificada por la presencia inquietante de Arteaga, Rivapalacio, Régules, Ugalde y Val­dez, quienes se habían apoderado de Tacám­baro y Zitácuaro. Para batirlos fue designado el coronel De Potier y el coronel Méndez, in­dio como Mejía, y leal al Imperio hasta su muerte. Régules fue vencido en Huaniqueo en abril y Arteaga en Tacámbaro el 11 de julio, en una batalla en la que intervino el cuerpo belga dirigido por Van der Smissen. Acapulco fue tomado por dos navíos franceses y tropas imperiales el 11 de agosto.

 

En el norte, bajo las órdenes de Ruiz, Aguirre, Villagrán, Ojinaga y Carbajal, las fuerzas republicanas se rehacían. Desde el mes de mayo, antes de la formación de los dos comandos, Bazaine había ordenado al general Brincourt marchar sobre Chihuahua para obligar a Juárez a abandonar el territo­rio. Indicábale que por prudencia no debía pasar de Chihuahua más allá de una jornada de marcha, y eso debería hacerlo de tal suerte que para octubre, mes en que deliberaba el Congreso norteamericano, Juárez hubiera sa­lido de la República. La guarnición de Guay­mas  había sido instruida para evitar que el presidente se internara en Sonora. Brincourt inició su avance el primero de julio y  ocupó el 22 Río Florido, el 23 Villa de Allende y para el 15 de agosto, habiendo alejado a Ruiz y a Villagrán, entró en Chihuahua. El presi­dente Juárez había abandonado esa ciudad el 5 de agosto en dirección a Paso del Norte.

 

Desde Paso del Norte, el presidente Juá­rez, por mano de su ministro Sebastián Lerdo de Tejada, dirigió el propio día 15 una nota cuyo contenido principal reza:

 

"Aquí, como en todo otro punto de la República adonde las circunstancias puedan hacer conveniente que se establezca la sede del gobierno, el ciudadano presidente  hará todo lo posible para cumplir su deber con va­lor y constancia. Responderá así a los anhelos del pueblo mexicano, que no cesará jamás de luchar por todas partes contra el invasor y terminará infaliblemente por triunfar en la defensa de su independencia y de las institu­ciones republicanas".

 

Al marchar Juárez hacia Paso del Norte, los imperiales creyeron que huía del país, y aun cuando Maximiliano recibió una nota descorazonante del presidente Johnson en la cual le informaba que no reconocería al Impe­rio, creyó conveniente, y tal vez ratificó su opinión con ese noticia, combatir con el ma­yor rigor a las fuerzas republicanas. Para ello dirigió al país una proclama en la que infor­maba a los mexicanos que la causa "que con tanto valor y constancia había sostenido don Benito Juárez, había sucumbido" y que al su­cumbir, había degenerado en facción sosteni­da por unos cuantos. Que a partir de ese momento la lucha sería "entre los hombres honorables de la nación y las bandas de malhechores y asaltantes". Indicaba que el tiempo de la indulgencia había pasado, y como corolario, publicó el 3 de octubre un cruel decre­to por el cual ordenaba se aplicara la pena de muerte a todos los que formaran bandas o conjuntos armados y a quienes les concedie­ran cualquier tipo de apoyo. Suponía Maximiliano que la aplicación del rigor aplacaría toda oposición, cuando fue todo lo contrario ya que la radicalización no llevaba sino a la destrucción total de los adversarios. Cuando Maximiliano trate de ser defendido en México y fuera de él, se le echará en cara esa medida dictada. Los debates surgidos en el Congreso norteamericano a causa de esa disposición muestran hasta qué grado se enajenó todo apoyo y cómo su propia muerte fue justificada como consecuencia de ese que se llamó "bárbaro decreto".

 

En su avance a Chihuahua, Brincourt logró derrotar a Ojinaga, jefe militar, y aun cuando indicó a Bazaine que bastaría un mi­llar de soldados en esa región para alejar definitivamente al presidente, Bazaine le orde­nó retirarse de Chihuahua.

 

La estrategia republicana iba a ser más efectiva, pues en vez de concentrar un solo grupo que hubiera sido destruido por los im­periales, los liberales planearon crear dos cuerpos de ejército: uno en el este con Es­cobedo a la cabeza, quien tenía fuertes apoyos en Tamaulipas.; el otro en el occidente con Patoni que actuaba en Sinaloa y  Sonora.

 

La unidad republicana a partir de los me­ses de octubre y noviembre de 1865 va a peli­grar. El presidente Juárez concluía su manda­to y, por tanto, se le terminaban los poderes de que estaba investido, el 30 de noviembre. Ese hecho abría la sucesión a la presidencia, que varios liberales ambicionaban. Uno de ellos, el general Jesús González Ortega, héroe de la Reforma y tenaz, valiente y popular caudillo, aspiraba con justos títulos suceder a Juárez. Este, consciente de que una divi­sión de los liberales y un cambio de dirección sería funesto para la causa de la Repú­blica, el día 8 de noviembre prorrogó sus po­deres hasta el fin de la guerra, y basándose en que González Ortega había abandonado el territorio, le destituyó de su cargo de presidente de la Suprema Corte, por el cual, y por minis­terio de ley, debería suceder a Juárez hasta el momento en que se convocaran elecciones y pudiera ser electo por la voluntad popular un presidente. A González Ortega le apoyaron varios políticos del grupo liberal como Gui­llermo Prieto, Manuel Ruiz, ministro de la Corte, Negrete, Patoni, Huerta y otros, quie­nes lanzaron varias proclamas contra Juárez sin encontrar eco. González Ortega salió del país y volvió en 1867. Detenido, permaneció en prisión hasta agosto de 1868, una vez que se efectuaron elecciones en las que triun­fó Benito Juárez.

 

Sonora fue ocupada pese a la defensa de Pesqueira. Los numerosos grupos de indios de este estado, así como los de Chihuahua, prestaron su apoyo franco a los imperiales, tal vez cansados de las vejaciones de que eran objeto y creyendo que los franceses los libera­rían. Tanori, jefe indio, resultó un auxiliar efi­cacísimo del coronel Garnier, quien tomó Hermosillo el 29 de julio y Ures el 15 de agosto. Habiendo reconocido toda la provin­cia al Imperio, pues los indígenas tomaron Alamos y dieron muerte en un combate a Rosales, notable militar, Bazaine ordenó el repliegue de tropas hacia Durango.

 

En el oriente las guerrillas habían susti­tuido a un gran ejército y distraían de conti­nuo a los intervencionistas. Mejía, con sus 3.500 hombres, no podía dominar el territo­rio que iba de Matamoros y Tampico hasta Monterrey, pese a los apoyos de la infantería ligera de Africa que dirigía Chopin, del bata­llón del regimiento extranjero y de los zua­vos. Cortina aisló por completo a Matamoros y para tomar ese puerto tan importante a los liberales marchó Escobedo, quien había logra­do hacerse de un cuerpo de 3.000 hombres y 10 cañones. Mejía pudo defender ese sitio apoyado por la marina francesa y Escobedo se retiró. En esa acción el jefe liberal recibió de los americanos toda clase de ayuda, lo que motivó que Mejía protestara ante el general Weitzel. En respuesta, el general Sheridan, comandante superior en Nueva Orleáns, en­vió a Mejía una nota llena de amenazas. La tirantez entre las fuerzas imperiales y los militares norteamericanos que ayudaban a los liberales aumentó con el asalto que grupos de negros norteamericanos realizaron contra Bagdad, pillando, matando y llevándose a una guarnición imperial a Clarksville, en Texas, y obligándola a incorporarse a las fuerzas de Cortina. La ocupación de Bagdad del 5 al 25 de enero agravó la situación y aun cuando los norteamericanos ordenaron el reemplazo del general Weitzel y se aprehendió al general Crawford, uno de los culpables, las relacio­nes fueron cada vez más tensas.

 

Escobedo, que como se dijo abandonó el sitio de Matamoros, marchó con sus hombres sobre Monterrey, que tomó a fines de noviembre.

 

Si durante 1865 las armas imperiales pu­dieron dominar una porción de México y no todo el país, en el que ejércitos republicanos más o menos organizados aparecían y desapa­recían, y multitud de guerrillas hostigaban a los invasores y mantenían vivo el aliento de la libertad y de la República, el año 1866 aparecía lleno de negros nubarrones.

 

Los Estados Unidos, terminada la guerra y empujados por fuertes presiones como las que numerosos militares entre otros Ulises Grant ejercían para que se aplicase la Doctrina de Monroe, a más de negarse a reconocer el Im­perio, solicitaban airadamente la retirada de los ejércitos franceses. Ya en el mes de agosto anterior, el embajador americano en París, M. Bigelow, había protestado ante el ministro de Negocios Extranjeros de Francia a causa de la acogida que tanto Maximiliano como el gobierno francés habían dado al proyecto del doctor Gwyn para colonizar Sonora, proyecto que consideraban altamente peligroso para los Estados Unidos. Meses más tarde, los directores de la política francesa solicitaban al gobierno americano que reconociera a Maxi­miliano, asegurándole que ellos retirarían las tropas de México. A principios de 1866, una nota de Seward a los representantes franceses señalaba que no sólo deberían retirar sus tropas, sino también deberían dejar de inter­venir en los asuntos de México, no imponien­do instituciones que no simpatizaban a ese país. El gobierno de las Tullerías comunicaba a Washington, en el mes de marzo de 1866, que Napoleón III había decidido evacuar México en tres períodos, el primero en noviem­bre de ese año, el segundo en marzo de 1867 y el tercero en noviembre del propio año.

 

Maximiliano vio, alarmado, que si el ejér­cito francés no había podido pacificar Méxi­co, menos lo haría el mexicano aliado y se aprestó a solicitar a Napoleón III el envío de más efectivos y dinero. Los Estados Unidos presionaron al gobierno austríaco a no en­viar más voluntarios y al francés para que no enviara soldados de Sudán ni legionarios extranjeros.

 

En enero de 1866, Napoleón, presionado tanto por la política  norteamericana como por la amenaza cada día mayor del gobierno prusiano, envió a México al barón de Saillard para que celebrara con Maximiliano nuevas convenciones financieras, políticas y milita­res, pues el tratado de Miramar resultaba inoperante. La comisión de Saillard estaba de antemano destinada al fracaso y Saillard vol­vió a Francia sin conseguir nada. El 15 de enero, el ministro de la Guerra francés infor­mó a Bazaine: "No podemos prolongar indefinidamente nuestra estancia en México. Nu­merosas razones, que es inútil enumerar, obligan al gobierno del emperador a poner fin a la ocupación". Añadía que la evacuación comenzaría en el otoño y que sólo la Legión Extranjera, con 7.000 a 8.000 hombres, que­daría al cuidado de Maximiliano, debiendo ser pagada por México. Días después, el 23 de enero, al iniciar las sesiones legislativas, Na­poleón III comunicaba al Congreso, dentro del cual tenía fuertes oponentes, que había decidido retirar las fuerzas militares de México, decisión que encontraría un eco profun­do en la opinión pública.

 

Para asegurar el Imperio, Napoleón ordenó a Bazaine que organizara un cuerpo franco-mexicano integrado por 35.000 hombres de tropas permanentes y guardias rurales móvi­les, 8.000 soldados de la legión extranjera, más de 6.400 voluntarios austríacos y 1.300 belgas y 622 piezas de artillería. Esta tardía medida ni fue cumplida del todo, ni satisfizo a Bazaine ni a Maximiliano. El ejército impe­rial mexicano, que desde el inicio de la inter­vención debió y pudo haberse formado y con el cual no simpatizó ni Maximiliano ni el ma­riscal, había sido menospreciado y sus diri­gentes dispersados. Sin embargo, en ellos va a tener que descansar el Imperio mexicano hasta el fin de sus días y ese ejército sería el que con inmensos sacrificios lucharía para defender a su emperador.

 

Si este panorama tan desafortunado se ofrecía al Imperio, los republicanos por su lado rehacíanse rápidamente. Apoyados ya abiertamente por los Estados Unidos, que les empezaron a proporcionar armas y muni­ciones, sus jefes, principalmente Escobedo y Corona, lograron aumentar sus efectivos y armarios convenientemente. Escobedo llegó a tener, a principios de 1866, 7.000 solda­dos y Corona, más de 5.000. Sumados esos contingentes a los del interior, como los de Régules, Rivapalacio y otros jefes, daban un total superior a 16.000.

 

Alarmado Maximiliano por esa situación, envió a Europa a Eloin y luego a Loysel para solicitar a Napoleón que mantuviese su ayu­da. Sólo pudieron conseguir promesas de aquél de no exigir el pago de la deuda del Imperio. Hacia mayo, fue comisionado Almonte para proponer a las Tullerías un tratado que ampliaba el de Miramar, mediante el cual Francia se obligaba a mantener tres años más su ejército, que mandaría Maximiliano y pagaría Francia. Este tratado fue rechazado, pero se estipuló que para que se continuara ayudando a Maximiliano, éste debería signar una convención aduanera que obligaba a su gobierno a pagar al francés 3.000.000 de pesos, la mitad del producto libre de las aduanas, para cubrir los créditos de los préstamos que se le habían otorgado. Esta convención, demasiado onerosa para un gobierno con gran déficit financiero, la firmó Maximiliano como último y desesperado recurso.

 

Angustiado por la situación, Maximiliano intentó abdicar el mes de julio. La emperatriz le convenció de no hacerlo y ofreció ir personalmente a explicar a Napoleón III la situa­ción del Imperio y solicitar su apoyo. El 13 de Julio partió Carlota hacia Francia y el 11 de agosto se presentó en Saint-Cloud y pidió a Napoleón que mantuviera al ejército expedi­cionario en México hasta que todo el país se pacificase; el pago, por el tesoro francés, de las fuerzas auxiliares indispensables para constituir un ejército nacional y la retirada de Bazaine, a quien se culpaba de ineficacia en su actividad militar, con la que había pues­to en peligro al Imperio. Ni en esta entrevista, ni en otra más patética tenida dos días después, Carlota pudo obtener nada, ni si­quiera una promesa.

 

La emperatriz, criatura frágil y ambicio­sa, había sufrido desde 1864 tensiones emo­cionales muy profundas. La renuncia que se obligó a Maximiliano a hacer de sus derechos eventuales al trono austríaco, más tarde la firma del Concordato y finalmente el tener que vivir sujeta a. la voluntad de un soldado como Bazaine y, más grave aún, encontrar que el monarca que los había impulsado a ir a México les retiraba toda ayuda, minó su es­píritu, debilitó su mente y al enfrentarse a la dura realidad provocó en ella la demencia que se hará más clara el 28 de agosto, al presentarse ante el pontífice Pío IX en busca de la firma de un Concordato. Confinada en Mi­ramar y luego en Bélgica en los castillos de Terveuren y  Bouchut, murió en este último el 19 de enero de 1927.

 

El 1 de octubre, Maximiliano recibió la amarga misiva de Carlota del 22 de agosto en la que le comunicaba: "Nada he conseguido". Al mismo tiempo le llegó una carta de Napo­león del 29 de agosto que decía que en lo futuro era imposible dar a México ni un escudo ni un hombre más; por tanto, necesitaba sa­ber si él permanecería en México atenido a sus propias fuerzas o si abdicaba. En el pri­mer caso, le ofrecía mantener a las tropas francesas hasta 1867, y en el segundo, le re­comendaba reunir la Representación Nacional para que eligiera un gobierno estable y lanza­ra un manifiesto en el que explicara los obs­táculos insuperables que le forzaban a hacerlo.

 

Al recibir las noticias de la alienación de la emperatriz, Maximiliano vio perdida del todo su causa y trató de abdicar, impidiéndo­selo fuertes presiones de su familia, de sus partidarios mexicanos y de algunos consejeros extranjeros. Antes de haber llegado a una determinación definitiva, Maximiliano, inde­ciso, trató de abandonar México, ordenando embarcar sus efectos personales y su archivo particular, y el 28 de noviembre partió hacia Orizaba acompañado por algunos leales, los cuales, reunidos el día 24, votaron unos en favor de la abdicación, otros para que se mantuviera en el poder y algunos para que aplaza­ra su decisión. Maximiliano, tratando de jus­tificar su posición, en una proclama que lanzó el 1 de diciembre manifestó "su intención de reunir un Congreso Nacional bajo las bases más amplias y liberales y en el que tendrían participación todos los partidos, para que determinara si el Imperio aún debía conti­nuar en lo futuro".

 

El mismo mes de noviembre regresaron a México los generales Leonardo Márquez y Miguel Miramón, quienes se apresuraron a ponerse al frente del ejército imperial mexi­cano. Las fuerzas francesas, por disposición de Bazaine, habían iniciado la desocupación del país. Bazaine trasladó el cuartel general a San  Luis Potosí y ordenó la evacuación de Monterrey, que se efectuó el 26 de julio. Tampico capituló ante el ataque del general Pavón y poco tiempo después caía Tuxpan. El 5 de agosto fue abandonado Saltillo, Guay­mas el 14 de septiembre y Mazatlán y Durango el 13 de noviembre. Lozada, en el occiden­te, amenazaba con abandonar la causa imperial. Guadalajara fue desocupada el 12 de diciembre y San Luis Potosí el 23: León, el día 28.

 

El 20 de septiembre, el general Porfirio Díaz, prisionero en Puebla desde la toma de Oaxaca, se evadió y marchó hacia el sur, zona que conocía bien y en la que ejercía enorme influencia. Allí inició perseverantemente la formación del Ejército del Sur, que asestó a las fuerzas imperiales graves derrotas, como fueron la del 1 de octubre, en que venció a Visoso; la de Miahuatlán, el día 3, contra Oronoz, y la de la Carbonera, en la que derrotó a Khevenhüller, el 18 del mismo mes. Tras ellas se tomó Oaxaca el 31.

 

Al volver los generales Miramón y Márquez, Maximiliano reorganizó el ejército im­perial mexicano, dividiéndolo en tres cuer­pos: el del Centro, confiado a Miramón; el. de Occidente, a Márquez, y el de Oriente, a Mejía. Miramón con escasas tropas salió de México el 28 de diciembre para asentar sus fuerzas en Guadalajara y San Luis, y desde allí combatir a los republicanos, pero esas ciudades habían sido ya evacuadas. Sin em­bargo, aumentó a 1.500 hombres su ejército y marchó sobre Zacatecas, que tomó el 27 de enero en un ataque dado por sorpresa contra el gobierno de Juárez que allí se había esta­blecido. Escobedo, que avanzaba impetuosa­mente, bien armadas y disciplinadas sus tro­pas, derrotó en San Jacinto, Zacatecas, a Miramón. Menguó la derrota de los imperia­les la acción de La Quemada, Zacatecas, en la que Severo del Castillo venció a las fuerzas de Anacleto Herrera y Cairo el 4 de febrero, acción en la que pereció este ameritado repu­blicano.

 

En tanto esto ocurría, la evacuación de las fuerzas francesas continuaba. La ciudad de México fue abandonada por los franceses el 5 de febrero; Puebla, el día 12. En Veracruz, el 11 de marzo embarcaba Bazaine y con él el último soldado de las fuerzas de ocupa­ción. En el navío "El Soberano", Bazaine par­tió rumbo a Toulon, en donde fue recibido sin honores. AL alejarse de las costas de México dejaba iniciada una tragedia, la que el emperador y sus lugartenientes iban a vivir. El, por su parte, comenzaba otra en la cual sería el protagonista principal. La toma de Metz, que él defendía, por las fuerzas prusianas le valió un juicio y prisión, de la que salió gracias a la heroica abnegación de una mexicana, Josefa de la Peña, con quien había casado en México.

 

La derrota de Miramón en San Jacinto llevó a pensar a políticos y militares que era necesario tomar decisiones enérgicas y arries­gadas. Había que enfrentarse al ejército repu­blicano en el centro del país y librar allí una batalla decisiva. Miramón, Márquez y Mejía aconsejaban movimientos rápidos para atacar uno por uno a los diversos jefes liberales y evitar que pudieran reunirse. Maximiliano retardó la salida, que no efectuó hasta febrero, habiendo llegado a Querétaro el 19 con unos 3.000 hombres. Méndez arribé el 22 con 2.500, los cuales, unidos a 3.000 más de Miramón y Castillo, daban un total aproximando de 9.000. A ellos van a enfrentarse soldados de Escobedo que eran 15.000 más 7.000 que llevaban Régules y Corona y luego otros con­tingentes, que pusieron cerco a Querétaro, rendido por una traición el 15 de mayo.

 

Márquez que había ido por refuerzos a México, al saber que el general Noriega es­taba cercado en Puebla por tropas de Díaz, marchó a prestarle ayuda, mas Porfirio Díaz había tomado la ciudad el 2 de abril. Vuelto a México, fue sitiado por Díaz a partir del día 12 de ese mes. Después de la caída de México, logró salir oculto y abandonó el país, cuya estructura conservadora él había defen­dido tenazmente, sin traiciones ni desfallecimientos.

 

Sus compañeros fueron pasados por las armas en Querétaro el 19 de julio, cerrando con su muerte el Segundo Imperio Mexicano.

 

La situación política.

 

Ya mencionamos antes como Maximiliano, hombre de ideas liberales, al entrar a México cambió el ministerio conservador que le había formado la Regencia e integró uno con ele­mentos liberales muy reconocidos, alejando de su gobierno a los conservadores. Señalamos también como sus consejeros europeos le impulsaron a gobernar con un criterio liberal y se opusieron a hacer concesiones a los monarquistas a ultranza, al clero que trataba de encontrar en el Imperio un apoyo para re­cuperar su preeminencia y a los caudillos militares, que él temía y a quienes procuró alejar.

 

Des de los días en que se le ofreció el trono, Maximiliano, con el ejemplo de lo que ocu­rría en Europa, trató de que se elaborara una Constitución que pudiera regir a México y desde Miramar, en 1863, con el Consejo de emigrados preparó un anteproyecto que fue presentado por Carlota al rey Leopoldo. Es posible que Napoleón ni fuera informado del mismo, mas este monarca, acostumbrado como estaba a los golpes de Estado y a vivir fuera de la Constitución, le había aconsejado que gobernara personalmente pero a base de los grandes principios de la civilización moderna, los cuales, como vimos, proclamó a su llegada a México. La tutoría que el jefe del ejército francés ejerció siempre sobre el Im­perio resultó el más grande obstáculo a la implantación de todo gobierno constitucional, pues aquél obedecía los dictados de Napoleón III, que eran la suprema ley, y los imponía al emperador de México.

 

La realidad mexicana fue otro factor que impidió a Maximiliano promulgar una Cons­titución. El país nunca fue ocupado ni domi­nado totalmente. El plebiscito, voluntario en algunas ciudades, fue impuesto en otras bajo la vigilancia del ejército de ocupación. No se podía tener el consenso de todo el país. Había provincias que durante meses o semanas es­taban en favor del Imperio, y durante otros, por la República. Los Notables fueron nom­brados arbitrariamente por la Regencia y no representaban a la nación entera. No hubo nunca, y eso desesperó a Maximiliano y culpó de ello a Bazaine, posibilidad de conocer la opinión unánime de los mexicanos. Aun cuan­do Maximiliano realizó tres viajes por nuestro territorio, el primero del 10 de agosto al 30 de octubre de 1864, en que recorrió Queréta­ro, Celaya, Irapuato, San Miguel Allende, Dolores Hidalgo -en donde festejó el aniversario de la Independencia el 15 y 16 de septiembre-, Morelia y Toluca; el segundo del 18 de abril al 24 de junio, en que visitó Tex­coco, Tlaxcala, San Andrés Chalchicomula, Orizaba, Jalapa, Perote y Puebla, y el tercero, del 24 de agosto al 3 de septiembre, en que visitó Teotihuacan, Pachuca y Tulancingo, viajes de los que quedó gratamente im­presionado, al grado que los consideró como un plebiscito de apoyo a su gobierno, nunca pudo contar con la opinión unánime, libre­mente expuesta de toda nación. Carlota, que fue a Veracruz y a Yucatán, fue acogida con enorme entusiasmo, pero éste se apagó a me­dida que el pueblo comenzó a ver que el prín­cipe no gobernaba, que la paz prometida no llegaba y que el ejército de ocupación cometía iguales excesos a los que él proclamaba que venía a destruir.

 

Esa situación real fue la que imposibi­litó la formulación de una ley suprema, de una norma fundamental para el país. Si en 1866 vuelve a la mente de Maximiliano el reunir un Congreso Nacional para que deci­da sobre la suerte del país y el estableci­miento de un gobierno que pudiera sustituir al Imperio, eso tampoco lo va a poder reali­zar. Por ello pensó casi al fin de su gobierno en convocar a una junta representativa del país que hizo reunir con 34 notables y a la que asistió Bazaine, junta que decidió que no abdicara el trono.

 

Mas si la formulación de una Constitu­ción, tal como por entonces se concebía, re­sultó imposible, sí consiguió promulgar el 10 de abril de 1865, el Estatuto Provisional del Imperio Mexicano. Este estableció, de acuerdo con su artículo primero, como forma de go­bierno proclamada por la nación, una monar­quía moderada hereditaria con un príncipe ca­tólico. Consagró, al igual que la Constitución liberal de 1857, las garantías individuales, como la igualdad ante la ley, la seguridad personal, la propiedad, el ejercicio del culto, la libertad de publicar sus opiniones. Ratificó las declaraciones de abolición de la escla­vitud, añadiendo que cualquier individuo que pisase el territorio mexicano, por ese solo hecho era libre. En este aspecto, hay que mencionar que más tarde, al aceptar el ingre­so a México de los confederados sudistas ven­cidos en la guerra de secesión, autorizó el paso de sus esclavos, los cuales mantendrían ese estado. Esta disposición, que ha sido muy censurada, equivalía a establecer un estatus diferencial muy grave entre los mexicanos. El Estatuto postulaba también la inviolabilidad de la propiedad, la libertad del trabajo y re­gulaba el de los menores. Prohibía la con­fiscación de bienes. Fijaba las normas impositivas fiscales como generales y mediante dis­posiciones anuales que las legalizasen, y decretaba la libertad de prensa.

 

Es indudable que el Estatuto no compla­ció a los conservadores, puesto que decla­raba la tolerancia de cultos, ni a los liberales, que veían que reducía los principios con que ellos habían formulado la Constitución de 1857 y porque en su artículo cuarto otorgaba al emperador el ejercicio absoluto e indefinido de la soberanía. Este artículo contradecía la declaración de Maximiliano del 10 de abril de 1864, en la que afirmaba: "Acepto el poder constituyente con que ha querido investirme la nación, pero sólo lo conservaré el tiempo preciso para crear en México un orden regular y para restablecer instituciones sabiamente liberales. Me apresuraré a colocar la monar­quía bajo la autoridad de leyes constitucionales, tan luego como la pacificación del país se haya conseguido completamente". Si en esta declaración se prometía una Constitución que organizara los poderes y rigiera por sobre toda voluntad, en el Estatuto no se hablaba de los poderes, pues todos se concentraban en el emperador. El artículo 17 del Estatuto, al señalar que: "El emperador representa la soberanía nacional, y mientras otra cosa no se decreta en la organización definitiva del Imperio, la ejerce en todas sus ramas por sí o por medio de las autoridades y funcionarios públicos", establecía una dictadura, la con­centración de poderes en una sola persona, lo cual no podía ser simpático a nadie.

 

El Estatuto tenía dos elementos impor­tantes, que ni la Constitución de 1857 ni la posterior han incorporado; el primero. es la definición del territorio, que precisa con gran cuidado, y el otro es la caracterización de la bandera mexicana. El primero revela una tra­dición muy europea, preocupada de continuo por fijar con precisión la circunscripción territorial del Estado. Es muy posible que en esta definición interviniera Manuel Orozco y Berra, subsecretario de Fomento y hombre con grandes conocimientos  geográficos. A Orozco y Berra se debe la demarcación terri­torial del Imperio, decretada el 3 de marzo de 1865, que fragmentó al país en 50 departa­mentos. El Estatuto dividía al territorio en ocho grandes porciones, para atender el as­pecto militar de defensa, y cincuenta Depar­tamentos; cada Departamento en Distritos y cada Distrito en Municipalidades. Orozco y Berra, al explicar esa división, señaló in­teligentemente que había creído conveniente dividir el territorio en mayor número de fracciones políticas, dando a cada una de ella, siempre que fuera posible, límites naturales y no artificialmente establecidos, con el fin de que la población, con los recursos equilibra­dos que en cada una existiese, pudiese ali­mentar a su población siempre creciente.

 

Si la Constitución no pudo elaborarse, Maximiliano vivió preocupado por dar a la nación una legislación acorde con los tiempos y principios modernos. Utilizando elementos de gran competencia como Pedro Escudero y Echánove, José Fernando Ramírez, Luis Méndez, José María Lacunza y otros, y to­mando Maximiliano participación directa en este trabajo, publicó el año 1865 una lección de leyes, decretos y reglamentos que interinamente forma el sistema político, ad­ministrativo y judicial del Imperio, obra integrada por ocho volúmenes en los cuales, en medio de disposiciones inútiles, pueriles y contradictorias, hay otras valiosas e impor­tantes. Así, tenemos unas relativas a la Esca­rapela Nacional, a las precedencias y tratamientos, la organización de los ministerios, uniformes de sus empleados, leyes sobre de­claración del estado de sitio, ley sobre retiros y pensiones militares; adopción del sistema métrico decimal, que ya había sido como hemos dicho al referirnos a la actuación gubernamental de Comonfort; disposiciones sobre minas de petróleo; bases para la elaboración de contratos con las compañías cons­tructoras y explotadoras de los ferrocarriles; decreto sobre el establecimiento de las líneas telegráficas; decreto sobre promulgación de leyes; otro que fijaba las fiestas nacionales: Corpus Christi, 16 de septiembre, 13 de di­ciembre y el del cumpleaños del emperador; decreto sobre la libertad de imprenta; ley so­bre los trabajadores, que marcó un adelanto en la legislación laboral, aun cuando dejaba a éstos en grave desigualdad frente a sus pa­tronos.

 

Esta ley limita las horas de trabajo a diez, declara abolida la tlapixquera (prisión parti­cular) y el cepo, latigazos y demás castigos corporales. Obliga a los patronos a proporcio­nar asistencia y medicinas a los jornaleros, y a establecer escuelas gratuitas para los ope­rarios.

 

También se hallan en esta Colección las disposiciones que se refieren a la organiza­ción del ministerio de Justicia, la Ley Orgá­nica de los Tribunales y Juzgados, la Ley Orgánica del Ministerio Público, la Ley de los abogados, la Ley Orgánica del Notariado y del Oficio de Escribano, el arancel para los notarios, la Ley sobre agentes de negocios, la Ley que determina las casas de corrección, cárceles, presidios y lugares de deportación del Imperio, Ley sobre amnistías, indultos y conmutación de penas. El único volumen comprende los ordenamientos relativos al Ministerio de Instrucción Pública y Cultos, como fueron el decreto de creación de la Aca­demia Imperial de Ciencias y Letras de 10 de abril de 1865, el del establecimiento del Mu­seo Nacional de Historia Natural, Arqueología e Historia, en donde creó cátedras de Ar­queología; la creación, ya hecha anteriormente, de la Escuela Especial de Comercio y de la Escuela Imperial de Agricultura, fundadas en la administración de Comonfort. Órdenes para la creación de la Biblioteca Nacional se encuentran allí también, pero igualmente se halla el decreto de 30 de noviembre de 1865 que clausuraba una vez más, pues ya lo ha­bían hecho antes Gómez Farías y Comonfort, la Universidad.

 

El Diario del Imperio, que sustituyó al Periódico Oficial del imperio Mexicano, apareció el 1 de enero de 1865 y prosiguió hasta mediados de 1867.

 

Dentro de esta labor legislativa destaca la publicación del Código Civil del imperio Mexicano, cuya primera parte se editó el 6 de julio de 1866, obra que se había iniciado durante el gobierno de Juárez con el auxilio de eminentes juristas, algunos de los ya cita­dos y otros entre los que hay que mencionar a Antonio Martínez de Castro y a Jesús Te­rán, que no colaboraron con el Imperio. Maximiliano aprovechó los trabajos preparatorios de ellos, intervino personalmente en su reali­zación y estuvo constantemente preocupado para que se llevara a buen término. Este Código, inspirado fundamentalmente en la legis­lación francesa y en otras europeas muy ade­lantadas y en cuya elaboración los juristas mexicanos más distinguidos participaron, sir­vió de base para que, una vez consolidada la República, se promulgara, ya bajo la dirección de Martínez de Castro, el de 1870 que se revisaría en 1884 y en 1928.

 

Obra legislativa abundante, en ocasiones utópica e inoperante, contenía disposiciones positivas que beneficiaban a los núcleos de población más desheredados, como fue el que declaró la emancipación de los indios peones, junto a otras que tendían a organizar en for­ma definitiva a la nación y otras más que establecían la etiqueta y el protocolo. Todo ello constituyó el aporte más importante del Segundo Imperio.

 

Tanto el emperador como Carlota tuvie­ron una propensión filantrópica más que de reformadores sociales frente a los grupos desheredados de México. La emperatriz ocupóse de preferencia en obras de beneficencia y de fomento de la instrucción. El creó un Comité protector de las clases menesterosas, pero ninguno trató de variar la estructura político-social del país, de abatir el latifundismo que privaba a los campesinos de tierras para tra­bajar. Hemos señalado como las fuerzas im­periales contaron con la simpatía y el apoyo de los núcleos indígenas tanto en el oriente como en occidente. Los indios de la Huax­teca, como los de Sonora, en su afán de libe­rarse de sus explotadores tradicionales, se adhirieron al Imperio y pudieron haber cons­tituido un apoyo muy grande para éste. Desgraciadamente, los emperadores los compa­decían, pero no comprendían sus valores ni sus defectos seculares, y así la acción positi­va que podía haberse realizado quedó en sus­penso.

 

Obra material dejó también el emperador. Embelleció la ciudad, abrió la Calzada del Emperador, ahora Paseo de la Reforma, me­joró el Alcázar de Chapultepec y el Palacio Nacional y fomentó, apoyado en científicos europeos, el estudio de la naturaleza mexicana y de sus monumentos arqueológicos e históri­cos. Les Archives, que  se publicaron con los trabajos de la Commission Scientifique du Mexique, muestran tan sólo una pequeña parte de esa labor encomendada a notables hombres de ciencia como el mariscal Vaillant, ministro de Bellas Artes; Viollet-le-Duc, Boussingault, Cambes y Decaisne, miembros del Instituto de Francia; Marie-Davy, astrónomo del Observatorio Imperial; Vivien de SaintMartin, geógrafo; el abate Brasseur de Bourbourg; Aubin, quien formó una de las colecciones más grandes de antigüedades mexicanas que hoy conserva la Biblioteca Nacional de París; los naturalistas Bocourt y Lami, zoólogos; el geognosta alemán Bur­kart, sucesor de Humboldt; y los geólogos Dolffus, Montserrat y Pavie, que dejaron estudios de enorme calidad. Entre los mexicanos  figuraron el doctor Miguel Jiménez, Francisco Pimentel, Joaquín García Icazbalceta, Antonio García Cubas, Eulalio Or­tega, Gabino Barreda, Manuel Orozco y Be­rra, J. Velázquez de León, José Fernando Ra­mírez y muchos más. Los estudios de es­tos hombres, principalmente los relacionados con las recursos naturales de México, revelan la calidad y amplitud de sus conoci­mientos, un cuidado minucioso en sus bús­quedas y recorrido del territorio, y una aplica­ción inigualada a su misión, tan sólo compa­rable a la de los científicos mexicanos de fi­nales del siglo XVIII y principios del XIX, pero con mayor y mejor visión y métodos científicos.

 

Orientada en un principio la política del emperador hacia una reforma de tipo liberal, es indudable que con ese criterio quiso nor­malizar sus relaciones con la Iglesia y la solución de los problemas que con ella se suscitaron. Si los conservadores, tanto civiles como eclesiásticos, pensaron que Maximi­liano iba a hacer desaparecer la obra refor­mista, se equivocaron rotundamente. Puede decirse, como afirma Sierra, que Maximi­liano, con sus disposiciones, ratificó en todas sus partes lo hecho por los liberales y que su política en torno de la actitud intransigente de muchos eclesiásticos le enajenó la buena voluntad de este sector importante del país.

 

Uno dé los puntos principales que se controvirtieron fue la derogación de los de­cretos de desamortización y nacionalización de los reformistas. La situación económica del país y de su gobierno no hacían conve­niente tal medida. Más aún, Maximiliano solicité al pontífice Pío IX permiso para hipo­tecar los bienes eclesiásticos, a la que ac­cedió aquél con tal que se le devolviesen sus bienes, se anulase la ley de nacionalización y no se pusiesen en peligro los bienes hipotecados. Sin embargo, Maximiliano tuvo que sujetarse, tanto por propia convicción como por la tutela francesa que le dirigía, a los principios enunciadas par Forey, y ordenados por Napoleón III, de que se respetarían los derechos de las adquirentes de bienes nacionalizados.

 

Como el arzobispo Labastida no había podido obtener de la Regencia que ese asunto se liquidara antes de la llegada del empera­dor, e incluso fue excluido de ese cuerpo, esperó a que Maximiliano llegara. A su arribo, Maximiliano encontró una opinión muy cal­deada de parte del clero, acerca del cual se empezó a tener una pésima opinión. Movido por sus ideas liberales y por principios rega­listas, que recibió tanto por parte de su fami­lia como de Napoleón III, pensó que era menester sujetar a la Iglesia al poder del Estado, uncir aquélla a su política general, cosa común en la Europa de aquellos años, y aprovechar su fortuna económica para fortalecer al gobierno. Para ello era indispensable elaborar un concordato -trabajo que llevaría mucho tiempo a Maximiliano y a Carlota- que se significase por su sentido liberal y que a jui­cio de ésta, "sirviese de modelo a las viejas monarquías europeas".

 

Efectivamente, los emperadores, apoyados por los liberales que habían llamado al gobierno, proyectaron un concordato cuyos puntos esenciales eran los siguientes:

 

Tolerancia de todos los cultos, pero siendo la religión del Estado la católica.

 

Sostenimiento del culto y sus ministros por el Estado.

 

Gratitud de los ministros reli­giosos.

 

Cesión de los bienes eclesiásticos al gobierno.

 

Patronato imperial idéntico al español.

 

Restablecimiento de las órdenes religiosas por el Papa de acuerdo con el em­perador.

 

Jurisdicción del clero sólo en cau­sas de fe y del fuero interno.

 

Registro civil llevado por los sacerdotes, como fun­cionarios civiles.

 

Cementerios sometidos a la autoridad civil y comunes a los católicos y disidentes.

 

Estas bases, que refrendaban muchas de las disposiciones reformistas, fueron pre­sentadas por el emperador al nuncio de S. S., monseñor Meglia, en cuya venida tanto insistiera el gobierno, y el cual, habiendo lle­gado el 7 de diciembre, se entrevistó con Ma­ximiliano el día 17, portador de una carta amistosa del Pontífice en la que le decía "Con­fiaba que, como había prometido a los obis­pos, destruiría la obra anticatólica reformista y reintegraría a la Iglesia sus derechos".

 

Monseñor Meglia, al recibir la nota de Maximiliano y conocer sus deseos de que se negociara un concordato, se apresuró a res­ponder al emperador que no tenía poderes ni instrucciones necesarios para poder hacerlo. Con el fin de presionar a la Santa Sede a firmar el concordato, Maximiliano promulgó en 1865 una serie de leyes que confirmaban la legislación reformista y otras que establecían un sistema regalista semejante al del Pa­tronato español y que maniataban totalmente a la Iglesia. Esas leyes fueron la del 7 de enero, que establecía el pase regio para los docu­mentos pontificios; las del 26 de febrero, que implantaban una, la tolerancia de todos los cultos, y otra, la revisión de las operaciones de desamortización y nacionalización de los bienes eclesiásticos conforme a las leyes Lerdo y de Reforma y venta de los bienes que quedaban sin vender en manos del gobierno; la del 12 de marzo, que abría los cementerios a todas las personas, y la del mes de octubre, que confirmaba la existencia del Registro Civil.

 

Ante la imposibilidad de negociar nada con el nuncio, Maximiliano mandó una comisión a Roma, encabezada por el ministro Joaquín Velázquez de León, la cual, recibi­da por el Pontífice, éste, en larga exposición que envió a Maximiliano, le indicaba que en su conjunto "el proyecto no podría ser admi­tido como base y fundamento de formales negociaciones". Pese a las influencias que Maximiliano movió para lograrlo, nada se obtuvo. Meglia fue retirado el mes de mayo. El padre Fisher, consejero de Maximiliano, fracasó a su vez. A Fisher indicósele que para aprobar cualquier proyecto era indispensable que éste contara con el beneplácito del epis­copado mexicano. Un año más tarde, Carlota llevará al Pontífice otro proyecto que entregó a éste en su primera entrevista, un día antes de que perdiera la razón. En este aspecto de las relaciones entre Estado e Iglesia, Maxi­miliano, de formación liberal e impulsado por Napoleón III, que al igual que él desconocía la realidad mexicana, actuó con torpeza, pues alejó de sí a un elemento que podía haberle ayudado a sostenerse. Si en lugar de enfrentársele hubiera llegado con el clero a acuerdos que éste mismo consentía, podría haber utilizado su influencia económica y política para consolidar su gobierno. Desoyendo los consejos de su suegro, desestimó a eclesiásticos que pudieron haberle ayudado a cambiar paulatinamente un estado de cosas que no era muy positivo.

 

La situación económica.

 

La economía del Imperio representó el problema más grave que tuvo Maximilia­no, el cuál apresuró su caída. Uncido a la polí­tica francesa, Maximiliano dependió, como ya dijimos, de su ayuda militar y de su auxilio económico. Al aceptar la corona de México, los conservadores le ofrecieron un país empo­brecido y además endeudado como producto de varios lustros de anarquía y revoluciones destructoras. El tratado de Miramar, con el que Napoleón III afianzó la ayuda que iba a proporcionar al establecimiento del Imperio, gravó la economía mexicana y la sujetó a la política napoleónica al obligar a Maximilia­no a llevar en su séquito a contables franceses que vigilarían el empleo que se diera al dinero. Los generales en jefe, desde Loren­cez, tenían las atribuciones máximas en mate­ria financiera y Bazaine emplearía esas facul­tades ilimitadamente, de lo que se quejaría Maximiliano de continuo.

 

Tanto Maximiliano como Napoleón III no confiaron en los mexicanos para dirigir las finanzas, y por ello la Hacienda imperial estuvo dirigida por funcionarios que ya men­cionamos, desde Budin, con la Regencia, has­ta Langlais. Ninguno de ellos tuvo un interés especial por arreglar las finanzas para que estabilizaran al trono. Langlais trabajó al final desesperadamente por mejorarlas, pero no lo logró y el Imperio vivió en medio de un déficit considerable. Uno de los ministros del emperador escribía: "Gran fama de rique­zas, pobreza real; brillantes ilusiones y amargas decepciones, tal es nuestra historia fi­nanciera".

 

En el año 1864, el ministro de Hacien­da francés, M. Fould, obtuvo, para avalar al Imperio, un empréstito de poco más de 50 millones de pesos, los cuales, descontando intereses y gastos de la suscripción, se redujeron. a 20 millones. Al año siguiente, ante las instancias del diputado Corta, que estuvo en México poco tiempo, pero regresó a París entusiasmado y sorprendido por la riqueza del país, logró que se contratara otro em­préstito que produjo 170 millones, de los cua­les el Imperio recibió 50. De ambos emprés­titos, que en francos hacían 732’592,960, México utilizó 309’772,442. Los ingresos sumaron 322’735,987, lo que produjo un déficit de 12’963,545, déficit que Maximiliano imputa­ba a Bazaine por los gastos excesivos y sin medida que hacía en campañas mal planeadas, y Bazaine a su vez los atribuía al desorden imperial y a los inútiles gastos de palacios y teatros.

 

A fines de 1865, la bancarrota financiera del Imperio era evidente. El ministro de Finanzas de Francia, que había hecho présta­mos que esperaba que se le reintegraran, desesperaba al ver la comprometida situación mexicana. Más desesperada era la situación de Maximiliano, quien tuvo que acudir en varias ocasiones a Bazaine para que, de los fondos del ejército, le prestara fuertes can­tidades. En noviembre de 1865, Bazaine aceptó pagar cuatro millones de francos a cargo de la comisión de finanzas de París. En febrero de 1866 hizo un nuevo préstamo de 14 millones sobre las cajas del ejército, préstamos que desautorizó el ministro de la Guerra.

 

A la muerte de Langlais, en febrero de 1866, sucedióle De Maintenant, inspector general de finanzas en México. Maximiliano nombró a su vez a Joaquín Lacunza, hombre probo, inteligente y enérgico y que gozaba de la confianza de Bazaine. En el mes de abril, Lacunza, en una carta que dirigió a Bazaine, exponía el estado lamentable de las finanzas imperiales y concluía sometiéndolo a una al­ternativa: o imponer el tesoro francés una ligera carga para terminar la obra iniciada por Napoleón, o abstenerse, con lo cual se impondrían a Francia mayores sacrificios, pues esa empresa no podía ser abandonada. En consejo privado al que asistieron Maximiliano, Bazai­ne, Dano, Lacunza y Maintenant, Maximi­liano indicó que de no recibirse ayuda, se vendría abajo el proyecto de Napoleón III. Lacunza solicitó un préstamo mensual que oscilaba de 800,000 a 1’000,000 de pesos. Bazaine sólo concedió 500,000 cargados a la deuda del Imperio, a lo que se opuso el mi­nistro francés.

 

Cuando Almonte fue a París en el mes de mayo con el fin de renovar la convención de Miramar y obtener mayor ayuda financiera, el gobierno de las Tullerías le exigió que México diera mayores garantías financieras al adeudo que tenía, y para ello se le impuso la convención aduanera a que nos hemos referido, amenazando al Imperio,  de no firmarlo, con que Francia retiraría todas sus tropas. La nota que se le envió el 31 de mayo dio pie al deseo de Maximiliano de abdicar, abrumado ante tan difícil situación.

 

Al partir Carlota para Europa, Maximilia­no le entregó una memoria para Napoleón en la que hizo una detallada descripción del es­tado político, militar y económico del Impe­rio. Encausa la conducta de Bazaine, que nulificó tanto los proyectos de Napoleón III como la estabilidad del Imperio mexicano, y señala a aquél que sólo el mantenimiento del subsidio necesario para sostener al ejérci­to mexicano hasta finales de 1867 podría garantizar su estabilidad, ya que aquel ejér­cito era el solo medio que tenía para prote­ger los intereses de los residentes extranje­ros y la existencia y salvación del Imperio.

 

A mediados de 1866, entre julio y agosto, Maximiliano organizó su gabinete, llamando a colaborar con él al intendente en jefe del ejército, M. Friant, y al general Osmont, a quienes propuso los ministerios de la Guerra y Hacienda. Estas medidas, mediante las cuales trataba de congraciarse con las autoridades francesas, fueron tardías e inútiles. Napoleón III, enfermo, complicada su política en Europa y atacado en el Parlamento, negaría toda ayuda al Imperio y ordenaría la evacua­ción de México.

 

El Imperio mexicano, considerado como la obra más grandiosa del reinado de Napo­león III, "el pequeño" como le llamara Víctor Hugo, debería jugar sus últimas cartas solo. Pero el destino movía también sus hilos y arrastraría en trágica caída, uno tras otro, a los dos emperadores y a sus corifeos más allegados.

 

Bibliografía.

 

Blasio, J. L. Maximiliano, íntimo (memorias de un secretario particular), México, 1966.

 

Bravo Ugarte, J. Historia de México (3 vols.), México, 1941.

 

Corti, E. C. Maximiliano y Carlota, México, 1 944.

 

Chevalier, F. y otros   La intervención francesa y el Imperio de Maximiliano, cien años des­pués, México, 1965.

 

González Navarro, M. La Reforma y el Imperio, México, 1971.

 

León-Portilla, M. y otros, Historia documental de México (2 vols.), México, 1964.

 

100.            El fin del segundo Imperio.

Por: Ernesto de la Torre Villar

 

Ya hemos expuesto los orígenes, los fac­tores políticos y económicos que en la inter­vención europea, más concretamente en la francesa, intervinieron en su desarrollo. Ce­rraremos los capítulos anteriores con una explicación en torno del término de la guerra de intervención, del fin del imperio de Maximiliano, con el que termina nuestra guerra de liberación nacional.

 

Esta denominación precisa su sentido, puesto que en última instancia México consi­guió liberarse gracias a la participación in­tegra de la nación en ella, no sólo del dominio y sujeción de extraños agresores de una política imperialista que trataba de prendernos en sus tupidas y sutiles redes, sino también, y esto importa mucho más, desprendernos de un sentimiento derrotista, del pesimismo cau­sado por más de medio siglo de desgracias, fracasos y pérdidas, devolviéndonos la confianza en nosotros mismos, en nuestros es­fuerzos, en el propio espíritu, en los valores tradicionales, en nuestra raza.

 

Si la gloriosa hazaña de Zaragoza, el 5 de mayo de 1862, representa el principio de ese proceso de liberación y también, en opinión de Justo Sierra, el momento en el que "el par­tido reformista, que era la mayoría, comenzó a ser la totalidad política del país, inició su transformación en entidad nacional"; la toma de Querétaro en marzo de 1867, cinco años después de aquel primer triunfo -años cruen­tos y amargos, pero necesarios como lo son el dolor y el sacrificio para estimar la paz y la felicidad auténticas-, significó su con­sumación plena, pues no sólo rompía ya de plano con los restos del régimen colonial y se imponía como entidad autónoma plenamente consciente, sino que, como afirma penetrantemente ese gran historiador, "adquiría un alma: la unidad nacional".

 

Los republicanos.

 

Esta liberación material y política, espi­ritual y moral, débese fundamentalmente a un puñado de hombres con los que México estu­vo íntegramente representado, pero entre los cuales uno sobresalió por sus extraordinarias dimensiones. Dotados todos ellos de las más altas virtudes que los patricios deben osten­tar: rectitud, firmeza, justicia, valor e inteligencia, Benito Juárez "nunca perdió el primer lugar, sino que siempre estuvo por encima de ellos", en el de mayor responsabilidad, en el puente de mando.

 

En el Norte, con la adusta presencia de Sebastián Lerdo de Tejada, José María Iglesias, Ignacio Mejía y otros, auténticos e inmaculados consejeros, compañeros en la persecución y en el amor a la patria, organizó sus fuerzas. Los generales que se hablan distin­guido en la guerra de Reforma le siguieron en buena parte, y su experiencia, bravura e idea­les les dieron gran superioridad sobre sus contrarios.

 

Soldados más jóvenes surgían por todo el territorio, llenos de ímpetu y de exaltado patriotismo. Rosales, Escobedo, Régu­les, Parra, Díaz, Viesca, Corona, Pesqueira y otros más aparecieron  en el inmenso tablero de la república y, frente a fuerzas superiores en número y recursos bélicos, comenzaron a tender tupida red que fue cerrándose poco a poco sobre los invasores y las fuerzas reac­cionarias. El dominio imperial, que nunca logró consolidarse por toda la extensión del territorio, que siempre estuvo  atenido a la presencia de las bayonetas extranjeras para sostenerse -las cuales realizaban recorridos sangrientos imponiendo el terror y sometien­do por la fuerza a las poblaciones civiles-, en 1865 tocó a su fin. El efímero imperio, como propios y extraños lo habían considerado, iba a terminar. El país que había despertado ante la agresión extranjera adquiriendo una auténtica conciencia nacional consolidada con la guerra que fusionaba las nociones de la patria, libertad y república, se aprestó en el año 1866 a dar la batalla final. Si en algún momento la desesperanza había cundido ante la superioridad numérica y militar de los in­vasores, al saberse la victoria de los norteños en la guerra de Secesión y al conocerse la de­cisión de Napoleón III, embarcado en arries­gadas empresas europeas, de retirar sus tro­pas, los republicanos dieron por seguro el hundimiento del Imperio.

 

Es indudable que, en varios años de lu­cha, los ejércitos conservadores, dirigidos por jefes experimentados y valientes, habían me­jorado, y que en ellos latía un espíritu de cruzada impulsado por los elementos ecle­siásticos que les auguraban victoria; mas esa fe en el triunfo la poseían con creces las fuerzas republicanas, que habían logrado deslindar muy bien, como lo hicieron los insurgentes en la guerra de Independencia, sus creencias religiosas, hondas y profundas, de sus principios políticos; su auténtica actitud religiosa, de sus compromisos con efímeras formas de gobierno.

 

Cuando las fuerzas republicanas comen­zaron a organizarse y las aisladas guerrillas -que habían perturbado de continuo a las fuerzas imperiales al grado que sus más altos jefes desesperaron de poder consolidar el go­bierno monárquico impuesto por Napoleón III contra la voluntad del pueblo mexicano- se transformaron en ejércitos regulares bien adiestrados, poniendo en peligro las avanza­das del Imperio, el  panorama del país cambió por completo.

 

En el Occidente, la actuación de Rosales despertó apagados impulsos, creando tenaz y heroica resistencia revelada en la defensa de Mazatlán y en la victoria de San Pedro. Lue­go de la desaparición de aquel jefe, Ramón Corona, que le sustituyó, consolidó en torno suyo al Ejército de Occidente, uno de los bastiones más gloriosos en la guerra de recon­quista, y la situación republicana resultó más ventajosa aún, pues permitía no sólo recaptu­rar Guadalajara, sino auxiliar a las fuerzas de Régules y Uraga, constreñidas por la cruel y violenta ofensiva que dirigía el imperialista Méndez.

 

En el noroeste descollaba un bravo. caudi­llo. Mariano Escobedo logró, tras tenaces es­fuerzos, contener primero y luego vencer a disciplinadas fuerzas en Tampico, Monterrey, Saltillo y Matamoros. Tomás Mejía, el indio imperialista más batallador y convencido, había de doblegarse ante sus armas. A Es­cobedo tocaría, apoyado en los avances de Terrazas y Rocha y en las acciones de García de la Cadena, marchar al centro impulsado por una fe inaudita en el triunfo de sus armas y de la causa republicana, firmemente apoyado por los coroneles Jerónimo Treviño, Fran­cisco Naranjo y el general Viesca, a quien se debió el triunfo de Santa Isabel, que Lerdo de Tejada calificó como hecho brillante y glo­rioso para México que levantó vigorosamente el espíritu público en favor de la causa nacio­nal. Escobedo fue el ariete de la República, quien abrió la brecha para el triunfo final. Su entusiasmo, decisión, valor y capacidad fue­ron conocidos y estimados por Juárez, quien en su correspondencia le describe como militar pundonoroso, leal, activo y convencido de la justicia de la causa republicana, que representaba la liberación del país de toda in­tromisión extraña.

 

En realidad ningún otro militar como Escobedo comprendió esto, y fue su entusias­mo por esa liberación el que lo llevó a no dar tregua a los intervencionistas.

 

Juárez, tan parco, sobrio de palabras y diálogos, diría de este pundonoroso soldado:

 

"Escobedo es jefe de toda confianza y amigo leal que sostendrá al gobierno con decisión"; y más tarde, cuando las fuerzas republicanas se acercaban a Querétaro para enfrentarse a los imperialistas, expresará del general en jefe lo que él mismo anhelaba: “Escobedo tiene una confianza ciega en el triunfo”.

 

Así, día tras día, perfectamente informado de los movimientos de sus leales tropas, cada vez más numerosas, aguerridas y deci­didas, el presidente, que se había ganado la confianza de la nación a la cual representa­ba auténticamente, hacía posible la victoria. Una palabra de aliento, una lacónica felicita­ción en nombre de la República bastaban para satisfacer el heroísmo y el ímpetu de triunfo. El porvenir de la patria estaba en juego y todos sus hijos cooperaban a su salvación. De ahí el enorme entusiasmo puesto por las milicias republicanas en su marcha triunfal hacia el centro del país.

 

Por el Sur, Porfirio Díaz, de la misma tie­rra de Juárez y quien sintió por el presidente una gran admiración, y éste una gran confianza en él, después de mantener penosamente a varios grupos en Guerrero, pasó a Oaxaca, Puebla y Veracruz, terrenos muy bien cono­cidos por él, en donde empezó a golpear vigorosamente a las fuerzas imperiales lo­grando vencerlas en Miahuatlán y La Carbo­nera, y luego de recuperar Oaxaca, iniciar su ascenso al altiplano, en donde siempre se dieron las batallas decisivas de la historia mexicana.

 

De las cualidades militares de Díaz, Juárez tuvo siempre alta opinión. En vísperas de la recuperación de la vieja Antequera escri­be: "Estoy deseoso de saber lo que haya pasado en Oaxaca. Si es cierto que Porfirio avanzó sobre la capital de aquel estado, es muy probable que ésta haya caído en su po­der a la fecha"; y al tener conocimiento de la toma de Puebla, el 2 de abril, comenta: "Por­firio no tenía suficiente artillería y temíamos una derrota que hubiera alargado la guerra; pero esta noche hemos recibido la plausible noticia de que el mismo día 2 fue ocupada Puebla". "Este importante suceso va a preci­pitar la caída de Querétaro y la ocupación de México."

 

Con los restantes jefes igualmente valero­sos, subordinados, firmes en sus convicciones republicanas, osados y caballerosos como los antiguos combatientes, habrá una recíproca consideración, surgida de la  identificación plena en sus ideales, en su causa que era la de la nación entera.

 

Todos ellos; con un alto sentimiento del deber que les correspondía cumplir, marcha­ban impulsando segura e inteligentemente a sus huestes a la victoria definitiva, cuyos re­flejos vislumbraban en cada nueva acción, en cada combate que libraban. El mismo Maxi­miliano había de reconocer esa situación, cuando en dramática carta escrita el 9 de fe­brero decía, contrastando la acción y el valor de los dos ejércitos: "Las fuerzas republica­nas que injustamente se ha tratado de repre­sentar como desorganizadas, desmoralizadas y sólo animadas del deseo del pillaje, prueban con sus actos que constituyen un ejército ho­mogéneo, estimulado por el valor y la habili­dad de su jefe sostenido por la idea grandiosa de defender la independencia nacional, que creen puesta en peligro por la fundación del Imperio".

 

El bando imperial.

 

Las fuerzas imperiales contaban con je­fes aguerridos y experimentados, plenamente conscientes de que daban la batalla defini­tiva. Miramón, Mejía, Márquez, Méndez, Noriega, adiestrados en una guerra de largos años, certeros conocedores del terreno que pisaban, la lealtad de sus hombres y el grado de sacrificio de que eran capaces, sabían muy bien que el encuentro final con los ejércitos republicanos estaba próximo. Mejía, enfren­tado a Escobedo en el Norte, había palpado el dolor de la derrota y la superioridad de las fuerzas republicanas, tanto espiritual como físicamente. Los golpes de audacia a que era tan dado Miramón empezaron a no tener éxi­to con la frustrada captura del presidente Juárez, en la que perdió hombres y material, por lo cual se hacía necesario empeñarse en dura lucha con los republicanos.

 

Méndez, posesionado de Michoacán, tuvo que abandonar ese territorio debido, en parte, al empuje de los soldados de la república y a la necesidad que los imperiales tuvieron de concentrar sus tropas en Querétaro.

 

México, Puebla, Veracruz y Querétaro representaban aún los bastiones del imperio; en ellos confiaban y con su apoyo creyeron poder romper el cerco que los republicanos les tendían.

 

Los imperialistas, por otra parte, empe­zaron a enfrentarse a una seria crisis interior. El abandono del país por las fuerzas francesas dejaba en manos de los militares, de su apti­tud, coraje y energía, la suerte del Imperio y la de Maximiliano, y éste, distanciado de Bazaine, no quiso volver con los bagajes del ejér­cito francés, como había llegado, sino que rehusó, en alarde de dignidad que lo eleva, aban­donar el país junto con las fuerzas intervencionistas. ­Bazaine, ambicioso y firme en sus posi­ciones, despreciaba en el fondo al emperador y estaba seguro de que su administración se derrumbaría al embarcar las últimos contin­gentes franceses. Pero seguro de que el empe­rador quedaría en una situación sumamente peligrosa, le instó a acompañarle, colocó tropas en el camino para proteger su retirada y le aguardó hasta el último momento.

 

Sin él, el 11 de marzo de 1867, embarca­ron las últimas tropas, cesando todo auxilio al Imperio.

 

Si para el emperador de México aún guar­dó Bazaine alguna atención, para los conservadores, con quienes nunca se entendió, no mostró ninguna. Noriega, el defensor de Puebla, tuvo con él serias dificultades, al grado que ese jefe achacaba a las disposiciones dadas por Bazaine la falta de fortificación de esa ciudad. Tampoco entregó a los jefes imperia­les el armamento que habrían necesitado ni la pólvora, que inutilizó perjudicando a sus ejér­citos.

 

El emperador, cuyos pensamientos, sentimientos y acciones fueron siempre de lo más contradictorio, como mostró durante su permanencia en México, en cuanto se vio aban­donado por las tropas de Luis Napoleón, fue presa de las decisiones más absurdas.

 

El, cuya simpatía por los liberales era bien palpable, iba a quedar en manos de los conservadores más recalcitrantes. Tuvo, has­ta el momento en que Querétaro cayó, la idea de partir, de abandonar la peligrosa aventura en que se había embarcado, de sacrificar sus sueños de gloria y grandeza para ponerse a salvo. Esta idea, que tanto le atormentó, con­virtióse en él en una obsesión y no le abandonó sino cuando la esperanza estuvo rota, cuando su suerte estuvo echada, cuando la nación que él había contribuido a sangrar le condenó.

 

Por ello, antes de marchar a Querétaro propondría al general Díaz dejar el poder en manos de los republicanos, alejando del país a los ultramontanos como Márquez y Lares, y también, asiéndose a un clavo ardiente, pensaría en la vuelta de don Antonio López Santa Anna al país desconsiderando torpe y ciegamente, lo que revelaba bien claro su total ausencia de perspectiva política, el paso de los años y los cambios operados en la vida institucional de México, sin percatarse de que quien creía que podía salvar la situación era ya un cadáver político. Sus tardías aspira­ciones democráticas enderezadas a la constitu­ción de un Congreso resultaban igualmente inoperantes.

 

Estas ideas, tan contradictorias e invero­símiles, no dejaron de traslucirse, y provocaron entre sus partidarios desconcierto y pena.

 

Los conservadores, en cuyos brazos acabaría por arrojarse definitivamente, al percatarse de su inestabilidad y al sentir que sus sueñas imperiales se desvanecían, no quisie­ron dejarlos derrumbar sin hacer el último esfuerzo, sin dar la batalla definitiva. En ella les iba la vida, aspiraciones e intereses, y por eso quisieron librarla; pero no solos, sino con el hombre que era su bandera; y puesto que habían traído un jefe, él debía estar a la cabeza de su partido aún cuando fuera simbólica­mente. Cierto es que conocían muy bien la incapacidad gubernativa del emperador, mas sin él el Imperio resultaría una ficción. De ahí la necesidad de asegurar su persona, que pasó a ser un nuevo símbolo, el cual era necesario preservar y en el que creyeron ciegamente sus partidarios.

 

Para afianzar a la persona de Maximilia­no, para ligarla definitivamente a sus proyec­tos, aun en las últimos momentos, los con­servadores, encabezados por el presidente del gabinete imperial, Teodosio Lares, el padre Fisher y otros palaciegos más, apoyadas por los generales Miramón y Márquez, presionaron a Maximiliano para que se pusiera a la cabeza de sus  ejércitos, restableciendo la moral de las tropas.

 

Esta medida emanó principalmente de las miras de los políticos, de los miembros del ministerio imperial que, contemplando su cau­sa perdida, aceptaran entrar en pláticas con el gobierno republicano para salvar en parte sus posiciones, confiando la vida y el destino de Maximiliano en manos de los militares conservadores.

 

Serían éstos, unidos por lazos de fidelidad auténtica al emperador, integrando con él un grupo coherente, compartiendo todos los peligros que habían contribuido a su elevación, como afirmara en artículos proféticos Fran­cisco Zarco, los únicos que identificarían su suerte con la suya.

 

Los cortesanos de la ciudad de México, conscientes de que "sólo el exterminio de uno de los adversarios podía asegurar la victoria del otro y restablecer la paz", al hacer partir a Maximiliano con sus generales hacia Querétaro para que él tomase el mando de sus ejér­citos, le enviaban consciente o inconscientemente a la muerte. Sólo los militares, con el arrojo y pundonor que su formación les otor­gara, podrían salvarlo luchando por él.

 

Si la cohesión, el orden jerárquico y la disciplina dieron a las fuerzas republicanas la superioridad que les permitió vencer a sus rivales y la autoridad de sus jefes no fue nunca discutida, obedeciendo todos una sola idea, la de restituir a la nación su perdida libertad e instituciones republicanas, y acatando un mando, el de su presidente, en los ejércitos imperiales iban a surgir bien pronto las riva­lidades, las diferencias que dividirían las opi­niones, las desconfianzas y traiciones. Los políticos confiaban en que la presencia de Maximiliano en medio del ejército "reprimiría las rivalidades y las preferencias inevitables entre nosotros cada vez que se hallaban en contacto dos o más oficiales del mismo gra­do", mas ellos no pudieron prever que las in­consecuencias del emperador hacia el jefe más destacado de sus fuerzas, el de mayor popula­ridad, el más valiente y leal a sus principios y también el menos cruel, en vez de reprimir esas rivalidades las ahondaría y que la división que él aumentó entre Miramón y Már­quez sería funesta para su causa.

 

La victoria final.

 

Sobre estas bases, Maximiliano marchó hacia Querétaro el 13 de febrero con sus co­laboradores más cercanos, don Manuel Aguirre, ministro de Gobernación; don Pedro Or­machea y don Agustín Pradillo, sus ayudan­tes; el doctor Samuel Basch, don José Blasio y otras personas, escoltados por el general Már­quez, a quien se unió luego Vidaurri. El 19 entraba en Querétaro en donde le esperaban los generales Miramón y Mejía, habiéndose­les unido Méndez el día 21. Márquez fue de­signado jefe del Estado Mayor por Maximilia­no, nombramiento que hirió en lo más vivo a Miramón, quien se apresuró a manifestarlo al emperador diciéndole que por fidelidad a él y por patriotismo tomaría parte en la pri­mera batalla que se diera a los republicanos, mas solicitaba que se le relevara del mando, pues ni sus antecedentes ni su dignidad le per­mitían servir a las órdenes de Márquez, ya que, como ratificaría el emperador posterior­mente: “EI general Márquez, habiendo estado siempre a mis órdenes, nunca podré conside­rarlo como mi superior. Preferiría retirarme a la vida privada más bien que a recibir un golpe tan duro, que heriría mortalmente mi dignidad, mi amor propio y estaría en oposi­ción con todos mis antecedentes".

 

La anuencia de Miramón para seguir en el ejército fue de nuevo zaherida por una dis­posición imperial que desaprobaba su con­ducta militar desde el inicio de la campaña.

 

Los deseos de los políticos fracasaban así rotundamente gracias a la conducta versátil de Maximiliano, que se complacía en dividir a sus partidarios. Más tarde, toda la amistad y preferencia mostrada hacia Márquez se tor­naría, en el espíritu cambiante del príncipe, en odio, al no llegar aquél con los auxilios prometidos, sin percatarse de cual había sido la causa real de su falla.

 

Si como gobernante Maximiliano no tenía capacidad, por su espíritu voluble e inconsis­tente, como general en jefe de sus ejércitos mostró total ineptitud. Así, en su derrota in­tervinieron no sólo la superioridad de las fuer­zas nacionales, sino su ineficacia, pasividad e indecisión, que agravaron el estado de su ejér­cito frente a los soldados de la república.

 

Estos, que día tras día se fueron concen­trando hacia el centro impulsados por Escobedo, llegaron a fines de enero muy cerca de Querétaro. El general Ramón Corona, al man­do del Ejército de Occidente, marchó de Mo­relia rumbo a Celaya, donde acampó el 27, reuniéndosele las fuerzas de caballería de Franco y Bermúdez y la infantería y diez pie­zas de artillería de Silvestre Aranda, con lo cual las tropas a su mando sumaron cerca de 10.000 hombres. En Chamacuero uniéronse Corona y Escobedo, y en ese lugar, con dete­nimiento y cuidado, examinando el estado de sus contingentes y el del enemigo y pesando rigurosamente los factores que obraban en su favor, fijaron su plan de campaña. El 4 de marzo, Corona inició la marcha, y el día 8 todo el ejército movióse sobre Querétaro, habiendo quedado restablecida el 9 de ese mes la línea frente a la ciudad.

 

El Ejército del Norte quedó a cargo del general Jerónimo Treviño, auxiliado por los generales Sóstenes Rocha, Francisco Arce y Gabriel Aguirre. El general Ramón Corona estuvo al frente del Ejército de Occidente, acompañado por los generales Manuel Már­quez, Félix Vega, Nicolás Régules, Silvestre Aranda y Amado Guadarrama.

 

El 11 de marzo, el general Escobedo pasó revista al ejército nacional, integrado por sol­dados surgidos de todos los ámbitos de Méxi­co, llenos de ideales y de vigor, y designó a Corona segundo en jefe de las fuerzas de la república. Algunas de las tropas eran nuevas en la lucha, otras habían recibido en su mar­cha por el norte y el occidente su bautismo de fuego, mas todas llegaban frente al enemigo dispuestas a librar la batalla final. Sus jefes, jóvenes en su mayoría, otros maduros en la guerra de Reforma, distinguíanse por su patriotismo, inflamado celo y sentimientos liberales. Eran los portadores de las nuevas ideas, los campeones de una renovación ideológica y social, los auténticos caudillos de un pueblo lleno de vigor, que luchaba para forjarse una patria digna y respetable.

 

El avance incontenible de las milicias republicanas y la concentración en Querétaro de los Ejércitos del Norte y Occidente y su magnífica organización, mostraron la superio­ridad de los republicanos frente a los conser­vadores, que quedaban sitiados, lo cual los puso en considerable desventaja frente a los primeros.

 

Frente a las fuerzas nacionales que inicia­ban el cerco de Querétaro encontrábase el ejér­cito imperial, puesto en las ineficaces manos de Maximiliano. Desde su arribo, a instancias de Leonardo Márquez, en quien recayó la di­rección bélica, se pensó en salir a encontrar al enemigo y batirlo, mas esa salida, por di­versas y confusas razones, no se verificó. Hasta principios de marzo, el ejército perma­neció inactivo y solo cuando fueron avistadas las primeras avanzadas republicanas volvió a intentarse una salida, que resultó tardía e ine­ficaz. Los imperialistas, que esperaron en todo momento auxilio de sus aislados partida­rios, aguardaban el arribo de Olvera, quien traía de la sierra tropas de refuerzo, pero és­tas nunca pudieron llegar. De esta suerte los sitiados quedaron reducidos a los efectivos con que desde ese momento contaron y a los esfuerzos que ellos mismos realizaron para derrotar al enemigo. No obstante la división existente entre los generales conservadores, Miramón y Márquez, que agravó sensible­mente la situación, pues debilitó la moral de las tropas y de los oficiales e impidió la uni­dad de acción, su valor y decisión por defen­der su causa fue notable. Miguel Miramón y Tomás Mejía dieron durante el sitio muestras evidentes de su pericia militar arrojo y pun­donor. Sabedores de que su vida y la del emperador dependía de ellos, las defendieron con osadía, tenaz y valientemente. Supieron que en Querétaro enfrentábanse al destino y lucharon con denuedo y ardor para dominarlo, mas éste les era adverso y ya llegaba a un fin que debía ser trágico.

 

Las intervenciones de Miramón en el si­tio fueron todas ellas dignas de un militar de su experiencia y capacidad. Así, la del 14 de marzo en que logró romper la línea del río; la del día 24, en que se apoderó de algunos ca­rros de víveres de que estaban muy necesita­dos los sitiados y que iban destinados a los republicanos; la del 27, en que recuperó el ce­rro del Cimatario, del que fue más tarde desalojado, así como otras audaces acciones posteriores reveladoras de su valor, de su fe en una causa que estaba ya perdida, pero a la que él consideraba sacrosanta y por la que había combatido pleno de denuedo, de lealtad, hacia su soberano y compañeros, y de una gran dignidad que mantuvo hasta el último instante.

 

Mejía, el convencido indio imperialista, al frente de su caballería y sus lanceros, descolló en la defensa de la ciudad. A la cabeza de diestros jinetes, verdaderos centauros fo­gueados en la lucha y fieles a toda prueba a su jefe e ideales, dio a los republicanos bas­tantes sorpresas. Con arrojo y enorme decisión de triunfar o cobrar cara su derrota, Tomás Mejía comportóse hasta el fin del sitio como un magnífico soldado.

 

Méndez tuvo acciones menos lucidas, aunque efectivas. A Leonardo Márquez co­rrespondió, en medio de la lucha, cumplir una misión peligrosa y difícil: romper el cerco y partir a México en busca de refuerzos. Pese a que su actuación militar a partir de su salida de Querétaro está justificada, la derrota que le acompañó y el fatal incumplimiento de su cometido arrojaron sobre él una injusta sos­pecha de traición. Como militar, su figura es de las más importantes; pero ella se ostenta ante la historia manchada por excesiva e inú­til crueldad y dureza.

 

Algunos otros participantes en esta lu­cha, como el príncipe de Salm Salm, destaca­ron por su valentía, así como Castillo y Ramí­rez Arellano. Otros tuvieron, como el norteño Vidaurri, un papel deslucido, pero todos permanecieron fieles hasta el último día, defen­diendo una causa que por su origen estaba condenada.

 

A partir del 11 de marzo, Querétaro comenzó a estar gravemente amenazado. El si­tio se formalizó. Las fuerzas republicanas to­maron posiciones definitivas, y aumentó su número con la llegada de nuevos efectivos al mando de Vicente Rivapalacio, Juan N. Mén­dez, Jorge Martínez, Bernabé L. de la Barra, Ignacio M. Altamirano, Eulalio Núñez y otros más, que llevaban hombres de repuesto, ali­mentos y municiones, y sobre todo un gran entusiasmo por la victoria que presentían, pero que era preciso mereciesen con sus sa­crificios, su sangre, energía y valor. El amor a la patria y a la libertad les había agrupado en un lazo indestructible, y era su unidad, comu­nes anhelos, la conciencia de que su genera­ción ponía un término a la anarquía, a las in­tervenciones extranjeras, a las viejas formas y estructuras, la que los mantenía enhiestos y decididos frente a Querétaro y sus fortifica­ciones, detrás de las cuales las fuerzas impe­riales, acosadas por la nación entera, abando­nadas por todos, aun por sus dioses, vivían trágicamente los últimos momentos de su existencia.

 

La situación de los sitiados durante mar­zo y abril no pudo ser más grave. En torno a la ciudad, un anillo de hierro, tupido e indestructible, comenzó a ahogar a sus defensores. De todos los puntos del país, los soldados de la república arribaban a Querétaro para par­ticipar, no de los despojos de una causa muer­ta antes de nacer, no en la derrota de valien­tes mexicanos adheridos a un pasado que los arrastraba tras de sí temerosos de enfrentar­se al porvenir, a un futuro mejor, incierto sí, pero que había que forjar con el temple de la esperanza y de la decisión, sino al triunfo de nuevas ideas por las que era dable sacrificarse y aun morir. La guerra que la nación había emprendido era una guerra de ideas que tuvo que llegar hasta el campo de batalla para decidirse. La gran revuelta iniciada en 1854 en Ayutla iba a concluir en Querétaro, y en su culminación estuvieron presentes los más valientes mexicanos, hermanados por la sangre derramada, por los anhelos de libertad y de autodeterminación irrestricta de los pueblos para darse las instituciones que más le convengan, de no intervención en la organiza­ción del país ni en los asuntos internos por otros estados.

 

Querétaro, en el mes de abril de 1867, fue el crisol vivo y ardiente de la nacionalidad, en el cual una nación entera, dividida y ensan­grentada por propios y extraños se fundió en una sola voluntad, se unió y quintaesenció; el sitio y momento en que cristalizaron defini­tiva e íntegramente sus anhelos más notables, acallados a lo largo de su dramática existen­cia; el punto en el que concluían sus diferencias y, fraternizando todos los mexicanos, iniciarían la reconstrucción de su patria aso­lada por el invasor, patria grande y generosa, magnánima y fuerte, respetada y libérrima. Los mexicanos que en esos días participaron en el sitio de Querétaro asistieron a su reencuentro. De ahí saldría un nuevo hombre más seguro de sus posibilidades y su propio valer; conscien­te de su peculiar forma de ser y capaz de mo­delar con mayor certeza y valentía su destino; sin temor al pasado, cuyos desaciertos y errores había vencido, y del que ineludiblemente arrancaba, puesto que era el suelo que lo sus­tentaba, pero del que emergía con entera luci­dez, subiendo hacia el futuro como el árbol que crece y fortalece en busca de lo alto, del porvenir, y el cual, sin embargo, es diferente de la tierra que le da la savia. Fortaleza hinca­da en la experiencia, transformación lúcida en entidad superior, en comunidad consciente y respetable, fue uno de los frutos mejores sur­gidos de Querétaro. Ahí, durante el sitio, los mexicanos aprendieron no sólo a comprender su historia como pasado, sino a vivirla como presente y a forjarla como porvenir. La na­ción, que estuvo en aquellos días teñidos de tragedia frente a la ciudad sitiada, se liberó de una historia que la ataba ineludiblemen­te y aprendió a realizar una nueva, la cual requiere no sólo  auténtica y clara conciencia de la misma, sino el valor y el esfuerzo necesarios para mantenerla cada día más grande, noble y justa, y cada vez más perfectible en la medida en que nos empeñamos por vivir una verdadera vida, sin concesiones ni des­mayos, fiel a nuestros auténticos valores, mas siempre insaciables por superarlos si en ello va la vida.

 

Si la victoria conseguida otorgó a Méxi­co esa enorme posibilidad, la de surgir al escenario internacional como nación firmemente realizada; también hizo posible que en lo futuro rigiera su vida política, independien­te de toda injerencia extraña.

 

Esta fue la enorme significación que tuvo en los primeros meses de 1867 la concentra­ción de tropas mexicanas frente a Querétaro. Al triunfar de una guerra destructora y san­grienta y alcanzar la victoria, la nación entera obtenía no sólo su libertad, sino auténtica conciencia y una solidez que no tenía 13 años antes, cuando se lanzó a combatir amparada en sus nuevos ideales contra un hombre, que era ya una sombra, sombra oscura, densa y desconcertante; contra Santa Anna, quien protagonizó mejor que ninguno de los perso­najes de nuestra historia el pasado empeñado en vivir.

 

Frente a estas realidades y a estos ideales, que ocurrieron ante Querétaro, dentro de la ciudad sitiada la tragedia llegaba a su fin.

 

Carentes de unidad en el mando, pues Maximiliano dejó a sus generales la responsabilidad del sitio, los jefes imperialistas trataron inútilmente de salvar la vida del Imperio, que era la suya propia; ninguno de sus generales pudo librarlo de su destrucción, que es­taba escrita.

 

Reuniones angustiadas en las que se ana­lizaba con sangre fría y crudeza la situación proponiendo en ocasiones medidas irrealiza­bles y en otras desesperadas; disminución de los efectivos, carencia de víveres y de pertrechos; desconfianzas, temores de traición y la traición misma al fin, en medio de esfuerzos desesperados, de acciones valerosas y casi heroicas de alguno de sus defensores, era lo ocurrido dentro de la ciudad.

 

La salida de Márquez en busca de refuer­zos fue un acto que, aunque mal calculado y tardío, pudo haber librado temporalmente al Imperio de su destrucción, si no hubiera existido contra él una auténtica repulsa de la nación entera y un ejército defensor de las instituciones republicanas capaz de derrotar a uno de los jefes más autorizados de aquél. La venida de Márquez a la capital debilitó a los sitiadores, quienes, a través de los días, desesperaron de la situación, pensando que el general los había traicionado. Su ausencia, si bien provocó la desmoralización de los sitiados, originó en cambio que Maximiliano buscara, aun cuando sin gran confianza, el amparo de Miramón.

 

Este general y Mejía, ignorantes de la situación que prevalecía en Puebla y en México, que era desastrosa para ellos, el 12 de abril, en angustiosa carta mostraron a los azorados ojos de su emperador la difícil situa­ción por la que atravesaban, indicándole que la salida de todo el ejército sería funesta, pues el enemigo les arrollaría en medio de la confu­sión, por lo cual el único camino a seguir era que un grupo homogéneo y decidido rompiera el cerco, se dirigiera a México y conminara a Márquez a enviar refuerzos a Querétaro. Opi­naban los generales que ese grupo debería estar mandado por el propio Maximiliano o por el general Mejía.

 

Maximiliano, que no era hombre de ar­mas y quien, por otra parte, dábase cuenta de que dadas las circunstancias esa salida sería extremadamente expuesta y casi imposible, decidió no abandonar Querétaro, afirmando que si alguna gloria cabía a la ciudad, él quería compartirla y "si sucumbimos, deseo tam­bién participar de la desgracia". Convencido de la necesidad de refuerzos, declinó en Mejía la misión, confiando en que, por manejar a perfección la caballería, tendría éxito.

 

La cuidadosa vigilancia ejercida por los sitiadores, que con más fuerzas y decisión estrechaban a los partidarios del Imperio, imposibilitó la salida de Mejía, al igual que una propuesta salida del príncipe de Salm Salm, quien llevaba órdenes de obligar a Már­quez a partir en defensa de Querétaro y aun de arrestarlo. La escasez de alimentos, los continuos y decididos ataques de las fuerzas nacionales, la falta de noticias y el temor de que Querétaro se convirtiera en una auténtica trampa, contribuyeron también a disminuir la moral de la tropa, la seguridad de los jefes y la confianza del emperador, al grado de varios oficiales trataron de influir en Maxi­miliano para que llegase a un acuerdo con el gobierno de Juárez. El emperador, por su par­te, daba oídos a rumores de deslealtad de parte de sus defensores y se apresuraba a es­cribir a Márquez mostrándole la gravedad de la situación, diciéndole. “El estado físico y moral en que después de setenta y cuatro días de sitio riguroso se encuentran nues­tro ejército y el pueblo de Querétaro hace que la defensa de la plaza sea imposible por un período de tiempo más largo”, y al final, en una conminatoria llamada, escribía, haciendo honor al sacrificio de sus tropas: "Nuestro ejército ha desplegado en su crítica situa­ción y en espera de los recursos que habíais de mandar, un heroísmo y un estoicismo sin igual; ante la patria y ante la historia seréis, pues, el único responsable de las consecuencias que resulten de vuestra tardanza, que ya excede de todo límite prudente".

 

Frente a esta situación desesperada y confiada en los escasos recursos que quedaban al Imperio, conviene resaltar la seguridad que Benito Juárez y los soldados de la república tenían en su causa.

 

El 25 de marzo Juárez afirmaba: "Vamos perfectamente. El grueso de las fuerzas ene­migas, con Maximiliano, Márquez, Miramón, Mejía, Méndez, Castillo y Vidaurri, están en­cerrados en Querétaro. Noriega con cinco mil hombres está también encerrado en Puebla, y Tavera y O'Horan con otros cinco mil no pueden moverse de México porque están ro­deados de guerrillas. Es casi seguro que en todo el mes entrante quedará terminada la guerra"; y el 5 de abril, una vez que tuvo no­ticia de la ocupación de Puebla, diría: "Este importante suceso va a precipitar la caída de Querétaro y la ocupación de México".

 

El 24 de abril, con las noticias del sitio recibidas día tras día opinará: "El sitio de Querétaro se estrecha cada día y es ya casi indudable que a fines de este mes o a prin­cipios del entrante los sitiados se rindan o sean derrotados completamente si se resol­vieren a romper el sitio"; y el 8 de mayo, ante la inminencia de la caída, escribe: "Las medidas que se han dictado hacen esperar que Querétaro sea ocupado antes que Méxi­co y me parece que no pasará el 20 de este mes sin que esto suceda", y el mismo 15 de mayo, poco antes de conocer la toma de la ciudad, exponía: "Escobedo me dice que es tal la desmoralización en que ha entrado el enemigo, que muy pronto tendrá un término feliz la campaña".

 

Tal seguridad y optimismo no emanaban de una ciega confianza ni eran alardes ilusorios, sino opiniones certeras surgidas de la realidad, de la fe en una idea que tendía a renovar la patria y los espíritus, a consolidar a la nación y sus instituciones, a hacer impe­rar la constitución y las leyes reformistas que el país se había dado libremente, a hacer tangible la libertad individual y la autonomía del país. Brotaban también del apoyo decidido del pueblo mexicano a la república, represen­tada por el extraordinario y heroico grupo de patricios dirigidos por Juárez, quien concen­traba en sí a más de las supremas virtudes cívicas, las más altas de la constancia y la fe en la nación.

 

De esa unión de todo el pueblo y del pueblo con sus mandatarios brotaba la confianza que llevaría a las fuerzas de la repúbli­ca a vencer al Imperio el 15 de mayo. La suerte de éste estaba decidida. La entrega de Maximiliano a Corona y a Escobedo el propio día 15 cerró un ciclo de la vida de Méxi­co gracias al cual cobró conciencia plena de su destino.

 

A partir de los primeros días de mayo, la suerte de los sitiados estaba decidida. La valerosa salida de Miramón, que desbarató a las tropas del general Ramón Corona y de Régu­les en El Cimatario, fue un alarde de táctica y disciplina, mas los republicanos, con Es­cobedo y Sóstenes Rocha a la cabeza, en una contraofensiva lograron que los imperiales se replegaran a sus posiciones dentro de Querétaro. Entonces, como en muchos otros episodios de la historia mexicana y de la historia en general, un imponderable decidió la situación: la traición que realizó un antiguo coro­nel imperialista, Miguel López, quien facilitó la entrada de los liberales al convento de la Cruz y precipitó con ello los acontecimien­tos. Maximiliano, acompañado de sus genera­les Miguel Miramón y Tomás Mejía, se rin­dió al general Mariano Escobedo. Prisioneros en Querétaro, los imperialistas fueron sometidos a un juicio que se ajustaba a la ley del 25 de enero de 1862, según la cual se ejecu­tarían de inmediato las personas que hubieran atentado contra la Independencia de México, disposición paralela a la dictada por los im­periales el 3 de octubre de l864, que disponía se aplicase la pena capital a todos los repu­blicanos que estuviesen armados. Ambas disposiciones representaban la radicalización de las posiciones por parte de los dos bandos y era indudable que su cruel  aplicación provocó odios y una imposibilidad de reconciliación.

 

Un tribunal integrado por Platón Sán­chez, teniente coronel republicano, y don Ma­nuel Aspiroz como fiscal, juzgó a los reos. Maximiliano fue defendido por Mariano Ri­vapalacio y Rafael Martínez de la Torre, así como por Eulalio María Ortega y Jesús María Vázquez. El 14 de junio el tribunal condenó a pena de muerte a los acusados. La convicción íntima y dolorosa de que sólo a través de su desaparición se lograría pacificar a México y evitar la reiniciación de otros atentados contra la independencia del país llevó al go­bierno a denegar el indulto.

 

Maximiliano, Miramón y Mejía fueron conducidos al pie del Cerro de las Campanas y fusilados a las siete de la mañana del 19 de junio. Otros defensores del Imperio, como Méndez, Vidaurri, O'Horan y muchos más, fueron también ejecutados en diversos días. El general Márquez, que trató de defender Puebla y México de los republicanos, y había sido uno de los más valiosos sostenes del imperio, salvó su vida y pasó sus últimos días en La Habana. El destino había sido fatídi­co para el emperador y sus lugartenientes.

 

Carta dirigida a Maximiliano por los generales Miramón y Mejía.

 

“Señor: la difícil y peligrosa situación en que la tardanza del general Márquez ha colocado a V. M. y al ejército que de­fiende esta plaza, impone a los genera­les que suscriben el deber de hablar a V. M. con la lealtad de caballeros y con la franqueza de soldados.

 

“A la altura en que nos encontramos por efecto de pasados e irreparables errores, la plaza de Querétaro, y con ella el Imperio. la interesante persona de V. M. y nuestro sufrido y valiente ejército, no llegarán a salvarse si no es por medio del auxilio de las tropas del general Márquez, quien no quiere o no puede llegar a la vista del enemigo que nos asedia.

 

“Las tropas que defienden hoy esta plaza, que han sabido poner a raya los importantes esfuerzos del enemigo y que después de treinta y siete días de sitio conservan intacta su moral; estas tropas, señor, que pueden resistir dentro de la línea fortificada los más serios y tenaces ataques del sitiador y que li­brarían gloriosamente una batalla cam­pal, no obstante la desproporción numé­rica de aquél y de éste, la perderán instantáneamente el día mismo en que intentemos retirarnos, sin que baste para impedirlo el ardid de presentarle al soldado, como un ataque, nuestro movimiento retrógrado.

 

“Los cañones abandonados sucesivamente al enemigo; un reguero de muertos y heridos; los cobardes arrollando a los valientes y arrastrándolos en su pre­cipitada fuga; la caballería contraria car­gando sobre los dispersos y acuchillán­dolos sin piedad, una deserción fabulosa y algunos hombres tomando las vere­das y extraviando el rumbo para salvarse; tal seria, señor, según la dilatada experiencia de doce años de constante revolución, el verdadero resultado de nuestra retirada de Querétaro, el mismo día o al siguiente de haberla emprendi­do. A la vista de tan amarga realidad.

 

“Al sonar aquella hora suprema, lo decimos con el más profundo sentimiento caracteres débiles o asustadi­zos propondrían a V. M. que clavásemos nuestra artillería y que abandoná­semos todos nuestros trenes. En tal con­flicto, muchos se ocultarían en la ciu­dad para sustraerse a los inmediatos peligros de nuestra salida; la mayoría de los que marcharan con el ejército sólo procurarían ganar terreno, aleján­dose del teatro del combate; muy pocos lucharían por honor y por salvar a V. M., y en el último resultado, el abandono de la plaza se convertiría en una evasión de siete mil hombres, llenos de terror, pánico y víctimas de la más cabal de las derrotas.

 

Los que suscriben creen cumplir con un deber de conciencia y dar a S. M. un palpable testimonio de lealtad y de sin­cera adhesión proponiendo a S. M. que se ejecute una de las tres siguientes determinaciones, como última esperan­za de salvación:

 

Siendo necesario para el triun­fo de las tropas que defienden esta plaza el auxilio de una fuerza extraña, y debiendo venir ésta sin demora, S. M. se dignará salir con mil caballos para obligar al general Márquez a que se mueva rápidamente con tal fin, batien­do primero al enemigo que se encuentra sobre el camino de México.

 

Si S. M. no cree conveniente salir de esta plaza, entonces deberá marchar el general Mejía con los mil caba­llos, e ir a reunirse al general Márquez para hacerle ejecutar lo que le tiene or­denado S. M.

 

En ambos casos, los genera­les que disfrutan la honra de dirigirse a S. M. con el fin indicado, se comprome­ten a defender y conservar la plaza has­ta que llegue el ejército auxiliar, o, en un evento desgraciado, hasta que, sa­biendo aquí de una manera positiva la derrota de aquél, sea preciso romper el sitio a viva fuerza”.

 

Benito Juárez.

 

A Benito Juárez, que contenía las auténticas esencias de la raza indígena, que representaba mejor que ninguno de sus compañeros criollos y mestizos, a los ancestrales pueblos sometidos por los europeos cuya cultura aniquiló la conquista, va a corresponder salvar a México, rescatar con su esfuerzo, aus­teridad y sacrificio a la patria en peligro, defender a la nación de su desapari­ción, congregándola a su lado, apoyán­dose en ella para devolverle la fe en sus ideales y la confianza en sus propios y auténticos valores.

 

La vieja raza, avasallada y escarneci­da durante tres centurias, en el instante en que México se encontraba en pe­ligro inminente de desaparecer, en el momento en que la nacionalidad se hallaba amenazada, va a salvarlos. De ella surgió la esperanza, cuando todos la ha­bían perdido; callada, firme y segura, mostró el único camino posible, impuso por todos los confines del país su rotun­da presencia y por doquier levantó espí­ritus dormidos que habían de tornarse en ejércitos triunfantes. No transigió, pues la amparaban la verdad y la razón; flageló a cobardes y traidores, y sin tre­gua y reposo ofreció no una paz incier­ta, sino la que representa la victoria alada.

 

Del fondo de los siglos, de montañas telúricas, de los ígneos basaltos, del cuarzo y la obsidiana, surgió Juárez, que de todo ello está compuesto. La tierra aborigen le dio su fortaleza, le impri­mió su color y otorgó sus ricas y ocul­tas cualidades, que acendró con prolon­gado esfuerzo y disciplinada constancia. Al indio Juárez, al primer presidente aborigen que México tuvo, correspon­dió la salvación de la nación. La vieja raza aún no muerta reapareció en él, se irguió colosalmente y redimió a su pa­tria. Curiosa paradoja que ella, la más vencida y despreciada, la que parecía destinada a una postración y esclavitud perpetua, la más olvidada y aparente­mente la más débil, triunfara sobre los poderosos y extraños que una vez más trataban de encadenar a la nación.

 

Valido de sus propias esencias, fiel a los ideales que consideraba necesa­rios implantar, convencido de que la na­ción debía por sí sola gobernarse, Benito Juárez encabezó una guerra neta­mente nacional.

 

La guerra de Reforma, que represen­ta no sólo el predominio de las instituciones republicanas, sino más aún, el triunfo de una verdadera revolución ideológica, tuvo que complementarse con la victoria de la nación sobre sus opresores que ponían en peligro no sólo a la república y a las ideas que la sustenta­ban, sino a la esencia misma de la na­ción. La victoria obtenida en Queréta­ro sobre las fuerzas imperiales, en mayo, y la entrada de Juárez y sus mi­nistros en la Ciudad de México, el 15 de julio de 1867, representa el triunfo definitivo de la nación, triunfo material sobre un ejército poderoso, triunfo ideo­lógico del pensamiento liberal sobre el reaccionario y triunfo del espíritu, al lograr por vez primera y definitiva inte­grar en una sola voluntad y esfuerzo a la nación entera que a partir de en­tonces concilió en plenitud a todos sus componentes.

 

El presidente Juárez, por encarnar plenamente la conciencia nacional, venció a sus enemigos. Su largo peregri­naje revela su profunda decisión de lu­char, de imponerse al desastre, de hacer de la derrota un triunfo.

 

Su marcha por el norte es un signo; ser fiel a la tierra que no abandonó jamás. Sabía que representaba la legiti­midad y en tanto el pueblo no le arran­case su representación, él debía serle fiel, protegerla primero, imponerla des­pués. Sus seguidores, que le veían pe­regrinar, callada y pensativamente, en humilde carruaje, de pueblo en pueblo, reposando a la sombra de un árbol, hos­pedándose en los hogares de sus sim­patizantes o en humildes chozas encon­tradas en el camino, siempre le consi­deraron como al primer magistrado, y nuevamente, como había sucedido en la guerra de la Independencia, supieron que el palacio de la nación era itine­rante. Con cuánta gravedad y auténtica grandeza el presidente Juárez, sin lugar fijo ni destino seguro, aconsejaba, daba orientaciones, alentaba a sus simpatizantes, dictaba disposiciones cumpli­das fielmente por sus generales y mi­nistros, todo con una amplia visión que superaba los problemas concretos e in­mediatos y atendía al desarrollo general del país, con una altura de miras que desbordaba las visiones reducidas de algunos de sus subordinados; con una certeza que excedía toda posibilidad de conocimiento de sus compañeros; con una autoridad moral que le permitía im­poner la unidad en el mando, coordinar los esfuerzos aislados y darles una orien­tación general y oportuna.

 

Alejado de sus partidarios por cientos de kilómetros, éstos se movían, en virtud de aquellas condiciones, a su solo mandato. Nunca perdió la autoridad civil que le correspondía como pri­mer magistrado, y los ejércitos, disci­plinados en varios años de duras cam­pañas y con clara conciencia, le obede­cieron lealmente. Una sola idea, la patria; una sola voz, la suya; un solo mando, el que él ejercía, hicieron posible el triunfo absoluto de la nación.

 

Juárez, como afirmó con tanto acier­to Justo Sierra, rehusó sacrificar, incluso en los instantes más trágicos, la integri­dad del territorio, "aun cuando le fuese a la nación misma la vida de por medio"; y después, en plena lucha, cuando las fuerzas mexicanas luchaban desespera­da y desventajosamente contra los ague­rridos y bien armados soldados france­ses, y en la mente de muchos de sus par­tidarios se imponía la idea de obtener auxilios sacrificando un territorio per­dido de antemano, Juárez había de amonestar a sus más leales y serviciales colaboradores diciéndoles "La nación, por el órgano legítimo de sus representantes, ha manifestado de un modo expreso y terminante que no es su voluntad que se hipoteque o se enajene su territorio, como puede Ud. verlo en el decreto en que se me concedieron facultades ex­traordinarias para defender la Inde­pendencia, y si contrariásemos esta disposición, sublevaríamos al país con­tra nosotros y daríamos una arma pode­rosa al enemigo para que consumara su conquista. Que el enemigo nos venza y nos robe, si tal es nuestro destino: pero nosotros no debemos legalizar ese aten­tado, entregándole voluntariamente lo que nos exige por la fuerza. Si Francia, Estados Unidos o cualquier otra nación se apodera de algún punto de nuestro territorio y por nuestra debilidad no podemos arrojarlo de él, dejemos siquiera vivo el derecho para que las genera­ciones que nos sucedan lo recobren. Malo sería dejarnos desarmar por una fuerza superior, pero sería pésimo desar­mar a nuestros hijos privándoles de un buen derecho, que más valientes, más patriotas y sufridos que nosotros, lo ha­rán valer y sabrán reivindicarlo algún día".

 

Por esa fe en su causa, en sus pro­pios recursos, en sus ideales más que­ridos, Juárez salvó a la patria. Nadie como él conoció sus posibilidades, fuerzas y valer, y no desespero en sus des­gracias. Sintió la angustia que da la responsabilidad frente a empresas difíciles y creyó, con el gesto estoico de su raza, que era preferible perecer y no la entrega voluntaria; mas antes de morir había que luchar, que no de otro modo se ha de justificarla muerte.

 

Presiones sobre la República mexicana acerca de la suerte de Maximiliano.

 

Triunfante la República, el gobierno mexicano meditaba seriamente en la pena que se debía imponer a aquellos hombres que habían ensangrentado el país tratando de darle una forma de gobierno ajena a su tradición, costumbres e intereses. En Querétaro, el ju­rado constituido para juzgar a Maximiliano y a sus compañeros proseguía sus trabajos y por el desarrollo de ellos, por el estado de la opinión pública entera, contraria a los imperialistas, por el calor de los ánimos y la justa venganza por la que clamaban tantas vícti­mas, se  preveía que la sentencia contra los di­rigentes del Imperio sería condenatoria.

 

Desde San Luis Potosí, el presidente Juá­rez y su ministro Lerdo de tejada resistían sin imnutarse todas las presiones, las inter­nas y las de fuera del país, las peticiones de clemencia de los amigos y familiares de los prisioneros, sus lágrimas, sus patéticas in­dignaciones. No turbaban su ánimo, templado en la lucha, ni los ruegos ni las amenazas, e impertérritos aguardaban el fallo del tribunal designado para juzgar al emperador, a Miguel Miramón y a Tomás Mejía. Muchos liberales debieron de estar pendientes en esos días de lo que ocurría en Querétaro con mayor aten­ción de la que tuvieron durante el desarrollo de la guerra, y los conservadores, totalmen­te desolados, contemplaban amarga y doloro­samente desplomarse para siempre sus aspiraciones.

 

Más que Querétaro, San Luis fue el cen­tro de las decisiones y de la intriga para ob­tener el perdón de los imperiales y en San Luis Potosí estuvieron puestos todos los ojos. Hasta allá llegaron los magistrados, los gene­rales, los ministros. Telegramas y cartas de todos los ámbitos del país y fuera de él allí se recibieron solicitando clemencia primero, más tarde el indulto para los sentenciados; pero los hombres que habían dirigido a la na­ción tanto en sus horas aciagas como en la obtención de la victoria, permanecían inalterables. Aguardaban el veredicto del tribunal, que era el de la nación.

 

Entre tantas notas recibidas desde el co­mienzo del sitio de Querétaro figura una enviada, el 6 de abril de 1867, desde Nueva Orleáns por Lewis D. Campbell, enviado ex­traordinario y ministro plenipotenciario de los Estados Unidos de América cerca de los Estados Unidos Mexicanos, y dirigida a Sebastián Lerdo Tejada, ministro de Relaciones Exteriores.

 

Esa nota expresaba la satisfacción con que se había visto la retirada de las fuerzas francesas, pero se dolía de la severidad con que se había tratado a los prisioneros de gue­rra en San Jacinto y Zacatecas, severidad que se temía "se repitiera en el evento de que Maximiliano y las fuerzas que manda sean capturados" y la cual “perjudicaría a la fuer­za del republicanismo, retardando su progre­so en todas partes". Terminaba1a nota con este párrafo: "El gobierno me ha prevenido que haga saber al presidente Juárez, pronta y eficazmente, su deseo de que, en el caso de que se capture a Maximiliano y a los que lo sostienen, reciban el tratamiento humano que se acostumbra con los prisioneros de guerra en naciones civilizadas".

 

Esta nota de Campbell había sido originada por una petición que el ministro de Austria en Washington, Wydenbruck, había hecho al ministro Seward para que el gobierno de los Estados Unidos interviniera ante el de Méxi­co pidiéndole la libertad de Maximiliano, cuya suerte ya se preveía. La petición Seward estaba concebida en los siguientes términos: “Dudamos tanto menos en recurrir a V., señor ministro, cuanto que no sólo tenemos confianza en la amistad del gobierno ameri­cano, sino porque este gobierno parece tener derecho de pedir a Juárez que respete a los prisioneros de guerra, puesto que en gran parte son debidos al apoyo moral del gobierno americano los triunfos del partido liberal en México".

 

Sebastián Lerdo de Tejada, excelente mi­nistro y uno de los directores de la política mexicana, tanto interna como internacional y quien conocía a la perfección todos los hilos de la diplomacia, tan pronto recibió la nota de Campbell, enviada con un portaconducto es­pecial, se apresuró a responderla. En su res­puesta, Lerdo lamentaba la ausencia de Campbell del país -pues este ni  siquiera se había presentado- y le indicaba cuál había sido el tratamiento que en general las fuerzas republicanas habían dado a los prisioneros de gue­rra, incluyendo los de San Jacinto y Zacate­cas, trato que contrastaba con el cruel y duro que los invasores daban a los prisioneros me­xicanos y los desmanes cometidos con la po­blación civil.

 

En un párrafo final de su respuesta, Ler­do hacía mención a la futura suerte de Maxi­miliano y compañeros, a que se refería la nota de Campbell, señalando en ella cuál era la po­sición que el supremo gobierno mantendría en el caso de capturarlos: “Retiradas las fuerzas francesas, el archiduque Maximiliano ha querido seguir derramando estérilmente la sangre de los mexicanas. Excepto tres o cuatro ciu­dades dominadas todavía por la fuerza, ha visto levantada contra él la República entera. No obstante esto, ha querido continuar la obra de desolación y de ruina de una guerra civil sin objeto, rodeándose de algunos de los hombres más conocidos por sus expoliaciones y graves asesinatos y de los más manchados en las desgracias de la República. En el caso de que llegaren a ser capturadas personas sobre quienes pesase tal responsabilidad, no parece que se pudieran considerar como simples prisioneros de guerra, pues son res­ponsabilidades definidas por el derecho de las naciones y por las leyes de la República. El gobierno, que ha dado numerosas pruebas de sus principios humanitarios y de sus senti­mientos de generosidad, tiene también la obli­gación de considerar, según las circunstancias de los casos, lo que puedan exigir los princi­pios de justicia y los deberes que tiene que cumplir para con el pueblo mexicano.

 

Muy clara era la posición del gobierno señalada en la respuesta de Lerdo, en la cual la conducta a seguir por las autoridades se manifestaba de manera clarísima, sin reticen­cias ni subterfugios, precisa y concluyente. Esta nota debió haberle llegado a Campbell cuando el sitio de Querétaro estaba por termi­narse, o poco después, más allá del 15 de mayo. El 29 del mismo mes, al enterarse el secre­tario de Estado William H. Seward de la caída de Querétaro, pidió al ministro mexi­cano en Washington, Matías Romero, que le tuviera informado del desarrollo de los acontecimientos y le indicó que había recibido urgentes llamadas de los gobiernos de Aus­tria, París y Londres, pidiéndole que el go­bierno estadounidense intercediese ante el de México para obtener el indulto de Maximilia­no. Más aún, el 21 de junio señalábase que el emperador Francisco José había decidido restablecer a Maximiliano en todos sus derechos de sucesión, tan luego fuera liberado y renunciare para siempre a sus proyectos en México.

 

Esta información, desgraciadamente, llega­ba demasiado tarde, pues el jurado de Querétaro había ya dictado su sentencia y Maximi­liano, junto con Miramón y Mejía, habían sido ejecutados en las laderas del Cerro de las Campanas el 19 de ese mismo mes.

 

En el momento de su llegada, momento angustioso y dramático, la nota de Campbell no mereció ningún comentario, pues todo el mundo estaba pendiente del desarrollo del si­tio, de la toma de Querétaro y de la captura del emperador y de su séquito, y una vez ocu­rrido esto, de los incidentes del inicio y del cumplimiento de la sentencia. Hubo, por otra parte, muchos otros intereses e influencias que se movieron para conseguir el perdón de los caudillos imperialistas, y el gobierno establecido en San Luis Potosí fue verdadera­mente presionado por muchas fuerzas, tanto en pro del perdón como de la ejecución de los sentenciados.

 

Juárez, ante muchas de las peticiones re­cibidas, había manifestado su opinión en una de las cartas dirigidas a Juan José Baz, en la cual le decía: "Bien sé que todo quedaría ter­minado un día y sin tirar un tiro, si le concediésemos lo que solicitan; pero quedaríamos en ridículo y comprometeríamos la paz futura de la nación, esterilizando los sacrificios que ésta ha hecho para conquistar su verdadera libertad e independencia". Sin embargo, era tan grande la responsabilidad que el gobierno tuvo una vez caído Querétaro, que los propios amigos de Juárez temían que la decisión no fuera la acertada. Así, el mismo Baz, en su carta del 24 de mayo, decía a Juárez, con su natural impaciencia: "Ninguna explicación sa­tisface al público de las que se dan a lo que pasa en Querétaro. Los que creen que se ha cedido a la presión y a las exigencias del nor­te, lamentan el que todavía seamos esclavos del extranjero; los que los atribuyen a bondad de corazón, dicen que los pueblos no se go­biernan con el corazón, sino con la cabeza". Y más adelante reiteraba: "Bien sé que hay complicaciones políticas que no permiten obrar como los gobiernos quisieran, pero esto tiene sus límites, pues todo debe arrostrarse cuando se trata de satisfacer la opinión gene­ral y de asegurar la felicidad pública".

 

Si los propios amigos del presidente se mostraban tan temerosos de que el gobierno cediese a las pretensiones extranjeras, era indudable que buena parte de la opinión pública estuviera dudosa. La respuesta que se dio a todas las presiones fue rotunda y defini­tiva, de suerte que nadie pudo dudar de la rectitud e independencia del gobierno repu­blicano para resolver problemas que sólo atañían al país y a sus autoridades.

 

Sin embargo, consolidada la República, había que responder públicamente a la nota de Campbell y a las pretensiones de diversos gobiernos para intervenir en nuestros asun­tos. La contestación pública, clara, rotunda, correspondió darla al ilustre tribuno y escritor Ignacio Manuel Altamirano, en un artículo que firmó el 2 de junio de 1867,a escasos días de la ejecución del emperador Maximi­liano.

 

El escrito de Altamirano, bien meditado y construido, es contundente y sumamente enérgico, como lo fueron todas sus inter­venciones en política. Altamirano advierte que lo hace así con el fin de rechazar "un nue­vo conato de intervención de parte de la po­tencia más grande de nuestro Continente", "tratando de ejercer, por decirlo así, coacción en el uso de facultades que son privativas de la soberanía nacional". Analiza en seguida el origen de la nota y considera que por muy leve que sea la insinuación que se hace, México no debe aceptarla, pues eso daría origen a que el día de mañana el gobierno de Washington exigiera muchas otras cosas que harían caer a nuestro país bajo un vergonzoso pupilaje, y que el gobierno de la República debía recha­zar tal posición y mostrar que si México ha vencido a sus enemigos, no lo ha hecho gra­cias a los Estados Unidos. Admite que entre ambos pueblos existe una mutua simpatía, la cual está basada en recíprocos intereses, pues los Estados Unidos no pueden aceptar la intervención de otras potencias en el con­tinente y a eso se debe la proclama de Mon­roe, mas ese interés no fue del todo defendido al no haberse opuesto oportunamente a la in­tervención francesa y al establecimiento del Imperio.

 

Afirma que la nota de Campbell contiene un lenguaje feudal, puesto que en sus prime­ras frases utiliza un sentido amenazador y presupone una flagrante intervención en nues­tra política, principalmente en el de la sobera­nía, que es derecho privativo e inalienable de la nación, la cual en su virtud puede y debe imponer penas a los culpables, y no aceptar que otras potencias se erijan en jueces de los criminales y de los traidores que ensangren­taron a México. "México –agrega- en su lucha contra ellos se encontró solo". “Hemos triunfado –escribe- merced a nuestro esfuerzo, la victoria sobre la intervención europea ha sido obtenida por los hijos de México solamente, que no contaron ni con tropas, ni con armas, ni con dinero de nuestros vecinos”, y añade. “Creemos que un pueblo que lucha como no­sotros tiene derecho a  ser respetado por los fuertes, porque también es fuerte. Creemos que estamos ya en un período de altivez y de majestad en que debemos responder con la misma inflicción con que se nos habla y con una sonrisa de desdén a las amenazas que an­taño nos hacían temblar y dar explicaciones”.

 

Cuando México sufría la invasión y la muerte de sus hijos, los principios de civili­zación de que se hablaba en nombre de las grandes potencias no se alegaron para nada y la suerte de los republicanos fue infeliz; en cambio, cuando las potencias que prohijaron el Imperio vieron a uno de los suyos en peli­gro, entonces sí proclamaron los principios que jamás sostuvieron antes. Por ello, México debía rechazar con energía una nota concebi­da en tales términos y todo nuevo intento de intervenir en nuestros asuntos internos.

 

La respuesta pública de Altamirano cerraba toda una época. Marcaba al fin de una tortuosa diplomacia que solía ensañarse con los débiles e imponerles indignas normas de conducta, e indicaba que por razón ninguna México permitiría se le dieran órdenes desde fuera. Admitía la simpatía y las muestras de fraternidad de cualquier potencia, mas recha­zaba que en aras de esa amistad fraternal pu­diera intervenirse en su política, más aún, por ello mismo debería existir una total abs­tención en ese campo. "Nuestra susceptibili­dad con este respecto debe herirse por más pequeño que sea el ataque, por más amiga que sea la mano que lo dé, porque para la independencia de México tan dañosa es la in­fluencia de esta clase que venga del otro lado del mar, como la que venga del otro lado del Bravo".

 

Independencia absoluta, autodeterminación libérrima, dignidad soberana, tales eran los postulados que los patricios republicanos sustentaron en todo momento. Hombres que lo mismo usaban la espada que la pluma, ponían en ellas toda la pasión, fuerza, inteli­gencia y valor que era necesario. Por haber querido edificar una patria nueva, tuvieron que derruir restos de un pasado que detenía el progreso, mas su acción fue en última instancia la de un creador que amasa la arci­lla que tiene en la mano, la purifica y limpia y le imprime nueva forma y un aliento más no­ble y alto.

 

La victoria se obtuvo merced a un gran esfuerzo colectivo del que tuvieron plena conciencia nuestros próceres. La autodeterminación había costado muchos sacrificios que no debían ser estériles; por ello había que defen­der a todo trance ese principio, sellado con la sangre de la nación entera.

 

La República venció a sus enemigos del exterior gracias a que tras ella estuvo la na­ción entera, conducida por hombres de calidad extraordinaria: estadistas, políticos, fi­lósofos, educadores, militares, poetas, pero no solos, sino acompañados por su pueblo de donde arrancaban sus virtudes.

 

En el triunfo de 1867, el pueblo mexicano fue el principal actor. Su sangre y heroicos esfuerzos, derramados por todos los rincones de la patria, le otorgaron en cambio la liber­tad. De sus anhelos, los grandes reformistas fueron los intérpretes más certeros y fieles y la victoria lograda un glorioso 15 de mayo es la victoria nacional por excelencia.

 

El presidente Benito Juárez al volver a la Ciudad de México, a la secular y tradicional sede de los poderes mexicanos, después de recorrer en humilde carroza los extensos y abiertos campos mexicanos, en salvaguarda de la dignidad y libertad de la nación que lle­vaba consigo, ponía fin a una etapa dolori­da y sangrienta de nuestra historia, y abría una nueva era en la que México, anhelante de renovación, superaría su propia historia.

 

Al regresar a la Ciudad de México Juárez y sus compañeros, el destino de México que ellos habían contribuido a forjar con lealtad, honestidad y firmeza, estaba asegurado. Al dirigirse a la patria señalándole el esfuerzo realizado para liberarla y el deber a cumplir en el futuro, el primer magistrado actuaba como un auténtico padre de la patria. El le había devuelto su perdida libertad y dignidad y otorgado un destino más noble. Ella, en ese momento y para siempre, concedería a su presidente, en pago de esa deuda, perpetua gra­titud y los laureles de una gloria eterna.

 

Manifiesto de Juárez al regresar a la Ciudad de México.

 

Un mes después de la caída de Querétaro, cuando la nación impartió justicia, tras haberse impuesto frente a los intereses particulares y a los extraños que la habían mutilado y ofendido, el gobierno legalmente establecido, repre­sentado por Benito Juárez, Sebastián Lerdo de Tejada, José María Iglesias e Ignacio Mejía, entró triunfalmente en la Ciudad de México. En ese día, Juá­rez, con la autoridad moral que como defensor de la república tenía y con la representación oficial que ostentaba de presidente constitucional de la Repú­blica mexicana, dirigiría a los mexica­nos uno de los manifiestos más auténti­cos, profundos y convincentes de la his­toria política mexicana, en el cual, con la severa parquedad que siempre tuvo, con penetrante inteligencia y seguridad, hace un análisis de la larga lucha que el pueblo había emprendido, del cum­plido deber del gobierno y de los princi­pios que el pueblo mexicano sustentó y debía sustentar para hacerse respetado y respetable. Dice así:

 

"BENITO JUÁREZ. Presidente Consti­tucional de la República Mexicana.

 

"Mexicanos:  El gobierno nacional vuelve hoy a establecer su residencia en la Ciudad de México, de la que salió hace cuatro años. Llevó entonces la resolución de no abandonar jamás el cumplimiento de sus deberes, tanto más sa­grados, cuanto mayor era el conflicto de la nación. Fue con la segura confian­za de que el pueblo mexicano lucharía sin cesar contra la inicua invasión ex­tranjera, en defensa de sus derechos y su libertad. Salió el gobierno para se­guir sosteniendo la bandera de la patria por todo el tiempo que fuera necesario, hasta obtener el triunfo de la causa san­ta de la independencia y de las institu­ciones de la república.

 

"Lo han alcanzado los buenos hijos de México, combatiendo solos, sin auxilio de nadie, sin recursos, sin los elementos necesarios para la guerra. Han derramado su sangre con sublime patrio­tismo, arrostrando todos los sacrificios antes que consentir en la pérdida de la república y de la libertad.

 

"En nombre de la patria agradecida, tributo el más alto reconocimiento a los mexicanos que la han defendido y a sus dignos caudillos. El triunfo de la patria, que ha sido el objeto de sus nobles as­piraciones, será siempre su mayor tí­tulo de gloria y el mejor premio de sus heroicos esfuerzos.

 

"Lleno de confianza en ellos, procu­ró el gobierno cumplir sus deberes, sin concebir jamás un solo pensamiento de que le fuera lícito menoscabar ninguno de los derechos de la. nación. Ha cum­plido el gobierno el primero de sus de­beres. no contrayendo ningún compro­miso en el exterior ni en el interior que pudiera perjudicar en nada la indepen­dencia y soberanía de la república, la integridad de su territorio y el res­peto debido a la Constitución y a las leyes.

 

"Sus enemigos pretendieron establecer otro gobierno y otras leyes, sin haber podido consumar su intento criminal. Después de cuatro años, vuelve el gobierno a la Ciudad de México, con la bandera de la Constitución y con las mismas leyes, sin haber dejado de exis­tir un solo instante dentro del territorio nacional.

 

"No ha querido, ni ha debido antes el gobierno, y menos debiera en la hora del triunfo completo de la república, dejarse inspirar por ningún sentimiento de pasión contra los que lo han comba­tido.

 

"Su deber ha sido, y es, pesar las exigencias de la justicia con todas las consideraciones de la benignidad. La templanza de su conducta en todos los lugares en que ha residido ha demos­trado su deseo de moderar en lo posi­ble el rigor de la justicia, conciliando la indulgencia con el estricto deber de que se apliquen las leyes, en lo que sea indispensable para afianzar la paz y el por­venir de la nación.

 

“Mexicanos: Encaminemos ahora todos nuestros esfuerzos a obtener y a consolidar los beneficios de la paz. Bajo sus auspicios, será eficaz a protección de las leyes y de las autoridades para los derechos de todos los habitantes de la república.

 

"Que el pueblo y el gobierno respeten los derechos de todos. Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz.

 

"Confiemos en que todos los mexicanos, aleccionados por la prolongada y dolorosa experiencia de las calamida­des de la guerra, cooperemos en adelante al bienestar y a la prosperidad de la nación, que sólo pueden conseguirse con un inviolable respeto a las layes y con la obediencia a las autoridades ele­gidas por el pueblo.

 

"En nuestras libres instituciones, el pueblo mexicano es el árbitro de su suer­te. Con el único fin de sostener la causa del pueblo durante la guerra, mientras no podía elegir sus mandatarios, he debido, conforme al espíritu de la Consti­tución, conservar el poder que me había conferido. Terminada ya la lucha, mi deber es convocar desde luego al pueblo para que sin ninguna presión de la fuerza y sin ninguna influencia ilegítima elija con absoluta libertad a quien confiar sus destinos.

 

"Mexicanos: Hemos alcanzado el ma­yor bien que podíamos desear, viendo consumada por segunda vez la inde­pendencia de nuestra patria. Cooperemos todos para poder legarla a nuestros hijos en camino de prosperidad, aman­do y sosteniendo siempre nuestra inde­pendencia y nuestra libertad.

 

"México, julio de 1867."

 

Bibliografía.

 

Bravo Ugarte. J. Historia de México (3 vols.), México, 1941.

 

Chevalier, F. y otros   La intervención francesa y el Imperio de Maximiliano, cien años después, 1862 - 1962. México, 1965.

 

González Navarro, M. La Reforma y el Imperio, México, 1971.

 

León-Portilla, M. y otros, Historia documental de México (2 vols.), México, 1964.

 

Rojas Pérez Palacios, A. Centenario de la restauración de la república, México, 1968.

 

Torre Villar, E. de la  La intervención francesa y el triunfo de la República, México, 1968.

Este sitio web fue creado de forma gratuita con PaginaWebGratis.es. ¿Quieres también tu sitio web propio?
Registrarse gratis