Historias, Leyendas y Cuentos de México

Capítulos 21 a 30

21.            Los chichimecas de Mixcóatl y los orígenes de Tula.

Por: Miguel León-Portilla

 

La situación prevaleciente tras la desintegración del mundo clásico mesoamericano.

 

La arqueología y las fuentes históricas permiten conocer, al menos en sus grandes rasgos, la situación que prevalecía en el al­tiplano central hacia principios del siglo X. Varias centurias habían transcurrido desde la desintegración del gran estado o imperio teo­tihuacano. Con el ocaso de la Ciudad de los Dioses, otros antiguos centros, y asimismo gentes venidas de distintos lugares, pudieron alcanzar entonces diversas formas de prepotencia. Recordemos primeramente los casos de El Tajín, en el área totonaca, y de la ciudad ­de Monte Albán, entre los zapotecas de Oaxa­ca,  que durante el período clásico habían estado bajo considerable influencia de Teoti­huacán.

 

La ruina de dicha metrópoli hizo posi­ble que tanto El Tajín como Monte Albán lo­graran mayor expansión por distintos rumbos de Mesoamérica. Algo parecido ocurrió, aunque en menor proporción, con la ciudad de Xochicalco, en el actual estado de Morelos. Su pujanza habría de perdurar durante algunos siglos. Ello le permitió influir en el desarrollo cultural de distintos pueblos, especí­ficamente en el de los chichimecas, invasores oriundos del norte, que pronto iban a asentarse en la región central.

 

Sin embargo, la desintegración de Teoti­huacán no significó la pérdida de su legado de cultura, ni tampoco el aniquilamiento, por muerte o fusión con otros grupos, de quienes habían sido sus habitantes o habían parti­cipado de algún modo en el contexto de su civilización. Gentes de origen teotihuacano subsistieron en diversos lugares del valle de México. De ello da testimonio, entre otras cosas, la que se conoce como cerámica Coyotlatelco, de color rojo sobre café, que parece ser natural evolución de piezas que se produjeron durante la última etapa del desarrollo de Teotihuacán. Tal tipo de cerámica, así como otros elementos culturales derivados de la Ciudad de los Dioses, han sido descubiertos en centros como Azcapotzalco, Oztotícpac, Coyoacán, el cerro de la Estrella, Culhuacán y otros varios. Confirma esto el carácter de reductos teotihuacanos adjudicado con razón a algunos de dichos sitios, como en el caso, particularmente obvio, de Azcapotzalco.

 

Por otra parte, consta que la ciudad y gran centro religioso de Cholula se mantuvo bajo la dominación de los teotihuacanos has­ta principios del siglo IX. Por este tiempo, grupos venidos del norte de Oaxaca y de las tierras menos elevadas del sur del actual es­tado de Puebla, se apoderaron violentamente del recinto cholulteca. Los que de este modo desalojaron a los teotihuacanos fueron los que se conocen como olmecas xicalancas y también como "olmecas históricos", haciendo así expresa distinción con respecto de los más antiguos olmecas, creadores de la cultura ma­dre en Mesoamérica. El triunfo de los olme­cas-xicalancas trajo consigo el inicio de un nuevo proceso de migraciones y dispersión de los teotihuacanos.

 

Recordaremos aquí tan sólo que muchos de ellos penetraron entonces en el país de los totonacas por la zona de El Tajín, para seguir luego hacia el sur  de Veracruz, donde hoy se nombra Los Tuxtlas. Estos emigrantes teotihuacanos, de los que quedaron algunos en los sitios  mencionados, pasaron a conocerse con el nombre de pipiles. Semejante título fue probable alusión al carácter de nobles o pipilitin que les reconocieron los pueblos con que fueron entrando en contacto. Y no deja­remos de recordar nuevamente que algunos contingentes de pipiles culminaron su pe­netración hasta sitios mucho más apartados en Chiapas, Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua.

 

Resumiendo lo expuesto sobre la situa­ción que prevalecía en el área central de Me­soamérica hacia los comienzos del siglo X, encontramos que antiguas ciudades como El Tajín, Xochicalco y Cholula, lejos de desa­parecer, habían lograda distintas maneras de florecimiento y expansión. En consecuencia, tales centros constituían una especie de puente cultural entre lo que había sido el desarro­llo del período clásico y lo que ocurrió luego en la etapa posclásica. Estos núcleos de civilización, así como las comunidades menos importantes que se habían convertido en lugares de refugio de grupos teotihuacanos, desempeñaron un papel de importancia en el conjun­to de las nuevas alteraciones que entonces se produjeron. Nos referimos a la influencia que en ocasiones les tocó ejercer sobre las hordas chichimecas que habían comenzado ya a pe­netrar desde las fronteras septentrionales de Mesoamérica.

 

Irrupción de los chichimecas acaudillados por Mixcóatl.

 

Debemos acudir a fuentes como los Anales de Cuauhtitlán en busca de una des­cripción de los invasores norteños cuya presencia marcó entonces nuevos rumbos a la trayectoria cultural mesoamericana. En este manuscrito, conservado en lengua náhuatl, mito e historia parecen confundirse al hablar de estos antiguos grupos de chichimecas que más tarde fueron conocidos como tolteca-chichimecas. Veamos la descripción que de ellos hace el documento indígena:

 

“Cuando los chichimecas vinieron a irrumpir, los guiaba Mixcóatl. Los Cuatrocientos mixcoas así vinieron a salir por las nueve colinas, por la región de las nueve lla­nuras. Sobre ellos cayó la diosa Itzpapálotl, 'Mariposa de obsidiana'. Devoró ésta y dio fin a los Cuatrocientos mixcoas. Tan sólo Iztac Mixcóatl, 'el Mixcóatl blanco', el que se llamaba también Mixcoaxocóyotl, escapó de sus manos y se metió en el interior de una biznaga. Itzpapálotl arremetió entonces con­tra la biznaga. Mixcóatl salió de prisa: flechó en seguida a Itzpapálotl repetidas veces e invocó luego a los Cuatrocientos mixcoas que habían muerto. Vinieron éstos a erguirse. Volvieron a vivir. Luego flecharon una y otra vez a la señora ltzpapálotl.

 

“Cuando ésta murió, la quemaron los mixcoas, con sus cenizas se empolvaron y se pintaron alrededor de los ojos. Cuando hubieron hecho esto, prepararon el envoltorio donde habían colocado las cenizas y fueron a reunirse al lugar que se nombra Mazatepec, 'en el cerro del Venado'.

 

“Allí tuvieron su principio los cuatro portadores calendáricos de los años: el primero fue Acatl, "caña"; el segundo, Técpatl, "pe­dernal"; el tercero, Calli, "casa", y el cuarto, Tochtli "conejo".

 

“En el año 1 Caña, salieron de Chicomoztoc, 'el lugar de las siete cuevas', los chichimecas, según se dice, se refiere, en su historia. La cuenta de los años, la cuenta de los destinos,  la cuenta de las veintenas de días estaban al cuidado de los que se nombran Oxomoco y Cipactónal. Oxomoco era un hombre: Cipactónal era mujer. Ambos eran de los viejos y viejas muy ancianos...

 

“En el año 5 Caña vinieron a llegar los chichimecas. Vivían como flechadores. No tenían casas, no tenían tierras, su vestido no eran capas tejidas, solamente pieles de ani­mal era su vestido y con hierba también lo hacían. Sus hijos sólo en redecillas, en 'hua­cales', se criaban. Comían tunas grandes, grandes cactus, maíz silvestre, tunas agrias. Mucho se afanaban con todo esto... Se dice, se refiere, que durante todo este tiempo vivían los chichimecas todavía en oscuridad. Se dice que, estando todavía en tinieblas, ningu­no era su renombre, ninguna su fama, nulo su bienestar, sólo vivían como vagabundos...

 

Los orígenes y las formas de vida de los chichimecas, así descritas en esta larga cita del texto indígena de los Anales de Cuauhtitlán, eran ciertamente muy distintas de las que habían preservado los pueblos sedentarios herederos de la civilización clásica mesoamericana. La organización social, política, económica y religiosa de estos últimos, sus  poblaciones en mayor o menor grado urbanizadas, sus campos de cultivo, formas de alimentación y, en una palabra, su realidad cultural, contrastaba con cuanto era atributo de las hordas nómadas de agresivos cazado­res y guerreros de la flecha y el arco.

 

Sin embargo, debemos notar expresamen­te que no todos los textos que describen las formas de vida de estos chichimecas, que más tarde habrían de ser los fundadores de Tula, coinciden en cuanto a la penuria de su desarrollo cultural. Hay desde luego algunos testimonios, como los del cronista Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, que, por el contrario, adjudican a los chichimecas rasgos y sistemas de organización que en mucho se asemejan a los que fueron característicos de los pueblos sedentarios. Aunque al parecer fantaseó en esto el cronista Ixtilxóchitl, hay también otros textos en los que, atenuadas las exageraciones, encontramos noticias que no conviene pasar por alto.

 

Los toltecas-chichimecas como pueblo que “regresa” a Mesoamérica.

 

Del Códice Matritense de la Academia de la Historia, donde se conservan los testimonios en náhuatl de los informantes de Sahagún, proviene la información que en seguida vamos a analizar. Al hablar allí de la procedencia y atributos de los que más tarde se conocieron como tolteca-chichimecas, se afirma insistentemente que no habían sido éstos originalmente gentes primitivas. Los informantes indígenas de Sahagún dejan entrever indicios de que los tolteca-chichime­cas eran descendientes de grupos que -saliendo del altiplano central- habían penetrado en tiempos antiguos en las regiones del norte. Allí habían establecido avanzadas, o si se quiere especies de “marcas” como expansión de las fronteras de la zona de alta cultura. Su irrupción o marcha hacia el sur (tras la que hoy conocemos corno "desintegración" del mundo clásico mesoamericano), podía interpretarse como una forma de regreso a su pa­tria original. A continuación transcribimos una parte del texto en el que precisamente se expresa esta opinión:

 

“Todos éstos se llamaban a sí mismo chichimecas. Todos así se jactaban de la chi­chimecayotl (naturaleza y conjunto de los chichimecas), porque habían marchado a las tierras chichimecas, allí habían ido a vivir. En realidad ahora regresaban ellos de la tierra chichimeca, de las grandes llanuras de la casa dardos, del norte, la región de los muertos...

 

“Los distintos pueblos nahuatlacas se llamaban chichimecas porque vinieron a regresar, desde allá, desde la tierra chichimeca. Se dice que retornaron de Chicomóztoc... Los toltecas se nombran también chichimecas...”

 

De aceptar como cierta esta tradición de los informantes indígenas de Sahagún, cabe percibir en ella un nuevo elemento de explica­ción. Proporciona éste ayuda para compren­der mejor cómo pueblos, al parecer nómadas y de cultura primitiva, se transformaron du­rante un lapso relativamente breve en comu­nidades sedentarias, anticipo del poderoso estado cuya metrópoli fue Tula, en el actual estado de Hidalgo.

 

Por otra parte, creemos que esta antigua tradición puede entenderse, desde un punto de vista distinto; en relación con los hallazgos de la arqueología. Hemos hablado en páginas anteriores de la aparición, en varios lugares del valle de México, de la que se conoce como cerámica Coyatlatelco, de color rojo sobre café. Dicha cerámica constituyó, según se ha señalado, una forma de derivación de producciones teotihuacanas, también en rojo sobre café, de los últimos tiempos del florecimiento de la Ciudad de los Dioses. Así, el hallaz­go de la  cerámica Coyotlatelco ha permiti­do identificar lugares donde la tradición cul­tural teotihuacana  subsistió de algún modo. Como ha notado el arqueólogo Román Pina Chan: “El complejo cultural que implican los hallazgos de cerámica Coyotlatelco marca la convivencia de grupos teotihuacanos, entre los años 650 a 900 d. de C., con gentes nahuas que habían llegado a la cuenca de México y que más tarde habrían de convertirse en los célebres toltecas”.

 

A nuestro parecer resulta posible relacio­nar tales testimonios arqueológicos con el texto que hemos citado de los informantes de Sahagún. Este puede tener el sentido de que los tolteca-chichimecas, tras una convivencia con habitantes de reductos teotihuaca­nos, regresaban para iniciar, por cuenta pro­pia, procesos de reacomodo y transformación cultural.

 

Sin pronunciarnos necesariamente por una u otra de las hipótesis que hemos esbozado, queremos dejar al menos constancia de que, con apoyo en las fuentes, hay indicios de diversas formas de influencia -en grado de alta cultura- recibidas de tiempo atrás por las que generalmente se describen como "hordas de chichimecas".

 

El porqué de la doble designación “tolteca-chichimeca”.

 

Dejando para investigaciones ulteriores la posible respuesta acerca de cuestiones como las que hemos discutido a propósito de la procedencia y niveles de cultura de los chichimecas de Mixcóatl, pasamos ya a ocuparnos de lo que fue de hecho su irrupción en el valle de México. A modo de considera­ción preliminar diremos al menos algo en relación con el nombre mismo de tolteca-chi­chimeca con que fueron conocidos muchas veces los descendientes de este pueblo de invasores.

 

Como bien lo notó fray Bernardino de Sahagún, se aplicó a dichos grupos la desig­nación de chihimecas en función de la vida nómada que se pensaba habían llevado antes. A dicho nombre se añadió el de toltecas para precisar que, más tarde, fueron ellos fundadores de una Tollan, o sea de una gran ciudad o metrópoli.

 

Como explicación de esto último recorda­remos que los mismos textos en lengua ná­huatl emplean la voz Tallan para designar no a una, sino a varias metrópolis. Así ha­blan en ocasiones de Tollan-Teotihuacán, es decir, de la antigua metrópoli de Teotihuacán o, por el contrario, de Tollan-Cholollan, la ciudad sagrada de Cholula.

 

Antes de que los chichimecas de Mixcóatl pasaran a ser fundadores de una metrópoli y a convertirse, en consecuencia, en toltecas, realizaron diversas incursiones en el ámbito del valle de México. Después de haber cruzado el de Toluca, pasaron, según todo parece indicarlo, hacia el rumbo de Acolman y Teotihuacán.

 

Más tarde se establecieron temporalmen­te en el cerro de la Estrella, al sur de los lagos; Desde allí su afán de dominio los llevó a la conquista de la región donde en el futuro llegarían a erigir la ciudad de Tula-Xicocotitlan. Al penetrar en esta zona, tuvieron que someter a grupos otomíes que la habitaban de tiempos antiguos. La dominación sobre los otomíes tuvo, entre otras consecuencias, la de que los futuros toltecas, de estirpe chichimeca y lengua náhuatl, comenzaran a mezclarse con una población otomiana.

 

De acuerdo con la interpretación de distintas fuentes indígenas, hecha por el inves­tigador Wigberto Jiménez Moreno, sabemos que los afanes expansionistas de Mixcóatl, el gran caudillo chichimeca, lo llevaron también a enfrentarse con pueblos de honda rai­gambre cultural. Si por una parte los chichimecas ampliaron entonces sus conquistas por diversos lugares de la región central, por otra se vieron asimismo culturalmente influi­dos por los pobladores del gran centro de Xochicalco y por los olmecas-xicalancas, dueños de Cholula desde el momento en que habían expulsado de ella a los teotihuacanos.

 

Antecedentes más inmediatos de la fundación de Tula.

 

Fuerza es reconocer que ni los textos in­dígenas ni la arqueología permiten asignar una fecha precisa al establecimiento de las gentes que había acaudillado Mixcóatl en el sitio donde llegó a erigirse Tula-Xicocotitlan. Nuestra preocupación por la cronología ten­drá que limitarse, por tanto, a señalar los co­mienzos del siglo X como el lapso durante el cual ocurrió dicho asentamiento. Por lo que toca a las circunstancias que lo rodea­ron, inevitablemente vuelve a hacerse presen­te lo legendario. En este caso se trata de los relatos en torno a quien, más que nadie, al­canzaría renombre en Mesoamérica, el sabio sacerdote "Nuestro príncipe", Quetzalcóatl.

 

Fue probablemente en la región de More­los donde la mujer de Mixcóatl, Chimalman, dio a luz un hijo, futuro héroe cultural de los tolteca-chichimecas. El nombre del vástago, que por cierto muy pronto quedó huérfano, fue el de Topiltzin, "Nuestro príncipe", cono­cido igualmente por el signo calendárico del día de su nacimiento como Ce Acatl, (1 caña), y asimismo, recordando la advocación de una importante deidad, como Quetzalcóatl. Pues­to que acerca de él habremos de tratar más ampliamente, nos limitamos aquí a referir lo que significó su actuación hasta el establecimiento definitivo de su pueblo en la que lle­gó a ser la metrópoli Tula-Xicocotitlan.

 

Según los Anales de Cuauhtitlán, en un año 6 Caña murió Mixcóatl, Totepeuh, "nuestro conquistador", considerado en algunos textos como padre de Quetzalcóatl. Su muerte dio ocasión de que otro guerrero principal, seguido por una facción de los tolteca-chichimecas, el señor Ihuitímal, se adueñara del mando supremo. Al parecer, quienes reconocían en Quetzalcóatl niño la legítima sucesión de Mixcóatl, optaron por ocultar al príncipe, temerosos del usurpador Ihuitímal.

 

Algunas tradiciones indígenas de Tepoz­tlán, en el estado de Morelos, refieren que el joven Ce Acatl Topiltzin pasó en aquel lugar algunos años, refugiado con sus abuelos ma­ternos.

 

Por su parte, los Anales de Cuauhtitlán, continuando el relato, describen la ulterior estancia de Quetzalcóatl en Tulancingo (Tollantzinco: "la Tollan pequeña"). Allí perma­neció cuatro años. En ese lugar edificó una casa de tablones, que era también su lugar de penitencia y meditación. Desde Tulancingo pasó más tarde Quetzalcóatl a Cuextlan, la región de los huastecos. Para ello hubo de vadear un río. Allí edificó un puente de piedras... En un año 5 casa, muerto ya el usur­pador Ihuitímal; un grupo de tolteca-chichimecas fue a buscar a Quetzalcóatl en Tulan­cingo para que fuera su sacerdote y a la vez su gobernante supremo.

 

La entrada de Quetzalcóatl en la que co­menzó a llamarse Tula-Xicocotitlan marca así de algún modo el nacimiento o fundación de la nueva ciudad. La confluencia de elemen­tos culturales que en ella se dejaron sentir tenía de hecho procedencias muy distintas entre sí. Innegablemente subsistieron allí algo del legado teotihuacano y también ras­gos y tradiciones chichimecas. Xochicalco, Cholula, Culhuacán, El Tajín y aun algunos centros del país de los huastecos y de otros rumbos hicieron aportaciones, directa o indirectamente, a la carga de cultura que no po­cos relatos describen como creación o descu­brimiento tolteca-chichimeca, realizado gra­cias a la sabiduría de Quetzalcóatl. El hecho es que en Tula-Xicocotitlan se consumó la transformación cultural de los antiguos nóma­das. Allí iba a florecer una especie de edad de oro, paradigma siempre enaltecido por los pueblos mesoamericanos de los tiempos posteriores. Lo que hoy conocemos acerca de Tula-Xicocotitlan es precisamente el tema que en seguida habrá de ocupar nuestra atención.

 

Cerámica de Coyotlatelco.

 

La cerámica Coyotlatelco se distin­gue por tener un fondo crema o amarillento de diversas tonalidades, sobre el que se ejecutó una variada decoración roja. Poco se puede decir con respecto a su forma, debido a que casi siempre aparece fragmentada, pero, por algu­nos tiestos de mayor tamaño, se obser­van formas muy especiales que sirven para relacionarlos con el horizonte an­terior. Las formas mejor conocidas son de pequeños vasos cilíndricos, platos o de cajetes con soportes anulares como las más predominantes.

 

La decoración ocurre en el interior del ejemplar en el caso de los platos o en el exterior cuando se trata de caje­tes o vasos. Esta decoración está constituida por motivos rectilíneos o curvi­líneos, aunque algunos tienden hacia cierto convencionalismo. De cualquier manera, y como lo indica Tozzer, hay una decidida diferencia entre la deco­ración interior de la exterior. La primera es más sencilla; los motivos son de gran variedad y van colocados dentro de una banda. La exterior es más rica, de mejor acabado y en muchos casos lleva otra capa de pintura blanca o cre­ma que da mayor vida a la decoración.

 

Los motivos decorativos interiores comprenden líneas ondulantes por toda la zona periférica de la vasija o bien a través de dicha banda; motivos en forma de S o Z y otro que recuerda el signo de interrogación; motivos escalonados; triángulos bordeados por líneas gruesas, finas o curvas y dibujos de ajedrez; espacios rodeados o lle­nos de puntos, o bien simples líneas cruzadas.

 

En cuanto a la decoración exterior, consiste en bandas anulares en la parte superior del recipiente, abajo de la cual hay diversos motivos tales como uno en forma de X, ganchos y figuras en forma de creciente; ganchos coloca­dos verticalmente. figuras de S; se­ries de cuadros unos cubiertos de pin­tura y los otros vacíos con un pequeño círculo en su centro; motivos escalona­dos o triangulares sobre la zona peri­férica; líneas finas entrecruzadas; líneas ondulantes, y otros al parecer florales.

 

Las figurillas de tipo Coyotlatelco, se caracterizan por tener el cuerpo sumamente delgado y una aguda y pronuncia­da nariz; generalmente la cabeza apare­ce pintada de rojo y el cuerpo va con un vestido en forma de capa, éste y el tocado por lo común aparecen pintados de amarillo. Son de mucho interés estas figurillas porque todavía conservan lo que podemos llamar fisonomía teoti­huacana, hecho que, junto con la cerá­mica, acusa una evolución o degenera­ción de los tipos teotihuacanos. Esto se confirma por el hallazgo como hemos visto de esta cerámica en Tula, siempre en las capas más bajas y por el hecho de que muchas de las vasijas retienen formas que también recuerdan la teoti­huacana, es decir, fondo plano y pare­des divergentes, manifestando ambos rasgos relación de vasijas teotihuaca­nas con las del Horizonte Histórico.

 

La cerámica Coyotlatelco fue tam­bién encontrada en Tenayuca y asocia­da con cerámica posterior, lo que indica que este tipo de cerámica continuó su manufactura aun después de la caída de Tula. Asociada esta cerámica tanto en Coyotlatelco como en Tenayuca. aparecen otros tipos de cerámica y con otras decoraciones, pero que no tienen el valor diagnóstico que la de Coyotlatelco.

 

(El texto de este inciso se tomó de E. Noguera, La cerámica arqueo­lógica de Mesoamérica, págs. 101 y 102, México, 1965).

 

Bibliografía.

 

Alva Ixtlilxóchitl, F. de Obras históricas (2 vols.). México, 1892.

 

Anales de Cuauhtitlán. en Códice Chimalpopoca, ed. fototípica y traduc­ción del Lic. Primo Feliciano Velázquez, México, 1945.

 

Jiménez Moreno, W.  Tula y los toltecas según las fuentes históricas, Revista Mexicana de Estudios Antropológicos, t. 1, págs. 79-83, México, 1941.

Síntesis de la historia pretolteca de Mesoamérica, en Esplendor del México Antiguo, t. II, México, 1959.

 

Krickeberg, W. Las antiguas culturas mexicanas, México, 1961.

 

León-Portilla, M. Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares, Mé­xico, 1971 (3ª  ed.).

 

Piña Chan, R. Una visión del México prehispánico, México, 1967. Tula y los toltecas, Primera mesa redonda, Sociedad Mexicana de An­tropología, México, 1941.

 

22.            Tula y la toltecáyotl.

Por: Miguel León-Portilla

 

Los pueblos nahuas de tiempos posteriores -entre ellos de: modo muy especial los tetzcocanos y mexicas- mantuvieron viva, como habremos de verlo, su elevada estima­ción por todo aquello que consideraban como legado cultural de los toltecas. Quienes así se sentían herederos del conjunto de creaciones alcanzadas por los vasallos de Quetzalcóatl en Tula, conservaron, por medio de la tradición, numerosas leyendas y otros relatos, en parte históricos, sobre este pasado tenido como de máximo esplendor. De hecho, para designar tal herencia de cultura se valieron de un tér­mino sumamente expresivo. Era éste la voz toltecáyotl derivada de  la palabra toltécatl y formada con el sufijo o partícula yotl, que le confiere un sentido abstracto y colectivo a la vez. Toltecáyotl es decir, toltequidad, significó, por tanto, el conjunto de las realizaciones de los toltecas y asimismo la esencia de los ideales que fueron guía e inspiración de dicho pueblo.

 

Las modernas investigaciones acerca de la cultura tolteca.

 

Para valorar -hasta donde ello es posi­ble- lo que fueron realmente Tula-Xicoco­titlan y el legado de la toltecáyotl es necesario tomar en cuenta antes los cambios que histo­riadores y arqueólogos han ido introducien­do en sus apreciaciones y, de modo especial, en la división en períodos de la secuencia cultural que se desarrolló en el altipla­no central de México. Antes de las exploraciones arqueológicas de Tula, iniciadas de modo sistemático hacia 1941, se pensaba generalmente que la gran metrópoli de los toltecas había sido Teotihuacán. En este sentido se consideraba, al menos implícitamente, que la  toltecóyotl, la herencia de alta cultura recibida por pueblos como los mexicas, que más tarde entraron en el valle de México, derivaba fundamentalmente de la Ciudad de los Dioses.

 

Ésta era tenida como "la Tula" más im­portante del México antiguo. En apoyo de tal aseveración se recordaba que precisamente la voz náhuatl Tollan (Tule) significaba "ciudad, metrópoli" en el mundo prehispánico. De este modo, para la gran mayoría de los estudiosos ambas designaciones, teotihuacano y tolteca, significaban realmente lo mismo.

 

Cuando en la década de 1940 comenzaron las excavaciones sistemáticas en la Tula-Xi­cocotitlan del estado de Hidalgo, y se relacionaron tales hallazgos con las fuentes históri­cas, comenzó a modificarse radicalmente el esquema de la secuencia cultural en el alti­plano central. La nueva tesis implicó atribuir en exclusiva la designación de toltecas a los habitantes de Tula-Xicocotitlan, de tiempos muy  posteriores al esplendor teotihuacano. Una mesa redonda, convocada expresamente por la Sociedad Mexicana de Antropología para discutir esta problemática, tuvo como consecuencia la formulación de otras varias conclusiones. Entre ellas hubo el reconocimiento definitivo, como dos realidades diferentes, de las que en adelante se llamaron cultura teotihuacana o del período clásico y cultural tolteca de Tula, esta última situa­da ya en los primeros siglos del horizonte posclásico. Mutación tan radical en lo que se conocía sobre la evolución cultural del México antiguo trajo consigo una larga serie de nuevas investigaciones, que todavía prosiguen.

 

Considerando a Tula-Xicocotitlan como la auténtica metrópoli tolteca, se atribuyó a ella haber sido el gran centro creador de todo el conjunto de artes y más elevados ideales que los nahuas posteriores afirmaban haber recibido de los toltecas. En  otras palabras, se pensó que en dicha ciudad se hallaba la raíz de la toltecáyotl. Al aceptar esto, Teo­tihuacán, desde el punto de vista histórico, quedó entonces en la oscuridad. Con toda su grandeza, la Metrópoli de los Dioses, privada de historia, y hasta cierto punto de resonan­cia ulterior, pasó a ser una especie de "ciu­dad fantasma" del mundo mesoamericano.

 

En busca de los orígenes de la “toltecáyotl”.

 

Sin embargo, un examen más detenido de la documentación en náhuatl, donde se descri­be con vivos colores el conjunto de creaciones de los toltecas, en donde, precisamente, para designarlas, se emplea el término abstracto toltecáyotl, movió a algunos investigadores a plantearse nuevos problemas. Por ejemplo, entre ellos estuvieron el referente a los orígenes del culto a la deidad Quetzal­cóatl, que parece remontarse a tiempos anteriores al florecimiento de Tula-Xicocoti­tlan. Otra cuestión, de mayores alcances todavía, apuntó a lo que debía entenderse como raíz o foco de inspiración de las mas elevadas formas de creación de los pobladores de la región central.  ¿Debía restringirse el origen último del gran desarrollo cultural descrito en los textos a la etapa del posclá­sico, durante la cual se fundó y existió Tula­-Xicocotitlan?

 

Según los testimonios en náhuatl, los tol­tecas fueron extraordinarios artífices, "que ponían su corazón endiosado en sus obras". Entre éstas destacaban sus pirámides, tem­plos y palacios, sus pinturas murales y esculturas, su refinada cerámica, en la que el barro "había aprendido a mentir" hasta tomar las más variadas formas de dioses, hombres, animales, plantas y de  cuanto cabía imaginar. De modo especial los tolte­cas habían sido quienes fomentaron el culto del dios Quetzalcóatl, como divinidad supre­ma que atraía a sus seguidores a una vida de perfeccionamiento moral y de sabiduría. En resumen, decir tolteca en el contexto de los mexicas, tetzcocanos y otros, así como aludir al sacerdote conocido también con el nombre de Quetzalcóatl, equivalía a evocar los más elevados atributos  espirituales.

 

Podía aceptarse que esto era aplicable hasta cierto punto a quienes habían edificado la ciudad de Tula-Xicocotitlan. Sin embargo, un elemental conocimiento de la arqueología teotihuacana obligaba, por otra parte, a afirmar que casi todo lo bueno y grande descu­bierto en Tula había existido antes, en mayor proporción y con mayor refinamiento, en la Ciudad de los Dioses. Desde luego, el reconocimiento de estas realidades no podía ser -después ya de los nuevos hallazgos arqueológicos- un intento de volver a identificar a la Tula de que hablan los textos indígenas con la metrópoli teotihuacana. Por tanto, el punto que debía dilucidarse era el referen­te a la más honda raíz de las creaciones cul­turales en el altiplano central, a todo aquello que, en esencia, se significaba con la voz tol­tecáyotl, toltequidad.

 

A la luz de estas ideas hubo que analizar y comparar elementos y estilos caracterís­ticos en la arquitectura, la escultura, la pintura mural, la cerámica y los jeroglíficos, sobre todo calendáricos, así como en las representaciones y la simbología de las deida­des tanto de Teotihuacán como de Tula-Xicocotitlan. Menor grado de refinamiento, menor grandiosidad, y aun ausencia de algu­nas formas de creación (como los grandes murales o la riqueza y variedad de cerámica), fueron características fácilmente perceptibles en Tula-Xicocotitlan, puesta en comparación con lo que, por la arqueología, conocemos de Teotihuacán. Y a la vez venía a ser insoslaya­ble que había existido una dependencia, en lo que toca a la inspiración de estilos culturales, de la población erigida por los tolteca-chichimecas con respecto a la Ciudad de los Dioses. Razonablemente era imposible dudar de que la raíz última de la toltecáyotl había que buscarla en Teotihuacán. En última instancia debía recordarse que la Ciudad de los Dioses se conoció también con el nombre de Tollan-Teotihuacán.

 

Como ya lo dijimos en páginas anteriores, sabemos de hecho que los fundadores de Tula-Xicocotitlan estuvieron influidos por grupos que habían preservado no pocos elementos del legado cultural teotihuacano. En este sentido conviene insistir en la bien com­probada existencia de reductos de gentes de estirpe teotihuacana que alcanzaron a subsistir en el valle de México. A esto pueden su­marse los contactos de los tolteca-chichimecas de Mixcóatl con centros como Cholula, Xochicalco y El Tajín, donde lo teotihucano no estuvo ausente.

 

Una justificación de los testimonios históricos.

 

El que las fuentes nahuas de tiempos pos­teriores hagan atribución plena de la toltecó­yotl a los fundadores de Tula-Xicocotitlan tiene explicación bastante aceptable. En rea­lidad, dichos testimonios se refieren al florecimiento más cercano en el tiempo, del cual se pensó que provenía el propio legado de cultural.

 

Los mexicas y los tetzcocanos se habían esforzado por vincular su nobleza con la de origen tolteca-chichimeca. Así, sin remontar­se a períodos mucho más alejados y seguramente oscurecidos en el recuerdo, se dejó es­tablecido el nexo con quienes en realidad ha­blan sido, en muchos aspectos, portadores y transmisores de  la alta cultura, los moradores de Tula-Xicocotitlan.

 

Las descripciones de los textos indígenas, lejos de perder por esto su significación, no son obstáculo para mejores formas de comprensión, si se atiende a lo que revela la arqueología tanto sobre Teotihuacán como acerca de la más tardía fundación en el actual estado de Hidalgo. Como en otro lugar lo hemos expuesto, no creemos, en consecuen­cia, que tenga sentido introducir alteración en las designaciones adoptadas de teotihuacanos (para  los habitantes de la Ciudad de los Dioses) y de toltecas (para los fundadores de Tula). A no ser que se opte por establecer cierta diferencia dentro del concepto mismo de tolteca. Podría así llamarse a los creadores de Teotihuacán, toltecas antiguos y, a los de Tula, toltecas recientes. Tal distinción tendría la ventaja de subrayar que la relación en que se encuentran Teotihuacán y Tula es la que existe entre una gran metrópoli, que fue foco y raíz de inspiración cultural, y otra ciu­dad menor, que pudiera tenerse como resur­gimiento tardío, logrado por un pueblo dis­tinto, influido de un modo o de otro por quienes, como creadores, lo precedieron.

 

Precisamente corresponde tratar ahora acerca de ese resurgimiento posterior, objeto de la investigación de los arqueólogos desde hace tiempo.

 

La descripción de lo que fue Tula-Xicocotitlan nos ayudará a comprender, al menos en parte, el significado que tuvo la toltecó­yotl entre los que, de seguidores del gran caudillo Mixcóatl, pasaron a ser pueblo del sabio sacerdote Ce Acatl Topiltzin (1 Caña Nues­tro Príncipe), Quetzalcóatl.

 

La zona arqueológica de Tula-Xicocotitlan.

 

El nombre mismo con  que se conoce la ciudad edificada por los tolteca-chichimecas es ya apuntamiento a su ubicación. Xicocotitlan significa "imito al Xicoco", es decir, a un lado del cerro de dicho nombre, a unos 80 kilómetros al norte de la ciudad de México, dentro yace lo que hoy es el estado de Hi­dalgo. La zona arqueológica abarca parte del valle, aprovechable para la agricultura y sur­cado por el río que justamente se nombra de Tula. El núcleo principal de edificaciones de la ciudad tolteca se yergue en sitio atinadamente escogido, o sea en una especie de pro­montorio fácilmente defendible gracias a la­ hondonada a través de la cual corre el río, que al menos en parte la circunda.

 

Aunque el conjunto principal, que es el que ha sido objeto demás intensas investiga­ciones, tiene dimensiones relativamente no muy grandes, hay, dentro de la zona, otros numerosos montículos que dejan ver clara­mente que Tula-Xicocotitlan llegó a ser un centro de considerable significación. Su núcleo de edificaciones más importantes está debidamente planificado en función de una gran plaza. En el centro de la misma quedan aún vestigios de un adoratorio pequeño. Al oriente se levanta el que se conoce como "Edificio C", que es una pirámide elevada a la que se le ha adjudicado el carácter de ha­ber sido "templo del sol". Al poniente, cierra la plaza el juego de pelota, clasificado como ''Número 2" para distinguirlo de otro que ha sido explorado y se sitúa fuera ya de la plaza central.

 

Al norte de ésta destacan, por su tamaño y características, la pirámide designada por los arqueólogos como "Edificio B". Es éste el monumento mejor estudiado hasta ahora dentro de la zona y el más suntuoso de la misma. La pirámide estuvo dedicada al dios Quetzalcóatl en su advocación de Tlahuizcalpantecuhtli, “Señor de la aurora”. Con una planta cuadrada de unos 40 metros de lado, la pirámide se compone de cinco cuer­pos escalonados, también de planta rectangular como su base. Su altura total es de 10 metros aproximadamente. Los varios cuer­pos de la pirámide terminan en talud y rematan en su parte superior con tableros verticales.

 

Tanto taludes como tableros estuvieron recubiertos por lápidas talladas y con bajos relieves. De hecho se ha conservado sólo una parte de las antiguas lápidas talladas. En ellas aparecen águilas y zopilotes reales que devoran corazones cuya sangre escurre en grandes gotas. En alternancia con tales representaciones hay también rostros que emergen de las fauces de serpientes emplu­madas, símbolos de Quetzalcóatl. En la parte superior de los tableros aparecen jaguares y coyotes que se asemejan a algunas imágenes pictóricas de palacios teotihuacanos y tam­bién a las representaciones de jaguares  en el templo superior del juego de pelota de Chi­chén-Itzá, en Yucatán.

 

Subiendo por la escalinata, situada en el centro del lado de la pirámide que mira a la plaza, se llega, en lo más alto, donde estu­vo edificado un santuario con dos recintos interiores. A la entrada de éstos había dos columnas en forma de serpientes empluma­das, con sus cabezas en el suelo y, en la parte superior, el remate de sus cuerpos con sus característicos cascabeles. La techumbre del primer recinto se hallaba sostenida por cuatro grandes figuras de guerreros con sus armas e insignias, los que hoy se conocen con el nombre de "atlantes de Tul a". El recinto posterior estaba a su vez formado por cuatro pilares de grandes piedras rectangulares, talladas por todos sus lados y también con representaciones alusivas a la guerra. Al pa­recer, bajo la techumbre del santuario inte­rior existió un altar, como fue también el caso en otros recintos sagrados de Mesoamérica.

 

La pirámide de Quetzalcóatl, Tlahuiz­calpantecutli, "Señor de la aurora", fue edificada en varias etapas. Durante la última se le adicionó al frente, es decir, en su costa­do sur que mira a la plaza, un gran vestíbulo o pórtico de 55 metros de largo y 15 de an­cho. La techumbre almenada del pórtico estaba sostenida por tres hileras de catorce columnas que se continuaron en su extremo oriente en dirección a la pirámide del Sol, o “Edificio C”, hasta acabar de cerrar por este lado el recinto de la plaza central. Como muchas veces se ha destacado, este gran vestíbulo o pórtico con su conjunto de colum­nas guarda estrecha semejanza con el que también existió en el "Templo de los guerreros" de Chichén-Itzá.

 

En el costado norte de la pirámide -fuera por tanto de la plaza central- hallamos al que se ha designado como "muro de serpientes" o Coatepantli. Con una altura de 2.20 me­tros, el muro está rematado por almenas que ostentan la forma de cortes de caracol. En el muro, y a modo de friso central, entre dos series de grecas escalonadas que estuvieron policromadas, hay una serie de representacio­nes de serpientes. De las fauces de éstas surge el cráneo de un personaje, cuyas extremidades, en parte descarnadas, son también visi­bles, juntamente con los cuerpos de los ofi­dios. Los arqueólogos han supuesto que estas representaciones, que convergen en un pun­to central, son alusión a la simbología de la "Gran estrella" (Venus) y se hallan por tanto en relación con Tlahuizcalpantecuhtli, “señor de la aurora o estrella de la mañana", uno de los títulos de Quetzalcóatl.

 

Continuando con la descripción del con­junto principal de edificaciones, deben mencionarse los restos del que se conoce como “palacio quemado”, situado al lado izquierdo de la pirámide de Quetzalcóatl y mirando también hacia la plaza central. Su planta comprende varias habitaciones. En el interior hay tres patios. Cada una de las estancias principales, de forma cuadrangular, incluye una banqueta que la circundaba y varios altares. Son perceptibles asimismo los vesti­gios de las columnas que sostenían la techumbre. En una de las salas la banqueta interior conserva su decoración original. Allí, en bajo relieve policromado, puede verse la procesión de trece personajes con lanzas y escudos. Más arriba, en la cornisa de la misma banqueta, hay una hilera de serpien­tes, probable alusión a Quetzalcóatl, “Serpiente emplumada”. Otras parecen ser recor­dación de Mixcóatl, "Serpiente de nubes".

 

Dentro de la que se conoce como sala número 2, se descubrió la escultura de un Chaac Mool, conocida con este nombre por su semejanza con otras del área maya. En reali­dad se trata de la probable representación de una deidad de la lluvia.

 

Finalmente, debemos mencionar otras edificaciones. Una es la que se conoce como “juego de pelota número 2”, situado al norte de la pirámide de Quetzcalcóatl y separado de ésta y del "muro de serpientes" por otra plazoleta. Este juego de pelota se encontró ori­ginalmente en avanzado estado de deterioro. Al parecer había sido privado del revesti­miento de piedra que  anteriormente tuvo. Su planta característica, de forma de doble T, mide aproximadamente 67 metros de larga por 12,50 de ancho. En el centro, a ambos la­dos, hay indicios de los lugares en que se hallaban los anillos de piedra por donde los ju­gadores tenían que arrojar la pelota. En los dos externos del patio interior o cancha  son visibles los vestigios de los nichos que allí existieron y en los que, según se ha supuesto, debieron estar colocadas efigies de deidades. De hecho las excavaciones realizadas han per­mitido encontrar vanas esculturas  y lápidas. Entre ellas mencionaremos la de un portaestandarte y la de un guerrero. Por lo que toca a las lápidas, hay una en la que aparece un jugador de pelota.

 

La tradición indígena acerca de Tula.

 

La descripción que hemos hecho, toman­do en cuenta los informes de los arqueólogos, del conjunto principal de edificios en Tula-Xicocotitlan, cobrará mayor significación si recordamos algunos de los antiguos textos que hacen referencia a la metrópoli tolteca. Citaremos al menos una parte del relato que obtuvo fray Bernardino de Sahagún de la­bios de sus informantes indígenas:

 

“De haber morado y vivido allí juntos (los toltecas) hay señales por las muchas obras que allí hicieron. Entre las cuales deja­ron una que está allí y hoy en día se ve, aun­que no la acabaron, que llaman Coatlaquetzalli, que son unos pilares de la hechura de culebra y tienen la cabeza en el suelo, por pie, y la cola y los cascabeles de ella tienen arriba...

 

“Las casas que hacían muy curiosas, que estaban de dentro muy adornadas de cierto género de piedras preciosas, muy verdes, por encalado; y las otras que no estaban así ador­nadas, tenían un encalado muy pulido que era de ver, y piedras de que estaban hechas, tan bien labradas y tan bien pegadas que pa­recían ser cosa de mosaico...

 

“Había también un templo que era de su sacerdote llamado Quetzalcóatl, mucho más pulido y preciso que las casas suyas, el cual tenía cuatro aposentos: el uno estaba hacia el oriente, y era de oro, y llamábanle aposento o casa dorada, porque en lugar del encala­do, tenía oro en planchas y muy sutilmente enclavado; y el otro aposento estaba hacia el poniente, y a éste le llamaban aposento de es­meraldas y de turquesas, porque por dentro tenía pedrería fina... El otro aposento estaba hacía el mediodía, que llaman sur, el cual era de diversas conchas mariscas, y en lugar del encalado tenía plata, y las conchas de que es­taban hechas las paredes estaban tan sutilmente puestas que no parecía la juntadura de ellas; y el cuarto aposento estaba hacia el nor­te, y este aposento era de piedra colorada y jaspes y conchas muy adornado.

 

“También había otra casa de labor de plu­ma, que por dentro estaba la pluma en lugar de encalado, y tenía otros cuatro aposentos; y el uno estaba hacia el oriente, y este era de pluma rica amarilla, que estaba en lugar de encalado, y era de todo género de pluma amarilla muy fina; y el otro aposento estaba hacia el poniente, se llamaba aposento de plumajes, el cual tenía, en lugar de encalado, toda pluma riquísima que llaman xiuhtótol, pluma de un ave que es azul fino, y estaba toda puesta pegada en mantas y en redes muy sutilmente, por las paredes de dentro a manera de tapicería, por lo cual le llamaban quetzalcalli, que es aposento de plumas ricas; y al otro aposento, que estaba hacia el sur llamábanle la casa de pluma blanca, porque toda era de pluma blanca por dentro, a mane­ra de penachos, y tenía todo género de rica pluma blanca; y el otro aposento que estaba hacia el norte le llamaban el aposento de pluma  colorada, de todo género de aves pre­ciosas por dentro entapizado. Fuera de estas dichas casas hicieron otras muchas, muy cu­riosas y de gran valor.

 

“La casa u oratorio del dicho Quetzal­cóatl estaba en medio de un río grande que pasa por allí, por el pueblo de Tula, y allí tenía su lavatorio el dicho Quetzalcóatl, y le llamaban Chalchiuhapan. Allí hay muchas casas edificadas debajo de tierra, donde deja­ron muchas cosas enterradas los dichos tolte­cas, y no solamente en el pueblo de Tula-­Xicocotitlan se han hallado las cosas tan curiosas y primas que dejaron hechas, así de edificios viejos como de otras cosas...”.

 

Desde luego sería ingenuo entrar en busca de correspondencias entre la descrip­ción que nos conservó Sahagún y el conjunto de los hallazgos arqueológicos. Lo que debe destacarse, por encima de todo, en los testimonios de los informantes indígenas es su empeño en sublimar la grandeza de la me­trópoli de Quetzalcóatl, de cuyas creaciones e instituciones se sentían, en fin de cuentas, herederos. Buena prueba de esto último lo dio el hecho, por lo que a los aztecas se refiere, de los propósitos que tuvieron de vincularse para siempre con la estirpe tolteca, al escoger corno supremo gobernante suyo al señor Acamapichtli, oriundo de Culhuacán y pre­sunto descendiente de la antigua nobleza de Tula. Y si la magnificencia de dicha metrópoli se siguió exaltando de múltiples modos, lo mismo ocurrió respecto del conjunto de insti­tuciones que, según se pensaba, habían flore­cido en ella y habían integrado la toltecóyotl o toltequidad.

 

Sobre esto podríamos citar también otros muchos textos. Por vía de ejemplo transcribi­mos la versión castellana de lo que consigna en náhuatl el siguiente párrafo del Códice Matritense de la Real Academia:

 

“Estos toltecas, como se dice, eran na­huas. No eran popolocas, no eran bárbaros. Se llamaban también habitantes antiguos... Eran ricos, porque su destreza pronto los hacía hallar riquezas. Por eso se dice, hasta ahora, acerca de quien pronto descubre rique­zas: es hijo de Quetzalcóatl. El es su príncipe. Así era el ser y la vida de los toltecas...”

 

Ponderaciones como éstas continuaron siendo frecuentes en los textos en que los nahuas de tiempos posteriores hablan del florecimiento de Tula y de la riqueza y es­plendor de la toltecáyotl. Sin género de duda puede afirmarse que, a los ojos de quienes más tarde habrían de sentirse herederos del legado tolteca, parecían pocas todas las for­mas de exaltación del mismo. Así, una y otra vez, se siguió repitiendo que "el pueblo de Quetzalcóatl estaba compuesto por gentes sabias y experimentadas... Cuanto éstas hacían era maravilloso, precioso, digno de aprecio..."

 

Comprensible es que, frente a tan gran caudal de sublimaciones de lo tolteca, más de una vez haya surgido la duda entre los moder­nos investigadores acerca de la veracidad his­tórica de semejantes relatos y atribuciones. Por ello, como ya hemos señalado, se requiere ciertamente someter a una valoración crítica dichos testimonios. Entre otras cosas habrá que tomar conciencia de que, si bien el florecimiento de Tula-Xicocotitlan marcó una nueva etapa de desarrollo en la evolución de Mesoamérica, en última instancia la inspira­ción de muchas creaciones atribuidas a los toltecas tuvo raíces bastante más antiguas y profundas. En este sentido cabe repetir que no pocas de las exaltaciones de la toltecáyotl abarcaron de hecho, aun cuando sea incons­cientemente, formas de cultura cuyo origen ha de situarse en el período clásico y por tanto, debidas a los teotihuacanos.

 

Pero a la vez este reconocimiento no im­plica minusvaluar lo que fue en realidad adquisición y logro de los tolteca-chichimecas, descendientes, enriquecidos ya culturalmente, de los grupos que habían tenido como caudillo a Mixcóatl. Por tanto, obligado es reexa­minar hasta donde es posible tanto lo que fue herencia más antigua, desde el período clási­co, como también lo que significó la aporta­ción propia de quienes tuvieron por metrópoli a Tula-Xicocotitlan. Sólo así podrá com­prenderse más adecuadamente lo que, en resumidas cuentas, significó la toltecáyotl. Con este criterio parece conveniente dar informa­ción complementaria sobre lo que se conoce por la arqueología acerca de la ciudad de Tula, y asimismo de la prepotencia cultural y la expansión política que la misma llegó a alcanzar.

 

La zona arqueológica de Tula fuera del conjunto de sus monumentos principales.

 

Contrarrestando la impresión que a veces se tiene de que Tula-Xicocotitlan fue un cen­tro relativamente pequeño, existen no pocos indicios -montículos hasta ahora no explorados y restos de otras construcciones- de los que es necesario tomar nota para lograr una apreciación más justa. Con este propósito describiremos brevemente algo de lo que ya se conoce aparte del núcleo de edificaciones asociadas a la plaza central y a la plazoleta norte.

 

Al sudoeste de la zona arqueológica se sitúan los vestigios del que llamó "palacio tol­teca" el investigador francés Désiré Charnay, que realizó allí algunos trabajos hacia 1880. Al norte, también algo apartado, existe otro edificio de características muy especiales, conocido generalmente con el nombre de monumento de "El Corral". Su planta comprende una construcción circular en el centro, con otras dos rectangulares al este y al Oeste. Como han señalado algunos arqueólogos, tal tipo de edificación recuerda hasta cierto pun­to la de las yátatas o templos indígenas de la zona de Michoacán. El cuerpo central denota, en su forma circular, haber estado consagrado a Quetzalcóatl en su advocación de Ehécatl o dios del viento. Un pequeño altar adosado os­tenta otro interesante bajo relieve en el que asimismo pueden verse procesiones de guerreros, cráneos y tibias humanas, así como serpientes emplumadas. Al nordeste de esta edificación principal de "El Corral" hay asi­mismo vestigios de habitaciones, probablemente restos de lo que cabe suponer fue un palacio.

 

En la zona arqueológica de Tula pueden verse además otros muchos montículos que hasta ahora no han sido objeto de investiga­ción sistemática. Su existencia lleva a reconocer que, durante los días de su esplendor, fue éste un centro más amplio de lo que generalmente se supone. Allí debió de haber vivido una población de varios miles de habitantes. Además del supremo gobernante, la nobleza, los funcionarios, los jefes de los guerreros, los sacerdotes, los artífices y artesanos, había también conglomerados de gente del pueblo, antecesores de los que, en etapas posteriores, se conocieron como macehualtin.

 

Expansión y logros de la cultura tolteca.

 

La arqueología y algunos testimonios his­tóricos permiten afirmar que durante el florecimiento de Tula-Xicocotitlan la alta cultura mesoamericana alcanzó su mayor expansión, ensanchadas por el norte las fronteras de la civilización mesoamericana. De un modo o de otro, la influencia tolteca se dejó entonces sentir hasta el río Soto la Marina, en Tamau­lipas, hasta la región de la Quemada, en Zacatecas, y por el rumbo del río Fuerte, en Sinaloa. Más tarde, como habremos de verlo, cuando ocurrió la ruina de Tula y la disper­sión de los toltecas, su influjo llegó a ámbitos, también muy apartados, del centro, el sur y el sudeste mesoamericanos.

 

Como atinadamente señala el investiga­dor Wigberto Jiménez Moreno, "desde el punto de vista arqueológico, el criterio de lo tolteca lo dan los monumentos de Chichén-­Itzá porque allí es fácil distinguir los elemen­tos toltecas extraños, adventicios, de la cultu­ra maya preexistente. Ahora bien, si uno com­para estos elementos extraños, que las fuentes mayas atribuyen a los toltecas, con elementos similares en la región del centro de México, encuentra inmediatas semejanzas con la Tula del estado de Hidalgo.

 

Entre estos elementos, creaciones características de los seguidores de Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl, pueden mencionarse los siguientes: una arquitectura de grandes conjuntos, en la que los detalles reciben con frecuencia  atención secundaria. Asimismo la concepción de los vestíbulos o pórticos sos­tenidos por hileras de columnas y las amplias salas, erigidas al parecer con fines de carácter ceremonial. En la escultura pueden mencionarse las siguientes formas principales: columnas de serpientes con la cabeza en el suelo y el extremo del cuerpo hacia arriba, co­lumnas de grandes proporciones a modo de cariátides, anillos de juego de pelota, Chac­-Mooles y portaestandartes. En lo que toca a los bajos relieves, muchas veces policroma­dos,  deben recordarse los que aparecen en múltiples frisos: procesiones de guerreros, representaciones de serpientes emplumadas en asociación con figuras humanas de Ce Acatl Topiltzin Quetzalcóatl, que aparece teniendo como fondo una serpiente emplumada, águi­las devorando corazones, figuras de tigres y coyotes.

 

La cerámica tolteca muestra, por una parte, relación con Teotihuacán en las producciones designadas como del tipo "Coyotlatelco", en rojo sobre café. Por otra, deja ver una evolución propia en la que se conoce como "Mazapa" y de la que hay numerosos ejemplos: ollas con cuello hacia afuera, trí­podes, platos, incensarios, sahumadores, bra­seros, pipas, comales, representaciones  de deidades.

 

En lo que a éstas últimas se refiere, sus efigies en barro, así como los bajos relieves y esculturas en piedra, permiten esbozar el elenco de los principales integrantes del panteón venerado por los toltecas. Lugar de suma importancia ocupaba el dios Quetzal­cóatl, representado de múltiples formas, como serpiente emplumada, como hombre­-pájaro-serpiente, como dios del viento y como estrella de la mañana. El fomentador de la agricultura, señor de la lluvia, Tláloc, era también objeto de especial adoración, y otro tanto puede decirse de Cintéotl, deidad del maíz, Itzpápalotl, la diosa de origen chichi­meca, "Mariposa de obsidiana", Tonatiuh, “el sol”, así como el dios viejo, señor del fuego, Huehuetéotl.

 

Por lo demás,  como insistentemente lo repiten códices y tradiciones, figura central en el florecimiento tolteca fue la del tantas veces mencionado sabio sacerdote y héroe cultural, nacido en la fecha calendárica 1 caña, Nuestro Príncipe, Quetzalcóatl. Al ocuparnos más directamente de él, veremos como su pensamiento y actuación fueron símbolo y raíz de la toltecóyotl. Confundido en ocasio­nes con la deidad de igual nombre, aparece otras veces como personaje distinto, vástago portentosamente concebido por Chimalman y de algún modo descendiente también del caudillo Mixcóatl. Quetzalcóatl penitente, consagrado a la meditación, descubridor de maravillas, hacedor de portentos y escudriña­dor de las realidades divinas, que a la postre tuvo que marcharse rumbo hacia el Oriente, volverá a ser mencionado en los textos indígenas por sus legendarias actuaciones en diversos lugares, en el área maya y en otras apartadas regiones. Finalmente, la creencia en su anunciado retomo, lejos de desvanecerse, sobrevivió varios siglos después de la ruina de Tula, hasta los tiempos de la conquista española.

 

Algunos estudiosos han pretendido esta­blecer relación entre las fechas de los cóm­putos indígenas, dadas por los antiguos tex­tos al tratar de la vida de Quetzalcóatl, y el calendario de origen europeo. Según esto, el sabio sacerdote debió de haber vivido a lo largo de buena parte del siglo X. Especí­ficamente ha llegado a sostenerse, por ejemplo, que su muerte o desaparición ocurrió en otro año también 1 Caña, que correspondió al de 999. Las fuentes que relacionan su salida de Tula con la  decadencia de dicha metrópoli no dejan por esto de hacer referencia y dar los nombres de quienes fueron tenidos como sucesores suyos en el gobierno de los toltecas. Se habla así de Ma­tlacxóchitl, que reino hasta el año 10 Conejo (1034); de Nauhyotzin, que vivió hasta 12 Casa (1049); de Matlacoatzin y de Tlicohuatzin, hasta llegar al año 9 Conejo (1098). Es precisamente entonces cuando entra en escena la figura de Huémac, durante cuyo reinado tuvo lugar el colapso definitivo de Tula-Xicocotitlan.

 

Los testimonios acerca de Huémac y de la ruina de la metrópoli tolteca -fusión, una vez más, de historia y leyenda- serán objeto de nuestra atención más adelante. Sin embar­go, antes, debemos tratar más detenidamente de lo que se ha llamado el gran conjunto cultural, conjunto de enigmas, simbología de luz y misterio, en torno al sabio sacer­dote y supremo gobernante Quetzalcóatl.

 

Bibliografía.

 

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Sodi, D. Consideraciones sobre el origen de la Toltecáyotl, en Estudios de cultura náhuatl, vol. III, págs. 71-72, México, 1962.

 

23.            Quetzalcóatl.

Por: Miguel León-Portilla

 

Oscuros son los orígenes del conjunto de símbolos, mitos e historias que dieron forma a la imagen y atributos de la figura primordial de Quetzalcóatl, concebida siempre en relación con el universo de las realidades sa­gradas. Desde los días de los cronistas hispa­nos hasta el presente, muchas han sido las hipótesis propuestas, dirigidas a elucidar los atributos de la deidad y a explicar la aparición del héroe cultural, el sacerdote sabio y benévolo, a quien se  atribuye la invención de las artes y la grandeza de los antiguos tiem­pos toltecas. En el campo de la fantasía se llegó a pensar que el barbado señor Quetzalcóatl había sido un monje budista, un mi­sionero cristiano y hasta un tardío vikingo llegado por obra de un naufragio a las costas de Anáhuac.

 

Mucho más interesante que las fantasías y las interpretaciones simplistas se presenta la realidad del complejo cultural, que com­prende desde las más antiguas representacio­nes de la Serpiente emplumada hasta los relatos indígenas acerca de la vida y los portentos del sacerdote nacido en un día 1 Caña, Nuestro Príncipe Ce-Ácatl, Topiltzin, Que­tzalcóatl. Por consiguiente, es necesario acercarse al exuberante mundo de la simbología arqueológica en las esculturas, en los mura­les y en la plástica prehispánica en general y al de los mitos y leyendas, en los códices y documentos indígenas, principalmente náhuatl, maya, quiché y cakchiquel, si se quieren vislumbrar al menos algunas de las significaciones que tuvo para el hombre pre­hispánico el que cabe llamar enigma de Quetzalcóatl. Así quizás alcanzarán a  entreverse los posibles sentidos de un simbolismo que, por ser profundamente humano, tiene resonancias de validez universal.

 

Quetzalcóatl, enjambre de símbolos.

 

Comencemos por recordar los rasgos, elementos y atributos que, gracias a la arqueología y a las fuentes escritas, encontramos estrechamente relacionados con Quetzalcóatl. Como  su nombre indica, símbolo pri­mordial suyo es la serpiente, cóatl, de cuyo cuerpo nacen plumas preciosas, como las que tiene el ave quetzal. Quizá como un pri­mer antecedente de lo que legará a ser el gran complejo que tiene por centro a la Serpiente emplumada aparecen las representa­ciones de la misma y de otros ofidios fantásticos, desde los orígenes del florecimiento hacia una cultura superior de las principales zonas que integran el ámbito mesoamericano.

 

Ya en el país de los olmecas, entre Veracruz y Tabasco, antes de la era cristiana, se encuentra esculpida en más de una ocasión la imagen de la serpiente al lado de otras figuras de probable significación religiosa. En la zona maya, también desde los tiempos clásicos, hay no pocos bajos relieves y escul­turas con diversas formas de serpientes, algunas de ellas emplumadas, las cuales, aunque connotan diversas categorías de deidades y elementos cósmicos, a la vez confirman la antigua presencia de una simbología que es afín. Y casi parece superfluo decirlo, es en la Ciudad de los Dioses, en Teotihuacán, donde la maestría del arte clásico ofrece los más conocidos ejemplos, algunos extraordinarios, como los de la llamada pirámide de Quetzalcóatl. Allí, lo mismo que posteriormente en otros lugares del altiplano central, como Cholula, Xochicalco y Tula, se plasman y enriquecen los símbolos que integran el enjambre de atributos ligados a la imagen de la serpiente.

 

En Teotihuacán comienza a hacerse visi­ble la relación que existirá entre ella y la dei­dad de rasgos felinos, el omnipresente señor de la lluvia, designado por los nahuas con el nombre de Tláloc. También allí se insinúa la asociación de Quetzalcóatl con la región de las aguas divinas e inmensas que hay en el oriente, el país de la luz. De ello dan prueba los caracoles y conchas marinas que, juntamente con la efigie de Tláloc, acompañan a la Serpiente emplumada. Verosímilmente se halla también aquí la raíz de la ulterior rela­ción con el Señor de la casa del alba, el dios Tlahuizcalpantecutli, origen de su vincula­ción con la Huey citlalin, el planeta Venus, como estrella de la mañana.

 

Los códices o libros de pinturas de eta­pas más tardías confirman estas relaciones y las enriquecen con nuevos elementos y atri­butos. El mismo señor barbado que, junto con la Serpiente emplumada, aparece ya en vasijas teotihuacanas, también se presenta en varios libros indígenas, como los códices Borgia y Laud, donde ostenta los mismos atributos de Tláloc, dios de la lluvia, o los de Ehécatl, el Señor del viento, que barre los caminos de las aguas celestes e insufla la Vida. Él es asimismo guía de quienes emprenden grandes jornadas, como los comer­ciantes, y así se le invoca con el título de Yacatecuhtli, el "señor de la nariz o la punta".

 

Como otras deidades del México antiguo, Quetzalcóatl aparece frecuentemente con ras­gos que denotan que su realidad es una y dual a la vez. Su doble o nahual una especie de alter ego, es la sombría y monstruosa deidad que se conoce con el nombre de Xólotl. Como tal, tiene atributos que lo ligan a veces con la estrella de la tarde y con las realidades misteriosas de la región de los muertos. Pero el gran complejo de símbolos que giran alrededor de Quetzalcóatl es todavía más amplio. En varias leyendas y  representaciones plás­ticas lo encontramos como personaje que ac­túa en el contexto de los mitos de los orígenes cósmicos y del existir primordial. Unas veces se dice de él que es uno de los cuatro hijos del supremo dios Ometéotl, el Señor dual por excelencia; otras se le llega a identi­ficar con esta misma deidad y se afirma de él, valiéndose de un juego de palabras, que, en cuanto cóatl, no sólo es serpiente, sino también cuate o mellizo divino, al que hay que atribuir la realidad preciosa que simboli­zan las plumas de quetzal.

 

También dentro del tema de sus actua­ciones cósmicas se afirma que él ha presidi­do y creado algunas de las edades que han existido, las llamadas "soles" por los anti­guos mexicanos. De estas remotas épocas, cuando ocurrieron en alternante sucesión los nacimientos y las destrucciones de la reali­dad visible, datan las pugnas de Quetzalcóatl con su eterno rival, el Señor del espejo humeante, el dios Tezcatlipoca. Quetzalcóatl está asimismo presente y actúa en la crea­ción del quinto sol, el último de la serie, el que tuvo su mítico principio en Teotihuacán. Igualmente se debe a él la más reciente res­tauración de los seres humanos, ya que él descendió a la región de los muertos en busca de los huesos preciosos sobre los que había de sangrarse para hacer posible una nueva forma de vida en la tierra. El robo del maíz, el alimento por antonomasia de los mortales, habría de lograrse también gracias a Quetzalcóatl, que, en connivencia con la deidad de la lluvia, lo arrebató a las hormigas que lo tenían escondido en el "Monte de nuestro sustento".

 

Quetzalcóatl es deidad de múltiples rostros que reflejan, por encima de todo, sabidu­ría extraordinaria e inclinación constante de favorecer a los seres humanos. Sus actuacio­nes en el mundo de los dioses no tienen número. Las que se han recordado son únicamente las más conocidas y principales. Otras muchas podrían mencionarse, como aquellas en que aparece como inventor del calendario y como deidad que preside diversos períodos de tiempo, algunos de ellos tan grandes como las edades cósmicas y otros más restringidos a lo largo de las cuentas del año y de los días.

 

Compleja era sin duda la naturaleza de Quetzalcóatl en el pensamiento teológico de los sabios del México antiguo. Pero los mis­terios que circundan al dios que tuvo por símbolo a la Serpiente emplumada se  acrecientan más, todavía, al recordar la variada serie de mitos y leyendas acerca del persona­je del que se afirma vivió en la metrópoli de los antiguos toltecas y tuvo por nombre cl de Ce Ácatl, Topiltzin, Quetzalcóatl, el de la fecha calendárica 1 Caña,  Nuestro Prínci­pe, Quetzalcóatl. Héroe cultural, sabio entre los sabios, a él se atribuye en los antiguos textos la invención de las artes, elevadas doctrinas religiosas y todo lo grande y lo bueno: aquello que llegó a connotar en resumen la voz toltecóyotl, la toltequidad, el conjunto de las creaciones de los toltecas.

 

¿Son uno en el fondo la deidad dueña de los múltiples atributos y el gran sacerdote sabio y benévolo, verdadero héroe cultural para la conciencia indígena? ¿Qué explica­ción cabe dar a mitos como el que refiere la desaparición final de Quetzalcóatl y su trans­formación en la estrella del alba? ¿Cómo pueden entenderse las afirmaciones en textos indígenas provenientes de diversas regiones del altiplano central y de la zona maya acerca de la presencia del mismo héroe cultural en tiempos y lugares muy distantes entre sí? Estas preguntas y otras que podrían propo­nerse son reflejo del cúmulo de oscuridades que dan origen al llamado enigma de Quetzalcóatl. A lo largo de los años, y aun de los siglos, han surgido variadas respuestas, mu­chas de ellas fruto de fantasías, pero también algunas ofrecidas por investigadores de la religión prehispánica y en particular de este complejo cultural. Entre los mejores acercamientos recordaremos aquí el de Eduard Seler, profundo conocedor de las antigüeda­des mexicanas, para quien el tema de Quetzalcóatl constituye el mito principal de los pueblos mesoamericanos. Laurette Séjourné, en un trabajo reciente, busca la comprensión del "universo de Quetzalcóatl" desde el punto de vista de una interpretación de la simbología religiosa, para encontrar un conjunto uni­tario de lucubraciones que, a su juicio, pare­cen reflejo de un pensamiento casi místico. Con un enfoque más fáctico, César A. Sáenz ha precisado elementos y rasgos diversos en la multiplicidad de atribuciones de la deidad y del héroe cultural.

 

Aquí, sin pronunciarnos por una de estas formas de interpretación y análisis, preferi­mos dejar hablar a los antiguos documentos indígenas, religando así nuestra búsqueda de la imagen de Quetzalcóatl con lo que acerca de ella llegaron a expresar los sabios y los artistas del México anterior a la conquista. Entre otros textos acudimos a los que se conservan en el Códice Matritense, en los Anales de Cuauhtitlán, en la Historia tolteca-chichimeca, en las Colecciones de canta­res prehispánicos y en los Huehuetlatolli o discursos de los ancianos. Tomamos igualmente en cuenta la simbología y las diversas connotaciones expresadas en códices como el Borgia, el Borbónico, el Vindobonense, los conocidos como Vaticano A y B y otros más. Esto, como ya dijimos, sin dejar de tener presente siempre el mundo de testimonios que ofrecen los otros descubrimientos de la arqueología.

 

El dios Quetzalcóatl en los textos indígenas.

 

Comencemos por  aducir un texto proveniente del Códice Matritense en el que, al hablar de los toltecas, se proclama la supremacía divina de Quetzalcóatl y simultáneamente se establece la distinción entre él y el sacerdote que ha sido guía del pueblo, el sa­bio que ha lucubrado sobre los misterios de la divinidad y conoce las formas del culto que es menester practicar:

 

Eran cuidadosos de Las cosas de dios;

sólo un dios tenían;

lo tenían por único dios;

lo invocaban,

le hacían súplicas:

su nombre era Quetzalcóatl.

Y eran tan respetuosos de las cosas de dios,

que todo lo que les decía el sacerdote

Quetzalcóatl

lo cumplían, no lo deformaban.

El les decía, les inculcaba:

-Ese dios único,

Quetzalcóatl es su nombre.

Nada exige,

sino serpientes, sino mariposas,

que vosotros debéis ofrecerte,

que vosotros debéis sacrificarle.

 

(Códice Matritense de la Academia de la Historia)

 

Aunque a veces las figuras del sacerdote y del dios parecen confundirse en una sola realidad, el texto citado nos muestra que el pensamiento indígena concibió también la diferenciación de dos seres distintos: el de la deidad de los múltiples atributos y el del sa­bio, que mejor que nadie se ha acercado a ella y tal vez por eso mismo es el héroe cultu­ral por excelencia, nuestro príncipe y señor Quetzalcóatl, cuyo signo es la fecha 1 Caña. Esta distinción, por encina  de oscuridades, aparecerá al menos implícitamente en buena parte del caudal de testimonios indígenas conservados.

 

Así encontrarnos los textos que manifiestamente se refieren al personaje cuya realidad pertenece al mundo de los dioses y también aquellos que de manera diferente hablan del sacerdote que lleva igual título y que, si bien ha tenido una existencia portentosa, nació y vivió entre los seres humanos.

 

Múltiples son las descripciones que deja­ron los antiguos sabios acerca de la naturaleza y atributos de Quetzalcóatl concebido como un dios. En plena concordancia con las representaciones plásticas de los códices y de los hallazgos arqueológicos, el ser divino de Quetzalcóatl se menciona unas veces relacionado y aun identificado con el supremo dios dual y otras con distintas deidades; entre ellas, principalmente, Tláloc, el señor de la lluvia, y Ehécatl, el numen del viento. De los memoriales indígenas que se incluyen en el denominado  Códice Matritense tomamos esta primera imagen del dios Quetzalcóatl, en la que se hace alusión a no pocos rasgos de su compleja realidad:

 

Atavíos de Quetzalcóatl:

tiene puesto en la cabeza

un gorro cónico

hecho de piel de tigre.

Lleva rayas negras en todo su cuerpo;

suyos son tos atavíos propios del viento;

envuelto en varios ropajes,

tiene orejeras de oro torcidas en espiral;

un collar de oro en forma de caracoles marinos.

Lleva a cuestas su adorno de plumas de guacamaya;

un ropaje de orilla roja ciñe sus caderas;

en sus piernas hay campanillas

atadas con piel de tigre.

Blancas son sus sandalias.

Su escudo tiene la joya de la espiral del viento.

En una mano está su bastón de medio codo.

 

(Códice Matritense del Palacio Real.)

 

El dios que tiene por propios los atavíos del viento, los caracoles marinos y las plu­mas de guacamaya ostenta asimismo en su característico gorro cónico la piel del ocelote que parece evocación de Tláloc, que tuvo, desde tiempos antiguos, rasgos felinos. Entre los varios textos que nos confirman esto mismo, así como la identificación de Quetzalcóatl con el viento, está el que sigue, tomado también del Códice Matritense:

 

Así se llamaba, así lo invocaban:

Quetzalcóatl.

Viene de los cuatro rumbos del mundo;

llega de los cuatro grandes sectores.

En primer lugar viene de allá,

de donde sale el sol,

de donde se dice lugar de Tláloc.

A este viento que de allá viene

lo nombran Tlalocáyotl,

esencia y fuerza de Tláloc .

 

(Códice Matritense del Palacio Real)

 

Significativo es también un hecho, reco­gido en el mismo códice al hablar de las celebraciones que tenían lugar con motivo de la fiesta del fuego nuevo. Describe los atavíos de los sacerdotes que actuaban como representantes de diversas deidades, y afirma, al reiterar la antigua vinculación, que entre ellos había algunos que indistintamente podían asumir el papel de Quetzalcóatl o de Tláloc:

 

Se ponían en orden todos,

los sacerdotes que hacen la ofrenda de fuego

van muy ataviados;

se han puesto las vestiduras de los dioses.

Cada uno representa a uno de ellos.

Algunos podían personificar

bien sea a Quetzalcóatl o a Tláloc..

 

(Códice Matritense del Palacio Real)

 

Pero sin duda la más importante de todas las manifestaciones que se hacen acerca de Quetzalcóatl es aquella que lo relaciona definitivamente con la suprema divinidad dual, adorada y conocida bajo múltiples títulos. Las palabras de un huehuetlatolli, dis­curso de los ancianos, dirigidas al recién na­cido a modo de imprecación, constituyen uno de los varios ejemplos que podrían citarse:

 

Te has fatigado, te has afanado;

fuiste forjado en el lugar de la dualidad,

más allá de los nueve travesaños celestes.

Te forjó, te labró, tu Madre, tu Padre,

el Señor y la Señora de la dualidad

que ciertamente es el mismo

que el Señor Nuestro Quetzalcóatl..

 

(Códice Florentino.)

 

Corrobora esta idea, en la misma colec­ción de antiguos discursos, la atribución a Quetzalcóatl del título de teyocoyani, inven­tor de los seres humanos:

 

Así es en verdad;

Fue por merecimiento del señor Quetzalcóatl,

el inventor de los hombres,

el hacedor de los seres humanos...

que es Señor y Señora de la dualidad.

Así se transmitió la palabra...

 

(Códice Florentino.)

 

Ya en las antiguas edades cósmicas había ejercido Quetzalcóatl esta función de hacedor de los seres humanos. Así, según el texto de los Anales de Cuauhtitlán, se le atribuye esta forma de actividad creadora, al tiempo mismo de la aparición de la prime­ra edad y sol que han existido:

 

Dicen que a los primeros hombres

su dios los hizo,

los forjó de ceniza.

Esto lo atribuían a Quetzalcóatl,

cuyo signo es 7 Viento;

él los hizo, él los inventó.

El primer sol que fue cimentado,

su signo fue 4 Agua...

 

(Anales de Cuauhtitlán.)

 

Y en el segundo de los soles o edades que, de acuerdo con varias fuentes, tuvo por signo el día 4 Viento, encontramos nuevamente a Quetzalcóatl rigiendo la realidad del universo hasta el momento en que su siempre activo rival Tezcatlipoca inicia una de las primeras luchas cosmogónicas de las que hablan los mitos nahuas. Nos dice la Historia de los mexicanos por sus pinturas:

 

Duró Quetzalcóatl siendo sol otras trece veces cincuenta y dos, que son seiscientos y setenta y seis años, los cuales acabados, Tez­catlipoca, por ser dios, se hacia tigre, como los otros sus hermanos lo querían. Y ansí andaba  hecho tigre y dio una coz a Quetzalcóatl, con la que lo derribó y quitó de ser sol...

 

Pero una vez más en  la siguiente edad, en el sol presidido por el signo 4 Lluvia, encontramos a la deidad de la Serpiente emplu­mada que realiza portentos para influir en el destino de quienes en ella habrían de existir. Veamos lo que dice la misma Historia de los mexicanos por sus pinturas:

 

Pasados estos años, Quetzalcóatl llovió fuego del cielo y quitó que no fuese el sol a Tlalocatecli y puso por sol a su mujer (la de éste) Chalchiuhtlicue, la cual fue sol seis veces cincuenta y dos años, que son trescientos y doce...

 

Recreados y también destruidos por tercera y cuarta vez consecutivas el sol y la tierra, al referirse los mitos a la última edad de la serie, la de los tiempos presentes, la que lleva  el nombre de Nahui 0llin, 4 Movi­miento, indefectiblemente repiten que éste fue el sol por antonomasia del señor Quetzalcóatl. Entre otras cosas, en el relato de los orígenes en el que se describe la hoguera cósmica encendida entonces por los dioses en Teotihuacán, aparece Quetzalcóatl como la figura más importante del mito. Bajo la advocación. de Nanahuatzin, el penitente señor de las llagas, es Quetzalcóatl mismo quien en realidad se arroja en la hoguera y se transforma en el sol. A él se atribuye igualmente la predicción de que el hacedor de los días y el calor, el astro que ilumina las cosas, habría de aparecer por él rumbo del oriente.

 

También es él quien con rostro y figu­ra de Ehécatl, señor del viento, propicia el sacrificio de los dioses para hacer posible que el sol continúe su camino y quede esta­blecido, al fin, lo que hoy llamaríamos el orden cósmico de la nueva edad.

 

Más tarde, en el conciliábulo de los dioses que deliberan sobre la manera como ha de restaurarse la vida humana en la tierra, será Quetzalcóatl el escogido para realizar los portentos que culminarán con la nueva aparición de los hombres. El dios sabio y benévolo emprende el viaje al Mictlan, la región de los muertos, en busca de los huesos preciosos que allí se conservan y que servirán para la formación de los humanos. El texto del mito que aquí ofrecemos figura ciertamente entre los más bellos poemas dejados por los antiguos mexicanos:

 

Y luego fue Quetzalcóatl al Mictlan. Se acercó a Mictlantecuhtli y a Mictlancíhuatl y en seguida les dijo:

 

Vengo en busca de los huesos preciosos que tú guardas, vengo a tomarlos.

 

Y  le dijo Mictlantecuhtli: ¿Qué harás con ellos, Quetzalcóatl?

 

Y una vez más dijo Quetzalcóatl: Los dioses se preocupan por que alguien viva en la tierra.

 

Y respondió Mictlantecuhtli: Está bien, haz sonar el caracol y da vueltas cuatro veces alrededor de mi círculo precioso.

 

Pero su caracol no tiene agujeros; llama entonces Quetzalcóatl a los gusanos; éstos le hicieron los agujeros y luego entran allí los abejones y las abejas y lo hacen sonar.

 

Al oírlo, Mictlantecuhtli dice de nuevo: Está bien, tómalos.

 

Pero, dice Mictlantecuhtli a sus servidores: ¡Gente del Mictlan! Dioses, decid a Quetzacóatl que los tiene que dejar.

 

Quetzalcóatl repuso: Pues no, de una vez, de una vez me apodero de ellos.

 

Y dijo a su nahual. Ve a decirles que vendré a dejarlos.

 

Y este dijo a voces: Vendré a dejarlos.

 

Pero luego subió, cogió los huesos preciosos: estaban juntos de un lado los huesos de hombre y juntos de otro lado los de mujer y los tomó e hizo con ellos un  ato Quetzalcóatl.

 

Y una vez más Mictlantecuhtli dijo a sus servidores: Dioses, ¿de veras se lleva Quetzalcóatl los huesos preciosos? Dioses, id a hacer un hoyo.

 

Luego fueron a hacerlo y Quetzalcóatl se cayó en el hoyo, se tropezó y lo espantaron las codornices. Cayó muerto y se esparcieron allí los huesos preciosos  que mordieron y royeron las codornices.

 

Resucita después Quetzalcóatl, se aflige y dice a su nahual: ¿Qué haré, nahual mío?

 

Y éste le respondió: Puesto que la cosa salió mal,  que resulte  como sea.

 

Recoge los huesos, los junta, hace  un lío con ellos, que luego llevó a Tamoanchan.

 

Y tan pronto llegó, la que se llama Quilaztli, que es Cihuacóatl, los molió y los puso después en un barreño precioso.

 

Quetzalcóatl sobre él se sangró su miem­bro. Y en seguida hicieron penitencia los dioses que se han nombrado: Apantectuhtli, Huictlolinqui, Tepanquizqui, Tlallamánac, Tzontémoc y el sexto de ellos Quetzalcóatl.

 

Y dijeron: Han nacido, oh dioses, los macehuales (los merecidos por la penitencia). Porque por nosotros hicieron penitencia los dioses.

 

(Leyenda de Los soles.)

 

Restaurados los macehuales, fue nece­sario proporcionarles un alimento para que vivieran. Quetzalcóatl acomete entonces la empresa de redescubrir para ellos el maíz, "nuestro sustento". Haciéndose encontradizo con la hormiga negra que lo tenía escondido, Quetzalcóatl la acosa a preguntas hasta que la hormiga se rinde y lo guía hasta el Tona­catépetl, el Monte de nuestro sustento. Llegados allá, el Señor de la Serpiente emplu­mada obtiene el maíz para los hombres y los dioses, ya que las mismas deidades, al enterarse del hallazgo, prueban también las semillas desgranadas. Después Quetzalcóatl pone maíz en los labios de los primeros hom­bres, Oxomoco y Cipactónal, para que, comiéndolo, como dice el texto, "se hicieran fuertes".

 

Rico, más allá de lo que pudiera sospecharse, es el ciclo de los mitos acerca del dios Quetzalcóatl en sus múltiples aspectos y advocaciones. Pero como ya hemos dicho; paralelamente a los relatos que sin lugar a duda lo vinculan con la suprema deidad creadora desde los orígenes cósmicos, existe asimismo la serie de textos, no ya sólo en náhuatl, sino también en varios idiomas de la familia maya, en los que se habla del héroe cultural, el sacerdote Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl. Aunque no puede negarse que en ocasiones parecen confundirse o aunarse la deidad y el sacerdote obrador de prodi­gios, ya hemos visto también que hay textos en los que la diferenciación es manifiesta para la conciencia indígena. Claramente se percibe esto en el fragmento del Códice Ma­tritense que hemos citado y en el que, des­pués de hablar de la deidad Quetzalcóatl, se afirma que "el guardián de este dios, su sacerdote, su nombre era también Quetzal­cóatl...".

 

De lo mucho que llegaron a decir los an­tiguos sabios acerca de este héroe cultural intentaremos aquí una breve recordación. A través de ella podrá quizá revivirse la imagen de aquel que, dedicado a la meditación religiosa y  a la creación cultural, es símbolo del más elevado espiritualismo en el ámbito de la América precolombina.

 

El sacerdote Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl, en los textos indígenas.

 

Año 1 Caña,

se dice, se refiere

que en él nació Quetzalcóatl,

el que se llamó Nuestro Príncipe,

el sacerdote 1 Caña Quetzalcóatl.

Se dice que su madre fue

la llamada Chimalman

Y así se refiere

cómo se colocó Quetzalcóatl

en el seno de su madre:

ésta se tragó una piedra preciosa...

 

(Anales de Cuauhtitlán.)

 

Al relato de la portentosa concepción del sacerdote parece contraponer el texto indí­gena las preocupaciones de Quetzalcóatl niño, ansioso por saber quién había sido su padre.

 

Es verdad que en algunos textos se dice que había sido hijo de Mixcóatl, el caudillo de los chichimecas procedentes del norte. Sin embargo, no es menos insistente la afirmación del prodigioso origen de Quetzalcóatl, idea que habrá de repetirse a propósito de Huitzilopochtli, concebido por la diosa Coatlicue al caer en el seno de ésta un copo de plumas finas. De cualquier modo, la aparición de quien llegaría a ser sabio entre los sabios está rodeada de oscuridades. El histo­riador indígena Chimalpahin niega en una ocasión que Quetzalcóatl hubiera nacido en Tula y dice que sólo había ocurrido un nuevo retorno de él para hacerse presente entre los toltecas.

 

Como corrigiéndose a sí mismo, al tra­tar de narrar los orígenes  de "Nuestro prín­cipe", escribe:

 

Entonces nació

Nuestro príncipe Acxitl, Quetzalcóatl,

allá en Tula.

Pero en verdad no nació,

porque sólo había regresado

para venir a manifestarse allí.

De dónde regresó,

no se sabe a punto fijo,

como lo refieren los ancianos...

 

(Chimalpahin, Memorial breve acerca de la fundación de Culhuacán.)

 

Si Quetzalcóatl no nació en Tula, sino que únicamente ha regresado a ella; si no se sabe a punto fijo de dónde ha venido, fuerza es admitir que se acrecenta el enigma que envuelve su origen como héroe cultural. Al final. de sus días, Quetzalcóatl desaparecerá cuando abandone la metrópoli tolteca para ir en pos de la tierra del color negro y rojo. Los textos en lenguas del mundo maya ha­blan de sus nuevas llegadas a apartadas regiones de Yucatán, Chiapas y Guatemala. Allá también será él gran señor, juez supremo de todos los señoríos, quien transmitirá las insignias del mando, el arte de las pintu­ras y las nuevas formas de culto. Al leer es­tas crónicas nace la inclinación a pensar que uno de los rasgos característicos del héroe cultural es precisamente que su vida supone una serie de manifestaciones, desapariciones y retornos. En pleno siglo XVI el mundo azteca seguiría aguardando el último retorno de Quetzalcóatl. Así parece explicarse la trágica confusión que movió a los aztecas a pen­sar que Hernán Cortés era el gran sacerdote que regresaba.

 

La idea de las presencias y ausencias, de las manifestaciones y los retornos de Quetzalcóatl da entrada a preguntas como éstas: ¿se trata de manifestaciones que suponen la identificación del sacerdote con la antigua deidad de la Serpiente emplumada? ¿Sería mera fantasía interpretar estos retornos como reencarnaciones o apariciones sucesi­vas de un héroe cultural que casi llega a ha­cerse omnipresente en el ámbito del México antiguo? ¿Fueron varios los sabios y sacer­dotes que sucesivamente hicieron suyo el título de Quetzalcóatl para expresar su decidi­da vinculación con un mundo de antiguas creencias y prácticas religiosas?

 

Al abrir la puerta a posibles intentos de respuesta, concentraremos aquí la atención en aquello que nos dicen los códices y otros documentos acerca del espiritualismo introdu­cido por Ce Ácatl Topiltzin en el contexto de la cultura náhuatl. Volviendo al testimonio de los Anales de Cuauhtitlán encontra­mos que, siendo  todavía joven, Quetzalcóatl marchó a la región de Tulancingo para dedicarse allí cuatro años a la meditación y la penitencia:

 

Año 1 Conejo,

entonces llegó Quetzalcóatl

allá a Tulancingo.

Allí pasó cuatro años;

hizo su casa de penitencia,

su casa de travesaños verdes.

Allá vino a salir por Cuextlan;

por ese lugar atravesó un río;

hizo para ello un puente.

Se dice que todavía existe...

En este año fueron a tomar los toltecas

a Quetzalcóatl

para que los gobernara

allá en Tula.

Y fuera también su sacerdote...

 

(Anales de Cuauhtitlán)

 

El escogido por los toltecas habría de edificar en Tula cuatro grandes palacios orientados hacia los distintos rumbos del universo. Desde allí comenzaría a gobernar y a difundir el conocimiento de las distintas artes y de las doctrinas religiosas que él profesaba. Su pensamiento, como hoy podemos conocerlo, daba nuevo sentido a la antigua visión del mundo, preservada en la simbología y en varios mitos comunes a los distintos pueblos de Mesoamérica.

 

Según estos mitos, el mundo es una isla inmensa distribuida horizontalmente en cua­tro grandes sectores o rumbos, más allá de los cuales sólo existen las aguas divinas. Estos cuatro rumbos convergen en el ombli­go de la tierra e implican cada uno enjambres de símbolos. Lo que llamamos el oriente, es la región de la luz, de la fertilidad y la vida, simbolizadas por el color blanco; el norte es el cuadrante negro del universo, don­de quedaron sepultados los muertos; en el poniente está la casa del sol, el país del color rojo; finalmente, el sur es la región de las sementeras, el rumbo del color azul. Verticalmente, el universo tiene una serie de pisos o divisiones superpuestas, encima de la tierra y debajo de ella. Arriba están los cielos, que juntándose con las aguas que rodean todas las regiones del mundo forman una especie de bóveda azul surcada de caminos por don­de se mueven la luna, los astros, el sol, la estrella de la mañana y los cometas. Vienen luego los cielos de los varios colores y, por fin, el más allá metafísico: la región de los dioses.

 

Debajo de la tierra se encuentran los pisos inferiores, los caminos que deben cru­zar los que mueren hasta llegar a lo más profundo, donde se encuentra el Mictlan, la región de los muertos.

 

Este universo, llena de dioses y fuerzas invisibles, ha existido como realidad intermi­tente varias veces consecutivas. A través de años sin número, las deidades creadoras, entre ellas de modo especial el dios Quetzalcóatl, han sostenido las grandes luchas cós­micas descritas en los mitos. Así han transcurrido las varias edades o soles. La época actual es la del sol de movimiento, que tuvo principio gracias, sobre todo, al mismo señor de la Serpiente emplumada, allá en la ho­guera divina encendida por los dioses en Teotihuacán.

 

El objeto de la reflexión y meditación del sacerdote de los toltecas giró en torno de esta imagen del mundo. La constante amena­za de nuevas destrucciones cósmicas, y la más inminente de la propia muerte personal, parecen haber incitado en el ánimo de Ácatl Topiltzin el apremio por encontrar lo que llamaríamos un urgente saber de sal­vación. De Quetzalcóatl se dice que en su meditación trataba de acercarse al misterio de la divinidad: moteotía, “buscaba un dios para sí”.

 

El principio supremo es Ometéotl, dios de la dualidad. Metafóricamente se le con­cibe con un rostro masculino: Ometecuhtli, Señor de la dualidad, y con una fisonomía al mismo tiempo femenina: Omecíhuatl, Señora de la dualidad. El es también Tloque Nahuaque, el Dueño de la cercanía y la proximidad, el que en todas partes ejerce su acción. El siguiente texto habla precisamente de la doctrina expresada por Quetzalcóatl. En él se mencionan además algunos de los atri­butos que creyó descubrir el sabio en la su­prema divinidad dual:

 

Y se refiere, se dice,

que Quetzalcóatl invocaba,

hacía dios para sí

a alguien que está en el interior del cielo.

Invocaba

a la del faldellín de estrellas,

al que hace lucir las cosas;

Señora de nuestra carne,

Señor de nuestra carne.

La que se viste de negro,

el que se viste de rojo.

La que da estabilidad a la tierra,

el que es actividad en la misma.

Hacia allí dirigía sus voces, a

sí se sabía,

hacia el lugar de la dualidad;

el de los nueve travesaños,

con que consiste el cielo.

Y como se sabía,

invocaba a quien allí moraba,

le hacia súplicas,

viviendo en meditación y retiro.

 

(Anales de Cuauhtitlán.)

 

El pueblo tolteca comprendió la doctrina de Quetzalcóatl. Guiado por él, pudo relacionar la idea del dios dual con la antigua imagen del mundo y el destino del hombre en la tierra:

 

Y sabían los toltecas que muchos son

los cielos;

decían que son trece divisiones superpuestas.

Allí está, allí vive el verdadero dios y su comparte.

El dios celestial se llama Señor de la dualidad

y su comparte se llama

Señora de la dualidad, Señora celeste.

Quiere decir: sobre los cielos es rey, es señor.

De allí recibimos la vida

nosotros los macehuales (los hombres).

De allá cae nuestro destino,

cuanto es puesto,

cuando se escurre el niñito.

De allá viene su ser y destino;

en su interior se mete:

lo manda el Señor de la dualidad...

 

(Códice Matritense de la Academia de la Historia.)

 

Quetzalcóatl insistía en la necesidad de acercarse a la divinidad para alcanzar lo más elevado de ella,  su sabiduría. Así sería posi­ble intentar la búsqueda del sentido del hom­bre en la tierra. Había que hacerse dueño de lo negro y lo rojo, las tintas que daban forma a los símbolos y a las pinturas de los códices. En el oriente, por el rumbo de la luz, más allá de las aguas inmensas, estaba precisamente el país del color negro y rojo, Tlillan Tlapallan, la morada del saber.

 

Marchando hacia esta casi metafísica región, podría tal vez superarse el mundo de lo transitorio, siempre amenazado por la muerte y la destrucción. Pero en tanto que podía llegarse al país de la luz, había que consagrarse en la tierra, imitando la sabiduría del dios dual, a la creación de la toltecáyotl, el conjunto de las artes e instituciones de los toltecas. Precisamente la imagen que los sabios nahuas tuvieron de Quetzalcóatl implica el reconocimiento de lo que en este sentido fue la vida y la acción de Ce Ácatl Topiltzin:

 

Los toltecas eran sabios;

la toltecáyotl, el conjunto de sus artes,

su sabiduría, todo procedía de Quetzalcóatl.

Los toltecas eran muy ricos,

eran muy felices,

nunca tenían pobreza o tristeza...

Los toltecas eran experimentados,

tenían por costumbre dialogar con su propio

corazón.

Conocían experimentalmente las estrellas,

les dieron sus nombres.

Conocían su influjo,

sabían bien cómo marcha el cielo,

cómo da vueltas...

 

(Códice Matritense de la Academia de la Historia.)

 

Sin embargo, el cuadro maravilloso del mundo tolteca en el que todo era abundancia no llegó a confundirse con el más elevado ideal proclamado por el héroe cultural. La verdadera meta, la sabiduría, sólo podría alcanzarse con la superación de la realidad presente, en Tlillan Tlapallan. Por esto las colecciones de textos que hablan de la vida y obra de Quetzalcóatl culminan al describir su salida de Tula y su marcha definitiva a Tlillan Tlapallan. Tuvo que irse el sacerdote, forzado por hechiceros venidos de lejos, empeñados en introducir en la metrópoli tolteca el rito de los sacrificios humanos. Quetzal­cóatl, hombre al fin, hubo de tener antes un momento de debilidad. Quebrantó su vida de abstinencia y castidad. Pero arrepentido luego, se irguió una vez más para reafirmar las ideas a las que había consagrado su existen­cia. Entregado ya totalmente a su propia concepción religiosa, decidió hacer realidad la búsqueda de la región de la luz:

 

Se dice que cuando vivió allí Quetzalcóatl,

muchas veces los hechiceros quisieron

engañarlo

para que hiciera sacrificios humanos,

para que sacrificara hombres.

Pero él nunca quiso, porque quería mucho

a su pueblo,

que eran los toltecas...

Y se dice, se refiere,

que esto enojó a los magos;

así éstos empezaron a escarnecerlo,

a burlarse de él.

Decían los magos y hechiceros,

que querían afligir a Quetzalcóatl

para que éste al fin se fuera,

como en verdad sucedió.

En el año 1 Caña murió Quetzalcóatl:

se dice en verdad

que se fue a morir allá,

a la Tierra del color negro y rojo.

 

(Anales de Cuauhtitlán.)

 

Más que morir, Quetzalcóatl desapareció por las costas del Golfo. Se transformó en la estrella del alba nos refiere un mito; se embarcó en una balsa formada por serpientes afirma otra de las relaciones indígenas. Los textos en maya, quiché y cakchiquel son ahora los que hablan de él; es Kukulcan. Gucu­matz, siempre con el mismo título de la Serpiente emplumada. El dios y el sacerdote, identificados a veces en el pensamiento indígena, continúan simbolizando el espiri­tualismo del México anterior a la conquista. Cholula llega a ser el santuario por excelen­cia de Quetzalcóatl. En varios lugares de Yucatán y Centroamérica, y especialmente en Chichén-Itzá, se reproduce con mayor pujan­za el esplendor de los símbolos de la antigua Tula. Bajo el título de Ehécatl, señor del viento y de la vida, se le consagra multitud de edificaciones sagradas. Entre otras, pueden recordarse los característicos templos redondos en Cempoala y Calixtlahuaca y aun dentro del gran recinto ceremonial de México-Tenochtitlan.

 

En la misma metrópoli de los aztecas, los dos supremos sacerdotes de la religión mexi­ca mantendrán hasta el fin el título de Tótec Tlamacazqui Quetzalcóatl. Ofrendador del fuego de Nuestro Señor Quetzalcóatl. Paradigma de sabiduría debía ser entre los aztecas quien desempeñaba cargo tan elevado. Al hablar de su elección se afirma que: "Sólo se atendía a su género de vida..., a la pureza de su corazón, a su corazón bueno y huma­no, a su corazón firme... De él se decía que tenía a dios en su corazón, que era sabio en las cosas de dios...". (Códice Florentino, libro III, cap. IX.)

 

Y estas mismas gentes que, junto con el legado de Quetzalcóatl, habían aceptado tam­bién prácticas y sacrificios repudiados por el Señor de los toltecas, mantenían no obstante la esperanza y la fe en quien, según las antiguas tradiciones, habría de regresar un día para restaurar el esplendor y la pureza origi­nales. "Así hablaban los viejos de tiempos an­tiguos -escribe el historiador Chimalpahin-, en verdad vive el mismo Quetzalcóatl, no ha muerto aún; una vez más habrá de volver, habrá de venir a reinar" (Memorial breve acerca de la fundación de Culhuacán).

 

Bibliografía.

 

Anales de Cuauhtitlán, en Códice Chimalpopoca, ed. fototípica y trad. de Primo F. Velázquez, México, 1975 (2ª  ed.).

 

Códice Borgia, ed. facsimilar con comentarios de E. Seler, México, 1963.

 

Durán. fray D.            Historia de las Indias de Nueva España y Islas de Tierra Firme (2 vols. y atlas), publicada por José F. Ramírez, México, 1867-1880.

 

Historia tolteca-chichimeca (Anales de Quauhtinchan), ed. y trad. al alemán del texto náhuatl por K. Preuss y E. Mengin, Baessler Archiv, vol. XXI, 1ª  y 2ª partes, Berlín, 1937-1938.

 

León-Portilla, M. La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes. México, 1975 (4ª ed.).

 

Sáenz, C. A. Quetzalcóatl, México, 1962.

 

Sahaqún, fray B. de, Historia general de las cosas de Nueva España, ed. prep. Por Angel M. Garibay K. (4 vols.). México, 1956.

 

Séjourné, L. El universo de Quetzalcóatl, México, 1962.

 

24.            Ruina y dispersión de los toltecas.

Por. Miguel León-Portilla

 

Hemos tratado acerca de los orígenes de los grupos chichimecas acaudillados por Mixcóatl. Vimos como sus descendientes, con el paso del tiempo, se transformaron en los célebres tolteca-chichimecas. Prestamos tam­bién particular atención, incluyendo la fundación de Tula-Xicocotitlan, a sus creaciones culturales. Al ocuparnos de esto último, nos plantearnos la problemática que existe en tor­no a la toltecáyotl, la toltequidad. Finalmente dedicamos capítulo especial a la figura de 1 Caña, Nuestro Príncipe, Quetzalcóatl, el sacerdote y héroe cultural de los toltecas, so­bre el que tanto se ha lucubrado y acerca del cual mucho queda aún por esclarecer.

 

En nuestro estudio sobre esta primera etapa del período posclásico, en el que los tolteca-chichimecas desempeñaron papel de suma importancia, nos hemos fijado también en algunas de las interrelaciones culturales que tuvieron éstos con distintos grupos del altiplano central y de otras varias regiones de Mesoamérica. Más adelante, al tratar de la etapa posclásica en la gran zona maya y en el área de Oaxaca, las relaciones con la cul­tura tolteca volverán a hacérsenos presentes. Corresponde ahora dedicar la atención a lo que fue la etapa final de la ruina de Tula y la dispersión de sus antiguos pobladores.

 

Desde un principio puede decirse que el ocaso de los toltecas guarda paralelo con el que había tenido siglos antes la Ciudad de los Dioses, la metrópoli de los teotihuacanos. Sin duda hubo semejanzas entre los dos importantes centros, que fueron cabeceras de grandes estados, tuvieron extraordinario florecimiento, entraron luego en decadencia y terminaron abandonados. Mas, por encima de tales paralelismos, es difícil, si no imposible, adentrarse en ulteriores comparaciones acer­ca de las posibles causas de sus respectivos acabamientos. La razón de esto la tenemos en la carencia de fuentes escritas que hayan llegado hasta nosotros, capaces de ilustrar debidamente lo que fue la desintegración teotihuacana. En cambio, disponemos de cier­to número de testimonios que se refieren es­pecíficamente a la ruina de Tula. No obs­tante esto último, tampoco puede afirmarse que el ocaso de Tula resulte de fácil com­prensión. En realidad, las fuentes de que disponemos en este caso son fusión de lo histórico, lo legendario y lo mítico.

 

El problema de las dos decadencias de Tula.

 

Según varios relatos indígenas, hacia fi­nes del siglo X, 1 Caña, Nuestro Príncipe, Quetzalcóatl, se vio forzado a  abandonar la metrópoli a cuyo florecimiento había consagrado su existencia. Precisamente, al hablar de esta partida de Quetzalcóatl con rumbo a la región del oriente, dichos textos insisten en que con tal acontecimiento se inició ya la decadencia de los toltecas.

 

Por otra parte como lo vimos al ocu­parnos de Tula-Xicocotitlan, tras la desa­parición de Quetzalcóatl hubo, al parecer, una secuencia de gobernantes que mantuvie­ron, de un modo o de otro, la prepotencia de la antigua metrópoli durante casi una centu­ria, es decir, hasta fines del siglo XI. Es entonces cuando entra en escena la figura de Huémac, en cuyo reinado se va acentuando la decadencia, que al fin culmina con el defi­nitivo colapso de Tula-Xicocotitlan y la dis­persión de sus habitantes.

 

Varios investigadores se han planteado diversas cuestiones al percatarse de que en algunos de estos testimonios indígenas pare­ce confundirse en ocasiones la decadencia que se inició cuando Quetzalcóatl partió de Tula y la que más tarde se dejó sentir cuando Huémac abandonó la ciudad y se estable­ció en Chapultepec, donde al fin pereció. Por nuestra parte reconocemos que la ya de por sí compleja problemática acerca de Quetzalcóatl se complica nuevamente al querer preci­sar sus posibles relaciones con quien fue asi­mismo gobernante supremo de los toltecas, o sea con Huémac. Sin  embargo, creemos que, a pesar de oscuridades y aun confusiones en los antiguos relatos, la cuestión planteada tie­ne algunos visos de solución. En la respuesta que proponemos, hacemos nuestro el punto de vista expresado por el investigador Wig­berto Jiménez Moreno. Se trata del recono­cimiento de que efectivamente hay base para distinguir dos momentos distintos de deca­dencia, con dos formas, también diferentes, de abandono de la metrópoli por dos de sus respectivos gobernantes. Según esto, la pri­mera decadencia tuvo lugar al tiempo de la partida de Quetzalcóatl, hacia fines del si­glo X. La segunda, que vino a ser la definitiva, ocurrió a mediados del siglo XII con la salida de Huémac, su muerte en Chapultepec y la total dispersión de su pueblo. Adoptando este esquema, expondremos a continuación lo que historia y leyenda nos refieren.

 

La primera gran decadencia.

 

Verdaderos poemas épicos son los textos en donde se recuerda cómo el sabio sacerdote tuvo que hacer frente a extraños forasteros que se presentaron en Tula con intención de hacerlo sucumbir y de que, a la postre, tuviera que abandonar a su pueblo. Quie­nes así actuaron en contra del sacerdote eran, según parece, seguidores del culto de una deidad opuesta a aquella cuyo nombre había hecho suyo Quetzalcóatl. Nos referimos a Tezcatlipoca, “el espejo que ahuma”; que en diversos mitos surge como el gran adversario del dios Serpiente de plumas. De hecho, como habremos de verlo al ocuparnos del pensa­miento religioso de los pueblos nahuas, tanto Tezcatlipoca como Quetzalcóatl  -a pesar de sus antagonismos- se presentan tam­bién como advocaciones distintas de una misma divinidad suprema. Tal deidad era el hacedor de todas las cosas, el dios dual Ometeotl, conocido también como Tloque Nahua­que, “Dueño del cerca y del junto”, y como "Yohualli, Ehécatl", ''el que es noche y viento".

 

Repetidamente nos dicen los textos que la deidad Quetzalcóatl, o sea el dios supremo invocado con el nombre que hizo suyo el sacerdote 1 Caña, no se complacía con los sacrificios humanos. En cambio, los seguidores de Tezcatlipoca propugnaban la más am­plia práctica de este rito. Algo semejante ocurría con otras formas de culto, que pare­cían opuestas a los ideales que el sabio 1 Caña Quetzalcóatl pretendía inculcar en su pueblo.

 

El hecho es que, en los relatos legenda­rios, quien se enfrenta al sacerdote Quet­zalcóatl es un hechicero designado precisamente con el nombre de Tezcatlipoca. Allí podemos enterarnos de las presiones que ejerció Tezcatlipoca en el ánimo de Quetzal­cóatl. Logró con dolo que el supremo gober­nante de los toltecas llegara a embriagarse y transgrediera los principios que él mismo se había impuesto al adoptar una vida de casti­dad, abstinencia y meditación. En estado de embriaguez, Quetzalcóatl cohabitó con la princesa Quetzalpétatl. El adversario hechi­cero Tezcatlipoca comenzó luego a realizar una serie de portentos que trajeron consigo la muerte de muchos toltecas y la desolación más completa en la metrópoli de Tula. Es en verdad dramática la pintura de los portentos llevados a cabo por Tezcatlipoca, en tanto que Quetzalcóatl se afligía intensamente de su propia debilidad. Damos aquí la versión castellana de una parte del texto, donde con gran fuerza plástica se nos hace presente la lucha de los adversarios:

 

“Otra vez el hechicero funesto se disfrazó de guerrero. Dio voces el heraldo, llamó a todos los moradores de Tula. Hizo venir a todos. Les dijo: 'Gente toda de Tula, poneos en movimiento, tenéis que ir a la re­gión de los jardines, a hacer jardines flotantes, a trabajar en ellos.' Acudieron luego los toltecas, se marcharon a la región de los jar­dines. Eran éstos los jardines que  Quetzal­cóatl tenía para sí. Cuando iban saliendo, cuando estaban ya reunidos los toltecas para ir juntos, el hechicero funesto les iba dando muerte, los golpeaba con un mazo, con él les quebraba la cerviz. Innumerables a manos suyas morían. Con ellos iba acabando. Aque­llos que se alejaban, tratando de huir, se atropellaban entre sí. De este modo morían también magullados, pisoteados, unos con otros...”

 

Al igual que éste, acontecieron otros muchos portentos. De ellos nos hablan los testimonios legendarios. Si la interpretación que hemos adoptado es correcta, en tales relatos cabe entrever las consecuencias del enfrenta­miento entre los grupos disidentes, que promovían el culto del dios Tezcatlipoca, y los seguidores del sacerdote Quetzalcóatl, que, según se reitera, rechazaba los sacrificios hu­manos. El desenlace de los violentos antagonismos tal vez no sólo de índole religio­sa, sino también social y política, fue que 1 Caña, Nuestro Príncipe, Quetzalcóatl tuviera que abandonar la metrópoli de Tula. Con palabras que continúan siendo fusión de his­toria y leyenda nos enteramos luego de su marcha, de su paso por Cholula, de su travesía de la cordillera y de su llegada junto al "Señor de la niebla", hasta alcanzar la orilla de las aguas inmensas, en busca de Tlillan Tlapallan, "el lugar del color negro y rojo", el país de la sabiduría.

 

Estando todavía en camino, los hechice­ros se le habían vuelto, una vez más, encon­tradizos. Tezcatlipoca habló entonces así a Quetzalcóatl: “¿A dónde te encaminas? ¿Por qué lo dejas todo en olvido? ¿Quién dará cul­to a los dioses en Tula?” El sacerdote res­pondió: “De ningún modo puedo ahora regresar. Debo irme. Voy al lugar del color negro y rojo. Voy a saber...” Los hechiceros dijeron entonces: “¡En este caso deja cuanto pertenece a la toltecáyotl! Abandonó él to­das sus artes, trabajos de orfebrería, piedras talladas, pinturas, adornos de plumas... "Los hechiceros de todo se  adueñaron, de  inmediato lo hicieron suyo..."

 

En manos ajenas quedó -según la rela­ción- el legado tolteca. La huida de Quetzal­cóatl significó así la primera gran decadencia de Tula, anticipo de lo que más tarde fue su ruina definitiva. Por lo que toca a los toltecas, a partir de este momento muchos de ellos salieron también de Tula y marcharon a apartadas regiones. De su influencia en lugares del mundo maya de Yucatán y Gua­temala hay testimonios que aluden a lo que allí ocurrió desde los comienzos del siglo XI.

 

La segunda decadencia y el abandono definitivo de Tula.

 

Mencionamos ya -en el capítulo referen­te a Tula y la toltecóyotl- los nombres de los gobernantes que sucedieron a 1 Caña Quetzalcóatl. Sin embargo, los Anales de Cuauhtitlán, que son la fuente indígena que proporciona tal información, nada de importancia añaden acerca de lo que fueron las actuaciones de dichos personajes o de los su­cesos que entonces ocurrieron. En consecuen­cia, sólo nos es posible repetir aquí sus nom­bres:  Matlacxóchitl, que gobernó hasta 10 Conejo (1034), Nauhyotzin, hasta 12 Casa (1049).; Matlacoatzin, hasta 1 Casa (1077), y Tlicohuatzin, hasta 9 Conejo (1098). En este último año, o sea aproximadamente un siglo después de la salida de Quetzalcóatl de Tula, asumió el poder Huémac, que, según los cita­dos Anales, "tuvo como nombre de soberano real el de Atecpanécatl".

 

En cambio, del largo período en que Huémac gobernó a los toltecas existen noti­cias relativamente abundantes. Por una parte sabemos que fue entonces cuando vino a establecerse, al lado de los tolteca-chichimecas, otro grupo conocido con el nombre de nonhualca-chichimecas. Estos, que convivieron pacíficamente durante  algunos años con los otros pobladores de Tula, llegarían a tener más tarde serias diferencias con ellos. Sabe­mos al menos que durante algún tiempo el largo reinado de Huémac conoció nuevas formas de florecimiento. La metrópoli de Tula logró entonces ensanchar ampliamente sus dominios.

 

Mas, como había ocurrido antes, cuando Quetzalcóatl era guía de los toltecas, tam­bién ahora encontramos que los textos indí­genas comienzan a hablar de otra serie de perturbaciones y portentos. Los Anales de Cuauhtitlán refieren que en un año 7 Conejo "hubo muy grande hambre; se dice que los toltecas se vieron afligidos por el destino que trajo el signo calendárico del año 7 Conejo. Hubo entonces grandes  aflicciones y muertes por causa del hambre."

 

Otro texto, incluido en el que se conoce como Manuscrito de 1558 o Leyenda de los Soles, aludiendo a esto mismo, lo presenta con palabras menos escuetas, en términos de lo que puede describirse como un relato mítico. El hambre que se abatió sobre el pueblo tolteca se debía a un castigo de los dioses de la lluvia. Éstos, o sea los tlaloque, se ha­bían hecho presentes a Huémac y portento­samente lo habían llevado a hacer una apuesta en el juego de pelota. Huémac apostó allí sus jades y plumas de quetzal. Los dioses de la lluvia ofrecieron lo mismo en caso de pér­dida.

 

Realizado el juego, Huémac salió vencedor. Entonces los dioses de la lluvia, en vez de entregarle jades y plumas de quetzal, pre­tendieron darle mazorcas tiernas de maíz y las hojas verdes entre las que crece la mazor­ca. El señor de los toltecas se disgustó por esto y exigió que los dioses de la lluvia cumplieran su promesa: jades y plumas finas.

 

Con su desdén se atrajo la ira de los tlaloque. Obtuvo entonces los jades y las plumas, pero también cuatro años de sequía. Lo que entonces ocurrió lo refiere así el mito indí­gena:

 

“Pronto cayó una helada, el granizo subió hasta la altura de la rodilla; destruyó el maíz, nuestro sustento. Esto hizo, trajo consigo el granizo que caía con la helada.

 

“En Tula hubo ardiente calor. Se secaron todos los árboles, los magueyes y todas las piedras se quebraron, se partieron por el calor. Mucho sufren los toltecas, ya mueren de ina­nición, luego ya muere el cautivo de guerra...”

 

El término de la hambruna no llegó hasta que aconteció otro portento. Esta vez fue un tolteca, de entre la gente del pueblo, a quien tocó presenciarlo. Hallándose éste en Chapul­tepec, los tlaloque se le hicieron presentes. Del interior del agua sacaron una mazorca tierna de maíz. Luego fue el propio Tláloc, el supremo dios de la lluvia, el que entregó al tolteca cuantas mazorcas pudo abarcar en sus brazos. Pero a la vez que se las daba, le ordenó transmitiera a Huémac el siguiente mensaje:

 

“Hombre del pueblo, he aquí estas ma­zorcas, dáselas a Huémac. Todavía habrán de comer, todavía un poco habrá de susten­tarse el tolteca. Luego ya perecerán los toltecas, porque son los mexicas los que aquí habrán de habitar.”

 

La profecía de Tláloc tuvo así un doble sentido. Por una parte fue anuncio del aca­bamiento definitivo de los toltecas y, por otra, presagio del destino que llegaría a tener un pueblo hasta entonces no conocido. Semejante versión del mito, conservado precisamente por la tradición de los mexicas, debió de ser a estos particularmente grata.

 

De otra suerte de calamidades habla a su vez el manuscrito de la Historia tolteca-chi­chimeca. Tras ponderar la grandeza de Tula y enumerar las poblaciones principales que le estaban sometidas, incluye un relato acerca de las disensiones que surgieron entre los tolteca-chichimecas y los tolteca-nonohualcas. Según dicho texto indígena, Huémac, a diferencia de Quetzalcóatl, "era ofrenda del dios Tezcatlipoca, su hechura y su vestigio... estaba allí para que los tolteca-chichimecas y los nonohualca-chichimecas se destruyeran y se enfrentaran".

 

Al parecer, un hecho, trivial y extraño, fue la ocasión de que el latente antagonismo se trocara en violenta lucha. Huémac, que se hacía custodiar por los nonohualcas, tuvo un día la ocurrencia de exigir que le trajeran una mujer de caderas gruesas, de cuatro palmos de ancho. Los nonohualcas trataron de satis­facer tan caprichoso deseo. Sin embargo, las mujeres que le presentaron no fueron del agrado de Huémac. Así empezaron, según la Historia tolteca-chichimeca, el disgusto y, en seguida, la abierta rebelión de los nonohualcas.

 

Enardecidos ya los nonohualcas y atribu­yendo el capricho de Huémac al consejo de los tolteca-chichimecas, iniciaron violenta lu­cha contra ellos. Voces de prudencia fueron entonces las de los caudillos toltecas Icxicóhuatl  y Quetzaltehuéyac. Hablando a sus ad­versarios, les dijeron: "¿Acaso fuimos nosotros los que comenzamos, los que pedimos una mujer para que luego nos enfrentáramos, nos hiciéramos la guerra? ¡Mejor perezca Huémac, por causa del cual nos hemos en­frentado...!"

 

La relación legendaria describe luego los sentimientos y la actitud de Huémac. Fue entonces cuando tomó la determinación de marcharse de Tula y salir con rumbo a la cueva de Cincalco, en Chapultepec. Este hecho ocurrió en una fecha calendárica 1 Pe­dernal que se ha relacionado con el 1156. Huémac murió en el que fue lugar de su refugio tan sólo unos pocos años después.

 

De diversas formas, los textos indígenas hablan luego de la ruina definitiva de la me­trópoli tolteca. Los Anales de Cuauhtitlán dicen: "En este año 7 Conejo se acabaron los años de los toltecas..." y por su parte la His­toria tolteca-chichimeca asienta: “En segui­da, en la noche, ocultaron todas las pertenen­cias, lo que correspondía a Quetzalcóatl, todo lo guardaron. Luego empezaron a salir de Tollan...”

 

La segunda decadencia de Tula y su abandono para siempre, según los hemos recordado a través del mito y la leyenda, provocaron de hecho la más completa disper­sión de los toltecas y facilitaron también la penetración, por el norte, de nuevas oleadas de bárbaros chichimecas. Algunos toltecas permanecieron refugiados en distintos luga­res del valle de México, otros marcharon con rumbo a Cholula. Allí habían de ser dominados por los olmeca-xicalancas hasta que, casi un siglo más tarde, lograron sobreponerse a ellos y adueñarse de esta ciudad sagrada.

 

La dispersión tolteca dejó igualmente profunda huella en sitios mucho más apartados, en lo que hoy son Michoacán y Guerrero, en Oaxaca, Veracruz, Tabasco  y en otras regiones de la gran área maya. Al parecer, en al­gunos casos estos emigrantes fueron a su­marse a otros grupos, también de estirpe tolteca, que habían salido un siglo y medio antes, al tiempo de la huida de 1 Caña, Nuestro Príncipe, Quetzalcóatl. En contrapartida, en la región de Tula y en las que ha­bían sido tierras dominadas por los toltecas, pronto comenzaron a irrumpir otros pueblos. Nuevamente iba a alterarse el panorama ét­nico, político y cultural de Mesoamérica.

 

El parecer de un historiador clásico sobre la ruina de Tula.

 

“En los cuatro siglos que duró la monarquía de los toltecas se multiplicaron considerablemente y fundaron grandes poblaciones por toda aquella tierra: pero las grandes calamidades que les sobrevinieron en los primeros años del reinado de Topiltzin acabaron con todo su poder y felicidad. El cielo les negó por algunos años el agua necesaria a sus sementeras y la tierra los frutos de que se alimentaban; el aire, inficionado de mortal corrupción, llenaba cada día la tierra de cadáveres, y de terror y consternación los ánimos de los que sobrevivían a la ruina de sus naciona­les. Pereció de hambre o de enfermedad mucha o mayor parte de la nación; murió Topiltzin a los veinte años de su reinado y con él feneció la monarquía el año II técpatl que fue el 1052 de la era vulgar.

 

“El resto de la nación, huyendo de la muerte y solicitando remedio a tantas desgracias en otros climas, abandonó aquella tierra y se esparció por diferentes países.

 

“Unos dirigieron sus pasos hacia Onohualco y Yucatán, y otros hacia Quauhtemallan; pero quedaron en el reino de Tula varias familias esparcidas en el valle de México, en Cholula, en Tlaximaloyan y en otros lugares, y en­tre ellas dos príncipes, hijos del rey To­piltzin, cuya posteridad emparentó con las casas reales de Tetzcuco, de Colhuacan y de México.

 

“Estas familias conservaron las me­morias de la nación, su mitología, sus semillas y sus artes. Las pocas noticias que hemos dado de los toltecas son las únicas que nos han parecido dignas de algún crédito, desechando varias na­rraciones pueriles y fabulosas de que han hecho uso sin dificultad otros his­toriadores.

 

(El texto de este inciso se tomó de Francisco Xavier Clavijero, Historia antigua de México, texto original en castellano [4 vols.], vol. 1, pág. 183, México 1945.)

 

Opinión de un arqueólogo sobre la ruina de Tula.

 

“Ya a mediados del siglo XII, el domi­nio tolteca llegó a su fin. Las causas que lo ocasionaron fueron múltiples. Una de ellas posiblemente fue la lejanía de sus fronteras, que eran difíciles de defender con los soldados mercenarios de que disponía el Imperio. Otra fue el debilitamiento general causado por las sequías, que produjeron el ham­bre y el descontento del pueblo. Ade­más de lo anterior, se debe tomar en cuenta que tuvo lugar una desastrosa lucha interna producida por las exigen­cias, cada vez más tiránicas, de Hué­mac, último rey de Tula.

 

“Bajo estas situaciones difíciles, se comprenderá que era imposible que los toltecas pudieran enfrentarse con éxito a los atacantes del Imperio. Llegó el momento en que se desmoronó la re­sistencia y Tula cayó en poder de los invasores.

 

“Aunque Tula fue arrasada por el fue­go y huyeron sus habitantes, no por eso murió su cultura. Esta siguió flore­ciendo en las ciudades periféricas, en las que se refugiaron algunos grupos de toltecas, quienes, con el tiempo se mezclaron con los recién llegados y formaron lo que se ha llamado la ‘cultura azteca’, que es la continuación de Tula a través de Tenochtitlan.

 

“Las conclusiones anteriores están basadas tanto en los hechos relatados en las crónicas como en los hallazgos arqueológicos. Aunque quedan muchas lagunas, ya tenemos suficiente material para presentar una visión panorámica de lo que era la cultura tolteca. Con toda intención se han omitido al­gunos datos dudosos para no caer en falsas suposiciones que pueden causar una desorientación entre nuestros colegas. Estos serán dados a conocer sólo cuando no quede duda alguna de su veracidad”.

 

(El texto de este inciso se tomó de Jorge R. Acosta, Interpretación de algunos de los datos obtenidos en Tula relativos a la época tolteca, Revista Mexicana de Estudios Antropológi­cos, vol. XIV, 2ª parte, pág. 100, 1956-1957).

 

Bibliografía.

 

Anales de Cuauhtitlán, en Códice Chimalpopoca, ed. fototípica y trad. de Primo F. Velázquez. México, 1975 (2ª ed.)

 

Anales de Quauhtinchan, o Historia tolteca-chichimeca, versión preparada y anotada por H. Berlin, en colaboración con Silvia Rendón; prólogo de P. Kirchhoff, México, 1947.

 

Garibay K., A. M. Épica náhuatl, México, 1945.

 

León-Portilla, M. La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes, México, 1975 (4ª ed.).

 

Sahagún, fray B. de, Historia general de las cosas de Nueva España, ed. prep. por Angel M. Garibay K. (4vols.), México, 1956.

 

25.            El mundo maya de Yucatán en el período posclásico.

Por: Carlos Navarrete

 

A principios del siglo X, en el área maya central cesaron -tanto por causas internas como externas- las actividades culturales que habían caracterizado al llamado período clá­sico. En el área septentrional ocurre también algo nuevo, y algunos hechos históricos van a cambiar el aspecto de la cultura.

 

Por las fuentes históricas mexicanas sabemos que, hacia el año 1000 de nuestra era, un personaje muy importante, Ce Acatl Topiltzin Quetzalcóatl, gobernante de la ciudad de Tula, desaparece en dirección al área maya. Para ese mismo tiempo, las fuentes mayas, principalmente Landa y algunos de los libros del Chilam Balam, hablan de la llegada de grupos extraños a Yucatán, encabezados por un tal Kukulcán, personaje también histórico, cuyo nombre no es más que la traducción al maya de Quetzalcóatl. Aparte de la concordancia en las fuentes históricas, la arqueología vino a comprobar la veracidad de estas fuentes con pruebas concretas de la presen­cia física de los toltecas en el norte de Yu­catán.

 

Uno de los grupos que participó de esa influencia fue el de los Itzaes, que ocuparon Chichén-Itzá en el año 987, y aunque se dis­cute si estos invasores provinieron directamente de Tula o no, lo cierto es que en sus mitos los jefes obraban como todos los go­bernantes mesoamericanos que en alguna for­ma habían estado bajo la influencia tolteca: se decían descendientes de los señores de aquella lejana metrópoli. Es posible que los Itzaes hablaran originalmente náhuatl, aunque algunos autores, como Thompson, creen que eran un grupo maya mexicanizado.

 

Los Itzaes no limitaron sus actividades a Chichén-Itzá y pronto se asentaron en otros poblados, como Izamal y Motul; acrecenta­ron sus relaciones hacia la Laguna del Car­men, donde tenían un asiento en Champotón, y fundaron otra ciudad en el noroeste de Yu­catán con el nombre de Mayapán. Como ca­beza de gobernante de esta última quedó una familia llamada Cocom.

 

En esas mismas fechas, otro dirigente lla­mado Ah Zuitok Tutul Xiu, quien también debió de participar de la influencia tolteca, se asienta en Uxmal, sobre las antiguas edifica­ciones de la época clásica de los mayas, tal y como había sucedido también en Chichén-Itzá a la llegada de Kukulcán.

 

Como una forma para lograr el control político de la península de Yucatán, las tres principales ciudades, Chichén-Itzá, Uxmal y Mayapán, pactan una alianza que se conoce con el nombre de Liga de Mayapán, a manera de una confederación gobernante que trajo como consecuencia una prosperidad general, manifestada principalmente en el gran desa­rrollo alcanzado por la primera de aquéllas ciudades.

 

Durante los dos siglos que duró la Liga de Mayapán, Chichén-Itzá debió de ser la ciu­dad más importante en el norte de la penín­sula, donde se desarrolló una cultura que podemos llamar maya-tolteca, puesto que si los Itzaes trajeron consigo muchas ideas novedo­sas en cuanto a los conceptos políticos y religiosos que se manifestaron en la arquitectura y el arte en general, muchas de ellas fueron modificadas al relacionarse con las ideas locales y el estilo artístico maya anti­guo. De ahí que varias de estas manifestaciones encuentran su paralelo en Tula (Hi­dalgo) y otras  son definitivamente modifica­ciones de sistemas mayas ya existentes en Chichén-Itzá.

 

En arquitectura transmiten a Yucatán cuanto habían innovado en Tula, principalmente la construcción de espacios interiores muy amplios. Cuando se comparan los edifi­cios mayas del período clásico, dotados de su crestería superior y su techo de bóveda que no permite cubrir un espacio mayor de dos metros, con muros enormes y espacios interiores casi inexistentes y reducidos, con los que se construyeron con este nuevo concepto tolteca de la arquitectura, comprobamos cuán­to revolucionó aquella aportación a la arqui­tectura maya. En efecto, apreciamos una fusión de las técnicas mayas y toltecas mediante la cual se siguen construyendo los techos con bóvedas de paramento inclinado, pero que en vez de apoyarse sobre muros descansan so­bre columnas y pilares interiores cuyo uso fue frecuente en Tula.

 

De ahí que la primera característica que señalaremos para la arquitectura de Chichén-Itzá sea precisamente el uso de columnatas alrededor de plataformas piramidales, de cintos de una sola planta y en el interior de templos y edificios  con un patio central abier­to, como se observa en la estructura conocida por El Mercado, cuyas columnas enhiestas son las más altas y espigadas no sólo de la arqueología maya, sino de toda Mesoa­mérica.

 

Otros elementos de esta fusión maya-­tolteca son los siguientes:

 

E1 uso de columnas en las entradas de los edificios que representan serpientes emplu­madas, con la cabeza descansando en el suelo, el cuerpo erguido para formar el fuste, y la cola de cascabeles doblada, que sirve para sostener el dintel de madera, propio para puer­tas anchas.

 

Uso de representaciones de serpientes em­plumadas como alfardas o barandales y como ornamento  en muros y plataformas.

 

Cierto tipo de edificios no conocidos o poco frecuentes en el área maya, como los templetes o plataformas cuyos lados tienen talladas filas verticales de calaveras ensartadas en un palo. Estas plataformas, llamadas tzompantli en el Centro de México, servían para sostener postes y varas donde se ensar­taban los cráneos de los sacrificados.

 

El juego de pelota se transforma también, cerrándose por medio de muros las cabeceras de la cancha. Por cierto que en Chichén-Itzá es donde se encuentra el juego de pelota más grande de Mesoamérica, pues mide 166 me­tros de largo por 68,50 de ancho.

 

Un elemento que aparece en muchas cons­trucciones es una especie de contrafuerte o talud en la base de los edificios, principal­mente en los templos.

 

Filas de guerreros o de tigres caminando uno tras otro o combinación de distintos animales, como águilas y tigres devorando co­razones, alternan una forma de representar a Kukulcán con los atributos de un hombre pájaro-serpiente. Estas representaciones, talladas en bajo relieve, aparecen en altares, mu­ros y plataformas.

 

Figuras de atlantes, de bulto redondo, an­tropomórficas, con los brazos levantados para servir de soportes  de altares y como colum­nas de entrada a  los edificios.

 

Representaciones de guerreros y sacerdo­tes-guerreros en columnas, los cuales visten de acuerdo con las órdenes militares a las que pertenecen, entre ellas la de los Caballe­ros Tigres.

 

Representación de una deidad solar en pinturas murales, en tallas en bajo relieve, ya sea en piedra o madera (dinteles) y en discos de oro, donde se ve al personaje-dios con el disco solar y los rayos saliéndole de detrás de la espalda. Otro personaje frecuente es Ku­kulcán, con una serpiente emplumada que ondula detrás de él, como se le ve en la escena de la pintura mural del Templo de los Jaguares.

 

Banquetas que rodean completamente los grandes vestíbulos y palacios, con algunas secciones que sobresalen hacia el frente a ma­nera de altares. Uso de una escultura portaestandarte, que es una figura humana con las manos acondicionadas en forma tal que permiten sostener el asta de una bandera.

 

Altares en forma de animales con la espalda plana, como el Tigre Rojo de la subes­tructura de El Castillo, y altares con forma antropomórfica, reclinada, con las rodillas fle­xionadas y levantadas y descansando sobre los codos. Las manos llevan sobre el estóma­go un espacio hueco o una especie de platillo para recibir ofrendas. Se los encuentra al fren­te de los templos y se les da el nombre de Chac-Mool desde que, en el siglo pasado, el arqueólogo Le Plongeon equivocadamente pensó que representaban a un antiguo perso­naje de ese mismo nombre.

 

Durante este período histórico en que la influencia tolteca se hizo sentir en toda Mesoamérica, Yucatán participa de la red de ru­tas comerciales que parecen haberse establecido desde la época clásica. Por la costa del Caribe y por la del golfo de México, la navegación en canoas se ha de haber intensifica­do. Lo mismo las rutas terrestres que lleva­ban principalmente a la región de la Laguna del Carmen, donde quedaba Xicalango, el pun­to donde terminaba la gran ruta comercial que partía de México­-Tenochtitlan y cruzaba por las costas de Veracruz y Tabasco. A esa ruta se unían las vías fluviales formadas principalmente por los ríos Grijalva y Usuinacin­ta y sus afluentes, a través de los cuales se comunicaba una vasta extensión del mundo maya.

 

Gracias a esos contactos comerciales llegan a Yucatán productos de lujo, de gran va­lor en el ritual religioso y en la jerarquización social. Hacen su aparición una serie de objetos y adornos trabajados en cristal de roca y vasijas bellamente labradas en ónix, que pro­bablemente provenía de Puebla y Oaxaca. También llegaban discos decorados con mo­saico de turquesa sobre un respaldo de pizarra. Al mismo tiempo se mantuvo el contacto con el altiplano de Guatemala y el centro de México, que desde el período clásico servía para la adquisición de la obsidiana, ese vidrio volcánico tan necesario para la fabrica­ción de puntas de proyectil, cuchillos, nava­jas y otros objetos.

 

Finalmente aparecen en los últimos tiem­pos del esplendor de Chichén-Itzá, quizás en el siglo XIII, la metalurgia y la orfebrería. Mientras que en Sudamérica estos elementos culturales se conocían desde varios siglos an­tes, a Mesoamérica llegaron con bastante re­traso. Sin embargo, en los trabajos de dragado que se realizaron en el Cenote Sagrado de Chichén-Itzá se encontraron muchos objetos de cobre y oro y una aleación de ambos, muchos de los cuales procedían de regiones tan distantes como Panamá y Costa Rica. Impor­tante para comprender el tipo de comercio que se había establecido, cabe señalar que algunas piezas, como los discos de oro, llega­ban a Yucatán simplemente laminados y cor­tados, para ser posteriormente decorados según el gusto local por artesanos mayas que empleaban la técnica del repujado.

 

En otros aspectos menores encontramos también cambios, como en la cerámica, que aunque sigue en parte los patrones comunes y locales, aparecen dos tipos característicos de la difusión tolteca, que si bien es cierto que no fueron ellos quienes la fabricaron propiamente, los encontrarnos en casi todos los sitios donde llegaron: la cerámica que llamamos anaranjada fina, aparentemente hecha de un barro sin desgrasante y que parece ser originaria del occidente de Tabasco o del sur de Veracruz, y la cerámica plomiza, de apariencia vidriada, que fue fabricada en la región fronteriza del estado mexicano de Chia­pas y la república de Guatemala.

 

Todos los rasgos y elementos culturales que hemos señalado no son más que un re­flejo de lo que estaba ocurriendo en la vida política, donde el sacerdocio había sido des­plazado o reducido a segundo término por una casta guerrera; y si con los toltecas em­pieza en el centro de México la época militarista, ésta se refleja en Yucatán con la enorme cantidad de representaciones de guerreros y escenas bélicas, entre las que ya hemos señalado la presencia de las órdenes militares de los Caballeros Tigres y Caballeros Aguilas, siendo muy probable que su concepto en Yu­catán fuera el mismo de los pueblos nahuas; donde se les relaciona con dos aspectos del sol: durante el día el astro es una águila que asciende y vuela en el cielo y durante la noche es un tigre que desaparece en las tinieblas. Este nuevo estado de cosas también derivó a profundos cambios en la práctica de la religión, donde el ciclo vital se establece como un compromiso entre el sol dispensa­dor de la vida, los dioses creadores e inter­mediarios y los hombres, que cumplen con el deber de sacrificarse para mantener encendi­da la fuente de todo lo viviente que es el sol. Se incrementan así los sacrificios humanos y de animales, sobre todo la inmolación por arrancamiento del corazón, y aparecen repre­sentaciones de un elemento que nunca había­mos encontrado antes en el área maya: la pequeña piedra en forma de pirámide truncada sobre la que se hacía descansar la espalda de la víctima para ser sacrificada.

 

Otro aspecto que parece también incrementarse es el culto fálico, que se hace frecuente en la península de Yucatán, principalmente en esculturas de bulto y en ornamen­tación arquitectónica, en representaciones sin paralelo en el mundo mesoamericano y que, indudablemente, estaban relacionadas con la fecundación de la tierra a través de la siem­bra y la semilla.

 

Por esa misma necesidad de mantener el ritmo fecundo de la tierra -sumamente escasa en su capacidad productiva en la gran extensión sin ríos y con poco suelo aprovechable que es la península de Yucatán- se mantuvo el culto a Chaac, el antiguo dios de la lluvia, ya entremezclado con Tláloc, el dios equivalente de los toltecas, en su misma for­ma como lo conocemos en Tula.

 

Aparecen nuevas deidades, comenzando con Quetzalcóatl-Kukulcán, que va siendo des­pojado de sus antiguos atributos de dios pa­cifico y héroe cultural, para aparecer presi­diendo la toma de un pueblo por parte de los guerreros toltecas. También hay representa­ciones que parecen estar relacionadas con Tezcatlipoca, el dios-tigre de la noche, enemigo de Quetzalcóatl; aparece Tlalchitona­tiuh, deidad asociada al sol; y probablemente las diosas Tlazolteotl y Chalchiuhtlicue, rela­cionadas con el  amor carnal y el agua.

 

La veneración por el agua y los árboles, así como el culto a las cuevas, encontró en un sitio cercano a Chichén un lugar adecua­do: la gruta de Balancanché, donde a través de una larga caverna y de un túnel natural, siempre húmedos, se llega a una cámara en cuyo centro las estalactitas y las estalagmi­tas producen la impresión de un enorme ár­bol semejante a una ceiba o yaxché, el árbol sagrado de los mayas.

 

Las estalactitas forman un bello follaje que cubre un espacio donde, metidos en ca­vidades. o recostados entre las formaciones calcáreas del suelo, cientos de objetos fueron depositados como ofrenda. La mayoría son vasijas con representaciones de la deidad de la lluvia, tanto en su forma tolteca, Tláloc, como en su concepción maya, Chaac.

 

También se ofrendaron gran cantidad de ­pequeños metates en miniatura, inservibles para moler, acompañados de su pequeña ma­no; indudablemente junto con el agua y la presencia del yaxché, la ceiba, se recordaba el símbolo del maíz, de la cosecha, que es producto de la asociación natural de la lluvia y del grano.

 

Al fondo de esa gruta situada a 20 metros de profundidad, con más de trescientos metros de largo, se encontró un brasero de Chaac dentro de un pequeño cenote. La difi­cultad de penetrar en esas cámaras y túneles debió de convertirlo en un sitio ceremonial exclusivo, adonde sólo llegarían los sacerdotes y altos dignatarios y aquellos pocos es­cogidos de cada pueblo que, durante ciertas fechas, recorrían largas distancias para llegar a cumplir los turnos de guardia para los rezos y mantenimiento de esa morada del agua.

 

En el año l194, aproximadamente, entre otros hechos históricos que demuestran el clima bélico que reinaba en Yucatán, ocurre un conflicto entre las principales ciudades, que Morley compara con una pequeña guerra de Troya. En efecto, durante las bodas del gobernante de Izamal, el señor de Chichén-Itzá rapta a la novia. Huanac-Ceel, señor de Ma­yapán, amigo del primero, lo venga atacando y destruyendo Chichén, señalando así el fin de su hegemonía en el norte de Yucatán y el principio del predominio de Mayapán. Los Itzaes salen de Chichén y algunos de ellos marchan hasta el corazón del Petén, en Guatemala, donde se instalan en las orillas e isla del lago de Flores. Estos se constituirán en el último señorío independiente y el que ma­yor resistencia ofrecerá posteriormente a la conquista española, ya que Tayazal, la ciu­dad que fundaron, no pudo. ser dominada has­ta 1697.

 

Se establece así una especie de gobierno centralizado en Mayapán, que se impone sobre los demás pueblos, al extremo de obligar a los cabezas de otras ciudades a que resi­dieran en Mayapán, desde donde gobernaban por medio de administradores locales. El po­der de la vieja familia de Mayapán, los Cocomes, se sostenía gracias a contingentes mer­cenarios mexicanos traídos de la guarnición de Xicalango, en la bahía de Términos, que cuidaban el punto final de la ruta comercial que ya hemos mencionado.

 

Mayapán, que era una ciudad secundaria durante el florecimiento de Chichén, pasa ahora a ser la metrópoli que la sustituye, ya que ésta queda parcialmente abandonada en cuan­to a toda actividad constructiva y de mante­nimiento, rcduciéndose la vida de la ciudad a unos cuantos edificios mal construidos y a trabajos de apuntalamiento de las viejas es­tructuras que comenzaban a derrumbarse. Sólo su sentido sagrado no decayó, y veremos más adelante como este aspecto fue fun­damental para la total desintegración de los mayas.

 

Mayapán, la nueva ciudad dominante, tie­ne una extensión de 4,2 km2, encerrada en gran parte por un muro que tenía cerca de doce entradas, aparte de un parapeto y una calzada para peatones. Dentro del muro se han encontrado restos de aproximadamente 3.600 casas y un centro ceremonial bastante pequeño. Este último parece una imitación de Chichén. Entre los edificios hay un basamen­to piramidal semejante al Castillo, con la misma planta y la misma concepción arquitectónica, pero realizado con una técnica sumamente deficiente; también encontramos un observatorio que parece haber sido construi­do sobre el mismo plano de El Caracol; se encuentran vestíbulos, columnatas, serpientes emplumadas, representaciones de chaac en las esquinas, pero todo realizado con una técnica rudimentaria, sumamente decadente.

 

Este carácter, en que la tónica civil domi­na más sobre el reducido centro ceremonial, hace de Mayapán un caso aislado dentro de los sitios arqueológicos que conocemos en la península de Yucatán durante este tiempo. Las residencias, las casas comunes, las instalaciones a manera de cuartos y patios que se encuentran en las cabeceras terminales del sacbé o calzada que corre por en medio de la población, la disposición central del centro religioso, el agrupamiento de casas alrededor de los cenotes, la disposición de las murallas interiores, todo ello puede ser una muestra de una forma distinta de asentamiento en Yu­catán, con una población numerosa y una con­centración de poder político y económico que permitió a los Cocomes centralizar el control de los diversos señoríos, que en alguna for­ma debieron pagar tributo a la nueva ciudad-estado dominante.

 

En el año de 1441 estalló un movimiento de rebeldía por parte de los pueblos sujetos, que no soportaron ya el método de dominio impuesto por Mayapán. Los señores mayas que estaban viviendo virtualmente presos en la ciudad se unificaron bajo el mando de Ah Xupan Xiu, jefe de los xiues de Uxmal, ciu­dad que había permanecido neutral en el viejo conflicto entre Chichén-Itzá y Mayapán. Los jefes comprometidos en la revuelta ata­caron la ciudad y la saquearon, matando a toda la familia dirigente, menos a uno que se hallaba viajando en una expedición comercial a Ulúa, Honduras, hecho que citamos para que se vea el alcance de las rutas de comer­cio a lo largo de la costa del Caribe.

 

Con la caída de Mayapán desapareció toda forma de control centralizado en la parte nor­te de la península. Todos los centros de población importantes fueron abandonados, y Yucatán se dividió en una serie de pequeños señoríos, sin ninguna trascendencia política y cultural, que se mantuvieron hasta el momento de la conquista española en un estado de guerra continuo, lo que indudablemente fue aprovechado por los nuevos conquistadores para poder sujetar la enorme provincia de Yucatán.

 

Al mismo tiempo que florecía Mayapán, toda la costa oriental de la península estaba ocupada por grupos que llegaron a construir numerosos centros ceremoniales. Uno de los sitios más importantes fue Tulum, situado en uno de los puntos más espectaculares de la costa caribe, y que sobrevivió hasta los días de la conquista española.

 

Al igual que Mayapán, es un sitio amu­rallado, si bien conviene insistir en que aquélla sí fue una verdadera ciudad, mientras que Tulum se planeó únicamente como centro ceremonial, con la población dispersa en los alrededores. De todos modos, la existencia de las murallas guarda el mismo sentido, pues indica el clima de belicosidad que privaba en­tonces.

 

En la arquitectura de Tulum encontramos reminiscencias de elementos toltecas pareci­dos a los de Mayapán, tales como el uso de columnas en patios y vestíbulos; la columna de serpiente emplumada que recuerda la de Chichén, pero todo realizado en una forma tosca y decadente desde el punto de vista del sistema de construcción: las típicas bóvedas mayas están cubiertas con un aplanado de mala calidad, que apenas logra recubrir las losas de pésimo corte; las columnas serpen­tiformes están formadas defectuosamente, pese a la pintura que las recubría y con la que se completaban los diseños.

 

Por otra parte, Tulum presenta una serie de características típicas de la región: los mu­ros de los templos, en lugar de ser verticales, como suelen ser, muchas veces están inclina­dos hacia fuera. Otros rasgos propios de la costa caribe son los elementos de la parte su­perior del edificio, donde el friso que generalmente va limitado en su parte inferior por el arquitrabe y arriba por la cornisa, aquí queda comprimido en un solo elemento; tam­bién aparecen una serie de templetes construidos a escala muy pequeña, a manera de altares cubiertos o diminutas capillas donde se veneraba alguna imagen.

 

En Tulum se encuentran representaciones de una deidad descendente, que corona la fa­chada de algunos edificios y que seguramen­te estuvo relacionada con el agua, la lluvia y la primavera, como lo indica el color azul que tienen algunos ejemplares y el hecho de que se les represente con alas de mariposa. En el caso del Templo del Dios Descendente, la relación es más notoria, ya que debajo de la deidad se encuentra una moldura con repre­sentaciones de flores en estuco; en el muro externo del templo y en el interior todavía hay restos de la pintura mural que lo recu­brió, en la que se pueden ver representaciones de algunas deidades y símbolos relacionados con el agua y la agricultura: sol, lluvia, maíz, Venus y estrellas y serpientes entrela­zadas. También en el Templo de los Frescos, junto a una representación mayor del Dios Descendente, donde también hay una moldu­ra adornada con flores, existen pinturas de un color verde azuloso sobre fondo negro, que representan ofrendas en que abundan flores, frutos y mazorcas de mal; así como representaciones de Chaac, la deidad acuática; en las esquinas del mismo edificio -que fue producto de varias superposiciones, pero que funcionó finalmente  como una unidad constructiva- la decoración está formada por mas­carones que representan a un dios viejo, quizá Chaac, lo cual nos muestra que la asociación de esta deidad con la arquitectura es producto de una larga tradición que en la península de Yucatán se mantuvo desde el período clá­sico hasta el momento de la conquista.

 

Es importante señalar que en las pinturas de Tulum encontramos rasgos muy semejantes a los de los códices mayas, junto con di­seños típicos de los códices mixtecos, lo que demuestra una influencia muy tardía, indudablemente derivada de las relaciones de comercio o de otra índole, que la península mantenía con centros políticos y económicos bastante lejanos. Esta misma influencia la podemos apreciar en los murales de un sitio cercano a Tulum llamado Tancah, y en los del sitio Santa Rita, en Honduras británica.

 

El carácter tardío de Tulum se hace más patente cuando vemos que probablemente haya sido el primer sitio de México conocido por los españoles. En efecto, en 1511,una ex­pedición que regresaba del Darién naufragó frente a las costas del Caribe salvándose 15 hombres, que fueron hechos prisioneros posiblemente por el cacique de Tulum; los so­brevivientes fueron sacrificados, menos dos, que años más tarde desempeñarían un papel muy importante en la conquista.

 

En 1518, durante la expedición de Grijal­va, el cronista de ella afirma que, después de dejar Cozumel, vieron frente a la costa una ciudad "tan grande que la ciudad de Sevilla no nos hubiera parecido mayor ni mejor... con un torre muy elevada". La ciudad debió de ser Tulum y la torre el edificio más importante del lugar, que ahora conocemos con el nombre de El Castillo.

 

En 1519 es Cortés el que llega a Cozumel y se entera de la presencia de los dos espa­ñoles en tierra firme; los manda buscar y uno de ellas, Jerónimo de Aguilar, acepta unirse a Cortés, comenzando así su destacado papel en el futuro político del conquistador de Mé­xico, ya que junto con doña Marina, la Malinche, servirá como intérprete de la expedi­ción. El otro español, Gonzalo Guerrero, por el contrario, no acepta unirse de nuevo con sus compatriotas, debido a que ya estaba in­tegrado a la vida maya y era cacique de un pueblo, se había horadado las orejas, la nariz y la boca, y ya estaba casado y con hijos. In­cluso sabemos que años más tarde habría de morir en Ulúa, Honduras, peleando contra los españoles. Gonzalo Guerrero fue, de hecho, el fundador de  la primera familia mexicana mestiza.

 

Antes de pasar a tratar algunos aspectos relacionados con la conquista española, debemos mostrar aquellos logros culturales que se manifestaron durante el posclásico en la península de Yucatán, aunque aclarando que algunas de estas realizaciones intelectuales del pueblo maya las hacemos válidas para todo el posclásico, en vista de que los historiadores y los arqueólogos no se acaban de poner de acuerdo sobre la forma en que evolucionaron a través del tiempo y cuáles fueron sus diferencias regionales en un territorio tan vasto como el de la península de Yucatán.

 

Uno de los grandes logros de la cultura maya fue el sistema que crearon para llevar la cuenta del tiempo, empleado durante el período clásico de manera casi absorbente, como apreciamos en los múltiples monumentos es­culpidos y en otras manifestaciones artísti­cas donde aparecen inscripciones calendári­cas. El tiempo cumplía una profunda función en el ciclo agrícola, señalaba el futuro de los que nacían, sus días venturosos o aciagos, tenía un valor determinante en el transcurso de la vida social y religiosa, de modo que cada periodo de tiempo estaba definido por la presencia de una deidad que lo regía. Era importante el tiempo pasado, pues escudri­ñándolo se podían conocer los maleficios que ocurrirían en el futuro, determinados por la creencia en el fin repentino del mundo, que señalaba cíclicamente las mismas posibilida­des de continuar la vida después de un pe­ríodo de tiempo transcurrido.

 

Esa determinación del tiempo sobre la vida de los hombres se puede apreciar en el cantar 3 del Libro de los Cantares de Dzi­balché, que se refiere a los cinco días aciagos con que se terminaba un periodo o año de 365 días: “Los días del llanto, los días de las cosas malas. Libre está el diablo, abiertos los infiernos, no hay bondad, sólo hay maldad, lamentos y llanto. Ha pasado un entero año, el año nombrado aquí. ¡Ha venido también una veintena de días sin nombre, los dolorosos días, los días de la maldad, los negros días! No hay ya la bella luz de los ojos de Hunabku para sus hijos terrenales, porque durante estos días se miden los pecados en la tierra a todos los hombres: varones y mu­jeres, pequeños y adultos, pobres y ricos, sa­bios e ignorantes; Ahaucanes, Ah Kuleles Ba­tabes, Nacomes, Chaques Chunthanes, Tupi­les. A todos los hombres se les miden sus pecados en estos días; porque llegará el tiempo en que estos días serán el fin del mundo. Por esto se lleva la cuenta de todos los pecados de los hombres aquí sobre la tierra. Los pone Hunabku en un grande vaso hecho con el barro de las termitas cartoneras y las lágrimas de los que lloran las maldades que se les hace aquí en la tierra. Cuando se colme el gran vaso...”.

 

Uno de los aspectos importantes del ca­lendario maya es el hecho de que sólo con­taba el tiempo transcurrido a partir de 0, de modo que nuestro año 1 sería para los mayas el año 0, y hasta la medianoche del segundo ellos considerarían nombrarlo como año 1, porque sólo hasta entonces habría transcurrido completamente. Por otra parte, marcaban el paso de los años por medio de no menos de cuatro sistemas de contar el tiempo, que se rectificaban recíprocamente en caso de algún error que se hubiera cometido al hacer la inscripción. Estos períodos eran: el año de 365 días, el año de 360, un período de 260 días y el año lunar. El primero se dividía en 18 meses de 20 días, a los que se agregaba un período de 5 días, considerados de mal agüero, como vimos en el Cantar de Dzibalché que transcribimos. Para calcular el año de 360 días, estos últimos 5 se omitían, y el año conocido por Tun se dividía en 18 Ui­nales o meses de 20 Kines o días cada uno. Veinte Tunes hacían un Katún o período de 7.200 días, y veinte Katunes formaban un Baktún o ciclo de 144.000 días, o sea 400 años de 360 días. Aparte habla otras unidades mayores  que  podían negar hasta los 23.040.000.000 días, pero que no tenían nin­gún sentido práctico, sino sólo religioso.

 

El cómputo de 260 días, llamado Tzolkin, constaba de una combinación de veinte sig­nos con trece numerales, que se repetían con­tinuamente a través del tiempo, y carecían de una función propiamente calendárica; se le empleaba como "rueda" adivinatoria, en que la combinación de las deidades que regían los numerales y los signos le daban un valor pre­monitorio, ya fuese empleado individual o colectivamente.

 

Los mayas fijaban sus fechas de acuerdo con el cómputo lunar, y para ello se consig­naban los días transcurridos desde el novilunio hasta la fecha que estaba transcurriendo. Asimismo conocieron con bastante exactitud el periodo que cubría la revolución de Venus, que transcurre en un tiempo algo menor de 584 días. Para corregir el error acumulado por computar la cifra exacta, los mayas omitían 4 días al final de cada período de 61 años, y 8 días al transcurrir 300 años, con lo cual ganaban en precisión sin necesidad de em­plear fracciones de tiempo que les eran desconocidas.

 

Hacia el momento de la conquista  española, los mayas de Yucatán empleaban lo que se ha llamado la rueda de los Katunes o pe­riodos de veinte años, divididos en trece Katunes, con su propia deidad y sus profecías particulares que regían la vida de los mayas, aparte de constituir una crónica que seguía los acontecimientos por espacio de 62 Katu­nes, en un lapso de once siglos.

 

Vemos, por lo tanto, que existió una continuidad cultural reflejada en muchos aspec­tos desde el periodo clásico hasta el momen­to de la conquista española. Y silo hemos visto en algo tan importante como el calen­dario, la necesidad de continuar con las ob­servaciones del curso de los astros también los obligó a rehusar o mantener vigentes algunos edificios que servían para tal propósito.

 

Así observamos como un edificio cons­truido en el período clásico, como es el llamado Caracol de Chichén-Itzá, continuó en uso como observatorio durante el posclásico. La importancia de esta torre de 12,5 metros de alto, que emerge encima de dos grandes terrazas rectangulares, consiste en que tiene en la parte superior una cámara donde hay unas aberturas cuadradas que miran al exte­rior y fijan ciertos puntos de observación as­tronómica: una de ellas mira al sur geográfi­co, y por medio de otras dos puede observarse la puesta del sol durante el equinoccio de pri­mavera y el de otoño, lo mismo que la puesta de la luna en las mismas fechas.

 

También en El Castillo de Chichén-Itzá parece reflejarse ese mismo sentido calendá­rico, dentro de la necesidad religiosa y social de señalar el transcurso del tiempo que ya hemos señalado. Aunque el cronista Landa dice que se trata de un templo levantado en honor de Quetzalcóatl o Kukulcán, vemos que por  algunos elementos más bien parece haber estado dedicado al culto solar; las gra­das están divididas en cuatro escalinatas de 91 cada una, lo que da 364 y 365 si se agrega la plataforma superior sobre la que descansa el templo; la pirámide tiene nueve cuerpos que multiplicados por 2 puesto que ése es el número en que los divide  la escalera en cada fachada nos da 18, número de los meses en el calendario maya; los tableros sa­lientes que tiene cada cuerpo son 52 en cada fachada, equivalentes a los años que forman un ciclo completo en el calendario tolteca.

 

Asociados al aspecto calendárico tenemos la existencia de tres libros con sus hojas en disposición de biombo, a los que se ha dado el nombre de códices; son los únicos ejemplos que nos han llegado de la destrucción que sufrieron por causas propias del tiempo y por los hombres, como. fue aquella quema de libros mayas que se conoce como "el auto de fe de Maní", que realizó fray Diego de Landa en 1562 donde se debieron perder pictografías que tratarían de astronomía, cronología, historia, aspectos religiosos, ritual, adivinación y medicina. Estos únicos templos conocidos llevan el nombre de las ciudades donde se conservan: el Códice de Dresde, que es un ejemplo extraordinario de la alta calidad que lograron tener los pintores y escri­bas mayas, contiene algunos horóscopos y material ritual, pero es fundamentalmente un tratado de astronomía, especie de segunda edición según Thompson, hecha hacia el siglo XI, de un libro creado durante el período clásico. El Códice de Madrid o TroCor­tesiano encierra material ritual, pero trata principalmente de la adivinación para predecir la suerte. El Códice de París o Peresiano contiene las ceremonias y profecías relacionadas con ciertos períodos de tiempo, como finales de Katunes y Tunes y sus deidades, así como asuntos adivinatorios. Todos ellos están hechos de papel fabricado con corteza de árbol, al que se le daba un baño de cal blanca sobre la que se pintaban los textos jeroglíficos y el resto de motivos, dispuestos para ser leídos de izquierda a derecha.

 

Junto con los códices tenemos una  serie de textos escritas en caracteres occidentales y en papel también europeo, ya durante la época colonial. Se los llama Libros de Chi1am Balam, título y nombre de un profeta que predijo la llegada de los hombres blan­cos, aunque sin ninguna relación directa con los documentos, cuyo verdadero nombre des­conocemos. Aunque se conoce más de una docena de ellos, los ocho más importantes son los de Chumayel, Tizimin, Kaua, Ixil, Tekax, Nah, Tusik y Códice Pérez.

 

El material que contienen es muy variado, pero en términos generales se encuentran en ellos temas de carácter religioso, textos médicos, cronológicos y astrológicos, aspec­tos calendáricos, astronómicos y rituales, y textos literarios. En todos ellos hay marcada influencia europea, lo cual no desmerece la cantidad de información puramente maya que contienen.

 

Como todo libro de profecías, es notoria la carga de pesimismo que contienen, como si el temor estuviera en función del control social que sin duda han de haber ejercido los sacerdotes mayas. Por ello, la consulta de es­tos libros era obligada para una serie de problemas que surgían en las distintas comuni­dades, habiendo influido no sólo en la época prehispánica y colonial, sino hasta en acon­tecimientos relativamente cercanos, como fue la llamada guerra de castas, que asoló el te­rritorio yucateco entre 1848 y 1902. En cuan­to a la conquista española es conocido cómo influyó la cercanía del nefasto Katun 8 Miau en la rendición de los Itzaes de Tayasal, en 1697, cuando cayó el último reducto inde­pendiente de los mayas.

 

De la existencia de otro tipo de obras li­terarias, como teatro, textos que se recitaban durante algunas danzas y obras poéticas, sólo contamos con la narración que de ellas hacen algunos cronistas e historiadores, pero sin que conozcamos ningún ejemplo que haya sobrevivido. Únicamente. contamos con algunos cantares mayas, reunidos en El Libro de los Cantares de Dzibalché, que es una copia del siglo XVIII de un manuscrito más antiguo, pero cuya música se ha perdido; la existencia de temas melódicos se infiere de  la mis­ma portada del antiguo manuscrito encontra­do en el pueblo de Dzibalché, Campeche: 2El Libro de las Danzas de los Hombres Anti­guos, que era costumbre hacer acá en los pueblos cuando aún no llegaban los blancos”.

 

En cuanto a los textos propiamente, puede verse en ellos un gran parecido formal con las plegarias ~y oraciones que en nuestros días acostumbran hacer los indígenas mayas con­temporáneos, donde es perceptible el uso de repeticiones de palabras, a manera de versos antifonales que posiblemente derivan de las frases melódicas. Eric Thompson supone que este carácter antifonal del verso maya  está presente también en los textos jeroglíficos que aparecen con temas redundantes, como si respondieran a ese mismo estilo repetitivo. Un bello ejemplo de este tipo de cantares, en este caso asociado con alguna danza previa al ejercicio del sacrificio humano por flechamiento, es la "Canción de la Danza del Arquero Flechador":

 

Espiador, espiador de los árboles, a uno, a dos

vamos a cazar a orillas  de lo arboleda en danza ligera hasta tres.

 

Bien alza la frente, bien avizora el ojo; no hagas yerro para coger el premio.

 

Bien aguzado has lo punta de tu flecha, bien enastada has la cuerda

de tu arco; puesta tienes buena resina de catsim en las plumas

 del extremo de la vara de tu flecha.

 

Bien untado has grasa de ciervo macho en tus biceps, en tus muslos, en tus rodillas, en tus gemelos, en tus costillas, en tu pecho.

 

Da tres ligeras vueltas alrededor de la columna petrea pintada, aquella donde atado está aquel viril muchacho, impoluto, virgen, hombre.

 

Da lo primera; a la segunda coge tu arco, ponle su dardo, apúntale al pecho; no es necesario que pongas toda tu fuerza para asaetearlo, para no herirlo hasta lo hondo de sus carnes y así pueda sufrir

poco a poco, que así lo quiso el Bello Señor Dios.

A la segunda vuelta que des a esa

columna pétrea azul, segunda vuelta que dieres, fléchalo otra vez.

 

Eso habrás de hacerlo sin dejar de  danzar, porque así Lo hacen los buenos

escuderos peleadores hombres que se escogen para dar gusto

a los ojos del Señor Dios.

 

Así como asoma el sol

por sobre el bosque al oriente, comienza del flechador arquero

 el canto. Aquellos escuderos peleadores lo ponen todo.

 

Los sistemas de organización social y político entre los mayas se han descrito basándose en los conocimientos quede ambos as­pectos se tienen para el periodo posclásico, principalmente de su situación en la penín­sula de Yucatán. De modo que es sobre nues­tra región en donde tenemos mayores evidencias relativas a estos puntos.

 

De acuerdo con tal información, podemos suponer que los mayas de la península esta­ban divididos en una veintena de una especie de ciudades-estado independientes, pero es­trechamente unido! en cuanto al idioma, la religión, la cultura en general y una forma se­mejante de instituciones políticas. Cada una de estas ciudades-estado ha de haber poseído un territorio y cierto número  de poblados sujetos al centro principal, donde se acumu­larían los productos agrícolas, se efectuarían 1as principales transacciones comerciales, ten­dría lugar el mercado local, donde vivirían o acudirían los principales artesanos y residiría la autoridad central.

 

Algunas  veces  esta forma de organización fue alterada, como en el caso de la Liga de Mayapán que hemos descrito, o durante el centralismo que ejerció posteriormente la ciu­dad de Mayapán, al desaparecer aquella confederación. Pera recordemos que, en ambos casos, los pueblos aliados o sujetos mantu­vieran cierta forma de autonomía y de orga­nización territorial.

 

A la cabeza de cada uno de estos centros estaba el Halach uinic, o cacique territorial, cuyo cargo era hereditario del padre al hijo mayor, dentro de una serie de reglas que es­tipulaban que si el heredero era menor de edad los tíos paternos ejercerían Ja regencia mientras el futuro gobernante cumplía la edad requerida; en caso de no haber tíos, el con­sejo de sacerdotes elegía alguna persona de importancia para que se hiciera cargo de  la regencia.

 

Con el Halach uinic legislaba una especie de consejo de estado, formado por los jefes, sacerdotes y posiblemente gobernantes de los principales pueblos sujetos. Es posible que en el Halach uinic se juntaran las categorías del más alto funcionario de la ciudad-estado y de la autoridad eclesiástica de mayor jerar­quía, aunque todavía no se ha esclarecido completamente este punto.

 

En los momentos de la conquista españo­la las principales casas reinantes en la península eran: los Tutul Xiúes, que habían go­bernado en Uxmal y que, a raíz de la des­trucción de la Liga de Mayapán, se habían trasladado a Maní; los Cocomes, que de Mayapán se hablan trasladado a Sotuta; los Ca­nek, un grupo de Itzaes que había emigrado de Chichén-Itá al centro de El Petén guate­malteco, donde hablan fundado su capital, Tayasal, en un extremo del lago de Petén Itzá; los Cheles de Tecoh, que a su vez se habían desprendido de su antiguo asentamiento en Mayapán, y los Peches, con su capital, Motul.

 

Tras el Halach uinic venían los Bataboob o jefes menores, que servían como funciona­rios de los pueblos sujetos o como especie de magistrados para impartir la justicia local. Eran nombrados por el Halach uinic, quien los escogía de entre las familias consideradas nobles o principales. Cada uno de estos Batab tenía mando sobre los soldados que Co­rrespondían  a su pueblo, se encargaba de la buena marcha de los negocios del mismo, pre­sidía el consejo local, era parte determinante para señalar la época en que se debían iniciar las siembras y la cosecha, fungía como juez y cuidaba del pago correspondiente del tribu­to que su pueblo debía entregar al Halach uinic. En casos de guerra, el Batab contaba con la ayuda de una especie de estratega o comandante del campo, el cual recibía el nombre de Cocom.

 

En otra jerarquía menor venían los Cuch caboob, que eran una especie de concejales de barrio o distrito, con voz y voto en las d~ cisiones principales que atañían a su pueblo. A éstos seguían los Ah holpop, quienes se encargaban de algunas prácticas relacionadas con el ritual religioso, como la dirección de las danzas, del protocolo ceremonial, fungían como cantores principales y eran los guardia­nes de los instrumentos musicales que se empleaban en las festividades de la comu­nidad.

 

Finalmente estaban los Tupiles,  especie de alguaciles o guardianes del orden, que podrían equipararse a los policías de nuestro tiempo.

 

Paralelo al gobierno civil estaba la orga­nización religiosa, cuyos miembros también salían de las familias nobles y cuyos cargos eran hereditarios. En primer lugar, fungiendo como gran sacerdote, estaba el Ahuacán, "El Señor Serpiente", quien administraba el ritual religioso, los sacrificios, los aspectos de­rivados del cómputo del tiempo en las dis­tintas formas del calendario, tanto el civil como el religioso y adivinatorio; sabía inter­pretar los jeroglíficos, dirigía a los sacerdotes menores en la instrucción religiosa, era un experto en matemáticas y astronomía y administraba los monasterios donde vivían los sacerdotes y novicios. También servían como consejeros del Halach  uinic.

 

Al Ahuacán seguían los Chilanes o adivi­nos, encargados de interpretar las profecías, a manera de oráculos que podían leer los libros adivinatorios, ciertos fenómenos celes­tes, el vuelo de los pájaros y la sangre de al­gunos animales sacrificados con ese fin. También estaba el Nacom, el sacerdote sa­crificador, que en la ceremonia del sacrificio humano era ayudado por los Chaces, ancia­nos que atendían no sólo al sacrificio, sino que ayudaban en las ceremonias de la pubertad, a encender el fuego nuevo al final de un ciclo calendárico y también a consagrar a los nuevos ídolos, lo cual se hacía en determinado período de tiempo, sacándose para ello sangre de las orejas con la que untaban las nuevas imágenes.

 

Había otros sacerdotes menores, como el Ahkin, que servía de profeta en la lectura de los ciclos calendáricos llamados katunes, tam­bién oficiaba como oráculo y en el rito del sacrificio atendía al ofrecimiento del corazón al ídolo que le correspondía. En una  escala menor estaban los Ahmenob o curanderos, que podían provocar las enfermedades o remediarías. Todavía en nuestros días los Ah­menoh tienen gran importancia en las comu­nidades mayas.

 

Debajo de esta estructura estaba la gente del pueblo, los Macehualob, palabra náhuatl llegada a la península de Yucatán con los tol­tecas. Casi como un homenaje al gran mayis­ta Silvanus G. Morley, vale transcribir aquí las palabras con las que los describe y los admira:

 

"...eran los humildes sembradores de maíz, con cuyo sudor y trabajo se sostenían no sólo ellos, sino también su jefe supremo (el ha­lach uinic), los señores del lugar (los bata­boob) y los sacerdotes (ah kinoob). Además de realizar esta labor nada despreciable, fueron ellos los constructores de los grandes cen­tras  ceremoniales, los elevados templos-pirá­mides, las vastas columnatas, los palacios monasterios, juegos de pelota, plataformas de baile, terrazas, y las cazadas de piedra que se alzaban del suelo y unían entre sí las ciu­dades principales. Eran ellos los que extraían de la cantera. labraban y esculpían las enor­mes cantidades de piedra y sillares que se emplearon en estas grandes construcciones.

 

Ellos, con sus hachas de piedra, derribaron los millares de árboles que sirvieron de com­bustible para los hornos en que se quemaba la piedra caliza de aquellos lugares a fin de convertirla en cal para hacer la mezcla o mor­tero; y con las mismas hachas y cinceles de pedernal derribaban, labraban y grababan los dinteles de madera dura  de las puertas y las vigas de chicozapote de los techos, la única clase de madera que se ha encontrado en las obras de arquitectura de piedra de los ma­yas. Eran ellos los canteros que labraban los sillares para las fábricas, los escultores en piedra que grababan las estelas y los diferen­tes elementos que entraban en la elaboración de las fachadas de mosaico. Y estas mismas gentes del pueblo servían hasta de bestias de carga para transportar las piedras desde las canteras al sitio de las construcciones, eran los que escalaban las andamios, atados con bejucos silvestres del bosque, llevando a su lugar y sobre la cabeza las pesadas bloques de piedra labrada".

Morley describe las cargas que soportaba la gente del pueblo: regalas a los sacerdotes y al gobernante, y toda lo que significaba mantener una vida estrechamente ligada con el culto a las dioses, en cuanto a ofrendas, sacrificios, servicios y veneración; trabajo ma­terial para pagar la parte correspondiente al centro cívico ceremonial, aparte del trabajo comunal, del que obtenía ventajas y obligaciones. Cuanto se sembraba y provenía del campo era tasado, y si podía llenar una necesidad social y obtener un precio en el mer­cada, era susceptible de convertirse en ar­ticulo de tributo.

 

En el última nivel social estaban los esclavos, y aunque sabemos poco de ellos, al­gunas fuentes nos hacen ver que su situación obedecía a varias causas: por haber sido tomada prisionero como botín de guerra, por castigo de robo, por orfandad, por compra en el mercado y por haber nacido esclavo; esto último no era común y había medios legales para que. en ese caso la persona obtuviera la libertad. Se los empleaba en el trabajo y tam­bién se los destinaba al sacrificio humano. Todo ello dentro de un grado de esclavitud incipiente que t04avía no era la base del desarrollo de la sociedad maya.

 

Todo este mundo, con sus sistemas de vida social y religiosa, su cultura, su arte y sus conocimientos del universa en el que vi­vían y su manera de aprovecharlo, terminó can el arribo de los conquistadores españoles. Los primeros llegaron en 1511, como náu­fragos, y la historia de ese primer contacto está relacionada can los dos sobrevivientes, Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero, de los que ya hablamos al describir la ciudad de Tulum. El segundo contacto fue con la expedición de Francisco Hernández de Córdoba en 1517, la cual recaló en isla Mujeres, costeó dándole vuelta a la península hasta la ba­hía de Campeche, donde sufrieron la primera derrota en la historia de la conquista de Yu­catán al enfrentarse con el cacique de Champotón, causa por la que tuvieron que regresar a Cuba, el punto de partida. La tercera tuvo lugar en 1518, bajo el mando de Juan de Grijalva, cuando se visitó Cozumel, avis­taran desde el mar la ciudad de Tulum, arri­baron a la bahía que llamaron de la Ascensión y siguieron la ruta de Hernández de Córdoba hasta descubrir la laguna de Térmi­nos y el río de San Pedro y San Pablo, y lue­go el río de Tabasco, hoy Grijalva; la expedición continuó por la costa de Veracruz, llegó al Pánuco y emprendió el regreso, deteniéndose en Champotón con la intención de vengar aquella desafortunada batalla de Hernández de Córdoba, si bien corrió la misma suerte; después de librar en Campeche otra difícil pelea, regresaron finalmente de nuevo a Cuba.

 

En 1519 llegó a Cozumel la expedición de Hernán Cortés, donde se le unió Jerónimo de Aguilar, que en adelante iba a ser su intér­prete por su conocimiento del maya; costeó toda la península hasta Campeche y, al llegar al río de Tabasco, lo bautizó con el nombre de Grijalva, en honor a su descubridor. En Tabasco fue donde recibió el obsequio de va­rias muchachas, entre las que estaba la fa­mosa doña Marina o la Malinche.

 

Ninguna de la expediciones anteriores penetró tierra adentro. No fue hasta 1527 cuando Francisco de Montejo, que había formado parte de las expediciones de Grijalva y Cortés, solicitó el permiso necesario para la con­quista y colonización de Yucatán. Esta no fue fácil, pues duró diecinueve años, de 1527 a 1546. En este lapso de tiempo hubo dos in­tentos fallidos por el oriente y poniente, respectivamente, y uno definitivo, en el que des­taca la fundación de Mérida en 1542 y la de Valladolid dos años después.

 

Fue durante una de estos intentos de re­ducción cuando se manifestó la profunda di­visión y rivalidad que existía entre los distintos señoríos mayas a partir de la disolución de la Liga de Mayapán y el asesinato de los Cocomes con que terminó la hegemonía de esta última. ciudad. El ejemplo más dramático de esta desunión está asociado a un acontecimiento que tuvo como marco la importancia religiosa que conservaba el antiguo centro ceremonial de Chichén-Itzá, cuando en 1536 un descendiente de la vieja dinastía Xiu, que ahora estaba asentada en Maní, pidió permiso al cacique de Sotuta, Nachi Cocom, para poder ir al cenote sagrado de aquella ciudad a cumplir una visita y un sacrificio humano.

 

Nachi Cocom recibió personalmente a los peregrinos y los alojó en su propia residencia, atendiéndolos con tales festejos que parecía que los antiguos resentimientos estaban olvidados. Pero el odio se había acrecentado por el hecho de que los Xius se habían sometido pacíficamente a los españoles. El resultado fue una trampa tendida a los hués­pedes, que durante un banquete fueron ma­sacrados por los guardias de Nachi Cocom, que así tomó venganza de la muerte de sus abuelos, pero que impidió cualquier posibilidad de alianza entre las principales familias de la península.

 

Esta situación interna de los mayas y el establecimiento de centros urbanos por parte de los españoles fueron factor determinante en la reducción definitiva de Yucatán.

 

Solamente aquel grupo de Itzaes que ha­bía emigrado de Chichén-Itzá al centro del Petén, en Guatemala, permaneció libre hasta finales del siglo XVII. Fueron visitados por Cortés durante su viaje a Honduras a prin­cipios de 1525 y desde entonces no volvieron a tener contacto con ningún europeo hasta 1618, cuando dos misioneros franciscanos pudieron comprobar que la vida de los Itzaes continuaba siendo la misma de antes de la conquista española.

 

Todos los intentos de catequización resul­taron inútiles, al extremo de que en 1623 un franciscano y ochenta indios conversos fueron sacrificados a los dioses indígenas en su templo de Tayasal, la ciudad lacustre de los Itzaes. En 1624, una fuerza expedicionaria fue aniquilada totalmente, y la influencia de los Itzaes se empezó a dejar sentir entre algunos pueblos vecinos, que comenzaron a apostatar de la religión cristiana.

 

En 1696 hubo otro intento de evangeliza­ción que tampoco fructificó, y finalmente, en­tre ese mismo año y 1697, el gobernador de Yucatán, Martín de Ursúa, mandó abrir un camino a través de la selva y, perfectamente pertrechado, irrumpió en la ciudad, donde destruyó los ídolos y sobre el templo indíge­na asentó el primer altar cristiano. Con esto terminó el último reducto independiente de los indios mayas.

 

8 Ahau.

 

Este Katún 8 Ahau se asenté en el cargador de año cuando fue despobla­da Mayapán, Estandarte-venado, que da al sur. Lahun Chablé, Diez hojas escamosa, es el asiento del Katún 8 Ahau. Amayté Kauil, Cuadrado deidad, es el rostro que reina en su pan y en su agua. Tristeza habrá entonces. Cit Bolon Ua, decidor grandes mentiras es su rostro en el cielo. Pan de Pedernal, agua de pedernal: ruda palabra guerrera que no temerá de nadie el pan ni el agua; que empobrecerá la llanura que empobre­cerá la sierra hollada en busca de ali­mento. No tendrá agua la llanura, ni tendrá agua la montaña porque en to­dos los pueblos y provincias no estarán los Bacabés, Vertedores, y entonces vendrá Kinich Kakmó, Guacamaya de fuego de rostro solar a reinar.

 

Entonces vendrán los extranjeros y habrá venganzas a causa de los irreverentes, de los destructores, de los que se levantan en contra de su madre, en contra de su padre, suplantadores del Señorío en Chichón, Orilla de los pozos, y del Señorío a la orilla del mar. Al nor­te del mundo estará el Bacab, Verte­dor, cuando llegue la hora de la culpa a todos los que estuvieron reinando. Entonces vendrán dardos, vendrán es­cudos para los advenedizos, los echados de sus hogares; los Señores plebeyos que usurpan la Estera, que usurpan el Trono, los hijos bastardos, los ltzaes. Brujo del agua, hijos sin linaje mater­no, engendrados en mujeres de placer.

 

De pecado, de culpa habla este ka­tún y de destrucción por piedras y despoblamiento al final por causa de los ambiciosos de gobernar. Así se mani­fiesta. Llegará Ah Kinich Kakmó, El gua­camaya de fuego de rostro solar, en el Katún 8 Ahau. Despoblamiento será lo que haga venir Ah Kinich Kakmó, El ­guacamaya de fuego de rostro solar. Se volteará el cielo y dará vuelta la tie­rra. Cuando ocurra este cambio se hará manifiesto el pecado de los Halach Uiniques, Jefes de los pueblos, y enton­ces alzarán el cuello los Príncipes cuan­do se les sumerja en el agua por usur­padores del Trono, por usurpadores de la Estera, cuando se volteen hacia la tierra los soberbios, los renegados, los faltos de nobleza, los plebeyos Llanto de las Moscas, llanto de los poblado­res que llorarán en los caminos veci­nales.

 

Esta es la palabra del 8 Ahau Katún, el mismo en que fue despoblado Mayapán. Estandarte venado. Mala es la palabra del Katún, pero así acontecerá; es su palabra cuando de nuevo regre­se, según dijo el gran Ah Kin, Sacerdo­te del culto solar, Chilam, Intérprete, cuando escribió los signos en la faz del Katún del 8 Ahau.

 

(Texto del Chilam Balam de Chumayel. Traducción de Alfredo Barrera Vás­quez y Silvia Rendón).

 

Bibliografía.

 

Morley, S. G.  La civilización maya. edición revisada por G. W. Brainerd, México, 1972.

 

Ruz Lhuillier, A. La civilización de los antiguos mayas, México, 1963.

 

Ruz Lhuillier, A. y Vogt, E. Z. Desarrollo cultural de los mayas. México, 1971.

 

Thompson, J. E. S. Grandeza y decadencia de los mayas. México, 1959.

 

26.            Los mayas de las tierras altas de Guatemala durante el posclásico.

Por: Carlos Navarrete

 

La geografía.

 

Durante el período posclásico, diferentes grupos mayanses se encontraban asentados en las tierras altas de Chiapas, Guatemala y el occidente de Honduras, en una extensa región formada por una altiplanicie con cadenas de montañas de origen volcánico que comprende los valles donde, con preferencia, se establecieron dichos grupos. La máxima altura de la gran cadena de volcanes que dis­tingue esta parte de la Cordillera de los Andes es de 4.210 metros y corresponde al Tajumul­co, en el occidente de Guatemala.

 

Dos sistemas fluviales son los que prin­cipalmente riegan esta región. En primer lu­gar el río Motagua, que atraviesa gran parte del territorio guatemalteco y desemboca en el golfo de Honduras. Merced a su largo trayec­to tuvo gran importancia en el asentamiento de poblaciones, desarrolla de la agricultura y expansión del comercio. El segundo lo forma el río Usumacinta y sus tres afluentes prin­cipales, el Salinas, el Pasión y el Lacantún, que, con otros menores, cubren una amplia red navegable.

 

En esta región de tierras altas el prome­dio de elevaciones es de 1.000 metros sobre el nivel del mar. Los inviernos son secos y fríos; a los veranos les corresponde la estación lluviosa, que dura aproximadamente seis meses. El tipo de bosque es de abeto, pino, pinabete, ciprés y encino. En época antigua, la fauna fue rica en jaguares, pumas, vena­dos, destacando entre las aves el quetzal, cuyas plumas constituyeron un renglón im­portante en los tributos y el comercio, aparte del simbolismo religioso que se le dio. Es importante señalar que en el nudo montañoso que se forma en el occidente de Guatemala, junto a la frontera con México y conocido como los Cuchumatanes, la gran cantidad de especies de maíz cultivadas actualmente ha hecho suponer que en esta región debió de ocurrir parte del proceso de su aclimatación, dentro del largo camino que recorrió entre su condición de silvestre y la de cultivado.

 

En estas montañas sobreviven todavía algunas de las lenguas mayanses que tuvie­ron tanta importancia durante el periodo posclásico: chol, tzotzil, tzeltal, tojolabal, motozintleca y cotoque o chicomucelteca, que encontramos en Chiapas, Mam, Agua­cateca, Ixil, Chuj, Jacalteca, Achí, Quiché, Pocomchí, Kekchí, Tzutuhil, Cakchiquel, Pokomán, Pokonchí y Chortí, procedentes de Guatemala y esta última de la frontera con Honduras. Existen otras lenguas menores, pero casi nada conocemos de las gentes que las hablaban durante aquel período his­tórico.

 

La peregrinación.

 

Respecto al origen de estos grupos sabe­mos bien poco. Habrá de creerse que su his­toria debió de ser semejante a la de los demás pueblos mayas, aunque durante el período clásico no se haya llegado a alcanzar en las tierras altas el nivel cultural desarrollado en las tierras bajas del Petén, Chiapas, Ta­basco y Yucatán, así como en aquella parte de Guatemala y de Honduras donde desem­boca el Motagua.

 

De lo que si tenemos prueba es de que en el período posclásico hubo en las tierras altas fuertes influencias del centro de México. Esta relación entre las dos regiones parece asimismo posible a partir del gran auge de Teotihuacán durante el clásico, al extremo de que en pleno corazón del altiplano guatemalteco existiría la ciudad de Kaminaljuyú, en muchos aspectos reflejo de aquella ciudad mexicana. En fechas cercanas al siglo VI y, posteriormente, a la caída de Teotihuacán en el siglo VIII, llegaron al territorio centroamericano grupos de habla náhuatl, que se asentaron en las castas de Guatemala y El Salvador, mientras otros pequeños contingentes penetraron hasta el interior de las tierras altas de Guatemala. Con la llegada de tales inmigrantes, denominados también pipiles, parece que se infiltró entre los mayas locales una serie de rasgos culturales, religio­sos y políticos que rápidamente fueron asimilados. Recuérdense, a este respecto, los jeroglíficos, los estilos artísticos, tradiciones, deidades, etc.

 

Tampoco aparece claro si la acentuada influencia de principios del siglo X es estrictamente contemporánea con el momento de la penetración tolteca en Yucatán ni tampoco si al recibirse ésta aparecen puntos de contacto entre ambas regiones; lo que si tiene especial significación es el hecho de que los jefes y las familias dominantes en nuestra región, al igual que los de Yucatán, conservaban la tra­dición de una primitiva marcha partiendo de Tula.

 

Ignoramos si algunas familias mexica­nas llegaron a establecerse entre los mayas de las tierras altas, aunque por mezclarse con la población local hayan dado base a esa creencia; y también hasta qué punto los gru­pos pipiles de la costa impusieron sus ideas a los mayas en sus relaciones, que se reflejan en muchos de los manuscritos indígenas es­critos después de la conquista española.

 

Según  el Popol Vuh, libro en que se con­servó gran parte de las tradiciones quichés, las principales tribus que poblaron el terri­torio de Guatemala partieron de Tula acau­dilladas por cuatro capitanes mitológicos. Balam-Quitze, Balam-Acab, Mahucuta e Iqui-Balam, al mando de tres ramas de la familia quiché,  así como de los cakchiqueles y de otras tribus sobre las cuales se impu­so, desde el principio, la supremacía de los primeros. Es posible que el recorrida de estas tribus siguiera parte del camino que por la costa del Golfo conducía a Yucatán o que de alguna manera hubieran tenido contacto con los itzaes de Chichén. En el mismo Popol Vuh se menciona que uno de los pri­meros actos de los señores quichés, una vez establecidos en Guatemala, fue partir hacia Oriente para recibir del señor Náxcit la investidura de su cargo; Náxcit era precisamente el título que en aquella ciudad yuca­teca se daba el sacerdote de Kukulcán o Quetzalcóatl.

 

Para llegar al interior de Guatemala pudieron haber tomado la ruta de los grandes ríos Usumacinta y Grijalva, que a través de sus afluentes penetran tierra adentro hasta el pie de las montañas y altiplanicies del centro. Allí encontraron medios de subsis­tencia y defensa dentro de los recintos naturales donde cada tribu se acogería, dado que al llegar se separaron  de acuerdo con el lenguaje de cada pueblo, ya que desde la salida de Tula, y según señala el libro quiché, aquél se había "alterado".

 

Los documentos indígenas son confusos a la hora de relatar los años que duró la peregrinación, puesto que el aspecto mitológico está continuamente presente en la relación. Se habla de hambres y miserias; de la pérdida del grano de maíz que trajeron de Tula y que tantas penalidades les causó hasta encon­trar en el mítico Pambilil tres pies de dicha planta, de cuyas mazorcas tomaron el grano que les sirvió de semilla para multiplicarlo. Tuvieron, pues, asiento permanente y tierras donde volvieron a ser agricultores y a recupe­rar la sagrada relación hombre-maíz.

 

El relato nos habla también de que en el monte Hacavitz las tribus y sus cuatro gobernantes esperaron ansiosamente la salida del sol sin comer ni dormir y con el corazón acongojado; cuando el lucero del alba apare­ció en  el horizonte y el sol se levantó, bai­laron y quemaron copal, se prosternaron y lo veneraron. Esta parte del relato puede resul­tarnos muy significativa, porque una de las creencias más importantes del centro de México consistía en que al finalizar un ciclo ca­lendárico de cincuenta y dos años la humanidad podía perecer si el sol no alumbraba al comenzar un nuevo período. La angustia ante la deseada salida del astro, bien expues­ta en el Popol Vuh, señala otro elemento de relación entre los toltecas de Tula y los emi­grantes que partieron de esa ciudad.

 

Así, ignoramos cuánto tiempo duró la pe­regrinación de estos pueblos y las fechas en que fundaban poblados provisionales, decidi­dos siempre a abandonarlos. El definitivo asiento de los quichés tendrá lugar en las tres primeras décadas del siglo XV, durante la oc­tava sucesión de gobernantes, cuando Gucu­matz y Cotuha II fundaron la capital en Gumarcaaj o Utatlán. Y a mediados de ese mis­mo siglo, gobernando entre los cakchiqueles Huntoh y Vucubatz, de la séptima sucesión, fundaron en Ixmiché su capital.

 

De esa forma se fueron constituyendo los diferentes señoríos. Los tzotziles tuvieron sus principales centros en Chamula y Tzina­cantan, los tzeltales en Copanaguastla, los mames en Zaculeu, los tzutuhiles en Tziqui­nahá o Chuitinamit, a orillas del lago de At­ilán; los pokomames se asentaron en Mixco, los chortis cerca de Copán, la antigua ciudad del período clásico. Mientras, otros peque­ños grupos fundaban sus centros ceremonia­les y cívicos.

 

A partir de este momento los datos his­tóricos son ya más congruentes. De los ma­yas de los Altos de Chiapas sabemos solamente que los tzotziles mantenían constantes fricciones con un pueblo de diferente lengua establecido a orillas del río Grijalva, los chia­panecas, con los que disputaban la posesión de las salinas de Iztapa, las más importantes de la región.

 

La creación de la Tierra según el “Popul Vuh”.

 

“Esta es la relación de como todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio; todo inmóvil, callado y vacía la extensión del cielo.

 

“Esta es la primera relación, el primer discurso. No había todavía un hombre, ni un animal, pájaros, peces, cangrejos, árboles, piedras,  cuevas, barrancas, hierbas ni bosques: sólo el cielo existía.

 

“No se manifestaba la faz de la tierra. Sólo estaban el mar en calma y el cielo en toda su extensión.

 

“No había nada junto que hiciera rui­do, ni cosa alguna que se moviera ni se agitara ni hiciera ruido en el cielo.

 

“No había nada que estuviera en pie: sólo el agua en reposo, el mar apacible, solo y tranquilo. No había nada dotado de existencia.

 

“Solamente había inmovilidad y silen­cio en la oscuridad, en la noche. Sólo el Creador, el Formador, Tepeu, Gucu­matz, los Progenitores, estaban en el agua rodeados de claridad. Estaban ocultos bajo plumas verdes y azules, por eso se les llama Gucumatz. De grandes sabios, de grandes pensado­res es su naturaleza. De esta manera existía el cielo y también él Corazón del Cielo, que éste es el nombre de Dios. Así contaban.

 

“Llegó aquí entonces la palabra, vinie­ron juntos Tepeu y Gucumatz, en la os­curidad, en la noche, y hablaron entre sí Tepeu y Gucumatz, hablaron, pues, consultando entre sí y meditando; se pusieron de acuerdo, juntaron sus pa­labras y su pensamiento.

 

“Entonces se manifestó con claridad, mientras meditaban, que cuando ama­neciera debía aparecer el hombre. En­tonces dispusieron la creación y creci­miento de los árboles y los bejucos y el nacimiento de la vida y la creación del hombre. Se dispuso así en las tinieblas y en la noche por el Corazón del Cielo, que se llama Huracán.

 

“El primero se llama Caculhá Hura­cán. El segundo es Chipi-Caculhá. El tercero es Raxa-Caculhá. Y estos tres son el Corazón del Cielo.

 

“Entonces vinieron juntos Tepeu y Gu­cumatz; conferenciaron sobre la vida y la claridad, el cómo se hará para que aclare y amanezca, quién será el que produzca el alimento y el sustento.

 

“-¡Hágase así! Que se llene el vacío! ¡Que esta agua se retire y desocupe [el espacio], que surja la tierra y que se afirme! Así dijeron. ¡Que aclare, que amanezca en el cielo y en la tierra. No habrá gloria ni grandeza en nuestra creación y formación hasta que exista la criatura humana, el hombre formado. Así dijeron.

 

“Luego la tierra fue creada por ellos. Así fue en verdad como se hizo la crea­ción de la tierra: ¡Tierra!, dijeron, y al instante fue hecha.

 

“Como la neblina, como la nube y como una polvareda fue la creación, cuando surgieron del agua las montañas; y al instante crecieron las montañas. Solamente por un prodigio, sólo por arte mágica se realizó la formación de las montañas y los valles; y al ins­tante brotaron juntos cipresales y pi­nares en la superficie.

 

“Y así se llenó de alegría Gucumatz, diciendo:

 

“-¡Buena ha sido tu venida, Corazón del Cielo; tú, Huracán y tú, Chipi-Caculhá, Raxa-Caculhá!

 

“-Nuestra obra, nuestra creación será terminada- contestaron.

 

“Primero se formaron la tierra. las montañas y los valles; se dividieron las corrientes de agua, los arroyos se fue­ron corriendo libremente entre los ce­rros, y las aguas quedaron separadas cuando aparecieron las altas monta­ñas.

 

“Así fue la creación de la tierra, cuan­do fue formada por el Corazón del Cielo, el Corazón de la Tierra, que así son llamados los que primero la fecundaron, cuando el cielo estaba en suspenso y la tierra se hallaba sumergida dentro del agua.

 

“De esta manera se perfeccionó la obra, cuando la ejecutaron después de pensar y meditar sobre su feliz ter­minación”.

 

(Traducción de Adrián Recinos).

 

Las continuas guerras.

 

En cambio, la información es más am­plia respecto al altiplano de Guatemala, mer­ced a la parte histórica del Popol Vuh, el Me­morial de Sololá o los Anales de los cakchi­queles, junto con otros documentos menores que mencionaremos mas adelante. Por ellos podemos saber que fueron los quichés quie­nes se impusieron sobre los demás grupos y que durante el gobierno de Ca-Quikab, lla­mado el Grande, y de su adjunto Cavizimah, dicho pueblo se expandió por medio de las armas. Durante tal reinado se organizó el ejército quiché, que llevó sus correrías hasta las montañas más septentrionales del territorio, para luego bajar a tierra caliente cerca del río Lacantun. Por el este dominaron  tierras de los pokomchíes e incluso llegaron hasta Rabinal. Alguna derrota sufrida en este lugar motivó el tema del drama-danza "El Varón de Rabinal" o “Rabinal Achí”. Por el sur alcanzaron la costa del Pacífico, donde entraron en conflicto con los antiguos pipi­les, posiblemente en busca de las siembras de cacao. Penetraron hasta el lago de Atitlán, donde se encontraban los cakchiqueles y tzu­tuhiles. Hacia el oeste parece que tocaron tierras del Soconusco, en la costa de Chia­pas, donde parece que ocuparon poblaciones de habla mam, en tierras productoras de cacao.

 

Los cakchiqueles pelearon al lado de los quichés en el transcurso de sus conquistas. Así lo indican los Anales de los cakchique­les: "Y guerreaban nuestros abuelos, que se llamaban Huntoj y Vucubatz. Eran valien­tes guerreros e hicieron la guerra al lado del rey Quicab... Aquellos abuelos rocas podero­sas habían ido a luchar en la guerra y habían librado una campaña gloriosa contra Panah y Chiholom, donde reinaba el rey Ychal Amullac, señor de los akajales. Estuvieron también en Pogoiyá; luego conquistaron la ciudad de Panah, donde aquél gobernaba an­teriormente. Después que Huntoj y Vucu­batz conquistaron a los de Panah, murieron los reyes Rahamún y Xiquitzal".

 

El despotismo de los gobernantes qui­chés indujo al pueblo a levantarse contra ellos. Se formó una revuelta encabezada por los propios hijos de Quicab y en la que fueron asesinados los principales jefes militares.

 

Ante la presión de los amotinados, el rey Quicab pronto tuvo que ceder y dar a sus hijos participación en el gobierno.

 

Esto no sólo minó el poder interno del gobierno, sino que fue la base para que comenzara la desintegración de los pueblos aliados y subordinados. Los primeros en separarse fueron los cakchiqueles, comandados por Huntoj y Vucubatz, antiguos jefes guerreros que sirvieron a los quichés durante su expansión y llevaron a su pueblo a establecer­se definitivamente en lximché. Consecuencia de todo ello fue la decadencia quiché. Una desastrosa guerra contra los cakchiqueles, en la que el rey Quicab moriría frente a las murallas de Iximché, puso fin a la antigua hegemonía de aquel pueblo, que vio como sus antiguos aliados se alzaban con la su­premacía sobre los demás pueblos guatemaltecos.

 

Años más tarde, los gobernantes quichés, aprovechándose del hambre que asolaban al pueblo cakchiquel por la pérdida de sus sementeras, quisieron desquitarse de la derrota anterior y volver a ocupar su antigua posi­ción, pero fueron nuevamente derrotados, hasta el punto de perder en la batalla al ídolo de su dios principal, caído en manos de sus enemigos. El enfrentamiento se describe en los Anales de los cakchiqueles:

 

"Cuando apareció el sol en el horizonte y cayó su luz sobre la montaña estallaron alaridos y gritos de guerra y se desplegaron las banderas, resonaron las grandes flautas, los tambores y las caracolas. Fue verdaderamente terrible cuando llegaron los quichés. Pero con gran rapidez bajaron a rodearlos (los cakchiqueles), ocultándose para formar un círculo, y llegando al pie del cerro se acercaron a la orilla del río y aislaron las casas, lo mismo que a los servidores de los reyes Tepepul e Itzayul, que iban acompañando al dios. El encuentro fue inmediato y verdaderamente terrible. Resonaban alaridos, gritos de guerra, las flautas, redoble de tambores y caracolas, mientras los guerreros ejecutaban sus actos de magia. Pronto los qui­chés fueron derrotados. Dejaron de pelear y se dispersaron, aniquilados y moribundos. No fue posible contar los muertos. Fueron vencidos, pues, y hubo gran cantidad de pri­sioneros. Se rindieron los reyes Tepepul e Iztayul y finalmente entregaron a su dios. De esta manera Galel Achih, Ahpop Achí, nieto e hijo del rey; Ahxit, Ahpuvak, Ahtzib, Ahgot y todos los guerreros fueron aniquila­dos  y ejecutados. No menos de ocho mil o acaso dieciséis mil fueron los quichés a quie­nes los cakchiqueles dieron muerte en aquella ocasión. Así contaban nuestros padres y abuelos: '¡Oh hijos míos. Esto fue lo que hicieron los reyes Oxlahuh y Tzíi Cabla­huh'. Tilhax junto con Voo Ymox y Rokel Batzin. Y no de otra manera se engrandeció el lugar de Iximché".

 

Esta victoria afirmó aún más el poder de los cakchiqueles, que se lanzaron sobre las antiguas posesiones quichés y las nuevas tie­rras, como la de los akales, que ocupaban un amplio territorio extendido desde el altiplano central de Guatemala hasta las orillas del lago de Izabal.

 

Todas estas conquistas les reportaron la enemistad de los demás pueblos, espectado­res de la cansolidación de un poder más te­mible que el esgrimido por los quichés. Por esa razón, los cakchiqueles se mantuvieron en guerra continua con los pueblos que se negaban a ser sus tributarios En 1493 estalló en Iximché una rebelión interna provoca­da por un noble que ambicionaba el mando. Observamos, en consecuencia, que al iniciar­se el siglo XVI los pueblos mayas de las tierras altas estaban divididos, por lo que en 1511 y 1517 hubo otras dos guerras contra sus eternos enemigos: los quichés. En 1519 sobrevino una gran peste que no acabó hasta pasados un par de años, causando grandes estragos en toda la población indígena. En 1521 estalló un conflicto contra los tzutuhi­les. Este estado de cosas duró hasta 1523, cuando las crónicas consignan que cesó el estado de guerra contra los quichés. Ése fue el estado en que los conquistadores europeos encontraron a los indígenas de Guatemala cuando llegaron en 1524.

 

Civilización, cultura material y organización.

 

En cuanto a la cultura material que podemos conocer de estos pueblos cabe señalar que la mayor parte de las evidencias que han sobrevivido pertenecen principalmente a la última parte del período posclásico, cuando ya todos los grupos se encontraban asenta­dos en las ciudades o centros ceremoniales y políticos que conocieron los españoles. Aunque en las tierras altas no se advierte una presencia tan clara del influjo propiamente tolteca, trataremos, no obstante, de hacer un breve resumen que nos revele los principales elementos encontrados en la región. La alfa­rería nos presenta un primer ejemplo a tra­vés de un tipo de cerámica conocida con el nombre de plomiza Tohil. Dicha cerámica tiene la particularidad de parecer vidriada, aspecto que la convirtió en un producto sumamente apreciado e importante desde el punto de vista comercial. Se manufacturó en la región fronteriza de Guatemala y México, en la parte montañosa donde sobresalen los volcanes Tacaná y Tajumulco. Desde allí fue llevada a distantes regiones, como el ex­tremo norte de la península de Yucatán, Veracruz, Tamaulipas e incluso Nayarit y Sinaloa, por el lado del Pacifico. También la podemos encontrar en Honduras y El Salva­dor; su distribución cubrió casi todo el terri­torio mesoamericano. En algunos lugares se la apreció tanto que se han encontrado ejem­plares restaurados o cubiertos de pintura al fresco o tan sólo de mosaico de concha, como un ejemplar de Tula, la propia capital tolteca.

 

Lo significativo del caso es que, siendo una cerámica local, presente efigies de deida­des típicas del centro de México: Xipe Tótec, Tláloc, una forma del Dios Viejo mexi­cano y guerreros vistiendo el atuendo de la Orden de Caballeros Aguila.

 

También se ha encontrado en nuestra región un tipo de cerámica que se fabricó ni la costa del Golfo, llamada Anaranjada Fina y que se distribuyó durante la expansión tol­teca. Hay artefactos de oro y cobre que mues­tran también dicha influencia. De igual modo, es posible que algunas vasijas de alabastro pudieran corresponder con este momento.

 

Algunos  elementos  escultóricos caen también dentro del estilo tolteca: un tipo de escultura antropomorfa que generalmente lleva los brazos cruzados sobre el pecho y que a veces presenta un evidente acento fáli­co. Aunque no se haya encontrado ningún ejemplar en las tierras altas, es posible que la escultura hallada en Tazumal de esa especie de altar en forma de hombre recostado, al que se le da el nombre de Chac-Mool, tam­bién fuera resultado de dicha penetración cultural.

 

En cambio, fue en el posclásico tardío cuando los centros mayas de las tierras altas llegaron a su máximo esplendor, si nos atene­mos a una serie de evidencias arqueológicas que demuestran que la influencia del centro de México no cesó durante este tiempo, sino que, por el contrario, se estaba imponiendo sobre los débiles pueblos de Chiapas y Gua­temala, y hasta en algunos grupos centroamericanos donde llegaba el comercio mexicano que partía desde la gran ciudad de Tenoch­titlan.

 

Esa marcada influencia se hace evidente si pensamos que ya existían guarniciones mexicanas en la costa de Chiapas para vi­gilar sus rutas que seguían sus comerciantes. Debemos recordar que en 1498, cuando los pueblos mayas se encontraban en pugna los unos contra los otros, los aztecas o mexicas conquistaron toda la costa de Chiapas y su expansión llegó hasta Ayutla, el primer pueblo costero de la provincia de Guatemala.

 

Desde el punto de vista de la arquitectura, esos rasgos extraños a lo maya serían, en primer lugar, el carácter defensivo de los centros ceremoniales, ya sea empleando murallas, fosos o asentando el sitio en lugares altos o rodeados de barrancos.

 

Es importante el uso de doble templo sobre una plataforma sencilla, al que se as­ciende por medio de una doble escalinata. Este rasgo está asociado con deidades donde se manifiesta el sentido de la dualidad, que según el concepto mexicano está presente en todos los órdenes de la vida: lo frío y lo caliente, el día y la noche, etc.

 

Otra importante estructura del momento es la base semicircular para soportar un tem­plo dedicado a la deidad del viento. Aparte hay una serie de elementos menores como la base en talud de los muros de algunos tem­plos y plataformas, las alfardas con el extremo final en forma de dado, pequeños altares-plataformas, y la costumbre de edificar el templo principal en medio de la plaza. Final­mente, la colocación enfrente de los templos del bloque usado para el sacrificio humano.

 

También encontramos pinturas en abri­gos rocosos y en el interior de algunos tem­plos, como en Iximché, que representan ani­males, plantas en germinación, elementos acuáticos y deidades, de franco estilo mexicano. Muy semejantes son una serie de relie­ves y grabados en roca con símbolos y figuras animales y humanas, formalmente próximos a las pinturas.

 

En lo tocante a la escultura, es posible que correspondan a este momento algunas cabezas de serpiente, las representaciones de una deidad-muerte y altares decorados  con el rostro de Tláloc.

 

La alfarería nos muestra también claros indicios de esta influencia: en el Centro y en la costa de Chiapas se han encontrado pe­queñas vasijas-efigie con la figura de Tláloc en el interior de cuevas o junto a surgencias de agua, todas ellas con el misma significado que tienen entre los mexicanos. Este mismo tipo de vasijas dedicadas al dios del agua aparecen con bastante  frecuencia en El Sal­vador. Cerámica propiamente mexica se ha encontrado en la costa de Chiapas, en sitios cercanos a la frontera de México con Guate­mala.

 

Lo significativo en este asunto está en que incluso en una alfarería local como la que se fabricó en Chinautla, pueblo poko­mán muy cercano a la actual ciudad de Gua­temala, se hayan infiltrado diseños provenientes del centro de México, es decir, algu­nas formas de representar serpientes, flores, deidades y grecas.

 

Finalmente encontramos objetos tallados en hueso, vasijas de alabastro y adornos de metal provenientes de México o, como en el caso de los huesos, decorados con símbolos completamente ajenos a las formas y con­ceptos mayas tradicionales. En un importante entierro encontrado en Iximché apareció una diadema de oro y un brazalete de hueso con diseños grabados que representan el cielo diurno, a la manera como lo vemos en las presentaciones mexicas; a su vez, la diadema es una réplica de las que ostentan los gober­nantes que se muestran en los códices mexicanos.

 

Todo esto puede significar que estamos frente a una serie de ideas y costumbres que penetraban en las capas dirigentes, entre aquellos grupos que controlaban la economía, lo que los mantenía en relación continua con los pochtecas o comerciantes mexicanos y probablemente con embajadores políticos, como los que en 1510 envió Moctezuma II a la ciudad de Iximché. Ello se ha tratado de interpretar como un llamado de atención por parte del gobernante mexicano a los cakchi­queles, dada la presencia de los españoles en las Antillas.

 

Por ello nos parece que los pueblos ma­yas de Chiapas y Guatemala pasaban por un período de mexicanización, a manera de preámbulo preparatorio para una interven­ción más violenta que interrumpió la con­quista española. En cuanto a los productos de exportación comercial, de la región salían objetos de alfarería, como ya señalamos al describir la cerámica plomiza; se exportaban cueros, astas de venado, colmillos de manatí y de otros animales, maderas y frutos nati­vos, principalmente el cacao de la costa. La sal marina debió de ser renglón importante, lo mismo que la que se extraía de verte­deros de agua salobre, como los que todavía se explotan en Zacapulas y San Mateo Ixta­tán, en el occidente de Guatemala. La obsi­diana del altiplano guatemalteco y el jade de la región oriental eran muy apreciados por los comerciantes, al igual que las plumas de quetzal y cotinga, u otros pájaros famosos por su colorido. También se exportaban mantas de algodón y textiles finos, así como calabazas decoradas por medio del nije o aje, insecto que produce cierta grasa con la que se recubre la superficie, dándole un aspecto de laca.

 

Cabe mencionar también otros productos menores, como conchas y caracoles, una especie de incienso llamado pom o copal, y la grana, colorante extraído de la cochinilla, insecto que se reproduce en plantas de nopal cultivadas con ese fin.

 

Un producto importante aportado por los altos de Chiapas lo fue el ámbar, resina vegetal fósil que en Mesoamérica se encuen­tra únicamente en los yacimientos de Simo­jovel.

 

El ámbar era solicitado no sólo como ma­terial suntuario, sino por las propiedades mágicas que se le atribuían.

 

Todos estos productos viajaban por rutas comerciales perfectamente establecidas. La más importante discurría a lo largo de la costa de Guatemala y Chiapas, con sus res­pectivos desvíos hacia el interior y siguiendo algún paso natural entre las montañas. otro camino muy frecuentado por el comercio era el que partía hacia el altiplano occidental para luego  bajar al río Grijalva y seguir su curso hacia la costa del Golfo. Importante vía fluvial era la del Usumacinta y sus afluen­tes, que también conducía al Golfo, donde se conectaba con otros ríos menores y lagunas costeras, con lo que la red navegable se hacia más amplia. También se sirvieron de los ríos Motagua y Polochic, que llevaban al gol­fo de Honduras y al lago de Izabal, respec­tivamente, con lo que había grandes posibili­dades de comunicación con la costa del Cari­be. Otra gran vía bajaba de las montañas del norte de Guatemala hacia el centro del Petén, con lo cual vemos que toda el área maya es­taba comunicada entre sus diferentes regiones y, exteriormente, con México y Centroamérica.

 

El comercio y la vida social y política estaban controlados por un consejo cuya dirección la llevaban dos dirigentes que se dividían las funciones civiles, religiosas y militares. Así encontramos entre los quichés catorce generaciones de gobernantes. Esta­ban emparentados entre sí y los cargos eran hereditarios; los demás funcionarios eran es­cogidos entre las familias principales o "ca­sas", cabezas de linajes cuyo origen se remon­taba hacia los tiempos en que se había efec­tuado la peregrinación.

 

Representantes de estas familias forma­ban una especie de senado, y de entre ellas se nombraba a los más destacados funcionarios: los principales sacerdotes, los jueces, recau­dadores, encargados del reparto de las tierras de cultivo, jefes de aldeas, encargados del orden, mensajeros y comerciantes.

 

Paralela a la forma de gobierno civil esta­ba la organización militar, que ejercía gran poder durante este período histórico, cuyo máximo jefe compartía el gobierno dual. Hacia abajo se dividía el mando en forma jerárquica,  agrupándose los miembros del ejército en escuadrones, en cuya división se mezclaban formas propiamente castrenses con conceptos religiosos. Entre los cakchique­les había trece divisiones de guerreros, descontando las órdenes selectas de Caballeros Aguilas y Caballeros Tigres, cuya presencia nos ofrece otro elemento más de influencia mexicana.

 

La religión era politeísta, aunque ciertos elementos nos hacen pensar que algunos de los nombres de dioses pueden pertenecer a una sola divinidad, dentro de un proceso de eliminación e integración de dioses que los estaba acercando a formas monoteístas, como el concepto del Corazón del Cielo. Los principales dioses, que habían sido los creadores de la humanidad, eran Bitol, el For­mador; Tzakol, el Creador, y Alom, Diosa Madre. Debajo de éstos estaban los dioses patronos de las aguas, de la caza, de las siem­bras, del sol y el cielo, de la oscuridad y de algunos fenómenos naturales como los tem­blores, los terremotos y el rayo. Había tam­bién dioses guerreros, como Tohil, dios tute­lar de los quichés. También destaca la presencia de Quetzalcóatl, bajo el nombre de Gucumatz.

 

Es posible que por influencia mexicana se tuviera la idea de que otras edades hubiesen precedido a la que los mayas estaban viviendo; creaciones imperfectas destruidas por cataclismos, de los que sólo habían sobrevivido algunos seres que pueblan el mun­do, como los peces, las aves y los monos. Esta creencia, que entre los mexicanos corresponde a los Cuatro Soles Cosmogónicos que alumbraron y precedieron a la humani­dad, parece estar presente en la cosmogonía quiché. Ya hicimos alusión a una posible celebración del Fuego Nuevo, a final de un ciclo calendárico de 52 años, en una de las etapas de la peregrinación de aquel pueblo y cuyo final es parte de la idea de los soles sucesivos. Tanto los tzotziles como los quichés y cakchiqueles, cuyos calendarios conocemos, dividían el tiempo en seres de 20 días, com­binados con trece numerales que se repetían indefinidamente, para dar un total de 260 días; este calendario ritual recibía el nombre de cholquij; que significa orden de los días.

 

Aparte de este calendario adivinatorio y religioso estaba el civil, compuesto de 20 días y 18 meses, con el agregado de cinco días finales -días aciagos y de malos agüeros-, con los que se obtenían 365 días. Además de estos calendarios tradicionales entre casi todos los pueblos de Mesoamérica, sabemos que los cakchiqueles computaban los períodos largos de tiempo por años artificia­les compuestos de 400 días que llamaban Huna. Para otros de mayor duración emplea­ban un ciclo de 20 años que llamaban May, que multiplicados por 400 días nos da un total de 8.000 días. Todos estos cálculos se hacían con el sistema vigesimal empleado para sus cuentas.

 

La literatura.

 

Aunque tenemos noticias de la existencia de libros pictográficos o códices, ninguno ha llegado hasta nosotros. Por los diseños en­contrados en las pinturas del templo principal de lximché, que ya vimos refleja influencias provenientes de México, podemos suponer que también los códices estarían dibujados en el mismo estilo. En cambio, contamos con un cuerpo considerable de manuscritos escri­tos con caracteres europeos durante los pro­pios días de la conquista y ya entrado el pe­ríodo colonial.

 

La mayoría fueron escritos en las lenguas autóctonas, algunas veces con el fin de preservar sus tradiciones o en forma de alegatos jurídicos para defender la posesión de tierras comunales o familiares, en los que se interca­laron elementos históricos y mitológicos. Se han encontrado cerca de cincuenta documen­tos en toda esta gran cantidad de alegatos, títulos y anales de pueblos.

 

Aunque en ellos se advierte cierta influen­cia europea, ya fuera por las enseñanzas de los misioneros o por la necesidad de expresarse con el estilo propio de los escritos ofi­ciales y jurídicos, en gran parte de su temá­tica se conservó mucho del pensamiento in­dígena, de sus conceptos cosmogónicos, de la vida social y de sus formas religiosas, ofreciéndonos un panorama vivo de sus ritos y costumbres, algunas de las cuales han sobrevivido hasta nuestros días.

 

La más importante de todas las obras es el Popol Vuh, llamado también Libro del Consejo. Este manuscrito fue descubierto en el convento de Chichicastenango por el padre misionero fray Francisco Jiménez, quien lo tradujo del quiché y lo transcribió por prime­ra vez en su Historia de la Provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala. Algunos autores han querido ver en el Popol Vuh algo así como un Viejo Testamento y un compendio de toda la Filosofía indígena, por lo cual también se le denomina la Biblia qui­ché, por contener una serie de mitos cosmo­gónicos, relación de dioses, pasiones huma­nizadas de éstos y partes históricas donde intervienen los dioses, y pasajes donde se relata la historia de los pueblos que emigraron desde Tula, sus linajes y la sucesión de go­bernantes.

 

Le sigue en importancia un manuscrito cakchiquel, escrito en el pueblo de Sololá por Francisco Hernández Arana Xahilá y Fran­cisco Días Xebuta Quej, encontrado a mediados del siglo XIX en el convento de San Francisco de Guatemala. Se le conoce con varios nombres. Memorial de Sololá, Anales de los Cakchiqueles, Anales de los Xahil y Memorial de Sololá. Este documento, cuyo interés es principalmente histórico, dedica al­gunos pasajes a la creación del hombre y tam­bién introduce elementos míticos a lo largo del relato.

 

Respecto a textos relacionados con algu­na forma de representaciones teatrales o con danzas rituales, conviene señalar que ningún baile indígena sobrevivió íntegramente a la conquista. De algunas de estas manifesta­ciones en que se combinaba la música, la danza y la representación hay noticias gra­cias a prohibiciones que las autoridades es­pañolas dictaron de aquellas en donde se ma­nifestaban algunos ritos antiguos, como el sacrificio de hombres y animales.

 

Por eso es importante que hasta nues­tros días haya sobrevivido una tragedia dan­zante, cuyo texto y música fueron descubier­tos a mediados del siglo XIX por el abate Brasseur de Bourbourg en el pueblo de Rabi­nal, de donde fue párroco. Tuvo la suerte de que un indígena, Bartolo Zis, la hubiera puesto por escrito.

 

En la estructura de esta obra, que conocemos con el nombre de Rabinal Achí, escrita originalmente en lengua achí, una variante del quiché, intervienen apenas cinco personajes parlantes, muchos personajes mudos que hacen de comparsa, y grupos de danzantes; las mujeres no hablan y los actores llevan máscara, y sabemos que cuando un actor se cansaba era reemplazado por otro.

 

Constituyen el diálogo de la obra largos parlamentos de carácter épico, en que cada personaje repite parte del discurso que acaba de pronunciar el anterior. Toda la trama transcurre alrededor de Rabinal Achí, héroe local, y de Quiché Achí, guerrero quiché, pri­sionero del primero.

 

Para exponer el tipo de técnica teatral empleada por los indígenas, reproducimos la descripción de Brasseur al iniciarse la representación: "Al son melancólico y sordo del tun, con una especie de ronda en que toman parte Rabinal Achí, lxoc Mun, y guerreros águilas y tigres. Giran los unos tras los otros, sin prisa. De pronto Quiché Achí se lanza en medio de ellos con gestos amena­zantes y los obliga a ir más aprisa".

 

La trama se desarrolla comenzando con el duelo verbal entre los dos guerreros. Cada "escena" está cortada de tiempo en tiempo por una ronda austera, acompañada con sones de instrumentos guerreros. La obra termina con la muerte de Quiché Achí, el cual es asesinado ante los espectadores, y a cuya muerte sigue una ronda general en que to­man parte todos los actores restantes.

 

Conquista española.

 

La conquista española de los Altos de Chiapas y de Guatemala fue realizada mediante varias expediciones. La primera fue la del capitán Luis Marín, entre 1523 y 1524, quien llegó a los Altos después de haber sujetado al pueblo de Chiapa, en aquel tiempo el más importante de la región central del hoy estado de Chiapas, pues controlaba gran parte del comercio y la ruta de comunicación que constituía el río Grijalva. En esa ocasión las fuerzas españolas pasaron por las salinas de Ixtapa y luego redujeron Chamula, Zina­cantán, Copanaguastla, Pinola y Huistán, poblaciones tzotziles y tzeltales. La falta de una guarnición militar y de un poblado per­manente trajeron  como  consecuencia que los chiapanecas volvieran a sublevarse, lo que motivó una segunda expedición que tuvo lugar entre 1527 y 1528, capitaneada por Diego de Mazariegos. Esta vez se fundó una ciudad en el mismo sitio donde había estado la población chiapaneca, a la que se llamó Chiapa de los Indios. También se trazó una segunda ciudad en los Altos, llamada Villa­rreal, hoy San Cristóbal las Casas, donde se asentó el gobierno colonial.

 

En forma simultánea a la entrada de Luis Marín, el capitán Pedro de Alvarado sujetó la costa de Chiapas o Soconusco, en su paso a Guatemala; siguió por el viejo camino prehispánico que subía de Zapotitlán a los Altos occidentales, habiendo librado una primera batalla contra los quichés. Después de varios combates, los españoles entraron en Xelajú o Quetzaltenango, una de las principales ciudades quichés. Hubo luego la batalla de Olintepeque, donde fue muerto el héroe quiché Tecún Umán.

 

Mientras tanto, en Utatlán, los jefes quichés Oxip-Quej y Belejep-Tzi convocaron a los jefes de otros pueblos para determinar qué hacer en aquellos momentos. Se decidió recibir a los españoles amistosamente y prender fuego por la noche a la ciudad, cerrando previamente los dos únicos accesos, para en la confusión dar muerte a los inva­sores. Alvarado, que supo del complot y se dio cuenta de las dificultades que encerraba el mantenerse dentro de aquella ciudad, mandó apresar a los gobernantes y los senten­ció al fuego, haciendo lo mismo con la ciudad de Utatlán.

 

Después de completar la pacificación de los quichés, Alvarado se encaminó a Iximché, donde los cakchiqueles lo recibieron pacíficamente, pues ya antes se habían cons­tituido en aliados de los españoles. Desde este lugar, Alvarado emprendió la conquista de los tzutuhiles, bajó a la costa y domeñó el señorío pipil de Yzcuintepec, continuando la marcha hasta lo que hoy es la república de El Salvador.

 

De regreso a Iximché fundó la primera ciudad de Guatemala, dentro del perímetro de la misma población indígena. Ese mismo año los cakchiqueles se sublevaron bajo el mando de Belejep-Cat y Caji-Imox, debido las exigencias tributarias del conquistador.

 

En plena lucha contra los cakchiqueles, Alvarado envió a su hermano Gonzalo a tomar la capital de los pohomanes, Mixco, des­truida después de un difícil asedio. En segui­da se organizó una campaña contra los ma­mes, que terminaría con la caída de Zaculeu y la rendición del jefe Caibil-Balam. Posteriormente fueron los indígenas de Sacatepe­quez los que vieron caer Paluk, su capital.

 

Con el sometimiento total de los cakchiqueles, los cuales durante varios años vivieron en lugares ocultos desde donde promovían continuos levantamientos contra los españoles, terminó la etapa prehispánica de la cultura maya del Altiplano. El último gober­nante cakchiquel estuvo prisionero hasta el 1540, año en que fue ejecutado.

 

Bibliografía.

 

Rabinol Achí (El varón de Rabinal), ballet drama de los indios quichés de Guatemala, traducción y prólogo de Luis Cardoza y Aragón, México, 1972.

 

Recinos, A. Popol Vuh, Las antiguas historias del quiché, México, 1947.

Memorial de Sololá y Título de los señores de Totonicapán, México, 1947.

Crónicas indígenas de Guatemala, Editorial Universitaria, vol. 20, Universidad de San Carlos de Guatemala. 1957.

 

27.            El valle de Oaxaca en el posclásico.

Por: Ignacio Bernal

 

Los zapotecos.

 

A partir del fin de Monte Albán, o sea de la época arqueológica llamada III B, se ha di­vidido la historia antigua del valle de Oaxaca en dos épocas: Monte Albán IV y Monte Albán V. Significan, la primera, la continua­ción de la cultura zapoteca desde la caída de Monte Albán hasta el fin de la civilización in­dígena, y la segunda, el resultado de la llegada de los mixtecos al valle de Oaxaca. En otras palabras, la época IV va de 750 a 1520, y la época V, desde la llegada de los mixtecos al valle, tal vez hacia 1000, hasta 1520. Son, por tanto, en gran parte contemporáneas. La situación así presentada es indudablemente correcta, aunque un poco confusa. Aquí prefe­rimos llamar época IV al período bastante corto que va de 750 a 1000 poco más o menos y dividir la época V en VA y VB. La primera será la continuación zapoteca cada vez más influida por él estilo mixteco, y la segunda, el mixteco importado de la Mixteca misma. Lo que sigue explicará estos conceptos.

 

Ocupándonos primero de la época IV, según la nueva definición dada arriba, el fin de Monte Albán señala su principio. De hecho, las diferencias que arqueológicamente encontramos entre ella y la III B son mis­mas, hasta el punto de que es bien difícil dis­tinguirlas y sólo las notamos en detalles ce­rámicos o pequeños cambios de grado en otros aspectos. Monte Albán ya ha perdido su rango de ciudad capital, rectora de la cultura, y apenas sobrevive con un número restringido de habitantes; por ello no es lugar donde podamos estudiar bien esta época. Hay que hacerlo en otras ciudades, que en­tonces adquieren importancia.

 

Exploraciones recientes nos permiten entrever algo de esta época IV. En Lambi­tyeco, cerca de Tlacolula, vemos ya con cierta claridad cuando menos algunas cosas que son importantes, no sólo por lo que se refiere a la continuación de la época IIIB, que de hecho eso viene a ser la 1V, sino por lo que hace a los antecedentes de la época VA. Nos presenta un cuadro algo diferente de lo que se había considerado como influencia mixteca.

 

Por ejemplo, la decoración de grecas, es decir, de pequeñas piedras perfectamente ta­lladas colocadas formando figuras geométri­cas y decorando un muro. Aunque ya las ha­bíamos encontrado en la época IIIB en At­zompa, nuevamente aparecen en Lambityeco y en Yagul (del que vamos a ocuparnos), y en Mitla decoran la casi totalidad de las fa­chadas de los palacios. Así, la idea que teníamos de que el concepto de decoración de grecas de mosaicos de piedra era un elemen­to mixteco resulta insostenible. Es un ele­mento del valle de Oaxaca que ha proliferado, probablemente por contactos con otros sitios tan lejanos como Yucatán, pero que forma parte de la tradición tardía del valle. Por ello no son propiamente un rasgo importado. De­bemos recordar que estas grecas ya las conocíamos, aunque pintadas, en Teotihuacán y abundan en  Tajín. Su amplia distribución sugiere que son un elemento que podríamos lla­mar mesoamericano.

 

En Lambityeco aparecieron unas esplén­didas figuras en alto relieve hechas en estuco. Creemos que se refieren fundamentalmente al mundo zapoteco. Tienen, además, fechas o nombres del calendario zapoteco  y son como una continuación del estilo de las urnas, pero aquí convertidas en decoración de una fa­chada.

 

Hay una serie de cerámicas aparecidas en Lambityeco que son características de esta época, como la anaranjada del tipo Balancán, que tiene una fecha cronológica precisa. Asi­mismo se han encontrado en varios puntos del valle de Oaxaca ejemplares de la cerámica plomiza, que también  es un indicador perfec­to de época, puesto que no empieza a hacer­se sino al término del  mundo clásico y no continúa después del tolteca. Proviene sola­mente de la región de Soconusco, es decir, en la frontera México-Guatemala, y de allí se difunde por todos lados.

 

Aparte de estos datos de Lambityeco, en Yagul tenemos casi la misma historia, esta historia que se inicia con  el fin de la época IIIB y se continúa a través de la IV. Más tarde se combinará con los elementos de la V, es decir, con los mixtecos o lo que llamamos mixtecos Es un lugar muy oportuno para es­tudiar ente proceso.

 

Allí tenemos un juego de pelota prácticamente idéntico al de Monte Albán, lo cual representa una continuidad indiscutible. Más arriba del Palacio de los Seis Patios, que es el que más se ha explorado, hay un templo -no el único- que recuerda de nuevo la proliferación de edificios religiosos que ha caracterizado precisamente a Monte Albán y su época.

 

En resumen, la época IV es una conti­nuación decadente de la IIIB y no perma­nece pura sino hasta el año 1000 poco más o menos. Contiene elementos de la IIIB que continúan, hasta después del año 1000, mezclados a los nuevos rasgos mixtecos. Por ejemplo, la decoración de mosaico o grecas en piedra aumentará mucho, pero heredada de sitios IIIB, como Atzompa. Varios tipos cerámicos son los mismos, aunque tal vez de calidad siempre inferior. Continúa todo el complejo necrológico de tumbas excavadas y construidas en piedra, con el cuerpo del muerto extendido y la cabeza hacia el fondo de la tumba, además de silbatos de figurillas de dios o diosa asociados a ritos funerarios.

 

Al mismo tiempo aparecen cerámicas de importación: Balancán y plomiza, así como los primeros metales, aunque aparentemente no las formas suntuosas.

 

La decoración de las fachadas puede ser yucateca, como la cerámica Balancán; la plomiza es de Soconusco y los metales provienen de Centroamérica. Todo esto nos lleva a algo de mucha importancia. Significa que se abre el valle de Oaxaca a otras influencias, se reúne de nuevo a Mesoamérica y se desploma la muralla de China. Está haciendo precisamente lo contrario de lo que hizo du­rante la segunda parte de la época clásica, en que se había encerrado en sí mismo. Parece que vuelve a ser uno de los miembros de esa cultura panmesoamericana.

 

Los mixtecos.

 

Hacia el año 1000 -tal vez un poco an­tes- empiezan a notarse en el valle de Oaxaca influencias culturales llegadas de la Mixteca, región que limita a los zapotecas al norte y occidente y que sería una de las más impor­tantes en la Mesoamérica posclásica. Sigue en pie la antigua tradición heredada de Monte Al­bán, pero transformada por nuevos rasgos, en parte mixtecos y en parte debidos a otros pueblos tanto colindantes como lejanos. Esta cultura con nuevas formas y viejas herencias locales es la que hemos llamado la época VA. Como ya se ha dicho, se prolonga hasta la conquista española y en muchas cosas -sobre todo en su aspecto rural- hasta nuestros días.

 

Aunque los documentos escritos son bien pocos, varias exploraciones arqueológicas nos permiten conocerla con cierta amplitud. El primer sitio a estudiar ya tenía importancia en la época IV y nos hemos ocupado de él. Es Yagul, y el edificio que ha dado los mejores datos a este respecto es el Palacio de los Seis Patios. Como su nombre indica, tiene seis patios abiertos, más o menos cuadrangula­res, rodeados de aposentos, generalmente uno por cada lado, es decir, cuatro por patio. Son largos y angostos. Tienen de una a tres puertas cada uno, pero siguen un patrón muy preciso. Indiscutiblemente el edificio que ve­mos hoy, el más importante de la ciudad, es el último de los palacios allí construidos. Corresponde a la época final de la ciudad, aunque es difícil decir cuándo dejó de ser habi­tado. Creíamos al principio de las exploraciones que probablemente hubiera continuado la ciudad estando habitada, cuando menos hasta mediados del siglo XVI, y que después, con el sistema de las  reducciones, o sea la nueva forma de agrupación de los pueblos coloniales, habrían pagado los habitantes tal vez a Tlacolula. No se ha comprobado esta hipótesis porque no hemos encontrado en las ruinas de Yagul ni un solo objeto posterior a la conquista española, como ha ocurri­do en otros lugares. Entonces, y por ahora cuando menos, debemos suponer que Yagul dejó de existir como sitio importante un poco antes de la llegada de Cortés, pero no dema­siado antes.

 

Debajo del último palacio con sus seis patios, que es lo que vemos hoy en día, hay otro casi idéntico. Debajo de éste hay otro más, un poco más reducido, pero muy pareci­do. Se trata, por tanto, de tres edificios muy similares, uno encima del otro. Pero debajo del primero en el tiempo, es decir, el más an­tiguo, hay amplios restos arquitecturales que no conocemos bien porque en imposible exca­varlos a menos de destruir totalmente el edificio superior. Hemos visto partes de aquellos. No se trata de un palacio con seis patios y cuartos alrededor, sino que son edificios del tipo de Monte Albán IIIB; por tanto, com­pletamente distintos. Todo esto nos indica que sería un conjunto de edificios, no estamos seguros si iniciados en ella, pero cuando menos desarrollados en la época IIIB, formado fundamentalmente por templos. A principios de la época IV fue destruido y encima se construyó el primero de los tres palacios mencionados. Entre el primer palacio y el segundo encontramos muchos elementos cerámicos de lo que llamamos cerámica mixteca, es decir, vasijas generalmente de barro gris con largos pies terminados en cabezas de animal u otros recipientes muy abiertos, no del tipo zapoteco.

 

Pero no encontramos nada de cerámica policroma, que no es el único, pero sí uno de los elementos más característicos de la cerámi­ca mixteca tardía, o sea de la que denomina­mos época VB. Esta sólo se encuentra en Ya­gul en el último palacio. ¿Qué significa esto? Que los elementos que llamamos mixtecos llegan en épocas distintas. La arquitectura, esta nueva arquitectura de Yagul, exactamente igual a la de Mitla, aunque menos suntuosa, se presenta como una continuación clara, aunque cambiada, de la arquitectura del mun­do zapoteco. Los elementos cerámicos y de otro tipo mixtecos no llegan todos juntos, sino que primero aparecen los elementos que pudiéramos llamar más sencillos, la cerámica gris y otros objetos similares, y al fin todo el complejo asociado con la cerámica policroma y también el complejo de los metales. Por primera vez, en Yagul encontramos agujas de cobre y las llamadas hachas, que tal vez ser­vían como moneda.

 

Otro problema consiste en averiguar cuándo empieza a llegar al valle el grupo mix­teco. Se había creído durante años que esta llegada de los mixtecos ocurría alrededor del siglo XIII, hacia el año 1250 más o menos. Pero una serie de hallazgos muy recientes, tanto en Lambityeco como en lugares como Miahuatlán, sugieren que esto no fue así, sino que empezó la infiltración mixteca en época bastante más remota, posiblemente en el si­glo X o el XI. Creemos que no hay motivo particular para no aceptar estas fechas. Por ello se ha indicado la intermedia del año 1000.

 

La llegada de los mixtecos no es, cuando menos en general, una irrupción violenta ni son un grupo de conquistadores que se presentan lanza en ristre, si podemos llamarlo así. No queremos afirmar que siempre sea esto correcto. Es probable que hubiera episodios militares, pero hasta donde sabemos por las fuentes escritas, desgraciadamente tan escasas para el valle de Oaxaca, la llegada es de tipo pacífico. Así, en las Relaciones de la Nueva España -documentos importantes, es­critos hacia 1580 de acuerdo con un cuestio­nario mandado desde España por el Consejo de Indias, por el que pide a los individuos de cada localidad que respondan a unas preguntas establecidas de antemano- se dice que un señor zapoteco, de la entonces gran ciudad de Zaachila, se casó con una princesa mixteca. La princesa no llegó sola, sino, como correspondía a  su rango, acompañada por un grupo de mujeres y algunos servidores. La pequeña corte de mixtecos se establece en la localidad del marido. Todo esto es habitual en la marcha de los matrimonios dinásticos, los cuales parecen repetirse con cierta frecuen­cia. Por este motivo hay cada vez mayor abundancia de mixtecos que llegan a diferen­tes sitios del valle de Oaxaca, pero no en plan de enemigos, sino como una alianza entre dos casas reinantes.

 

Uno suele preguntarse por qué sucede esto. Permítasenos una hipótesis para aclarar algo este punto. Supongamos que un señor de Zaachila tenía interés en casarse con una dama mixteca. Para nosotros, lo único que ad­quiría eran problemas, pero es posible que en el fondo hubiera algo más. Los mixtecos del siglo XIII -y no eran los únicos- que necesitaban un elemento básico para poder pertenecer a la esfera de la realeza, según muestran todos los códices mixtecos. Era necesario que los señores, para ser tales, descendieran de Quetzal­cóatl. Esto era imprescindible, parte de la legi­timidad real. Que lo fueran realmente o no, eso es otra cosa; en todas las líneas dinásti­cas hay muchas maneras de arreglarse, pero el hecho era que teóricamente lo fueran. Es posible que hubiera llegado al valle de Oaxaca este concepto de ser necesario descender de Quetzalcóatl si se quería ser jefe legítimo. Como los señores mixtecos pretendían contarse entre los descendientes del dios, la única for­ma para los demás de obtener la sanción di­vina era el matrimonio con una mujer que tuviera sangre de Quetzalcóatl.

 

Es exactamente el procedimiento que si­guen los señores mexicas lo que aclara la si­tuación mixteca y otros casos a primera vista incomprensibles. Todos los señores mexicas insisten en casarse con mujeres de la casa de Culhuacán. Cuihuacán era un pueblo muy secundario, sin fuerza política ni económica. Su secreto consistía en disponer del inmenso prestigio de que sus señores descendían de Quetzalcóatl, de los toltecas. Al casarse los señores mexicas, considerados advenedizos, con las hijas de los señores de Culhuacán adquirían entonces la realeza, el derecho divino a gobernar. Seguramente que, aparte de esta posible causa dinástica-política-reli­giosa, hubo otras de mucho más peso que hicieron que los mixtecos, y tal vez otros pue­blos vecinos, como los cuicatecos, influyeran más y más con su presencia o con sus ideas en el valle de Oaxaca.

 

Los mixtecos, tan pobres en recursos agrícolas, eran en esta época un pueblo cul­turalmente importante. El rico valle de Oaxa­ca debió de atraerles muchísimo, además de que por sus dimensiones ofrecía una posibi­lidad imperial que no tenía esperanzas de realizarse en los pequeños y divididos valles de la Mixteca. También es probable que el empuje de los toltecas, que estaban creando un imperio, y después las numerosas con­vulsiones políticas y militares del Altiplano empujaran a los mixtecos hacia nuevos campos.

 

Sea como sea, el hecho es que en el valle de Oaxaca, o mejor dicho, en su parte oriental surgen varias ciudades que siguen la gran tradición de los zapotecos, notables arquitectos desde hacía más de mil años, pero con formas nuevas o, cuando menos, nuevas maneras de concebir el mundo. Las mejores ciudades conocidas son Yagul y Mitla. Ya nos ocupamos de la primera.

 

Mitla

 

Mitla es un Yagul mucho más grande y suntuoso, pero los palacios son del mismo tipo que el Palacio de los Seis Patios de Yagul. Ambas ciudades existían desde la época I, lo que es interesante conocer, porque, como en muchos casos, los sitios impor­tantes de aquella época eran ya muy anti­guos, pero no habían destacado antes. Las ruinas de Mitla, tal como hoy existen, están formadas por cinco grupos de edificios. Es casi seguro que los espacios entre ellos estu­vieron cubiertos por casas que han desaparecido o están sus restos ocultos bajo los edi­ficios de la población moderna. Por ello no podemos ahora visualizar el plano de la Mitla antigua y tenemos que referirnos sólo a estos grupos aislados. El grupo del Adobe, el más occidental, no ha sido excavado, pero presenta una característica que sólo comparte con el grupo del Sur. En ambos, el patio cuadrangular está limitado por tres lados con aposentos, y en el lado oriental por una pirámide en cuya cúspide debió de haber un templo. Otra similar está en el lado norte del grupo sur. Estos son los dos únicos edificios religiosos en los cinco grupos. En el centro de este patio y tal vez en el del Adobe hubo un adoratorio.

 

Los otros tres son los más típicos y tal vez los más tardíos, con muchos rasgos co­munes. En todos existen tres patios casi cuadrados, con un aposento rectangular a cada lado. Los patios estén a veces conecta­dos unos con otros a través de un pasillo estrecho que forma ángulo, tal vez por una idea defensiva o para poder dar mayor mis­terio al patio interior.

 

Los aposentos son largos y angostos y también, igual que en Yagul, tienen una o tres puertas. La construcción de estos gran­des conjuntos parece ser siempre la misma. Se inicia mediante un núcleo de piedra burda y lodo revestido de estuco o de piedra muy bien cortada. A pesar de que éstas no son del mismo tamaño, están perfectamente ensam­bladas y pegadas una con otra con un poco de cal. En algunas partes este revestimiento de piedra es sólo superficial, pero en otras áreas las piedras penetran profundamente en el núcleo burdo, lo que ha dado mayor esta­bilidad a estos edificios. En efecto, varios de ellos han conservado sus muros y la decora­ción hasta nuestros días.

 

La decoración es fundamentalmente el ya mencionado mosaico formado por pequeñas piedras perfectamente recortadas para em­bonar una con otra y formar motivos. Éstos, a veces muy estilizados, están inspirados en la serpiente. Vienen a ser la última aparición del xicalcoliuhqui, que encontramos desde la época II, milenio y medio atrás.

 

Los techos consistían en vigas sosteni­das sobre los muros laterales; encima se cru­zaban maderos delgados y sobre éstos otros en la dirección de las vigas. Encima de todo, un grueso aplanado tenía la inclinación nece­saria para que pudiera escurrir el agua de lluvia. En los cuartos más anchos, una fila de columnas monolíticas iba por el centro, soportando así el techo. Las columnas no tenían base ni capitel, pero su diámetro disminuía ligeramente hacia la parte superior.

 

Los dinteles son generalmente enormes monolitos rectangulares, a veces decorados con falso mosaico como los usados en las tumbas. Conocemos tres de éstas, en el propio Mitla, y algunas más en los alrededores. Presentan una planta cruciforme muy amplia y están admirablemente terminadas con mosaico de piedra o bloques de fino tallado. Por cierto que se han hallado cuando menos dos de las canteras de donde se sa­caban estas enormes piedras. De allí eran arrastradas mediante cuerdas (ya que tienen pequeños agujeros en las extremidades, no visibles en la construcción) hasta el sitio.

 

Pero mucho más interesante que la des­cripción de la arquitectura de estos palacios es, por un lado, el tremendo esfuerzo que sig­nificaban y, por otro, su función. Representan una labor titánica -sólo en uno de los conjun­tos se calculan más de 100.000 piedrecitas, todas talladas para formar los mosaicos- in­dicadora de un poder central político de considerable magnitud, capaz de enrolar la fuerza humana necesaria y mantenerla trabajando.

 

Es indudable que los edificios descritos no estaban dedicados al culto de los dioses, sino al uso de los hombres. Esto es muy im­portante y es lo mismo que ocurre en Yagul; Vemos, no un cambio total, pero si un mo­mento de humanismo, si podemos llamarlo así, en que los hombres adquieren importancia. Ya el gran centro ceremonial que en Monte Albán, obviamente, ha sido dedicado a  la religión, tanto en Yagul como en Mitla está dedicado a la habitación de los jefes o el jefe. No significa el fin de los templos o que no se siga el culto a los dioses, pero in­dica que ya éstos no tienen la primacía total que poseían antes.

 

Claro que en el mundo mesoamericano esta distinción entre lo humano y lo divino, entre lo civil y lo religioso, es casi imposible hacerse, porque todo está íntimamente co­nectado y de hecho confundido. Pero sí podemos advertir que mientras en Monte Albán la inmensa mayoría de los edificios del área ceremonial es de tipo religioso, en Mitla y en Yagul ocurre lo contrario. Los religiosos son pocos; los edificios civiles, numerosos, y además mucho más suntuosos.

 

Por otro lado, y tal vez por el mismo motivo, tanto Yagul como Mitla tienen una fortaleza. No sólo indica esto una época con peligros a ataques enemigos, en la que ya los dioses no bastan para defender a los huma­nos, sino otra forma de humanismo: la necesidad de defenderse no ya contra el embate de los dioses, sino de los hombres. És­tos son los peligrosos, a quienes hay que intentar detener. En ambos casos, como creemos que en todas las fortalezas mesoamericanas, la fortaleza no es, como ocurre en la cultura occidental, una muralla que rodea a la ciudad y la defiende, impidiendo que el enemigo penetre en ella. Aquí la ciudad está indefensa. La fortaleza es un lugar de refugio para los habitantes. En el caso de ser invadidos se re­fugian en la fortaleza, que está en el cerro Cercano, y se quedan allí el tiempo necesario hasta que el enemigo victorioso se vaya. Como sabemos, la mayor parte de las conquistas no eran de tipo permanente, sino más bien el raid: llegar, arrebatar todo cuanto se pueda -objetos, valores, hombres y mu­jeres para los sacrificios- e irse. Entonces quien podía sobrevivir y escapar con sus posesiones, de hecho escapaba a los honores de la conquista, y creemos que esto es el concepto básico de aquellas fortalezas. Por eso vemos que en Yagul estaba bastante cer­ca, en el mismo cerro, pero de hecho separada de la ciudad. En Mitla también queda bas­tante lejos.

 

La fortaleza de ninguna manera puede defender la ciudad en nuestro concepto; es simplemente lugar de refugio adonde van las gentes en caso de ataque y, sobre todo, de derrota.

 

Zaachila.

 

Finalmente existe otro aspecto intere­sante sobre esta cuestión. En el momento del esplendor de Mitla es indiscutible que fue una ciudad importante y próspera. Se ha dicho que allí vivían los grandes sacerdotes. Mitla quiere decir infierno, el otro mundo. En cambio, en Zaachila, la otra ciudad igualmente importante en ese momento, situada en el valle occidental, vivían los reyes zapo­tecos. Las historias que nos quedan, muy confusas, desgraciadamente son más bien leyenda, pero tienen datos importantes. Ha­blan de una dinastía en Zaachila que gobier­na al mundo zapoteco y de unos sacerdotes que vivían en Mitla. Creemos que esta división entre Zaachila, la ciudad importante del valle occidental, donde reside el poder político, y Mitla, la villa importante del valle oriental, en la que impera el poder religioso, es bien du­dosa. Nos recuerda al papa y al emperador, uno en Alemania y otro en Roma, en el con­cepto medieval de los dos poderes. Pero en Oaxaca la cosa no andaba tan clara, porque casi todas las relaciones sobre la época nos dicen que había una guerra constante entre Zaachila y Mitla. Es decir, no era la división del mundo entre lo divino y lo humano, sino que se trataba de poderes políticos que esta­ban tratando de dominar el uno al otro. Nin­guno llegó a vencer, pero ésta parece haber sido la verdadera situación. Asimismo, y con­tra lo que podíamos esperar, las tumbas descubiertas en Zaachila hace unos cuantos años son totalmente mixtecas. Entonces, mal se compagina esto con aquellos reyes zapotecos que hicieron de Zaachila su capital y establecieron allí una base de su imperio. No cabe duda de la existencia de estos reyes, pues evidentemente  son un hecho histórico, pero la situación clara entre mixtecos y zapo­tecos, para unos el poder civil y para otros el poder religioso, no fue exactamente así. Es mucho más confusa y más complicada.

 

Las tumbas de Zaachila contuvieron prácticamente una especie de catálogo de los elementos culturales mixtecos que se hallan en  el valle de Oaxaca, al igual que la famosa tumba 7 de Monte Albán. Son hasta ahora los dos hallazgos que, unidos, mejor nos dan una visión de ese mundo mixteco. No de la totalidad del mundo mixteco en la Mixteca, pero sí en el valle de Oaxaca, o sea en la for­ma en que se trasplantó al valle. Esto nos conduce a la última y algo más breve época en el valle de Oaxaca, o sea la que hemos lla­mado época VB. Hay que recordar que su característica no es tanto cronológica como el hecho de estar marcada por la cultura mixteca advenediza en el valle de Oaxaca, que se sobrepone al viejo mundo zapoteco y al fin se funde con él.

 

Como dijimos, no todos los elementos de la cultura que se hallan en la Mixteca propiamente dicha se advierten también en el valle de Oaxaca. Hay muchas cosas que no se repiten, algunas por motivos relativamente claros, otras menos obvios. Por ejemplo, la abundante producción de documentos históricos pictográficos, esa serie que llamamos códices mixtecos, relatan, aparte de muchas otras cosas, la historia dinástica y genealógica de los caciques o de los reyes. Ponen de manifiesto un concepto especial y un interés profundo en la historia -en este caso ya es­crita-. Todo ello no parece haber llegado al valle de Oaxaca o, si llegó, no conservamos documentos que lo demuestren. Creemos que no llegó, porque ni siquiera conocemos los nombres de los principales jefes mixtecos que gobernaron diferentes ciudades del valle de Oaxaca, ni tenemos allí todo ese concepto fundamental de la importancia de la historia, no sólo como un conocimien­to o un interés de lo que pasó, sino como la base misma de la organización política. La historia mixteca en realidad no lo es en nuestro sentido moderno, sino una histo­ria dinástica en la que se relatan la vida, los acontecimientos, los triunfos y las derrotas, los matrimonios y, por fin, la muerte de los jefes. No se ocupa de nada más. En esta his­toria es evidente que hay una base política de gran importancia, puesto que, como hemos dicho, sólo podían reinar aquellos indi­viduos que por uno u otro medio descendían de Quetzalcóatl. Entonces era importante conocer las genealogías,  saber la ascendencia de los señores. A pesar del interés de los señores zapotecas en casarse con princesas mixtecas, nadie escribe sus historias.

 

En un campo muy distinto, ciertos tipos de cerámica característicos de la Mixteca no llegan al valle de Oaxaca; por ejemplo, la más frecuente de todas, que consiste en vasijas con motivos rojos pintados sobre un fondo bayo o café.

 

Por otro lado, la vieja cultura zapoteca es la que realmente, aun bajo la influencia mixteca, origina toda la gran arquitectura de la época. Es indudablemente la que permitió -como vimos- la construcción de los palacios de Mitla y de otros numerosos edificios. No conocemos en realidad lo que fue la ar­quitectura mixteca. Este desconocimiento nos sugiere que sería una arquitectura bastante modesta en comparación con la espléndida arquitectura de los zapotecos. No conocemos en la Mixteca ciudades orientadas, planifica­das, organizadas. Así es que, en este campo, los mixtecos poco pudieron aportar; más bien tomarían lo que ya existía localmente, o sea aprovechando los adelantos del otro pueblo, tanto en el caso de las tumbas como de todo el complejo necrofílico. En la Mixteca no hay tumbas en este sentido; existen numero­sos enterramientos, pero no la necesidad de construir verdaderos monumentos subterrá­neos para alojar en ellos a los muertos.

 

Las grandes diferencias entre la cultura mixteca propiamente dicha y su presencia en el valle de Oaxaca pueden deberse no sólo a las causas anotadas, sino a otra más que aún no entendemos claramente, pero que es nece­sario mencionar.

 

Es posible que las primeras incursiones mixtecas en el valle de Oaxaca no procedieran directamente de la Alta Mixteca, sino más bien de la región costera por Miahuatlán, o sea por el sur del valle de Oaxaca. En la región de Yagul y Mitla, es decir, en la rama oriental, hemos visto una serie de elementos que en términos muy generales pueden considerarse mixtecos y que lo son, pero ofrecen ciertas características ligeramente diferentes. Por ejemplo, la cerámica policroma -uno de los rasgos más típicos de la cultura mixteca- no es idéntica en Yagul a la que se encuentra en los sitios clásicos de la Mixteca. Evidentemente son hermanas, pero no iguales. En ningún lugar de la Mixteca se han hallado, cuando menos hasta ahora, edificios distri­buidos como el palacio de Yagul, que, en cam­bio, son relativamente frecuentes en el sector oriental del valle de Oaxaca. Entonces surge la posibilidad de que a la rama oriental del valle no hayan llegado propiamente mixtecos en el sentido estricto de la palabra, sino otro pueblo u otros pueblos relacionados con aquella cultura, pero que ofrecen caracterís­ticas ligeramente diferentes. En este caso, el candidato más interesante es el cuicateco. Lo consideramos hoy, en el aspecto histórico, de poca importancia, fundamentalmente porque nada sabemos de él, ya que casi no se han hecho exploraciones en esa región. Sin embargo, por lo poco hasta hoy averiguado es evidente que existen ciertas similitudes entre algunas ruinas del área cuicateca y Yagul y, en tono más pomposo y desarrollado, Mitla. Por otro lado, el policromo de Yagul se parece mucho más a la cerámica policroma del área cuicateca que a la policroma de la zona propiamente mixteca.

 

Por supuesto, la diferencia no es tan grande como podría creerse, porque los cuicatecos son una rama mixteca ligeramente separada. El idioma, la cultura  en general, pertenece al vasto mundo mixteco, pero no son mixtecos clásicos, sino otro grupo empa­rentado. Tal coyuntura  presenta interesantes posibilidades, aunque tal vez no aclare la di­ferencia bastante considerable que encontra­mos durante este período entre la rama orien­tal y la occidental del valle de Oaxaca. Mien­tras la occidental es francamente mixteca, la oriental más bien parece cuicateca.

 

Pero entonces nos preguntamos: ¿en que consiste esa época VB, marcada por elemen­tos característicos, traídos sobre todo de la Mixteca, por mucho que algunos se mez­claran con la vieja cultura zapoteca?

 

Aunque hay muchos hallazgos, los dos más importantes son las tumbas de Zaa­chila y sobre todo la tumba 7 de Monte Al­bán. Son contemporáneas y probablemente deban fecharse a finales del siglo XV o princi­pios del XVI. Las propias estructuras no son mixtecas, pero su contenido lo es plenamente, y ellas  mismas forman casi un catálogo de lo que ha sobrevivido del mundo mixteco en el valle de Oaxaca.

 

La orfebrería.

 

Con mucho, el rasgo más espectacular es la espléndida orfebrería. Mesoamérica vivió sin metales hasta el fin de la época clásica y después sólo se difunden poco a poco. Es evidente que la metalurgia, tan antigua en el Perú, llegó desde allí a través de innumerables expediciones, tras cruzar sierras e ist­mos. Parece haber viajado de área en área a través de Colombia y Centroamérica; en otras palabras, viene del Sur. En estos cam­bios, las transformaciones fueron considera­bles y, de hecho, lo que finalmente llegó fue más bien las técnicas, y no tanto el estilo.

 

Así, en México se emplearon dos técnicas principales la fundición a cera perdida y el martillado. En un importante capítulo de su magna obra, fray Bernardino de Sahagún des­cribe en el siglo XVI con gran detalle y precisión la "manera de trabajar los orfebres que fabrican un molde de carbón y cera y le apli­can dibujos y funden de este modo el oro y la plata". Este es el procedimiento de la cera perdida, mucho más complejo y refinado que el otro, con el que se logran piezas admirables.

 

Para conseguir el resultado apetecido se construye en carbón o tierra el modelo, se recubre con una capa de cera y se le coloca en una matriz, dentro de la que se cuela el oro fundido. Este derrite la cera, ocupando su lugar. Una vez frío, se rompe la matriz y, si la operación fue venturosa, queda en oro lo que se hizo primero en cera. A veces se añaden motivos en filigrana, o sea mediante un fino alambre de oro que se dobla según el deseo del orfebre. A veces también se incrustaron pequeñas láminas de jade o de turquesa, ge­neralmente formando un motivo o un dibujo, como en el pectoral de Yanhuitlán. Hay tam­bién la técnica llamada de la falsa filigrana; aunque parece serlo, no fue hecha con el alambre de oro,  sino fundida.

 

El martillado, más sencillo aunque no tanto como se supone, se completaba con repujado, lo que permitía diseñar ciertos moti­vos en la lámina de oro. Notable es el uso de oro y plata en la misma pieza, sobre todo cuando está hecho en tal forma que no hay soldadura, sino que la unión se hizo a martillo. En algu­nos casos se han unido las dos técnicas, y objetos que fueron fundidos se completaron con martillado. Sabemos que ambas técnicas se usaron en el Perú desde épocas remotas. Sólo la falsa filigrana parece ser invento de Mesoamérica.

 

Por mucho que varios pueblos de Mesoamérica hubieran aceptado los metales y for­mado con ellos tantos implementos como adornos, los mixtecos fueron los que produjeron las joyas más perfectas y les dieron un es­tilo inconfundible. Con excepción de la orfe­brería tarasca, casi toda la que conocemos en Mesoamérica o bien es mixteca o bien fue hecha por mixtecos radicados en otros luga­res; así debieron de ser todas las famosas joyas de Tenochtitlan, de las que tanto hablan Cortés y Bernal Díaz del Castillo, y que cau­saron la admiración de dos ilustres europeos del renacimiento. Dice Durero: "También vi las cosas que fueron traídas al rey desde el nuevo país del oro: un sol enteramente de oro, de seis pies de ancho, y asimismo una luna, enteramente de plata, igualmente hecha... Tan preciosos eran todos estos objetos, que fueron estimados en cien mil florines. Pero en cuanto a mí, en todos los días de mi vida no he visto cosas que tanto deleitaran mi corazón como aquéllas. Porque vi entre ellas maravillosas obras de arte y  quedé estupefacto ante el ingenio tan sutil de los hombres de esas tierras lejanas. Realmente no puedo decir bastante acerca de las cosas que estaban ante mis ojos".

 

Por otro lado, Pedro Mártir de Anglería, gran humanista, que también vio los objetos enviados por Cortés a Carlos V, añade: "Si alguna vez el ingenio humano mereció pre­mio en el ejercicio de estas artes, ninguna de sus obras se hizo más acreedora al primer lugar con tanta justicia. No me admiro, en verdad, del oro y de las piedras; lo que me causa  estupor es la habilidad y el esfuerzo con que la obra aventaja a la materia. Infini­tas figuras y rostros he contemplado, que no puedo describir; paréceme no haber visto jamás cosa alguna que por su hermosura pueda atraer tanto las miradas humanas".

 

Las maravillas descritas han desapareci­do y sólo conoceríamos ejemplares aislados si no fuera por el feliz descubrimiento de la tumba 7 de Monte Albán y su fabuloso teso­ro. Seguramente allí fueron enterrados señores mixtecos, aunque por su ubicación ya co­rrespondían al valle de Oaxaca, a pesar de que la mayor parte de los objetos probablemente fue traída con sus dueños y no fabricada en este país. Pero en la tumba no apareció ni una vasija de cerámica policroma. En cambio, en las tumbas de Zaachila, junto con algunas joyas iguales a las de Monte Albán, se encon­tró buen número de estas vasijas, lo que demuestra la contemporaneidad de ambos estilos.

 

Los mixtecos también trajeron al valle algunas otras de sus técnicas preciosistas, por ejemplo, los finísimos huesos labrados, las copas o adornos de cristal de roca o de alabastro y  probablemente los mosaicos de plumas de colores y las maderas cuidadosa­mente esculpidas, pero de esto último nada se ha conservado.

 

Las tan características figurillas de toda Mesoamérica también cambian. Son ya fran­camente de tipo mixteco. Claro que representan a los mismos dioses, puesto que son idénticos en toda Mesoamérica, pero el estilo en que están hechas ya es distinto del viejo modo zapoteco. Ya no son de bulto, más bien gruesas; ahora son planas, tipo que parece haberse iniciado en el centro de México en la época tolteca.

 

Conclusión.

 

Si consideramos cuanto se ha dicho, y sobre todo tres puntos, podemos formular una interesante hipótesis, que explica mejor la presencia mixteca en el valle de Oaxaca y toda la época VB. Los tres puntos serían:

 

Según las fuentes, los mixtecos que llegan son jefes. Se casan con miembros de las casas reinantes en el valle.

 

La arquitectura y las artes mayores son más bien una continuación zapoteca. Continúa asimismo la cerámica tosca y de uso común.

 

Los mixtecos traen esencialmente una serie de artes menores, preciosistas y muy finas, evidentemente sólo usadas por las clases elevadas de la sociedad.

 

Todo ello nos sugiere que esencialmente sólo llegaron pequeños grupos de gente mixteca  perteneciente a la jerarquía, aunque tra­jeran acompañantes y guardias militares. La base y mayoría de la población seguía siendo la misma gente zapoteca que formó Monte Albán. Así comprendemos por qué el idioma mixteco ha desaparecido enteramente del valle y sólo se habla el zapoteco, al igual que ocurría antes de la llegada del nuevo pueblo.

 

Bibliografía.

 

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Bernal, I. Y Gamio, L. El Palacio de los Seis Patios en Yagul, México, 1974.

 

Caso, A. El tesoro de Monte Albán, Memorias INAH, México, 1969.

 

León. N. Lyobaa o Mictlan, México, 1901.

 

Paddock, J. (ed.) Ancient Oaxaca, Stanford U. Press. (California). 1966.

 

28.            Orígenes y florecimiento de los mixtecas.

Por: Miguel León-Portilla.

 

Al estudiar la evolución cultural del valle de Oaxaca en el posclásico, se habló ya de la presencia y las influencias de grupos mixtecas en ese ámbito geográfico. Sin embargo, para valorar debidamente la importante significa­ción que llegó a tener el pueblo mixteca en Mesoamérica, creemos que es necesario estu­diar lo que puede conocerse acerca de sus orígenes y asimismo del florecimiento que al­canzaron más tarde sus diversos señoríos, establecidos en una área relativamente ex­tensa. Esta abarcó la región occidental de Oaxaca, así como los territorios colindantes al oeste y al norte, dentro ya de los actuales esta­dos de Guerrero y Puebla.

 

El país de los mixtecas -aunque compren­de también zonas de altura media e incluso una. región costera en el Pacífico- es en su mayor parte montañoso. Como su mismo nombre indica, Mixtlan, es "lugar de nubes o neblinas" en los estrechos y elevados valles y en las alturas de Sierra Madre. De hecho, en las designaciones con que hasta hoy se nombran las distintas porciones del área habi­tada por los mixtecas destacan claramente las diferencias en la configuración  del territorio. Se habla así de la "Mixteca alta", la más extensa, al centro de la zona y en la que florecían señoríos tan importantes como Tilantango, Teozacualco, Coixtlahuaca y Tlaxiaco; la "Mixteca baja", situada al oeste y al norte de la anterior, y finalmente la "Mixteca de la costa", donde, a su vez, se erigió el antiguo señorío de Tututepec.

 

Para adentrarnos en el estudio de la evolu­ción de la cultura mixteca, disponemos afor­tunadamente de los datos aportados por la arqueología y asimismo por una serie de tes­timonios históricos. Entre estos últimos ocu­pan papel de suma importancia los diversos códices mixtecos prehispánicos que se conservan. Gracias a ellos ha sido posible recons­truir las dinastías de varios señoríos mixtecas a partir del siglo VII d. de C. Tal es el caso de los que se conocen como códices Vin­dobonense (o de Viena), Bodley, Nuttall, Colombino, Becher I y II, cuyo contenido, fun­damentalmente histórico, nos permite conocer, entre otras  cosas, las genealogías de los señores de reinos como los de Tilantango y Teoazacualco, así como sus más importantes actuaciones, guerras de conquista y contactos con otros señores, dedicaciones de templos, sin excluir otras formas de información, que en varios casos se relacionan directamente con los mitos y creencias religiosas.

 

Otras fuentes, dignas también de tomarse en cuenta, son los códices que se elaboraron posteriormente en la misma región mixteca en los días de la colonia e igualmente los relatos incluidos en las célebres Relaciones geográficas del siglo XVI y en los trabajos de algu­nos cronistas españoles como Fray Francisco de Burgoa, para citar sólo al más conocido.

 

Orígenes históricos de los mixtecas.

 

Los estudios realizados acerca de la lengua mixteca han contribuido a esclarecer hasta cierto grado los orígenes de las gentes que la tenían por propia.  Sabemos hoy que los idiomas que integraron la familia mixteca, es decir, el mixteco propiamente dicho, el amuzgo y el cuicateco, deben situarse den­tro de la rama olmeca del grupo conocido como olmeca-otomangue.

 

El parentesco de la lengua mixteca con la de los denominados "olmecas históricos" (para distinguirlos de los más antiguos creadores de la cultura madre mesoamericana) ayuda a entrever los probables orígenes y vinculaciones étnicas de la nación que nos ocupa. Curiosamente fray Bernardino de Sahagún, al hablar en su Historia general acerca de "todas las generaciones que a esta tierra han venido a poblar", había relacionado ya a los mixtecas con algunos grupos de filiación olmeca, específicamente con los llamados "ol­mecas huixtotin", que habitaban, según nos dice, “hacia el rumbo del nacimiento del sol”. Efectivamente, sabemos que los huixtotin, es decir, los olmecas "salineros", habían morado cerca de las costas del golfo de México, en territorio veracruzano. Los orígenes del pueblo mixteca aparecen así ligados en última instancia con los de otros hablantes de lenguas del tronco olmeca-otomangue. Pero si esto es lo que puede deducirse basándonos en las investigaciones de carácter etnolingüístico, no estará de más enterarse de lo que los propios mixtecas pensaban de su aparición en el territorio en el que al fin se asen­taron.

 

Mitos de los orígenes.

 

Varios son los relatos míticos que han llegado hasta nosotros acerca de los orígenes de este grupo. Así, de acuerdo con la tradi­ción recogida por Francisco de Burgoa, “su origen atribuían a dos árboles altivos, sober­bios y ufanos de ramas que deshojaba el viento a los márgenes de un río, de la soledad retirada de Apoala, entre montes, de lo que después fue población. Este río nace del encañado de dos montes... y al pie del uno hace boca una oquedad o cueva... Con las venas de este río crecieron los árboles que produjeron los primeros caciques, varón y hem­bra, que fingen sus ilusorios sueños, y de aquí, por generación, se aumentaron y exten­dieron, poblando un dilatado reino...”.

 

El mito del origen de los mixtecas, naci­dos gracias a los sagrados árboles de Apoala, lo encontramos con algunas variantes en otras tradiciones indígenas. Recordemos, por ejemplo, la que conservó fray Antonio de los Reyes en su Arte de la Lengua mixteca. He aquí el texto en cuestión: “Vulgar opinión fue entre los naturales mixtecas que el origen y principio de sus fal­sos dioses y señores había sido en Apoala, pueblo desta Mixteca, que en su lengua lla­man Yuta tnoho, que es río donde salieron los señores, porque decían haber sido desgajados de unos árboles que salían de aquel río, los cuales tenían particulares nombres. Llaman también a aquel pueblo Yuta tnoho, que es río de los linajes y es el más propio nombre y el que más le cuadra... En especial era tradición antigua que los dichos señores que salieron de Apoala se habían hecho cuatro partes y se dividieron de tal suerte que se apoderaron de toda la Mixteca...”.

 

Finalmente debemos aludir a otro texto, transcrito por fray Gregorio García, que lo tomó de un documento más antiguo debido a un vicario del convento de Cuilapan. Dicho vicario, a su vez, lo había redactado basándose en algunos códices indígenas y en el testimonio oral de ancianos nativos. El interés de este relato reside en que en él se relacionan íntimamente el mito del origen de los mixtecas en Apoala con el de la aparición de la pareja de dioses supremos, designados ambos por el nombre calendárico de 1 Ciervo.

 

Como ha notado Alfonso Caso, subrayando la antigüedad de estas tradiciones, tanto en el Códice Vindobonense como en el manuscrito de origen posthispánico conocido como Códice Dehesa, existen representaciones plásticas que parecen tener directa relación con las tradiciones que se han citado. Específicamente en las primeras páginas del lado anverso del Códice Vindobonense apa­rece la antigua pareja de deidades creadoras. Sus nombres calendáricos son también allí los mismos 1 Ciervo. Por lo que se refiere al Códice Dehesa, en sus primeras láminas hay asimismo representaciones que aluden a la pareja creadora y a quienes, como fundadores de la nación mixteca, tuvieron su origen junto a la gran roca situada en el lugar de Apoala.

 

Complemento de los mitos anteriores es el que habla ya del establecimiento de los mixtecas en Tilantongo, lugar que llegó a ser cabecera del más importante de sus señoríos. Quienes habían venido a la vida en Apoala hubieron de realizar una amplia peregri­nación o recorrido: de Apoala pasaron a Sosola, después a Achiutla y por fin a Tilantongo. Fray Francisco de Burgoa, incorporando en su obra estas tradiciones, escribe con su característico y barroco estilo:

 

"Los hijos de aquellos árboles de Apoala, de donde fingen su origen, saliendo a conquis­tar tierras, divididos, el más alentado de ellos llegó al país de Tilantongo, y armado de arco, saetas y escudo, no hallando con quién ejerci­tar sus armas y fatigado de lo doblado y fra­goso del camino, sintió que la braveza del sol le encendía grandemente, juzgó el bárbaro campeón que aquél era el señor de aquella tierra, y que se la impedía con los ardien­tes rayos que le enviaba. Y desenvainando las saetas de la aljaba, embrazó el escudo para defenderse de la estación del sol, y enviábale pedernales en las varas, que com­pitiesen con disimulado fuego a sus llamas. Y ya era hora de tarde, en que iba el padre de los vivientes declinando a la pira del ocaso, sobre una montaña con singularidad lóbrega, por la espesura de árboles y funestos peñascos que la enlutan, dejándola como trá­gica tumba o sepulcro. Y todo apadrinó a la quimera del desvanecido y sagitario gentil, presumiendo que, herido el sol de sus sae­tas, en mortales paroxismos desmayó vencido, dejándole por suya la tierra. Y de esta ridícula fábula hizo fundamento para ser su señorío y magnífico reino, el más esti­mado y venerado entre los reyes de esta Mixteca, con tanta estimación, que, para cali­ficarse de nobles los caciques, alegan tienen algún ramo de aquel tronco, de donde se ex­tendió el lustre de todos los caciques, que se dividieron en todas las cuatro partes de Mixteca alta y baja, de oriente y ocaso, norte y sur".

 

Tales eran los relatos que acerca de sus propios orígenes -ligados siempre al mundo de lo sagrado- expresaron una y  otra vez los informantes nativos. Pero recordados ya estos antiguos mitos, corresponde atender ahora a lo que, basado en la arqueología y en los testi­monios históricos, podemos conocer acerca del desarrollo y el ulterior florecimiento del pueblo mixteca y de los varios señoríos que alcanzó a establecer.

 

Los dioses creadores de los mixtecas.

 

En el año y en día

de la oscuridad y tinieblas,

antes que hubiera días ni años,

estando el mundo en grande oscuridad,

que todo era un caos o confusión,

estaba la tierra cubierta de agua,

sólo había limo y lama

sobre lo faz de la tierra.

En aquel tiempo...

aparecieron visiblemente

un dios que tuvo por nombre 1-Ciervo

y por sobrenombre Culebra de León,

y una diosa muy linda y hermosa

que su nombre fue 1-Ciervo

y por sobrenombre Culebra de Tigre.

Estos dos dioses dicen haber sido principio

de los demás dioses...

Luego que aparecieron estos dos dioses

visibles en el mundo y con figura humana,

cuentan las historias de esta gente

que, con su omnipotencia y sabiduría,

hicieron y fundaron una grande peña,

sobre la cual edificaron

unos muy suntuosos palacios,

hechos. con grandísimo artificio,

donde fue su asiento y morada en la tierra.

Y encima de lo más alto

de la caso y habitación de estos dioses

estaba una hacha de cobre,

el corte hacia arriba,

sobre la cual estaba el cielo.

Esta peña y palacios

estaban en un cerro muy alto,

junto al pueblo de Apoala...

Esta peña tenía por nombre

“lugar donde estaba el cielo”,

adonde estuvieron muchos siglos

en gran descanso y contento,

como en lugar ameno y deleitable,

estando en este tiempo

el mundo en oscuridad.

Estando, pues, estos dioses,

padre y madre de todos los dioses,

en sus palacios,

tuvieron dos hijos varones, muy hermosos,

discretos y sabios en todas las artes.

El primero se llamó viento de Nueve Culebras,

que era nombre tomado del día en que nació.

El segundo se llamó Viento de Nueve Cavernas,

que también fue nombre del día de su nacimiento.

Estos dos niños

fueron criados en mucho regalo.

El mayor, cuando quería recrearse,

se volvía águila,

la cual andaba volando por los altos.

El segundo se transformaba en animal pequeño,

figura de serpiente que tenía alas,

que volaba por los aires

con tanta agilidad y sutileza,

que entraba por las peñas y paredes y

se hacía invisible...

 

(Texto del vicario del convento de Cui­lapan. Transcrito por fray Gregorio García en Origen de los indios de el Nuevo. Mundo e Indias Occidentales, pág. 327, Madrid, 1729).

 

Florecimiento de los varios señoríos mixtecas.

 

A diferencia de lo que ocurrió en otras áreas de Mesoamérica, los pueblos mixtecas no lograron, a lo largo de su historia, alguna forma plena y permanente de unificación política. Gracias al testimonio de sus códices podemos conocer cómo, a pesar de la prepotencia que alcanzaron en determinados momentos algu­nos señoríos, los propósitos unificadores que a veces se dejaron sentir nunca tuvieron, en realidad, éxito completo. Hasta donde podemos conocer, entre los más antiguos señoríos ocupó lugar de especial importancia el de Tilantongo.

 

Tilantongo, no muy lejos de Achiutla y mas cercano aún de la que hoy se conoce como arqueología de Monte Negro, llegó ciertamen­te a ser cabecera, con imponente significación política e igualmente núcleo de irradiación cultural. Hemos referido ya que son varios los códices prehispánicos en los que se trata de las genealogías y formas de actuación de los gobernantes de Tilantongo, a partir de lo que allí ocurrió desde fines del sigo VII d. de Cristo hasta la época inmediata a la conquista española. En este sentido el estudio de la historia del que algunos han llamado "reino de Achiutla-Tilantongo" puede constituir un ejemplo, si se quiere el mejor de todos, de cuanto transcurría en el ámbito cultural de los mixtecas. Fundamentalmente las noticias que pro­porcionan los códices a propósito de Tilantongo -juntamente con las genealogías y proezas de los gobernantes de sus diversas dinastías- nos permiten destacar acontecimientos que en cierto modo justifican poder hablar de tres etapas diferentes en la historia de los mixtecas durante el período posclásico mesoamericano.

 

La más antigua etapa con testimonios históricos

 

De hecho, esta etapa rebasa los límites del posclásico, desde el asentamiento en Tilantongo a fines del siglo VII d. C. (o sea que coincide en parte con el horizonte cultural zapoteca de Monte Albán IIIB) y abarca basta los tiempos en que se dejó sentir en el área mixteca la presencia de grupos toltecas, emigrantes de Tula, después de la ruina de dicha ciudad. Las noticias que se conservan acerca de este primer lapso se refieren sobre todo a las actuaciones de diversos gobernan­tes, dirigidas a someter por conquista a otros señoríos o  a establecer alianzas con ellos, muchas veces por medio de vínculos matrimoniales. Los nombres de otros principales señoríos se repiten ya con frecuencia. Entre ellos están los de Teozacualco, al sur de Tilantongo; de Coixtlahuaca, situado al norte, y de Tututepec, en la región de la costa, para sólo mencionar los más importantes.

 

A modo de ejemplo de la información proporcionada por los antiguos manuscritos citemos la lectura, hecha por Alonso Caso, de una parte de la página 3 del Códice Bodley. Versa ésta  sobre lo acontecido en un año 12 Pedernal, equivalente a 867 d. de C. : "En este año vino la 'guerra del cielo' y murieron sacrificados los dos príncipes (cuyos nombres calendáricos eran) 4 Caña y 3 Mono, y más tarde nació su hermano 10 Águila León, que murió en el río de la Muerte..;". En otro lugar de la misma página 3, de acuerdo con la inter­pretación de Alfonso Caso, "viene después, por primera vez en los códices, la ceremonia en la que tres sacerdotes ofrecen el señorío o quizá consagran como rey a un nuevo señor, a 9 Viento, Cráneo de Piedra. Los tres señores se llaman 4 Perro, Serpiente de Maíz, que lleva en la mano la codorniz; l0 Muerte, Humo o Nube, que lleva la rama de axóyatl (abeto), y 1 Lluvia, que lleva la antorcha y la cuenta de jade.;".

 

La segunda etapa: mayores contactos con otros grupos.

 

La segunda etapa, en la que se hace paten­te la influencia de los inmigrantes de origen tolteca, se inicia desde mediados del siglo XI, después de la desaparición de la que se ha llamado primera dinastía de Tilantongo. Personaje importante, fundador de la segunda dinastía, fue entonces el señor 8 Venado, “Garra de tigre”. A su entronización había precedido una violenta crisis motivada por la sucesión en el poder. El señor 8 Venado, que había resultado triunfador, llegó a extender los dominios de Tilantongo por una amplia zona de la Mixteca e incluso hacia el Sur, en territorio de los zapotecas. Otro personaje, sobre él que también hay información relativamente abundante, es el que llegó a conocerse como señor 4 Viento, Serpiente de fuego, nacido en  un año 2 Pedernal, corres­pondiente al de 1040. El príncipe 4 Viento aparece como personaje antagónico del ya mencionado señor 8 Venado. Tras varios años de persecuciones, 4 Viento se nos muestra emprendiendo una peregrinación con rumbo a la metrópoli de Tula. La lectura que nos ofrece Alfonso Caso de una parte de la página 34 del ya citado Códice Bodley per­mite conocer lo que entonces ocurrió:

 

"En el mismo año 3  Caña (1067), tres días después, en el día 1 Zopilote, sobre el asiento de tigre el señor 4 Tigre, rey de Tula, actuando como sacerdote, perfora la nariz y pone la nariguera a 4  Viento y lo hace tecuhtli, es decir, señor. Ya convertido en tecuhtli, 4 Viento recibe lo que parece ser las insignias del rango, que se detallan a con­tinuación: un pez serpiente con un pedernal en la boca, una macana y un escudo cubiertos con plumas, un báculo de  Quetzalcóatl que parece haber sido el cetro real, una bandera con representaciones de estrellas, una cabeza de tigre, una máscara probablemente de  piedra, una bolsa que contiene probablemente copal, una flecha enflorada, una flor de cinco pétalos, una cabeza de águila con dos plumas, otra cabeza de tigre, un objeto en forma  de arco, un adorno pectoral en forma de círculo negro con círculos blancos, otro en forma de disco con ocho círculos a la orilla".

 

Después de haber emprendido el regreso, 4 Viento aparece como señor de  Coixtlahuca. Cuatro años más tarde inicia  una serie de conquistas. Entre otros somete a los siguientes lugares: Culhuacán rojo, Río del perro, Barranca de la boca, Cerro de la trompeta y Cerro de las flores enhiestas. Asimismo, a través de varias alianzas matrimoniales, entre otras con una hija del señor de Tilantongo, 8 Venado, continuó ensanchando sus dominios. De hecho algunas de sus descendien­tes, que llegaron a gobernar en distintos señoríos, hicieron hasta cierto punto realidad los propósitos unificadores del señor 4 Viento, cuya muerte registra el citado códice en un año 9 Pedernal (1112 d. de C.).

 

Las relaciones con el mundo tolteca, explícitamente recordadas a propósito de la ceremonia en que 4 Viento fue ungido como gobernante, fueron mucho más intensas varias décadas después con la llegada de inmigrantes procedentes de Tula, consumado ya el abandono de esa ciudad.

 

Conviene  no olvidar además que, por ese tiempo, otros grupos toltecas habían entrado asimismo en contacto permanente con las gentes de filiación olmeca que, desde hacía ya varios siglos, se habían adueñado del gran centro de Cholula. Allí permanecieron sometidos a los dominadores olmecas durante casi un siglo hasta que, en un año 1 Pedernal (1292 d. de C.), se convirtieron en señores de Cholula. El sin fin de relaciones que inevitablemente tuvieron que acrecentarse entonces entre olmecas, toltecas y mixtecas trajo implí­cita la aparición de numerosos rasgos y crea­ciones culturales compartidas por dichos pueblos.

 

Un ejemplo muy claro y patente de ello lo tenemos en  la conocida como  rica cerámica policromada cholulteca, muy semejante a la elaborada en varios centros mixtecas durante la misma época.

 

Etapa de máxima expansión y asimismo de penetración mexicana.

 

Esta, indudablemente la mejor documen­tada en los códices y otros testimonios indí­genas, abarca el lapso de mayor expansión de los señoríos mixtecas. Descendiendo de los altos valles, penetraron entonces en lugares que habían sido posesión permanente de los zapotecas. En muchos casos hubo guerras de conquista; en otros, la penetración se llevó a cabo a través de nuevas alianzas ma­trimoniales. De un modo o de otro, así se efectuó el proceso de penetración mixteca en Cuilapan, Yagui, Monte Albán, Tlacolula, Zaachila y diversos centros.

 

Justamente el hecho de la presencia mixteca en lugares como Monte Albán explica por qué determinados hallazgos arqueológicos de la última etapa de florecimiento hispánico en dicho recinto (Monte Albán V) se han atribuido, con razón, a gentes de lengua y cultura mixtecas. Tal es el caso, para dar un solo ejemplo, del que se conoce como “Tesoro de la tumba 7”, que da testimonio del grado de desarrollo que habían alcanzado los mixtecas en la orfebrería.

 

Pero si esta etapa fuera de mayor expansión de los señoríos mixtecas, también durante el último siglo de ella se dejó sentir, cada vez con mayor fuerza, el incontenible afán expansionista de los mexicas. Estos, desde los días del reinado de Moctezuma Inhuicamina (1440-1468), habían establecido una guar­nición en el pueblo de Tlaxiaco,  en la Mixteca alta. El paso siguiente fue la conquista del señorío de Coixtlahuaca, famoso, entre otras cosas, por existir en a un mercado al que concurrían gentes de sitios muy apartados. Más tarde cayó también en poder de los mexicas Yanhuitlán y Tepozcolula. Axayácatl, sucesor de Moctezuma Ilhuicamina, prosiguió las conquistas, llevándolas hasta apar­tados territorios de Tehuantepec, es decir, plenamente en tierras zapotecas.

 

El constante estado de agresión por parte de los señores de Tenochtitlan obligó en dis­tintos momentos a que mixtecas y zapotecas establecieran alianzas defensivas. No obstante esto, resultó difícil detener los propósitos de conquista, que se acentuaron aún más du­rante los reinados de Ahuitzotl y de Moctezuma II Xocoyotzin. Aunque la nación azteca no alcanzó a imponer de manera absoluta su imperio en la totalidad de los señoríos mixtecas y zapotecas, el hecho es que, al tiempo de la conquista española, la prepo­tencia mexica era una realidad en la mayor parte de lo que hoy es Oaxaca.

 

Tras haber estudiado la evolución histó­rica del pueblo mixteca, consideramos nece­sario destacar al menos algunos de sus logros más importantes en diversos campos de la cultura. Brevemente diremos algo acerca de aspectos tan importantes como su organi­zación social y política, su economía, sus creencias religiosas y el rico conjunto de su arte.

 

Principales manifestaciones de la cultura mixteca.

 

Respecto de su organización social y política, como ya hemos advertido, debe tenerse presente que, a pesar de múltiples intentos, la nación mixteca nunca logró una cabal unificación. Por lo que atañe específicamente a la estructura social prevalente en los distintos señoríos, se evidencia, como en otros lugares de Mesoamérica, la existencia de clases sociales. Al estrato superior o de los nobles pertenecían los gobernantes, los jefes guerreros, los sacerdotes de elevada jerarquía y asimismo quienes, como en el caso de los pipiltin del mundo de lengua náhuatl, habían logrado sobresalir de manera excepcional. La mayoría de la población componía, por otra parte, una clase muy semejante a la de los macehaultin del altiplano central. Entre las ocupaciones de los que integraban las fuerzas de producción en la economía mixteca estaban la agricultura y, en el caso de la Mixteca de la costa, también la Pesca. Desempeñaban asimismo papel importante los alfareros, las te­jedoras, los pintores, los talladores de piedra y los comerciantes. Consideración aparte requieren los orfebres, de los que trataremos al hablar de sus creaciones en el campo del arte.

 

En cuanto a la religión mixteca, recor­demos primeramente sus creencias mencionadas ya al ocupamos de sus mitos de los orígenes acerca de una suprema pareja de dioses, raíz última de todo cuanto existe. De esa deidad dual dan testimonio además varios códices de procedencia mixteca, entre otros el Rollo Sellen y el Códice Gómez de Orozco. En forma  muy  semejante a lo que sabemos por los textos y otras representaciones del altiplano central, la suprema pareja de dioses tenía su lugar de residencia en lo más elevado de los pisos celestes. Ello no impedía que actuara también en el mundo de los seres humanos, bien sea de modo directo, como en el caso de la creación del primer hombre y la primera mujer, o a través de otras deida­des, concebidas frecuentemente como hijos de dicha divinidad dual.

 

Los propios códices mixtecas permiten conocer cuáles fueron los demás dioses principales adorados por este pueblo. Justamente la manifiesta semejanza estilística entre las representaciones de deidades en los manuscritos mixtecas y en otros de la región de Puebla-Tlaxcala (los que se conocen como del "grupo Borgia") ayuda a identificar los nú­menes venerados por los mixtecas. Entre los están los que en lengua náhuatl se conocieron con los nombres de Tláloc, señor de la lluvia; Xipe-Tótec, señor de la fecundidad; Mictlantecuhtli, de la región de los muertos, y, de modo muy particular, también Quetzalcóatl. Finalmente, gracias a las Relaciones geográficas del siglo XVI, se conocen los nom­bres en lengua mixteca de determinadas dei­dades. Así, Hituayuta era dios de la genera­ción; Cohuy, dios del maíz; Qhuay, de los cazadores; Dzahui, señor de la lluvia; Taandoco, el sol, patrono de los guerreros, y Yosotoyua, de los mercaderes. Debe mencionarse asimismo que, paralelamente con la adora­ción de los dioses, los mixtecas atendían también de modo muy especial al culto a los muertos.  De esto dan testimonio las tumbas que se han descubierto en sitios como Coixtlahuaca, Tlaxiaco y otros, particularmente en algunos lugares que antes ha estado ocupados por los zapotecas. Tal es el caso de la célebre tumba 7 de Monte Albán y de otras descubiertas en Zaachila.

 

El sacerdocio en el mundo mixteca incluía varias jerarquías. Existían sumos sacerdotes a los que prestaban ayuda los que integra­ban los rangos inferiores. Papel de suma im­portancia ocupaban aquellos que sabían redactar los libros de pinturas, su lectura y consiguientes formas de interpretación.

 

El mundo del arte mixteca.

 

Si, según hemos visto, fue una caracterís­tica del pueblo mixteca la ausencia de una unificación política plena, puede también señalarse, como otro rasgo distintivo de su cultura, el que su producción artística se haya concentrado fundamentalmente en lo que se designa como campo de las artes menores.

 

Al menos las investigaciones arqueológicas realizadas hasta ahora no han llevado a descubrir grandes conjuntos arquitectónicos ni otras producciones plásticas, por ejemplo esculturas de considerable magnitud. Refi­riéndonos específicamente a la arquitectura, los principales testimonios para tener idea de lo que fueron sus templos y palacios siguen siendo las representaciones pictográficas que de tales edificios y monumentos ofrecen los códices. Y aunque cabe creer que ulteriores trabajos arqueológicos proporcionen eventualmente mayor información en este punto, no por ello dejará de ser cierto que los mixtecas se distinguieron de modo muy especial por el refinamiento de sus artes menores. Buena prueba de esto la dan el preciosismo que lograron en  su cerámica, en la pintura de los códices, en la orfebrería y en las tallas hechas particularmente en hueso, madera, jade y otros materiales.

 

La cerámica.

 

Las más antiguas producciones hasta ahora descubiertas en el área mixteca guardan estrecha relación con la alfarería del horizonte clásico de Teotihuacán y de Monte Albán zapoteca. Ocurre un cambio significativo a partir de la época en que se intensificaron los contactos de los mixtecas con los inmi­grantes procedentes de Tula y con aquellos que se habían establecido en el área de Cholula. Entonces aparece un nuevo estilo con crea­ciones que cuentan entre las más bellas de la alfarería prehispánica de Mesoamérica. Nos referimos al conjunto de producciones que, por provenir de una área que rebasa los límites de la Mixteca, ha sido conocido indistintamente como “cerámica policromada del tipo Mixteca-Puebla” y también como "cerámica de Cholula" y de "Puebla-Tlaxcala".

 

Esta cerámica presenta formas muy variadas. Hay vasijas con tres soportes, vasos con asas vertederas, copas con base anular, especie de jarras de cuerpo redondo y cuello alto con asa, platos trípodes cuyos soportes rematan en cabezas de animales, así como vasijas zoomorfas y en ocasiones antropomorfas. Los colores empleados para su decora­ción fueron el rojo, negro, naranja, gris y blanco.

 

Basándose en la combinación de estos colores y en las firmes líneas de un cuidadoso diseño, proliferan en tales tipos de cerámica las representaciones de deidades, símbolos y jeroglíficos, personajes, cráneos, tibias, animales, grecas, plumas, flores, objetos ceremo­niales y, en una palabra, multitud de motivos que llevan a recordar las representaciones y pinturas características de los códices de esa misma cultura. Tanto es así que, como señaló Alfonso Caso, insigne investigador de los códices mixtecas, no pocas piezas de esta alfarería policromada podían considerarse como portadores plásticas de los jeroglíficos y del simbolismo de un códice en miniatura. El refinamiento de estas creaciones, finamente pulidas, policromadas y de brillante acaba­do, confirma por sí solo la dicho sobre el sen­tido preciosista de los mixtecas.

 

Los códices como obra de arte.

 

Hemos tratado ya acerca de los códices procedentes de este ámbito cultural, haciendo particular referencia a su importancia como testimonios históricos. Conviene añadir algo, contemplándolos ahora desde un punto de vis­ta estética: pintados sobre tiras de piel de venado, unidas y preparadas luego con un recubrimiento probablemente de yeso o cal, se doblaban sus varias páginas o secciones, al igual que otros manuscritos del ám­bito mesoamericano, a manera de biombo. Por el testimonio de fray Francisco de Burgoa sabemos que también se elaboraban en la Mixteca otros manuscritos “pintados en pa­pel de corteza de árboles", verosímilmente del amate, de la familia de los ficus.

 

Los colores empleados en la pintura de estos libros eran los mismos que los usados en la cerámica policromada. Como medio de expresión, su escritura comprendía diversas clases de jeroglíficos calendáricos, onomásticos, toponímicos y otros más de índole fonética e ideográfica; asimismo multitud de símbolos religiosos, representaciones de animales, de hombres y dioses con sus co­rrespondientes atributos, templos y palacios, señalamientos de caminos, linderos, lagos y ríos y otras muchas cosas más. Pero lo que aquí nos importa notar es precisamente la maestría en la composición de las escenas de extraordinario dinamismo, sobre fondo de vivos colores que contrastan y realzan las distintas figuras y glifos. La investigadora Barbro Dalhgreen de Jordán, al destacar el aspecto estético en la composición de muchas de las páginas de estos códices, señala atinadamente lo bien logrado de algunas escenas en las que se hace presente la fauna que conocieron los mixtecas: "Donde el artista mixteca muestra mejor su genio,  sin trabas de orden simbólico-religioso, es en las figuras de animales. Así nos encontremos en algunas pá­ginas con toda una deliciosa fauna marina, representada por peces, serpientes, moluscos y otros animales. En otras, el artista captó tigres flechados o numerosos insectos y pá­jaros, como una pareja de búhos que están retratados en el Bodley".

 

Algo semejante podría decirse a  propósito de otras escenas en las que contempla­mos distintas maneras de actuación de gober­nantes, guerreros y sacerdotes. Particularmente es esto cierto en el caso de códices como el Vindobonense y el Nuttall, que con razón pueden considerarse, desde el punto de vista estético, como ejemplos extraordinarios del arte de los libros de pinturas en Mesoamérica.

 

La orfebrería mixteca.

 

Si en la cerámica y en la elaboración de los códices destacaron sobre manera los mixtecas, otro tanto ocurrió en su orfebrería. Las técnicas de ésta, introducidas en Mesoamérica hacia los comienzos del posclásico, tras un lento proceso de difusión originado en Sudamérica, fueron admirablemente asimiladas e incluso enriquecidas por los artífices mixtecas. Sin hipérbole puede afirmarse que, en este campo, descollaron tales artífices por encima de los orfebres de las demás regiones mesoamericanas. Entre las técnicas que em­pleaban mencionemos la que se conoce como procedimiento de la cera perdida, el marti­llado, el proceso de la filigrana, así como el de la aleación con cobre y la soldadura de metales preciosos, oro y plata.

 

Sus creaciones de orfebrería incluyen una amplia gama de joyas: collares, pectorales, anillos, orejeras y narigueras, así como otros distintos trabajos, a veces con incrustaciones de mosaico de turquesas. Muestra extraordi­naria de la orfebrería mixteca nos la ofrece el conjunto de objetos que integran el “tesoro de la tumba 7 de Monte Albán”, descubierto por Alfonso Caso. Recordemos los pendientes con efigies del dios solar y de Quetzalcóatl, el rico collar de cuentas de oro y doble orla de cascabeles, así como los pectorales que ostentan la máscara del dios Xipe-Tótec, señor de la fecundidad; la figura de Mictlantecuh­tli, señor de los muertos, y aquel cuya placa superior es un juego de pelota, campo de enfrentamiento de dos deidades, unida a tres placas más en las que se evoca la concepción de los planos superiores del mundo. Quien conozca estas y otras de las maravillas de la orfebrería mixteca, relativamente abundantes, estará de acuerdo con la afirmación de Alfon­so Caso en el sentido de que sólo buscando en el arte del renacimiento europeo podrían hallarse obras comparables con las que provienen de la inspiración y maestría alcanzadas por los mixtecas.

 

El arte del tallado.

 

Aludiremos finalmente al arte del tallado en materiales como hueso, madera, jade, con­cha, obsidiana y cristal de roca. El hallazgo de la ya citada tumba 7 de Monte Albán constaba de treinta huesos de jaguar, tallados con preciosismo, en los que aparecen escenas muy semejantes, una vez más, a las repre­sentadas en los códices. Algo que no debe pasarse por alto es que en dichos huesos el fondo tiene incrustaciones de turquesa.

 

Trabajo en madera digno de mención es un teponaxtli instrumento musical en forma de cilindro hueco, de madera, con dos lengüetas sobre  las cuales se golpea hacién­dolo resonar, que está bellamente tallado y es de antigua procedencia mixteca. Y por lo que respecta a otros materiales, diremos que se conocen ciertos objetos como una copa de cristal de roca, encontrada asimismo en la tumba 7 de Monte Albán, al igual que otros de distintas procedencias en obsidiana, concha, jade y diversas clases de piedra.

 

La breve recordación que hemos hecho de lo más significativo en el conjunto de las artes mixtecas, permite entrever aspectos de la personalidad de este pueblo. En el propósito de sus creaciones resalta, por una parte, su hondo sentido religioso;  por otra, en los códices e incluso en algunas de las escenas pintadas en la cerámica se hace patente el afán por mantener vivo el recuerdo de la tradición y, si se quiere, de lo que hoy llamaríamos raíz histórica del propio ser. La maestría en las técnicas empleadas, la perfección en el acabado y su auténtico preciosismo nos hablan de la finura espiritual de gentes concentradas en su propio quehacer, en diálogo con su corazón y en busca siempre de significación y belleza en el ámbito, a la vez divino y humano, en el que les había tocado vivir.

 

La cultura mixteca, rebasando su propio ámbito geográfico, influyó de diversos modos en otras regiones de Mesoamérica. Precisamente los libros de pinturas de los grupos del altiplano central guardan estrecha relación con los elaborados por los escribanos o pin­tores mixtecas. Y cabe recordar que, desde los tiempos del señor Quinatzin de Tetzcoco (hacia 1327 d. de C.), gentes de ascendencia mixteca-tolteca, los nombrados tlailotlaque o "regresados", fueron a establecerse en el valle de México, donde traspasaron a los chi­chimecas buena parte de la antigua herencia de alta cultura. Sin duda alguna para comprender cabalmente la significación histórica del pueblo mixteca nunca será superfluo tener a la vista su participación e influencia en el más amplio contexto de las relaciones interculturales en Mesoamérica.

 

Los mixtecas en la obra de Antonio de Herrera.

 

“Y pasando al reino mixteco, se divide en dos provincias, alta y baja, y en cada una hablan su lengua diferente, y en­trambas sincopadamente. Está entre México y Oaxaca: Mixteca alta significa tierra de lluvias: Mixteca baja quie­re decir sitio caliente. Y ésta es la dife­rencia que hay de una provincia a la otra, adonde los caciques tenían sus palacios, con apartamiento para las mujeres, esterados y con cojines de cuero de leones y tigres y de otros ani­males. Vestían mantas blancas de algodón, tejidas, pintadas y matizadas con flores, rosas y aves de diferentes colores; no traían camisas, por no conocer el uso de ellas; por zaragüelles traían maxtles, que los castellanos dicen mástiles. Las mujeres vestían al uso mixte­co: todos traían zapatos o sandalias.

 

“Usaban anillos de oro, zarcillos en las orejas, bezotes de oro y cristal en el la­bio bajero. Los cabellos, largos, atados con cintas de cuero, hacia arriba, empi­nados como plumajes; las barbas se arrancaban con tenacillas de oro. Pre­ciábanse de ser limpios. Tenían jardines de deleites con fuentes para bañarse tarde y mañana. Sus mantenimientos eran al uso mexicano: asimismo los tri­butos que pagaban a los caciques, porque al supremo señor, que era Moctezuma, le daban otros en reconocimiento de la soberanía.

 

“Había en la tierra muchos capitanes y caballeros, maestros y predicadores de su ley. Tenían sortilegios y médicos; y porque todos los negocios los deter­minaba el cacique y no osaban entrar a donde estaba, tenía dos relatores, que en su lengua llamaban medianeros, en un aposento del palacio, adonde oían los negociantes, los cuales referían al señor y volvían con las respues­tas. Eran los consejeros del señor hombres ancianos, sabios y muy experimentados, que primero habían sido papas (sacerdotes) en los templos, y procuraban de ser afables, y darles buenos expedientes y recibían presen­tes de joyas y cosas de comer. El que alcanzaba licencia para hablar con el cacique, entraba descalzo, sin levantar los ojos, no escupía ni tosía, ni ponía los pies en la estera adonde estaba asentado el cacique...”

 

(El texto de este inciso se tomó de Antonio De Herrera, Historia general de los hechos de los castella­nos en las islas y tierra firme del mar océano, Década tercera, cap. XII, t. VI, págs. 318-319, 17 vols., Ma­drid, 1934 -  1957).

 

Bibliografía.

 

Burgoa, fray F. de Palestra historial de la provincia de predicadores de Guaxaca, México, 1934.

 

Caso, A. Las culturas mixteca y zapoteca. México, 1939. Interpretación del Códice Bodley 2858, México, 1960.  El tesoro de Monte Albán, México, 1969.

 

Dahlgreen de Jordán, B. La Mixteca, su cultura e historia prehispánicas, México, 1954.

 

Torquemada, J. de, Los Veintiún Libros Rituales y Monarquía Indiana (3 vols.), Madrid, 1723; ed. publ. en facsímil, México, 1943.

 

29.            Los chichimecas de Xólotl.

Por: Miguel León-Portilla.

 

Más allá de los relatos legendarios acerca de la ruina de la metrópoli tolteca, existe un hecho histórico bien establecido: el antiguo centro de alta cultura, donde de un modo o de otro la figura de Quetzalcóatl había de­sempeñado papel primordial, se encontraba en decadencia hacia fines del siglo XI. Durante la centuria siguiente habría de produ­cirse su abandono.

 

Como ya hemos visto, algunos de los he­rederos de la cultura tolteca marcharon a re­giones sumamente apartadas. Las fuentes mayas de Yucatán, al igual que las quichés y  cakchiqueles de Guatemala, hablan de grupos toltecas en estas regiones. La investiga­ción arqueológica muestra que hubo otros establecimientos en distintos lugares de Mi­choacán, Guerrero y Oaxaca. Más cerca que­daron algunos grupos en Cholula, sometidos primero a los olmecas xicalancas que la ha­bitaban y como dueños más tarde de este gran centro ceremonial. Finalmente, encon­tramos también  gentes de estirpe tolteca en lugares influidos de tiempo atrás por su cultura, corno Culhuacán, al sur del valle de México, y en otros distintos puntos de la misma región. Se trataba a veces de pequeñas comunidades y, si damos crédito al cronista Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, aun de meras familias que se ocultaban, temerosas de los peligros que sobre ellas se cernían.

 

Los contrastes culturales.

 

De hecho, como había ocurrido varios siglos antes, cuando tuvieron lugar la ruina y el abandono de Teotihuacán, el ocaso de Tula facilitó también la irrupción de nuevas hor­das de chichimecas, procedentes de las lla­nuras del norte. Una vez más se hicieron pa­tentes los grandes contrastes que había entre las formas de vida de los pueblos sedentarios, creadores de centros urbanos, y los belicosos inmigrantes, "los chichimecas que vivían como cazadores, que se vestían con pieles de animales, que comían tunas grandes, cactus, maíz silvestre..." los descen­dientes de los toltecas hablaban el idioma náhuatl, que habría de perdurar y un día llegaría a ser lingua franca de Mesoamérica; los cazadores nómadas se expresaban en lenguas como el pame y el mazahua. Estos con frecuencia eran nombrados popolocas, equival­ente prehispánico de bárbaros.

 

Es cierto que los ancestros de los tolte­cas habían sido también invasores, cuando muchos siglos antes hicieron su entrada en la región central y fueron conocidos como los "chichimecas de Mixcóatl". Mas su asenta­miento, la asimilación de formas de cultura más antiguas, la fundación de Tula y la crea­ción de un estado poderoso habían cambiado para siempre sus modos de vida. Por esto, aun estando ya en decadencia, quienes de ente ellos tuvieron que entrar en contacto con las nuevas oleadas chichimecas no pudieron menos que horrorizarse ante las costumbres de los belicosos recién venidos.

 

Como caudillo tenían éstos al que llegó a ser célebre gran chichimeca Xólotl. De él nos hablan distintos textos indígenas y asimismo varios códices pictográficos, los que llevan los nombres de Xólotl, Tlotzin, Quinatzin y de Tepechpan. Comentando justamente lo que consigna el códice que lleva el nombre del caudillo chichimeca, el Xólotl, escribió así el cronista Alva Ixtlilxóchitl: “Los toltecas se habían destruido y estaba la tierra despoblada, cuando vino a ella el gran Chichimeca Xólotl a poblarla, teniendo noticia por sus exploradores de su destrucción... Y habiendo entrado por los términos y tierra de los toltecas hasta llegar a la ciudad de Tolan, cabecera del imperio, en donde halló muy grandes ruinas despobladas y sin gente, por lo que no quiso hacer asiento en Tula, sino que prosiguió con sus gentes enviando siempre exploradores por delante para que viesen si hallaban alguna de la gente que hubiese escapado de la destrucción y calamidad de esta nación, y cuales eran los mejores puestos y lugares para su habitación y población..”

 

La primera lámina del Códice Xólotl es, ilustración precisa de lo que dice Ixtlilxóchitl. En ella aparece el caudillo chichimeca, acompañado de su hijo Nopaltzin, contem­plando desde la cima de los montes la super­ficie del valle de México en busca de lugares de asentamiento. Nopaltzin y algunos otros capitanes, como lo indican las huellas de sus pasos que se dirigen por los distintos rum­bos del valle, hacen los recorridos y exploraciones mencionados por Ixtlilxóchitl. El jefe chichimeca, tras permanecer algún tiempo en el lugar que, en honor suyo, se llamó Xó1otl, se establece en definitiva en Tenayuca Oztopolco, del que dicen los cronistas que era sitio de "muchas cuevas y Cavernas".

 

En Tenayuca, donde existían ya diversas edificaciones, entre ellas una célebre pirámide, que en tiempos posteriores sería am­pliada con nuevas estructuras superpuestas, se organiza la que Ixtlilxóchitl solemnemente llama "corte de los chichimecas". Desde ella el príncipe Nopaltzin y, al igual que los otros jefes de procedencias distintas, se acercarán con ojos asombrados a lugares como Teotihuacán, Culhuacán y Cholula. En los dos últimos se mantiene aún la antigua forma de vida. Claramente se representa esto en el Códice Xólotl con las figuras de artífices que aparecen trabajando los metales o esculpien­do la piedra en la región de Cholula. Hay otros muchos contactos que, si son casuales, son también más directos. A señas hablan los chichimecas con las pocas gentes de origen tolteca que han quedado dispersas fuera de los grandes recintos urbanos. Poco a poco las gentes de Xólotl y otros  grupos que por esta época han hecho ya también irrupción adquieren una imagen de lo que han sido y son las tierras que desean conquistar. A las primeras formas de contacto seguirán otras más permanentes y definitivas, como consecuencia de haber descubierto que la región es sitio adecuado  para hacer asentamiento.

 

La cerámica de Tenayuca.

 

En 1925 se iniciaron exploraciones en Tenayuca de donde se obtuvo, por medio de pozos estratigráficos, gran cantidad de cerámica que fue estudiada y publicada.

 

La cerámica de Tenayuca, represen­tativa de este periodo, se distingue por varios tipos de cerámica lisa, pero la más característica es la decorada, que en abrumadora cantidad apareció la que lleva decoración negra sobre anaranjado, o sea el color natural del barro. Esta se distingue por trazos más bien irregulares que ocurren en el exte­rior de los cajetes o en el interior de los platos. De conformidad con la clasifi­cación original, en los cajetes se con­sideraron cuatro subtipos de acuerdo con que la decoración siempre en el exterior se distingue por líneas parale­las seguidas por motivos curvilíneos muy sencillos, o bien por circulitos.

 

En cuanto a los platos, la decoración es más elaborada y se han considerado cinco subtipos, según la mayor o menor cantidad de líneas que comprenden el motivo decorativo.

 

La decoración de los platos guarda estrecha relación con la de los cajetes, pero en el caso de los primeros la de­coración siempre ocurre en el interior y toda su extensión está ocupada por motivos decorativos de un marcado personalismo. La zona anular está constituida por dos o tres fajas con dibujos curvilíneos y rectilíneos, lo más carac­terístico de la decoración es su ritmo en forma de líneas radiales paralelas en números de dos, tres y cuatro, separa­das entra sí por círculos; en algunos casos a línea siguiente al círculo afec­ta una pequeña curva, por lo que pare­ce una letra "a" minúscula. En conjunto, esta decoración asemeja un petalillo o los bordes de un encaje; Este estilo de­corativo tan sui géneris es característico del grupo cerámico llamado Azteca II, que es él típico de Tenayuca y así se ha nombrado en trabajos posteriores. Para mayor detalle examínese la obra citada.

 

Se encontraron muchos otros tipos de cerámica en Tenayuca como es la Coyotlatelco, que en esta zona viene asociada a la Azteca II y que ya se describió en párrafos anteriores. También hay la cerámica llamada Azteca-Poli­croma, que más adelante va a ser des­crita.

 

En cuanto a las otras cerámicas, con­ decoración que no sea pintada, tene­mos decoración raspada, acanalada, sellada de pastillaje, modelada, moldeada, etcétera, pero son menos abundantes y no tan característica de este período cultural como las pintadas.

 

Figurillas humanas: En cuanto a las figurillas humanas correspondientes a este complejo se encontraron, desde luego, las típicas de estilo Coyotlatelco y en cuanto a las propias de Tenayuca, son de un tipo distinto al del último período azteca y van asociadas al Grupo II de cerámica negra sobre fondo color natural del barro.

 

Estas figurillas se distinguen por te­ner la boca entreabierta, como en trom­petilla, algunas mostrando los dientes incisivos o la lengua; el globo del ojo está claramente figurado dentro de los párpados. Los tocados son sencillos y conservan restos de pintura roja o blan­ca. La forma de la cara es oval o alar­gada y fueron manufacturados por mol­deado. En asociación a estas figurillas aparecen otras de un tipo grotesco que se ilustran en la obra señalada.

 

También se encontraron en menor cantidad figurillas de animales, pero no son tan características como las huma­nas. Además se encontraron en Tenayuca otra clase de objetos de barro, como sellos y malacates, lo mismo que soportes de vasijas. de las que las más numerosas son almenadas y cónicas.

 

Hay, además, discos y otros objetos característicos de este complejo cultural.

 

(El texto de este inciso se tomó de De E. Noguera, La cerámica arqueológica de Mesoamérica, págs. 110 - 111, México, 1965).

 

El asentamiento de los nómadas.

 

La zona de los lagos era ciertamente atractiva. Además de las posibilidades de la pesca, las montañas cercanas ofrecían, más que las llanuras del norte, abundancia de caza. Los vestigios de cultivos y lo que quedaba de antiguas chinampas y de sistemas de irrigación, todo ello representado en el Códice Xólotl, interesaba menos por el mo­mento a los chichimecas. La pesca y la caza, el agua y los bosques eran ya razones más que suficientes para adueñarse de la tierra que no tenía señor ni defensor. La única re­sistencia habría de provenir de las gentes de Culhuacán, pero aun éstas cederían tiempo después de que las primeras actitudes, que habían sido hostiles, se transformaron en contactos más pacíficos e incluso a veces en vínculos de familia.

 

A fines del siglo XIII, bien sea por inter­vención de Xólotl, como insistentemente lo repite Ixtlilxóchitl, o de manera independien­te, varios son los grupos que se han estable­cido ya en distintos lugares. Los tecpanecas están al noroeste, en Azcapotzalco; al norte, en Caltocan, los otomazahuas, y, al oriente, en Coatlichan, los acolhuas. Nopaltzin, el sucesor de Xólotl, permanecerá en Tenayuca después de haberse casado con una princesa culhuacana de nombre Atotoztli. Los señoríos más antiguos del sur, en los que sobreviven elementos e instituciones toltecas, a no dudarlo miran temerosas el asentamiento de sus nuevos vecinos chichimecas. Transcurren así varias décadas, durante las cuales el  solo hecho de que los antiguos nómadas contem­plen a su vez los vestigios dejados por la cul­tura superior es ya lección  de valor incalcu­lable.

 

El nacimiento de Tlotzin, nieto de Xólotl, que será el primer jefe chichimeca mestizo, de ascendencia tolteca por línea materna, traerá consigo los comienzos de un nuevo interés que llevará a los bárbaros a ir modi­ficando su modo de vida. Tlotzin, siguiendo el ejemplo de algunos caudillos que le pre­cedieron, funda también un señorío. Surge éste dentro de la región dominada por los acolhuas de Coatlichan. Así como Tenayuca se conoció en un principio con el nombre de Oztopolco, “en el lugar de muchas cuevas”, también el sitio escogido por Tlotzin refleja en su designación la afición que los chichimecas sentían por cavernas y cuevas. Su nom­bre fue Tlatzallan-Tlallanóztoc, que significa "en las tierras y en las cuevas que están junto a ellas".

 

Los que se decían oriundos de Chicomoz­toc, “el lugar de las siete cuevas”, no sólo seguirían prefiriendo éstas para hacer su ha­bitación, sino que se complacían en conservar en los topónimos la idea misma de la cueva. La toponimia en náhuatl de muchos de los lugares habitados por chichimecas es prueba de ello: Tenayuca fue también Oztopolco; el señorío de Tlotzin se llamó Tla­llanóztoc; hubo también un Tepetlaóztoc "en las cuevas de los montes", y finalmente en las cercanías de Tetzcoco existieron Oztotícpac, “sobre las cuevas”, y Tzinacanóz­toc, "en las cuevas de los murciélagos". Aunque no conocemos con certeza cuál fue la lengua que hablaron los chichimecas de Xólotl, sabemos que no era ésta el náhuatl de los más antiguos pobladores de la región. Probablemente entre las lenguas chichimecas, llamadas también popolocas, han de incluirse el pame, el otomí y el mazahua. Verosímil es pensar que la toponímia, expresada originalmente en estos idiomas, se tradujo más tarde a  la  lingua franca de los nahuas, conser­vándose la idea originalmente expresada, como en el caso de todos los óztoc, “lugares de las cuevas”.

 

Establecido ya Tlotzin, el príncipe mestizo chichimeca-tolteca, en Tlazallan-Tlallanóztoc, es ésta la época en que, según el testimonio de los códices y textos, se acrecien­ta la serie de procesos de contacto cultural. Ha pasado más de medio siglo desde la llegada de los chichimecas al valle de México, y lo que en un principio fue asentamiento precario adquiere ya rasgos distintos por obra de los cada vez más amplios procesos de aculturación.

 

Asimilación de las instituciones de origen tolteca.

 

Fuente principal para el estudio de lo que acontece en tiempos de Tlotzin es, como ya se ha dicho, el códice tetzcocano que lleva su nombre. En él encontramos la represen­tación y la relación en náhuatl de un hecho que bien puede aducirse como símbolo de lo que entonces ocurre. En una de las correrías de Tlotzin por la región de Coatlinchan, a la que había ido para dar salida a su afición de cazador, tiene lugar un encuentro que habrá de cambiar su vida. Quien le sale al paso es nada menos que un personaje de Chalco, de estirpe  tolteca, que espontáneamente va a convenirse en su maestro y guía. Veamos lo que dice el texto náhuatl incluido en el códice:

 

“Tlotzin había ido allá a Coatlinchan, iba a cazar. Por allí se le acerca un chalca, de nombre Tecpoyo Achcauhtli. Este como que tuvo temor cuando vio a Tlotzin con su arco y su flecha. Tecpoyo Achcauhtli dijo enton­ces a Tlotzin: ‘¡Oh hijo mío, déjame vivir a tu lado!’

 

“Tlotzin no comprende su lengua porque es chichimeca. Sin embargo,  desde este momento, el chalca acompañó a Tlotzin en sus cacerías. Los venados, conejos, serpientes y aves que éste cazaba, Tecpoyo Achcauhtli los llevaba a cuestas.

 

“Entonces por primera vez Tecpoyo Achcauhtli se puso a asar lo que había cazado Tlotzin. Por primera vez le dio a comer ali­mentos cocidos, porque antes Tlotzin comía crudo lo que había cazado.

 

“Tecpoyo Achcauhtli largo tiempo vivió al lado de Tlotzin. En una ocasión le dijo, le pidió permiso: ‘¡Oh hijo mío!, deja que vaya a decirles a tus servidores, los chalcas, los cuitlatecas; deja que vaya a referirles có­mo he llegado a verte y cómo he vivido a tu lado.’

 

“Entonces Tlotzin comprendió ya un po­co la lengua del chalca. Con él envió conejos y serpientes en un huacal.

 

“Pero Tecpoyo Achcauhtli regresó al lado de Tlotzin. Le dijo: ‘Oh hijo mío, ven a visitar a los chalcas, que son tus servidores!’

 

“Tlotzin entonces lo acompañó. Tecpoyo Achcauhtli llevaba la delantera. Los venados y conejos que flechaba Tlotzin, los llevaba él a cuestas como la primera vez. Cuando llegó Tlotzin, salieron a recibirlo los chalcas. Le hicieron sentarse, le trajeron presentes. Le dieron tamales, atole. Tlotzin no comió los tamales, sólo bebió el atole. Entonces Tec­poyo Achcauhtli habló a los chalcas, les dijo: ‘¿Acaso no se ha hecho ya Tlotzin como un príncipe, como un hijo?’.

 

“En seguida los chalcas se disponen a hacer ceremonias; ellos veneraban así a sus dioses. Tlotzin,  como era chichimeca, no sabía cómo eran las ceremonias de los chalcas en honor de sus dioses. Porque los chichimecas sólo se ocupan en buscar venados y conejos que luego se comen. Ellos sólo tienen por dios al sol, al que llaman padre. Así veneran al sol, cortan la cabeza a las serpien­tes, a las aves. Hacen agujeros en la tierra, rocían con sangre el pasto. Tienen también por diosa a la tierra, la llaman madre de ellos...”

 

El mismo códice que consigna este texto incluye la representación plástica de lo que se ha descrito. Vemos al noble personaje Tecpoyo Achcauhtli que ha hecho suyo el papel de educador y misionero de los chi­chimecas. A él se debe la iniciación de esta nueva forma de contacto amistoso que hará posible el cambio, deseado por quienes se ven forzados a tener por vecinos a los nó­madas.

 

Gracias  a Tecpoyo Achcauhtli, Tlo­tzin ha comenzado a aprender la lengua náhuatl, también ha gustado ya manjares como el atole y los tamales, clásico alimento de las gentes civilizadas del mundo mesoamericano. Más aún, ha tenido ocasión de contem­plar, en compañía de los chalcas, las formas de culto de una religión  de antiguo organi­zada.

 

Finalmente su acercamiento lo llevará a repetir lo que había hecho su padre, ya que,  según lo refiere Ixtlilxóchitl, también él esco­gerá por esposa a una mujer de linaje tol­teca, a Pachxochitzin (nombre que significa Florecita de heno), "hija de Cuauhtlápal, uno de los señores referidos de la provincia de Chalco...".

 

Introducción de la agricultura entre los chichimecas.

 

Nada tiene de extraño que, quien estaba ya tan estrechamente vinculado con las gen­tes sedentarias, sintiera pronto inclinación a introducir en su propio señorío usos y cos­tumbres antes desconocidas para los chichimecas. Ixtlilxóchitl nos informa acerca de lo que entonces tiene lugar:

 

“Una de las cosas en que más puso su cuidado (Tlotzin) fue el cultivar la tierra. Con la comunicación que allá tuvo con los chalcas y toltecas, por ser su madre su señora natural, echó de ver cuán necesario era el maíz y demás semillas y legumbres para el sustento de la vida humana. Y en especial lo aprendió de Tecpoyo Achcauhtli, que tenía su casa y familia en el peñón de Xico. Había sido su ayo y maestro, y entre las cosas que le había enseñado, era  el modo de cultivar la tierra. Y aunque a muchos de los chichimecas les  pareció cosa  conveniente y la pu­sieron por obra, otros que todavía estaban en la dureza de sus pasados se fueron a las sie­rras de Metztitlan y Totepec y a otras más remotas...”.

 

Corroborando lo dicho por Ixtlilxóchitl acerca de la introducción de la agricultura en los dominios de Tlotzin, encontramos en el códice del mismo nombre la representación gráfica de lo que parece haber sido primer intento de cultivos. Vemos allí una semen­tera de maíz que precisamente crece sobre agujeros hechos por las tuzas. La gente chichimeca, que desde luego prefería dedi­carse a la caza y la pesca, tuvo la ocurrencia de arrojar los granos de maíz en los hoyos dejados por los roedores. Pensaban que así había ahorro de esfuerzo,  pues aunque las alimañas se comieran la mayor parte de los granos, algunos habrían de prosperar. Tlo­tzin, que, según las fuentes, parece haber muerto a principios del siglo XIV, aunque se esforzó por cambiar la vida de su gente, no logró ciertamente la plena realización de su deseo. Ello estaba reservado a su hijo Qui­natzin y, de manera más cabal, a su nieto Techotlala.

 

Actuación del príncipe Quinatzin.

 

Con Quinatzin la hegemonía de la región pasará de Coatlichan, donde se habían establecido los chichimecas acolhuas, a un nuevo centro, Tetzcoco, futura metrópoli en la que culminaría el proceso de aculturación y florecería nuevamente, años más tarde, la he­rencia tolteca. Pregonando la actitud decidida del hijo de Tlotzin, nos dice Ixtlilxóchitl:

 

“Si Tlotzin tuvo muy particular cuidado de que se cultivase la tierra, fue con más ventajas el que tuvo Quinatzin en tiempo de su imperio, compeliendo a los chichimecas no tan sólo a ello, sino a que poblasen y edi­ficasen ciudades y lugares, sacándolos de su rústica y silvestre vivienda, siguiendo el orden y estilo de los toltecas...”.

 

Pero aún entonces la realización de  lo que se propuso Quinatzin no fue cosa fácil. Vale la pena recordar algunos de los ardides de que se valió, así como varias circunstancias que al fin le fueron favorables. De esto informan el mismo  Códice Xólotl, Ixtlilxóchitl y también, de manera particular, el códice tetzcocano, conocido como Quinatzin en honor de este príncipe. El primero de los artificios empleado por Quinatzin para llamar la atención de los chichimecas sobre la importancia de la agricultura fue el siguiente:

 

“Hizo tres cercas grandes, escribe Ixtlilxóchitl, la una por bajo de Huexutla hacia la laguna, y otra en la ciudad de Tetzcuco, que había comenzado a fundar. Estas dos para sembrar en ella maíz y otras semillas que usaban los acolhuas y toltecas. Y la otra cer­ca en el pueblo de Tepetlaóztloc para venados, conejos y liebres; y dio el cargo de tener cuenta de esto a dos chichimecas caudillos, que el uno se decía Ocótoch y el otro Coá­cuehl, los cuales, aunque en la una cerca les era de gusto, las otras dos de las sementeras, como cosa que jamás ellos habían acostum­brado, les fue muy pesada carga...”.

 

La idea, puesta ya en práctica desde los tiempos de Nopaltzin, de levantar cercados a manera de cotos de caza, se aplica ahora al campo de la agricultura. El propósito es persuadir a los chichimecas de que,  si era atractiva la caza, y para hacerla más fácil se ha­bían hecho los cotos, el cultivo de plantas en sementeras era al menos igualmente im­portante, ya que libraba de la penosa reco­lección de pobres frutos y yerbas, al poner al alcance alimentos mejores como el maíz, el frijol, el chile y la calabaza. Cercados como éstos de que habla Ixtlilxóchitl, se representan también en los códices Xólotl y Quinatzin. La experiencia dio a la larga los resul­tados apetecidos, aunque no sin tener que vencer antes resistencias y aun violentas re­beliones. En el caso de las cercas a que he­mos aludido, los jefes que las tuvieron a su cargo, dando salida a su disgusto, iniciaron una revuelta que trajo  consigo la huida de los grupos que antes que trabajar la tierra opta­ron por volver a las llanuras del norte, donde podrían mantener su vieja manera de vida.

 

El regreso de grupos de origen tolteca.

 

Pero si los descontentos se retiran del escenario en que cada vez son más inten­sos los procesos de aculturación, existe en cambio la circunstancia favorable de la llegada de dos grupos de gentes portadoras de cul­tura, a las que Quinatzin recibe con bene­plácito. Hacia el año 1327, según lo que nos dicen los códices y el cronista Ixtlilxóchitl, los llamados tlailotlaques y chimalpanecas, entre quienes se refiere que abundan los artífices y sabios, obtienen de Quinatzin au­torización para establecerse al lado de los tetzcocanos.

 

“Vinieron de las provincias de la Mixteca -escribe el cronista- dos naciones, que lla­maban  tlailotlaques y chimalpanecas, que eran asimismo del linaje de los toltecas. Los tlailotlaques eran consumados en el arte de pintar y hacer historias, más que en las demás artes: los cuales traían por su ído­lo principal a Tezcatlipoca. Los chimalpane­cas traían por sus caudillos y cabezas a dos caballeros que se decían Xiloquetzin y Tla­catotzin. Quinatzin los casó con sus nietas. Y habiendo escogido de la mejor gente que traían y más a propósito, los hizo poblar dentro de la ciudad de Tezcuco y a los demás dio y repartió en otras ciudades y pueblos por barrios, como el día de hoy permanecen sus descendientes con los apellidos de Tlailotlacan y Chimalpan, aunque antes habían estado estas dos naciones mucho tiempo en la provincia de Chalco.”

 

Los nuevos inmigrantes no sólo llenan el hueco dejado por los grupos de chichimecas que se rehusaron al cambio, sino que, como podía esperarse, con su sola presencia aceleran lo que hoy llamaríamos el desarrollo cultural  de Tetzcoco. Los tlailotlaques ense­ñarán a los chichimecas lo más elevado de la antigua sabiduría, "el arte de pintar y hacer historias". Por su parte, los chimalpanecas contribuirán al cambio en diversas formas, entre otras  fomentando la agricultura. Gra­cias también a ambos grupos comenzarán a introducirse las prácticas y creencias religiosas de tiempo antiguo aceptadas por los pueblos sedentarios. Por primera vez, hacia fines del reinado de Quinatzin, es posible hablar de una transformación amplia y profunda.

 

Como un símbolo de lo que es la acultura­ción de los chichimecas cabe  recordar los usos y ceremonias que ha adoptado Quina­tzin en su corte. Mejor que nadie describe esto Torquemada:

 

“Como ya por estos tiempos había creci­do en mayor número la gente y los señoríos estaban subidos y autorizados, y la policía de los reinos y provincias se había puesto más en punto, ya no se quiso tratar este rey con el uso común y ordinario, antes salien­do de él, como el que estaba criado en grande policía con los señores acolhuas y tol­tecas, hízose llevar en andas, las cuales fueron rica y costosamente labradas, por ser grandes artífices de toda obra los tultecas que las hicieron... Y de allí lo acostumbró todas las veces que salía de su casa para cualquier parte que fuese. Y de aquí quedó el uso que los demás después tuvieron de tratarse con este imperio y señorío...”

 

Los tiempos de Techotlala.

 

Un último testimonio ofreceremos sobre la rapidez con que se van introduciendo las prácticas que, reiteradamente se dice, son de origen tolteca. Trata éste del nacimiento de Techotlala, el futuro sucesor de Quinatzin. Oigamos a Chimalpahin Cuauhtlehua­nitzin su Tercera Relación:

 

“Cuando nació el estimado hijo de Quinatzin TIaltecatzin, el llamado Techotlala Coxcoxtzin, habían transcurrido ya cincuenta y dos años desde que gobernaba Quinatzin Tlaltecatzin. Sólo dentro de una redecilla, en una red, habían criada a sus hijos los chichimecas tetzcocanos. Pero a él lo crió una mujer noble de Culhuacán, llamada Papaloxochitzin, ‘Pequeña flor de mariposa’, persona noble, de lengua náhuatl. Ella lo crió ya en una cuna. Pronto le enseñó la lengua náhuatl, la lengua de los toltecas. También lo vistió con su capa, con su braguero. La lengua que primero hablaron los tetzcocanos era el idioma chichimeca, hablaban como popolocas, y por primera vez, él llegó a hablar bien el náhuatl, Techotlala Coxcoxtzin”.

 

Heredero de los logros de su padre y educado ya con el refinamiento que era he­rencia tolteca, Techotlala, que gobierna a Tetzcoco de 1357 a 1409, tendrá por misión consumar, hasta donde le es posib1e, el ya largo proceso de transformación de los chi­chimecas. Acertadamente nos dice Ixtlilxóchitl, como si hubiera entrevisto la idea y la realidad del futuro concepto de aculturación, que "ya en esta sazón los chichimecas esta­ban muy interpolados con los de la nación tulteca". Las medidas que dictará Techotlala consumarán esta "interpolación" de gen­tes, usos, creencias e instituciones.

 

Las consecuencias del proceso de aculturación.

 

Una breve reflexión sobre lo que ha sido el largo proceso de contacto cultural y la consiguiente transformación chichimeca nos permitirá destacar algunas de sus cau­sas, al igual que las formas como tuvo lugar. En un principio fueron sólo contactos explo­ratorios y más o menos casuales. En seguida nace el deseo de adueñarse de las tierras en que hay abundancia de agua y de bosques y en que ha florecido la antigua cultura. En tiempos de Xólotl y Nopaltzin se producen así las primeras formas de asentamiento. Los contactos iniciales se convierten más tarde en primeras formas de vinculación familiar. Tlotzin tipifica una nueva especie de caudillo chichimeca, mestizo ya por su línea materna, de origen tolteca. Otra manera de acercamiento acontece entonces. Esta vez son los pueblos sedentarios los que se interesan en cambiar las costumbres de sus ya inevitables vecinos. El noble Tecpoyo Achcauhtli de Chalco, que asume la misión de adoctrinar a Tlotzin, ejemplifica mejor que nadie esta ac­titud. Cuando Tlotzin, que ha asimilado sus enseñanzas, se empeña en transformar a su pueblo introduciendo entre otras cosas la agri­cultura, hay reacciones opuestas. Muchos aceptan, pero hay otros que se rebelan y pre­fieren volver a la vida nómada. Quinatzin continuará  la empresa iniciada por su padre. También él acogerá la influencia y las ense­ñanzas de quienes poseen más desarrolladas instituciones culturales. Al recibir a los tlai­lotlaques y chimalpanecas fomenta nuevas formas de vencer la resistencia de los que no quieren cambiar.  Sagazmente, con plena conciencia de que las transformaciones deri­van a veces del contacto, pero también de la dirección que el soberano impone a su pueblo, encomienda la educación de su futuro sucesor a gentes de origen tolteca. Así llegará éste a conocer cuáles son los pasos que aún quedan por dar para hacer realidad plena eso que Ixtlilxóchitl llama acertadamente "interpolación" de gentes y culturas.

 

Por la historia sabemos que Techotlala llevó a feliz término lo que su padre y su abuelo habían iniciado. Con amplia visión de gobernante, dictó nuevas leyes, concertó alianzas y ensanchó considerablemente los dominios de Tetzcoco. También él dio la bienvenida a otros cuatro grupos de inmigrantes que iban a contribuir a consumar la deseada "interpolación". Los recién venidos habían sufrido persecuciones por parte del señor de Culhuacán. Techotlala decide protegerlos y "les mandó poblar en la ciudad de Tetzcoco, por ser gente política y conve­niente a sus propósitos para el buen gobierno de su república, y así se poblaron dentro de ella en cuatro barrios, por ser otras tantas las familias de esta gente tulteca, o según en este tiempo se llamaban culhuas: en un barrio poblaron los de la familia de los mexitin, cuyo caudillo se llamaba Ayocuan; el segundo barrio dio a los colhuaques, que tenían por caudillo a Naúhyotl, el tercero a los huitzimahuaques, cuyo caudillo se llamaba Tlaco­mihua, y el cuarto a los panecas, que su cau­dillo se decía Achitómetl".

 

Al sumarse a los grupos ya establecidos de los tlailotlaques y los chimalpanecas, se acrecienta la difusión de las antiguas prác­ticas y creencias religiosas, que van siendo asimiladas por los chichimecas tetzcocanos. Desde otro punto de vista su presencia tam­bién se deja sentir en el uso cada vez más frecuente de la lengua náhuatl en toda la re­gión. Por considerarla como instrumento y vehículo de cultura, Techotlala, que desde pequeño la hablaba, decidió al fin imponerla a todo su pueblo;

 

“Mandó que todos los de la nación chi­chimeca la hablasen, en especial los que tu­viesen oficios y cargos de república, por cuanto en sí observaba todos los nombres de los lugares, y el buen régimen de las repúblicas, como era el uso de las pinturas y otras cosas de policía...”

 

A la paulatina aceptación de los ritos y ceremonias de los pueblos sedentarios se suma la de la lengua náhuatl, que llegará a ser hablada, un siglo más tarde, por la gran mayoría de los descendientes de los chichimecas establecidos en el valle de México. La larga serie de contactos ha hecho posible a los nómadas la práctica de la agricultura, la vida en pueblos y ciudades, el esplendor de la corte a la manera antigua, nuevas formas de sincretismo religioso y de florecimiento en el campo de las artes. Todo ello tras superar naturales resistencias y aun abiertas rebeliones por parte de pequeños grupos. Sin embargo, la felicidad de los últimos años de gobierno de Techotlala no salvaba Tetzcoco de la amenaza que se cernía sobre él.

 

El peligro de la prepotencia del señorío de Azcapotzalco.

 

Los tecpanecas de Azcapotzalco, que también habían experimentado un proceso semejante, tenían por entonces la hegemonía en el valle y en otras varias regiones. El famoso soberano tecpaneca, Tezozómoc, contemporáneo de Techotlala, había hecho suya la región de Tenayuca, se había adueñado del reino de Xaltocan y ensanchaba sus dominios por la región del sur, incluyendo a Coyoacán, Chalco y Amecameca, y lograba que tributaran las gentes del señorío de Cul­huacán. Tezozómoc había conquistado luga­res más apartados, como Ocuila y Malinalco al occidente, y Cuauhnáhuac por el Sur.

 

El arrogante tlatoani que, como lo hacen notar los Anales de Cuauhtitlán, se adjudica­ba a manera de título el sobrenombre de Xólotl, pretendía en el fondo unificar bajo su mando a la totalidad de los estados chichimecas con el propósito de establecer lo que hoy llamaríamos un imperio. Su impulso, al parecer incontenible, pronto lo llevará a en­frentarse con Tetzcoco. La derrota infligida por Tezozómoc y la muerte de Ixtlilxóchitl, el príncipe hijo de Techotlala y padre a su vez de Nezahualcóyotl, tendrá por consecuencia una violenta interrupción en el proceso de cambio y florecimiento de Tetzcoco. Sin embargo, la transformación lograda desde los días de Techotlala no es ya algo que pueda suprimirse o ser reabsorbido por la fuerza dentro de un contexto diferente. Nezahual­cóyotl, el más extraordinario de los príncipes chichimecas ya aculturados, será, en alianza con los aztecas, el restaurador de la inde­pendencia de su pueblo. Más tarde aumentará su fama como gobernante, legislador, arquitecto, pensador, poeta y consejero de los señores de México-Tenochtitlan.

 

Refinamiento cultural.

 

Imposible hubiera sido la aparición de hombres como él y su hijo Nezahualpilli sin el largo proceso de más de dos siglos de transformación. El refinamiento que prevalecerá en Tetzcoco a lo largo de sus reinados es fruto del nuevo arraigo cultural alcanzado ya por Techotlala antes del asedio proveniente de Azcapotzalco. Elocuente descripción nos da el Códice Matritense  de lo que era  entonces la incipiente madurez cultural de los chichimecas y en particular de los tetzcocanos:

 

“Estos, según se dice, se nombraban a sí mismos chichimecas, pero se llamaban ya "los dueños de casas"; quiere decir que eran ya como los toltecas. Entonces adquirieran vigor los señoríos, los principados, los reinos. Los príncipes, señores y jefes gobernaron, establecieron ciudades. Hicieran crecer, extender, aumentaron sus ciudades...”.

 

Y como supremo elogio de esas pobla­ciones, entre las que descuella Tetzcoco, añade el texto acerca  de ellas:

 

“Se establecía el canto, se fijaban los tambores. Se dice que así principiaban las ciudades: Existía en ellas la música”.

 

Nada tiene de extraño que, ya desde fines del siglo XIV, en estos pueblos y ciudades,  cuyo origen se relaciona con el comienzo de la música, al lado de los diversos grupos de artistas aparecieran también los cuicapicque, forjadores de cantos o poetas. Aduciendo una vez más el testimonio de Ixtlilxóchitl, recordaremos a uno de ellos, del que  nos dice “venía siempre a la corte de Tetzcoco a hallarse para cualquier ocasión y tratar de su buen gobierno”. El personaje en cuestión, que aparece como muestra excepcional del refinamiento alcanzado en el mundo chichimeca, tiene por nombre Tlalte­catzin, título que hemos visto se dio antes a Quinatzin como reconocimiento a su obra de "ordenador de la tierra". Al parecer el poeta Tlaltecatzin conocía no poco de la antigua sabiduría de origen tolteca y del arte de la expresión cuidadosa en la lengua de los nahuas. De él se dice que "dejado a ti mismo, en tu casa, expresaste sentimientos y hablaste rectamente".

 

La cita que ofreceremos de uno de sus poemas es reflejo de un aspecto de la vida en estas ciudades que han comenzado a existir con la música. Los chichimecas no son ya más errantes cazadores. Tienen ahora un famoso cantor que ha proclamado que, al lado de las flores preciosas, por encima del cacao que beben los príncipes y del humo del tabaco que anima la reunión de los amigos, está la admirable criatura, ¿la preciosa flor de maíz tostado" que es la mujer. Tlaltecatzin ha visto renacer en Tetzcoco una antigua profesión; sabe que en la ciudad hay grupos de ahuianime, "alegradoras", muje­res de placer. Precisamente a una de ellas dedica su pensamiento y lo mejor de su can­to. Al escucharlo, hemos de reconocer que, para bien o para mal, la aculturación de los chichimecas ciertamente había progresado:

 

Yo tengo anhelo

-clama Tlaltecatzin-,

lo saborea mi corazón,

se embriaga mi corazón,

en verdad mi corazón lo sabe.

¡Ave roja de cuello de hule,

fresca y ardorosa,

haces tu guirnalda de flores!

¡Oh Madre!

Dulce, sabrosa mujer,

rectos preciosa flor de maíz tostado,

solo te prestas,

serás abandonada,

tendrás que irte,

quedarás descarnada.

Aquí tú has venido,

frente a los príncipes,

tú, maravillosa criatura,

invitas al placer.

Sobre la estera de plumas amarillas y azules,

aquí estás erguida.

Preciosa flor de maíz tostado,

sólo te prestas,

 serás abandonada,

tendrás que irte,

quedarás descarnada.

El floreciente cacao

ya tiene espuma:

se partió la flor del tabaco.

Si mi corazón lo gustara,

mi vida se embriagaría.

Cada uno está aquí,

sobre la tierra,

vosotros señores, mis príncipes.

Si mi corazón lo gustara,

se embriagaría.”

 

Quienes vivían como flechadores y no tenían casas, no tenían tierras, quienes solamente se vestían con pieles de animales y se alimentaban con grandes tunas y cactus, ahora gente de ciudad, gustan de escuchar la música, tienen poetas que forjan cantos en honor de las ahuianime o “alegradoras”. Todo esto ocurre a finales del siglo XIV. Contemplándolo a la luz de la historia, pensamos que no es exagerado afirmar que el proceso de aculturación de los chichimecas no era ya sólo deseo, sino que estaba a punto de con­vertirse en realidad consumada. Como en Europa habían asimilado los germanos la cultura mediterránea, también aquí los anti­guos cazadores llegan a apropiarse la expe­riencia y la sabiduría de los toltecas. Y qui­zás algunos, como el poeta Tlaltecatzin, no sólo se aculturan, sino que pasan a ser aven­tajados aprendices de una nueva forma de vida holgada y placentera.

 

Bibliografía.

 

Alva Ixtlilxóchitl, F. de Obras históricas ( vols.), México, 1891-1892. Mapa de Tepechpan, en Anales del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, época. 1, t. III, frente a la pág. 368, México, 1886.

 

Anales de Cuauhtitlán, en Códice Chimalpopoca, ed. fototípica y traducción del Lic. Primo Feliciano Velázquez, México, 1945.

 

Códice Xólotl ed. preparada por Charles E. Dibble. México, 1951.

 

Durán, fray D.            Historia de las Indias de Nueva España y islas de Tierra Firme (2 vols. y atlas), publ. por J. F. Ramírez, México, 1867-1880.

 

Lehmann, W.  Die Geschichte der Königreiche  von Colhuacan und Mexico, Stutt­gart, 1938.

 

León-Portilla, M. El proceso de aculturación de los chichimecas de Xólotl. Estudios de Cultura Náhuatl, vol. VII, págs. 59-86, México, 1967. 

 

Sahagún, fray B. de, Historia general de las cosas de Nueva España (4 vols.), México, 1956.

 

Torquemada, fray J. de, Los 21 libros rituales y monarquía indiana (3 vols.). Madrid, 1723.

 

30.            Peregrinación de los mexicas.

Por: Carlos Martínez Marín.

 

El grupo azteca o mexica fue el que mayor desarrollo había alcanzado hasta inicios del siglo XVI. Los aztecas no eran autóctonos del centro de México. Antes de establecerse definitivamente en México-Tenochtitlan pa­saron un par de siglos buscando lugar apropiado. Eso no sucedió en tiempos remotos, sino en un lapso comprendido entre los si­glos XII y XIV. Procedían de la periferia de Mesoamérica, de un lugar llamado Aztlán. Siguieron un itinerario, estableciéndose temporalmente en diversos puntos de su reco­rrido.

 

Aztlán en una isla situada en una laguna, en la que vivían los aztecas o mexicas: los atlacachichimecas, como se llamaban entonces. Eran tributarios de los aztlanecos, señores de la tierra. Para subsistir y pagar sus tri­butos pescaban, cazaban y recolectaban especies vegetales y animales del lago. Pero también eran agricultores. Sembraban en "camellones que construían en la isla. Cuando no soportaron ya más las cargas tributarias que los otros les imponían, decidieron abandonar Aztlán e ir en busca de otra tierra que, según los aztecas mismos, les había sido prometida.

 

Nunca se ha podido saber dónde estuvo situado tal lugar, cuya identificación no sólo tendría interés geográfico, sino que, como veremos, localizado en el tiempo y en el espa­cio, resulta una de las claves principales para la reconstrucción completa de la ruta. Así sa­bríamos muchos pormenores de los hechos históricos acontecidos durante la migración y tendríamos una idea más certera en torno a los orígenes y la cultura que portaron aque­llos mexicas que tanta importancia tuvieron en el mundo mesoamericano.

 

Sobre la localización de Aztlán se han de­sarrollado muchas y diferentes conjeturas, a través de las distintas etapas del desarrollo histórico de México. Ideas que han sido determinadas por diversos intereses y particu­lares circunstancias que no vamos aquí a con­siderar, ya que eso es motivo de trabajo bien distinto. Sólo dejaremos constancia de que, para unos, Aztlán debería encontrarse en las llanuras que en el norte de México eran recorridas entonces por los nómadas; más o me­nos en cercanía con Mesoamérica o tan lejos como el territorio de Nuevo México o los territorios  californianos. Algunos otros se inclinaron a pensar que Aztlán podría ser localizado hacia el noreste de Mesoamérica, en la región huasteca. Otros pensaron en una localización occidental, hacia la costa de Nayarit.

 

Relacionado con la localización de este lugar en alguna de esas zonas, se presenta el problema del status cultural que los mexicas tuvieron durante la época en que eran inmigran­tes, ya que, si procedían de provincias norteñas, fuera del área mesoamericana, debieron ser entonces chichimecas, es decir, nómadas cazadores y recolectores, con cultura similar a la de los grupos que habitaron el norte y noroeste de México y el sudoeste de los Estados Unidos; o si Aztlán estuvo dentro del territorio de los sedentarios, y en ese caso serían un grupo con cultura mesoamericana. Según unas fuentes, por ejemplo los Anales de Tlatelolco y los códices Telleriano Remensis y Vaticano A o Vaticano-Ríos, los mexicas eran nómadas y así aparecen en sus páginas. Vestían pieles, usaban el arco y la flecha y se dedicaban a la caza para su subsistencia. Si estas fuentes tienen razón, bueno seria recordar su lejana procedencia. Según otras fuentes, como, por ejemplo, todas las que están enlazadas por nexos historiográficos comunes: el Códice Ramírez, la obra de fray Diego Durán, la de Tezozómoc, la de Acosta, esta última en lo que se refiere a México, los mexicas eran, como podríamos decir hoy día, verdaderos mesoamericanos, es decir, desde su origen, un grupo completamente aculturado. En tal caso, Aztlán no podría localizarse muy al norte, sino más cercanamente al centro del país.

 

No sólo la localización del lugar de parti­da es un problema no resuelto, sino también lo es la reconstrucción geográfica de la primera parte de la migración, pues existen muchas dificultades para identificar los lugares por donde pasaron los mexicas, entre Aztlán y Tula, debido a diversas circunstancias rela­cionadas con la información recogida por las fuentes históricas que se ocupan de este even­to. Nos referimos a. dos de esas circunstancias, que desde la época prehispánica se han reflejado significativamente en el desconocimiento de esta parte de la migración y en las dificultades para una correcta apreciación. La primera, que es la más directa, está contenida en una tradición que, al res­pecto, el dominico Diego Durán recogiera en el siglo XVI. Dice el cronista que en la época en que Moctezuma Ilhuicamina gobernaba a los mexicas en Tenochtitlan y éstos se en­contraban gozando de cierto esplendor mate­rial, quiso hacer partícipe de este bienestar a los descendientes de sus antepasados que habían quedado en la patria original. Enton­ces mandó llamar a sus sabios, a sus tlamatinime, para que reconstruyeran la ruta por donde habían venido los ancestros, a fin de trasladarse por ella hacia Aztlán, llevando "presentes" a sus lejanos parientes. Los tlamatinime obedecieron la orden y fueron paso a paso y lugar por lugar, siguiendo la ruta hasta Tula. Más adelante sólo pudieron llegar a otros dos lugares del recorrido. Sin embargo, como el conocimiento del pasado en el México prehispánico, basado en una acendrada conciencia histórica, era motivo de prestigio para el grupo y principalmente para los dirigentes, se decidió seguir con la re­construcción de la ruta, aunque por medio de artes mágicas. Para ello se convirtieron en nahuales o hechiceros y, volando, llegaron hasta la patria original, en donde encontraron a Coatlicue, la madre de Huitzilopochtli, y a varios de sus sacerdotes. Con ellos se entre­vistaron, les informaron de cómo vivían los mexicas de México-Tenochtitlan y les entregaron los regalos.

 

Esto significa que los mismos mexicas, los que recogieron y transmitieron el registro histórico de la peregrinación, no sabían ya en el siglo XV la situación de Aztlán y el recorrido efectuado por sus antepasados del si­glo XII entre este lugar y las cercanías de Tula. De esta manera se cierne la duda sobre la verosimilitud de la información que fue trasmitida a la posteridad sobre esta parte de la ruta, pues es obvio que procede de una posterior reconstrucción.

 

Hay otro hecho que también puede des­pertar alguna duda sobre las informaciones de los cronistas. Tuvo lugar cuando terminó la guerra de los mexicas contra los tepane­cas: aquéllos quemaron la biblioteca de Azca­potzalco  por órdenes de Itzcóatl. Allí se guardaban los códices que registraban la historia del centro de México, y los mexicas apare­cían en ellos como un pueblo sin fama ni gloria. Para evitar que esa historia fuese conoci­da por el pueblo, fue destruida y se confeccionó otra, que, según los mexicas, era la verdadera. Es probable que en la historia destruida estu­viera encerrada la tradición exacta de la migración.

 

Los problemas aquí señalados y otros asimismo relacionados con este tema, si bien han dificultado el conocimiento de esta etapa de la historia azteca, su elucidación sí ha sido suficientemente interesante. Se ha recons­truido la ruta con base en los registros pos­teriores; pero, aún más, se han podido acla­rar otras muchas de sus particularidades, considerando y analizando otras informaciones  que antes se tenían sólo como comple­mentarias. Así, en la actualidad, conocemos la peregrinación no sólo como un relato escueto de lugares recorridos y su respectiva cronología, sino que se ha podido hacer la identificación de lugares que faltaban, se han establecido plausibles hipótesis sobre la loca­lización de otros, especialmente Aztlán, se pueden discernir varios acontecimientos históricos de esa época, antes inasequibles y míticos, y se ha realizado la descripción de los rasgos y patrones que conformaban la cultu­ra que entonces tenían los aztecas, así como su identificación como mesoamericana. De la ruta, hechos históricos y cultura de los pere­grinantes aztecas, así como de otros porme­nores, nos ocuparemos en seguida.

 

La ruta de la peregrinación.

 

En el siglo XVI el insigne fray Bernardino de Sahagún recogió una información sintéti­ca del evento, que se inicia señalando que los aztecas salieron de su antigua patria por or­den de su dios Huitzilopochtli, que les advirtió de esta manera:

 

“Yo os iré sirviendo de guía,

yo os mostraré el camino”.

 

El texto narra a  continuación la peregrina­ción así iniciada:

 

En seguida,

los aztecas comenzaron a venir hacia acá

existen, están pintados,

se nombran en lengua azteca

los lugares por donde vinieron pasando los mexicas.

Y cuando vinieran los mexicas,

ciertamente andaban sin rumbo,

vinieron a ser los últimos.

 

Al venir,

cuando fueran siguiendo su camino,

ya no fueron recibidos en ninguna parte.

Por todas partes eran reprendidos.

 

Nadie conocía su rostro.

Por todas partes les decían:

¿Quiénes sois vosotros?

¿De donde venís?

 

Así en ninguna parte pudieran establecerse,

sólo eran arrojados,

por todas partes eran perseguidos.

Vinieran a pasar a Coatepec,

vinieron a pasar a Tollan,

vinieron a pasar a Ichpuchco,

vinieron a pasar a Ecatepec,

luego a Chiquiuhtepetitlan.

En seguida a Chapultepec,

donde vino a establecerse mucha gente.

Y ya existía señorío en Azcapotzalco,

en Coatlinchan,

en Culhuacán,

pero México no existía todavía.

Aún había tulares y carrizales,

donde ahora es México.

 

Iniciación de la marcha.

 

Por otra parte, un códice histórico, la Tira de la Peregrinación, nos relata por medio de pinturas cómo los mexicas partieron de Aztlán, que era una isla lacustre, cruzaron las aguas y tomarán tierra firme hasta llegar a un lugar cercano llamado Culhuacán el Antiguo; de allí fueron a un lugar llamado Cuahuitzintla y luego a Cuehtécatl-ichoca­yan, nombre que quiere decir “lugar en donde lloró el huasteco”. El siguiente sitio fue Coatlicámac y de allí pasarían a Coatepec.

 

La estancia en Coatepec.

 

Una vez llegados a este nuevo lugar, los mexicas procedieron a encender el primer Fuego Nuevo, es decir, realizaron la festividad con que se celebraba el fin de un ciclo calendárico de 52 años.

 

Otra crónica nos relata qué hicieron allí durante su estancia, siempre atribuyendo los hechos a su dios o el mandato para hacerlo. El texto dice: "Huitzilopochtli planta... su juego de pelota, coloca su tzompantli... Obstruyen el ba­rranco, y la cuesta empinada, con lo cual... se  represó el agua... Huitzipolochtli... dijo... a los mexicanos..., plantad, sembrad sauces, ahuehuetes, cañas, carrizos, la flor de atla­cuezonalli...; ...echan simiente, los peces, las ranas, los renacuajos, los camaroncitos, los.. aneneztes, los gusanillos de los pantanos, la mosca acuática, el insecto cabezudo, el gusanillo de las lagunas y los pájaros, el pato, el ánade, el quechulton, el tordo, los de espal­das rojas, los de cuellos amarillos...".

 

Durante su estancia en Coatepec, se dice en otro texto poéticamente narrado, que nació Huitzilopochtli, como dios de los mexi­cas, y que al morir como hombre, sacerdote ­y guía, fue allí mismo deificado. En Coatepec permanecieron bastante tiempo y, según las historias de Durán y Tezozómoc, los mexicas creyeron que se iban a quedar definiti­vamente en ese lugar, en el que habían logrado reproducir un hábitat como el existente en su patria original.

 

Después de Coatepec, los mexicas ocuparon Tula, tras su "destrucción" y abandono por los toltecas. Allí permanecieron algún tiempo donde se quedó un grupo hasta la misma época de la Conquista.

 

La entrada al valle de México.

 

Al internarse en el valle de México, pasaron por Atlitalaquia, Tlemaco y Atotonilco, lugares que hoy se encuentran en el estado de Hidalgo, y continuaron hasta Apazco, situado en el actual estado de México. Encendieron allí el segundo Fuego Nuevo. Ha­bían transcurrido 52 años desde su estancia en Coatepec.

 

De Apazco viajaron hasta Zumpango y después hacia Xaltocan, situados en unas is­las de la parte norteña del área lacustre del valle de México. Estuvieron después en Acalhuacan, que debió estar en donde, mediante un estrecho, se unía el lago de Zumpango con el de Tetzcoco. Cruzando el estrecho, pasaron a la ribera occidental de los lagos y fueron su­cesivamente a Ehecatépec (hoy San Cristóbal Ecatepec), Tulpetlac, Coatitlan, Huexachtitlan y Tecpayocan (hoy el cerro del Chiqui­huite, cerca de la villa de Guadalupe), en don­de encendieron el tercer Fuego Nuevo.

 

Continuaron su camino hacia Pantitlan, Amalinalpan y Acolnáhuac, hasta llegar a Popotlan, la actual Popotla de las cercanías de Tacuba, adonde años más tarde los españoles llegaron derrotados y Cortés lloró amargamente en la "Noche Triste". De allí continuaron hacia Atlacuihuayan (Tacubaya) y se asentaron en Chapultepec, lugar en el que realizaron grandes obras para convertirlo en fortaleza inexpugnable y donde permanecieron durante largo tiempo.

 

Según Durán, en Chapultepec constru­yeron varios edificios y también una muralla de dos estados de altura para defenderse de los grupos vecinos, con los que, según todas las versiones, no se llevaban muy bien. Allí encendieron su cuarto Fuego Nuevo y, al poco tiempo, tuvieron que  enfrentarse con una coalición formada por los pueblos del valle con intención de expulsarlos. Fueron derrota­dos y llevados como prisioneros de guerra a Culhuacán el Nuevo, al pie del Cerro de la Estrella.

 

La vida en Culhuacán.

 

Los mexicas fueron obligados a vivir en condiciones lamentables, en un inhóspito lu­gar llamado Tizaapan, donde existían muchas alimañas, víboras y un sinfín de especies de pedregal; sus captores, los colhuas, tenían la esperanza de liquidarlos allí, pero los mexicas pudieron sobrevivir  eliminando las ali­mañas. Dice la crónica:

 

Los aztecas mucho se alegraron,

cuando vieron las culebras,

a todas las asaron,

las asaron para comérselas,

se las comieron los aztecas.

 

Al constatar los colhuas la supervivencia de los mexicas, decidieron utilizarlos en su servicio y los invitaron a que participaran como auxiliares en las luchas que por enton­ces libraban contra algunos pueblos vecinos. Comprometidos en estos conflictos los mexicas tuvieron que pelear contra el señorío de Xochimilco. Para entonces y debido a sus éxitos anteriores, los colhuas prometieron li­berar a los mexicas a cambio de su ayuda en tal conflicto. La operación fue un éxito, pues­to que capturaron innumerables prisioneros que, por ser tantos, no los pudieron conducir ante el señor de Culhuacán. Así, llevaron  en costales las orejas y narices de los derrota­dos, como prueba de que los habían apresado. La ya citada Tira de la Peregrinación registra el hecho en su última página: Allí vemos al señor de Culhuacán, que se voltea horrorizado ante la prueba.

 

Con este hecho concluye la Tira de la Pe­regrinación. Los acontecimientos que con­tinúan aparecen en otros documentos, los cuales nos dicen que los mexicas lograron una cierta libertad y decidieron quedarse a vivir en Culhuacán durante un tiempo. Los jóvenes mexicas entraron en relación con las muchachas colhuas mediante el matrimonio, con lo que establecieron sus  primeros lazos sociales con un grupo de ascendencia tolteca.

 

El definitivo asentamiento. Fundación de México­-Tenochtitlan.

 

Continuaron viviendo en Culhuacán hasta que surgió un conflicto con los colhuas, por lo que fueron expulsados de ese señorío en forma violenta. Salieron precipitadamente del lugar, internándose en los pantanos y entre los tulares de la laguna central, llamada entonces Metztliapan. Según el Códice de Ascatítlan, los mexicas tuvieron que valerse de sus escudos para pasar por las aguas, y amarrándolos a sus lanzas  les sirvieron de balsas para transportar a las mujeres y a los niños. Continuaron la marcha entre islotes, pantanos y tulares, por varios lugares que aún conservan el mismo nombre: Mexicalzingo, lztacalco y Temazcaltitlan, donde una de sus mujeres dio a luz una criatura, por lo cual lo llamaron Mixiuhcan, “el lugar del alumbramiento”. Desde allí llegaron al sitio donde, según la leyenda, encontraron la señal para asentarse: un águila reposando sobre un nopal y desgarrando una serpiente. La misma Crónica Mexicáyotl habla bellamente del acontecimiento:

 

Llegaron entonces

allá donde se yergue el nopal.

Cerca de las piedras vieron con alegría

cómo se erguía una águila sobre aquel nopal.

Allí estaba comiendo algo,

lo desgarraba al comer.

 

Cuando el águila vio a los aztecas,

inclinó su cabeza.

De lejos estuvieron mirando al águila,

su nido de variadas plumas preciosas.

Plumas de pájaro azul,

plumas de pájaro rojo,

todas plumas preciosas,

también estaban esparcidas allí

cabezas de diversos pájaros,

garras y huesos de pájaros.

 

En este lugar decidieron establecerse y fundaron la ciudad a la que nombraron México-Tenochtitlan. El enclave de la señal ha sido localizado por Alfonso Caso en la actual plaza de San Pablo, lugar que quedaría después al sudeste de la antigua ciudad. Con ese capital acontecimiento llegó a su fin el pere­grinar de los mexicas. Encontraron un lugar conveniente, protegido y por entonces sin problema de ocupación, sobre el islote de la laguna de Metztliapan, "el canal de la Luna".

 

Cronología de la migración.

 

Respecto a la cronología de la migración sabemos que existen igualmente muchas con­tradicciones en sus fuentes históricas. A nuestro parecer, las fechas más pertinentes son las establecidas por Wigberto Jiménez Moreno, que son las que aquí proporciona­mos. Los mexicas salieron de Aztlán en 1111 y llegaron a Coatepec en el año 1163, en don­de encendieron su primer Fuego Nuevo, la atadura cíclica de 52 años. En Apazco, ya dentro del valle de México, encendieron en 1215 el segundo Fuego Nuevo. La tercera festividad del Fuego Nuevo la llevaron a cabo en Tecpayocan, en las cercanías de la sierra de Guadalupe, cuando habían alcanzado ya las riberas de los lagos, en 1267. El cuarto tuvo lugar en Chapultepec, el año 1319. Los mexicas encenderían después cuatro fuegos nuevos más, una vez establecidos en Tenochtitlan.

 

Así pues, los mexicas partieron de Aztlán en el siglo XII, presentándose en el valle de México hacia el siglo XIII. Al valle de Mé­xico llegan, contemporáneamente a otros emi­grantes, los chichimecas de Xólotl. Del siglo XIII en adelante ya no salen de esta zona, aunque todavía transcurre un siglo más para que puedan establecerse en México-Tenoch­titlan, lugar que fundaron en 1325, según la mayoría de las opiniones.

 

La cultura de los aztecas durante la migración.

 

Paralelamente a lo visto, las fuentes escritas nos proporcionan copiosa información sobre la cultura de los mexicas en aquella época de migrantes.

 

En ellas se relata ampliamente cómo eran entonces los aztecas, que hacían y cómo vi­vían en el tiempo en que peregrinaban. Esa información es la siguiente:

 

Lengua.

 

Hablaban náhuatl desde hacía bastante tiempo, pues no hay ninguna  evidencia de que hubieran hablado otra lengua con ante­rioridad y ni siquiera de que viajaran con ellos hablantes distintos. Impusieron topónimos náhuatl en algunos enclaves ocupados; así lo afirma un texto. Se llamaban ellos mismos azteca, mexitin, mexica, chicomoztoque, teochichimeca o atlacachichimeca, todos gentilicios en náhuatl.

 

Ciclo económico.

 

La producción de sus alimentos depen­día de cuatro formas para obtenerlos: la pesca, la caza, la recolección y el cultivo.

 

En Aztlán pescaban, cazaban y recolec­taban especies lacustres, ya que entonces eran los atlacachichimecas "los cazadores con atlatl" (lanzadera), de las riberas de un lago. Desde su salida tuvieron que depender más de la cacería de conejos, liebres, venados, pá­jaros, culebras y otros animales. Recolectaron también una especie de berro al que eran muy afectos.

 

Cuando arribaban a lugares fértiles en donde paraban algún tiempo, sembraban, de riego y de temporal, principalmente maíz y además frijol, chile, tomates, calabaza, así como también bledos y chía. Es decir, los cultivos que formaban el complejo alimenticio mesoamericano.

 

Otro de sus aprovechamientos era el de las plumas finas de ave. Estas, junto con los productos de la pesca y el cultivo, los tributa­ban a sus señores en Aztlán. Ya desde enton­ces eran tributarios.

 

Tecnología.

 

En el campo de la técnica es donde encon­tramos los datos más sorprendentes. Desde Aztlán construían "camellones" o terraplenes para el cultivo. Empleaban sistemas de riego y en las zonas lacustres construyeron chinam­pas o terraplenes para cultivo de ciénaga, en el interior de los lagos. Realizaron obras hi­dráulicas, como la presa construida en Coa­tepec. Allí, una vez logrado el embalse, acli­mataron plantas y animales lacustres para poder vivir. Tan buenos resultadas lograron que hasta hubo intentos de no seguir adelan­te, en contra de las órdenes de los sacer­dotes conductores de la migración.

 

Levantaban templos en todo lugar donde se asentaban, aun en Aztlán, con anexos como el tzompantli y el sacrificadero. Construyeron asimismo juegos de pelota y albarradas para la defensa, con murallas concéntricas "hasta de un estado de alto" y patios interiores. Muchas de sus obras eran de piedra labrada. También construyeron temazcalli, es decir, baños de vapor.

 

Como armas usaban originalmente el átlatl, típico lanzadardos mesoamericano, que después sustituyeran por el arco y las fle­chas, una vez internados en territorios de ca­cería. Para la defensa usaban, además, la rodela o chimalli.

 

Para el transporte en lugares lacustres usaron la canoa y las andas para conducir los arreos y a su dios.

 

Indumentaria.

 

Vestían braguero, sayas de fibras tejidas y de cuero y sandalias de los mismos materiales. Usaban orejeras, brea en las orejas y pintura facial; coma adornos, plumajes, insig­nias, banderas y moños de papel.

 

Organización social.

 

La unidad básica de organización social era el calpulli. Era una especie de clan com­puesto por varias familias nucleares, en donde el lazo familiar era el vínculo predominante. Todos los problemas se resolvían mediante el esfuerzo colectivo de los componentes de cada una de esas unidades de típica caracte­rización tribal. Cuando salieron de Aztlán los aztecas eran un grupo organizado en siete calpulli, cada una con su dios particular, predominando como el principal Huitzilo­pochtli, el dios del calpulli de los huitznahua­que. Los nombres de los calpulli nos dicen mucho respecto a la composición étnica de la tribu azteca que peregrinaba: huitznahuaque que quiere decir surianos; el de Yopico era el de los yopis, individuos a quienes se les conoce como pobladores de la costa de Guerrero y adoradores de Xippe, tlacochcalcas, tlacatec­panecas, izquitecas y cihuatecpanecas, son todos nombres de grupos conocidos en la historia mesoamericana y que en ella jugaron papeles más o menos importantes. El de los chalmecas es él nombre de un grupo olmeca, de los tardíos, y se menciona como dios de uno de los calpulli a Cintéotl, deidad, entre varias más, del maíz.

 

Los calpulli aumentaron en número a medida que el tiempo transcurría; cuando se asentaron en Coatepec su número era de quince. Al establecerse en Tenochtitlan sumaban veinte.

 

Tenían una división social del trabajo. Los hombres y jóvenes cazaban, pescaban, cultivaban y cosechaban: Las mujeres hacían labores complementarias y cargaban la. impedimenta. Se menciona a una mujer como uno de los cuatro conductores del grupo. A los viejos y a los enfermos los dejaban en el camino provistos y protegidos cuando ya no podían caminar.

 

Gobierno.

 

Parece que eran los calpulli los que desde Aztlán tenían participación activa en las deci­siones. Al menos así lo dejan entrever las fuentes con mención continua de ellos, insis­tiendo de ese modo en la importancia que te­nían esos grupos dentro de la tribu. Cada calpulli era dirigido por un caudillo. Esos caudillos coexistían con cuatro funcionarios: los teomamaque, quienes, sacerdotes cargadores del dios, "interpretaban" sus mandatos y formaban un grupo sacerdotal gobernante sobrepuesto al sistema simple de control tri­bal. Así aparecen los mandatarios de la pri­mera etapa de la migración, que eran los conductores de la tribu.

 

Después de su estancia en Coatepec, se habla de dos "sumos" sacerdotes, teo­mamaque según algunas fuentes; tres capi­tanes, según otras, superpuestos a los cau­dillos y a los teomamaque comunes y corrientes. Parece que se trata de sacerdotes distinguidos por sus servicios militares, por lo que unieron al liderato religioso el militar. Eso parecen ser, entre otros, Huitzilthuitl y Tenoch, que eran sus principales conductores en Chapultepec y Culhuacán, respectiva­mente. Ellos, y otros más que se mencionan, eran también “incensadores y ministros de los templos”.

 

Religión.

 

Aunque una fuente nos informa que en su tierra original sólo reverenciaban al Sol y a la Luna, cosa que hacían sin ofrecerles sacrificios, todas las demás coinciden en mencionar deidades, ritos, sacerdocio, ofrendas y penitencias.

 

El dios principal y numen titular era Huitzilopochtli. En su nombre se hacía y or­denaba todo lo conducente. Lo representaban formalmente por medio de esculturas de piedra o de caña de maíz.

 

Era el dios de  los huitznahuaque, los surianos, aunque todos los demás calpulli lo reconocían como principal y lo denomi­naban asimismo Huitzilopochtli Quetzalcóatl ­Tlaloteuctli. Llevaba un nombre calendárico de Ome Técpatl y en su indumentaria por­taba moños de papel azul goteados de hule derretido. A él se le sacrificaban incluso niños. Estos dos últimos rasgos lo pueden iden­tificar como un tlaloque (sacerdote del mesoamericano dios de la lluvia, Tláloc).

 

Parece que Huitzilopochtli no siempre había sido su dios, sino que su más antigua deidad era el llamado Tlacatecólotl Tetzá­huitl Yaotequihua, “dios de los presagios y señor de la guerra”, al que representaban con un ídolo y que tenía un sacerdote llamado Huitziltzin, que fue el primer conductor de la tribu y el primer cargador del dios que, a su vez, sería deificado al morir.

 

Se mencionan además otros dioses tutelares del resto de los calpulli, tales como Xochiquetzal, Tezcatlipoca y Mictlantecutli. Aunque no se menciona a Xippe Tótec, hacían el típico sacrificio de su ritual: el tlacaxipehualiztli o "desollamiento de hom­bres". De Yopico debió de ser la gente tutelada por ese dios. En Coatepec aparece Coatlicue y, ya antes, la señora Malinalxóchitl.

 

Adoraban las efigies de sus dioses, les erigían templos, ayunaban y hacían ofrendas de acxóyatl -ramas y hojas de abeto- y co­pal, y sacrificios humanos y autosacrificios en su honor. Regía la vida de los migrantes la voluntad del dios a través de los sacerdotes que interpretaban los designios divinos, que conocían por las teofanías de Huitzilopochtli. Las festividades religiosas eran celebradas con cantos y danzas y practicaban el evento ritual del juego de pelota.

 

Otros rasgos culturales.

 

Computaban el tiempo y lo dividían en ciclos de 52 años, es decir, poseían ya el ca­lendario mesoamericano. Al finalizar cada ciclo celebraban la atadura de años -xiuh­molpilli- con la fiesta del Fuego Nuevo, ha­biéndose celebrado cinco antes de la fundación de Tenochtitlan. Usaban los nombres de los días como nombres propios,  además del nombre de pila.

 

Conservaban leyendas y tradiciones y preservaron muchos datos de la historia de su época, tal vez por medio de la itoloca o tradición oral rígida, aunque se dice, por otra parte, que todo lo apuntaban.

 

Aunque dentro de este cuadro de descripción cultural encontramos algunos rasgos no mesoamericanos, éstos son unos cuantos y destaca solamente el que se llamaran a sí mismos chichimecas auténticos –teochictilmecas-, disputando este título a otros que en verdad fueron. Se dice que conocieron la ma­nera de producir el fuego durante la migra­ción. Procuraban que los varones solteros se casaran con mujeres toltecas -puntualmente colhuas-, para hacerse así un linaje presti­gioso. Además, incineraban a sus muertos.

 

El diagnóstico cultural.

 

Los anteriores rasgos culturales son los que las fuentes del siglo XVI atribuyen a los mexicas.  Han sido extraídos de esas descripciones con la mayor objetividad posible. Todos los rasgos corresponden a la época en que los mexicas eran peregrinos. La mayoría de ellos son los que caracterizan a la cultura mesoamericana en el período posclásico temprano, por lo que podemos con­cluir que la cultura que tenía entonces nuestro grupo azteca o mexica era cualitativa y cuan­titativamente mesoamericana, y no parece que la haya adquirido durante el itinerario, en tanto que entraba  progresivamente en contacto con grupos culturalmente impor­tantes, como los toltecas de Tula o los de Culhuacán, sino que esa cultura ya la tenía desde su patria original. Debido a esto últi­mo podemos pensar con mucho margen de acierto que Aztlán estaba dentro de Mesoamérica.

 

La localización de Aztlán.

 

A este respecto dos especialistas han investigado largamente sobre los  mexicas para tratar de localizar el sitio. Efectivamen­te, Wigberto Jiménez Moreno y Paul Kirch­hoff así se lo propusieron y, como resultado de ello, cada uno propuso una hipótesis dis­tinta sobre la localización de Aztlán. Ambos acaban concluyendo que estaría dentro de Mesoamérica. He aquí las hipótesis:

 

Jiménez Moreno piensa que los mexicas constituían un solo grupo desde que se partió de Aztlán y que éste se encontraba en la laguna de Mexcaltitlán, una albufera en la costa del estado de Nayarit que tiene una isla que aún se llama Aztatlan ("lugar de gar­zas" o "lugar de blancura", significado tam­bién atribuido a Aztlán). Tal vez, nos dice, los mexicas vivieron allí desde muy remotos tiempos, lejanos a la época de su partida. Siendo, como parece, de estirpe nahua, per­tenecieron a los totorame, grupo que vivió en la costa de Nayarit, influenciado o acultu­rado por los toltecas, ya que en las cerca­nías existe un emplazamiento arqueológico tolteca llamado Amapa. Al salir de Aztatlan, los mexicas remontaron el río San Pedro (que desagua en el Pacífico) en las cercanías de la laguna de Mexcaltitlán. Por él llegaron a territorio actualmente duranguense, cerca de la actual población de Nombre Dios. Allí penetraron sin problemas, pues era ésa una zona ya aculturada por la colonización mesoamericana, presente desde la época teotihua­cana. Tal cultura pretolteca florecería entre los siglos VII a IX, desde Zape (Durango) hasta San Miguel de Allende (Guanajuato), for­mando un largo corredor en el cual estaban también enclavados Chalchihuites y La Que­mada (ambas zonas arqueológicas en Zacatecas).

 

Cuando los mexicas llegaron a territorio duranguense cambiaron el rumbo hacia el sudeste, continuando por ese corredor de cul­tura mesoamericana. Pasaron por Chalchi­huites, siguieron hacia el rumbo de Fresnillo y, de acuerdo con la información de la crónica del padre Tello, ocuparon La Quemada. De allí partieron hacia Aguascalientes y con­tinuaron por el noreste de Jalisco. Al llegar a la zona del lago de Chapala, cambiaron en dirección a oriente; pasaron por Pátzcuaro y de allí fueron hacia el norte, internándose en lo que hoy es el estado de Guanajuato y luego por el norte de Michoacán, pasando por las inmediaciones de Acámbaro y Coroneo. Finalmente penetraron en Querétaro (Huimilpan, identificado con Coatlicámac de las fuentes) y de allí tomaron la ruta cono­cida y aceptada ya casi sin discusión.

 

Por su parte, Paul Kirchhoff ha propues­to la localización de Aztlán en el sur del esta­do de Guanajuato, entre Yuriria y Cortazar, considerando que Aztlán era uno de los luga­res de Chicomóztoc, cuyo principal centro, Culhuacán -el antiguo-, podría identificarse con el lugar, propuesto en el siglo pasado por Manuel Orozco y Berra, del cercano cerro de Culiacán. Kirchhoff ha reconstruido la extensión del imperio tolteca, y una de las cinco provincias que, según él, lo componían era Chicomóztoc, la más alejada hacia el occidente, en donde se encontraba Aztlán. Según esto, la patria original mexica habría estado en plena Mesoamérica.

 

Además, para explicarnos la incongruen­cia que supone la existencia de dos versiones indígenas de la migración, totalmente distin­tas en la primera parte del recorrido y que ya Orozco y Berra había tratado de conciliar sin éxito, Kirchhoff dice, en ese mismo trabajo, que fueron dos grupos principales los que formaron la migración, correspondiéndole a cada uno de ellos una de las versiones. Tales grupos eran el de los mexitin-mexica, procedente de Zacatecas, Tonallan y Pátzcuaro, que, al pasar por Aztlán, arrastró al segundo conglomerado, el de los atlacachichimecas, liberándolos de los aztecas chicomoztoques que los tenían sojuzgados, para de allí en ade­lante migrar juntos por la ruta conocida.

 

Las conclusiones.

 

Si Aztlán estaba comprendido dentro de Mesoamérica, hacia el área del occidente. como propone Jiménez Moreno, o dentro del imperio de Tula, en la parte sudoeste del estado de Guanajuato, como resultado del trabajo de Kirchhoff; si por ello ahora se pueden conjuntar y explicar la mayoría de las dis­crepancias que presentan las fuentes; si además sabemos que los mexicas se llamaban chichimecas por ser emigrantes, guerre­ros y cazadores de la laguna, no por nómadas, y si adoptamos que la información cultural de las fuentes no es un invento y, además, que Mesoamérica para la época de la migración comprendía ya hasta el occidente de México y también El Bajito, como ahora parecen demostrarlo nuevas evidencias arqueológicas, resulta entonces que los mexicas eran un grupo mesoamericano desde que inició su recorrido, y solamente pensando que en el siglo XIII eran ya un grupo con una cultura de esa categoría, podemos comprender la capacidad que tuvieron para colocarse, un siglo después de la fundación de Tenochtitlan, como uno de los grupos más importan­tes del Altiplano mesoamericano; por qué fue uno de los que mejores posibilidades ob­tuvieron de la herencia cultural de los tolte­cas y también por qué fue el grupo más tras­cendental en la historia prehispánica de México.

 

Bibliografía.

 

Códice Boturin, o Tira de la Peregrinación. Original en la colección de la Biblioteca Nacional de Antropología de México.

 

Durán, fray D.            Historia de las Indias de Nueva España y islas de Tierra Firme, México; 1951.

 

León-Portilla, M. Los antiguas mexicanos a través de sus crónicas y cantares. Méxi­co, 1961.

 

Martínez Marín, C. La cultura de los mexicas durante la migración: Nuevas ideas, Mé­xico, 1964.

 

Tezozómoc, H. De Alavarado, Crónica Mexicana, México, 1944. Crónica Mexicáyotl México, 1949.

 

Torquemada, J. De Monarquía Indiana, México. 1969.

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